VIDA DE PERROS (Orson Scott Card)
Publicado en
agosto 08, 2021
Cuando Mklikluln despertó, sintió la misma depresión que había experimentado al dormirse noventa y siete años atrás. Y aun sabiendo que agudizaría su depresión, activó los sensores mientras la nave desaceleraba, buscando la estrella que había sido el Sol. No la encontró. Lo cual significaba que, con el tiempo de aceleración y desaceleración, la luz de la nova —o supernova— aún no había llegado al sistema hacia el cual se dirigía.
Al diablo con la nostalgia, pensó mientras examinaba los datos del sistema al que se aproximaba. Los hielos se derretirán, las tierras acidas se transformarán en lagos gigantescos, la atmósfera se disipará en el intenso calor. ¿A quién le importa? La humanidad estaba a salvo. Tan a salvo como puede estar una mente sin cuerpo, reposando en su campo mental en alguna parte del espacio, aguardando el mensaje instantáneo de que aquí hay un planeta con cuerpos disponibles, aquí hay un hogar para los millones que no disponían de naves espaciales, aquí, una vez más…
¿Una vez más qué?
Por mucho que busquemos, pensó Mklikluln, no hay esperanzas de hallar esos exquisitos y gráciles cuerpos simétricos y hexagonales que se incineraron allá.
Mklikluln tenía el suyo, pero sólo por un tiempo. Trece cuerpos planetarios de consideración, dos de los cuales coorbitaban como binarias en la tercera posición. Ignorando los gigantes gaseosos y los guijarros que estaban fuera de la zona habitable. Mklikluln obtuvo lecturas cada vez más complejas de la binaria y el cuerpo de la cuarta órbita, una enana roja.
La roja estaba muerta, la binaria pequeña era peor, pero la binaria más grande, verde y azulada, era ideal. No porque reprodujera las condiciones del mundo original de Mklikluln, lo cual hubiera sido imposible, sino porque poseía vida. Y no sólo vida, sino vida inteligente.
O al menos bastante brillante. La emisión energética de los espectros subvisible y supravisible superaba en gran medida el reflejo de la estrella (no, debo pensar en ella como el sol). La energía evidentemente provenía de una desintegración de compuestos de carbono, precisamente lo que las teorías actuales (mejor dicho, las teorías de hacía noventa y siete años) suponían como base energética lógica para un mundo en desarrollo en esta gama de temperaturas. Los profesores quedarían satisfechos.
Y tras varios meses de maniobrar con su nave, Mklikluln estuvo en órbita estacionaria en torno de la binaria más grande. Comenzó a explorar las comunicaciones de las longitudes de onda supravisibles. Aprendió el idioma rápidamente, aunque no habría podido hablarlo con su propio cuerpo, y suspiró cuando comprendió que los alienígenas, como su propia gente, llamaban «sol» a su pequeña estrella, «luna» a la binaria menor y «tierra» (terra, earth, mund, etcétera) a su humilde y cálido planeta. La cantidad de idiomas era impresionante. Era asombroso que esas gentes se tomaran el trabajo de elaborar centenares de modos de comunicarse por mero amor al ejercicio lógico. ¡Qué mentes debían de tener!
Por un instante pensó en apropiarse de los cuerpos bípedos de la raza inteligente dominante, pero la ley era la ley, y su gente se suicidaría en masa si comprendía —y no tardaría en comprenderlo— que había obtenido sus cuerpos a expensas de otra raza inteligente. Esos bípedos casi parecían humanos, incluso tenían ese humor caprichoso que a Mklikluln le evocaba a su esposa. (Ah, Glundnindn, y tú fuiste la piloto que se ofreció para zambullirse en el sol y recoger la muestra que te mató pero nos salvó). Pero se negó a llorar.
La raza dominante quedaba excluida. Los bípedos similares eran demasiado escasos, demasiado temidos o mal comprendidos por la raza dominante. Otros animales con una población adecuada no tenían funciones corporales aptas para la inteligencia sin revisiones drásticas, y muchos eran demasiado débiles para sobrevivir sin ayuda, con una expectativa de vida demasiado baja para permitir la civilización.
Limitó sus opciones, pues, a dos cuadrúpedos muy diferentes, pero con posibilidades: ambos tenían pleno acceso a las moradas de la raza dominante, ambos tenían estructura corporal adecuada para soportar intelecto; ambos tenían medios potenciales de comunicación; ambos tenían población suficiente para acoger las mentes encapsuladas que aguardaban en el espacio.
Mklikluln hizo el equivalente mental de lanzar una moneda al aire. Habría arrojado una moneda si hubiera tenido mano, moneda y gravedad.
Una vez que hubo escogido —a los animales más bulliciosos e inteligentes, que ya contaban con el amor de la mayoría de los miembros de la raza dominante—, trazó planes para introducir los transceptores que llamarían a su gente. (La raza dominante no debe saber lo que sucede, pero el proyecto es irrealizable sin la cooperación de la raza dominante).
Las seis puntas de Mklikluln vibraron mientras él pensaba.
Abu, mal pagado, mal alimentado y mal parecido, vivía los últimos doce minutos de su vida. Cavilaba sobre el primer problema cuando se presentó el cuarto.
—¿Por qué me pagan menos que a Faisel, que se pasa todo el día sentado mientras yo vigilo las celdas? —dijo con vehemencia, aunque entre dientes, para que no le oyera el supervisor—. ¿Y no soy buen musulmán? ¿No soy listo? ¿No soy leal al Partido?
Y mientras profesaba su vehemente indignación contra la inhumanidad del hombre, no tanto contra la humanidad sino contra Abu ibn Assur, un gran rugido desgarró la cárcel del desierto, seguido por un viento terrible, caliente, seco y huracanado. Abu gritó y se cubrió los ojos, pero fue demasiado tarde. La arena los arrancó y el aire caliente los secó.
Por eso Abu no vio el agujero de la pared externa de la celda 23, que albergaba a un prisionero político condenado a morir a la mañana siguiente por haber asesinado a su esposa. (Normalmente esto no constituía un delito político, excepto cuando la esposa era hija de alguien que podía hacer llamadas telefónicas para encarcelar a la gente).
Por eso Abu no vio que el supervisor entraba, descubría que la celda 23 estaba vacía y apuntaba su metralleta como primer paso para que el desdichado carcelero fuera el chivo expiatorio de ese fiasco. Sin embargo, Abu oyó y sintió la descarga, y mientras moría se preguntó qué había ocurrido.
Mklikluln estiró los nuevos brazos y piernas (las cuatro extremidades, la bilateralidad, la abrumadora sexualidad de ese cuerpo eran asombrosos, deliciosos) y caminó en torno de su nave espacial. ¡Y esos cinco dedos en las puntas, diez arriba y diez abajo! (Qué no habríamos hecho con dedos en las manos y los pies. Claro que no habríamos desarrollado el lenguaje mental, y habríamos quedado sujetos a la vibración del aire, como ellos). Dentro de la nave su propio cuerpo se derretía mientras el aire caliente de Kansas elevaba la temperatura por encima del punto de fusión del hielo.
Había infringido la ley, pero no veía otra solución. Aunque sabía que era un acto necesario, y aunque había robado el cuerpo de un hombre que de todos modos estaba condenado a morir, sabía que su gente lo juzgaría, condenaría y ejecutaría por privar de la vida a un ser inteligente.
Pero, entretanto, disfrutaba de un cuerpo nuevo y toda una gama de sensaciones. Pasó la lengua por los dientes. Emitió ese zumbido gutural que usaban para comunicarse. Trató de hablar.
Era imposible. La lengua, los labios y la mandíbula procuraban pronunciar los sonidos árabes a que estaban acostumbrados sus reflejos, mientras Mklikluln procuraba hablar en el idioma que predominaba en las ondas del aire.
Siguió practicando mientras derretía la nave (aunque era transparente a la mayoría de los espectros electromagnéticos, despertaría comentarios si la encontraban) y cuando entró en la ciudad cercana pudo comunicarse bastante bien. Bastante bien, al menos, para firmar un contrato con la empresa de desarrollo urbano de Kansas para la manufactura de la máquina que había diseñado; con Farber, Farber & Maynard para obtener patentes sobre cada componente de la maquinaria; y con la carpintería de Sidney para manufacturar las perreras.
Vendió suficientes diamantes para pagar los primeros dos mil modelos terminados. Y luego se puso en marcha, tarareando en el idioma que había aprendido de la radio.
—Coca-Cola, sensación de vivir —canturreó.
Anochecía cuando se registró en un motel en las afueras de Manhattan, Kansas.
—¿Cuántas personas? —preguntó el empleado.
—Una —dijo Mklikluln.
—¿Nombre?
—Robert —respondió, usando un nombre que había escogido al azar entre los miles que mencionaban en las ondas del aire—. Robert Redford.
—Ja —dijo el empleado—. Apuesto a que todo el mundo le hace bromas.
—Sí. Pero así conozco a mucha gente importante.
El empleado rió. Mklikluln sonrió. Hablar era divertido. Ante todo, era posible mentir. Un arte que su gente jamás había aprendido a cultivar.
—¿Profesión?
—Viajante de comercio.
—¿De veras, señor Redford? ¿Qué vende usted? Mklikluln se encogió de hombros, practicando cierto aire de confusión.
—Perreras —dijo.
Royce Jacobsen abrió la puerta de su sofocante casa y suspiró. Un vendedor.
—No queremos —dijo.
—Claro que sí —replicó el hombre, sonriendo.
Royce se quedó sorprendido. Los vendedores no discutían con los clientes potenciales. Habitualmente gemían. Y los que discutían no lo hacían con tanto aplomo. Este hombre es un imbécil, pensó Royce. Miró el maletín. En el costado decía «Perreras Ilimitada».
—No tenemos perro —dijo Royce.
—Pero creo que tiene una casa muy calurosa —dijo el vendedor.
—Sí. Más caliente que el infierno, como dicen los predicadores. Ja. —La risa tendría que haber sido algo más que un Ja, pero Royce sentía calor y cansancio y sólo se trataba de un vendedor.
—Pero tiene aire acondicionado.
—Sí —dijo Royce—. Pero la puta compañía no me autoriza más de cien pavos de consumo. Si conecto el aire acondicionado más de un día al mes, me quedo sin nevera o sin cocina.
El vendedor adoptó un aire comprensivo.
—Los tipos como yo tenemos que aguantarnos —continuó Royce—. Puede apostar las botas a que el alcalde tiene todo el aire acondicionado que quiere. Puede apostar las botas y el mono, como dicen los granjeros, ja ja, a que el presidente de la puta compañía toma tres duchas calientes al día y tres duchas frías por noche y se deja las ventanas abiertas en invierno, puede apostarlo.
—En efecto —convino el vendedor—. Las compañías de electricidad son dueñas del país. Son dueñas de todo el mundo. ¿Cree que es distinto en Inglaterra o Japón? Tienen la sartén por el mango.
—Sí, sí —coincidió Royce—. Usted me cae simpático. Pase dentro. La casa está caliente como el infierno, como dicen los predicadores, ja ja, pero sin duda será mejor que estar al sol.
Se sentaron en un sofá desvencijado y Royce explicó qué ocurría con la puta compañía y lo que pensaba de los ejecutivos de la puta compañía y en qué parte de su anatomía debían meterse sus cupos, cuentas, tarifas y períodos de consumo máximo y mínimo.
—Estoy harto de tener que ducharme a las dos de la madrugada —exclamó Royce.
—Entonces haga algo —replicó el vendedor.
—Claro. ¿Qué me sugiere?
—Cómpreme una perrera.
Royce lo consideró gracioso. Se rió un buen rato.
Pero luego el vendedor empezó a hablar apaciblemente, mostrándole gráficos, diagramas, análisis de costes que demostraban… ¿qué?
—Que la pila solar de esta perrera puede brindarle energía para todo su hogar, todo el día y todos los días, con el cuádruple de potencia que usted consumiría si conectara todos sus artefactos hogareños todo el día y todos los días, absolutamente gratis, una vez que me haya pagado esta tarifa única.
Royce sacudió la cabeza, aunque le interesaba la perrera.
—No puedo. Es ilegal. Creo que en el 85 o el 86 aprobaron una ley contra estos artefactos solares, para proteger a las compañías de electricidad.
El vendedor rió.
—¿Cuánta protección necesitan las compañías de electricidad?
—Entiendo —respondió Royce—. Soy yo quien necesita protección. Pero el lector de medidores… si dejo de usar energía, me denunciará e investigarán…
—Por eso no los instalamos en toda la casa. Sólo conectamos los artefactos que consumen más electricidad, y gradualmente reducimos la corriente normal hasta que usted paga quince dólares mensuales. ¿Entiende? Sólo que en vez de quince dólares mensuales y cocinar con fuego y morirse de calor en una casa sofocante, usted tiene el aire acondicionado conectado todo el día en verano, la calefacción funcionando todo el día en invierno, duchas a gusto, y puede abrir la nevera cuantas veces quiera.
Royce aún vacilaba.
—¿Qué puede perder? —preguntó el vendedor.
—Mi transpiración —respondió Royce—. ¿Oyó eso? Mi transpiración. Ja ja ja ja.
—Por eso las incorporamos a las perreras… para que nadie sospeche.
—Claro, ¿por qué no? Hágalo. Acepto. A fin de cuentas, yo no voté al marrano diputado que votó por esa estúpida ley.
El aire acondicionado zumbaba cuando entraron los invitados. Royce y su esposa Junie los condujeron al salón. El televisor estaba encendido y también el extractor de la cocina. Royce encendió una luz sin darse cuenta. Una de las mujeres jadeó. Un hombre le susurró a la esposa. Royce y Junie se pusieron a charlar… y Royce dejó la puerta abierta.
Un invitado lo notó: el señor Detweiler del equipo de bolos.
—¡Oye! —exclamó, y enfiló hacia la puerta.
Royce lo detuvo.
—No te preocupes, ya voy. Toma, coge unos cacahuetes. —Y los invitados miraban la puerta angustiados mientras Royce servía cacahuetes antes de ir a cerrar la puerta.
—Hace un día hermoso —comentó Royce, manteniendo la puerta abierta dos minutos más.
Alguien mencionó el nombre de la divinidad. Alguien hizo una breve alusión a la defecación. Royce comprendió que había logrado su propósito. Cerró la puerta.
—De paso —dijo—, me gustaría presentaros a un amigo. Se llama Robert Redford.
Jadeos. Estás de broma, claro. Robert Redford, qué risa.
—Se llama Robert Redford, aunque desde luego no es la gran estrella del escenario, la pantalla y la película del viernes por la noche, como dicen por la radio, ja ja. En pocas palabras, amigos míos, es un vendedor de perreras.
Entonces entró Mklikluln y estrechó la mano de todos.
—Parece árabe —susurró una mujer.
—O judío —susurró su esposo—. ¿Quién puede diferenciarlos?
Royce le sonrió a Mklikluln y le palmeó la espalda.
—Redford es el mejor vendedor que conozco.
—Pues lo creo, si te vendió una perrera y ni siquiera tienes perro —dijo el señor Detweiler del equipo de bolos, quien podía mostrarse paternalista porque era el único del equipo de bolos que alguna vez había logrado un partido perfecto.
—Pero nunca más, como dijo el cuervo, ja ja. Hablando en serio, quiero que todos veáis mi perrera. —Royce los condujo por una cocina donde todas las luces estaban encendidas, donde la nevera estaba abierta («¡Royce, la nevera está abierta!». «Oh, supongo que han sido los chicos». «Mataría a mis hijos si hicieran semejante trastada»), donde la cocina y el microondas y el extractor y el agua caliente funcionaban al mismo tiempo. Algunas mujeres palidecieron.
Y como los invitados se daban prisa para cerrar la puerta pronto y ahorrar energía, Royce dijo:
—Tranquilos, tranquilos. ¿Qué ocurre? ¿Se está incendiando la casa? Ja ja ja. —Pero los invitados aún se daban prisa.
Mientras caminaban hacia la perrera, que estaba en medio del patio trasero, Detweiler llevó a Royce aparte.
—Oye, Royce, amigo. ¿Cuál es tu contacto en la puta compañía? ¿Cómo te subieron el cupo?
Royce sonrió y sacudió la cabeza.
—Tengo el cupo de siempre, Detweiler. —Elevó la voz para que todos le oyeran—. Pago quince pavos mensuales de electricidad.
—Guau guau —ladró un perrito encadenado al gancho de la perrera.
—¿De dónde ha salido el perro? —le susurró Roy ce a Mklikluln.
—Un vecino iba a ahogarlo —respondió Mklikluln—. Además, si usted no tiene perro, la compañía de la electricidad sospechará algo. Es una pantalla.
Royce asintió sabiamente.
—Buena idea, Redford. Sólo espero que también esta fiesta sea buena idea. ¿Y si alguno habla?
—Nadie hablará —dijo confiadamente Mklikluln.
Y Mklikluln explicó a los invitados las ventajas de la perrera. Cuando todos se fueron, Mklikluln tenía veintitrés citas para las próximas dos semanas, cheques extendidos a nombre de la compañía de perreras por 221,23 dólares, impuestos incluidos, y muchos nuevos amigos. Hasta el señor Detweiler se fue sonriendo, dejando el cheque en manos de Mklikluln, aunque el perrito había hecho caca en su zapato.
—Aquí tiene su comisión —dijo Mklikluln, extendiendo un cheque por trescientos dólares a Royce Jacobsen—. Es más de lo que convinimos, pero se lo ha ganado usted.
—Me siento raro —dijo Royce—. Como si fuera culpable de asociación ilícita o algo parecido.
—Pamplinas —dijo Mklikluln—. Considérelo como una reunión de Tupperware.
—Claro —asintió Royce. Reflexionó un instante y añadió—: En definitiva, yo no he hecho las ventas, ¿verdad?
Al cabo de una semana, sin embargo, Detweiler, Royce y otros cuatro ciudadanos de Manhattan, Kansas, enfilaban hacia diversas ciudades de Estados Unidos con maletines de vendedor de perreras.
Y al cabo de un mes Mklikluln tenía trescientos empleados en siete ciudades, construyendo e instalando perreras. Y con cada perrera iba un cachorro juguetón. Mklikluln hizo cálculos. Un año, pensó. En un año podré llamar a mi gente.
—¿Qué ha pasado con el consumo de electricidad en Manhattan, Kansas? —preguntó Bill Wilson, ascendente ejecutivo de análisis estadístico de la central energética de Kansas, también conocida como la puta compañía.
—Ha descendido —respondió Kay Block, una reliquia de obsoletos programas de acción afirmativa que había llegado al nivel de inspectora de archivos.
Bill Wilson resopló, como diciendo: «Eso ya lo sé, mujer». Y Kay Block sonrió, como diciendo: «Ah, conque el chico tiene cerebro a pesar de todo».
Pero ambos se llevaban bastante bien, y al cabo de una hora llegaron al dato alarmante: el consumo de electricidad en la ciudad de Manhattan, Kansas, había bajado un cuarenta por ciento.
—¿Cuál fue el consumo durante el trimestre anterior?
Normal. Todo normal.
—Cuarenta por ciento es grotesco —gritó Bill.
—No me grites a mí —protestó Kay—. ¡Grítale a las personas que han desenchufado sus neveras!
—No —dijo Bill—. Tú les gritarás a las personas que han desenchufado sus neveras. Algo anda mal allí. O los lectores de contadores nos estafan o la gente ha hallado un modo de embrollar el sistema de facturación.
Al cabo de dos semanas de investigaciones, Kay Block estaba sentada en el edificio administrativo de la Universidad Estatal de Kansas (9-2 en la última temporada de fútbol, en un tris de llevarse el trofeo del 98), negándose a admitir que su labor no hubiera rendido el menor fruto. Una inspección aleatoria de treinta y ocho contadores demostraba que todo estaba en orden. Una auditoría exhaustiva de los libros de la sucursal revelaba que no había manipulaciones. Y un examen completo de las cifras de consumo de la universidad no mostraba absolutamente nada. Ningún cambio de hábitos, ningún cambio en el sistema de facturación, y sin embargo una merma en el consumo de electricidad.
—La baja de consumo se puede localizar —le sugirió Kay a la mujer canosa de la universidad que la guiaba en la tarea—. Sin duda el estadio usa la misma luz que siempre, así que la merma debe estar en otra parte, como los laboratorios científicos.
La mujer canosa sacudió la cabeza.
—Es posible, pero las cifras que usted ve son las que tenemos.
Kay suspiró y miró por la ventana. Desde la ventana se veía la azotea del nuevo edificio de ciencias. Lo miró mientras su mente se esforzaba en vano por encontrar algo revelador en los datos de que disponía. Alguien hacía trampa. ¿Pero cómo?
Había una perrera en la azotea del edificio de ciencias.
—¿Qué hace una perrera en la azotea de ese edificio? —preguntó Kay.
—Supongo que alberga un perro —respondió la mujer canosa.
—¿En la azotea?
La mujer canosa sonrió.
—Aire fresco, tal vez.
Kay miró la perrera un rato más, diciéndose que sólo parecía sospechosa porque ella estaba buscando cualquier cosa insólita que pudiera explicar las anomalías en el consumo de electricidad de Manhattan, Kansas.
—Quiero ver esa perrera —dijo.
—¿Por qué? —preguntó la mujer canosa—. ¿No creerá que hay un generador escondido en una perrera? ¡O un equipo de energía solar! Vaya, esas cosas ocupan edificios enteros.
Kay escudriñó a la mujer canosa y pensó que protestaba demasiado.
—Insisto en ver la perrera.
La mujer canosa sonrió de nuevo.
—Como usted quiera, señorita Block. Llamaré al guardia para que le abra la puerta de la azotea.
Después de la llamada telefónica, bajaron al piso principal del edificio administrativo, cruzaron el parque y subieron a la azotea del edificio de ciencias.
—¿Qué pasa, no hay ascensor? —protestó Kay, jadeando por el esfuerzo de subir la escalera…
—Lo siento —se disculpó la mujer canosa—. Ya no construimos ascensores en los edificios. Consumen demasiada electricidad. Sólo la compañía de electricidad puede permitírselos en la actualidad.
El guardia estaba en la puerta de la azotea, con aire contrito.
—Perdón si Vagabundo ha causado problemas, señoras. Ahora lo tengo en la azotea, desde que intentaron robar entrando por la azotea en primavera. Nadie ha intentado forzar la puerta desde entonces.
—Arf —dijo una juguetona y alegre mezcla de elefante con perdiguero que se acercó brincando.
—Hola, Vagabundo —saludó el guardia—. No muerdas a nadie.
—Arf —respondió el perro, contoneando el cuerpo—. Guarí.
Kay examinó la puerta de la azotea desde el exterior.
—No veo indicios de que alguien haya intentado forzar la puerta —dijo.
—Claro que no —respondió el guardia—. Vieron a los ladrones desde el edificio administrativo, antes de que llegaran a la puerta.
—Oh —dijo Kay—. ¿Entonces para qué necesitan un perro aquí?
—¿Y si no hubiéramos visto a los ladrones? —preguntó el guardia, como insinuando que sólo un cretino podía hacer semejante pregunta.
Kay miró la perrera. Se parecía a todas las perreras del mundo. Era tan normal que recordaba una caricatura de perrera. Puerta arqueada. Techo a dos aguas con aleros. Sólo faltaba el plato con agua y las pilas de excrementos y huesos viejos. ¿No había excrementos?
—Qué perro tan listo —comentó Kay—. Ni siquiera hace caca.
—Está entrenado —dijo el guardia—. Sólo hace cuando lo llevo al parque, ¿verdad, Vagabundo?
Kay miró la pared del edificio por donde habían subido.
—Qué raro. Ni siquiera marca las paredes.
—Ya se lo he dicho. Está entrenado. Ni siquiera se le ocurriría estropear la azotea.
—Arf —dijo el perro, orinando en la puerta y defecando a los pies de Kay—. Guau, guau, guau —añadió con orgullo.
—Tanto entrenamiento desperdiciado —dijo Kay.
No importaba si la respuesta del guardia sólo describía lo que el perro acababa de hacer o si cumplía un propósito más enfático. Era evidente que esa perrera no se usaba normalmente para un perro. ¿Pero entonces qué hacía una perrera en la azotea del edificio de ciencias?
La puta compañía entabló una querella contra la ciudad de Manhattan, Kansas, y una orden del juzgado conminó a que todas las perreras fueran desconectadas de todos los cables eléctricos. La ciudad replicó con una querella contra la puta compañía (un recurso muy popular) y apeló la orden.
La puta compañía cortó el suministro en Manhattan, Kansas.
Nadie lo notó en Manhattan, Kansas, excepto la sucursal de la puta compañía, que ahora era el único edificio de la ciudad sin electricidad.
La «Guerra de las Perreras» cobró notoriedad. Aparecieron artículos en revistas sobre Perreras Ilimitada y su elusivo fundador, Robert Redford, quien se negaba a conceder entrevistas y en realidad no aparecía en ninguna parte. Los principales canales de televisión hicieron programas especiales sobre esa fuente de energía barata. Se reunieron estadísticas demostrando que no sólo el siete por ciento de la población americana tenía perreras, sino que un 99,8 % de la población americana quería tener perreras. El 0,2 % representaba, al parecer, a los accionistas y ejecutivos de las compañías de electricidad. La mayoría de los políticos sabían sumar (o tenían secretarios que sabían) y la perspectiva de las inminentes elecciones aclaraba el resultado. La ley antienergía solar se revocó.
Las acciones de las compañías de electricidad bajaron en la Bolsa.
Comenzó la depresión más inadvertida del mundo.
Una economía basada en la energía cara se desmoronó rápidamente. El monolito de la OPEC se desintegró de inmediato y al cabo de cinco meses el petróleo había bajado a 38 centavos el barril. Sólo servía para plásticos y como lubricante, y los países petroleros producían en exceso para esas necesidades.
El motivo de la depresión pasó casi inadvertido porque Perreras Ilimitada satisfacía la demanda de su producto. Oliendo una oportunidad de lucro, el Gobierno gravó las perreras con un enorme impuesto a la exportación. Perreras Ilimitada replicó publicando los planos completos de la perrera y declarando que no se usarían compañías extranjeras para manufacturarla.
El Gobierno americano pronto eliminó el impuesto, con lo cual Perreras Ilimitada anunció que los planos publicados eran incompletos y continuó arrasando con el mercado en todo el mundo.
Subterfugios, sobornos o revueltas populares indujeron a un gobierno tras otro a admitir a Perreras Ilimitadas en sus países, y Robert Reford (el de las perreras) se transformó en un nombre más famoso que Robert Redford (el actor de otros tiempos). Ciertas leyendas que antes se atribuían a Kuan Yu, Paul Bunyan o Gautama Buda ahora se relacionaban con Robert «Perrera». Redford.
Y al fin, todas las familias del mundo que pedían una perrera tuvieron una fuente de energía económica e ilimitada, y todos fueron felices. Tan felices que compartían esa nueva abundancia con todas las criaturas de Dios, alimentando aves en invierno, dejando cuencos de leche para los gatos perdidos y alojando perros en las perreras.
Mklikluln apoyó la barbilla en la mano y reflexionó sobre la ironía de que él hubiera salvado el mundo para la raza de bípedos dominantes, sólo como subproducto de su campaña para obtener un buen hogar para cada perro. Pero los buenos resultados son buenos resultados, y la humanidad —tratárase de la suya o la de los bípedos— no podría condenarlo del todo por el asesinato de un prisionero político árabe el año anterior.
—¿Qué sucederá cuando lleguéis? —preguntó a su gente, aunque por supuesto nadie le oía—. He salvado el mundo, pero cuando estas brillantes criaturas entren en contacto con nuestra inteligencia infinitamente superior, ¿no las destruiremos? ¿No se sentirán humillados al comprender que somos mucho más poderosos, que podemos recorrer distancias galácticas a la velocidad de la luz, comunicarnos telepáticamente, separar nuestra mente y permitir que nuestros cuerpos perezcan mientras flotamos ilesos en el espacio, y que, mediante una sencilla máquina, viajamos instantáneamente para habitar el cuerpo de animales totalmente distintos de nuestros cuerpos anteriores?
Estaba preocupado, pero su responsabilidad ante su pueblo era clara. Si esa raza de bípedos era tan orgullosa que no podía afrontar su inferioridad, no era problema de Mklikluln.
Abrió el cajón de su escritorio en la oficina de Perreras Ilimitada en San Diego, su nuevo refugio para eludir entrevistas, y oprimió el botón de una caja.
Desde la caja, un potente borbotón de energía electromagnética se dirigió hacia los ochenta millones de perreras del sur de California. Cada perrera retransmitía la misma señal en uña cadena incesante que gradualmente se propagaba por todo el mundo, dondequiera hubiese perreras.
Cuando la última perrera quedó conectada a la red, todas las perreras transmitieron simultáneamente una cosa. Una señal que se burlaba de la velocidad de la luz y que cruzaba los años luz casi instantáneamente. Una señal que llamaba a millones de mentes encapsuladas que dormían en sus campos mentales hasta que oyeron la llamada, despertaron y siguieron la señal hasta su fuente, también a velocidades mucho más rápidas que la pedestre luz.
Se congregaron alrededor de la binaria mayor de la tercera órbita del nuevo sol y escucharon el exhaustivo informe de Mklikluln. Quedaron encantados con su labor, y lo condecoraron antes de condenarlo por homicidio de un prisionero político árabe y ordenarle que se suicidara. Se sintió muy orgulloso, pues el galardón que le habían dado rara vez se otorgaba, y sonrió mientras se mataba de un balazo. … Y entonces las mentes descendieron a las perreras que los llamaban.
—Argarfguauarf —dijo el perro de Royce mientras brincaba por el patio.
—Ese perro se ha vuelto loco —dijo Royce, pero sus dos hijos reían y corrían siguiendo al perro hasta que cayó exhausto frente a la perrera.
—Argarfguauarf —repitió el perro, jadeante y feliz. Trotó hasta Royce y le entregó el hocico.
—Animalillo simpático —sonrió Royce.
El perro caminó hasta una pila de periódicos viejos, sacó él primero de la pila y se puso a mirar la página.
—Que me cuelguen —le dijo Royce a Junie, quien sacaba la comida para cenar al aire libre—. Parece que el perro está leyendo el periódico.
—¡Ven, Robby! —gritó Jim, el hijo mayor de Royce—. ¡Ven, Robby! Coge este palo.
El perro, tras haber aprendido a leer y escribir mediante el periódico, corrió hacia el palo, se lo llevó y en vez de entregárselo a Jim se puso a escribir en la tierra.
«Hola, hombre —escribió el perro—. Tal vez te sorprendas de verme escribir».
—Bien —dijo Royce, mirando lo que había escrito el perro—.
Mira, Junie, echa un vistazo. Menudo perro, ¿eh? —Palmeó la cabeza del perro y se sentó a comer—. Me pregunto si alguien pagaría por ver a un perro haciendo eso.
«No queremos dañar vuestro planeta», escribió el perro.
—Jim —dijo Junie, sirviendo ensalada de patatas—, asegúrate de que ese perro no empiece a escarbar los canteros de petunias.
—Ven, Robby —dijo Jim—. Es hora de atarte.
—Arrf —respondió el perro con aire perturbado, alejándose de la cadena.
—Papá —dijo Jim—, el perro no viene cuando lo llamo.
Royce se levantó con impaciencia, la boca llena de emparedado.
—Joder, Jim, si no controlas al perro nos desharemos de él. ¡A fin de cuentas lo aceptamos por vosotros! —Royce cogió al perro del collar y lo arrastró hasta donde Jimmy sostenía el otro extremo de la cadena.
Lo sujetó.
—Aprende a obedecer, perro, porque de lo contrario te venderé, por muchos trucos que sepas.
—Guau.
—Correcto. Y recuérdalo bien.
El perro los miró con ojos tristes y asustados durante la cena. Royce se sintió culpable y le dio un poco de jamón.
Esa noche Royce y Junie discutieron si debían contar que el perro sabía escribir, pero decidieron no hacerlo porque los chicos querían al perro y era cruel usar animales para hacer trucos. A fin de cuentas, eran gente civilizada.
Y a la mañana siguiente descubrieron que habían decidido bien, porque todo el mundo contaba que sus perros sabían escribir, o desatornillar mangueras, o encender el fuego…
—Tengo el perro más listo del mundo —graznó Detweiler, quien cayó en un hosco silencio cuando todos los integrantes del equipo de bolos alardearon sobre sus propios canes.
—El mío usa el váter y tira de la cadena —se jactó uno.
—Y el mío sabe plegar la ropa limpia, después de lavarse las patitas para no ensuciar nada.
Los periódicos también hablaban de este tema y de pronto resultó evidente que la inteligencia de los perros era un fenómeno nacional. Más aún, mundial. Aparte de algunos supersticiosos tribeños de Nueva Guinea, que quemaron a los perros como brujas, y algunos chinos que no permitieron que la extraña conducta de los perros los salvara de su cita con la cacerola, la mayoría estaban complacidos y orgullosos del cambio.
—Ahora vale el doble —declaró Bill Wilson, ex ejecutivo ascendente de la puta compañía—. No sólo trae los pájaros, sino que los despluma, los limpia y los pone en el horno.
Y Kay Block sonrió y fue a casa a ver a su mastín, que le ofrecía una grata compañía y al que ella quería mucho, muchísimo.
—Desde la repentina elevación de la inteligencia canina hace cinco años —dijo el doctor Wheelwright a sus estudiantes de inteligencia animal—, hemos avanzado extraordinariamente en el estudio de la inteligencia en los animales. Este fenómeno repentino nos ha obligado a echar un segundo vistazo a la evolución. Al parecer las mutaciones pueden ser mucho más completas de lo que suponíamos, al menos en las funciones superiores. Naturalmente, consagraremos gran parte de este semestre a estudiar las investigaciones sobre inteligencia canina, al margen de una síntesis general. Actualmente se cree que la inteligencia canina supera la de los delfines, aunque todavía no alcanza la humana. Sin embargo, aunque la inteligencia de los delfines es casi inservible para nosotros, el perro puede ser adiestrado como un valioso servidor, y al fin parece que el hombre ya no está solo en su planeta. No podemos predecir qué animal manifestará ese incremento de inteligencia a continuación, y tampoco podemos estar seguros de que semejante cambio se produzca.
Pregunta de un alumno.
—Pues bien, me temo que es como la teoría del big bang. Podemos conjeturar la causa de ciertos fenómenos, pero como no podemos reproducir el evento en un laboratorio, nunca estaremos seguros. Sin embargo, actualmente se sospecha que se alcanzó cierta masa crítica del total de la población canina en cierta proporción con el total de masa cerebral canina, impulsando a toda la especie hacia un orden superior de inteligencia. Sin embargo, este cambio no afectó a todos los perros por igual. Ante todo afectó a los perros de zonas civilizadas, lo cual induce a muchos a razonar que la presencia continua del hombre fue un factor decisivo. Sin embargo, el hecho de que muchos perros, sobre todo en partes no civilizadas del mundo, no fueran afectados, da por tierra con la idea de que la radiación cósmica o alguna otra influencia del espacio exterior sea responsable del cambio. Ante todo, semejante influencia habría sido detectada por los astrónomos que constantemente examinan todas las longitudes de onda del cielo nocturno. Además, semejante influencia habría afectado a todos los perros por igual.
Pregunta de otro alumno.
—Quién sabe. Pero lo dudo. Los perros, siendo incapaces de hablar, aunque muchos han aprendido a escribir frases simples de forma aparentemente mnemónica, en algo que está a medio camino entre la repetición de los loros y la repetición más calculada de los delfines, vaya, ¿cómo me metí en esta oración? ¡No puedo salir!
Risas de la clase.
—Decía que los perros no pueden realizar más progresos en inteligencia, y menos un progreso que los ponga al mismo nivel intelectual del hombre, porque no pueden comunicarse verbalmente y porque no tienen manos. Sin duda han alcanzado su pico evolutivo. Es una suerte que tantas circunstancias se combinaran para situar al hombre en el lugar que ahora ocupa. Y sólo podemos suponer que en alguna parte, en otro planeta, alguna otra especie pudo tener una combinación aún más afortunada que condujo a una inteligencia aún más elevada. ¡Pero esperemos que no! —dijo el profesor, rascando las orejas de su perro, B. F. Skinner—. ¿Verdad, B. E? ¡Porque el hombre quizá no pueda resistir la presencia de una raza más inteligente!
Risa de los alumnos.
—Aarrff —dijo B. F. Skinner, que otrora se llamaba Hihiwnkn en un planeta donde hexágonos blancos habían conquistado telepáticamente el espacio y el tiempo; los hexágonos se habían encontrado en ese brete a causa de un proceso solar que no sabían controlar. Quería decirle: «No se preocupe, profesor. La humanidad jamás se enfrentará a una inteligencia superior. Es demasiado soberbia para darse cuenta».
Pero en cambio gruñó, bebió agua de un cuenco y se acostó en un rincón del aula mientras el profesor seguía perorando.
«No, no, no», fue la desalentadora respuesta. Pues sin dedos ¿cómo podían construir las máquinas que les permitirían encapsularse de nuevo para abandonar ese planeta?
Y en su desesperación, maldijeron por millonésima vez a ese imbécil de Mklikluln, que los había metido en ese embrollo.
«La muerte fue demasiado buena para ese mamón», convinieron, y en un voto mundial revocaron la condecoración que le habían otorgado. Y todos siguieron teniendo cachorros y enseñándoles lo que sabían.
Para los cachorros era más fácil. No conocían su hogar ancestral, así que los copos de nieve sólo eran divertidos, y el invierno sólo era frío. En vez de quedarse en la nieve, se acurrucaban a dormir en la tibieza de sus perreras.
Nevó en Kansas en septiembre del año 2000, y Jim (deja de llamarme Jimmy, ya no soy un chico) estaba jugando afuera con su perro Robby cuando cayeron los primeros copos.
Robby estaba arrancando malezas con los dientes y las zarpas, un hábito que Royce y Junie estimulaban, cuando Jim gritó: «¡Nieve!» y un copo se posó en la hierba frente al perro. El copo se derritió, pero Robby aguardó otro, y otro y otro. Y vio la blancura de los copos, las delicadas figuras hexagonales, tan austeras, extrañas, familiares y bellas, y sollozó.
—¡Mamá! —exclamó Jim—. ¡Parece que Robby está llorando!
—Sólo tiene agua en los ojos —respondió Junie desde la cocina, donde lavaba rábanos frente a la ventana abierta—. Los perros no lloran.
Pero la nieve cubrió toda la ciudad esa noche, y muchos perros se pusieron a mirar la nieve, compartiendo una callada ensoñación.
«¿No podemos?», fue el pensamiento que se repitió en cientos y miles de mentes.
Fin
Apostilla del autor
Título original: In the Doghhouse (en colaboración con Jay A. Parry). Primera edición en Analog, diciembre 1978.
¿Y si los extraterrestres no nos visitan con forma de extraterrestres? ¿Y si cobran una forma que ya conocemos, que ya creemos entender? Jay Parry y yo jugamos con la idea de contar esta historia de otro modo: extraterrestres que cobran la forma de una minoría oprimida. Indios o negros americanos, pensamos. Pero en ese momento los problemas parecían insuperables, sobre todo los problemas políticos. Para un escritor blanco es muy complicado expresar el punto de vista negro sin incurrir en un desvío.
Yo pensaba que había cosas que los escritores negros podían decir por cuenta de los negros, pero que los escritores blancos no podían hacerlo sin que el mensaje se malinterpretara. Luego descubrí que un escritor de cualquier raza, sexo, religión o nacionalidad puede escribir sobre cualquier otra raza, sexo, religión o nacionalidad. Sólo es preciso:
1. Recabar datos suficientes para no quedar en ridículo.
2. Decir la verdad tal como uno la ve sin ser complaciente ni paternalista con ningún grupo.
3. Tener la piel lo bastante gruesa como para aceptar que uno será atravesado por un millar de flechas por bien que se desempeñe en 1 y 2.
Siendo tímidos, Jay y yo elaboramos la trama utilizando animales que han sido blanco de nuestros prejuicios humanos tanto como cualquier grupo humano. Los fieles y amados perros. El mejor amigo del hombre. Allí estaban las mismas posibilidades: la carga del hombre blanco, el afecto condescendiente (algunos de mis mejores amigos son perros) y, sobre todo, la firme determinación de mantenerlos en su lugar.