REFUGIO PARA MARINOS Y POETAS
Publicado en
abril 17, 2021
Archipiélago de Aland
A mitad de camino entre Suecia y Finlandia, estas 6.666 islitas que forman el archipiélago de Aland se asoman a la paz de un mundo mágico.
Por Rudolph Chelminski.
"TENSA el cabo! ¡Iza!", gritó el jefe de ceremonias, y 50 manos tiraron del cáñamo.
Quedo a quedo, con la dignidad majestuosa de un gran navío que estuviera corriendo una tormenta tropical, el mástil se fue irguiendo sobre el suelo hasta ponerse vertical y dominar desde las alturas el verdor del parque. Adornaban su parte central un puñado de flores frescas y algunas hojas de álamo. En la plataforma del mástil, cuatro veleros de madera se perseguían en círculo infinito al mismo tiempo que un muñeco rojo, tallado también en madera, agitaba los brazos al son del viento. Era una cálida noche de junio. Mi reloj marcaba las 9 horas y el Sol alegraba aún el firmamento.
"¡Arriba, arriba!", rugía la muchedumbre en aquella víspera del solsticio de verano, cuando las Aland celebran el día más largo del año. Inmediatamente después, la gente formó en torno del palo un corro de danzantes que saltaban y brincaban y entonaban cantos populares.
Me hallaba en la isla de Dano, uno de los 6.666 trozos de tierra y roca que se asoman al mar Báltico a 40 kilómetros de Suecia y a otros tantos de Finlandia. El archipiélago de Aland, o "tierra de islas", es un verdadero empedrado. Lo mismo cabría hablar de 6.500 islas que de 6.700, pues hasta hoy nadie ha podido enumerarlas con exactitud. Cualquiera sea su número real, constituyen un mágico reino escondido, un idílico refugio que muy pocas personas conocen.
En tiempos prehistóricos fue colonizado desde las tierras del este (hoy Finlandia), y más tarde, ya en el período histórico, desde el oeste (hoy Suecia). A partir del siglo VI lo habitaron los suecos, que impusieron su idioma hasta el grado de que en la actualidad más del 95 por ciento de los isleños lo siguen hablando. Al terminar la Primera Guerra Mundial, la Sociedad de las Naciones incorporó Aland a Finlandia a condición de que aquella disfrutase de gobierno propio. De ahí que los 22.000 habitantes cuenten hoy con su propio parlamento provincial, su bandera y su policía, además de gozar de autonomía en materia de educación y estar exentos del servicio militar finlandés. Si bien es cierto que no constituyen una nación soberana, que mantienen relaciones estre chas con sus dos "madres patrias" y se alimentan de su espíritu, a los isleños les encanta darse aires de independientes.
Ni que decir tiene que han escrito un capítulo interesantísimo en el libro de los grandes veleros. Desde muy antiguo los de Aland habían destacado en este terreno, sin que hasta comienzos de nuestro siglo hicieran algo que los diferenciase de los demás navegantes del mundo.
Pero un buen día de 1913, Gustaf Erikson, un capitán de 40 años de edad que apenas sabía sonreír, puso pie en Mariehamn, la capital. Harto de navegar como estaba, se le había metido en la cabeza la idea de convertirse en armador. En aquel entonces, el buque de vapor había afirmado ya su supremacía sobre los veleros, y los armadores prudentes los vendían con toda la rapidez que les era posible. La última generación de los grandes buques de aparejo de cuadros (cuyo tonelaje era el doble del de los famosos clíperes de la ruta del té) se vendían a precios de saldo, y Erikson tuvo el valor de comprarlos y de levantar con ellos un magnífico negoció. Durante casi cuatro decenios mantuvo en el archipiélago la época de los veleros, cuando ya habían desaparecido en casi todo el orbe.
Con el andar de los años llegó a poseer 40 buques, muchos de los cuales eran graneleros de alta borda capaces de la navegación oceánica. Llevaban madera escandinava a Australia impulsados por los alisios, para luego rodear Africa; en aquellas lejanas tierras cargaban grano y buscaban los vientos reinantes para dirigirse a sus puertos de origen dando la vuelta al mundo por las costas, de Sudamérica y del Cabo de Hornos. El último carguero de Erikson, el Pamir, cruzó el cabo de marras el 10 de julio de 1949 en ruta para Falmouth, donde debía recibir nuevas órdenes. Pero ya no las hubo: la era de la navegación comercial de vela había terminado dos años después de morir Gustaf Erikson.
Con sobrados motivos los armadores del archipiélago se enorgullecen de su tradición, aunque esta ya sólo existe en los recuerdos del Museo Marítimo de Aland, que se alza sobre un farallón cubierto de césped, desde el que se domina el puerto de Mariehamn.
Mariehamn es una ciudad de casas de madera rodeadas de árboles y jardines inmensos que, por lo general, saludan a los del vecino sin que entre ellos medien vallas, setos o puertas. No es raro ver ondear en ellos la bandera de Aland, en cuyo fondo azul celeste destaca una cruz roja con borde amarillo. Mariehamn parece estar hecha para vivir en paz sin más quehacer que pasear serenamente por el campo y reunirse con los amigos.
El mar cuenta mucho allí. Los 62 buques modernos registrados constituyen hoy en día casi la tercera parte del tonelaje mercante total de Finlandia, en tanto que la población isleña resulta ridícula al lado de la de tierra firme. Y aunque la mayor parte de la flota mercante de Aland tiene demasiado calado para su puerto principal, es impresionante el enjambre de pequeñas embarcaciones que engalanan las islas. En su mayoría, se trata de navecillas de recreo. Yo prefiero con mucho las que salen a alta mar en busca de arenques, sollos y salmón. La mitad de la flota pesquera finlandesa procede de Aland.
Corrí con suerte un día después de mi llegada, pues pude visitar algunas islas a bordo de un pesquero profesional. Acompañé a un hombre extraordinario, Karl-Erik Bergman, a una de las dos visitas que mes tras mes realiza a las redes que tiende para el salmón cerca del islote de Mellanskar.
Pusimos en marcha la embarcación, en cuyo fondo reverberaban millones de escamas, residuos de anteriores expediciones. Penetramos en una bahía cristalina. Karl-Erik, rubio barbado de pantalones vaqueros, gorra azul desteñida y camiseta de color naranja, libró hábilmente cuantas rocas, bajíos o arrecifes se nos atravesaron.
Aquí y allá, las rocas rojizas de las islas y los arrecifes se metían, apenas al Báltico, como bañistas que probasen la temperatura del agua con los dedos del pie. El sordo golpeteo del motor espantaba a las gaviotas y a los patos silvestres. De tiempo en tiempo dejábamos atrás alguna cabaña. Razón llevaba Karl-Erik al decir que aquellos parajes eran perfectos para pasar un fin de semana con la familia o, simplemente, para huir del mundo.
En una isla mayor vimos una casa abandonada y un molino ruinoso.
—Allí vivían tres familias —comentó mi guía—. Hoy sólo queda una, y dentro de 10 años esto estará deshabitado.
Karl-Erik había puesto el dedo en una de las llagas dolorosas del archipiélago. Desde principios de siglo, el número de habitantes no ha variado mucho, pero la gente acepta cada vez menos la soledad. A los jóvenes les tira la "gran ciudad" de Mariehamn, o Helsinki, o Estocolmo.
Llegamos por fin a Mellanskar. Karl-Erik pasó a la canoa blanca que remolcaba nuestra embarcación, se arrodilló a popa y examinó las redes. Parecía que esta vez la suerte no lo había favorecido. A pesar del desencanto, mi guía me invitó a su fiesta de cumpleaños, que se celebraría unos días después, tras la ceremonia del mástil.
Luego alquilé un Cessna para observar el conjunto a vista de pájaro. La isla mayor, de la que el archipiélago toma su nombre, está rodeada por otras diez o doce lo bastante grandes para contener aldeas; y a aquellas, a su vez, las circunda un sinnúmero de islotes.
Sobrevolamos Lemland, Lumparland y Foglo antes de descender cerca del muelle del transbordador de Degerby para hacer una rápida visita a la Fiskforadling, instalación de conservas de pescado que fabrica bloques rectangulares de arenque congelado para alimento de visones en granjas finlandesas. El Alands Fiskforadling también suministra salmón, sollo, arenque y bacalao frescos a los mejores restaurantes de Helsinki. Ante la pared trasera, Helga Erikson cortaba ágilmente filetes de pescado, gruesos y perfectos, que caían en cascada a un recipiente.
Aterrizamos luego en Kokar, desde cuyas alturas los centinelas del medievo encendían grandes fogatas cuando se aproximaba por el este alguna flota enemiga. Así advertían a los hombres de Lemland y de la isla Aland para que preparasen la defensa. Sobrevolamos Huso y Brando, famoso en toda Finlandia por sus legumbres. Pasamos luego lentamente sobre el muro de granito rojo de la poderosa fortaleza de Kastelholm y de Bómarsund, para después volver a la capital.
Al día siguiente se celebraba la víspera del solsticio y el cumpleaños de Karl-Erik. Sonja, su esposa, nos había preparado un banquete del país.
Terminamos el ágape a eso de la medianoche. El Sol se había puesto por fin. Con voz musical y serena, Karl-Erik nos leyó varios de sus poemas, como el titulado Rankoskar, que habla de "islas desiertas, casas deshabitadas y cobertizos vacíos". Tenía ante mí a un hombre muy sensible que se lamentaba del cambio y la mudanza del destino humano. Las rocas, el mar y los árboles —presagiaban sus versos— seguirían allí aun cuando nosotros desapareciésemos, y Aland sería por siempre un bello refugio de paz.