EL TRIÁNGULO DEL PACÍFICO (Clive Cussler)
Publicado en
agosto 10, 2021
PREFACIO
No es que tenga demasiada importancia, pero ésta es la primera historia de Dirk Pitt.
Cuando acabé de concretar el proyecto de escribir una serie de suspense y aventuras concebí un héroe con un carácter diferente. Alguien que no era un agente secreto, ni un inspector de policía, ni un investigador privado. Alguien con bravura y rudeza, pero al mismo tiempo con estilo, que se encontraba tan a gusto agasajando a una hermosa mujer en un restaurante de cinco tenedores como tomando una cerveza con los amigos en el bar de la esquina. Un tipo simpático y agradable con cierto halo de misterio.
En lugar de un casino o las calles de Nueva York, su territorio sería el mar, y su estímulo lo desconocido.
Nacido de la fantasía, Dirk Pitt se materializó.
Dado que ésta era su primera aventura y no presenta los intrincados argumentos de hazañas posteriores, dudé a la hora de entregar el texto para su publicación. Pero gracias a los ánimos de mi familia y amigos, admiradores y lectores, la presentación de Pitt se encuentra ahora entre sus manos.
Deseo que el libro ofrezca unas horas de entretenimiento y, quizá en cierto modo, se convierta incluso en una obra histórica.
Clive Cussler.
PRÓLOGO
Todos los océanos se cobran hombres y barcos, pero ninguno los devora con la voracidad del Pacífico. El motín del Bounty se produjo en el Pacífico, y la tripulación quemó el buque en la isla Pitcairn. El Essex, que se sepa el único barco hundido por una ballena (episodio en el que se basó Melville para escribir la novela Moby Dick), descansa bajo las aguas del Pacífico. Igual que el Hat Maru, hecho pedazos cuando un volcán submarino entró en erupción bajo su casco.
A pesar de todas estas circunstancias, el mayor océano del mundo suele ser un lugar tranquilo; incluso su nombre indica paz y mansedumbre.
Quizá por esa razón el comandante Félix Duprée no concibiese la horrible posibilidad de un desastre mientras subía al puente del submarino nuclear Starbuck, justo antes del anochecer. Al pasar frente al oficial de guardia lo saludó con un movimiento de la cabeza y se inclinó sobre la borda para observar la extraordinaria facilidad con que la proa del navío se abría paso entre las olas.
Los hombres normalmente respetan el mar; su serenidad les infunde incluso cierto temor reverencial. Pero Duprée no era como la mayoría de los hombres; él jamás sucumbía a esa especie de hechizo. Tras veinte años en el mar, catorce de ellos tripulando submarinos, estaba ansioso de obtener el reconocimiento de los demás. Duprée era el capitán del submarino más moderno y revolucionario del mundo, pero eso no le bastaba. Anhelaba algo más.
El Starbuck se había construido íntegramente en San Francisco de forma distinta a cualquier otro modelo anterior; cada componente, cada sistema de su casco a presión se había diseñado por ordenador. Era el primero de una nueva generación de navíos submarinos, una ciudad sumergida capaz de navegar a ciento veinticinco nudos a través de las inmutables profundidades a más de dos mil pies por debajo de la superficie. El Starbuck era como un pura sangre en su primera exhibición hípica, impaciente por desbocarse, preparado para mostrar sus cualidades.
Pero no habría público. El Ministerio de Defensa había ordenado que las pruebas se realizaran en el más estricto secreto, en una zona remota del Pacífico y sin la presencia de un buque de escolta.
Duprée fue elegido para comandar el Starbuck en su ensayo inaugural debido a su destacada reputación. El personal del Data Bank, sus compañeros de clase en Annapolis, había decidido concederle una oportunidad: enfrentarle a los hechos para comprobar si reaccionaba de manera lógica y correcta. La destreza y el talento de Duprée eran bien conocidos entre los expertos en submarinos. Sin embargo, para ascender en la marina se requería además una personalidad fuerte, influencia y cierto don para las relaciones públicas, cualidades de que Duprée carecía, por lo cual en los últimos tiempos había sido descartado de las promociones de ascenso.
Sonó un zumbido; el oficial de guardia, un teniente alto de pelo negro como el azabache, descolgó el auricular del teléfono del puente. A pesar de no ser visto por la persona que hablaba al otro extremo de la línea, asintió con la cabeza un par de veces antes de colgar.
—Sala de control —dijo—. El informe de la sonda acústica indica que en las últimas cinco millas el fondo del mar ha ascendido algo más de cuatrocientos cincuenta metros.
Duprée se dio la vuelta, pensativo.
—Probablemente se trata de una pequeña cordillera de montañas submarinas. El fondo se encuentra aún a más de kilómetro y medio. — Esbozó una sonrisa irónica y agregó—: No hay riesgo de que encallemos.
El teniente le devolvió la sonrisa.
—Lo mejor es conservar siempre una distancia prudencial.
El capitán sonrió de nuevo mientras se volvía lentamente a mirar hacia el mar. Cogió los prismáticos que colgaban de su cuello y escudriñó el horizonte. Se trataba de un gesto nacido de las miles de horas solitarias que había pasado tratando de divisar otros navíos en los océanos del mundo; un gesto inútil, por otro lado, pues los sofisticados sistemas de radar con que el Starbuck estaba dotado detectaban cualquier objeto mucho antes que el ojo humano. Duprée lo sabía, pero la contemplación del mar en cierto modo purificaba el alma de un hombre.
Finalmente suspiró y retiró los prismáticos.
—Bajaré a cenar. Despejen el puente para la inmersión a las 21.00.
Duprée descendió los tres niveles de la torreta y entró en la sala de control. Inclinados sobre la mesa de operaciones, el oficial al mando y el navegante estudiaban una línea de marcas de profundidad. El oficial al mando alzó la vista y miró a Duprée.
—Señor, tenemos unos datos bastante extraños.
—Nada mejor que un misterio para finalizar el día —replicó Duprée con tono amistoso.
Se situó entre los dos hombres y observó una hoja de papel de cuadrícula muy fina iluminada por la tenue luz de una lámpara deslustrada. Una serie de líneas cortas y misteriosas cruzaba la cuadrícula, en cuyos bordes se leían anotaciones garabateadas y fórmulas matemáticas.
—¿Qué sucede? — preguntó Duprée.
—El fondo marino está ascendiendo a un nivel asombroso —respondió el navegante—. Si no vuelve a bajar en las próximas veinticinco millas, nos daremos de bruces con una isla que se supone no existe.
—¿Cuál es nuestra posición?
—Estamos aquí, señor —contestó el navegante, golpeando el lápiz contra un punto de la cuadrícula—. A seiscientas setenta millas al norte de Kahuku Point, Oahu, situados en 007 grados.
Duprée se colocó frente a un panel de control y conectó un micrófono.
—Radar, aquí el capitán. ¿Alguna novedad?
—No, señor —respondió mecánicamente una voz a través del altavoz—. Todo el campo de visión está despejado... un momento... rectifico, capitán. Capto en el horizonte una señal imprecisa a unas veintitrés millas, justo frente a nosotros.
—¿Un objeto?
—No, señor. Parece una nube baja. O quizá una columna de humo; no lo distingo bien.
—De acuerdo, informe cuando haya descifrado su naturaleza. — Duprée volvió a colocar el micrófono en su lugar y dirigió la mirada hacia los hombres de la mesa de operaciones—. Bien, caballeros, ¿cómo interpretan este hecho?
El oficial al mando sacudió la cabeza.
—Donde hay humo, hay fuego, y donde hay fuego, algo está quemándose. ¿Una masa flotante de petróleo, quizá?
—¿Una masa flotante de petróleo procedente de dónde? — preguntó Duprée con impaciencia—. Nos hallamos cerca de los bancos pesqueros del norte. La ruta de tránsito que discurre entre San Francisco y Honolulú se encuentra a cuatrocientas millas al sur. Este es uno de los puntos más remotos del océano; por ese motivo lo escogió la marina para realizar las pruebas iniciales del Starbuck. No hay fisgones. — Sacudió la cabeza—. Una masa flotante de petróleo ardiendo carece de toda lógica. Una suposición más acertada sería un nuevo volcán nacido en el fondo del Pacífico. Y simplemente se trataría de una suposición.
El navegante señaló la posición del radar y dibujó un círculo en la cuadrícula.
—Una nube baja sobre o cerca de la superficie —dijo, pensando en voz alta—. Prácticamente imposible. Las condiciones atmosféricas son inadecuadas para que se produzca tal circunstancia.
El altavoz sonó:
—Capitán, aquí el radar.
—Aquí el capitán —contestó Duprée.
—Ya lo he identificado, señor. — La voz vaciló antes de proseguir—: La señal corresponde a un denso banco de niebla, de aproximadamente unos cinco kilómetros de diámetro.
—¿Está seguro?
—Reafirmo mi apreciación.
Duprée apretó un mando del micrófono y estableció contacto con el puente.
—Teniente, el radar ha localizado algo frente a nosotros. En cuanto divise algo, infórmeme. — Cortó la comunicación y se dirigió de nuevo al oficial al mando—. ¿Qué profundidad hay ahora?
—Continúa disminuyendo a gran velocidad. Ochocientos cuarenta metros, y cada vez decrece más.
El navegante sacó un pañuelo de algodón del bolsillo lateral y se lo pasó por el cuello.
—Empiezo a ponerme nervioso. La única elevación semejante a ésta que conozco es la franja Perú—Chile. Se inicia a siete mil quinientos metros bajo la superficie del mar y asciende a razón de un kilómetro y medio vertical por cada kilómetro y medio horizontal. Hasta ahora se la consideraba la pendiente submarina más espectacular del mundo.
—Sí —exclamó el oficial al mando—. ¿Acaso los geólogos marinos no disfrutarán con este pequeño descubrimiento?
—Quinientos cincuenta metros —anunció impasible la voz proveniente de la sonda acústica.
—¡Dios mío! — exclamó el navegante—. Más de trescientos metros en menos de una milla. No es posible.
Duprée se dirigió al lado izquierdo de la sala de control y acercó el rostro al cristal que contenía la sonda acústica. En la pantalla digital se representaba el fondo marino como una larga y oscura línea zigzagueante que subía a través de una pronunciada cuesta hacia la marca roja de peligro, situada en la parte superior de la escala. Duprée puso una mano sobre el hombro del operador de sonar.
—¿Cabe la posibilidad de que se haya producido un error en los cálculos?
El operador accionó un interruptor y observó un monitor contiguo.
—No, señor. El sistema independiente de refuerzo ofrece los mismos datos.
Duprée observó la línea ascendente y al cabo de unos instantes volvió a la mesa de operaciones para estudiar las marcas de lápiz que indicaban la posición del submarino en relación al creciente fondo del mar.
—Aquí el puente —se oyó decir a una voz un tanto cibernética—. Ya lo tenemos. — Hubo unos momentos de vacilación—. Si no me equivoco, nos enfrentamos a la versión a escala de un banco de niebla semejante a los de Nueva Inglaterra.
Duprée desconectó el micrófono.
—Comprendido. — Continuó mirando la cuadrícula, con expresión inescrutable y reflexiva.
—¿Transmitimos una señal a Pearl Harbor, señor? — preguntó el navegante—. Desde allí podrían enviar un avión de reconocimiento para investigar.
Duprée no contestó enseguida. Se limitó a tamborilear con los dedos sobre la mesa. No acostumbraba a tomar decisiones repentinas, y cada uno de sus pasos se ceñía a las normas reglamentarias. La mayor parte de la tripulación del Starbuck había servido al mando de Duprée en misiones anteriores y, aunque no le profesaba exactamente una devoción ciega, le respetaba y admiraba por su pericia y buen criterio. Sus subordinados confiaban en él, convencidos de que jamás cometería un error grave que pusiera en peligro sus vidas. En cualquier otro momento, habrían tenido razón, pero en aquella ocasión todos estaban terriblemente equivocados.
—Comprobemos que hay ahí fuera —dijo Duprée con calma.
El oficial al mando y el navegante intercambiaron miradas especulativas. Habían recibido órdenes de probar el funcionamiento del Starbuck, no de perseguir fantasmales bancos de niebla aparecidos en el horizonte.
Nadie supo jamás por qué el comandante Duprée decidió de repente extralimitarse en sus funciones y hacer caso omiso de las órdenes. Quizá el señuelo de lo desconocido resultaba demasiado tentador. Tal vez tuvo una fugaz visión de sí mismo como un descubridor, dirigiéndose hacia la gloria que siempre le había sido negada. Fuera cual fuese la razón, ésta se convirtió en un enigma a medida que el Starbuck, como un sabueso atraído por un ardiente efluvio, tomaba su nuevo rumbo y surcaba las olas.
El Starbuck debía atracar en Pearl Harbor el lunes siguiente. Al no aparecer, y tras una exhaustiva operación de búsqueda aérea y marítima que no logró encontrar la más ligera señal de petróleo o naufragio, la marina no tuvo más opción que admitir la pérdida de su submarino más moderno y ciento sesenta hombres. Se anunció oficialmente a una nación anonadada que el Starbuck había desaparecido en alguna parte del enorme desierto marino del norte del Pacífico. Envuelta en un silencioso misterio, la nave se había desvanecido con toda la tripulación a bordo; tiempo, lugar y motivo desconocidos.
1
En las concurridas playas del estado de Hawai aún es posible encontrar algún lugar apartado que permita disfrutar de cierta soledad. Kaena Point, cuyo litoral se introduce en el canal Kauai con la misma brusquedad que el derechazo de un boxeador, es uno de los pocos parajes secretos que ofrece una orilla vacía. Se trata de una playa hermosa y al mismo tiempo traicionera, pues la costa es azotada con demasiada frecuencia por fuertes corrientes extremadamente peligrosas incluso para los bañistas más cautos. Cada año, como predestinado por un avieso plan, un nadador anónimo, atraído por la solitaria ribera y el suave oleaje, se sumerge en el agua y en cuestión de minutos es arrastrado mar adentro.
En dicha playa, sobre una esterilla de bambú, yacía un hombre de un metro noventa de estatura y piel bronceada que lucía un diminuto tanga blanco. El pecho, ancho y velludo, se dilataba ligeramente con cada inspiración y estaba cubierto de gotas de sudor que, al resbalar, dejaban rastros como los de los caracoles y se mezclaban con la arena. El brazo que cubría y protegía los ojos de los fuertes rayos del sol tropical era musculoso, aunque desprovisto de las exageradas prominencias generalmente asociadas a las personas que practican culturismo. El rostro, de facciones marcadas y expresión afable, estaba enmarcado por una cabellera negra y abundante.
Dirk Pitt salió de un estado de semisomnolencia y, apoyándose en los codos, miró hacia el mar con sus brillantes y profundos ojos verdes. No era un amante de los baños de sol; para él la playa era algo vivo, en movimiento, que cambiaba de forma y personalidad bajo la constante embestida del viento y las olas. Observó la forma en que éstas se rizaban desde su borroso punto de origen, a miles de kilómetros, se elevaban y cobraban velocidad a medida que se acercaban a la orilla, de tal modo que las crestas crecían cada vez más —unos dos metros y medio, estimó— hasta romper en la playa, donde se convertían en una gran masa de espuma. Finalmente morían en la arena formando pequeños remolinos.
De repente, Pitt atisbó, a unos noventa metros de la costa, un destello que desapareció en un instante, para perderse detrás de una cresta. Continuó observando con resuelta curiosidad el punto donde había vislumbrado el centelleo. Cuando la siguiente ola se elevó, vio de nuevo el brillo bajo el sol. A tal distancia era imposible distinguir la forma del objeto que producía aquel destello fluorescente de color amarillo.
Lo más adecuado, consideró Pitt, sería permanecer tendido en la arena y esperar a que la fuerza del oleaje arrastrase hacia la orilla el objeto desconocido. Sin embargo, abandonando el buen criterio, se levantó y se adentró lentamente en el mar. Cuando el agua le cubría hasta las rodillas, se sumergió bajo una ola que se aproximaba, sincronizando el movimiento de manera que sólo los pies sintieron el encontronazo con la ola. Era como un tibio baño tomado en una habitación de hotel; la temperatura rondaba los veinticuatro grados. Sacó la cabeza a la superficie y comenzó a bracear a través de la espuma, nadando con facilidad y permitiendo que la corriente lo condujera hacia aguas más profundas.
Al cabo de unos minutos se detuvo, conservó la posición moviendo las piernas e intentó divisar el trazo amarillo. Lo localizó a unos dieciocho metros a su izquierda. Se acercó al lugar sin apartar la mirada del extraño cuerpo flotante, que sólo desaparecía de su vista cuando se hundía bajo las olas que avanzaban hacia la costa. Al notar que la corriente lo desplazaba hacia la derecha, rectificó el ángulo e intensificó las brazadas para evitar la peligrosa amenaza del agotamiento. Al llegar frente al objeto tendió la mano y palpó una superficie cilíndrica y resbaladiza, de unos sesenta centímetros de largo, veinte de ancho y menos de tres kilogramos de peso, protegida por un material plástico amarillo impermeable, en cuyos lados se leía en mayúsculas: «u.s. navy.» Pitt cogió el paquete, descansó y consideró su posición, precaria en aquellos momentos, cercana a la línea donde nacían las olas.
Escudriñó la playa, buscando a alguien que lo hubiera visto adentrarse en el agua; la larga extensión de arena estaba desierta. Pitt no se molestó en observar los escarpados acantilados situados detrás de la orilla, pues era inútil confiar en que alguien escalara las rocosas cuestas a mediados de semana.
Se preguntó por qué se había arriesgado de forma tan estúpida y temeraria. El misterioso objeto flotante amarillo le había ofrecido una excusa para tentar la suerte, y en ningún momento se le había ocurrido echarse atrás. En aquellos instantes el despiadado mar lo tenía bien atrapado.
Por unos segundos consideró la posibilidad de intentar regresar a la orilla nadando en línea recta. Mark Spitz podría haberlo logrado, pero Pitt tenía la certeza de que el campeón jamás hubiese ganado tantas medallas de oro en los Juegos Olímpicos fumando un paquete de cigarrillos al día y trasegando varias copas de Cutty Sark Scotch cada noche. Finalmente decidió concentrarse en derrotar a la madre naturaleza en su propio juego.
Pitt era perro viejo en materia de corrientes y resacas, pues había practicado surf durante años y conocía cada una de sus trampas. En cierto sector de la playa una persona podía ser arrastrada mar adentro, mientras a cien metros de distancia los niños jugueteaban junto a las olas menguantes sin apreciar apenas la corriente. La implacable fuerza de ésta se desata cuando el agua regresa al mar a través de estrechos surcos labrados por las tormentas en bancos de arena próximos a la orilla. En dichos bancos, el oleaje cambia de dirección y abandona la tierra, con frecuencia a una velocidad cercana a seis kilómetros por hora. En aquellos momentos, la corriente se había adentrado en la playa casi por completo, y Pitt estaba seguro de que no le quedaba más opción que nadar en paralelo a la costa hasta alejarse de los bancos de arena para regresar a la orilla por otro punto distinto.
Su única preocupación era la amenaza de los tiburones, que no siempre anunciaban su presencia con una aleta que surca el agua. Podían perfectamente atacar desde abajo de forma inesperada, y sin una mascarilla Pitt jamás sabría cuándo se produciría el desgarrador mordisco ni de qué dirección provendría. Para no formar parte de la carta del menú sólo podía confiar en alcanzar las olas y retornar a la costa con la seguridad que éstas ofrecían. Sabía que los tiburones rara vez se aventuraban a la orilla, ya que la arremolinada turbulencia originada por la intensa acción del oleaje les llenaba de arena las agallas; tal circunstancia disuadía incluso al más hambriento de los escualos de agenciarse un bocado fácil.
Pitt dejó de pensar en conservar las fuerzas y comenzó a nadar como si todos los devoradores de hombres del océano Pacífico lo persiguiesen. Braceó con vigor y energía durante quince minutos antes de alcanzar una ola que lo impulsase hacia la playa. Pasaron nueve más, y la décima atrapó el cilindro flotante y transportó a Pitt a unos tres metros y medio de la orilla. En el momento en que tocó la arena con las rodillas, se irguió torpemente como un náufrago extenuado y salió del agua tambaleándose, llevando su presa consigo. Entonces se dejó caer aliviado sobre la cálida arena.
Pitt observó el cilindro sin demasiado interés. La cubierta de plástico protegía un recipiente de aluminio de aspecto poco común. Los extremos presentaban una especie de nervaduras formadas por varias varillas pequeñas que semejaban raíles de tren en miniatura. Uno de los lados tenía un tapón de rosca que Pitt comenzó a girar hasta que por fin consiguió abrirlo. En el interior había un rollo de papeles muy apretado. Lo sacó suavemente y procedió a examinar el manuscrito redactado con descuidada caligrafía entre columnas con título.
Mientras leía las páginas, un escalofrío recorrió su cuerpo, y a pesar de los treinta y dos grados de temperatura se le puso la carne de gallina. En más de una ocasión intentó apartar la mirada de aquellos papeles, pero se sentía intrigado por su contenido.
Pitt se sentó y perdió la mirada en el océano después de leer la última frase del documento, que concluía con un nombre: «Almirante Leigh Hunter.» Al cabo de diez minutos, guardó con cuidado los papeles en el cilindro, cerró el tapón y colocó de nuevo la cubierta amarilla.
Un extraño y misterioso manto de silencio se había extendido sobre Kaena Point. El bramido de las olas rompientes que avanzaban hacia la orilla parecía en cierto modo haberse apagado. El hombre se puso en pie y se sacudió la arena, se colocó el cilindro bajo el brazo y echó a andar por la playa hacia su esterilla: la enrolló rápidamente alrededor del objeto y se apresuró a recorrer el camino que conducía a la carretera que discurría por la línea de la costa.
El AC Ford Cobra de color rojo brillante parecía abandonado. Pitt se apresuró a arrojar la carga al asiento del acompañante y se acomodó tras el volante mientras manoseaba con torpeza la llave del contacto.
Entró en la autopista 99, pasó de largo Waialua y avanzó hacia la larga pendiente que había junto al pintoresco, y normalmente seco, torrente Kaukomahua. Después de que la reserva militar del cuartel Schofield desapareciera del retrovisor, Pitt tomó el desvío pasado Wahiawa y se dirigió a toda velocidad hacia Pearl City, sin importarle la posibilidad de cruzarse con un patrullero estatal.
A su izquierda se alzaba la sierra de Koolau, cuyas cimas estaban mimbadas por perpetuos nubarrones oscuros. A lo largo de la ladera se extendían los cuidados campos de ananás, de un color tan verde que creaba un marcado contraste con la fértil y rojiza tierra volcánica. De repente se desató una tormenta, y Pitt conectó los limpiaparabrisas.
Por fin llegó a la puerta principal de Pearl Harbor. Al ver que un guardia uniformado salía de la cabina redujo la velocidad y, tras sacar de la cartera el permiso de conducir y el carné de identidad, firmó en el registro de entrada. El joven militar se limitó a saludar y le indicó con la mano que pasara. Pitt preguntó al centinela dónde estaba el cuartel del almirante Hunter. El soldado sacó un bloc y un lápiz del bolsillo de la camisa y cortésmente dibujó un plano que entregó a Pitt. Saludó una vez más.
Pitt se detuvo frente a un discreto edificio de cemento situado cerca de la zona portuaria. Hubiese pasado de largo de no haber reparado en un pequeño rótulo de pulcra tipografía en que se leía: «Cuarteles de la Flota de Salvamento 101.» Apagó el contacto, cogió el paquete todavía húmedo y bajó del coche. Mientras atravesaba el vestíbulo, deseó haber tenido la previsión de llevar a la playa una camisa y unos pantalones. Se acercó a un escritorio donde un marinero con el uniforme blanco de verano de la marina tecleaba en una máquina de escribir. Un cartel sobre la mesa rezaba: «Marinero G. Yager.»
—Perdón —murmuró Pitt con timidez—, desearía ver al almirante Hunter.
El mecanógrafo alzó la vista con aire distraído y de pronto abrió los ojos como platos.
—Dios mío, chico, ¿te has vuelto loco? ¿Qué pretendes presentándote con un bañador? Si el jefe te descubre, puedes darte por muerto. Lárgate ahora mismo o te meterán en el calabozo.
—Sé que no voy arreglado para una tertulia a media tarde —repuso Pitt con calma y amabilidad—, pero necesito ver al almirante urgentemente.
El marinero se levantó del escritorio con el rostro encendido.
—Deja de hacer el tonto —exclamó—. Regresa a tu cuartel para dormir la mona o llamo a la patrulla.
—¡Pues llámala! — replicó Pitt con cierta aspereza.
—Mira, chico —dijo el marinero, tratando de controlar su irritación—, hazte un favor. Vuelve a tu barco y, si quieres ver al almirante, cursa una petición formal a través del conducto reglamentario.
—Eso no será necesario, Yager. — La voz que se oyó detrás de ellos poseía la sutileza de una apisonadora que nivela el asfalto de una autopista.
Pitt se volvió y se encontró cara a cara con un hombre alto, de piel arrugada, que se hallaba en la entrada de un despacho interior. Su traje blanco estaba guarnecido con galones de oro desde los brazos hasta los hombros. Su cabello, abundante y canoso, armonizaba con el rostro, de aspecto cansado y cadavérico; sólo los ojos parecían reflejar un destello de vida. El individuo observó con curiosidad el recipiente que Pitt llevaba en la mano.
—Soy el almirante Hunter. Le concedo sólo cinco minutos, muchacho, de modo que será mejor que su visita merezca mi atención. Y traiga ese objeto con usted —añadió, señalando el cilindro.
—Sí, señor —acertó a responder Pitt.
Hunter se volvió hacia la oficina. Pitt lo siguió y, si antes no se había sentido azorado, al entrar en el despacho su incomodidad se hizo patente. Había tres oficiales de marina sentados alrededor de una mesa de conferencias antigua e inmaculadamente encerada; sus rostros transparentaron su estupefacción al ver a Pitt medio desnudo con aquel extraño paquete bajo el brazo.
Hunter hizo las presentaciones de manera rutinaria. Pitt no se dejó engañar por el falso protocolo; el almirante intentaba amedrentarle con el respeto que impone la graduación mientras examinaba el semblante del recién llegado para descubrir alguna reacción. Pitt fue informado de que el capitán de corbeta alto, rubio y con cierto parecido a John Kennedy era Paul Boland, el oficial al mando del cuartel; el fornido capitán que transpiraba profusamente tenía el extraño nombre de Orí Cinana y era el oficial al mando de la pequeña flota de salvamento que comandaba Hunter; el militar bajito, diminuto como un gnomo, que se apresuró a acercarse a Pitt para estrecharle la mano se presentó como el capitán de fragata Burdette Denver, hombre de confianza del almirante, y miró fijamente a Pitt, como si tratara de recordar su cara.
—Muy bien, muchacho. — De nuevo esa expresión pronunciada con sarcasmo. Pitt hubiese entregado el sueldo de un mes a cambio de poder clavar los puños en los morros de Hunter—. Si fuese tan amable de explicarnos quién es usted y a qué se debe esta intromisión, le estaríamos eternamente agradecidos.
—Para tratarse de alguien que está ansioso por saber por qué he traído este recipiente, se muestra usted demasiado grosero —replicó Pitt al tiempo que se acomodaba en una silla.
Cinana lo miró con el rostro contraído por la irritación.
—¡Idiota! ¿Cómo se atreve a venir aquí e insultar a un oficial?
—Este hombre está loco —intervino Boland con brusquedad e, inclinándose hacia el recién llegado con expresión fría y tensa, agregó—: Estúpido hijo de puta, ¿sabe usted con quién está hablando?
—Dado que hemos sido presentados —señaló Pitt con tranquilidad—, la respuesta es afirmativa.
El sudoroso puño de Cinana golpeó la mesa.
—Avisen a la patrulla, por Dios. Ordenaré a Yager que llame a la patrulla para que encierre a este tipo en el calabozo.
Hunter acercó un fósforo a un cigarrillo largo, lanzó la cerilla hacia un cenicero, fallando por lo menos un palmo, y miró con expresión reflexiva a Pitt.
—No me deja otra opción, muchacho. — Se volvió hacia Boland—. Capitán, diga al marinero Yager que avise a la patrulla.
—Yo no lo haría, almirante. — Denver se levantó de la silla, tras haber reconocido por fin al visitante—. Este hombre que alguno de ustedes ha insultado y desearía encadenar es Dirk Pitt. Para su información, ocupa el cargo de director de Proyectos Especiales en el NUMA, el Instituto Nacional Naval. Su padre es el senador George Pitt, de California, el presidente del Comité de Asignaciones Navales.
Cinana profirió una maldición.
Boland fue el primero en recobrarse.
—¿Está seguro?
—Sí, Paul, lo estoy. — Denver rodeó la mesa y miró a Pitt—. Lo vi hace varios años, con su padre, en una conferencia del NUMA. Es además amigo de mi primo, el capitán de fragata Rudi Gunn, quien también trabaja en el NUMA.
Pitt sonrió feliz.
—Por supuesto. Rudi y yo hemos colaborado en diversos proyectos. Ahora advierto el parecido. La única diferencia notable es que Rudi utiliza gafas de concha.
—Cuando éramos chavales solía llamarle «Ojos de Castor» —explicó Denver sonriendo.
—La próxima vez que lo vea, le recordaré el mote —aseguró Pitt entre risas.
—Confío en que usted... no se haya ofendido por... lo que dijimos —balbuceó Boland.
Pitt le dedicó su expresión más cínica y se limitó a contestar:
—No.
Hunter y Cinana intercambiaron una mirada que a Pitt no le costó descifrar. Si pretendían disimular el nerviosismo que les producía tener al hijo de un senador de Estados Unidos sentado entre ellos, fracasaron estrepitosamente.
—De acuerdo, señor Pitt, está en su casa. Suponemos que el motivo de su visita es ese recipiente. ¿Podría explicarnos cómo lo obtuvo?
—Vengo únicamente en calidad de mensajero —afirmó Pitt con calma—. Lo encontré esta tarde cuando tomaba el sol en la playa. Le pertenece.
—Bien, bien —dijo Hunter—. Me siento honrado. ¿Por qué supone que es mío?
Pitt miró a los tres hombres con aire especulativo y depositó sobre la mesa la esterilla de bambú que envolvía el cilindro.
—Contiene unos papeles. En uno de ellos aparece su nombre.
La expresión de Hunter no mostraba el menor indicio de curiosidad.
—¿Dónde halló este objeto?
—Cerca del cabo de Kaena Point.
Denver se inclinó.
—¿Apareció sobre la arena?
Pitt negó con la cabeza.
—No. Nadé más allá de la zona de las rompientes y lo saqué del agua.
Denver se mostró perplejo.
—¿Sobrepasó a nado las rompientes de Kaena Point? Creía que eso era imposible.
—¿Podemos ver el contenido? — preguntó Hunter.
Pitt asintió en silencio y desenvolvió el cilindro, sin preocuparse por la arena húmeda que se esparció sobre la mesa. Luego se lo entregó a Hunter.
—Fue la cubierta plástica amarilla lo que me llamó la atención.
Hunter sostuvo el cilindro entre las manos para que los demás lo examinaran.
—¿Lo reconocen, caballeros?
Los otros asintieron.
—Usted jamás ha servido en un submarino, señor Pitt; de lo contrario sabría qué aspecto tiene una cápsula de comunicaciones. — Hunter dejó el objeto sobre la mesa y lo tocó suavemente—. Cuando un submarino que se halla sumergido desea establecer comunicación con un barco que sigue su estela, se inserta un mensaje en esta cápsula de aluminio. — Mientras hablaba, quitó con delicadeza el plástico amarillo—. Posteriormente, la cápsula, a la cual se engancha una ampolla de tinte rojo, es expulsada a través del casco del submarino gracias a una cámara neumática de aire. Cuando la cápsula alcanza la superficie, el tinte es liberado y origina en el agua una mancha de color de varios cientos de metros cuadrados para que el barco vea la señal.
—Las pequeñas varillas del tapón —dijo Pitt lentamente—, estaban diseñadas para prevenir un escape en una situación de presión extrema.
Hunter miró a Pitt con expectación.
—¿Leyó los papeles?
—Sí, señor.
Boland, Cinana y Denver no repararon en el malestar y la desesperación que reflejaba la mirada de Hunter.
—¿Le importaría explicarnos el contenido de esos papeles? — preguntó el almirante, sabiendo con espantosa certeza cuál sería la respuesta.
Pitt deseó no haber visto jamás aquella maldita cápsula. Ya no había escapatoria. Con sólo una frase se vería libre de tan incómoda situación. Inspiró profundamente y por fin habló:
—Dentro encontrará una nota dirigida a usted, almirante. También hallará veintiséis páginas arrancadas del diario de navegación del submarino nuclear Starbuck.
2
Lo que sigue es un resumen de los comentarios del comandante Duprée, narrado por el almirante Hunter.
No hay forma de explicar el infierno por que hemos pasado en los últimos cinco días. Soy el único responsable del cambio de rumbo que llevó al submarino y la tripulación a lo que con toda seguridad se considerará un final extraño y atroz. Aparte de estas consideraciones, sólo soy capaz de describir las circunstancias en que se produjo el desastre; mi cerebro no funciona como debería.
Asombra que un hombre como Duprée, que se había ganado una buena reputación gracias a su mente lógica y racional, reconozca no estar en plena posesión de sus facultades mentales.
A las nueve menos veinte de la noche del 14 de junio entramos en un banco de niebla. Poco después, cuando el fondo marino se hallaba a sólo diez brazas de la quilla, una explosión destrozó la proa de la embarcación y un estruendoso torrente de agua se introdujo en el compartimiento del torpedo delantero y lo inundó casi al instante.
El comandante no reveló, en caso de que realmente lo supiera, si la explosión se originó en el interior o el exterior del casco del Starbuck.
De toda la tripulación, veintiséis hombres tuvieron la suerte de morir en pocos segundos. Esperamos que los tres que se encontraban en el puente, el teniente Cárter, el marinero Farris y Metford, hubiesen podido saltar al agua antes de que el submarino se hundiera. Los trágicos acontecimientos demostraron que no fue así.
Si, tal como Duprée indica, el Starbuck navegaba sobre la superficie, resulta extraño que Cárter, Farris y Metford no pudieran despejar el puente y bajar al interior del submarino en menos de treinta segundos. Es inconcebible que el comandante hubiese cerrado las escotillas y abandonado a los hombres a su suerte; tan inconcebible como que no tuviera tiempo de salvarlos, pues no era demasiado probable que el Starbuck se hundiera como una piedra.
Mientras tanto, cerramos las escotillas y los respiraderos. A continuación ordené soltar todo el lastre y activar los motores a pleno gas. Demasiado tarde; los ruidos de roturas y los crujidos provenientes de la parte delantera indicaban que la proa había encallado en el fondo del mar.
Parece razonable suponer que, con todo el lastre soltado y la proa clavada a una profundidad de menos de cincuenta metros, la popa del Starbuck, de casi cien metros de eslora, podría seguir sobresaliendo de la superficie. Pero no fue el caso.
Ahora el submarino descansa sobre el fondo del mar. La cubierta se inclinó ocho grados a estribor con un ángulo descendente de dos grados. Excepto la cabina del torpedo delantero, los demás compartimientos permanecen bien cerrados y no parece haber entrado agua. Estamos condenados a morir. He ordenado a los hombres que renuncien a cualquier esperanza de salvarse. Mi locura nos matará a todos.
Sin embargo, hay aún un misterio más fantástico. Estimando que el grosor del casco rondaría los siete metros y medio, la distancia entre la escotilla de salida de popa y la superficie sería de unos cuarenta metros, es decir, una ascensión no demasiado dificultosa para un hombre equipado con bombonas de oxígeno, aparatos que todos los submarinos llevan a bordo. Durante la Segunda Guerra Mundial, ocho hombres del submarino hundido Tang recorrieron a nado cincuenta y cinco metros hasta llegar a la superficie, logrando sobrevivir exclusivamente gracias al aguante de sus pulmones.
Las últimas frases resultan muy desconcertantes. ¿Qué precipitó la locura de Duprée? ¿Se sintió abrumado por la tensión de tal pesadilla? Posteriormente, el comandante entró en un estado de enajenación.
La comida se ha terminado, y apenas queda aire para unas horas. El agua potable se agotó al tercer día.
¡Imposible! Con el reactor nuclear en funcionamiento —y no hay razón para sospechar que no lo estaba— la tripulación tenía la posibilidad de sobrevivir durante meses. Las unidades de destilación de agua podían proporcionar un suministro más que suficiente de agua potable, y, tomando algunas medidas de precaución, el sistema de mantenimiento que purificaba la atmósfera del submarino y producía oxígeno hubiese abastecido de sobra a sesenta y tres hombres hasta que hubiera dejado de funcionar, hecho bastante improbable. Sólo la comida representaba un problema a largo plazo. De todas formas, dado que el Starbuck estaba de misión, las provisiones de alimentos deberían haber sido suficientes, si se hubieran racionado, para comer durante noventa días. Todo dependía del reactor. Si se apagaba, los hombres morirían.
Tengo la conciencia tranquila y, aunque de modo extraño, me siento en paz. Ordené al doctor que administrara inyecciones a la tripulación para poner fin a su sufrimiento. Yo, por supuesto, seré el último en partir.
¡Dios mío! ¿Es posible que Duprée fuese realmente capaz de ordenar el asesinato colectivo de quienes habían logrado sobrevivir?
Han vuelto otra vez. Cárter está dando golpes en el casco. ¡Madre de Dios! ¿Por qué su fantasma nos tortura de esta manera?
Duprée había sobrepasado el límite de la razón y entrado en el reino de la locura absoluta. ¿Cómo puede producirse tal circunstancia transcurridos sólo cinco días?
Podemos retenerlos sólo unas horas más. Prácticamente han conseguido entrar a través de la escotilla del compartimiento de salida de popa. Malo, malo... [ilegible]. Ellos pretenden matarnos, pero los burlaremos. No les daremos esa satisfacción, no obtendrán la victoria. Todos moriremos.
¿A quién demonios se refiere Duprée con ese «ellos»? ¿Es posible que otra nave, quizá un barco rastreador ruso en misión de espionaje, intentase rescatar a la tripulación?
Ahora la oscuridad reina en la superficie, y ellos han dejado de acecharnos. Enviaré este mensaje y las últimas páginas del diario de navegación en la cápsula de comunicaciones. Como es de noche, probablemente no repararán en la salida de la cápsula. Nuestra posición es [los primeros números están tachados]: 32°43'15" norte, 161°18'22" oeste.
Esa posición carece de sentido. Está situada a más de quinientas millas de la última que el Starbuck comunicó. El submarino no tuvo tiempo suficiente, desde el último contacto radiofónico hasta el momento en que Duprée estableció esa coordenada final, de recorrer dicha distancia, ni aun navegando a toda velocidad.
No nos busquen; sería inútil. Ellos nunca dejarán un rastro fácil de seguir. Es su vergonzosa estratagema. Si lo hubiese sabido, no moriríamos. Por favor, ocúpense de que este mensaje sea entregado al almirante Leigh Hunter, de Pearl Harbor.
El enigma final, ¿por qué a mí? Que sepa, jamás conocí personalmente al comandante Duprée. ¿Por qué me designó como destinatario del último testamento del Starbuck?
3
Pitt se hallaba ante la barra del bar del antiguo hotel Royal Hawaiian, mirando distraídamente la copa que había pedido mientras reflexionaba sobre los acontecimientos del día, que desfilaron fugazmente por su mente y se desvanecían como una neblina. Una imagen se negó a desaparecer: el recuerdo del pálido rostro del almirante Hunter mientras leía el contenido de la cápsula; el terrible sin sentido del trágico destino del Starbuck, y las desconcertantes y paranoicas palabras del comandante Duprée.
Cuando hubo terminado, el almirante levantó poco a poco la mirada y, fijándola en Pitt, sacudió la cabeza. Este estrechó en silencio la larga y curtida mano de Hunter, se despidió de los otros oficiales y, como hipnotizado, salió lentamente del despacho. Era incapaz de recordar el viaje de vuelta a través de la densa circulación de la autopista de Nimitz. Tampoco se acordaba de haber entrado en la habitación del hotel, haberse duchado y vestido para salir en busca de un objetivo incierto y desconocido. En aquellos momentos, mientras agitaba despacio el whisky dentro del vaso, permanecía totalmente ajeno al confuso murmullo que se generaba en la coctelería del hotel.
«Hay algo siniestro en el descubrimiento del mensaje final del Starbuck», meditó sin profundizar demasiado.
Un pensamiento retrospectivo marcado por el recelo luchaba con ahínco por emerger de lo más recóndito de su mente, pero se esfumó y se enterró en la nada de donde había surgido.
Con el rabillo del ojo, captó la presencia de un hombre que desde el fondo del bar levantaba un vaso hacia él, haciendo el gesto de invitarle a una copa. Se trataba del capitán Orí Cinana, quien, al igual que Pitt, vestía unos pantalones y una camisa floreada al estilo hawaiano. Cinana se acercó y se apoyó en la barra a su lado. Todavía sudaba, y cada dos por tres se restregaba la frente y se secaba las manos con un pañuelo.
—¿Puedo hacer los honores? — preguntó Cinana con una sonrisa que destilaba falta de sinceridad.
Pitt levantó el vaso.
—Gracias, pero ya tengo una copa y aún no he tomado ni un trago.
Pitt, que había prestado poca atención a Cinana cuando fueron presentados horas antes en Pearl Harbor, se sintió ligeramente sorprendido al descubrir algo en él en que no había reparado. Salvando el hecho de que Cinana superaba a Pitt en al menos siete kilos, los dos podrían haber pasado por primos.
Cinana removió los cubitos de hielo que nadaban en ron Collins, evitando con cierto nerviosismo la mirada inexpresiva de Pitt.
—Me gustaría pedirle disculpas de nuevo por el pequeño malentendido que se ha producido esta tarde.
—Olvídelo, capitán. Yo tampoco me comporté con demasiada amabilidad.
—La desaparición del Starbuck es un asunto muy feo.
Cinana bebió un trago.
—La mayoría de misterios se resuelven al final. Así ocurrió con el Thresher, el Bluefin, el Scorpion; la marina jamás abandonó la búsqueda hasta que encontró a todos los miembros de tripulación.
—Esta vez no se repetirá el final feliz —afirmó Cinana con tono severo—. Jamás hallaremos ese submarino.
—Nunca diga jamás.
—Las tres tragedias que ha mencionado, señor, sucedieron en el Atlántico. El Starbuck tuvo la fatal desventura de desaparecer en el Pacífico. — Se interrumpió para secarse la nuca—. En la marina tenemos un dicho para los barcos que se pierden en estas latitudes: «Quienes yacen en las profundidades del océano Atlántico son recordados gracias a sepulcros, coronas y poesías, pero quienes yacen en el océano Pacífico son olvidados para toda la eternidad.»
—Pero gracias al mensaje de Duprée se conoce la posición de la nave —exclamó Pitt—. Si se ejecuta una operación de reconocimiento, el sonar la detectaría, con un poco de suerte, en menos de una semana.
—El océano no desvela sus secretos tan fácilmente, señor. — Cinana dejó el vaso vacío sobre la barra—. Bien, debo marcharme. Me había citado con una mujer que por lo visto me ha dejado plantado.
Pitt estrechó la recia mano de Cinana y sonrió.
—Sé cómo se siente uno en tales momentos.
—Adiós, y buena suerte.
—Lo mismo le deseo, capitán.
Cinana se volvió, atravesó la sala hacia el vestíbulo de entrada del hotel y se perdió entre el bullicioso mar de cabezas.
Pitt no había probado la bebida aún. Tras la marcha de Cinana, sintió una soledad exasperante, a pesar de las animadas voces del concurrido bar. Pitt necesitaba emborracharse; deseaba olvidar el nombre Starbuck y concentrarse en asuntos más importantes, como entablar amistad con una secretaria que estuviera de vacaciones y hubiese dejado todas sus inhibiciones sexuales en Omaha, Nebraska. Apuró el whisky y pidió otra copa.
Estaba preparado para poner a prueba su capacidad para mostrarse amistoso, cuando sintió dos suaves senos femeninos contra su espalda y un par de finas manos que le rodeaban la cintura. Se volvió con parsimonia y se encontró frente al picaro rostro de Adrián Hunter.
—Hola, Dirk —murmuró ella con voz ronca—. ¿Te apetece beber en compañía?
—Tal vez. ¿Qué me tienes reservado?
La chica le estrechó la cintura.
—Podríamos ir a mi casa, ver la película que emitan a las tantas en televisión y tomar nota.
—No puedo. Mi madre quiere que regrese pronto a casa.
—Oh, venga ya, cariño, no le negarás a una vieja amiga una noche de desenfreno, ¿verdad?
—¿Para eso sirven los viejos amigos? — exclamó él con sarcasmo.
Las manos de la mujer comenzaron a descender y él las retiró.
—Deberías buscar un nuevo pasatiempo. Al ritmo que das rienda suelta a tus fantasías, me sorprende que todavía no hayas ido a parar a la chatarrería.
—Ése es un pensamiento interesante —dijo ella sonriendo—. Siempre podría recurrir al dinero. Me pregunto cuánto llevo encima.
—Probablemente lo que vale un Edsel usado.
Ella se irguió y fingió sentirse ofendida.
—Quien bien te quiere te hará llorar; eso dicen.
Teniendo en cuenta el agotador ritmo de la vida nocturna de Adrián, Pitt pensó que todavía era una mujer de muy buen ver. Recordó el suave tacto de su cuerpo la última vez que hicieron el amor. También se acordó de que, por muy implacable que fuese su ataque o experta su técnica, jamás había podido satisfacerla.
—No es que desee cambiar el tema de nuestra estimulante conversación —dijo Pitt—, pero hoy he conocido a tu padre.
Él esperó un atisbo de sorpresa. Sin embargo, ella se mostró bastante indiferente.
—¿De verdad? ¿De qué te habló el viejo lord Nelson?
—Me temo que le desagradó mi atuendo.
—No te preocupes. Tampoco le gusta mi forma de vestir.
Pitt tomó un trago de whisky y miró a Adrián por encima del vaso.
—En tu caso, me parece lógico. A ningún hombre le gusta ver a su hija salir de casa como una puta callejera.
La joven ignoró el comentario de Pitt. El hecho de que su padre hubiera conocido personalmente a uno de sus muchos amantes no le interesaba en absoluto. Se acercó contoneándose al taburete más próximo y contempló a Pitt con mirada seductora y ardiente, intensificando el efecto al colocarse la larga cabellera negra detrás de un hombro. Bajo la tenue luz de la coctelería, la piel le brillaba como el bronce bruñido.
—¿Qué hay de esa copa? — susurró.
Pitt hizo una señal al camarero con la cabeza.
—Un brandy Alexander para la... esto, señora.
Ella frunció un poco el entrecejo y luego sonrió.
—¿No sabes que llamar «señora» a una mujer está muy pasado de moda?
—Es una vieja costumbre. Todos los hombres desean tener una chica que sea como la que se casó con el querido papá.
—Mamá era una lata —exclamó ella con tono despreocupado.
—¿Y qué me dices de papá?
—Papá era como un sueño imposible. Siempre estaba fuera de casa, en pos de alguna barcaza vieja, hedionda y abandonada o algún naufragio olvidado. Amaba el océano más que a su propia familia. La noche que nací se encontraba en medio del Pacífico rescatando a la tripulación de un petrolero que se hundía. Cuando me gradué en el instituto, se hallaba en el mar buscando un avión desaparecido. Y el día que murió mi madre, nuestro querido almirante estaba explorando icebergs en Groenlandia con unos melenudos de la Escuela de Oceanografía de Eaton.
La inquietud de los ojos de Adrián indicó a Pitt que estaba pinchándola donde más le dolía.
—No hace falta que derrames ninguna lágrima por esta relación entre padre e hija. El almirante y yo nos toleramos mutuamente por pura conveniencia social.
Pitt la miró.
—Ahora ya eres adulta; ¿por qué no te vas de casa?
El camarero sirvió la bebida de Adrián y ella tomó un trago.
—¿Qué mejor plan puede encontrar una chica? Estoy continuamente rodeada de elegantes varones uniformados. Piensa en las ventajas; miles de hombres y ninguna competencia. ¿Por qué habría de abandonar el hogar y tener que mendigar las sobras de los demás? No, el almirante necesita la imagen de hombre familiar, y yo necesito al viejo papi para disfrutar de las ventajas adicionales que comporta ser la hija de un almirante. — Miró a Pitt, fingiendo una expresión tímida—. ¿Qué hay de mi apartamento? ¿Vamos?
—Tendrá que ser en otra ocasión, señorita Hunter —intervino una voz delicada detrás de ellos—. El capitán estaba esperándome.
Adrián y Pitt se volvieron. Allí, de pie se hallaba la mujer de aspecto más exótico que Pitt jamás había visto. Tenía unos ojos tan grises que parecían irreales, y su cabellera, una encantadora cascada de color rojo, ofrecía un vibrante contraste con el ajustado vestido oriental verde que se ceñía a su cuerpo curvilíneo.
Pitt realizó un rápido e infructuoso ejercicio de memoria. Concluyó que jamás había visto a tal belleza. Cuando se levantó del taburete se sintió gratamente sorprendido al notar que se le aceleraba el corazón. Aquélla era la primera mujer que despertaba sus emociones en un primer encuentro desde que, en quinto curso, una rubia le mordió el brazo durante el recreo.
Adrián fue la primera en romper el silencio.
—Lo siento, querida, pero, como reza el viejo dicho de los mineros, está entrando ilegalmente en propiedad ajena.
Adrián parecía disfrutar con la situación. Para ella, la intrusa no era más que una moscona. Se volvió, dando la espalda a la chica, y tomó otro trago.
La recién llegada no apartó la vista de Adrián.
—Su grosería, señorita Hunter, sólo es superada por su reputación de fulana.
Adrián era demasiado descarada para dejarse pisotear. Permaneció inmóvil, con la mirada fija en la imagen de la mujer reflejada en el espejo que había detrás de la barra.
—¿Cincuenta dólares? — exclamó a viva voz para que la oyese todo aquel que se hallase a menos de diez metros—. Considerando su condición de aficionada y su talento, que no llega ni a mediocre, le pagan más de la cuenta.
Varios clientes sentados cerca escuchaban con atención el cáustico intercambio de ofensas. Las mujeres fruncían el entrecejo, mientras que los hombres sonreían, envidiando en secreto al estupefacto varón atrapado en tierra de nadie en medio de la batalla sexual. Pitt se sentía bastante perplejo. El hecho de que dos encantadoras hembras sacaran las zarpas para lograr poseerlo representaba una experiencia nueva. No cabía en sí de la gran emoción que ofrecía la escena.
—¿Puedo hablar con usted en privado, señorita Hunter? — preguntó la misteriosa joven del vestido verde.
Adrián asintió.
—¿Por qué no?
Se volvió y se deslizó suavemente del taburete para seguir a la desconocida a través de las puertas abiertas que conducían a la playa privada del hotel. Pitt contempló con extasiada fascinación las cuatro redondeadas caderas que se contoneaban en un fluido balanceo que sugería, o al menos eso imaginó, un par de pelotas de playa atrapadas en un remolino.
Suspiró y se apoyó lánguidamente contra la barra, sintiéndose como una araña que viese a dos moscas revolotear alrededor de su tela y desease que quedaran enredadas en cualquier otra parte. Entonces se percató de que la gente del bar continuaba observándolo. Sonrió y saludó antes de volverse de nuevo hacia la barra, percibiendo la expectación de los presentes.
«Ya ha habido suficientes sorpresas en un solo día —pensó con tristeza—. ¿Cómo acabará todo esto?»
Intentado recobrar el ánimo, llamó al camarero para pedirle otro Cutty Sark con hielo, doble en esta ocasión.
Quince minutos después, Ojos Grises regresó y permaneció en silencio detrás de Pitt, quien estaba tan absorto en sus pensamientos que tardó unos segundos en advertir su presencia. Levantó la mirada y vio el reflejo de la mujer en el espejo. Los labios de ella dibujaron lo que podría haber sido el principio de una sonrisa.
—¿La vencedora debe quedarse con el trofeo?
La muchacha tenía un cardenal debajo del ojo derecho y en el labio inferior un pequeño corte del que manaban unas gotas de sangre que se deslizaban por el mentón y descendían hacia el escote. Pitt seguía considerándola la mujer más deseable que jamás había visto.
—¿Y la perdedora? — inquirió.
—Durante unos días necesitará bastante maquillaje, pero creo que sobrevivirá.
Pitt sacó un pañuelo del bolsillo, envolvió con él un cubito de hielo que extrajo del vaso y lo acercó con suavidad al labio partido.
—Cuidado; manténlo apretado contra la herida. Así bajará la hinchazón.
Ella forzó una sonrisa triste y, sacudiendo la cabeza, murmuró:
—Gracias...
El público, curioso, volvió a centrar su atención en el espectáculo, en esta ocasión con un descaro colectivo que rayaba en la infamia. Pitt se apresuró a pagar al camarero, cogió a la chica del brazo y la condujo hasta la playa. Escudriñó la orilla sin ver ningún rastro de Adrián.
—¿Te importaría contarme qué sucedió?
La joven retiró el cubito de hielo para hablar.
—¿Acaso no es evidente? La señorita Hunter se negó a entrar en razón.
Pitt la miró, evaluándola.
«¿Por qué me ha elegido? — pensó—. ¿Por qué ha luchado por un hombre a quien ni siquiera conoce? — Y la pregunta crucial—: ¿Qué pretende?»
El no se engañaba; ninguna productora cinematográfica le hubiese seleccionado jamás para protagonizar una reposición de Donjuán. Había estado con bastantes mujeres, pero siempre pasando antes por los preliminares de rigor, las mentirijillas, las maniobras bien estudiadas. Decidió que, en lugar de ahondar en las razones de la muchacha, permitiría que el misterio realzase la intriga.
—¿Paseamos por la playa? — sugirió él.
—Esperaba que lo propusieras.
Sonrió y de inmediato encandiló a Pitt. Ella era consciente de ello. Observó con sagacidad cómo la mirada del hombre se posaba en sus pechos para luego descender por el cuerpo hasta las piernas.
Los senos eran sorprendentemente pequeños y erguidos en contraste con las acentuadas curvas del resto de su figura. Bajo la luz de la luna y el flamante destello de las antorchas colocadas alrededor de la terraza del hotel, Pitt vio la piel intensamente bronceada —y salpicada de sangre— que el escote descubría de modo incitante. El estómago, terso y liso, culminaba en unas caderas redondas y proporcionadas que luchaban por escapar de las ceñidas costuras de su verde prisión. Por el aspecto parecía india, pero el brillante cabello rojo que le caía por la espalda desmentía tal posibilidad.
—Si continúas mirándome me veré obligada a cobrarte entrada.
Pitt se esforzó por mostrarse azorado y avergonzado, pero no logró causar esa impresión.
—Creía que el acceso a las galerías de arte era libre.
Ella le apretó el brazo.
—No si deseas comprar algo.
—Me gusta mirar con calma y tranquilidad. Rara vez compro.
—Veo que eres un hombre de principios.
—Tengo algunos, pero no los aplico con las mujeres.
El olfato de Pitt se inundó del perfume de la chica, una fragancia que en cierto modo le resultó familiar. Ella se detuvo, se agarró a él para apoyarse, se quitó los zapatos y removió las puntas de los pies en la fría arena de Waikiki Beach. Caminaron en silencio unos minutos, y mientras andaban ella lo cogió con más fuerza del brazo y lo atrajo hacia sí. Los ojos le brillaban bajo la débil luz.
—Me llamo Summer —musitó.
Pitt la abrazó y le besó suavemente los labios hinchados. De repente, en su mente sonó la alarma, pero el aviso se produjo demasiado tarde, después del dolor. Summer le había propinado un rodillazo en la entrepierna, y él abrió la boca, exhalando una boqueada que provenía de lo más hondo de la garganta.
Jamás sabría qué indujo a sus neuronas a ordenar una reacción tan brusca y violenta: entre la confusión del sobresalto apenas fue consciente de que, en un impreciso acto reflejo, asestó a Summer un contundente puñetazo en la mandíbula. Por unos instantes la mujer se tambaleó como si estuviera ebria y después se desplomó sobre la arena.
Los recursos ocultos e insospechados, listos para ser utilizados en un momento de desesperación, impidieron que Pitt quedara inconsciente. Las punzadas que sentía en las partes bajas lo obligaron a tomar grandes bocanadas de aire. Con las manos en la entrepierna y retorciéndose de dolor, se arrodilló lentamente junto al cuerpo inmóvil de Summer.
Pitt apretó los dientes para reprimir un grito de angustia. Con las rodillas hincadas en la suave arena, se balanceó de un lado a otro. Si lo encontraban con las manos entre las piernas, e inclinado sobre el cuerpo inconsciente de una joven, le formularían preguntas bastante embarazosas. Afortunadamente, a excepción de unos chicos y unos huéspedes del hotel que estaban sentados en círculo alrededor de una pequeña hoguera, a unos sesenta metros de distancia, la playa estaba desierta.
Pasaron cuatro minutos durante los cuales el tormento desapareció por fin para dar paso a un dolor soportable. Fue entonces cuando Pitt se percató de que en la mano de Summer había un objeto que brillaba, algo de cristal donde se reflejaban las llamas vacilantes de las antorchas. Se acurrucó sobre la figura inmóvil y de entre los dedos un tanto apretados sacó una jeringa.
Pitt no sabía qué hacer. Bajo la tenue luz, Summer, dulce y tierna, no parecía tener más de veinticinco años. Cogió la jeringa y mientras la guardaba con cuidado en el bolsillo de la camisa se preguntó qué contendría.
Se inclinó, se colocó con dificultad el cuerpo de la chica sobre el hombro y se levantó. De repente pensó que probablemente un par de amigos de la chica acecharían entre las sombras; no estaba dispuesto a esperar a que los matones le bloquearan el paso. Su hotel se encontraba a tres manzanas de distancia, de modo que se colocó bien la carga, recobró el equilibrio y echó a andar lentamente por la arena, cojeando.
La única posibilidad de pasar inadvertido entre los numerosos turistas que deambulaban por la calle consistía en ocultarse entre el denso follaje de los jardines. Desde luego, no deseaba toparse con policías o un bienhechor de vacaciones a quien pudiera ocurrírsele la idea de interpretar a Herbert Hero y rescatar a la pequeña Eva del malvado Simón LaPitt.
Andando por la acera era un sencillo paseo de cinco minutos, pero al atravesar la jungla de los jardines Pitt tardó veinte. Se detuvo al amparo de las sombras, recobró el aliento y esperó a que se perdiera de vista una panda de borrachos. Se deleitó con la exquisita fragancia que despedía el cuerpo de Summer. En aquella ocasión reconoció que se trataba de plumería, un aroma habitual en las islas hawaianas, pero era la primera vez que lo percibía en una mujer.
Por fin llegó frente al hotel, y las luces del vestíbulo parecieron ofrecer una seguridad maternal. En cuanto el tráfico se lo permitió, cruzó la calle corriendo, con el rostro contraído por el dolor de la entrepierna y exhausto por el esfuerzo físico de haber cargado un peso muerto a lo largo de una especie de cuatrocientos metros vallas en la oscuridad. Pasó a toda prisa entre los coches aparcados, se aproximó con cautela a la entrada del edificio y escudriñó el vestíbulo con recelo.
La suerte lo abandonó momentáneamente. Una mujer de la limpieza, una robusta señora hawaiana de piel oscura con aspecto de decir «voy a avisar a la policía», estaba pasando la aspiradora por la alfombra frente a los ascensores. Pitt dobló la esquina de la estancia y bajó por la rampa que conducía al aparcamiento subterráneo. A excepción de una hilera de coches estacionados, el oscuro recinto estaba vacío. Encontró un ascensor con las puertas abiertas, entró, pulsó el botón y se apoyó contra el sólido pasamanos de teca que rodeaba las paredes, que recordaban a las de un lavabo.
Pitt era en aquellos instantes una húmeda masa de sudor, el esfuerzo y la humedad nocturna se habían combinado para llevarlo al borde del agotamiento absoluto. Mientras estaba allí dentro, de pie, encorvado por el peso de Summer, logró recobrar el aliento. El ascensor, que hacía un ruido monótono, colaboró al detenerse justo en la planta que Pitt había pulsado. La luz del panel indicaba el número diez.
La suerte volvía a acompañarlo, ya que el pasillo estaba despejado. Durante varios segundos hurgó torpe e infructuosamente en el bolsillo de los pantalones, hasta que al final consiguió sacar una llave e introducirla en la cerradura de una puerta de palo de rosa marcada con el número 1.010.
Una suite decorada con gran elegancia era un lujo que Pitt apenas podía permitirse con su sueldo, pero justificaba el despilfarro con la excusa de que eran sus primeras vacaciones en tres años.
Entró en el dormitorio y lanzó a Summer sobre la cama sin miramientos. En otra ocasión, al contemplar una mujer tan refinada y exquisita, habría sentido deseo, pero no aquella noche. Pitt estaba mental, emocional y físicamente agotado. El día había comenzado y terminado como una penosa carrera de resistencia. Pitt dejó a Summer felizmente inconsciente y se dirigió al baño, donde se desvistió y se duchó.
Nada tenía sentido. ¿Por qué una perfecta desconocida deseaba matarlo? El único beneficiario de Pitt era su madre, ya canosa, y a menos que ella hubiese dejado de asistir a las reuniones benéficas y confeccionar alfombras de ganchillo para ingresar en la mafia, no tenía ningún motivo. Sonrió por sus fantasiosas especulaciones, pues, al fin y al cabo, ¿qué prueba tenía de que la jeringa contenía veneno?
¿Alguna droga? Esa era una posibilidad parcialmente creíble. Pero, una vez más, ¿por qué? Él no conocía ningún código militar, ningún secreto relacionado con alguna bomba atómica, ninguna posición confidencial de misiles, ni planes del más alto secreto para la destrucción del mundo. Sus pensamientos se centraron de nuevo en la magnífica belleza de Summer. Mientras cerraba el grifo y salía de la ducha, regresó a la realidad del momento. Se puso un albornoz y, ya en el dormitorio, colocó un trapo húmedo sobre la frente de la muchacha, pensando con cierto placer sádico que a la mañana siguiente Summer tendría un buen morado en la mejilla.
Pitt la cogió por los hombros y la sacudió con brusquedad. Lentamente, con desgana, negándose a abandonar la satisfacción de la inconsciencia, los grandes ojos grises se entornaron mientras la joven murmuraba incoherencias. Despertar en un lugar desconocido habría asustado a la mayoría de mujeres; no a Summer. Ella era fuerte. Pitt casi pudo ver los circuitos de la mente de la misteriosa chica entrar en frenética actividad cuando examinó la habitación; primero miró a Pitt, luego la puerta, el balcón y de nuevo a Pitt. Lo observó con aire despreocupado, quizá demasiado para que pareciera una actitud genuina. Entonces levantó la mano y se palpó la mandíbula con suavidad, haciendo una mueca de dolor.
—¿Me pegaste?
—Sí —Pitt sonrió—. Y ahora que estás en mi terreno, creo que voy a violarte.
Al fin, Summer abrió los ojos por completo.
—No te atreverás.
—¿Cómo sabes que no lo he hecho ya?
Ella estuvo a punto de picar; empezó a inspeccionarse con la mano la parte inferior del estómago y luego se detuvo de repente.
—No eres tan pervertido.
—¿Quién dijo que lo fuera?
Summer lo miró de un modo muy peculiar.
—Me habían dicho... —Se interrumpió y evitó la mirada del hombre.
—Deberías andarte con más cuidado —aconsejó Pitt con tono acusador—. Creer en rumores desatinados y merodear por Waikiki Beach intentando clavar jeringas a hombres indefensos puede acarrearte muchos problemas.
Ella lo miró fijamente unos segundos. La incertidumbre se apoderó poco a poco de aquellos fantásticos ojos grises.
—No sé a qué te refieres.
—No importa.
Pitt le dio la espalda para acercarse al teléfono.
—Dejaré que la policía descubra tu juego. Para eso pagamos impuestos los ciudadanos honrados como yo.
—Cometerás un error. — La voz de Summer adquirió de repente un deje de dureza y frialdad—. Alegaré que me has violado, y con estas señales en la cara, ¿a quién creerán? ¿A ti o a mí?
Pitt descolgó el auricular y comenzó a marcar un número.
—Sin duda te creerán a ti. Bueno, hasta que Adrián Hunter testifique en mi defensa. Probablemente ella también puede mostrar algunas señales.
Pitt concentró su atención en el teléfono. La voz que contestó al otro lado de la línea se rindió tras el quinto hola y colgó. El hombre volvió a marcar y dijo:
—Buenas noches, me gustaría dar parte de un asalto...
Sólo tuvo tiempo de pronunciar estas palabras, pues Summer saltó de la cama y tiró el aparato al suelo.
—Por favor, no lo comprendes —musitó, desesperada.
—Ésa es una descripción atenuada de lo que ha sucedido esta noche —replicó Pitt, enojado. Cogiéndola por los hombros, la sacudió al tiempo que la miraba con expresión imperturbable a pocos centímetros de sus pupilas dilatadas—. Pegas a un hombre una patada en los huevos, intentas clavarle una jeringa en la espalda y después, cuando te das cuenta de que la has jodido, te comportas como la inocente señorita Rebeca de Sunnybrook Farm. ¿A qué diablos juegas?
Ella comenzó a forcejear, pero desistió casi inmediatamente.
—¡Maldito gángster! — espetó en un salvaje susurro.
La obsoleta expresión sorprendió a Pitt, que poco a poco soltó a Summer y retrocedió.
—Ese soy yo, uno de los mejores secuaces de Al Capone, recién llegado en un barco procedente de Chicago.
—Ojalá pudiera... —La mujer se interrumpió de pronto, cruzó los brazos y se practicó un masaje en la enrojecida piel de los hombros—. Eres un demonio.
Pitt no sintió odio, sino una pizca de arrepentimiento al observar los numerosos cardenales que habían aparecido donde le había clavado los dedos.
Se produjo un largo silencio antes de que ella volviera a hablar.
—Te explicaré lo que deseas saber. — A pesar del sutil cambio de tono, la fría mirada de Summer no reflejaba el menor rastro de debilidad—. Pero antes ayúdame a ir la lavabo. Me siento... me encuentro muy mal.
Pitt tendió la mano, cogió a la chica de la muñeca y notó que ella se ponía tensa. De repente Summer aseguró un pie en la pata de la cama y concentró toda su fuerza en un golpe de hombro dirigido al estómago de Pitt. Éste perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre una silla para desplomarse a continuación sobre la mullida alfombra, agarrando en la caída la lámpara de la mesita de noche. Al instante la mujer abrió la puerta corredera y se refugió en el balcón.
Pitt no intentó incorporarse, sino que se acomodó sobre el suelo y se quedó descansando. Al cabo de diez segundos, incapaz de aguantarse más, echó a reír.
—Será mejor que la próxima vez que intentes escapar de un apartamento en el décimo piso lleves un paracaídas.
Ella regresó lentamente a la habitación, con su encantador rostro encendido de rabia.
—Hay una palabra horrible que te describe a la perfección.
—Se me ocurre al menos una docena —replicó él, sonriendo.
Summer se dirigió al otro lado de la habitación, interponiendo tanto espacio entre ambos como la sala permitía, se sentó en una silla y fijó la mirada en el hombre.
—Si contesto tus preguntas, ¿qué sucederá después?
—Nada —afirmó Pitt con calma—. Cuando me hayas contado una historia que pueda creerme sin desternillarme, te dejaré marchar.
—No te creo.
—Querida, te aseguro que no soy el estrangulador de Boston ni Jack el Destripador. No acostumbro a raptar vírgenes inocentes en Waikiki Beach.
—Por favor —imploró ella con dulzura—, no era mi intención hacerte daño. Trabajo para mi gobierno igual que tú trabajas para el tuyo. Posees información que me ordenaron obtener. La jeringa contenía una solución normal de escopolamina.
—¿El suero de la verdad?
—Sí. Tu reputación de mujeriego te convirtió en el principal sospechoso.
—Lo que dices carece de sentido.
—La marina de Estados Unidos, o al menos el Departamento de Inteligencia, tiene razones para creer que uno de los amantes de la señorita Hunter ha estado tratando de conseguir información secreta relativa a las operaciones de la flota de su padre. Me ordenaron que investigara tu relación con ella. Eso es todo.
Eso no era todo; Pitt estaba convencido de que la mujer mentía. También sabía que intentaba ganar tiempo. La única información secreta que Adrián Hunter conocía era la puntuación como amantes que en su escala personal tenían los jóvenes futuros almirantes de la marina.
Mientras Pitt se levantaba del suelo y se situaba frente a Summer, ésta vio el brillo brutal de la mirada de él y se irguió. Confuso y enfadado, Pitt acabó compadeciéndose de la chica. Miró el alborotado cabello de la muchacha, un mechón del cual le caía sobre un ojo, y las largas y finas manos posadas sobre un incitante regazo.
—Lamento que el asunto haya terminado de este modo —dijo él—. Lo lamento mucho. — Se sentía un poco imbécil—. Es una pena que arruinaras un buen plan. Tú no trabajas para el Departamento de Inteligencia Naval, cariño. Ni siquiera eres una americana auténtica. Joder, desde los años treinta no se utiliza la palabra «gángster» en Estados Unidos. También fracasaste en la prueba para detectar a un agente secreto; ningún profesional se hubiese tragado esa falsa llamada telefónica a la policía, pero tú sí. De todas maneras, la marina no suele permitir que sus colaboradoras femeninas merodeen entre villanos sin la protección de un equipo de apoyo armado hasta los dientes. No llevas bolso, y el vestido es demasiado ceñido para ocultar un transmisor con que avisar a los perros guardianes cuando las cosas van mal. — El tratamiento de choque funcionaba a las mil maravillas. Summer había palidecido y parecía sentirse realmente mal. Pitt prosiguió—: Y si pensabas que yo sería tan puro y candido como tú, te equivocabas por completo. Te registré de pies a cabeza cuando te traje aquí desde la playa. Debajo del vestido sólo llevas una pequeña pistolera para la jeringa, atada al muslo izquierdo.
La repugnancia puso vidriosos los ojos de Summer. Pitt no recordaba si alguna mujer lo había mirado de aquel modo. Ella volvió la vista hacia el lavabo, como si dudase entre vomitar en el retrete ó sobre la alfombra. Optó por el retrete. Se levantó de la silla, caminó tambaleándose hasta el lavabo y cerró la puerta.
Pitt pronto oyó tirar de la cadena y el posterior borboteo de agua; luego se abrió el grifo del lavabo. Se acercó al balcón y contempló las luces de Honolulú, que titilaban en la distancia, mientras abajo, en la playa, las olas rompientes producían un monótono zumbido al morir en la orilla. Permaneció en el balcón demasiado tiempo.
El sonido de agua corriente que provenía del lavabo lo devolvió a la realidad; el flujo era demasiado constante, demasiado prolongado para un uso normal. En dos zancadas se situó frente a la puerta, cerrada desde dentro. No había tiempo para un teatral «¿estás ahí?». Se apoyó en una pierna, pegó con la otra una fuerte patada a la cerradura y vio que el cuarto estaba vacío.
Summer había desaparecido. La única señal de su huida era una tira de toallas anudadas que, atada a la barra de la cortina de baño, pendía del alféizar de la ventana. Pitt miró hacia abajo con inquietud y observó que la última toalla colgaba a poco más de un metro por encima de una tumbona que había en el balcón de la habitación de abajo. No había luces encendidas, ni se oían gritos de alarma de los ocupantes. Había escapado sin hacerse daño, y Pitt se alegró de ello.
Recordó el rostro de Summer, probablemente compasivo, tierno y alegre.
Entonces se maldijo por haber permitido que se fugara.
4
A primera hora de la mañana aún quedaban algunas estelas de vapor, finas y espectrales, producidas por una suave lluvia caída durante la noche. La humedad habría sido sofocante de no haber soplado los vientos alisios, que limpiaron la atmósfera enrarecida y dispersaron el bochorno por el océano azul más allá de la barrera de arrecifes. El trozo de playa comprendido entre Diamond Head y el hotel Reef estaba desierto, pero los turistas ya empezaban a salir de los grandes hoteles de cemento y cristal para iniciar una jornada de excursiones y visitas a tiendas.
Tumbado desnudo sobre las sudadas sábanas de la cama, Pitt contempló por la ventana abierta a un par de pájaros que se peleaban por una hembra desinteresada que reposaba en la rama de una palmera cercana. Mientras los graznidos de las alborotadas aves se oían al menos en toda la manzana de edificios, plumas negras caían al suelo. En ese instante, cuando el combate en miniatura estaba a punto de llegar al asalto final, sonó el timbre. Con desgana, Pitt se puso el albornoz, se acercó bostezando a la puerta y la abrió.
—Buenos días, Dirk. — En el pasillo había un hombre bajo, de facciones marcadas, y con el cabello revuelto—. Espero no interrumpir ninguna aventura romántica.
Pitt le tendió la mano.
—No, estoy solo. Adelante, entre.
El pequeño hombre traspasó el umbral, examinó detenidamente la habitación y salió al balcón, donde disfrutó de la espléndida vista. Vestía un elegante traje a juego con un chaleco marrón claro, y un reloj de cadena completaba el conjunto. Lucía una perilla muy bien arreglada, semejante a la del ballenero Ahab, en que nacían simétricamente a ambos lados del mentón dos vetas de pelo blanco, configurando una barba de aspecto poco común. El rostro, atezado, estaba cubierto de sudor, bien por la humedad, bien por haber subido las escaleras, o tal vez por ambos motivos. Mientras la mayoría de hombres encarrila su vida por los caminos más fáciles y cómodos, el almirante James Sandecker, director jefe del NUMA, siempre encaraba los problemas de frente.
Sandecker se volvió y sacudió la cabeza.
—¿Cómo diablos puede dormir con el alboroto de esos malditos cuervos?
—Afortunadamente, sólo enloquecen bastante después del amanecer.
Pitt se acercó al sofá.
—Póngase cómodo, almirante, mientras preparo café.
—Olvídese del café. Hace nueve horas me encontraba en Washington. El desfase horario me ha trastornado un poco. Prefiero un trago.
Pitt sacó de un armario una botella de whisky escocés y sirvió una copa. Fijó la mirada en los brillantes ojos azules de Sandecker. ¿Qué estaba ocurriendo? El presidente de una de las instituciones gubernamentales más prestigiosas del país no recorría casi diez mil kilómetros con el único propósito de hablar de pájaros con el director de Proyectos Especiales. Ofreció la bebida al visitante y preguntó:
—¿Qué le ha hecho venir desde Washington? Creía que estaba muy atareado con los planes para la nueva expedición de investigación de corrientes de alta mar.
—¿No sabe por qué estoy aquí? — El almirante empleó su calmado tono cínico, aquel que siempre cohibía a Pitt—. Gracias a su intromisión en asuntos que no son de su incumbencia me he visto obligado a realizar un viaje para sacarlo de un follón y meterlo en otro.
—No lo comprendo.
—Una habilidad que conozco de sobra. — En el rostro de Sandecker se dibujó el apunte de una sonrisa burlona—. Por lo visto, cuando usted se presentó en Pearl Harbor con la cápsula de comunicaciones del Starbuck puso en pie de guerra a un avispero. Sin saberlo, provocó un terremoto en el Pentágono que incluso llegó a sentirse en California. Dicha conmoción le ha convertido en una celebridad en el departamento de marina, cuyo personal me considera un desecho en el retiro, de modo que nadie me informó oficialmente del caso. Lo único que recibí por parte del Mando Mixto del Estado Mayor, y con gran amabilidad podría decir, fue la petición de que me desplazara a toda prisa a Hawai, le comunicara su nueva misión y dispusiera lo necesario para que usted prestase servicio en la armada.
Pitt entornó los ojos.
—¿Quién está detrás de todo esto?
—El almirante Leigh Hunter, de la Flota 101 de Salvamento.
—¿Bromea?
—El requirió personalmente su presencia.
Pitt sacudió la cabeza, enfadado.
—Es una estupidez. ¿Qué me impedirá rechazar este cometido?
—Me obliga a recordarle —repuso Sandecker con calma— que a pesar de su cargo en el NUMA, usted aún forma parte de las fuerzas en activo como comandante de la Fuerza Aérea. Y, como bien sabe, el Mando Mixto no tolera la insubordinación.
Pitt miró con resentimiento al almirante.
—No funcionará.
—Sí —replicó Sandecker—. Es usted un ingeniero naval muy bueno, el mejor con el que cuento. Ya me puse en contacto con Hunter y no escatimé elogios al hablarle de su talento.
—Hay otras complicaciones —la voz de Pitt reflejaba cierto recelo— que no han sido tenidas en cuenta.
—¿Se refiere al hecho de que usted se ha acostado con la hija de Hunter?
Pitt se puso rígido.
—¿Sabe en qué lo convierte ese comentario, almirante?
—¿En un taimado y malicioso hijo de puta? — preguntó Sandecker—. De hecho, aparte de las cuestiones que ha comentado, hay otros detalles en este asunto que no se ha tomado la molestia de observar.
—Sus palabras suenan siniestras —repuso Pitt sin mostrarse muy impresionado.
—Esa es mi intención —afirmó Sandecker, muy serio—. No se incorporará a la armada para aprender una nueva profesión. Su función consistirá en actuar de enlace entre Hunter y yo. Antes de que todo esto termine, el NUMA se habrá involucrado al máximo. Las órdenes son que el NUMA ayude a la armada y proporcione cualquier dato oceanógrafico que se solicite.
—¿Y equipamiento?
—Si es necesario, también.
—Encontrar un submarino desaparecido hace seis meses no será tarea fácil.
—El Starbuck justifica la misión sólo en parte —dijo Sandecker—. El Departamento de Marina ha recopilado treinta y ocho casos documentados de embarcaciones que en los últimos treinta años han navegado por una zona circular situada al norte de las islas hawaianas y se han esfumado. ¡El mando quiere averiguar el motivo!
—También hay barcos que desaparecen en los océanos Atlántico e índico. Es una evidencia constatada.
—Cierto, pero en circunstancias normales, los desastres marítimos dejan señales tras de sí; trozos del casco, manchas de petróleo, incluso cuerpos humanos. Los restos de un buque naufragado llegan flotando hasta la orilla e indican cuál ha sido el destino de una nave desaparecida. Sin embargo, jamás se han encontrado estos rastros de los barcos que se han perdido en el Triángulo del Pacífico.
—¿El Triángulo del Pacífico?
—Así denominan los marineros de los gremios navales a esa zona. Nunca se alistarán a un barco cuya ruta pase por dicho lugar.
—Treinta y ocho embarcaciones —repitió Pitt lentamente—. ¿Qué hay del contacto radiofónico? Una nave debería hundirse en cuestión de segundos para no poder transmitir un mensaje de socorro.
—Jamás se recibió ninguna señal de alarma.
Sandecker tomó un trago de whisky y no hizo más comentarios. Los pájaros machos reanudaron sus escandalosas bufonadas, rompiendo el breve silencio. Pitt se desentendió de la distracción y clavó la mirada en el suelo; se le agolpaban en la mente cientos de preguntas, pero era una hora demasiado temprana para elucubrar teorías sobre misteriosas desapariciones de barcos.
Cuando el silencio se hubo prolongado ya demasiado, Pitt dijo:
—Muy bien, digamos que treinta y siete naves jamás arribarán a puerto. La número treinta y ocho, el Starbuck, aún tiene una posibilidad. Gracias a la cápsula de comunicaciones, la armada conoce la posición exacta de la embarcación. ¿A qué esperan? Si se localizan los restos, los barcos de salvamento no precisarán de la intervención divina para sacar el submarino de una profundidad de diez brazas.
—La solución no es tan fácil.
—¿Por qué no? Aquí, en Oahu, justo a la entrada de Pearl Harbor, la armada logró recuperar un F—4 que se hallaba a sesenta brazas. Y eso sucedió en 1915.
—Los almirantes burócratas que organizan su trabajo y sus ideas a través de ordenadores no están convencidos de que el mensaje que usted encontró fuera auténtico; al menos no hasta que hayan analizado la escritura.
Pitt suspiró.
—Sospechan que el estúpido que les entregó la cápsula tal vez esté engañándolos, ¿verdad?
—Algo así.
Pitt forzó una sonrisa.
—Tal suposición explica al menos mi traslado a la armada. Hunter quiere tenerme vigilado.
—Usted cometió el error de leer el mensaje de la cápsula. Ese hecho por sí solo lo aparta de la categoría de espectador inocente y lo clasifica como material de alto secreto. Además, la Flota 101 desea utilizar nuestro nuevo helicóptero de largo alcance FXH. Ningún miembro de la armada lo ha pilotado; usted sí. Y si a una nación hostil se le ocurriera la idea de intentar localizar y rescatar el submarino más moderno y avanzado del Tío Sam antes que nosotros (en aguas internacionales quien llega primero cobra la presa), los agentes secretos de ese país decidirían secuestrarlo para descubrir la posición del Starbuck.
—Es agradable ser conocido y querido —dijo Pitt—. Pero se olvida de un detalle: no soy el único que conoce el lugar donde reposa el Starbuck.
—Sí, pero es usted la persona a quien resulta más fácil acceder. Hunter y su personal están recluidos en Pearl Harbor, trabajando las veinticuatro horas del día para tratar de aclarar este enredo. — El almirante se interrumpió, sacó un enorme puro, lo encendió y pegó varias caladas mientras meditaba. A continuación agregó—: Un agente enemigo que lo conociera tan bien como yo, amigo mío, no necesitaría recurrir a la fuerza física para reducirlo. Simplemente enviaría a su Mata Hari más seductora al bar más cercano y dejaría que usted la encontrara. — Sandecker advirtió una repentina expresión de disgusto en el rostro de Pitt. Prosiguió—: Podría añadir, para su información, que la Flota 101 es una de las mejores unidades secretas de salvamento del mundo.
—¿Secretas?
—Hablar con usted es como encallar en un arrecife —exclamó Sandecker con paciencia—. El almirante Hunter y sus hombres han sacado a flote un bombardero británico que se hallaba a sólo diez millas de la costa cubana, casi en las barbas de Castro. También rescataron el New Century en Libia, el Southwind en el mar Negro, y el Tari Maru en China. En cada caso, los barcos fueron recuperados por la Flota 101, en lugar de por los efectivos de las naciones en cuyas aguas se hundieron las embarcaciones. No subestime a Hunter y su patrulla de chatarreros submarinos. Saben qué hacen y son los mejores.
—¿Por qué el caso del Starbuck está rodeado de tanto secreto? — preguntó Pitt.
—En primer lugar, es imposible que el submarino se encontrase en la posición indicada por Duprée al final. El Starbuck sólo habría podido llegar a donde señalaba el mensaje si se hubiera tratado de un barco volador; una proeza que los arquitectos navales aún no han logrado hacer realidad, y menos con una embarcación de diez mil toneladas de peso.
Pitt miró fijamente a Sandecker.
—Tiene que estar por ahí fuera. Hoy en día, los sistemas de detección submarina están muy perfeccionados. Carece de sentido que el Starbuck siga perdido en algún lugar y que una gran operación de rescate sea absolutamente infructuosa.
Sandecker levantó el vaso vacío y lo miró.
—Mientras haya mares, barcos y seres humanos, habrá extraños misterios sin resolver. El Starbuck es sólo uno de ellos.
5
Pitt estaba duchándose, y el agua, muy caliente, le dilataba los poros de la piel. Terminó con un fuerte chorro frío, salió de la ducha, se secó y se afeitó, tomándose todo el tiempo del mundo para realizar esa tarea. No tenía la menor intención de llegar puntual al cuartel de Hunter.
«El viejo bastardo no estropeará mi primer día de trabajo», pensó, sonriendo ante el espejo.
Decidió ponerse un traje blanco y una camisa rosa. Mientras se peleaba con el nudo de la corbata, se le ocurrió que no sería mala idea llevar encima algo para protegerse. Aunque Summer había fracasado, Pitt empezaba a barruntar que sus posibilidades de alcanzar una edad madura se desvanecían con cada hora que transcurría. No estaba dispuesto ni preparado para competir en un combate cuerpo a cuerpo con agentes secretos profesionales de excelente formación.
La Mauser, pistola Schnell Fueur, modelo 712, número de serie 47405, sólo podía describirse como un arma de fuego mortífera por definición. Se trataba de una pistola de mano única gracias a su capacidad para disparar tiro a tiro o a ráfagas; el arma perfecta para infundir temor a cualquier pobre desgraciado que mirase indeciso al cañón.
Arrojó con despreocupación la pistola sobre la cama, buscó en la maleta y sacó una pistolera de madera. La estrecha punta tenía una varilla metálica que podía acoplarse a una muesca de la empuñadura y convertía el arma en una carabina para objetivos situados a larga distancia; también servía de apoyo cuando se utilizaba el disparo automático. Pitt enfundó la Mauser en la pistolera y, junto con un cargador de cincuenta balas, envolvió el peligroso artefacto asesino en una toalla de playa.
Antes de llegar al vestíbulo, el ascensor se detuvo obedientemente en cada planta para recoger nuevos pasajeros hasta que estuvo completo. Pitt se preguntó qué pensarían las personas que lo acompañaban en la cabina si supieran qué contenía la toalla enrollada. Después de que la gente saliera hacia el vestíbulo, tropezando unos con otros, Pitt permaneció en el ascensor, pulsó el botón marcado con una «B» y bajó al aparcamiento del sótano. Abrió el AC Cobra, guardó el arma detrás del asiento del conductor y se sentó al volante.
Condujo por la rampa de salida y se incorporó al tráfico de Kalakaua Avenue, enfilando el ancho morro del vehículo hacia el norte de la ciudad. Los arqueados troncos de las palmeras, plantadas en hilera a lo largo de la avenida, se inclinaban hacia los comercios y las oficinas de moderno diseño que ocupaban los bajos de todas las manzanas, mientras en las aceras serpenteaba una densa columna de turistas vestidos con camisas y trajes de vistosos colores. El sol picaba, y su intensa luz se reverberaba en el asfalto. Pitt entornó los ojos y buscó a tientas las gafas de sol en el salpicadero.
Llevaba más de una hora de retraso en su cita con Hunter, pero había algo que debía hacer, cierto presentimiento que imploraba la oportunidad de ser tenido en cuenta. No sabía demasiado bien qué esperaba hallar mientras las ruedas crujían sobre los rojos guijarros volcánicos del arcén, pero se había alejado más de tres kilómetros de su camino y no encontraba razón alguna para no desvelar la incógnita. Aparcó el coche y pasó junto a una señal pequeña y pulcramente grabada en que se leía: «Museo Obispo Bernice Pauahi De Etnología E Historia Natural Polinesia.»
En la sala principal, desde donde se veían las galerías que rodeaban los niveles superiores, se presentaba una exposición de diversos elementos, colocados con gran acierto: canoas de remos, peces y pájaros disecados, réplicas de chozas primitivas construidas con ramas, además de extrañas y grotescas tallas de antiguos dioses hawaianos. Pitt divisó a un hombre alto, canoso y de buena planta que instalaba una colección de conchas en una urna de cristal. George Papaaloa representaba la auténtica imagen hawaiana: rostro ancho y moreno, barbilla prominente, labios gruesos, ojos marrones y turbios, y una grácil forma de mover el cuerpo. El individuo levantó la mirada y, al reconocer a Pitt, lo saludó con la mano.
—Ah, Dirk. Me alegra tu visita. Ven a mi despacho y charlaremos un rato.
Pitt lo siguió hasta una austera y pulcra oficina. El mobiliario era antiguo, pero restaurado gracias a una brillante capa de barniz, y los libros de las estanterías carecían de polvo. Papaaloa se sentó detrás del escritorio e indicó a Pitt que se acomodara en un canapé Victoriano.
—Dime, amigo mío, ¿ya has descubierto el lugar del eterno reposo del rey Kamehameha?
Pitt se arrellanó en su asiento.
—Dediqué la mayor parte de la semana pasada a bucear por la costa de Kona y no encontré nada parecido a una cueva funeraria.
—Nuestras leyendas cuentan que fue depositado en una caverna bajo el agua. Quizá se trate de una gruta fluvial.
—Sabes mejor que yo, George, que en la época de sequía los ríos de esta zona no son más que áridos barrancos.
Papaaloa se encogió de hombros.
—Tal vez sea mejor que el sepulcro jamás se encuentre para que los restos del rey continúen descansando en paz.
—Nadie desea molestar a tu rey. No hay ningún tesoro por medio. Hallar la tumba de Kamehameha el Grande representaría un descubrimiento arqueológico fenomenal, nada más. Y los restos reposarían, no en una húmeda cueva antigua, sino en el interior de una nueva y hermosa tumba en Honolulú, donde serían reverenciados por todo el mundo.
Los ojos de Papaaloa se entristecieron.
—Me pregunto si a nuestro gran monarca le agradaría convertirse en objeto de interés de unos intrusos como vosotros.
—Creo que nos toleraría, a nosotros, los intrusos del continente, si supiera que en la actualidad el 80 por ciento de su reino está habitado por orientales.
—Triste, pero cierto. Aquello que los japoneses no lograron conquistar con bombas durante los años cuarenta, lo consiguieron con dinero en los setenta y los ochenta. No me sorprendería que un día, al levantarme, viera la bandera del sol naciente ondear a los vientos alisios sobre el palacio Iolani. — Papaaloa miró a Pitt fijamente, con rostro inexpresivo—. Mi pueblo tiene los días contados. Después de dos, quizá tres generaciones, nos habremos mezclado por completo con las otras razas.
»Mi legado morirá conmigo; soy el último de mi familia que lleva pura sangre hawaiana en las venas. — Movió el brazo para señalar la habitación—. Por eso he dedicado toda mi vida a este lugar, para preservar la cultura de una raza en extinción; la mía. — Se interrumpió, mirando abstraído a través de una pequeña ventana hacia las montañas Koolau—. A medida que envejezco mi mente divaga cada vez más. En fin, no habrás venido para escuchar los escarceos de un viejo. ¿Qué te traes entre manos?
—Quiero saber algo sobre una zona del océano llamada el «Triángulo del Pacífico».
Papaaloa entornó los párpados.
—El Triángulo del Pací... Ah, sí, conozco el lugar. — Por unos instantes se quedó pensativo y luego, con voz muy suave, casi susurrando, recitó:
A ka makani hema pa
Ka Mauna o Kanoli ikea
A kanaka ke kauahiwi hoopii.
—El hawaiano es un idioma muy musical —observó Pitt.
Papaaloa asintió.
—Se debe a que sólo consta de siete consonantes: h, k, 1, m, n, p, w. No puede haber más de una consonante en cada sílaba. Traducido, el poema rezaría: «Cuando el viento del sur sopla, se divisa la montaña de Kanoli, y la cima parece habitada.»
—¿Kanoli? — preguntó Pitt.
—Una mítica isla del norte. Según la leyenda, muchos siglos atrás, una tribu familiar abandonó las lejanas islas del sudoeste, probablemente Tahití, y viajó en una gran canoa a través del océano para unirse a los miembros de otras tribus que habían inmigrado a Hawai décadas antes. Los dioses, enfadados con ellos por haberse marchado de su tierra natal, cambiaron la posición de las estrellas, y el timonel de la canoa perdió el rumbo. Así pues, no encontraron Hawai y navegaron muchos kilómetros hacia el norte, hasta que divisaron Kanoli, donde desembarcaron. Los dioses habían castigado severamente a la tribu, ya que Kanoli era una isla árida, con escasos cocoteros y árboles frutales, desprovista además de ríos de aguas frescas, cristalinas y puras. Aquella gente realizó sacrificios para implorar el perdón de los dioses. Como sus súplicas no fueron atendidas, renegaron de las crueles divinidades y trabajaron con ahínco, en las condiciones más adversas, para convertir Kanoli en un vergel. Muchos murieron en el intento hasta que, tras varias generaciones, los habitantes de Kanoli lograron levantar, a partir de la roca volcánica de la isla, una civilización floreciente y, complacidos por el éxito, se proclamaron sus propios dioses.
—Esta historia me recuerda a las vicisitudes de nuestros peregrinos, cuáqueros y mormones —indicó Pitt.
Papaaloa exhaló un largo suspiro a modo de negación.
—No es lo mismo. Tu gente conservó su religión como un sostén en que apoyarse. En cambio, los nativos de Kanoli se consideraron mejores que los dioses a quienes habían adorado en el pasado. Después de todo, ¿acaso no crearon un paraíso sin su ayuda? Habían rebasado los límites de los simples mortales. Pronto comenzaron a invadir Kauai, Oahu, Hawai y otras islas, matando, saqueando y capturando las mejores mujeres como esclavas. Los hawaianos primitivos se sentían impotentes. ¿Cómo podían luchar contra hombres que se comportaban y peleaban como dioses? Su única esperanza residía en la fe en sus propias divinidades, a quienes rogaron por su salvación hasta ser escuchados. Entonces los dioses de los hawaianos elevaron el nivel del mar y sepultaron para siempre a los malvados kanolianos.
—Mi civilización también posee una leyenda similar sobre una tierra engullida por el mar. Se llamaba Atlántida.
—He leído algo al respecto. Platón la describe con bastante romanticismo en su obra Timeo y Cridas.
—Por lo visto eres una autoridad en mitos, incluso aquellos que no pertenecen a la cultura hawaiana.
Papaaloa sonrió.
—Las leyendas son como nudos en una cuerda; uno lleva a otro. Podría referirte historias que han perdurado a lo largo de los siglos en tierras lejanas y son casi idénticas, aunque anteriores, a las de la Biblia cristiana.
—Los clarividentes predicen que la Atlántida volverá a existir.
—Lo mismo se afirma de Kanoli.
—Me pregunto —murmuró Pitt— cuánta verdad se esconde tras una leyenda.
Papaaloa se acodó sobre el escritorio, estrechó las manos y por encima de ellas miró a Pitt.
—Es extraño —dijo el anciano lentamente—, muy extraño. Él utilizó las mismas palabras.
Pitt levantó la mirada y preguntó:
—¿Él?
—Sí, fue hace mucho tiempo, justo después de la Segunda Guerra Mundial. Durante una semana, un hombre visitó a diario el museo para examinar todos los libros y manuscritos de la biblioteca. También investigaba la leyenda de Kanoli.
—Desde entonces debe de haber habido otros que se hayan interesado por esa historia.
—No. Tú eres el primero después de esa persona.
—Tienes una memoria prodigiosa, amigo mío, para recordar a alguien a quien conociste hace tanto tiempo.
Papaaloa soltó las manos y miró a Pitt con perplejidad.
—Nunca he logrado olvidar el hecho simplemente porque jamás he olvidado a ese hombre. Verás, era un individuo gigantesco de ojos dorados.
Más allá de la confusión se encuentra la frustración, esa nube que neutraliza y anula la racionalidad humana. Cuando un hombre entra en esa nube se convierte en una persona que se mueve y actúa por instinto. En tal estado se hallaba Pitt a las once y media de la mañana, minutos después de despedirse de George Papaaloa en el museo.
Su mente no dejaba de dar vueltas al asunto, intentando desesperadamente encajar las dos primeras piezas del rompecabezas. Un viejo camión Dodge de color gris salió del aparcamiento del museo y siguió de cerca al coche de Pitt. Este había decidido no conceder importancia al hecho y atribuir cualquier temor o recelo a su fantasía, a su subconsciente, que empezaba a ver agentes enemigos, de ojos brillantes y vestidos con trincheras, al acecho, detrás de cada arbusto. En cualquier caso, lo cierto es que mientras conducía hacia Pearl Harbor, el camión continuaba en todo momento pegado a la parte posterior de su vehículo, como si estuviera atado a una cuerda.
Pitt tomó una curva y aceleró un poco, sin apartar la vista del retrovisor. El camión también giró y, aunque por unos momentos quedó rezagado, luego avanzó a toda velocidad hasta recuperar la distancia anterior. A lo largo de tres kilómetros Pitt fue sorteando con el AC los demás coches hasta entrar en Mount Tantalus Drive. Condujo con suavidad por las curvas cerradas que ascendían en espiral por la falda poblada de helechos de la montaña Koolau, apretando gradualmente el acelerador después de cada giro. Miró de nuevo por el retrovisor y observó cómo el conductor del camión luchaba con el volante en un frenético intento por seguir al pequeño y esquivo coche rojo.
Entonces sucedió lo inesperado. Sin el aviso previo de un sonoro estallido, una bala impactó contra el retrovisor lateral de la puerta y destrozó el pequeño espejo circular del AC. El juego comenzaba a endurecerse. Pitt pisó el acelerador a fondo y consiguió alejarse un poco del Dodge perseguidor.
«El hijo de puta utiliza un silenciador», pensó Pitt, maldiciendo.
Había cometido una estupidez al salir de la ciudad, pues el tráfico del centro urbano le hubiese proporcionado cierta seguridad. En aquellos momentos, la única esperanza de Pitt consistía en regresar a Honolulú antes de que el próximo disparo le volara la tapa de los sesos. Con un poco de suerte podría toparse con un coche de policía. Pitt se quedó pasmado cuando, al echar un nuevo vistazo al retrovisor interior, observó que el camión había logrado situarse a nueve metros del parachoques de su automóvil.
La carretera alcanzó la cima, de más de seiscientos metros de altura, y a partir de ahí se inició un pronunciado descenso serpenteante hacia la ciudad situada en la base del monte. Pitt condujo a toda velocidad, recorriendo un kilómetro y medio sin aflojar la marcha, y el camión tuvo que hacer un esfuerzo para seguirlo. Cuando entró en una zona de curvas peligrosas, Pitt adecuó la velocidad al trazado de la carretera y se agachó tanto como el reducido espacio interior del AC le permitió. La aguja del velocímetro llegó a marcar ciento veinte cuando el perseguidor cruzó la línea central de la carretera y comenzó a ganar terreno. Pitt sacó la cabeza por la ventanilla y echó un vistazo; jamás olvidaría la estampa de aquel hombre negro, de pelo largo, que reía detrás de él, descubriendo una dentadura irregular y manchada de nicotina. Observó al conductor apenas unos instantes, lo suficiente para percibir cada uno de los detalles del rostro picado por la viruela, los ojos negros y ardientes y la enorme nariz ganchuda.
Lo único que Pitt sentía era impotencia por no poder responder a los disparos y destrozar la cara de aquel bastardo. Tenía la pistola detrás del asiento, a menos de un palmo de distancia, y ni siquiera podía cogerla. Un contorsionista que midiera un metro veinte de estatura habría sido capaz de alcanzar la Mauser, pero a Pitt, que pasaba del metro noventa, le resultaba imposible.
La otra alternativa consistía en detener el coche, apearse, agacharse para tomar el arma, desenvolver la toalla que la cubría, quitar el seguro y comenzar a disparar. El problema era que el camión se hallaba demasiado cerca; el conductor de nariz aguileña tendría tiempo de estacionar el vehículo y descerrajarle cinco tiros en el estómago antes de que él hubiera llegado a la fase de desenrollar la toalla.
La carretera torcía bruscamente hacia la izquierda en una curva cerrada precedida de una señal amarilla cuyas letras negras rezaban: «reducir a 30.» Pitt la pasó a noventa. El camión se vio obligado a ceder terreno, rezagándose momentáneamente, hasta que el conductor empleó a fondo los numerosos caballos de potencia del motor.
Pitt no cesaba de trazar planes, pero cada nueva idea era desechada apenas cobraba forma. Entonces, después de frenar para tomar la siguiente curva, pisó aún más el acelerador al tiempo que miraba por el retrovisor, estudiando los movimientos del conductor del camión, que de nuevo acortaba la distancia. Fue un consuelo comprobar que el hombre no le apuntaba a la cabeza con una pistola; su intención era forzarlo a salir de la carretera para que se precipitara por un escarpado acantilado que se elevaba a casi cien metros de altura del valle.
Doscientos metros más adelante la carretera trazaba otra curva, pero Pitt no redujo la velocidad. El Dodge gris se acercó aún más a la parte posterior del coche deportivo; un empujón final y conseguiría que Pitt saliera disparado por los aires. De repente, cuando sólo quedaban cien metros para llegar a la curva, Pitt apretó el acelerador con todas sus fuerzas, mantuvo el pie sobre el pedal unos instantes y de golpe lo soltó y frenó. La brusca maniobra sorprendió al sonriente perseguidor, quien también había aumentado la velocidad para no perder el rastro de la presa y recobrar la posición que le permitiría arrojar a ésta por el precipicio. ¡Demasiado tarde! Los dos ya estaban en la curva.
Pitt continuó frenando mientras maniobraba con el volante para trazar la curva. Los neumáticos protestaban chirriando sobre el pavimento. El AC tenía tracción en las cuatro ruedas, y las traseras empezaban a perder el control, de modo que se apresuró a girar el volante hacia la derecha y logró compensar el derrape. Luego, acelerando de nuevo enfiló a toda velocidad la siguiente recta. Una mirada al retrovisor le indicó que detrás de él la carretera estaba desierta. El camión gris había desaparecido.
Redujo la marcha, permitiendo que la gravedad y la inercia llevaran al coche a lo largo de los siguientes ochocientos metros. Seguía sin haber señales del camión. Con cautela, Pitt cambió de sentido y regresó hacia la curva anterior, preparado para dar otro giro de ciento ochenta grados si el viejo Dodge aparecía de repente. Al llegar a la curva, detuvo el coche, salió y se acercó a la cuneta.
La polvareda que se había levantado abajo se asentaba lentamente sobre la maleza tropical. En el fondo de la pendiente, un poco más allá de la base del precipicio, yacían los restos del camión gris, cuya carrocería estaba destrozada. No había rastro alguno del conductor. Pitt ya casi había desistido de la búsqueda cuando divisó una forma inerte colgada en lo alto de un poste telefónico, a unos trescientos metros a la izquierda de la chatarra del camión.
Era un espectáculo horripilante. Parecía que el conductor hubiese intentado saltar antes de que el Dodge iniciara la caída por el acantilado y, al no lograr tocar tierra, hubiese caído al vacío, recorriendo así sesenta metros hasta estamparse contra el poste sujeto a una base de cemento. El cuerpo había quedado empalado en una escarpia metálica utilizada por los técnicos de reparaciones telefónicas. Mientras Pitt contemplaba absorto la escena, la parte inferior del poste comenzó a teñirse lentamente de color rojo, como si una mano invisible estuviera pintándolo. El cadáver parecía una ternera colgada de un gancho.
Pitt descendió el monte Tantalus, pasó el mirador del valle Manoa y finalmente llegó a una casa. Subió al porche emparrado y preguntó a una anciana japonesa si le permitía utilizar el teléfono para dar parte del accidente. Tras incontables reverencias, la señora lo condujo hasta el teléfono de la cocina. Llamó primero al almirante Hunter, a quien explicó en pocas palabras lo sucedido y dónde se encontraba en aquellos momentos.
La voz del almirante sonó a través del auricular como surgida de un cuerno amplificador, obligando a su interlocutor a alejar el aparato unos centímetros del oído.
—No avise a la policía de Honolulú —exclamó Hunter—. Déme diez minutos para que nuestra patrulla de seguridad se desplace al lugar del accidente antes de que los responsables del tráfico local colapsen la zona. ¿Lo ha entendido?
—Creo que sí.
—¡Bien! — replicó Hunter, haciendo caso omiso del sarcasmo de Pitt—. Diez minutos. Luego vaya rápidamente a Pearl Harbor. Tenemos trabajo.
Pitt se despidió y colgó. Esperó diez minutos, que dedicó a contestar la multitud de preguntas sobre el accidente disparadas a quemarropa por la pequeña mujer oriental. Después cogió de nuevo el auricular y pidió a la operadora comunicación con la policía de Honolulú. Cuando, después de que hubiera informado sobre la localización del lugar de los hechos, la voz ronca le preguntó el nombre, Pitt guardó silencio y colgó con calma.
Dio las gracias a la propietaria de la casa y regresó al coche. Permaneció sentado tras el volante durante al menos cinco minutos, sudando debido a la humedad del calor tropical y el rígido cuero del asiento.
Algo no cuadraba; algo que había dejado de lado acudía de nuevo a su mente, cierto pensamiento que no acertaba a interpretar.
De repente lo vio todo claro. Arrancó el coche y salió a toda prisa hacia el lugar del accidente; los neumáticos dejaron dos marcas idénticas y paralelas sobre el gastado asfalto. Cinco minutos al teléfono, veinte esperando como si el tiempo no significara nada, y tres en llegar al sitio; veintiocho en total, perdidos.
Debería haber supuesto que había más de una persona tras su pista. El AC derrapó después de un brusco frenazo, y Pitt corrió una vez más hacia la cuneta.
Todo estaba como antes: el camión convertido en chatarra, como un juguete destrozado; el poste telefónico, erguido y solitario en el centro de la estacada, con los travesaños que sujetaban cables que se extendían hacia el infinito. Las escarpias para apoyar los pies también seguían allí, pero el cuerpo del conductor había desaparecido. Sólo quedaba la mancha roja que el despiadado sol matinal cuajaba y cristalizaba.
6
Un cobertizo metálico y semicilíndrico —que parecía más un desmoronado almacén de material de desecho—, era la ubicación más triste que un edificio de operaciones militares tenía desde la guerra de Secesión. El herrumbroso tejado ondulado y los polvorientos marcos de las ventanas rotas estaban cubiertos de una poblada maraña de maleza. En el umbral de la vieja y desconchada puerta, un sargento de la armada que llevaba un Colt 45 automático en la pistolera impidió a Pitt la entrada.
—Su identificación, por favor. — Se trataba más de una exigencia que una petición.
Pitt mostró el carné de identidad.
—Me llamo Dirk Pitt. Vengo a traer un informe al almirante Hunter.
—Me temo que deberá enseñarme esos papeles, señor.
Pitt no se sentía con ánimos de aguantar tanto celo profesional. Le irritaban los soldados de la armada, siempre tan erguidos, dispuestos a pelear, y buscando cualquier excusa para cantar alguna estrofa del himno del cuerpo.
—Sólo mostraré los papeles al oficial de guardia.
—Mis órdenes son que...
—Sus órdenes son comprobar los carnés de identidad y contrastarlos con la lista de personas autorizadas a entrar en el recinto —atajó Pitt fríamente—. Nadie le ha dado permiso para hacerse el héroe y controlar las pertenencias de los visitantes. — Pitt se encaminó hacia la puerta—. Ahora, si es usted tan amable.
El sargento, con el rostro enrojecido de rabia, pareció considerar si debía abalanzarse sobre Pitt y asestarle un puñetazo en la boca. Tras unos instantes de vacilación que dedicó a estudiar la expresión glacial del visitante, se volvió, abrió la puerta y lo guió hacia el interior del cobertizo.
Allí sólo había un par de sillas volcadas, un archivador cubierto de polvo y, esparcidos por el suelo, varios periódicos descoloridos. Olía a moho, y del techo colgaban telarañas. Pitt siguió perplejo al sargento hasta que se detuvo cerca del fondo de la vacía habitación y se cuadró dando con los pies dos golpes sobre el entarimado de madera. Tras recibir una apagada contestación al saludo, levantó una escotilla perfectamente disimulada e indicó al recién llegado que bajara por una escalera mal iluminada. Luego se apartó mientras la trampilla se cerraba, y poco faltó para que ésta golpeara la cabeza de Pitt.
«Reminiscencias de Edgar Allan Poe», pensó Pitt.
Al llegar al final de la escalera, corrió una pesada cortina y entró en un lugar donde se desarrollaba una frenética actividad. Se hallaba en un enorme bunker subterráneo que medía al menos sesenta metros de largo. Los fluorescentes del techo iluminaban una sala de operaciones completamente equipada. El suelo estaba tapizado con una gruesa alfombra beige cubierta de escritorios, ordenadores y teletipos que no habrían desentonado en las oficinas más lujosas de Madison Avenue.
Un grupo de atractivas chicas uniformadas, formales y correctas, ocupaba la mayoría de los escritorios, donde trabajaban con cara seria, algunas pulsando furiosamente el teclado mientras miraban la pantalla, otras moviéndose con sinuosa gracia alrededor de la hilera de ordenadores situada en el centro de la sala. Veinte oficiales masculinos, trajeados de blanco, se reunían en grupos aislados y examinaban las hojas que salían de las impresoras, o bien apuntaban una serie de complejas anotaciones en las pizarras verdes que colgaban de las paredes. La escena recordaba un salón de juego de alto copete, y lo único que se echaba en falta era la voz monótona de un locutor de carreras.
Al ver a Pitt, el almirante Hunter se puso en pie, mostró su taimada sonrisa de zorro y se acercó a él con la mano tendida.
—Bienvenido a los nuevos cuarteles de la Flota 101, señor Pitt.
—Es impresionante.
Hunter hizo un gesto con la mano para señalar la enorme habitación.
—Este lugar fue edificado durante la Segunda Guerra Mundial, y desde entonces no había sido utilizado. Consideré que debíamos aprovecharlo, de modo que nos hemos instalado aquí.
Hunter cogió al visitante del brazo y lo condujo hasta un despacho construido con tabiques falsos en una esquina del bunker. El rostro profundamente rígido, la expresión autoritaria y los grandes ojos convertían a Hunter en el perfecto prototipo del comandante de operaciones especiales de mirada penetrante y siempre presto a atacar a un enemigo oculto en el horizonte. Y su personalidad se adecuaba al papel que representaba.
—Llega tarde; para ser exactos, con dos horas y treinta y ocho minutos de retraso —señaló Hunter con firmeza.
—Lo siento, señor. Hubo problemas con el tráfico.
—Ya me lo explicó por teléfono. Me gustaría felicitarle por la llamada. Le agradezco que contactara primero conmigo. Actuó bien.
—Lo único que lamento es haber estropeado todo al abandonar el lugar del accidente.
—No se preocupe. Dudo que contando con el cuerpo del agresor hubiéramos obtenido más información, aparte de su identidad. Probablemente su amigo del camión no era más que un matón de los bajos fondos a quien habían pagado para que se encargara de enviarle a usted al cementerio.
—De todos modos, podría haberse dado la circunstancia de que...
—Los agentes secretos —interrumpió Hunter con tono sarcástico— rara vez dejan enganchadas en la camisa de sus colaboradores notas que describan sus operaciones.
—Al decir «agentes», ¿se refiere a los rusos?
—Quizá. Todavía no tenemos pruebas, pero el servicio de inteligencia se inclina a creer que los rusos disponen de una organización que fisgonea en nuestro territorio para tratar de descubrir la posición final del Starbuck y recuperarlo antes que nosotros.
—El almirante Sandecker mencionó tal posibilidad.
—Un hombre admirable. — La voz de Hunter reflejaba satisfacción—. Esta mañana me enseñó la ficha personal de usted. Debo admitir con toda sinceridad que no estaba informado de su brillante carrera; condecorado con la Cruz de la Aviación, la Estrella de Plata, el Corazón Púrpura y otras distinciones. Francamente, lo consideraba un artista del embuste.
Hunter cogió un paquete de cigarrillos del escritorio y ofreció uno a Pitt.
«El viejo bastardo —pensó el recién llegado— está intentando ser cortés.»
—Probablemente se habrá fijado en que en el informe no se hacía mención de una medalla por buena conducta.
Pitt devolvió el paquete al almirante, quien contempló a su interlocutor con mirada penetrante.
—Ya me di cuenta. — Cogió un cigarrillo, lo encendió y luego se inclinó hacia el escritorio para pulsar un interruptor del intercomunicador—. Yager, localice a los oficiales Denver y Boland, y envíelos aquí. — El almirante se volvió hacia la pared, donde colgaba un mapa de la zona norte del océano Pacífico—. El Triángulo del Pacífico, comandante, ¿ha oído alguna vez hablar de ese lugar?
—No hasta esta mañana.
Hunter señaló con los nudillos un punto del mapa al norte de Oahu.
—Aquí, en un diámetro de poco menos de seiscientos cincuenta kilómetros, casi cuarenta embarcaciones han desaparecido desde 1956. Se han realizado exhaustivas operaciones de búsqueda, pero jamás se ha obtenido resultado alguno. Antes de esa fecha el índice de naufragios era inferior; un par cada veinte años. — Hunter se volvió de nuevo hacia Pitt y se rascó la oreja—. Se ha estudiado mucho la zona. Hemos repasado toda la información que los ordenadores podían ofrecer, esperando encontrar una solución o explicación verosímil. De momento sólo hemos logrado establecer hipótesis poco convincentes. Las evidencias son escasas...
Un suave golpe en la puerta interrumpió a Hunter, quien alzó la mirada mientras Denver y Boland entraban en la sala. Por unos instantes, éstos observaron extrañados a Pitt, hasta que lo reconocieron. Denver fue el primero en reaccionar.
—Dirk, me alegro de que estés en el equipo.
Pitt sonrió.
—Esta vez visto de forma adecuada para la ocasión.
Boland se limitó a inclinar la cabeza en dirección a Pitt, murmuró un saludo y se sentó.
Hunter extrajo un pañuelo de lino del bolsillo del pantalón y se lo llevó a la boca para limpiarse una brizna de tabaco de la lengua. Después de observar un momento la pequeña partícula marrón, dijo:
—No hemos dispuesto de demasiado tiempo para organizamos por completo, señor Pitt, pero las cosas van funcionando bastante bien. Nuestros ordenadores están conectados a todas las agencias de seguridad del país. Cuento con usted para coordinar nuestra operación con la gente de su departamento en Washington. Necesitaremos respuestas, y cuanto antes mejor. Si necesita cualquier cosa, pídasela al comandante Boland.
—Hay una cuestión —dijo Pitt.
—Diga de qué se trata —apremió Hunter.
—Desconozco por completo los temas que para ustedes son el pan de cada día. Hasta esta mañana jamás había oído hablar de todo este asunto. Les seré de poca ayuda si no sé qué hay detrás de esa misteriosa zona del mar que engulle naves.
Hunter miró a Pitt con expresión reflexiva.
—Mis disculpas. — Se interrumpió y luego prosiguió con mucha calma—: Partiré de la base de que usted conoce el caso del Triángulo de las Bermudas.
Pitt asintió.
—El Triángulo —continuó Hunter— no es la única zona del mundo donde ocurren sucesos inexplicables. El mar Mediterráneo también guarda algunos secretos y, aunque ha tenido menos publicidad, la región de Romondo, en el Pacífico, al sudeste de Japón, ha sido en los dos últimos siglos el escenario de más desapariciones de embarcaciones que las producidas en los demás océanos. Lo cual nos lleva a la última y más extraña área: el Triángulo del Pacífico.
—En mi opinión, todo esto no es más que una sarta de tonterías —comentó Pitt con aspereza.
—Oh, yo no estoy tan seguro —replicó Boland—. Muchos reputados científicos consideran que debe existir una explicación lógica.
—¿De modo que es usted un escéptico? — preguntó Hunter a Pitt.
—Sigo estrictamente el camino que me marca la evidencia. Sólo creo en aquello que pueda ver, oler y tocar.
Hunter se mostró resignado.
—Caballeros, sus puntos de vista no importan. Lo único que cuenta son los hechos, los cuales, mientras yo dirija la Flota 101, regirán nuestra forma de actuar. Nuestro trabajo consiste en realizar misiones de rescate, y en la actualidad la tarea principal es encontrar y sacar del agua al Starbuck. Empezamos a especular sobre el mito del Triángulo del Pacífico debido únicamente a las extrañas circunstancias a que hacía referencia el mensaje del capitán Duprée. Si podemos aclarar el misterio de la desaparición del submarino al mismo tiempo que la de otras embarcaciones, tanto mejor para los barcos y las empresas navales. Si los rusos o los chinos lo encuentran antes que nosotros, mucha gente de Washington se sentirá muy molesta.
—Sobre todo el Departamento de Marina —añadió Boland.
Hunter asintió.
—El Departamento de Marina y todos los laboratorios de investigación científica y compañías de ingeniería que se esforzaron durante años en diseñar y construir el submarino nuclear más moderno. A las personas que sudaron y trabajaron por el Starbuck les disgustaría que la nave apareciera atracada en un muelle de Vladivostok.
—¿Existe alguna similitud entre la desaparición del Starbuck y la de las otras embarcaciones y aviones? — preguntó Pitt.
—Yo le contestaré, comandante —intervino Boland con tono mordaz—. Para empezar, a diferencia del Triángulo de las Bermudas, en el Triángulo del Pacífico no se han dado casos de aviones perdidos. Y en segundo lugar, cuando no hay sobrevivientes, ni botes salvavidas, cuerpos o restos flotantes, no hay forma de establecer una conexión. La única relación entre el submarino y los otros barcos desaparecidos es que todos se esfumaron en un sector bien definido del océano Pacífico.
Denver se inclinó y cogió a Pitt del brazo.
—Aparte de la cápsula de comunicaciones que descubriste en la playa de Kaena Point, sólo existe otra prueba presenciada por seres humanos.
—El almirante Sandecker mencionó dicha excepción —dijo Pitt.
—El Lillie Marlene —afirmó Hunter con tranquilidad—, un incidente aún más extraordinario que el del Mary Celeste. —El almirante abrió un cajón y hurgó en el interior—. No es gran cosa; sólo unas páginas.
Entregó a Pitt una carpeta de archivo y pulsó el intercomunicador para cursar una orden con tono gruñón.
—Yager, traiga café.
Pitt se arrellanó en su asiento, se fijó en el título de la carpeta y comenzó a leer:
El extraño desastre del buque de vapor Lillie Marlene.
En la tarde del 10 de julio de 1968, el buque de vapor Lillie Marlene, un antiguo torpedero británico convertido en yate privado, zarpó del puerto de Honolulú y tomó rumbo hacia el noroeste de la isla de Oahu con el propósito expreso de filmar una escena en que aparecía un bote salvavidas para una película dirigida por Herbert Verhusson, productor cinematográfico de renombre internacional y propietario legal de la nave. El mar estaba en calma, y el tiempo era bastante bueno, con algunas nubes esparcidas por el cielo; soplaba viento del nordeste a una velocidad aproximada de cuatro nudos.
A las nueve menos diez de la noche del 13 de julio, en la comisaría de la patrulla guardacostas de Makapuu Point y el Centro de Comunicaciones Navales de Pearl Harbor se recibió una llamada de socorro enviada por la embarcación en que se informaba de una posición. Los efectivos de rescate aéreo de Hickam Field fueron alertados, y los barcos guardacostas y de la armada zarparon de Oahu. Los avisos se repitieron durante doce minutos. Luego se produjo un silencio, roto poco después por el misterioso mensaje emitido por el Lillie Marlene: «Ellos salen de la niebla. El capitán ha sido el primero en morir. La tripulación lucha, pero no hay posibilidades; son demasiados. Los pasajeros han sido los primeros en saltar por la borda. Nadie, ni siquiera las mujeres, se ha salvado. — A continuación siguió una serie de frases incoherentes—: En el horizonte, hacia el sur, se ha avistado un barco. ¡Oh, Dios! Ojalá lograra llegar a tiempo. El señor Verhusson ha muerto. Ahora vienen a por mí. Ya no queda tiempo. Ellos escuchan la radio. No hay que culpar al capitán, pues él no podía saberlo. Ahora están golpeando la puerta. Apenas queda tiempo. No comprendo. El barco vuelve a moverse. ¡Socorro! ¡Por el amor de Dios, ayúdennos! Oh, Jesús. Ellos están...» El mensaje final concluyó en ese punto.
La primera nave que llegó al lugar del suceso fue el buque de carga español San Gabriel. Cuando recibió la señal de aviso del Lillie Marlene se hallaba a sólo doce millas de distancia. De hecho, se trataba del barco que el operador de radio divisó antes de cortar la comunicación. Cuando el vapor español se acercó a la embarcación siniestrada, la tripulación observó que el yate parecía no sufrir daños y avanzaba a poca velocidad, dejando una pequeña estela tras la popa. De repente, e inexplicablemente, el Lillie Marlene se detuvo por completo, hecho que permitió al capitán del San Gabriel enviar un bote en misión de reconocimiento. La expedición descubrió los cadáveres de los pasajeros, los técnicos de filmación, los oficiales del barco y la tripulación amontonados en la cubierta y las cabinas del nivel inferior. En la sala de comunicaciones, el cuerpo del operador yacía sobre el transmisor, mientras la luz roja de «encendido» parpadeaba en el panel.
El oficial que dirigía la patrulla llamó inmediatamente por radio al capitán del San Gabriel y con voz que transparentaba terror describió lo que había descubierto. Los cuerpos de las víctimas habían palidecido, y los rostros estaban deformados, como si hubiesen sido expuestos a un gran foco de calor que los hubiese quemado. Por el barco se extendía un desagradable hedor sulfuroso. La posición de los cadáveres indicaba que, antes de morir, los tripulantes habían librado una terrible lucha. Los brazos y las piernas estaban retorcidos en contorsiones anormales, y las caras, horriblemente abrasadas, parecían mirar hacia el norte. Incluso un pequeño perro, evidentemente propiedad de algún pasajero, presentaba las mismas heridas extrañas.
Tras una breve conversación en la sala de mandos, la patrulla pidió al capitán del San Gabriel que acercara un cable de remolque. La intención era declarar que el Lillie Marlene había sido recuperado y arrastrar al yate y el terrible cargamento hasta Honolulú.
Entonces, de repente, antes de que el San Gabriel se hubiera situado en la posición adecuada para efectuar la operación de remolque, una potente explosión destrozó el Lillie Marlene por completo. La fuerza de la onda expansiva sacudió al San Gabriel y lanzó fragmentos de la nave destruida a casi medio kilómetro de distancia.
La tripulación y el capitán del San Gabriel contemplaron con estupor la escena mientras los restos diseminados del Lillie Marlene se depositaban sobre la superficie del océano para luego desaparecer bajo el agua, arrastrando consigo a la patrulla de reconocimiento.
Tras estudiar las pruebas y escuchar a los testigos, la Junta de Investigación de la Policía Guardacostas cerró el caso con el siguiente fallo: «La muerte de la tripulación y los pasajeros, así como la explosión y el hundimiento del yate Lillie Marlene sólo pueden catalogarse como hechos causados por circunstancias o personas desconocidas.»
Pitt cerró la carpeta y la dejó sobre el escritorio de Hunter.
—Lo que ahí tenemos —dijo el almirante con tono pesimista— es el único caso conocido de una llamada de socorro anterior al desastre, así como informes de testigos sobre las condiciones en que encontraron a las víctimas del suceso.
—Puede dar la impresión de que el Lillie Marlene fue atacado por la patrulla de reconocimiento —comentó Pitt.
Boland negó con la cabeza.
—La inocencia de los hombres del San Gabriel que subieron a bordo del yate quedó demostrada. El equipo direccional de radio estableció que en el momento de responder a la llamada de socorro, el carguero español se hallaba a doce millas del lugar del desastre.
—¿No se detectó la presencia de ningún otro barco? — preguntó Pitt.
—Sé qué estás pensando —intervino Denver—. La piratería en alta mar se erradicó con la fabricación de los alfanjes.
—En el mensaje de Duprée se mencionaba un banco de niebla —dijo Pitt—. ¿Vio la tripulación del San Gabriel algo semejante?
—No —respondió Hunter—. El primer mensaje de socorro se produjo a las nueve menos diez de la noche. A esa hora, ya no hay luz solar en estas latitudes. Un horizonte oscuro hubiese impedido vislumbrar cualquier indicio de un banco de niebla aislado.
—Además —terció Denver—, encontrar niebla en esta parte del océano Pacífico durante el mes de julio es tan raro como que corra una ventisca helada en Waikiki Beach. Un banco de niebla pequeño y localizado se forma cuando el aire cálido estancado se enfría hasta condensarse, la mayoría de ocasiones en una noche tranquila, al entrar en contacto con una superficie fría. En esta zona no se dan tales condiciones. Los vientos soplan con regularidad a lo largo del año, y el agua, a una temperatura entre veintidós y veintiséis grados, difícilmente podría considerarse una superficie fría.
Pitt se encogió de hombros.
—No hay más que hablar.
—La cuestión es que —dijo Hunter con tono pesimista—, si el San Gabriel no hubiese llegado al lugar en aquel momento, el Lillie Marlene habría explotado y se habría hundido de todas formas. Entonces el caso se habría archivado como otra desaparición misteriosa.
Denver miró al almirante.
—Por otro lado, si algo que no es de este mundo atacó al Lillie Marlene, lo más lógico es que no lo hubiese hecho habiendo otro barco a la vista o que no hubiese dejado tiempo para que se realizara una inspección. Ese agresor desconocido debía de tener un propósito.
Boland se llevó las manos a la cabeza.
—Ya está otra vez con esas historias.
—Cíñase a los hechos, comandante. — Hunter miró a Denver con expresión glacial—. No hay tiempo para la ciencia ficción.
Los cuatro hombres guardaron silencio. Sólo los suaves sonidos de los equipos que había al otro lado de los tabiques perturbaban la quietud del ambiente. Pitt se frotó los ojos y hundió la cabeza entre las manos como si tratara de aclarar las ideas. A continuación habló muy despacio:
—Creo que Burdette ha apuntado un tema interesante.
Hunter lo miró.
—¿Va a tragarse la película de unos hombrecillos verdes de orejas puntiagudas que tienen inquina a los barcos de altura?
—No —respondió Pitt—, pero considero la posibilidad de que quien, o lo que sea responsable de los desastres, quería que el carguero español presenciara los hechos por un motivo.
Hunter se mostró interesado.
—Lo escucho.
—Achaquemos un pequeño porcentaje de las desapariciones de barcos al mal tiempo, la poca destreza marinera y la mala suerte. Ahora demos un paso adelante y supongamos que detrás de los misterios sin resolver existe una entidad inteligente.
—Muy bien, de modo que tenemos un cerebro que dirige el espectáculo —dijo Boland—. ¿Qué ganaría él... —Se interrumpió, miró a Denver sonriendo y prosiguió—: o ello, al permitir que esos españoles lo pillaran con las manos en la masa a mitad de un asesinato colectivo?
—¿Por qué debería apartarse de un plan previamente establecido? — respondió Pitt con otra pregunta—. Los marineros son personas muy supersticiosas. Muchos de ellos ni siquiera saben nadar, y les aterroriza colocarse una bombona de oxígeno y sumergirse bajo el agua. Pasan la vida navegando sobre la superficie, y de todas formas sus temores más profundos, sus pesadillas, se basan en la idea de ahogarse en el mar. Mi suposición es que nuestro malvado desconocido tenía la intención deliberada de que los cadáveres de la tripulación y los pasajeros del Lillie Marlene fuesen hallados amontonados sobre la cubierta, mutilados. Ni siquiera el perro se libró de la masacre.
—Parece una estratagema urdida para asustar a algunos marineros —afirmó Boland.
—No sólo a algunos marineros —matizó Pitt—, sino a una flota entera. En resumen, toda la operación fue planeada a modo de aviso.
—¿Un aviso de qué? — preguntó Denver.
—Un aviso de que conviene mantenerse alejado de esa zona concreta del océano —respondió Pitt.
—Debo admitir —dijo Boland despacio— que desde la catástrofe del Lillie Marlene los barcos han evitado a toda costa acercarse al área del Triángulo.
—Hay un problema —apuntó Hunter con voz extrañamente apagada—. Los únicos testigos que estuvieron en el lugar de los hechos, la patrulla de reconocimiento, saltaron por los aires junto con el yate.
Pitt sonrió con malicia.
—Es muy simple. Los miembros de la patrulla se proponían regresar al San Gabriel para informar al capitán. En los planes de nuestra mente directora no entraba asomar su fea cabeza. Los hombres que subieron a bordo del Lillie Marlene, como bien recordarán, decidieron permanecer en el barco y pidieron un cable de remolque, probablemente pensando ya en qué gastarían el dinero de la recompensa por el rescate. Tuvieron que pararles los pies allí mismo. Si el Lillie Marlene hubiese arribado a puerto, los investigadores científicos podrían haber descubierto algunas pruebas, que perjudicarían al autor de los desastres. Así pues, la solución consistió en provocar una oportuna explosión, y el yate de Verhusson dejó de representar un problema.
—Ha hecho un buen planteamiento —susurró Hunter—. Sin embargo, aunque su fértil imaginación hubiese atinado, todavía queda pendiente el trabajo principal de encontrar al Starbuck.
—Ahora abordaré esa cuestión —dijo Pitt—. El mensaje del operador de radio del yate y el del comandante Duprée coinciden en el empleo de frases breves y de un tono de súplica. El operador de radio dijo: «No hay que culpar al capitán, pues él no podía saberlo.» Y en la parte final de su misiva, el comandante Duprée señaló: «Si lo hubiese sabido.» ¿Una semejanza entre dos hombres sometidos a una gran tensión? Lo dudo. — Pitt se interrumpió para que sus observaciones fueran asimiladas—. Todas estas consideraciones conducen a una conclusión verosímil: el comunicado final del comandante Duprée es falso.
—Ya nos planteamos tal posibilidad —dijo Hunter—. El mensaje de Duprée fue enviado a Washington ayer por la noche. El Departamento de Grafología del Servicio de Inteligencia Naval verificó hace una hora la autenticidad de la caligrafía de Duprée.
—Por supuesto —respondió Pitt, flemático—. Nadie sería tan estúpido como para falsificar varios párrafos de escritura. Sugiero que los expertos comprueben las marcas del papel. Cabe la posibilidad de que las palabras fueran previamente impresas y luego repasadas para que parecieran escritas con bolígrafo.
—No tiene sentido —intervino Boland—. Se habrían necesitado ejemplos de la caligrafía de Duprée para duplicarla.
—Contaban con el diario de a bordo, su correspondencia y tal vez un diario personal. Quizá por ese motivo faltaban algunas páginas en la cápsula de comunicaciones. Ciertas palabras y letras clave tal vez fueron cortadas y unidas posteriormente para formar frases. Por último la composición fue fotograbada e impresa.
Hunter, reflexivo, afirmó:
—Eso explicaría los extraños términos empleados en el mensaje de Duprée. Sin embargo, no ofrece información sobre el paradero de Duprée y la tripulación.
Pitt se levantó de la silla y se dirigió hacia el mapa mural.
—¿El Starbuck envió los mensajes a Pearl Harbor en código? — preguntó.
—El descodificador aún no había sido instalado —respondió el almirante—. Y dado que el submarino operaba en misión experimental en nuestras aguas, la armada no juzgó necesario establecer transmisiones de alto secreto.
—Parece arriesgado —señaló Pitt— que uno de nuestros submarinos nucleares emitiera en frecuencia libre.
—El silencio estricto sólo se mantiene cuando un submarino está patrullando o atracado en una estación. Como el Starbuck era una embarcación nueva en período de pruebas, Duprée recibió órdenes de informar sobre la posición de la nave cada dos horas como medida de precaución por si se producía un fallo mecánico. Estaba previsto que la operación de la prueba inicial durara sólo cinco días. Para cuando los rusos hubieran localizado las llamadas y enviado al lugar un barco cargado de equipos electrónicos de espionaje, el Starbuck ya habría arribado a Pearl Harbor.
Pitt continuaba examinando el mapa.
—¿Qué indican estas marcas rojas, almirante?
—La posición de Duprée según el mensaje.
—Y supongo que estos símbolos negros representan las posiciones dadas en los informes transmitidos por el Starbuck.
—Correcto.
—Entonces la marca superior —prosiguió Pitt— señala la posición final expresada en el mensaje auténtico de Duprée.
Hunter se limitó a asentir.
Pitt se apoyó contra el escritorio del almirante y por unos instantes estudió el mapa en silencio. Finalmente dio unos golpecitos con el dedo en la parte del mapa que representaba la posición facilitada en el último informe del Starbuck.
—La zona de búsqueda va desde este punto, ¿hasta dónde?
—El sector se abre en abanico y se extiende hasta trescientas millas al nordeste —respondió Boland, perplejo por el severo interrogatorio de Pitt—. Si fuera tan amable de explicarnos qué está pensando.
—Por favor, préstenme atención —dijo Pitt—. En la operación de búsqueda, de gran alcance, participaron más de veinte barcos y trescientos aviones. Sin embargo, no encontraron nada, ni siquiera una mancha de petróleo. Sin duda se emplearon todos los mecanismos científicos de detección: magnetómetros, sondas de alta sensibilidad, cámaras televisivas submarinas, etcétera. No obstante, los esfuerzos fueron en vano. ¿No les resulta extraño?
Hunter puso cara de no comprender.
—¿Por qué? El Starbuck podría haber ido a parar a un cañón submarino...
—O el casco podría haber quedado enterrado en un sedimento poco sólido —aventuró Denver—. Localizar una nave pequeña en una zona tan extensa es tan difícil como encontrar un penique en el mar de Saltón.
—Amigo mío —dijo Pitt sonriendo—, acabas de pronunciar las palabras mágicas.
Denver, desconcertado, miró a Pitt.
—Una nave pequeña —repitió éste—. A pesar de la intensa operación de búsqueda, no pudieron hallar una nave pequeña.
—¿Y? — inquirió Hunter con tono frío.
—¿No se dan cuenta? En principio, la zona de rastreo estaba situada en medio del Triángulo del Pacífico. Quizá no localizaron el Starbuck, pero al menos deberían haberse topado con algo, pues, después de todo, hay al menos otras cuarenta naves hundidas para elegir.
—¡Maldita sea!
La confianza que Hunter tenía en sí mismo sufrió un duro golpe.
—No se nos ocurrió que...
—Entiendo su argumentación —dijo Boland—. Pero ¿qué demuestra?
—Demuestra —respondió Pitt— que buscaron en el lugar equivocado y que el mensaje de Duprée fue una astuta falsificación. Prueba asimismo que la situación final del Starbuck facilitada por radio fue un engaño aún más ingenioso. En resumen, caballeros, el área donde encontrarán su submarino desaparecido no está al nordeste, sino en un punto opuesto situado a ciento ochenta grados al sudoeste.
Hunter, Boland y Denver miraron a Pitt pasmados, mientras empezaban a ver el asunto con mayor claridad.
Denver fue el primero en hablar.
—Tiene sentido— se limitó a decir.
El rostro de Hunter comenzó a dar muestras de un entusiasmo que no reflejaba desde hacía meses. Tras observar con atención el mapa mural durante unos segundos, se volvió bruscamente y fijó la mirada en Boland.
—¿Cuánto puede tardar el Martha Ann en ponerse en ruta?
—El tiempo de subir el helicóptero a bordo, llenar los depósitos de combustible y realizar una comprobación final de los instrumentos de detección; diría que podría estar a punto a las nueve de la noche, señor.
Hunter consultó el reloj.
—No disponemos de mucho tiempo para delimitar una zona de búsqueda. — Se volvió hacia Denver—. Esa es su tarea. Sugiero que empiece inmediatamente a programar una red de rastreo.
—Los datos iniciales ya están introducidos en los ordenadores, almirante. Es sólo cuestión de invertir las coordenadas de la posición.
Hunter se frotó los ojos.
—De acuerdo, caballeros, lo dejo todo en sus manos. Daría la mitad de mis galones por acompañarlos. A propósito, señor Pitt, espero que no le importe emprender una larga travesía por el océano.
Pitt lo miró sonriendo.
—En estos momentos no tengo ningún otro plan.
—Bien. — Hunter se llevó un cigarrillo a la boca—. Dígame algo, ¿cómo consiguió un oficial de la Fuerza Aérea convertirse en jefe de departamento del instituto oceanógrafico más prestigioso del país?
—Derribé al almirante Sandecker y su flota en el mar de China.
Hunter miró a Pitt con una extraña expresión de credulidad. «Con este hombre casi todo es posible», le había avisado el almirante Sandecker.
7
Hacía una hora que el sol se había puesto cuando Pitt entró con el AC en un aparcamiento de la zona portuaria de Honolulú. Cuando las ruedas delanteras contactaron con un tope de madera, Pitt desconectó el motor y apagó las luces. Abrió la portezuela del vehículo y miró a través del puerto hacia el agua, negra como la tinta.
La brisa cambió de dirección, y percibió un penetrante olor; el inconfundible aroma del muelle, una mezcla de petróleo, gasolina, alquitrán y humo, aderezada con una pizca de salitre. Aquella sensación levantó el ánimo de Pitt, que se vio invadido por el nostálgico recuerdo de lejanos puertos exóticos.
Se apeó del coche y echó un vistazo por el aparcamiento en busca de alguna señal de actividad humana. El lugar estaba desierto. Sólo una gaviota, posada sobre un montón de maderas, le devolvió la mirada. Pitt buscó dentro del automóvil y sacó de detrás del asiento la Mauser envuelta en la toalla. Luego inhaló el aire nocturno del puerto, se colocó el arma bajo el brazo y echó a andar por el embarcadero.
Si alguien hubiese estado merodeando por los muelles no habría advertido nada anormal en el aspecto de Pitt. Vestía una raída camisa caqui cuyos faldones caían sobre unos pantalones descoloridos y calzaba unas abarcas muy gastadas, atadas con cordón grueso. La desaliñada vestimenta, regalo del oficial de seguridad de la Flota 101, era una talla menor a la que le correspondía, y las costuras estaban a punto de reventar. Pitt se sentía como un vagabundo de los barrios bajos. Lo único que le faltaba para completar la estampa era un tetra—brik marrón con un cuarto de litro de moscatel o, mejor aún, una botella de Grand Marnier de cinta amarilla; un toque de distinción en contraste con los harapos.
Cuando hubo recorrido cien metros, Pitt se detuvo para contemplar el enorme carcamán negro que se destacaba en la oscuridad. La única luz que brillaba sobre el desgastado y alquitranado tablaje de la cubierta provenía de unas lámparas verduzcas que pendían con escasa elegancia de los ondulados laterales metálicos de un viejo almacén. El extraño resplandor de aquellas bombillas, junto con la profunda calma de la noche, producía un efecto espeluznante que se sumaba al aspecto fantasmagórico del monstruo que había en el agua.
El viejo buque, de estructura cuadrada, a modo de caja, y proa elevada, estaba coronado por una desfasada chimenea vertical de la cual ondeaba una deslustrada banderola azul. En la cubierta se alzaba un desordenado laberinto de grúas y mástiles. El casco del navío, que en un pasado lejano había sido pintado de negro, con la habitual línea de flotación roja, aparecía mugriento, sucio y oxidado. Pitt se acercó hasta situarse debajo de la popa del enorme carcamán, de aproximadamente doce mil toneladas de peso. Miró la inscripción en letras blancas que había bajo la salida de aire del ventilador. El nombre estaba tan cubierto de orín que Pitt apenas pudo leerlo bajo la tenue luz: «Martha Ann—Seattle.»
La plancha para subir a bordo parecía un túnel que condujera a un lúgubre vacío. Sólo el apagado murmullo de los generadores y una delgada columna de humo que salía de la chimenea formando espirales delataban la presencia humana.
Pitt puso la mano sobre la áspera barandilla de cuerda de la pasarela e, inclinándose para compensar el ángulo de treinta grados, inició la ascensión hacia la cubierta del Martha Ann. Las luces del almacén se apagaron cuando se encontraba en el último escalón de la rampa, de modo que vaciló al llegar a la cubierta aparentemente desierta y escudriñó entre las sombras.
—¿Señor Pitt? — preguntó una voz desde la oscuridad.
—Sí, soy Pitt.
—¿Puede mostrarme su identificación, por favor?
—Puedo, aunque me gustaría saber a quién diablos se la enseño.
—Por favor, deje el carné sobre la cubierta, señor, y retroceda.
Pitt refunfuñó. Examinar los documentos de identidad en estados de alerta y emergencias era un procedimiento militar normal, pero ¿por qué tantos formalismos para embarcar en un viejo cascarón lleno de remaches? Depositó con suavidad la Mauser sobre la cubierta, extrajo la cartera y buscó a tientas el carné. Como era imposible ver nada en medio de aquella oscuridad, palpó una ristra de tarjetas de plástico hasta que encontró una sin las reveladoras inscripciones en relieve de una tarjeta de crédito y la lanzó al suelo. Un rayo de luz delgado como un lápiz brilló sobre el carné y a continuación enfocó el rostro de Pitt.
—Lamento molestarlo, señor, pero el almirante Hunter ordenó mantener estrictas medidas de seguridad en el barco. — Una sombra devolvió el carné a Pitt—. Si sube por la primera escalera a la derecha encontrará al comandante Denver en la sala de control.
—Gracias —contestó Pitt con un gruñido.
Recogió el arma y subió por la escalera que conducía al puente. Ya arriba, descubrió que la cámara del timonel estaba vacía, de modo que atravesó la solitaria habitación y abrió con precaución una puerta. Por fin vio un brillante destello de luz.
—Hola, Dirk —exclamó Denver afectuosamente. Tenía un cigarrillo entre los dedos, y al saludar con la mano la ceniza cayó sobre la mesa de operaciones. Llevaba un jersey negro y unos tejanos sucios—. Bienvenido a bordo del último fósil flotante de la Armada de Estados Unidos.
Pitt le dedicó un saludo poco ceremonioso.
—No esperaba encontrarte aquí, Burdette. Creía que te quedarías en el Departamento de Operaciones con el almirante.
Denver sonrió.
—Allí es donde estaré, pero no pude resistir la tentación de venir para desearos a ti y a Paul una buena cacería.
—Necesitaremos suerte. Si de mí dependiera, preferiría dedicarme a buscar una aguja en un pajar.
—¿Crees que nos enfrentamos a un fenómeno extraño? — preguntó Denver.
—Como afirmó el jefe, nuestro trabajo consiste en encontrar el Starbuck y sacarlo del agua. Cualquier fantasma capturado se considerará un logro adicional. Además, los científicos e ingenieros del NUMA no acostumbramos a investigar los triángulos de las Bermudas ni los vórtices del Pacífico. Dejamos que se ocupen de esas cuestiones escritores imaginativos con cierta capacidad para la exageración. Cualquier descubrimiento inexplicable es puramente accidental y, al final, se archiva sin habérsele dado demasiado bombo.
—¿Podrías poner un ejemplo? — preguntó Denver con voz suave.
Pitt miró distraídamente hacia un gráfico inacabado que había sobre la mesa.
—Hará unos nueve meses se produjo un caso que recordaba las novelas de Julio Verne. Dos de nuestros barcos oceanógraficos realizaban unas pruebas de acústica submarina para determinar el perfil del subfondo en la zanja de Kurile, en aguas japonesas, cuando de repente los instrumentos de medición detectaron el sonido de una nave que se desplazaba a gran velocidad y profundidad. Ambos buques detuvieron de inmediato los motores y concentraron todos los controles en aquello que había allí abajo.
—¿Cabía la posibilidad de que alguno de los instrumentos o los mismos operadores se hubiesen equivocado? — murmuró Denver.
—No es probable —respondió Pitt—. Esos investigadores eran los mejores en sus respectivos campos. Y si consideramos que dos barcos, cada uno con su propio equipo de precisión, detectaron la misma señal y registraron lecturas idénticas, podemos eliminar cualquier margen de error. No había equivocación posible; esa cosa, un submarino, un monstruo marino, lo que fuera, se encontraba allí y se desplazaba a una velocidad de casi ciento diez nudos por hora a una profundidad de cinco mil ochocientos metros.
Denver sacudió despacio la cabeza.
—Es increíble. Escapa al entendimiento.
—Esa es sólo la mitad de la historia —continuó Pitt—. Otro barco que trabajaba en la zanja de Cayment, en Cuba, estableció un contacto idéntico. He repasado los datos de ambos casos, y los gráficos del sonar coinciden al milímetro.
—¿Se informó a la armada?
—De ningún modo. La armada se niega a oír hablar de extrañas observaciones submarinas tanto como la Fuerza Aérea de ovnis. De todas formas, ¿de qué prueba real se disponía, aparte de un montón de líneas torcidas impresas en unas hojas de papel? — Pitt se acomodó en una silla, puso los pies sobre la mesa y colocó las manos en la nuca—. Sin embargo, en una ocasión estuvimos a punto de registrar en vídeo uno de los habitantes desconocidos del fondo del mar. Un zoólogo del NUMA estaba estudiando y grabando sonidos de peces en el declive continental, cerca de Islandia, donde había sumergido un micrófono a tres mil metros de profundidad para captar ruidos producidos por seres marinos poco comunes. Durante varios días, obtuvo grabaciones de chasqueos y chirridos que reflejaban los mismos tonos que los peces que viven cerca de la superficie, además del crujido continuo de los camarones.
»De repente, una tarde, los crujidos cesaron y el zoólogo empezó a recibir un sonido semejante a una pulsación, como unos golpecitos suaves contra el micrófono. Al principio conjeturó que se trataría de un pez que emitía sonidos que nunca habían sido registrados, pero poco a poco se dio cuenta de que el tamborileo estaba cifrado en cierta clase de código.
»Se llamó de inmediato al operador de radio de la nave, quien descifró el sonido como una fórmula matemática. Luego el ruido cesó, y a través de los altavoces de la sala de escucha sonó una gran carcajada, horripilantemente distorsionada por la densidad del agua. Despertando de la primera reacción de incredulidad, la tripulación preparó enseguida una cámara de vídeo. Por desgracia se llegó demasiado tarde, al menos diez segundos. El liso fondo marino apareció removido tras algún rápido movimiento, formándose una impenetrable nube de arena y algas. Al cabo de una hora, cuando el agua se aclaró se observó que en la base del fondo, delante de la cámara, había unas extrañas muescas que se perdían en el negro vacío.
—¿Se sacó algo en claro de la fórmula? — preguntó Denver.
—Sí, era una simple ecuación para calcular la presión del agua en la profundidad a que se había colocado el micrófono.
—¿Y el resultado?
—Casi cuatrocientos mil kilogramos por centímetro cuadrado.
Un largo y escalofriante silencio reinó en la sala de control. Pitt oyó cómo el agua golpeaba suavemente el casco del buque.
—¿Hay café? — preguntó Pitt.
La mente de Denver aún vagaba por los misteriosos abismos del mar. Luego, tras un notable esfuerzo, salió de su ensimismamiento y se encogió de hombros.
—Te aseguro —dijo sonriendo— que cuando viajas por el océano a bordo del Martha Ann, cuentas con el mejor servicio que pueda encontrarse en el Pacífico. — Cogió un viejo pote ennegrecido y vertió café en una pequeña taza descascarillada—. Ahí tiene, señor, y disfrute de la travesía.
Se disponían a saborear el café sentados junto a la mesa de operaciones, cuando la puerta se abrió de golpe y entró Boland, vestido con una camiseta sucia, unos Levi's descoloridos y calzado con unas abarcas en peor estado que las de Pitt. La fina camiseta permitía entrever los musculosos hombros del capitán de corbeta, y por primera vez Pitt se dio cuenta de que en el antebrazo derecho lucía un tatuaje; una imagen de un cuchillo que rasgaba la piel, de la cual brotaba sangre, y debajo del horripilante dibujo se leía en letras azules: «Muerte antes que deshonor.»
—Tenéis el aspecto de acabar de recibir carta de vuestro mejor amigo —dijo Boland con tono burlón—. ¿Qué pasa?
—Estamos resolviendo los misterios del universo —respondió Denver—. Ven, Paul, toma un trago de mi brebaje de fama internacional.
Al tender una taza humeante a Boland, derramó algunas gotas marrones sobre la mesa. Paul aceptó el café, observó con expresión reflexiva a Pitt y, cuando éste le devolvió la mirada, esbozó una sonrisa, levantó la taza y sorbió el líquido.
—¿Ha dado el jefe alguna orden de última hora? — preguntó.
Denver negó con la cabeza.
—No hay novedades. A la primera señal de peligro, regresar a toda prisa a Pearl Harbor.
—Eso si tenemos suerte —dijo Boland—. Ninguno de los barcos desaparecidos tuvo tiempo de transmitir una llamada de socorro, y mucho menos de escapar a toda máquina.
—En ese caso, Pitt será tu seguro de vida; con la ayuda del helicóptero.
—Los motores de un helicóptero tardan un rato en calentarse —replicó Boland nada convencido.
—No los de ese pájaro —señaló Pitt—. Puedo ponerlo en marcha en cuarenta segundos. — Se levantó y estiró hasta tocar el techo metálico con las manos—. Por cierto, en ese helicóptero sólo pueden embarcar quince hombres, de lo que deduzco que o bien la armada nos ha facilitado una tripulación de enanos o vamos a navegar con bastante menos personal del necesario.
—En condiciones normales, consideraríamos que falta personal —dijo Denver, que sonrió a Boland y guiñó un ojo—. Tú no sabes, Dirk, pero el Martha Ann no es la vieja gabarra decrépita que aparenta. No se precisa de una tripulación numerosa porque el barco está equipado con un sistema de control centralizado más moderno y automatizado que el de cualquier nave de la flota. Prácticamente funciona solo.
—Pero la pintura desconchada del casco, el óxido...
—Es el mejor camuflaje que jamás hayas visto —admitió Denver—. Un ingenioso disfraz químico que proporciona un aspecto real. Incluso a pocos centímetros de distancia y a plena luz del día parece realmente óxido.
—¿Ya qué se debe el sofisticado equipamiento del buque? — preguntó Pitt.
—El Martha Ann tiene su intríngulis —exclamó Boland—. Por su apariencia externa jamás podría suponerse que está dotado de numerosos equipos de rescate.
—¿Un barco de rescate camuflado? — preguntó Pitt—. Ésa es una nueva peculiaridad.
Denver sonrió.
—La mascarada es apropiada para, digamos, los proyectos de recuperación más delicados.
—El almirante Sandecker mencionó algunas de vuestras delicadas hazañas —dijo Pitt—. Ahora comprendo cómo las llevasteis a cabo.
—Para nosotros no existe trabajo demasiado grande ni demasiado pequeño —señaló Boland, sonriente—. Prácticamente podríamos sacar del agua al Andrea Doria si nos encomendaran la misión.
—Supongamos que encontramos el Starbuck; ni siquiera con vuestros aparatos automatizados podríais izarlo a la superficie con una tripulación tan escasa.
—Es por simple precaución, querido Pitt —replicó Denver—. El almirante Hunter insistió en disponer de una dotación reducida durante la operación de búsqueda. Carece de sentido arriesgar muchas vidas cuando el Martha Ann se expone a sufrir el mismo destino que los otros barcos. Ahora bien, si la suerte nos acompaña y descubrimos al Starbuck, tú realizarías con el helicóptero un servicio de enlace entre el lugar del rescate y Honolulú, transportando el personal y el equipo necesario.
—Al parecer todo está bien organizado —admitió Pitt—. Aunque me sentiría más tranquilo si contáramos con una escolta armada.
Denver negó con la cabeza.
—Imposible. Los rusos sospecharían apenas se enterasen de la existencia de un viejo navío escoltado por un lanzamisiles de la armada. Al amanecer tendríamos al Andrei Vyborg siguiendo nuestra estela.
Pitt arqueó las cejas.
—¿El Andrei Vyborg?
—Un buque oceanógrafico ruso clasificado por el Servicio de Información de la Armada como barco espía. Durante los últimos seis meses, esa embarcación ha metido las narices en la operación de búsqueda del Starbuck, y aún no ha cejado en su empeño de localizar al submarino. — Boland se interrumpió para tomar un trago de café—. La Flota 101 ha invertido demasiado tiempo y esfuerzos para mantener esta tapadera de buque mercante. No podemos permitir que ahora se eche todo a perder.
—Debes saber —dijo Denver— que el Martha Ann no está en absoluto vinculado a la armada. En el registro naval está inscrito como nave mercante, y se pretende que continúe guardándose el secreto con discreción.
—¿A la armada no le preocupa el hecho de que el Andrei Vyborg husmee a sus anchas?
—No está a sus anchas —corrigió Boland con seriedad—. Cuatro embarcaciones nuestras todavía rastrean la zona de búsqueda del norte. La armada jamás abandona un rescate, por pocas esperanzas que haya de encontrar supervivientes. Llámelo tradición naval si así lo prefiere, comandante. Lo cierto es que cuando estás flotando en el agua, aferrado a un resto de un barco hundido, resulta muy reconfortante saber que no se escatimarán esfuerzos para rescatarte... —La plática de Boland fue interrumpida por un golpe en la puerta—. ¡Adelante! — exclamó.
Un joven de apenas veinte años entró en la sala tocado con una gorra blanca de carnicero y vestido con una bata azul. Sin prestar atención a Pitt y Denver, se dirigió a Boland:
—Perdone, señor, el ingeniero jefe ha informado que la sala de máquinas está preparada y la tripulación dispuesta para partir.
Boland consultó el reloj.
—Muy bien. Dé la orden de soltar amarras y zarpar en diez minutos.
—Sí, señor —contestó el joven marinero antes de saludar y marcharse hacia la timonera.
Boland sonrió a Denver con presunción.
—No está mal. Llevamos cuarenta minutos de adelanto respecto al horario previsto.
—¿Está el helicóptero atado y fijado? — preguntó Pitt.
Boland asintió.
—Todo en orden. Podrá hacer las comprobaciones finales de vuelo cuando sea de día.
Pitt se puso en pie y se encaminó hacia la portilla abierta, respirando profundamente para depurarse los pulmones del humo de los cigarrillos de Denver. El aire del puerto parecía puro en comparación con el viciado ambiente de la sala de control.
—¿Ya has preparado la habitación de Dirk? — preguntó Denver a Boland.
—Hay un camarote contiguo al mío que reservamos para los invitados de categoría —respondió Boland dibujando con los labios una sarcástica sonrisa—. En el caso de Pitt haremos una excepción.
Pitt lanzó una intensa mirada desprovista de rabia o rencor hacia el humo que ascendía formando espirales desde el cenicero. Una afrenta verbal le afectaba tanto como un mosquito que se aparta de un manotazo. Hunter era un viejo zorro inteligente. Habían unido en una misión a dos hombres de temperamentos distintos.
—Bien. Supongo que será mejor que me marche —dijo Denver, rompiendo el incómodo silencio.
—Te mandaremos una postal de vez en cuando —bromeó Pitt.
—Confío en que hagas algo más —replicó Denver esbozando una sonrisa, pero con la mirada sombría—. Voy a reservar el bar del hotel Reef para dentro de tres semanas. Ay de aquel que no aparezca. — Y, volviéndose hacia Boland, añadió—: Ya conoces el código, Paul. El almirante y yo os seguiremos vía satélite. En cuanto localices el Starbuck, envía un mensaje radiofónico por transmisión marítima para comunicar que has parado los motores para reparar un cojinete. Obtendremos vuestra posición exacta en una milésima de segundo. — Denver estrechó las manos de sus compañeros—. ¡No puedo más que desearos buena suerte!
Antes de que los otros dos pudieran responder, Denver se volvió bruscamente y salió de la sala. Pocos minutos después, se hallaba en el muelle, apoyado contra un poste, observando cómo la tripulación soltaba amarras y subía la plancha. Contempló el lado de estribor del Martha Ann mientras el barco avanzaba despacio por el canal en dirección a la salida del silencioso puerto. Miró las luces de navegación hasta que el suave ritmo de los motores disminuyó gradualmente y se desvaneció en la oscuridad. Entonces arrojó el cigarrillo al agua, tranquila y aceitosa, hundió las manos en los bolsillos y echó a andar con pasos cansinos hacia el aparcamiento.
8
Apoyado contra la barandilla, junto a la salida del aire del ventilador, Pitt miraba distraídamente cómo las hélices del Martha Ann batían el agua, dejando tras de sí una estela. La espumosa masa azul y blanca se arremolinaba para disminuir poco a poco la agitación a cuatrocientos metros de la popa, donde el mar cerraba inexorablemente la estela como si curara una herida gigantesca. Hacía calor, el cielo estaba despejado, y soplaba una fuerte brisa del nordeste.
«¡Vaya pandilla de locos he encontrado estos dos últimos días!», pensó Pitt. Una chica taimada que intentó clavarle una jeringa en la espalda, un asesino con dientes manchados de nicotina, un almirante que era un verdadero cabronazo, un capitán de corbeta con un ridículo tatuaje, y un pequeño comandante que al parecer era el más normal de todos.
De todas formas, no eran esos individuos quienes lograban activar los sombríos pliegues de la mente de Pitt, sino otro personaje de la historia que todavía no había hecho acto de presencia; un hombre gigantesco de ojos dorados.
¿Qué motivo le había impulsado a investigar la isla perdida de Kanoli tantos años atrás? ¿Se trataba simplemente de un erudito que intentaba desenterrar una civilización desaparecida o elaborar un estudio secreto sobre mitos y leyendas? ¿O alguien con objetivos más extraños? ¿Qué había en la historia de Kanoli que se diferenciaba de la mitad de las tonterías escritas sobre el continente perdido de Mu o de la abundante ficción relativa a la Atlántida? Los misterios del Triángulo de las Bermudas y el Triángulo del Pacífico eran bien reales.
«En alguna parte debe existir una solución lógica al enigma», pensó inquieto; tal vez una clave tan obvia que era completamente pasada por alto.
—¿Señor Pitt?
Los pensamientos de Pitt fueron interrumpidos por el joven de la bata azul.
Pitt sonrió.
—¿Qué puedo hacer por usted?
El marinero saludó de forma marcial. Se mostraba confuso respecto a cómo comportarse ante un civil, sobre todo tratándose de uno que se hallaba a bordo de un barco de la armada.
—El comandante Boland solicita su presencia en el puente.
—Gracias. Ahora voy.
Pitt se volvió y caminó por la cubierta de acero, dejando atrás las escotillas manchadas de alquitrán. Debajo de él, los motores martilleaban con una pulsación rítmica mientras la embarcación avanzaba por las aguas tranquilas, levantando una blanca neblina salina que, al caer sobre las barandillas y la estructura del barco, cubría el casco de una capa brillante de humedad.
Pitt subió por la escalera que conducía al puente. Boland se encontraba delante del timonel, escudriñando con unos prismáticos el horizonte azul por encima de la proa. Bajó los binoculares un momento para limpiarlos con la camiseta y a continuación volvió a llevarlos ante sus ojos para observar de nuevo el enorme desierto de agua que se extendía frente a él.
—¿Qué sucede? — preguntó Pitt, que miró a través de la ventana sin ver nada extraño.
—Pensé que le gustaría saber que acabamos de entrar en la nueva zona de búsqueda.
Dejó los prismáticos en el estante del mamparo, pulsó un interruptor del transmisor y habló con voz áspera y entrecortada:
—Teniente Harper, al habla el capitán. Pare los motores. Nos pondremos al pairo. Y, mirando a Pitt, añadió—: Ahora empezaremos a trabajar.
Boland le indicó que lo siguiera por una escalera accesoria que descendía hasta un pasillo bajo el puente. Después de pasar varios camarotes, se detuvo frente a uno y abrió la puerta.
—El corazón de la operación —anunció el comandante—. Nuestra sala Flash Gordon; cuatro toneladas de equipos electrónicos. Por favor, observe cómo funcionan las maravillas científicas de la Flota 101. — Señaló una larga hilera de instrumentos colocada en un gran compartimiento de unos setenta y cinco metros cuadrados—. Fíjese con qué contamos: un panel para medir la velocidad del sonido y la presión y grabar los parámetros temporales en cinta magnética con formato digital; un sensor magnético de máxima precisión para detectar cualquier objeto metálico sobre el fondo del mar, y varias pantallas para visualizar las emisiones de las cámaras submarinas. — Boland señaló cuatro monitores empotrados—. Nos hemos puesto al pairo para instalar los sensores y las cámaras en el remolque e iniciar la exploración.
Pitt observó las pantallas. En aquellos momentos estaban sumergiendo las cámaras, y vio cómo las olas golpeaban las lentes a medida que eran deslizadas bajo la superficie y entraban en el silencioso y agitado reino de aguas relucientes por la acción del sol. Dos de las cámaras grababan en color y proporcionaban la sensación de que las sombras verdiazules ondulaban hasta el infinito.
—El siguiente instrumento es un moderno sistema de sonar —prosiguió Boland—. Recoge detalladas impresiones de sonido del fondo del océano y cualquier elemento depositado sobre él. Asimismo, disponemos de un sistema accesorio de rastreo con un alcance de ochocientos metros. También colocaremos los sensores de este equipo en el remolque.
—Un radio de detección de algo más de kilómetro y medio —dijo Pitt—. Esa distancia cubrirá buena parte del sector de búsqueda.
Pitt advirtió que Boland no tenía intención de presentarlo al personal que manejaba el equipamiento. Si había algo de que aquel hombre careciera por completo era del sentido de la cortesía. Pitt se preguntó cómo había logrado ascender a capitán de corbeta.
—Y esta pequeña maravilla de aquí —señaló Boland con orgullo—, es el auténtico cerebro del equipo. Un ordenador Selco—Ramsey 8.300. — Indicó con un gesto de la cabeza un panel largo y estrecho lleno de luces e interruptores instalado sobre un amplio teclado—. Controla la latitud, la longitud, la velocidad y el rumbo, y posee una operatividad total. En resumen, el ordenador actúa sobre el sistema de control centralizado, y hasta que localicemos a Starbuck esta inhumana masa de transistores dirigirá el barco.
—Parece higiénico —murmuró Pitt.
—¿A qué se refiere?
—Nadie necesita tocarlo para que funcione.
Boland frunció el entrecejo.
—Sí, es cierto.
Pitt se apoyó sobre el hombro del operador que trabajaba con el teclado y examinó las funciones del programa.
—Un buen sistema. El Selco—Ramsey 8.300 puede ser anulado y reprogramado desde un control principal, en este caso, probablemente desde Pearl Harbor, lo que permitiría al almirante Hunter intervenir en caso de que nos ocurriera lo mismo que a los ocupantes del Lillie Marlene. Al primer indicio de problemas, él y Denver podrían anular nuestro sistema, virar el barco y hacer que regresara. Quizá la tripulación moriría, pero la Flota 101 lograría que su extraordinario buque de rescate arribara intacto a puerto. Un buen sistema, de verdad.
—Veo que entiende de electrónica —dijo Boland lentamente, con una expresión en el rostro que reflejaba una extraña mezcla de recelo y respeto.
—Podría decir que estoy familiarizado con la mayor parte del equipo que hay a bordo —repuso Pitt.
—¿Ha trabajado con estos instrumentos antes?
—Al menos en tres de los barcos de investigación oceanógrafica del NUMA. El material con que cuenta el Martha Ann es más específico, ya que su objetivo principal consiste en realizar misiones de rescate. En cambio nuestra tecnología es ligeramente más avanzada que la de ustedes debido a la naturaleza científica de las exploraciones que llevamos a cabo.
—Mis disculpas —dijo Boland forzando una sonrisa—. He subestimado sus conocimientos. — Se volvió, se acercó al oficial de la sala de detección, habló un rato con él y regresó—. Venga, lo invito a tomar un trago.
—¿El reglamento de la armada permite beber? — bromeó Pitt sonriendo, un poco sorprendido por la repentina cordialidad de Boland.
La sonrisa que éste le devolvió denotaba cierta complicidad.
—Se olvida de que, técnicamente, éste es un barco civil.
—Me mostraré respetuoso con los detalles técnicos.
Se dirigían a la puerta cuando el oficial de la sala de detección anunció:
—Las cámaras de televisión y los sensores del sonar están en posición, señor.
Boland asintió con la cabeza.
—Un trabajo rápido, teniente. Iniciaremos nuestra tarea inmediatamente...
—Un momento —interrumpió Pitt—. Sólo por curiosidad, ¿a qué profundidad nos encontramos?
Boland le lanzó una mirada inquisitiva y luego se volvió.
—¿Teniente?
El oficial de la sala de detección ya estaba trabajando con el sensor del sonar, observando con atención el sombreado irregular que aparecía en el papel de la impresora.
—Mil setecientos metros, señor.
—¿Algo extraño en ese dato? — inquirió Boland.
—Debería haber más profundidad —respondió Pitt—. ¿Podemos echar un vistazo a esos gráficos referentes al fondo del mar?
—Aquí, señor.
El teniente se acercó a una enorme mesa cubierta con un cristal mate y encendió el fluorescente instalado encima. Desenrolló un gráfico grande y lo sujetó al borde de la mesa.
—El fondo marino del Pacífico norte. Me temo que el esquema no es muy detallado. Se realizan pocas expediciones en esta zona para medir la profundidad.
De repente, Boland se sintió obligado a exhibir su buena educación.
—Dirk Pitt, le presento al teniente Stanley.
Pitt saludó con un movimiento de la cabeza.
—Muy bien, Stanley, veamos qué puede mostrarnos.
Se acodó sobre el canto de la mesa y observó los extraños contornos que representaban el fondo del océano Pacífico.
—¿Cuál es nuestra posición?
—Nos hallamos aquí, comandante. — Stanley hizo una pequeña señal en el gráfico—. 32° 10' norte, 151° 17' oeste.
—Por tanto, estamos situados sobre la zona de la fractura de Fullerton.
—Parece el nombre de una lesión futbolística.
Boland, inclinado también sobre la mesa, aclaró:
—No. Una zona de fractura es una grieta en la tierra, una veta que adquiere movimiento durante el proceso de desarrollo del fondo oceánico. Existen cientos de ellas en la zona comprendida entre este punto y la costa de California.
—Entiendo a qué se refiere con la cuestión de la profundidad. Según el gráfico, en esta área el fondo debería estar a más de cuatro mil quinientos metros.
Stanley subrayó la lectura de profundidad más cercana a la posición del Martha Ann.
—Es posible que nos encontremos cerca de una montaña submarina —dijo Pitt.
—El fondo está creciendo a babor —informó Boland con calma—. Setenta y cinco metros en kilómetro y medio. No debe extrañarnos este dato. Una montaña submarina poco elevada podría ser la causa de la escasa profundidad de este sector.
Pitt negó con la cabeza.
—El problema es que en el gráfico no aparece ninguna.
—Probablemente todavía no ha sido detectada y señalada.
—De todos modos, si la pendiente continúa ascendiendo, la cima no estará demasiado lejos. Usted manda, Paul, pero creo que convendría realizar una investigación. La cápsula de comunicaciones del Starbuck fue enviada por personas desconocidas después de que el submarino hubiera desaparecido. Es evidente que la nave yace en un punto cuya profundidad está dentro de nuestro alcance.
Boland se frotó los ojos con un gesto de cansancio.
—Parece lógico, pero tal vez ésta no sea la única montaña de la zona que no aparece en el gráfico. Podría haber cincuenta más.
—No podemos permitirnos ignorar ni siquiera una.
Boland se quedó pensativo. Luego se estiró y miró a Stanley.
—Teniente, programe el rumbo hacia una zona de mayor profundidad. Introduzca las lecturas del sensor en el ordenador y conecte el timón con el control centralizado. Manténgame informado de cualquier cambio repentino en la profundidad. Estaré en mi camarote. — Volviéndose hacia Pitt, agregó—: Y bien, ¿qué me dice ahora de esa copa?
El remolque con la cámara de televisión y los sensores del sonar fueron ensartados en cables de arrastre, se conectó el sistema de control centralizado al ordenador, y al cabo de diez minutos el Martha Ann reanudaba la marcha describiendo lentamente un amplio giro hacia el este. El timonel fumaba ociosamente en el umbral de la puerta de la cabina, mientras los radios del timón se movían como guiados por una mano invisible. El barco avanzaba a través del oleaje, y la tripulación estaba atareada examinando y comprobando un mar artesonado de cuadrantes oscilantes, luces de colores y monitores.
Pitt y Boland permanecieron en el camarote del capitán hasta media tarde. El tiempo transcurría con agónica lentitud, y los sensores del sonar no cesaban de indicar una ascensión constante del fondo marino. Una hora, dos, tres. Pitt se mantuvo ocupado repasando informes y datos referentes al Starbuck, mientras Boland se concentraba en idear planes de rescate por si el Martha Ann tenía la suerte de localizar el submarino. Eran las cuatro y media. Las frívolas sensaciones de los hombres que se hallaban en la cubierta y en la sala de máquinas derivaron inevitablemente hacia el tema de las mujeres; sólo aquellos que se encontraban en la sala de detección permanecían en silencio, atentos a los monitores e instrumentos. El parte que Stanley transmitía de vez en cuando por el intercomunicador para informar de que el fondo continuaba creciendo, mantenía cierto tono de normalidad en la embarcación. No existía tarea más aburrida que buscar un barco naufragado.
De repente, a las cinco en punto, la voz de Stanley atronó en los altavoces.
—¡El fondo ha ascendido doscientos setenta metros en los últimos ochocientos!
Pitt miró a Boland, y sin mediar palabra ambos se pusieron en pie de un salto y echaron a correr hacia la sala de detección. Stanley, inclinado sobre la mesa de gráficos, tomaba notas.
—Es increíble, señor. Jamás había visto nada semejante. Estamos a cientos de kilómetros de tierra firme, y el fondo ha crecido repentinamente hasta llegar a sólo trescientos sesenta metros de la superficie. Y sigue subiendo.
—Es un crecimiento exorbitante —dijo Pitt.
—Podría formar parte de la pendiente de las islas hawaianas —conjeturó Boland.
—Estamos demasiado al norte. Dudo que exista alguna relación. Esta montaña tiene entidad propia.
—¡Trescientos treinta metros! — exclamó Stanley.
—¡Dios mío! Crece treinta centímetros en vertical por cada sesenta horizontales —musitó Pitt.
—Si el fondo no baja de nivel, no tardaremos en encallar —susurró Boland. Se volvió hacia Stanley—. Desconecte el ordenador. Pilotaremos el barco con control manual.
Stanley sólo tardó cinco segundos en cumplir la orden.
—Ya estamos en sistema manual, señor.
Boland cogió el micrófono del intercomunicador.
—¿Puente? Aquí el capitán. ¿Qué se divisa a una distancia de setecientos cincuenta metros?
Una voz metálica contestó por el altavoz.
—Nada, señor. El horizonte está despejado.
—¿Ninguna señal de espuma?
—No, capitán.
Pitt miró a Boland.
—Pregúntele por el color del agua.
—Puente. ¿Algún cambio en el color del mar?
Tras un instante de vacilación, la voz respondió:
—Está adquiriendo un tono verdoso, señor, a babor, a unos cuatrocientos cincuenta metros de la proa.
—Doscientos cuarenta metros, y sigue subiendo —anunció Stanley.
—Esto se complica —comentó Pitt—. Esperaba un azul más claro para cuando la cima se aproximara a la superficie. El verde indica vegetación submarina, y es muy extraño que en estas latitudes crezcan plantas marinas.
—¿No son las algas un buen abono para el coral? — preguntó Boland.
—Sí, y las cálidas temperaturas de esta parte del océano también contribuyen a su desarrollo.
—El magnetómetro ha detectado un cuerpo sólido —informó un hombre de pelo rubio y rizado que se hallaba frente a una consola.
—¿Dónde? — solicitó Boland.
—A unos doscientos metros, posición doscientos ochenta grados.
—Podría tratarse de un vertido de grava —señaló Boland.
—Una segunda señal a trescientos metros, posición trescientos quince grados. Y otros dos contactos más. Dios, están alrededor de nosotros.
—Parece que vamos a tener bonanza —dijo Pitt sonriendo.
—Detengan los motores —ordenó Boland a través del intercomunicador.
—El nivel del fondo sobrepasa ya las cotas marcadas en el papel de la impresora —informó Stanley excitado—. Ciento treinta y cinco metros, y continúa ascendiendo.
Pitt echó un vistazo a las pantallas de televisión, donde todavía no aparecía nada, ni aparecería, ya que su visibilidad estaba limitada a treinta metros. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se secó el cuello y la cara, preguntándose por qué sudaba, ya que la sala de detección tenía aire acondicionado. Guardó descuidadamente el húmedo pañuelo en el bolsillo y dirigió la vista a los monitores.
Boland aún sostenía el micrófono en la mano. Se lo acercó a los labios, y Pitt oyó cómo la voz del comandante resonaba en el barco.
—Aquí Boland. Hemos acertado al primer intento. Las indicaciones señalan que nos hallamos sobre el cementerio del Triángulo del Pacífico. Que todo el mundo se mantenga en estado de máxima alerta. Desconocemos a qué peligro podemos enfrentarnos, de modo que no quiero que seamos sorprendidos con la guardia bajada. Como dato de interés, les comunico que es posible que éste sea el primer barco que llega a esta zona sin un solo desperfecto.
Pitt no apartaba la mirada de las pantallas. El fondo comenzó a vislumbrarse mientras el Martha Ann aún se movía por la inercia. El brillo difuminado del agua, producido por los rayos del sol, escindía la luminosidad de la superficie en delgadas estelas amarillas que, al penetrar en el mar, creaban una heterogénea gama de colores. Se distinguió un pez martillo, inmóvil en el líquido tridimensional, que, después de observar con precaución la gran sombra del casco, se desvaneció.
Boland puso la mano sobre el hombro del operador del magnetómetro.
—Cuando sobrepasemos el primero de los buques hundidos, indique el rumbo para llegar al siguiente. — Se volvió hacia Stanley—. Póngase en contacto con el teniente Harper, de la sala de máquinas. Ordénele que mantenga los motores a baja revolución.
En la sala de detección se respiraba un ambiente tenso. Transcurrieron dos interminables minutos a la espera de que las cámaras enfocaran los restos de un barco desaparecido mucho tiempo atrás.
En aquellos momentos, las pantallas mostraban el fondo del mar con toda claridad. La vegetación era exuberante y de formas extrañas, cuando el lugar debería haber aparecido tan yermo como un paisaje lunar. No se apreciaban señales de coral, sólo una ancha y frondosa mata de líquenes y algunas algas de exquisitos colores que, adheridas a un suelo rocoso e irregular, cambiaban continuamente de tono bajo la trémula luz que se filtraba desde la superficie. Pitt estaba fascinado. El escenario semejaba un espléndido jardín oriental sumergido en el océano.
Un joven de cabello largo que manejaba el sonar habló sin el menor entusiasmo:
—Nos acercamos a un barco naufragado, comandante.
—Muy bien, prepárese para realizar una comprobación en el ordenador.
—¿Para el registro? — preguntó Pitt.
—Para identificar la nave —respondió Boland—. Los bancos de datos contienen toda la información conocida sobre las embarcaciones desaparecidas. Hemos de constatar los datos que obtengamos con los que facilite el ordenador. Confiemos en que podamos sonsacar al mar algunos secretos.
—Ahí está —anunció Stanley.
Los tres hombres fijaron la mirada en las pantallas. La escena era intrigante. El barco, o lo que quedaba de él, estaba cubierto de una gruesa capa de vegetación. Dos mástiles, uno en la proa y otro en la popa, se elevaban hacia la luz con grotesca e irremediable desesperación. La única chimenea se hallaba intacta, aunque llena de óxido marrón, y trozos retorcidos de un metal indeterminado se diseminaban a lo largo de la cubierta. Mientras miraban la pantalla, una morena, de largo y verdoso cuerpo, se meneó con furia ante una portilla, abriendo y cerrando la boca amenazadoramente.
—Dios mío, ese monstruo mide al menos tres metros —exclamó Boland.
—Probablemente unos dos y medio, si tenemos en cuenta el aumento de las lentes de las cámaras —corrigió Pitt.
—Quizá he sufrido una alucinación —señaló Stanley—, pero acabo de ver en la bodega los restos de un tractor.
La conversación fue interrumpida por el zumbido del ordenador. El papel de la impresora comenzaba a amontonarse en el cubilete. En cuanto la máquina se detuvo, Boland arrancó la hoja y leyó en voz alta:
Los datos indican que probablemente se trata del Oceanic Star, un carguero liberiano de más de cinco toneladas de tara que transportaba goma y maquinaria agrícola; fue dado por desaparecido el 14 de junio de 1949.
En la sala de detección cesó toda actividad, y en medio de un profundo silencio los hombres miraron el papel que el comandante Boland sostenía en la mano. Nadie habló; nadie debía hacerlo. Habían descubierto la primera víctima del Triángulo del Pacífico.
Boland fue el primero en reaccionar. Sacó el micrófono de su soporte.
—Sala de transmisiones; aquí el capitán. Abran la frecuencia marítima. Envíen un mensaje en código dieciséis.
—Es un poco prematuro indicar ahora nuestra situación, ¿no? Todavía no hemos localizado al Star—buck —comentó Pitt.
—Cierto —admitió Boland—. Sé que me precipito, pero prefiero que el almirante Hunter conozca con toda exactitud nuestra posición, sólo por si acaso.
—¿Espera que surjan problemas?
—No vale la pena arriesgarse.
—El próximo contacto se encuentra en posición doscientos ochenta y siete grados —informó el operador de sonar.
Volvieron a centrar su atención en los monitores de televisión y esperaron hasta que apareció en pantalla la cubierta inclinada de un vapor, con la popa elevada y la proa perdida en la profundidad verde—azul. El remolque con la cámara pasó al lado de una enorme chimenea redondeada, y echaron un vistazo al oscuro interior. La zona intermedia del barco estaba repleta de válvulas y tuberías, aunque desprovista de estructura. En la popa se extendían varias cubiertas, de las cuales surgía una maraña de tubos de ventilación. La vegetación cubría las partes metálicas e incluso los cables enredados en los mástiles. Entre las jarcias nadaban peces de exóticos colores, como si el armazón del barco hundido se hubiera convertido en su zona de recreo particular.
Boland repitió en voz alta los datos exactos que aparecieron en el monitor del ordenador.
Ishiyo Maru, un petrolero japonés de ocho toneladas de tara, dado por desaparecido con la tripulación a bordo el 14 de septiembre de 1964.
—Dios —murmuró Stanley—. Este lugar es un auténtico cementerio. Empiezo a sentirme como un maldito sepulturero.
La lista de embarcaciones naufragadas se repasó seis veces más a lo largo de la hora siguiente. Cuatro mercantes, una goleta de gran tamaño y un rastreador de pesca fueron localizados e identificados. En la sala de detección la tensión aumentaba cada vez que se examinaba y analizaba un nuevo descubrimiento. Y curiosamente cuando se produjo el momento definitivo, para el cual el personal del Martha Ann se había concienciado, pilló a todo el mundo por sorpresa.
El operador de sonar se apretó de repente los auriculares contra las orejas y observó atentamente el panel con expresión incrédula.
—Se ha detectado un submarino en posición ciento noventa grados.
—¿Seguro?—preguntó Boland.
—Apuesto el buen nombre de mi madre, que en paz descanse. Tengo experiencia en identificar submarinos, comandante, y éste es uno de los grandes.
Boland cogió el micrófono.
—¿Puente? Cuando dé la señal, paren motores y echen el ancla. ¡Rápido! ¿Han entendido?
—Sí, señor —sonó una voz áspera por el altavoz.
—¿A qué profundidad nos encontramos? — preguntó Pitt.
Boland asintió.
—¿Profundidad? — repitió.
—Veintisiete metros.
Pitt y Boland se miraron.
—Esto agranda el misterio, ¿no le parece? — comentó Pitt con calma.
—Así es —murmuró Boland— Si el mensaje de Duprée era falso, ¿por qué incluyó el nivel correcto de profundidad?
—Probablemente nuestra mente directora consideró que nadie en sus cabales concebiría una lectura de veintisiete metros. Yo, que soy testigo de ello, no acabo de creérmelo.
—El objeto está entrando en el campo de visión de la cámara —anunció Stanley—. Ahí... ahí, tenemos un submarino.
Observaron una gran figura oscura que yacía bajo la quilla del Martha Ann. Para Pitt fue como contemplar una maqueta de una bañera. La longitud de la nave era al menos el doble que la de un submarino nuclear convencional. En lugar de la tradicional proa hemisférica, la parte delantera poseía un diseño más puntiagudo, y la habitual forma perfecta de puro había sido sustituida por un casco que acababa en punta y reflejaba de modo uniforme una clásica simetría en flecha. Asimismo, faltaba la gran torreta, semejante a una aleta dorsal, característica en otros submarinos. En su lugar destacaba un promontorio redondeado de menor tamaño. Coincidía con los demás submarinos en la presencia de los aviones de control situados sobre la popa, y de las dos hélices de bronce hábilmente disimuladas bajo el lustroso casco. La nave parecía descansar cómoda y serena, como si se tratara de un gigantesco habitante del mesozoico que echa una siesta a última hora de la tarde. Ese no era el aspecto que debería haber presentado, y a Pitt se le erizó el vello.
—Saquen el localizador —ordenó Boland.
—¿El localizador? — preguntó Pitt.
—Un zumbador electrónico de baja frecuencia —explicó Boland—. Si nos viéramos obligados a abandonar la zona, disponemos de un transmisor submarino que se coloca en el fondo del mar y emite señales periódicas. De ese modo, cuando regresáramos encontraríamos la posición sin dificultad alguna.
—La proa ha sobrepasado ya la nave hundida, comandante —dijo el operador de sonar.
Boland ordenó por el micrófono del intercomunicador:
—Paren los motores. Echen el ancla. — Se volvió hacia Pitt y preguntó—: ¿Vio el número de referencia del submarino?
—989 —respondió Pitt lacónicamente.
—Ése es el Starbuck —confirmó Boland con tono reverencial—. Creí que jamás localizaríamos el submarino.
—Diga mejor sus restos —añadió Stanley, palideciendo de repente—. Sólo de pensar en esos pobres desgraciados enterrados ahí abajo se me pone la carne de gallina.
—Ciertamente, provoca una extraña sensación —reconoció Boland.
—La sensación no es lo único raro —intervino Pitt sin alterarse—. Echen un vistazo más de cerca.
En aquellos momentos, el Martha Ann giraba alrededor del ancla, y la popa, impelida por la decreciente inercia, describía con lentitud un arco a poca distancia del submarino hundido. Las cámaras de televisión se colocaron en un ángulo que permitía enfocar el Starbuck. A continuación se centró la imagen, se fijaron las lentes y automáticamente se activó el zoom para realizar una inspección más detallada.
—El submarino está ahí, en el fondo, bien real y tangible —murmuró Boland despacio mientras observaba las pantallas—. La proa no está enterrada como sugería el informe de Duprée. Aparte de ese detalle, no aprecio nada anormal.
—Usted no es precisamente un Sherlock Holmes. ¿Nada anormal? — insistió Pitt.
—No se observan desperfectos en la proa —replicó Boland con calma—. Tal vez haya agujeros debajo del casco que no veremos hasta que lo saquemos fuera del agua. No encuentro nada extraño.
—Sólo una explosión muy potente originaría un agujero lo suficientemente grande para provocar el naufragio de una embarcación del tamaño del Starbuck a sólo veintisiete metros de profundidad —dijo Pitt—. A trescientos metros, una ligera fisura podría causar el desastre, pero en la superficie la nave sería capaz de aguantar cualquier cosa, a menos que se tratase de una colosal hendidura. Además, tras una explosión hubiesen quedado restos esparcidos por los alrededores; toda detonación forma un estropicio. Como puede comprobar, sobre la arena del fondo no hay más que un remache. Por cierto, ¿de dónde diablos ha salido esa arena? Hemos navegado a lo largo de muchas millas por encima de esta montaña submarina sin encontrar más que rocas melladas y vegetación. Sin embargo, ahí está el Starbuck, sobre el área arenosa más pulcra que jamás se haya visto.
—Podría ser una coincidencia —aventuró Boland con tranquilidad.
—¿Que el submarino se hundiera en el único punto en millas a la redonda donde el fondo es blando? Extremadamente dudoso. Abordemos ahora el tema más espinoso, una evidencia difícil de explicar. — Pitt se acercó a las pantallas—. Los restos de un barco hundido ofrecen mucha información. Para un biólogo marino representan el laboratorio perfecto. Si se conoce la fecha del naufragio, el científico puede establecer la tasa de crecimiento de diferentes clases de vida marina en el armazón hundido. Ahora, por favor, observe el casco exterior del Starbuck; está tan limpio y pulcro como el día que fue botado.
Todo el personal de la sala de detección abandonó los instrumentos para mirar las pantallas. Boland y Stanley, situados frente a Pitt, lo contemplaron. No necesitaban examinar los monitores para saber que aquel hombre tenía razón.
—Da la impresión —prosiguió Pitt—, al menos por lo que revela el exterior, que el Starbuck naufragó como muy tarde ayer.
Boland se pasó una mano por la frente con gesto de agotamiento.
—Salgamos a cubierta y hablemos de esto al aire libre.
En el lado de babor del puente, Boland se volvió para escrutar el mar. No tardaría en caer la tarde, y el azul del agua ya comenzaba a oscurecerse mientras el sol se reflejaba en las olas con un ángulo oblicuo. El comandante se sentía cansado y en lugar de hablar musitó, espaciando las palabras:
—Teníamos orden de encontrar el Starbuck. Una vez concluida la primera fase de la misión, hay que sacar el submarino a la superficie. Quiero que parta hacia Honolulú para recoger la patrulla de rescate.
—No lo juzgo aconsejable —replicó Pitt con calma—. Aún no estamos fuera de peligro. Pronto anochecerá, y precisamente el Starbuck desapareció cuando ya había oscurecido.
—No hay razón para que cunda el pánico. El Martha Ann dispone de suficientes equipos de detección para localizar un peligro procedente de cualquier dirección y cualquier distancia.
—Sólo cuentan con fusiles manuales —objetó Pitt—. ¿De qué sirve la detección si no pueden defenderse? Ha localizado el cementerio del Triángulo, pero ignora quién o qué causó los naufragios.
—Si el diablo y su flota de fantasmas todavía no han aparecido —afirmó Boland—, ya no lo harán.
—Allá usted, Paul. Es el responsable del barco y la tripulación. Una vez me haya marchado, puede despedirse de su última vía de escape.
—Muy bien, lo escucho —dijo Boland sin alterarse—. ¿Qué sugiere usted?
—Seguro que habrá adivinado la respuesta a la pregunta —respondió Pitt con impaciencia—. Propongo una inmersión hasta el submarino. Los instrumentos y las cámaras sin duda ofrecen mucha información, pero una inspección ocular en primer plano es de rigor. Pronto habrá oscurecido, y si ahí abajo hay algo tenemos que descubrirlo rápidamente.
Boland contempló con expresión ausente el sol que iba poniéndose.
—No disponemos de mucho tiempo.
—A nosotros nos bastará con cuarenta y cinco minutos.
—¿Nosotros?
—Yo y otro hombre; alguien con experiencia en tripular submarinos, si hay alguno a bordo.
—El oficial de navegación, el teniente March, sirvió durante cuatro años en submarinos nucleares y es un diestro submarinista.
—Parece un buen candidato. Me quedo con él.
Boland miró a Pitt pensativo.
—No es buena idea.
—¿Algún problema?
—No soy partidario de enviarlos abajo. El almirante Sandecker me cortaría el cuello si algo les sucediera.
Pitt se encogió de hombros.
—No es probable.
—Se muestra bastante confiado.
—¿Por qué no? Cuento con el apoyo de los instrumentos de detección más precisos, y los controles no han acusado ninguna presencia extraña.
alrededor del casco del Starbuck. ¿Cuál es el riesgo?
—Ordenaré al teniente March que lo ayude con el equipo de inmersión —concedió finalmente Boland—. Hay una escotilla por encima de la línea de flotación de estribor en medio del navío. March se reunirá con usted allí. Recuerde, sólo un reconocimiento visual. Cuando haya realizado la inspección, regrese inmediatamente. — Dicho esto, se alejó hacia la timonera.
Pitt permaneció en el ala del puente, esforzándose por mantener una expresión resuelta. Sentía remordimientos, pero enseguida se libró de ellos.
«Pobre Boland —pensó—. No sospecha qué me propongo.»
9
Sumergirse hasta un barco hundido es una experiencia excitante y al mismo tiempo aterradora que las ánimas más impresionables han comparado con la idea de nadar a través del esqueleto putrefacto del cadáver de Goliat. El corazón del submarinista late a un ritmo frenético mientras un miedo injustificado le bloquea la mente. Quizá quepa atribuirlo a la visión romántica de viejos y fantasmales capitanes barbudos que pasean por la timonera, o a la superstición de fogoneros sudorosos y malhablados que echan carbón en antiguas calderas ardientes; o tal vez a la fértil imaginación de marineros de pecho tatuado que regresan al barco borrachos y tambaleándose después de haber pasado una noche de juerga en un tranquilo puerto tropical.
Pitt ya había experimentado esas extrañas sensaciones en anteriores inmersiones para explorar naufragios. Sin embargo, el caso del Starbuck era distinto a los demás. Posado sobre el fondo del mar, el submarino presentaba un aspecto perfectamente normal. Si el mundo sumergido era un territorio ajeno a un navío de superficie, con certeza constituía el hábitat natural de un submarino. Pitt casi esperaba que en cualquier momento surgieran sacos de lastre de los respiraderos principales y las grandes hélices de bronce comenzaran a girar mientras la larga figura negra retornaba a la vida.
Pitt y March nadaron lentamente junto al casco, a escasos centímetros del despejado fondo marino. El teniente, que portaba una cámara submarina Nikonos, apretó la palanca del obturador, y la luz del estroboscopio relampagueó como si se tratara de una repentina tormenta eléctrica en medio de un cielo encapotado. Sólo las burbujas de aire rompían la calma. Bancos de peces de brillantes colores se deslizaban alrededor de las dos criaturas que habían invadido la intimidad de sus dominios.
Un pez ángel, negro y amarillo, se acercó a ellos con curiosidad. También divisaron un banco de al menos cuarenta peces loro que meneaban la cola. Un tiburón pardusco de aleta blanca, que medía alrededor de un metro ochenta, pasó por encima de ellos sin prestarles atención; en el mar abundaban manjares tan sabrosos y exquisitos que la idea de devorar a un hombre no le resultaba atractiva.
Pitt reprimió el deseo de admirar la escena. Había mucho trabajo que hacer y muy poco tiempo. Agarró con fuerza la larga vara de aluminio que llevaba en la mano derecha y que March había bautizado como «el Dragón Mágico Barf»; un tubo cilindrico de tres puntas semejantes a agujas que a Pitt le recordaba la herramienta que los barrenderos utilizaban para pinchar los papeles arrojados en el suelo. De hecho, se trataba del arma contra tiburones más mortífera que se había diseñado hasta la fecha. Arpones, repelentes, detonadores que disparaban balas de escopeta; todos funcionaban con distintos grados de eficacia contra el odiado enemigo del hombre, pero ningún método era tan seguro y fiable como el Dragón Mágico Barf. Pitt había visto comercializados modelos del artefacto antiescualos más pequeños y menos potentes que la versión de la armada. Básicamente era una pistola, con un engañoso aspecto inofensivo, capaz de eliminar un tiburón. Si alguno de los monstruos de dientes afilados se aproximaba demasiado, el submarinista debía limitarse a clavar las puntas en forma de aguja en la áspera piel del animal y apretar el gatillo. Entonces, una pequeña bombona de dióxido de carbono salía disparada y se introducía en el cuerpo del tiburón. La explosión de gas subsiguiente provocaba que los órganos vitales del despiadado villano fueran expulsados por la boca al tiempo que el animal entero se hinchaba como si fuera un globo. Pero ni siquiera esa carnicería bastaría para matar a la bestia. Sólo después de que el gas forzara al cuerpo del animal a aflorar a la superficie, éste acabaría por fin asfixiándose. Los tiburones carecen de vejigas natatorias o branquias. Incapaces de flotar, deben mantenerse continuamente en movimiento para absorber oxígeno por la boca y exhalarlo por las agallas. Si un tiburón no se mueve, no respira.
March apretó el obturador de la cámara, corrió el carrete y accionó la palanca una vez más. Luego indicó a Pitt que subieran. Nadaron lentamente hasta superar el nivel de la cubierta y sobrepasaron la escotilla cerrada de la boya de señalizaciones, las válvulas de salida de lastre y las abrazaderas de las amarras.
Pitt observó la expresión de March a través de la mascarilla; la mirada del joven estaba dominada por el miedo a lo que pudiera haber al otro lado del casco de presión. El teniente levantó la cámara y señaló hacia la superficie; el carrete estaba terminándose. Pitt negó con la cabeza, cogió la pizarrilla rectangular que llevaba sujeta al cinturón de contrapeso y escribió en ella tres palabras con un lápiz graso: «escotilla de escape».
March leyó el mensaje escrito y apuntó con un dedo el reloj submarino que llevaba en la muñeca. Pitt no necesitaba hacer comprobaciones; ya sabía que en las bombonas sólo quedaba aire para veinte minutos más. Levantó de nuevo la pizarrilla y agarró con fuerza al joven teniente del brazo hasta clavarle los dedos en la carne, para que comprendiera la urgencia de la orden. A March se le dilataron las pupilas. Miró hacia arriba, a la sombra del casco del Martha Ann, consciente de que ambos eran observados a través de las cámaras de televisión. Se mostró vacilante con la intención de dejar correr el tiempo, hasta que el reloj les obligara a emerger a la superficie.
No consiguió engañar a Pitt, quien volvió a hincarle los dedos en el brazo y lo pellizcó con fuerza. El gesto resultó efectivo. March asintió, se apresuraron a dar la vuelta y nadaron hacia la proa del Starbuck, como Pitt deseaba.
Este permaneció casi encima de las aletas de March, surcando el chorro de burbujas que salía de la válvula de escape de la bombona que el teniente llevaba a la espalda. En cuestión de segundos, las sombras de los dos submarinistas sobrepasaron con cautela el casco y se situaron de nuevo sobre la cubierta del Starbuck. Un cangrejo interrumpió bruscamente su paseo por el pasillo de proa, se escabulló a toda prisa con un rápido movimiento para deslizarse por el casco redondeado y se dejó caer de lado realizando un perfecto aterrizaje sobre la arena del fondo. March estaba tan asustado como el cangrejo. Pitt advirtió que el teniente se estremecía al observar la escotilla de escape, imaginando el horripilante espectáculo que encontraría allí abajo.
«Ábrala», escribió Pitt en la pizarra.
March lo miró perplejo, se inclinó poco a poco y se arrodilló sobre la escotilla al tiempo que giraba con fuerza la rueda de apertura. Pitt golpeó suavemente la tapa con la punta del Barf, y el agua amplificó el sonido metálico. Alentado a actuar con vigor, March giró la rueda hasta que se le tensaron las venas del cuello, pero no cedió. El teniente descansó unos instantes y lanzó a Pitt una mirada inquisitiva y llena de rabia. El comandante levantó tres dedos y señaló la rueda, indicando un tercer intento. Se situó delante de March y colocó la culata del Barf entre los radios de la rueda a modo de palanca. Entonces hizo una señal a March con la cabeza.
Los dos giraron la rueda a la vez. Finalmente se movió, apenas un centímetro al principio; una vez roto el precinto, no costó ningún esfuerzo dar vueltas hasta que se desenroscó por completo. March abrió la tapa y miró hacia abajo, a la cámara de aire. Que existiera el mismo nivel de presión en la cámara y el exterior era mala señal. Pitt comprendió que su gran plan empezaba a desmoronarse, pero aún guardaba una carta en la manga y sólo un minuto para jugarla.
Pitt borró las palabras de la pizarra y escribió: «¿Está en condiciones de entrar en acción?»
March sacudió la cabeza, estremecido al pensar en la horripilante sugerencia que encerraba la pregunta de Pitt. Cogió su pizarra y respondió: «Nada lograremos sin luz.»
Pitt garabateó: «¡Lo intentaremos!»
March decidió que de nada servía oponerse. Vaciló unos instantes mientras se armaba de valor y se adentró en la oscuridad de la cámara de aire. Pitt esperó fuera hasta que March consiguió orientarse gracias a la débil luz que se filtraba desde arriba. Cuando tuvo bien asidas las válvulas de aire, March hizo una señal a Pitt con la cabeza y éste se dejó caer junto a él, cerrando tras de sí la escotilla.
El compartimiento de salida era un recinto tubular construido dentro del casco del submarino. Con capacidad para seis personas, había sido diseñado de tal modo que la tripulación, al abandonar la nave siniestrada, pudiera entrar, precintar la escotilla interior y salir fuera gracias a una válvula de aire. Cuando la presión del agua en el exterior se igualase con la presión interna y el aire que quedara fuese expulsado, los náufragos sólo debían abrir la escotilla y ascender a la superficie. Pitt y March realizarían el proceso a la inversa, vaciando primero el agua y entrando después en el interior, que Pitt esperaba estuviera seco.
Inmerso en la negrura absoluta de la cámara, March sólo podía calificar la operación de locura, de pura locura. Habría sido más simple abrir la escotilla interior sin necesidad de adentrarse en los oscuros confines del compartimiento. ¿Para qué perder el tiempo esforzándose inútilmente por nivelar la presión cuando el submarino estaría lleno de agua? En el interior tan sólo encontrarían tinieblas y cadáveres hinchados y descompuestos. También ellos dos morirían si no se apresuraban. El teniente temía que en cualquier momento se terminasen sus reducidas reservas de aire.
«Es una locura», pensó de nuevo, desesperado. Aunque sabía que era imposible, tenía la impresión de estar sudando. Se acercó de nuevo a la válvula. El aire soplaba suavemente dentro de la cámara, y comenzó a vaciarse de agua.
«Debe ser un sueño», se dijo March.
Era imposible que aquello sucediera. Notó en el cuerpo el descenso de presión y, aunque no podía verla, sabía que la mano que tenía alzada estaba ya por encima del nivel del agua. Después sintió en el rostro el chapoteo de un suave oleaje. Si no hubiese tenido la boquilla del regulador de aire bien apretada entre los dientes, se habría quedado boquiabierto, perplejo. Tratando de superar la conmoción y mantener el control, buscó a tientas el interruptor, que suponía se hallaría cerca de la válvula de emisión de aire. Debido al apresurado rastreo, se desolló los nudillos antes de palpar el pulsador de goma. Entonces lo apretó, y la luz se hizo en el compartimiento de salida.
March se quedó paralizado por lo que vio. Pitt permaneció delante de él, apoyado contra el mamparo con reposada indiferencia hacia el ambiente que lo rodeaba. Se levantó la mascarilla, echándola hacia atrás sobre el pelo negro como el ébano, y dejó caer la boquilla sobre su ancho pecho. Se volvió hacia March, parpadeando bajo la luz deslumbrante mientras las comisuras de los labios se estiraban para dibujar una sonrisa en el rostro tenso y rígido. Finalmente March escupió la boquilla.
—¿Cómo podía usted saber que resultaría? — preguntó entre jadeos.
—Una suposición bien fundamentada —respondió Pitt sin conceder importancia al asunto.
—Las luces, el restablecimiento de la presión... —comentó March, aturdido—. El reactor nuclear aún debe funcionar.
—Eso parece. ¿Echamos un vistazo?
A March le asombraba la calma glacial de Pitt.
—¿Por qué no? — contestó con un gruñido ronco, intentando aparentar tranquilidad.
En aquellos momentos, el compartimiento ya se había vaciado de agua por completo, y el teniente miró hacia abajo, a la escotilla interior del Starbuck.
Se desprendieron de las bombonas de oxígeno, las mascarillas y las aletas con la certeza de que al igual que en la cámara de salida, habría aire respirable en el resto del submarino. March se arrodilló en los dos dedos de agua que todavía quedaban en la escotilla interior y procedió a girar la rueda. En esta ocasión apenas costó abrirla. Del interior de la nave sopló una corriente de aire que originó un borboteo de pequeñas burbujas alrededor del borde de la tapa. El teniente se inclinó e inhaló el aire que salía.
—Está bien.
—Ábrala un poco más.
March giró la rueda hasta que otra pequeña corriente agitó el agua del suelo. Entonces la presión se niveló y el líquido gorgoteó bajo la escotilla. March sintió una aprensión desesperante; esta vez el sudor frío que le rezumaba de los poros de la piel era bien real. Alzó la tapa con precaución hasta levantarla por completo y luego se apartó rápidamente hacia un lado. No estaba en absoluto dispuesto a entrar en primer lugar en aquella cripta impía. En realidad, no debía haberse preocupado por ese detalle, pues Pitt se apresuró a pasar delante de él, bajó por la escalera y se perdió de vista.
Fue a parar al compartimiento delantero de misiles, una sala bien iluminada, estrecha y vacía. Todo parecía en orden, como si los usuarios hubiesen salido un rato para jugar a cartas en la sala de oficiales o merendar en el comedor de la tripulación. Las literas situadas detrás del depósito de misiles estaban hechas; las placas metálicas de las tapas traseras de los torpedos brillaban, y el sistema de ventilación funcionaba con normalidad. Lo único que se movía era la oscura figura de Pitt, que avanzaba con dificultad a lo largo de un mamparo. Regresó a la escotilla de salida y miró hacia arriba.
—Aquí no hay nadie. Baje y traiga el Barf.
Podría haberse ahorrado las palabras, pues March ya descendía por la escalera con el arma y la caja de la cámara a cuestas. Le entregó la pistola de dióxido de carbono y examinó el recinto. El miedo dio paso a la sorpresa cuando comprobó que Pitt no había bromeado al asegurar que el lugar estaba vacío.
—¿Dónde está la gente?
—Averigüémoslo —propuso Pitt con calma. Luego señaló con la cabeza la cámara fotográfica del teniente—. ¿Piensa protegerse con eso?
March forzó una sonrisa.
—Quedan aún ocho fotos. Aunque no le alegrará demasiado nuestra incursión en el interior del submarino, al comandante Boland le gustará ver qué hemos descubierto.
—No hay nada peor que un comandante burlado —observó Pitt—. Asumiré toda la responsabilidad.
—Sin duda nos habrán visto entrar en la escotilla por las pantallas de televisión —dijo March con inquietud.
—Lo primero es lo primero. Me propongo realizar una excursión por la nave con un guía personal tan experto como usted.
—Serví en un submarino de ataque. El Starbuck es una maravilla de la ingeniería que ninguno de nosotros podía imaginar cinco años atrás. Dudo que logre encontrar el lavabo más próximo.
—Tonterías —exclamó Pitt, animoso—. Si ha visto un submarino, los ha visto todos. ¿Adonde se irá por aquí? — preguntó señalando una puerta del mamparo posterior.
—Probablemente habrá una escalera de cámara que conducirá al comedor de la tripulación a través del depósito de misiles.
—Muy bien, vamos.
Pitt alzó el pestillo de la puerta, cruzó el umbral y entró en un compartimiento de dimensiones similares a las cavernas Carlsbad. Era enorme; tenía al menos cuatro pisos de altura, y albergaba un laberinto de tubos de intercambio de calor, sistemas de transmisión, generadores, calderas, y dos turbinas gigantescas.
«Una central eléctrica —pensó Pitt—; una de esas centrales, como las de las compañías eléctricas y de gas, abarrotadas de cañerías y máquinas de pesadilla.» Mientras Pitt observaba asombrado la enormidad de la sala, March pasó junto a él y lenta, casi hipnóticamente, acarició algunos de los equipos con las manos.
—Dios mío —exclamó el teniente—. Lo consiguieron. Lograron emplazar los reactores en la sala de máquinas y colocarlos en la parte delantera de la nave.
—Creía que los reactores nucleares debían instalarse en compartimientos aislados debido al peligro de radiación.
—Se ha mejorado mucho el control, hasta el punto de que una persona que trabajase dentro o alrededor del reactor durante casi un año recibiría menos radiación que un operador de rayos X en una semana.
March se acercó a una máquina grande, semejante a una caldera, que medía al menos seis metros de altura, y la examinó con detenimiento. Luego inspeccionó los tubos de intercambio de calor hasta la parte final, donde confluían con las turbinas principales de propulsión.
—El reactor de estribor está apagado —dijo con tranquilidad—, pero el de babor está conectado. Por eso el sistema suministra energía.
—¿Cuánto tiempo podría funcionar tal como está ahora, sin que nadie lo vigile o controle?
—Seis meses, quizá un año. Es un sistema moderno, muy avanzado. Tal vez podría seguir activado más tiempo.
—¿No le parece que ésta es una sala de máquinas excepcionalmente limpia?
—Es evidente que alguien se ha encargado de mantenerla en buen estado —reconoció March, mirando inquieto hacia atrás.
—Será mejor que sigamos —ordenó Pitt bruscamente.
Subieron por una escalera que conducía a otra puerta y traspasaron el umbral. Se hallaban en el comedor de la tripulación; una sala espaciosa pulcramente amueblada con mesas largas y anchas cubiertas de hules azul oscuro. De hecho guardaba más parecido con una cafetería que con el comedor de un submarino. Las parrillas de los fogones estaban frías. También allí todo se encontraba limpio y en orden. No había ollas o cacerolas amontonadas, ni un plato sucio, ni siquiera una miga en el suelo. Pitt no pudo evitar sonreír al pasar frente a un televisor en color de 32 pulgadas y un enorme equipo estereofónico. Había algo que no cuadraba. De hecho, nada encajaba en aquella desierta nave de locura. De repente, se le hizo la luz; una pequeña pieza del misterioso rompecabezas.
—No hay papel —pensó Pitt en voz alta.
March lo miró.
—¿No hay qué?
—No hay papel por ninguna parte —murmuró Pitt—. Aquí es donde la tripulación pasaba el tiempo, ¿verdad? Entonces ¿por qué no hay cartas, revistas o libros? ¿Y por qué no hay sal y pimienta, ni azúcar...?
Se interrumpió de pronto y echó a correr hacia los fogones. Abrió las puertas de los armarios de la cocina y la despensa y comprobó que sólo había utensilios de cocina y platos. Observó con curiosa satisfacción las partículas de óxido de la vajilla.
March contemplaba reflexivo a Pitt por encima de la barra.
—¿Qué ha descubierto?
—Estos armarios se inundaron —explicó Pitt lentamente.
—Imposible —replicó el teniente—. La sala de máquinas y los reactores...
—El agua jamás llegó a entrar allí dentro —concluyó Pitt—. Ese detalle es indiscutible. Un reactor nuclear no se seca por completo como si fuera la colada; en cambio una cocina anegada sí puede volver a ponerse en condiciones.
Cerró con cuidado los armarios.
Recorrieron deprisa un largo pasillo, dejando atrás el comedor de oficiales, las salas de estar y el camarote del capitán. Pitt registró brevemente las dependencias del comandante Duprée sin encontrar nada, ni siquiera ropa. En esos momentos se sintió como si se hallara en la habitación de un hospital donde un paciente acabase de fallecer y los enfermeros se hubieran encargado de deshacerse de todos sus efectos personales.
A paso ligero, sin hablar, Pitt avanzó por el pasillo, se detuvo ante una habitación que acertadamente supuso se trataba de la sala principal de control y entró. Con el Barf bien asido, caminó sigilosamente junto a varias hileras de equipos electrónicos. Examinó los paneles, los manómetros, el monitor del radar, los gráficos iluminados y las pantallas de rastreo. Le resultaba difícil creer que se encontraba en un submarino sumergido en lugar de en una sofisticada unidad de mando del Instituto de Investigación Espacial. El Starbuck funcionaba sin supervisión humana, a la espera de que llegara el día en que se le diera la orden de despertar y surgir de entre las aguas.
Finalmente Pitt halló lo que buscaba: la puerta de la sala de comunicaciones. El equipo le pareció triste y desamparado, como si en cierta manera esperase que el operador se presentase en cualquier momento. Se sentó y, abriendo el armario más cercano, sacó un manual sobre el manejo de la radio.
«¡Bien por la armada! — pensó—; las instrucciones de funcionamiento siempre están a mano.»
Se inclinó sobre el transmisor y activó los diales e interruptores necesarios. Luego se volvió hacia March.
—Localice el control de la antena y despliéguela por completo.
El teniente tardó apenas un minuto en encontrar y poner en marcha la antena superior. Entonces Pitt cogió el micrófono. Enfrascado en la expedición e intrigado por la misteriosa soledad del submarino, había olvidado completamente el viaje de regreso a la superficie. Ajustó la frecuencia al sistema de transmisión marítima, consciente de que el mensaje sería recibido en el bunker de Pearl Harbor.
«A raíz de esto, quizá algunos creerán en fantasmas», pensó con malicia.
A continuación pulsó el botón de «transmitir».
—Hola, hola, Martha Ann. Aquí el Starbuck. Repito, aquí el Starbuck. ¿Me reciben? Cambio.
Boland no se había quedado con los brazos cruzados. En cuanto Pitt hubo cerrado la escotilla de salida del Starbuck, el comandante ordenó a dos de sus mejores hombres que se prepararan para una inmersión. La misión consistiría en llevar bombonas de oxígeno de repuesto para sustituir las de Pitt y March, que, supuso Boland, seguramente estarían ya casi vacías. Dio un puñetazo de impotencia sobre la mesa de gráficos. Los dos exploradores permanecían demasiado tiempo en el interior del submarino; debían de haber quedado atrapados en el compartimiento de salida.
«Maldito Pitt —pensó Boland—, maldito sea por cometer tan estúpida imprudencia.»
Cogió el micrófono del intercomunicador.
—Atentos los hombres de la plataforma de inmersión. Disponen de menos de cinco minutos para sacarlos de allí abajo, de modo que muévanse.
Colocó de nuevo el micrófono en el soporte y se volvió hacia las pantallas de televisión, donde fijó la mirada con expresión fría e impasible.
—¿Cuánto tiempo les queda?
Stanley consultó el reloj por enésima vez.
—Si no se afanan, como mucho tres minutos más.
Mientras observaban a los submarinistas lanzarse al agua y nadar con energía hacia la nave hundida, se oyeron unos pasos procedentes del pasillo exterior. El contramaestre irrumpió en la sala de detección.
—¡Ya los tenemos! — exclamó—. ¡Recibimos la señal de radio del Starbuckl
—¿De qué está hablando? — preguntó Boland bruscamente.
—Hemos establecido comunicación verbal con el Starbuck —respondió despacio el contramaestre.
El operador de radio creía que el contramaestre aún no había llegado a la sala de detección, cuando Boland se apoyó sobre su hombro. Levantó la mirada y afirmó:
—Tanto si lo cree como si no, señor, el comandante Pitt está llamándonos desde el interior del submarino.
—Póngame en contacto con él y pase la señal de Pitt por los altavoces —ordenó Boland, que no podía disimular su entusiasmo; después de todo, quizá Pitt podría realizar lo imposible.
—Starbuck —transmitió Boland—, aquí el Martha Ann. Cambio.
Boland miró el altavoz como si esperase que Pitt fuera a surgir de él en persona.
—Martha Ann, aquí el Starbuck. Cambio.
—¿Es usted, Pitt? Cambio.
—En carne y hueso.
—¿Cómo se encuentra?
—Estamos bien. March le envía cariñosos saludos. — Pitt alzó la voz—. El Starbuck no está inundado. Repito, el Starbuck no está inundado. Si dispusiéramos de diez hombres más, podríamos llevar el submarino a puerto.
—¿Y la tripulación?
—Ni rastro, como si jamás hubiese existido.
Boland guardó silencio, tratando de asimilar las palabras de Pitt e imaginar una nave desierta y fantasmal. No era consciente de cuanto sucedía alrededor de él; ni siquiera advirtió que la mitad de la tripulación del Martha Ann se había reunido en el pasillo, aturdida y en silencio. Si primero triunfó una estremecedora reacción de incredulidad, poco a poco venció la angustiosa e insufrible convicción de que los hechos expresados por Pitt eran ciertos.
—¡Por favor, repita!
—La embarcación está completamente desierta, al menos desde el compartimiento delantero de misiles hasta la sala principal de control, situada en medio del submarino. Todavía no hemos explorado las dependencias posteriores. Alguien ha sido tan amable de seguir pagando los recibos de la luz. El reactor de babor suministra energía.
Boland sintió que las rodillas le flojeaban. Vaciló, se aclaró la garganta y dijo:
—Usted y March ya han contribuido a la causa. Diríjanse a la escotilla de salida y regresen al Martha Ann. Ya he enviado a algunos hombres con bombonas de oxígeno de repuesto para que los ayuden en la ascensión. ¿Está el teniente March por ahí?
—No, señor. Ha ido a popa para comprobar si hay compartimientos inundados y asegurarse de que los misiles Hyperion continúan sujetos en los soportes.
—Supongo que es consciente de que la emisión está siendo recibida por cualquier aparato conectado a esta frecuencia en un radio de mil seiscientos kilómetros.
—¿Quién daría crédito a un mensaje procedente de un submarino hundido hace seis meses?
—Nuestros amigos rusos, por ejemplo. — Boland se interrumpió para secarse la frente con un pañuelo—. Sugiero que acaben ya. En cuanto March haya regresado, vuelvan a la superficie. El almirante podría llamar para solicitar un informe completo. Y tampoco es cuestión de que la señal de radio sea interceptada. ¡Es una orden!
Boland casi pudo ver la sonrisa en el rostro de Pitt.
—Muy bien, papaíto. Prepare el bar. Estaremos ahí en...
La voz de Pitt dejó de oírse. El único sonido que el altavoz emitía era el chirrido apagado que se produce entre las transmisiones. Boland se llevó de nuevo el micrófono a los labios, achicando los ojos por un creciente temor.
—No lo recibo, Starbuck. Por favor, repita.
Por el altavoz sólo se oía el chirrido apagado.
—Venga, Pitt. Maldita sea, ¿por qué no contesta?
La única respuesta fue el silencio.
10
Sentado, inmóvil y boquiabierto, Pitt contemplaba al aparecido que, con mirada de loco y barba poblada, se erguía en el umbral de la puerta de la sala de comunicaciones. Permaneció sentado mientras asimilaba la impresión, confiando en que aquel ente repulsivo y pestilente se esfumara como alucinación que era. Parpadeó, con la esperanza de borrar aquella imagen, y el ser contestó con otro pestañeo.
De pronto la aparición abrió la boca, y una voz ronca susurró:
—¿Quién es usted? No es uno de ellos.
—¿Qué quiere decir? — respondió Pitt con calma.
—Lo matarán si se enteran de que ha utilizado la radio. — La voz sonaba remota y distante.
—¿Quiénes?
Pitt tendió la mano hacia el Barf y la cerró alrededor de la empuñadura. El ser del umbral no pareció percatarse de ello.
—Usted no es de aquí —prosiguió el fantasma con cierta sorpresa—. No viste como los otros.
El hombre se cubría con unos sucios harapos que parecían el mono de un suboficial de la armada, y no había señales de galones. La mirada era inexpresiva, y el cuerpo delgado y consumido. Pitt decidió probar suerte.
—¿Es usted el comandante Duprée?
—¿Duprée? — repitió el hombre—. No, soy Farris, el marinero de primera Farris.
—¿Dónde están los demás, Farris? El comandante Duprée, los oficiales, el resto de la tripulación.
—No lo sé. Ellos aseguraron que los matarían si yo tocaba la radio.
—¿Hay alguien más a bordo?
—Siempre tienen dos guardias apostados.
—¿Dónde?
—Podrían estar en cualquier parte.
—¡Oh, Dios mío! — exclamó Pitt con voz entrecortada, mientras el cuerpo se le ponía repentinamente tenso—. ¡March!
Se levantó de un salto y arrastró a Farris hasta la silla del operador de radio.
—Espere aquí. ¿Me comprende, Farris? No se mueva.
El marinero asintió y musitó:
—Sí, señor.
Con el Barf bien sujeto, Pitt atravesó a toda prisa los diversos compartimientos, deteniéndose cada pocos segundos para aguzar el oído. No había rastro del teniente March, y el único sonido que se oía era el zumbido de los conductos de ventilación. Entró en una sala que enseguida reconoció como la enfermería. Había una mesa de operaciones, armarios llenos de frascos bien etiquetados, instrumentos quirúrgicos, un aparato de rayos X e incluso una silla de dentista. También vio un bulto extrañamente doblado entre las camas pegadas al mamparo del fondo de la habitación. Pitt se agachó a sabiendas de a quién correspondía aquella figura retorcida.
March estaba tendido de costado, con los brazos y las piernas doblados de un modo elásticamente grotesco, mientras sus fluidos vitales formaban alrededor del cuerpo un charco a punto de coagularse. De dos pequeños agujeros brotaba sangre que se deslizaba desde el pecho hasta el final de la columna vertebral. Estirado sobre el frío suelo de acero, el teniente tenía los ojos abiertos, con la mirada dirigida hacia la sangre derramada. Movido por un instinto ancestral, Pitt se agachó con delicadeza para cerrarle los ojos.
Entretanto, una sombra se arrastró horizontalmente a través de la cubierta y luego en sentido vertical por el mamparo. Pitt saltó describiendo media circunferencia, clavó la punta del Barf en el estómago de su agresor y apretó el gatillo. La oscura silueta sobre el blando tabique descubrió la forma borrosa de una pistola o una porra, de modo que si Pitt hubiese reaccionado sólo una fracción de segundo más tarde, habría muerto como March. Dada la precipitación de los hechos, Pitt apenas tuvo tiempo de ver que el asaltante era un hombre alto y velloso, con un pequeño trapo verde como única vestimenta. El rostro, de ojos azules y coronado por una poblada masa de cabello rubio, reflejaba una expresión inteligente, astuta. El desconocido murió en cuestión de segundos, y a Pitt pronto se le borrarían de la mente sus rasgos físicos.
El dióxido de carbono silbaba mientras introducía una presión enorme en la flexible carne humana. El cuerpo del hombre se hinchó al instante, degenerando en una horrible y deformada monstruosidad, mientras la barriga sobresalía junto con los pequeños michelines de entre las costillas. La mirada de desesperado horror desapareció rápidamente cuando las tripas salieron disparadas por la nariz y las orejas, originando una fina lluvia orgánica que salpicó el suelo en dos metros a la redonda. La boca se contorsionó hasta doblar su tamaño normal, mientras una gran masa de tejidos sanguinolentos y trozos de órganos internos fue vomitada en una cascada de materia roja y viscosa sobre el torso abotagado. Los ojos saltaron de las cuencas y quedaron oscilando sobre las henchidas mejillas. Los brazos se abrieron hacia los lados, y la figura, espantosamente deformada, cayó de espaldas sobre el suelo, deshinchándose poco a poco hasta recobrar el tamaño anterior mientras el dióxido de carbono escapaba a través de los orificios del cuerpo.
Pitt, con la bilis retenida en la garganta, se volvió para no presenciar el desagradable espectáculo. Se agachó para levantar el cadáver de March y lo depositó con cuidado sobre una cama. Cubrió al joven teniente con una manta. La mirada de Pitt transparentaba tristeza y resentimiento. Se arrodilló junto al cuerpo inmóvil, como si fuera a decir: «No debería haberle dejado morir. Maldita sea, March. No debería haberle dejado morir.»
Se puso en pie tambaleándose. En aquellos momentos, la situación había cambiado drásticamente. El Triángulo había hecho blanco muy cerca de casa.
Se volvió de nuevo hacia el cadáver que yacía en el suelo y se dio cuenta de que tenía ante sí la primera evidencia tangible. No se trataba de un ser sobrenatural procedente del espacio exterior, sino de un ser humano con brazos y piernas, que sangraba como todo el mundo.
No esperó a toparse con más desconocidos. Si había algún otro sujeto acechando por los alrededores, no podría matarlo como al primero, pues la cámara de gas del Barf permitía un único disparo. Pitt se sintió indefenso, hasta que de repente recordó un detalle: el arma que había visto en la sombra de la pared, la misma que había causado la muerte de March. Enseguida la halló debajo de la mesa de operaciones. Parecía más un guante pequeño con el dedo índice alzado que una pistola normal. La empuñadura tenía cinco muescas donde cada dedo encontraba su propio apoyo y sujeción, de modo que la mano se ajustaba perfectamente a la culata del arma. Sólo un cañón corto, de unos cinco centímetros de largo que sobresalía por encima del pulgar, indicaba una cámara de tiro. No había gatillo como tal, sino un pequeño botón dispuesto para que la punta del dedo se apoyara sobre él y accionara el arma con la menor presión.
Pitt decidió no perder tiempo probando la pistola. Se dirigió a toda prisa a la sala de comunicaciones, cogió a Farris del brazo, ignorando las protestas del marinero, y corrió hacia la escotilla de salida. Casi lo habían logrado. Diez pasos más a través de la sala de máquinas y reactores y habrían alcanzado la puerta del compartimiento de misiles. Pitt se detuvo súbitamente y retrocedió, chocando contra Farris, que caminaba detrás de él. Frente a ellos había un hombre gigantesco vestido sólo con unos pantalones cortos verdes que empuñaba la misma clase de extraña pistola que Pitt.
Este estaba de suerte, ya que el factor sorpresa le favorecía. Esperaba y temía una confrontación inoportuna, mientras que el otro hombre, era evidente, no. Sin mediar un «¿Quién es usted?», o «¿qué hace aquí?», Pitt presionó el botón con un dedo, y se produjo un silbido casi inaudible.
El proyectil de la pistola de Pitt —ni siquiera estaba seguro de qué había salido del pequeño cañón—impactó en la frente del desconocido, que se convulsionó violentamente contra la turbina para luego abalanzarse hacia adelante. En la caída, la cabeza y el pecho golpearon el suelo con fuerza. En ese instante, incluso antes de que el hombre profiriera el último estertor, Pitt pasó al lado del cuerpo agonizante y tiró de Farris a través de la puerta que comunicaba con el compartimiento de misiles.
El marinero tropezó y cayó, despatarrándose en el suelo y arrastrando consigo a Pitt, quien, antes de desplomarse, se golpeó la pantorrilla contra el umbral de la puerta. El arma le resbaló de las manos. Sintió un dolor agudo, como si le hubieran cortado la pierna de un hachazo. Sin embargo, no fue el dolor lo que le paralizó mientras intentaba ponerse en pie, sino más bien un miedo entumecedor; había cometido una torpeza garrafal al estrellarse en el compartimiento delantero de misiles y extraviar el arma. Buscó frenéticamente a tientas la extraña pistola aunque sabía que era demasiado tarde, que cualquiera de los dos hombres que había en la sala podría matarlo con ridícula facilidad.
—¿Pitt? — preguntó el más bajo.
Pitt estaba seguro de que el oído y la mente lo engañaban. De pronto reconoció al timonel del Martha Ann.
—¿Nos ha seguido? — preguntó.
—El comandante Boland pensó que usted y March estarían a punto de quedarse sin oxígeno —respondió el timonel—, de modo que nos envió aquí abajo con bombonas de repuesto. Entramos por el compartimiento de salida. No esperábamos encontrar seco el interior.
Los atolondrados sentidos de Pitt luchaban en aquellos momentos por recobrar la normalidad.
—No disponemos de mucho tiempo. ¿Puede inundar esta sala?
El timonel lo miró. El otro hombre, a quien Pitt identificó como uno de los marineros de cubierta, parecía no comprender qué sucedía.
—Quiere que inundemos...
—Sí, maldita sea. Quiero dejar el submarino en tal estado que nadie pueda sacarlo a flote al menos durante un mes.
—No puedo hacer eso... —replicó el timonel, vacilante.
—No hay tiempo que perder —señaló Pitt con calma—. March ya ha muerto, y nosotros también pereceremos si no nos apresuramos.
—¿El teniente March ha muerto? No comprendo. ¿Por qué inundar...?
—No importa —atajó Pitt, mirando al timonel a los ojos—. Asumo toda la responsabilidad. — Mientras pronunciaba estas palabras, recordó que había empleado la misma frase vacía e inútil para tranquilizar a March.
El otro hombre señaló a Farris, que continuaba sentado en el suelo, con la mirada extraviada.
—¿Quién es?
—Un superviviente de la tripulación del Starbuck —respondió Pitt—. Tenemos que sacarlo fuera. Necesita con urgencia atención médica.
Si al marinero le sorprendió encontrarse con alguien que se suponía había fallecido hacía meses, no lo manifestó. Se limitó a señalar con un movimiento de la cabeza la pierna herida y sangrante de Pitt.
—Parece que usted también la necesita.
El miembro había perdido la sensibilidad. Pitt daba gracias de que no se apreciara ninguna hinchazón reveladora que encubriese una fractura.
—Sobreviviré. — Y volviéndose hacia el timonel, agregó—: ¡Inunde este compartimiento!
—De acuerdo —contestó el timonel mecánicamente—, lo haré, pero que conste mi protesta...
—Tengo en cuenta su protesta —exclamó Pitt, impaciente—. ¿Puede hacerlo ya?
—Quiero que sepa que a pesar de lo que hagamos, una buena patrulla de rescate podría sacar la nave fuera del agua dentro de un par de días. La escotilla de salida de este compartimiento es el único lugar que permite la entrada desde el exterior, lo que proporciona cierta ayuda siempre que se impida el acceso al suministro de energía del submarino. Opino que la mejor solución sería cerrar las válvulas de emergencia para prevenir una explosión y abrir los tubos de los torpedos con el fin de que el agua continuara entrando para después desconectar las bombas de extracción por si se diera el caso de que alguien intentase, desde una fuente de energía externa, activar los sistemas prescindiendo de los controles del compartimiento. Probablemente transcurriría un día y medio antes de que averiguaran qué hemos hecho, y luego tardarían tres o cuatro horas en achicar el agua y nivelar la presión en el compartimiento.
—Entonces sugiero que empiece por cerrar bien la puerta de la sala de máquinas.
—Existe aún otra forma de conseguir algunas horas más de ventaja —afirmó el timonel.
—¿Cuál?
—Desconectando los reactores.
—No —respondió Pitt con firmeza—. Cuando estemos preparados para sacar la nave a flote, no podremos permitirnos el lujo de esperar a que el reactor se ponga en marcha otra vez.
El timonel lanzó a Pitt una mirada inexpresiva.
—Que Dios nos ayude si usted lo estropea todo. — Se volvió hacia el otro marinero—. Desconecte las bombas de extracción y abra las compuertas interiores de los tubos de los torpedos. Yo me encargaré de las válvulas y las compuertas exteriores de los tubos. — Miró de nuevo a Pitt—. De acuerdo, Pitt, el mal está a punto de hacerse. Si está usted equivocado, cuando terminemos de pagar por esto seremos los hombres más viejos de la armada.
Pitt sonrió.
—Con un poco de suerte, quizá obtengamos una medalla.
—Lo dudo, señor. Lo dudo mucho —afirmó el timonel, pesimista.
Boland sabía elegir el personal más adecuado para una misión. Los dos hombres realizaron el trabajo con la misma calma y eficiencia que los mecánicos en los talleres del circuito de Indianápolis. Todo iba viento en popa. El timonel emergió por la escotilla de salida para abrir las compuertas exteriores de los tubos de los torpedos y cerrar las válvulas de escape. Apenas había acabado Pitt de envolverse la pierna con un retal de manta que retiró de una cama, cuando el timonel comenzó a dar golpes desde la escotilla para transmitir la señal preestablecida de que había concluido su tarea. En ese momento, Pitt arrastró a Farris hacia el tubo de salida mientras el otro marinero empezaba a abrir las válvulas para que el agua inundara el compartimiento del nivel inferior. Cuando la presión se equilibró y el agua llegó a cinco centímetros del techo, se sumergió y quitó las abrazaderas de las compuertas de los tubos de los misiles. Se sintió sorprendido al ver cómo un pez loro azul salía del tubo con indiferencia y nadaba hacia el interior del compartimiento.
Pitt obligó a Farris a que se pusiera la bombona de oxígeno y el regulador y colocó la mascarilla sobre aquel rostro atónito.
—Ya me ocupo de él, señor.
El marinero se había acercado a Farris para cogerlo por la cintura.
Pitt, agradecido por haber sido liberado de aquella responsabilidad, asintió con la cabeza, y se colocó su equipo de inmersión, sustituyendo la bombona que había consumido en el descenso por una llena. Entonces el marinero golpeó la escotilla con el mango de un cuchillo y concedió al timonel el honor de abrir la tapa desde el exterior.
En teoría, todos podrían haber alcanzado la superficie dentro de la burbuja de aire que emergió del submarino, pero la teoría no siempre se cumple si ocurren hechos inesperados, como el infortunio de que la válvula de aire de Pitt se enganchara en el borde de la escotilla y lo forzara a rezagarse. Por unos instantes quedó allí suspendido, observando con desesperación cómo los demás subían sin haber reparado en que Pitt no se hallaba en el ascensor que formaba la burbuja.
Ejercer presión hacia abajo con el peso del cuerpo resultó relativamente sencillo, pero cuando comenzó a nadar hacia la superficie se topó con una amenaza inesperada: un Sphyrna Levini, un tiburón martillo de cinco metros y medio de largo. Al principio, confió en que la enorme mole gris de novecientos kilos de peso, una de las pocas especies de escualos que se sabía atacaba a los humanos, no le prestaría atención y pasaría de largo. De pronto, en un momento que Pitt jamás olvidaría, vio que la ancha y lisa cabeza se volvía y se aproximaba a él con la boca, de afilados dientes, torcida en una expresión perversa.
Había dejado el Barf, inútil ya, en el submarino, de modo que la única arma disponible, indudablemente inadecuada para la ocasión, era la pequeña pistola con forma de guante con que habían asesinado a March. Pitt contempló hechizado cómo el tiburón, atraído por la sangre que le brotaba de la pierna y formaba en el agua una especie de nube rojiza, nadaba sin esfuerzo hacia él, lo rodeaba y miraba a través de uno de los enormes ojos.
El escualo describió círculos cada vez más pequeños, acortando la distancia que los separaba hasta situarse a pocos centímetros de Pitt, que sacudía el brazo izquierdo y lanzaba puñetazos contra las agallas del monstruo.
«Vaya gesto más inútil, casi resulta cómico», pensó.
Sin embargo, el inesperado contacto sorprendió al tiburón, y Pitt se sintió aliviado al ver que el animal se volvía y se alejaba. Enseguida cambió de sentido y regresó. El hombre lo observaba, agitando frenéticamente las aletas. Echó un vistazo a la superficie, que se hallaba a menos de nueve metros, consciente de que no lograría llegar arriba; el devorador de hombres se disponía a iniciar el segundo asalto, y a él sólo le quedaba una carta por jugar.
Sostuvo la pistola y apuntó con cuidado. Si el tiburón abría la boca, la mano de Pitt quedaría atrapada entre los dientes del animal. Al acercarse la criatura, el hombre apretó el botón de disparo, y el tiro alcanzó de lleno el sereno y calmado ojo izquierdo del depredador.
El tiburón pasó junto a él debatiéndose violentamente, originando un desplazamiento de agua que obligó a Pitt a dar una precipitada voltereta hacia atrás, como si hubiera sido sorprendido por el rompiente de una ola. Recobró la estabilidad y nadó hacia la superficie, observando con recelo al animal al tiempo que miraba hacia arriba para no chocar contra la quilla del Martha Ann. Una sombra se cernió sobre él; levantó la vista y encontró al timonel, que, unos seis metros más arriba, le indicaba que lo siguiera. Pitt no necesitaba una tarjeta de invitación. Salvó la distancia en diez segundos para luego volverse y esperar al siguiente ataque. El enorme escualo asesino de cabeza plana se había detenido y miraba amenazador con el ojo sano. Las potentes aletas apenas desplazaban el gran cuerpo. De repente, se volvió e, imprevisiblemente, echó a nadar a velocidad increíble hasta desaparecer en el oscuro azul del mar.
Débil y agotado, Pitt permitió agradecido que lo arrastraran hasta la plataforma de inmersión, donde lo ayudaron a que se desprendiera del equipo de submarinismo. Estaba totalmente extenuado. Al levantar la mirada, vio a Boland, que lo observaba con expresión severa.
—¿Dónde está March? — preguntó con tono frío y cortante.
—Ha muerto —contestó Pitt.
—Son cosas que ocurren en este trabajo —comentó el comandante y se marchó.
Con el rostro inexpresivo y los ojos cansados y enrojecidos, Pitt contemplaba la bebida que tenía en la mano. Los últimos rayos de la brillante puesta de sol tropical se filtraban a través de una portilla y arrancaban destellos a los cubitos de hielo que flotaban en el vaso de whisky. Pitt se lo pasó por la frente sudorosa. Acababa de referir a Boland toda la historia y en aquellos momentos, cuando debería haberse serenado, sintió que los terribles acontecimientos ocurridos durante la hora anterior eran sólo el principio de algo aún más siniestro.
—No debe culparse por la muerte de March —le animó Boland con seriedad—. Si se hubieran quedado atrapados en la cámara de salida y él se hubiese ahogado, la responsabilidad seria de usted. ¡Pero Dios sabe que no había manera de prever que un par de asesinos rondaba por el Starbuck!
—Déjelo estar, Paul —replicó Pitt, cansado—. Obligué a ese muchacho a entrar en el submarino. Si no me hubiese empeñado en demostrar la veracidad de mis suposiciones, él estaría vivo.
—De acuerdo. Una persona ha fallecido, pero la importancia de los descubrimientos que usted ha hecho allí abajo compensa con creces una vida en particular. Si devolver el Starbuck a Pearl Harbor me costara la tripulación entera, no dudaría en sacrificar a todo el mundo, incluidos a nosotros mismos.
—Valoro sus intenciones, Paul.
Boland sonrió.
—Procuro mostrarme simpático debido a la influencia que usted ejerce sobre ciertos almirantes. Aparte de ese hecho, le considero un operador bastante sagaz. Sospecho que la disparatada ocurrencia de inundar el compartimiento delantero de misiles encierra un plan maquiavélico. ¿Alguna explicación?
—Es muy simple —contestó Pitt—. Saboteé el Starbuck para que permaneciera en el fondo del mar unos días más.
—Prosiga —invitó Boland, que había dejado de sonreír.
—Para empezar, allí abajo sólo había dos hombres armados y el marinero Farris, que estaba muerto de hambre y destrozado. El submarino era una prisión de la que no podía escapar porque no tenía adonde ir.
Los guardianes aparecieron por turnos. Ignoro de dónde surgieron, pero estoy convencido de que no vivían en la nave.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Mi pragmatismo me impulsó a comprobar las cocinas del comedor de la tripulación y de la sala de oficiales. No había ni rastro de animales. Los guardias necesariamente debían comer, y desde luego Farris no habría sobrevivido seis meses sin comida. Así pues, o bien hay un McDonald's por aquí cerca que desconocemos o esa gente va a comer a casa. Sospecho firmemente que se trata de lo último. Quienesquiera que sean y de dónde provengan, ahora mismo están ahí abajo, al acecho, esperando el momento oportuno para apoderarse del Martha Ann. Si desaparecemos como las demás embarcaciones, el Departamento de Marina puede dar por perdido el Starbuck. Por eso inundé el compartimiento de misiles. Cabe suponer que, si los misteriosos agresores se enterasen de nuestras verdaderas intenciones, se llevarían el Starbuck fuera de la zona antes de que los barcos de la armada aparecieran por el horizonte.
—Podría presentarse una patrulla por vía aérea en cuestión de tres horas.
—Demasiado tarde. Desde que anclamos hemos desperdiciado un tiempo valiosísimo. Probablemente nos ocurrirá lo mismo que a las otras naves.
Boland lo miró con escepticismo.
—Lo que usted sugiere resulta bastante fantástico. Según el radar, no hay ningún barco en ochocientos kilómetros a la redonda, y el sonar informa de que la zona está libre de submarinos. En nombre de Dios, ¿de dónde podrían surgir?
—Si conociera la respuesta —replicó Pitt irritado—, pediría un aumento de sueldo... y lo obtendría.
—A menos que usted proponga una solución más convincente —repuso Boland—, continuaremos anclados hasta que amanezca, cuando iniciaremos la operación de rescate del Starbuck.
—Bien pensado —dijo Pitt—. Al alba, el Martha Ann ya estará en el fondo del mar junto al Starbuck.
—Se olvida de un detalle —adujo Boland con calma—. Podemos comunicarnos por radio con Pearl Harbor y conseguir apoyo aéreo antes de que anochezca.
—¿En serio? — preguntó Pitt.
Boland pensó que los penetrantes ojos verdes de su interlocutor ofrecían una mirada innecesariamente inflexible, pero con aquel hombre era difícil estar seguro, pues su expresión mostraba sólo aquello que él quería que reflejase, y nada más.
—¿Ha contestado el almirante Hunter a las llamadas?
—Sólo hemos transmitido a través de la frecuencia marítima, igual que hizo usted desde el submarino.
—¿No le extraña que Hunter no haya enviado un mensaje en relación al descubrimiento del Starbuck? Usted mismo afirmó que mi llamada desde el submarino sería recibida por todo transmisor que se hallase en un radio de mil seiscientos kilómetros. ¿Por qué nadie ha establecido contacto con nosotros? Aunque sólo fuera para decir «iros a la mierda» o «¿qué tal el tiempo?» ¿Por qué ni Hunter ni Gunn han pedido detalles? Probablemente porque ninguno de nuestros comunicados ha sido recibido, ni siquiera aquel mensaje falso sobre el cojinete averiado del eje de la hélice.
Evidentemente, Pitt había atinado al blanco. Boland arqueó las cejas y, con calma, pulsó uno de los interruptores del intercomunicador.
—Aquí el comandante Boland. Establezcan comunicación con Pearl Harbor en código terrestre seis. Infórmenme apenas contesten.
—Código terrestre seis, sí señor —respondió una voz áspera desde el altavoz.
—¿Qué le induce a pensar que nadie recibió nuestras llamadas? — preguntó Boland.
—Excepto en el caso del Lillie Marlene, ninguna otra nave logró enviar un mensaje, ni siquiera el Starbuck. Es lógico pensar que nuestros amigos desconocidos no están dispuestos a permitir que el mundo se entere de cuanto hemos descubierto.
—Si está en lo cierto, cabe sospechar que están interceptando nuestras transmisiones.
—Puede apostar lo que quiera a que así es —señaló Pitt con seriedad—. Eso explicaría por qué jamás se recibió ninguna señal de los barcos perdidos. Los comunicados fueron enviados, pero nunca llegaron a las estaciones marítimas de Oahu. También aclararía el falso informe de posición emitido por Duprée antes de que el Starbuck supuestamente desapareciera. Nuestros desconocidos amigos disponen de un transmisor de radio de gran potencia en alguna parte, probablemente en una de las islas hawaianas. Se requiere una base terrestre para instalar una antena lo suficientemente alta para anular señales de barcos en alta mar.
—¿Comandante Boland? — inquirió una voz ronca desde el altavoz.
—Aquí Boland. Diga.
—Nada, señor, simplemente nada. Responden, pero no en código terrestre seis. He repetido la llamada cuatro veces, y ellos se limitan a solicitar un mensaje. No lo entiendo, comandante. Las llamadas por el canal marítimo fueron transmitidas perfectamente. Alguien está intentando hacerse el listo.
Boland cerró el intercomunicador sin hacer ningún comentario.
«Al parecer, no importa que establezcamos contacto —pensó Pitt—, sino que lo hagamos con el receptor equivocado.»
—Malo —dijo por fin Boland con expresión severa.
—Esto responde a una de las preguntas. Ahora bien, ¿qué le ocurrió realmente a la tripulación del Starbuck hace seis meses? Y si el submarino está ahí abajo, tan pulido y arreglado, ¿por qué no ha sido puesto en marcha?
—Podemos descartar a los rusos o cualquier otra potencia extranjera —señaló Boland—. De ningún modo podrían haber mantenido este hecho en secreto tanto tiempo.
—Por muy descabellado que parezca —dijo Pitt—, no creo que el apresamiento del Starbuck responda a una conspiración o un acto preconcebido.
—Tiene razón; parece descabellado —replicó Boland, imperturbable—. Capturar sin premeditación un submarino nuclear en medio del océano no resulta exactamente la tarea más sencilla del mundo.
—Alguien se apoderó de la nave sin encontrar resistencia. March y yo no hallamos nada que evidenciara una mínima confrontación ni dentro ni fuera de la nave.
—Me niego a admitir esa sugerencia. Ni siquiera un ejército podría haber forzado la entrada del submarino. El imponente y sofisticado equipo de detección habría puesto al personal del Starbuck sobre aviso, pues contaba con alarmas automáticas que despertarían a un muerto al ser activadas con la apertura de cualquier ventilador o escotilla. Nada, excepto los peces, podía acercarse a la embarcación.
—De todas formas, ni siquiera los submarinos más modernos están preparados para afrontar y rechazar un abordaje.
Antes de que Boland pudiera responder, se oyó por el altavoz del intercomunicador:
—¿Comandante?
—Adelante.
—¿Podría venir al puente, señor? Aquí arriba hay algo que debería ver.
—¿De qué se trata?
—Bueno... señor... es una locura...
—Venga, hombre —exclamó Boland—, ¡expliqúese!
El marinero del puente vaciló.
—Niebla, comandante, que emana del agua y cubre poco a poco la superficie como en las películas antiguas de Frankenstein. Jamás he visto nada semejante. Es algo irreal.
—Ahora mismo voy.
Boland lanzó una mirada severa a Pitt.
—¿Qué le parece?
—Diría —murmuró Pitt— que la sesión acaba de empezar.
11
La niebla, opaca y opresiva por la fría humedad que originaba, formaba una espesa capa blanca sobre agua y se arremolinaba en espirales debido a la suave brisa. Los hombres que se hallaban en el puente aguzaban la vista, intentando en vano escrutar la blanquinosa neblina, temerosos de que más allá de aquel obstáculo se alzara algo que no pudiera divisarse, tocarse o ni siquiera comprenderse. Un velo de humedad se cernía sobre el barco, y el reflejo del sol, a punto de ponerse por completo, tiñó el ambiente de una extraña mezcla de tonos anaranjados y grisáceos.
Boland se enjugó el sudor de la frente, echó un vistazo a través de las ventanas de la timonera, y dijo:
—Parece bastante normal, aunque quizá la densidad sea excesiva.
—En esa niebla no hay nada normal excepto el color —señaló Pitt. En la proa del Martha Ann apenas había visibilidad—. La alta temperatura, la hora, y una brisa de tres nudos son factores que difícilmente podrían considerarse adecuados para la formación de un banco de niebla normal.
Pitt se inclinó junto a Boland y observó detenidamente el radar durante casi un minuto, comprobando la hora a cada momento al tiempo que realizaba una serie de cálculos mentales.
—La niebla no muestra indicios de disiparse; el viento no ha desplazado la masa de vapor. Dudo que la madre naturaleza sea capaz de crear un fenómeno como éste.
Los dos oficiales se dirigieron a la parte de babor del puente, y la peculiar luminosidad de la niebla los envolvió. El barco viró apenas un par de grados a través de las suaves olas del Pacífico. Era como si el tiempo hubiese dejado de existir. Pitt olió el aire. Al principio no logró identificar qué aroma percibía, pero súbitamente lo reconoció; un recuerdo lejano almacenado en la mente.
—¡Eucalipto!
—¿Qué ha dicho? — preguntó Boland.
—Eucalipto —repitió Pitt—. ¿No lo huele?
Boland entornó los ojos con expresión inquisitiva.
—Huelo algo, pero no lo reconozco.
—¿Dónde nació usted? ¿Dónde pasó la infancia? — inquirió Pitt.
Boland lo miró con perplejidad.
—En Minnesota. ¿Por qué?
—Dios mío, hacía años que no sentía ese olor —dijo Pitt—. Los eucaliptos son habituales en el sur de California. Desprenden un aroma inconfundible y producen un aceite que se utiliza para inhalaciones.
—Eso no tiene ningún sentido.
—De acuerdo, pero es innegable que esta niebla huele a eucalipto.
Boland juntó las manos y habló sin mirar a Pitt.
—¿Qué sugiere?
—Sinceramente, que nos alejemos de aquí lo antes posible.
—Lo mismo pienso yo.
Volvieron a entrar en la timonera y Boland se inclinó sobre el intercomunicador.
—¿Sala de máquinas? ¿Cuánto tardaríamos en ponernos en marcha?
—Diga usted cuándo, comandante. — La voz que provenía de las entrañas de la embarcación sonó con timbre metálico.
—¡Ahora mismo! — exclamó al capitán. Se volvió hacia un joven oficial que estaba de guardia—. Icen el ancla, teniente.
—Arriba el ancla —ordenó el oficial.
—¿Sala de detección? Aquí el comandante Boland. ¿Alguna señal?
—Stanley al habla, señor. Todo en calma. No se detecta nada excepto un banco de peces a unos cien metros a estribor.
—Pregúntele cuántos hay y cómo son de largos —dijo Pitt con el rostro rígido.
Boland asintió en silencio y pidió esos datos.
—Son aproximadamente unos doscientos y nadan a tres brazas de profundidad.
—El tamaño, hombre. ¡El tamaño! — apremió Boland con brusquedad.
—Miden entre metro y medio y algo más de dos metros.
La mirada de Pitt se desvió del altavoz y se centró en Boland.
—No son peces, sino hombres.
La observación de Pitt tardó unos instantes en ser asimilada.
—Hombres —repitió Boland, como si tratara de memorizar la palabra—. ¿Cómo pueden atacar desde el agua? El Martha Ann tiene seis metros de altura.
—Lo harán; puede estar seguro de ello.
—Y un rábano —exclamó Boland con tono poco amistoso. Cogió un micrófono y de inmediato su voz resonó por todo el barco—: Teniente Riley, entregue armas de mano a toda la tripulación. Quizá aparezcan visitantes que no han sido invitados.
—Se precisará algo más que esas armas para parar los pies a tanta gente —observó Pitt—. Si logran abordarnos, poco podrán hacer quince hombres contra doscientos.
—Los detendremos —afirmó Boland con resolución.
—Sería mejor que nos preparáramos para abandonar la nave si ocurre lo peor.
—No —replicó Boland con tranquilidad—. Aunque este viejo cubo de basura de aspecto decrépito no aparenta gran cosa, pertenece a la Armada de Estados Unidos. No renunciaré a él sin que antes alguien pague por ello. Explique al almirante Hunter qué sucedió aquí. Cuéntele...
—Dígaselo usted mismo. No pienso marcharme en el helicóptero sin usted y la tripulación.
Boland trató en vano de disimular una sonrisa.
—¡Buena suerte!
—Nos reuniremos en la plataforma de despegue —se limitó a decir Pitt antes de salir por la puerta.
El asiento del piloto estaba húmedo y pegajoso cuando Pitt se sentó sobre la almohadilla de vinilo. Efectuó las verificaciones habituales que preceden a todo vuelo mientras la niebla se espesaba cada vez más alrededor del barco. La atmósfera estaba cargada, y había oscurecido por completo. No se veía nada a pocos metros de distancia. El mar y el cielo habían desaparecido, y desde las ventanas de la carlinga apenas se divisaba una reducida área de unos veinte metros cuadrados.
Pitt puso en marcha la unidad de potencia auxiliar y conectó el encendido. El mecanismo comenzó a funcionar con un sonido semejante a un quejido, mientras el sistema eléctrico propulsaba la turbina del helicóptero a revoluciones cada vez más rápidas hasta que el nivel de pérdida de temperatura y el pitido de la válvula de control de escape de gases indicaron que el arranque se desarrollaba con suavidad. Entonces el engranaje de rotación entró en acción, y las gigantescas aspas comenzaron a batir lentamente el aire nebuloso con su peculiar silbido.
Cuando las agujas de las esferas del panel de instrumentos se situaron en posición de funcionamiento normal, Pitt se acercó al asiento del copiloto y cogió la Mauser envuelta en la toalla. Se colocó el arma en el regazo, la desenvolvió rápidamente y comprobó que el accesorio a modo de culata para apoyar la pistola contra el hombro estaba bien sujeto. A continuación introdujo el cargador de cincuenta balas, salió de la carlinga y echó un vistazo alrededor. Bajo aquella luz fantasmal, nada se vislumbraba. Se acuclilló detrás del patín de aterrizaje y apuntó la pistola hacia la oscuridad.
Apenas habían transcurrido noventa segundos, cuando dos formas espectrales aparecieron por la barandilla de popa y se acercaron amenazadoras al vibrante helicóptero. Pitt esperó hasta cerciorarse de que no eran miembros de la tripulación del Martha Ann y disparó la Mauser.
Los dos cuerpos semidesnudos se desplomaron sin hacer ruido, al tiempo que les resbalaban de las manos las ya familiares armas, que chocaron con gran estrépito contra las planchas de acero de la cubierta.
Pitt giró despacio sobre sí mismo y examinó los alrededores antes de inspeccionar las figuras inertes, que yacían en el suelo, retorcidas y fláccidas. La vida se les escapaba por los pechos lacerados. Los rifles y el escueto atuendo de color verde que llevaban en las caderas eran idénticos a los que lucían los hombres que Pitt había matado en el Starbuck. La única diferencia que apreció, y que antes no había tenido tiempo de observar, eran unas diminutas cajas de plástico que parecían adheridas al pecho de los hombres por debajo de las axilas.
Antes de que pudiese examinar los cadáveres con mayor detenimiento, Pitt se percató de que otra figura surgía lentamente por encima de la barandilla. Apuntó la Mauser y apretó el gatillo con suavidad. Una breve detonación ahogó por tercera vez el sonido de las aspas del helicóptero. La silueta amenazadora retrocedió y se esfumó en la niebla. Pitt se arrastró con precaución hacia la barandilla y, cuando estaba a punto de alcanzar aquello que buscaba, rozó un objeto con la mano, y éste cayó por la borda. Se trataba de un garfio de seis puntas curvadas, cubiertas por un grueso revestimiento de goma espuma. Desapareció en el agua invisible que había abajo.
Después de tal descubrimiento no le costó comprender cómo aquellos extraños hombres del mar, ocultos por la niebla, habían enviado en silencio a casi cien barcos y miles de marineros al fondo de aquella remota parte del océano Pacífico.
Los pensamientos de Pitt fueron interrumpidos por el sonoro estruendo de las automáticas del 45, acentuado además por el aún más agudo de las carabinas del calibre 30. Los gritos de los hombres armados resonaban en la niebla. Pitt se sintió alejado y, de un modo extraño, ajeno a la lucha que crecía en intensidad. De pronto una bala perdida pasó silbando junto al helicóptero y fue a parar al agua.
—¡Maldita sea! — exclamó.
Si un proyectil afectaba una zona vital, podría inutilizar el helicóptero.
Tres figuras que finalmente reconoció como tripulantes del Martha Ann llegaron trastabillando a la plataforma de despegue. Tenían los ojos vidriosos y los rostros empapados en sudor.
—Vamos, no se retrasen —acució Pitt—. ¡Muévanse! — ordenó sin volverse, con la mirada clavada en la oscuridad.
Al cabo de casi un minuto apareció otra persona en la plataforma. Presa del pánico, el joven marinero realizó una carrera tan precipitada que resbaló sobre la húmeda cubierta y, si Pitt no lo hubiera sujetado del brazo con fuerza, se habría escurrido entre las barras de la barandilla y caído por la borda.
—¡Con calma! — reprendió Pitt—. De aquí a tierra hay un buen trozo a nado.
—Lo siento, señor —respondió el marinero—. Esos bastardos se presentan inopinadamente; los tienes encima antes de que puedas hacer algo por evitarlo.
Pitt empujó al joven para que se resguardara debajo del helicóptero mientras cuatro hombres más surgían de la neblina. Uno era el timonel, seguido de Farris. El único superviviente del Starbuck estaba mentalmente desconectado de la batalla que se libraba alrededor de él. Miró fijamente a Pitt, con los ojos muy abiertos pero inexpresivos, reflejando una abstracta indiferencia.
—Acomódelo en el asiento del copiloto y sujételo bien fuerte —ordenó Pitt al timonel.
Centró la atención en la parte delantera de la nave. Se llevó una mano detrás de la oreja izquierda y escuchó unas fuertes pisadas pocos metros más allá.
—Pitt, ¿está usted ahí? — exclamó alguien.
—Continúe avanzando —respondió Pitt a voces—. ¡No haga movimientos bruscos!
—Tranquilo —dijo la voz—. Traigo un hombre herido.
De entre la neblina surgió el teniente Harper, el oficial de máquinas, que pesaba casi ciento quince kilogramos. Cargaba sobre el hombro a un muchacho que no debía de contar más de diecinueve años. El rostro del joven estaba pálido, y por la pierna derecha le corría un espeso reguero de sangre que formaba oscuras gotas de color marrón que caían sobre la cubierta. Pitt tendió la mano, agarró un bíceps enorme y arrastró al teniente hacia la plataforma de despegue.
—¿Cuántos faltan?
—Somos los últimos.
—¿Y el comandante Boland?
—Una pandilla de esos cabrones desnudos asaltaron a él y al teniente Stanley en la parte de popa del puente. — La voz de Harper encerraba un tono de disculpa—. Me temo que han atrapado a los dos.
—Suba el chico al helicóptero e intente detener la hemorragia —ordenó Pitt—. Y ocúpese de que los hombres formen una línea de tiro con las armas de que disponen. Echaré un último vistazo para comprobar que no queda ningún herido más.
—Vaya con cuidado, señor. Es el único piloto con que contamos.
Pitt se apresuró a abandonar la plataforma y corrió a ciegas a través de la húmeda cubierta, exhalando profundos jadeos. Distinguió más figuras entre la niebla y abrió fuego. Tres hombres del mar cayeron como trigo segado por una guadaña. Pitt continuaba apretando el gatillo, disparando a ráfagas, cuando tropezó con una cuerda y cayó de bruces sobre la cubierta. Los remaches del suelo le causaron contusiones en el pecho. Permaneció tendido unos instantes, sintiendo cómo la pierna lesionada le producía agudos dolores. El ambiente quedó tranquilo, demasiado tranquilo; sin gritos ni disparos.
Se arrastró por la cubierta, junto a la regala, buscando la protección de los botes salvavidas, consciente de que le quedaban pocas balas. Palpó un charco húmedo y viscoso, inconfundible. Pitt siguió el rastro de aquel líquido, que discurría como un estrecho reguero en algunos puntos y en otros se ensanchaba hasta formar un charco. La mancha desembocaba en el cadáver del teniente Stanley, el oficial de la sala de detección.
A pesar de la rabia que sintió, Pitt se esforzó por conservar la calma y la serenidad. Con el rostro contraído en una expresión de impotencia, decidió avanzar, impulsado por un presentimiento que le indicaba que Boland no había muerto. De pronto se detuvo y aguzó el oído; un gemido apagado sonaba delante de él.
Pitt atisbo una silueta. Boland se arrastraba por el suelo con un arpón de más de un metro clavado en el hombro. Tenía la cabeza gacha, los puños cerrados, y la camiseta manchada de rojo. Miró a Pitt aturdido, con el rostro desfigurado por el dolor.
—¿Ha regresado por mí?
—Me he vuelto loco —dijo Pitt con una sonrisa forzada—. Prepárese; voy a extraerle el arpón.
Tras guardarse la Mauser en el cinturón, recostó con suavidad a Boland contra un mamparo para que estuviera en una posición más cómoda, manteniéndose alerta en todo momento por si aparecían más enemigos. Agarró el arpón con las manos.
—¿Listo? A la de tres, ¿eh?
—Apresúrese, sádico —exclamó Boland, dominado por el dolor.
Pitt asió con más fuerza y dijo:
—Uno. — Puso el pie sobre el pecho de Boland—. Dos.
Tensó los músculos y tiró con fuerza. El arpón salió manchado de sangre del hombro de Boland, que se tambaleó hacia adelante y profirió un gruñido. Luego cayó de espaldas contra el mamparo y miró a Pitt con ojos vidriosos.
—Hijo de puta —masculló—. No ha dicho «tres».
Entonces puso los ojos en blanco y quedó inconsciente.
Pitt arrojó el arpón a un lado y cogió el flaccido cuerpo de Boland para cargarlo sobre el hombro. Se inclinó y avanzó con toda la rapidez que el peso del comandante y la pierna entumecida le permitieron, cubriéndose bajo las escotillas de carga y las grúas. Oyó unos sonidos confusos que provenían de la niebla y, a pesar de la flojera y el vértigo que lo atenazaban, continuó caminando, consciente de que once hombres morirían si no lograba sacar el helicóptero de la cubierta del Martha Ann. Finalmente llegó, tambaleándose y sin resuello, a la plataforma de despegue.
—Soy Pitt —anunció lo más alto que pudo, extenuado, con la respiración entrecortada.
El teniente Harper tomó con energía a Boland del hombro de Pitt y lo llevó al helicóptero. Pitt extrajo la Mauser del cinto, apuntó al frente y disparó hasta que la última vaina cayó sobre la cubierta. Acto seguido subió a la carlinga y se acomodó en el asiento del piloto, seguro de que había eliminado a todos los intrusos.
Sin molestarse en ceñirse el cinturón de seguridad, pisó el acelerador y realizó las maniobras de despegue con precaución mientras las hélices zumbaban cada vez más y los patines de aterrizaje se elevaban lentamente de la plataforma. En cuanto el helicóptero se hubo alzado unos metros entre la niebla, Pitt puso la directa y abandonó el Martha Ann.
Después de salir del barco, Pitt continuó mirando el indicador de «Giro ladeado» hasta que la pequeña bola se detuvo en el centro de la esfera.
«¿Dónde está el cielo? — se preguntaba Pitt, desesperado—. ¿Dónde? ¿Dónde?»
De repente apareció. El helicóptero encontró la luminosidad de la luna. Las paletas de rotor se alzaban a medida que el aparato ganaba altitud, y lentamente la pesada nave niveló el morro de aluminio y comenzó a seguir su propia sombra, producida por la luna, en dirección a las lejanas palmeras verdes de Hawai.
12
Henry Fujima era el último representante de una raza en extinción, un japonés—hawaiano de cuarta generación cuyos antecesores —padre, abuelo y bisabuelo—, habían sido pescadores. A lo largo de cuarenta años, en la época de buen tiempo, Henry había perseguido tenazmente el esquivo atún en un sampán artesano, una embarcación habitual en Hawai durante muchos años que ya había caído en desuso. La creciente competencia entre las compañías pesqueras internacionales y los pescadores furtivos forzó la desaparición de la flota de sampanes, hasta que sólo quedó la barca de bambú de Henry para surcar la superficie de aquellas aguas.
Se hallaba de pie en la parte trasera de su sólida y pequeña embarcación, con los pies descalzos bien afirmados sobre la madera manchada con el paso de los años por la grasa de miles de peces muertos. Se hacía a la mar de buena mañana, aprovechando la marea, y recordaba los viejos tiempos cuando pescaba con su padre. Evocaba con nostalgia el olor a carbón vegetal de los hibachis y las risas de los hombres mientras las botellas de sake pasaban de sampán en sampán cuando la flota se reunía y atracaba por la noche. Cerró los ojos y vio rostros de amigos y familiares fallecidos muchos años atrás, escuchó voces que ya no hablaban. Cuando volvió a abrirlos, fijó la mirada en una mancha que se divisaba en el horizonte.
Observó cómo crecía y se agrandaba hasta tomar la forma de un barco, un viejo y oxidado mercante que surcaba el mar. Henry jamás había visto un barco grande desplazarse con tal rapidez. A juzgar por la blanca espuma que se formaba cerca de la línea de flotación, la velocidad de la nave debía de rondar los veinticinco nudos. De pronto el hombre se quedó helado.
El sampán de Henry se hallaba en medio del rumbo que el barco seguía. Ató la camiseta a la caña de pescar y la agitó frenéticamente de un lado a otro. Observó espantado que la proa aumentaba de tamaño, como un monstruo a punto de engullir una mosca. Gritó, pero nadie se asomó por encima de la elevada barandilla; el puente estaba desierto. Permaneció indeciso y perplejo, mientras el gran barco corroído se abalanzaba sobre el sampán y destrozaba el pequeño bote, originando una lluvia de astillas.
Henry luchó bajo el agua, y las planchas cubiertas de percebes le hirieron los brazos. Las hélices batían, y sólo los desesperados esfuerzos del pescador por alejarse del lugar evitaron que fuera aspirado hacia las asesinas aspas rotatorias. Al salir a la superficie le costó recobrar el aliento entre el agitado oleaje producido por la estela de la embarcación. Finalmente logró mantener la cabeza fuera del agua, pataleando acompasadamente mientras se frotaba los ojos para aliviar el escozor del salitre, y la sangre le brotaba de los brazos desgarrados.
Eran más de las diez de la mañana cuando Pitt llegó finalmente a su apartamento. Se sentía extenuado, y los ojos le picaban al cerrarlos. Cojeaba un poco debido a la pierna herida, que le habían vendado y ya no le dolía, aunque sentía cierta rigidez. Lo único que deseaba era tumbarse en la cama y olvidar las últimas veinticuatro horas.
Desoyendo las órdenes de desembarcar a la tripulación del Martha Ann bien en Pearl Harbor, bien en el helipuerto de Hickam Field, había aterrizado el helicóptero sobre el césped, a menos de sesenta metros de la entrada de urgencias del hospital militar Tripler, un enorme edificio de cemento construido en una colina con vistas a la costa sur de Oahu. Esperó a que Boland y el joven marinero herido fueran trasladados a los quirófanos y luego permitió que un atento doctor militar le suturara la herida de la pierna. Entonces se marchó discretamente por una salida accesoria, tomó un taxi y durmió durante el viaje hasta Waikiki Beach.
Apenas llevaba media hora dormido en su cómoda cama, cuando alguien llamó a la puerta. Al principio le pareció un eco lejano procedente de lo más hondo de su mente e intentó desterrarlo. Finalmente se levantó de mala gana, atravesó tambaleándose la habitación hasta llegar a la puerta y la abrió.
Existe una extraña belleza en una mujer angustiada por el miedo, como si un instinto animal aletargado durante mucho tiempo le insuflara vida y pasión. La joven que se hallaba ante la entrada de su apartamento vestía un muumuu corto estampado con flores rojas y amarillas que apenas le cubría las caderas. Miró a Pitt con los ojos muy abiertos, llenos de terror.
Por unos instantes, el hombre permaneció inmóvil en el umbral, hasta que retrocedió y le indicó que entrara. Adrián Hunter pasó junto a él, rozándolo, se volvió y se arrojó a sus brazos, estremecida y sollozando. Pitt la abrazó.
—Adrián, por el amor de Dios.
—Ellos lo mataron —lloriqueó la hija del almirante.
Pitt la apartó extendiendo los brazos por completo y observó los hinchados y humedecidos ojos de la chica.
—¿De qué estás hablando?
—Estaba en la cama con... con un amigo —balbuceó la mujer—. Tres hombres irrumpieron por la ventana de la terraza, tan sigilosamente que ni siquiera nos dimos cuenta de que estaban en la habitación hasta que fue demasiado tarde. Mi compañero intentó enfrentarse a ellos, pero empuñaban unas extrañas pistolas pequeñas que no hacían ruido. Le dispararon. Dios, por lo menos le pegaron doce tiros. La sangre salpicó por todas partes. Fue espantoso. — Adrián estaba temblando. Pitt la condujo hasta el sofá y la abrazó con fuerza—. Grité, corrí hacia el lavabo y atranqué la puerta —prosiguió la joven—. Ellos se echaron a reír al creer que me había quedado atrapada en el lavabo. Por fortuna se trata de un servicio con dos puertas, una de las cuales comunica con la habitación de invitados. Cogí un vestido de una percha y huí por la ventana.
»No quería ir a la policía. Tenía miedo. Intenté contactar con papá, pero en su oficina me dijeron que era imposible localizarlo. Presa de pánico, sin tener ningún otro lugar adonde ir, nadie a quien acudir, decidí venir a tu apartamento. — Se frotó los ojos con la mano. Sus ropas se transparentaban a la luz, y Pitt observó que debajo del muumuu no llevaba nada—. Es una pesadilla —susurró Adrián—. Una horrible y maldita pesadilla. ¿Por qué hicieron tal cosa? ¿Por qué?
—Lo primero es lo primero —dijo Pitt con delicadeza—. Ve al cuarto de baño y lávate la cara. Se te ha corrido el rímel. Luego me contarás quién era ése que ellos mataron.
—No puedo.
—Sé juiciosa —le reprendió Pitt con brusquedad—. Hay un cadáver decorando tu apartamento. ¿Cuánto tiempo crees que podrás mantenerlo en secreto?
—No... no lo sé.
—La policía de Honolulú sólo tardará veinte minutos en encontrar el cuerpo. ¿Por qué hacerse la mártir? ¿Acaso se trata de algún famoso con esposa y diez hijos, o qué?
—Peor aún. Era un amigo de mi padre —dijo Adrián con mirada suplicante.
—El nombre —inquirió Pitt.
—El capitán Orí Cinana —murmuró—. Era el oficial de la flota de mi padre.
Pitt tuvo la sangre fría de no inmutarse en absoluto. Era peor de lo que él pensaba. Señaló el lavabo y dijo:
—¡Ve!
La mujer se encaminó obedientemente hacia el servicio, se volvió para dedicar a Pitt una sonrisa de desamparo y luego cerró la puerta. En cuanto oyó el sonido del agua sobre el lavamanos, el hombre descolgó el auricular del teléfono. Tuvo más suerte que Adrián. Cinco segundos después de que hubiera dicho su nombre al operador de la Flota 101, la voz del almirante Hunter retumbó al otro lado de la línea.
—¿Por qué diablos no ha venido aún a informarme? — espetó Hunter.
—Estaba destrozado, almirante —respondió Pitt—. No le hubiese sido de ninguna utilidad hasta que me hubiera aseado y dormido un par de horas, lo cual, gracias a su hija, ha sido imposible.
—¿Mi hija? ¿Adrián? ¿Está con usted? — preguntó Hunter con un tono menos severo.
—Hay un hombre muerto en el apartamento de Adrián. Como no consiguió ponerse en contacto con usted, recurrió a mí.
Hunter guardó silencio durante un par de segundos. Luego arremetió con más dureza.
—Déme los detalles.
—Por lo poco que me ha explicado, parece que nuestros amigos del Triángulo entraron por la terraza y dispararon a su acompañante. Adrián escapó por un lavabo con dos salidas.
—¿Está herida?
—No.
—Supongo que la policía ya está al corriente del suceso.
—Afortunadamente, no llamó a comisaría. Por lo que sé, la víctima continúa en el piso de su hija, manchando la alfombra de sangre.
—Gracias a Dios. Enviaré ahora mismo allí a alguno de nuestros guardias de seguridad.
Pitt oyó que en el otro lado de la línea Hunter vociferaba órdenes. Imaginó a cuantos rodeaban al almirante sobresaltándose como conejos asustados.
—¿Le ha facilitado Adrián el nombre de la víctima? — preguntó el almirante.
Pitt respiró hondo.
—Se trata del capitán Orí Cinana.
Hunter tenía clase y estilo; nadie podía negarle esa virtud. El lapso de silencio producto de la sorpresa apenas existió.
—¿Cuánto tardarían usted y Adrián en marcharse de la ciudad?
—Al menos media hora. Mi coche aún está aparcado en el puerto de Honolulú. Tendremos que tomar un taxi.
—Será mejor que permanezcan en su apartamento. Por lo visto, esos asesinos andan por todas partes. Les enviaré inmediatamente un destacamento de guardias.
—Muy bien, esperaremos aquí sentados.
—Ah, otra cosa. ¿Cuánto hace que conoce a mi hija?
—Pura casualidad, señor. Coincidimos en una fiesta unas horas después de que hubiera entregado a usted la cápsula del Starbuck. —Se esforzó por mostrarse totalmente tranquilo—. Me oyó mencionar su nombre y se presentó. — Pitt sabía qué estaba pensando Hunter, de modo que estaba dando la explicación que el almirante deseaba escuchar—. Supongo que en el transcurso de la conversación comenté que me alojaba en Moana Towers. Al sentirse presa del pánico, su hija recordaría mi dirección y por eso vino aquí.
—Ignoro cómo se las arregla Adrián para complicarse tanto la vida —prosiguió—. De hecho, es una chica muy decente.
Pitt no hizo ningún comentario. ¿Cómo explicar a un padre que su hija es una ninfómana que de veinticuatro horas se pasa dieciocho borracha o drogada?
—Saldremos hacia Pearl Harbor en cuanto lleguen los guardias —consiguió decir al fin. Colgó el auricular y se sirvió una copa de whisky. Le supo a producto de limpieza para inodoros.
Diez minutos más tarde, unos hombres se presentaron en el apartamento, no con la intención de escoltarlos hasta el cuartel del almirante Hunter en Pearl Harbor, sino para secuestrar a Adrián y matar a Pitt. La atención de éste se repartía entre Adrián, que, ovillada sobre el sofá, dormía tranquilamente como un bebé, y la puerta de entrada. Pitt sintió que la piel de la nuca se le estiraba hasta que pareció que se le rompería a tiras. No tuvo tiempo de reaccionar.
Cinco hombres habían descendido con cuerdas desde la azotea y entrado sigilosamente por el balcón del dormitorio de Pitt. Apuntaron las pequeñas pistolas, no al corazón de Pitt, sino a la cabeza de Adrián, dormida y ajena a cuanto estaba ocurriendo.
—Si usted se mueve, ella morirá —dijo un hombre gigantesco de brillantes ojos dorados.
Pitt, en aquellos primeros segundos de sorpresa, sólo fue consciente de su carencia absoluta de emociones, como si la falta total de anticipación le hubiese privado en cierto modo de la capacidad de sentir. Luego llegó a la amarga conclusión de que ese personaje enorme que se hallaba de pie ante él había estado manipulando su destino desde hacía más de una semana. Se trataba del hombre de ojos amarillos y penetrantes que había invadido sus sueños y pesadillas, aquel que tantos años atrás había descubierto los secretos de Kanoli en los archivos del museo Obispo Bernice Pauahi.
La mole humana se aproximó. Parecía demasiado joven para alguien que debía de rondar los setenta años; no tenía la piel arrugada ni los músculos flaccidos. Vestía informalmente al estilo playero, con bañador y una toalla de hotel echada de cualquier manera sobre un hombro, mientras que sus acompañantes llevaban ropa de calle. El rostro era largo y chupado, enmarcado por una espesa melena despeinada de cabello entrecano.
El gigante se situó al lado de Pitt y, mirando a través de aquellos hipnóticos ojos amarillos desde casi dos metros del suelo, sonrió con la cordialidad de una barracuda.
—Usted es Dirk Pitt, del Instituto Nacional Naval. — Su voz sonó reposada y profunda, en absoluto maliciosa o amenazadora—. Es un honor conocerlo. He seguido sus peripecias a lo largo de los años con cierto interés, y de vez en cuando las he encontrado divertidas.
—Me halaga que me considere una persona entretenida.
—Habla como un hombre valiente. No esperaba menos.
El individuo hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que se apresuraron a atar las muñecas de Pitt y sentarlo en una silla antes de que éste empezara a darse cuenta de lo que sucedía.
—Disculpe por las molestias, señor Pitt. Éste es un juego sucio, tan desagradable como todos, pero imprescindible. Lamento haber tenido que implicarle en mi estrategia. Pretendía utilizar sus servicios únicamente como mensajero. No pude prever su involucración de última hora.
—Su plan parece bien trazado —dijo Pitt lentamente—. ¿Cuánto tiempo ha pasado siguiéndome, a la espera de la oportunidad de despistarme con el descubrimiento de la cápsula de comunicaciones del Starbuck? ¿Por qué yo? Cualquier chico de diez años que hubiera encontrado la cápsula en la playa habría acabado entregándola al almirante Hunter.
—Por cuestiones de impacto, comandante. Impacto y credibilidad. Usted tiene amigos y conocidos influyentes en Washington, y su historial en el NUMA es bastante respetable. Sabía que surgirían dudas respecto a la veracidad del mensaje, de modo que confié en su reputación para que se concediera credibilidad al descubrimiento. — Sonrió ligeramente y se mesó la ondulada y canosa cabellera—. Sin embargo, me temo que cometí un lamentable error, pues terminó siendo usted quien convenció al almirante Hunter de que el mensaje del comandante Duprée era falso.
—Una lástima —señaló Pitt con sarcasmo. Decidió lanzar una sonda—. Su informador tampoco se equivocó tanto.
—Sí, él era bastante diligente a veces.
Se produjo un largo silencio. Pitt miró a Adrián, que continuaba serenamente acurrucada sobre el sofá.
«Qué suerte tiene —pensó Pitt—. Aquí está desarrollándose un espectáculo desagradable, y ella duerme tan tranquila.»
Pitt centró de nuevo su atención en el gigante.
—Creo que no ha tenido usted la amabilidad de presentarse.
—No importa. Mi nombre no tiene mayor trascendencia para usted.
—Si va a matarme, considero justo conocer el nombre del responsable.
El enorme individuo vaciló unos instantes y finalmente sacudió la cabeza con energía.
—Delfos.
—¿Eso es todo?
—Delfos bastará.
—Usted no parece griego.
Pitt tenía las manos firmemente atadas detrás de la silla. Dos de los hombres seguían apuntando con las armas a Adrián. Excepto Delfos, todos parecían personas corrientes: estatura y peso medio, piel bronceada, y vestidos con pantalones informales y camisas hawaianas. Los rostros eran inexpresivos; aceptaban la autoridad tácita de Delfos sin rechistar. Pitt tenía claro que, si recibían la orden, matarían.
—Ha creado usted una organización despiadada y eficiente, y tramado uno de los mayores misterios del siglo. Miles de marineros han perecido por su culpa. ¿Y para qué?
—Lo lamento, señor Pitt. Ésta no es una representación donde el malvado villano desvela sus artimañas antes de librarse del héroe. Aquí no hay teatralidad, ni climax, ni revelaciones secretas que nadie necesita conocer. Es una pérdida de tiempo explicar mis motivos a alguien con menor capacidad intelectual que un Lavella o un Roblemann.
—¿Cómo piensa matarme?
—Sufrirá un accidente. Como ama el agua, morirá en ella, ahogado en su propia bañera.
—¿No parecerá ridículo?
—En absoluto. Resultará convincente. La policía supondrá que estaba usted afeitándose con la maquinilla eléctrica mientras tomaba un baño; como todo el mundo sabe, una estupidez que no debe cometerse. La maquinilla le resbaló de las manos, cayó al agua, y la descarga eléctrica bastó para dejarlo inconsciente; la cabeza se le hundió en el agua, y se ahogó. Los investigadores informarán que se trató de una muerte accidental. Su nombre aparecerá en las necrológicas de los periódicos, y con el tiempo Dirk Pitt se convertirá en un recuerdo lejano entre sus familiares y amigos.
—Sinceramente, me sorprende que mi persona merezca tantos esfuerzos.
—Un final apropiado para el hombre que ha estado a punto de destruir una empresa que ha sido brillantemente planeada y ejecutada durante más de treinta años.
—Ahórrese los cumplidos —refunfuñó Pitt—. ¿Qué le ocurrirá a Adrián? Resultaría extraño que los dos nos ahogáramos mientras nos afeitábamos en la bañera.
—Tranquilícese. La señorita Hunter no sufrirá ningún daño. Voy a retenerla como rehén. El almirante Hunter tendrá que pensárselo dos veces antes de seguir con sus pesquisas en su busca en el Triángulo del Pacífico.
—Esa estratagema no detendrá a Hunter más de dos minutos. En la escala de valores del almirante, el deber se antepone a la familia. Está perdiendo el tiempo. Déjela marchar.
—También yo soy un hombre disciplinado —replicó Delfos—. Una vez concebido un plan, jamás me desvió de él. Mis objetivos son elementales. Simplemente deseo verme libre de los designios destructivos de los países comunistas y de los impulsos imperialistas de Estados Unidos. Entre ambos aniquilarán la civilización. Yo intento sobrevivir.
«Necesito ganar tiempo», pensó Pitt. Debía lograr que el gigante continuara hablando. Unos minutos más, y los hombres de Hunter estarían en la puerta. Conversar era su única arma.
—Usted está loco —dijo Pitt fríamente—. Durante décadas se ha dedicado al asesinato en masa en nombre de su supervivencia. Ahórrese los tópicos triviales sobre el comunismo y el imperialismo. Usted no es más que un anacronismo, Delfos. Su especie, aquellos militantes políticos de cabellos alborotados que no hacían más que dar la lata, pasó de moda en la época de Karl Marx. Usted lleva medio siglo enterrado y aún no se ha enterado.
La estudiada calma de Delfos se desmoronó un instante; se ruborizó un poco, pero enseguida recuperó el control.
—La objetividad filosófica es para los ignorantes, comandante. Dentro de pocos minutos, su irritante perorata dejará de importunarme.
Delfos meneó la cabeza, y uno de los hombres entró en el lavabo para abrir el grifo de la bañera. Pitt intentó mover las manos; la cuerda, que daba varias vueltas alrededor de las muñecas, estaba lo suficientemente floja para no dejar cardenales delatores en la piel.
De repente, Pitt creyó que los sentidos lo engañaban; la dulce fragancia de la plumería comenzó a envolverlo. Era imposible, pero supo que ella estaba allí. Summer se encontraba en la habitación.
Delfos señaló en silencio a Adrián, y el hombre que había atado a Pitt se sacó una pequeña caja del bolsillo, colocó una aguja en una jeringa y, tras levantar el dobladillo del corto muumuu de Adrián, clavó sin miramientos la aguja en una de las redondeadas nalgas. Ella se rebulló un poco, suspiró, frunció el entrecejo y continuó sumida en el sueño, esta vez cercano al coma. El hombre se apresuró a guardarse la caja de la jeringa en el bolsillo y alzó a Adrián en brazos, esperando, expectante, nuevas órdenes de su jefe.
—Me temo que esto es una despedida —dijo Delfos.
—¿Se va sin presenciar el gran evento?
—Queda poco por ver que pueda interesarme.
—Jamás logrará sacar a Adrián del edificio.
—Un coche nos aguarda en el aparcamiento del sótano —explicó Delfos con arrogancia.
Se dirigió hacia la puerta, la abrió de golpe e inspeccionó el pasillo. Antes de que cruzara el umbral, Pitt exclamó:
—Una última pregunta, Delfos.
El gigante vaciló, se volvió y miró a Pitt.
—La chica que se hace llamar Summer, ¿quién es?
Delfos sonrió con malicia.
—Summer es mi hija. — Se despidió con la mano—. Adiós, comandante.
Pitt hizo un último comentario a la desesperada.
—Dé recuerdos a la gente de Kanoli.
La mirada de Delfos se tornó dura. Cierta duda no planteada con anterioridad pareció nublarle la mente por unos instantes, pero desapareció rápidamente cuando miró a Pitt.
—Adiós —dijo, y entonces se marchó por el pasillo como una sombra, seguido de dos de sus secuaces, uno de los cuales llevaba a Adrián en brazos.
Pitt había fracasado en su intento por entretener a Delfos y evitar así el secuestro de Adrián. Dominado por la angustia, observó cómo el hombre del lavabo se asomaba, sacudía la cabeza y entraba de nuevo. El otro guardia dejó el arma sobre una silla y se acercó a Pitt. Sus facciones redondeadas y corrientes enmascaraban cualquier indicio de sadismo.
Pitt vio venir el golpe demasiado tarde para esquivarlo. Sólo pudo agachar la cabeza. El puño del agresor impactó con fuerza contra el cráneo de Pitt, que cayó de la silla al suelo, al lado de la cortina del balcón.
Pitt temió perder el conocimiento, pero consiguió recobrarse y, aturdido, se puso en pie. Vio al guardia arrodillado sobre la alfombra, sujetándose la muñeca lesionada debido al puñetazo. Lo oyó gimotear como un animal herido.
«El bastardo se ha roto la muñeca», concluyó Pitt.
Sonrió al considerar que el dolor que le producía el creciente chichón de la cabeza no era nada comparado con el causado por un hueso fracturado.
Pitt permaneció inmóvil. De pronto, por detrás de las cortinas, una mano le cogió del brazo y cortó la cuerda que le sujetaba las muñecas. El aroma de la plumería le envolvió como una cálida ola liberadora. Libre ya de las ligaduras, notó que le depositaban en la palma de la mano derecha un pequeño cuchillo de doble filo. Pitt no se atrevió a volverse hacia quien le ayudaba, ni a correr las cortinas que lo ocultaban. Empuñó el cuchillo con fuerza y movió enérgicamente las manos para asegurarse de que no estaban entumecidas.
El hombre herido dejó de gemir y comenzó a arrastrarse por la alfombra hacia Pitt. Su compañero continuaba con sus quehaceres en el lavabo, sin enterarse de nada debido al borboteo de agua en la bañera. El lesionado se colocó la mano fracturada en el regazo, alcanzó la silla con la sana y recogió la pistola, con que, tras describrir un pequeño arco, apuntó al pecho de Pitt. El dolor y el odio estaban a punto de anteponerse a las órdenes de Delfos de simular una muerte accidental.
Pitt sudaba. El enemigo se hallaba demasiado lejos para intentar cualquier maniobra; la bala le reventaría el pecho antes de que pudiera salvar la mitad de la distancia que los separaba. El hombre permaneció arrodillado un largo y angustioso espacio de tiempo, observando a Pitt. Luego empezó a aproximarse poco a poco, avanzando primero una rodilla, luego la otra. Redujo así la distancia a un metro y medio. Todavía se encontraba demasiado lejos.
Pitt sufría como un condenado. Noventa centímetros; necesitaba tenerlo a noventa centímetros para atacar con garantías de éxito.
«Debo actuar en cuanto esté al alcance de mi brazo», pensó mientras calculaba la distancia necesaria.
El sicario se acercaba cada vez más, sin dejar de apuntar con la pistola al pecho de Pitt, desplazando de vez en cuando el punto de mira hacia la frente. En una ocasión, mientras en sus labios se dibujaba una sádica sonrisa, lo dirigió hacia los genitales de Pitt.
«Paciencia —se repetía Pitt—, paciencia. Las dos palabras más importantes del vocabulario son paciencia y esperanza.»
El guardia ya casi estaba a su alcance. Pitt podía entrar en acción. Tenso, esperó unos segundos más para asegurarse, pues si se precipitaba quizá no lograría apartar la pistola lo suficiente antes de que se disparara, y no dudaba de que el asesino aún tenía reflejos para apretar el pequeño botón con el menor esfuerzo. La única forma de dominar la situación era recurrir al factor sorpresa. Como mantenía las manos, ya libres, detrás de la espalda, engañaba a su adversario, que lo consideraba una víctima fácil.
Había llegado el momento. Se abalanzó sobre el enemigo, golpeó la pistola con la mano izquierda y esquivó la bala, que pasó un par de centímetros por encima de su hombro, al tiempo que giraba un poco la mano derecha y degollaba al agresor con la afilada hoja del cuchillo. El borboteo de la garganta produjo un escalofriante sonido mientras la sangre se derramaba sobre el pecho del hombre, la alfombra y los brazos de Pitt. Conmocionado, el moribundo miró a Pitt con ojos vidriosos, se convulsionó y se desplomó lentamente.
Por unos instantes, Pitt observó al muerto completamente pasmado. A continuación recogió la pistola del suelo y se acercó con sigilo al lavabo. Oyó el zumbido de la maquinilla eléctrica, que el otro guardia preparaba para la ejecución de Pitt. La bañera estaba llena. Sin apartar la vista de la puerta del servicio, Pitt avanzó despacio junto a la pared.
De repente, el timbre resonó en todo el apartamento. Sobresaltado por el inesperado sonido, Pitt se estremeció y permaneció inmóvil. El hombre salió a toda prisa del lavabo y, conmocionado, se detuvo al contemplar el terrible espectáculo de su compañero muerto en el suelo. Se volvió y, atónito, miró a Pitt.
—Arroje el arma y no se mueva —ordenó Pitt con tono áspero.
El sicario de Delfos obedeció al ver la pequeña pistola que Pitt empuñaba. El timbre sonó de nuevo. El secuaz de Delfos se apartó hacia un lado, y cuando hizo ademán de recoger su pistola, Pitt le disparó al corazón.
El guardia siguió en pie, observando, anonadado y sobrecogido, a su ejecutor. Las manos le cayeron sin fuerza, y se arrodilló lentamente hasta quedar tendido de costado en posición fetal.
Pitt permaneció quieto, escuchando los frenéticos golpes contra la puerta del apartamento y observando los cadáveres que yacían a sus pies. Las cuatro paredes de la habitación parecieron aprisionarlo. Sabía que faltaba algo, pero su mente se negaba a cooperar; los precipitados acontecimientos lo habían dejado confuso y sin capacidad de reaccionar. Había alguien más allí...
¡Summer! Buscó desesperadamente por la habitación y la llamó. Nadie respondió.
«El balcón —pensó—. Debe de haber seguido a Delfos y sus hombres desde el tejado.»
La galería estaba vacía, pero en la barandilla había una cuerda atada que pendía hasta la terraza del apartamento inferior. La chica había escapado del mismo modo que la otra vez.
Entonces vio que sobre una de las sillas descansaba una pequeña flor, un delicado capullo de plumería cuyos elegantes pétalos blancos se tornaban amarillos en la parte interior. Lo sostuvo, examinándolo de la misma manera que se procedería con una mariposa poco común.
«La hija de Delfos —pensó—. ¿Cómo es posible?» Pitt seguía en el balcón, con la flor en una mano y la pistola en otra, contemplando el brillante y ondulado océano azul, cuando la patrulla de seguridad de Hunter irrumpió en el apartamento.
13
—Señor Pitt... —La atractiva y joven oficial del Cuerpo Femenino de Emergencia habló con tono vacilante—. El almirante está esperándole. Oh, a propósito —añadió, bajando la mirada—, nos enorgullecemos de tenerle en la Flota 101 por lo que hizo en el Martha Ann.
—¿Cómo se ha tomado el almirante el secuestro de su hija? — Pitt no había pretendido mostrarse tan brusco.
—Es un perro viejo acostumbrado a todo —respondió la chica.
—¿Está en el despacho?
—No, señor. Lo aguardan en la sala de conferencias. — Se levantó y salió de detrás del escritorio—. Acompáñeme, por favor. Pitt la siguió a lo largo de un pasillo hasta que la joven se detuvo frente a una puerta situada a la derecha. Llamó, la abrió, anunció la presencia de Pitt y la cerró despacio cuando él hubo entrado.
En la sala había cuatro hombres. Pitt sólo conocía a dos. El almirante Hunter se acercó para estrecharle la mano. Parecía más viejo y cansado que la última vez que se vieron, sólo cuatro días antes.
—Gracias a Dios, se encuentra a salvo —dijo Hunter afectuosamente, sorprendiendo a Pitt con un tono de suma sinceridad—. ¿Qué tal la pierna?
—Bien. — Miró a los ojos del anciano—. Siento lo del capitán Cinana... y lo de Adrián. Fue culpa mía. Si hubiese estado un poco más alerta...
—¡Tonterías! — exclamó Hunter, forzando una sonrisa—. Eliminó a un par de esos bastardos. Debió de librar una buena lucha.
Antes de que Pitt pudiera contestar, Denver se levantó y le dio unas palmadas en la espalda.
—Me alegro de verte. Pareces tan hecho polvo como siempre.
—Agotado como un perro. Dormir sólo treinta minutos en veinticuatro horas destroza mi delicado cutis.
—Lo lamento —dijo Hunter—. Pero disponemos de muy poco tiempo. Si no recuperamos enseguida el Starbuck, podemos darlo por perdido. — La tensión se reflejó en el rostro del almirante—. Y ese poco tiempo se lo debemos a usted. Inundar el compartimiento delantero de misiles fue una idea genial.
Pitt sonrió.
—El timonel del Martha Ann estaba totalmente convencido de que ambos acabaríamos pagando los desperfectos con nuestros salarios.
Hunter mostró un leve atisbo de sonrisa.
—Permítame presentarle al doctor Elmer Chrysler, director del Departamento de Investigación del hospital Tripler.
Pitt tendió la mano a un hombre bajito que respondió con un apretón tan fuerte como el de unas tenazas. Llevaba la cabeza rapada al cero, y las orejas sostenían unas enormes gafas de concha. Detrás de las lentes, los ojos marrones semejaban dos gotas brillantes, y la sonrisa era amplia y sincera.
—Y éste es el doctor Raymond York, director del Departamento de Geología Marina de la escuela Eton de Oceanografía.
York no tenía aspecto de geólogo; parecía más bien un corpulento conductor de camión o un estibador. Era fornido, ancho de espaldas, medía casi metro ochenta. Lucía una dentadura perfecta. Al ser presentados, la mano de Pitt fue estrujada por los cinco dedos más grandes y carnosos que jamás había visto.
Tras indicar a Pitt que se sentara en una silla, Hunter dijo:
—Estamos ansiosos por conocer su informe sobre la pérdida del Martha Ann y la lucha en su apartamento.
A pesar del cansancio, Pitt se esforzó por conferir a su narración el enfoque adecuado. Sabía que los presentes le observaban con atención, atentos a cada detalle que pudiera rescatar de la memoria.
Denver movió la cabeza.
—Tómate el tiempo que necesites y perdona si en ocasiones te interrumpimos con alguna pregunta.
Pitt comenzó a hablar con voz reposada:
—Supongo que todo empezó cuando descubrimos el crecimiento del fondo del mar, una ascensión que no estaba representada en los mapas topográficos submarinos...
Pitt contó la historia completa. Los dos científicos tomaban notas mientras Denver se ocupaba de una grabadora. De vez en cuando, alguno de los hombres sentados alrededor de la mesa interrumpía el relato para formular una pregunta que Pitt respondía lo mejor que podía. Tan sólo omitió lo referente a la presencia de Summer; mintió al decir que se había escondido un cuchillo en la mano antes de que los hombres de Delfos lo maniataran.
Hunter retiró el precinto de celofán de un paquete de cigarrillos y lo dejó en un cenicero.
—¿Qué hay del tal Delfos? De momento, la conversación del comandante Pitt con ese individuo es la única comunicación que se ha establecido con alguien relacionado, si realmente lo está, con el Triángulo.
El doctor Chrysler se inclinó sobre la mesa.
—¿Podría describir a ese hombre con detalle?
—Medía aproximadamente dos metros —respondió Pitt—. Bien proporcionado en relación a la estatura; soy incapaz de determinar el peso de alguien tan alto. Robusto, de rostro ligeramente arrugado, pelo canoso y, por supuesto, el rasgo más sorprendente, ojos amarillos.
Chrysler frunció el entrecejo.
—¿Amarillos?
—Sí, casi dorados.
—Imposible —afirmó Chrysler—. Un albino puede tener ojos rosados con un ligero matiz anaranjado, y ciertas enfermedades alteran el color hasta convertirlo en un amarillo grisáceo pálido. Pero ¿un dorado brillante? Improbable. El iris del ojo no contiene los pigmentos adecuados para adquirir tal tono.
El doctor York se sacó una pipa del bolsillo y la hizo girar distraídamente en la mano.
—Es muy extraño que haya descrito a un hombre gigantesco de ojos dorados. En realidad, existió una persona con esos rasgos.
—El Oráculo de la Unidad Psíquica —murmuró Chrysler—. Por supuesto, el doctor Frederick Moran.
—No me suena el nombre —observó Hunter.
—Frederick Moran, uno de los antropólogos clásicos más destacados del siglo, defendía la teoría de que la mente humana sería el factor crucial en la extinción final del hombre.
York meneó la cabeza.
—Una persona brillante pero egocéntrica. Desapareció en el mar hace casi treinta años.
—El oráculo de Delfos —dijo Pitt.
Denver captó la relación inmediatamente.
—Por supuesto. Delfos proviene del oráculo de la antigua Grecia.
—No es posible —afirmó Chrysler—. Ese hombre ha muerto.
—¿De verdad? — preguntó Pitt—. Quizá encontró la civilización de Kanoli.
—Suena como un Shangri—la hawaiano —comentó Hunter.
—Quizá lo sea —respondió Pitt, y refirió brevemente la conversación que había mantenido con George Papaaloa en el museo Obispo Bernice Pauahi.
—Me cuesta creer que un hombre de la entidad del doctor Moran —intervino York— se esfumara durante tres décadas para reaparecer de repente convertido en un asesino y secuestrador.
—¿Dijo algo más ese Delfos que pudiera relacionarlo con el doctor Moran? — preguntó Chrysler.
Pitt sonrió.
—Dio a entender que mi inteligencia era inferior a la de Lavella y Roblemann, quienesquiera que sean.
Chrysler y York se miraron.
—Es muy extraño —comentó el segundo—. Lavella fue un físico especializado en hidrología.
—Y Roblemann un famoso cirujano. — Chrysler fijó la mirada en Pitt—. Antes de morir, Roblemann experimentó con un sistema mecánico de branquias mediante el cual los humanos podríamos absorber oxígeno del agua. — Chrysler se interrumpió y se acercó a un refrigerador de agua que había en una esquina de la habitación. Llenó un vaso, regresó a la mesa y bebió antes de proseguir—: Como bien sabemos, la función principal de cualquier sistema respiratorio es obtener el oxígeno que el cuerpo necesita y expulsar dióxido de carbono.
»En los seres humanos y mamíferos terrestres, los pulmones están ubicados holgadamente en el pecho, y son hinchados y deshinchados mediante el diafragma y la presión del aire. Una vez éste ha entrado en los pulmones, es absorbido hacia el riego sanguíneo. Por otro lado, los peces consiguen oxígeno y expulsan dióxido de carbono a través de delicados tejidos vasculares que contienen numerosos filamentos pequeños. El artilugio que Roblemann supuestamente creó era una combinación de pulmón y branquia que se acoplaba quirúrgicamente al pecho con conductos de conexión para transportar el oxígeno.
—Parece increíble —dijo Hunter.
—Sí, increíble —repitió Pitt—. Ese invento explicaría por qué ninguno de los hombres que abordaron el Martha Ann llevaba equipos de submarinismo.
—Tal mecanismo —puntualizó Chrysler— apenas permitiría a un humano permanecer bajo el agua más de media hora.
Denver sacudió la cabeza, asombrado.
—Quizá media hora no parece mucho, pero el sistema evita cargar con el voluminoso equipo que se utiliza en la actualidad.
—¿Saben, caballeros, qué fue de Lavella y Roblemann? — preguntó Hunter.
Chrysler se encogió de hombros.
—Fallecieron hace años.
Hunter descolgó el auricular de un teléfono.
—¿Departamento de datos? Aquí el almirante Hunter. Quiero detalles sobre las muertes de dos científicos llamados Lavella y Roblemann. Facilítenme la información apenas la hayan obtenido. Bien, disponemos de un punto de partida. Doctor York, ¿qué puede explicarnos sobre la geología marina de la zona del Triángulo?
York abrió una maleta y colocó varios gráficos frente a él, sobre la mesa.
—Después de interrogar a los supervivientes de la sala de detección del Martha Ann, al comandante Boland en el hospital, y escuchar las observaciones de Pitt, me veo obligado a llegar a una única conclusión: el Triángulo no es más que una montaña marina que hasta ahora no había sido descubierta.
—¿Cómo es posible que jamás fuera detectada con anterioridad? — inquirió Denver.
—No es tan extraño —contestó York—, si consideramos que las cumbres terrestres no comenzaron a descubrirse hasta finales de los cuarenta, y aún resta para estudiar y representar detalladamente en mapa el 90 por ciento de los suelos oceánicos.
—¿No son la mayoría de montañas marinas restos de volcanes submarinos? — inquirió Pitt.
York llenó la pipa con tabaco de una petaca.
—Una montaña marina se define como una elevación aislada, de dimensiones circulares, que sobresale del fondo, con laderas bastante pronunciadas y una cima comparativamente baja. Respondiendo a su pregunta, sí, la mayoría de las montañas marinas tienen un origen volcánico. De todas formas, hasta que una investigación científica demuestre lo contrario, sugeriría un planteamiento distinto para el caso que nos ocupa. — Se interrumpió para prensar el tabaco y encender la pipa—. Si consideramos que el mito de Kanoli es cierto y que la isla y los habitantes realmente se hundieron bajo el agua a consecuencia de un cataclismo, podríamos colegir que el terreno se elevó primero y se hundió después debido más a una falla que a un volcán.
—En otras palabras, un terremoto —apuntó Denver.
—Más o menos —retomó la palabra York—. Una falla es una grieta de la corteza terrestre. Como pueden observar en los gráficos, esta montaña marina en particular se asienta sobre la zona de la fractura de Fullerton. Es bien posible que una fuerte actividad geológica originara una elevación del terreno de varios cientos de metros, hasta llegar a sobresalir de la superficie del mar por espacio de miles de años para luego, repentinamente, decrecer en cuestión de días. — El doctor se hallaba frente a la ventana, con la mirada reflexiva, imaginando el paulatino proceso degenerativo—. El informe del señor Pitt referente al crecimiento del fondo marino y la fría temperatura del agua alrededor de la montaña tienden también a corroborar la teoría de la falla. El agua fría de las profundidades a menudo asciende miles de metros hacia la superficie a través de largas grietas del fondo marino, hecho que explicaría a la vez la ausencia de coral, que no se forma en aguas con temperatura inferior a veintiún grados.
Hunter miró pensativo los gráficos antes de hablar:
—Dado que la gente que abordó el Martha Ann debía proceder de alguna parte, ¿cabe la posibilidad de que hubiese surgido de la propia montaña?
—No comprendo —respondió York.
—Nada apareció en el radar del Martha Ann, circunstancia que elimina la posibilidad de la presencia de otro barco en la zona. Excepto las embarcaciones hundidas, el sonar no detectó ninguna otra nave, lo cual excluye también la existencia de un submarino. Por lo tanto, sólo quedan dos alternativas: los asaltantes provenían, o bien de una cámara submarina fabricada por el hombre, o del interior de la montaña.
—Me inclinaría a descartar la posibilidad de una cámara submarina —intervino Pitt—. Fuimos atacados por un contingente de casi doscientos hombres. Se precisaría de una instalación enorme para albergar a tanto personal bajo el agua.
—Entonces sólo queda la hipótesis de la montaña —afirmó Hunter.
Chrysler apoyó el mentón en las manos y miró a Pitt.
—Creo que usted manifestó, comandante, que olió a eucalipto cuando la niebla rodeó al barco.
—Sí, señor, correcto.
—Es raro, muy raro —murmuró Chrysler y, volviéndose hacia Hunter, agregó—: Por muy sorprendente que pueda parecer, almirante, la idea de la montaña no resulta tan inverosímil.
—¿Qué quiere decir?
—El aceite de eucalipto se ha utilizado durante años en Australia para purificar el aire de las minas. También tiene la propiedad de reducir la humedad en espacios cerrados.
El teléfono sonó. Hunter cogió el auricular y se limitó a escuchar, sin despegar los labios. Después de colgar, mostró una expresión de satisfacción.
—Los doctores Lavella y Roblemann desaparecieron en el mar a bordo de un barco de investigación llamado Explorer. La nave, fletada por una empresa denominada Pisces Metal Company, realizaba una expedición con el fin de llevar a cabo un estudio geológico en aguas profundas y determinar la viabilidad de un proyecto minero. La última vez que el Explorer fue visto, navegaba al norte de Hawai hará...
—Unos treinta años. — Denver concluyó la frase y dejó de ojear unos papeles que sostenía en las manos—. El Explorer fue el primer navío que desapareció en el Triángulo.
—Y da la coincidencia de que Frederick Moran iba en ese mismo barco —añadió Pitt.
—Lo más probable es que dirigiera la expedición —señaló Chrysler, tajante.
—El rompecabezas comienza a tomar forma —murmuró York—. Sí, por Dios, los hechos cuadran. — Se reclinó en la silla y levantó la mirada hacia el techo. Muchas de las islas donde vivían los nativos del Pacífico estaban infestadas de cavernas, utilizadas sobre todo por motivos religiosos: cuevas funerarias, templos, cámaras de ídolos, etcétera. Ahora bien, si la montaña marina del Triángulo era un volcán desaparecido a raíz de una explosión demoledora, obviamente no hubiese quedado nada de la civilización nativa. En cambio, si la isla se hundió en el agua debido a un desplazamiento de la fractura de Fullerton, sin duda muchas de las cavernas permanecieron intactas.
—¿Adonde quiere ir a parar? — preguntó Hunter, impaciente.
—La especialidad del doctor Lavella era la hidrología, la ciencia, caballeros, que estudia el comportamiento del agua en circulación en la tierra, el aire y bajo tierra. En pocas palabras, el doctor Lavella hubiese sido una de las pocas personas del mundo occidental capaz de diseñar un sistema para vaciar y desecar un grupo de cuevas submarinas.
La cansada mirada de Hunter se posó en York, quien no hizo más comentarios. El almirante tabateó con los dedos sobre la mesa y se levantó.
—Doctor York, doctor Chrysler, han sido de gran ayuda. La armada está en deuda con ustedes... Ahora, si nos disculpan...
Los dos civiles estrecharon la mano a los oficiales para despedirse y se retiraron. Pitt se puso en pie y se acercó lentamente al gran mapa que había en el otro extremo de la larga sala.
Denver se arrellanó en la silla.
—Bien, al menos ahora sabemos a quién nos enfrentamos.
—Lo dudo —dijo Pitt con calma, mirando un círculo rojo dibujado en medio del mapa—. Dudo que alguna vez lo sepamos realmente.
Cuatro horas más tarde, Pitt despertó de un reconfortante sueño y posó la mirada, aún somnolienta, en dos barras verticales marrones situadas frente a él. No tardó en despejarse al reconocer un par de piernas de mujer, bronceadas y bien formadas. Tendió la mano y deslizó la yema de un dedo, en dirección ascendente, por una de las pantorrillas, enfundadas en medias de nailon.
—¡Deje de hacer eso! — exclamó la chica.
Era hermosa, y su rostro reflejaba una dulce expresión de sorpresa. La silueta, exuberante, estaba embutida en el elegante uniforme de oficial de la armada.
—Lo siento, debía de estar soñando —se excusó Pitt, sonriendo.
Azorada, la militar se alisó la falda y bajó la mirada con coquetería.
—No era mi intención despertarlo. Pensé que ya estaría levantado y le traía un poco de café. — Mostró una sonrisa encantadora—. Ya veo que no lo necesita.
Pitt contempló el vigoroso contoneo de la chica mientras ésta salía de la habitación. A continuación se sentó en el sofá de cuero, estiró los brazos y observó los rincones del estudio del almirante.
Obviamente, Hunter era un hombre muy ocupado. El escritorio y el suelo estaban llenos de gráficos y papeles, y un enorme cenicero ornamentado rebosaba de colillas. Pitt se hurgó en los bolsillos para buscar una cajetilla de tabaco que no logró encontrar. Aceptó resignado que la había extraviado y alcanzó la taza de café. Estaba caliente, y el sabor amargo le reanimó los adormecidos sentidos hasta devolverlos a un estado normal. En aquellos momentos, Hunter entró bruscamente en la estancia.
—Mis disculpas por no dejarle dormir más, pero hemos hecho un par de descubrimientos.
—Ha encontrado la emisora de Delfos, ¿no?
Hunter arqueó las cejas.
—Para haberse despertado hace tan poco está muy perceptivo.
Pitt se encogió de hombros.
—Una suposición lógica.
—Un avión de reconocimiento la localizó en un par de horas —informó Hunter—. Una antena de noventa metros de altura no es precisamente un objeto fácil de esconder.
—¿Dónde está situada?
—En un remoto rincón de la isla de Maui, dentro de un viejo edificio abandonado del ejército construido durante la Segunda Guerra Mundial para ubicar la artillería precisa para defender la costa. Lo comprobamos en archivos antiguos. La propiedad se vendió hace años a una empresa llamada...
—Pisces Metal Company —interrumpió Pitt.
Hunter frunció el entrecejo con expresión afable.
—¿Otra suposición lógica?
Pitt asintió.
El almirante esbozó una sonrisa taimada.
—¿Sabía que el Martha Ann estará atracado en Honolulú mañana a estas horas?
La noticia sorprendió a Pitt.
—¿Cómo es posible?
—Minutos después de que usted y la tripulación abandonasen la nave en el helicóptero —respondió Hunter—, programamos los ordenadores para poner el barco rumbo a Hawai.
—Destrozar algunos instrumentos, cortar unos cables —dijo Pitt—. Seguro que los hombres de Delfos podrían haber parado los motores o puesto fuera de control el sistema de conducción.
—No en este caso —replicó Hunter—. El mecanismo de pilotaje automático del Martha Ann fue diseñado para impedir tal posibilidad. Trabajamos bajo la continua amenaza de captura y confiscación de nuestros efectivos por parte de un país extranjero al que desagradan las operaciones bastante clandestinas de rescate que la Flota 101 lleva a cabo. La sala de máquinas y los controles de navegación son precintados automáticamente, mediante una señal electrónica, con puertas de acero que costaría al menos diez horas traspasar. Para entonces, el barco ya se hallaría a salvo en aguas internacionales y listo de nuevo para recuperar naves naufragadas.
—¿Navega sin tripulación?
—No, enviamos una patrulla al amanecer —dijo Hunter—. Menos mal que fue así. El helicóptero llegó justo a tiempo de presenciar cómo el Martha Ann arrollaba un bote de pesca. El pelotón de rescate logró sacar del agua al patrón de la barca sólo minutos antes de que los tiburones lo devoraran.
—Ahora que el Martha Ann se dirige a puerto, ¿qué hay del Starbuck?
—Se ha dado por perdido —explicó Hunter—. Órdenes del Pentágono. Los jefes del Mando Compartido se han mantenido firmes en tal decisión; mejor destruir el Starbuck lo antes posible para evitar que los misiles sean lanzados y la nave sacada del agua posteriormente.
—¿Cómo pretenden destruirlo?
—A las cinco de la madrugada de mañana, la fragata Monitor disparará un misil Hyperion sobre la posición donde ustedes encontraron el Starbuck. La onda expansiva de la detonación del torpedo, combinada con la presión del agua, colapsará e inundará cualquier bolsa de aire que pueda haber dentro de la montaña, al tiempo que volará el submarino.
—Un contragolpe eficaz —murmuró Pitt.
—Desde luego. Propuse la idea de regresar al lugar con un equipo de élite de infantes de marina para recuperar la nave, pero fue desestimada. «Más vale prevenir que curar», argumentaron los jefazos del Potomac. Temen que si Delfos ha logrado introducir en sus ordenadores la secuencia de lanzamiento de los misiles, acabe por borrar del mapa treinta ciudades de cualquier parte del mundo.
—Un procedimiento extremadamente complicado. Delfos tendría que reprogramar los controles de dirección de los torpedos para alcanzar objetivos situados más allá de Rusia.
—Poco importa dónde pudiese enviar los misiles. Los jefes del Mando Compartido temen que ese hombre haya aprendido el proceso.
—Lo dudo. Si Delfos ha tenido los treinta torpedos nucleares durante seis meses sin permitir que nadie lo supiera o si ahora amenazara con utilizarlos, es obvio que no ha conseguido descifrar los sistemas de lanzamiento.
—Probablemente tiene usted razón, pero eso no cambiará nada. He recibido unas órdenes que debo cumplir.
Pitt observó a Hunter un buen rato.
—¿Están sus superiores al corriente del secuestro de Adrián?
El almirante negó con la cabeza lentamente.
—No pienso entorpecer el asunto con un problema personal.
—Si ella y Delfos se encuentran todavía en Hawai y fuese posible localizarlos antes de mañana por la mañana...
—Sé adonde quiere ir a parar. Si capturáramos a Delfos, el conflicto habría terminado; un buen guión que no funcionará. Por desgracia, los dos están en la montaña submarina.
—No puede asegurarlo.
—Mis hombres investigaron todos los aviones privados con licencia del archipiélago. Descubrieron un hidroavión a reacción registrado a nombre de nuestra vieja amiga, la Pisces Metal Company. Una patrulla de guardias de seguridad rodeó el puerto donde estaba atracado, pero llegó demasiado tarde. Los testigos declararon que dos horas antes un hombre gigantesco y una mujer de cabello negro subieron a bordo y despegaron. Logramos localizar el hidroavión a través de un satélite de reconocimiento y seguimos su trayectoria hasta la posición del Starbuck.
—Entonces debemos suponer que Adrián está con él en las entrañas de esa montaña.
Hunter asintió en silencio. Pitt cogió una silla y la colocó frente al escritorio de Hunter.
—Destruir el Starbuck y el paraje marino de los alrededores constituye un grave error. Nada sabemos sobre Delfos y su organización. Quizá disponga de otras bases diseminadas por el globo. Tal vez sea un agente secreto de un país extranjero. ¿Y qué ocurre si la tripulación del submarino sigue viva allí? Existen demasiadas preguntas sin respuesta para permitir que esa zona sea borrada del mapa. Déme una buena razón por la que deberíamos quedarnos sentados como zombis mientras una pandilla de intelectuales alrededor de una mesa de conferencias, a más de once mil kilómetros de distancia, dictamina nuestros actos a partir de unos datos extraídos de un ordenador. Insisto en que deberíamos...
—¡Ya es suficiente! — El tono de Hunter fue autoritario—. Cumpliré las órdenes que me han dado, y usted también las acatará.
—¡No, de ningún modo! — protestó Pitt con calma—. No estoy dispuesto a quedarme con los brazos cruzados mientras se comete un terrible error.
En los treinta años que Hunter llevaba en la armada jamás un subordinado se había negado a obedecerle. El almirante no sabía cómo reaccionar.
—Puedo hacer que lo encierren hasta que se tranquilice —amenazó.
—Adelante —dijo Pitt fríamente—. Yo tengo razón, y usted carece de argumentos convincentes. Si eliminamos a Moran, Delfos, o comoquiera que se llame, y desaparece otro barco, siempre nos pesará no haber conocido todos los secretos de ese individuo. Y si en los próximos años se perdieran más embarcaciones, tendríamos que partir de cero. No habrá nada a lo que recurrir; sólo quedará una duda persistente que fuimos incapaces de despejar.
Hunter contempló a Pitt. Veinte años atrás, hubiese sido el viejo militar quien estaría al otro lado de la mesa, apostando la vida por una convicción, dispuesto a jugarse la carrera por algo en lo que creía. Dar una nave por perdida, en ese caso el Starbuck, contravenía las tradiciones por que se había regido desde el primer día de ingreso en la Academia Naval.
Por otro lado, jamás en la vida había desobedecido una orden, a pesar de que en ocasiones había deseado hacerlo.
Siempre cabía una posibilidad, aunque apenas existieran esperanzas de que llegara a cumplirse. Recordó algo que el almirante Sandecker había dicho sobre Pitt: «Con este hombre, casi todo es posible.» Tomó una decisión.
—Muy bien —dijo—, me ha vencido. Tendremos que rendir cuentas a Washington, pero ya nos ocuparemos de ello más tarde. Sea cual sea su plan, confío en que sea bueno.
Pitt se calmó.
—Lo expondré brevemente; enviamos una patrulla de expertos en submarinos al Starbuck y ordenamos a una escuadra de infantes de marina que anulen el transmisor de Delfos antes de las cinco de la madrugada de mañana.
—Es más sencillo decirlo que intentarlo —murmuró Hunter—. Disponemos de menos de quince horas.
Pitt guardó silencio. Cuando habló, su voz sonó fría y severa:
—Hay una solución. Costará unos dólares a los contribuyentes, pero las posibilidades de éxito superan el 50 por ciento.
Hunter se rebulló con inquietud mientras Pitt explicaba el plan. Lo autorizó con renuencia, pensando que, o bien la idea era una locura, o Pitt no se lo había contado todo. El almirante concluyó que se trataba de lo último.
14
El antiguo avión Douglas C—54 estaba parado en la pista de aterrizaje, con el morro inclinado hacia el negro asfalto, entre las hileras de indicadores luminosos. Las alas y el fuselaje vibraban en sintonía con los cuatro motores encendidos, mientras el aire arremolinado que las turbinas propulsaban lanzaba polvo bajo el estabilizador horizontal. El avión comenzó a avanzar y ganar velocidad muy lentamente. La iluminación de la pista se reflejaba en la brillante superficie de aluminio y destellaba en las ventanas. Finalmente la nave se elevó del suelo y sobrevoló majestuosa las luces de Honolulú, describiendo un amplio giro a la izquierda a la altura de Diamond Head para tomar rumbo norte a través de los vientos alisios. Pitt guardó enseguida el tren de aterrizaje y prestó atención al sonido de los rugientes motores, al tiempo que comprobaba los indicadores de la velocidad y el par de torsión, complacido porque la destartalada y ruidosa antigualla lo llevaría a donde quería ir.
—Hace rato que quería preguntarte algo, figura. ¿Has realizado alguna vez un amerizaje? — inquirió un hombre pequeño, de pecho ancho, acomodado en el asiento del copiloto.
—Últimamente no —respondió Pitt.
El hombrecillo de cabello negro y rizado alzó los brazos y fingió una expresión de disgusto.
—Oh, Señor, ¿por qué me dejé engatusar y acepté participar en esta absurda comedia? — Se volvió y sonrió a Pitt—. Supongo que soy tan bonachón que todo el mundo se aprovecha de mí.
—No me vengas con ésas —replicó Pitt—. Nos conocemos desde que éramos pequeños, y que yo sepa nadie se ha aprovechado jamás de ti.
Al Giordino se arrellanó en el asiento y se apartó de un ojo un desaliñado mechón.
—¿Eso crees? ¿Y qué me dices de aquella vez en que trabajé unos meses vendiendo violetas en las esquinas de las calles para poder invitar al baile de gala del instituto a aquella rubita imponente que formaba parte del equipo de animadoras?
—Bien, ¿qué ocurrió?
—Dios, vaya cara, ¿cómo que qué ocurrió? — preguntó a su vez Giordino, gesticulando aparatosamente—. Eres un cabrón. El día de la fiesta dijiste a la chica que yo tenía gonorrea; no quiso saber nada de mí durante el resto de la noche.
—Ah, sí, ya me acuerdo —exclamó Pitt sonriendo entre dientes—. Después insistió en que la acompañara a casa. — Reclinó la cabeza y cerró los ojos, abandonándose al recuerdo—. Era una criatura tierna y mimosa. Es una lástima que vosotros dos no congeniarais.
Giordino se quedó estupefacto.
—A eso lo llamo un trato caballeroso.
Pitt y Giordino eran amigos íntimos, antiguos compañeros de instituto y universidad. Giordino levantó los brazos y los estiró. No medía más de metro sesenta, tenía la piel morena y el cabello negro y rizado delataba su origen italiano. En apariencia eran dos seres completamente opuestos, pero estaban hechos el uno para el otro; motivo por el cual Pitt había insistido en que Giordino se convirtiera en director coadjunto de Proyectos Especiales. Las pillerías de los dos camaradas, para gran disgusto del almirante Sandecker, eran ya leyenda en todo el instituto oceanógrafico.
—¿No se sentirá el oficial al mando de Hickam Field un poco irritado cuando descubra que nos hemos agenciado su avión privado? — preguntó Giordino.
—En realidad estamos haciéndole un favor. En cuanto esta vieja pieza de museo americe, el buen general solicitará un nuevo avión a reacción.
Giordino suspiró con envidia.
—Ah, poseer un aeroplano. Yo elegiría un B—17 Flying Fortress con cama doble y una barra llena de bebidas.
—Y podrías borrar de las alas la insignia de la Fuerza Aérea y sustituirla por un par de conejitos.
—No es mala idea —dijo Giordino—. Como agradecimiento por la sugerencia, incluso sería capaz de prestarte el avión de vez en cuando, a cambio de una pequeña propina, por supuesto.
Pitt se dio por vencido. Miró a través de la ventana lateral de la carlinga hacia abajo, al mar, y divisó las luces de un buque mercante que se dirigía con rumbo nordeste a San Francisco. No vislumbró nada más; el negro océano parecía tranquilo.
«Un mar en calma es hermoso —reflexionó Pitt—, pero dificulta el cálculo de la altitud.»
—¿Cuánto queda para llegar al misterioso lugar? — preguntó Giordino.
—Unos ochocientos kilómetros —respondió Pitt.
—A la velocidad que vuela esta vieja ballena deberíamos llegar en menos de dos horas. — Apoyó los pies sobre el panel de instrumentos—. Ahora tenemos una altitud de tres kilómetros y medio. ¿Cuándo empezarás a descender?
—Dentro de una hora y cuarenta minutos —contestó el piloto—. Quiero apurar y acercarme todo lo posible. No nos arriesgaremos a ser descubiertos hasta que estemos justo enfrente de la puerta.
Giordino dio un silbido.
—Parece que tendremos que dar un golpe vencedor al primer saque.
—No nos brindarán una segunda oportunidad.
Giordino se inclinó y toqueteó una esfera ancha que había en medio del panel de instrumentos.
—Podemos prolongar el vuelo mientras ese indicador de posición submarina siga emitiendo señales.
Pitt miró el marcador y ajustó el rumbo hasta que la aguja detrás del cristal circular se situó en la posición adecuada.
—La señal debería ser más fuerte a medida que nos acercamos.
—Sólo hace falta aproximarse hasta unos quinientos metros —dijo Giordino esperanzado—, y el Selma Snoop nos guiará el resto del camino.
Sacudió la cabeza y observó la pequeña caja hermética azul fuertemente sujeta al brazo del asiento que contenía un localizador de frecuencias radiofónicas alimentado con baterías.
—¿Estás seguro de que el Selma ha sido comprobado? — preguntó Pitt.
—Funciona —respondió Giordino—. Como ya dije, sitúate a quinientos metros de la emisora y yo lograré que lleguemos al Starbuck.
Pitt sonrió. A pesar de su aparente indolencia, Giordino era un perfeccionista que siempre estaba a la altura de las circunstancias con un estilo que no dejaba de sorprender a Pitt. Éste pidió en silencio un relevo y retiró las manos del panel de control. Giordino asintió y tomó el mando del avión mientras Pitt abandonaba el incómodo asiento del piloto, salía de la carlinga y se dirigía hacia la parte posterior, a la zona de pasajeros.
Veinte hombres estaban acomodados en los asientos afelpados del avión privado del general.
«Probablemente —meditó Pitt—, veinte de los hombres más resignados del mundo.»
Resignados incluso a morir; no había otra forma de describir su situación. Pertenecían al cuerpo de voluntarios, y seguramente el afán de aventuras les había impulsado a dejar de lado el deseo de disfrutar de una vida longeva y fructífera. Cada uno de ellos iba uniformado con un traje de goma negra mojado, y llevaban la cremallera completamente desabrochada para permitir que el aire fresco evaporara el sudor. Detrás de ellos, atada a unas anillas de carga, había una serie de equipos y fardos de diversas formas. Y más al fondo se extendía una hilera de bombonas de oxígeno firmemente sujetas y blindadas para evitar que rodaran por el compartimiento durante el despegue y el descenso.
El submarinista más cercano a la carlinga, un hombre rubio de rasgos escandinavos, contempló a Pitt.
—Esto es una locura, una auténtica locura. — El capitán de corbeta Samuel Crowhaven se sentía decididamente muy infeliz—. Una prometedora carrera en el cuerpo de submarinistas, y tengo que echarlo todo a perder internándome en el océano en medio de la noche.
—No corremos un gran peligro. Nuestra misión no será muy diferente a entrar un coche en un aparcamiento —dijo Pitt con tono consolador—. Yo no me preocuparía demasiado...
Crowhaven se mostró francamente sorprendido.
—Entrar un coche en un... debe de estar bromeando.
—Posar este pájaro sobre la superficie del mar es mi responsabilidad, capitán. Si yo fuera usted, me preocuparía por lo que vendrá después.
—Soy un oficial ingeniero y sirvo en un submarino —repuso Crowhaven malhumorado—. No estoy hecho para jugar a comandos.
—Prometo que usted y sus hombres saldrán ilesos del amerizaje —comentó Pitt con calma—. Y Giordino los conducirá al Starbuck. A partir de ahí, será cosa de ustedes.
—¿Está seguro de que el interior del submarino está seco?
—A excepción del compartimiento delantero de misiles, lo estaba cuando me marché.
—Si nadie ha tocado nada, puedo vaciar la sala de misiles y sacar al Starbuck fuera del agua en cuatro horas.
—El tiempo previsto para ejecutar el plan es de cuatro horas y media, de modo que sólo dispone de un margen de seguridad de treinta minutos.
—No es demasiado.
—Tendrá que adaptarse al horario.
Crowhaven sacudió la cabeza, resignado.
—En mi opinión, es un plan suicida.
—Bueno, ya sabrá que quizá deberá luchar para entrar en el submarino.
—Como le he dicho, no soy un comando. Por eso invité a estos soldados de mirada inflexible.
Pitt miró a los cinco hombres que Crowhaven señalaba con el dedo. Eran miembros de las fuerzas de seguridad de élite de la armada. No podía negarse que tenían aspecto de tipos duros. Sentados en un rincón, separados del resto, comprobaban una y otra vez el equipo y las armas. Eran individuos robustos, silenciosos, resueltos y muy preparados para luchar tanto en tierra como bajo el agua. Pitt se volvió hacia Crowhaven.
—¿Y los otros?
—Son submarinistas —respondió el capitán con orgullo—. No son muchos para actuar en un submarino del tamaño del Starbuck, pero si alguien puede llevarlo de nuevo a Pearl Harbor, es sin duda esta patrulla; siempre que al menos uno de los reactores esté ya funcionando, porque si hemos de ponerlo en marcha jamás lograremos sacar el submarino a flote dentro del tiempo previsto.
—Dispondrá de un reactor —dijo Pitt con seguridad. En realidad no había forma de saber si el submarino permanecía en el mismo lugar o el reactor de babor seguiría activado.
«Hay que aguardar y mantener la esperanza», pensó Pitt. Poco más podía hacer él, excepto enfrentarse a las dificultades cuando se presentasen.
—En cualquier caso, si surgieran problemas, ordene a sus hombres que abandonen la zona a las cuatro y media.
—No soy un héroe —señaló Crowhaven casi apenado.
Pitt le dio unas palmadas en el hombro, se volvió y regresó a la carlinga.
El almirante Hunter consultó el reloj por enésima vez en el transcurso de una hora. Apagó el cigarrillo que había fumado nerviosamente, se levantó de la silla y cruzó la concurrida sala de operaciones para observar el gran mapa que cubría la pared. Detrás de él, Denver estaba arrellanado en una silla de respaldo rígido, con los pies apoyados en otra. Su aparente indiferencia no logró engañar a Hunter. Cuando el avión transmitió un mensaje para dar novedades, se puso en pie de inmediato.
—Papá, aquí Chico. ¿Me reciben? Cambio. — La voz de Pitt sonó por el amplificador instalado sobre la radio.
Hunter y Denver se acercaron a toda prisa al operador antes de que éste respondiera.
—Aquí Papá, Chico. Adelante. Cambio.
—Tengan a punto los mecánicos para una parada en boxes. Me dirijo hacia la línea de meta. Cambio.
Era la contraseña para indicar que el avión se disponía a descender para iniciar la parte final de su intervención antes de amerizar sobre la montaña marina.
El operador contestó por el micrófono.
—El trofeo aguarda al vencedor. Cambio.
—Nos veremos en el podio, Papá... —La voz que salía a través del altavoz se interrumpió.
Hunter cogió el micrófono.
—Adelante, Chico. Aquí Papá. Cambio.
Se produjo un silencio. Luego la voz volvió a oírse más fuerte, con un ligero cambio de tono.
—Siento el retraso, Papá. ¿Cuáles son las instrucciones? Cambio.
—¿Instrucciones? — preguntó Hunter lentamente—. ¿Pide instrucciones? Cambio.
—Sí, responda por favor. Cambio.
Como en un estado de trance, Hunter dejó el micrófono en su lugar y cerró el interruptor de transmisión.
—Dios mío, están interceptándonos —dijo mecánicamente.
Denver no pudo disimular el sobresalto.
—Esa no era la voz de Pitt —afirmó consternado—. La emisora de Delfos debe haber interceptado la frecuencia.
Hunter se sentó despacio en una silla.
—Jamás debí aceptar este descabellado plan. Crowhaven no podrá comunicarse con nosotros cuando haya entrado en el Starbuck.
—Podría transmitir en clave mediante los ordenadores de comunicación —apuntó Denver.
—¿Ya se ha olvidado? — inquirió Hunter, impaciente—. Los ordenadores de comunicación no fueron instalados a tiempo para la misión de pruebas del Starbuck. La radio sólo puede utilizarse a través de las frecuencias habituales. Hasta que los soldados anulen su transmisor, Delfos manipulará todas las frecuencias abiertas. Aunque ese canalla no esté informado de nuestros planes, se enterará apenas Crowhaven empiece a enviar...
—Y atacará el Starbuck o lo volará —concluyó Denver.
—Que Dios los ayude —murmuró el almirante—. En estos momentos, Él es el único que puede hacerlo.
Pitt se quitó los auriculares y los dejó en el suelo de la carlinga.
—El muy cabrón nos ha interceptado —dijo bruscamente—. Si Delfos averigua qué nos proponemos, sin duda nos tenderá una trampa.
—Es maravilloso contar con amigos como tú en estos momentos —observó Giordino con una sonrisa sarcástica.
—Tienes suerte. — Pitt no devolvió la sonrisa—. Lo más probable es que el almirante Hunter esté rezando para que suspendamos la misión.
—De ningún modo —replicó Giordino, serio—. Habéis sobreestimado a ese payaso grande de ojos amarillos. Apuesto una caja de cervezas a que realizamos el trabajo antes de que él se dé cuenta de que ha sido burlado por los dos mejores ladrones de submarinos del Pacífico.
—Si tú lo dices.
—Admítelo —dijo Giordino con arrogancia—. Nadie en su sano juicio amerizaría voluntariamente un avión en plena noche, excepto tú, claro está. Ese Delfos probablemente cree que sólo estamos efectuando un vuelo de reconocimiento. No sospechará nada hasta el amanecer.
—Me gusta tu optimismo.
—Mi madre siempre lo alababa.
—¿Qué ocurrirá con nuestros pasajeros?
—Nadie les pidió que vinieran. Seguramente ahora mismo están escribiendo sus necrológicas. ¿Por qué molestarlos?
—Muy bien, allá vamos.
Pitt examinó el panel de control y golpeó ligeramente el altímetro. Las pequeñas agujas blancas permanecían inmóviles en las clavijas de la base del instrumento. Se volvió hacia las luces de aterrizaje y observó cómo el agua pasaba rápidamente bajo el fuselaje mientras el indicador de la velocidad del aire marcaba doscientos setenta nudos. Entonces sacó otro par de auriculares y escuchó con atención durante unos instantes.
—Las señales del marcador submarino están llegando al punto máximo —dijo—. Convendría que realizáramos las últimas comprobaciones antes de amerizar.
Giordino suspiró lentamente, se desabrochó el cinturón de seguridad, se acercó al panel de control y tendió la lista de verificaciones a Pitt.
—Ve leyéndomela.
Pitt enumeró los contenidos de la hoja mientras Giordino repasaba las lecturas de los instrumentos.
—¿Interruptores de selector de avance?
—Normales en un 20 por ciento —respondió Giordino.
—¿Niveles de mezcla?
—Comprobado.
Pitt prosiguió con la monótona pero necesaria rutina, mientras cada pocos segundos observaba con cautela el mar, a apenas quince metros de distancia.
—¿Válvula de nivel del depósito del ala central e interruptores de aumento de presión?
—Cerrada y desconectados.
—Ya está —dijo Pitt, arrojando la hoja por encima del hombro—. Nadie volverá a necesitarla.
Giordino se inclinó sobre los controles y señaló hacia el exterior.
—Las estrellas del cielo... están desapareciendo.
Pitt asintió.
—El banco de niebla.
Una siniestra mancha apareció en el oscuro horizonte. Pitt cerró gradualmente las válvulas hasta que el indicador de la velocidad del aire marcó ciento veinte nudos.
—Este es el momento mágico —dijo Pitt con calma y lanzó una mirada a los oscuros ojos de su amigo, que, aunque no sonreía, parecía tranquilo y despreocupado—. Da giros bruscos de cien grados —ordenó—. Después reúnete con los demás en la cabina principal y compórtate como un conductor de tranvía aburrido.
—Los entretendré con algunos de mis mejores bostezos.
Giordino se situó en el asiento del copiloto y conectó el interruptor de giro hasta que el indicador registró cien grados.
—Hasta luego, compañero. Nos veremos después de la fiesta. — Tras pellizcar el brazo de Pitt con suavidad, abandonó la carlinga.
El viento soplaba de costado, de manera que Pitt ladeó el C—54 para compensar el movimiento. Mientras el avión descendía unos metros, calculó con exactitud la altura de las olas que brillaban bajo las luces de aterrizaje. Deseó amerizar sin necesidad de luz, pero era imposible.
«Aún no, aún no», se repetía.
Cinco kilómetros más. Se requería una precisión absoluta para determinar el punto donde tomar agua, teniendo en cuenta que debía ser a cierta distancia del marcador y la niebla, y que la inercia debía bastar para arrastrar el avión hasta la zona del objetivo. La velocidad del aire era inferior a ciento cinco nudos.
—Tranquilo, precioso, no me falles ahora.
Se concentró en mantener el nivel de las alas. Si alguna de las puntas chocaba contra la cresta de una ola, el avión volcaría estrepitosamente. Descendió con suavidad, se situó detrás de las hileras de olas e intentó amerizar sobre el declive de una de ellas, aprovechando la falda para amortiguar el impacto. Las hélices agitaban el agua por detrás de las barquillas de los motores, y la niebla ya comenzaba a envolver la ventana delantera de la carlinga, cuando se produjo el primer contacto.
El choque originó un ruido semejante al estruendo seco de un trueno, aunque más fuerte. Un extintor auxiliar, redondo y rojo, cayó del soporte, resbaló por el hombro de Pitt y se estampó contra el panel de instrumentos. Mientras Pitt se recuperaba del sobresalto, la panza de aluminio del avión topó por segunda vez con el agua, rebotando como un canto rodado. Entonces el morro se clavó en la parte posterior de una ola, y el C—54 se detuvo bruscamente en medio de un enorme chapoteo.
Pitt miró aturdido la niebla a través de la ventana salpicada de agua. Lo había logrado. El avión estaba sobre el agua de una pieza, oscilando al ritmo suave del oleaje. Flotaría unos minutos o varios días, según el daño que hubiesen sufrido las partes más débiles del fuselaje. Exhaló un tremendo suspiro y se tranquilizó, observando con satisfacción que el sistema eléctrico había resistido el impacto y mantenía iluminado el interior de la carlinga. Bajó los interruptores de encendido y apagó las luces de aterrizaje para ahorrar la energía de los generadores, se desabrochó el cinturón de seguridad y atravesó corriendo la puerta hacia la cabina principal.
En esta ocasión encontró un grupo de hombres mucho más animados. Crowhaven le dio una palmada en la espalda mientras los demás silbaban y aplaudían; todos, claro está, excepto los cinco comandos especiales, que ya se ocupaban eficientemente de sus asuntos, abriendo la compuerta de salida y comprobando sus equipos.
—Buen trabajo, Dirk —le felicitó Giordino con una amplia sonrisa—. Yo no lo hubiera hecho mejor.
—Viniendo de ti, es un auténtico cumplido.
Pitt se colocó rápidamente el equipo de inmersión, se colgó una bombona de oxígeno a la espalda y se ajustó la mascarilla.
—¿Cuánto tiempo se mantendrá el avión a flote? — preguntó Crowhaven.
—He comprobado la parte inferior del fuselaje —respondió Giordino mientras examinaba la bombona de oxígeno de Pitt—. Sólo se han producido pequeñas filtraciones.
—¿No deberíamos practicar un agujero para que se hunda antes? — inquirió Crowhaven.
—No es buena idea —contestó Pitt—. Cuando Delfos descubra un avión abandonado flotando a la deriva sin tripulación, pensará que recurrimos a los botes salvavidas. Por eso dejé todo el material de salvamento en Hickam. Él sospecharía si encontrara los botes en perfecto estado y sin desplegar. Espero que busque por la superficie, mientras nosotros estamos debajo.
—Debe de haber un modo más sencillo de ascender a almirante —observó Crowhaven con tono mordaz.
—Cuando logre sacar el submarino a flote —prosiguió Pitt— comuniqúese con el almirante Hunter a través de la frecuencia de mil doscientos cincuenta kilociclos.
Crowhaven entornó los ojos.
—Usted quiere buscarme la ruina. Ésa es una frecuencia comercial. Podríamos tener serios problemas con la Comisión Federal de Comunicaciones si transmitiésemos en mil doscientos cincuenta.
—Probablemente —concedió Pitt con hastío—, pero Delfos dispone de un sistema de control que no bajará la guardia. Ya ha interceptado nuestra frecuencia preprogramada. Mil doscientos cincuenta es la única posibilidad de emitir y ser recibido. Ya nos preocuparemos de por dónde saltan las chispas si tenemos la suerte de ver un nuevo día.
Pitt se puso las aletas y verificó el regulador de aire. A continuación empujó la compuerta abierta y escudriñó la oscuridad. Las olas chapoteaban junto al borde de los alerones mientras el avión se balanceaba. Se volvió hacia Giordino.
—¿Tienes lista la caja mágica?
Giordino levantó el detector de señales.
—¿Vamos allá?
—Sí, adelante.
—Al rescate del submarino —exclamó Pitt, sacudiendo la cabeza tras salir por la compuerta.
Giordino se sentó de espaldas al agua mientras se ajustaba la boquilla, saludó a Pitt con un garboso movimiento de la mano y se lanzó al mar.
En silencio, uno tras otro, los cinco comandos, Crowhaven y su personal salieron del avión, envueltos en la tiniebla de la noche. Todos mostraban una expresión severa. Pitt miró hacia abajo y observó las luces submarinas de inmersión, que brillaban y oscilaban en la distancia mientras cada hombre enfocaba al que lo precedía con la linterna y comenzaba a nadar hacia las profundidades.
Pitt fue el último en abandonar el avión. Echó una postrera mirada al interior y, como quien abandona su hogar para pasar fuera el fin de semana, levantó la tapa de la caja de los circuitos de la cabina y apagó las luces.
15
La oscura y tibia agua del Pacífico cubrió la cabeza de Pitt, que por un instante dejó que su cuerpo se moviera con languidez en la ingrávida dimensión del mar. El haz de luz de su linterna iluminaba al submarinista que, seis metros más abajo, miraba por encima del hombro para comprobar que Pitt lo seguía. De repente, éste fue consciente de que ser el último podía resultar peligroso. La angustiosa oscuridad lo sumió en un profundo estado de ansiedad; estaba seguro de que cada especie imaginable de depredador marino lo acechaba furtivamente para arrancarle las piernas. Se volvía continuamente, enfocando la luz en todas direcciones, sin encontrar ningún monstruo. La única criatura de aspecto extraño dentro de su campo de visión era el compañero que nadaba despreocupado debajo de él.
Pitt se tranquilizó un poco al divisar el fondo del mar. Las rocas adoptaban horripilantes formas de aspecto fantasmal; sin embargo cuando Pitt descendió por completo y tocó las sólidas y rugosas superficies, éstas le inspiraron mayor confianza. A pesar de la reducida visibilidad, Pitt atisbo un escurridizo calamar, la primera señal de vida marina, que desapareció enseguida. Unos metros más adelante, las formaciones rocosas empezaron a escasear hasta que el fondo fue completamente arenoso. Pitt experimentó un aumento de adrenalina cuando una colosal silueta oscura se recostó contra el oscilante resplandor de las linternas.
El Starbuck permanecía en el mismo lugar y, en la penumbra submarina, semejaba un gigantesco monstruo espectral. Pitt nadó con energía, adelantó a los soldados hasta encabezar el grupo y, cogiendo a Giordino del brazo, lo miró fijamente. Las luces de inmersión desfiguraban un poco el rostro de Giordino, que, con los ojos brillantes y a pesar de la boquilla, ofreció una sonrisa clara y diáfana mientras levantaba el pulgar en señal de ánimo.
Pitt escribió unas palabras en la pizarra, se acercó a Crowhaven y se la mostró. «Aquí termina mi cometido. Ahora usted debe encargarse del submarino.»
Crowhaven asintió y se apresuró a distribuir los hombres; cuatro submarinistas y un comando entrarían por el inundado compartimiento delantero de misiles y cerrarían los respiraderos y válvulas que el timonel del Martha Ann había dejado abiertos. Los demás accederían al interior seco del Starbuck a través de la cámara de salida de popa y llegarían hasta la sala de control.
El equipo de submarinistas había perdido el miedo, pues a partir de ese momento sólo dependían de sus cualidades y su experiencia. Los de proa entraron todos a la vez, mientras la patrulla de popa se repartía en tres turnos debido a las reducidas dimensiones de la cámara. Pitt cerró la escotilla después de que los últimos cinco hombres se introdujesen en el submarino y esperó a percibir las ondas producidas por las válvulas de escape mientras el agua era expulsada del compartimiento de salida. Entonces golpeó tres veces el casco con la punta del cuchillo. De inmediato se oyeron, procedentes del interior, tres golpes sordos, señal de que por el momento no había problemas. Pitt nadó a lo largo de la estrecha cubierta superior hasta la proa, donde repitió la operación. En aquella ocasión, la respuesta tardó más en llegar y resultó un sonido más apagado, debido a la acústica del inundado compartimiento de misiles.
Pitt escribió de nuevo en la pizarra: «La entrada está por alguna parte. 18 minutos.»
Giordino comprendió. Dieciocho minutos de aire; era el tiempo que debían invertir en buscar la entrada al interior de la montaña submarina. Pitt le dio una palmada en el hombro y avanzó a toda velocidad hacia la derecha. Giordino siguió su figura. A medida que se desplazaban observaban en silencio el fantástico paisaje marino, iluminado por la tenue luz de las linternas, sin preocuparse por memorizar marcas del terreno, confiando en la brújula que Pitt llevaba en la muñeca izquierda como único medio para reencontrar la posición del Starbuck antes de que se les agotara el aire.
El primer descubrimiento fue otra víctima del Triángulo, una nave que, bajo la luz de las linternas, se materializó lentamente. Las planchas laterales del casco aparecían lisas y limpias, sin señales de vegetación, lo que evidenciaba un naufragio reciente. Aquello desconcertó a Pitt, que había repasado la lista de embarcaciones perdidas y, a excepción del Starbuck, en los últimos seis meses no se había registrado ninguna nueva desaparición. ¿Cómo podía un barco de aquel tamaño esfumarse sin que nadie reparara en ello?
La nave se mantenía erguida, como si aún flotara sobre la superficie, negándose a admitir su destino. Los dos camaradas recorrieron a nado las cubiertas desiertas y comprendieron que se hallaban ante los restos de un gran barco rastreador.
«Una lástima», pensó Pitt.
Ciertamente, se trataba de un navío hermoso. Los montantes relucían, y los últimos diseños de escáneres electrónicos y antenas coronaban la estructura.
Aunque no había señales de los hombres de Delfos, por mera seguridad, Pitt indicó con gestos a Giordino que vigilara mientras él inspeccionaba el puente. Su amigo movió una mano a modo de confirmación y se situó junto a un montante bajo el ala de estribor del puente. Apagó la linterna y al instante se fundió con las tinieblas de las profundidades.
Pitt se escurrió a través de la puerta abierta de la timonera y se introdujo en el interior, que le pareció siniestro como una cripta. Escudriñó la sala con la linterna, amilanado por el extraño ambiente. Una horrible serpiente transparente se meneó por el techo y desapareció por una válvula abierta, y enseguida otra más larga se deslizó por una esquina del techo para dirigirse lentamente hacia la válvula. Tales serpientes eran en realidad chorros de burbujas de aire exhaladas por el propio Pitt que ascendían a la parte superior de la cabina antes de encontrar una vía de salida hacia la superficie.
Ignoraba qué esperaba hallar en el barco, pero lo que descubrió había de producirle pesadillas durante muchos años. Sobre la mesa descansaban unos gráficos que la corriente doblaba hacia adelante y hacia atrás, tan rígidos aún que parecían haber sido sumergidos el día anterior. Los radios del timón formaban un círculo patético que reflejaba desesperanza, como si supieran que ninguna mano volvería a dirigirlos. El latón de la bitácora brillaba bajo la débil luz, y la aguja de la brújula seguía señalando fielmente hacia cierto rumbo olvidado, mientras el interruptor del telégrafo estaba situado en la posición de «paro completo». Pitt se acercó para observar mejor un detalle que juzgó inusual. El texto que se leía debajo de la palanca de transmisión no estaba impreso en alfabeto romano. Lo estudió con atención unos instantes, regresó a la bitácora y proyectó la luz sobre la placa atornillada a ras de la tapa de la brújula. Aunque los conocimientos que Pitt tenía de la lengua rusa se reducían a veinte palabras, logró descifrar el nombre de la embarcación; se trataba del Andrei Vyborg.
«De modo que finalmente el rastreador espía ruso encontró el Starbuck —reflexionó Pitt—. Y sólo para naufragar y reposar junto al submarino, por cortesía de Delfos y sus piratas.»
No tuvo tiempo de meditar más. Algo le tocó el hombro. Se volvió y la linterna enfocó el rostro de un hombre.
Era una cara espantosamente antinatural y retorcida que presentaba una expresión despiadada. El blanco de la dentadura destellaba en una boca abierta de par en par. El individuo miraba imperturbable con un solo ojo; el otro lo tapaba un pequeño cangrejo que se había introducido hasta la mitad de la cuenca. El cadáver oscilaba, como un fantoche borracho, y sus brazos subían y bajaban, como si hicieran señales bajo la silenciosa e implacable fuerza de la corriente. El aterrador fantasma flotaba a más de un metro del suelo y de pronto se abalanzó sobre Pitt, quien quedó petrificado de miedo.
Apartó violentamente el cadáver y observó cómo se alejaba hacia la puerta interior de la timonera para desaparecer en la oscuridad.
No había nada más que hacer en el rastreador soviético. Había llegado el momento de marchar a toda prisa, pues faltaban pocos minutos para que él y Giordino tuviesen que recurrir a la reserva de aire.
Su compañero aún vigilaba bajo el ala del puente cuando oyó un sonido en la distancia. Ascendió hasta la timonera e indicó a Pitt, quien salía en aquel instante, que apagara la linterna.
Éste obedeció, y los dos se acurrucaron bajo la ventana de babor. Escucharon el zumbido cercano de un motor eléctrico segundos antes de que apareciera el tenue resplandor de una luz.
Al principio parecía una extraña criatura primitiva. A medida que se aproximaba, Pitt y Giordino descubrieron que se trataba de una nave submarina con forma de marsopa, provista de una aleta horizontal en la cola para nivelar la posición. Dos individuos iban sentados a horcajadas sobre aquella especie de lustrosa moto submarina. El hombre situado delante indicaba el rumbo, mientras el otro manejaba el timón. Una hélice pequeña removía el agua tras el estabilizador y propulsaba a los dos pasajeros a través de las profundidades marinas a una velocidad aproximada de cinco nudos. La nave se dirigía directamente hacia el puente del Andrei Vyborg.
Pitt y Giordino se pegaron al mamparo que había bajo la ventana. Era demasiado tarde para aguantar la respiración; no podían hacer otra cosa que observar con impotencia cómo las burbujas de aire ascendían y se cruzaban con la trayectoria del mini—submarino. En un movimiento que parecía sincronizado, cada uno desenfundó el cuchillo y esperó la
inevitable confrontación. Los chorros de burbujas estaban a punto de delatarlos.
La pequeña nave rodeó el mástil de proa y se aproximó a la timonera. Los desconocidos se hallaban tan cerca en aquellos momentos que Pitt vio con claridad las pequeñas bombonas de oxígeno que llevaban sujetas al pecho. Empuñó el cuchillo con más fuerza, aprestándose a saltar hacia la puerta, consciente de que su pequeña arma no podía competir con aquellas peculiares pistolas.
El instante de suspense concluyó. En el último momento, la proa del pequeño artefacto se inclinó bruscamente hacia arriba, atravesó las burbujas y desapareció por encima del puente. El sonido del motor decreció poco a poco, la luz se perdió de vista, y segundos más tarde dejó de escucharse el batir de la hélice.
Giordino encendió la linterna, y Pitt vio cómo su amigo se encogía de hombros en un gesto de interrogación e incomprensión. Entonces Pitt comprendió por qué no habían sido descubiertos. En el Andrei Vyborg quedaban bolsas de aire que aún no habían sido expulsadas. A lo largo del casco y la estructura del barco, pequeñas estelas de aire y petróleo se mezclaban y ascendían lentamente hacia la superficie. Los hombres de Delfos no habían prestado atención a las burbujas porque sabían que una embarcación hundida tardaba meses, a veces años, en expeler el aire retenido.
Pitt dio unos golpecitos al reloj y señaló la dirección que había tomado el minisubmarino. Giordino asintió. Sobrepasaron la barandilla del barco y descendieron hasta el fondo del mar, aprovechando las formas grotescas de las rocas y la vegetación para ocultarse. Pitt echó una última mirada por encima del hombro al Andrei Vyborg, que había quedado a sus espaldas. Los americanos conocían la posición de la nave, y Pitt estaba seguro de que jamás se informaría a los rusos de su paradero.
La aguja del indicador de profundidad de Pitt empezó a subir. Guió a Giordino para ascender por una pendiente de la montaña marina. El agua estaba fría, más de lo que debería estarlo en aquella parte del Pacífico. Aguzaron la vista para divisar, a la luz de las linternas, alguna señal de actividad en el fondo del mar, pero no encontraron ninguna evidencia que delatara las líneas geométricas de una obra realizada por la mano del hombre.
«Debe existir una abertura —pensó Pitt—. El mini—sumbarino tiene que haber salido de alguna parte.»
En aquellos momentos, ya habían rebasado el límite de tiempo. No podían regresar al Starbuck y ponerse a salvo. Su única opción era seguir adelante hasta que prácticamente agotasen el aire de las bombonas y entonces dirigirse hacia la superficie con la vana esperanza de ser recogidos de algún modo antes de que la detonación de los misiles del Monitor los destrozara.
Pitt percibió un súbito cambio en la temperatura del agua. Había aumentado, quizá dos grados. Al mismo tiempo, una fuerte corriente avanzó por la ladera. La arena se levantó formando pequeños remolinos, y la vegetación quedó aplastada en un oscilante plano horizontal. El repentino impulso de la corriente arrojó a los dos hombres sobre el fondo del mar y los arrastró a través de un agitado bosque de algas que les azotaron la cara.
Pitt dio una voltereta y chocó contra una enorme roca cubierta de una gruesa capa de flora marina. El légamo verde se hundió bajo el contacto de sus manos, y en el traje de goma se le introdujeron las patas afiladas de unos crustáceos que con la colisión se habían desprendido de los caparazones. Por unos instantes, quedó pegado a las rocas, hasta que el impredecible curso de la corriente lo impulsó de nuevo. Notó que algo le agarraba la pierna; era el brazo de Giordino, que le estrechaba el muslo con la fuerza de un torno hidráulico.
Pitt observó el rostro de su compañero a través de la mascarilla y hubiera jurado que lo vio guiñar un ojo. El peso combinado de los dos cuerpos reducía el arrastre de la corriente y, lo que era aún más importante, la sujeción de Giordino les impedía separarse durante el arremolinado viaje a través de la explosiva tempestad de arena y algas.
Pitt oyó un ruido metálico sordo, una especie de tañido que, procedente de las bombonas de oxígeno, resonaba en las rocas. Por unos instantes enfocó la linterna hacia arriba, contemplando brevemente el reflejo de la superficie. Tendió la mano como si deseara tocarla y entonces se dio cuenta de que estaba distrayéndose. Volvió a la realidad, justo a tiempo de alzar el brazo para protegerse el rostro de un canto rodado cubierto de percebes que se precipitaba hacia él.
Los seis milímetros de grosor del traje de goma ayudaron a amortiguar el impacto, pero no bastaron para resguardar a Pitt por completo. El incisivo filo de los crustáceos había desgarrado el tejido interior de caucho y nailon, y Pitt se retorcía de dolor mientras el agua alrededor del brazo se teñía de sangre. Se le soltó la mascarilla, y la arena invadió sus ojos y su nariz. Intentó exhalar con fuerza para expulsar la arena, pero sólo logró aumentar la irritación. Como los ojos le escocían debido a la acción de la arena y el salitre, se vio forzado a cerrar los párpados y sumirse en una aturdidora oscuridad.
De pronto su cabeza chocó contra una roca baja, y fue como si se disparara un cohete, explotara en un brillante arco iris de colores y chisporroteara hasta extinguirse, para finalmente entrar en un estado de calma.
Giordino notó que el cuerpo de su compañero se doblaba y flotaba, desmadejado. La mano de Pitt se abrió, y la linterna cayó al fondo. Giordino enfocó la suya a la cara de su amigo y advirtió que había perdido el conocimiento. Se tranquilizó al observar que la boquilla se mantenía sujeta entre los dientes. A continuación estrechó aún más con el brazo la pierna del herido.
Al pasar sobre un banco de grava arenosa, Giordino sacudió los pies en un enérgico intento por utilizarlos como freno. Las aletas se soltaron, y los pies y los tobillos se le desollaron. Apretó los dientes contra la boquilla hasta rajar la goma y hundió los pies sangrantes en la arena. Fue una maniobra desesperada y vana, pues simplemente consiguió excavar dos surcos en el fondo blando y cayó, incapaz de conservar el equilibrio.
De repente, como un gato cansado de perseguir a un ratón, la traicionera corriente los expulsó de su curso y los liberó. Giordino tendió rápidamente la mano, se aferró a un manojo de algas, y arrastró el cuerpo inconsciente de Pitt hacia un pequeño cráter del fondo. Entonces se relajó y se dejó llevar por las calmadas aguas, mientras su compañero flotaba apaciblemente junto a él.
En el búnker de operaciones de Pearl Harbor reinaba el silencio. Las máquinas de escribir habían enmudecido, los ordenadores estaban desconectados, y las bobinas de cintas de datos semejaban grandes ojos redondos abiertos. La mitad de la plantilla se había agrupado alrededor del centro de transmisiones: los hombres fumaban, meditabundos y callados, mientras las mujeres, nerviosas y pálidas, servían café. La tensión del ambiente pesaba y mermaba las energías del personal. Hunter y Denver, sentados cada uno a un lado del operador de radio, se miraban con ojos cansados y enrojecidos.
Denver sacó del bolsillo de la camisa un pequeño frasco de plástico y jugueteó distraídamente con él, haciéndolo rodar sobre la mesa. Hunter lo observó unos instantes y luego arqueó las cejas con expresión inquisitiva.
—¿Qué es eso?
Denver le enseñó el objeto.
—Pitt me lo entregó para que lo analizaran. Contiene el líquido que había en una jeringa hipodérmica.
—¿Pitt se la dio? — inquirió Hunter—. ¿Qué hay dentro?
—DG—10 —respondió Denver—, uno de los venenos más letales y extremadamente difícil de detectar. Una vez inyectado, el cuerpo presenta los mismos síntomas que si hubiese sufrido un infarto.
—¿De dónde la sacó Pitt?
Denver se encogió de hombros.
—Lo ignoro. Se mostró muy reservado al respecto. Dijo que ya lo explicaría.
—Un enigma, ese hombre es un maldito enigma... —afirmó Hunter con mirada ausente.
—El teléfono, almirante.
Un oficial tendió un auricular a Hunter.
—¿Quién es?
El oficial vaciló unos instantes, confuso, y después contestó:
—Es Alona Willie, el presentador de discos de la programación nocturna de la emisora POPO.
Hunter se sorprendió.
—¿Qué significa esto, caballero? No quiero hablar con ningún maldito locutor radiofónico. ¿Cómo logró ese tipo acceder a nuestras líneas privadas?
El oficial se mostraba extremadamente nervioso.
—Afirmó que se trataba de un asunto urgente, señor. El acertijo del concurso que presenta es: «El Mirlo ha regresado a casa para anidar.» Aseguró que usted ganaría un premio si acertaba la respuesta.
—¿A qué viene esta tontería? — exclamó Hunter, enojado—. Diga a ese imbécil que... —De repente se interrumpió y abrió mucho los ojos—. Dios mío, Crowhaven.
Cogió el auricular y se apresuró a hablar a la voz del otro extremo de la línea. Después lanzó el auricular al asombrado oficial y se volvió hacia Denver.
—Crowhaven está emitiendo a través de la frecuencia de una emisora de Honolulú.
La expresión de Denver era de total perplejidad.
—No lo comprendo.
—Es genial, sencillamente genial —señaló Hunter entusiasmado—. A Delfos jamás se le ocurriría interceptar la frecuencia de una emisora comercial, y menos durante la emisión de un programa de rock. A estas horas de la madrugada sólo un puñado de chavales sintoniza la emisora. — Se inclinó sobre el operador de radio—. Ponga la frecuencia en mil doscientos cincuenta.
Al principio las paredes de cemento recibieron el impacto de una fuerte andanada musical que torturó los tímpanos de los presentes en el bunker. Después, antes de que el atónito personal agrupado alrededor de la radio asimilara la conmoción, una voz aguda que escupía palabras como una ametralladora sonó por el altavoz:
—Saludos a los ornitólogos noctámbulos. Aquí Aloha Willie con las cuarenta canciones más calientes que suenan a través de las ondas tropicales. Los mejores ritmos para vosotros, devoradores de discos. En estos momentos son las 3.50. Muy bien, ¿estáis preparados, amigos? Pegad los oídos al transistor y escuchad con atención mientras ponemos la segunda cara del último disco de Papá y la Pandilla. Adelante, Papá.
El operador de radio del bunker apretó el interruptor del transmisor y entró en la frecuencia del programa.
—Papá llamando a la Pandilla. Responda, por favor. Cambio.
—Aquí la pandilla, Papá. ¿Me recibe? Cambio.
Denver dio un respingo.
—Es Crowhaven. ¡Lo ha logrado! ¡Está emitiendo desde el interior del Starbuck!
—Lo recibo, Pandilla. Cambio.
—Informo del resultado final. Visitantes: una carrera, un golpe, tres errores. Equipo de casa: ninguna carrera, tres golpes, cuatro errores.
Hunter miró el altavoz con expresión vacía.
—El código de bajas. Crowhaven ha tomado el control del submarino, pero le ha costado un muerto y tres heridos.
—Recibida la puntuación, Pandilla —respondió el operador de radio—. Felicidades al equipo visitante por la victoria. ¿Cuándo puede abandonar el terreno de juego?
La respuesta se produjo sin vacilación.
—El personal está duchándose, y el vestuario quedará vacío en una hora. Subiremos al autocar y saldremos del estadio a las cuatro.
Denver dio un puñetazo en la mesa, en el rostro se le dibujó una amplia sonrisa.
—Los reactores están generando vapor para las turbinas, y en una hora el compartimiento delantero de misiles estará seco. Gracias a Dios, van adelantados respecto al horario.
Hunter tendió la mano y arrebató el micrófono al operador.
—Pandilla, aquí Papá. ¿Dónde está Chico?
—Chico y su compinche subieron a la colina en busca de una mina de oro abandonada. Desde entonces no se ha sabido nada de ellos. Supongo que se perdieron en el desierto y se quedaron sin agua.
Hunter devolvió el micrófono en silencio. No hacía falta descifrar el mensaje; estaba muy claro.
—Informaremos de las últimas noticias deportivas a las cinco —prosiguió la voz de Crowhaven—. Pandilla, cambio y corto. — Aloha Willie reanudó la emisión sin perder el ritmo—. Eso ha sido todo, amigos. A continuación, el número doce de las listas: Avery Anson Pants interpretando The Great Bikini Ripoff...
El operador de radio apagó el altavoz.
—Se acabó, señor, hasta las cinco.
El almirante Hunter se retiró lentamente y se dejó caer en una silla. Fijó la vista en la pared con expresión ausente.
—Un precio muy alto —musitó.
—Pitt debería haberse quedado con Crowhaven —señaló Denver con amargura—. Jamás debió haber salido a buscar a la hija de usted... —Se interrumpió al darse cuenta de que había metido la pata.
Hunter levantó la mirada.
—No autoricé a Pitt a buscar a Adrián.
—Lo sé, señor —Denver se encogió de hombros, indeciso—. Intenté disuadirlo, pero él insistió en intentarlo. Pitt hace lo que se le antoja.
—Lo hacía —corrigió Hunter compungido.
—Bienvenido a la tierra de los muertos andantes.
Pitt enfocó lentamente la vista y la alzó hacia el rostro siempre sonriente de Giordino.
—¿Quién dices que anda? — murmuró Pitt.
Deseó sumirse de nuevo en la inconsciencia para no sentir el ardiente dolor del brazo herido y la palpitación del chichón en la cabeza. No se movió; permaneció tumbado, soportando el intenso dolor.
—Por unos instantes creí que necesitarías un ataúd —dijo Giordino con tranquilidad.
Pitt tendió la mano, y su compañero lo ayudó a sentarse. El herido parpadeó para acabar de sacar la arena y la sal de los ojos.
—¿Dónde diablos estamos?
—En una cueva submarina —respondió Giordino—. La encontré inmediatamente después de que te desmayaras y escapáramos de aquella terrible corriente.
Pitt echó un vistazo alrededor de la pequeña cámara, débilmente iluminada por la abollada linterna de Giordino. Medía unos seis metros de ancho por nueve de largo, y el techo se hallaba a una altura que rondaba entre el metro y medio y los tres metros. Tres cuartas partes del suelo aparecían cubiertas de agua, y el resto consistía en la plataforma rocosa sobre la cual descansaban. Las paredes de la galería eran lisas y estaban cubiertas de multitud de pequeños cangrejos que corrían por la roca como hormigas asustadas.
—Me pregunto a qué profundidad estamos —murmuró Pitt.
—En la entrada de la cueva el indicador marca veinticuatro metros.
Pitt anheló fumar un cigarrillo. Arrastró el dolorido cuerpo hasta una pared y se apoyó contra ella, observando fascinado la sangre que le manchaba el traje negro de goma.
—Es una lástima que no haya traído una cámara —dijo Giordino—. Una fotografía donde aparecieses en semejante estado representaría un documento de gran interés para la humanidad.
—Parece peor de lo que en realidad es —mintió Pitt. Señaló con la cabeza los pies de su amigo—. Me temo que no puede decirse lo mismo de tus pies.
—Sí, creo que no podré ir al mercado durante una temporada. — Giordino tosió, arrancó mucosidad y la escupió al agua—. ¿Y ahora, qué?
—No podemos salir fuera —observó Pitt, reflexivo—. Con tanta sangre atraeríamos a todo tiburón que merodease en un radio de dieciséis kilómetros. Se interrumpió para consultar el reloj—. Quedan casi dos horas antes de que el Monitor abra fuego. ¿Qué tal si aprovechamos el tiempo para dar una vuelta y echar un vistazo?
La expresión de Giordino carecía de entusiasmo.
—Dudo que estemos en condiciones para explorar cuevas.
—Ya sabes que me aburro pronto si paso demasiado rato sentado.
Giordino sacudió la cabeza con hastío.
—¡Lo que hay que hacer por un amigo! — Observó atentamente un cangrejo, escupió hacia el animal y erró el tiro—. Supongo que cualquier cosa es mejor que pasar más tiempo en compañía de estos chicos.
—¿En qué estado se encuentra el equipo?
—Esperaba que no lo preguntases —dijo Giordino—. Todo está tan hecho polvo como tú y yo. Además de las bombonas de oxígeno a las que, si me permites la expresión, sólo les queda el último aliento, disponemos exactamente de una mascarilla, doce metros de hilo de nailon, una aleta y esta linterna.
—Olvídate de las bombonas. Intentaré bucear sin ellas.
Pitt se calzó la aleta, cogió la cuerda de nailon y se enrolló un extremo alrededor de la cintura.
—Quédate aquí y sostén la otra punta. Si notas tres tirones, sal de este lugar rápidamente; si notas dos, tira del hilo con todas tus fuerzas; uno, sígueme.
—La cueva quedará muy solitaria —suspiró Giordino—. Sólo yo y los cangrejos.
Pitt sonrió.
—No estarás solo mucho tiempo.
Tomó la linterna y se sentó en el borde de la roca. Inhaló y exhaló varias veces, forzando la circulación de aire para expulsar el dióxido de carbono de los pulmones, se sumergió en el agua tenebrosa y nadó hacia el fondo de la caverna.
Pitt era un submarinista excelente, capaz de permanecer bajo el agua, aguantando la respiración, casi dos minutos. A pesar de que tenía los músculos doloridos y las heridas le escocían debido al salitre, siguió descendiendo, palpando la superficie lisa de la pared con una mano mientras con la otra sostenía la linterna. El muro inició un abrupto declive de cuatro metros y medio para después nivelarse en una base rocosa de reducidas dimensiones. Pitt se topó con un montículo de rocas desprendidas que casi le bloqueó el paso. Logró salvar el obstáculo y observó que las paredes empezaban a ensancharse y se perdían de vista. Se introdujo en la nueva cámara y comenzó a ascender, moviendo despacio la única aleta que tenía.
En cuestión de segundos, apareció en una galería iluminada por un suave resplandor amarillo donde se respiraba un aire limpio y sano. Era un mundo dorado, un universo de color amarillo donde incluso las sombras adquirían tonalidades similares. El techo se hallaba a por lo menos seis metros de altura, y de él colgaba una brillante masa de diminutas estalactitas que goteaban sin cesar.
Pitt braceó a través del agua de tintes dorados hasta llegar a unas escaleras talladas en la roca que se estrechaban formando un largo y curvado túnel, con extrañas muescas triangulares marcadas en los peldaños. En el primer rellano, Pitt encontró a cada lado unas efigies de hombres de barba poblada y con colas de pez en lugar de piernas que estaban agazapados como esfinges. Las estatuas presentaban una fuerte erosión debida a la acción del goteo y parecían muy antiguas.
Pitt se sentó en el primer peldaño, se quitó la mascarilla y parpadeó para adaptar la vista a la rara y exótica luz. La opresión del traje de goma le irritaba el brazo. Con cuidado, procurando no rozar las heridas, logró despojarse de él. Al desenrollarse la cuerda de nailon de la cintura, observó que sólo quedaba un metro de hilo libre. Dio un tirón brusco y, en cuanto el cable comenzó a tensarse, fue recogiéndolo en un ovillo hasta que la cabeza de Giordino asomó por la superficie.
—Acabo de llegar a un infierno amarillo —balbuceó Giordino.
Se retiró el cabello de los ojos y tendió la mano hacia Pitt.
—Bienvenido a la Casa de los Horrores de Delfos.
Pitt asió la mano de su amigo y lo ayudó a salir del agua y alcanzar el peldaño.
Giordino señaló las esculturas con un movimiento de la cabeza.
—¿El comité de recepción? — Pasó la mano por una de las barbas, palpando la pétrea superficie—. ¿Tienes idea de dónde procede esta extraña luz?
—Parece emanar de las rocas.
—Es cierto —observó Giordino—. Mira mi mano. — Volvió la palma, y la piel desprendió un tenue resplandor—. No sabría elaborar un análisis químico de la composición mineral, pero apostaría a que contiene una buena dosis de fósforo.
—No me había percatado de que brillaba tanto —dijo Pitt.
Giordino husmeó el ambiente.
—Huele a eucalipto.
—Aceite de eucalipto. Se usa para reducir la humedad y evitar que el aire se enrarezca.
Giordino comenzó a desprenderse del traje de goma, con especial cuidado al pasarlo por los pies heridos. Bajo la extraña luz, Pitt percibió que los dos se hallaban en muy mal estado. Pronto se verían rodeados de un extenso charco de sangre. Por fortuna, él todavía podía andar con cierta facilidad.
—Voy a explorar las escaleras. ¿Por qué no te quedas aquí y disfrutas del paisaje?
—Ni hablar. — Giordino sonrió con expresión osada—. Creo que es mejor que continuemos juntos. Te acompañaré. Ve delante y vigila el camino.
Pitt miró de soslayo la maltrecha figura de su amigo y a continuación la suya propia. «Ciertamente formamos un comando de invasión penoso», pensó.
—De acuerdo, cabezota, pero no te hagas el héroe.
Pitt sabía que su advertencia de nada serviría.
Giordino lo seguiría hasta el final. Sin esperar ningún comentario, Pitt se volvió y empezó a subir por las escaleras.
Los dos ascendieron con angustiosa lentitud por aquel paraje irreal y se adentraron en un túnel sinuoso. Tan sólo se oían sus fatigosas respiraciones y el constante chapoteo del agua que caía del techo. El túnel se estrechaba poco a poco hasta quedar reducido a un pasadizo de metro y medio de alto por uno de ancho. Los peldaños desaparecieron de repente para dar paso a una rampa lisa.
Pitt, que mantenía la espalda pegada a la húmeda superficie de la pared, se encorvó para evitar golpearse la cabeza mientras avanzaba lentamente por el pasillo. La linterna, cuyas pilas estaban casi agotadas, apenas iluminaba más que la fosforescencia. Cada nueve metros, Pitt se detenía y esperaba hasta que finalmente Giordino lo alcanzaba cojeando. Pitt observó que en cada parada su amigo tardaba un poco más en llegar. A medida que transcurrían los minutos, se hacía evidente que Giordino no podría aguantar mucho más.
—La próxima vez... encuentra una cueva... con escaleras mecánicas —jadeó Giordino con los dientes apretados.
—Un poco de ejercicio no perjudica a nadie —bromeó Pitt.
Debía lograr que su compañero siguiera adelante. Si no hallaban un camino que condujera a la cima de la montaña submarina, para desde ahí emerger a la superficie, morirían aplastados bajo miles de toneladas de rocas y agua.
Pitt continuó avanzando. Como la linterna ofrecía un resplandor muy débil, decidió soltarla y la dejó caer al suelo rocoso. Por unos instantes miró con indiferencia cómo la linterna rodaba hacia abajo por donde él había subido. Se preguntó, en una estúpida reflexión, qué pensaría Giordino cuando el aparato pasara a su lado.
De repente circuló una corriente de aire frío, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aquello implicaba la existencia de un respiradero o una abertura un poco más adelante. Pronto divisó un velo azul de suave textura que parecía variar de color y alternar distintas tonalidades que proyectaban sombras móviles y flexibles sobre las paredes del pasadizo. Pitt se acercó. El resplandor ondulaba con un movimiento que le resultaba familiar.
«¿Por qué soy incapaz de identificar qué es?», se preguntó, confuso.
Tenía la mente ofuscada. El cansancio se había apoderado de él y le entorpecía el pensamiento. Se detuvo a esperar a Giordino, pero su compañero no apareció.
Pitt se sentía impotente para combatir la sensación de aislamiento y opresión. Por segunda vez en el transcurso de una hora, trató de escapar del aturdimiento en que estaba inmerso. Tendió la mano y rozó ligeramente la trémula luz azul. Palpó una sustancia tersa y suave.
—Una cortina —murmuró—, una asquerosa cortina.
Apartó los pliegues y entró en un mundo de fantasía, de brillantes estatuas negras y paredes forradas de terciopelo azul. La enorme sala estaba decorada con peces exquisitamente esculpidos en piedra negra e incrustados en una gruesa alfombra añil, que no se parecía a nada que Pitt hubiese visto antes. Le cubría los pies hasta los tobillos. Levantó la mirada y observó que el fantástico escenario se reflejaba en un espejo gigantesco que abarcaba el techo entero. En el centro de la habitación, elevada sobre cuatro tallas que representaban peces vela en posición de salto, había una cama en forma de concha de almeja, adornada con el cuerpo desnudo de una mujer tendida sobre una reluciente sábana de satén. La piel blanca ofrecía un vivo contraste con los motivos azules y negros de la estancia.
La joven yacía boca arriba, con una rodilla levantada y una mano apoyada sobre un seno pequeño, como si lo acariciara. El rostro estaba seductoramente cubierto por una larga melena de lustroso cabello que se extendía sobre la almohada. Los movimientos ascendentes y descendentes de la respiración mostraban con claridad un estómago duro y firme.
Pitt se inclinó con poca estabilidad sobre el lecho y apartó la melena de la cara de la muchacha. El contacto la despertó, y ella gimió suavemente. Abrió los ojos despacio y centró la mirada en el hombre, con expresión abandonada por unos instantes, hasta que la adormecidamente reconoció la visión del espectro sangrante que se hallaba de pie ante la cama. Entonces, el encantador rostro reflejó sorpresa, y los carnosos y tentadores labios se abrieron para proferir un grito que no llegó a sonar.
—Hola, Summer —murmuró Pitt con una sonrisa torcida—. Pasaba por aquí y decidí visitarte.
Entonces Pitt perdió el conocimiento y se desplomó de espaldas sobre la alfombra.
16
Pitt había perdido la cuenta de las veces que había intentado salir de la oscura nebulosa. Apenas lograba alcanzar el último escalón anterior a la conciencia, se precipitaba de nuevo al negro vacío. Gente, voces y escenas desfilaban por su mente en un inconexo remolino de confusión calidoscópica. Quería que las imágenes borrosas no se sucedieran con tanta rapidez, pero el mosaico visual persistía. Cuando abrió los ojos para borrar la última pesadilla, vio a la pesadilla en persona: los bestiales ojos amarillos de Delfos.
—Buenos días, señor Pitt —saludó Delfos con sequedad. El tono era cortés, pero los gélidos rasgos de su rostro destilaban odio—. Lamento que haya resultado herido, pero no está en condiciones de presentar una demanda por daños y perjuicios, ¿verdad?
—No tiene puesta ninguna señal de «prohibido el paso». — La voz de Pitt sonó como la plática titubeante de un hombre senil.
—Un descuido. En cualquier caso, nadie lo invitó a tropezar con la corriente de escape de nuestra turbina eléctrica.
—¿Turbina eléctrica?
—Sí. — Delfos disfrutó con la mirada atónita de Pitt—. Aquí, en mi santuario, hay más de seis kilómetros de túneles y, como ya habrá notado, puede hacer bastante frío. Por ello necesitamos un suministro constante de energía eléctrica y calefacción que sólo unas turbinas de vapor pueden generar.
—Todas las comodidades del hogar —murmuró Pitt, todavía confuso—. Supongo que esas turbinas son las responsables de la niebla de la superficie.
—Sí, cuando el calor que emana de los respiraderos de la central eléctrica que alimenta las turbinas entra en contacto con el agua fría origina una condensación similar a la niebla. Abracadabra, ¡un banco de niebla al instante!
Pitt se incorporó para sentarse. Intentó distinguir las manecillas del reloj, pero la esfera se le aparecía borrosa.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Lo encontramos en el dormitorio de mi hija hace exactamente cuarenta minutos.
Delfos contempló con mirada especulativa el maltrecho cuerpo de Pitt, sin mostrar la menor emoción o preocupación.
—Es un mal hábito que tengo —dijo Pitt sonriendo—. Siempre aparezco en las alcobas de las damas en los momentos más inoportunos.
El gigante de pelo canoso se sentó en un banco blanco esculpido en piedra y forrado de cojines de satén rojo, mientras Pitt observaba con ironía cómo quedaba relegado al frío suelo de mármol. Por unos momentos dejó de prestar atención a Delfos y se dedicó a examinar la habitación. Parecía una de aquellas muestras futuristas de las ferias internacionales. Las paredes de la amplia sala estaban decoradas con cuadros de paisajes marinos, originales y pintados al óleo, agrupados al azar pero con gusto. Una luz incandescente enfocaba al techo blanco desde unos muebles de latón, empotrados y de formas redondeadas.
Cerca de la pared del fondo había un escritorio ancho de madera de nogal con un tapete de cuero rojo que armonizaba elegantemente con el mueble, y un intercomunicador moderno y caro. La innovación que diferenciaba la habitación de cualquier otra que pudiera parecérsele, siquiera de lejos, consistía en un enorme ventanal que daba directamente al fondo del mar. Era un arco de casi tres metros de ancho por dos y medio de alto. A través del grueso y transparente cristal, se veía un jardín de rocas en forma espiral y de champiñón que quedaban resaltadas por luces submarinas. Una morena de dos metros y medio de largo se deslizó por la parte inferior del ventanal y observó con pétrea expresión a los ocupantes de la sala. Delfos no reparó en el animal, pues continuaba observando a Pitt, con los párpados entornados.
Este miró por fin a Delfos.
—No parece muy hablador esta mañana. — El anfitrión sonrió—. ¿Acaso está preocupado por la suerte de su amigo?
—¿Amigo? No sé de qué habla.
—El hombre de los pies heridos. Usted lo dejó en un abandonado pasadizo.
—Hoy en día se encuentra basura por todas partes.
—Es una estupidez que continúe simulando ignorancia. Mis hombres han descubierto el avión en que ustedes llegaron a esta zona.
—Otra mala costumbre; siempre aparco en doble fila.
Delfos ignoró el comentario.
—Tiene exactamente treinta segundos para decirme por qué ha venido aquí.
—Muy bien, contaré la historia completa —dijo Pitt sin pensar—. Alquilé un avión con la intención de viajar a Las Vegas para asistir a la fiesta especial de los casinos, y nos perdimos. Eso es todo, lo juro.
—Muy gracioso —replicó Delfos hastiado—. Dentro de un rato, usted implorará clemencia.
—Siempre me he preguntado cómo reaccionaría ante la tortura.
—No será usted el torturado, Pitt. No pretendo causarle el menor daño. Existen métodos más refinados para obtener la verdad.
Delfos se levantó del sofá y se inclinó sobre el intercomunicador.
—Traed al otro. — Se irguió y dedicó a Pitt una sonrisa rígida y fría—. Póngase cómodo. Le prometo que tendrá que esperar poco.
Pitt se puso en pie con torpeza. Suponía que se tambalearía a causa del vértigo y el cansancio, pero, inexplicablemente, la adrenalina empezó a fluir y se le aguzaron los sentidos.
Echó un vistazo al reloj. Eran las cuatro y diez. Faltaban cincuenta minutos para que los infantes de marina atacaran el transmisor de Maui; cincuenta minutos para que el Monitor convirtiera la montaña submarina en gravilla. En aquellos momentos le quedaban pocas posibilidades de salir con vida de aquel asunto.
«El sacrificio valdrá la pena —pensó Pitt serenamente—, si al menos Crowhaven logra rescatar el Starbuck.»
Cerró los ojos e intentó imaginar el submarino surcando el océano rumbo a Hawai, pero por alguna razón la imagen no se le representó en la mente.
Crowhaven no recordaba haber visto nunca tanta sangre. El suelo de la sala de control estaba cubierto de rojo, y varias zonas de los paneles electrónicos aparecían salpicadas por doquier al estilo de un cuadro abstracto de Jackson Pollock.
Todo había ido bien al principio, demasiado bien. La entrada al almacén de popa se había realizado sin ninguna dificultad. El personal incluso tuvo tiempo de quitarse el equipo de submarinismo y tomarse un pequeño respiro. Sin embargo, cuando la patrulla de comandos de proa irrumpió en la sala de control, se armó el gran escándalo.
Para Crowhaven, los siguientes cuatro minutos fueron los más terroríficos de su vida. Cuatro minutos de un ruido atronador que destrozaba los tímpanos y surgía de las armas automáticas de los comandos; cuatro minutos de gritos y lamentos que se amplificaron y resonaron por el interior del submarino hundido.
Los hombres de Delfos dispararon aquellas extrañas pistolas silenciosas hasta que fueron reducidos por las certeras ráfagas que escupían las ametralladoras de los comandos. Tres hombres de Delfos habían muerto en el primer enfrentamiento y, desde la comunicación con Hunter, otros cuatro habían perecido. Nada podría haberles evitado esa suerte.
En cuanto al personal de rescate, sólo un comando había sido abatido; uno de aquellos cabrones le había acertado en la sien izquierda. Tres más habían sufrido heridas graves. Con los dientes apretados para vencer al dolor, se sentían tranquilos ante la certeza de que él, Crowhaven el Mago, sacaría del agua aquella peligrosa ratonera de acero y les conseguiría enseguida tratamiento médico adecuado.
Pero el capitán llevaba ya catorce minutos de retraso. Lamentaba haber metido la pata al prometer al almirante Hunter que el Starbuck estaría en la superficie a las cuatro. El problema era la succión. Después de haber permanecido seis meses en el fondo del mar, se había originado una succión asombrosa alrededor del casco del submarino. Todas las válvulas de lastre habían sido abiertas, lo que no había bastado para deshacer la fuerte sujeción que imprimía el fondo marino. Crowhaven comenzaba a preguntarse, con un mal presentimiento, si correrían la misma suerte que la tripulación del Starbuck.
El segundo oficial al mando, un individuo pequeño y ceñudo, se aproximó.
—Ya no queda nada por vaciar, capitán. Los depósitos principales de lastre han sido descargados, y los de diesel y agua potable también. Y sin embargo, la nave aún no se mueve.
Crowhaven propinó una patada a la mesa de gráficos.
—Juro por Dios que se moverá aunque tenga que sacarle las tripas. — Miró al oficial con expresión desdeñosa—. ¡Todo a popa!
El oficial abrió los ojos como platos.
—¿Señor?
—¡He ordenado todo a popa, maldita sea!
—Le pido disculpas, pero debo advertirle que con esa maniobra sólo lograremos destrozar las hélices, señor. Ahora están medio clavadas en el fondo. Si efectuamos esa operación, hay bastantes posibilidades de que rompamos algún eje.
—Esa maniobra nos librará de la muerte —afirmó Crowhaven bruscamente—. Sacaremos este trasto de aquí como si fuese una mula atrapada en un pantano, y no quiero oír más objeciones, oficial. Ponga todo a popa durante cinco segundos y luego sacuda el submarino poniendo avante a toda máquina durante otros cinco segundos. Repita el proceso hasta que lo dejemos hecho polvo o se desenganche del fondo.
El oficial se encogió de hombros resignado y se marchó a toda prisa hacia la sala de máquinas.
Medio minuto después de que las turbinas se activasen, se recibió en la sala de control el primer informe negativo.
—Aquí sala de máquinas, capitán —sonó la voz del oficial por el altavoz—. Esto no aguantará mucho más. Las palas de las hélices ya se han doblado al girar en la arena. Están desequilibradas y vibran demasiado.
—Insista —ordenó Crowhaven con brusquedad a través del micrófono.
No era preciso que le informaran, pues él también notaba cómo el suelo temblaba bajo sus pies, mientras las gigantescas hélices aporreaban el fondo del mar.
Crowhaven se acercó a un joven pelirrojo y pecoso situado frente a varios paneles de control que iban desde el suelo hasta el techo. El operador examinaba con atención los enormes tableros repletos de indicadores y luces de colores. Tenía el rostro pálido y murmuraba para sí; Crowhaven supuso que rezaba. Colocó una mano sobre el hombro del técnico y dijo:
—La próxima vez que ponga los motores todo a popa, vacíe las tuberías de los torpedos delanteros.
—¿Cree que servirá de algo, señor? — preguntó el joven con tono suplicante.
—Sólo es un pequeño truco para influir en el nivel de la presión, pero estoy dispuesto a recurrir a cualquier recurso.
La voz del oficial volvió a oírse desde la sala de máquinas.
—El eje de estribor acaba de soltarse, capitán. Se ha desprendido por la parte de popa y llevado consigo dos cojinetes.
—Repárelo —respondió Crowhaven.
—Pero, señor —replicó el oficial, desesperado—. ¿Qué sucederá si también se suelta el eje de babor? Aunque lográsemos sacar el submarino a la superficie, ¿cómo lo moveríamos?
—Remaremos —contestó Crowhaven con aspereza—. ¡Repito, arréglelo!
Si era inevitable que los dos ejes de las hélices se estropeasen, no había nada que hacer; pero hasta que el de babor corriese la misma suerte que el de estribor, Crowhaven lo machacaría mientras existiera la posibilidad de salvar al Starbuck y la tripulación.
«Dios —se preguntó—, ¿cómo es posible que a última hora hayan salido tan mal las cosas?»
El teniente Robert M. Buckmaster, del Departamento de Marina, disparó una breve ráfaga con un fusil automático contra un bunker de cemento y se formuló la misma pregunta.
«El hombre propone y Dios dispone», pensó el militar.
La operación debía haberse desarrollado sin problemas. Las órdenes eran apoderarse del transmisor. Un grupo de infantes de marina aún permanecía escondido entre la maleza tropical, a la espera de la señal para iniciar la captura, de modo que pudiera apropiarse del equipo y enviar los mensajes en clave que ni el mismo Buckmaster comprendía.
«Los tenientes de la armada rara vez tenemos acceso a información secreta —reflexionó—. Está bien morir, pero no ignorar el porqué.»
El viejo edificio de la armada situado en la punta noroeste de Maui ofrecía un aspecto bastante abandonado e inocente, pero cuando la patrulla de Buckmaster comenzó a infiltrarse en las cercanías del bloque, descubrió más equipos de detección y alarma que los instalados en el depósito del tesoro de Fort Knox: cables electrificados, rayos de luz que activaban sirenas capaces de destrozar los oídos y focos brillantes que recubrían el edificio entero de un resplandor intenso y cegador.
«Cuando recibí las órdenes, no me explicaron nada de todo esto», pensó Buckmaster enojado. Se trataba, pues, de un plan poco sólido debido a la carencia de información detallada sobre los obstáculos. Aunque perdiera el rango, estaba dispuesto a reprender severamente a los mandos por haber originado aquella caótica situación.
Desde las ventanas, puertas y azoteas que momentos antes habían parecido desiertas, los defensores del lugar abrieron fuego con armas automáticas, obligando a la patrulla de Buckmaster a detenerse. Los infantes de marina respondieron a los disparos, acertando de lleno en los objetivos, de manera que los cadáveres comenzaron a apilarse alrededor de las aberturas del bunker. En el momento más crítico de la batalla, un fornido sargento de pelo cano corrió a través de las sombras que proyectaban los focos y se lanzó al suelo junto a Buckmaster.
—He recogido el arma de uno de los cadáveres —vociferó para ser oído entre el estruendo—. Es un ZZK Kaleshrev ruso.
—¿Ruso? — repitió el teniente, incrédulo.
—Sí, señor. — El sargento levantó la ametralladora automática a la altura de los ojos de Buckmaster—. Es el arma ligera más moderna del arsenal soviético. No sé dónde habrán conseguido el modelo esos tipos.
—Que lo averigüe el Servicio de Inteligencia.
Buckmaster volvió a centrar su atención en el edificio donde se ubicaba el transmisor. El ruido de los estampidos sonaba cada vez más fuerte.
—El cabo Danzig y su escuadra están atrapados detrás de un muro de retención.
El sargento disparó una serie de ráfagas cortas para distraer la atención de los defensores.
—Renunciaría a la jubilación a cambio de un tanque con cañón de noventa milímetros —exclamó entre ráfaga y ráfaga.
—Se suponía que sería un ataque sorpresa, ¿recuerda? Los jefes aseguraron que no se precisaría armamento pesado.
De repente se produjo una explosión tremenda. Se levantó una enorme nube de polvo, y varios trozos de cemento quedaron esparcidos por el suelo como si fuesen granizo. La conmoción de la detonación dejó a Buckmaster con la respiración entrecortada; luego se puso lentamente en pie y miró los escombros del edificio del transmisor.
—¡Radio! — exclamó—. Maldita sea, ¿dónde está el operador de radio?
Un soldado con la cara tiznada y vestido con traje de camuflaje negro y verde salió corriendo de entre las sombras.
—Aquí, mi teniente.
Buckmaster cogió el micrófono que el subordinado le tendía, aterrado por el mensaje que debía enviar.
—Papá... Papá. Aquí Helicóptero Loco. Cambio.
—Aquí Papá, Helicóptero Loco. Adelante. Cambio.
La voz sonaba a través del receptor como si proviniera del fondo de un pozo.
—La pandilla ha roto el trato. Repito, ha roto el trato. Esta noche no podremos escuchar las noticias.
—Papá comprende, Helicóptero Loco. Le envío mis disculpas. Cambio y cierro.
Buckmaster volvió a colocar el micrófono en el soporte. Estaba furioso y no le importaba que la gente del Pentágono se enterara. Algo había fallado estrepitosamente en aquella operación. El ambiente despedía un hedor siniestro. Mientras los hombres comenzaban a reagruparse, el teniente se preguntó si alguna vez sabría quién había sido el responsable del error.
17
La puerta de la habitación se abrió, y dos hombres arrastraron a Giordino al interior para después arrojarlo bruscamente al suelo. A Pitt se le cortó la respiración al observar el lamentable aspecto de su compañero; los pies magullados no habían recibido tratamiento alguno, y la sangre de una herida encima del ojo izquierdo, que estaba medio cerrado, se había coagulado, perfilando una espantosa expresión malévola que se encendía con el fuego de una actitud puramente desafiante.
—Bien, comandante Pitt —dijo Delfos con tono acusador—. ¿No tiene nada que decir a su amigo de juventud? ¿No? ¿Quizá ha olvidado cómo se llama? ¿Le suena el nombre de Albert Giordino?
—¿Conoce su nombre?
—Por supuesto. ¿Sorprendido?
—En realidad no —replicó Pitt con soltura—. Supongo que Orí Cinana le proporcionaría un informe completo sobre nosotros dos.
Al principio, la imponente mole sentada tras el escritorio pareció no comprender. Después las palabras de Pitt empezaron a surtir efecto, y Delfos arqueó las cejas con expresión inquisitiva.
—¿El capitán Cinana? — La voz sonó firme, pero Pitt detectó un ligero atisbo de duda—. Está pescando en río equivocado. No tiene nada que...
—Deje de hacer teatro —interrumpió Pitt bruscamente—. Cinana cobraba el sueldo de capitán de la Armada de Estados Unidos, y al mismo tiempo jugaba en el equipo de usted. Contar con un informador que pertenece a la alta jerarquía de las filas enemigas es un buen sistema. Usted conocía los planes de la Flota 101 antes de que fueran pasados a papel. ¿Cómo reclutó a Cinana, Delfos? ¿Dinero? ¿Chantaje? A juzgar por la manera en que usted actúa, apostaría a que lo chantajeó.
—Es muy observador.
—De hecho, no. No es difícil de adivinar. El buen capitán había dejado de ser útil como espía. Ya no podía soportar seguir desempeñando el papel de traidor y empezó a desmoronarse; estaba al borde de una depresión nerviosa. Añadamos a esa circunstancia la pequeña aventura ilícita con Adrián Hunter, y está claro que Cinana debía ser eliminado antes de que malograra la organización que había creado. Pero, incomprensiblemente, el asesinato de Cinana se realizó de manera chapucera, Delfos.
Delfos miró a Pitt con expresión poco afable.
—Sólo son suposiciones...
—En absoluto —atajó Pitt—. El plan que usted había concebido se complicó por culpa de un encuentro fortuito que Cinana y yo tuvimos en el bar del hotel Royal Hawaiian. Cinana estaba esperando a Adrián Hunter cuando aparecí en el bar. El capitán, por supuesto, no tenía ni idea de que yo era otro de los amantes de Adrián, pero no podía correr el riesgo de una presentación embarazosa. Una cita con la hija de un almirante, veinte años menor que él, en un rincón oscuro de un bar, podría suscitar toda clase de comentarios y rumores. De modo que Cinana se marchó antes de que Adrián llegara.
»Entonces, cuando Summer apareció en escena para cometer el asesinato me confundió con el capitán. ¿Y por qué no? Mi aspecto encajaba con la descripción. Aquella noche, ni Cinana ni yo llevábamos uniforme, y al fin y al cabo era yo quien estaba tomando una copa con la señorita Hunter. Summer no dudó. Primero se deshizo de Adrián y después me llevó a la playa, donde intentó envenenarme. No cayó en la cuenta de su terrible error hasta que estuvo en mi apartamento. El primer indicio que me alertó fue que Summer se dirigiera a mí llamándome «capitán». Y más tarde, usted mismo acabó de confirmar mis sospechas al admitir que tenía un informador. Dos y dos son cuatro; la respuesta es Cinana. Al fin y al cabo, es muy elemental.
»Sí, es usted una persona muy singular, Delfos. ¿Quién más hubiese enviado a la propia hija a cometer un asesinato en medio de la noche? Desde luego, no el padre más ejemplar. Incluso sus secuaces se comportan como robots. ¿Cuál es el secreto, Delfos? ¿Les pone drogas en las palomitas o los hipnotiza con esos ojos amarillos postizos?
Delfos se mostró inseguro; Pitt no actuaba como un hombre que se había quedado sin recursos.
—Ha llegado demasiado lejos.
Delfos se inclinó y observó fijamente a Pitt con expresión hipnótica. Este aguantó la mirada del hombre con ardiente intensidad.
—No se esfuerce, Delfos. No me impresiona en absoluto. Como acabo de decirle, sé que esos ojos son postizos. Lentillas amarillas, nada más. No puede sugestionar a un hombre que está mofándose de usted. Es usted un fraude de pies a cabeza. Lavella y Roblemann, ¿a quién pretende engañar? Usted no serviría ni para borrar las pizarras donde escribiesen esos señores. Demonios, ni siquiera es capaz de dar una imagen decente de Frederick Moran...
Pitt se interrumpió bruscamente para apartarse a un lado al ver que Delfos, con los dientes apretados y dominado por la rabia, saltaba por detrás del escritorio y lanzaba un potente puñetazo. El gigante concentró toda su fuerza en aquel golpe, pero el cegador velo de la cólera le ofuscó y el puño pasó de largo sin alcanzar el objetivo. Delfos se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó de bruces, gruñendo de rabia. Pitt se apresuró a propinarle una patada en el costado. El hombre quedó tendido en el suelo, balanceándose.
Reinó un silencio absoluto mientras Delfos se reincorporaba con pie poco firme, apoyándose en la parte superior del macizo escritorio. Respiraba entre jadeos, y su boca dibujó una rígida línea blanca.
Pitt se quedó paralizado, maldiciéndose por haberse excedido en el proceso de desenmascarar a Delfos. No dudaba —ninguno de los presentes en la habitación podía dudarlo— de que aquel gigante tenía la intención de acabar con Al y con él. Delfos abrió un cajón del escritorio y sacó un arma. Pitt se sorprendió al observar que no se trataba de una de las peculiares pistolas que utilizaban sus secuaces, sino de un potente revólver Colt 44 azul oscuro. Sin apresurarse, Delfos examinó el tambor del arma y comprobó que estaba cargada. Los ojos amarillos se mostraban tan inexpresivos y gélidos como de costumbre.
Pitt se volvió y contempló a Giordino, quien le correspondió con una sonrisa irónica. Ambos pusieron el cuerpo en tensión, esperando el final. De pronto Delfos desvió la vista hacia la puerta.
—¡No, padre! — imploró Summer—. ¡No de esta manera!
La joven se detuvo en el umbral. Lucía un albornoz verde que le llegaba hasta medio muslo, y su piel, tersa y maravillosamente bronceada, irradiaba calor y confianza. A Pitt se le aceleró el pulso. Summer entró en la habitación, mirando a Delfos con seguridad y aire retador.
—No te metas en esto —susurró él—. Este asunto no te incumbe.
—No puedes matarlos aquí —insistió Summer—. ¡No puedes! — Sus enormes ojos grises adquirieron de repente una expresión compasiva y suplicante—. ¡No entre estas paredes!
—Ya limpiaríamos la sangre.
—No estaría bien, padre. Has tenido que matar para preservar el santuario, pero siempre fuera de aquí, en el mar. No debes traer la muerte a nuestra propia casa.
Delfos vaciló y lentamente bajó el arma.
—Tienes razón, hija —dijo sonriendo—. La muerte por disparo es demasiado rápida, piadosa y sucia. Los abandonaremos en la superficie para que tengan la oportunidad de sobrevivir.
—Las posibilidades de salvarnos son prácticamente nulas —intervino Pitt—. La costa más cercana se halla a cientos de kilómetros, y los tiburones ansían probar un bocado de carne humana. Es usted todo corazón.
—Basta ya de charla estúpida. — El rostro del gigante reflejó una expresión sarcástica—. Aún espero que me explique a qué ha venido, y no estoy dispuesto a perder el tiempo escuchando sus chistes.
Pitt miró distraídamente el reloj.
—Quedan treinta y un minutos.
—¿Treinta y un minutos?
—Sí, al cabo de ese tiempo su precioso santuario se derrumbará.
—Ya estamos otra vez con las bromas, ¿eh, amigo? — Se acercó al ventanal, miró la morena y se volvió bruscamente—. ¿Cuántos hombres más viajaban en el avión?
—¿Qué fue de Lavella, Roblemann y Moran? — preguntó Pitt a su vez.
—Insiste en jugar conmigo.
—No, hablo muy en serio —dijo Pitt—. Si responde a un par de preguntas, le contaré cuanto quiera saber. Le doy mi palabra.
Delfos miró pensativo el revólver antes de depositarlo sobre el escritorio.
—Le creo. Para empezar, comandante, mi verdadero nombre es Moran.
—¡Si todavía viviese, Frederick Moran tendría más de ochenta años!
—Soy su hijo —aclaró Delfos despacio—. Yo era joven cuando él contactó con los doctores Lavella y Roblemann para encontrar la isla perdida de Kanoli. Verá, mi padre era un pacifista. Cuando la Segunda Guerra Mundial concluyó tras la hecatombe de la bomba atómica, intuyó que la autodestrucción de la humanidad en un holocausto nuclear sería sólo cuestión de tiempo. Solía afirmar que cuando los países se arman para una posible guerra, las armas acaban por ser utilizadas. Emprendió la búsqueda de zonas del mundo que pudiesen estar a salvo de la radiación por hallarse alejadas de los sectores con más posibilidades de constituir un objetivo militar. Al cabo de un tiempo llegó a la conclusión de que sólo una base submarina proporcionaría el escondite ideal.
»Hace ya muchos siglos, la isla de Kanoli se hundió repentinamente en el mar sin la intervención de un volcán o un seísmo de grandes proporciones. Ese hecho hacía suponer que las cuevas y los túneles ceremoniales que se mencionaban en las leyendas podrían permanecer intactos. Lavella y Roblemann comulgaban con las ideas de mi padre; los tres unieron sus fuerzas para localizar la isla perdida. Después de casi tres meses de rastrear el fondo del mar, la encontraron y de inmediato procedieron a idear un sistema para vaciar y secar los pasadizos. Tardaron casi un año en montar un cuartel dentro de la montaña submarina.
—¿Cómo consiguieron trabajar en secreto durante tanto tiempo? — preguntó Pitt—. En los archivos consta que la desaparición de la nave se produjo pocos meses después de que hubiera zarpado.
—Mantener el secreto no representó un gran problema —respondió Delfos—. El casco del barco fue modificado de tal manera que los submarinistas, cargados con el equipo, pudieran entrar y salir del agua. Se realizaron algunas alteraciones más, como cambiar el nombre de la embarcación en la insignia de proa y pintar la estructura; de ese modo el navío se convirtió en otro vapor vulgar que navegaba por la ruta comercial de occidente. El problema principal no fue conservar el anonimato, sino obtener la financiación.
—Conozco el resto —dijo Pitt con un apagado tono de certeza.
Delfos alzó la mirada, y Summer dio un paso al frente. El rostro de ambos transparentó la misma expectación.
—Es curioso que no cayera en la cuenta del hecho de que la Flota 101 y el Departamento de Marina habían descubierto el tinglado que tiene usted montado.
—¿De qué le sirve seguir mintiendo? — preguntó Delfos.
—Debería haberlo supuesto, Delfos. ¿Recuerda cuando se marchó de mi apartamento? Mencioné el nombre de Kanoli, y usted apenas se inmutó, probablemente porque esperaba que yo muriera pronto, de forma que consideró intrascendente mi pequeña alusión.
—¿Cómo... cómo pudo...?
—Gracias al conservador del museo Obispo Bernice Pauahi. El se acordaba del padre de usted. En realidad eso fue sólo el principio. Ahora todas las piezas están sobre la mesa, Delfos, y juntas forman el rompecabezas. — Pitt se acercó a Giordino y se arrodilló a su lado. Mirando de nuevo a Delfos, añadió—: Usted mata movido por la avaricia; es su único motivo. Y ha inculcado esa misma filosofía desalmada a su propia hija. No dudo de que su padre fuera pacifista, pero aquello que el doctor Moran inició por razones estrictamente científicas y humanitarias se ha convertido, en manos de usted, en la organización terrorista más diestra de la historia naval.
—No se interrumpa —dijo Delfos serio—. Quiero escuchar todo.
—¿Desea escuchar la otra versión de la historia? — preguntó Pitt con tono desapasionado—. ¿Le interesa saber cómo se le describe en los archivos? Muy bien, pero antes de continuar, le agradecería que se encargara de acomodar un poco mejor a Giordino. A mi amigo le resulta muy molesto tener que permanecer tendido en el suelo como un animal.
De mala gana, Delfos hizo una indicación con la cabeza a los guardias, quienes levantaron a Giordino por los brazos y lo llevaron al asiento de cojines rojos. Pitt no prosiguió la explicación hasta que su compañero estuvo cómodamente instalado. Los siguientes minutos carecían de sentido si no lograba entresacar suficiente información respecto a la trama que se escondía tras la extravagante organización de Delfos. Aunque sólo existiera una oportunidad entre mil de sobrevivir a la cercana explosión, tendría que sacar a Giordino, Summer y Adrián de aquel lugar. En aquella habitación, lo primero en romperse sería el enorme ventanal de cristal, lo que provocaría una avalancha de millones de litros de agua. A Pitt sólo le quedaba rezar para que la detonación fuese cancelada o pospuesta. Tomó aire, confió en que su imaginación se correspondiese con la realidad y retomó la palabra:
—Cuando los científicos lograron que la montaña submarina fuese habitable, el Explorer, el barco de su padre, dejó de ser útil. Como el doctor Moran necesitaba dinero para adquirir materiales y proseguir con la construcción, recurrió al timo más habitual: contratar una compañía de seguros. Arruinar aquella empresa a cambio de unos dólares en nombre de la ciencia no le remordió la conciencia. ¿Qué diablos importaba? De todas maneras, él, Lavella y Roblemann ya se habían apartado de la sociedad.
»Así pues, trasladó el Explorer hasta Estados Unidos, cargó las bodegas de baratijas y aseguró el barco y las mercancías por la cifra más alta posible, todo eso bajo nombre y registro distintos, por supuesto. A continuación navegó hacia Kanoli, donde hundió el barco y se convirtió en la primera víctima del Triángulo. Inmediatamente reclamó el dinero de la póliza. El sistema funcionó tan de maravilla, Delfos, que usted no pudo resistirse a dirigir el negocio, pero a lo grande, una vez los buenos científicos murieron. Usted afinó los mecanismos operativos y decidió utilizar barcos que no le pertenecían. Con ese método se obtenían más ganancias, ya que no debía preocuparse por el coste original de la embarcación. Sin duda, se trataba de un sistema tremendamente provechoso; de hecho, aún lo es. Es tan simple que casi resulta ridículo. Primero disponía que algunos de sus hombres se enrolaran en la tripulación de algún mercante que se dirigiera hacia el oeste, hacia las Indias y Oriente. ¿Por qué siempre escogía barcos con rumbo oeste? Sencillo; la ruta comercial de occidente discurre por la zona de la montaña marina. Además, las mercancías marcadas con el sello «made in USA» son más fáciles de vender en los mercados negros.
»Su personal infiltrado debía limitarse a desviar un poco la nave de su curso, indicar la señal «paro total» a la sala de máquinas y esperar a que usted y su banda de piratas abordaran el barco y asesinaran a la tripulación. Jamás se encontraban rastros de la embarcación. ¿Cómo podía ser? Los cadáveres eran lanzados por la borda, el casco volvía a pintarse de proa a popa, se alteraban algunas partes destacadas de la estructura, y ya tenían un navío nuevo. Luego sólo quedaba la pequeña cuestión de la venta de la carga, a menos que fuera fácil de reconocer y demasiado peligrosa de comercializar, en cuyo caso era oportunamente arrojada al mar. Después realizaba bajo un nuevo registro algunas operaciones comerciales lícitas antes de volver a asegurar el barco y por último lo hundía sobre la cima de la montaña, de manera que siempre podía recuperar los restos y utilizar ciertos recambios para efectuar modificaciones en futuras adquisiciones de su flota ilegalmente agenciada.
»Dios, cómo habrían envidiado su organización los bucaneros del Caribe, Delfos. Comparados con usted, no eran más que una pandilla de asaltadores.
Diablos, tiene a medio mundo engañado; se cree que en el fondo del mar hay casi treinta barcos hundidos, cuando en realidad sólo hay la mitad de esa cantidad. Cada uno de ellos fue dado por desaparecido por partida doble: una bajo el nombre original, y otra cuando, constando como un buque distinto, usted lo enviaba a pique.
—Muy agudo —dijo Delfos con tono burlón.
—El caso del Lillie Marlene —prosiguió Pitt con voz tranquila— fue un buen truco. El ambiente estaba caldeándose un poco alrededor de la montaña; demasiadas embarcaciones privadas navegaban por el lugar jugando al rescate de los barcos desaparecidos. Sólo era cuestión de tiempo que algún medidor de profundidad o un sonar detectara el contorno de los cascos. Por tanto, inventó el misterio del Lillie Marlene para tener un respiro y continuar trabajando con tranquilidad.
»Los guardacostas, la armada, la marina mercante, todos tragaron el anzuelo y creyeron en los horribles descubrimientos que se hicieron en el reaparecido yate. Usted sería un magnífico agente de prensa, Delfos. La descripción de los cadáveres de piel verdusca y rostro calcinado contagió el miedo a lo desconocido a todo marinero supersticioso que surcase el Pacífico. Los barcos empezaron a evitar la zona como si estuviera infectada. Logró engañar a todo el mundo. Nadie consideró la posibilidad de que la historia fuera una fachada falsa, y envió aquel mensaje amañado desde la radio del Lillie Marlene. El operador ya estaba muerto. La tripulación del carguero español, el San Gabriel, había asesinado a él y el resto de ocupantes del yate. — Pitt se interrumpió para dejar que las palabras surtieran efecto—. Fue una buena artimaña simular que el Lillie Marlene y la patrulla que había subido a bordo volaron en pedazos. En realidad, no se produjo ninguna explosión; el yate había sido capturado y transportado a la montaña submarina para cambiarle el aspecto por completo. Se trataba de un barco demasiado hermoso para enviarlo al fondo del océano. Probablemente ahora lo tiene amarrado en un puerto deportivo de Honolulú, bajo un nuevo nombre, y registrado oficialmente por la organización que posee los otros barcos de usted. ¿Cómo se llama? ¿Corporación Pisces Pacific?
Delfos se irguió.
—¿Conoce la Pisces Pacific?
—¿Acaso no la conoce todo el mundo? — preguntó Pitt—. Por si no lo sabe, le diré que todos los bienes que usted posee fuera de la montaña están en estos momentos bajo custodia: los aviones anfibios, las oficinas de la corporación, el transmisor de radio de Maui, por mencionar sólo algunos. — Pitt se daba cuenta de que las conjeturas que presentaba como evidencias hacían mella en Delfos—. No cabe duda de que tenía usted montado un buen sistema. Todas las contingencias estaban cubiertas. Incluso si alguna de las víctimas lograba enviar una señal de socorro, la emisora de la isla la interceptaba y después retransmitía un confuso mensaje que, casualmente, siempre mencionaba la posición del barco, una posición a cientos de kilómetros de distancia del verdadero lugar donde se produjo el acto de piratería.
El rostro de Delfos era una máscara de malevolencia.
—Usted debería haber muerto, Pitt. Debería haber muerto por partida triple.
—Ah, sí —dijo Pitt encogiéndose de hombros—. Una de ellas a manos del bruto rastrero del camión gris; una estratagema terriblemente vulgar para alguien con tanta sutileza como usted. Supongo que el tiempo se le echaba encima, sobre todo desde que Cinana lo informó de que aquella mañana yo había sido puesto a las órdenes del almirante Hunter y los otros mandos de la Flota 101.
»Después del chapucero trabajo de Summer de la noche anterior, hubiese resultado inoportuno que yo decidiera realizar una investigación por mi cuenta o, peor aún, que Adrián Hunter comentara su aventura con Cinana. Todo condujo a una conclusión: Pitt debía ser eliminado, y pronto.
—Es usted un hombre muy astuto —dijo Delfos despacio—, más astuto de lo que pensaba. En cualquier caso, poco importa ya. Ha jugado a farolear, y he de reconocer que sus suposiciones han sido bastante acertadas. De todos modos, erró el tiro en relación a mi padre. Era un buen hombre. El y sus colegas científicos perecieron poco después de terminar el inmenso trabajo de habilitar la montaña, cuando una bomba de extracción falló y se ahogaron en un túnel anegado de agua. La autoría de las desapariciones de barcos recae sólo en mí.
»Planeé y concebí la operación entera, empezando por el Explorer. He cometido errores, pero ninguno que no pudiera ser paliado. Sí, señor Pitt, usted no ha hecho más que tirarse faroles. El capitán Cinana me mantuvo bien informado hasta el momento de su desafortunada muerte. El almirante Hunter no habrá sido capaz de reconstruir la historia al completo en el plazo de las últimas veinticuatro horas. — Delfos se pasó la mano por las cejas y se frotó los párpados, como si intentase borrar una equivocación del pasado—. Usted ha sido mi error más inexcusable. Tres décadas de perfecta clandestinidad, y casi echa todo a perder.
—Treinta años es mucho tiempo para que queden impunes tantos crímenes —replicó Pitt—. Usted mismo se ha buscado la ruina, Delfos; tragó más de lo que podía masticar. Su peor patinazo fue capturar el Starbuck. Una cosa es abordar un mercante o un yate de placer. En tales casos, los guardacostas se limitan a llevar a cabo un rastreo por la zona de la última posición conocida del barco desaparecido. En cambio, cuando se pierde una embarcación militar, la armada jamás deja de escudriñar el mar, sin importar lo lejos o lo profundo que haya que llegar, hasta que se encuentran los restos.
Delfos miró a través del ventanal durante un buen rato.
—Si el comandante Duprée hubiese mantenido el rumbo marcado en lugar de desviarse y descubrir nuestro santuario, él y la tripulación aún estarían vivos.
Los ojos de Pitt parecían de hielo.
—¿Cómo lo logró? ¿Cómo capturó un submarino nuclear sumergido?
—Fue bastante simple —respondió Delfos—. Mis hombres colocaron cable irrompible de acero en la trayectoria del submarino para que las hélices quedasen obstruidas. Cuando la nave se detuvo, abrimos algunas válvulas externas de lastre, y el agua entró en los depósitos de aire al tiempo que inundaba dos compartimientos internos. Mientras el Starbuck se hundía, las señales de radio emitidas en baja frecuencia fueron interceptadas por nosotros, y las escotillas de salida cerradas desde fuera. Meses más tarde, cuando las reservas de alimentos se agotaron y la inanición hubo debilitado por completo a la tripulación, mi personal entró en el submarino y mató a los ocupantes.
—Fue bastante simple —repitió Pitt—. El Starbuck constituyó la mejor presa del siglo, el cenit de una carrera criminal. Y usted se hallaba a salvo mientras la armada buscaba a cientos de kilómetros de distancia. En pocos días, ustedes limpiaron y arreglaron los compartimientos inundados y allí quedó el submarino nuevo y pulido, a menos de treinta metros de profundidad. Entonces surgió el problema, Delfos. Al principio no logré comprender de qué se trataba; carecía de sentido. Usted se apoderó del submarino nuclear más moderno, incluidos los misiles de cabezal atómico, y lo aparcó a pocos metros de casa. Ni siquiera lo movió unos centímetros. ¿Por qué? Porque no tiene ni idea de cómo funciona.
»El Starbuck es una máquina muy compleja. Cuando su padre y los otros científicos murieron, usted fue el único que quedó con cierto nivel de inteligencia. La organización entera se basa en una obediencia ciega a su persona, y ello es posible porque ninguno de sus hombres tiene dos dedos de frente. Por esa razón dejó con vida al marinero Farris; esperaba que enseñara a sus secuaces a maniobrar el submarino para que al menos lograsen trasladar el Starbuck a un puerto ruso o chino donde poder venderlo. Pero Farris perdió la razón. No logró superar la terrible experiencia de ver cómo sus compañeros y oficiales sufrían y morían. El hombre se desmoronó y jamás se recuperará por completo.
—Un pequeño error —reconoció Delfos cansado.
—¿Qué pasó con el Andrei Vyborg, Delfos? ¿Acaso los rusos decidieron que entre ladrones no había honor e intentaron abordar el Starbuck para apropiárselo?
—Esta vez está bastante equivocado, comandante. — Delfos se frotó la zona donde Pitt le había propinado la patada—. El capitán del Andrei Vyborg comenzó a sospechar cuando observó en la distancia que el Martha Ann, una vez abandonado por ustedes, había dejado una mancha de alquitrán en la superficie. Se acercó a investigar, y no tuve más remedio que eliminar el barco, como había hecho con los otros.
—El hecho de que la Flota 101 haya recuperado el Martha Ann debe haberle roto el corazón —dijo Pitt con tono mordaz—. El barco pasará a la historia por ser la primera y única víctima que ha logrado escapar.
—Por desgracia, sufrimos bastantes bajas en la fallida operación de captura de la nave —admitió Delfos—. Los controles del Martha Ann fueron activados a distancia para que la embarcación regresara a Pearl Harbor antes de que mis hombres pudieran realizar las maniobras necesarias para detenerla.
—Podría haberla volado.
—Demasiado tarde. El capitán Cinana nos avisó de que una patrulla había salido ya para ocuparse de la situación. Sólo tuvimos tiempo de retirar los muertos y heridos.
—Por lo visto, nada le sale bien últimamente, ¿eh? — señaló Pitt con tono familiar.
—Usted estaba a bordo del Martha Ann —replicó Delfos fríamente—. Disparó a mis hombres y se llevó a la tripulación en el helicóptero. Siempre ha estropeado mis planes.
—Fastidíese —exclamó Pitt con rencor—. Usted me invitó a la fiesta, ¿recuerda? Se encargó de que encontrara la cápsula de comunicaciones falsa.
Delfos, enfurecido, mostró los dientes.
—¿Por qué ha venido aquí? — preguntó él—. ¿En qué consiste su misión?
—Rescatar a Adrián Hunter —se apresuró a responder Pitt.
—¡Miente! — exclamó Delfos.
—Si usted lo dice...
Los ojos de Delfos se agrandaron; de repente se le hizo la luz. Golpeó violentamente a Pitt en la cara, y éste se tambaleó, sangrando por la boca, hasta chocar contra la pared.
—El submarino —dijo Delfos con voz tranquila—. Usted descubrió que el Starbuck aún funciona, mató a mis hombres y escapó con Farris. Ahora ha regresado acompañado de una patrulla para rescatarlo.
—Como prometí, le diré la verdad. Ha acertado, Delfos; traje un comando de submarinistas de la armada para recuperar el Starbuck. Mientras hemos estado aquí, hablando de sus actos criminales, los especialistas han sacado el submarino del fondo del mar. — Consultó el reloj. Faltaban once minutos para las cinco—. Calculo que en estos momentos la nave se halla a más de treinta kilómetros al sur. Es sorprendente cómo en la guerra la suerte cambia de un bando a otro. En realidad, no debería extrañarse. No puede ser usted tan estúpido como para creer que podría pasarse toda la vida sin pagar por sus delitos. Dentro de once minutos, el torpedero Monitor arrojará un pequeño misil nuclear sobre el centro de su preciosa montaña marina. Dentro de once minutos, todos moriremos.
—Nada puede destruir esta fortaleza —afirmó Delfos con tranquilidad—. Mire alrededor, comandante. La base de la montaña es de granito; un granito muy duro parecido al cuarzo, más resistente que el hormigón armado.
Pitt negó con la cabeza.
—Una grieta. Sólo hace falta que se produzca una fisura para que miles de toneladas de agua entren en estas cuevas con una presión diez veces superior a la de una manguera de extinción de incendios. Pereceremos aplastados por la fuerza del agua antes de que podamos ahogarnos.
—Es usted extremadamente ingenioso —dijo Delfos—. De todas formas, ningún misil será disparado mientras usted, el capitán Giordino y la señorita Hunter permanezcan aquí.
—Se equivoca. La decisión procede de Washington, no de Hunter. Está subestimando al almirante. No intercederá por nuestras vidas en contra de las órdenes. Además, probablemente cree que Giordino y yo ya estamos muertos. En cuanto a Adrián, hasta que todo haya pasado, nadie sabrá que la hija del almirante murió accidentalmente en el transcurso de una operación naval para destruir el Triángulo del Pacífico. Al anciano militar le sobran arrestos; no dudará en sacrificar la vida de Adrián con tal de desmantelar la organización que usted encabeza.
La serenidad se desvaneció lentamente del rostro severo del gigante para ser sustituida por una gélida expresión de incertidumbre.
—Palabras, no son más que palabras. No puede demostrar nada.
Pitt decidió jugar la última carta. Con apenas diez minutos por delante, debía hacerlo en aquellos momentos o nunca.
—Puedo presentarle una prueba irrefutable de que cuanto acabo de contarle es cierto. Compruebe su emisora de radio. Descubrirá que el transmisor de Maui está en manos de la Armada de Estados Unidos. También averiguará que el almirante Hunter ha estado intentando establecer contacto con usted en los últimos veinte minutos para negociar la rendición.
Delfos echó a reír con malevolencia.
—Estúpido —logró decir entre carcajadas—, maldito estúpido. El farol que acaba de lanzar a la desesperada no ha tenido éxito. No es tan inteligente como pensé. No lo sabía, ¿verdad? El centro emisor de Maui ya no es mío. Hace seis semanas vendí a los rusos el terreno, el edificio y el equipo. Yo no he interceptado las transmisiones que ustedes realizaban, sino los rusos. La armada soviética pagó muy bien para poseer una emisora tan próxima a los cuarteles navales americanos en el Pacífico. Intervinieron los mensajes de la Flota 101 esperando descubrir la posición del Starbuck. Una gran decepción, ¿no cree, comandante? Los rusos ni siquiera sospechaban que estaban tratando con la organización que se había apoderado del submarino. — Miró a Pitt con aire vengativo—. Si espera que la situación cambie en el último minuto, querido Pitt, pierde el tiempo.
»No se producirá ninguna comunicación con el almirante Hunter, ni habrá oferta de rendición ni se disparará el misil por la sencilla razón de que voy a abandonar la montaña submarina. Esta base ha dejado de tener utilidad. Mañana empezaré a trasladar mi organización a un nuevo emplazamiento. El equipo de comunicaciones ya ha sido desmontado, y sin él no puede establecerse contacto con Pearl Harbor ni con cualquier otro lugar.
Pitt no respondió. Simplemente permaneció inmóvil, preguntándose si los diez minutos siguientes serían los últimos de su vida.
—Y ésta es sólo la mitad de la historia —añadió Delfos con desprecio—. Antes comentó que en estos momentos el Starbuck se hallaría a más de treinta kilómetros al sur, ¿no? ¿Cuántos ensayos ha necesitado realizar para imprimir tanta convicción a su rostro cuando suelta tantas mentiras juntas? — Delfos volvió a reír con fuerza—. Usted, Pitt, ha adivinado que yo era incapaz de manejar el submarino con personal inexperto. Sin embargo, conseguí averiguar el funcionamiento del sistema de lastre. Ahora mismo, los depósitos de aire de la nave están vacíos, y por ello el Starbuck aún sigue clavado en el fondo del mar. Se requeriría una operación de rescate con muchos medios para lograr liberar el casco. Después de varios meses de inmovilidad, se ha generado una succión que no podría superarse ni soltando todo el lastre.
»Sí, es una lástima. Esos submarinistas que lo acompañaban debían ser muy eficaces, pero posiblemente ya han muerto a manos de siete de mis mejores hombres. Supuse que la armada americana no renunciaría tan fácilmente e intentaría de nuevo recuperar su precioso submarino. Por eso dejé a bordo a mis colaboradores más leales, gente a quien apasiona matar. Enfrentado a ellos, concedería al equipo de técnicos que vino con usted una posibilidad de éxito entre diez mil.
Pitt trató de abalanzarse sobre Delfos para asestarle un puñetazo en la boca, pero uno de los guardias se apresuró a detenerlo, golpeándolo en el hombro izquierdo. Pitt cayó de costado contra una pared y se deslizó lentamente hasta el suelo.
Summer profirió un grito. Le entraron náuseas y puso los ojos en blanco. Hizo ademán de acercarse a Pitt, y, vacilante, miró a su padre. Delfos negó con la cabeza, y su hija retrocedió con mansa obediencia.
Giordino, que no se había movido en ningún momento, observaba impasible a Pitt. Éste percibió en su amigo un leve movimiento de la cabeza que interpretó como una señal de aviso.
—Ha ganado una batalla —masculló Pitt—, pero no la guerra.
—Se equivoca otra vez, comandante Pitt. He ganado, y en todos los frentes. El Starbuck me ha venido de perlas. Tan pronto pueda tramitar, digamos, el cambio de propietario, podré dar por concluidos mis negocios en el Pacífico y dedicarme a empresas menos agotadoras. Estoy seguro de que los nuevos dueños disfrutarán mucho con los misiles Hyperion.
—¡Chantaje nuclear! — Pitt escupió—. Está loco.
—¿Chantaje nuclear? Vamos, vamos, comandante, usted siempre tan imaginativo. Eso sólo sirve de argumento para novelas de espionaje. No tengo intención de chantajear a las superpotencias con la amenaza de un holocausto nuclear. Mis motivos son estrictamente económicos. A pesar de lo que pueda usted pensar de mí, le aseguro que no tengo estómago para causar la muerte innecesaria de mujeres y niños. En cambio, un hombre es distinto. Matar a un hombre es como matar a un animal; una vez eliminado, no se sienten remordimientos. Pitt se apoyó contra la pared.
—Nadie lo sabe mejor que usted.
—No —prosiguió Delfos—. Mi plan es más sutil; ingenioso, diría yo, por su admirable simplicidad. He decidido vender el Starbuck y los misiles a un país petrolífero árabe. ¿A cuál? No importa. Lo que cuenta es que está dispuesto a pagar una buena suma de dinero sin regatear.
—Está loco —repitió Pitt—. Es un enfermo mental sin remedio.
Sin embargo, Delfos no parecía ni se comportaba como un demente. Sus razonamientos eran lógicos. Cualquiera de las ricas naciones petrolíferas árabes podía ser el comprador ideal.
Delfos se acercó al intercomunicador y habló: —Preparen mi minisubmarino. Estaré allí en cinco minutos. — A continuación se volvió hacia Pitt—. Voy a hacer una inspección al Starbuck. Saludaré de su parte a los supervivientes de la tripulación, si es que hay alguno.
—Está perdiendo el tiempo —dijo Pitt con amargura.
—Creo que no —replicó Delfos, desdeñoso—. El submarino está donde lo dejé.
—La armada jamás permitirá que el Starbuck pase a otras manos; antes lo destruiría.
—Mañana a estas horas, los militares norteamericanos ya no tendrán cartas en el asunto. Llegará una flota árabe de rescate y sacará el submarino a la superficie. Nos hallamos en aguas internacionales. La armada jamás atacaría a efectivos de otra nación por una embarcación naufragada, pues es consciente de que todos los países del mundo la condenarían por propiciar un conflicto armado. La única esperanza sería negociar con los árabes para recuperar el submarino. Para entonces, yo ya tendría mi recompensa (trescientos millones de libras esterlinas) depositada en un banco suizo y el campo libre para seguir con mis negocios.
—Nunca saldrá de esta montaña —aseguró Pitt con la cara contraída por el odio—. De aquí a ocho minutos morirá.
Delfos miró fijamente a Pitt.
—¿De verdad? ¿Moriré?
Se volvió como quien acaba de perdonar la vida a un insecto y se encaminó hacia la puerta. Entonces echó la vista atrás.
—Al menos tendré la satisfacción de saber que usted murió primero. — Hizo una señal con la cabeza a los guardias—. Arrojadlos al océano.
—¿No hay una última gracia para los condenados? — preguntó Pitt.
—Nada de nada —respondió Delfos con una sonrisa diabólica—. Adiós una vez más, comandante Pitt. Y gracias por el entretenido espectáculo que me ha ofrecido.
El sonido de los pasos se desvaneció y se hizo el silencio. Eran las cinco menos cinco.
18
Giordino se debatía retorciendo el cuerpo entero en un espasmo convulsivo mientras los ojos se le ponían en blanco. Cayó del asiento sujetándose la garganta con las manos. Había contenido la respiración hasta que el rostro casi se le amorató; incluso había guardado hasta aquel momento un poco de saliva que, entre jadeos fatigosos, expulsó a través de los labios trémulos en una nube de espumarajos. Fue una interpretación magistral, y los sorprendidos guardias picaron el anzuelo.
Pitt observó la escena mientras los dos sicarios, sin dejar de apuntarle con las armas, se acercaban a Giordino y lo levantaban cogiéndolo por los hombros. Sin decir palabra, indicaron al otro prisionero que avanzara.
Pitt asintió y cruzó la habitación hasta situarse frente a Summer.
—Summer —dijo con dulzura. Le acarició el hombro suavemente y contempló el cansado rostro de la hija de Delfos—. Tengo mucho que contarte y muy poco tiempo para hacerlo. ¿Quieres acompañarme?
La joven asintió e hizo una señal a los guardias, quienes se limitaron a inclinar la cabeza, a modo de reverencia. Summer tomó a Pitt del brazo y lo condujo hacia un pasillo excavado en la roca y bien iluminado.
—Por favor, perdóneme. — La voz de la chica era apenas un susurro.
—¿Por qué? Nada de esto ha sucedido por tu culpa. Ya me has salvado la vida en dos ocasiones. ¿Por qué lo hiciste?
La mujer fingió no haber oído las palabras de Pitt. Lo miró, y su rostro irradió una dulzura y belleza que parecieron apagar el resto de cosas que había en el pasillo.
—Tengo una sensación extraña cuando estoy contigo —murmuró Summer—. No es felicidad o alegría, sino algo más. No sé describirla bien.
—Es amor —dijo Pitt con ternura.
Se inclinó un poco, estremeciéndose por el dolor del hombro, y le besó los ojos. Los guardias que flanqueaban a Giordino se detuvieron sorprendidos. Este caminaba con la cabeza ladeada, arrastrando los pies por el suelo, al tiempo que gemía. Parecía tener los ojos cerrados. Los guardias no advirtieron que Giordino deslizaba lentamente los antebrazos por sus hombros hasta dejar las manos junto a sus cuellos. De repente, tensó con fuerza los enormes bíceps e hizo chocar ambas cabezas.
Giordino se tambaleó sobre los pies heridos hasta que logró recuperar el equilibrio, mostrando una sonrisa de satisfacción.
—¿Fue, o no fue, una interpretación magistral?
—Cada convulsión ha sido una obra maestra —exclamó Pitt devolviendo la sonrisa. Con una mano cogió la barbilla de Summer—. ¿Nos ayudarás a salir de aquí?
La mujer levantó la cabeza lentamente y lo miró a través del alborotado pelo rojo, como una niña asustada. Entonces le rodeó la cintura y lo abrazó con fuerza. Un diluvio de lágrimas inundó sus ojos.
—Te quiero —dijo ella, paladeando las palabras—. Te quiero.
Pitt volvió a besarla, esta vez en los labios.
—Lamento molestaros —interrumpió Giordino—, pero queda poco tiempo.
Summer echó a andar deprisa, mirando al frente y hacia atrás, hacia los guardias inconscientes.
—Debemos marcharnos antes de que alguno de los hombres de mi padre nos encuentre.
—¡Espera! — exclamó Pitt bruscamente—. ¿Dónde está Adrián Hunter? Tenemos que llevárnosla con nosotros.
—Está durmiendo en la habitación contigua a la mía.
—Condúcenos allí.
Summer acarició con suavidad el hombro de Pitt.
—Pero ¿cómo? Estás herido, y tu amigo no puede andar.
—Cargo con él desde hace años.
Pitt se arrodilló, y Giordino lo cogió del cuello. Acto seguido, Pitt pasó un brazo por debajo de las rodillas de Giordino y lo levantó.
—Debo parecer una marsopa —se quejó Giordino con un gruñido.
—Seguro que no te sientes tan bien como si fueras una.
Pitt hizo una señal a Summer con la cabeza.
—Muy bien, vámonos.
Summer anduvo deprisa, vigilando en los cruces con otros pasillos para comprobar que el camino estaba libre. Siguieron avanzando, hasta que se oyeron los pasos de alguien que se aproximaba por un pasillo lateral. Summer indicó que retrocedieran. Pitt bajó a Giordino, y juntos se acurrucaron junto a una puerta. Los pasos del intruso se escuchaban con total claridad.
Durante cinco segundos, las pisadas sonaron cerca de la intersección. El corazón de Pitt latía rápido debido al esfuerzo, y el sudor le cubría el rostro. Un hombre en buenas condiciones físicas contra dos náufragos impedidos. Dos piernas firmes contra cuatro inseguras. Las posibilidades, concluyó Pitt, no estaban de su parte. De pronto los pasos atravesaron el cruce y el sonido se desvaneció en la otra dirección.
—Venga, venga —susurró Summer desde otra puerta del pasillo situada un poco más adelante—. Ahora podemos seguir.
Pitt levantó de nuevo a Giordino y caminó con grandes dificultades.
—¿Cómo vamos de tiempo? — preguntó Pitt.
—No lograremos escapar —respondió Giordino resignado—, si el misil explota según el horario convenido.
—Lo hará —jadeó Pitt—. Delfos se equivoca al respecto. Si la armada no ha recibido respuesta de la oferta de rendición, lo habrá interpretado como un desafío y volará la montaña.
Summer cogió a Pitt del brazo y lo guió, sosteniendo lo mejor que pudo el cuerpo dolorido y sobrecargado. Pitt arrastraba los pies al andar, animándose a continuar; uno más, un paso más y habrían llegado.
Por fin, cuando Pitt estaba a punto de perder por completo las fuerzas, Summer se detuvo frente a una de las puertas. Pegó la oreja a la pared y escuchó unos instantes. A continuación empujó despacio la puerta, que estaba entornada, y entró. Pitt la siguió tambaleándose y cayó de rodillas, permitiendo que Giordino se desplomara de culo sobre una gruesa alfombra roja. Summer corrió hacia una cama grande y sacudió a Adrián, que aún dormía.
—Despierte, señorita Hunter. ¡Por favor, despierte!
Adrián respondió con un lánguido gemido. Summer la cogió de la muñeca y sacó a rastras de la cama el cuerpo desnudo. Adrián se despabiló rápidamente al ver a Pitt y Giordino en el suelo. Sin tratar de cubrir su desnudez, atravesó corriendo la habitación y se arrodilló junto a Pitt.
—¡Oh, Dios mío, Dirk! ¿Qué te ha ocurrido? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Hemos venido a buscarte —contestó él entre jadeos.
Ella sacudió la cabeza despacio, incrédula. — No, no, es imposible. No hay forma de salir de este lugar.
—En la estancia contigua, el dormitorio de Summer, hay un pasillo que conduce al mar...
Pitt fue interrumpido por una explosión fuerte y estruendosa. Toda la habitación tembló a causa de la distante onda expansiva. El misil del Monitor había alcanzado la cima de la montaña. Las cortinas de terciopelo se ondularon, y varios ornamentos de coral que reposaban sobre una mesa de piedra estallaron en mil pedazos debido a la impresionante fuerza invisible.
—No hay tiempo para explicaciones —dijo Pitt con brusquedad—. Todo el mundo fuera.
Summer pareció perdida, confusa, incapaz de moverse.
—No puedo... mi padre.
—Si no vienes con nosotros, morirás —exclamó Pitt—. La montaña se derrumbará en cualquier momento.
Por unos instantes, la joven permaneció inmóvil. Cuando otro temblor sacudió la sala y la conmoción la devolvió a la realidad, corrió hacia su habitación, seguida de Adrián; Pitt y Giordino cerraban penosamente la marcha.
Acababan de entrar en la exótica alcoba azul de Summer cuando el ensordecedor bramido de una colosal onda expansiva los lanzó al suelo. Las ondas de compresión, apisonadas por la gigantesca oleada de agua que irrumpía a través de las grandes grietas y fisuras que se habían abierto en los niveles superiores de la montaña, recorrieron los pasillos, retumbando como un tren expreso, destrozando todo aquello que encontraban al paso.
Ignorando el dolor, Pitt logró ponerse en pie. Cerró de golpe la puerta del pasillo, agarró a Adrián del brazo y la empujó a través de la cortina hacia el túnel de salida. Entonces se abalanzó sobre Summer, que permanecía tendida en el suelo, la levantó y le dio un empellón. La joven tropezó y cayó sobre Adrián. De pronto, el magnífico espejo del techo se desprendió y se estrelló con gran estrépito contra el suelo. Pitt se salvó por centímetros. Una cascada de agua sucedió al cristal hecho añicos, acompañada de un retumbo desgarrado, mientras las paredes rocosas de la habitación se resquebrajaban.
—¡Al! — llamó Pitt a través del diluvio de rocas y agua.
—¡Aquí! — respondió Giordino, agitando un brazo debajo de un tocador de piedra.
Pitt avanzó entre la creciente espuma que formaba el agua de color pizarra y agarró el brazo levantado de su amigo.
—¡Vete! — exclamó Giordino—. Si me llevas contigo, jamás lograrás salir de aquí.
—¿Y desperdiciar mi gran oportunidad de ganar una medalla por salvarte la vida? — dijo Pitt—. De ningún modo.
Se pasó el brazo de Giordino por encima del hombro y, prácticamente a rastras, llevó a su compañero hacia el túnel de salida. Cuando alcanzaron la entrada del pasadizo, el agua ya les cubría hasta las rodillas y circulaba por el oscuro pasillo formando remolinos.
—Vosotras pasad delante —ordenó Pitt.
Adrián y Summer se apresuraron a avanzar, chapoteando por el estrecho corredor.
Para Pitt, con Giordino a cuestas, aquel proceso resultaba lento y doloroso. Pronto perdió de vista a las chicas. El torrente de agua descendía con fuerza por la rampa; Pitt se tambaleó y cayó. Al desplomarse, la cabeza quedó momentáneamente sumergida, y tragó agua salada. Tosiendo, comenzó a andar a gatas y logró cubrir el resto del camino gracias a la ayuda de un brazo fuerte y musculoso que surgió de la nada.
Milagrosamente, se trataba de Giordino, quien rechinó los dientes debido al dolor que le producían las heridas de los pies.
—De aquí a un tiempo te arrepentirás de esta hazaña —murmuró.
—Quéjate, quéjate —balbuceó Pitt, tosiendo y expulsando el agua—. Es lo único que sabes hacer. Vamos, nos aguarda un bote fuera.
La resbaladiza rampa de piedra se ensanchó poco a poco hasta dar paso a las escaleras, y Pitt advirtió que le costaba menos caminar. Las rocas amarillas fosforescentes se quebraban en pedazos que caían alrededor de los dos hombres. Mientras las rocas se desprendían de la bóveda de la caverna, la extraña luminosidad reinó en el lugar como si se tratara de una fantasmal lluvia de meteoritos. Finalmente el impetuoso río decreció al fluir por las escaleras hacia el estanque que había abajo, y Pitt logró ver dónde pisaba.
—Vamos, aguanta un poco más, viejo amigo —animó—. Ya casi hemos llegado. Las dos estatuas deben de estar después de la siguiente curva.
—¿Ves a las mujeres? — preguntó Giordino.
—Aún no.
Pitt estaba seguro de que estarían abajo, aguardándolos. Sintió una firme confianza; se hallaban demasiado cerca del éxito para morir. Habían sobrevivido a la explosión. Sólo les quedaba nadar un poco a través de las cuevas exteriores para salir al aire libre. Ciertamente, una vez en la superficie, mientras esperasen ser rescatados, podrían morir a causa de los tiburones, el agotamiento o simplemente ahogados. En cualquier caso, en tanto siguiesen vivos, Pitt continuaría luchando para que los cuatro se salvaran. Aceleró el paso, arrastrando a Giordino, con la intención de concluir aquella claustrofóbica etapa del trayecto lo antes posible. Si habían de morir, prefería hacerlo bajo el sol y el cielo.
Al doblar la última curva, Pitt vio a Summer, que esperaba de pie al borde del estanque como si fuera una de las esculturas.
También apareció Adrián, con aspecto cansado, apoyada contra la base de una de las estatuas. Cuando los dos hombres llegaron, ella alzó la mirada aterrorizada.
—Dirk... es demasiado tarde —murmuró—. El...
—No hay tiempo de hablar —interrumpió Pitt—. El techo empieza a ceder...
La última palabra se le atascó en la garganta. La fatiga, el dolor, la alegría y la esperanza se fundieron en un retorcido viso de derrota; Delfos acababa de surgir de detrás de una de las estatuas de los dioses marinos empuñando el Colt, que apuntaba directamente a la frente de Pitt.
—¿Se marchan antes de que termine la fiesta? — preguntó, con el rostro lleno de odio.
—Me aburría mucho —replicó Pitt, indeciso, encogiéndose de hombros—. Debería matarme ahora, Delfos. No le queda mucho tiempo si quiere salvar a los demás.
—Muy noble de su parte, comandante —señaló Delfos con expresión cruel—. De todas formas, no hace falta que se preocupe por los demás. Mi hija y yo seremos los únicos que saldremos con vida de esta caverna.
Por unos instantes reinó un silencio sólo roto por el chapoteo de las rocas al caer al agua.
Desde el profundo interior de la montaña, un atronador estremecimiento sacudió las antiguas cámaras. Pronto, muy pronto, Kanoli quedaría totalmente destruida. Un súbito estruendo atronó en la cueva y retumbó en un vibrante crescendo, mientras los temblores sacudían los recios muros de roca.
Al principio, Pitt pensó que Delfos había disparado el revólver; después comprendió que el estampido había provenido de la parte superior. Una pared se había desmoronado, y los escombros rodaban por las escaleras en una arrolladura avalancha. De un violento empujón, Pitt desplazó a Summer desde los peldaños hasta el estanque amarillo y a continuación se abalanzó sobre Adrián para protegerla con su cuerpo.
La avalancha los alcanzó. Toneladas de roca dorada rodaron por la rampa y sepultaron las escaleras. Una de las estatuas permaneció firme sobre el pedestal, soportando la debacle, mientras que la otra sucumbió a la aplastante fuerza del alud de piedra y se volcó. El derribo de la talla trajo a la confusa mente de Pitt la imagen de un vaquero al caer del caballo en medio de una estampida.
Pitt apretó los dientes y tensó los músculos mientras las rocas diluviaban sin piedad a sus espaldas. Un fragmento cayó a su lado, y el hombre oyó, más que sintió, un crujido en las costillas. Le escocía el rostro, mientras la sangre de una herida abierta en la cabeza le resbalaba por las mejillas. Un agudo chillido llegó a sus oídos por encima del estruendoso estrépito; parecía proceder de muy lejos. Pitt se dio cuenta de que había surgido de los labios de Adrián, quien, sólo a unos centímetros de él, gritaba presa de una histeria incontrolable. Las rocas, que continuaban cayendo, cubrieron las piernas de Pitt, que quedó atrapado, sin posibilidad de escapar. Abrazó a Adrián con fuerza, como si con la proximidad pudiera liberarla del miedo.
Así transcurrió casi un minuto, hasta que reinó un silencio absoluto, sólo roto por alguna pequeña roca que aún bajaba por la rampa para precipitarse al agua. Pitt sintió los movimientos espasmódicos de Adrián, que sollozaba paralizada por el terror.
El hombre alzó la cabeza lentamente y contempló los escombros. Una cortina de polvo fosforescente había invadido el aire húmedo de la gruta y se asentaba poco a poco en el suelo de piedra como un enjambre de brillantes luciérnagas. La única estatua indemne permanecía impávida, con la base rodeada de una gruesa capa de rocas. La otra parecía haber desaparecido, pero después de observar con mayor atención, Pitt la divisó hecha añicos en un rincón del recinto.
De pronto algo se agitó debajo de la escultura caída. Pitt escudriñó las penumbras al tiempo que se limpiaba la sangre y el polvo de los ojos. Aquello que se movía se alzó un poco, se movió y miró a Pitt; era Delfos.
Su enorme cuerpo había quedado atrapado bajo la estatua destrozada. De entre los restos sólo sobresalían la cabeza y un hombro. Sangraba por la boca, pero parecía no darse cuenta de ello. Delfos entornó sus dorados y malignos ojos al reconocer a Pitt.
En aquellos momentos, la gruta comenzó a cobrar cierta luminosidad y Pitt y Delfos vieron el Colt al mismo tiempo. Su cañón de acero azul asomaba de entre un montón de escombros a algo más de un metro de Delfos. Mientras éste tendía la mano hacia el arma, Pitt se maldijo por no poder hacer nada. Hizo acopio de sus menguadas fuerzas para desasirse, pero las piernas estaban completamente atrapadas bajo los cascotes. Jadeando, tragó saliva y observó desesperado cómo Delfos lograba reducir la distancia hasta el revólver a poco más de medio metro.
La tensión deformaba el rostro del gigante, y la piel le brillaba del sudor. No habló; intentaba conservar las energías. Miró de nuevo a su enemigo, meneó la cabeza, como si le hubiese sacudido un violento espasmo de odio, y estiró los dedos hacia el Colt. Para Pitt, el tiempo fue ralentizándose hasta detenerse. Frenético, trató de apartar las rocas que le sepultaban las piernas, pero cada intento representaba un esfuerzo tremendo, y él había llegado al límite de sus fuerzas.
Las puntas de los dedos de Delfos rozaron el revólver, que se movió un poco, de modo que el hombre consiguió rodear la boca del cañón con dos dedos. El arma se deslizó ligeramente, pero Delfos fue incapaz de mantener la débil sujeción. Lo intentó una y otra vez, hasta que finalmente el Colt estuvo al alcance de su mano. Entonces agarró la empuñadura con tal fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.
El gigante tosió y escupió sangre, que manchó las rocas que tenía debajo. No cejó en su empeño. Su rostro adoptó una expresión diabólica mientras alzaba el revólver. Echó atrás el percutor con el pulgar y sonrió, mostrando una dentadura carmesí, al tiempo que centraba el punto de mira entre los ojos de Pitt.
Súbitamente se produjo un movimiento a un metro de Delfos. Pitt observó sorprendido y fascinado cómo un brazo asomaba de entre las ruinas. Como un fantasma que sale de la tumba, el brazo se alzó y se inclinó hacia Delfos. Lentamente, los dedos se cerraron en un puño, excepto el meñique, que siguió extendido. A continuación, en un movimiento rapidísimo, el puño se abatió sobre el arma y el meñique se incrustó en el cañón hasta el nudillo.
Giordino, que sabía que no podía tender la mano lo suficiente para apoderarse del Colt, había optado por introducir el dedo en el arma, consciente de que si Delfos apretaba el gatillo, la obstrucción expandiría momentáneamente la detonación y la recámara estallaría en los morros del asesino.
La mirada de Delfos reflejó sorpresa e incredulidad. Extenuado, sacudió débilmente el Colt de un lado a otro; si apenas podía sostener el revólver, mucho menos enzarzarse en una pelea para desembarazarse de Giordino, que mantenía el dedo introducido en el cañón. Delfos trató de reflexionar sobre la situación, pero tenía la mente obnubilada. Finalmente mostró de nuevo aquella sonrisa despiadada y apretó el gatillo.
El estallido sordo sacudió la caverna, y varias rocas pequeñas se desprendieron de la bóveda. El lado derecho del rostro de Delfos quedó pulverizado. Se le cayó el arma de la mano, se desplomó hacia adelante, y la cabeza chocó con fuerza contra las rocas.
Giordino, que había permanecido en silencio, abrió la mano y sólo vio el pulgar y tres dedos; el meñique se había volatilizado.
Pitt reanudó la pugna con el encarcelamiento rocoso y por fin logró liberarse. Entonces rescató también a Adrián, que se hallaba inconsciente, y la apoyó contra la estatua que todavía se mantenía en pie.
—Ya que estás puesto —masculló Giordino—, ¿qué tal si me sacas de los escombros?
—Aguarda —respondió Pitt.
Se acercó su amigo arrastrándose sobre los cascotes. Entre los dos retiraron las rocas que, menos la cara y el brazo, cubrían el cuerpo de Al.
—Aparte del meñique que has perdido ¿tienes algún hueso roto? — preguntó Pitt.
—No —contestó Giordino lacónicamente, con una mueca de dolor—. ¿Y tú?
—Un par de costillas machacadas.
Pitt se quitó el bañador destrozado.
—Ven, deja que te vende la mano.
—He oído de gente que presta la camisa a un amigo —dijo Giordino, sonriendo agradecido—, pero esto es algo nuevo.
Apenas había terminado Pitt el improvisado vendaje, cuando se oyó un débil grito procedente del borde del estanque. Summer estaba saliendo del agua, confusa y con ojos vidriosos. Miró a Pitt.
—Mi padre... ¿qué...? — Se le quebró la voz y pronunció una serie de palabras incoherentes.
—Tranquilízate —dijo Pitt—. No tardaremos en salir de aquí.
Tendió la mano y atrajo a Summer hacia sí, apoyando la cabeza de la joven en su brazo. Con suavidad le retiró el cabello mojado del rostro y observó que tenía un corte en la sien que comenzaba a hincharse. Le susurró unas palabras al oído y la besó en la boca.
El nivel de agua en la caverna ascendía rápidamente. Llegaba ya a las escaleras, pero Pitt ni lo advirtió. Se compadecía de Summer. Quiso proclamar a viva voz que la amaba, pero los labios se movieron sin emitir sonido alguno. Con expresión ausente, la muchacha alzó la mirada hacia Pitt, tendió la mano y la puso en el pecho de él.
—Mi padre ha muerto, ¿verdad?
—Sí, a causa de un desprendimiento de rocas.
Se trataba de una mentira piadosa. La explosión del Colt sólo aceleró el final de Delfos. Con el cuerpo aplastado y maltrecho, no habría sobrevivido más de una hora.
—Lamento volver a molestaros —intervino Giordino—, pero creo que sería mejor que nos marchásemos, y perdonad la expresión, antes de que el techo se venga abajo.
Pitt besó a Summer una vez más. Estaba a punto de pedir a Giordino que reanimara a Adrián cuando ésta se reincorporó, desnuda, cubierta de fosforescencia amarilla, como si de una ninfa dorada se tratara.
—¿Crees que podrás nadar? — preguntó Giordino.
—Lo intentaré —murmuró la joven.
—Al, tú y Adrián pasad primero —dijo Pitt—. Llévala sobre los hombros. Summer y yo os seguiremos.
—Hizo con la cabeza una señal alentadora a Giordino—. Nos reuniremos en la siguiente cámara.
Giordino miró alrededor.
—Es una lástima que ahora no podamos disponer de parte del equipo.
—Jamás lo encontraríamos en medio de este caos.
—Vamonos —dijo Giordino a Adrián—. El gran expreso submarino del Pacífico, Albert Giordino, no espera a nadie.
Introdujo a Adrián en el agua con suavidad. Aunque al hombre le había costado andar, nadar le resultó fácil. Hizo que la muchacha le rodeara el cuello con los brazos, y ella apoyó la cabeza sobre la espalda de Giordino.
—Ahora agárrate fuerte y toma bastante aire —ordenó él.
Entonces, los dos desaparecieron, dejando sólo un rastro de pequeñas ondas circulares.
Summer echó la vista atrás, hacia el montón de rocas que rodeaba la estatua caída.
—¿No podemos hacer nada? — preguntó.
—No.
El pesar es una emoción extraña. El rostro triste y a la vez encantador de Summer adquirió de repente un viso de profunda serenidad, acentuado por una expresión de determinación.
—Te quiero, Dirk, pero yo... no puedo acompañarte.
El hombre la miró.
—Eso es una tontería.
—Por favor, compréndeme —suplicó ella—. Esta montaña ha sido siempre mi hogar. Mi madre está enterrada aquí, y ahora mi padre.
—Ésa no es razón para que también tú mueras en este lugar.
Ella apoyó la cara contra el pecho de Pitt.
—Una vez prometí a mi padre que jamás lo abandonaría. Debo cumplir esa promesa.
Pitt reprimió el impulso de ordenarle que se sumergiera en el agua y le acarició el cabello.
—Soy un egoísta —dijo con ternura—. Tu padre ha muerto, y en estos momentos eres mía. Te amo. Te necesito. Él no desearía que murieras para mantener tu promesa. — La abrazó con fuerza—. No discutamos más. Nos vamos juntos, ahora.
Summer siguió llorando mientras, cogidos de la mano, los dos se deslizaron en el agua amarilla.
Giordino y Adrián ya estaban sentados en la plataforma de la cámara exterior cuando Pitt y Summer asomaron a la superficie.
—¿Por qué habéis tardado tanto? — preguntó Giordino—. Está entrándome hambre de tanto esperar.
Pitt permaneció en el agua, sujetándose al borde de la plataforma, incapaz de salir por sí solo.
—Ahora estamos a mitad de camino de casa —dijo con confianza—. Tras una rápida ascensión a nado hacia la superficie, partiremos hacia Honolulú. Subiremos en el mismo orden. Y recordad, exhalad mientras nadéis hacia arriba. Sería absurdo que alguno de nosotros sufriera una embolia después de haber llegado tan lejos.
Se volvió hacia Summer. El agua había convertido el albornoz verde en un velo transparente que revelaba cada perfil de su cuerpo. Pitt había conocido muchas mujeres, de todas las formas y proporciones, pero ninguna podía comparase a aquella moradora de la montaña submarina. Estaba tan absorto en aquella imagen que apenas se percató de que Giordino y Adrián iniciaban el viaje hacia la superficie.
—Nos vemos arriba —dijo Giordino sonriendo.
Sin embargo, su mirada traslucía preocupación. No había forma de saber qué encontrarían en la superficie, si es que llegaban a ella.
Pitt logró devolverle la sonrisa.
—Buena suerte. Y cuidado con los tiburones.
—No te apures. Si veo uno, morderé primero.
Saludó con la mano sana y, llevando a Adrián bien sujeta alrededor del cuello, se sumergió y buceó hasta salir de la gruta submarina.
Una extraña calma se apoderó de la cámara. El agua oscura batía suavemente contra las paredes y arrancaba los pequeños crustáceos adheridos a las rocas. La tenue luz del exterior oscilaba en el techo y proyectaba fugaces sombras sobre la ondulada superficie.
—Ahí arriba nos espera una nueva vida —musitó Pitt.
Summer miró los verdes ojos de Pitt, le acarició el rostro y echó a llorar, con el alma y el cuerpo divididos entre el afecto por su difunto padre y el nuevo amor hacia un hombre que apenas conocía. Se debatió en su interior para adoptar una decisión, mientras la larga cabellera ondeaba movida por las suaves olas. Entonces tomó una determinación.
—Estoy lista —dijo por fin—. Estás gravemente herido, de modo que debes ir delante. Te seguiré.
Pitt asintió en silencio, rindiéndose al razonamiento de Summer. Rozó con los labios la mano de la joven, sonrió y se sumergió. Ella observó el cuerpo desnudo de Pitt, que brillaba bajo las rocas y se perdía en el mar.
—Adiós, Dirk Pitt —murmuró en la cámara ya vacía.
Subió a la plataforma, arqueó el flexible cuerpo y se zambulló. Por unos instantes, contempló la entrada al mundo exterior, ligeramente iluminada por los distantes rayos del sol. Por último se volvió para regresar nadando a la caverna amarilla donde reposaba su padre.
El agua se tornaba más cálida a medida que Pitt ascendía.
«Quince metros —pensó— era la marca que indicaba el medidor de profundidad de Giordino cuando entramos en la pequeña cámara.»
Escudriñó el líquido azul verdoso y vislumbró el rítmico oleaje de la superficie bañado por el astro rey. Practicó una serie de breves exhalaciones para eliminar la presión de los pulmones y observó con curiosidad cómo las burbujas de aire permanecían junto a su cabeza durante la ascensión.
Cuando alcanzó la superficie, fue recibido por el ardiente sol tropical. Al respirar, le quemaban los pulmones. Descansó un momento, tanto como le permitieron el dolor y el cansancio, dejándose arrastrar por el calmado movimiento de las olas. Parpadeó un poco y buscó con la mirada a Adrián y Giordino. Por encima de la cresta de una ola, divisó las cabezas de ambos a unos seis metros de distancia.
De repente, se oyó un sonido atronador procedente del fondo y una extensa capa de burbujas cubrió el mar. De las profundidades surgieron trozos astillados de madera, petróleo y pedazos de ropa destrozada. Era el final de Kanoli, y el final del Triángulo del Pacífico.
Pitt buscó a Summer, escudriñando desesperadamente cada cresta. No había señales de su resplandeciente y rojo cabello. La llamó, pero la única contestación que obtuvo fue el lejano retumbo del fondo marino. Hundió la cabeza en el agua y volvió a sumergirse con la intención de buscarla. Sin embargo, el cuerpo no le respondió; hacía ya rato que había rebasado el límite de su resistencia. Aún bajo el agua, creyó oír, distantes, los sonidos distorsionados de unas voces y batalló débilmente para regresar a la superficie.
Un pez monstruoso; ésa era la única descripción que su febril mente podía trazar. Un espantoso pez negro surgió del océano y se irguió sobre la cabeza de Pitt, amenazando con devorarlo. El hombre no se preocupó; estaba preparado. El mar le había ofrecido una mujer a quien amar para después arrebatársela y devolverla a las profundidades.
Algo lo cogió del brazo y lo agarró con fuerza. Casi insensible por el agotamiento, Pitt levantó la mirada. Un laberinto de rostros borrosos apareció entre el monstruoso pez negro, y el cuerpo desnudo y herido fue sacado con cuidado del agua y arropado con una manta. Uno de los rostros se separó de los demás y se acercó a Pitt.
—Jesús! — exclamó Crowhaven, pasmado—. ¿Qué le ha ocurrido?
Pitt intentó hablar, pero sólo logró sofocarse y toser, escupiendo agua y vómito sobre la manta blanca. Con voz ronca susurró:
—Usted... el Starbuck... ¿lo ha sacado a flote?
—Tuvimos suerte —respondió el capitán—. El misil del Monitor explotó en el lado de la montaña opuesto a donde estaba hundido el submarino, de modo que estuvimos parcialmente protegidos de la fuerza principal de la onda expansiva. La detonación logró eliminar la succión del fondo, y conseguimos subir. De todas maneras, la armada no se sentirá muy satisfecha con los daños que ha causado a la nave. La hélice de estribor se soltó, y la de babor parece una rosquilla despachurrada.
Pitt levantó la cabeza. Giordino y Adrián también se encontraban a bordo, igualmente arrebujados en las gruesas mantas blancas de lana de la Armada de Estados Unidos. Uno de los marineros curaba la mano herida de Giordino.
—Una chica... allí abajo hay otra chica.
Crowhaven se aproximó a Pitt.
—Tranquilícese, comandante. Si realmente está allí, la hallaremos.
Pitt tosió de nuevo y cayó de espaldas. Se sentía consumido, mermado. Tenía la mente en blanco, como envuelta en una capa de densa niebla.
Los hombres de Crowhaven buscaron sin cesar, pero no lograron encontrar ninguna señal de Summer. Los misterios de Kanoli estaban enterrados para siempre.
EPÍLOGO
La marea estaba subiendo en Kaena Point; el oleaje barría la arena antes de alcanzar la base de los peñascos que se alzaban en la playa. Cuando cada ola retrocedía, volvía a aparecer la arena limpia, y pequeños cangrejos excavaban nuevos agujeros.
Pitt se hallaba sobre uno de los riscos de Kaena Point, contemplando las turbulentas aguas. Permaneció allí largo rato, incluso después de que la marea entrara en alta mar y comenzara a menguar.
«Aquí fue donde todo empezó», pensó.
Y, para Pitt, allí era donde terminaba la historia. De todos modos, él sabía que ciertas cosas acompañaban a un hombre hasta que el corazón daba el último latido.
Un albatros volaba lentamente, describiendo círculos cada vez más amplios. De pronto, como si hubiese percibido un peligro, se alejó rápidamente hacia el norte. Pitt admiró la magnífica ave de plumas blancas y negras hasta que se convirtió en un diminuto punto que finalmente desapareció en el ancho cielo azul.
El aroma del manojo de plumería que sostenía en la mano lo invadió. En alguna parte, más allá del horizonte, una voz dulce pareció decir: «A ka makani hemapa.» La suave brisa se llevó las palabras.
Pitt aguzó el oído, pero no escuchó nada más. Miró el fragante ramillete y, tras arrojarlo al mar, observó cómo las olas pasaban por encima de las flores blancas y las esparcían entre la espumosa arena.
Al alejarse de la orilla, Pitt experimentó una enorme sensación de alivio. Poco después, mientras descendía en el AC Cobra por la sinuosa y oscura carretera, empezó a silbar, dejando atrás una fina cortina de polvo que se asentó lentamente sobre la playa desierta.
Fin