LA GARRA DE GATO (Connie Willis)
Publicado en
diciembre 26, 2020
—Vamos, Bridlings —dijo impaciente Touffét tan pronto como llegué—. Vaya a casa y haga las maletas. Nos vamos a Suffolk para unas alegres Navidades en el campo.
—Creí que odiaba usted las Navidades en el campo —dije.
Hacía tan sólo una semana lo había invitado a casa de mi hermana y obtenido un violento rechazo a la idea.
—¡Unas Navidades en el campo! ¡Terrible! —había exclamado—. Acebo y muérdago y juegos estúpidos..., la gallinita ciega y ese ridículo juego en el que la gente coge pasas de un bol de aguardiente en llamas, y comida aún más horrible. ¡Budín de ciruela! —Se estremeció—. ¡Y ponche de cerveza!
Protesté diciendo que mi hermana era una excelente cocinera y que nunca hacía ponche de cerveza, sino sólo de leche y huevo.
—Creo que se lo pasaría usted muy bien —dije—. Todo el mundo es muy agradable.
—Puedo imaginarlo —respondió—. Nadie bebe, todo el mundo es fiel a su esposa, la herencia está equitativamente dividida, y ninguno de sus familiares pensará nunca en asesinar a nadie.
—¡Por supuesto que no! —exclamé, irritado.
—Entonces prefiero pasar la Navidad aquí solo —dijo Touffét—. Al menos así no me veré sometido al ganso asado y a las Rimas Tontas.
—No jugamos a las Rimas Tontas —respondí con dignidad—. Jugamos a las adivinanzas.
Y ahora, escasamente una semana más tarde, Touffét me proponía ansiosamente ir al campo.
—Acabo de recibir una carta de lady Charlotte Valladay —dijo, blandiendo una hoja de papel color rosa pálido—, pidiéndome que acuda a Marwaite Manor. Desea que resuelva un misterio para ella. —Examinó la carta a través de su monóculo—. ¿Qué puede ser más delicioso que un asesinato en una casa de campo por Navidad?
En realidad yo podía pensar en un buen número de cosas. Miré la carta. “Debe usted venir —había escrito la dama—. Esto es un misterio que sólo usted, el más grande detective del mundo, puede resolver.” Lady Charlotte Valladay. Y Marwaite Manor. ¿Dónde había oído aquellos nombres antes? Lady Charlotte.
—No dice que haya habido ningún asesinato —observé—. Sólo dice un misterio.
Touffét no estaba escuchando.
—Debemos apresurarnos si queremos tomar el tren de las 3:00 de Euston. No habrá tiempo para que vaya usted a casa, haga las maletas y vuelva aquí. Deberá reunirse conmigo en la estación. Vamos, no se quede aquí con aire estúpido.
—La carta no dice nada de que yo también esté invitado —señalé—. Sólo lo menciona a usted. Y yo ya le he dicho a mi hermana que pasaría la Navidad con ella.
—No le menciona porque simplemente supone que llevaré conmigo a mi ayudante.
—Lo de su ayudante es un decir, Touffét. Usted nunca me deja hacer nada.
—Porque no tiene usted mente de detective. Siempre ve sólo la fachada. Nunca ve lo que hay detrás.
—Entonces, evidentemente, no me necesita.
—Por supuesto que le necesito, Bridlings. ¿Quién registrará mis éxitos si no está usted ahí? ¿Y quién señalará lo obvio y lo incorrecto, para que yo pueda rechazarlo y hallar la auténtica solución?
—Prefiero jugar a las adivinanzas —dije, y tomé mi sombrero—. Espero que lady Charlotte le dé ponche de cerveza y budín de ciruela. Y le haga jugar a las Rimas Tontas.
Al final fui. Había estado con Touffét en cada uno de sus casos, y aunque todavía no podía situar a lady Charlotte Valladay, tenía la impresión de que su nombre estaba conectado con algo interesante.
Y nunca había pasado una Navidad en una finca en el campo, con el antiguo vestíbulo decorado con acebo y cuadros de Gainsborough, un enorme tronco en la chimenea, una fiesta de Navidad a la antigua; salmón escalfado, carne asada y un resplandeciente ganso, con un vino distinto para cada plato. Quizá tuvieran incluso cabeza de jabalí.
Los trenes de cercanías a Suffolk estaban todos llenos, y sólo pudimos hallar asiento en un exprés. También estaba lleno, y cada pasajero llevaba no sólo su equipaje sino también enormes bolsas llenas de regalos recién comprados que llenaban por completo la parte superior de los compartimentos. Tuve que sostener mi maleta y el paraguas de Touffét sobre las rodillas.
Pensé añorante en el compartimento de primera clase que había reservado en el tren hasta casa de mi hermana y esperé que Marwaite Manor estuviera en el extremo más cercano de Suffolk.
Marwaite Manor. ¿Dónde había oído yo ese nombre? ¿Y lady Charlotte? No en las revistas sensacionalistas, decidí, aunque tenía una vaga idea de algo controvertido. Una protesta de algún tipo. ¿Qué? ¿Clonación? ¿El intento de revivir la caza del zorro?
Quizás era una actriz..., siempre estaban metidas en dificultades. O un escándalo real. No, era demasiado mayor. Creía recordar que ya había cumplido los cincuenta.
Touffét, sentado frente a mí, estaba profundamente inmerso en la lectura de un libro. Me incliné ligeramente hacia adelante, intentando leer el título. Touffét sólo lee novelas de misterio, dice, para estudiar los métodos de los detectives de ficción, pero en realidad para criticarlos. Y, sospechaba, para estudiar sus peculiaridades. Y adoptarlas si las consideraba interesantes. Ya había adoptado el monóculo de lord Peter Wimsey y la forma de Hércules Poirot de tratar a su “ayudante”, y me había recibido en la estación llevando una capa sherlockholmesiana. Gracias a Dios no había adoptado la gorra de cazador de Holmes. O su violín. Al menos hasta ahora.
El título estaba impreso en letra muy pequeña. Me incliné un poco más hacia adelante, y Touffét alzó irritado la vista.
—Esa Dorothy Sayers es ridícula —dijo—. Hace que su lord Peter le lea los horarios de los trenes, le descifre códigos, utilice cronómetros, y todo eso, todo, es innecesario. Si tan sólo preguntara: “¿Quién tenía un motivo para asesinar a Paul Alexis?”, no tendría necesidad de toda esa ristra de recetas y diagramas.
Cerró el libro.
—Es Sherlock Holmes el que ha causado toda esta estúpida preocupación con las evidencias —dijo—, con todas esas cenizas de tabaco y experimentos químicos. —Tomó la maleta de mis rodillas y empezó a rebuscar en ella—. ¿Dónde ha puesto mi otro libro, Bridlings?
Yo no lo había tocado. A veces pienso que me lleva con él por la misma razón por las que lee novelas de misterio: para poder sentirse superior.
Extrajo un libro de su maletín, Los crímenes de la Rue Morgue de Edgard Allan Poe. Sin duda hallaría todo tipo de cosas que el inspector Dupin había hecho mal. Probablemente pensaría que Dupin hubiera debido preguntarse qué motivos podía tener un orangu...
—¡Touffét! —exclamé—. ¡He recordado quién es lady Charlotte Valladay! ¡Es la mujer mono!
—¿La mujer mono? —dijo Touffét con voz irritada—. ¿Está diciendo que lady Charlotte es una atracción de feria? ¿Cubierta de pelo y rascándose sin cesar?
—No, no —dije—. Es una activista de los derechos de los primates, afirma que habría que conceder a gorilas y orangutanes el derecho al voto, proporcionarles los mismos derechos que los hombres ante los tribunales y todo eso.
—¿Está usted seguro de que es la misma persona? —murmuró Touffét.
—Completamente. Su padre es lord Alastair Biddle, hizo su fortuna con la inteligencia artificial. Así es como ella se interesó en los primates. Eran sujetos en las investigaciones sobre la IA de su padre. Fundó el Instituto de Inteligencia Primate. La vi en televisión justo el otro día, solicitando fondos para él.
Touffét había sacado la carta rosa de lady Charlotte y la estaba examinando.
—No dice nada en absoluto sobre monos.
—Quizá uno de sus orangutanes se ha escapado y ha cometido un asesinato, como en Los crímenes de la Rue Morgue —dije—. Parece que le ha dejado como un mico, Touffét.
No había nadie en la estación para recibirnos. Sugerí tomar el único taxi aparcado al final del andén, pero Touffét dijo:
—Lady Charlotte enviará a alguien a buscarnos, seguro.
Tras un cuarto de hora, durante el cual empezó a llover y yo pensé añorante en cómo mi hermana estaba siempre en el andén aguardándome, sonriendo y agitando la mano, telefoneé al manor.
Un hombre de voz aguda y refinada dijo:
—Marwaite Manor —y cuando pregunté por lady Valladay, dijo formalmente—: Momento por favor —y lady Charlotte se puso al teléfono.
—Oh, coronel Bridlings, lamento tanto que no haya podido enviar a nadie a recogerles. Han rechazado darle a D’Artagnan el permiso de conducir, lo cual es perfectamente ridículo, conduce mejor que yo, y no había nadie más a quien pudiera enviar. Si tienen la bondad de tomar un taxi, D’Artagnan pagará al conductor cuando lleguen aquí. Les veré dentro de muy poco.
Por aquel entonces, por supuesto, el taxi ya se había marchado, y tuve que telefonear pidiendo uno. Cuando colgaba, un hombre de mediana edad, tostado por el sol, con una abundante barba roja y una bolsa negra al hombro, se me acercó.
—No pude evitar oírle —dijo con fuerte acento australiano—. Va usted a Marwaite Manor, ¿verdad, compañero?
—Sí —dije cautelosamente. Los periodistas siempre están intentando entrevistar a Touffét, y la bolsa de hombro parecía sospechosamente capaz de ocultar una videocámara.
—Me estaba preguntando si podría ir con ustedes. Yo también voy a Marwaite Manor. —Tendió la mano—. Soy Mick Rutgers.
—Coronel Bridlings —le devolví el saludo, y me volví hacia Touffét, que se había acercado y estaba observado al señor Rutgers a través de su monóculo—. Permítame presentarle al inspector Touffét.
—¿Touffét? —exclamó Rutgers—. ¿El detective?
—¿Ha oído hablar usted de mí en Australia? —se sorprendió Touffét.
—Todo el mundo ha oído hablar del más grande detective del mundo —dijo Rutgers, recuperándose—. Es un honor. ¿Qué le trae a Marwaite Manor?
—Lady Charlotte Valladay me ha pedido que resuelva un misterio.
—¿Un misterio? ¿Qué misterio?
—No lo sé —dijo Touffét—. Ah, ya llega el taxi.
Recogí nuestro equipaje.
—Espero que el manor no esté muy lejos.
—Sólo unos tres kilómetros —indicó Rutgers.
—Ah, ¿ha estado usted aquí antes? —quiso saber Touffét.
—No, compañero —respondió Rutgers, de nuevo con voz seca—. De hecho, nunca hasta ahora había puesto el pie en Inglaterra. No, cuando me invitó me dijo que el manor estaba tan sólo a unos tres kilómetros de la estación. Lady Charlotte. Trabajo para la Cadena Australiana de Noticias,
Sabía que era fotógrafo, pensé.
—¿Por qué está usted aquí? —pregunté.
—Lady Charlotte dijo que tenía una gran historia, una que me interesaría cubrir.
—¿Y no le dijo de qué historia se trataba? —preguntó Touffét.
Rutgers negó con la cabeza.
—Pero, sea cual sea, ella paga todos los gastos, y nunca había estado en Inglaterra. Así que aquí estoy.
Subimos al taxi y partimos. Eran, como había dicho el señor Rutgers, “sólo unos tres kilómetros”, y llegamos a Marwaite Manor en un santiamén.
Al menos eso era lo que decía encima de la verja de hierro forjado de la entrada, flanqueada por dos columnas de granito. Pero los edificios en la distancia se parecían más bien a los de un complejo industrial. Había numerosos cobertizos largos de metal, con aparcamientos entre ellos y grandes ventiladores y tuberías. Parecían más bien lúgubres a la helada lluvia.
El taxista nos llevó más allá del complejo y subiendo una larga cuesta y se detuvo frente a un edificio de vidrio y cromo de cuatro plantas con el aspecto de la sede central de una gran compañía.
—¿Está usted seguro de que esto es Marwaite Manor? —le pregunté mientras sacaba nuestro equipaje del maletero.
Asintió, tendiéndome la maleta grande de Touffét y la mía más pequeña.
—¿Me pagará el mono o ustedes?
—¿Perdón? —dije, sin acabar de comprender. Miré a Touffét, esperando que no hubiera oído aquella burda observación. Él y Rutgers se dirigían ya hacia la puerta delantera—. El mayordomo de lady Charlotte le pagará —dije secamente, y les seguí hacia la puerta.
Ésta se abrió. Había un gorila de pie en ella, vestido con el uniforme de mayordomo, guantes blancos incluidos.
—Buen Dios —dije.
—Estamos aquí para ver a lady Charlotte Valladay —dijo Touffét, observando al gorila a través de su monóculo.
El gorila acabó de abrir la puerta.
—Soy el inspector Touffét, y éste es el señor Rutgers.
—Creo que los gorilas entienden el lenguaje de los signos —susurré—. Rutgers, ¿lo conoce usted?
—¿Entren por favor? ¿Tomo equipaje? —dijo el gorila, y me quedé tan sorprendido que no pude moverme de donde estaba, con la boca abierta.
—¿Tomo maletas señor? —dijo el gorila de nuevo.
—El taxi son seis libras —dijo el taxista, pasando por mi lado con la mano extendida—. Y eso no incluye la propina.
—Pago un momento —dijo el gorila, y se volvió hacia mí—. ¿Tomo maletas señor?
Me había recuperado lo suficiente como para tendérselas, intentando no retroceder de aquellas enorme manazas metidas en sus incongruentes guantes blancos.
—Gracias —murmuré.
—Por aquí señor —dijo el gorila, dejándose caer sobre sus enguantados nudillos, y nos condujo a un enorme vestíbulo—. Excusen momento —añadió.
Era realmente demasiado extraño oír aquella refinada voz de clase alta brotar de aquel enorme gorila negro grisáceo.
—Diré lady Valladay están aquí. —Salió del vestíbulo, apoyándose aún sobre los nudillos al caminar.
—Buen Dios, Touffét... —empecé a decir, cuando entró una mujer de mediana edad vestida con ropas de color caqui y adornada con perlas.
—¡Oh, inspector Touffét! ¡Me alegra tanto que esté usted aquí! Tanny, ¿has pagado al taxista?
—Si señora —dijo el gorila.
—Bien, Mantente erguido. Inspector Touffét, me gustaría presentarle a D’Artagnan.
El gorila enderezó su cuerpo, extendió una monstruosa mano enguantada, y Touffét se la estrechó, aunque un tanto torpemente.
—D’Artagnan se quedó huérfano a causa de unos cazadores furtivos en Uganda cuando tenía sólo dos semanas de edad —dijo lady Charlotte.
—Rescatado —precisó D’Artagnan, señalando a lady Charlotte con un dedo enguantado en blanco.
—Lo hallé en Hong Kong en una jaula del tamaño de una caja de zapatos —dijo la mujer, mirándole con cariño—. Lleva doce años aquí en el Instituto.
—Creía que los gorilas no podían hablar —señalé.
—Lleva un implante laríngeo —dijo la mujer—. Cuando visitemos el complejo podrá ver nuestra unidad quirúrgica.
—¿Cómo lo llamó D’Artagnan? —quiso saber Rutgers.
—Él mismo lo eligió. No creo en darles nombres a los primates como si fueran animales de compañía. Nuestras investigaciones aquí en el Instituto nos han demostrado que los primates son extremadamente inteligentes. Son capaces de pensamientos de alto nivel, tienen habilidades de cálculo y autoconsciencia. D’Artagnan es un ser consciente, completamente capaz de tomar decisiones personales. Ha alcanzado un 96 en los tests de CI. Quiso llamarse así por uno de los Tres Mosqueteros. Es su libro favorito.
—Buen Dios, ¿también sabe leer?
La mujer negó con la cabeza.
—Sólo unas pocas palabras. Yo le leo en voz alta.
D’Artagnan asintió con su enorme cabeza.
—Reina —dijo.
—Sí, le encanta la parte en que los tres mosqueteros acuden en ayuda de la reina. —Se volvió hacia Rutgers—. Y usted debe de ser el coronel Bridlings, que hace la crónica de todos sus casos.
—Mick Rutgers —dijo Rutgers, extendiendo su bronceada mano—, de la ABN.
La mujer pareció confusa.
—Pero las invitaciones para la prensa eran para el veinticinco.
—Estoy seguro de que la invitación decía el veinticuatro —dijo Rutgers, rebuscando en los bolsillos de su chaqueta.
—Eso es lo que dijo también la señorita Fox. Realmente hubiera debido dejar que Heidi redactara mis invitaciones. Su letra es mucho más clara que la mía.
—Puedo volver mañana... —sugirió Rutgers.
—No, me encanta que esté usted aquí —dijo lady Charlotte, y pareció que lo decía de veras. Volvió su cálida sonrisa hacia mí—. Entonces usted debe de ser el coronel Bridlings.
—Sí. ¿Cómo se encuentra?
—Me siento tan complacida de conocerles a todos. Vengan —dijo, tomando a Touffét del brazo—. Quiero mostrarles el complejo, pero primero déjenme presentarles a todo el mundo.
—¿Habló usted de un asesinato que deseaba que yo resolviera? —dijo Touffét.
—Un misterio que sólo usted puede resolver —precisó ella, sonriendo con aquella sonrisa encantadora. Realmente tenía un don para hacer que uno se sintiera cálidamente bienvenido.
Deseé poder decir lo mismo de Marwaite Manor, pero el espacioso vestíbulo de cromo y cristal al que nos condujo era tan acogedor como la consulta de un dentista. ¡Y hacía frío! La helada lluvia fuera de las grandes ventanas que iban del suelo al techo parecía caer dentro de la propia habitación. Los únicos muebles de la estancia eran varias sillas de cromo y lona de aspecto incómodo y una pequeña mesa de cristal con plantas y velas en ella.
Había dos personas en el centro de la casi vacía habitación, cerca de la mesa de cristal: un hombre recio y medio calvo, y una agraciada mujer con un diáfano vestido. La mujer tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si intentara mantener el calor, y la nariz del hombre recio estaba enrojecida. Una chimpancé con un delantal de doncella, un collar blanco y un gorro rizado les ofrecía bebidas en una bandeja.
Todos levantaron la vista expectantes hacia nosotros cuando entramos. Lady Valladay sujetó el brazo de Touffét.
—Hay alguien a quien quiero que conozca, inspector —dijo, y le condujo hacia la chimpancé—. Inspector Touffét, quiero presentarle a Heidi. Procede de un laboratorio de investigación médica, y es una de sus más devotas admiradoras.
Ahora que estábamos cerca de ella, pude ver que lo que había tomado por un collar era en realidad un vendaje blanco que rodeaba el afeitado cuello de la chimpancé.
—Acaba de recibir su implante laríngeo, de modo que todavía no puede hablar —dijo lady Valladay—, pero tiene el CI más alto de todos los primates que hemos tenido hasta ahora en el Instituto, y lee ya al nivel de escuela primaria. Ha leído El gato en el sombrero y todos los libros de George el Curioso, ¿no es así, Heidi? —Y la chimpancé sonrió ampliamente y movió la cabeza hacia arriba y hacia abajo—. Pero sus libros son sus preferidos, inspector Touffét. Va constantemente tras de mí para que se los lea, y a veces incluso intenta leerlos por sí misma.
Lady Valladay condujo a Touffét hasta la mesa, cogida de su brazo.
—Nuestros primates han superado a los estudiantes que han obtenido mejores calificaciones en los tests de raciocinio de nivel superior, pero pese a todos los estudios que ha hecho el Instituto, pese a las abrumadoras pruebas de su inteligencia, la gente insiste en pensar en ellos como en animales en vez de en criaturas racionales. Siguen metiéndolos en zoos, experimentando con ellos, matándolos como trofeos. Por eso es tan importante que el Instituto siga existiendo.
—¿Siga existiendo? —preguntó Touffét.
—Me temo que estamos desesperadamente necesitados de fondos —dijo la mujer—. Si no conseguimos pronto donantes adicionales, nos veremos obligados a cerrar. Nosotros...
—Perdón —dijo el hombre recio—, no pretendía interrumpir. Sólo deseaba decirle lo mucho que admiro su trabajo.
—Éste es el sargento Eustis, nuestro detective de la policía local. Quizás ustedes dos puedan intercambiar información acerca de sus investigaciones.
—Oh, no —se apresuró a decir el sargento Eustis, tirando del nudo de su corbata—. No he tenido ningún caso interesante, comparados con los del señor Touffét.
—Oh, vamos... —empezó a decir lady Valladay, pero el sargento la interrumpió:
—Me encantó todo lo relativo al robo de la joya Sappina.
—Un caso muy satisfactorio, sí —admitió Touffét, y empezó a relatarlo con entusiasmo.
Me dirigí hacia donde estaba la hermosa mujer joven de pie junto a la mesa y me presenté.
—Leda Fox —se presentó ella a su vez, y señaló su distintivo de prensa—. Soy periodista del On-Line Times. Y me estoy congelando. —Se inclinó hacia adelante para calentarse las manos en una de las velas—. Pensaba que, con todos los miles de millones que ganó lord Alastair, podría permitirse encender la calefacción.
—¿Lord Alastair es multimillonario?
—Sí. Hizo su fortuna con sus patentes de Inteligencia Artificial.
—Me preguntaba cómo era financiado el Instituto —dije.
—Oh, no, el Instituto no recibe ni un penique. Lord Alastair nunca aprobó la investigación sobre primates. Todo se financia a través de donaciones. Bien, ¿cuál es ese misterio que se supone que debe resolver el inspector Touffét?
—Me temo que no tengo ni idea —dije, dando un sorbo a mi bebida—. ¿Qué se les ha dicho a los medios de comunicación?
—¿Los medios de comunicación? —Sacudió la cabeza—. Oh, no mucho. Sólo que estábamos todos invitados a presenciar la resolución de un misterio por parte del inspector Touffét. Y se nos envió todo un paquete de información sobre la inteligencia de los primates. —Frunció el ceño—. Me pregunto cuál será ese misterio.
—¿Algo que tenga que ver con el Instituto, quizá? —aventuré—. Lady Charlotte parece ansiosa por mostrarnos las instalaciones.
—Me arrastró a todas ellas esta mañana —dijo Leda.
—¿No le gustan a usted los primates?
Ella se encogió de hombros.
—No tengo nada que decir de los animales, supongo, pero una visita es suficiente. Quiere que vuelva de nuevo con todos ustedes esta tarde, y no hay forma en que pueda salirme de ello. —Hizo un gesto hacia la lluvia que caía—. Le diré que me duele la cabeza y ya está.
Heidi se acercó con una bandeja llena de copas de plata, una mano bajo la bandeja y la otra arrastrándose por el suelo.
—¿Qué es? —le pregunté a Leda, tomando una de las copas.
—Ponche de cerveza.
Heidi se dirigió hacia Touffét y el sargento Eustis.
—Pobre Touffét —dije.
—¿No le gusta el ponche de cerveza?
—No le gusta la Navidad.
—¿Cree usted que son realmente tan listos como dice lady Charlotte? —preguntó Leda, mientras observaba a Heidi ofrecer la bandeja al detective de la policía—. Dice que Heidi puede hacer largas divisiones. Yo no puedo hacer divisiones largas.
—Yo tampoco —reconocí, pero ella no estaba escuchando. Se había vuelto para mirar a un hombre alto de unos treinta y tantos años que acababa de entrar.
—¿Quién es ése? —pregunté.
—El hermano de lady Charlotte, James —respondió—. Le conocí esta mañana. —Hizo una mueca.
—¿No le gusta?
Se inclinó hacia mí y susurró:
—Es un borracho.
—Bien, bien, así que éste es el Gran Detective —dijo James, dirigiéndose hacia Touffét.
Lady Charlotte pareció irritada.
—Inspector Touffét, mi hermano, James.
James la ignoró.
—¿Todavía no ha resuelto usted el misterio de mi hermana? Había oído que los resolvía usted —hizo chasquear los dedos ante las narices de Touffét—¡así!
Touffét retrocedió un paso.
—Lady Charlotte todavía no me ha informado de la naturaleza del misterio.
—Oh, bueno, entonces quizá pueda resolver un misterio para mí. ¿Por qué mi hermana prefiere los monos a su propio padre y hermano?
—James —dijo lady Valladay en tono de advertencia.
—¡Heidi! —gritó James, e hizo restallar los dedos hacia la chimpancé—. Tráeme una copa.
La chimpancé dudó, pareció asustada, y luego se dirigió hacia él y le ofreció la bandeja.
James tomó una copa y se volvió de nuevo hacia Touffét.
—Es un auténtico misterio para mí. ¿Por qué debería pasar su tiempo con un puñado de peligrosos, malolientes, estúpidos...?
—¡James! —restalló lady Valladay.
—Oh, de acuerdo. No son estúpidos. Pueden con la trigonometría. Saben leer a Shakespeare. ¿No es así, Heidi? —Pellizcó su rizado gorro—. ¿Cuánto son dos más dos, Heidi?
Heidi miró suplicante a lady Charlotte.
—¿Cómo se deletrea “imbécil”, Heidi? —insistió James.
—Ya basta, James —dijo lady Charlotte, rodeando con un brazo a la chimpancé—. Heidi, ve a disponer el equipaje del señor Touffét. —Tomó la bandeja de su mano—. Ésa es mi buena chica.
Depositó la bandeja a un lado.
—Inspector, usted y el coronel Bridlings deben de estar cansados —dijo, ignorando a James, y éste giró sobre sus talones y salió de la habitación—. Querrán acomodarse y descansar un poco antes de que demos una vuelta por el complejo. D’Artagnan les mostrará sus habitaciones, y nos encontraremos dentro de digamos una hora en la entrada.
Sonó una puerta al cerrarse bruscamente, pero no le prestó atención.
—Deseo tanto que vean nuestras instalaciones. —Nos condujo hacia la puerta—. D’Artagnan, llévalos a sus habitaciones.
—Sí señora —dijo el orangután. Fue a apoyarse con los nudillos en el suelo pero se enderezó.
—Dentro de una hora, pues —dijo lady Charlotte sonriendo, y se alejó por el corredor y entró en otra habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
D’Artagnan pulsó el botón del ascensor.
—No me importa —derivó la voz de lady Charlotte desde el fondo del pasillo—. No voy a dejar que arruines esto. Es demasiado importante.
—Es mi casa —dijo la voz de James.
—Es la casa de nuestro padre.
—No lo será para siempre —dijo James—, y cuando la herede no habrá monos en ella. Los embarcaré de vuelta a la jungla el mismo día que él muera.
—¿Así que ésta es su idea de una alegre Navidad? —pregunté a Touffét, mientras esperaba que se pusiera su capa Inverness. Había pasado la prometida media hora intentando hallar un teléfono. Me había marchado con tantas prisas que no había tenido tiempo de telefonear a mi hermana para decirle que no podía ir. Intenté preguntárselo a Heidi, que estaba sacando mis cosas, pero no pude hacerme entender, así que fui abajo por mi cuenta en busca de uno.
Había uno en el estudio, una pequeña y fría habitación al otro lado del solárium. Mi hermana se mostró decepcionada pero optimista.
—Quizá tu inspector Touffét resuelva el misterio tan rápidamente que puedas venir esta noche o mañana. Podríamos esperar a la cena.
—Más bien no —dije—. Ni siquiera nos han dicho todavía cuál es el misterio.
Colgué y volví escaleras arriba. En el camino capté a Leda, vestida con un impermeable con capucha, que salía por la puerta delantera. Debía de haber cambiado de opinión acerca de repetir la visita al complejo, pensé, y me pregunté si me habría demorado tanto hablando con mi hermana que los otros se habían marchado sin mí, pero Touffét estaba en su habitación, poniéndose un suéter de lana y enrollándose al cuello una bufanda de punto.
—Al menos la casa de mi hermana está caliente —dije—, y nadie amenaza a nadie con echarlo fuera.
—Exacto —dijo Touffét—. Y no hay misterios. —Se puso su capa—. Aquí ya hay varios.
—¿Lady Charlotte le dijo por qué nos invitó aquí?
Negó con la cabeza.
—Pero algunas cosas me han llamado la atención. ¿Y a usted, Bridlings? ¿Ha observado algo?
Pensé en ello.
—He observado que el hermano es un patán. Y que esa señorita Fox es muy hermosa.
—Hermosa. Vaya, Bridlings, de nuevo sólo ve la fachada. No contempla lo que hay detrás. ¿No encuentra extraño que el sargento Eustis no desee que yo conozca sus interesantes casos? A todos los detectives les gusta alardear de sus éxitos.
Bueno, eso es realmente cierto, pensé.
—Y aquí está esto —dijo, tendiéndome la carta de lady Charlotte—. Curioso, ¿no cree?
La leí de nuevo de arriba abajo.
—No veo nada de extraño en ella. Nos invita a venir y relaciona los horarios de los trenes.
—Exacto. Mire la hora del penúltimo tren.
—Las 5:48 —dije.
—¿Está seguro?
—Sí. Dice...
—El cinco y el cuatro son muy diferentes, ¿no? Y sin embargo tanto el señor Rutgers como la señorita Fox han dicho que confundieron el cinco de lady Charlotte por un cuatro y así vinieron un día antes —señaló, metido obviamente en su elemento—. Un misterio, ¿no? Vamos, llegamos tarde.
Bajamos a la entrada. Lady Charlotte y Mick Rutgers estaban ya allí, con abrigos y bufandas. Ella le estaba hablando del instituto.
—Organizaciones y etólogos han intentado durante años proteger los hábitats de los primates y regular el trato que reciben los primates en cautividad, pero las condiciones no han hecho más que empeorar, y seguirán empeorando durante tanto tiempo como la gente continúe pensando en ellos como en animales.
Se volvió para saludarnos.
—Oh, inspector, coronel, estamos aguardando a D’Artagnan. Va a conducirnos hasta el complejo. Le estaba hablando al señor Rutgers del Instituto. Algunas personas no aprueban el que implantemos laringes y vistamos a los primates con ropa, pero la única posibilidad que tienen de supervivencia es que la gente los acepte. Y desgraciadamente, para ser aceptados, tienen que andar erguidos, deben poseer habilidades útiles. Son necesarios para hacer que la gente se dé cuenta de que los primates son criaturas racionales, que pueden pensar y razonar y sentir como nosotros. ¿Saben ustedes que los humanos y los chimpancés pigmeos comparten un noventa y nueve por ciento de sus genes? Un noventa y nueve por ciento. Nuestros genes son sus genes. Y sin embargo, cuando la Universidad de Oklahoma interrumpió su proyecto de investigación sobre el lenguaje, los antropoides que fueron enseñados a utilizar el lenguaje de los signos fueron usados en experimentos sobre el SIDA. ¿Recuerdan ustedes a Lucy?
—¿La chimpancé que fue educada como un ser humano y se le enseñó el lenguaje de los signos? —pregunté.
—Sí. Fue embarcada de vuelta a Gambia, donde fue asesinada por cazadores furtivos. —Las lágrimas asomaron a los ojos de lady Charlotte—. Le cortaron la cabeza y las manos como trofeos. ¡Lucy, que conocía trescientas palabras! Oh, D’Artagnan, aquí estás —se interrumpió.
Me volví. D’Artagnan estaba de pie allá en el pasillo. Iba vestido todavía con su uniforme de mayordomo, pero no llevaba los guantes blancos. Me pregunté cuánto tiempo llevaba allí.
—¿Estás listo para conducirnos al complejo, Tanny? —preguntó lady Charlotte.
—Lord Alastair. Quiere ver inspector —dijo D’Artagnan con aquella ridícula vocecilla suya.
—Oh, vaya —exclamó lady Charlotte, como si acabara de oír malas noticias. Se mordió el labio, y luego, como si se diera cuenta de que su respuesta necesitaba algún tipo de explicación, dijo—: Esperaba que su llegada no le despertara. Mi padre tiene muchas dificultades en dormir. Me temo que tendremos que esperar hasta mañana por la mañana para visitar el complejo.
Se volvió hacia D’Artagnan.
—Dile a la enfermera Parchtry que subiremos directamente —le indicó; y cuando iba a marcharse—: ¿Dónde están tus guantes, Tanny?
D’Artagnan se llevó rápidamente sus peludas manos negras a la espalda y agachó la cabeza.
—Quité. Platos. Ahora no puedo encontrar.
—Bien, ve a buscar otro par en la despensa. —Tomó un puñado de llaves de su bolsillo y se las tendió.
—D’Artagnan siente —dijo el simio, con aire avergonzado.
—No estoy enfadada —dijo la mujer, apoyando las manos en sus enormes hombros—. Ya sabes que te quiero.
—Yo quiero usted —dijo D’Artagnan, y la rodeó con sus enormes brazos.
Miré a Touffét, alarmado después de lo que James había dicho, pero D’Artagnan ya la había soltado y preguntaba:
—¿Guantes primero? ¿Decir primero?
—Dile primero a la enfermera Parchtry lo que te he dicho, y luego ve a buscar un nuevo par de guantes. —Palmeó su brazo.
Él asintió y se marchó rápidamente. Lady Charlotte sonrió afectuosamente a su espalda mientras se alejaba.
—Es un auténtico encanto —dijo, y luego siguió enérgicamente—: Inspector Touffét, si no le importa, mi padre es un inválido y se siente solitario.
—Por supuesto, me encantará conocerle —dijo el inspector.
—¿Puedo verle yo también? —dijo Rutgers—. He oído hablar tanto de su trabajo sobre la IA.
—Por supuesto —aceptó lady Valladay, pero sonó reluctante—. Iremos arriba todos juntos, pero sólo unos momentos. Mi padre se cansa fácilmente.
Pulsó el botón del ascensor. Entramos.
—Las habitaciones de mi padre están en el cuarto piso —dijo, pulsando otro botón—. Antes era el cuarto de juegos de los niños. Ahora es la enfermería. —El ascensor se puso en marcha—. Lleva enfermo varios años.
El ascensor se detuvo, y lady Charlotte abrió camino hacia una puerta.
—Oh, vaya —dijo—. Le di mis llaves a D’Artagnan. La enfermera Parchtry tendrá que dejarnos entrar.
Llamó a la puerta.
—Mi padre tiene un enfermera maravillosa. Absolutamente eficiente. Lleva casi un año con nosotros.
La puerta empezó a abrirse. Miré con curiosidad, preguntándome si la enfermera Parchtry resultaría ser una orangutana con una cofia de enfermera y un estetoscopio. Pero la persona que abrió la puerta era una mujer delgada de aspecto desaliñado con unos pantalones blancos y una bata blanca.
—¿Podemos entrar, enfermera Parchtry? —preguntó lady Charlotte, y la mujer asintió y se echó atrás para dejarnos pasar a una pequeña habitación con sillas de plástico y un mostrador de formica a lo largo de un lado.
—De todos modos, será mejor que se queden aquí en la antesala —dijo la mujer—. Hay tapioca para comer.
Si aquélla era la enfermera Parchtry, distaba mucho de ser eficiente. Un bolsillo de su bata estaba roto y colgaba de un lado, y su fino pelo gris castaño asomaba por un lado fuera de su cofia. Había una enorme mancha de algo gris amarillento en una pernera de su pantalón: ¿tapioca?
No, la tapioca estaba esparcida por la partición de cristal reforzado con trama de alambre que separaba la habitación donde estábamos de la otra más grande que había detrás, junto con otras manchas de color pardo más claro. Esperé que no fueran lo que parecían.
Me pregunté si había entendido mal algo, y después de todo lady Charlotte nos había llevado a ver el alojamiento de los primates. La habitación detrás de la partición parecía casi una jaula, con juguetes y un enorme neumático en medio del suelo. No, había una cama contra la pared del fondo y una mecedora a su lado.
—Ha oído el taxi —estaba diciendo la enfermera Parchtry—. Le he dicho mil veces a ese taxista que condujera en silencio. Intenté convencerle de que sólo era un paquete que llegaba por Navidad, pero él sabía que eran invitados. Siempre lo sabe, y luego no hay forma de tratar con él hasta que los ve.
Lady Charlotte asintió con simpatía.
—Enfermera Parchtry, éste es el inspector Touffét.
—Oh, me complace tanto conocerle —dijo la enfermera, intentando meterse el mechón de pelo gris castaño detrás de la oreja—. Soy una fan tan grande de su labor detectivesca. Adoré El caso del cocinero listo, siempre he deseado poderle ver resolver uno de sus asesinatos. —Se volvió hacia mí—. ¿Los resuelve realmente tan rápido como dice usted, coronel Bridlings?
La enfermera Parchtry se volvió hacia lady Charlotte.
—Me preguntaba..., es Nochebuena, y soy una admiradora tan grande del inspector Touffét..., si podría cenar abajo esta noche en vez de que me subieran una bandeja.
Lady Charlotte miró inquieta hacia la partición.
—No sé...
—Lord Alastair siempre se duerme después de que le dé su cacao —señaló la enfermera Parchtry, haciendo un gesto hacia la bandeja—, y deseo tanto oír al inspector Touffét contar alguno de sus celebrados casos. Y lord Alastair ha sido muy bueno hoy.
Hubo un ruido como de chapoteo, y miré hacia la partición. Un gran manchón de una sustancia verdosa resbalaba lentamente hacia abajo en el centro del cristal, y detrás de él, sujetando el bol de plástico de donde había salido, estaba lord Alastair.
Si me había sentido impresionado por la visión del gorila parlante, me sentí completamente anonadado ante la visión de lord Alastair, genio de los ordenadores y multimillonario, vestido con un pijama arrugado, su blanco pelo enmarañado y manchado por la sustancia verdosa que acababa de lanzar. Iba descalzo, y exhibía los dientes en una sonrisa astuta.
—Buen Dios —dije, y a mi lado Rutgers murmuró incrédulo:
—¿Al?
Lord Alastair retrocedió unos pasos, hundiendo los hombros, y me pregunté si lo habríamos asustado, pero todavía seguía sonriendo. Retrocedió un poco más y escupió hacia nosotros.
—Oh, padre —dijo lady Charlotte, y él le sonrió malévolamente y empezó a mezclar el escupitajo con la tapioca y las manchas marrones en el cristal, como si estuviera pintando con los dedos.
—Oh, querido —dijo la enfermera Parchtry—, fue usted tan bueno esta mañana. —Sacó un puñado de llaves de su bolsillo, abrió apresuradamente la puerta al lado de la partición y desapareció. Reapareció un momento más tarde con una toalla húmeda y empezó a limpiar las manos de lord Alastair.
Miré horrorizado, temeroso de que ahora fuera a escupirle a ella, pero sólo se debatió para liberar sus manos, palmeando débilmente a la enfermera como si fuese un niño travieso y gritando toda una serie de confusas obscenidades.
A mi lado, Rutgers parecía hipnotizado.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Cada vez se pone peor —dijo lady Charlotte—. Diez años.
La enfermera Parchtry había conseguido limpiar las manos de lord Alastair y le estaba peinando.
—Tiene que ser usted amable con nuestros invitados —dijo, con una voz débil pero clara a través del cristal—. El inspector Touffét, el famoso detective, está aquí.
Lo llevó hasta la partición, sujetando con mano firme su muñeca izquierda.
—Lord Alastair, quiero presentarle al inspector Touffét.
Touffét avanzó hacia el cristal e hizo una inclinación de cabeza.
—Me encanta conocerle.
—El inspector Touffét ha venido a resolver un misterio para nosotros, padre —dijo lady Charlotte.
—Sí —corroboró Touffét—. Estoy interesado en saber algo más sobre este misterio.
Hubo una llamada en la puerta detrás de nosotros.
—¿Puedo? —pregunté a lady Charlotte.
—Por favor —respondió, y di la vuelta a la llave y abrí la puerta. Era Heidi, que llevaba una bandeja con un tazón tapado y un plato con galletas de trigo entero.
Retrocedí para que pudiera entrar y, tan pronto como lo hubo hecho, lord Alastair estalló. Levantó bruscamente su brazo izquierdo, golpeando a la enfermera Parchtry en la barbilla, y ésta retrocedió tambaleante, sujetándose la mandíbula. Lord Alastair empezó a golpear el cristal con ambas manos y a chillar salvajemente. Heidi se lo quedó mirando, con la bandeja aferrada en sus manos, los ojos muy abiertos y asustados.
—Oh, vaya —dijo lady Charlotte—. Heidi, deja la bandeja sobre el mostrador.
Heidi obedeció, con los ojos aún fijos en lord Alastair, luego inclinó ligeramente la cabeza y salió corriendo torpemente de la habitación, apoyándose en el suelo con los nudillos. Lord Alastair siguió golpeando por un momento el cristal y luego regresó junto al bol de plástico, se sentó en el suelo, y empezó a lamer el interior del bol.
Rutgers sacudió tristemente la cabeza.
—Diez años —murmuró.
La enfermera Parchtry desapareció y luego reapareció en la puerta, la mandíbula y la mejilla de color escarlata.
—No le gusta Heidi —dijo innecesariamente—. Ni D’Artagnan. —Se llevó la mano a la mejilla, con una mueca crispada—. La última vez que D’Artagnan le trajo su comida arrojó la mecedora.
—Creo que será mejor que se ponga un poco de hielo en eso —dijo lady Charlotte—. Y con mi padre tan alterado, supongo que será mejor que vuelvan a subir esta noche.
—¡Oh, no! —dijo desesperadamente la enfermera Parchtry—. Ahora se tranquilizará. Siempre lo hace después de...
Hubo una llamada en la puerta, y Touffét fue a abrir. James entró en tromba, aferrándose la mano.
—¡No creerán lo que ese monstruo acaba de hacer!
Me di la vuelta y miré hacia la partición, pensando que de alguna forma lord Alastair había conseguido salir, pero todavía estaba sentado en el suelo en medio de la habitación. Se puso el bol sobre la cabeza.
—Me agarró la mano e intentó arrancármela. ¡Mira! —Se la tendió a lady Charlotte—. ¡Creo que está rota!
No pude ver ninguna rojez delatora como la de la mandíbula de la enfermera Parchtry.
—¡Ese bruto intentó matarme! —exclamó.
—¿Qué bruto? —preguntó lady Charlotte.
—¿Qué bruto? ¡Ese mono tuyo! Iba yo por el pasillo, y de pronto saltó sobre mí y me agarró.
Se volvió hacia nosotros.
—¡He intentado decirle a mi hermana que sus monos son peligrosos, pero no me escucha!
—Tenía entendido que los gorilas eran de naturaleza muy gentil —dijo Rutgers.
—¡Eso es lo que dicen los pretendidos científicos del Instituto de mi hermana, que son tan inofensivos como gatitos, que no harían daño ni a una mosca! Bien, ¿qué me dicen de esto? —dijo, agitando de nuevo su mano hacia nosotros—. ¡Cuando todos amanezcamos muertos en nuestras camas una mañana, no digan que no les advertí!
Salió hecho una furia, pero sus improperios habían excitado a lord Alastair, que estaba golpeando de nuevo el cristal.
—Se dormirá tan pronto como tome su cacao —dijo la enfermera Parchtry, casi suplicante—. Siempre lo hace, y hoy no ha dormido nada. Y tengo el monitor conmigo. Le oiré si se despierta. ¡Y es Nochebuena!
—De acuerdo —dijo lady Charlotte, cediendo—. Pero si despierta tendrá que subir de inmediato.
—Lo haré, se lo prometo —dijo la enfermera, tan atolondradamente como si fuera Cenicienta prometiendo abandonar el baile a la medianoche—. ¡Oh, será tan excitante!
—Ésta no es en absoluto mi idea de la excitación —le dije a Touffét mientras bajábamos para la cena—. Hubiera preferido estar con mi hermana. Y apostaría a que lady Charlotte también desearía estar en alguna otra parte. Es evidente por qué prefiere a los monos, con un padre y un hermano así.
—El padre es millonario, ¿no es así? —dijo pensativo Touffét.
—Multimillonario —precisé.
—Ah. Me pregunto quién será el que herede su fortuna cuando muera. También me pregunto qué es lo que hace que la enfermera Parchtry siga con un paciente tan desagradable. —Se frotó las manos, gozando evidentemente con todo aquello—. Tantos misterios. Y quizás haya más en la cena.
Los había, el primero de los cuales surgió cuando lady Charlotte demostró que ni siquiera era consciente de que estábamos en Navidad. No había decoraciones en la mesa, ni acebo ni guirnaldas de pino adornando el comedor, y tampoco calefacción. Leda, que se había cambiado a un encantador vestido sin tirantes, temblaba de frío.
Y la cena fue absolutamente ordinaria: nada de cabeza de jabalí, ni ganso, ni pavo, sólo algo de insípido bacalao y un poco de ternera demasiado hecha, todo ello servido por D’Artagnan, con unos nuevos guantes, y por Heidi. Difícilmente una celebración festiva.
Lady Charlotte no pareció darse cuenta de nada de ello. Estaba lanzada al tema de la inteligencia de los primates, al parecer agradecida de que su hermano, James, no hubiera bajado a cenar. La enfermera Parchtry tampoco estaba. Al parecer su paciente no se había dormido tan fácilmente como esperaba.
—Uno de los prejuicios que intentamos superar es que el comportamiento de los primates es instintivo —dijo lady Charlotte—. Hemos efectuado investigaciones que demuestran de forma concluyente que su comportamiento es intencional. Los primates son capaces de pensar conscientemente, de planificar, de aprender a través de la experiencia y de tener intuiciones.
Inmediatamente después del plato de sopa (de lata), la enfermera Parchtry entró apresuradamente y se sentó entre Leda y yo. Se había cambiado de su uniforme a una cosa de gasa gris con flotantes adornos, y era todo sonrisas.
—Al fin se ha dormido —dijo sin aliento, depositando una cajita de plástico blanco sobre la mesa. De ella brotaban una serie de suaves ronquidos y otros sonidos jadeantes—. Es un monitor de bebés. Así puedo oír a lord Alastair si se despierta.
Encantador, pensé. A media cena podíamos vernos obsequiados con una sarta de gritos y obscenidades.
—¿Cuál es la enfermedad que sufre lord Alastair? —pregunté.
—Demencia —respondió— y odiosidad, ninguna de las cuales es fatal, desgraciadamente. Puede vivir años. Gracias, Heidi —dijo, cuando la chimpancé depositó un plato de pescado delante de ella—. ¿No es excitante, Heidi, tener al inspector Touffét aquí?
Heidi asintió.
—Tanto Heidi como yo somos aficionadas a los misterios. Hemos estado leyendo El caso del cráneo aplastado, ¿verdad, Heidi?
Heidi asintió de nuevo e hizo una serie de signos a la enfermera Parchtry.
—Dice que cree que fue el vicario quien lo hizo —tradujo. Respondió rápidamente a Heidi con más signos—. Yo creo que fue la ex esposa. ¿Quién de nosotras tiene razón, coronel Bridlings?
De hecho ninguna de los dos, aunque tenía que concederle a Heidi el mérito. Yo también había creído que era el vicario.
—No quiero estropear el final —dije, y Heidi asintió aprobadoramente con la cabeza.
—Siempre fue un hombre terrible —dijo la enfermera Parchtry, volviendo al tema de lord Alastair—. Y, desgraciadamente, su hijo es igual que él. —Bajó la voz hasta un susurro—. Lo cual es el motivo de que se lo haya dejado todo a él en su testamento, supongo. Es una lástima. Lo único que hará será dilapidarlo en cuatro días.
—¿Juega? —aventuré.
—Está horriblemente endeudado —susurró—. Le he oído al teléfono esta mañana mismo, suplicándole a su corredor de apuestas. ¿Sabe?, lord Alastair dispuso las cosas de modo que su dinero no pueda ser tocado hasta su muerte, lo cual supongo que es una buena idea. De otro modo ya no quedaría nada. —Sacudió la cabeza—. Es por lady Charlotte por la que siento lástima.
Se acercó más, y los adornos de su traje cosquillearon mi brazo.
—¿Sabe que lord Alastair le impidió que se casara con su auténtico amor? Ella se enamoró de uno de sus científicos que trabajaban sobre la IA, Phillip Davidson. Phillip fue quien la interesó en la inteligencia de los primates, y cuando lord Alastair se enteró amañó acusaciones de espionaje industrial contra él, arruinó su reputación, le obligó a emigrar. Lady Charlotte nunca se casó.
Touffét estará interesado en saber eso, pensé. Le miré, pero estaba observando a Mick Rutgers, que estaba escuchando a lady Charlotte hablar de los logros de sus primates.
—D’Artagnan ha aprendido ochocientas palabras y más de cincuenta frases —estaba diciendo—. Trabajamos dos horas cada día en el vocabulario. —Le sonrió a D’Artagnan, que estaba retirando el plato de pescado—. Y durante una hora aprende a servir.
Heidi empezó a servir el rosbif. Los ronquidos y jadeos del monitor de bebés se habían apaciguado a una pesada respiración regular.
—Heidi y yo trabajamos en su lectura durante dos horas al día, y luego lee por sí misma otra hora. Heidi —dijo lady Charlotte, deteniéndola cuando colocaba un plato de rosbif delante de Leda—. Dile al inspector Touffét cuál es tu caso favorito.
Heidi hizo rápidos signos, sonriendo ampliamente.
—El caso de la garra de gato —tradujo lady Charlotte.
Touffét pareció complacido.
—Ah, sí, un caso muy satisfactorio —dijo, y se puso a contarlo.
—¿Qué es una garra de gato? —me susurró Leda—. Supongo que no será lo mismo que una pata de conejo.
—No —dije—. Es cuando alguien usa a otra persona para sus propios fines. Procede de una antigua historia acerca de un mono que usaba la garra de un gato para sacar las castañas del fuego.
—Eso es cruel —dijo la enfermera Parchtry.
—No más cruel que mantener a unos monos cautivos y vestirlos con ropas humanas —siseó Leda.
—¿No aprueba usted el trabajo de lady Charlotte? —exclamó la enfermera Parchtry, impresionada.
—N-no, no quería decir eso, por supuesto —se apresuró a rectificar Leda, enrojeciendo. Tomó un trozo de rosbif con el tenedor, lo sostuvo unos instantes en el aire y volvió a dejarlo sobre su plato.
—Lady Charlotte sólo mira por los intereses de los primates en su trabajo —dijo firmemente la enfermera Parchtry—. Está absolutamente dedicada a ellos, y ellos harían cualquier cosa por ella. Ella los salvó, ¿saben?, de unos destinos terribles. Estaban experimentando con Heidi.
Al parecer lady Charlotte había oído el final de aquellas palabras.
—¿Experimentar? —dijo, interrumpiendo a Touffét en medio de su caso—. Todavía se sigue experimentando con primates, pese a que hemos demostrado que son criaturas conscientes y pueden sentir dolor como lo sentimos nosotros. Nuestras investigaciones han demostrado que pueden adquirir conocimientos, resolver problemas complejos, usar herramientas y manipular el lenguaje. Todo lo que los humanos pueden hacer.
—No todo —dijo el sargento Eustis—. No pueden cometer crímenes ni decir mentiras. Ni hacer trampas con las cartas.
—De hecho —dijo Mick Rutgers—, sí pueden.
—¿Hacer trampas con las cartas? —dijo el sargento Eustis—. No me dirá que D’Artagnan juega también al póquer.
Todo el mundo se echó a reír.
—Varios estudios han mostrado que los simios son capaces de engañar —dijo Rutgers—. Los primates en estado salvaje ocultan a menudo comida y luego la recuperan cuando el resto de la tropa está dormida, y los simios que se comunican por el lenguaje de los signos que han hecho algo malo mentirán cuando se les pregunte qué han hecho. Varias veces Lucy ocultó una llave en su boca y aguardó hasta que sus propietarios se marcharon, y entonces salió de su jaula. Su habilidad para mentir y embaucar es prueba de su capacidad de establecer formas superiores de pensamiento, puesto que implica determinar lo que piensa otra criatura y cómo se la puede engañar.
Lady Charlotte estaba mirando con curiosidad a Rutgers.
—Parece saber usted mucho sobre primates, para ser un periodista —dijo.
—Todo eso estaba en el paquete informativo que nos mandó usted —señaló Rutgers.
—Y tiene usted toda la razón, son capaces de engañar —dijo lady Charlotte—. Pero también son capaces de sentir afecto, miedo, pesar, consideración y devoción. Son unas criaturas mucho mejores que nosotros.
—¿Es por eso por lo que atacan a la gente sin ninguna razón? —dijo James, entrando en el comedor y sentándose al lado de su hermana. Hizo chasquear los dedos, y Heidi, con aspecto asustado, se apresuró a traerle un plato de rosbif—. ¿Es por eso por lo que la Universidad de Oklahoma tuvo que cerrar su programa de investigación después de que uno de sus monos mordiera el dedo de un cirujano de visita? ¿Porque son criaturas mejores?
Arrancó el plato de las manos de Heidi.
—¿Todavía no les ha hablado mi hermana de Lucy? ¿De la pobre Lucy, que fue enviada de vuelta a la jungla para ser asesinada por cazadores furtivos? ¿Les ha dicho por qué fue devuelta a la jungla Lucy? Porque atacó a su propietario. —Sonrió maliciosamente a Heidi—. Eso puede ocurrirte también a ti, ¿sabes? Y a tu amigo D’Artagnan.
—Yo también atacaría a mi propietario, si fuera una criatura inteligente tratada como un esclavo —dijo Mick Rutgers, y lady Charlotte le dirigió una mirada agradecida, y luego frunció el ceño, como si estuviera intentando situar algo.
Esperaba que al menos hubiera budín de ciruela en honor a la Navidad, pero sólo había flan de vainilla, que me hizo recordar desagradablemente la tapioca de lord Alastair, aunque al menos significaba el fin de la cena. Cuando lady Charlotte dijo: “¿Pasamos al solárium?”, prácticamente salté de mi silla.
—Todavía no —dijo Touffét—. Señora, aún no me ha informado usted del misterio que desea que resuelva.
—Todo a su tiempo —dijo ella—. Primero tenemos que jugar a un juego. Ninguna Nochebuena es completa sin los juegos. ¿Quién desea jugar a Atrapa la Zapatilla?
—Yo —trinó la enfermera Parchtry, y luego pareció nerviosa, como si no hubiera debido llamar la atención sobre su persona.
—No tengo intención de ir por toda la casa buscando un zapato maloliente —dijo James, y Touffét le lanzó una mirada aprobadora.
—¿Y qué les parecen las Sillas Musicales?
—No. Eso es tan malo como Atrapa la Zapatilla —dijo James—. Creo que deberíamos jugar a Animal, Vegetal o Mineral.
—Porque eres muy bueno en él —dijo lady Charlotte, pero algo de la hostilidad parecía haber desaparecido de sus voces, quizá porque, al fin y al cabo, era Nochebuena.
Lady Charlotte abrió camino hacia la biblioteca.
—Me alegra tanto que lord Alastair esté dormido todavía —me dijo la enfermera Parchtry mientras seguíamos a lady Charlotte. Acercó el monitor a mi oído. Apenas pude oír su débil y regular respiración—. No despertará en horas —dijo, feliz—. Me encantan los juegos de Navidad.
—Debería haber venido usted conmigo a casa de mi hermana, Touffét —le dije al inspector—. Sólo hubiera tenido que jugar a las adivinanzas.
—¿Quién será el primero? —dijo lady Charlotte después de que nos hubiéramos acomodado en las sillas de lona—. ¿Sargento Eustis? Debe salir al pasillo mientras decidimos un objeto.
El sargento Eustis salió obedientemente de la habitación y cerró la puerta tras él.
—Muy bien —dijo alegremente lady Charlotte—, ¿qué será?
—Vegetal —indicó Leda.
—Un árbol de Navidad —dijo ansiosamente la enfermera Parchtry.
—Lo adivinará en un minuto —gruñó James—. Un personaje literario. Siempre necesitan al menos una docena de preguntas para determinar que se trata de algo de ficción.
—¡Santa Claus! —se apresuró a decir la enfermera Parchtry.
Nadie le hizo caso.
—¿Qué cree usted que debería ser, inspector Touffét? —preguntó lady Charlotte.
—El misterio que me pidió usted que resolviera —dijo Touffét.
—No, eso es demasiado complicado —dijo lady Charlotte—. ¡Ya lo tengo! ¡Huellas dactilares! Es perfecto para un agente de la policía.
Se produjo una viva discusión acerca de si las huellas dactilares eran animal, vegetal o mineral e, incapaces de decidir, cambiaron a Ricitos de Oro.
—Es un personaje de ficción, y ha cometido un crimen.
Fue llamado el sargento Eustis, y empezó su averiguación. Como se había predicho, usó trece de sus veinte preguntas para determinar que era un personaje de ficción, y luego sorprendió a todo el mundo adivinando que era “Ricitos de Oro” inmediatamente.
—¿Cómo lo adivinó? —preguntó Leda.
—Siempre es Ricitos de Oro —respondió el sargento—. Porque soy detective de la policía. Allanamiento de morada, ya saben.
Uno por uno, todos excepto Touffét se turnaron en salir al pasillo e intentar adivinar: un budín de ciruela (sugerencia de la enfermera Parchtry), la zapatilla de Atrapa la Zapatilla, un mapa de Borneo, y un par de tijeras de bordar.
Cuando le llegó el turno a James, pidió que se le permitiera llevarse consigo una silla al pasillo.
—No tengo intención de permanecer allí eternamente de pie mientras ustedes intentan elegir algo para engañarme. Debo advertirles, nunca he fallado en adivinar la respuesta.
—Tiene razón —dijo lady Charlotte con una sonrisa—. La pasada Navidad lo adivinó a la cuarta pregunta.
—Muérdago —dijo la enfermera Parchtry.
—Tiene que ser un personaje de ficción —dijo Rutgers—. Él mismo ha admitido que son los más difíciles de adivinar.
—No, el suyo siempre es un personaje de ficción. Tiene que ser algo real. Y algo oscuro. ¡Anastasia!
—Difícilmente llamaría oscura a Anastasia —señalé.
—No, pero si pregunta: “¿Es una persona que todavía vive?” podemos decir que no lo sabemos, y pensará que es un personaje de ficción.
—¿Y si ya ha preguntado si es un persona de ficción y hemos dicho que no?
—Pero era un personaje de ficción —dijo Leda—. Vi la película de Disney cuando era pequeña.
—Y cuando pregunte si es animal, vegetal o mineral —observó el sargento Eustis— podemos decir mineral. Porque su cuerpo fue reducido a cenizas.
—No lo sabemos —indicó lady Charlotte—. Nunca se han encontrado sus huesos.
Fue una buena cosa que James hubiera insistido en la silla. Nos tomó casi quince minutos decidir, y durante ese tiempo Touffét pareció cada vez más a punto de estallar.
—Pero, si sabe que sabemos que siempre supone que es un personaje de ficción —dijo el sargento Eustis—, entonces pensará que no hemos elegido uno, así que debemos elegirlo.
—King Kong —apuntó la enfermera Parchtry.
Hubo un embarazado silencio.
—Creo que será mejor que evitemos cualquier referencia a los primates —dijo finalmente lady Charlotte.
Por fin nos decidimos por R2D2, que era a la vez mineral y animal (el actor dentro de él) y de ficción y real (la envoltura metálica), y tenía la ventaja de ser de una vieja película que lady Charlotte dijo que su hermano nunca había visto.
James lo adivinó en cuatro preguntas.
—Bien —dijo lady Charlotte, mirando a su alrededor—. ¿Quién no ha pasado todavía? ¿Señor Rutgers?
—Yo fui unas tijeras de bordar, ¿recuerda?
—Oh, sí. Señor Touffét, usted es el único que queda. Vamos. Estoy seguro de que lo resolverá más rápido aún que mi hermano.
—Señora —dijo Touffét, y su voz sonó mortalmente tranquila—. No vine a Marwaite Manor a jugar a ningún juego. Vine en respuesta a su petición para resolver un misterio. Deseo saber cuál es.
O bien lady Charlotte estaba cansada de pensar en cosas animales, vegetales o minerales, o captó la seriedad en la voz de Touffét.
—Tiene usted razón —admitió—. Es la hora. Lo que dice el inspector Touffét es cierto. Le pedí que viniera aquí para resolver un misterio, un misterio tan desconcertante que sólo el más grande detective del mundo podía resolverlo.
Se puso en pie, como si fuera a pronunciar un discurso.
—Las investigaciones realizadas por mi Instituto han demostrado que los primates son capaces de habilidades y pensamiento superiores y de una planificación compleja, que pueden pensar y comprender y hablar e incluso escribir.
—Señora —dijo Touffét, medio levantándose.
Ella le hizo un gesto de que volviera a sentarse.
—El misterio que deseo que resuelva el inspector Touffét es éste: Puesto que se ha demostrado que los primates tienen pensamientos e ideas equivalentes a los de los humanos, que son, bajo cualquier estándar, humanos, ¿por qué no son tratados como humanos? ¿Por qué no tienen representación legal en los tribunales? ¿Por qué no se les permite votar y poseer propiedades? ¿Por qué no se les han concedido derechos civiles? Inspector Touffét, sólo usted puede resolver este misterio. ¡Sólo usted puede darnos la respuesta! ¿Por qué los simios no poseen el mismo status que los humanos?
—Lo han pillado, Touffét —dije, debo admitir que no sin cierto malsano placer—. Lady Charlotte sólo lo invitó como un medio más para hacerse publicidad. Quería que fuese usted voceador de su Instituto. —Me eché a reír—. Esta vez es usted la garra de gato. Le está usando para conseguir el voto para los chimpancés.
—La garra de gato —dijo, ofendido—. No estoy dispuesto a ser usado como una garra de gato. —Sacó su maleta—. ¿A qué hora sale el próximo tren para casa de su hermana?
—¿Se marcha? —dije.
—Nos marchamos —respondió—. Telefonee a su hermana y dígale que llegaremos esta noche. El inspector Touffét no se deja utilizar por nadie.
Bien, en cualquier caso mi hermana se sentiría feliz, pensé, mientras bajaba a telefonearla. Saqué el horario de trenes de mi bolsillo. Si podíamos tomar el tren de las 9:30, estaríamos allí antes de medianoche. Me pregunté si lady Charlotte arreglaría las cosas para que nos llevaran a la estación, y si el conductor sería D’Artagnan. Decidí, dadas las circunstancias, que sería mejor llamar un taxi. D’Artagnan era uno de sus devotos. Quizá no le gustase la idea de que nos fuéramos.
Empecé a abrir la puerta del estudio, y entonces me detuve al sonido de una voz de mujer.
—No, todo va bien —decía—. Deberías haberme visto. Fue estupendo. Incluso comí rosbif. —Hubo una pausa—. Mañana, mientras estén visitando el complejo. Escucha, tengo que irme.
Retrocedí apresuradamente, no deseoso de ser sorprendido escuchando a escondidas, y me metí en el solárium. Por un momento pensé que había dos personas de pie junto a la ventana, y entonces me di cuenta de que eran Heidi y D’Artagnan. Heidi estaba haciendo animados signos al gorila, y éste asentía.
Se detuvieron tan pronto me vieron, y D’Artagnan echó a andar hacia mí.
—¿Ayudo señor?
—Estoy buscando un teléfono —dije, y él me condujo al pasillo y de allí al estudio.
Telefoneé a mi hermana.
—Oh, estupendo —dijo—. Os vendré a recoger a la estación. ¿Habéis cenado?
—Sólo un poco.
—Os traeré un bocadillo.
Cuando llegué de nuevo arriba, Touffét ya estaba esperando junto a ascensor con nuestras maletas.
—¿Ha telefoneado pidiendo un taxi? —preguntó, mientras pulsaba el botón.
—Sí —empecé a decir, y entonces el aire se vio desgarrado por un agudo y terrible grito procedente de alguna parte encima de nosotros.
—¡Buen Dios, Touffét! —exclamé—. Suena como si estuvieran asesinando a alguien.
—Sin duda lady Charlotte ha descubierto que me marcho —dijo secamente, y volvió a pulsar el botón.
Rutgers salió tambaleante de su habitación, y la rubia cabeza de Leda se asomó por su puerta.
—¿Qué fue eso? Sonaba como un animal siendo torturado.
—Creo que deberíamos usar las escaleras —dije, pero antes de que pudiera volverme se abrió la puerta del ascensor y la enfermera Parchtry cayó en mis brazos.
—¡Es lord Alastair! —sollozó—. ¡Está muerto!
—¿Muerto? —dijo Touffét.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Tiene que venir! —Retrocedió de vuelta al interior del ascensor—. ¡Creo que ha sido asesinado!
La seguimos dentro del ascensor.
—¿Asesinado? —dijo Mick Rutgers desde el fondo del pasillo, pero la puerta del ascensor ya se estaba cerrando.
—¡Vea si el sargento Eustis se ha ido! —indicó Touffét a través de la puerta que se cerraba—. Ahora —dijo a la enfermera Parchtry mientras el ascensor se ponía en marcha— cuénteme exactamente qué ha ocurrido. Todo. Después de los juegos, ¿volvió usted arriba?
—Sí. No, fui primero a mi habitación a terminar de envolver mis regalos de Navidad —dijo con aire culpable—. Llevaba conmigo el monitor de bebés.
—¿Y no oyó usted nada? —quiso saber Touffét.
—No. Pensé que estaba dormido. No hacía ningún ruido en absoluto. —Empezó a sollozar de nuevo—. No sabía que el monitor estaba roto.
Las puertas del ascensor se abrieron; salimos. La puerta a la antesala estaba entreabierta.
—¿Estaba abierta esta puerta cuando llegó usted?
—Sí —dijo, abriendo camino a la antesala—. Y ésta también —señaló la puerta interior a la enfermería—. Al primer momento pensé que había salido. Pero entonces... lo vi... —Enterró el rostro en mi chaqueta.
—Vamos, tranquilícese —dijo seriamente Touffét—. Debe recuperar el aplomo. Dijo que siempre había deseado verme resolver un misterio. Ahora tiene la oportunidad, pero debe ayudarme.
—Sí, tiene razón. Lo haré —dijo ella, pero cuando entramos en la enfermería retrocedió reluctante y se agarró a mi brazo en busca de apoyo.
El lugar estaba hecho un revoltijo. La cama de lord Alastair había sido volcada y la ropa de cama arrastrada fuera de ella. Las almohadas habían sido desgarradas y el relleno lanzado a puñados por toda la habitación. La mecedora, boles, juguetes, neumático..., todo parecía como si hubiera sido arrojado bajo los efectos de una violenta furia. Lord Alastair estaba tendido de espaldas en mitad del suelo, a medias sobre una arrugada manta, con el rostro hinchado y púrpura.
—¿Ha tocado usted algo? —preguntó Touffét, mirando a su alrededor.
—No —respondió la enfermera Parchtry—. Sabía por sus casos que no debía hacerlo. —Se llevó de pronto la mano a la boca—. Lo toqué a él. Comprobé su pulso y escuché su corazón. Pensé que quizá no estuviera muerto.
Lord Alastair me miraba fijamente con los ojos muy abiertos. Su rostro era de un horrible color azul purpúreo, la lengua asomaba de su boca, sus ojos estaban desorbitados, el cuello era un puro hematoma. Y ella era enfermera. Hubiera debido saber a primera vista que no había posibilidad alguna de revivirlo.
—¿Tocó usted alguna otra cosa? —preguntó Touffét, agachándose y sujetando su monóculo para examinar de cerca el cuello de lord Alastair.
—No —dijo la enfermera Parchtry—. Grité, y luego corrí a su encuentro.
—¿Dónde gritó?
—¿Dónde? —murmuró ella desconcertada—. Aquí mismo. Junto al cuerpo.
El inspector se puso en pie y miró la partición de cristal, luego se dirigió hacia la pared. El monitor de bebés estaba apoyado contra ella, la parte de atrás retirada y la delantera rota en dos pedazos.
—Por eso no había ningún sonido en su monitor —dije—. Eso significa que pudo haber sido asesinado en cualquier momento después de la cena.
—Y nadie tiene una coartada —señaló la enfermera Parchtry—. Todos estuvimos fuera en el pasillo, solos, durante varios minutos.
Touffét había cogido el monitor de bebés y estaba examinando el interruptor.
—No debería hacer eso —señalé—. Borrará las huellas dactilares.
—No hay huellas dactilares —dijo, volviendo a dejar el monitor—. Y tampoco las hay en el cuello.
—¡Les advertí! —gritó James, apareciendo en la puerta—. ¡Les dije que ese mono era peligroso, y ahora ha matado a mi padre! —Avanzó hacia el cuerpo.
—Tengo que asegurar la escena del crimen —dijo el sargento Eustis, entrando también en la habitación y desenrollando metros y metros de cinta amarilla de “No pasar”—. Tengo que pedirles a todos que salgan. No toque nada —dijo secamente a James, que llevaba su mano al cuello de su padre—. Esto es una investigación de asesinato. Quiero interrogar a todo el mundo abajo.
—¡Investigación de asesinato! —exclamó James—. ¡No hay necesidad de ninguna investigación! Le diré a usted quien asesinó a mi padre. ¡Fue ese mono!
—Las pruebas nos dirán quién lo mató —dijo el sargento Eustis, dirigiéndose hacia el cadáver—. Inspector Touffét, venga a ver esto. Es un pelo.
Señaló un largo y recio pelo sobre el pecho del pijama de lord Alastair.
—¡Ajá, ahí está! —exclamó James—. ¡Ahí tiene su prueba!
El sargento Eustis tomó una bolsa de plástico transparente para la recogida de pruebas y unas pinzas e introdujo cuidadosamente el pelo en ella. Mientras ocurría todo esto, Touffét se había dirigido al otro extremo de la pared y estaba observando la taza con tapa, que al parecer había golpeado contra la pared y rebotado. El cacao estaba esparcido por la pared formando un largo arco. Touffét recogió la taza, abrió la tapa, olió el contenido, y luego metió un dedo y lo lamió.
—¡No debe tocar usted eso! —dijo el sargento Eustis corriendo hacia él, arrastrando tras de sí una larga tira amarilla—. ¡Las huellas dactilares!
—No encontrará huellas dactilares —dijo Touffét—. El asesino llevaba guantes.
—¿Lo ven? —gritó James—. Incluso el Gran Detective sabe que lo hizo D’Artagnan. ¿Por qué todavía no han salido a capturarlo? ¡Corremos el peligro de que mate a alguien más!
Touffét lo ignoró. Tendió al sargento Eustis la taza.
—Haga analizar los residuos. Creo que obtendrá interesantes resultados.
El sargento Eustis metió la taza en otra bolsa para pruebas y se la tendió al joven ayudante que acababa de llegar y estaba mirando a lord Alastair con la boca muy abierta.
—Haga analizar los residuos —le dijo el sargento Eustis—, y lleve abajo a toda esta gente. Quiero interrogar a todo el mundo de la casa.
—¡Interrogar! —se enfureció James—. ¡Esto es una pérdida de tiempo! ¡Es evidente lo que ocurrió aquí! ¡Se lo advertí!
—Sí —dijo Touffét, observando a James con una mirada curiosa—. Lo hizo.
Me sorprendió que Touffét no pusiera objeciones a que el policía lo llevara fuera de la enfermería y al ascensor junto con todos los demás. Lo único que hizo fue decir:
—¿Se lo han comunicado ya a lady Charlotte?
—Yo se lo diré —se ofreció voluntario Mick Rutgers, y Touffét lo miró durante un largo momento, como si su mente estuviera en otra parte, y luego asintió. Siguió observando a Rutgers cuando éste echó a andar por el pasillo, y luego se volvió hacia mí.
—¿Quién cree que cometió el asesinato, Bridlings?
—Parece perfectamente claro —dije—. James dijo que los simios eran peligrosos y, desgraciadamente, parece que tenía razón.
—Parece, sí. Eso es porque usted sólo ve la superficie.
—Bien, ¿qué ve usted entonces? —pregunté—. El viejo ha sido estrangulado, los muebles han sido destrozados, hay un pelo de gorila sobre el cuerpo.
—Exacto. Es como una escena surgida de una novela de misterio. Hay una cosa que quiero que haga —dijo bruscamente—. Quiero que encuentre a Leda Fox y le diga que el sargento Eustis desea hablar con ella.
—Pero él no ha dicho que...
—Dijo que quería interrogarnos a todos.
—No pensará usted que Leda ha tenido nada que ver con esto —dije—. No puede. No es lo bastante fuerte. Lord Alastair fue estrangulado. Hubo una terrible lucha.
—Eso parece —admitió. Me hizo seña de que saliera de la habitación.
Subí a la habitación de Leda, y me sorprendió descubrirla haciendo las maletas.
—No pienso quedarme en la misma casa que un gorila asesino —dijo—. Una casa fría con un gorila asesino.
—No podemos irnos nadie —le indiqué—. El sargento Eustis desea interrogarla.
Me sorprendió su reacción. Se puso completamente blanca.
—¿Interrogarme a mí? —tartamudeó—. ¿Sobre qué?
—Sobre quién vio qué, dónde estábamos todos en el momento del asesinato, ese tipo de cosas, supongo —dije, intentando tranquilizarla.
—Pero creía que ya sabían quién lo hizo —indicó—. Supuse que lo hizo D’Artagnan.
—Saber quién lo hizo y demostrarlo son dos cosas diferentes —señalé—. Estoy seguro de que todo no es más que pura rutina.
Fue arriba a la enfermería, y yo regresé al estudio en busca de Touffét. No estaba allí, y tampoco estaba en su habitación. Quizás había subido también a la enfermería. Fui al ascensor, y éste se abrió, y allí estaba lady Charlotte. Parecía pálida y tensa.
—Oh, coronel Bridlings —dijo—, ¿dónde está el inspector Touffét?
—Me temo que no...
—Estoy aquí, señora —dijo Touffét, y me volví y le miré con sorpresa, preguntándome de dónde había salido.
—Oh, inspector —dijo la mujer, aferrándole las manos—, sé que le traje aquí bajo falsas apariencias, pero ahora tiene que resolver este asesinato. Es imposible que D’Artagnan haya matado a mi padre, pero mi hermano está decidido a... —Se le quebró la voz.
—Señora, tranquilícese —dijo Touffét—. Debo hacerle dos preguntas. Primera: ¿Falta alguna de las llaves de su casa?
—No lo sé —dijo, extrayendo el puñado de llaves de su bolsillo y examinándolo—. La llave de la enfermería —dijo de pronto—. Pero las llaves han estado conmigo todo el día. No, no las tenía cuando subimos a ver a mi padre, y la enfermera Parchtry tuvo que abrirnos la puerta. Déjeme ver, las tenía esta mañana, y luego se las di a D’Artagnan porque había perdido sus guantes... —Se detuvo en seco, como si de pronto fuera consciente de lo que acababa de decir—. Oh, pero no pensará usted que él...
—Mi segunda pregunta es ésta —dijo Touffét—: Cuando su padre tenía un día difícil, ¿podía oírle usted desde los pisos bajos de la casa?
—A veces —admitió—. Si tan sólo le hubiéramos oído esta noche. Pobre viejo... —Se aferró, lacrimosa, a la manga de Touffét—. Por favor, dígame que se quedará y resolverá el asesinato.
—Ya lo he resuelto —fue la contestación—. Por favor, pida a todo el mundo que acuda a la sala de estar, incluido el sargento Eustis, y ofrézcales una copa de jerez. Bridlings y yo estaremos con ustedes en seguida.
Tan pronto como se hubo ido, Touffét se volvió hacia mí.
—¿A qué hora sale el último tren a Sussex?
—A las once y catorce minutos —respondí.
—Excelente. —Consultó su reloj de bolsillo—. Tiempo más que suficiente. Estará en casa de su hermana a tiempo para quemarse los dedos con las pasas.
—No jugamos a la Boca de Dragón —dije: sacar pasas de un bol de aguardiente en llamas nunca había sido uno de mis juegos de Navidad favoritos—. Jugamos a la adivinanzas. ¿Y cómo puede haber resuelto el crimen tan rápido? Los hombres del sargento Eustis ni siquiera han tenido tiempo de reunir todas las pruebas, y mucho menos de efectuar los exámenes forenses.
Desechó todo aquello con un gesto de la mano.
—Los forenses, las pruebas, nos dirán solamente cómo se efectuó el asesinato, no por qué.
Con frecuencia nos dicen también quién lo hizo, hubiera podido contestarle, si Touffét me hubiera dado la oportunidad, pero siguió hablando.
—“Por qué” es lo único que importa —dijo—, porque si sabemos el “por qué” sabemos a la vez quién lo cometió y cómo lo hizo. Vaya a decirle a su hermana que estaremos en el tren sin falta.
Bajé y llamé de nuevo a mi hermana.
—Oh, excelente —dijo—, ¡este año vamos a jugar a las Rimas Tontas!
Cuando colgué. Touffét llamó:
—¡Bridlings!
Me volví en redondo, esperando verle en la puerta. No había nadie allí. Salí al pasillo y alcé la vista hacia la escalera.
—Bridlings —dijo Touffét de nuevo, desde dentro de la habitación.
Volví a entrar.
—Bridlings, venga aquí en seguida. Le necesito —dijo Touffét, y se echó a reír.
—¿Dónde está? —quise saber, preguntándome si era algún tipo de broma de ventriloquía.
—En la enfermería —dijo—. ¿Puede oírme?
Por supuesto, podía oírle, o no estaría respondiéndole.
—Sí —dije, mirando a todo mi alrededor y descubriendo finalmente el monitor de bebés, medio oculto detrás de un reloj en uno de los estantes. Adelanté la mano para cogerlo.
—No lo coja —dijo—. Estropeará la prueba forense que considera tan importante.
—¿Quiere que suba a la enfermería?
—No será necesario. Ya he hallado lo que esperaba averiguar. Vaya a la sala de estar y asegúrese de que lady Charlotte los ha reunido a todos.
Lo había hecho, aunque no en la sala de estar.
—No tenemos sala de estar —dijo, reuniéndose conmigo en el pasillo cuando salí de la biblioteca—. Los he puesto a todos en el solárium, donde estuvimos la otra noche. Espero que sirva.
—Estoy seguro de que sí —dije.
—Y no tenía jerez. —Se detuvo ante la puerta—. Hice que Heidi preparara unos combinados Singapur.
—Probablemente será una buena idea —admití, y abrí la puerta.
Leda estaba sentada en un escabel con el asiento de lona, con Rutgers detrás de ella. La enfermera ocupaba una de las sillas de lona, y el sargento de policía estaba perchado a su lado sobre la mesita de café. James estaba reclinado contra una de las estanterías de libros con una copa en la mano. D’Artagnan estaba de pie junto a las ventanas.
Cuando entré, todos, excepto James y Heidi, que estaba ofreciéndole una bandeja llena de copas con algo, alzaron la vista expectantes y luego se relajaron.
—¿Es cierto? —preguntó ansiosa Leda—. ¿Ha resuelto el crimen monsieur Touffét? ¿Sabe ya quién mató a lord Alastair?
—Todos sabemos quién mató a mi padre —dijo James, señalando a D’Artagnan—. ¡Ese animal se dejó llevar por la ira y lo estranguló! ¿No es cierto, inspector Touffét? —le dijo a Touffét, que acababa de entrar por la puerta—. ¡Mi padre fue asesinado por ese animal!
—Eso pensé yo también al principio —dijo Touffét, limpiando su monóculo—. Un gorila escapa a todo control, mata a lord Alastair en un acceso de furia violenta, y destruye la enfermería como si fuera su jaula, arrojando los muebles y los platos contra la pared. El monitor de bebés también fue arrojado contra la pared y roto, y es por eso por lo que la enfermera no oyó nada mientras era cometido el asesinato.
—¿Lo ves? —dijo James a su hermana—. Incluso tu Gran Detective dice que lo hizo D’Artagnan.
—He dicho que así me pareció al principio —señaló Touffét, con aire irritado ante la observación acerca del Gran Detective—, pero luego empecé a observar cosas..., el hecho de que no había signos de que hubiera sido forzada la entrada, de que el monitor de bebés había sido desconectado antes de ser arrojado contra la pared, de que, aunque parecía una escena de gran violencia, ninguno de nosotros había oído nada..., cosas que me hicieron pensar que quizá no fuera después de todo un crimen violento, sino un asesinato cuidadosamente premeditado.
—¡Cuidadosamente premeditado! —gritó James—. El gorila le robó la vida estrangulándolo en un acceso de furia animal. —Se volvió hacia el sargento Eustis—. ¿Por qué no está usted arriba, buscando las pruebas forenses que demuestren lo que ocurrió?
—Yo no necesito ninguna prueba forense —dijo Touffét. Tomó una pipa de espuma de mar y la llenó de tabaco—. Para resolver este asesinado tan sólo necesito el motivo.
—¿El motivo? —exclamó James—. No se le pregunta a un oso cuáles son sus motivos para arrancarle a alguien la cabeza de un mordisco, ¿verdad? ¡Es un animal salvaje!
Touffét encendió su pipa y dio varias largas chupadas.
—Así que empecé a preguntarme —siguió implacablemente, ignorando aquellas palabras— quién tenía un motivo para matar a lord Alastair. Su padre se lo deja todo a usted, ¿verdad, lord James?
—Sí —dijo James—. No estará sugiriendo que yo impulsé a ese gorila a...
—No estoy sugiriendo nada. Sólo he dicho que tenía usted un motivo. —Alzó su monóculo y examinó a los reunidos—. Lo mismo que la señorita Fox.
—¿Qué? —exclamó Leda, tirando de su vestido sobre sus muslos—. Ni siquiera conocía a lord Alastair.
—Lo que usted dice es cierto —admitió Touffét—, aunque es la única cosa auténtica que ha dicho usted desde su llegada. Incluso ha mentido acerca de su nombre, ¿verdad? Usted no es Leda Fox, la periodista. Usted es Genevieve Wrigley.
Lady Charlotte jadeó.
—¿Quién es Genevieve Wrigley? —pregunté.
—La cabeza visible del ERA —dijo Touffét, mirando fijamente a la falsa periodista—. El Ejército de Rescate Animal.
Lady Charlotte se había puesto en pie de un salto.
—¡Está usted aquí para robarme a D’Artagnan y a Heidi! —Se volvió implorante a Touffét—. No debe permitírselo. El ERA son terroristas.
Miré interrogativamente a Leda, o más bien a Genevieve. Lady Charlotte tenía razón acerca del ERA: era una organización terrorista, una especie de IRA para los animales. Los había visto por televisión, volando compañías de cosméticos y reteniendo como rehenes a cuidadores de zoos, pero Leda-Genevieve no se parecía en absoluto a ninguno de ellos.
—Vino usted aquí bajo una identidad falsa —dijo severamente Touffét— con la intención de liberar los animales de lady Charlotte, no importaban los medios violentos que fueran necesarios.
—Es cierto —dijo Leda, o más bien Genevieve, retrocediendo peligrosamente, y me sentí agradecido de que no hubiera espacio en ninguna parte para una bomba en aquel vestido que llevaba—. Pero no hubiera matado a ningún animal. ¡Amo los animales!
—¿Liberando animales de compañía a un entorno hostil en el que no pueden sobrevivir? —dijo amargamente lady Charlotte—. ¿Enviando primates de vuelta a la jungla para ser muertos por los cazadores furtivos? Ustedes no aman a los animales. Ustedes no aman a nadie excepto a sí mismos. Bien, ahora han ido demasiado lejos. Han asesinado a mi padre, y haré que sean condenados por ello.
—¿Por qué debería yo matar a su padre? —se burló Genevieve—¡A usted es a la única a quien desearía matar!
Ante aquellas palabras, D’Artagnan y Heidi avanzaron protectoramente hacia lady Charlotte.
—Vestir primates como mayordomos, mantenerlos cautivos aquí. ¡Sois esclavos! —le dijo a D’Artagnan—. ¡Ella os dice que os quiere, pero únicamente desea esclavizaros!
D’Artagnan dio un paso amenazador hacia ella, alzando su enorme puño enfundado en blanco.
—Está bien, D’Artagnan —dijo lady Charlotte—. El inspector Touffét no dejará que me haga ningún daño.
Genevieve se derrumbó hacia atrás en su silla y miró furiosa a Touffét.
—No puedo creer que me haya descubierto —dijo—. ¡Incluso comí un trozo de esa horrible carne en la cena!
—Estábamos hablando de sus motivos —dijo Touffét—. Los terroristas no matan en secreto. Sus crímenes no sirven de nada a menos que les puedan ser acreditados. Y matando a lord Alastair hubiera podido proporcionar al Instituto una mala publicidad, pero no hubiera tenido necesariamente éxito en cerrarlo. Las donaciones hubieran podido seguir llegando por simpatía. Hubiera ido mucho mejor volar los edificios del Instituto. Cierto, quizás hubieran matado algunos primates, pero se sabe que su organización ha matado animales antes, en nombre de su salvación.
—¡No puede probar eso! —dijo Genevieve hoscamente.
—Hay cable y detonadores en su equipaje. —Se volvió hacia el sargento Eustis—. La señorita Wrigley salió al complejo esta tarde. Cuando hayamos terminado nuestro asunto aquí, sugiero un búsqueda exhaustiva de explosivos plásticos.
El sargento Eustis asintió y fue a situarse detrás de la silla de Genevieve. Ella hizo girar los ojos, disgustada, y cruzó los brazos sobre su pecho.
—La señorita Wrigley tenía un motivo para el asesinato, pero no es la única. —Dio varias chupadas a su pipa—. Todo el mundo en esta estancia tiene un motivo. Sí, incluso usted, coronel Bridlings.
—¿Yo? —dije.
—Usted quería pasar la Navidad en casa de su hermana, ¿no? Si lord Alastair era asesinado, la celebración de la Navidad en Marwaite Manor sería cancelada, y usted quedaría libre para asistir a la celebración de su hermana.
—Si no era retenido para ser interrogado —dije—. Y me cuesta pensar que desear pasar la Navidad con mi hermana sea un motivo suficiente para asesinar a un viejo inofensivo e indefenso.
Touffét alzó un dedo objetor.
—Indefenso quizá, pero no inofensivo. Aunque estoy de acuerdo con usted, Bridlings: su motivo no es suficiente. La gente, sin embargo, ha asesinado a menudo con motivos insuficientes. Pero usted, Bridlings, es incapaz de asesinar, y es por eso por lo que no sospecho de usted en este crimen.
—Gracias —dije secamente.
—Pero hay un motivo —dijo Touffét—. En cuanto a lady Charlotte, nos ha contado a todos nosotros su motivo esta misma noche, en la cena. No tiene dinero para su Instituto. Corre el peligro de perder a D’Artagnan y Heidi y todos sus demás primates a menos que obtenga una gran suma de dinero. Y los quiere más aún de lo que quiere a su padre.
—Pero su padre le dejó todo su dinero a su hermano —estallé.
—Exacto —admitió Touffét—, de modo que su hermano tenía que ser eliminado también, ¿y qué mejor método que el que fuera acusado del crimen?
—Pero Charlotte nunca... —empezó a decir Rutgers, levantándose involuntariamente.
Ella le miró sorprendida.
—Ésa es la conclusión a la que yo llegué también. No se excite, señor Rutgers —dijo Touffét, dándole a la palabra Rutgers un énfasis peculiar—. No creo que lady Charlotte cometiera el asesinato, aunque puesto que fue ella quien me invitó a aquí a Marwaite Manor, fue la primera persona de quien sospeché.
Se detuvo y encendió de nuevo su pipa durante al menos cinco minutos.
—Digo que no creo que lady Charlotte cometiera el asesinato, pero no porque no la crea capaz de asesinar. Creo que su deseo de proteger sus primates podría conducirla fácilmente al asesinato. Pero ese mismo deseo nunca le permitiría dejar que sus primates fueran sospechosos de asesinato, ni siquiera con un gran detective a mano para descubrir al auténtico asesino. Nunca los hubiera puesto en peligro, ni por unas pocas horas. —Se volvió y miró a Mick Rutgers—. No necesita preocuparse usted por lady Charlotte, señor Davidson.
Ahora fue lady Charlotte la que se puso involuntariamente en pie.
—¿Phillip? —dijo—. ¿Eres realmente tú?
—Sí, es Phillip Davidson —dijo Touffét relamidamente—. Que fue arruinado por lord Alastair, al que se le impidió casarse con lady Charlotte y se vio obligado a emigrar a Australia. —Hizo una dramática pausa—. Que vino aquí decidido a asesinar a lord Alastair como venganza.
—A asesinar... —Lady Charlotte se llevó la mano al pecho—. ¿Es eso cierto, Phillip?
—Sí, es cierto —dijo Rutgers, o más bien Davidson. Buen Dios, justo cuando había aprendido el nombre de cada uno. Ahora iba a tener que memorizarlos todos de nuevo.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Rutg... Davidson.
—Llamó usted a lord Alastair “Al”, aunque nadie más lo había llamado por ese nombre —dijo Touffét—. También era evidente por la forma en que miraba a lady Charlotte que todavía estaba enamorado de ella.
—Es cierto, lo estoy —reconoció, mirando a lady Charlotte.
Ella lo contemplaba horrorizada.
—¿Mataste a mi padre?
—No —dijo—. Es cierto, vine aquí para hacerlo. Incluso traje una pistola conmigo. Pero cuando lo vi me di cuenta... Era un hombre terrible, pero brillante. Verse reducido a eso..., era una venganza peor que cualquiera que yo hubiera podido idear. —Miró a Touffét—. Tiene que creerme. Yo no lo maté.
—Sé que no lo hizo —dijo Touffét—. Este asesinato requería un conocimiento de la casa y de la gente que vivía en ella que usted no poseía. Y un asesino vengativo no seda primero a su víctima.
—¿Sedar? —exclamó la enfermera Parchtry.
—Sí —dijo Touffét—. Cuando el sargento Eustis complete su análisis del cacao, descubrirá la presencia de un medicamento para dormir.
Recordé los ronquidos en el monitor de bebés que iban descendiendo hasta una respiración pesada y regular. Una respiración drogada.
—Alguien que mata por venganza —prosiguió Touffét— desea que su víctima sepa por qué es asesinada. Y usted había trabajado con primates, señor Davidson, fue su interés en su inteligencia lo que despertó el de lady Charlotte. No hubiera intentado mezclarlos en el asesinato.
—Bien, ¿a quién tenemos entonces? —estalló el sargento Eustis.
—Una excelente pregunta —dijo Touffét—. Y una a la que responderé dentro de poco. Pero primero debemos ocuparnos del motivo que podía tener usted para el asesinato, sargento.
—¿Mi motivo? —dijo el sargento Eustis, asombrado—. ¿Qué motivo puedo tener yo para matar a alguien?
—Exacto —dijo Touffét, y todo el mundo pareció desconcertado—. No tenía usted ningún motivo para asesinar a lord Alastair en particular, pero sí tenía un motivo para asesinar a alguien.
—¿No olvida usted que es un agente de la policía? —dijo James ofensivamente—. ¿O está diciendo que usted tiene también un motivo para asesinar a mi padre?
—No —dijo calmadamente Touffét—. Porque soy un gran detective, con muchos casos resueltos en mi haber, y ninguno que no haya resuelto por mi incompetencia. Eso no es cierto, sin embargo, para el sargento Eustis, ¿verdad?
Leda-Genevieve jadeó.
—“Inepto” Eustis —murmuró—. Ya me parecía que su aspecto me era familiar.
—De hecho —dijo Touffét—, el capitán Eustis estuvo a cargo el caso Tiffany Levinger.
Tiffany Levinger. Entonces recordé. Había estado en la televisión y en las páginas sensacionalistas on-line. La hermosa niñita que había sido asesinada en su propia casa, evidentemente por sus propios padres, que habían quedado en libertad porque el capitán Eustis había enmarañado de tal modo la investigación que había sido imposible lograr una condena. Apodado Inepto Eustis y crucificado en la prensa, se había visto obligado a presentar su renuncia. Y al parecer había terminado allí, en aquella remota zona rural, degradado y caído en desgracia.
—Otro asesinato, el celebrado asesinato de un multimillonario en una finca en el campo, un asesinato sensacional resuelto por usted, hubiera redimido su reputación, ¿no? —dijo Touffét—. Especialmente con la prensa en el lugar para registrarlo todo.
—Ciertamente, hubiera podido —admitió el sargento Eustis—. Pero ni siquiera alguien tan estúpido como la prensa informaría que yo sería tan estúpido como para cometer un asesinato con el inspector Touffét en el lugar de los hechos, ¿no cree?
—Exactamente la conclusión a la que llegué yo, sargento —dijo Touffét—. Lo cual nos deja a la enfermera Parchtry y a James Valladay.
—Oh —dijo la enfermera Parchtry, inquieta—, no pensará usted que yo lo hice, ¿verdad? ¿Qué motivo podría tener?
—Un paciente cruel y abusivo.
—Pero en ese caso, ¿por qué no simplemente renunciar?
—Eso es lo que me pregunté a mí mismo —dijo Touffét—. Evidentemente era sometida usted a indignidades diarias, pero lady Charlotte dijo que llevaba usted aquí más de un año. ¿Por qué?, me pregunté a mí mismo.
—Porque si se marchaba perdería la bonificación que yo le había prometido —dijo lady Charlotte. Se retorció las manos—. Oh, no me diga que yo soy la responsable de que ella... Estaba tan desesperada. Llevábamos siete enfermeras en menos de un mes. Pensé que si le ofrecía un incentivo para que se quedara...
—¿Cuál fue el incentivo? —preguntó Touffét a la enfermera Parchtry.
—Diez mil libras, si me quedaba todo un año —dijo hoscamente la enfermera—. No creí que llegara a ser tan malo. Había tenido pacientes difíciles antes, y ésa era la única forma en que podía librarme de deudas. No pensé que pudiera ser tan malo. Pero estaba equivocada. —Miró a Charlotte con ojos furiosos—. Un millón de dólares no hubieran sido suficientes para ocuparme de ese bruto. Me alegra que esté muerto —estalló—. ¡Desearía haberlo matado yo misma!
—Pero no lo hizo —dijo Touffét—. Es usted enfermera. Tenía a su disposición docenas de drogas indetectables, docenas de oportunidades. Hubiera podido privarlo de su oxígeno, administrarle una dosis letal de lidocaína o insulina, y se hubiera supuesto que había muerto de causas naturales. Ni siquiera se hubiera practicado una autopsia. Y a usted le gustaba Heidi. Usted y ella compartían una pasión hacia mis casos. No hubiera cometido usted un asesinato que la implicara a ella.
—No, no lo hubiera hecho —admitió la enfermera Parchtry, llorosa—. La quiero tanto.
—De hecho sólo hay una persona aquí que tenía un motivo no sólo para matar a lord Alastair, sino también para que D’Artagnan fuera acusado del asesinado, y ése es lord James Valladay.
—¿Qué? —exclamó James, derramando su bebida por la sorpresa.
—Usted tiene considerables deudas. La muerte de su padre significaría que heredaba usted una fortuna. Y odiaba los primates de su hermana. Tenía todas las razones para matar a su padre y culpar de ello a D’Artagnan.
—P-pero... —barbotó—. Esto es ridículo.
—Puso usted pastillas para dormir en el cacao de su padre cuando estuvo en la enfermería, usando el pretendido ataque de D’Artagnan como distracción. Durante el juego de Animal, Vegetal o Mineral fue al pasillo, tras convencer a todos de que debíamos tomarnos un tiempo considerable en elegir nuestro objeto, y tomó el ascensor hasta la enfermería, poniéndose los guantes que le había robado a D’Artagnan antes, y estranguló a su padre dormido. Luego desconectó el monitor de bebés y volcó la cama y esparció los objetos por toda la habitación para que pareciera como si alguien los hubiera arrojado violentamente. Luego ocultó la llave y los guantes y volvió abajo, donde continuó jugando al juego con toda su sangre fría.
—Oh, James, no es posible que tú... —exclamó lady Charlotte.
—Por supuesto que no lo hice. No tiene usted ninguna prueba de nada de esto, Touffét. Usted mismo dijo que no había huellas dactilares.
—Ah —dijo Touffét, sacando una botella de pastillas para dormir de su bolsillo—. Esto fue encontrado en su armario de las medicinas, y esto —extrajo una llave y un par de guantes blancos— bajo su colchón, donde lo había ocultado, con la intención de ponerlo más tarde todo en la alacena para inculpar a D’Artagnan. —Se lo tendió al sargento Eustis—. Creo que descubrirá usted que las pastillas para dormir encajan con el residuo en la taza de cacao.
—¿Bajo mi colchón? —dijo James, haciendo un muy buen trabajo en parecer asombrado—. No comprendo... ¿Cómo pude entrar en la enfermería? No tengo ninguna llave.
—Ah —dijo Touffét—. D’Artagnan, ven aquí. —El gorila avanzó pesadamente desde donde él y Heidi habían estado observando todo aquello y pensando Dios sabía qué—. D’Artagnan, ¿qué ocurrió después de que lady Charlotte te diera las llaves?
—Abrí cerradura —dijo—. Cogí guantes.
—¿Y luego qué?
D’Artagnan miró temeroso a James y luego de nuevo a Touffét.
—No le dejaré que te haga ningún daño —dijo el sargento Eustis.
Lady Charlotte le animó con una inclinación de cabeza.
—Adelante, D’Artagnan. Di la verdad. No tendrás ningún problema.
El gorila miró de nuevo preocupado a James y luego dijo:
—James dice dame —haciendo el gesto de entregar un puñado de llaves.
—¡Eso es una mentira! —gritó James—. ¡Yo no hice eso!
—Entonces, ¿por qué estaba la llave bajo su colchón dentro de uno de los guantes? —dijo Touffét, tendiendo la llave y los guantes al sargento Eustis.
—¡Pero yo no hice...! —dijo James, volviéndose hacia su hermana—. ¡Está mintiendo!
—¿Cómo es posible? —dijo fríamente lady Charlotte—. Es sólo un animal.
—Un caso satisfactorio —dijo Touffét mientras aguardábamos el tren.
Habíamos sido conducidos a la estación por un peludo orangután naranja llamado Sven.
—No tiene permiso de conducir —había dicho lady Charlotte al despedirnos. Le sonrió a Phillip Davidson, que la rodeaba con un brazo—. Pero todos los policías de la zona están arriba recogiendo pruebas, así que no deben preocuparse de que les paren.
Era fácil ver por qué la policía se negaba a darle a Sven el permiso de conducir. Conducía de una forma positivamente alocada, y después de sacarnos casi de la carretera palmeó el volante con sus peludas manos y me sonrió enseñándome todos los dientes. Pero llegamos casi diez minutos antes de la hora de salida del tren.
Touffét todavía estaba preocupado por el caso.
—Es una lástima que James no confesara el asesinato cuando lo enfrenté a él. Ahora la policía va a tener que pasar el día de Navidad examinando todas las pruebas.
—Estoy seguro de que al sargento Eustis no le importará —le dije. Había parecido patéticamente ansioso por escuchar todo lo que Touffét le había dicho, incluso por ponerlo por escrito—. Ha redimido usted su reputación. Y, en cualquier caso, nadie confiesa en estos días, ni siquiera cuando ha sido atrapado con las manos en la masa.
—Eso es cierto —admitió, consultando su reloj de bolsillo—. Y todo ha salido bien. El Instituto de lady Charlotte está a salvo, los simios ya no tienen que preocuparse de quedarse sin hogar, y usted llegará a casa de su hermana a tiempo para quemarse los dedos con las uvas pasas.
—¿No va a venir usted conmigo?
—Ya he soportado una velada de Animal, Vegetal o Mineral. Mi constitución es incapaz de soportar otra. Me bajaré en Londres. Transmítale mi pesar a su hermana, ¿querrá?
Asentí de forma ausente, pensando en lo que acababa de decir acerca de que los simios ya no tendrían que preocuparse de quedarse sin casa. Era cierto. Hasta el asesinato, el Instituto de lady Charlotte se había visto en grandes dificultades financieras. Ella misma había admitido que podía tener que cerrar. Y si lo hacía, el ERA y los demás grupos pro derechos de los animales insistirían en que D’Artagnan y Heidi fueran enviados de vuelta a la selva. Como Lucy.
Touffét había dicho que todos en la habitación tenían un motivo, y tenía razón, pero había dos sospechosos en la habitación a los que no había tenido en cuenta.
James había acusado a D’Artagnan del asesinato, y D’Artagnan hubiera hecho ciertamente cualquier cosa por salvar el Instituto de lady Valladay..., estaba absolutamente dedicado a ella. Como D’Artagnan y los otros mosqueteros, que habrían hecho cualquier cosa por proteger a su reina. Y él y Heidi estaban en peligro de perder su hogar.
Pero matar a lord Alastair no habría salvado el Instituto. James hubiera heredado la propiedad. James, que había amenazado con cerrar el Instituto, que había amenazado con vender los simios al zoo. Matar a lord Alastair sólo hubiera empeorado la situación de los primates.
A menos que se pudiera conseguir que James apareciera como el asesino. Porque los asesinos no pueden heredar.
¿Y si Heidi había puesto las pastillas para dormir en el cacao de lord Alastair antes de traerlo a la enfermería, y había ocultado la botella en el armario de las medicinas de James? ¿Y si D’Artagnan sólo había fingido perder sus guantes de modo que lady Charlotte le diera sus llaves? ¿Y si él y Heidi habían subido a la enfermería mientras todos estaban jugando a Animal, Vegetal o Mineral, habían estrangulado a lord Alastair en su sueño, y luego derribado todos los muebles?
Pero eso era imposible. Eran animales, como había dicho James. Animales que eran capaces de mentir, engañar, disimular. Capaces de planear y ejecutar. Ejecutar.
¿Y si D’Artagnan había retorcido realmente la muñeca de James, de modo que éste le acusara, que dijera que los simios eran peligrosos, y que así hiciera parecer como si intentara inculparles?
No, era todo demasiado complicado. Aunque hubieran sido capaces de pensar a tan alto nivel, había una enorme diferencia entre resolver problemas aritméticos y planear un asesinato.
Especialmente un asesinato que pudiera engañar a Touffét, pensé, mirándole allá frente a mí en el compartimento. Estaba rebuscando algo en su maleta, buscando su novela de misterio.
Nunca podrían haberse salido por sí mismos de un asesinato como aquél. Y la explicación de Touffét del motivo de James tenía perfectamente sentido. Pero si James había cometido el asesinato, ¿por qué no había lavado el cacao del bol? ¿Por qué no había ocultado la llave y los guantes en la despensa, como Touffét había dicho que tenía intención de hacer? Había tenido tiempo más que suficiente después de que todos fuéramos a nuestras habitaciones. ¿Por qué no había echado las pastillas para dormir por el retrete?
—Bridlings —dijo Touffét—, ¿qué ha hecho usted de mi libro?
Encontré Los crímenes de la Rue Morgue por él.
—No, no —dijo—. No ése. No quiero volver a pensar en primates. —Me lo devolvió.
Le miré. ¿Y si no habían tenido que planear el asesinato? ¿Y si simplemente sólo habían tenido que copiar el plan de algún otro?
—Lo que el mono ve, el mono hace —murmuré.
—¿Qué? —dijo Touffét, revolviendo irritado en su maleta—. ¿Qué ha dicho?
—Touffét —dije ansiosamente—, ¿recuerda usted El caso de la garra de gato?
—Oh, sí —exclamó, con aire complacido—. El libro preferido de la pequeña chimpancé. Un caso de lo más satisfactorio.
—Lo hizo el marido —señalé.
—Y confesó cuando le enfrenté con los hechos —asintió, con aspecto irritado—. Recuerdo que usted pensaba que lo había hecho el médico del pueblo.
Sí, yo había pensado que el culpable era el médico del pueblo. Porque el marido había hecho que pareciera como que había sido incriminado por el doctor, para que las sospechas no recayeran sobre él.
Y El caso de la garra de gato era el libro preferido de Heidi. ¿Y si ella y D’Artagnan habían copiado simplemente el asesinato del libro?
Pero Touffét había resuelto El caso de la garra de gato. ¿Cómo podían estar seguros de que no resolvería también éste?
—Se mostró usted particularmente obtuso en ese caso —señaló Touffét—. Porque usted sólo ve la fachada.
“Pese a todas las evidencias de su inteligencia —había dicho lady Charlotte—, la gente insiste en verlos como animales.”
Como animales. Que no podían haber cometido un asesinato.
Pero Heidi sabía leer. Y D’Artagnan había alcanzado un 95 en los tests de inteligencia. Y hubieran hecho cualquier cosa por lady Charlotte. Cualquier cosa.
—Touffét —dije—, he estado pensando...
—Oh, pero ése es precisamente el problema. Usted no piensa. Usted sólo ve la superficie. Nunca lo que hay debajo de ella.
O detrás de ella, pensé. Al mono, metiendo la garra de gato en el fuego para coger las castañas.
A menos que se lo dijera a Touffét, James sería condenado por asesinato. “Inepto” Eustis nunca descubriría por sí mismo la verdad y, aunque lo hiciera, nunca se atrevería a contradecir a Touffét, que había salvado su reputación.
—Touffét —dije.
—Es por eso por lo que yo soy el gran detective, y usted se limita a poner mis éxitos por escrito —dijo Touffét—. Porque usted sólo ve la fachada. Por eso no le escucho cuando me dice que cree que el asesino es el gorila o el vicario. Bien, ¿qué es lo que quería decirme?
—Nada —respondí—. Sólo me estaba preguntando cómo deberíamos llamar a este caso. ¿El caso de la Navidad en el campo?
Negó con la cabeza.
—No quiero nada que me recuerde la Navidad.
El tren empezó a disminuir su marcha.
—Ah, aquí es donde he de cambiar para Londres. —Empezó a recoger sus pertenencias.
Si se le permitía a James heredar, no sólo cerraría el Instituto, sino que también se gastaría todo el dinero en bebida y juego. Y D’Artagnan y Heidi serían embarcados casi con toda seguridad de vuelta a la jungla y a los cazadores furtivos, de modo que en realidad era una forma de autodefensa. Y aunque era un asesinato, sería cruel acusarles de algo contra lo que no tenían defensa legal en los tribunales.
Y el viejo había sido poco más que un animal que necesitaba ser abatido. Menos humano que D’Artagnan y Heidi.
El tren se detuvo, y Touffét abrió la puerta del compartimento.
—Touffét... —dije.
—Bien, ¿qué ocurre ahora? —dijo irritado, con la mano en la manija del compartimento—. Voy a perder mi parada.
—Feliz Navidad —dije.
El conductor hizo sonar el silbato, y Touffét se dirigió a toda prisa hacia su tren. Lo observé desde la portezuela, pensando en lady Charlotte. Descubrir la verdad, que sus queridos primates eran mucho más humanos de lo que ella había llegado a imaginar nunca, la mataría. Merecía un poco de felicidad después de lo que su padre le había hecho. Y mi hermana me estaría aguardando en la estación. Me habría preparado ponche de leche y huevo.
Permanecí allí en la portezuela unos instantes, pensando en lo que Touffét había dicho acerca de que yo era incapaz de asesinar. Estaba equivocado. Todos somos capaces de asesinar. Es algo que está en nuestros genes.
Fin