LA SALAMANDRA DE PORCELANA (Orson Scott Card)
Publicado en
enero 27, 2022
Llamaban a su país la Bella Comarca, y con razón. La Bella Comarca estaba encaramada en el borde del continente. Enfrente se extendía el ancho océano, que pocos se atrevían a cruzar; detrás se erguía la abrupta Escarpa, un peñasco tan alto que pocos se atrevían a escalarlo. Y en ese aislamiento, los pobladores, que se llamaban a sí mismos la Bella Gente, vivían vidas espléndidas.
No todos eran ricos, ni todos eran felices. Pero la vida en la Bella Comarca era tan magnífica que la pobreza pasaba inadvertida para el ojo desprevenido, y la desdicha parecía fugaz.
Excepto para Kiren.
Para Kiren, la desdicha era la vida misma. Aunque vivía en una rica morada con servidumbre y parecía tenerlo todo, era profundamente infeliz. Pues en esas tierras las maldiciones, las bendiciones y la magia surtían efecto. No siempre, y no siempre tal como se planteaba, pero a veces las maldiciones surtían efecto, como en el caso de Kiren.
No había hecho nada para merecerlo; había sido tan inocente como cualquier recién nacida. Pero su madre era una mujer débil, y el dolor y el terror del alumbramiento la mataron. Y el padre de Kiren amaba tanto a su esposa que cuando se enteró, y cuando vio al bebé que nacía mientras moría la madre, exclamó:
—¡La has matado! ¡La has matado! ¡Que nunca muevas un músculo en tu vida hasta que pierdas a alguien a quien ames tanto como yo la amaba a ella!
Era una maldición terrible, y el aya lloró al oírla, y los médicos le taparon la boca al padre para que no hablara más en su cólera.
Pero la maldición funcionó, y aunque él se arrepintió un millón de veces durante la infancia de Kiren, nada podía hacer. Claro que la maldición no era tan poderosa. Kiren aprendió a caminar, y podía permanecer en pie dos minutos seguidos. Pero casi siempre estaba sentada o acostada, porque se fatigaba en exceso y sus músculos apenas le obedecían. Podía acercarse una cuchara a la boca, pero pronto se cansaba y otros debían alimentarla. Apenas tenía fuerzas suficientes para masticar.
Y al verla el padre quería llorar, y a menudo lloraba. A veces pensó en matarse para lavar su culpa. Pero sabía que esto causaría aún más daño a la pobre Kiren, y ella no había hecho nada para merecerlo.
Sin embargó, cuando la culpa se volvía insoportable, el padre escapaba. Se cargaba a la espalda un cesto de sabrosas frutas y bonitas artesanías de la Bella Comarca y enfilaba hacia la Escarpa. Desaparecía durante meses, y nadie sabía cuándo regresaría, ni si la Escarpa le tendería una trampa mortal. Pero al regresar siempre traía algo para Kiren. Entonces ella sonreía y decía: «Gracias, padre». Y las cosas andaban bien por un tiempo, hasta que de nuevo Kiren se volvía abúlica y su padre sufría de nuevo al ver los resultados de su nefasta maldición.
A fines de la primavera del año en que Kiren cumplía once años, su padre regresó más feliz que de costumbre después de una excursión a la Escarpa. Fue corriendo a ver a su hija, que estaba sentada en el porche escuchando los pájaros.
—¡Kiren! —exclamó—. ¡Kiren! ¡Te he traído un regalo!
Y ella sonrió, a pesar de que incluso los músculos de la cara eran débiles, con lo cual la sonrisa era triste. Su padre metió la mano en el saco (que estaba repleto de maravillas, las cuales él vendería, siendo un hombre sagaz, a quienes contaban con dinero no sólo para pagar por la mercancía, sino también por la rareza) y extrajo el regalo para dárselo a Kiren.
Era una caja, y la caja se movía bruscamente.
—Hay algo vivo ahí dentro —observó Kiren.
—No, mi querida Kiren. Pero hay algo que se mueve, y es tuyo. Y antes de ayudarte a abrirlo, te contaré la historia. En mis viajes llegué a una ciudad que nunca había visitado, y en la ciudad había muchos mercaderes. Y le pregunté a un hombre: «¿Quién tiene las mercancías más raras y preciadas de la ciudad?». Me dijo que debía ver a Irvass. Así que encontré a ese hombre en una tienda humilde y pobre. Pero adentro había maravillas jamás vistas. Te aseguro que ese hombre conoce el esplendor de la magia. Y me preguntó: «¿Qué deseas más en el mundo?». Y por supuesto respondí: «Quiero que sane mi hija».
—Oh, padre. No habrás pensado…
—Claro que he pensado, y mucho. Le conté cómo estabas y por qué, y él dijo: «He aquí la cura». Ahora abramos la caja para que lo veas.
Kiren abrió la caja con ayuda del padre, pero no se atrevió a meter la mano adentro.
—Sácalo tú, padre —sugirió ella.
El padre metió la mano y sacó una salamandra de porcelana. Era brillante pero con un delicado esmalte, y aunque era blanca —un color raro para una salamandra— la forma era inconfundible.
Era la imitación perfecta de una salamandra. Y se movía.
Pataleaba, sacaba la lengua, agitaba la cabeza, revolvía los ojos. Kiren rió encantada.
—Oh, padre, ¿cómo ha logrado tal perfección de movimiento?
—Bien, me contó que le había dado el don del movimiento, pero no el don de la vida. Y si alguna vez deja de moverse, de inmediato será como cualquier otra pieza de porcelana. Rígida, dura y fría.
—Cómo corre —exclamó ella, y la salamandra se transformó en su mayor placer.
Cuando Kiren despertaba por la mañana, la salamandra bailoteaba en su cama. A la hora de comer correteaba por la mesa. Dondequiera que estuviera Kiren, la salamandra perseguía, exploraba o escapaba. Ella la observaba continuamente, y la salamandra nunca se perdía de vista. De noche, mientras Kiren dormía, recorría sin cesar la habitación, rozando la alfombra en silencio con sus patas de porcelana, y sólo en ocasiones producía un tintineo al correr por el hogar de ladrillo.
Su padre aguardaba una cura, y ésta empezó a llegar, lenta pero segura. Por lo pronto, Kiren ya no era desdichada. La salamandra era demasiado graciosa para no reírse. Nunca se iba. Así que Kiren se sentía mejor. Pero no sólo eso, sino que comenzó a caminar más, a permanecer más tiempo de pie, y a sentarse cuando normalmente se habría acostado. Comenzó a andar de un cuarto al otro.
Al final de ese verano empezó a pasear por el bosque. Aunque debía detenerse a menudo para descansar, disfrutaba de la excursión, y sé puso un poco más fuerte.
Nunca contó a nadie (pues temía que fuera su imaginación) que la salamandra además hablaba.
—Hablas —exclamó un día sorprendida, cuando la salamandra se le cruzó en el camino y dijo «Perdón».
—Claro. A ti.
—¿Por qué no a nadie más?
—Porque estoy aquí por ti —respondió la salamandra, y echó a correr por el parapeto del jardín y bajó de un brinco—. Es mi modo de ser. Movimiento y habla. No puedo hacer nada más. No puedo tener vida. Así son las cosas.
Y en sus largos paseos por el bosque charlaban, y Kiren supuso que la salamandra le profesaba tanto afecto como ella a la salamandra.
Y un día le dijo:
—Te quiero.
—Amor amor amor amor amor amor amor —respondió la salamandra, correteando por un árbol.
—Sí, más que a la vida. Más que a cualquier otra cosa.
—¿Más que a tu padre? —preguntó la salamandra.
Era difícil. Kiren no era una hija desleal, y había perdonado a su padre la maldición. Pero tenía que ser franca con su salamandra.
—Sí, más que a mi padre. Más que… más que al sueño de mi madre. Pues tú me quieres y puedes jugar conmigo y me hablas continuamente.
—Amor amor amor —dijo la salamandra—. Lamentablemente soy de porcelana. Amor amor amor amor amor. Es una palabra. Dos vocales y dos consonantes. Como olor olor olor olor olor. Bonito sonido. —Y cruzó un arroyuelo de un brinco.
—¿Tú no me quieres?
—No puedo. Es un sentimiento, y yo soy de porcelana. Perdóname. —Y bajó por la espalda de Kiren mientras ella apoyaba el hombro en un árbol—. No puedo querer. Lo lamento.
Ella se sintió muy herida.
—¿No sientes nada por mí?
—¿Sentir? ¿Sentir? No confundas las cosas. Los sentimientos van y vienen. ¿Quién puede fiarse de ellos? ¿No te basta con que pase contigo cada instante? ¿No te basta con que hable sólo contigo? ¿No te basta con que yo… yo…?
—¿Qué?
—Iba a empezar con predicciones necias. Iba a decir si no te basta con que muera por ti. Pero es una tontería, porque yo no vivo. Soy de porcelana. Cuidado con esa araña.
Kiren se apartó del camino de una pequeña araña cazadora verde que podía tumbar un caballo de un mordisco.
—Gracias —dijo Kiren—. Y gracias. —El primer agradecimiento era por salvarle la vida, pero ésa era la obligación de la salamandra. El segundo era por decirle que a su manera la quería, a pesar de todo—. Así que no soy tonta al quererte, ¿verdad?
—Claro que sí. Muy tonta. Tonta como las lunas, que bailan sin cesar en el cielo y nunca nunca nunca regresan a casa juntas.
—Te quiero —dijo Kiren— más que a la esperanza de sanar.
Y como Kiren dijo eso, el hombre raro se presentó en casa del padre al día siguiente:
—Lo siento —dijo el criado—. No ha concertado usted una cita.
—Anuncie que ha venido Irvass —dijo el hombre raro.
El padre de Kiren bajó deprisa la escalera.
—¡Oh, no puedes llevarte la salamandra! —exclamó—. ¡La cura apenas ha comenzado!
—Lo sé mejor que tú —dijo Irvass—. ¿La niña está en el bosque?
—Con la salamandra. Qué cambios tan maravillosos… ¿Pero por qué estás aquí?
—Para terminar la cura —respondió Irvass.
—¿Qué? —preguntó el padre de Kiren—. ¿La cura no es la salamandra?
—¿Cuáles eran las palabras de tu maldición? —preguntó a su vez Irvass, en vez de responder.
El padre de Kiren esbozó una mueca de amargura, pero se obligó a repetirlas al pie de la letra.
—¡Que nunca muevas un músculo en tu vida hasta que pierdas a alguien a quien ames tanto como yo la amaba a ella!
—Pues bien. Ahora ella ama a la salamandra tanto como tú amabas a tu esposa.
El padre de Kiren sólo tardó un instante en comprender.
—¡No! —exclamó—. ¡No puedo dejarla sufrir lo que yo sufrí!
—Es la única cura. ¿No es mejor que sea con una pieza de porcelana y no contigo?
El padre de Kiren tiritó y sollozó, pues sólo él conocía el dolor que sufriría su hija.
Irvass no dijo nada más, aunque miró al padre de Kiren con algo parecido a la compasión. Trazó un rectángulo en el suelo del jardín, puso allí dos piedras y murmuró unas palabras.
Y en ese momento, en el bosque, la salamandra dijo:
—Qué raro. Aquí no había ninguna pared. Nunca. Y he aquí una pared.
Y era una pared. Tan alta que cuando Kiren se estiraba, no llegaba a tocar el tope con los dedos.
La salamandra trató de trepar por ella, pero era resbaladiza. Aunque siempre había podido trepar por todas las paredes.
—Magia. Debe de ser magia —murmuró la salamandra de porcelana.
Caminaron a lo largo de la pared, buscando una puerta. No había. Las rodeaba por doquier, aunque nunca la habían atravesado. Y ningún rama cruzaba la pared. Estaban atrapados.
—Tengo miedo —dijo Kiren—. Hay magia buena y magia mala, pero no creo que esto sea una bendición. Ha de ser una maldición. —Y al pensar en una maldición se sintió presa de su vieja desdicha, y reprimió las lágrimas.
Reprimió las lágrimas hasta el anochecer, pero en la oscuridad, mientras la salamandra correteaba de aquí para allá, ya no pudo contenerse.
—No —gimió la salamandra.
—No puedo contenerme.
—No lo soporto —dijo la salamandra—. Me da frío.
—Trataré de contenerme —dijo ella, y lo intentó, y logró contenerse excepto por algunos sollozos y moqueos, hasta que la mañana trajo la luz y Kiren vio que la pared seguía exactamente igual.
No, no exactamente igual. Pues a sus espaldas la pared había avanzado por la noche, y estaba a pocos metros. Su prisión era mucho más estrecha que el día anterior.
—Mala suerte —suspiró la salamandra—. Podría ser peligroso.
—Lo sé —respondió ella.
—Debes salir —indicó la salamandra.
—Y tú. ¿Pero cómo?
Durante la mañana la pared jugó perversamente con ellas, pues en cuanto dejaban de mirar hacia un sitio, avanzaba medio metro. Como la salamandra era más rápida y se movía sin cesar, observaba tres lados.
—Tú vigila el otro.
Pero Kiren no podía evitar parpadear, y en cuanto la salamandra desviaba los ojos la pared se movía, y al mediodía su prisión tenía sólo tres metros cuadrados.
—Cada vez menos lugar —observó la salamandra.
—Oh, salamandra, ¿no puedo lanzarte por encima de la pared?
—Podríamos intentarlo, y yo podría correr en busca de ayuda… Lo intentaron. Pero aunque Kiren recurrió a todas sus fuerzas, la pared parecía elevarse, atajar a la salamandra y meterla de nuevo en el interior. Pronto Kiren quedó exhausta.
—Basta —dijo la salamandra. También mientras lo intentaban, las paredes habían avanzado, y ahora había menos de dos metros cuadrados—. Cada vez menos espacio —observó la salamandra, correteando—. Pero conozco la única solución.
—¡Dime! —exclamó Kiren.
—Si pudieras apoyarte en algo, podrías trepar para salir.
—¿Cómo? ¡Esta pared no deja salir nada!
—Creo que la pared no me deja salir a mí. Porque los pájaros entran y salen volando, y la pared no se lo impide. —Era verdad. Un pájaro cantaba en un árbol cercano, y echó a volar como para indicar que la salamandra tenía razón—. Yo no vivo. Sólo me muevo por magia. Así que tú podrías salir.
—¿Pero en qué me apoyaría?
—En mí —dijo la salamandra.
—¿En ti? Pero te mueves tan deprisa…
—Por ti me quedaré inmóvil.
—¡No! —exclamó Kiren—. ¡No, no!
Pero la salamandra se detuvo junto a la pared, y era sólo una estatua de porcelana, dura y rígida y fría.
Kiren sollozó un instante, pero la pared avanzaba y la prisión se redujo a un metro cuadrado. La salamandra había dado la vida para que ella trepara. Por lo menos debía intentarlo.
Lo intentó. De pie sobre la salamandra, logró alcanzar el tope de la pared. Poniéndose de puntillas, logró aferrarse del borde. Valiéndose de todas sus fuerzas, logró encaramarse y subir poco a poco.
Cayó desmañadamente al suelo. Y en ese preciso instante ocurrieron dos cosas. Las paredes se encogieron rápidamente hasta que fueron sólo una columna, y desaparecieron llevándose a la salamandra. Y Kiren sintió la fuerza normal y natural de una niña de once años, y pudo correr. Pudo brincar. Pudo colgarse de las ramas.
Esa súbita energía fue como un vino fuerte, y ya no pudo quedarse quieta. Se levantó con tal brusquedad que casi se cayó. Corrió, brincó sobre arroyos, trepó a los árboles más altos. La maldición había cesado. Estaba libre.
Pero incluso los niños normales se cansan. Y al tranquilizarse, olvidó su euforia y se acordó de la salamandra de porcelana y lo que había hecho por ella.
La encontraron esa tarde, llorando desconsoladamente sobre un montón de hojas secas.
—Ya ves —dijo Irvass. Había insistido en encabezar la búsqueda, por eso la habían encontrado tan pronto.
—Ya ves, tiene sus fuerzas, y la maldición ha cesado.
—Pero su corazón está destrozado —dijo su padre mientras recogía a su hijita.
—¿Destrozado? —preguntó Irvass—. No hay motivo, pues la salamandra de porcelana no estaba viva.
—Sí, lo estaba —gritó Kiren—. ¡Me hablaba! ¡Dio su vida por mí!
—En efecto —asintió Irvass—. Pero piensa. Mientras la magia la poseía, nunca pudo descansar. ¿Crees que nunca se cansaba?
—Claro que no.
—Pues sí. Ahora puede descansar. Y no sólo descansar. Pues cuando dejó de moverse y se quedó petrificada, ¿qué le pasó por la mente?
Irvass se levantó para irse. Pero a pocos pasos se volvió.
—Kiren —dijo.
—Oh, ya se habría vuelto aburrida —dijo Irvass—. Habría dejado de divertirte, y la habrías eludido. Pero ahora es un recuerdo. Y, hablando de recuerdos, piensa que también la salamandra tiene memoria, petrificada como está.
Fue un magro consuelo para Kiren, pues las niñas de once años no son muy filosóficas. Pero con el correr del tiempo, Kiren recordó. Y supo que la salamandra, dondequiera que estuviese, vivía en un momento petrificado y perfecto, el momento en que su corazón rebosaba de amor.
No, no de amor. El momento en que decidió, sin amor, que sería mejor poner fin a su vida que presenciar el fin de la vida de Kiren.
Es un momento que se puede vivir por toda la eternidad. Y al crecer, Kiren supo que esos momentos son muy raros para la gente, y duran sólo un instante, mientras que la salamandra jamás lo perdería.
Y en cuanto a Kiren, llegó a ser famosa —aunque nunca buscó la fama— como la más bella de la Bella Gente, y muchos viajeros cruzaban el mar o la Escarpa sólo para verla y hablarle y grabarse el recuerdo de su rostro.
Y al hablar siempre movía las manos, las hacía aletear en el aire. Nunca las dejaba quietas, y eran blancas y aterciopeladas como porcelana esmaltada, y su sonrisa, brillante como las lunas, le bañaba el rostro como un oleaje, y quienes la conocían bien advertían que miraba continuamente de un lado al otro de la habitación o del jardín, como si observara el correteo de un animal brillante y ágil.
Fin
Apostilla del autor
Título original: The Porcelain Salamander. Primera edición en Unaccompanied Sonata and Other Stories (Dial Press, 1981).
Mi esposa Kristine estaba en cama y me pidió juguetonamente que le contara un cuento. Pensé en un animal repulsivo, pero luego elaboré un cuento de hadas. Más tarde lo envié como felicitación de Navidad a amigos que no iban a molestarse por no recibir una auténtica tarjeta con impresión a cuatro colores y todo eso. Luego se publicó en mi recopilación Unaccompanied Sonata and Other Stories, y luego en Cardography, un volumen de edición limitada. Pocos lo han leído, pero quienes lo han hecho lo consideran uno de mis mejores cuentos. Eso me satisface, pues el relato, uno de los más breves que he escrito, sintetiza algunas de las verdades más importantes que he procurado contar en mis ficciones. Si mi carrera hubiera de resumirse en tres cuentos, creo que escogería La salamandra de porcelana, Sonata sin acompañamiento y Salvage (Rescate) como los que mejor resumen todo lo que yo tenía que decir.