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enero 11, 2022
Después de ver lo que le pasó a mi tía Eulogia con su primer marido, su hermana Filo prometió a los 15 años que nunca se iba a casar, aunque llegara a su vida un verdadero príncipe. Tres años después, llegó Eugenio Bandolera...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Según Gabriel García Márquez, estar casado es vivir en la mitad de una casa, dormir en la mitad de una cama, usar la mitad de un baño y comer en la mitad de una mesa, con todas las otras mitades ocupadas por una mujer.
Mi abuela decía que estar casada era ser ama y señora de una cocina, mesera de un comedor, sirvienta de un salón, limpiadora de un baño, amante de un dormitorio y la madre de los hijos del patrón.
Mi tía Eulogia decía siempre que estar casada era el título de un cuadro que debió haber pintado Botticelli: "La Renunciación".
Mi abuelo, por su parte, afirmaba que estar casado era la cosa más estupenda que le podía pasar a un hombre entre las doce de la noche y las siete de la mañana.
Del matrimonio, esa vieja costumbre del ser humano, se ha dicho todo, o casi todo: que es la tumba de la pasión; que es un contrato mediante el cual la mujer queda de empleada sin sueldo para toda la vida; que es una rutina deliciosa; que aburre; que encanta; que es algo tan antiguo, que más vale seguir haciéndolo; que si no existiera, la sociedad sería aún más caótica de lo que es; que mata el romanticismo; que es en el matrimonio donde realmente se miden los gallos; que el hombre antes de casado promete el mundo y el cielo, y después de casado, ya sabemos. Del pobre matrimonio va quedando bien poco por decir; sin embargo, cada día se casa más gente, y cada día más de blanco y con más pompa.
A los 15 años y después de ver lo que le ocurrió a mi tía Eulogia con su primer marido, mi tía Filo (que era la menor) hizo una promesa solemne: "Juro que casarme, jamás, aunque llegue a mi vida un verdadero príncipe dorado".
Tres años después del juramento, llegó a su vida Eugenio Bandolera, la cosa menos parecida a un príncipe dorado que alguien pueda imaginar... Pero mi tía, olvidando el juramento de un plumazo, cayó en los brazos de aquel hombre bandido, que casi la mata, y un día de otoño fue llevada al altar por mi abuelo.
"Sí, quiero", le dijo al sacerdote, y mi abuelo, que estaba pálido como un muerto, porque había adivinado que Bandolera era un sinvergüenza de la peor especie, lanzó con tristeza un largo suspiro.
Ya en la primera noche de casada, mi tía le encontró algo raro al novio, algo que no cuajaba para nada con la idea de recién casado que ella se había forjado. Filo pensaba que la primera noche sería romántica, que Bandolera la tomaría entre sus brazos, la echaría para atrás, como en los tangos de Homero Manzi ("esta puerta se abrió para tu paso, este piano tembló con tu canción"), la besaría en la boca, le desabrocharía la bata y después se hundirían en un abrazo de recién casados que los llevaría al cielo. Pero en vez de todo aquello, Bandolera salió del baño pasado a colonia inglesa y arropado en un batón de seda fina, elegantísimo, con un puro habano en la boca, un mazo de cartas en una mano y un cacho de cuero con dados en la otra.
—Ya —le dijo.
Y cuando mi tía Filo, ataviada con el camisón de gasa semitransparente que le habían encargado a Francia, le preguntó:
—¿Ya qué?
Bandolera le dijo:
—Saca la plata que trajiste, porque vamos a jugar póquer.
Mi tía Filo, que había llevado a su luna de miel todo, menos plata, se quedó mirándolo con gran sorpresa.
—¿La plata? Yo creí que no íbamos a necesitar plata aquí.
¿Ah, no? ¿Y con qué creía ella que iban a pagar el hotel? ¿No le había dicho mientras estuvieron de novios, que ella era una mujer liberada? ¿Lo había engañado, acaso?
—Mire, "mijita", o se es liberada o se es mantenida, pero las dos cosas al mismo tiempo no resultan —le dijo y dicho esto le dio la primera cachetada de los tres meses que duró el matrimonio.
En la historia de toda mi familia no se ha conocido ninguna luna de miel más desastrosa que aquélla. Bandolera tuvo a mi tía jugando póquer todas las noches y cuando le ganó una semana en la playa, dos almuerzos en un restaurante de lujo y una grabadora de baterías, le dijo que la luna de miel había terminado, y cuando mi tía, blanca como un esqueleto y tres kilos más flaca que la semana anterior, le preguntó si no iban a hacer el amor, o algo parecido, él se quedó pensando un rato y luego le dijo:
—Quizás, ya veremos.
El matrimonio no prosperó, pero la verdad es que de todas mis tías, la única que ha sido golpeada en su matrimoio fue mi tía Filo; de las otras, nueve han golpeado ellas al marido, tres los han amenazado con golpearlos y una lo tiró por la ventana del segundo piso.
Así y todo, con la sola excepción de mi tía Filo, quien se negó rotundamente a casarse de nuevo, todas siguen casadas, unas con el mismo, otras con otro, y todas se declaran relativamente contentas.
Una dice que estar casada es un acto de rebeldía de su parte, lo encuentra espantoso, pero no ha tenido tiempo para separarse. Otra asegura que Miguel y ella han pasado momentos de mucho cansancio, pero finalmente han llegado a la conclusión de que no hay nada mejor. Mi tía Eulogia dice que desde que empezó a querer al marido como a un hermano, ha estado considerando seriamente la posibilidad de separarse; no lo ha hecho porque un cura le dijo que a las que se casaban cuatro veces no había ninguna manera de librarlas del infierno, que Dios tenía paciencia, pero no tanta... Mi tía Carmen descubrió que su matrimonio se salvó el día en que ella se cambió de pieza. A mi tía Luz se le arregló cuando se cambió de pieza, de casa y de barrio. Y a mi tía Flor, en cambio, se le arregló cuando aceptó dormir en la misma cama y en el mismo cuarto que el marido.
Como ve, hay para todos los gustos.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, FEBRERO 25 DE 1997