—¿Y si tenía una, por qué no disparó contra la turba que lo atacó?
Ese argumento le hizo fruncir el ceño y ladear la cabeza.
—¿Cree usted que la señorita Landry se lo está inventando? —preguntó.
—No —dije—. Creo que está llenando espacios en blanco con sus propias experiencias.
—¿Y por eso quiere averiguar qué es lo que la señorita Landry debería haberle dicho a Nola?
Asentí y me metí en la boca otro buen bocado de huevos.
—¿Por qué no se lo preguntó usted mismo cuando estábamos con ella?
—Por lo que tú has dicho. Está débil, frágil. He pensado que tal vez tú lo sabrías.
—Puede ser, pero... Ella me habla porque se cree en confianza y cree que lo que me diga será un secreto.
—¿Te ha pedido que no digas nada?
—No. Pero estoy segura de que no le gustaría.
—Si lo que te dijo no tiene relación alguna con la posibilidad de que otra persona haya asesinado a Nola, no se lo diré a nadie —dije—. Sólo quiero saber cómo interpretar su idea de que ese blanco mató a Nola.
—Es por lo que le sucedió a ella. Por eso está tan alterada —dijo Tina—. Pero eso no quiere decir que ese blanco no la haya matado.
—¿Y qué le sucedió a ella?
—Ella, quiero decir, su padre trabajaba para un blanco cerca de Lafayette...
—¿En Louisiana?
—Ajá. El hecho es que cultivaban pacanas y el padre de la señorita Landry se pasaba el día entero en las plantaciones, cuidando de los árboles. Y cuando el blanco veía que el padre estaría ausente un buen rato, iba a buscar a la pequeña Ginny y le hacía cosas. Cosas que la mayoría de las mujeres no les permitirían a sus maridos.
—¿Qué edad tenía?
—Todo comenzó cuando tenía doce años —dijo Tina—. El blanco se lo hacía tres o cuatro veces a la semana. Y cuando ella lloraba y le rogaba que no, el tío le decía que si su padre se enteraba habría que matarlo, porque se volvería loco y trataría de matar a un blanco.
—¿Y ella nunca se lo contó a nadie?
—No. Y es eso lo que la tiene tan alterada. Siente que si se lo hubiera contado a Nola, ella habría sabido que no se puede confiar en los blancos. Que todo lo que un blanco quiere es violar y deshonrar a las mujeres negras. Tina sintió en ese momento el dolor de su carga.
La cogí de la mano y ella se aferró con fuerza. Lo que le había ocurrido a Geneva Landry podía ocurrirle a cualquier mujer negra. Había debido soportar toneladas de ultrajes mientras protegía su propia sangre. Jamás había podido hablar de las atrocidades sufridas, y mientras tanto se dedicaba a cuidar las heridas de sus seres queridos. Por supuesto que ambas odiaban al blanco que se había refugiado en casa de una mujer negra. Pero aun así tuve que preguntarme: ¿de dónde había salido esa pistola?
En la caja tuve que alzar la mano para llamar la atención del cocinero.
—¿Cuánto es? —le pregunté.
—Margie —le gritó a la camarera—. El hombre quiere la cuenta. La rubia de aspecto desamparado negó con la cabeza y salió corriendo por la puerta trasera del restaurante.
—Pues nada —me dijo el cocinero—. Supongo que hoy la casa invita.
20
Dejé a Tina en su parada de autobús, en Pico, y luego me dirigí a la dirección de Peter Rhones, en Castle Heights, unas cuantas calles al sur de Cattaraugus. Tenía toda la información sobre el señor Rhones en los impresos de registro que había encontrado en el Galaxie 500. Mientras conducía por la zona de Palms, buscando la casa de Rhones, llegué a estar perdido un buen rato. Iba pensando en Margie. Conocía el café Nip's desde la época en que había comprado la casa de Genesee. Había visto a la pequeña camarera durante los últimos tres años. Sin embargo, ella nunca se acordaba de mí. Yo hacía mi pedido y ella me lo traía sin una sonrisa ni un ceño fruncido. Pero hoy parecía tener miedo de estar conmigo. Todavía no me reconocía, de manera que mientras conducía por aquel barrio blanco, comencé a darme cuenta de que mi propia historia con los blancos era mucho más compleja de lo que jamás había pensado. Por un lado, Margie había ignorado mi existencia, y por el otro parecía tenerme un miedo espantoso. Y al mismo tiempo que me temía seguía sin reconocerme. ¿Y qué decir del cocinero? ¿Cómo encajaba en todo aquello la impaciencia que demostraba ante los temores de la camarera?
No pude encontrar una respuesta. Pero después de cuarenta y cinco minutos de conducir en círculos encontré la casa de Peter Rhone. Tenía forma de caja y era de color rosa coral. El techo era plano y los tubos de desagüe habían sido pintados de un color óxido claro. La puerta principal era turquesa, y la cerca que rodeaba el jardín estaba decorada con dalias blancas. En la entrada había un Chevy de color amarillo limón, y los tres escalones que llevaban a la puerta principal sólo cont aban con un barandal. Cuatro semanas atrás esta casa se hubiera vendido por tres veces la cantidad que se hubiera recibido por la misma casa en Watts. Ahora el factor de la multiplicación era probablemente cinco.
—Hola —dijo la mujer que respondió cuando llamé a la puerta. Era una mujer pequeña de pelo castaño apilado sobre su cabeza como un casco. Tenía unos treinta años pero llevaba aparatos en los dientes.
—Peter Rhone —dije.
—Está enfermo —me explicó.
—Sí —dije—. Sé lo que le ocurrió. Pero tiene que creerme cuando le digo que de verdad le conviene hablar conmigo. Ahora.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre es John Lancer. Creo que tengo cierta información que a él le gustará saber.
—¿De qué se trata, .señor Lancer?
—Es algo privado.
—Soy su esposa.
—Y estoy seguro de que su marido querrá explicarle lo que vengo a decirle. Pero créame, señora, que no me corresponde a mí hacerlo. Parpadeó tres veces y luego giró la cabeza.
—Peter. Peter, es un hombre, un tal Lancer.
Se dio la vuelta nuevamente y me miró de arriba abajo. Yo vestía las mismas ropas de trabajo que llevaba cuando fui al barrio de Nola. Darme cuenta de ello dio lugar a una reacción en cadena de ideas. Primero pensé que necesitaba un baño y un afeitado lo antes posible. Enseguida me pregunté por qué ni siquiera bostezaba, cuando llevaba mucho más de veinticuatro horas despierto y moviéndome de aquí para allá. También me di cuenta de que no había hablado con Bonnie desde que me marché con el Ratón. Pensar en Bonnie me hizo recordar a Juanda. Por suerte, antes de que pudiera seguir por ese camino, un hombre apareció tras la niebla de la puerta mosquitera de los Rhone. Tenía el labio inferior hinchado, un corte profundo en el lado izquierdo y un chichón encima del ojo derecho y llevaba entablillados dos dedos de la mano izquierda.
—¿Sí? —dijo con amabilidad a pesar de su evidente malestar.
—¿Peter Rhone?
—Sí. ¿Y usted?
—Me llamo John Lancer.
—Ah. ¿Nos conocemos?
—Creo que usted conoció a mi prima Nola hace unos días, cuando estuvo en Grape Street.
—Me parece que sí —dijo—. Era la vecina de la gente que me resguardó. La señora Rhone escuchaba con atención nuestras mentiras.
—Sí —dije—. Eso es lo que me ha dicho ella. En todo caso, debo hablarle de algo muy importante, señor Rhone. Y lo siento, pero debo hacerla en privado.
—Le he dicho que estabas enfermo, Pete —dijo su mujer.
—No pasa nada, Theda —le dijo él—. Sabes bien que tengo una deuda con esta gente. Señor Lancer, hay un parque a unas calles de aquí. Podríamos ir a sentarnos un rato en uno de esos bancos. Asentí, sonriendo.
—Peter —dijo la señora Rhone.
—No pasa nada, cariño. —Abrió la puerta mosquitera y dijo—: Es a pocas calles. Podemos ir caminando. Salimos caminando del jardín florido y giramos a la derecha por Castle Heights.
Peter Rhone era alto y bien parecido, aunque de una manera algo juvenil. Era delgado y de piel clara, de pelo rubio y ojos azules: exact amente el tipo de persona que nada tenía que ir a hacer a Watts en medio de unos disturbios.
Noté que cojeaba levemente al caminar.
—Parece que los días empiezan a enfriarse —dijo mientras paseábamos hacia la esquina.
—Sí. Pero no los ánimos —repliqué.
—Me gustan los días cálidos —dijo—. Después habrá suficiente frío y por suficiente tiempo.
Habíamos llegado a la esquina.
—Cuénteme qué pasó cuando estuvo en casa de Nola —dije.
—¿A qué se refiere?
—A eso. ¿Qué pasó?
—¿Es usted su marido? —preguntó entonces. En ese momento sospeché por primera vez que la situación era mucho más compleja de lo que había imaginado.
—Nola está muerta —dije.
Peter se detuvo. Me cogió del brazo.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado? —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Qué ha pasado?
—Eso es lo que quiero preguntarle.
Peter echó una rápida mirada hacia su casa. Lo mismo hice yo. Theda Rhone estaba de pie en la acera, mirándonos.
—Venga —dijo Rhone—. Sigamos.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar a paso acelerado. Me mantuve a su lado. En Sojourner Truth, mi trabajo era caminar el día entero. Había un campus superior y uno inferior y suficiente espacio para más de tres mil quinientos estudiantes. Había días en los que no me sentaba ni una sola vez.
Mientras caminábamos Rhone preguntaba una y otra vez qué había sucedido. Finalmente le conté acerca de Nola y de Geneva y de sus acusaciones. Al final de la tercera manzana llegamos a un pequeño parque. Había cuatro o cinco árboles y dos bancos. Peter se sentó y comenzó a mecerse.
—¿Quién ha podido hacer algo así? —dijo—. ¿Quién?
—Toda la gente con la que he hablado apuesta por usted.
—¿Por mí? ¿Por qué iba yo a hacerlo? Ella me salvó la vida.
—Tal vez Nola esperaba algo que usted no podía darle —sugerí.
—¿Como qué?
—Tal vez iba a llamar a su esposa.
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo iba a separarme de Theda, y se lo había explicado.
—¿Me repite eso, por favor?
—Yo estaba enamorado de su prima. ¿No se lo dijo ella?
—Bien, bien —dije—. Señor Rhone, tengo que admitir que lo he engañado. Mi nombre es Easy Rawlins, y la primera vez que vi a Nola fue en el laboratorio del forense.
—Yo... no entiendo. ¿Qué tiene que ver usted con su...?
Sus palabras se apagaron porque no quería hablar de Nola como de una mujer muerta.
—La policía se está tomando este asesinato con mucho cuidado...
—Asesinato —repitió.
—Sí. En todo caso, la policía me llamó porque conozco a la gente del barrio y puedo hacer preguntas sin llamar demasiado la atención. Se imaginará usted que si la gente se entera del asesinato, se podrían desencadenar nuevos disturbios.
—No lo entiendo, señor Rawlins—. ¿Quién querría matar a Nola?
Y allí estábamos de nuevo. En ese momento ya estaba casi convencido de que aquel hombre no la había matado. Rhone no trataba de ocultarme nada. Tenía miedo, pero no temía por sí mismo. Nola vivía aún en el corazón de ese hombre.
—¿Tiene usted armas, Peter?
—Una pistola calibre veinticinco.
—¿Dónde está?
—En casa. En el armario.
Era un bonito día. Cielos despejados y unos veintisiete grados de temperatura. En algún lugar cantaba un petirrojo y el tráfico era escaso.
—¿Por qué no me explica lo sucedido, Peter? Tal vez así pueda yo encontrarle un sentido a todo esto.
21
—No lo entiendo, señor Rawlins —dijo Peter Rhone—. ¿Está usted con el departamento de policía?
—No. No estoy con ellos. Si lo estuviera, lo habría denunciado tan pronto como obtuve su nombre. Pero me han pedido que les ayude a resolver el crimen de Nola antes de que los periódicos se enteren, porque quieren mantener bajo control lo que ocurra en Watts.
—¿Es usted detective, entonces?
—Digamos que soy un ciudadano preocupado que recibe la atención de la policía y usted ya se habrá hecho una buena idea de lo que hago aquí.
—No lo sé —dijo—. Tal vez no debería hablar con usted.
—Bien —dije—. Pero cuando dé su dirección a la policía, lo meterán entre las rejas y lo acusarán formalmente antes de que pueda explicarle a su esposa lo que hacía entre los brazos de una negra.
Peter Rhone me miraba fijamente a los ojos. Su cara temblaba y sus dedos se movían más que los de un niño de dos años que acaba de comerse una barra entera de chocolate.
—Los diarios no han dicho nada de Nola... No ha habido noticias.
—La estrangularon y le dispararon. La golpearon, además —dije. Aquello no probaba nada, pero el hombre se descompuso emocionalmente. Bajó la cabeza a la altura de las rodillas.
—Y yo que me preguntaba por qué no estaba en casa —dijo—. La he llamado a cada oportunidad. Tampoco había ido a trabajar.
—Está muerta —repetí.
—¿Qué quería preguntarme? —dijo.
—¿Mató usted a Nola?
—No. No.
—¿Mantuvo relaciones sexuales con ella la noche del jueves?
Se tocó la rodilla izquierda con la frente.
—Sí —dijo.
—¿Y ella accedió de buena gana?
—Mucho. Mucho. Estaba feliz de que estuviera con ella, y, y... me besó. Así comenzó todo. Me besó.
—Empecemos por el principio. ¿Por qué fue usted a casa de Nola?
—Había ido a Grape Street para recogerla.
—¿Ya se conocían?
—Sí. ¿No lo sabía? Trabajamos en la misma oficina, en Wilshire. Nola es la operadora diurna de la centralita de Trevor Enterprises.
—¿Y usted qué hace en esa empresa?
—Soy asesor de contratos publicitarios. Verá, la gente viene a vernos para que le digamos dónde deberían anunciarse. Tenemos contactos en todo el sur, así que la gente, y en particular las compañías cuyo personal está ubicado fuera de la ciudad, cuentan con nosotros para esas labores de inteligencia.
—¿Conocía bien a Nola? —pregunté.
—El cuarto de la operadora está junto a mi despacho —dijo—. Y de alguna forma empezamos a traernos el café todos los días. Al principio era sólo pasar y dejarnos la taza, pero a veces nos quedábamos un rato charlando antes de ponernos a trabajar. Al principio me limitaba a portarme bien con ella, porque el de operadora es el puesto más importante de Trevor.
—¿Cómo es eso?
—Muchas veces la gente llama pidiendo ayuda, pero dependen de Nola para que pase la llamada a la persona adecuada. Era una chica muy inteligente, y reconocía un buen cliente cuando le hablaba. Y si era bueno, y si parecía corresponder a mi área, me lo pasaba a mí. Por un par de tazas de café al día, no eran malos dividendos.
»Pero después de un tiempo comenzó a gustarme. Era inteligente. Leía todas las revistas y los diarios que llegaban al despacho y sabía más que yo de béisbol. Éramos amigos.
—¿Y cómo pasó de ahí a hacer el amor con ella en medio de una ciudad en ruinas? —pregunté.
—Cuando comenzaron los disturbios Theda fue a La Jolla a visitar a unos tíos. Son sus familiares más cercanos, y les preocupaba que estallara una guerra racial. Qué locos. Fui a trabajar por la mañana y Nola no llegó nunca. Me pasé el día preocupado por ella y por la tarde la llamé. Estaba muy asustada. Se le notaba en la voz. No había ido a trabajar porque para eso debía coger el autobús, y tenía miedo de los francotiradores. Así que le dije que iría a recogerla y la llevaría con algunos amigos que trabajaban en Venice.
—¿Así que trabajó hasta el final del día y luego fue a meterse en medio de los disturbios?
Siempre me había sorprendido la ignorancia que los blancos demostraban acerca de los negros. La mayoría de las veces me irritaba su falta de conciencia: esta vez me cautivó. Peter Rhone podía ser el único blanco de todo Los Ángeles capaz de ir a Watts para salvar a una mujer negra de los disturbios.
—Y entonces lo cogieron —dije.
—Sí. —Peter asintió con su apaleada cabeza—. Me dieron una buena paliza. No pude más que salir corriendo hacia casa de Nola. Y la encontré allí. Me cubrió con una sábana y me metió en su edificio. Me habían tumbado un diente y la cabeza me sangraba. Había tratado de salvarla, y fue ella en cambio quien me salvó.
»Pasamos tres días hablando. Me lo contó todo de su familia y de su tía Geneva. Le hablé de mi esposa. Ella tenía un novio, pero no estaba enamorada de él.
Al oírle mencionar a Geneva Landry recordé algo.
—¿Por qué Geneva no conocía su apellido? —pregunté.
—¿Qué?
—Nola solía hablarle a Geneva de usted, ¿no es así?
—Sí. La Pequeña Escarlata llamaba a su tía todos los días al caer la tarde. Geneva también llamaba en otros momentos... cada vez que se sentía asustada.
—¿Cómo la ha llamado?
—Pequeña Escarlata. Ése era su apodo. Cuando tuvimos una relación más... eh... íntima, Nola quiso que la llamara así. No me parecía lógico que un violador y asesino conociera los sobrenombres cariñosos de su víctima.
—¿Y por qué no le explicó a su tía que el blanco que había salvado era un compañero de trabajo?
—Porque soy un hombre casado. No quería dar lugar a cotilleos sobre mí.
—¿Y cómo salió usted de allí?
—El miércoles por la mañana, muy temprano, Nola le pidió a su vecino que me trajera a casa. Le pagué cincuenta dólares.
—¿Él lo llegó a ver con Nola?
—No. Ella sólo lo llamó y le dijo que pasara a buscarme frente a la casa a las tres.
—¿Y antes de eso tuvieron tiempo de enamorarse?
—No fue mi intención demostrar cinismo, pero me resultó difícil de ocultar.
—Pues sí. ¿Y por qué no? Un blanquito guapo merecía sin duda una segunda mirada, y más si estaba dispuesto a desafiar los disturbios para salvar a una joven damisela atrapada en la torre del castillo. Incluso podía merecer una tercera mirada. Y si además le había dicho a Nola que dejaría a su mujer para casarse con ella, es posible que se hubiera convertido en una oportunidad imposible de desaprovechar. Quiero decir, ¿cuántas veces en la vida se encuentra una mujer con un hombre dispuesto a sacrificado todo por ella? Sólo hay que imaginar el tipo de padre que sería un hombre así. —¿Quién era el hombre que lo trajo? —pregunté.
—Se presentó como Piedmont —dijo Rhone—. Ni siquiera sé si eso es un nombre o un apellido.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era de su estatura, pero no tan corpulento —dijo—. De su mismo color, y tenía los brazos y los dedos muy largos. Y ... y tenía un lunar en el centro de la frente. Lo recuerdo porque de vez en cuando se lo tocaba.
—¿Vio a alguien más mientras estaba escondido en casa de Nola?
—No. Ninguno de los dos salió del piso.
—¿Y Theda?
—¿Qué pasa con ella?
—¿No se preguntó dónde estaba usted?
—La llamé a casa de sus familiares y le dije que me había quedado atrapado en los disturbios, que una familia me había ocultado. Le dije que no tenían teléfono y que la estaba llamando desde una cabina.
—¿Y lo creyó?
—Theda estaba en casa de personas convencidas de que había una guerra racial en las calles.
Pensé en Margie, una mujer a quien los disturbios habían asustado tanto que casi no se atrevía a traerme la cuenta.
—Será mejor que llame a la policía —dijo Peter.
—No. No —dije—. Por nada del mundo debe hablar con los polis en este momento. Si la radio llega a decir una sola palabra acerca de Nola, a usted lo colgarán del pescuezo.
—¿Por qué?
—De verdad lo ignora, ¿no es así? —pregunté.
—¿Ignorar qué?
—Que al ir a ver a Nola, usted cruzó la línea.
—¿Qué debo hacer? —preguntó—. Es decir, no quiero que el asesino escape. Tal vez podría ayudar.
Si mentía, lo hacía con talento.
Yo no tenía la menor idea de lo que había ocurrido en ese piso. Tal vez los dos habían enloquecido después de tres días. Tal vez se enamoraron y luego comenzaron a odiarse. No tenía más que dar el nombre de Rhone a Suggs o, mejor aún, al delegado Gerald Jordan, y quedaría libre. Contaría con un amigo en lo alto, y mientras tanto la policía se encargaría de desenredar el ovillo. Pero no confiaba en que la policía hiciera bien su trabajo y no pensaba que Rhone fuera culpable.
—Si me está mintiendo, tío —le dije—, lo mataré yo mismo.
—Yo amaba a Nola —dijo con férrea convicción.
—En ese caso, espere veinticuatro horas.
—¿Para qué?
—Haré lo que los policías me han pedido que haga y buscaré al asesino de Nola. Si es usted mandaré a los policías a su casa. Si huye, lo encontraré. Pero si no es usted, bueno, veremos qué pasa.
—Gracias —dijo.
—No me lo agradezca, hombre —dije—. No lo hago por usted. Simplemente no quiero que la policía deje de lado la muerte de esta mujer por estar ocupada en otras cosas.
—Es por eso que le doy las gracias.
22
—¿Sí? —dijo una mujer negra en tono hosco pero no hostil.
—¿Está Juanda? —pregunté.
Mientras me salían las palabras de la boca el corazón me daba un vuelco y se me revolvía el estómago. Me había convencido de que si llamaba a la bella muchacha era porque necesitaba su ayuda. Y al recordar la situación me doy cuenta de que en realidad la necesitaba. Pero las razones de la llamada iban más allá. Amaba a Bonnie y no tenía intenciones de cambiar mi situación, pero así y todo anhelaba estar en presencia de la jovencita charlatana que había mentido para salvarme y luego me había conducido a la libertad.
—¿Hola? —dijo su voz a mi oído.
—¿Juanda?
—Señor Rawlins.
—Easy —dije—. Llámame Easy.
—Esperaba que me llamara —dijo. Esta mujer no fingía. Quería conocerme y me lo hacía saber.
—Sí. Bien, creo que necesitaré que vuelvas a ayudarme, si no te importa.
—No me importa. ¿Vendrá a buscarme?
Tragué con fuerza y dije:
—Sí.
Me dio su dirección en un suspiro.
Le dije que pasaría a buscarla a primera hora de la tarde. Mi siguiente llamada fue para Bonnie.
—Casa de los Rawlins —dijo al levantar el auricular.
—¿Alguna vez pensaste que íbamos a casarnos? —pregunté sin preámbulo.
El silencio fue su respuesta.
—No era mi intención sorprenderte, cariño —dije—. Es que... supongo que aquí me siento un poco loco.
—¿Estás bien, Easy?
—No.
—¿Qué ocurre?
—No creo que ese blanquito haya matado a Nola.
—Pero eso a ti no te incumbe, ¿ no es cierto?
—Cierto. Pero si no me miro el asunto más de cerca, no podré estar seguro de que lo haga la policía.
—¿Por qué no? Es su trabajo.
—Su trabajo, en el mejor de los casos, es mantener la paz —dije—. Y ahora mismo lo que más le conviene a la paz es que se culpe a este hombre.
—Ah —dijo ella.
—Y si él no la mató, otra persona lo hizo. Pero eso a los policías no les importa. Nunca se preocupan por saber exactamente quién hizo qué. Para ellos, atrapar bandidos es como arrear ganado. Si uno o dos escapan, ¿qué importancia tiene? Tarde o temprano acabarán cayendo. Y si arrestan a un inocente, te dirán que seguramente el tío hizo otra cosa por la que nunca lo cogieron.
—Pero Easy —dijo Bonnie.
—¿Qué? —encendí un Lucky Strike.
—Tú no tienes los recursos que tiene la policía. No puedes ir sin más y buscar a un asesino del que no sabes nada.
—En eso tienes razón, cariño. Pero...
—¿Pero qué?
—Por eso es que esa gente pudo salir a disparar y a quemar y a tirar piedras. Porque están hasta los cojones de saber que nunca tendrán las de ganar. Están hartos de que les digan que no pueden ganar.
—¿Y han ganado? —me preguntó.
—Es posible que se hayan equivocado —dije—. Pero al menos lo han intentado.
—Vale.
No se trataba sólo de que cediera ante mi testarudez. Bonnie sabía que yo necesitaba su bendición para apartarme tanto de unas mínimas reglas de seguridad.
—Te quiero —dijimos al mismo tiempo.
Después de que colgara ella lo hice yo, con tanta fuerza que el auricular del teléfono público se me rompió en la mano. Pasé por el despacho de Sojourner Truth antes de ir a buscar a Juanda. Allí tenía un traje extra, guardado bajo llave en un armario. Era un traje de dos piezas de color gris conejo con chaqueta de un solo botón. También tenía una camisa de color crema y zapatos de hueso. Llevé la ropa al gimnasio de los chicos, donde me di una ducha y me afeité, me puse polvos y me di unos toquecitos de colonia. Aún había unos cuantos policías y soldados rondando el campus, pero las secuelas de los disturbios empezaban a disminuir. Juanda me esperaba fuera, frente a la puerta de su casa de Grape Street. También ella se había arreglado un poco. Llevaba una minifalda blanca y una blusa multicolor pegada al cuerpo. No llevaba medias ni calcetines, sólo unas simples sandalias de cuero falso. No llevaba joyas y no tenía nada en el pelo.
El pelo de Juanda no era alisado, lo cual era raro en una mujer negra de los guetos norteamericanos de la época. Llevaba el pelo al natural y sólo levemente cortado. Había algo tan salvaje en él que lo hacía parecer casi púbico. Me sonrió cuando salí para abrirle la puerta del coche.
—Otra de las razones por las que me gustan los hombres mayores —dijo cuando ambos ocupamos nuestros lugares y nos pusimos en marcha.
—¿Qué razón es ésa?
—Siguen siendo caballeros aun después de que los has besado.
—Pero tú nunca me has besado —dije.
—Todavía no.
Comencé a conducir y Juanda empezó a hablar. Me contó de su primo Byford, que hacía poco había venido a Los Ángeles haciendo autostop. Su madre, la hermana de la madre de Juanda, había muerto repentinamente y Byford se había quedado solo en el mundo. Ula, la madre de Juanda, había pasado veinte años enfadada con la madre de Byford. Parece que cuando murió la madre de ambas, Ula sospechó que su hermana Elba se había apropiado del conjunto de camafeos que la madre había recibido de una blanca adinerada para la cual había trabajado. Por eso se marchó Ula de Galveston, porque no pudo soportar vivir en la misma ciudad que la hermana ladrona.
Las hermanas se separaron, de manera que Byford, que apenas tenía trece años, tan sólo sabía que su tía Ula vivía en alguna parte de Los Ángeles. Sacó el pulgar y llegó hasta el sur de California, principalmente en los coches de jóvenes blancos de pelo largo.
Encontró a su tía preguntando a todo el que se encontraba por las calles de Watts si conocía a una tal Ula Rivers.
—Byford es un puro campesino —decía Juanda—. Quiero decir que va descalzo a todas partes y sólo bebe agua de la jarra. A veces va a hacer sus necesidades en el patio si el lavabo está ocupado y no puede aguantar...
Me hubiera pasado semanas enteras escuchándola sin cansarme. Juanda era del Sur: de Lousiana y Texas. Era más de veinte años menor que yo, pero habríamos podido ser gemelos educados en la misma casa, bajo el mismo sol.
Entre las alumnas de Sojourner Truth había muchas adolescentes como ella. Pero eran apenas unas niñas, y yo abrigaba la errada convicción de que había dejado atrás mis raíces más salvajes. Era dueño de varios edificios y de una docena de trajes de más de cien dólares cada uno. Pero un vestido ajustado sobre un cuerpo fuerte y agreste, junto con aquel cotorreo que no había escuchado desde pequeño, me helaban el corazón. La conversación de Juanda era como había sido para mí la cocina casera después de cinco años como soldado en África y Europa. Cuando regresé a casa me pasé una semana sin dejar de comer.
Nos dirigimos hacia el oeste por Grand Street. Así llegamos a un pequeño hotel, el Oxford. Tenía un buen restaurante en la planta baja ll amado Pepe's. El maître era un iraní regordete de piel dorada, Albert, que me tenía afecto porque en cierta oportunidad yo había probado que estaba en San Diego el día en que robaron la casa de su suegra. Albert se había casado con una blanca cuyos padres lo odiaban. Nunca antes había experimentado un racismo de esa naturaleza. Como persa que era, había mucha gente que no le agradaba, pero nunca por algo tan intrascendente como el color de la piel o el acento.
—Señor Rawlins —dijo, mostrándome una amplia sonrisa.
La habitación estaba poco iluminada, pues, como la mayoría de los restaurantes de Los Ángeles, Pepe's no tenía ventanas. Eso era debido a que el sol en el sur pegaba con mucha fuerza y el calor que las ventanas generaban no era muy agradable para comer.
A la hora de la comida la mayoría de las mesas estaban puestas para dos. Las sillas tenían brazos y asientos acolchados. El comedor estaba casi lleno. Todos los demás comensales eran blancos.
Albert nos condujo a una apartada mesa de la esquina que tenía un banco para dos personas. No dijo nada del cuero falso de Juanda ni de su reveladora indumentaria. Nos hubiera permitido la entrada aunque lleváramos vaqueros y sombreros de paja. Nos pusimos cómodos e inmediatamente Albert dijo:
—¿Hay algo que la señorita no desee comer?
—¿Juanda? —le dije, pasándole la pregunta.
—No me gustan la calabaza ni el pescado —me dijo ella.
—En ese caso, no le traeremos nada de eso —dijo Albert. Se fue y Juanda tarareó una larga nota de admiración.
—¿Viene mucho por aquí? —preguntó.
—No muy a menudo —dije—. Una vez le hice un favor a Albert, y me dijo que siempre podría venir a comer gratis.
—¿Y eso les parece bien a los dueños?
—Su hermano es el dueño del hotel.
—Joder.
—¿Juanda?
—¿Sí, Easy? —Incluso su manera de decir mi nombre me excitaba.
—¿Conoces a un tipo llamado Piedmont?
—Ajá.
—¿Cómo es?
—Es todo un hombre. Brazos largos y grandes y ojos saltones. Era boxeador, pero se hizo daño. Cuando se recuperó, era demasiado perez oso para ir al gimnasio.
—¿Es malo, como Loverboy?
—No. Es guay.
—Sus ensaladas —dijo Albert.
Nos puso dos platos delante. Eran ensaladas verdes hechas con lechuga, tomatitos cherry, judías verdes cortadas y una fuerte vinagreta de ajo.
A Juanda le encantó. Y a mí me encantó que le encantara.
—¿Sabes cómo puedo encontrar a Piedmont? —le pregunté mientras se comía su tercera rebanada de pan francés.
—¿Por qué?
—Porque creo que él me puede ayudar a encontrar al hombre que busco.
—¿Puedo terminarme por lo menos la ensalada antes de que empiece a hacerme todas esas preguntas? —me dijo en tono juguetón.
—Claro —dije.
La observé concentrarse en la lechuga y el pan. Se comió todo lo verde, excepto las judías, y luego usó el pan para rebañar la vinagreta. Albert debía de haber estado observando porque tan pronto como Juanda terminó nos trajo el segundo. Eran pechugas de pollo rellenas de jamón y queso, acompañadas de puré de patatas con salsa de coñac.
—¿El plato es de su gusto, señorita? —le preguntó a Juanda.
—Está buenísimo —dijo ella.
Su respuesta provocó una gran sonrisa de parte del rechoncho persa. Estaba perdiendo pelo y tenía los ojos maliciosos, pero Albert era un hombre en quien sabía que podía confiar.
Cuando se fue, Juanda dijo:
—No sé si debería decirle lo de Piedmont.
—¿Por qué no?
—Porque podría dejar de llamarme.
Me miró a los ojos y me quedé helado, porque me di cuenta de que lo que decía era cierto.
—Vivo con una mujer —dije.
—¿Me besará una vez?
—Tengo dos hijos —continué—. Tres, si cuentas a uno que se marchó con su madre hace once años.
—Sólo un beso. Y tiene que prometerme que me llamará al menos una vez más.
En ese momento no pensaba ni en Nola ni en Geneva ni en Bonnie. Me acerqué para darle un casto beso en los labios, pero cuando sus dedos me acariciaron el cuello me demoré un instante e incluso me desvié después para darle un besito suave en el cuello. Cuando me recosté de nuevo, Juanda sonreía.
—Vive en Croesus, a un par de manzanas de la esquina donde me ha recogido hoy —dijo—. No sé el número, pero es la casa grande y roja y fea que tiene la puerta de color naranja intenso.
Albert trajo creme brulée de postre, y Juanda estaba en la gloria.
Cuando llegamos al coche le abrí la puerta.
—¿Lo ve? —dijo—. Usted me seguiría abriendo la puerta incluso después de doce hijos.
De regreso a su casa Juanda me habló de su experiencia en el inst ituto. Había asistido al Instituto Jordan, y había sacado buenas notas hasta la mitad del último curso.
—... entonces lo eché a perder —dijo.
—¿Qué pasó?
—Conocí a un chico. Se llamaba Dean y era guapísimo. Ya había dejado el cole pero entraba a escondidas y esperaba junto a mi aula a que sonara el cambio de clases. Yo le decía que tenía que ir a clase pero él me ponía las manos en la cintura y yo no era capaz de decide que no. Al final me expulsaron.
—¿Te expulsaron? ¿Por qué?
—Porque no les hacía caso —dijo—. Porque pensaba que ya era toda una mujer y que no podían seguir tratándome como a una niña. Los disturbios y la muerte de Nola Payne y el pecho de Juanda, que se movía entre suspiros, se me agolpaban en las sienes. Me alegró llegar a su calle.
Me acerqué a la acera. Ella se dio la vuelta hacia mí y me puso una mano en el hombro.
—Me llamará, ¿verdad? —preguntó.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Como mucho, en dos días.
—¿Todavía tiene mi número de teléfono?
Se lo recité de memoria. Eso la hizo sonreír. Salió y yo arranqué de inmediato. Por el retrovisor la vi alzando una mano para despedirse.
23
Golpeé la puerta naranja. Luego volví a golpear. No sé cuánto tiem—po estuve allí. No tenía prisa. La muerte, el sexo y la raza se agolpaban en mi cabeza. No importaba adónde miraran mis pensamientos, siempre se topaban con uno de esos vastos problemas.
—Ése es el problema con la mayoría de los negros, Easy —me dijo una vez Jackson Blue—. Los blancos nos creen estúpidos pero la cosa es al contrario. Tenemos la cabeza ocupada con tantas cosas que no nos da tiempo de pensar en lo pequeño, como en qué hora es exactamente, o en el alquiler. Mierda. El tío te pide que hagas una división larga y tú piensas en las piernas tan largas de Lisa Langly, en con quién tendrás que pelear para sentarte a su lado, y en por qué creerá este blanco feo que lo que te diga te será de alguna importancia cuando salgas a la calle. Sonreí al recordar el palabrería de aquel genio cobarde. Jackson era el hombre más astuto que jamás había conocido. Pensé que me vendría bien hablar con él cuando hubiera terminado con el trabajo oficial. La puerta naranja se abrió. Un hombre alto vestido con un traje carmesí de pastor apareció ante mí.
—¿Sí? —preguntó.
—¿Es usted Piedmont?
—No. Me llamo Lister, reverendo Lister. ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Easy Rawlins, reverendo. Y necesito hablar con un hombre llamado Piedmont.
—El hermano Piedmont no está aquí ahora mismo —dijo el pastor, dibujando una sonrisa delgada con sus esculpidos labios. Lister era del color del cuero teñido cuando se le deja demasiado tiempo al sol. No tenía la piel clara, pero sí más clara de lo que la había tenido. Sus rasgos faciales eran pequeños pero estaban bien distribuidos. Sus manos eran débiles y tenía los pies grandes y descalzos. Tenía los hombros pequeños pero los llevaba con autoridad, de manera que decidí tratarlo con el respeto que pedía.
—La otra noche el señor Piedmont llevó a un hombre a su casa. Ese hombre tiene problemas y Piedmont es la única persona que lo puede ayudar.
El pastor vestido de cereza me contempló durante un instante y luego sonrió y asintió.
—Pase, hermano Rawlins —dijo—. Podemos esperar a Harley juntos. Entramos en una habitación amplia. Debía de ocupar casi la totalidad de la planta baja, y el edificio tenía tres pisos. El suelo de pino y las paredes y el techo estaban pintados de rojo brillante. Esta sala estaba vacía excepto por un sofá gris de cuatro metros de largo que había junto a la pared del fondo, frente a una pequeña tarima elevada. Tuve la certeza de que la habitación era la iglesia de Lister. Cuando los miembros de la congregación celebraban su ceremonia, traerían sillas plegables para los acólitos.
Caminamos hasta el largo sofá gris y Lister me indicó con un gesto que me sentara. Cuando me hube ubicado, él se sentó a un par de metros. Tan pronto como se puso cómodo apareció una mujer que llevaba un vestido cruzado de color púrpura. Tenía un vaso en cada mano y la cabeza envuelta en una tela amarilla.
Se detuvo a unos metros de Lister y lo saludó con la cabeza.
—¿Limonada? —dijo.
—Sí, Vica —dijo Lister—. ¿Señor Rawlins?
—Por supuesto.
La mujer, o la chica, en realidad, sirvió al pastor primero y después me alcanzó el vaso. Me miró a los ojos y sonrió. Su seriedad provocó en mí un instante de timidez, así que bajé la mirada. En ese momento me di cuenta de que también ella iba descalza.
—Vica —dijo Lister.
—¿Sí, reverendo?
—Cuando llegue el hermano Piedmont, ¿puedes decirle que el señor Rawlins le espera?
—Sí, reverendo.
Y salió.
—¿Acaso el hermano Piedmont no entrará por la puerta principal? —pregunté. En vez de contestarme, Lister preguntó:
—¿Cómo se llama?
—¿Quién?
—El hombre que necesita la ayuda de Harley.
—De Franco —dije fácilmente—. Hobby DeFranco. Un chico blanco.
—Ya veo.
—¿Significan algo los pies descalzos?
—Jesús fue descalzo por el mundo —dijo Lister—. También nuestros ancestros bajo el sol africano.
Me pregunté si en África iban descalzos como él decía, pero no quise discutir. Quería que el pastor siguiera hablando para no tener que decir tantas mentiras.
Tomé un sorbo de la limonada. Era demasiado dulce para mi gusto, pero estaba hecha con limones recién exprimidos.
—¿Y Vica? —pregunté.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Trabaja para usted?
—Trabaja para el Maestro, igual que lo hacemos todos hermano. Había en su tono un leve rasgo de fanatismo. Pero no me importó. Alguna vez oí decir que en casos extremos se requieren medidas extremas. Vivir en Watts era algo extremo los trescientos sesenta y cinco días del año.
—Veintitrés adultos viven con nosotros, hermano Rawlins —dijo Lister—. Las mujeres sirven y se ocupan de los niños mientras los hombres trabajan para ganarse el pan.
—No oigo a ningún niño.
—La escuela está en el sótano. —Sonrió y añadió enseguida—: Son gente que busca un poco de esperanza en un mundo enloquecido.
—Puede que no sea mala idea —especulé—. ¿Qué hay que hacer para entrar?
—Poca cosa. Entregarse al Maestro. Entregar la vida y las posesiones mundanas a nuestra familia.
—¿Eso es todo?
El reverendo Lister sonrió.
—¿Lo conoces, Harley? —dijo el Reverendo, mirándome pero dirigiéndose a otra persona.
—No, señor.
La voz llegó de una puerta situada detrás del pastor rojo. Apareció un hombre alto y moreno, de largos brazos y ojos saltones. Llevaba una chaqueta gris estilo Nehru y vaqueros.
En el centro de su frente había un prominente lunar.
El pastor se levantó al acercarse Piedmont.
—Los dejo con sus asuntos —dijo—. Y hermano Rawlins...
—¿Sí?
—La vida es lo único que se puede dar realmente.
Se dio la vuelta y se alejó. Lo observé pensando, de manera más bien resentida, que lo que había dicho podría resultar la lección más valiosa de mi vida.
—¿Te conozco, hermano? —me dijo Piedmont mientras se agachaba para sentarse en el sofá.
—Nola Payne —dije—. y Peter Rhone.
No había terminado de hablar cuando él ya estaba de pie.
—Salgamos.
También tenía las piernas largas. Tuve que incorporarme de un salto y acelerar el paso para llegar con él a la puerta. Salió y yo lo seguí, pero después de cruzar el umbral me di la vuelta para mirar una vez más el salón consagrado. Vica había regresado y retiraba el vaso de limonada que yo, con las prisas, había dejado en el suelo. Se había agachado sobre una rodilla como una voluptuosa vela púrpura que se hundiera con una bandera amarilla en el mar carmesí.
En ese instante creí que algún día me vería obligado a entregar la vida, y que cuando ese día llegara, lo haría gustoso.
La idea me estremeció. Me alejé.
24
Sobre la acera, dos casas más allá, Harley Piedmont se detuvo y se enfrentó a mí.
—¿Qué coño quieres, negro?
Recordé que aquel hombre de ojos de muñeco había sido boxeador en el pasado. Los boxeadores, por regla general, son gente muy pacífica fuera del ring, pero son peligrosos cuando se sienten acorralados.
—No te preocupes, hermano Piedmont —dije con voz suave, manteniendo los brazos paralelos al cuerpo—. Una mujer llamada Geneva Landry me ha contratado para investigar lo sucedido a su sobrina Nola. Los ojos de Piedmont se abrieron aún más y una perla de sudor dibujó una línea desigual sobre su frente y entre sus ojos, formando una gota gruesa en la punta de su nariz. La gota colgaba peligrosamente, como una ceniza demasiado larga en la punta de un cigarrillo encendido. Verlo sudar me recordó que hacía calor ese día. Tal vez Piedmont estaba acalorado. O tal vez había regresado a casa de Nola y la había vi olado y asesinado.
—¿Qué le sucedió a Nola? —preguntó.
—Eso mismo le pregunté al señor Rhone —dije—. Me dijo que Nola te había llamado para que lo llevaras a Palms. Así que me preguntaba si no habrías vuelto a hablar con ella después de dejarlo.
—¿Para qué habría querido hablar con ella?
—Tal vez para decirle que el hombre había llegado sano salvo —sugerí—. Tal vez porque sois todos amigos. Lo único que sé es que Geneva está desesperada y la policía no quiere saber nada de ella.
—¿La policía? ¿Qué tiene que ver la maldita policía en todo esto?
—¿No me escuchas? —pregunté—. Nola está desaparecida. Eso es un problema para la policía.
—Hombre, ¿quién sabe adónde habrá ido, ni por qué? Tal vez está con su chico. Tal vez, tal vez... —pero no logró imaginar otra explicación.
—Sí —dije, coincidiendo con su silencio.
—Y todo esto, ¿qué coño te importa a ti? —Piedmont comenzaba a sentirse arrinconado de nuevo.
—Sólo necesito saber si la viste después de llevar a Rhone a su casa.
—No —dijo bruscamente.
Dio un paso alejándose de mí.
—Tal vez alguien de la casa roja sepa algo —dije.
Esa simple especulación lo paró en seco.
—No. Yo soy quien llevó al tío ese. ¿Por qué coño crees que la congregación puede saber algo?
—No lo sé —dije—. Tal vez mandaron a alguien a darle las gracias a la chica después de que tú pusieras tus cincuenta dólares en la jarra de la comunidad.
Sabía muy bien que Piedmont no había entregado el dinero obtenido por llevar a Rhone a su casa. Probablemente no tenía ni veinte dólares cuando se unió a la congregación. Ahora que era un miembro de prestigio, quizás hacía pequeños trabajos aquí y allá, donando ese dinero al bote de la comunidad. Pero algo grande, como los cincuenta dólares recibidos de Pete Rhone, entraba en su bolsillo silenciosamente, como un tiburón sumergiéndose bajo las piernas colgantes de un nadador.
—¿Por qué te metes conmigo, tío? —dijo.
—Sólo quiero, Piedmont, que me digas todo lo que sabes sobre la noche en que llevaste a ese blanco a su casa.
—Me detuve frente a la casa de la chica —dijo—. El blanco subió, me dijo dónde vivía y arranqué. Eso es todo.
—¿No bajó Nola a despedirse?
—Sí. Creo. Es decir, él movió la mano como despidiéndose de la puerta, pero ella no salió.
—¿Viste algo más?
—Que no, hombre, que no. Eran las tres de la madrugada. Y todavía había toque de queda. Fuera no había nadie salvo el blanco y yo... y un vagabundo que empujaba un carro de supermercado y que vive en un lote baldío de esa calle.
Durante un segundo lo vi todo blanco. Era como si me hubiera caído un rayo y todo se hubiera desteñido en tonos luminosos.
—¿Qué vagabundo? —susurré.
—No sé cómo se llama. Sólo sé que vive en una caseta de cartón cerca de Grape.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo qué?
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí?
—Un par de meses. No lo sé. Los vagabundos de por aquí vienen y van. A ése sólo lo conozco porque un día me pidió diez centavos. Le dije que se buscara un trabajo.
—¿Vive cerca de Grape? ¿Dónde?
—¿Por qué lo preguntas?
—Nada de porqués —dije—. ¿Dónde?
Creo que mi tono irritó a Piedmont durante un instante. Incluso hubo un leve movimiento de sus hombros que indicaba que estaba considerando darme un puñetazo. Hubiera sido el peor error de su carrera como boxeador. La rabia que en ese momento circulaba por mis venas le hubiera roto la mandíbula y unas cuantas costillas. Piedmont vio la furia y me dijo cómo podía encontrar el lote baldío.
Primero fui al coche. Saqué la palanca del maletero y me dirigí al lote. Quedaba entre lo que alguna vez había sido una tienda de comestibles y la alambrada de una casa unifamiliar. El hombre había apilado diez o doce láminas de cartón pesado contra la pared del mercadito. Con dos golpes de hierro quité el improvisado techo de papel. Estaba preparado para golpear de nuevo, pero no había nadie en casa. Por suerte para mí, porque estaba dispuesto a matarlo si se trataba de la persona que sospechaba. En la casucha había todas las comodidades de la vida de campamento. Una botella de agua llena hasta la mitad, una sábana verde y sucia sobre una colchoneta de espuma. El hombre tenía un tenedor y tres latas de sardinas, un plato de porcelana desportillada y tres revistas Play— boy. Sobre la única pared sólida había garabateado un poema con pintalabios rojo:
Las chicas sucias se embarran los ojos
Comen gusanos y mueren
Rompen cerebros cosas malas cosas malas
Todas mueren en mi despensa.
Debajo de su mugrienta almohada había un bote de latón verde, y en el centro de la tapa había el emblema de una corona sobre la silueta de una cabeza de hombre. Dentro del bate había tres cartuchos calibre 22. Me arrodillé en la tierra y recosté la cabeza a la pared. En mi corazón había una rabia monumental. Mi memoria retrocedió unos meses hasta llegar a una mujer llamada Jackie Jay y su novio del Medio Oriente, Musa Tanous. Jackie había sido asesinada a golpes y la policía había creído que el asesino era Musa. Pero yo llegué a creer que el culpable era un vagabundo llamado Harold. Había encontrado la colección de muñecas de Jackie en el cobertizo de Harold y había visto ropas suyas en el carrito del hombre.
La policía no me creyó y nunca volví a ver a Harold. Pero estaba convencido de que había matado a Jackie porque creía que Musa era blanco y había decidido vengarse de la mujer negra que osó elegir como amante a un blanco.
—¡Oye, Easy Rawlins! —gritó alguien.
No respondí. No sabía quién me llamaba, pero no podía apartar de mi mente la idea de Harold y Jackie y ahora la imagen de Nola sobre una cama plateada en una habitación blanca, oculta por la misma policía que se había negado a creer mi relato.
—¡Oye! —gritó la voz de nuevo.
Al oír el tono de amenaza, mi cuerpo se levantó, ajeno a mi voluntad. Me di la vuelta para descubrir que me encontraba ante cuatro hombres, encabezados por Newell.
—Este gilipollas me pegó ayer —dijo el hombre de espaldas anchas. Por toda respuesta, levanté el hierro.
Dos de los hombres que lo acompañaban retrocedieron involuntariamente.
—Guau —dijo el tercero.
—¿Crees que me asusta esa palanca? —me preguntó. Le di una patada en la entrepierna y ataqué con el hierro a sus seguidores. Alcancé a golpear a uno de ellos en el hombro.
—¡Largo de aquí u os mataré, hijos de puta! —les grité. Salieron corriendo, y no era para menos. En ese momento, Easy Rawlins estaba loco. Desquiciado.
Newell estaba en el suelo gimiendo. Me arrodillé junto a él.
—¿Quieres que comience a darte con esto? —le pregunté. Negó con la cabeza—. ¿Ahora sí le tienes miedo a esta palanca?
Asintió, de manera que supe que era capaz de entender mis palabras. Le dije:
—¿Cómo se llama el vagabundo que vive aquí?
—Harold —dijo con un suspiro de dolor.
Lo dejé allí para que otro lo rescatara. En ese momento no era cosa mía rescatar a nadie. Estaba listo para salir a matar a un hombre llamado Harold.
25
Entré en la comisaría de la calle 77 menos de quince minutos después de dejar a Newell. Había salido del coche con el hierro todavía en la mano, pero cuando una mujer que pasaba a mi lado agachó la cabeza y se alejó de mí, me di cuenta de que era mejor dejar el arma. Al regresar al coche me pareció a cada paso como si caminara dentro del agua. Estaba perdiendo el tiempo. Lo que necesitaba hacer era encontrar a Harold y matarlo. Abrí el maletero, tiré dentro el hierro y corrí a la comisaría.
Llegué a la puerta principal respirando con dificultades y sudando. Cualquier persona hubiera pensado al verme que me había metido en problemas. Estoy seguro de que eso pensó el sargento de la recepción.
—¿Sí? —dijo, escrutándome de la cabeza de los pies.
—El detective Suggs, por favor —dije.
—¿Y quién es usted?
El único rasgo que recuerdo de ese blanco es que tenía el pelo rojo. Pelo rojo como el de Nola Payne. La Pequeña Escarlata asesinada por Harold el vagabundo. Si los pensamientos mataran, la gente hubiera comenzado a caer muerta en una milla a la redonda.
—Easy Rawlins —dije—. Easy Rawlins.
—¿Y qué problema tiene, señor Rawlins?
—Un asesinato —dije—. El detective me preguntó acerca de un asesinato, y he averiguado algo que le interesará saber. El policía trataba de bloquearme con cierta lógica inexpresada de su mente. Este tipo tiene cara de loco, parecía pensar, pero también al mismo tiempo que Suggs estaba de paso en la 77, así que probablemente era cierto que yo lo conocía.
Había varios policías en la comisaría. Supongo que hacían horas extras para asegurarse de que la gente del barrio no los quemara.
—Tome asiento —dijo el Rojo.
Me acerqué a la banca que había enfrente del mostrador pero permanecí de pie.
—Le he dicho que se siente —ordenó el sargento.
—No quiero sentarme —dije.
—Haga lo que le dicen —dijo una voz a mi derecha. Era un policía alto y uniformado que estaba cerca. Tenía el pelo gris, un rostro joven y la mano puesta en la porra. No le dije nada, me quedé allí, mirando fijamente.
—¿Quiere que lo siente yo mismo? —dijo el hombre de pelo gris y cara de niño.
—Váyase a la mierda.
—Corless —dijo una voz que reconocí—. Retírese.
—Pero Teniente...
—Retírese —repitió el detective Suggs.
Se interpuso entre el tipo del uniforme enfadado y yo.
—Váyase a la mierda —le dije de nuevo.
El canoso arremetió contra mí pero se topó con un gancho de izquierda sorprendentemente rápido del desaliñado detective. Corless cayó al suelo, y trató de incorporarse de nuevo, pero no se encontró las piernas. Suggs me tomó del brazo y me condujo por un corredor, por detrás del mesón del sargento, hacia un despacho que tres días atrás había sido un almacén. Sobre la mesa que usaba como escritorio se apilaba una docena de resmas de papel y había una pila de botiquines de primeros auxi—lios de un metro de alta apoyada en la pared. En el suelo había una repisa para armas y un archivador semiabierto, lleno de multas de aparcamiento y otras sanciones de tránsito, que impedía que la puerta se abriese por completo.
Suggs cerró de un portazo.
—¿Qué le pasa, Rawlins? ¿Se ha vuelto loco?
—Sé quién mató a Nola Payne.
—¿Quién?
—Un tío llamado Harold.
—¿Harold qué?
—No sé su apellido. Pero él la mató. Estoy seguro.
—¿Cómo lo sabe?
Le hablé a Suggs de Musa Tamous y Jackie Jay, de cómo me había topado una vez con Harold y visto su carrito lleno con las pert enencias de ella. Le hablé de las notas de loco que había dejado ambas veces en la escena del crimen.
—Nola y el blanco con el que estaba fueron amantes o al menos Harold creyó que lo eran. Sea como sea, la mató por haber permitido que el blanco entrara en su casa.
Decidí dejar fuera del relato a Peter Rhone, a Harley Piedmont y a Juanda. Sabía quién era el asesino, pero si empezaba a mencionar más nombres los policías se desviarían de la ruta. Y no estaba dispuesto a dejar que eso ocurriera.
—¿Cómo sabe usted que Harold estaba en los alrededores? —preguntó
Suggs. Era un buen policía.
—Estaba dando una vuelta —dije—. Sólo para hacerme una idea del lugar. Y vi su choza. Estaba hecha de la misma forma que la última que había visto.
—Siéntese, señor Rawlins —ofreció Suggs.
Quitó una caja llena de archivos de una silla metálica y dio un par de palmadas sobre el cojín para sacudir el polvo. Luego se encaramó sobre otras cajas para llegar a la silla que había detrás del antiguo escritorio de arce.
Yo también me senté.
Los ojos beis de Suggs parecían pedirme algo. Respiró hondo y luego dejó escapar un suspiro.
—No me iré de aquí hasta que haga algo con Harold —le dije—. La última vez que hablé con la policía, aquí mismo, en esta comisaría, me dijeron que estaba loco si creía que un vagabundo podía ser tan buen asesino.
—Le creo —dijo Suggs. No supe qué quería decir con eso. Es decir, sus palabras podían si gnificar que creía que los policías de la comisaría eran capaces de decir cosas semejantes. Pero eso no significaba que creyera mi relato sobre Harold.
Suggs puso una mano sobre una carpeta que contenía unas doscientas hojas de papel.
—Mientras esperaba a que me trajera algún resultado —dijo—, he ocu—pado mi tiempo echando un vistazo a los archivos, a los casos aún abiertos de homicidios de mujeres en ese barrio. Al principio sólo revisé el año anterior, pero ahora ya van siete...
Sólo habían pasado un par de días. Un trabajo así quería decir que Suggs había estado en ello a tiempo completo.
—... y he encontrado algo inquietante —continuó, abriendo la carpeta. En la primera página había mecanografiado, a la izquierda, una larga lista de nombres, y a la derecha, una más corta—. Treinta y siete homicidios sin resolver de mujeres menores de cuarenta años. La mayoría tenían relaciones con hombres violentos. Pero ése no era el caso de seis de ellas, y otras cuatro estaban involucradas con hombres que no tenían ningún historial de violencia. Su Jackie Jay era una de ellas. —Pasó la página y llegó a una hoja escrita a mano—. Las diez mujeres fueron estranguladas, unas cuantas golpeadas y una fue apuñalada después de muerta. Ninguna fue violada. Tampoco creo que Nola Payne haya sido violada. Dos de las mujeres estaban casadas con hombres blancos. Levantó la cara para mirarme y sentí que una puerta se abría en alguna parte. Era como si hubiera permanecido encarcelado tanto tiempo que hubiera olvidado ya la existencia de una salida hacia la libertad. Y ahora que la veía, no sabía exactamente qué debía hacer.
—¿Y todo esto lo encontró sólo revisando los archivos? —pregunté. Suggs asintió—. ¿Quiere decir que alguien podría haberse sentado en el desorden de esta habitación, leído los archivos y descubierto todo esto?
—Sí. —La admisión de los hechos por parte de Suggs arrastraba un gran peso—. Es verdad que soy bastante bueno para estos trabajos, y es por eso que me han asignado este caso. Pero alguien debería haberlo descubierto antes.
—¿Y qué hay de las mujeres asesinadas para las cuales se encontraron culpables? —pregunté—. ¿Qué hay de los hombres inocentes que están en prisión por mujeres que Harold mató?
Melvin no había pensado en ello. Posó la mirada sobre un archivador curtido de la esquina.
—Vamos cosa por cosa —dijo—. Dígame ahora mismo todo lo que sabe sobre este Harold.
Le conté todo lo que sabía. No era mucho. Era más bien bajo y de piel morena. Recordé que se estaba quedando calvo y que los pelos de la barba eran cuando menos medio grises. Cuando lo conocí me pareció de unos cincuenta años, pero pensándolo después concluí que la vida de la calle lo había avejentado prematuramente. Tenía unas manos grandes que parecían un poco hinchadas. Había pasado al menos algunas noches en la prisión de borrachos y llevaba un carrito de supermercado. Su madre estaba viva todavía y vivía en Los Ángeles, hecho que Harold mencionó durante los tres minutos de nuestra única conversación. Nunca me había mirado directamente a los ojos. Suggs tomaba notas mientras yo hablaba y cuando terminé cerró de un golpe su pequeña libreta.
—No es mucho —dijo.
—Lo sé. Me he pasado meses yendo de aquí para allá por Los Ánge—les, buscándolo. Pero ésta es una gran ciudad. Pensé que había emigrado. Pero tengo una esperanza: si su madre está aquí, tal vez él vuelva a verla, o tal vez nunca se haya ido.
—Daré la alerta sobre este Harold —dijo Suggs—. Pero también usted debería ir a buscarlo. ¿Descubrió algo acerca del blanco que se quedó con Nola?
—No.
—Bueno —dijo—, probablemente sea mejor así. A Jordan le importarán poco nuestras teorías acerca de un Jack el Destripador de raza negra. Sí, muy poco. Encontrar al blanco y atarlo como un pavo de Acción de Gracias: ése es el método de Jordan.
26
Suggs me acompañó a la salida de la comisaría. La mitad de los policías de la jefatura salieron para vernos pasar. Si yo hubiera ido solo me habría visto metido en una pelea que nunca hubiera podido ganar. En la puerta se volvió a despedir. Nos dimos la mano. Hacía mucho tiempo que no sentía que un policía blanco estaba de acuerdo conmigo. Lo menos que podía hacer era darle la mano de manera amistosa.
Sentí la urgencia de salir a la calle y buscar a Harold, pero no fui tan ingenuo. Los Ángeles es un lugar inmenso. Cualquiera puede esconderse aquí. Hay muelles y ferrocarriles y tantos callejones que tardaría dos meses en buscar en todos una sola vez. No, adelantaría muy poco dando vueltas por ahí, de manera que me dirigí a casa para ver a mi hermosa familia, mi colcha de retazos. Frenchie, el perrito amarillo, me recibió en la puerta. Gruñó y ladró con desaprobación ante mi presencia.
—Hola —dije, pensando que Bonnie y Feather estarían en la cocina hablando de cosas de chicas y haciendo la cena.
—Hola, Easy —dijo una voz más bien masculina.
Jackson Blue se levantó del confidente.
Jackson tenía la piel muy oscura, era bajo y delgado. Nos conocíamos desde mis viejos tiempos en Houston. Éramos lo que se puede llamar amigos, pero ciertamente no era alguien que me inspirara confianza. Pero es que ni siquiera su propia madre podría confiar en Jackson. Era mentiroso por naturaleza y ladrón desde el día en que por primera vez pudo cerrar la mano alrededor del sonajero de otro bebé. Pero tenía su lado bueno: era de sonrisa fácil, conocía todos los cotilleos de importancia que hubiera a treinta kilómetros a la redonda y tenía un coeficiente intelectual que probablemente igualaba al de los más grandes genios de la historia.
Una de sus cualidades más entrañables era la cobardía combinada con la disposición a involucrarse con los peores criminales que uno pueda imaginar. Siempre andaba mirando hacia atrás o escondido en alguna esquina oscura. Reía con facilidad y yo estaba seguro de que se mantenía tan delgado únicamente para correr más rápido que el iracundo compin—che que lo persiguiera.
—Jackson —dije.
Ahora que estaba de pie, noté que llevaba un traje de franela gris de dos piezas y una camisa blanca, una corbata granate oscuro y gafas de montura gruesa y negra. Traté de adivinar qué le habría llevado a ponerse semejante atuendo. Pero por más que pensara en ello, no encontraba justificación posible.
—¿Te gusta? —preguntó sonriendo, levantando los gemelos y guiñándome un ojo.
—¿Es Halloween? —pregunté señalando el traje.
—Estás hecho un bromista. No. Es un traje de negocios. Soy un hombre de negocios.
—Hola, cariño —dijo Bonnie saliendo de la cocina.
—¡Papi! —gritó Feather, abriéndose paso entre Bonnie y Jackson y estrellándose contra mis piernas. Feather se abrazaba a mi muslo derecho, Bonnie me daba un beso en la mejilla y Jackson se unió al grupo estrechándome la mano. Es uno de los pocos momentos de esa época que recuerdo como pleno y apacible. En ese momento era un hombre rodeado de amor y amistad.
—El tío Jackson dice que hay gente en el Pacífico Sur que tiene dos cabezas —dijo Feather.
—Tal vez si compran en la tienda una cabeza de ajos –le dije. Feather soltó una risita nerviosa y luego empezó a reír hasta caer al suelo. Bonnie la levantó y la besó.
—¿Qué haces aquí, Jackson? —pregunté.
—Cualquiera que necesite ayuda viene a ver a Easy Rawlins —dijo. Tal vez habría debido despedirlo. Ya para entonces tenía dos o tres trabajos de tiempo completo, y todos para despachar durante la semana siguiente. Jackson era tan poco fiable que no merecía especial consideración. Pero nunca he conocido una cabeza como la suya. Y yo iba a neces itar buenas ideas si pensaba en salir en busca de Harold, el asesino de mujeres.
—¿Qué pasa, Jackson?
Bonnie levantó a Feather, le dio vueltas en el aire y se la llevó de regreso a la cocina.
Jackson se sentó en el confidente y yo acerqué una banqueta de dos escalones que Bonnie había comprado para alcanzar a los estantes más altos.
—Se trata de Jewelle —dijo. Se ajustó las gafas al hablar.
—¿Desde cuándo llevas gafas, Blue?
—¿Te gustan? Las he comprado esta semana. En Beverly Hills, en Rodeo Drive.
—¿Miopía? —pregunté.
Jackson sonrió.
—No, hermano. Mi visión es perfecta. Pero cuando se es tan bajo como yo, se necesita tener alguna ventaja sobre todos los locos que van por la calle.
Me dio las gafas y me las probé. Era como mirar por el parabrisas de un coche: no había ninguna diferencia. Se las devolví.
—No lo entiendo. Las gafas te dan aspecto de empollón. ¿Qué ventaja hay?
Jackson volvió a sonreír.
—Sabes que he estado estudiando el lenguaje binario de las máquinas —dijo. Durante un tiempo, Jackson había sido un apasionado de los ordenadores. Se había recluido durante más de un año en un pequeño piso administrado por su amante, Jewelle MacDonald, y allí había estado leyendo acerca del funcionamiento de esas máquinas pensantes. Todo esto lo dije asintiendo.
—Pues bien —dijo él—, hace un tiempo decidí ver si podía conseguir un empleo en un banco o una compañía de seguros ocupándome de sus ordenadores. Conozco los lenguajes de IBM, los llamados BAL y COBOL y FORTRAN. Conozco los bucles y las periferias, y también el JCL. No sabía a qué se refería pero aún así me causaba cierta alegría i nterna saber que un negro de gueto como Jackson podía conocer los secretos de los adinerados negociantes blancos.
—¿Y eso qué tiene que ver con las gafas? —pregunté.
—En estas últimas cinco semanas he estado en varias entrevistas de trabajo —dijo—. Al principio me ponía la camisa azul clara, pero me di cuenta de que un hombre de negocios no debe ir vestido así. Me compré unos Brooks Brothers pero todavía no conseguía trabajo. Al final me di cuenta de que tenía que remediar lo de ser negro.
Ambos reímos. Si había alguien negro en el mundo, era Jackson. Su piel, su acento, la manera de reírse de una broma.
—Me di cuenta —continuó—de que los blancos me tienen miedo aunque sea tan pequeño. Así que me las arreglé para no dar miedo.
—Joder —dije, admirado por la solución inusitadamente sutil—. Te pusiste esas gafas de montura horrible para que la gente del banco pensara que eras un Poindexter.
—Las he probado esta misma tarde —dijo—. Y tres personas me han dicho que me considere contratado.
—Joder, Jackson, joder. Qué bueno eres.
Rara vez elogiaba a Blue, y él sonrió para demostrar gratitud.
—Éste es el favor que necesito —dijo.
—¿No era Jewelle la que necesitaba ayuda?
—Sí... de algún modo.
—Ya veo. ¿Qué estás tramando, Jackson?
—Nada, tío. Lo juro.
—¿Ah, no? Entonces explícamelo.
—¿Conoces ese gran centro comercial que están construyendo cerca de Slauson? —preguntó.
—¿El de Figueroa?
—Ése mismo.
—¿Qué pasa con él?
—El nombre que aparece en los documentos es Bigelow Corporation — dijo—. Pero casi cada centavo viene de JJ. Ella financió el proyecto creyendo que nos haríamos ricos. Tenía cierto sentido que la joven Jewelle y Jackson se hubiesen asociado. Él era un genio técnico y filosófico, mientras ella tenía un talento para la propiedad raíz y las finanzas que me ponía en ridículo. Y a Jewelle no le importaba cuidar de un hombre que era décadas mayor que ella. Ya había estado con Mofass, mi agente inmobiliario. Él tenía bastante más de sesenta años en el momento de su muerte. Y a Jewelle no le producía rechazo que un hombre tuviera una vida dura. Mofass había muerto en un caso de asesinato—suicidio mientras protegía a Jewelle de su tía homicida.
—... así que —decía Jackson—necesito trabajar hasta que JJ se recupere. Tendrá que vender casi todo lo que tiene para mantener los lobos a raya, ¿sabes? La casa del cañón, además de todos de sus edificios. Dice que vendrá a vivir conmigo en Santa Mónica.
—¿Y te parece bien?
—Ella me ha pagado las cuentas durante mucho tiempo, Easy. No importa si me parece bien o no.
Para construir un hombre se necesita a una mujer. Eso es lo que mi primo Rames solía decir. Nunca supe qué quería decir. Hasta ese momento.
—¿Y qué quieres de mí, Jackson?
—¿Recuerdas ese contestador que conecté para el asunto de los números?
—¿Te refieres a esa época en que los gángsters blancos te querían matar? —pregunté—. ¿Te refieres a la razón por la que hoy en día vives en Santa Mónica? ¿Al hecho de intentar que no te encuentren y te peguen un tiro en la nuca?
—Sí, sí —dijo con una mirada asesina—. Quiero poner esa máquina en el teléfono de tu despacho.
—¿Por qué?
—Porque di tu número como referencia. Dije que tu número era el de Máquinas de Oficina Tyler. Dije que os había arreglado las registradoras y los relojes.
Y allí estaba de nuevo. Jackson no habría podido volar en línea recta ni aunque lo arrojaras por un precipicio. Habría podido conseguir un empleo como oficinista o secretario y luego ir ascendiendo lentamente hacia la sala de ordenadores. Pero ése no era su método. Entrar rápidamente, quemado todo y salir corriendo: así lo prefería él.
—Claro —dije—. Con mucho gusto.
Llegué incluso a sonreír.
A Jackson no le agradó. Estaba preparado para contarme un cuento largo y lacrimoso sobre cuánto debíamos ambos a Jewelle y cómo él estaba intentando por fin sentar cabeza y usar su inteligencia. No estaba acostumbrado a que yo aceptara sin discutir.
—¿Qué te pasa, Easy? —preguntó con cautela.
—Cenemos primero —dije—. Luego iremos a poner tu máquina, y tal vez haya algo que puedas hacer por mí.
27
Bonnie y Feather hicieron costillitas asadas con una picante salsa jamaicana. También sirvieron arroz con judías rojas y brócoli con col riz ada, cebollas y tocino. Había pastelillos de maíz para rebañar las salsas, y de postre comimos el favorito de Feather: gelatina de fresa con una copa de helado derretido.
Como la mayoría de los hombres de complexión delgada, Jackson era de buen comer. Repitió de todo, hasta tres veces, y habría seguido comiendo si no lo hubiera sacado a la fuerza de la silla. Me despedí con un beso de mi niña llorona y le pedí a Bonnie que si Jesus llamaba, le dijera que esperaba verlo al día siguiente.
—Ahora sí, Easy, ¿ en qué problema te has metido? —dijo Jackson sin que nos hubiéramos alejado más de una calle de mi casa. Lo habría podido torturar, pero con Harold en la calle no sentí que tuviera tiempo de andarme con evasivas. Le conté la historia entera comenzando por el momento en que ayudé a Musa Tanous a probar que no había matado a la hermosa adolescente Jackie Jay.
—¿Y la policía sólo te ha creído ahora que esta mujer ha sido asesinada? —fue su respuesta.
—Sólo hay uno que me cree —dije—. Si quieres ayudarme, seremos los tres solos.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo, Easy?
—Hablarme, Jackson. Hablarme. Eres una de las pocas personas que puede hablar de la calle conmigo. Quiero decir, el Ratón conoce bien la calle, pero sólo conoce un aspecto.
—Ese aspecto parece el más útil con un tío como Harold —dijo Jackson—. El Ratón sabría qué hacer en una situación así.
—Primero tengo que encontrar al hombre.
Jackson asintió y se recostó en su asiento. Luego se rascó la oreja izquierda con el dedo meñique y supe que estaba concentrando su inteligencia en mi problema. Estaba tan alterado con lo de Harold y los disturbios y la dulce charla con Juanda que no había mucho espacio en mi cabeza para ideas lógicas. Quería usar a Jackson como una especie de arranque inmediato. Llegamos a mi despacho e instalamos su chisme contestador. Era una caja grande que Jackson conectó directamente a la toma. Si entraba una llamada, el aparato contestaba después de tres timbres y emitía un mensaje pregrabado.
Jackson me escribió un pequeño discurso, y yo lo leí sin rastros de Texas ni de Louisiana en la voz. Después puso los pies sobre el borde de un pequeño bote de basura y se agarró la nuca con ambas manos.
—¿Qué opinas de estos disturbios, Easy? —se me adelantó Jackson.
—No lo sé.
—Yo tampoco, la verdad. Yo tampoco. No entiendo cómo hace la gente para salir a la calle y gastar tanta energía cuando lo único que puede uno conseguir es alguna chuchería rasguñada que ni siquiera combina con el color de la alfombra.
—La cosa va más allá —dije—. Hace calor y los blancos llevan toda la vida sentados sobre el cogote de los negros.
—Yo no veo a nadie sentado en mi cogote, Easy. —Jackson miró a su alrededor, indicando que en la habitación sólo estábamos él y yo.
—¿No? ¿Alguna vez te escribieron a la granja de tu madre para pedirte que fueras a la universidad y decirte que les daría mucho gusto correr con los gastos?
—Claro que no.
—¿Te dijeron tus profesores que eras el chico más listo de la clase y que deberías ir a la universidad?
—¿Estás loco, Easy?
—En Sojourner Truth no lo hacen más que dos veces al año. Y tú sabes que eso está mal.
—¿Y cuál es la solución, salir a tirar piedras?
—Tal vez no sea la solución para ti en particular.
—Eso por descontado —dijo Jackson—. Especialmente si me arrestan o me matan.
Todavía podía oler el humo de las calles desde mi despacho.
—Necesito encontrar a este tal Harold —dije—. ¿Se te ocurre algo?
—No me ensuciaré las manos, Easy. Aceptaré este empleo como experto en ordenadores y nunca volveré a pisar las calles.
—Vale —dije—. Tú apúntame en la dirección correcta y dispara. Eso es todo.
Sentí que mi lenguaje regresaba a sus raíces sureñas. Jackson sacaba a la luz la provincia que había en mí.
—Hay un albergue en Manchester, cerca de Avon. ¿Lo conoces?
—Un bungalow gris —dije—, de ventanas cerradas con tablas.
—Ése mismo. Lo lleva un blanco. Su nombre es Bill. Creo que era predicador o cura o algo así, pero recibió la llamada y puso el sitio. Quiere ayudar a la gente que pasa por momentos difíciles. Yo mismo he estado allí unas cuantas veces. Antes de que me recuperara y comenzara...
—A vivir de Jewelle —dije, cortando la historia que Jackson había inventado para dar la impresión de que todo lo había logrado por su cuenta.
—¿Por qué me jodes, Easy? Primero me jodes y luego me pides consejo.
—Perdona —dije—. Adelante.
—Bill es un buen tío. Le gustan los negros y sabe lo que estabas diciendo, lo del pie en el cogote. Quiero decir que el tío es parte del probl ema, pero tiene buenas intenciones.
—¿Qué quiere decir eso de «ser parte del problema» ?
—Como mi médico de antes, que me daba una inyección de penicilina y dos semanas después me volvía a ponerme enfermo —dijo—. Al final, después de un año, fui a la biblioteca médica de la UCLA y me puse a investigar sobre esos antibióticos. Me di cuenta de que el médico nunca me daba suficiente. Así me obligaba a volver. Ese médico no era mejor que un camello cualquiera. La única diferencia con Bill es que él no tiene suficien—te medicina para distribuir. Un tazón de sopa, un sándwich y un catre: eso es todo lo que puede darte. Y tú sabes, Easy, que cuando sólo das medicina suficiente para mantener la enfermedad controlada, la enfermedad regresa, y más fuerte que antes.
—¿Crees entonces que el padre Bill puede saber dónde está
Harold? —pregunté.
—Sí, señor. Ya lo creo que sí. Todos los negros que han pasado malos tragos han ido a la misión del hermano Bill alguna vez. Todos.
—¿Y entonces qué debo hacer?
Jackson sonrió y alzó los hombros.
—Yo no me ensuciaré las manos, Easy —dijo—. Pero esa no quiere decir que tú vayas a salir limpio de esto. En el trayecto de regreso a casa hablamos de la ironía que había en esa especie de rima oculta de las frases «viajes espaciales» y «disturbios raciales». Con este argumento Jackson postuló que había una especie de rigor matemático y poético que producía un equilibrio en los extremos científicos, económicos y sociales.
—No puede haber hombres ricos sin que haya hombres pobres, Easy —dijo—. Uno no puede tener el suelo limpio a menos que tenga dónde poner la basura.
—¿Qué harás si consigues el empleo, Jackson?
—Trabajar.
—No, en serio.
—He cambiado, Easy —dijo el hombre más parecido a un coyote del mundo—. No más mierda, hermano. Haré un nido para Jewelle y lo cubriré con dinero bien ganado.
Me froté el mentón hirsuto y me pregunté si el mundo habría realmente cambiado durante los incendios de los disturbios. Tal vez debía dejar atrás el orden de cosas que siempre había conocido. Eso me hizo sentir inseguro y esperanzado, como el hombre hambriento que se topa con una tienda llena de exquisiteces en la cual no hay nadie. ¿Cuánto alcanzaré a comer antes de que vengan a arrestarme?
28
Jackson me dejó en la acera de casa. Subió a una furgoneta amarilla. Seguro que detrás del hecho de que condujera esa furgoneta había toda una historia, pero no pregunté. Era tarde y Jackson quería llegar a casa y contarle a Jewelle de su nuevo empleo.
Bonnie estaba desnuda sobre las sábanas. Cuando entré, movió la cabeza y soltó un suspiro, pero era evidente que seguía durmiendo.
—¿Mami? —dijo.
—No pasa nada —susurré.
—¿Papi?
—Duerme, duerme.
Me senté a su lado en la cama y le puse la mano en la frente. Me quedé allí, mirando su cuerpo. Bonnie tenía un cuerpo curvilíneo pero delgado, un gran montículo de vello púbico y muslos potentes que se habían fortalecido tras caminar miles de millas en su infancia en la Guayana.
—Los adoro —dijo.
—¿A quiénes?
—A ambos.
Podía estar hablando de los niños pero también de sus padres: creyó que ellos habían entrado cuando entré yo. Pero mi suspicaz imaginación llegó a una conclusión distinta.
—¿A Easy y a Joguye?
—Me quiero ir de pesca —se quejó.
—¿A quiénes? —insistí.
—Podemos montar el pez grande y bajar a los mares y al arrecife de coral.
—¿Quiénes?
—¿Qué? —dijo, aún dormida—. ¿Qué has dicho? —preguntó entonces, y me di cuenta de que se había despertado.
—No quería despertarte —dije.
—¿Qué me has preguntado, Easy? —Se sentó sin cubrirse.
—Hablabas en sueños.
—¿Qué he dicho?
—Algo sobre ir a pescar y los corales del fondo del mar. Bonnie sonrió.
—Son recuerdos de casa —dijo—. Papá me llevaba a pescar pero dejó de hacerla cuando empecé a crecer.
—¿Por qué?
—Porque no quería que me convirtiera en chico, eso me decía. Quise preguntarle si Joguye Cham la había llevado a pescar durante las vacaciones que pasaron en Madagascar. Pero con ella despierta el coraje se me había ido. Me puse de pie y di un par de pasos hacia la puerta.
—¿No vienes a la cama? —preguntó.
—Todavía no.
—¿Qué hora es?
—Es tarde. Vuelve a dormir.
Salí al pequeño salón. Poco después Bonnie me siguió en su batín. Jesus debía estar en casa, porque Bonnie sólo usaba esa prenda para protegerse de sus hambrientos ojos de adolescente.
—¿Quieres un poco de té? —me preguntó.
—Sí.
Estábamos sentados frente a la mesita del salón, bebiendo té con limones de nuestro propio árbol.
Le hablé a Bonnie de Harold y de Suggs y de las mujeres que habían sido asesinadas sin que nadie supiera que había una conexión entre ellas. Me pidió que fuera a la cama pero le dije que se adelantara, que no estaba cansado.
—Pero tienes que dormir —dijo.
—Sólo tengo que morirme y pagar impuestos —repliqué.
Después hablamos de todo tipo de cosas. Sobre cómo parecía que Jesus se estuviera haciendo un hombre sin pasar por las tonterías rocanroleras que ocurrían en las demás casas de la manzana. Hablamos de plátanos en licor y de pasteles de fruta y de cómo Bonnie solía nadar desnuda en el mar.
—Nadaba tan lejos que apenas alcanzaba a ver la costa —dijo—. Lo hacía en verano, cuando hacía calor, y sólo muy lejos de la costa empezaba a enfriarse el agua.
—Nadar en lugar de incendiar —dije.
—Supongo que en ese tiempo éramos más libres —asintió—. En nuestro interior, quiero decir. Vivíamos colonizados, pero nuestro hogar aún nos pertenecía.
—Me hubiera gustado verte allí —dije—. Me hubiera gustado ser un pescador y que te enredaras en mi red. Ahí tienes un buen cuento de peces. Bonnie me besó y luego se giró para recostarse en mi pecho. La abracé pensando en los océanos del sur que la habían rodeado como en ese momento la rodeaban mis brazos.
29
Al amanecer Bonnie y yo fuimos a desayunar a un puesto que quedaba frente a la playa de Santa Mónica. A las seis y cuarto de la mañana no había nadie en la arena. Hablamos de cualquier cosa durante un rato y luego nos subimos los bajos y fuimos a caminar por la orilla. Bonnie era la primera mujer que me había hecho sentir culpable de ser hombre. Me sentía mal cuando pensaba en que el corazón se me aceleraba al ver a Juanda. Tenía aquí a una mujer maravillosa que conocía el mundo desde una perspectiva completamente distinta. Leía en latín y había viajado por el África oriental y por otras partes. Era bella y confiada y nunca había cuestionado mi despacho de locos ni el trabajo que hacía en la frontera entre la policía y el mundo negro de Los Ángeles. Nunca me había pedido que nos casáramos, aunque yo sabía que lo deseaba.
Mientras caminábamos por la arena, decidí no llamar a Juanda. Dejé a Bonnie en casa a las once menos cuarto.
A las once el doctor Drommer me contaba que Geneva había entrado en coma.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Las cejas de aquel hombre debilucho se movían como orugas grandes y peludas sometidas a descargas eléctricas. Movió la cabeza y frunció el ceño.
—No lo sé. Tal vez había alguna afección subyacente que resultó exacerbada por el shock nervioso —dijo—. Le hemos sacado una muestra de sangre y le hemos puesto antibióticos por vía intravenosa. Por ahora no hay nada más que podamos hacer.
Me puso una mano en el hombro brevemente y enseguida se marchó.
Me di cuenta de que Tina Monroe y yo éramos los mejores amigos de la señorita Landry y en realidad no la conocíamos. Geneva Landry era tan sólo una parte de distintos trabajos que cada uno de nosotros estaba llevando a cabo. Pensé en ir a su habitación pero me di cuenta de que no había tiempo para esos lujos.
Mi trabajo era encontrar a Harold.
El refugio de Bill. Las palabras estaban pintadas con espray color naranja sobre la puerta del edificio gris.
Yo había vuelto a mi ropa de trabajo. Llevaba unos zapatos que habrían debido estar ya en la basura, y no llevaba calcetines. Mi barba ya era bien visible. Más zonas de las que hubiera querido crecían blancas. Tenía los ojos rojos y debajo de ellos la piel colgaba como la incipiente carúncula de un pavo. La falta de sueño y de cuidados me hacía perfecto para el plan de Jackson Blue.
La puerta se abrió a una amplia habitación de techos altos. A la izquierda había una mesa con suficiente espacio para acomodar a dos docenas de personas y a la derecha, un escritorio frente a cuatro sofás dispuestos en otras tantas filas. Había un ventilador de tamaño industrial rugiendo desde un poste de la esquina. Pero no paliaba gran cosa el calor.
Había por todas partes sillas y también hombres: negros de todos los tonos y edades y grados de deterioro. A la izquierda del escritorio un grupo de cuatro jugaba una ruidosa partida de dominó mientras varios grupos de dos y tres caminaban de aquí para allá. Un hombre conversaba animadamente consigo mismo junto a la ventana entablada. Incluyéndome a mí y al hombrecito con aire de serpiente sentado tras el escritorio de nogal, había quince personas en la habitación.
El olor era el de quince personas que pasan por un mal momento. Había olores corporales de todo tipo y otros olores que supuestamente debían encubrir o eliminar los primeros.
Iluminaban la habitación ocho o nueve lámparas y un conjunto de luces de neón atadas a cuerdas que colgaban del techo. Esto era debido a que todas las ventanas estaban entabladas. Entre los olores y la desesperanza, la oscuridad y los gritos, sentí como si la habitación tratara de expulsarme. Sentí náuseas y me estremecí ante aquel tumulto. Al llegar frente al escritorio mi disfraz ya había fracasado.
—¿Sí? —dijo el hombrecito sentado tras el escritorio.
—Alguien me ha dicho que podía quedarme aquí –dije sin mirarlo a los ojos.
—¿Quién?
Era un hombre pequeño de piel ocre, con acento de Mississippi y rasgos fundamentalmente caucásicos: una de las mil mezclas raciales producidas por el crisol del sur.
—Un hombre llamado Blue —respondí.
—¿Blue qué?
—Jackson Blue.
El hombre inclinó la cabeza a la izquierda y entrecerró los ojos.
—¿Dónde lo has visto?
—En la Central. Lo conocía de Texas y vestía tan bien que le pedí que me echara una mano.
—¿Y lo hizo?
—No me dio ni un centavo pero me habló de este lugar.
—¿Dónde vive ahora? —preguntó el hombre reptilesco. Al mismo tiempo me percaté de que alguien estaba detrás de mí. Me giré rápidamente y grité:
—¡Quítate de aquí, hijoputa! ¡Largo!
Se me habían acercado dos hombres. Uno era gordo y potente, el otro de constitución mediana. El grande llevaba gabardina impermeable aunque la temperatura fuera probablemente de unos treinta grados. Su amigo vestía camiseta blanca y vaqueros dos tallas demasiado grandes. Ambos dieron un paso largo hacia atrás.
Todas las discusiones y los juegos de la habitación se detuvieron. Era exactamente lo que quería. Necesitaba que me vieran todos los hombres de la habitación y que me tomaran por lo que parecía: un loco pasando por una mala racha y dispuesto a defender sus fronteras.
—¡Ey! —dijo el hombre reptilesco—. Sabéis que no debéis acercaros al escritorio cuando estoy hablando con un candidato.
Se dirigía a los que yo había asustado.
—Y tú —me dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Willy —dije—. Willy Mofass.
A medida que me hago mayor me doy cuenta de que comienzo a usar los nombres de amigos muertos para encubrir mis trabajos clandestinos. Lo hago en parte porque así me resulta fácil recordar los nombres y en parte para mantenerlos vivos, al menos en mi cabeza.
—Bien, Willy —dijo el hombre—. Tendrás sopa y pan para cenar y un lugar donde dormir por veinticinco centavos.
—Si no tengo un centavo, mucho menos tengo veinticinco —dije—. Blue dijo que este lugar era gratis.
—No hay nada gratis en la vida, hermano Willy. Nada de eso. Hay que pagar. Pero podemos darte un plazo de un día o dos. Pero hay que pagar a la banca si quieres quedarte más tiempo.
—¿Y dónde coño vaya conseguir veinticinco centavos al día? Si los tuviera ahora mismo me compraría una botella de vino y me iría a meterme en una caja de cartón cerca de Metro High. Conocía el trazado de Los Ángeles. Sabía adónde iban a dormir los vagabundos para que no los molestaran.
—Billy te ayudará a conseguir trabajo —dijo el hombrecito—. Pero recuerda. Nada de vino aquí. Nada de licores ni de mujeres tampoco. Éste es un refugio de hombres cristianos. Un lugar limpio.
Mientras decía esto una cucaracha color marrón claro pasó corriendo por el escritorio. El bicho era rápido pero el guardián lo era más. La aplastó con tanta fuerza que lo único que quedó para identificarla fue un par de patas y un ala temblorosa.
30
Acampé en el extremo más lejano del sofá más alejado del escritorio. El hombre reptilesco, llamado Lewis, estaba tal vez demasiado interesado en el paradero de Jackson. Así que me quedé allí y me puse a leer los diarios.
El Gemini 5 estaba listo para despegar. La oferta de los rusos permitía que hubiera esperanzas de paz en Vietnam. Pero la noticia principal eran los disturbios y las relaciones raciales a lo largo y ancho del país. Las noticias eran alimento para los temores de Gerald Jordan. En Hayneville, Alabama, agentes del orden locales habían disparado contra un cura católico y un estudiante de seminario. Parece que intentaban impedir la segregación en una tienda del pueblo. Lyndon Baines Johnson declaraba que los alborotadores de las calles de Los Ángeles no eran diferentes de los jinetes del Ku Klux Klan. Dos personas más habían muerto, de manera que el número oficial de muertes ascendía a treinta y cinco. Martin Luther King, en un comunicado hecho antes de irse de Los Ángeles, dijo que no veía entre nuestros políticos electos el tipo de liderazgo creat ivo y sensible necesario para resolver los problemas que habían causado los disturbios.
Incluso Martin Luther King se daba por vencido en la búsqueda de una solución no violenta.
—Hola, tío —dijo alguien.
Levanté la vista y me encontré con un joven alto de ojos claros y sonrisa amable excepto por un diente negro y roto.
—Hola —repuse.
Se sentó en mi sofá, a unos tres palmos de distancia, me miró de arriba abajo y preguntó:
—¿De dónde eres?
—Galveston.
En cierto sentido era verdad: yo era de muchos lugares. Batan Rouge, Nueva Iberia, Nueva Orleans, Houston, Galveston y varias ciudades más. Había estado en África, Italia, Francia y Alemania durante la guerra. Y en cada uno de esos lugares, alguien me había disparado.
—¿Conoces a un tal Tiny?
—Conozco a un montón de Tinys: un tío, otro tío, una mujer, y uno que no se sabe muy bien lo que es.
El joven volvió a sonreír.
—¿Lees? —preguntó. Asentí y doblé el periódico sobre mis piernas—. Yo quiero leer.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir con «por qué» ? Tú lees, ¿no es verdad, negro?
—En un instante el hombrecito afable estaba dispuesto a pelearse.
—Sólo te he preguntado por qué, hombre —dije—. La gente siempre tiene una razón para hacer lo que hace, y yo colecciono razones, eso es todo.
—¿Las coleccionas?
—Sí. Si alguien me dice que va a la iglesia yo le pregunto por qué. Quiero saber si van porque aman al Señor o porque tienen miedo del infierno. Si alguien me dice que le gusta Estados Unidos le pregunto por qué. Mira, una vez conocía una mujer que amaba tanto a un hombre que haría cualquier cosa por él. Pero el hombre le pegaba cada sábado por la noche. Cuando le pregunté por qué lo amaba, me dijo: «Porque me regala flores cada domingo. O casi.»
Cuando terminé con la explicación el hombre ya se había apaciguado.
—Negro loco —dijo.
—¿Conoces a un tío que se llama Harold? —le pregunté enseguida—. Bajo, más bien ancho de hombros. Tiene las manos gordas. El joven negó con la cabeza.
—No. ¿Tienes dos dólares?
—Tengo medio paquete de Lucky Strike. ¿Quieres uno?
Fumamos durante un rato y otros dos hombres se nos acercaron. Con su piel color carbón y sus ojos inyectados de sangre, parecían hermanos. Ambos tenían largas cabelleras, apelmazadas por el polvo.
—Mickey —me dijo uno de los hombres.
—Terry —dijo el otro.
Nos dimos la mano y les pasé unos cigarrillos. Fumamos y hablamos de las calles. Mentí. Ellos mintieron. Todos reímos. Y poco a poco me acostumbré al calor y a la luz eléctrica, al olor y a la desesperanza. A eso de las seis, tres negros —un joven, un viejo y uno intermedio—vestidos con pantalones blancos y limpios y camisetas blancas aparecieron cargando tazones de peltre abollado que acomodaron a lo largo de la mesa grande. También sacaron cubiertos de acero y vasos de plástico azul y verde. Los residentes apenas habían comenzado a levantarse y a moverse hacia la mesa cuando una puerta se abrió detrás del escritorio de Lewis y apareció un hombre grande y blanco.
Era muy gordo. Tanto que tenía los ojos casi cerrados por el peso de la carne alrededor. Después de evaluar su grosor me di cuenta de que también era muy alto. Más alto que yo, y yo mido uno ochenta y cinco, o al menos eso medía cuando entré en el ejército. Según dicen, uno se va encogiendo por culpa de los años de preocupaciones.
Parecía que el gordo no hubiera tenido una sola preocupación en la vida.
—¡Hola, Bill! —gritó Lewis.
Diez o doce de los residentes se hicieron eco del saludo del reptil. Bill sonrió. Llevaba una chaqueta verde y pantalones negros. Sus zapatos me hicieron pensar en el guante de un receptor de béisbol, y llevaba un bastón cuya punta nunca tocaba el suelo. Tenía unas manos enormes con los dedos del tamaño de los brazos de un bebé. El pelo denso y marrón sólo le cubría los costados de la cabeza, y su coronilla emergía del matorral como una almena o una luna. Aquella masa caucásica me fascinó como había fascinado mi piel negra a ciertos niños blancos de Alemania.
Tal vez el hombre sintió mi mirada. Giró la cabeza hacia mí y avanzó a pasos largos hacia mi sofá. Me levanté para saludarlo, en parte por respeto y en parte por miedo.
—Bill —dijo, presentándose.
—Willy –dije, pero estaba tan impresionado que casi dije Easy.
—¿Diminutivo de William? —preguntó.
—Sí, señor.
—También el mío. Tú y yo tenemos el mismo nombre. Pensé que nadie en el mundo podía mejorar un nombre como él. Habría podido ser el Emperador Bill, Bill el Conquistador, Bill el Magnífico. Si bien Bill resultó ser importante para mis investigaciones, su efecto sobre mí tenía que ver con otras cosas. Tenía todo el carisma del Ratón en un contenedor adecuado a su grandeza. Un gigante que dominaba todo lo que veía, que era consciente de todo lo que sucedía en su mundo. Est aba seguro de que el saludo que le había dado Lewis era moneda corriente en la vida de Bill. Inspiraba respeto sin solicitarlo, ni tan siquiera deseado. Yo había pasado uno o dos minutos en su presencia y ya había olvidado que se trataba de un hombre blanco.
—¿Mala racha, Willy? —preguntó.
—No lo sé —dije—. Supongo que muchos otros lo pasan peor. Y sin embargo, me gustaría tener donde dormir.
—Hecho —dijo—. Ven, siéntate conmigo.
Seguí al gordo hasta una silla junto a la mesa y me senté a su izquierda. Lewis se sentó en la silla de la derecha y luego tomaron asiento los demás. Los hombres de blanco trajeron una gran sopera y fueron sirviendo cucharadas de un cocido de patatas con carne de res, de cordero y de pollo. También ponían sándwiches de queso al pasar. La comida era buena. Muy buena. Comí con gusto, dándome cuenta de que no había comido ni dormido demasiado desde que el detective Suggs me había reclutado para el Departamento de Policía de Los Ángeles.
—¿De dónde eres, Willy? —preguntó Bill.
—Galveston —recordé—. De la zona de los muelles.
—Nunca he estado ahí —dijo—. ¿Qué te parece este lugar?
—¿Los Ángeles?
—No. El refugio.
—Nos haría bien tener algo así —dije—. Era mejor ser pobre en el sur, ¿sabes? Allí podías al menos ir al campo y encontrar un granero para dormir, y podías pescar o algo. Aquí la gente no tiene problema en mirar cómo te mueres de hambre.
—Amén —dijo Bill, y no pareció forzado—. ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad?
—Llevo años entrando y saliendo de Los Ángeles —dije—. Pero por alguna razón no logro reunir suficiente pasta para poner algo en marcha. Pero no me he dado por vencido.
Después de esto, Bill atendió a sus demás huéspedes. Habló con todo el mundo, aun con el hombre que sólo hablaba consigo mismo. Su nombre era Roderick, y cuando Bill le preguntó cómo estaba, Roderick dijo:
—Hay alguien aquí que quiere saber cómo estás, Rod. —Y luego respondió—: Bastante bien, porque ahora mantienen a los médicos a raya y no dejan que me pongan inyecciones en los ojos.
Eso me hizo pensar en Geneva y Geneva me hizo pensar en Nola Payne. Antes de que me diera cuenta, Harold ocupaba mis pensamientos. La cena duró unos tres cuartos de hora. No quise ser demasiado obvio acerca de Harold porque alguien podría ponerle sobre aviso. Así que me limité a comer y a maravillarme ante Bill, Rey del Refugio.
31
Iba caminando por una nevera de carne vestido tan sólo con una camiseta y unos pantalones de algodón. Las reses eran mujeres negras que colgaban de los ganchos. Las reconocía a todas, pero no podía recordar el nombre de ninguna. Mujeres que había conocido de Texas a California, amantes o colegas, vecinas o amigas. Estaban desnudas y endurecidas, más allá de toda esperanza de un cielo o una vida después de la muerte. Colgaban en filas infinitas y me vino la idea de que tal vez me encontrara en el infierno. No había demasiada luz pero se podía ver. Y mientras siguiera caminando, pensé, no me congelaría. En ese momento me tope con Nola Payne. El pelo rojizo le cubría los ojos. Me detuve aunque sabía que corría el riesgo de congelarme. Estuve a punto de quitarle el pelo de la cara pero comprendí que si tocaba alguna de aquellas mujeres muertas, Él se daría cuenta de mi presencia. Me di la vuelta y vi a Bonnie y a Juanda, colgando de los ganchos la una junto a la otra. Las dos estaban como acalambradas y tenían una expresión incómoda, parecía como si las hubieran congelado en lugares demasiado pequeños para ellas. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas cristalinas y alargué la mano... En el momento en que toqué a Bonnie, una mano pesada me cayó sobre el hombro. La mano me dio la vuelta y allí estaba Bill, Rey del Averno.
—No toques mi cena, Easy —proclamó. Grité y me levanté de un salto del catre donde me había dormido. Sentía como si el corazón me hubiera crecido hasta quedar dos tallas más grande que el pecho. Y la desesperación que sentía estaba más allá de cualquier cosa que hubiera imaginado excepto cuando era niño y mi madre murió mientras yo estaba dormido. La habitación olía a dieciséis hombres pasando por una mala racha. Había ronquidos y pedos y suspiros y oscuridad. Sabía dónde estaba, pero durante un instante no pude recordar cómo había llegado allí. Poco a poco lo recordé.
Después de la cena estuve un rato hablando con Lewis. Me preguntó por Jackson Blue desde todos los ángulos que se le ocurrieron. ¿Hacía cuánto que lo conocía yo? ¿En qué negocio estaba metido? ¿Adónde se dirigía? E incluso: ¿cómo iba vestido?
Me di cuenta de que la gente que perseguía a Jackson debió de haber puesto una recompensa sobre la guarida del Coyote Carbón. Traté de encubrirlo lo mejor posible. Dije que lo veía de vez en cuando en Compton, que estaba involucrado con un falsificador que imprimía en Los Ángeles pero distribuía su producto en Frisco y en Las Vegas. Pero sólo eran rumores, añadí. También dije que Jackson llevaba los trajes extravagantes de Carnaby Street, zapatos de plataforma y pantalones de pata de elefante, camisas arrugadas y una pluma en el sombrero. Después me retiré al catre del dormitorio, donde pasé unos minutos fingiendo dormir.
Cuando me desperté, ya era demasiado tarde.
Me levanté y me moví a través del laberinto de hombres dormidos hacia una franja de luz que delataba la puerta.
—¿Ves a ese hombre, Rod?
—Ajá, sí. Lo veo.
—¿Adónde irá, me pregunto?
—Eso no te incumbe. No te metas en lo que no te importa. La conversación de Roderick consigo mismo me hizo sonreír. No estaba loco, sólo era evidente y ruidoso. También yo habría tenido esos pensamientos si hubiera visto a alguien pasar junto a mi catre en aquella habitación Oscura y desesperanzada.
La puerta que había detrás del escritorio de Lewis estaba abierta, y el interruptor quedaba a la izquierda. El archivador estaba recostado junto a otra ventana entablada. Estaba cerrado, pero eso no importaba. Me había llevado una cuchara de acero de la mesa, y el candado cedió con poca presión.
Comencé por el archivo de residentes de 1964. Había ciento ochenta y tres hojas de entrada, llenas por ambos lados, cada lado correspondiente a una noche. Pasé las hojas con la mirada en la esquina superior i zquierda, buscando la letra H. Encontré varios Henrys y menos entradas con el nombre de Hank. Harvey tenía mayor presencia de lo que hubiera pensado. Howard era el nombre más común, y Hudie, Hildebrandt y Hy tenían una hoja por cabeza. Había seis Harolds. Brown, Smith, Smith, Lakely, Ostenberg y Bryant.
Estaba copiando el último nombre cuando sentí la brisa en la nuca. De inmediato la temperatura bajó hasta llegar a la que hacía en la nevera de mis sueños. Supe antes de darme la vuelta que era Bill, no Lewis, quien me observaba.
Llevaba una bata de toalla blanca de un tamaño imposible y parecía más alto y más ancho que antes.
—Hola, Hill —dije, casi sin titubear.
—¿Qué haces aquí, Willy?
—Busco nombres.
—¿Para qué?
—Busco a un hombre y tenía la esperanza de que hubiera pasado una o dos noches con vosotros.
Lo que me asustó fue la calma que Bill demostraba. Tenía toda la certidumbre del poderoso predador que observa a su presa.
—No guardo dinero aquí, Willy —dijo.
Le entregué la lista que había garabateado. Sólo había escrito los apellidos.
Echó una mirada a la lista y me dijo:
—Me has mentido, ¿no es cierto Willy?
No respondí porque no sabía a qué mentira se refería.
—Esta letra —dijo—no es la de un hombre que no puede arreglárselas en la vida. Le he dicho a Lewis que se fije en la manera en que firman los hombres. No lo entiende pero apuesto a que tú sí.
—Asesinó a dos mujeres —dije.
—¿Quién?
—El hombre que busco.
—¿Y crees que alguna vez pasó la noche aquí?
—Estoy seguro —dije—. Es exactamente el tipo de persona que necesita un lugar como éste de vez en cuando. Si llueve demasiado durante demasiado tiempo, o si se encuentra demasiado enfermo para conseguirse una comida por la fuerza.
Yo llevaba una pequeña pistola en el bolsillo, además de la carta de Gerald Jordan. No quería matar a nadie, pero sabía que si Bill perdía el control mi única defensa sería el homicidio.
Arrugó la lista con la mano.
—Largo de aquí, Willy —dijo—. No sé quién eres ni qué buscas en realidad, pero mis chicos tienen derecho a su vida privada. No te ayudaré. Estaba de pie frente a la puerta.
Al darse cuenta de que no me movería hasta que él lo hiciera, dio un paso a un lado. Pasé rápidamente a su lado, y, con igual rapidez, él me siguió hasta llegar a la puerta principal del refugio. Salí y me di la vuelta,
—Lo siento, Bill —dije—. Sé que es muy bueno lo que haces aquí, y no quería causarte ningún problema.
Creo que sonrió brevemente antes de cerrar la puerta. Eso me hizo preguntarme si era consciente de que yo había memorizado los nombres de la lista, lo cual haría su gesto aún más mecánico de lo que era en realidad. Pensé en ello todo el tiempo, mientras caminaba por las calles de la madrugada, esas calles oscuras y desiertas. Harold se ocultaba en alguna parte. Pero pronto lo encontraría. Pensé que ese hombre no sobreviviría a nuestro segundo encuentro.
32
Los Ángeles es una ciudad desértica. No crecen plantas, excepto ba—jo riego y a regañadientes. La tierra es dura y amarilla y el sol brilla más de trescientos días al año. No llueve mucho y no hay nada de nieve. La gente viene a refugiarse de la obligatoriedad de las estaciones. Hablan del clima como si se tratara de su caldero de oro personal. Vienen por la luz y la calidez del sol, van en rebaño a las playas, programan barbacoas. Los Ángeles es una ciudad de béisbol y fútbol americano, de croquet y de golf. Está orientada hacia el calor del sol. Y cuando llega la noche, la gente se recoge en sus camas y sueña con la mañana y la promesa de la luz.
Los Ángeles no es una ciudad para noctámbulos. Aquí se viene por las amplias superficies y las vistas, pero para pagarlas la mayoría de la gente trabaja tan duro que la noche no es más que un momento de descanso. Quienes por fin entienden que el buen clima sólo significa que se puede trabajar aún más duro suelen desilusionarse. Después escogen entre regresar a su lugar de origen o retirarse a vivir en las sombras. Esta gente necesita una vida nocturna. Y donde hay una necesidad, siempre hay una oferta.
Stud's All Night Holiday era una de ellas. Era un bungalow construido para albergar una escuela, pero hubo en su momento una disputa de propiedad y una demanda y el ayuntamiento acabó por echarse atrás. No sé cómo lo hizo Ronette Lee para conseguir este alquiler pero por las noches, desde que se ponía el sol hasta que volvía a salir, convertía aquella aspirante a escuela en un bar/café/restaurante.
Quedaba en una calle lateral, pero los policías sabían de su existencia. Sabían de su existencia, pero no la fastidiaban, porque Ronette satisfacía las necesidades de la gente en busca de un descanso... y además daba buenas propinas.
El aula tenía una docena de mesas redondas y un bar. Detrás del bar había una puerta que llevaba a otro salón en el cual la hija de Ronette, Maxine, hacía cocidos y estofados. Las dos mujeres no se llevaban bien. La razón era que Ronette odiaba a los hombres, y Maxine en cambio era insaciable. Y éste era tan sólo el comienzo de la discordia. A Maxine no le gustaba el sabor de la sal, de manera que Ronette criticaba su comida. Ronette quería regresar a Saint Louis, pero Maxine detestaba el frío. Nunca las escuché hacerse un comentario amable, pero era rara la vez que no estaban juntas. A las cuatro de la mañana había tal vez una docena de almas en Stud's. Al entrar saludé desde lejos a Ronette y pedí café con un gesto. Para otra persona, el gesto podría haber significado cerveza. Pero Ronett e sabía que yo había dejado el alcohol.
Benita Flag estaba sola y desgraciada en una mesa pequeña. Los hombros se le caían y su pelo era un desastre.
Cuando levantó la cara me di cuenta de que las lágrimas le habían corrido el maquillaje.
La tristeza es como un faro para mí. Es por eso que frecuentaba aquel local nocturno.
—Hola, Benny —dije, acercando una silla a su mesa.
—¿Lo ha visto?
—Sí.
—¿Está bien? —preguntó. Su voz se elevaba ya hacia niveles de histeria. Me percaté de que el bienestar del Ratón le interesaba de verdad.
—Sí —dije—. Está perfectamente. Ya sabes, revueltas sociales son una gran oportunidad mercantil. Y Raymond es definitivamente lo que uno llamaría un oportunista. —Sonreí, y ella al menos lo intentó—. Sabes lo que te quiero decir, ¿no.
—¿Qué?
—El Ratón es como una tormenta al final de un día de calor. Si no te parte un rayo, la lluvia te refrescará. Te hace volver a la vida. Benita sonrió y respiró hondo.
—Sí —dijo—. Así es Raymond.
—Pero las tormentas como ésta pasan y se van, Benny. Y cuando se han ido, se han ido. Es decir, aunque vuelva a caer sobre ti, será para volver a irse.
Benita me miraba fijamente a la cara. Esa intensidad trajo por un momento la belleza que yo había conocido.
—Pero lo amo, Easy. Llegó a mi vida y yo ni siquiera sabía que se podía sentir eso por otra persona. Cuando sale hacia la tienda me pongo ansiosa hasta que vuelve. Cuando pronuncia mi nombre en medio de una conversación siento algo tan fuerte que me marea.
¿Qué podía responder a aquello? La mujer estaba enamorada o algo así. Y fuera lo que fuera, sería un error quitárselo.
—¿Tienes parientes fuera de la ciudad? —pregunté.
—Una prima en San Diego.
—Tal vez dentro de unos días deberías ir a visitada. Tal vez te haga bien un poco de mar.
Ronette llegó en ese momento a la mesa.
—Easy —dijo, dejando mi café, y a Benny—: Chica, no te sentaría mal ir al lavabo y arreglarte la cara.
Ronette era de complexión sólida y del color del bronce deslustrado. Su pelo liso se le arremolinaba en la cabeza como un tornado enano y puesto cabeza abajo.
—Busco a un tal Harold —le dije a Ronette.
—Qué curioso. Parece que buscaras a una Helen.
Benita se tocaba la cara para ver si debía hacer caso de la sugerencia de Ronette.
—El apellido —dije, ignorando su broma—puede ser Lakely, Ostenberg o Bryant.
—Decidí dejar Brown y Smith de lado. Me concentré en los nombres menos comunes, esperando que alguno de ellos fuera el de ese hombre.
—Disculpad —dijo Benita.
Se puso de pie y fue al lavabo.
—Suena a blanco —dijo Ronette.
—No es ni una mujer ni un blanco —repliqué—. ¿Has oído estos nombres?
—No, Easy. No conozco a ningún Harold. A ninguno negro, por lo menos.
—Sabes bien que todos tenemos nombres de blanco —dije.
—¿Qué dices?
—Nuestros nombres. Ninguno es africano.
—Por eso siempre andas con mala cara, Easy —dijo.
—No te entiendo.
—Te pasas el día estudiando algo hasta que ya ni se parece a lo que era antes. Por eso estás siempre triste.
No lo podía negar. Ronette tenía razón.
Ronette vio en mi silencio una victoria. Resopló y sonrió y regresó a pasos largos a su bar. La observé. Para ser una mujer de cuarenta años, tenía buena figura. Le gustaba ser mirada por los hombres y también por las mujeres. Era sólo que no le interesaban sus opiniones. Cuando Benita volvió a la mesa parecía otra mujer. Había en ella un atractivo de tienda, desde las pestañas postizas a las uñas rojas corno un coche de bomberos.
Se sentó y comenzó a hablarme corno si nunca en su vida hubiera oído hablar de Raymond, como si nunca nadie le hubiera roto el corazón. Me preguntó por mi trabajo en Sojourner Truth y por mis hijos. Me lo contó todo sobre su abuelo, descendiente de los jefes de una tribu Seminole de los alrededores de Florida. Habló hasta que comenzó a clarear. Cuando dije que debía irme me pidió que la llevara.
Cuando llegamos frente a su puerta, en San Pedro, me pidió que entrara con ella. Estaba pasando por un momento de fragilidad, y por alguna razón me sentí responsable de las fecharías románticas de Raymond. Al entrar me hizo otra taza de café. Quería que le diera un beso como consuelo por sus problemas pero le sugerí que primero se diera una ducha.
Le preparé la bañera con el agua muy caliente. Entró llevando una bata rosa. Antes de que pudiera salir del baño, dejó que la prenda cayera al suelo. Supe por qué el Ratón la había deseado alguna vez y cerré la puerta.
Benita tenía una casa muy pequeña. No tenía más que dos habitaciones y un hornillo. Y las habitaciones eran muy pequeñas. El teléfono estaba sobre una pequeña mesa triangular de tres patas. Debajo había una guía.
Sólo el apellido Smith ocupaba siete páginas. Los Brown tenían una página más una columna.
Lakely y Ostenberg tenían cinco entradas por cabeza y Bryant ocupaba poco más de un tercio de columna. Estudié el libro anotando números hasta que el sol brilló con fuerza. Entonces eché una mirada en el baño.
Benita estaba profundamente dormida, roncando y soñando con el amor verdadero.
33
Me marché antes de que Benita se despertara. Así podría verme todavía con buenos ojos, sin tener que enfrentarse al intento ebrio y fracasado de seducir al mejor amigo de su amante. Necesitaba hablar con el detective Suggs, pero con la luz del día y tan pocas horas de sueño en el Refugio de Bill, supe que después de la disputa del día anterior sería mejor que no me pasara por la 77. Así que busqué una cabina telefónica en Hooper y llamé como cualquier ciudadano de a pie.
—Comisaría de Policía 77 —dijo una operadora.
—El detective Suggs.
—¿Quiénes?
—Ezekiel Rawlins.
—¿Por qué llama?
—Él me ha llamado —dije, para evitar otro choque sangriento con el departamento—. Así que no lo sé.
La operadora titubeó pero enseguida conectó la clavija en el tablero.
—Suggs.
—Necesito que hablemos, detective.
—¿Tiene algo nuevo?
—Suficiente para que hablemos.
— Tráigamelo —dijo.
—No. Quedemos en mi despacho. Estaré allí a las nueve. Después de esto, colgué. No pude evitarlo. La carta que llevaba en el bolsillo me daba, por primera vez en la vida, verdadero poder. No estaba obligado a responder ante Suggs, pero quería algo más todavía. Quería que él respondiera ante mí.
Pasé por la Zapatería Steinman antes de subir al despacho. La puerta estaba entablada y en el tablón central había un letrero que decía CERRADO POR DAÑOS. Decidí que lo llamaría pronto para averiguar si necesitaba algo. Me di cuenta en ese instante de que ese trabajo secundario de intercambiar favores se había vuelto más geográfico que racial. Me sentía responsable de Theodore porque él vivía en mi barrio de adopción, no debido al color de su piel. Mi despacho era reconfortante a la vista. El escritorio sin lujos, las estanterías llenas de libros de tapa dura que había comprado en la librería de Paris Minton, la Florence Avenue. Él me había enseñado por primera vez la profundidad y la amplitud de la literatura negra americana. Siempre había sabido que teníamos una literatura propia, pero Paris me enseñó docenas de novelas y libros de no ficción cuya existencia yo ignoraba. Comencé a leer un ejemplar de Banjo, de Claude McKay, que le había comprado a Paris unas semanas antes. Era una bella edición, naranja con siluetas negras de músicos de jazz y mujeres y nadadores en los muelles de Marsella. En esa época era un hallazgo extraño: un libro sobre gente de varios colores que se reúne en costas extranjeras. El dialecto que usaba McKay era demasiado rural para mi gusto, pero podía reconocer las palabras y sus inflexiones. En la primera página, justo debajo del título, había una frasecita: Relato sin trama. Creo que eso es lo que más me gustaba del libro. Después de todo, ¿no era así como vivía la gran mayoría de mis conocidos? Pasábamos de un día al siguiente sin ninguna dirección ni meta. Nos limitábamos a terminar el día rezando para que hubiera otro después. Aun en los mejores tiempos, eso era lo mejor que se podía esperar.
Los golpes en la puerta fueron suaves, casi femeninos, pero supe que se trataba de Suggs.
—Adelante.
Llevaba un traje negro. Uno sabe que la cosa no va bien cuando sobre una tela negra se alcanzan a ver las arrugas. La camisa blanca parecía ladeada, incluso con la corbata roja, y hoy Suggs llevaba además sombrero. Uno verde, con una pluma amarilla en la cinta.
—No tenía que ponerse elegante para venir a verme —dije. Llevaba una bolsa de papel blanco en una mano y un maletín en la otra. Se acercó a la silla para los visitantes y se sentó con esfuerzo. Supe, por su postura exhausta, que había dormido tan poco como yo.
—Café y rosquillas —dijo, poniendo la bolsa sobre el escritorio. Otro momento trascendental en mi vida que asocio con los disturbios: un policía, un funcionario de la ciudad, trayéndome café y pastas. Si hubiera bajado a la peluquería del barrio y les hubiera contado el cuento a los chicos, se me habrían reído en la cara.
Tomé el café y una rosquilla rellena de cerezas. Y entonces le conté una versión corregida de mi visita al refugio de Bill.
—¿Cómo es que está tan seguro de que nuestro Harold es uno de los que pasó la noche allí?
—No lo estoy —dije—. Pero hay que empezar en alguna parte. El de Bill es el tipo de lugar que admitiría a un loco como Harold sin hacerse responsable de nada. No tratan de venderte nada ni de cambiarte. Cama y cena, eso es todo: el lugar perfecto para nuestro hombre. He pensado que usted podría investigar a los Smith y los Jones y yo me concentraré en los demás.
Suggs me miró fijamente con esos ojos de acuarela. Dominaba la expresión de manual de policía: la mirada que no revela nada.
—Podría haber hasta veintiuna —dijo.
—¿Veintiuna qué?
—Mujeres.
Me vi de regreso en el congelador del matadero, rodeado de mujeres asesinadas en la flor de la vida; mujeres negras que compartían momentos de amor con un hombre blanco y luego pagaban el más alto precio por traicionar el estricto sentido de la moral de Harold. Apreté la mandíbula con tanta fuerza que hubiera podido romperme un diente.
Suggs abrió el maletín y me dio un fajo de informes de una sola página.
Cada página contenía dos fotografías de una mujer negra: una en vida y la otra muerta.
—Casi todos los cuerpos yacían sobre la espalda —decía Suggs—. Un par de ellas no estaban muertas cuando el hombre las dejó. Eso explica las posiciones curiosas en que estaban a veces.
—¿Cree que son todas cosa de él? —pregunté.
—Tal vez no todas —dijo Suggs—. Pero es probable que otras se me hayan escapado. Es una lástima. Los detectives de Homicidios deberían haberse dado cuenta. De verdad que lo siento, señor Rawlins, lo siento mucho.
Una disculpa. Una semana antes, habría significado algo para mí. Pero en este momento apenas podía mirar a Suggs a los ojos. Temía que su expresión apenada sacara a relucir la rabia y la impotencia que sentía. Así que preferí mantener la mirada baja y la boca cerrada. Después de unos minutos la silla chirrió contra el suelo y los pasos se alejaron. Mi puerta se cerró finalmente, y me quedé a solas con las mujeres muertas.
Suggs había hecho un buen trabajo. Había leído las fichas y escrito a máquina un informe resumido que había grapado al dorso de cada ficha. Phyllis Hart tenía treinta y tres años cuando murió estrangulada en el patio de su tía un catorce de julio.
Muchas de las mujeres habían conocido a hombres blancos. Todas, tal vez. Suggs había llamado a algunos familiares para conseguir detalles. Incluso les preguntó si en la calle vivía un hombre llamado Harold. Tres de las personas habían visto a un vagabundo en los alrededores. Solvé Jackson fue asesinada en su propia cama. Su novio, Terry McGee, fue arrestado por el crimen. Tenía coartada y testigos que confirmaron su paradero en el momento del crimen, pero aun así fue condenado. Leí acerca de aquellas mujeres muertas hasta que conocí todos los detalles del informe de Suggs.
Después de un rato noté que el casete de la grabadora de Jackson se había movido. Moví el interruptor a «rewind» y luego a «play».
—Hola —dijo una voz masculina—. Soy Conrad Hale, del Banco Cross County Fidelity. El nombre de su empresa nos fue dado como referencia por el señor Jackson Blue. ¿Podría usted devolvernos la llamada tan pronto como le sea posible? Estamos pensando en contratar al señor Blue para un puesto de alta responsabilidad y tenemos dudas acerca de su historia laboral con su empresa. Hoy es sábado, así que tal vez no oiga usted este mensaje hasta el lunes por la mañana. Pero por si lo oye antes, le daré también el número de mi casa. Estamos ansiosos por comenzar con el señor Blue. Quisiéramos ponerlo a trabajar lo antes posible. Había una llamada similar de parte de Seguros de Automóviles Leighton, pero no habían dejado un teléfono privado.
Me di cuenta de que no estaba seguro de si debía dar una falsa recomendación por Blue. No me sentía bien haciéndolo. Necesitaba su ayuda, y por eso dije que lo haría, pero aun así no me gustaba. Ahora, con esa pila de mujeres negras asesinadas sobre mi escritorio, me sentía distinto. A nadie le importaban. Le había dicho a la policía lo que sospechaba sobre la muerte de Jackie Jay. Estoy seguro de que, con tantas mujeres muertas, hubo otras denuncias. Pero los moradores de Watts vivían bajo la ley del silencio. No éramos muy distintos de las piezas de un tablero. Marqué el número del banquero. Contestó después del primer timbre.
—Conrad Hale.
—Señor Hale —dije—, soy Eugene Nelson, de Máquinas de Oficina Tyler. Espero que no sea problema que lo llame un domingo.
—Para nada, señor Nelson. Debo contratar a diez hombres para el laboratorio de ensamblaje, y su señor Blue es la tercera persona entre t odos los entrevistados que ha pasado el examen de la IBM. Mi voz carecía de todo acento reconocible. Mis palabras eran como un envoltorio sencillo que cubriera una mentira de tres kilos. Jackson era un niño prodigio de las máquinas, le dije a Hale. Era capaz de entender cualquier máquina y sus mecanismos internos. Era capaz de manejar información confidencial. Era el empleado más fiable que había tenido jamás.
El lunes, si era necesario, haría mis mentiras extensivas a Seguros de Automóviles Leighton.
Me alegraba tener a Jackson en el interior de ese mundo que había ignorado a las mujeres de mi escritorio. Si hubiera podido, habría puesto al Ratón en la Casa Blanca.
34
Llamaron otra vez a la puerta.
Me pregunté si Suggs habría encontrado otras veintiuna mujeres muertas. Tal vez habría también niños y ancianos y reverendos. Tal vez habría bajo la ciudad toda una fábrica de la muerte. Hombres y mujeres negros eran arrojados sobre púas giratorias que los cortaban en pedacitos y luego dejaban caer los pedacitos en tanques de ácido. Tal vez alguien vendía nuestra sangre y usaba nuestros dientes y nuestros huesos para hacer marfil.
—Señor Rawlins —dijo Juanda, asomándose al despacho por la puerta semiabierta—. ¿Puedo pasar?
Me puse de pie y cerré la puerta tras ella.
Llevaba un vestido rosado que le llegaba tan sólo a medio muslo. Me acerqué a ella y ella a mí. La abracé tan fuerte como abrazaba a mi madre cuando tenía seis años y ella aún vivía. Es posible que nos besáramos, pero la verdad es que no lo recuerdo.
—Está llorando —dijo. No me había dado cuenta.
De alguna manera acabé sentado en el escritorio. Juanda estaba de pie junto a mí, abrazándome como la joven madre que anhelaba ser. Cesaron las lágrimas, pero la rabia seguía muy viva en mi interior.
—¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —le pregunté.
—Por la guía —dijo simplemente—. Necesitaba verlo.
—¿Hay alguien persiguiéndote?
—No —dijo—. Yo lo persigo a usted.
Respiré hondo. El corazón me latía con fuerza y tenía una erección que Juanda veía seguramente en mis pantalones. La cabeza me iba de aquí para allá, sintonizando como un receptor de radio todos mis sentimientos y todas mis obligaciones. Quería acostarme con aquella hermosa mujer. Allí mismo, sobre la mesa, sin prolegómenos ni simulaciones. Quería ser tan tosco como ella, quería sacar de un rugido la furia de mi cuerpo.
Pero eso dirigió el sintonizador de mi radio a Harold. Era Harold quien dominaba mi mente, convirtiéndome en su igual.
—Amo a mi novia, Juanda —dije.
—No pasa nada. No me importa.
Aparté sus brazos de mi cuello al tiempo que me ponía de pie. Bajé las manos hasta sus codos, y la conduje a la silla donde el detective Suggs acababa de estar.
—Ya no soy tan joven, cariño —le dije—. Si me fuera contigo a la cama tendría que renunciar a algo.
—No le estoy pidiendo que lo haga.
—Pero lo haría —dije—. Sabes que sí. Por eso has venido. Puedes leerme como si fuera un manual para niños. Dejó escapar una sonrisa y se recostó con el hombro sobre mí.
—Por eso me gusta —dijo—. Es tan inteligente... Apuesto que ha leído todos los libros que hay en esa estantería.
—Sí —le dije—. Casi todos.
Regresé a mi silla. Juanda cruzó las piernas y el corazón me dio un vuelco. En ese momento necesitaba tanto a una mujer que me habría excitado verla metiéndose un dedo en la nariz.
—¿Conoces a un tío que vivía en una caseta de cartón en un terreno baldío de Grape?
—Claro —dijo—. Harold.
—Mató a Nola Payne y a muchas otras mujeres.
—¿Qué?
—La mató. Lleva años matando a mujeres negras. Cada vez que una negra se relaciona con lo que Harold considera un hombre blanco, la mata.
—No.
—Sí.
Juanda había aprendido de una larga tradición de fuertes mujeres negras a endurecer la expresión incluso cuando reía. Pero el crimen que mencioné eliminó toda estrategia. Juanda descruzó las piernas y se enderezó sobre la silla.
—¿Es verdad lo que me dice?
—¿Puedes decirme algo sobre él?
—No. No sé nada. Nunca pasamos de los buenos días. ¿De verdad mató a Nola?
—Sí.
—¿Y cómo lo sabe? Nadie ha dicho que esté muerta.
—Mira, Juanda. Esto es un asunto muy serio. Harold es un tío peli—groso. No quiero que andes por ahí hablando del tema, porque si él se entera y se da cuenta de que lo has descubierto te matará sin pensarlo dos veces. ¿Me oyes?
—Ajá. Sí.
—Es un asesino y yo voy a eliminarlo.
—¿Nola está muerta?
—Sí. Su tía Geneva la encontró y llamó a la policía. Pensaron que había sido un blanco, así que me pidieron ayuda porque no podían trabajar bien en medio de los disturbios. Pero no fue el blanco. Fue Harold. Durante años ha asesinado a mujeres negras en este lugar.
—¿Y por qué no lo han detenido?
—Porque a nadie le importa el asesinato de una mujer negra —dije con brusquedad—. Tú no le importas a nadie, cariño. Alguien podría cortarte el cuelo y arrojarte al río, y si un policía te ve flotando, ni siquiera te sacará, para no mojarse los zapatos.
Sentí una satisfacción viciosa hablándole a Juanda de esa forma tan hiriente. No era correcto, pero me sentía lleno de ira.
—¿Puede llevarme a casa, señor Rawlins?
—Claro que sí —dije—. Y también te voy a dar mi número. Si tienes miedo o averiguas algo, llámame. Ahora tengo un contestador y recibiré el mensaje.
Caminamos hasta el coche y la llevé a su casa.
En el trayecto, no me habló de sus parientes ni de los acontecimientos de su vida. Se me acercó y recostó la cabeza en mi hombro. Creo que en toda mi vida nunca he querido estar con una mujer tanto como aquella vez. Quería limpiar con la lengua las lágrimas que corrían por su rostro.
35
Volví al despacho después de dejar a Juanda en casa de su tía. A medio camino había decidido que no quería estar en el barrio donde había vivido Harold. Nos besamos antes de que se bajara, pero no fue más que una manera de confortarla. Juanda tenía miedo.
Sabía que al advertirle a Juanda corría el riesgo de que la gente comenzara a hablar de Harold y él se escondiera, pero no tenía opción. Juanda era una mujer, y había un asesino de mujeres en su barrio. Ningún secreto valía más que su vida.
Tanya Bryant, Bill Bryant, Joseph, Martin, JaneAnn, Penelope y Felicia vivían todos en barrios de color. Los llamé y pregunté por Harold. Nadie conocía a un Harold que tuviera su mismo apellido. Al menos, nadie quiso admitirlo. Había dos H. Bryant en la lista. Harvey y Helena. De los Lakely de la guía, sólo Tom Lakely vivía en una comunidad negra. Pero nunca me cogió el teléfono.
En el área de SouthCentral no había ningún Ostenberg.
Sabía que Harold no tenía teléfono, pero sí que tenía parientes. Traté de pensar en Harold. Sólo habíamos hablado unos segundos el día en que estuve husmeando por el barrio de Jackie Jay. Me contó que tení a la gripe, habló de la policía, que lo había arrestado. Habló de Jackie. Dijo que al principio no sabía quién era, pero luego... luego dijo que el nombre de su madre comenzaba por J. ¿Cómo se llamaba?
Ese año yo había cumplido los cuarenta y cinco y mi memoria, aunque todavía era bastante buena, había comenzado a olvidar ciertos det alles. Los nombres de parientes y amigos de mucho tiempo atrás se desvanecían lentamente. Los números y las secuencias se confundían. Recordaba que el maloliente Harold me había dicho que el nombre de Jackie comenzaba por J, igual que el de su madre. Y ese nombre era... era... Terminé por decidir que no importaba. Ya tenía la primera letra. Eso tendría que bastarme.
Saqué la guía y comencé con las listas de los Brown. Llamé a todas las J del barrio. La mayoría de veces me contestaron las Jane y los Joe. Hubo una Jeanette, una Julia, un Jules y un Jay. Una mujer contestó y le pregunté si tenía un hijo llamado Harold.
—No, señor —dijo—. ¿Está usted seguro de que dijo que su madre se llamaba Jocelyn Brown?
¡Jocelyn!
—Si, señora —dije—. Muchas gracias, señora.
Me pasé el resto de la tarde revisando los Smith. Llamé hasta que la yema de mi dedo índice me dolió de tanto marcar.
Tomé un par de notas sobre algunas personas que sonaban cautelosas, pero ninguna parecía ser muy prometedora. En una ocasión, después de que colgara, el teléfono sonó.
—¿Hola?
—Hola, amor —dijo Bonnie—. ¿Sigues buscando a ese hombre?
—Ajá.
—Llevo horas tratando de llamar, pero siempre está comunicando.
—Creo que he averiguado el apellido del asesino —dije—. He estado llamando por teléfono todo el día, tratando de dar con el rastro de mi chico Harold. —¿Necesitas ayuda?
Yo nací tan pobre como se puede nacer en Estados Unidos. Sin agua corriente, sin calefacción, y, si estábamos de suerte, la única carne que comíamos una o dos veces por semana era de entrañas. Sólo a los dieci séis años, cuando ya llevaba siete manteniéndome, pude comprarme una prenda de ropa nueva. En el fondo siempre pensaba que podía volver a ese hogar, pero ya no me sentía pobre. El ofrecimiento de Bonnie y el abrazo de Juanda eran regalos que muchos hombres ricos no recibirían jamás. El amor de las mujeres negras me salvaba. Harold no viviría para ver el año de 1966.
—Pues sólo he llamado a los barrios negros —dije—. He pensado que la madre del tipo viviría por ahí. Pero tal vez estén en el valle o alrededor de Santa Mónica. Tal vez podrías encargarte de esos números.
—Claro —dijo alegremente.
—No des tu nombre ni nada —dije—. No debes sonar como si hubiera algún problema.
—Vale.
Le di los apellidos y el nombre de Jocelyn. Respiró hondo y me dijo que me quería.
Colgué preguntándome cuánto más duraría aquella vida perfecta. El teléfono volvió a sonar.
—¿Han llamado, Easy? —me preguntó incluso antes de que pudiera decir hola.
—Sí, Jackson, ya lo creo que han llamado. Y espero que te comportes bien con esta gente y con Jewelle.
—¿Qué han dicho, tío?
—Sólo he hablado con el banquero —dije—. Me había dejado su número particular. Me ha dicho que quería contratarte para un puesto de responsabilidad. Le he dicho que eras fiable y bueno. Espero que no me hagas quedar como un mentiroso.
—Oye, Easy, esta gente ni siquiera te conoce. No estás arriesgando tu buen nombre.
—Es exactamente así, tío. Es exactamente así.
—Vale, pues no te preocupes, hermano. Me conozco esas máquinas mejor que los que las hicieron, y eso que ni siquiera las he visto. A pesar de todos sus errores, Jackson no sufría de falso orgullo. Si decía que era bueno para algo, lo más probable es que fuera el mejor. Y si decía que era el mejor, más les valía a los maestros buscar dónde esconderse.
—Tengo algo para ti, Easy —dijo.
—¿Qué es?
—Un chico que se llama Harold. Es maniático y muy malo y ha estado viviendo en las calles desde que perdió su empleo en 1956.
—¿Dónde?
—Se ha estado hospedando en una misión de Imperial Highway. Sirven dos comidas al día y dejan quedarse a la gente siempre que no causen problemas.
—¿Has conseguido el apellido de Harold?
—Brown —dijo—. Harold Brown.
Contuve el aliento. Mi suerte era algo increíble. No tenía más que sentarme al escritorio y todos mis deseos —sexo o amor o información—entraban a raudales por el teléfono o la puerta.
—No lo entiendo, Jackson. ¿Dónde has encontrado todo esto?
—Hurgando, tío. Hurgando. Tú cuidas de mí, Easy. Más me vale que te vayan bien las cosas.
—¿A quién le has preguntado?
—No puedo revelar mis secretos, Easy.
—No es momento para juegos, Jackson.
—Hay una chica negra que trabaja para el Congreso de Iglesias Bautistas Negras —dijo—. Hace un tiempo yo le gustaba. La llamé y le pregunté si sabía cómo podía comunicarme con un vagabundo. Le dije que el hijo del vagabundo acababa de morir. Ya sabes cómo se altera una mujer cuando le cuentas la muerte de un hijo. En cualquier caso, me dio una lista de misiones y llamé hasta encontrar a un hombre que satisficiera tus necesidades.
—¿Te dijeron quién era?
—Les conté un cuento, Easy. Tú no eres el único capaz de hacerlo. Les dije que uno de los suyos, un hombretón llamado Harold, había encontrado mi cartera y me la había devuelto con todo el dinero dentro. Dije que quería recompensarlo. Con una historia de éxito como ésa, estaban dispuestos a dejarme pasar la noche con una de las hermanas. Casi podía escuchar su sonrisa.
—Eres un buen hombre, Jackson —dije—. Eres un pillo, pero un buen hombre.
36
S el Refugio para Hombres de la Comunidad de Watt hubiera quedado en terrenos de una escuela, habría sido el gimnasio. Era una espacio amplio y vacío como un hangar de avión, y tenía los suelos de pino. Las paredes tenían diez metros de alto y las únicas ventanas se alineaban junto al techo. En un lado había filas de catres de lienzo y en el otro, filas de mesas flanqueadas por bancas. Debía haber cinco docenas de hombres en el lugar. El olor a mayonesa y a sudor era abrumador.
—¿Le puedo ayudar? —preguntó un joven.
Era negro poco tenía el pelo liso, no alisado. Sus palabras eran claras y bien articuladas pero había un cierto dejo de español en alguna parte.
—Busco a Harold Brown —dije.
El joven, esbelto y bien arreglado, dudó un instante.
Supe en ese momento que tendría problemas para encontrar mi presa.
—Esto no es un hotel, señor —dijo—. La gente viene a buscar techo y comida. Aquí no se reciben visitas.
—Es muy importante que hable con Harold Brown —dije—. Extremadamente importante.
—Un pie lacerado o una infección respiratoria —dijo—. Ésas son las cosas que importan aquí. Una noche de buen sueño: es eso lo que intent amos conseguir. Miré la multitud de negros y morenos. Probablemente, algunos se habían quedado sin techo a causa de los disturbios, pero la mayoría eran habitantes permanentes de las calles de Los Ángeles, San Diego, San Francisco y cualquier otra parada en la línea. Sus ropas tendían al gris, no importaba de qué color hubieran sido originalmente, y tenían los hombros inclinados hacia delante por el casi metafórico peso de la pobreza.
—De manera que usted no quiere ayudarme —le pregunte al estirado portero.
—Lo haría si necesitara un lugar donde pasar la noche —dijo. Pero ya era tarde para eso.
Di dos pasos adelante, pasando junto al escritorio.
—Señor —dijo, levantándose.
Lo ignoré y seguí caminando hacia la pandilla de almas perdidas.
—Bernard, Teddy —dijo el joven.
A mi izquierda, dos negros musculosos se enderezaron. Llevaban improvisados uniformes hechos de camisetas amarillas y pantalones negros. Eran grandes y jóvenes, pero aun así consideré la posibilidad de enfrentarme a ellos. Tal vez si hubieran estado más cerca me habría lanzado contra ellos. Pero estaban a diez pasos de distancia. Para cuando había dado seis pasos más, el sentido común ya me había comenzado a funcionar.
—Vale —le dije a uno—. Me voy. Salí por la puerta principal a Imperial Highway. Estaba furioso conmigo mismo. Si alguien le decía a Harold que lo estaba buscando, escaparía y jamás lo encontraríamos. Había una cabina telefónica al otro lado de la calle. Decidí llamar a Suggs y esperar en la entrada, rezando por que no hubiera una puerta trasera que Harold pudiera usar. Durante un instante pensé en llamar a Raymond y pedirle que vigilara la puerta trasera. Pero no era tan tonto como para poner a la policía y al Ratón en el mismo trabajo. Si Raymond decidía matar a Harold, probablemente se llevaría por delante a algunos policías.
—Oiga, señor —dijo alguien—. Señor.
Era un hombre pequeño. Más pequeño que Jackson Blue y de piel más clara que el Ratón. Era joven y encorvado. Llevaba un mono azul manchado y en los pies, que podían haber sido los de un hombre de sesenta años, llevaba unas chanclas de goma amarilla.
—¿Qué?
—¿Busca a Harold Brown?
—Ajá. ¿Lo conoces?
—Sí, señor. Ya lo creo que sí.
Necesito hablar con él. ¿Podrías llevarme a él? —pregunté. Quería estar a solas con Harold. Quería destrozado antes de entregado a la policía. Quería darle una patada cuando estuviera en el suelo.
—Puedo decirle que tengo un poco de vino y que nos encontremos en el callejón que hay al otro lado de la misión —sugirió el hombrecito. Señaló y yo saqué un billete de cinco dólares. Lo doblé y lo partí en dos por el doblez.
—Te doy la mitad de lo que te pagaré por él —dije—. Lleva a Harold al callejón y te daré el resto.
El repulsivo hombre cito cogió el trozo de billete y se alejó a pasos veloces, con los talones golpeando contra la goma amarilla. Cuando desapareció tras la puerta principal de la misión me dirigí a la entrada del callejón, a la izquierda del edificio. Encendí un cigarrillo y observé la ciudad desde aquél lugar. Los guetos de Los Ángeles eran distintos de cualquier otro barrio negro que hubiera visto antes. Las avenidas y los bulevares eran amplios y estaban bien pavimentados. Incluso en las calles más pobres había casas con jardín y agua corriente para mantener el césped verde. Había palmeras casi en cada manzana, y una línea de coches privados corría junto a las aceras residenciales. Todas las casas tenían electricidad con la que ver y gas natural con el que cocinar. En todas las casas había televisores, radios, lavadoras y secadoras. La pobreza tomaba un nuevo cariz en Los Ángeles. Quien observara desde el exterior podría pensar que se trataba de una comunidad pujante económicamente. Pero aquella gente seguía acorralada, excluida, mal representada en todo, desde el Congreso a las pantallas de cine, de los clubes campestres a las universidades. Pero había otra diferencia. Los efectos de los disturbios estaban empezando a desaparecer. La vida se transformaba en lo que sería normal después de que se hubieran quemado las tiendas. La gente iba al t rabajo. La policía y la Guardia Nacional estaban menos presentes. La dispersa revolución de los negros, destinada a derrocar la opresión de la América blanca, había acabado, o al menos eso parecía. La gente hablaba y reía en las esquinas, mientras los empresarios, o al menos algunos, regresaban a sus tiendas.
—¡Oye! —gritó alguien.
Me di la vuelta y vi al hombre escuálido que me había prometido traer a Harold. Estaba lejos, en el otro extremo del callejón, junto a un gran contenedor verde.
Caminé hacia él, sin miedo. Estaba seguro de que se habría inventado alguna mentira para explicar que había tratado de encontrar a Harold pero no había podido. Sabía, sin embargo, que el bueno del señor Brown estaría de vuelta más tarde, y si yo le daba la otra mitad de los cinco dólares, con gusto me proporcionaría la cita.
Yo había pasado en la calle más tiempo del que había vivido en cualquier casa. Sabía cómo funcionaba todo. Las cosas ocurrían siguiendo un orden natural. No me importaba hacerle el juego.
Pero a medida que me acercaba a mi informante, el hombre echaba miradas a su izquierda, hacia un espacio que había entre dos edificios. Mi paso se ralentizó. Tal vez el astuto hombrecito me había visto como objetivo, como alguien a quien asaltar. Lo más inteligente habría sido darme la vuelta. Pero estaba demasiado enfadado para eso. Los vagabundos no roban a los ciudadanos, me dije. Les piden o tal vez los engatusan, pero no atracan a la gente común y corriente.
Cuando estuve a tres pasos del hombrecito, alguien salió del espacio. Era un hombre de gran tamaño. No tan grande como Bill, pero lo suficiente para ponerme en inferioridad.
—¿Me buscas a mí, hijoputa? —dijo el negro inmenso.
¿Qué podía decirle?
Dio un paso adelante para agarrarme.
Yo di un paso atrás. No lo hice con suficiente rapidez. Sentí sus dedos sobre el pecho como bastones de acero. Renuncié a correr y me incliné hacia delante, poniendo todo el peso de mi cuerpo en un golpe a la mandíbula.
Soy también fuerte y de buen tamaño. El hombre sintió mi golpe. Incluso dio medio paso hacia atrás. Sacudió la cabeza. Deseé que aquello fuera el comienzo de una caída, pero el hombre me agarró de nuevo. Me levantó, algo que no había sentido en muchos años. Antes de que pudiera darme cuenta, me encontré volando hacia la grieta de la cual había salido el hombre. Habría podido volar hasta las colinas si no hubiera sido por la pared de ladrillo que se interpuso.
Buena parte del dolor se concentraba en mis pulmones, pero había suficiente para mi cuello, mi cabeza y mi columna vertebral. Caí al suelo y rodé hacia un lado, lo cual estuvo bien, porque así el pie del hombre me pasó a pocos centímetros de la cabeza.
Me puse de pie. Nunca sabré cómo logré hacerlo. Me enderecé justo a tiempo para recibir un revés que me lanzó todavía más alto. Choqué de nuevo contra la pared y me agaché de manera instintiva. El instinto resultó correcto. El hombre no me dio en la cabeza, pero su golpe me llegó al cuerpo. Caí de rodillas y puse las manos al frente. Cuando trató de darme una patada, tal como supe que haría, lo agarré por el tobillo y me incorporé, levantando las manos con fuerza y empujando de manera que King Kong cayera al suelo.
El hombrecito que me había traído saltaba de un lado al otro, cotorreando acerca de algo. No logré entender lo que decía. El dolor que sentía era tan intenso que ninguna otra sensación podía interferir. El grandote estaba caído de espaldas, luego se había apoyado en un codo, luego ya se había levantado, trastabillando. Y mientras tanto yo respiraba con bocanadas cortas y trabajosas apoyado en la pared, deseoso de salir corriendo pero incapaz de encontrar las fuerzas para hacerlo.
—Mátalo, Harold —gritó el hombrecito.
Me alegró entender sus palabras. Pero aquél no era mi Harold. Era sólo un Harold grande y feo, hecho de lingotes de hierro fundidos en alguna bañera. Harold lanzó un puño y me golpeó en el hombro. Di un salto hacia delante como si me lanzara de un trampolín. Llevaba los brazos abiertos y apunté con la cabeza a la nariz del grandote.
Sentí la colisión en las fosas nasales, caí hacia un lado y fui a dar al suelo. Cuando miré hacia arriba vi a Harold flotar sobre mí. La nariz le sangraba a raudales y en su rostro había una expresión de maldad. Me puse de rodillas con dificultad y me arrastré. Sabía que no podía escapar, pero al menos debía intentarlo. Tenía que encontrar al Harold correcto y hacerle lo que este Harold me había hecho a mí.
Avancé unos quince metros y me giré para ver cómo progresaba el hombre.
El grandote me miró y se tambaleó. Al final cayó de espaldas, levantando una nube de polvo. El hombre cito todavía gritaba. Esta vez tampoco logré entender lo que decía. Me levanté y me alejé tambaleándome. Llegué al coche y me dejé caer sobre el capó. El sol incesante había recalentado el metal. Nadie vino a salvarme de quedar frito en ese lugar. Después de un rato comencé a sudar profusamente. De alguna manera eso me dio la fuerza para levantarme, abrir la puerta y encender el coche. Me alejé de allí preguntándome si conducía por el lado derecho de la calzada y si el Harold equivocado me había hecho daño suficiente para quitarme la vida.
37
No sé cómo iba conduciendo, pero a lo largo del camino escuché la estridencia de varias bocinas. Había recorrido un par de kilómetros cuando me di cuenta de que no sabía adónde me dirigía. El Harold equivocado me había herido en lo más hondo, como decía la gente joven en esa época. Yo me tambaleaba en el asiento, conduciendo como si el coche fuera un bote. No pude evitar reír, aun a pesar del dolor. Hay tantos jóvenes que salen a la calle a buscar pelea. Hablan de cómo le dieron una paliza a algún idiota que los insultó. Pero les bastaba una pelea con un hombre como el Harold equivocado para que todas sus heroicas nociones de pel eas callejeras fueran a dar a la basura. Yo no había derrotado al feo aquel. Simplemente evité que me golpeara hasta matarme. Había salvado la vida, pero tendría dolores y moretones que me recordarían mi error durante al menos un mes. No había nada glorioso en dejarse vapulear como una muñeca de trapo y recibir golpes tan fuertes que su sabor me había quedado en la boca. No sabía qué hacer. No podía usar el teléfono ni ir a hacer preguntas. Tenía un gran moratón sobre el ojo izquierdo y el labio inferior también se me había hinchado. Llegué a Compton, a la calle Tucker. Era un callejón sin salida, y allí donde debía continuar el camino había un grupo de aguacates. Giré para salir de la vía y aparqué debajo de dos árboles de hojas oscuras. Abrí la puerta y allí estaba ella. Alta y de piel oscura, apuesta y dueña de destellos de belleza que habían sobrevivido a una juventud gloriosa, Mama Jo era como un mito africano vuelto a la vida en el Nuevo Mundo, donde nadie creería en ella a menos que sintiera su magia.
—Me preguntaba cuándo te pasarías por aquí —dijo en una voz profunda que no era del todo masculina pero tampoco femenina.
—Es un milagro que lo haya logrado —dije.
Abrí la puerta y alargué los brazos. Mama Jo tiró de mí hasta ponerme de pie. Luego me sirvió de apoyo, ayudándome a navegar entre los árboles hasta que llegamos a su cabaña.
Mama Jo siempre vivía en lugares ocultos. Criaba armadillos y comía exquisiteces como lagarto y carne de tiburón. Hacía medicinas y pociones para negros pobres y supersticiosos y si uno quería, podía incluso leerle el porvenir.
Nunca quise que me leyera el futuro, pero ella me decía que no lo haría ni aunque se lo pidiera.
—Una persona como tú no debería saber lo que le espera —me decía—. No serviría de nada, y tienes demasiadas cosas en qué pensar para distraerte pensando en ello. Me llevó a rastras a la única habitación de su casa y me colocó en un colchón sobre el suelo. En ese momento Jo tenía más de sesenta años. Pero conservaba la chispa responsable de que en mi adolescencia le hubiera hecho el amor. A veces todavía me pregunto qué habría sucedido si me hubiera quedado aquí, con ella, tal como me pidió. La observé sentarse frente a su larga mesa de roble y mezclar polvillos en un tazón de madera.
—Jo —dije.
—Descansa, cariño —me dijo acallándome.
Era un día cálido, pero en casa de Jo el ambiente era fresco, cubierta como estaba por una docena de árboles. Y estaba parcialmente sumergida en la tierra. El suelo quedaba cuando menos dos metros por debajo del nivel exterior.
Allí dentro estaba oscuro, además. El cavernoso espacio estaba iluminado por velas y lámparas. Sobre la mesa de Jo había un estante que contenía varios cráneos animales. Uno de ellos era humano, el de su primer amante y padre de su hijo. Ambos hombres se llamaban Domaque. Jo era una mujer de gran poderío y sabiduría: era, según la definición que hubiera dado cualquier persona en cualquier época, una bruja. Cogió una botella sucia y verde y vació un líquido verdoso en el tazón de madera. Me levantó la cabeza para que me lo bebiera y lo hice. Fuera lo que fuera, sabía que si ella me lo daba, me haría bien. Lo sabía porque Jo me había salvado la vida en una ocasión, y en otra había conseguido, literalmente, que el Ratón volviera de entre los muertos. Después de beberme el brebaje las cosas se pusieron un poco borrosas, y de alguna manera lograron ser viscosas y terrosas al mismo tiempo. Recuerdo que Jo me ponía cataplasmas en la cabeza y la boca. Me pareció ver, sobre una rama que había detrás de la mujer, un gran pájaro negro que abría las alas.
—¡Easy Rawlins! —escuché que su hijo deforme anunciaba, según era su costumbre cada vez que me veía.
El techo desapareció lentamente. Arriba había diez mil estrellas sobre un fondo negro. El aire que me entraba por la nariz era frío y cortante y yo era la única persona en todo el mundo, a salvo por fin de los dolores del amor, de los dolores del odio.
Los acontecimientos de las dos semanas anteriores —los disturbios, la muerte de Nola Payne, la persecución de Harold el asesino de mujeres, y los recuerdos que Juanda despertaba en mí—se unieron de repente y me hicieron girar como un pájaro atado a una roca. Daba vueltas y vueltas en el cielo, viendo trozos de todo, fuera de control.
Y luego acabé por estrellarme. El dolor de la pelea fue insoportable durante un instante, luego ya no sentí nada, luego perdí la conciencia.
—Ya puedes levantarte, cariño —dijo Jo.
—Hola, Easy —exclamó el hijo jorobado.
—Hola, Dom. ¿Qué tal?
—Hola, Easy —dijo el Ratón. No podía verlo desde donde estaba, pero era él.
Un gran pájaro negro soltó un grito y extendió las alas.
—Un cuervo —dijo ella—. Es un cuervo. Habla y todo. Me hace compañía.
—¿Quién te ha hecho esto, Easy? —dijo el Ratón.
Estaba a mi lado. Sólo verlo me hacía sonreír.
Llevaba un traje gris verdoso de dos piezas con camisa negra y una corbata compuesta de todos los tonos de amarillo imaginables. Sus zapatos estaban hechos de piel de lagarto.
—¿El pobre Howard te ha hecho esos zapatos?
—Sí. Tú sabes, Howard tiene a sus primos trayendo pieles de lagarto de los pantanos. Los vende por cuatrocientos dólares el par. Howard era un conocido nuestro, un cajún de piel oscura de Louisiana. Vivía en las zonas salvajes de los alrededores de Los Ángeles porque era fugitivo de la justicia de Lousiana. Había matado a un blanco, así que su única opción era huir.
—¿Puedes responder a mi pregunta?
—Ha sido un malentendido, eso es todo, Ray. No es para ponerse furioso.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —me preguntó Jo. Siempre había tenido debilidad por mí. Aún podía notarlo en el tono de su voz.
—Bien —dije—. Muy bien. Ya no me duele nada.
De nuevo me sentí como un chico del campo, incluso en mi manera de hablar.
Me pasó un espejo y me di cuenta de que la hinchazón de la cara había desaparecido. Los tés y los cataplasmas de esta mujer no tenían nada que envidiar a las medicinas que prescribía la mayoría de médicos.
—Tienes que andar con cuidado, cariño —dijo—. El cuerpo de un hombre no se recupera muy rápido pasados los cuarenta, sabes.
—¿Quieres ir de pesca, Easy? —gritó Domaque.
Me giré hacia el hijo de Jo, poderoso y torcido. Casi todo su cuerpo era grande y deforme. Sus fosas nasales no funcionaban bien, de manera que la boca se le abría y enseñaba unos dientes torcidos y unas encías rojas. Tenía los brazos y las piernas de una longitud desigual y su cabeza, a pesar de la inteligencia, se aferraba a toda la inocencia de la niñez. La primera vez que uno lo veía, era para asustarse, pero al conocerlo uno sentía que se encontraba frente a uno de los mejores seres humanos de la tierra.
—No, Dom. Debo ir de cacería primero. Pero mi chico, Jesus, se ha hecho un bote, ¿sabes?
—¿En serio?
—Sí. Flota y va adonde Jesus le ordena. Apuesto a que podría llevarnos a pescar. El regocijo que vi en la cara de aquel niño—adulto me brindó uno de los primeros momentos de felicidad que había tenido desde que comenzaron los disturbios.
—Debo irme —dije.
Me puse de pie. Estaba totalmente vestido, excepto por los calcetines y los zapatos, que Jo me había quitado. Mientras me ataba los cordones dijo:
—Toma, Easy, bebe esto.
Y me alargó una nubosa botella de cuarzo.
—¿Qué es?
—Es lo que necesitas, cariño. Si vas a llevar tu cuerpo de vuelta a la calle, más te vale llevar un poquito de levanta—muertos. Me bebí el líquido de un sorbo. No había alcohol en él, pero pegaba fuerte de todas formas.
—Asegúrate de estar en cama en seis horas, cariño —dijo.
—No te olvides de lo de Jesus —dijo Dom.
—Voy contigo, Easy —dijo el Ratón—. Cuando Jo me llamó, LaMarque me trajo hasta aquí. Y necesitaba el coche para impresionar a no sé qué chica. Mientras caminábamos entre los árboles de Jo, el elixir comenzó a hacer efecto. En ese momento me sentí como si pudiera correr una carrera de veinte kilómetros.
38
—¿Has hablado con Benita? —me preguntó Raymond después de seis manzanas de trayecto.
No sabía qué me había dado Jo, pero sentía la sangre bombeando en mis venas. Estaba completamente despierto y listo para cualquier cosa: incluso la amenaza implícita en el tono de Raymond.
—Sí —dije, confiado—. Hablé con ella.
—¿Para qué?
—Yo iba buscando a mi chico, a Harold. Y nos encontramos en Stud's.
—¿Qué te dijo?
—Que te quiere, que te echa de menos, que le rompiste el corazón.
—¿Y luego qué?
Acerqué el coche a la acera, me detuve y di un tirón al freno de mano.
—La llevé a casa —le dije—. Luego leí la guía telefónica mientras ella se quedaba dormida en la bañera. Después me marché. ¿Quieres sacar conclusiones de todo esto?
Los ojos grises de Ray parecían relampaguear mientras me miraba. Era un hombre bajo. Y ése era el error más grande que cometían quienes se enfrentaban a él. Creían que un hombre pequeño debía derrumbarse inevitablemente ante uno más grande. No sabían que el Ratón tenía la fuerza de un hombre dos veces más grande. Pero no era eso lo que lo hacía peligroso. El Ratón era rápido y era un asesino. Un asesino que no lo pensaba dos veces ni sentía el menor remordimiento. Era un soldado que había pasado la vida entera en guerra.
—¿Pero qué te pasa, Easy? ¿Estás loco, o qué?
—No lo entenderías, Ray. Para ti, lo que ha ocurrido durante estos últimos días sólo significa negocio. Pero a mí todo esto me ha jodido. Busco a este asesino, pero las calles por las que camino hoy no son las mismas que eran la semana pasada. Soy tu amigo, Ray. Pero tú sabes que esa chica se ha abandonado por completo, y todo por ti. Podría morir.
—¿Morir? ¿De qué va a morir, tío? No es veneno.
Respiraba con fuerza. Sabía que mi amigo lo notaba. Esperaba que supiera que yo no representaba amenaza alguna para él.
—Las mujeres negras, Ray. Ya sabes cómo son. Tan duras como te gustaría ser a ti. Se enfrentarían a toda una pandilla para proteger a su chico. Y no dudan en abandonarte al día siguiente si les haces daño. Pero uno sabe lo que hay en su corazón. Sabe que cuando pone voz dulce y les dice cosas bonitas, se lo creen todo, de la primera a la última palabra, aunque sepan que nada es verdad. Y si uno la abandona, es como si la devorara un ácido.
»Fui a su casa con ella porque necesitaba a alguien que la cuidara. No me interesa tu chica. Simplemente no quiero que se sienta totalmente sola. Mientras hablaba, Ray no dijo ni una palabra. Se limitó a mirarme con sus ojos asesinos. Podía estar esperando a que terminara de hablar para decirme que ésas habían sido mis últimas palabras. Pero en lugar de matarme, se rascó la nariz.
—Casi nadie es capaz de hablarme de esa forma, Easy. Una vez maté a un hombre peleando por una mujer, y esa mujer era su esposa, ¿sabes?
Pero tienes razón. Que le hable de Etta no quiere decir que no la confunda cada vez que nos vemos.
Se giró y miró al frente. Nos quedamos allí un rato, y luego encendí de nuevo el coche.
Dejé a Raymond en su casa. Bajó del coche y se alejó sin decir otra palabra.
Y yo me fui pensando que nunca más tomaría una de las pociones de Mama Jo sin preguntarle cómo me afectaría.
Era ya de noche y llevaba un buen tiempo sin hablar con Bonnie. También me hacía falta gasolina. Así que entré a una estación A—Plus que había en Normandie y esperé al encargado. Era un blanco vestido con un mono color habano que llevaba una A+ impresa sobre el bolsillo del pecho. Ya había vuelto al trabajo, y no hacía más de tres días que habían terminado los disturbios.
—¿Puedo ayudarle, señor? —dijo.
—Dos dólares —dije.
—Ahora mismo.
Pegó la boca de la manguera al coche y la bomba comenzó a repicar. Bajé para estirar las piernas. Respiré hondo, tan hondo que el aire me llegó a los tobillos. En la esquina del lote había una cabina telefónica. Había dado unos pasos hacia ella cuando tres patrullas se subieron a la acera y me rodearon.
Esos tres coches contenían una docena de policías.
Uno de ellos gritó:
—¡Ponga las manos en alto!
—Me apuntaba con una pistola. Todos los policías habían sacado las pistolas. Seis de ellos tomaron posición en el perímetro de la estación y el resto se echó sobre mí.
En condiciones de normalidad mental les habría ofrecido las manos, rindiéndome. Pero la droga de Mama Jo hacía que tuviera todo el cuerpo, desde los dedos hasta los tobillos, rígido. Fue necesario que todos los blanquitos se unieran para subyugarme. No dije una palabra y no me defendí. Me quedé allí, pensando que esos hombres no eran más que pequeños roedores tratando de intimidarme con sus chillidos. Cuando lograron reducirme, hubo un problema: no había espacio en sus coches para un prisionero. Ninguno quería ir caminando uniformado por un barrio negro y a esas horas de la noche. Habían aprendido a respetar la furia que los observaba desde la oscuridad. Fue el encargado de la estación quien sugirió que usaran mi coche. Fueron necesarios tres policías, uno para conducir y otros dos para vigilarme en el asiento trasero, para llevarme al ayuntamiento. Y cuando llegamos, fueron necesarios cinco para levantar mi peso muerto y cargarme hasta una habitación amplia y bien equipada. Me dejaron caer al suelo, pero ni siquiera lo sentí. Me había vuelto la esencia misma de la resistencia. Me pareció que hubiera podido quedarme así años enteros. Nadie volvería a derrotarme nunca jamás. Tendrían que matarme para hacerlo.
—Levántese, señor Rawlins —dijo Gerald Jordan.
Tomé la que pareció ser mi primera bocanada de aire desde el arresto y me puse de pie. Detrás de mí, junto a la puerta, estaban los cinco policías que me habían cargado. El detective Suggs estaba allí. También estaban dos policías de alto rango vestidos con ropas elegantes. Alguien me quitó las esposas de las muñecas.
Suggs parecía sometido. Pero eso no me parecía grave. Sentía la fuerza de diez hombres dentro de mí.
—¿Qué coño le pasa? —le dije al delegado—. ¿Por qué me arresta de esta forma?
Una mano me agarró desde atrás pero me la sacudí de un manotazo. Jordan levantó la mano para indicarle a la tropa que se retirara.
—He hablado con el detective Suggs —dijo Jordan.
Tenía el mismo aspecto hábil y malvado de la primera vez que nos vimos. Lo único distinto era que la marca roja debajo de su ojo parecía haber crecido. Esto significaba, decidí, que yo había hecho algo que lo había molestado.
Y eso me gustó.
—Vale —dije—. ¿Y qué?
—Me dice que está usted persiguiendo a un mendigo llamado Harold. Me dice que ni siquiera sabe cuál es el apellido de Harold, pero cree que mató a Nola Payne.
No dije nada. ¿Por qué debería?
—¿Es verdad? —preguntó Jordan.
—¿Pero qué coño quiere, hombre? —repliqué.
—No agotes nuestra paciencia, muchacho —dijo uno de los elegantes tíos con uniforme negro.
Eso tuvo su efecto sobre mí. Había nacido entendiendo exactamente esas palabras pronunciadas exactamente en ese tono. Todos mis conoci—dos y yo mismo habíamos sobrevivido recibiendo las amenazas de los blancos.
Las palabras me sacudieron, pero la poción de Jo cayó sobre ellas como sal sobre una babosa.
—Mira, tío —le dije al del uniforme—. Si estoy aquí es porque me lo habéis pedido. Tengo un trabajo que hacer y pienso hacerlo. Pero no voy a ponerte buena cara ni a besarte la puta mano. Ni tampoco voy a permitir que me digas cómo debo hacerlo. Así que si es por eso que me habéis traído, o me echáis a una celda o me dejáis que me vaya. Suggs, que se había estado mirando los pies, levantó la cara hacia sus jefes. Me di cuenta de que mi estallido lo asombraba y de que mi determinación los había frustrado.
—Esto no ayudará a resolver el caso, Rawlins —dijo Jordan.
—Jerry, a mí sólo me interesa una cosa: encontrar al hombre que mató a Nola Payne. Lo quiero ver en el corredor de la muerte o simplemente muerto. Si usted está de acuerdo, no tenemos ningún problema. Si no lo está... tampoco, en realidad.
—No hay ningún Harold —dijo Jordan—. He hablado con todos los comisarios del sur de Los Ángeles. Los asesinatos a que se refieren usted y el detective Suggs tienen otras explicaciones, mucho mejores.
—Señor —dijo Suggs.
—Tú calla —dijo el otro con uniforme elegante.
—No, señor —replicó Suggs—. No puedo hacerlo. La gente con la que usted ha hablado sólo trata de cubrir su propia incompetencia. Los casos que le traje fueron todos obra del mismo hombre. Estoy seguro. El señor Rawlins tiene un sospechoso creíble...
—Eso usted no lo sabe —dijo Jordan.
—Sí lo sé, señor. Hay un asesino suelto, y si lo encontramos, habremos hecho lo que usted nos pidió que hiciéramos.
—Si lo encuentran —dijo Jordan.
—Pues no encontraremos una mierda aquí sentados con ustedes añadí.
—Señor Rawlins, créame que no le interesa tenerme de enemigo —dijo Jordan.
—No tengo opción, Jerry. Tú lo sabes y yo lo sé. En este instante y en este lugar tú y yo estamos del mismo lado, aunque no te des cuenta. Yo haré lo que quieres que haga, pero seguiremos siendo enemigos. Sobre eso no hay discusión. Nunca la ha habido. Nunca la habrá. Jordan se dirigió entonces hacia Suggs.
—Tienen cuarenta y ocho horas —dijo—. Si en ese tiempo no hay un preso entre rejas, os voy a joder. A ambos.
39
Era cerca de la medianoche y yo estaba en aquella calle céntrica, hombro con hombro con aquel blanco llamado Melvin Suggs. Él era policía de profesión y yo un criminal de raza. Pero allí estábamos.
—Usted está loco —me dijo Suggs.
—Sí. En eso tiene razón.
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Tiene alguna pista? —le pregunté.
—Pocas. Nada que pueda hacerse esta noche.
—Llámeme al despacho mañana, a eso del mediodía —dije—. Compararemos nuestras notas y tal vez podamos llegar a alguna parte. Llegué al despacho poco antes de la una.
Había dos mensajes en mi contestador. El primero era de Bonnie.
—Hola, Easy —decía con esa voz isleña y profunda—. Creo que he encontrado algo. Llamé a un J. Ostenberg de Pasadena y me contestó un hombre llamado Simon Poundstone. Dijo que Ostenberg era el apellido de soltera de su mujer, Jocelyn. Lo había conservado. Dijo también que creía que su mujer había tenido una criada alguna vez, y que el hijo de esa criada se llamaba Harold. Llamé de nuevo más tarde y hablé con ella pero me dijo que el hijo de la criada se llamaba Harrison, no Harold, y no había tenido noticias de ninguno de los dos en varios años. Pero hubo algo en su forma de hablar que no me gustó. Creo que ocultaba algo.
»Feather te echa de menos, cariño —añadió—. Creo que quiere que vuelvas a casa.
El siguiente mensaje era de Juanda.
—Hola. Soy yo. Estaba pensando en usted y en que tengo muchas ganas de verle. Al principio iba a llamar para decirle que había visto al Harold ese cerca de aquí, sólo para conseguir que viniera. Pero luego pensé que se enfadaría conmigo. Llámeme, ¿sí? De verdad quiero verle. Desconecté el contestador de Jackson y apagué la luz del escritorio. Me levanté con toda la intención de subir al coche y marcharme a casa para estar con mi familia.
Di un paso sin problema. El siguiente fue un poco tembloroso pero logré mantener el equilibrio. El número tres me dobló hacia delante, tal vez demasiado. El cuarto me hizo caer de rodillas.
Tuve la presencia de ánimo necesaria para darme cuenta de que el elixir de Mama Jo perdía su efecto. Traté de levantarme pero en vez de lograrlo caí al suelo. De repente estaba flotando. Poco antes de llegar al techo, todo se oscureció.
Una campana comenzó a sonar. Sonaba por todas partes; fuerte y enseguida suave, larga y continua y luego en breves estallidos. Sonaba como fuentes y selvas tropicales y cascadas. Una campana sonó muy fuerte. Y luego se detuvo.
Abrí los ojos para encontrarme con un luminoso chorro de sol que entraba por la ventana. Yacía exactamente en la misma posición en que había caído. Hacía calor en la habitación y mi cuerpo sudaba. No tenía dolor de cabeza alguno, ni siquiera mal sabor en la boca. Mama Jo podría embotellar aquella medicina y llenarse de pasta vendiéndosela a los vagabundos. El teléfono comenzó a timbrar de nuevo. Sonaba raro. Esa campana tenía cierta naturaleza pulsante. Me levanté de inmediato y cogí el teléfo—no, dije hola y me desplomé en la silla. Me di cuenta de que no podría l evantarme de nuevo ni aunque en eso me fuera la vida.
—Rawlins, ¿está bien? —preguntó el detective Suggs.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Es más de la una.
—¿De la tarde?
—¿Pero qué le pasa? —preguntó el policía.
—¿Está en la comisaría? —repliqué.
—Estoy cerca.
—Venga a buscarme. Quiero dar un paseo por el valle.
—¿Para qué? —preguntó, pero yo ya colgaba el teléfono. Me arrellané, débil como el agua. Era un milagro que no me hubiera derramado bajo el escritorio. Los sonidos me llegaban de la calle como enloquecidos. El llanto de un niño era fuerte y penetrante, y sin embargo la bocina de un coche era tan grave que casi no se oía. Había pájaros cotorreando tan claramente que parecían hablar inglés, o tal vez español. Los coches se movían, pero sus ruidos mecánicos se transformaban en una sola ráfaga sonora, como un río que fluyera trabajosamente a cien metros de allí.
Me miré la mano, sorprendido. Se movía y corría como agua, respondía a cada uno de mis impulsos como magia. Respiré hondo y me sentí agradecido por los pocos momentos de vida que me quedaban bajo ese sol que me hacía sudar y sonreír.
Era un niño sorprendido por los milagros que me rodeaban. No podía moverme, pero eso no parecía importar. Todo lo que pudiera necesitar vendría cuando fuera el momento adecuado.
Llevaba un buen rato deambulando así por mi propia mente cuando golpearon a la puerta. Traté de decir «adelante», pero no tenía aire suficiente en los pulmones. La puerta se abrió y entró el detective Suggs.
La verdad es que me agradó vedo. No sé cuántos blancos había visto entrar por una puerta, pero me pregunté si alguna vez me había sent ido tan contento como cuando recibía la visita de un amigo. Suggs me caía bien. ¿Era Mama Jo la responsable? ¿Se había alterado mi mente dejando atrás mi historia, limpiándome la mirada, como a un hombre liberado de sus particulares ataduras de odio?
—¿Qué le pasa, Rawlins? —preguntó el policía. Mientras se me acercaba, la fuerza me llenó los brazos y las piernas. Me levanté saliendo de una larga hibernación, hambriento de movimiento y pensando sólo en mi presa.
—Estoy bien. Perfectamente.
—Parecía borracho por el teléfono.
—Me acosté tarde —expliqué—. Dormí en esta silla. Usted me despertó.
—Y dígame, ¿para qué quería ir al valle?
Encontré la dirección de J. Ostenberg en la guía. Y luego volví a encender el contestador de Jackson, por si alguien me llamaba mientras estaba fuera. Durante el trayecto le expliqué lo que Bonnie me había cont a—do, diciendo que había sido una de mis asistentes quien había hecho la llamada.
—¿Cuándo pensaba contarme lo de Peter Rhone? —preguntó Suggs mientras subíamos la montaña.
—¿Peter qué?
—No me crea tonto, Rawlins. Yo mismo lo encontré. Sólo tuve que localizar los desguaces del barrio. En una sala de interrogatorios, un poco de presión basta para que el tipo comience a delatar a su propia madre.
—¿Y él le habló de mí?
—No. Me habló del coche y el vendedor me condujo a Rhone. Y él me habló de usted.
—¿Lo arrestó?
—No. Él no mató a Nola. Puede que haya devastado su propia vida, pero no mató a esa chica.
—Mujer —dije.
—¿Cómo dice?
—Mujer. Nola Payne era una mujer igual que usted y yo somos hombres. —Suggs iba al volante. Se giró hacia mí y me lanzó una mirada socarrona—. No me gusta que me llamen chico. No me gusta que a nuestras mujeres las llamen chicas. No es difícil, ¿o sí?
Era algo que siempre había querido decir pero no había dicho. Y entre los disturbios y Mama Jo, en ese momento estaba hecho un lío.
—Vale —dijo Suggs.
Pero ¿qué le importaba? Suggs no sabía lo que me enfurecía realmente. Sólo le interesaba que su trabajo saliera bien.
Jocelyn Ostenberg vivía en una hermosa casa de Hesby Street, cerca de Mueretta Avenue. Era una construcción tipo Tudor de dos pisos con un jardín verde y amplio y un roble torcido a un lado. Seguí a Suggs hacia la puerta principal. Presionó un botón pero no sonó ningún timbre. Golpeó.
Momentos después una voz de mujer dijo:
—¿Quién es?
—La policía —anunció Suggs.
—Ah. Espere un segundo.
Escuché el sonoro crujido de una cerradura abriéndose, y luego tiraron de una cadena, quitaron otro seguro, y el pomo de la puerta acabó por girar. Miré alrededor: todas las ventanas estaban cubiertas de barrotes. La blanca que abrió la puerta era una mujer diminuta. Llevaba un suéter azul vulgar y una larga falda gris carbón. También llevaba un fino sombrero de paja y guantes. Era mediodía, y la mujer no tenía el aspecto de alguien que va a salir, pero llevaba suficiente maquillaje como para participar en una ópera. Sus orejas no hubieran desentonado en un hombre cinco veces más grande.
—¿Sí? —preguntó a Suggs, lanzando una mirada preocupada hacia donde estaba yo y enseguida retirándola.
Suggs le enseñó su identificación. Ella miró la chapa y asintió.
—Mi marido está en el trabajo —dijo.
—Hemos venido a hacerle algunas preguntas –dijo Suggs.
—¿Quién es el hombre que está con usted? —dijo en tono confidencial, como si yo estuviera al otro lado de la calle y no pudiera oírla.
—Es un testigo, señora. Queríamos preguntarle acerca de un hombre llamado Harold. Es posible que esté usando su apellido. Hubo un largo silencio. Jocelyn Ostenberg tenía unos sesenta años, tal vez más: era difícil saberlo con aquella cantidad de harina de pastel. Había llegado a la edad en que las mentiras no fluyen con facilidad. Me miró, miró el suelo, miró el roble doblado. Al final dijo:
—No conozco a ningún Harold.
—¿No?
—No, señor. Una vez tuve una criada llamada Honey. Tenía un hijo llamado Harrison. Esta mañana me ha llamado alguien. Me preguntó por un tal Harold. ¿Era alguien de su despacho?
—No, señora. ¿Cómo se apellidaba Honey?
—Divine —dijo, pero no le creí—. Honey Divinen He sabido que murió hace unos años.
—¿Podemos pasar, señora? —preguntó Suggs.
—No recibo hombres en casa cuando mi esposo no está, agente. Lo siento. —Esperó a que nos despidiéramos.
—Muy bien —dijo Suggs, a punto de satisfacer esa sugerencia.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta casa, señora? —espeté antes de que Suggs pudiera completar la frase.
—Treinta y cinco años.
Asentí con una sonrisa.
—Muy bien. Gracias, señora —dijo Suggs.
Ella asintió y cerró la puerta, haciendo un gran ruido con todos los seguros que puso enseguida.
—Punto muerto —dijo el policía mientras caminábamos de vuelta al coche.
—¿Va a arrestar a Rhone? —le pregunté.
—En treinta y seis horas. A menos que encontremos algo sólido.
—Usted sabe que él no lo hizo.
—No le veo ningún problema a dejar que lo decida el tribunal.
40
Suggs abrió la puerta del lado del conductor pero yo me quedé sobre el pequeño cuadrado de hierba de la acera.
—¿Sube? —preguntó.
—No. —Rumié la palabra, alargándola.
—¿Subirá esa colina a pie?
—Hay autobuses por aquí, detective. Quiero estirar las piernas, pensar un poco.
—No creo que encuentre un vagabundo negro por aquí, Rawlins, pero sí puede encontrar problemas.
—¿Por qué?
—¿Acaso no ve dónde está?
—Los Ángeles —dije—. La ciudad en la que vivo, en la que trabajo, en la que pago impuestos.
Suggs movió la cabeza, se dejó caer sobre el puesto del conductor y arrancó. Cada vez me caía mejor.
Comencé en el extremo opuesto del lado opuesto de la manzana. En la primera casa no había nadie. La mujer de la segunda me miró a través de las persianas de una ventana lateral, pero no me abrió la puerta. Hubo otros hogares donde la gente no estaba o no respondía. Por fin una puerta se abrió. El hombre era grueso de cintura pero delgado de hombros y cuello. Llevaba pantalones blancos y camisa verde, y parecía un puerro o algún otro bulbo.
—¿Qué quiere? —dijo, de forma no muy amistosa.
—Busco al primo segundo de mi esposa, Harold –dije fácilmente.
—Ninguno de los suyos vive aquí —dijo.
Tenía los ojos verdes y un rostro pálido.
—Usaba una dirección de este barrio —expliqué—, y mi esposa estaba preocupada por él...
—¿No me ha escuchado? —preguntó el estudio en verde y blanco.
—¿Así que no conoce usted a ningún Harold negro? —repliqué.
—Ya se lo he dicho...
Lo demás no lo escuché porque me di la vuelta y me alejé. Mientras caminaba por el sendero de hormigón hacia la acera, el hombre gritó a mis espaldas.
—Más le vale que se vaya de aquí, ¿me oye? Aquí no queremos problemas, ni con usted ni con sus parientes. No son bienvenidos aquí. De camino a la siguiente casa, conté tres veces la palabra «aquí». Aceleré el paso, porque su siguiente movimiento tanto podía ser llamar a la policía como sacar una pistola.
También en las tres casas siguientes me pidieron que me fuera. Y luego llegué a una casa rosa de bordes rojos que había al otro lado de la manzana. Una mujer blanca, mayor y más bien alta, salió en bata a la puerta. Me miró sin miedo aparente. Tal vez no tenía radio ni televisión ni le llegaban los diarios. Tal vez nadie le había dicho que Los Ángeles acababa de pasar por una guerra civil a pequeña escala. O tal vez no le importaba.
—¿Sí?
—Buenos días, señora —dije—. Busco a un hombre negro llamado Harold. Creo que antes vivía en este barrio.
—El chico de los Ostenberg —dijo.
—¿Se refiere a Jocelyn Ostenberg? ¿Los de enfrente?
—Sí, señor. Los mismos. Y fue una lástima, déjeme decirle. Por el rabillo del ojo vi una patrulla de policía que doblaba la esquina por el lado opuesto de la manzana.
—¿Puedo pasar, señora? —pregunté.
—Sí, claro. Pase usted —dijo.
Se apartó de la puerta y entré con un paso largo, esperando que los policías no hubieran alcanzado a verme.
La casa olía a orines de gato y a ambientador, pero eso no me molestó. Si la policía no llegaba a la puerta en los dos minutos siguientes, podía considerarme a salvo. Todavía tenía la carta de Jordan en el bolsillo, pero después del arresto de la estación de servicio, no sabía si conservaba algún poder oficial.
—Venga, siéntese —dijo la mujer—. Me llamo Dottie, Dottie Mathers. ¿Y usted?
—Ezekiel Rawlins, señora Mathers —dije—. Ezekiel Rawlins. —Se giró hacia mí con expresión sorprendida—. Es un nombre bíblico —añadí, para que no me tomara por un mensajero del Señor.
En la habitación a la cual me condujo había flores por todas partes. En jarrones y tejidas en la tela del sofá y las sillas acolchadas. Había un diseño floral en el papel de pared, y pequeñas chucherías en los estantes, la mesa de centro y los alféizares, todas con diversos motivos florales. Entre las imágenes de las flores había gatos. Blancos, negros, manchados y rubios que se frotaban y maullaban y me miraban con sensual desinterés.
—Siéntese, joven —dijo Dottie.
Había un gato en el sillón que me ofreció. No se movió hasta que estuve a punto de sentarme encima.
Conté siete de aquellos felinos y estaba seguro de que había el doble en la casa y sus alrededores. Pero nada de eso me importaba. Los policías no habían llegado a la puerta. Me encontraba a salvo allí, escondido entre flores y gatos, y en compañía de una blanca a la cual no parecía importad e nada más.
—¿Té? —preguntó.
—No, señora. Sólo quería que me hablara de Harold.
—Una lástima —dijo—. ¿Sabe? Él solía venir a mi puerta cuando ya se le hacía insoportable. Eso fue hace mucho tiempo. Más de veinticinco años. Soy una de las pocas personas que lo recuerda y es por eso que Jocelyn no me ha dirigido la palabra en todo este tiempo.
—Así que Harold y su madre vivían en casa de Jocelyn —dije.
—Exactamente —dijo Dottie—. Creo que su nombre era Honey.
—¿Y no recuerda usted su apellido, por casualidad?
—Sí, claro que sí —dijo Dottie en tono de chiflada—. Honey May. Nunca lo olvidaré, porque tenía dos nombres. Eso siempre me pareció raro.
—Honey May —dije, memorizando el nombre.
—Correcto. Parecía buena chica, pero creo que tenía problemas con la bebida.
—¿Por qué lo dice? —pregunté.
—Porque un día se fue, así sin más. Ni siquiera se llevó a Harold. Lo dejó con Jocelyn.
Se había sentado en la mitad del florido sofá rojo, azul y verde. Dottie tenía un rostro largo y carnoso debajo del mentón. Tenía una nariz robusta y unas mejillas rollizas. En su cara vi la cara de Jocelyn. Las grandes orejas me habían distraído, pero ahora que los recordaba, veía de nuevo los rasgos de la señora Ostenberg.
—Jocelyn se quedó con el niño —decía Dottie—. Supongo que fue muy cristiano de su parte, pero ya sabe usted, a todos les habría ido mejor si hubiera encontrado una buena familia negra donde dejarlo.
—¿Por qué lo dice, señora?
—Qué educado es usted, Ezekiel—dijo sonriéndome—. Habría sido mejor porque a Jocelyn la avergonzaba que la gente supiera que estaba criando a un niño de color. Ni siquiera lo acompañaba a la escuela. Desde que cumplió los cinco años, lo hacía caminar las nueve manzanas hasta la escuela Redman. Nunca lo llevó al parque ni permitió que sus amigos fueran a su casa.
—¿Y su marido? —pregunté.
—El hombre con el que vive es su segundo marido —dijo Dottie—. Sólo lleva allí dieciséis años. El primer marido de Jocelyn se fue hace mucho tiempo. Y Harold se fue a los doce años.
—¿A los doce?
—Sí, sí. Lo sé porque vino a verme el día antes de irse. Me preguntó si podía cortarme el césped por cincuenta centavos y le dije que sí. Nunca volví a verlo después de eso. Jocelyn dijo a sus vecinos que la madre del chico había venido a buscarlo. Pero yo sabía que no era así. Quería esos cincuenta centavos como apoyo para irse de casa. ¿Y quién puede reprochárselo? Su madre era una borracha que lo abandonó y la mujer que lo crió ni siquiera le daba la mano al cruzar la calle. En ese momento, ya había olvidado a los policías.
Un gato me saltó a las piernas y comenzó a apretar la nariz contra mi mano. Le acaricié las orejas distraídamente. Imaginé a un chico negro y solitario viviendo en un mundo blanco donde incluso su madre lo trata como basura.
—¿Le gustan los gatos, señor Rawlins? —preguntó Dottie.
—Más que la mayoría de personas —repliqué.
—Aleluya —dijo.
41
—¿Hola? —dijo una voz de hombre.
—¿Puedo hablar con la señora Ostenberg? —dije. Hablaba desde un teléfono de Chandler Boulevard.
Eran casi las cuatro de la tarde y estaba esperando que pasaran a buscarme.
—¿Quién habla? —dijo el hombre.
—Harold —dije—, Harold Ostenberg.
Hubo una pausa y luego una voz de mujer dijo:
—¿Sí?
—¿También el padre de Harold estaba de paso? —pregunté—. ¿O es que Harold era simplemente un rastro incómodo del pasado de su familia?
—¿Quién habla?
—Si no quiere que hable con su marido, más vale que me diga cómo encontrar a su hijo, Jocelyn.
—Oiga, que le cuelgo —me advirtió.
—No, no lo hará —dije—. Porque si lo hace, mandaré al policía al despacho de su marido. Le preguntará acerca de usted y de sus ancestros, Jocelyn. ¿Cuánto cree que deberá excavar antes de descubrir quién son sus verdaderos padres?
—No sé dónde está Harold —dijo, contestando a dos preguntas con una sola respuesta.
—Necesito que nos veamos, Jocelyn. Necesito hablarle de su hijo.
—No lo llame así.
—Le daré una dirección y usted vendrá a verme. Si no lo hace, iré a ver a su marido, y le soplaré y resoplaré al oído.
—Usted no me puede chantajear, señor —dijo con tono altivo.
—Podría, si quisiera —repliqué humildemente—. Pero lo único que quiero es llegar a Harold. Si usted me ayuda, la dejaré en paz.
—Y si voy a verlo, ¿nos dejará en paz a Simon ya mí?
—Jocelyn, usted no me importa en lo más mínimo. Antes de ayer nunca había oído hablar de usted y mañana ya la habré olvidado. Pero esta tarde, cuando venga a verme, necesito que me diga cómo puedo ponerle las manos encima a Harold.
—Ya se lo he dicho, no sé dónde está.
—¿Ha recibido cartas de él?
Silencio.
—¿Tiene fotos de Harold adulto? —pregunté.
De nuevo no hubo respuesta.
—Necesito saber todo lo que pueda decirme —dije.
—Hola, Easy.—dijo Raymond Alexander. Se acercó al bordillo en un Continental dorado. Un coche nuevo.
Le pedí que esperara mientras le daba mi dirección a Jocelyn Ostenberg.
—La espero a las siete, Jocelyn —dije antes de colgar.
—¿Qué haces por aquí, Easy? —preguntó el Ratón cuando nos pusimos en marcha hacia South Central.
—Busco a Harold.
—¿Crees que vas a encontrar a un negro vago entre los blancos?
—¿Cómo estás, Ray?
Se lo pregunté porque no tenía buen aspecto. .Llevaba unos viejos pantalones de traje con tirantes y una camiseta blanca que no estaba demasiado limpia. Todavía llevaba los zapatos artesanales de lagarto pero no llevaba calcetines. La mayoría de la gente hubiera pensado al verlo que trataba de imponer algún tipo de moda extrema, pero yo lo conocía bien: cuando la ropa del Ratón se hacía más tosca, a él le pasaba igual. Algo lo molestaba, y era muy posible que decidiera arreglar sus problemas con una pistola o una navaja.
—No puedo encontrar a Benita —dijo.
—¿No? Pues yo me la encuentro en todas partes.
—La he llamado y no está —dijo el Ratón—. He hablado con sus amigos y no la han visto desde antes de que la llevaras a casa. Me preocupa lo que me has dicho, ¿sabes?
Había en sus palabras un tono acusatorio, como si fuera mi culpa que Benita se hubiera ido.
—Habló de ir a visitar a unos parientes en San Diego —dije—. ¿Por qué no le pides el número a su madre?
—Sí. Vale. Su madre también está preocupada.
El Ratón estuvo callado y con mala cara durante todo el trayecto. Esto hubiera sido desagradable en cualquier caso, pero en el de Raymond había siempre la amenaza añadida de un homicidio. Era más un asesino que otra cosa, y había que manejarlo con suavidad y mucho respeto. El Ratón, enfadado, era como una granada sin anilla, como un león hambriento con las fauces a un palmo de tu cara. Cuando nos acercábamos al despacho le pregunté:
—¿Cómo van tus negocios con ese tío, Hauser?
—Bien, supongo. El hijo de puta me seguía acosando porque no le dejaba meter mano en mis cosas, decía que quería una tajada más justa. Al final tuve que decirle: o nos peleamos, o me dejas en paz. Ni siquiera quería pagarte.
—¿A mí?
—Sí, Easy. Nos salvaste el cuello, tío. Mierda, esa noche no eran sólo los polis. Tú sabes, los hijoputas también iban con la Guardia Nacional. Aunque los hubiéramos matado, nos hubieran mandado tíos con bazucas. Después de lo que pasó, hicimos otros tres viajes, y al final la policía hasta nos saludó con la mano. Nos saludó. Al decir esto se metió la mano en el bolsillo y sacó un grueso sobre marrón. Me entregó el paquete diciendo:
—Esa noche ganamos once mil dólares. —El sobre contenía un fajo de billetes de cien y un anillo de esmeralda envuelto en papel higiénico—. Tres mil dólares y un detalle de mi botín privado. —Levanté el anillo y lo miré a contraluz. La piedra era grande, cinco o seis quilates como mínimo—. Una tienda de empeño de Avalon, unos tíos derrochadores —dijo el Ratón—. Llevo años pensando en ellos. No creían que nadie pudiera meter la mano en su caja fuerte, pero yo tenía un buen guía.
Estábamos frente a mi despacho. Fui incapaz de rechazar el lucro. El Ratón me daba aquel dinero en parte porque era mi amigo y en parte porque quería implicarme en sus actividades criminales. Decide que no nos hubiera puesto a ambos en una situación incómoda.
Le dije que me llamara por la mañana si para entonces no había logrado encontrar a Benita. Enseguida me dirigí al único lugar donde podía ser el hombre que deseaba ser.
Puse el dinero y el anillo en el último cajón de mi escritorio. En el garaje de casa tenía una cajita en la cual guardaba el dinero extra que iba consiguiendo. Los ahorros eran para la universidad de Feather y el futuro de Jesus, fuera cual fuere. Pero el dinero del Ratón era algo muy distinto. Debía usarlo de alguna forma que redimiera los crímenes de mi amigo. Traté de pensar cómo lograrlo, pero sin éxito. Después me acerqué a la ventana y miré hacia la calle. No se veían Guardias Nacionales, pero mientras estuve allí pasaron seis coches de policía patrullando por mi manzana. En mi calle, los efectos de los disturbios todavía eran evidentes. Pequeños grupos de gente se movían con desgana de una esquina a la s iguiente. La policía los separaba tan pronto como comenzaban a congregarse. A un hombre lo arrestaron por negarse a circular. Los disturbios eran más o menos como mi pelea con el Harold equivocado: no había un verdadero ganador. Miedo de un lado, derrota del otro.
42
Estaba leyendo Banjo cuando llegó a la puerta. Llamó tan suave que al principio no pude adivinar de quién se trataba. Podía haberse tratado de un gato jugando en el corredor con un ovillo de lana.
Pero era Jocelyn Ostenberg. Todavía llevaba la falda gris y se había puesto una peluca de pelo oscuro. En su cara había polvo suficiente para cocer pan y sus labios parecían pintados con esmalte de uñas. En vez de buscar el aspecto de una mujer blanca, parecía querer pasar por un miembro de una raza perdida de payasos.
—Pase —dije a la estridente mujer—. Siéntese, por favor. Regresé a mi silla cuando la mujer, ya mayor, se hubo sentado. Llevaba una gran bolsa de color habano. Me pregunté si llevaría una pistola en ese bolso. Me molestó pensar que la idea no era nada descabellada.
—¿Qué quiere de mí, señor Rawlins?
—Su hijo me debe seiscientos dólares —dije—. Me detuvo en la calle el otro día y me pidió una limosna. Lo contraté para trabajar en una pared que estaba construyendo y escapó llevándose mis herramientas. En el rostro de la diminuta mujer volvió a aparecer aquella expresión amargada.
—¿Usted llevó a la policía a mi casa por unas herramientas?
—Eran buenas herramientas —dije—. Herramientas eléctricas. Y de todas formas, es cuestión de principios, no de dinero.
—¿Cómo me encontró?
—El día que trabajó conmigo, Harold me habló un poco de su vida. Habló de su madre, una tal Jocelyn, así que cuando robó mis herramientas, la busqué a usted en la guía. Era una mentira débil, muy débil. Pero fue todo lo que se me ocurrió.
—¿En qué trabaja usted aquí? —preguntó.
—Hago trabajos de investigación —dije. La respuesta era tan próxima a la verdad que podría haber pasado por un detector de mentiras. —y en ese caso, ¿para qué estaba construyendo una pared?
—Dígame dónde está su hijo o le diré a su marido que se ha casado con una mujer negra cuyo hijo negro anda suelto por Watts cometiendo crímenes.
—Esto es extorsión —dijo—. Podría llevarlo a los tribunales.
—¿Dónde está Harold?
—No lo sé. Hace muchos años que no lo veo.
—Pues él me dijo que se pasaba por su casa de vez en cuando.
—Hace años que no lo hace —dijo. Se acercaban las lágrimas.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Usted no está haciendo todo esto por unas malditas herramientas.
—Tengo su número aquí mismo, señora Ostenberg. Y llamaré a su casa antes de que tenga usted tiempo de llegar.
—Está mal hacer esto.
—No pienso discutirlo, señora. O renuncia usted a Harold, o renuncia a su vida entera como blanca.
—¿Acaso le parezco negra a usted? —rogó.
—Parece la abuela del payaso Bozo —dije—. Pero eso no me importa. Estoy dispuesto a salir a la calle y montar yo solo un disturbio entero con tal de llegar a Harold. Así que o me dice lo que quiero saber o le diré a todo el mundo la verdad sobre usted.
Apenas podía creer que me estuviera comportando de forma tan brutal con aquella frágil anciana. Pero sabía que Harold había ocasionado todo tipo de tristezas y que la mujer lo había dado a luz. Ella era responsable, y yo no estaba dispuesto a ceder.
—¿Por qué tanto empeño? —preguntó Jocelyn.
—¿Dónde está? —repliqué.
—No lo sé. Usted lo ha visto. Vive en las calles y en los callejones. No tiene dirección ni teléfono. Es un marginado. Tiene sólo treinta y siete años, y ya es un vagabundo.
—Hábleme de él—dije.
—Ya se lo he dicho. Es una persona despreciable. –Sus labios soltaron un gruñido salvaje—. No es nadie.
—¿Es por eso que anda matando a cualquier mujer negra que se enrede con un hombre blanco?
Para mí, fueron sus ojos. Se abrieron como platos al escuchar la acusación, anchos y marrones y sureños. La mujer llevaba la maldición de la raza en las venas. Seguro que la veía cada mañana en el espejo antes de cubrirse de polvos y cremas aclaradoras, antes de ponerse la peluca y los guantes y el sombrero.
No era la primera vez que conocía a alguien así. Y no la odié por odiarse a sí misma. Si todo el mundo te desprecia y te odia, si tus rasgos les parecen feos y simiescos, si bromean a costa de tu forma de hablar, si te llaman estúpido y te consideran indigno de su desdén; si no tienes historia, ni héroes, ni un futuro al cual un héroe pueda llevarte, podrías empezar a odiarte, a odiar tu cara y tus rasgos, odiar a tus padres e incluso a tu hijo. Todo esto podría ocurrir y ni siquiera sabrías cómo. Y luego, una cálida noche de verano, simplemente estallas y te vas a quemar y a matar y nadie parece saber por qué lo haces.
—¿Qué mujeres? —dijo Jocelyn.
Mujeres como usted. Las palabras me vinieron a la cabeza, pero no las dije. Quizás ni siquiera fuera cierto, pero era lo que yo creía. Creía que Harold Ostenberg había vagado por las calles buscando un lugar donde depositar su furia. Y encontró unas mujeres que lo habían traicionado como lo había traicionado su madre. Las mató y robó sus recuerdos.
—La señora de enfrente me ha dicho que usted obligaba a Harold a caminar solo hasta la escuela cuando era niño —dije.
—Muchos niños van solos a la escuela. Yo estaba demasiado ocupada con el orden de la casa —dijo.
—También me ha dicho que Harold se fue de casa a los doce años.
—Ya en esa época era mala hierba. Señor Rawlins, hay niños que simplemente nacen malos, ¿sabe usted?
—¿Quién era el padre? —pregunté.
—No veo qué tiene que ver eso —dijo—. El padre se marchó cuando Harold todavía era un bebé.
—¿Se hacía pasar por blanco, como usted?
—No tengo que aguantar esto.
—Sí, sí que tiene —dije—. O lo hace, o me obligará a contarle toda esta historia a su nuevo marido blanco.
Creí por un instante que Jocelyn me iba a dejar allí plantado. Deseaba hacerla, por supuesto. Y por supuesto que me odiaba.
—Carl venía de Saint Louis —dijo, derrotada—. Nos conocimos cuando trabajábamos en el Banco Third Avenue. Era un funcionario de préstamos y yo una cajera. Pensaron que éramos blancos y no los sacamos de s u error. Pero ambos nos habíamos dado cuenta. No era nada malo. Simplemente queríamos progresar. Queríamos trabajar juntos. Compramos una casa.
—Una parejita blanca de la costa Este.
—No tiene derecho a juzgarme.
—Pero Harold el negro lo hizo —dije—. De alguna manera, usted y su maridito de piel clara la liaron terriblemente en la guardería. Harold era como una mancha de mierda en sus sábanas.
—No tiene que ser tan crudo —dijo.
—Nunca en mi vida he matado a una mujer negra, señora Ostenberg. Nunca he echado a un niño de mi casa.
—Usted no lo entiende —dijo—. Carl me abandonó. Salió a trabajar un día y nunca regresó. Yo no tenía familia, ni amigos. Sólo tenía a Harold, y él no era capaz de actuar como es debido.
—¿Quiere decir que no sabía por qué debía fingir que era hijo de la criada? ¿No sabía por qué Honey May fingía ser su madre?
—¿Usted sabe su nombre?
—Busco a Harold —dije—. Y mi intención es encontrarlo, con o sin su ayuda.
—No sé dónde está, señor Rawlins. Me dejó a los doce años. No lo he visto desde entonces.
—¿Seguro que no quiere cambiar esa versión? Cuando todo salga a la luz, no le quedará a usted un hueco donde esconderse.
Se levantó casi con firmeza y me dio la espalda. Caminó hacia la puerta y salió sin decir otra palabra. Nunca había odiado tanto en toda mi vida, pero en ese momento no estaba muy seguro de qué o a quién odiaba. Ni siquiera sabía muy bien por qué.
43
En la guía de Los Ángeles sólo había una Honey May. Vivía en Croker entre la calle 87 y el pasaje 87. Habría podido ir caminando pero fui en coche porque era así como la gente se movía en Los Ángeles. Para recorrer una calle o atravesar la ciudad, uno tenía su coche aparcado junto a la acera, esperando para llevarlo a cualquier parte. Honey vivía en un edificio azul, en el segundo piso.
—¿Sí? —dijo con voz dulce desde el otro lado de la puerta.
—Soy Easy Rawlins, señora —le dije—. Usted no me conoce. He venido a preguntarle acerca de Harold Ostenberg.
—Dios mío —dijo—. Dios mío.
Abrió la puerta y atisbó a través del mosquitero.
Honey era una mujer grande, tanto en estatura como en grosor y rasgos faciales. Sus fosas nasales eran cavernosas Y sus ojos eran como lunas. Sólo su voz era pequeña. Me dio la impresión de que la voz delgada que escuchaba era tan sólo uno de los miembros del coro entero que debía de vivir dentro de aquel cuerpo. Alargó una mano con un gesto delicado.
—¿Señor Rawlings?
—Rawlins —dije—. Mi abuelo decía que nos habían volado la g de un disparo mientras salíamos corriendo de Tennessee.
Su sonrisa reveló una gran dentadura. Pero la sonrisa fue reemplazada rápidamente por la preocupación. Toda la vida los hombres se habían aprovechado de ella por ser tan amable y tan graciosa: era eso lo que me explicaba su rostro.
—¿Qué ha dicho de Harold? —preguntó.
—Que tiene problemas —dije.
—Así ha sido desde que nació. ¿Quiere pasar, señor Rawlings?
No la corregí.
Las paredes de Honey estaban pintadas de color violeta. Sólo vivía entre cuatro paredes, porque el suyo era un hogar de una sola habitación. Había fotos en marcadas por todos los estantes y reproducciones de cuadros pegadas en la pared. Honey tenía tres sillas, un sofá y una cama Murphy que se doblaba a lo largo y se metía debajo de una ventana que daba a una pared verde.
—¿Problemas de qué tipo? —me preguntó después de que hube escogido una silla.
—Del peor posible —dije—. Tan graves que nada peor podría hacérsele en venganza.
Mis palabras cayeron sobre su rostro como bombas sobre una ciudad tranquila.
—No es culpa suya —dijo—. La vida lo ha vuelto así, no puede evitarlo.
—¿Sabe dónde puedo encontrado, señorita May?
—¿Lo matará, señor Rawlings?
En la comunidad negra de la época, ése era el resultado más lógico de una disputa. Rara vez sucedía que dos negros acudieran a la policía para resolver sus problemas. A la ley no le importaba nada que no tuviera que ver con piel blanca o con dinero. Los negros arreglaban sus propios desacuerdos.
—No, señorita. Lo que ha hecho Harold tiene que hacerse público. Ha matado a varias mujeres —dije.
—No. No.
—Ni siquiera sé a cuántas. Pero hay que detenerlo. Porque si no lo detenemos, seguirá haciéndolo hasta que muera.
Honey comenzó a llorar. Me dio la impresión de que había estado esperándome durante varios años, como si supiera de la tragedia potencial que anidaba en el corazón herido de Harold. ¿Pero qué habría podido hacer con su temperamento amable y su piel color chocolate, su porte suave y sus ojos gigantes? Honey no era más que un testigo exótico, un ángel, tal vez, sin voz ni voto en las acciones de los hombres.
—Lo siento, señor Rawlings. ¿Le ha hecho daño a alguno de sus seres queridos?
—En realidad, no. Pero desde que lo busco he visto cosas tan graves como la guerra. —Hice una pausa y luego pregunté—: ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—No sé si deba hacerlo, señor Rawlings. A ese niño yo lo tuve en brazos cuando ni siquiera caminaba, ¿sabe?
—Pues ahora es un hombre, señorita May. Y los hombres deben sostenerse sobre sus propios pies.
—Pero es que lo ha tenido tan difícil —alegó—. Usted sabe que a ningún juez blanco le va a importar lo que le haya sucedido.
—¿Tiene usted hijas, señorita May? ¿O una madre o una hermana?
Sonrió, pero era como si yo le hubiera metido la mano en el pecho y hubiera sacado a la fuerza esa sonrisa.
—Aquí. —Se dirigió a una estantería cerca de la ventana y cogió un marco cobrizo que contenía una instantánea de una mujer que parecía cortada con el mismo patrón—. Sienna May. Se casó con un hombre apellidado Helms, pero la seguimos llamando Sienna May porque suena bien. Me puse de pie y caminé hasta la ventana. Recibí el marco de la mano de la gruesa mujer y lo admiré. Luego lo giré para que ella pudiera verlo.
—Si Helms fuera blanco, Howard habría ahorcado a su hija hasta que los ojos y la lengua se le salieran de la cara —dije—. Estaría tan muerta y tan fría como un jamón navideño en un congelador. Y a su lado habría una docena más de chicas.
Honey me quitó la foto de la mano.
—¡No! —dijo.
—Sí —repliqué—. Eso es exactamente lo que dije yo cuando me di cuenta de todo esto, hace casi un año. Y cuando fui a la policía y les expliqué me dijeron que eso no podía ser, que ningún vagabundo se les podía escabullir de esta manera. Ahora hay otra mujer muerta. Y le pido a usted que me ayude a detener a Harold.
—¿Pero por qué debería creerle, señor Rawlings?
—Porque usted conoce al hombre del que hablo. Usted sabe de dónde viene y sabe de qué es capaz. Se lo imagina perfectamente haciendo lo que le he explicado. Y sabe por qué lo hace.
Honey May se dejó caer en el sofá. Bajó la mirada y los ojos se le llenaron de lágrimas. Sacudió la cabeza y de repente levantó los hombros.
—También es culpa mía —dijo—. Supe que su madre era de color desde que la vi por primera vez. Pero nunca se lo dije. No discutí con ella cuando me dijo que las cosas serían mejores para Harold si la gente pensaba que yo era su madre. Pero nunca le mentí a Harold. Le dije que la señora Ostenberg era su madre y que yo era su madrina. Supongo que me lo debería haber llevado conmigo cuando me marché. Pero sabe usted, no tuve la fuerza necesaria para hacerlo.
—¿Vino a verla después de escapar de casa? —pregunté.
—De vez en cuando venía a quedarse conmigo y con Sienna. Pero sabe usted, era tan salvaje... La mayoría del tiempo lo pasaba en la calle, viviendo en lotes baldíos o en refugios de vagabundos.
—¿Y no vino el Estado a ocuparse de él?
—Vinieron, pero Harold simplemente escapaba. Y para ellos no era tan importante, y además Harold parecía mayor de lo que era. Es por la dureza de su cara.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo, señorita May?
—Viene por aquí una vez al año, más o menos —le dijo al suelo—. La última vez fue hace cuatro o cinco meses. Decía que le gustaba el lado norte del parque Will Rogers porque allí hay unos chicos simpáticos jugando al dominó.
—No lo mataré, señorita May —dije—. Quiero hacerlo, pero no lo haré. Sólo me aseguraré de que la policía lo capture.
Me miró con sus grandes ojos.
—Me doy cuenta de que usted es un buen hombre, señor Rawlings —susurró—. Pero también conozco a Harold. Quiere ser bueno, pero no sabe cómo.
—¿Tiene una foto de Harold que pueda mostrarle a la policía?
Junto a la cama Murphy había un pequeño cofrecito de tres cajones. Abrió el de en medio y sacó un marco de madera oscura. Me lo entregó. Harold tenía unos veinte años cuando se sacó aquella foto, y llevaba un abrigo que le quedaba grande y que probablemente había tomado prestado del fotógrafo. No tenía los ojos tan apagados, y había en él algo de esperanza en ese momento. Me pregunté si ya habría comenzado a asesinar mujeres.
—¿Me la puede devolver cuando hayan terminado, señor Rawlings? —preguntó Honey May.
—Tan pronto como hayamos terminado —dije.
Nos miramos, conscientes de lo que habían significado mis palabras.
44
Eran casi las diez de la noche. A una hora tan tardía no habría juga—dores de dominó en el parque. Volví al despacho y llamé a casa.
—¿Hola? —dijo Feather.
—¿Qué haces levantada a esta hora? —le pregunté a la niña de mis ojos.
—¡Papaíto! —gritó—. ¡Eres tú!
—Claro que sí, mi niña. ¿Creías que me había escapado?
—Tenía miedo de que te hubieran hecho algo en los disturbios.
—No, cariño. He estado trabajando en el despacho, eso es todo. Tú sabes que algunas veces los adultos tienen que trabajar también por las noches.
—¿Pero por qué no vienes a casa, papaíto? Te echo de menos.
—Cuando te despiertes ya habré llegado. Prometido.
—¿Prometido?
—Te lo juro —dije—. ¿Está Bonnie?
—Ajá. Aquí está.
—¿Dónde estás, Easy? —dijo Bonnie.
—En el despacho. ¿Qué sucede?
—Me ha llamado una tal Ginny Wright a eso de las ocho. Ha dicho que Benita Flag había estado buscando pastillas para dormir. Trató de llamar a Raymond pero no lo encontró. Ha dicho que tal vez a ti te interesaría saberlo. Respiré hondo. El mundo comenzaba a parecerme demasiado grande. Quería irme a casa y ver a mi familia. Quería dormir durante una semana entera. Y cuando me despertara de nuevo, quería irme a mi trabajo en el Instituto Sojourner Truth, a limpiar leche derramada y confirmar que no hubiera basura en el patio.
—Iba a irme directo a casa, cariño —dije—. Pero es mejor que atienda este asunto. Benita es una de las amigas de Raymond y últimamente ha estado bajo mucha presión.
—No pasa nada, Easy —susurró Bonnie—. Jesus está aquí y va a esperarte hasta que vuelvas antes de irse otra vez en su bote.
Como no obtuve respuesta decidí forzar la puerta. Si me equivocaba, Benita podría volver a ponerla sobre los goznes. Ser pobre y negro me había dado muchas herramientas. Me había hecho fontanero y carpintero, electricista y albañil. Yo era capaz de poner ventanas, desarmar un motor, pavimentar una autopista o manejar una locomotora de vapor. Para muchos hombres, la pobreza hacía más de lo que Harvard o el ejército podían hacer.
Benita Flag estaba en la cama y tenía espuma blanca saliéndole de la boca. No respondió a sacudidas ni bofetadas ni al agua fría que le eché en la cara.
Podría haber llamado a una ambulancia pero la pobreza también me había enseñado una lección acerca de eso. En menos de doce minutos la había llevado a Merey. Le lavaron el estómago y le inyectaron medicinas. Un médico llamado Palmer me dijo que Benita había estado tan cerca de la muerte que no sabía si habían hecho suficiente.
—Hizo usted lo correcto —me dijo.
—¿De qué sirve hacer lo correcto si dondequiera que mire hay mujeres muriendo?
Creo que mis palabras desilusionaron o preocuparon al doctor. Pero me dio unas palmaditas en la espalda y me condujo a una silla.
¿Qué podía hacer en ese momento? Era la una de la noche. Tenía muchas horas libres antes de ir a montar guardia en las mesas de dominó del parque Will Rogers. ¿Por qué no quedarme allí, sentado en una silla de hospital, esperando para ver si había muerto una mujer más?
La sala de urgencias de cualquier hospital en medio de la noche se compone básicamente de las consecuencias del amor. Hombres y mujeres y niños de padres temerosos. Los hombres y las mujeres se habían peleado por celos apasionados y los niños estaban allí porque sus padres no tenían adónde acudir.
Observé cómo trataba de dormir un niño pequeño que tenía un moretón en la cabeza, pero cada vez que estaba a punto de lograrlo su madre lo sacudía diciendo:
—Puedes tener una contusión, cariño. Tienes que estar despierto. Dos hombres que se habían acuchillado por una mujer comenzaron a pelearse en la sala de espera y hubo que llamar a la policía para que los separara.
Y aun con toda esa sangre, con todas esas preocupaciones, me quedé dormido.
Yo era un simple marinero que me iba, en un buque de batalla grande y gris, a una guerra lejos de las orillas de Estados Unidos. Mi trabajo era mantener el casco limpio y reluciente. Tenía gruesas jarcias y una plataforma hecha con una tabla de roble. Lo único que hacía día y noche era fregar y limpiar el casco de arriba abajo, desde que el sol salía hasta que se ocultaba. Para cuando había terminado, el casco ya estaba otra vez sucio en el lugar donde había comenzado. Así que empezaba de nuevo, sin quejarme ni evadir mis obligaciones.
Pero después de muchas y muchas vueltas de limpieza comencé a preguntarme por qué era necesario que el barco estuviera tan limpio si había sido hecho para la guerra. ¿Por qué limpiarlo y sacarle brillo en el mar azul, si todo acabaría en la sangre y la muerte de tantos hijos? El mar se volvería rojo de todas formas, y en los cielos resonarían los cañonazos. y el casco reluciente sería una deshonra y mi trabajo sería desdeñado a lo largo de la historia.
—¿Señor Rawlins? Era una enfermera.
—¿Sí?
—La señorita Flag ha despertado —dijo la blanca, una mujer de pelo gris y edad madura.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las seis y cuarto.
Se veía horrible en la cama de hospital. Había en la habitación otras dos camas. Cada una tenía cortinas que la separaban, pero no estaban corridas. En una cama había una anciana que balbuceaba cosas para sí misma. En la otra yacía uno de los hombres que había estado peleando en la sala de espera. No tenía buen color. Pegado a su nariz había un tubo que le proporcionaba oxígeno, supuse, y tres bolsas de suero intravenoso le metían medicinas en los brazos. Pedí al cielo que, si tenía madre, ella nunca lo viera en ese estado.
—Easy —susurró Benita—. ¿Has sido tú el que me ha salvado?
—Te he traído aquí —dije—. ¿Qué tal, Benny?
—Me siento como una idiota —dijo—. No se lo digas a nadie, por favor.
—¿Ahora estás mejor?
—Sí. ¿Tú te lo crees? Tomarme esas pastillas, tratar de matarme por Raymond...
—¿Qué te llevó a hacerlo?
Acerqué una silla pesada de marco metálico.
—Siéntese, por favor —dijo para nadie la paciente anciana.
—No lo sé, Easy. Me dolía tanto que quise irme a dormir y nunca despertar de nuevo. Era como si estuviera en un sueño, ¿sabes? En real idad, nunca pensé en morir, sólo en dormir. Y cuando me desperté y los médicos me preguntaron si había tratado de matarme dije que no. Y de verdad lo creía. Pero ahora veo cómo he llegado a esto. Todo el mundo decía que me estaba tomando lo de Raymond demasiado en serio, pero yo les decía que no podían entenderlo. Pues supongo que sí lo entendían, ¿eh?
Estaba un poco adormilada pero sus palabras eran claras y la carga del amor había desaparecido de su ceño.
—Cuando se va alguien que amas, duele mucho —dije—. Imagina cómo te sentiría tu madre si aparecieras muerta en el suelo con la boca llena de espuma.
—Sí. —Me miraba con ojos de asombro—. Me has salvado la vida, Easy Rawlins.
—¿Y ahora qué harás con ella?
—No lo sé.
—Puedes quedarte en casa unos días, si quieres —dije—. No tenemos cuarto de huéspedes, pero hay un sofá en el que puedes dormir. Y mi novia se asegurará de que comas bien y tengas alguien con quien hablar. Benita sonrió y su cara pareció llenarse de salud.
45
Llamé a Bonnie y le conté lo del intento de suicidio. Le pregunté si podíamos recibir a Benita durante unos días.
—¿No tiene madre? —preguntó Bonnie.
—Se lo he prometido.
—Vale —replicó Bonnie—. Pero más le vale entender que no quiero asuntos raros bajo mi techo.
Desayuné en una cafetería de Success Avenue: huevos pasados por agua y tostadas. Eso es lo que me daba mi madre cuando me ponía en—fermo. También tomé té con miel y me fumé un solo cigarrillo. Comí y leí el diario.
Los disturbios habían terminado casi por completo. En la primera página había sólo un artículo relacionado con ellos, y hablaba de una discusión entre el jefe de policía Parker y el gobernador Brown. Brown pensaba que Parker había dañado las relaciones raciales en Los Ángeles, y Parker no creía que su departamento de policía fuera culpable de abusos. Aparte de eso, el lanzamiento espacial era prometedor y podría durar ocho días, el panorama laboral del país era el mejor desde 1957 y el Vietcong le había tendido una emboscada a un grupo de soldados survietnamitas. No había noticias sobre mujeres negras asesinadas por un negro enloquecido cuya madre se había creído blanca. Después de terminar me dirigí a los bancos del parque donde se reunían los hombres para jugar al dominó. La tensión de los disturbios se levantaba poco a poco. La gente iba al trabajo y las mujeres dejaban que sus hijos fueran a jugar al parque. Había unos pocos hombres reunidos para jugar al dominó en las mesas. Ninguno de ellos era Harold. Me senté en un banco delgado que había bajo un árbol y observé. Debí de adormilarme unas cuantas veces, porque según mi reloj eran las once y a mí me parecían apenas las nueve y media. Pensé durante unos instantes en preguntar a los hombres del dominó si conocían a Harold, pero decidí no hacerlo. Alguien podría avisar a mi presa, y entonces escaparía por mi culpa.
—Comisaría 77. —Esta vez era la voz de una mujer.
—¿El detective Suggs, por favor?
—Un momento.
Sonó el teléfono.
—Detective Suggs.
—Tengo una foto de él —dije—. Me la ha prestado una mujer, quiere que se la devolvamos.
—Pasaré a recogerla —dijo.
—No se moleste. Veámonos en la pequeña cafetería que hay cerca de la comisaría. Lo llamo sólo para decírselo y decirle que he averiguado dónde pasa el tiempo nuestro hombre.
—¿Dónde?
—En el costado noreste del parque Will Rogers. Donde hay gente jugando al dominó.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—Eso no importa, detective. ¿O sí?
—¿Diez minutos? —replicó.
—Vale.
Llegué en menos de diez minutos pero Suggs ya estaba sentado en la barra, bebiendo café de una gruesa taza de porcelana. Frente a él, s obre un plato, había una rosquilla de mermelada, y dos cigarrillos en el cenicero.
—¿Tiene fuego? —le pregunté al sentarme.
Me encendió el cigarrillo y le entregué la fotografía que me había dado Honey May.
—Así que éste es Harold el Horrible —dijo el policía—. Parece un simple fracasado.
—Sí.
—Me sorprende que me haya traído esto —dijo.
—¿A qué se refiere?
—Creí que usted mismo iría tras este payaso. Y estaba dispuesto a cubrirlo si Harold aparecía muerto por haberse caído encima de una bala o algún accidente parecido.
Reí. Mi cabeza se balanceaba de risa y tuve que sostenerme para no caer del taburete. No había sido la broma, sino la idea de que un policía blanco me dejara encargarme de mis asuntos sin interferencia ni condescendencia alguna. Era como morir e ir al cielo de otro hombre. Este hombre en cuya alma yo habitaba había sido blanco, y su cielo estaba lleno de cosas ordinarias que para mí eran mágicas.
—No —dije—. Sé demasiado sobre Harold para matarlo así. La gente le ha jodido la vida desde que nació. No me malinterprete. Quiero que lo arreste y quiero también que lo manden a la cámara de gas. Pero eso no debo hacerlo yo. No, señor. No seré yo.
Sentí sobre el hombro el peso de la mano de Melvin Suggs. Otro gesto amistoso.
El detective se puso de pie y dejó caer un dólar sobre la barra.
—Cómase unos huevos, Rawlins —dijo—. Está hecho una mierda.
—Gracias. Lo haré.
Me comí otros dos huevos pasados por agua con tostadas poco hechas y mermelada de fresa. En esa época se podía comprar mucho con un dólar.
Regresé de prisa a mi edificio.
Antes de subir pasé por la Zapatería Steinman. El cartel de CERRADO seguía puesto, pero estaba pegado a la puerta que había quedado reparada con alambres. La abrí y ahí estaba Sylvie, la mujer, musa y mejor amiga de Theodore. Era un cuarto de cabeza más alta que él y tenía las facciones de una diosa teutona. Era delgada, y yo dudaba incluso de que su marido hubiera escuchado nunca el sonido de su voz: la mayoría de las veces se limitaba a hacer gestos, de vez en cuando susurraba, pero nunca levantaba la voz. No sé qué edad tendría, pero la suya era una belleza del tipo que no desaparece nunca. Ojos violeta y pelo platino, manos largas y esbeltas y piel parecida a aquella leche perfecta con la cual soñaban hombres como Platón. Sonrió al verme.
—Señor Rawlins —dijo Theodore desde algún lugar detrás de ella.
—Hola, chicos —dije—. He visto que la puerta estaba abierta, y quería asegurarme de que todo estuviera bien.
En la sonrisa de Sylvie hubo un rastro de tristeza.
—Quizás tenga que cerrar, señor Rawlins —dijo Theodore—. Es demasiado. Mi agente de seguros dice que mi póliza no cubre disturbios, y el ayuntamiento se niega a ayudarme.
—¿Y el gobierno federal? —pregunté.
Negó con la cabeza y Sylvie le puso una mano etérea en la nuca. El amor que había entre ellos siempre me sorprendía. Era como darte cuenta de que un cuento de hadas se hacía de repente realidad.
—¿Necesitáis ayuda para mudaros? —pregunté. Esta vez le tocó sonreír a Theodore—. Sabes —continué—, hay una tienda esquinera no muy lejos de mi casa en donde estaría bien abrir una zapatería. Lleva un par de meses vacante. Tal vez podría presentaros al dueño. Sylvie dio un par de pasos y me besó. Sus labios formaron la palabra «gracias» y es posible que hicieran algún sonido. Fijamos un día para la mudanza y una hora para hablar con el dueño de la tienda vacía que había cerca de casa. Alguna vez había sido una tienda de ropa, y quedaba cerca de Stanley y Pico. Era un espacio y él era zapatero y la gente usaba zapatos en cualquier parte del mundo. Theodore cogió la silla de cuero de la mesa arruinada y la empujó contra mí.
—Tome esto, señor Rawlins... Easy —dijo.
—No he hecho nada, Theodore —dije—. Esto es tuyo.
—Pero usted nos ayuda —alegó—. Siempre trata de ayudarnos. Esto es simplemente un... cómo se dice... una prueba de nuestra amistad. No quería aceptarlo, pero Theodore lo sostenía en el aire y Sylvie sonreía. Al final asentí en son de derrota y recibí de sus manos la antigua silla de montar.
Me llevé el premio a la cuarta planta por la escalera sur. Recorrí el largo corredor pensando que todo había terminado. Suggs arrestaría a Harold y probaría de algún modo que era el asesino de Nola Payne. Theodore se mudaría al oeste de Los Ángeles y Jackson Blue se convertiría en un experto en ordenadores del Banco County Fidelity. No supe qué hacer con Juanda pero eso lo dejaría para otra oportunidad.
Decidí llevar a Benita, a Bonnie y a los niños de picnic a Pismo Beach. Cocinaríamos y Jesus nos llevaría uno por uno a pescar. Metí la llave en la cerradura, pensando que todo me había salido bien. Había hecho mi trabajo y me había apartado antes de que las cosas pudieran ponerse peliagudas. Había gente muerta, pero eso no era culpa mía. La ciudad había ardido en llamas, pero tal vez aquello era como un incendio forestal que había limpiado la maleza, abriendo espacio para nuevos retoños.
Cuando la madera de la jamba estalló en pedazos pensé que algo se había caído. ¿Pero de dónde? Entones sonó la pólvora de una pequeña pistola y otros pedazos de madera estallaron y sentí un dolor fugaz en mi bíceps izquierdo.
Me giré hacia la puerta del extremo opuesto del corredor, gritando y sosteniendo la silla de cuero grueso frente a mi pecho y cabeza. Corrí tan rápido como pude hacia la puerta, gritando como un loco en una antigua guerra. Hubo otros disparos. Uno me rozó un nudillo de la mano izquierda. Me estrellé contra la puerta de la escalera, golpeando a alguien que soltó un gruñido y cayó de espaldas. La pistola cayó al suelo, traqueteando, y alcancé a ver el hombro del sujeto.
Cuando lo vi bajar las escaleras a pasos largos le arrojé la silla, pero fallé. Puse un pie en las escaleras sin darme cuenta de que un disparo me había dado en la pantorrilla. La sangre goteó y dejó un punto resbaladizo sobre el peldaño. Caí dando vueltas una planta entera antes de detenerme y perder la conciencia.
46
Debí de golpearme muy fuerte la cabeza pues, aunque allí en la ambulancia creía que estaba consciente, mi cabeza no hacía las conexiones correctas.
—¿Adónde han ido los alemanes? —pregunté al enfermero que había junto a mi camilla.
—¿Qué alemanes?
—Los que han matado a esas mujeres —dije—. Los que han tratado de engañar a los aliados y han matado a las mujeres de moños blancos. Recuerdo haber dicho estas palabras. Todavía recuerdo la frustración que sentí cuando el enfermero me dijo:
—Está usted herido, señor, pero se recuperará. ¿Sabe quién le ha disparado?
—Han de haber sido los nazis —dije. Por la expresión del muchacho blanco supe que algo no estaba bien en mi respuesta.
—Pásame el hipoalérgeno, Nick —le dijo el asistente al hombre sentado junto al chófer. Durante un rato me quedé mirando por la ventana y escuchando la sirena, que tomé por una alarma antiaérea. Casi podía oír los estallidos de los cañones aliados.
Me dolían el brazo, la pierna y la mano, y no sentí la morfina cuando me la inyectaron. Pero pronto el miedo azul de la muerte cedió a un mundo amarillo y soleado que jamás había conocido una batalla. La sirena se convirtió en el grito de un gigantesco pájaro salvaje y la ambulancia en un carruaje griego que me llevaba a casa después de varios años en el infierno. Comencé a llorar. Pregunté al enfermero si mi madre estaba allí.
—Dígame su número de teléfono —me dijo.
Durante un buen tiempo eso fue lo último que recordé.
Me desperté en la oscuridad. En el aire había un olor de alcohol y otros productos químicos amargos. Estaba en una habitación demasiado caliente, metido entre las sábanas ásperas de un colchón deforme. Aquí y allá había pequeñas luces que flotaban en lugares inusuales. Las luces no iluminaban nada. Simplemente brillaban, como estrellas en el vacío. Al principio no sabía dónde estaba. Estaba atontado todavía y sentía dolores sordos por todo el cuerpo. Me concentré con fuerza y recordé los disparos que habían estallado a mi alrededor. Pero al principio mi cabeza retrocedió hasta la Segunda Guerra, veinte años atrás, cuando era un joven que luchaba por la libertad ajena. Luego recordé las astillas de la jamba. Los disparos, la silla de montar de Theodore que me había salvado la vida. Sonaba como una pequeña pistola. Un arma calibre 22, quizás una pistola de poca velocidad, insuficiente para atravesar cuero duro. Recordé a una joven alemana, de veintidós años día más día menos. Me besaba la frente y aprendía inglés, me preguntaba si tenía chocolate y agujas de coser. Le di ambas cosas y entonces me disparó. No. Lo de la chica había ocurrido hacía mucho tiempo. Esta vez me dispararon y resbalé con mi propia sangre... Me senté en la cama de aquella cálida habitación. Estaba solo. Cada vez que me movía sentía como si el bíceps izquierdo se me abriera de un desgarro. A mi izquierda, sobre una mesa, había una lámpara. Tuve que hace una contorsión para encenderla con la mano derecha. También sobre la mesa había un dibujo en lápices de color, junto a un vaso de agua. Era el dibujo crudo en tonos azules y verdes de un hombre en cama y tres personas de pie a su alrededor. Mi pequeña familia había estado aquí. Feather viviría muchos años en mi vida. Me amaría y yo la amaría hasta mucho tiempo después de que el dolor que sentía entonces hubiera desaparecido. En el cajón de la mesa Bonnie me había dejado una muda de ropa limpia. Sabía que la encontraría allí. En el bolsillo del pantalón estaba la carta de Gerald Jordan, pero Bonnie se había llevado mi billetera. Sabía que nadie robaría una carta, pero el dinero es otra cosa.
¿Quién me había disparado?
Había sido un hombre armado que esperó a que llegara al despacho. Alguien que me conocía y me tenía miedo. Un asesino que no estaba acostumbrado a usar pistolas. Nadie sensato dispararía desde esa distancia con una pistola de poco calibre. Pero claro, nadie sensato salía corriendo hacia un hombre que le disparaba. Tenía tres vendajes y, excepto en el brazo, no sentía demasiado dolor. Tenía que ser Harold. Harold con la misma pistola que había usado para dispararle a Nola en el ojo muerto.
Después de vestirme me recosté y cerré los ojos. Me dormí y soñé con una chica alemana que me cosía las heridas. Era Sylvie, y Theodore merodeaba por la puerta bombardeada con una pistola en la mano. Me incorporé de un salto y me impulsé con los resortes del colchón para ponerme de pie. La cosa no estaba tan mal. Alguien me había disparado y en menos de un día ya podía ponerme de pie. Yo era un soldado, no un ciudadano o un transeúnte cualquiera. Ahora tenía que salir a buscar a Harold y asegurarme de que nunca jamás volviera a hacerle daño a nadie.
Era muy tarde. Más de cuarenta y ocho horas habían pasado desde que Jordan diera el ultimátum. En el vestíbulo del hospital no se movía nadie. En la mesa de la enfermera había una pequeña mujer asiática, tal vez japonesa, leyendo una revista. Cuando me acerqué, la mujer se puso de pie de un salto, dando un grito ahogado.
—Debería quedarse en cama, señor —me dijo.
—Teléfono público —dije—. ¿Dónde?
—Debe volver a la cama.
—Necesito llamar. Teléfono.
A pasos rápidos se acercó a mí y me tomó del brazo. La hice a un lado de un empujón y avancé por el corredor hacia una puerta que decía SALIDA. Bajé trastabillando por las escaleras hasta que ya no hubo más y luego abrí una puerta.
Frente al Merey Hospital, al otro lado de la calle, había una cabina telefónica. La operadora hizo gustosa la llamada a cobro revertido.
—¿Hola? —dijo.
—¿Acepta usted una llamada a cobro revertido de Easy? —preguntó la operadora.
—¿A cobro revertido...? Sí, operadora. La acepto.
—Hola, Jewelle —dije. Sentía la garganta espesa.
—¿Eres tú, Easy?
—Sí, cariño. ¿Cómo estás?
—Bien. Son las cuatro de la mañana. ¿Qué pasa?
—Me han disparado.
—¿Qué?
—Estoy bien. Es decir, no es que esté perfecto, pero tampoco sigo sangrando.
—¿Necesitas un médico?
—No. Estoy frente al Mercy Hospital, al otro lado de la calle. Lo que necesito es que alguien venga a buscarme. Me preguntaba si Jackson podría.
—Está dormido —dijo Jewelle—. Y tú sabes que mañana tiene que trabajar.
—¿Tan pronto?
—Necesitan buenos expertos en ordenadores, Easy. Querían que comenzara hoy. Yo iré a buscarte.
—No era mi intención sacarte de la cama, JJ —dije—. Es sólo que...
—Allí estaré, Rawlins. Tú espérame.
Colgó y me senté en la cabina, sintiendo que la morfina y la venganza se deslizaban bajo mi piel.
47
Cuando Jewelle aparcó frente al hospital eran poco más de las cinco. Se había puesto un vestido rosa y maquillaje oscuro. Recordé la época en que tenía dieciséis años y estaba enamorada de mi administrador, el gruñón Mofass. Ahora él ya estaba muerto y ella era toda una mujer.
—Te he traído comida y una pistola, Easy —dijo mientras me dejaba caer tan suavemente como me fue posible en el asiento del acompañante. Tomé la bolsa de papel que había entre nosotros y encontré una pis—tola del 45, un sándwich de jamón y un termo plateado y lleno de café solo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Jewelle.
Le di la dirección de Jocelyn Ostenberg y arrancamos.
Me comí el sándwich aunque mi estómago no lo quería. El café era fuerte, tal como lo hacía la gente negra en el sur. La pistola estaba cargada y sin seguro. Soy diestro, de manera que la herida no me impediría matar a Harold.
—¿Quién te ha disparado, Easy? —preguntó la menuda Jewelle,
—Un hombre a quien persigo. Un hombre que mata a mujeres negras por enamorarse de hombres blancos. Él apretó el gatillo, pero su madre cargó al arma.
—Ah —gruñó en tono desdeñoso—. Uno creería que la gente ya tiene bastantes problemas para pagar el alquiler como para ir por ahí disparando y quemando y matando a todo el mundo.
—Sí —dije—. Pero ya sabes, todo el mundo tiene una razón para enfadarse. Y no es cuestión de tirar piedras. Joder, mírame. Me han herido y estoy magullado, pero aquí estoy, en la calle y con una pistola.
—Pero tú eres distinto, Easy —dijo—. Eres la única persona que conozco que trata de ayudar a la gente.
—Jackson dice que ha aceptado ese empleo para ayudarte, JJ. Para mí, eso es ayudar a la gente.
—Sí. Me quiere. Sé que me quiere. Pero tú sabes que por más recto que quiera ser, en el fondo del alma siempre será un bala perdida. Me hace gracia verlo con ese traje y esas gafas tan bonitas que no hacen nada.
—¿Le quieres?
—Sí. Le quiero, pero él no es lo que eres tú. No, señor. Tú vas en serio. Por eso me he levantado, porque no es muy frecuente que Easy Rawlins llame a alguien para pedir ayuda. Me distraje durante un rato. Estaba enfadado conmigo mismo por haber invitado a Jocelyn al despacho, por haberle dado la forma de encontrarme. Pero en el coche, con el sol naciente que dibujaba las siluetas de las montañas del este, junto a una mujer a la que había visto crecer desde que era niña, me sentí cómodo. Después de todo, me sentía como en casa en mi propia vida. Tal vez eran los medicamentos o incluso la fuerte impresión de lo sucedido, pero recuerdo haberme sentido a salvo y muy cómodo mientras nos dirigíamos a casa de los Ostenberg.
—Jackson me dijo que lo habías perdido todo en los disturbios —dije después de un largo rato.
—Qué va —dijo Jewelle con facilidad—. Sólo me he quedado con pocos recursos. La propiedad aún existe y hay suficientes alquileres para pagar los impuestos. Tendré que ser creativa, pero el dinero seguirá entrando. Aparcamos a una calle de la casa de los Ostenberg. No quería que Jocelyn me viera allí fuera, esperando, y no necesitaba acercarme demasiado para saber si Harold entraba o ella salía. Cuando llegamos todavía era muy temprano, menos de las seis. Je—welle recostó la cabeza en mis piernas y se quedó dormida. Siempre se había sentido cómoda conmigo, como si yo tuviera algún poder secreto que alejara todo peligro. Y aquí estaba, con su brillante cabeza de negociante, convencida de que era yo quien podía protegerla a ella. No estaba cansado, pero los medicamentos y el trauma causado a mi sistema me hacían ir un poco a la deriva entre varios estados mentales. Pensé en Juanda y en Howard y en Jackson y en el Ratón. Pensé en los disturbios y en Gerald Jordan y en Melvin Suggs, todo al mismo tiempo. Entre los medicamentos y los pensamientos y las heridas parecía capaz de romper los pensamientos en pedazos y luego mezclarlos entre sí. Durante la mayor parte de mi vida había sido capaz de pensar sólo en una cosa a la vez a menos que me encontrara en peligro y tuviera que tener ojos hasta en el cogote. Pero esa mañana, en lugar de concentrarme en Harold y sólo en Harold, estaba intentando poner cada pieza en su sitio y hacerla con todas al mismo tiempo.
Dormida, Jewelle me tomó la mano y giró la cabeza. Observé su hermoso perfil. Sonreía, probablemente pensando en Jackson mientras me cogía la mano y sentía la calidez de mi cuerpo.
Me di cuenta en ese instante de que había estado a punto de morir en el corredor de mi edificio. Había estado a pocos centímetros, a pocos segundos de la muerte, y ni siquiera me había detenido a reconocer que había tenido suerte.
Veía a Juanda en el perfil de Jewelle, y supe entonces que nunca seríamos amantes. Eso me hizo sonreír. Comprendí que Suggs odiaba a Jordan tanto como yo y que Harold sentía el mismo dolor que impulsaba a su madre. En mi cabeza, Harold y el Ratón ocupaban el mismo espacio. Y
Benita y Nola, Honey y Geneva estaban detrás de ellos. Mujeres negras a merced de hombres negros que no habían podido evitar ser lo que eran. El corazón se me aceleraba tratando de correr al ritmo de las distintas capas de mi mente. Quería un cigarrillo, pero Jewelle no me soltaba la mano. Un Cadillac de color claro, del año sesenta, llegó a la entrada de la casa de Jocelyn y aparcó. Un hombre se bajó del coche y caminó hacia la puerta. Estuvo toqueteando algo y luego entró. No era Harold. Me quedé donde estaba, preguntándome qué debía hacer.
Después de unos instantes las sirenas empezaron a aullar. Al principio sólo hubo una, y estaba muy lejos todavía. No era la sirena de un coche de bomberos; en ese caso, era una ambulancia o un coche patrulla. Y luego hubo otra, y luego otra. Se acercaban más a cada segundo.
—Levántate, cariño —le dije a Jewelle.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No lo sé, pero deberías estar despierta.
La ambulancia llegó gimiendo al frente de la casa de los Ostenberg. Dos enfermeros bajaron llevando la camilla. El hombre del Cadillac corrió a su encuentro. Incluso desde la distancia era evidente que estaba destrozado. Sus manos no paraban de moverse. Los hombres de la ambulancia tuvieron que apartarlo de un empujón.
—¿Qué pasa, Easy? —preguntó Jewelle.
—No lo sé. Pero será mejor que te marches. Yo me bajo y tú te vas a casa.
—No te dejaré aquí. Ven conmigo.
Cuatro coches de policía llegaron al mismo tiempo. Los policías salían corriendo de los coches y entraban en la casa. En la manzana siguiente la gente comenzaba a salir de sus casas. El sol salía como si hasta al cielo se hubiera despertado con el escándalo.
Los minutos pasaban y los enfermeros de la ambulancia no volvían a salir. Eso quería decir que se trataba de una falsa alarma o de una muerte.
—¡Es él! —gritó alguien en tono maniaco—. ¡Es él! ¡Es el!
Miré y vi, a menos de cinco metros del Citroen de Jewelle, al hombrecito fofo de ojos verdes que había llamado a la policía la última vez que estuve en la calle de Jocelyn. Allí estaba, gritando y saltando en bata y pantuflas. Cuando nuestras miradas se encontraron, soltó un chillido y corrió a buscar a los policías.
—¿Tienes la llave de la guantera? —le pregunté a Jewelle.
—¿Qué le pasa a ése? —dijo, refiriéndose al gritón.
—Sácala del llavero y dámela —dije.
Saqué la 45 de la bolsa y Jewelle me entregó la llave. Metí la pistola en la guantera, la cerré y enseguida me tragué la pequeña llave de cobre igual que si hubiera estado en una película de espías y estuviera a punto de ser arrestado por tratar de cruzar el muro de Berlín.
—¿Qué le pasa a ese tío, Easy? ¿Se refería a nosotros?
—Los policías vienen a arrestarnos. Bajemos del coche y pongamos las manos al frente.
Jewelle aprendía rápido. Bajó conmigo y esperamos a los policías que ya salían a toda prisa de casa de los Ostenberg.
Aunque los esperábamos pacíficamente, los policías nos agarraron y nos tiraron al suelo. Los agentes usaban palabras agresivas, llamándonos negratas y haciendo preguntas sin esperar ni interesarse por una respuesta. Nos esposaron y nos levantaron a la fuerza, nos llevaron casi a rastras por la calle y nos metieron de un empujón en casa de los Ostenberg. Mientras entrábamos, más policías llegaban. Los empujones y los empellones me abrieron las heridas del brazo y de la pierna.
—Éste está sangrando —dijo un policía.
Pero yo no podía concentrarme en las exageradas reacciones de los policías ni en el dolor que sentía en ese momento. Estaba observando el salón de los Ostenberg.
Era todo blanco.
Las alfombras y las paredes, el sofá e incluso la mesa de centro eran absolutamente blancos. Incluso una pintura que colgaba en la pared era una gran casa blanca en medio de la nieve, con niños blancos que reían en la ventana. Me pregunté si el resto de la casa era igual. Un policía me agarró del brazo vendado y una gota de sangre cayó sobre la gruesa alfombra blanca. Dos policías condujeron a la habitación a un blanco de traje marrón. Era un hombre viejo y más abatido de lo que su edad sugería. Un policía le susurró algo al oído y él levantó la cara para mirarnos a Jewelle y a mí. Enseguida negó con la cabeza y se derrumbó en brazos de los policías. Lo llevaron a un sillón blanco y acolchado.
El hombre rodó al suelo, llorando.
Lo observé corno si fuera una constelación distante. El marido de Jocelyn me importaba tanto corno un suceso celestial que hubiera ocurrido a lo lejos, antes de que la humanidad pisara la tierra. Era un transeúnte que no había visto venir el coche que lo atropelló. No era nadie importante.
48
—¿Qué hacía usted enfrente de la casa? —me preguntó un sargento de policía.
Estábamos en la cocina de la casa de los Ostenberg. Yo estaba sentado en una silla blanca frente a una cocina pintada con laca blanca, y mi sangre goteaba sobre el linóleo blanco del suelo.
En alguna parte de la casa, el hombre blanco seguía llorando.
—Estaba más allá —dije—. Estaba en el coche con mi chica.
—¿Cómo es que le han disparado?
—El sargento andaba por los treinta. De adolescente había sufrido de acné. Las cicatrices le cubrían las dos mejillas regordetas.
—No lo sé —dije—. Iba a mi despacho cuando alguien abrió fuego. Tenían a Jewelle en otra habitación, pero ella no me preocupaba. Jewelle se limitaría a decir que estábamos aparcados allí, que eso no estaba prohibido. Les había dado la carta de Jordan, pero con un negro sospechoso de un crimen cometido en un barrio blanco menos de una semana después de los disturbios, la policía exigía más que una nota tardía de parte del delegado.
—¿Qué hace usted en este barrio? —preguntó el sargento de las cicatrices.
—Nada especial, agente. Andaba por ahí.
—Hábleme de la nota de Jordan.
—No es nada —dije—. ¿Por qué no me explica qué sucede aquí? Yo no he hecho nada y no he visto ningún crimen.
—Si vuelves a abrir la boca, negro de mierda —dijo un policía de uniforme—, te partiré la cara.
—¿Ah, sí? —dije.
Era como si el elixir de Mama Jo esperara un insulto. Se me calentó la sangre y de repente me sentí listo para pelear.
El sargento no sabía qué hacer. Y yo no fui de ninguna ayuda. Era como si fuera incapaz de controlar mi boca o mis acciones y no tenía prueba alguna del crimen que se había cometido... aunque sí tenía mis sospechas.
Había cuatro policías conmigo en la cocina blanca. El más enfadado era alto y rollizo. Tenía los flancos del cuello colorados y los ojos azules. Se había cortado recientemente mientras se afeitaba. Tenía la costra cerca de la comisura derecha de la boca. Yo estaba listo para pelear incluso allí, sentado y con las manos esposadas a la espalda. Era como si la medicina de Mama Jo hubiera abierto una puerta de estúpida valentía en mi corazón y ahora esa sensación me llegaba cada vez que me sentía en peligro.
En ese momento sonó el teléfono. Entre los timbres se podían oír los gritos del blanco.
—Aquí Dietrich —dijo el sargento al teléfono. Me miró—. Sí. —Le hizo un gesto a otro policía para que me quitara las esposas—. Por supuesto. Sí, señor. Entiendo. —Las esposas me apretaban las muñecas y me sostenían de tal manera que el dolor del brazo empeoró. Al ser liberado sentí un momento de alivio.
—¿Está seguro? —dijo Dietrich al teléfono—. Sí, señor. Lo haré. Perfectamente. —Colgó y me dijo—: Acompáñeme... señor Rawlins. El policía rollizo que me había amenazado frunció el ceño. Quería arremeter contra mí, pero lo retuvo el respeto que su superior se había visto obligado a demostrar. Sin embargo, se me acercó. Estoy seguro de que esperaba que alguien le diera permiso para darme con el martillo en la cabeza.
El sargento Dietrich me llevó escaleras arriba hacia una puerta abierta que daba a la habitación donde yacía el cuerpo de Jocelyn Ostenberg. La lengua sobresalía y los ojos estaban abiertos de espanto. Ha acabado por alcanzar lo que perseguía, pensé.
Sobre el suelo, junto a la cama, había una pistola pequeña. Una media botella de sangre había sido derramada sobre la colcha y el suelo.
—¿La conoce? —preguntó el sargento.
—Jocelyn Ostenberg —dije—. Es de raza negra.
—¿Qué? —dijo el policía rollizo.
—Su hijo se llama Harold. Hace unos días mató a una mujer en Watts. Los policías que me rodeaban se acercaron para escrutar la cara muerta que había en la cama.
—¿Y usted qué tiene que ver con todo esto? –preguntó Dietrich. Yo miraba el cuerpo como buscando a Harold bajo los pliegues. Después de dispararme, pensé, Harold volvió a buscarla. ¿Acaso ella había planeado asesinado? ¿Había querido liberarse de él de una vez por todas después de que él se hubiera encargado de mí?
—¿Había un rastro de sangre? —pregunté.
—¿Qué?
—Saliendo de la casa. Quiero decir, esta mujer disparó al atacante, ¿no es así?
—A ti si que te han disparado —dijo el policía rollizo que me había llamado negro de mierda. Lo ignoré.
—Sargento Dietrich, ¿puede ayudarme? —pregunté.
—Vaya a buscar en el patio, Samuels —dijo el sargento a mi autoproclamado enemigo.
—Pero Sargento...
—Al patio —repitió Dietrich. Una vez Samuels se hubo marchado, dijo—: Había un poco de sangre. No era mucha. Hemos pensado que utilizó una almohada o algo así para detener la hemorragia y luego salió. El señor Poundstone ha dicho que el coche de su esposa no estaba. El hombre que la mató...
—Harold Ostenberg —dije.
—... probablemente se lo llevó.
—¿Puedo marcharme, sargento?
—El detective Suggs vendrá a buscarlo —dijo Dietrich—. Quieren que lo espere.
—Bueno, pues déjeme hablar con Jewelle —dije—. Ella puede irse, ¿no?
—Supongo que sí.
Jewelle no quería dejarme allí, pero le dije que lo tenía todo bajo control. La acompañé hasta el coche y le pedí disculpas por tragarme su llave.
—No te preocupes, Easy. Nunca me has quitado nada que no me devolvieras multiplicado por diez. Ayudar a Jackson a conseguir ese trabajo significará que por fin podrá salir de la calle, que podrá hacer de mí una mujer honesta.
Me pregunté si Jackson sería capaz de hacer de sí mismo un hombre honesto, pero no lo dije en voz alta. JJ se marchó y los vecinos blancos de un lado y otro de la manzana me observaron mientras regresaba a la escena del crimen. El hombre que le había advertido de mí a los policías corrió hacia la puerta de su casa cuando me acerqué. Allí se quedó, temblando y golpeándose la mano izquierda con el puño derecho. Su profunda consternación me hizo reír. Ese hombre no me conocía, y sin embargo estaba lleno de odio por el simple hecho de verme caminar por la calle.
Suggs llegó a eso de las ocho y media. Llevaba un traje beis manchado y zapatos de cuero marrón. Me estrechó la mano con una docena de policías como testigos y enseguida recorrió la escena del crimen con una mirada dura.
En ese momento ya había en la escena tres detectives de paisano. Parecían conocer a Suggs. Hablaron entre todos durante unos cuarenta y cinco minutos.
—Jordan ha arrestado a Peter Rhone como testigo de cargo en el caso Payne —me dijo Suggs de camino al coche—. Tuve que revelarle el nombre.
—Él no lo hizo —dije.
—Lo sé.
—¿Adónde vamos? —pregunté a mi nuevo amigo.
—Adonde tú decidas, Ezekiel—dijo.
49
—Han encontrado el coche de la señora Ostenberg en un callejón de la 54 —me dijo Suggs mientras nos dirigíamos al sur de Los Ángeles.
—¿Lo han encontrado a él?
Suggs negó con la cabeza, diciendo:
—No le han visto el pelo.
Y seguimos nuestro camino.
Ya me sentía cansado. Las heridas y los medicamentos y la compañía de la muerte me habían debilitado. Si Harold se encontrara frente a mí, habría sido muy poco lo que hubiera podido hacer para dominarlo. Ni siquiera estaba seguro de ser capaz de levantarme del asiento sin ayuda.
—¿Tienes pistas sobre el tipo, Rawlins?
—No.
—¿Por qué iba a matar a su madre?
—Por la misma razón por la cual mató a las demás mujeres. Porque prefería la compañía de un blanco a la suya.
Suggs hizo una mueca.
—Geneva Landry ha muerto esta mañana —dijo.
—¿Qué? ¿Quién la ha matado?
—Nadie. Los médicos creen que tal vez fuera alérgica a uno de los antibióticos que le dieron. Pero no lo confirmarán hasta que se haga la autopsia.
—¿Ha muerto en la cama, así, sin más?
—Lo siento, Ezekiel.
—¿Así, sin más? —dije—. Si vosotros hijos de puta no la hubierais encerrado, estaría bien. Pero estabais tan preocupados por vosotros que ni siquiera os habéis detenido a averiguar sobre ella. —Suggs seguía conduciendo, sus grandes manos aferradas con fuerza al volante—. La habéis matado, igual que habéis matado a las demás mujeres.
—Yo no he matado a nadie —dijo en voz baja.
—¿Ah, no? ¿Y entonces quién ha sido? ¿Quién ha sido? Hace meses que les dije a los de la 77 todo lo que sabía. A ti te lo dije hace unos días.
—Nadie comprendió la secuencia —dijo con la voz aún más débil.
—No —dije—. No lo hicieron. Pero escucharon a Geneva hablar a gritos al respecto. Por supuesto que la metieron en un hospital y comenzaron a inyectarle drogas. La dejaron extinguirse bajo sus narices. Otra muerta más, y en la casa del alcalde hacen una fiesta para Gerald Jordan. Suggs dijo algo más pero en voz tan baja que el sonido del motor ahogó sus palabras.
—¿Qué has dicho? —le pregunté.
—¿Adónde vamos?
—Llévame a mi despacho. Llévame y te llamaré si encuentro algo.
—No podemos dejarlo así, Easy —dijo Suggs—. El hombre es un asesino y Payne es inocente.
—Lo sé —dije—. Así que ve a los periódicos y díselo. Díselo al Examiner y al Times y al Los Angeles Sentinel. Diles que hay un Jack el Destripador que va por ahí matando mujeres negras. Dales el nombre completo de Harold. Pon la foto que te di en las noticias.
Melvin miraba el camino, pero aun así era como si se estuviera ale—jando de mí.
—El despacho del alcalde no quiere publicidad de ningún tipo —susurró.
—¿Qué has dicho?
Esas tres palabras fueron las últimas de nuestra conversación. Suggs tenía un empleo. Evitaba que los bancos fueran asaltados y protegía a víctimas inocentes de los predadores nocturnos. Ocultaba la verdad acerca de un asesino en provecho de personas que nunca habían sido sus víctimas potenciales. Yo ocupaba el lado opuesto del tablero. Ya no tenía reina, ni torres, ni alfiles. Mis peones estaban exhaustos, mientras que Suggs tenía la formación completa. Sólo me quedaba un rey detrás de un peón perezoso, flanqueado por un caballo borracho. Me habría podido derrotar con cualquier momento. Y yo no hacía más que avanzar hacia delante, sin ningún plan, sin ninguna esperanza. Si hubiera sido yo quien conducía, me habría podido estrellar contra una pared.
Suggs me dejó frente al edificio. Subí las escaleras, cojeando, y llegué al despacho. La puerta estaba abierta, eso se veía desde una distancia de tres metros, igual que el daño que habían hecho los disparos de Harold. Tenía en el estómago la llave de la guantera de Jewelle, y aun si no fuera así, ella y su 45 estaban a muchos kilómetros de allí. Estaba desarmado y la puerta estaba abierta. No logré recordar si la había dejado así o si Harold me había disparado antes de abrirla.
Las heridas no me dejaban correr. Habría debido escabullirme pero en lugar de hacerla entré de un salto y grité.
Sentado en mi silla, el Ratón levantó la cara. Tenía los pies sobre el escritorio y estaba recostado contra el alféizar de la ventana. Sonrió al verme.
—Hola, Easy —dijo—. ¿Qué pasa, tío? —Suspiré pero no dije nada. Sólo llegué hasta la silla para las visitas y me senté, estirando la pierna herida—. He visto a Benita. Estaba en el hospital con Bonnie y las demás. —Asentí y me pregunté dónde podría encontrar a Harold—. Me ha dicho que estuvo a punto de palmarla, y que tú echaste abajo su puerta y la llevaste al hospital.
—¿Ya estaba la puerta abierta cuando llegaste, Ray?
—Qué va. La he abierto con una palanca. He pensado que no te importaría, porque de todas formas los disparos la han dejado hecha una mierda.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Raymond sacudió la cabeza y apuntó al techo con sus ojos grises.
—Un par de horas. Un poco más.
—¿Qué quieres? —pregunté.
—Le salvaste la vida, Easy. Yo me porté como un gilipollas y estuve a punto de matarla pero apareciste tú. Llegaste a tiempo y ahora Benita tiene una segunda oportunidad. No está mal, no está mal. Sólo quería decírtelo. Me di cuenta de que la cinta de Jackson se había movido. Apoyán—dome en el escritorio y el respaldo de la silla, logré ponerme de pie. Puse el interruptor en «rewind» y luego en «play» .
—Easy, ¿estás ahí? —preguntó la voz preocupada de Bonnie—. El hospital llamó y dijo que te habías ido sin pagar la cuenta. He llamado a todo el mundo tratando de encontrarte. Raymond ha dicho que iría a buscarte. Dijo que si llamabas y tenías problemas, le dejara un recado con EttaMae.
—¿Dónde está usted, señor Rawlins? —dijo Juanda enseguida—. He estado esperando a que me llame. Tengo muchas ganas de verlo. Los ojos del Ratón se encendieron con la voz de Juanda. Su mirada casi me hizo reír, pero estaba metido hasta el cuello entre mujeres negras asesinadas. Desde mi punto de vista, la risa era un pecado.
—Señor Rawlings, ¿está usted ahí? —preguntó la tímida voz de una mujer. En otras circunstancias habría creído que se trataba de la voz de un niño menudo. Pero sabía bien que no era así—. Necesito que venga, señor Rawlings. Soy Honey May. Creo que podría interesarle lo que le vaya decir. Jackson me había dejado un mensaje y también Jewelle. Ambos me daban las gracias.
Levanté al auricular y llamé a Bonnie.
—Hola —dijo la voz melodiosa y latina de un hombre.
—Hola, Juice. ¿Qué tal, chico?
—Papá —dijo él.
Esa única palabra me causó una emoción profunda. Jesus no me había llamado papá desde que vivíamos solos, sin Feather ni Bonnie ni casas bonitas, en la zona oeste de Los Ángeles. Ahora se convertía de nuevo en mi niño, y me dolía haberlo hecho sufrir tanto últimamente.
—Estoy bien, Juice. Simplemente tenía un par de cosas que hacer antes de ir a verte.
—¿Dónde estás?
—En el despacho, con Raymond. Me ayudará a cerrar el negocio y luego tú y yo y Bonnie y tu hermana iremos a San Francisco para pasar unas vacaciones como las que solíamos hacer hace mucho tiempo.
—Vale —dijo el chico—. ¿Pero tú estás bien?
—Las balas arden un poco, eso es todo.
Feather se quedó diez minutos pegada al teléfono, preguntándome por mi pierna y mi brazo y mis dedos, uno por uno. Sabía de cada herida y quería saber cómo eran y qué se sentía.
Bonnie no dijo gran cosa. Me esperaba. Eso era todo lo que necesitaba saber.
—Cariño —dijo—, Benita quiere saludarte.
—¿Señor Rawlins? —dijo Benita. Nunca volvió a llamarme Easy—. Sólo quería decirle que sé que está ocupado y siento mucho que le hayan disparado. Y muchas gracias por tomarse el tiempo de ayudarme. Le dije a Raymond que usted me había salvado la vida y que era el único hombre bueno que he conocido jamás.
Miré al loco de mi amigo. Él sonrió y asintió como si supiera lo que Benita me estaba diciendo.
—La veré más tarde, señorita Flag —dije. Luego colgué y regresé cojeando a la silla.
—¿Qué pasa, Easy? —dijo el Ratón como si fuera un día normal y estuviéramos sentados en el porche viendo a los niños jugar con una manguera.
—¿Tienes una pistola, Ratón?
—Pues claro. Tengo dos.
Por fin algo por lo que reír.
50
Honey May no me preocupaba demasiado. No era el tipo de mujer capaz de dispararte, y era demasiado bondadosa para mentir y tenderle una trampa a alguien. Raymond y yo llegamos a la puerta y llamamos.
—¿Quién es?
—Easy Rawlins, señora. Y un amigo.
—No esperaba que trajera usted compañía, señor Rawlings —dijo la puerta cerrada.
—No pasa nada, señora. Es de la familia.
Honey abrió la puerta y agitó la mano para que entráramos deprisa a la pequeña habitación púrpura.
Digo púrpura en vez de violeta porque las persianas estaban cerradas y aquel color claro había tomado tonos más siniestros. Y lo siniestro quedaba acentuado por el cadáver de Harold Ostenberg, que yacía sobre el pequeño sofá, de tamaño insuficiente para contenerlo. Tenía un ojo abierto. En sus labios había espuma seca. Tenía los pantalones almidonados por la vida de la calle y su camisa era de un color que ningún fabricante hubiera podido duplicar. Había sangre cerca del hombro de su chaqueta, una prenda excedente de fabricación militar. Aparté la tela para ver la herida.
Junto a él, sobre una mesita, había un vaso. Contenía los restos de un fluido lechoso. Junto a la cama había un cojín elegante, que probablemente provenía de casa de su madre.
—Ha muerto —dijo Honey May.
El Ratón asintió.
Alguien le había quitado los zapatos. Harold tenía los pies irritados por demasiado peso y movimiento, las dos cruces en la vida de un vagabundo.
—¿Para qué me ha llamado, Honey?
—No sabía qué hacer.
Levanté al vaso y lo olfateé.
—¿Y qué quiere que haga yo?
—Dígale a la policía que el hombre ha muerto —dijo. Se acercó a una silla y se sentó pesadamente—. No lo sé.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Desde anoche —lloriqueó.
—¿A qué hora murió?
—Al amanecer, supongo.
—¿Dijo algo antes de morir? —No quería disgustarla, pero tenía que averiguarlo.
—Ya lo creo. Fue horrible. Las mujeres que persiguió y luego asesinó y robó. Dijo que su madre le había disparado y que él la había matado para defenderse. Fingí que tenía que ir a la tienda y bajé para llamar a su casa y contestó la policía. Colgué inmediatamente. Fue como dijo usted, señor Rawlings. Mató muchas mujeres...
—Oye, Easy —dijo el Ratón.
Había apartado el abrigo de Harold y revelado una pistola, calibre 22, por lo que se veía.
—Continúe, Honey.
—En realidad, eso es todo. El disparo lo había asustado. Decía que su mamaíta le había disparado. Pero al oído hablar del tema me di cuenta de que ella le había disparado tratando de salvarse. Sonaba como si hubiera matado a una docena de mujeres.
—¿Las nombró? —Honey se limitó a negar con la cabeza—. Así que usted decidió matarlo. Me miró como si hubiera descubierto el secreto de la vida eterna. No lo negó. ¿Cómo hubiera podido? Los polvos para dormir estaban en el vaso, junto al sofá.
—No —dijo débilmente.
—Si llamo a la policía —dije—, vendrán y la arrestarán por homicidio.
—Más le vale creerle —canturreó el Ratón.
—Lo que debemos hacer es sacar este cuerpo de aquí —dije—. De lo contrario usted no será más que otra mujer negra en la larga lista de Harold.
Raymond, pragmático como siempre, sugirió que descuartizáramos a Harold, pero Honey se negó a hablar del asunto. La culpa, dijo, era de sus creencias cristianas, pero estoy seguro de que ni ella ni mi estómago habrían soportado el desmembramiento o la sangre.
Al principio pensé que podríamos construir una caja alrededor del cuerpo y bajarlo de noche por las escaleras.
—¿Estás loco, Easy? —dijo el Ratón—. Un ataúd es un ataúd. Cualquier idiota lo entendería. Y algo tan grande habría que atarlo al techo de tu coche. ¿Qué te parece que dirán los polis al respecto?
Al final decidimos tirar el cuerpo por la ventana esa noche. Bajé al sendero de entrada sobre el cual daba la ventana de Honey, y puse el colchón de su cama de manera que no hiciera demasiado ruido. A las dos y diez Raymond y Honey tiraron el cuerpo por la ventana. Harold cayó sobre el colchón, pero su viaje no fue silencioso. Antes de que el Ratón bajara para ayudarme, arrastré el cuerpo y lo subí al asiento trasero del coche. Ya había encendido el motor y avanzaba hacia la esquina y todavía no había sonado ninguna alarma o sirena. Dejamos a Harold en el último lote baldío en el que, según sabíamos, había vivido. Estaba algo magullado, y ningún detective creería que había muerto allí mismo. Cualquier forense podría determinar que había muerto de una sobredosis de fenobarbital y no del balazo en el hombro. Todo eso era cierto, pero no me preocupaba. Lo importante era que se llamaba Ostenberg y que llevaba consigo la pistola que con toda probabilidad había sido usada contra los cuerpos de Nola Payne, Jocelyn Ostenberg y el mío propio.
La policía tendría a su asesino, y todos los testigos habían muerto. Ni siquiera tendrían que pagar un nuevo juicio o una ejecución. No tenían más que aplaudir para limpiarse de las manos el polvo de las tumbas.
51
Me citaron en el despacho de Gerald Jordan tres días después. Los disturbios ya habían cesado. Vietnam y la nave espacial dominaban las noticias. No hubo cobertura de los casi cuarenta funerales que se llevaron a cabo en memoria de quienes habían muerto.
En la reunión estábamos tan sólo Jordan y yo. No estuvo Suggs, ni ningún hombre uniformado, ni un cuadro de guardaespaldas de élite.
—¿Ha oído hablar del cuerpo que descubrieron, el del hombre que según usted mató a Nola Payne? —preguntó después de los preliminares.
—Ajá.
—Llevaba encima la pistola que se usó para dispararle a la mujer continuó Jordan—. Eso le da credibilidad a su historia.
—No necesito credibilidad, delegado. Harold mató a Nola y a una docena de mujeres más. Aún hoy, usted mantiene en prisión a personas injustamente condenadas porque a su departamento le importa un bledo la muerte de una mujer negra.
—Eso le parecerá a usted —dijo él con una sonrisa—. El detective Suggs está de acuerdo. Le he dado permiso para reabrir ciertos casos. Si logra encontrar algo, mi despacho lo apoyará. También he liberado a Peter Rhone.
—Vale —dije—. Con eso termina todo, supongo.
—El forense dice que Harold fue envenenado, que lo mataron en otro lugar y lo dejaron después en ese lote de Grape.
—¿En serio?
Los ojos de Jordan eran como los cuerpos gemelos de dos viudas negras flotando en el espacio, esperando una oportunidad.
—¿Qué le gustaría pedirme, señor Rawlins?
—Ya le he dicho que acepté este trabajo por Nola y Geneva. Puede que estén muertas, pero al menos no han sido olvidadas.
—Usted no me aprecia —dijo Gerald Jordan—. Lo comprendo. Usted y yo estamos en lados opuestos de la calle. Pero eso no quiere decir que no tengamos intereses en común.
No me gustaba el curso de la conversación. Era como si tratara de meterme en algo, algo sucio y plagado de enfermedades. Recordé una conversación que había tenido con un hombre llamado DeWitt Albright en 1948. Hasta ese momento había pensado que Albright era el hombre más corrupto moralmente que jamás había conocido. Pero Jordan se llevaba la palma fácilmente.
—Lo único que tenemos en común es lo que odiamos del otro —le dije.
—Yo no lo odio, Rawlins. Usted me gusta. Me gusta tanto que he recomendado al jefe que le demos una licencia de investigador. Para que la próxima vez que salga a darle al callo, nadie pueda decirle que no tiene derecho a estar allí.
Depositamos los restos de Geneva y Nola en un pequeño cementerio que había al norte de Inglewood. Benita se quedó en casa con Jesus y Feather. EttaMae vino porque había ayudado a Bonnie con el funeral. Invité a Peter Rhone porque era la única persona que sabía que había amado realmente a Nola.
El pastor de EttaMae, Zachary Tellford, pronunció el panegírico bajo un sol ardiente.
—Nos han quitado a estas mujeres, Señor —dijo—. Eran buenas mujeres que trabajaban duro y se amaban entre sí tanto que llegan a tus puertas en el mismo carruaje. Son lo mejor que podemos ofrecerte, Señor. Puede que esta semana lleguen a ti millonarios y reyes y reinas. En tu puerta habrá santos y esforzados clérigos. Pero ninguno brillará con más fuerza en tu cielo. Nuestra vidas son menos en su ausencia. Peter comenzó a llorar desde las primeras palabras. Lloró más y más fuerte, hasta que EttaMae tuvo que sostenerlo.
El funeral fue breve y los ataúdes bajaron juntos al fondo de la tumba. Llevé a casa el coche alquilado de Peter, pues él estaba demasiado destrozado para conducir, y EttaMae dijo que podía irse con ella. Su mujer lo echó cuando él le confesó el amor que sentía por una mujer negra que había muerto. Realmente no tenía otro lugar adonde ir. Tres semanas después los disturbios habían sido olvidados casi por completo. Benita seguía con nosotros, pero había encontrado un trabajo y pronto se mudaría. Los fines de semana, iba a navegar con Jesus. A ambos parecía gustarles el silencio y la posibilidad de estar a solas en el Pacífico. Jackson se compró cinco trajes y trabajaba ochenta horas a la s emana. Nos visitaba de vez en cuando para traernos botellas de vino francés como señal de gratitud por mis mentiras.
Un martes llamé a Juanda y le pedí que quedáramos para comer en Pepe's.
Llegó temprano, y me esperaba en el mismo banco en que nos sentamos el día de nuestra primera cita. Llevaba un vestido naranja de volantes y zapatos blancos de tacón corto. Cuando llegué a la mesa se puso de pie y me besó en los labios.
—Hola —dijo.
Exhalé, pensando que era la mujer más bella que jamás había visto.
—Le he echado de menos —me dijo.
—Yo he querido llamarte cada día —dije yo.
—¿Sabe?, no me importa si tiene novia —dijo—. Es decir, me gustaría tenerle sólo para mí, pero necesito verle de vez en cuando y no me importa si eso sucede cuando usted decida. Juanda había pensado en ello tanto como yo. Había hecho sus propias concesiones y ahora me las ofrecía. Pero yo tenía una idea muy distinta al respecto. Y mientras que los pensamientos de Juanda eran jóvenes y tenían que ver con el amor, mis deliberaciones eran mucho más oscuras. Había estado pensando en Nola y Geneva y en la afortunada Benita, la mujer que había sobrevivido. Pensaba en Honey, que mató al niño que había ayudado a criar, y en Jocelyn, que odiaba la piel en que había venido al mundo y la sangre que la recorría.
—Sería imposible tenerte a un lado, Juanda —le dije—. Te quiero como eres y deseo que te vaya tan bien como te lo merezcas. Estuve en la Universidad de Los Ángeles el otro día y tienen un programa de convalidaci ones con el instituto. Puedes conseguir el diploma y luego comenzar a tomar clases universitarias.
—No me lo puedo permitir —dijo ella.
Saqué el sobre con el dinero que el Ratón me había dado. Se lo entregué, con el anillo, a la jovencita.
—No puedo estar contigo como ambos queremos —dije—. Pero me gustaría ayudarte a superar lo del Instituto, y verte ser lo que quieres ser. Con Juanda, no había momentos de debilidad. No hubo citas secretas, no hubo amores de una noche en la oscuridad. Hablamos durante un largo rato del sobre que había entre nosotros. Le hablé de los disturbios y de las mujeres muertas y del odio que sentimos por nosotros mismos. Cuando terminé, me dijo:
—Me encanta su forma de hablar, Easy. Con solo palabras me ha quitado el vestido y luego me lo ha vuelto a poner. Aceptaré el dinero si me promete ser mi amigo.
—Ten mucho cuidado, chica —dije—. Corres el riesgo de hacerme feliz.
Fin
Título original: Little Scarlet