EL PALACIO DE SORIA-MORIA (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
enero 22, 2021
Cuento Noruego seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez un matrimonio que tenía un hijo que se llamaba Halvor. Desde su infancia, el muchacho no quería hacer absolutamente nada y se pasaba todo el tiempo revolviendo en la ceniza. Los padres lo pusieron como aprendiz con distintos maestros, pero Halvor no aguantaba en ningún sitio. Cuando llevaba un par de días en casa de un maestro, se escapaba del aprendizaje, volvía a casa, se sentaba en el fogón y se ponía a revolver la ceniza.
Un buen día, llegó a la casa de sus padres un navegante que vio a Halvor y le preguntó si no le gustaría navegar por el mar y ver otros países.
Halvor dijo que sí, que le gustaría muchísimo, y enseguida se hizo a la mar con el navegante.
Ya no recuerdo muy bien cuánto tiempo llevaban navegando, pero en algún momento se desató una violenta tempestad; cuando pasó y todo volvió a estar en calma, los marineros no sabían ya dónde se encontraban. Habían sido arrastrados hasta una costa extranjera que ninguno de ellos conocía.
Como no soplaba nada de viento y tenían que quedarse allí parados, Halvor le pidió permiso al navegante para ir a tierra y ver qué había por allí, pues no podía soportar estar todo el tiempo tumbado sin hacer nada o durmiendo.
—¿Crees que puedes presentarte así ante la gente? —dijo el navegante—. ¡Si no tienes más ropa que los andrajos que llevas puestos!
Pero Halvor siguió suplicando hasta que por fin el navegante le dio permiso. Lo único que tenía que prometerle era que regresaría en cuanto empezara a hacer viento. A continuación, Halvor se marchó a tierra.
Allí había grandes y hermosos prados y llanuras por doquier, pero por ninguna parte se veía rastro alguno de seres humanos. Al poco tiempo empezó a soplar el viento. Pero Halvor quería seguir inspeccionando aquella tierra, así que siguió caminando, con la esperanza de encontrar gente. Al cabo de un rato, llegó a un camino grande y ancho que era tan liso y tan plano que se podía hacer rodar un huevo por él. Halvor avanzó por aquel camino hasta que, al final del mismo, cuando ya empezaba a anochecer, divisó a lo lejos un palacio grande y reluciente. Como había estado caminando todo el día y no se había llevado provisiones, estaba terriblemente hambriento, y cuanto más se acercaba al palacio, más aumentaba su inquietud.
Llegó finalmente al palacio, entró en él y se dirigió en primer lugar a la cocina, donde había un fuego encendido en el hogar. En la cocina todo era tan bello y magnífico que jamás había visto una cocina igual; las vajillas eran de oro y plata, pero no había nadie. Halvor llevaba un buen rato esperando sin que apareciera nadie, así que abrió una puerta y entró en una gran habitación. En ella había una princesa que estaba tejiendo una falda.
—¿Cómo ha podido llegar hasta aquí un alma cristiana? —exclamó—. Será mejor que te marches enseguida si no quieres que te devore el trol; porque aquí vive un repugnante trol de tres cabezas.
—Por mí como si tiene cuatro... —dijo el muchacho—, tengo muchas ganas de ver a ese tipo. No me iré, no he hecho nada malo. Pero podrías darme algo de comer; tengo un hambre terrible.
Cuando Halvor hubo comido hasta hartarse, la princesa le dijo que Intentara blandir la espada que colgaba de la pared. Pero no pudo blandiría; ni siquiera pudo levantarla.
—Entonces tendrás que tomar un trago de la botella que hay colgada junto a ella —dijo la princesa—, pues eso es lo que hace siempre el trol cuando va a usar la espada.
Halvor le dio un buen trago a la botella y entonces pudo blandir la espada con una mano, como si tal cosa. Dijo que el trol ya podía ir cuando quisiera, y, efectivamente, éste no tardó mucho en llegar a toda velocidad. Halvor se había colocado detrás de la puerta.
—¡Huy, huy, huy! ¡Qué olor a carne humana! —dijo el trol asomando la cabeza por la puerta.
—Sí, enseguida lo vas a ver —dijo Halvor cortándole las tres cabezas de una vez.
La princesa se alegró tanto que se puso a cantar y a dar saltos. Pero cuando se acordó de sus hermanas, dijo:
—¡Ay! ¡Ojalá mis hermanas estuvieran también a salvo...!
—¿Dónde están? —preguntó Halvor.
Entonces ella le contó que a una la tenía cautiva un trol en un palacio que estaba a siete leguas de allí, y la otra estaba presa de otro trol en un palacio que estaba a nueve leguas del anterior.
—Pero ahora —dijo ella— tienes que ayudarme a sacar de aquí este cuerpo sin cabeza.
A Halvor le pareció una idea estupenda. Arrojó fuera el cuerpo y dejó dentro todo completamente limpio, de forma que pudieron pasar el resto del día contentos y complacidos. A la mañana siguiente, sin embargo, Halvor se puso en camino en cuanto empezó a clarear. No se concedió ni un momento de descanso. Caminó y caminó todo el día pero, en cuanto divisó el palacio, volvió a sentirse algo inquieto. El palacio era mucho más bello y magnífico que el anterior, pero allí tampoco se veía ni un alma. Halvor entró en primer lugar en la cocina y de allí se fue directamente a la habitación.
—¿Cómo? ¿Ha podido entrar aquí un alma cristiana? —exclamó la princesa—. Ya no sé cuánto tiempo llevo aquí —dijo—, pero en todo el tiempo que llevo nunca había visto a un ser humano. Lo mejor que puedes hacer es ir pensando en marcharte, pues aquí vive un trol que tiene seis cabezas.
—No, no me iré —dijo Halvor—, ni aunque tuviera otras seis.
—Te cogerá y te comerá vivo —dijo la princesa.
Pero no sirvió de nada. Halvor dijo que no se iría, pues el trol no le daba ningún miedo, pero que le gustaría comer y beber algo, porque el viaje lo había dejado terriblemente hambriento. La princesa le dio todo lo que quiso. Pero después ésta volvió a insistir en que se marchara.
—No —dijo Halvor—, no me iré. No he hecho nada malo, así que no tengo por qué tener miedo.
Viendo que Halvor se había empeñado en quedarse, la princesa le dijo:
—Entonces intenta blandir la espada que está colgada en aquella pared y que el trol siempre usa en la guerra.
Halvor no pudo blandir la espada. Ella entonces le dijo que bebiera un trago de la botella que estaba colgando junto a la misma. En cuanto Halvor lo hubo hecho, pudo blandir la espada sin esfuerzo.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llegó el trol. Era tan grande y grueso que tenía que pasar de lado por la puerta. Cuando asomó la primera cabeza exclamó:
—¡Huy, huy, huy! ¡Qué olor a carne humana!
Pero en ese mismo momento Halvor le arrancó de un tajo una cabeza y a continuación todas las demás. La princesa se alegró muchísimo. Pero cuando pensó en sus hermanas, expresó su deseo de que éstas también fueran liberadas. Halvor le aseguró que era posible conseguirlo y quiso volver a ponerse en marcha inmediatamente. Pero lo primero que tuvo que hacer fue ayudar a la princesa a sacar de allí el cuerpo del trol. A la mañana siguiente, muy temprano, se puso en camino. Como tenía que hacer un largo viaje, unas veces fue andando y otras corriendo para poder llegar a su debido tiempo.
Cuando empezaba a anochecer divisó por fin el palacio, que era mucho más bello y magnífico que los dos anteriores. En esta ocasión ya no sintió el más mínimo temor, sino que cruzó directamente la cocina y entró en la habitación. Allí había una princesa tan bella que es imposible describirla con palabras; al igual que sus hermanas, dijo que en todo el tiempo que llevaba en la casa del trol no había visto un alma humana; le rogó también que se marchara enseguida, pues de lo contrario el trol, que tenía nueve cabezas, se lo comería vivo.
—Por mí como si tiene otras nueve. No me iré —dijo Halvor poniéndose junto a la chimenea.
La princesa le rogó encarecidamente que se marchara para que el trol no se lo comiera, pero Halvor dijo:
—Pues que venga si le apetece.
La princesa entonces le señaló la espada del trol y le dijo que bebiera un trago de la botella para que pudiera blandirla..
No había transcurrido mucho tiempo cuando el trol llegó a toda prisa. Como era mucho más grande y corpulento que los dos anteriores, tuvo que pasar también de lado por la puerta. Cuando asomó la primera cabeza dijo, al igual que los anteriores:
—¡Huy, huy, huy! ¡Qué olor a carne humana!
Pero en ese mismo momento Halvor le cortó una cabeza y a continuación todas las demás, aunque, como la última era la más resistente de todas, cortársela fue el trabajo más duro que Halvor había realizado jamás, aún estando convencido de tener suficiente fuerza.
Cuando Halvor hubo matado al tercer trol, todas las princesas se reunieron en el palacio, tan alegres y complacidas como jamás lo habían estado antes en toda su vida. Todas se habían enamorado de Halvor, pero él no era capaz de decidir cuál de ellas le gustaba más; le parecía, sin embargo, que la princesa más joven era la que más lo apreciaba.
Pese a la alegría de las hermanas, Halvor estaba muy callado y afligido. Al darse cuenta, la princesa más joven le preguntó por qué estaba tan triste y si acaso no se sentía a gusto con ellas. Halvor dijo que sí, que se sentía muy a gusto con ellas, que tenían más que suficiente para vivir y que llevaba una buena vida, pero que echaba mucho de menos su casa; sus padres aún vivían, así que le gustaría mucho volverlos a ver. Las princesas aseguraron que era fácil conseguirlo y le dijeron:
—Irás y volverás sano y salvo si sigues exactamente nuestro consejo.
Halvor dijo que lo seguiría exactamente. Entonces lo vistieron con un traje tan magnífico que parecía un príncipe y le pusieron en el dedo un anillo que tenía la propiedad de permitirle ir y volver según su deseo. Sin embargo, las princesas le advirtieron que no perdiera el anillo ni dijera sus nombres, pues si lo hacía se acabaría todo aquel esplendor y jamás volvería a verlas.
—¡Me sentiría tan feliz si pudiera estar en casa! —dijo Halvor.
Nada más expresar aquel deseo, se cumplió: Halvor se encontró de repente ante la puerta de la casa de sus padres. En ese momento estaba empezando a anochecer. Cuando sus padres vieron entrar a un señor tan noble y distinguido, se quedaron tan sorprendidos que se inclinaron y le hicieron reverencias. Halvor les preguntó si podía pasar la noche en su casa, pero le contestaron que era totalmente imposible.
—No estamos preparados para atenderle —dijeron—, no disponemos de nada con lo que poder servir a un señor como vos.
Le aconsejaron que se dirigiera al palacio, cuya chimenea se podía ver desde la casa, porque allí podrían ofrecerle de todo. Pero a Halvor no le gustó aquella idea, así que insistió en hospedarse a toda costa en su casa. El matrimonio se mantuvo en su opinión de que debía ir al palacio, de que allí le darían tanto de comer como de beber, mientras que ellos no podían ofrecerle ni siquiera una silla.
—No —dijo Halvor—, ya iré al palacio mañana por la mañana. Dejadme pasar la noche en vuestra casa. Puedo sentarme junto a la lumbre.
El matrimonio no tuvo nada que objetar, así que Halvor se sentó junto al hogar y empezó a revolver en las cenizas, igual que hacía en otros tiempos, cuando todavía holgazaneaba en casa.
Hablaron de muchas cosas. Halvor les contó esto y lo otro, hasta que finalmente les preguntó si habían tenido hijos. Sí, dijeron ellos, habían tenido un hijo que se llamaba Halvor, pero se había marchado y no sabían si seguiría con vida o estaría muerto.
—¿No podría ser yo ese hijo? —dijo Halvor.
—No —dijo la mujer—, de eso estoy segura. Halvor era tan vago y perezoso que nunca quería hacer ni lo más mínimo y andaba además con una ropa tan andrajosa que siempre llevaba remiendo sobre remiendo. Él jamás podría haberse convertido en un señor como vos.
Pero cuando la mujer atizó la lumbre en el hogar y el resplandor iluminó a Halvor, lo reconoció.
—¡Sí, es cierto, eres tú, Halvor! —exclamó, y los viejos padres sintieron tanta alegría que es imposible de explicar.
Halvor tuvo entonces que contarles cómo le había ido, y su madre se empeñó a toda costa en que fuera inmediatamente al palacio a que le vieran las sirvientas, que tan orgullosas habían sido siempre. Ella misma se le adelantó y les contó a las sirvientas que Halvor había vuelto a casa, y que ya iban a ver lo elegante que estaba; que parecía un príncipe.
—Nos lo podemos imaginar —dijeron las doncellas irguiendo la cabeza—; seguro que sigue siendo el misino andrajoso de siempre.
En ese mismo momento entró Halvor. Las doncellas se llevaron tal sorpresa que se les cayó la blusa al hogar, junto al que estaban sentadas quitándose las pulgas, y salieron de allí corriendo en ropa interior. Cuando regresaron, estaban tan avergonzadas que ni siquiera se atrevían a mirar a Halvor, con el que tan orgullosas y tan arrogantes habían sido siempre.
—Vosotras siempre os habéis considerado muy finas y hermosas —dijo Halvor—, y creíais que no había nadie que os igualara. ¡Pero tendríais que ver a la mayor de las princesas que he liberado! En comparación con ella, vosotras parecéis auténticas pastoras; la segunda es aún más bella, pero la tercera, que es mi prometida, es más bella que el Sol y la Luna juntos. Ojalá estuvieran aquí para que pudierais verlas.
Apenas dichas estas palabras aparecieron ante él las princesas. Aquello lo dejó espantado, pues se acordó de los consejos que éstas le habían dado. En el palacio se preparó un magnífico banquete en honor de las princesas y se dispuso un gran boato, pero ellas no se quedaron mucho tiempo,
—Queremos ir a casa de tus padres —dijeron— y dar un paseo por los alrededores.
A continuación se marcharon y, no lejos del palacio, llegaron a un gran manantial lleno de peces. Muy cerca del manantial había una bella y verde colina. Las princesas quisieron sentarse allí a descansar un rato; dijeron que la vista desde el manantial les parecía muy hermosa.
Cuando llevaban un rato allí sentadas, la princesa más joven dijo:
—¡Ven, Halvor, voy a acariciarte el pelo!
Halvor apoyó la cabeza en su regazo y no tardó mucho en quedarse dormido. Entonces la princesa le quitó del dedo el anillo y le puso otro en su lugar. Luego dijo:
—¡Agarraos las dos a mí!... ¡Ojalá estuviéramos en el palacio de Soria—Moria!
Cuando Halvor se despertó y vio que las princesas habían desaparecido, empezó a llorar amargamente. Se sentía tan afligido que no hubo forma de conseguir que se calmara. Por más que sus padres trataron de consolarlo y le rogaron que se quedara con ellos, nada pudo retenerle. Se despidió de ellos y les dijo que probablemente jamás volvería a verlos, pues, si no encontraba a las princesas, la vida no tendría ya sentido para él.
Aún le quedaban trescientos táleros; se los guardó en el bolsillo y se puso en camino. Cuando había andado un buen trecho, se cruzó con un hombre que tenía un caballo. Halvor dijo que le gustaría comprárselo y empezó a negociar con él.
—En realidad no tenía intención de venderlo —dijo el hombre—, pero si podemos llegar a un trato, ¿por qué no? Entonces Halvor le preguntó cuánto quería por el caballo.
—No pagué mucho por él, ya que tampoco vale mucho —dijo el hombre—, pero para montar es un buen caballo, aunque como animal de tiro realmente no sirve. Pero bueno, tiene fuerza suficiente para llevar vuestro morral y llevaros también a vos, si de cuando en cuando vais un rato a pie.
Se pusieron de acuerdo en el precio, y una vez que el caballo era ya suyo, Halvor cargó encima de él su morral y fue a ratos a pie y a ratos montado. Cuando empezaba a anochecer llegó a una verde colina en la que había un gran árbol. Cogió del caballo el morral con sus provisiones, le quitó las riendas y se tumbó a dormir bajo el árbol. En cuanto se hizo de día, volvió a emprender su camino, pues no tenía un momento de reposo. Caminó y cabalgó durante todo el día por un gran bosque en el que había muchos campos verdes que resplandecían entre los árboles. Halvor ya no sabía dónde estaba ni adonde le llevaba el camino. Pero no se tomó ni un momento de descanso, salvo para darle algo de comer al caballo y abrir él mismo su morral en alguno de aquellos campos verdes. Siguió caminando y cabalgando, y parecía que el bosque no iba a acabarse nunca.
Pero al día siguiente, cuando empezó a oscurecer, vio que entre los árboles había cada vez más claros. «¡Ojalá me encontrara ahora con gente en cuya casa pudiera calentarme un poco y comer algo!», pensó Halvor. Y, tras andar algunos pasos, llegó a una miserable cabaña a través de cuyas ventanas vio a un viejo matrimonio; eran tan viejos que tenían el pelo completamente blanco, tan blanco como una paloma, y la mujer tenía una nariz tan larga que la utilizaba como gancho para remover las brasas en el fogón.
—Buenas tardes —dijo Halvor al entrar.
—Buenas tardes —dijo la mujer—. ¿Qué os trae por aquí? Hace más de cien años que no viene por aquí un alma.
Halvor les contó que quería ir al palacio de Soria—Moria y les preguntó si no sabrían ellos el camino.
—No —dijo la mujer—, no lo sé. Pero enseguida llegará la Luna y se lo preguntaré, pues ella brilla sobre todo, todo lo ve, así que es muy probable que lo sepa.
Cuando la Luna brilló clara y pura sobre los árboles, la mujer salió y gritó:
—¡Oye, Luna! ¡Luna! ¿Me puedes decir por dónde se va al palacio de Soria—Moria?
—No —dijo la Luna—, no te lo puedo decir, pues cuando brillaba sobre aquella región tenía delante una nube.
—Espérate un poco —dijo la mujer a Halvor—. Pronto vendrá el viento del Oeste, que seguro que lo sabe, pues sopla y resopla hasta en los más apartados rincones. Anda, ¡pero si tienes un caballo! —exclamó a continuación al ver el caballo de Halvor—. ¡Deja que el pobre caballo paste un poco en la dehesa en lugar de tenerlo aquí a la puerta, muriéndose de hambre! ¿O quieres que hagamos un cambio? —dijo—. Tengo aquí un par de botas viejas con las que puedes avanzar siete leguas de una zancada. Te las cambio por el caballo. Así podrás llegar mucho antes al palacio de Soria—Moria.
A Halvor le pareció muy bien, y la vieja se alegró tanto de tener un caballo que se puso a bailar y a dar saltos.
—Ahora podré ir a caballo a la iglesia cuando quiera —dijo. Halvor, que estaba muy inquieto, quería ponerse enseguida en marcha con las botas, pero la vieja dijo:
—No hay tanta prisa. Primero túmbate un poco en el banco y duerme, pues no puedo ofrecerte una cama. Mientras tanto estaré pendiente por si viene el viento del Oeste.
Cuando Halvor llevaba un rato dormido, llegó el viento del Oeste soplando de tal manera que la vieja cabaña crujió. La vieja salió.
—¡Oye, viento del Oeste! ¡Viento del Oeste! —gritó—. ¿Sabes por dónde se va al palacio de Soria—Moria? Aquí hay alguien que quiere ir allí.
—Sí, conozco muy bien el camino —dijo el viento del Oeste—. Precisamente ahora tengo que ir allí a secar unos trajes de boda. Si se levanta inmediatamente, puede viajar conmigo.
Halvor salió.
—Tienes que ser muy rápido si quieres venir conmigo —dijo el viento del Oeste, y lo llevó de tal forma sobre bosques, praderas, colinas y valles que Halvor tuvo que hacer grandes esfuerzos para poder seguirle el paso. Finalmente, el viento del Oeste le dijo:
—Ya no puedo seguir contigo, pues tengo que echar abajo una parte de aquel bosque de abetos antes de ir al tendedero a secar la ropa. Pero, si sigues caminando por este lado de la montaña, llegarás hasta unas criadas que estarán lavando, y desde allí el palacio de Soria—Moria ya no queda lejos.
Pasado un rato, Halvor llegó al lugar en que estaban las criadas lavando. Le preguntaron si no habría visto al viento del Oeste, pues tenía que ir a secar la ropa para la boda.
—Sí —dijo Halvor—, aún ha de arrancar una parte del bosque de abetos, pero en cuanto acabe vendrá.
A continuación les preguntó por dónde se iba al palacio de Soria—Moria, y las criadas le indicaron el camino. En el palacio había un auténtico hervidero de caballos y gente. Como había seguido al viento del Oeste por bosques, praderas, campos cultivados y tierras pedregosas, Halvor estaba tan andrajoso y destrozado que no quería que le vieran, así que se mantuvo apartado. No apareció hasta el último día, cuando los invitados se estaban sentando ya a la mesa.
Se empezó a beber, como es costumbre y tradición, a la salud del novio y de la novia, y todos les deseaban que fueran felices. El copero sirvió de beber a caballeros y escuderos, así que el vaso llegó también a Halvor. Él hizo un brindis a la salud de los novios, pero, a continuación, echó en el vaso el anillo que la princesa le había puesto en el dedo cuando se quedó dormido a orillas del manantial y le dijo al copero que saludara de su parte a la princesa y le entregara el vaso. Cuando la princesa vio su anillo, se levantó inmediatamente de la mesa y dijo:
—¿Quién es el que más se merece hacer de una de nosotras su esposa? ¿El que nos liberó o el que está aquí sentado como novio?
Todos dijeron que, naturalmente, el primero, que de eso no cabía duda alguna.
Cuando Halvor oyó aquello, no tardó en tirar sus andrajos y engalanarse como un novio.
—Sí, ¡éste es el más apropiado! —exclamó la princesa cuando le vio. Dejó al otro plantado con cara larga y se casó con Halvor.
Fin