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enero 18, 2022
"Quiero educar a mis hijas para un mundo donde no haya discriminación", le dijo Eulogita a mi tía Eulogia. Y decidió matricularlas en la escuela Pajarillo Libre.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Si Eulogita hubiese tenido el pelo morado no habría sido más distinta de su mamá de lo que era. No tenían nada en común, como si hubiesen nacido en galaxias diferentes. Para Eulogita su mamá era una cavernaria, no solo de otra época sino caída de un extraño planeta. Simplemente no la entendía. Quería mucho a su papá, a quien encontraba muy moderno (curiosamente) y muy bien puesto en los tiempos que corren; Roberto era la persona menos moderna de la tierra, pero en fin, los ojos de una hija jamás han sido objetivos.
Eulogita se casó, tuvo dos hijas, y cuando llegó el momento de encontrar un colegio para sus niñas lo primero que hizo, secundada por su marido, fue jurarse a sí misma que ¡jamás! jamás de los jamases las matricularía en un colegio de monjas, ni en un colegio exclusivo para señoritas, ni en ningún establecimiento público o privado donde les enseñasen a jugar con cocinitas, platitos, escobitas, plumeritos o planchitas.
—No quiero para mis hijas una educación machista en donde lo primero que les enseñan es barrer, pasar el plumero y planchar. Nosotros queremos que nuestras hijas sean pilotos de línea comercial, ingenieras de caminos o técnicas computacionales —declaraba muy ufana, ante los oídos espantados de mi tía.
—¿Por qué no puedes educarlas en un colegio de monjas, como Dios manda? —insistía mi tía, quien no podía entender que hubiese otro tipo de colegio, ni otro tipo de religión, ni otro tipo de partido político. Para ella el mundo se circunscribía a los colegios de monjas, la religión católica y el partido conservador. Todo lo demás eran "ideas raras"—. No pensarás matricular a mis nietas en una de esas extrañas instituciones que se han puesto de moda, donde les enseñan a los pobres niños que los hombres pueden casarse con los hombres y que no se deben usar abrigos de pieles por consideración a los osos polares, zorros y leopardos.
—Exactamente, mamá. Mis hijas no van a tener nada que ver con su abuela y bastante poco que ver con su madre, quiero educarlas para un mundo en donde no haya discriminación, ni femenina ni masculina, en donde las razas puedan convivir sin problemas, en donde las ideas políticas se debatan y no se impongan por la fuerza, en donde se tomen medidas para salvar el planeta de la rotura de la capa de ozono, y en donde ninguna mujer, ¿me oyes bien? ni una sola en el planeta deba soportar a una flaca de la esquina, a una rubia de la farmacia o a una crespa de la oficina solo porque no tiene cómo mantenerse, y si no vive pegada como lapa al marido, no vive.
Mi tía escuchaba estas peroratas y miraba a la hija de sus entrañas horrorizada, luego clavaba sus ojos sorprendidos en la cara de Mohai de Roberto, como diciendo mira el monstruo que hemos creado.
Lo cierto es que Eulogita era una mujer de su tiempo y a la hora de decidir dónde educar a sus hijas buscó un colegio muy distinto de los convencionales y aterrizó en el más alternativo de la ciudad, Pajarillo Libre, y ahí las inscribió.
—¿Y así se llama? ¿Pajarillo Libre? —preguntó mi tía—. ¿Y no te da miedo educar a tus niñas en un colegio con ese nombre? Los colegios fiables se llaman Monjas Ursulinas, Sagrado Corazón o Verbo Divino, pero ¿Pajarillo Libre?
—¡Ay, mamá! La de Pajarillo Libre es una educación como lo indica su nombre, libre como un pájaro, ecológica, políticamente correcta, en donde el niño puede desarrollar sus aptitudes sin la presión de una mamá cargante y sin el peso de convencionalismos sociales arcaicos y totalmente pasados de moda.
Lo cierto es que cuando Renata y Alfonsina cumplieron ocho y nueve años, respectivamente, ingresaron en su moderno colegio y mi tía no pudo hacer nada para impedirlo.
Los primeros meses transcurrieron sin novedad y sin que mi tía notase grandes alteraciones; las niñas seguían siendo las mismas criaturas adorables y traviesas de unos meses atrás. Pero de pronto las cosas sufrieron un cambio. Las chicas hablaban de otras cosas, como si de pronto el mundo se hubiese trasladado a otro lugar. No demostraban ni el menor interés en las muñecas, no jugaban a la mamá y al papá, y los cuentos que les enseñaban no eran los clásicos de Blanca-nieves y los siete enanitos o Cenicienta y su malvada madrastra, sino la locomotora solidaria, el cirujano responsable, el árbol que se hizo amigo de una hormiga y la pistola que se negaba a disparar.
—¿Y qué clase de cuentos son esos? —preguntó mi tía, anonadada.
—Son unas historias muy bonitas, abuela, tienen que ver con la justicia y el medio ambiente, pero también nos han contado historias antiguas, de las de tu tiempo —dijeron las niñas.
—¿Ah sí? Me alegro, me alegro mucho —dijo mi tía—. ¿Cuáles?
—Bueno, la de la Caperucita Roja, por ejemplo, si quieres te la cuento —dijo Renata y mi tía se sentó cerca de sus nietas y se dispuso a escuchar la historia que su abuela le había contado a su madre, su madre le había contado a ella y ella le había contado a Eulogita cuando niña.
Renata empezó con voz clara y calmada:
—Erase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día su madre le pidió que llevase una cesta con frutas frescas y agua mineral y huevos orgánicos a la casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidarse a sí misma como persona adulta y madura que era.
—¿Así se los enseñan? —la interrumpió mi tía Eulogia horrorizada.
—Espera, abuela, que ahora viene la mejor parte, mira: Caperucita entró en la cabaña en donde estaba acostada su abuela y le dijo: "Abuelita, aquí te traigo algunas chucherías de bajas calorías y poco sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca".
Mi tía lanzó un suspiro. La niña siguió:
"Y cuando Caperucita pegó un grito porque el lobo, disfrazado de abuela, se la quería tragar, llegó un maderero que andaba por ahí cerca a defenderla, y Caperucita se enfrentó al maderero y le dijo, indignada: ' ¡Sexista! ¡racista!, ¿cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?'. Y al oír el discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos y decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto, y vivieron muy felices en el bosque para siempre".
Terminado el cuento, mi tía sufrió un colapso. "¡A mis nietas las están convirtiendo en monstruos!", pensó.
En el colegio alternativo tampoco se torturaba a los alumnos con los estudios. Las exigencias eran notoriamente menores que en otros colegios, las notas llegaban hasta 20 para no tener que descalificar a nadie. Los héroes de los cuentos, si eran blancos tenían un amiguito negro, si eran negros tenían un amigo judío. Las mujeres eran siempre presidentas de los países o ingenieras y los hombres lavaban platos, bordaban manteles, planchaban camisas y no sabían conducir.
Estaba prohibido jugar con ollas, teteritas, o juegos de escobitas con escobillones y plumeros.
Llegó un momento en que mi tía no sabía de qué hablar con sus nietas y lo que era aún peor, no sabía qué darles de comer cuando iban a visitarla los domingos. Las chicas habían decidido por sí mismas, pues en el colegio se favorecía la "autodeterminación", y no querían usar zapatos de cuero pues para fabricarlos se habían sacrificado vacas, bueyes y hasta unos pobres toros importados de España.
—¡Pero niñitas, por Dios santo!, ¿hasta dónde van a llegar con esta estupidez?
—A la presidencia del país, abuela —decían, encantadas de la vida.
—¡Y abuela!, otra cosa, no se debemencionar a Dios en voz alta. ¿No ves que puedes ofender a un ateo que esté a tu lado? —decía Renata.
Y la otra replicaba:
—Y tampoco debes comer carne, abuelita, piensa que cada vez que te echas un pedacito de carne en la boca estás honrando el asesinato de un cordero.
Un día mi tía les dio una tostada con miel y tampoco quisieron comérsela.
—¿No sabes cómo tratan a las abejas en este país? Apalean sus panales, violan su privacidad, secuestran a sus reinas y torturan a los machos, y las obreras no tienen derecho a huelga ni a voz, ni a pataleo. ¡Y tú nos das pan con miel de abeja! Debería darte vergüenza, abuela.
Esa noche mi tía le dijo a Roberto que había tomado una decisión:
—Voy a sentarme en un sillón, frente a la ventana, y desde ahí voy a mirar desfilar los años que me quedan. Pero me bajo de este mundo porque así, no me interesa.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, FEBRERO 15 DEL 2005