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enero 10, 2022
NOS ESTABAN dando instrucciones sobre un simulacro de bombardeo que debíamos llevar a cabo en invierno sobre la costa oriental de Labrador. Le pregunté al oficial instructor por qué era preciso que usáramos los incómodos salvavidas de rigor en tales prácticas, pues si cayésemos en aquellas heladas aguas, no era muy probable que sobreviviéramos por mucho tiempo.
—Es que así es más fácil encontrar el cadáver —fue la reconfortante respuesta del oficial.
— T.N.C.
AL GENERAL Douglas MacArthur le molestaban profundamente las intromisiones de la Secretaría de la Defensa de los Estados Unidos. Cierta vez, durante la segunda guerra mundial, encontró su oficina tan asediada por memorandos y cuestionarios oficiales, que mandó un parte encabezado así: "En respuesta a sus memorandos de la semana entrante..."
— B. D.
MI HIJO Robert estaba de servicio en Norfolk (Virginia) y era vecino de uno de sus camaradas. Las esposas de ambos iban a dar a luz más o menos al mismo tiempo, así que los maridos hicieron un trato: si uno de ellos estaba de servicio cuando llegase la hora, el otro llevaría a la parturienta al hospital.
A la mujer de Robert le tocó la vez antes que a la del amigo, y quiso la suerte que mi hijo estuviera en casa y pudiese llevar a su esposa a la clínica. Allí se portó como el típico marido joven que espera al primogénito. A la semana siguiente, cuando la esposa del amigo comenzó a dar muestras de un parto inminente, a Robert le tocó llevarla al hospital. Juzgándolo su deber resolvió esperar hasta que la joven diera a luz, y así se quedó dormido en la sala de espera. Al abrir los ojos se encontró frente a dos enfermeras:
—Usted estuvo aquí la semana pasada, verdad? —le preguntó una de ellas, con tono acusador.
Atónitas quedaron las enfermeras con la respuesta que les dio el soldado:
—Sí... Pero entonces se trataba de mi esposa.
—D.D.
CUANDO LOS terroristas hicieron estallar una bomba en un restaurante francés, cerca de la base aérea norteamericana de Tan Son Nhut, en Saigón, comentaba una de las víctimas de la explosión, un sargento de la Fuerza Aérea, mientras le administraban los primeros auxilios: "La comida de este lugar es bastante buena, pero la acústica es pésima".
— A.L.E.
DURANTE EL entrenamiento básico que recibí en la Fuerza Aérea, se me rompió la montadura de los anteojos. Después de arreglarlas con cinta adhesiva solicité una nueva, pero no la conseguí. Así, hacía una nueva petición en cada base a que me iban mandando. Después de cuatro años, y un mes antes que me dieran de baja, recibí nueve montaduras... todas marcadas "Urgente".
— J.C.S.
EN EL CAMPAMENTO donde hice el adiestramiento básico, durante un invierno muy frío, mis compañeros de pelotón se quejaban de la mala calefacción en los cuarteles. Nuestro sargento llevó la queja al comandante general en varias ocasiones, pero sin éxito. Un día, durante la inspección matutina, el sargento tuvo una inspiración. Mientras el comandante revisaba a toda prisa entre las camas le dijo:
—Le aconsejo que ande más despacio, mi comandante. Acabamos de fregar los pisos y puede que todavía quede hielo en algunos puntos.
Esa misma tarde nos pusieron calefacción.
— D.L.B.
POCO DESPUÉS de haberme presentado por primera vez al servicio de submarinos, me tocó estrenarme como oficial de inmersión. El capitán me hizo las indicaciones del caso. Los resultados fueron desastrosos: no podía yo mantener la profundidad requerida, y pasaba grandes trabajos para rectificar las inclinaciones que sufría la nave; en fin, que iba yo de error en error.
Ya estaba listo a hacer las maletas al comparecer ante el capitán para oír la crítica de mi proceder. Con gran sorpresa mía lo encontré de muy buen humor y me dio un caluroso apretón de manos.
—¡No había pasado yo tantas emociones desde que subí a la montaña rusa! —me dijo.
Entonces sentí que me deslizaba algo en la palma de la mano: era una moneda de 25 centavos.
— Bruce Strong, en True
AL LLEGAR MI batallón a Alemania, se le envió inmediatamente a maniobras. La esposa del comandante de la base pensó que la ocasión era propicia para que se conociesen mutuamente las señoras de los oficiales ausentes, e invitó a 30 de ellas a una cena en su casa. La anfitriona preparó los cocteles, vació los ceniceros, sirvió los platos y volvió a vaciar ceniceros. No se pudo acostar sino hasta mucho después que se fueron sus invitadas, pues tenía que dejar la cocina limpia para poder atender a sus cuatro chiquillos a la mañana siguiente.
A las 12 del otro día estaba completamente agotada cuando sonó el teléfono: era la esposa de un teniente que la llamaba para agradecerle las atenciones de la noche anterior, haciéndole el máximo elogio: "Estuvimos muy contentas. Todas convinimos en que todo salió tan bien que era como si usted no hubiese estado presente".
— Sra. H.D.W.