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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    ROTAR-VELOCIDAD

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    ALARMA 1

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    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

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    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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      60     80  

    100
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    ▪ Texto - Color y Cambio automático
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    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

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    Aumentar

    Reducir

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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
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    H= M= R=
    -------
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    PROGRAMAR ESTILO

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    H= M= E=
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    PROGRAMAR RELOJES


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    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪3


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    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    EL TIEMPO DE LA NOCHE (William Sloane)

    Publicado en noviembre 05, 2020

    Introducción

    Uno de los mejores cuentos de Stephen Vincent Benét es El toque de queda, que describe a un Napoleón nacido cincuenta años antes de su tiempo, en el reinado comparativamente pacífico de Luis XV, en una Francia donde los oficiales con genio no contaban con dieciséis divisiones. El tiempo de la noche nació, de modo similar, anticipadamente, en 1937, antes que el diablo hubiese escapado de la botella, en Hiroshima. Era la época en que nosotros, aficionados tempranos, debíamos recurrir a las revistas populares. En las carátulas unos monstruos de ojos saltones amenazaban a unas muchachas con cascos herméticos y poco más. Para mucha gente la ciencia ficción era en esos días —cuando era algo— una literatura de evasión un poco menos respetable, intelectualmente, que las novelas policiales. El libro de Sloane fue recibido con entusiasmo, pero también con desconcierto. Tanto el New York Tribune como la Saturday Review of Literature lo comentaron en la sección de novelas policiales. El crítico del Herald Tribune veía en él «una excitante hornada de superciencia», pero la Saturday Review, tratándolo como una novela policial, lo llamaba «una variante especialmente remota del género, pues no hay detective, y sólo un absorbente e impenetrable problema, un grupo de caracteres magníficamente presentados, y una solución que aterroriza al lector, y se impone a él». (Yo he aceptado tambiénesta solución, pero sólo en un sentido que explicaré más tarde.) Para The New York Times, no se trataba de una novela policial heterodoxa, sino de una heterodoxa historia de fantasmas donde se combinaban las ideas matemáticas desarrolladas por Einstein con las creencias ocultistas utilizadas por Algernon Blackwood. Sin embargo, El tiempo de la noche encontró a algunos de sus predestinados lectores, aunque éstos no fueron entonces tan numerosos como hoy.

    Se me ha pedido que presente al público esta nueva edición. Aunque un libro de tal calidad no necesita de presentaciones, me alegra sobremanera introducir El tiempo de la noche a los lectores, que encontrarán en él, ciertamente, un gran placer. Excelente oportunidad asimismo para que hable —como viejo aficionado a la ciencia ficción— de algunos de los valores del género.

    Se compara comúnmente a la ciencia ficción con la novela policial como forma popular de entretenimiento. La primera guerra mundial difundió ampliamente la novela de detectives, y la segunda hizo lo mismo con la ciencia ficción. Pero el posible alcance de la ciencia ficción es mucho más amplio, y, en general, emocionalmente más verdadero. Aunque hay, por supuesto, excepciones, la novela policial se ve obligada a tratar la muerte violenta como un problema puramente intelectual, o como fuente de excitación, a veces excitación engañosa. Como el autor debe mantenernos fuera de la mente del criminal, debe mantenernos asimismo fuera de la mente de casi todos los personajes. La ciencia ficción, aunque encierra a veces muchos problemas de ajedrez, y mucho melodrama, puede mostrarnos en cambio gente real, en situaciones emocionalmente reales. Esto es especialmente cierto en El tiempo de la noche. La muerte no es aquí sólo un misterio, sino también una tragedia, y aunque desde mi primera lectura he olvidado muchos detalles, recuerdo aún vividamente la calidez y la humanidad de las relaciones entre Bark Jones, el doctor Lister y Jerry, muerto pero vivo en el recuerdo. El otro de los principales caracteres, Selena, es por supuesto algo más, o menos, que humano. Tiene, en verdad, la sugestión de las figuras arquetípicas: la Diosa de las Tinieblas, Artemisa—Hécate, Perséfona de los mundos subterráneos, ese Eterno Femenino que según los poetas puede tanto elevarnos como destruirnos. Y sin embargo también en Selena hay algo de pasión humana.

    La historia narrada en El tiempo de la noche trasciende las actuales limitaciones del hombre. Toda obra de ciencia ficción, es claro, hace lo mismo, de un modo u otro. No negaré aquí el valor de ninguno de esos modos. En un extremo del género, en los Imites de lo científico, hay historias —aunque no tantas como años atrás— que son en verdad acertijos de física. La solución del acertijo suele enunciarla alguien que dice: «A mediados del siglo veinte se sabía ya...», y recuerda un fenómeno raro que resuelve el problema. En el otro extremo hay historias que apenas pretenden ser científicas. Se desarrollan en un planeta de un distante sistema solar donde el héroe puede lucirse con sus aventuras. Ambas formas del género pueden ser un buen entretenimiento, si se quiere. Pero el tipo de ciencia ficción que me parece más estimulante y más atractivo es el que trata, como El tiempo de la noche, de posibilidades que no son todavía científicas. El uso que se—hace aquí de un partido de fútbol es más que un artificio para suspender la duda. Ilumina una impresión que casi todos hemos tenido alguna vez, vagamente. Recuerda a Flammarion, quien afirmaba que en las casas donde hay movimientos inexplicables hay siempre un adolescente desgraciado, y que los trastornos emocionales podrían mover las piedras. Si tratamos de comprender las últimas conclusiones de la física, nos preguntaremos alguna vez: ¿dónde termina lo físico y comienza lo psíquico?Cuando apunta a tales problemas, la ciencia ficción libera en verdad la imaginación. Plantea entonces problemas nuevos, y da respuestas imaginativas que, sentimos (como aquí en el partido de fútbol y sus consecuencias), adelantan una verdad futura semejante. Esto quiso decir en parte Blake cuando escribió: «Todo lo que puede creerse es una imagen de la verdad».


    Basil Davenport


    Prólogo

    La forma de esta narración debe ser necesariamente arbitraria. Sigue, en sus líneas principales, la historia que el doctor Lister y yo reconstruimos en su casa de Long Island, una noche de verano. Pero, al escribirla, no intento reproducir exactamente aquella conversación. Los lectores que no conocieron a Selena, Jerry, y el resto, no comprenderían muchas cosas. Me he permitido, por lo tanto, añadir la descripción de personas y lugares, y he intentado sugerir, aquí y allá, la atmósfera de extrañeza, y aun de terror, en que viví entonces.

    No creo que esta historia atraiga sobremanera la atención. Sus personajes son gente desconocida para el público común, salvo un caso. Uno de ellos ha muerto y otro vive sólo físicamente. Las pruebas que puedo aportar, y que demostrarían la verdad en esta historia, son más psicológicas que circunstanciales.

    No sin algunas dudas mostré las pruebas de galera a Alan Parsons, que trabajó en el caso LeNormand desde un principio. No puedo reproducir aquí su carta, de carácter confidencial. Ayudado, sin embargo, por sus valiosas sugerencias, he revisado la presentación de algunos hechos, y allí donde la narración coincide con los archivos oficiales el lector puede confiar, sin duda, en su exactitud. De la interpretación, por supuesto, sólo yo y el doctor Lister somos responsables. Qué pudo haber pensado Parsons en este aspecto, no lo sé. Pero pocas semanas atrás, al revisar por última vez las transcripciones de las pruebas, fui a su oficina de New Zion. Cuando su secretaria me trajo las carpetas del caso, observé que las sacaba de un cajón donde se leía Cerrado.

    Ignoro si la publicación de esta historia es o no aconsejable. El doctor Lister y yo dudamos un tiempo. Al fin nos decidimos pensando que la ocultación de la verdad no es nunca útil. No esperamos una aceptación inmediata. Hay experiencias ajenas a la vida cotidiana, «condenadas durante un tiempo a no salir de la noche», antes que la mente las reconozca o las rechace como meras fantasías.

    Berkeley M. Jones
    Long Island, 1954


    Y la mente no es nunca un todo,
    y necesita el cuerpo para un alma.
    Struthers Burt, Viaje a caballo:Suite


    1
    Fin del atardecer


    La carretera empezó a descender. El viejo taxi dobló estremeciéndose y resbaló pesadamente cuesta abajo. Los neumáticos rodaron sobre la grava con un ruido áspero y seco. Sin abrir los ojos, supe que llegábamos ya a la casa. Sólo un minuto de descanso en este gastado sedán, trasladándome sin esfuerzo y sin pensamiento. Luego, el narcótico del viaje, la rendición al movimiento del tren y el automóvil se disiparían. Durante tres mil quinientos kilómetros y tres días yo había intentado imaginar este momento: las ruedas dejarían de girar y yo debería decidirme.

    El aire que entraba por la ventanilla era más frío, con la frescura del estrecho. Me enderecé de mala gana y miré hacia afuera. La casa se alzaba a unos quinientos metros. Había un brillo de agua entre los árboles, de un azul acerado. Las luciérnagas aparecían ya en los laureles del camino, y los abedules reflejaban la luz crepuscular. Llegábamos. Quise decirle al conductor que aminorase la marcha, que yo no estaba preparado aún para el fin del viaje. Pero callé, me arreglé la corbata, y me limpié el polvo de los zapatos.

    Doblamos la última curva y dejamos atrás los árboles. El contorno familiar de la casa se alzaba oscuramente sobre los rápidos del estrecho, y en las ventanas del frente y la puerta cochera no había luces. Mejor así. Mi mensaje para el padre de Jerry no requería luces o bienvenidas. En ocasiones anteriores, había habido un fulgor en las ventanas e impaciencia en mis pensamientos. La impasible faz del edificio no me recordaba ahora, por lo menos, aquellas otras veces.

    El coche se detuvo frente a la puerta. Thomas había estado escuchando, quizá, del otro lado. Salió en seguida. Un rayo de luz amarilla se derramó sobre el umbral, interrumpido por la sombra móvil de Thomas que bajó los dos escalones. Su modo de caminar, con la cuidadosa rigidez de los viejos, me sorprendió; no lo recordaba así. La casaca de mayordomo, cortada por el sastre del doctor Lister, no se le ajustaba al cuerpo, y su porte abatido era algo nuevo también. Viéndolo venir a mi encuentro todo me pareció más real, y menos tolerable. Sentí un nudo en la garganta, y durante algunos segundos, mientras pagaba al conductor y sacaba la maleta del coche, preferí no hablar. Los cansados miembros, advertí, me obedecían apenas, y me oí gruñir mientras tiraba de la maleta.

    —Hola, Thomas —dije, y mi voz sonó ásperamente.
    —Señor Berkeley —replicó Thomas, pronunciando mi nombre a la inglesa.

    Aun en las sombras del porche alcancé a ver la dureza y el color grisáceo de su cara. La voluntaria inmovilidad de la boca y los ojos no revelaban ninguna emoción. Mi imagen de Thomas era muy diferente: un hombre más joven y más erguido, con la risa en los ojos, una risa que el decoro profesional reprimía en parte. Thomas, el Thomas con quien yo había crecido, sólo incidentalmente era un mayordomo. Hombre alto, moreno, podía manejar un foque como un marinero y acertar con su revólver a unas latas arrojadas al aire. Había sido, para Jerry y para mí, un compañero de juventud; el hombre que nos había enseñado a cabalgar, pescar y nadar. El Thomas de mis recuerdos en nada se parecía a este fatigado anciano que arrastraba mi maleta con un esfuerzo evidente. Me pregunté si mi propia cara habría cambiado como la suya. ¿Parecería yo veinte años más viejo?

    Mientras cruzábamos el porche no pude evitar un traspié. Tenía las piernas dormidas, y caminar era un proceso laborioso y consciente.

    Escuché detrás la voz grave de Thomas.

    —Cuidado.
    —No fue nada.
    —Sí, señor, por supuesto.

    Entré en el vestíbulo desnudo y frío. Habían sacado, al anunciarse el verano, casi todas las alfombras, y el oscuro piso de roble brillaba sombríamente bajo las luces de la pared. A la izquierda, una escalera ancha, de pesados balaustres, se elevaba en una curva, perdiéndose en la oscuridad; pero a la derecha, el vestíbulo iluminado se prolongaba cruzando la casa hasta un par de puertas dobles. Vislumbré más allá las orillas del estrecho y el color del crepúsculo. Como en veces anteriores, sentí la belleza de la casa, espaciosa, y de muebles grandes y cómodos. Las mujeres solían opinar que parecía un club. Pero nosotros gustábamos de su dignidad e impersonalidad, y de la ausencia de toda influencia femenina. No vivía allí ninguna mujer, y no había motivo para que tuviese otro aspecto.

    Thomas encendió las luces de la escalera.

    —Le hemos preparado su antiguo cuarto, señor —dijo, y empezó a subir lentamente.
    —Pero —objeté—, ¿acaso el señor no desea verme en seguida?
    —El doctor está en la terraza, señor Berkeley. Pensó que usted preferiría lavarse y cambiarse antes de...

    Thomas dejó inconclusa la frase, pero entendí a qué se refería. Había estado a punto de decir «antes de hablarle de la muerte de su hijo».

    Seguí a Thomas escaleras arriba, pesadamente y sin replicar. La barandilla era pulida y sólida. Jerry y yo nos habíamos deslizado por ella, recordé, hacía mucho tiempo. Nada había cambiado, excepto Thomas. La casa conservaba aún su aire de paz y estabilidad, y a pesar de mi pena y mi cansancio, sentí otra vez que yo estaba unido a ella. Atravesamos el corredor hacia la puerta familiar.

    —En casa otra vez, señor —dijo Thomas, y se le quebró la voz.

    Era cierto. La habitación, amplia y de techo bajo, con ventanas que miraban al agua, su sillón de cuero azul marino, la ancha cama de nogal, el macizo y viejo escritorio en un rincón, y sus paredes cubiertas de libros, era mi verdadero hogar, mucho más que esos cuartos de huéspedes donde siempre me alojan cuando visito a Grace y su marido. Grace es mi madre, y con su segundo marido, Fred Mallard, ha vivido durante estos últimos quince años en una sucesión de elegantes apartamentos, con decorados teatrales, donde nunca hubo sitio para mí. Cuando yo dejaba el colegio, y más tarde la universidad, ocupaba simplemente el cuarto de huéspedes, y me trataban, también, casi como un huésped, salvo esos raros momentos en que Grace sufría un ataque de ternura maternal.

    Cuando Jerry y yo nos hicimos amigos, el doctor Lister me adoptó prácticamente como un segundo hijo. Yo pasaba más tiempo en Long Island que con mi madre, visiblemente aliviada por haberse librado de mí. Su actitud no era totalmente egoísta. Confesaba que ella y Fred no eran gente que necesitase hijos, y yo ansiaba una cierta seguridad y estabilidad ajenas totalmente a su modo de vivir.

    Aquél había sido realmente mi cuarto desde mi tercer año de colegio. Jerry y yo habíamos llegado excitados a la casa, haciendo planes para el verano, y descubrimos que el doctor Lister nos había amueblado, arriba, dos habitaciones, instalando un baño entre ellas.

    —Éste es tu cuarto —me había dicho el doctor—. Puedes hacer lo que quieras en él, siempre que lo conserves limpio. En el tiempo que no estés aquí, ningún otro podrá usarlo.

    Yo había balbuceado mi agradecimiento. Me interrumpieron los gritos de Jerry que entraba en el cuarto por la puerta interior.

    —¡Eh, Bark! ¿No es esto espléndido?

    Era algo más que espléndido para mí. Era lo que siempre había necesitado: un lugar que fuese verdaderamente mío, y que siguiera siéndolo no importaba cuántas veces se mudara Grace. Yo había crecido en este cuarto.

    Thomas empezó a vaciar la maleta. Esto me era familiar también. Lo había hecho cien veces. Aunque aturdido, lo vi inspeccionar como de costumbre las camisas y calcetines antes de ponerlos a un lado. Hábito adquirido al descubrir los efectos de la lavandería del colegio sobre botones y telas. Nuestro silencio no ocultaba ninguna pregunta. Thomas no esperaba, sabía yo, que le dijese algo, que le hablase de lo ocurrido. Como yo, trataba de no pensar. Lenta y torpemente empecé a desvestirme.

    Cuando volví a mirarlo, Thomas había abandonado su tarea y se aferraba al respaldo de la cama. Contemplaba, estremeciéndose, el interior de mi maleta. Supe en seguida qué había encontrado. Me acerqué y alcé el vaso de plata. Jerry y yo lo habíamos descubierto un verano en París, en una tienda de antigüedades, y nos había atraído sobremanera. El metal era frío y pesado, y sus curvas plateadas reflejaban las luces y la habitación en confusas y distorsionadas imágenes. Durante un segundo lo odié. Y sin embargo era hermoso, con una perfecta y diminuta réplica de la Victoria Alada en la tapa, y una base de líneas griegas que subían envolviendo el cuerpo del vaso.

    Lo puse en el ancho alféizar. La diosa se adelantaba con alegría hacia el estrecho oscuro y los amplios espacios del cielo crepuscular. A sus pies, en el seno del vaso, había dos puñados de cenizas blancas y cristalinas, las cenizas de Jerry.

    —Lo dejaré aquí por ahora —dije.
    —Sí, señor. — Thomas volvió a la maleta.— ¿Cenó ya, señor Berkeley?
    —Comí algo en la estación. No tengo apetito.

    Thomas inclinó la cabeza, cerró la maleta, y la metió en el armario.

    —Le prepararé el baño, señor. ¿Lo quiere caliente?
    —No. Tibio.
    —Sí, es lo mejor en este tiempo.

    Thomas desapareció en el baño.

    Terminé de desvestirme, incapaz de atender a lo que hacía. Cuando uno pasa varios días durmiendo a ratos todo comienza a hacerse irreal. Mi memoria proyectaba ante mí unas imágenes inconexas, y a veces me parecían más reales que las cuatro paredes del cuarto. Eran imágenes que yo no quería ver, pero que me asaltaban en rápida sucesión a pesar de mí mismo. ¿Qué pasará, me dije, si trato de dormir esta noche? ¿Cuántas de estas imágenes se alzarán ante mí, una y otra vez, antes de hundirse en la oscuridad? Casi exhausto, me asustaba aún la idea de cerrar los ojos.

    La ducha me hizo bien. El placer físico del agua bastaba para interrumpir en parte mis pensamientos, y era agradable sentirse limpio otra vez después de tres días de viaje. Acompañado por el golpeteo de la ducha tarareé en voz baja:

    Tendré una cita contigo...


    No, no esa canción. Ya no habría citas para Jerry y para mí.

    Suave sobre la fuente
    vacilante cae la luna del sur,
    lejos sobre los montes...


    Lejos sobre los montes. Lejos sobre el alto acantilado de Cloud Mesa con la blanca casa de adobe a la sombra, en primavera. No quería, tampoco, pensar en eso. Cerré el agua y me sequé lentamente. Cuanto más me apresurara, más pronto debería hablar con el doctor Lister.

    Thomas había preparado unos pantalones de franela, una camisa blanca de algodón, y una de las chaquetas que Jerry y yo habíamos usado para salir a la terraza y beber contemplando el agua y la noche de verano. Eran las noches que no había baile en el club, o no nos atraía la idea de un paseo. Me vestí, sintiendo la agradable frescura de la ropa limpia, me peiné, me puse en el bolsillo la pipa, la tabaquera y los fósforos, y bajé al vestíbulo.

    La rutina familiar había hecho soportable la última media hora, pero al bajar la escalera sentí otra vez aquella angustia. Se acercaba lo peor, lo sabía. En la terraza, el padre de Jerry esperaba mi versión de la historia, pero esto no me preocupaba demasiado. La ecuanimidad del doctor Lister era proverbial. Nunca conocí a un hombre con tal dominio de sí mismo. La noticia de que la muerte de Jerry había sido un suicidio no mellaría su armadura. Y como yo era también, casi, su hijo, todo sería más fácil para ambos.

    Mi temor nacía de algo muy distinto. Narrarle las circunstancias de la muerte no sería difícil. Pero debía presentar una historia que pareciese natural, y no era natural. Era, en la superficie, trágicamente irracional e inexplicable. El suicidio no concordaba con el carácter de Jerry, y el doctor Lister lo sabía tan bien como yo. Ante todo me preguntaría por qué. Casi ya en el vestíbulo pensé cómo respondería a esa pregunta sin decirle algo de aquello que yo sabía y creía.

    Esto era peligroso. Lo que el doctor querría saber no podía presentarse como un hecho tangible, con sucesos y gentes comunes. Admití, por vez primera, que entre la muerte de Jerry y algunos sucesos mínimos, pero perturbadores, del pasado podía haber quizá alguna relación. En qué se basaba esta relación yo no lo sabía; pero, estaba seguro, no quería tampoco saberlo. Admitir esa posibilidad bastaba para hacerme sentir una tirantez interior ya familiar. Era, comprendí, miedo. Miedo de un pensamiento informe y oscuro, tan insustancial como un fantasma.

    Pero el doctor Lister no creía en fantasmas. Y yo tampoco, realmente. Contaría mi historia como si esa sombra no existiera. Nada más. Evitaría que sospechase, como yo, algo horrible detrás de los hechos. Si el doctor empezaba a recordar y ordenar el pasado, vería, él también, un fantasma. Pensaría luego, deteniéndose aquí en un hecho, allá en una impresión, pesando las pruebas, y completando al fin la historia.

    En aquel rompecabezas no faltaba ninguna pieza, de eso estaba yo seguro. Si yo las examinara con atención, si pensara en ellas, se ordenarían en una imagen de la verdad, y esta certeza me aterrorizaba. No quería volver, de ningún modo, a los sucesos de los dos últimos años. Pero si el doctor Lister atisba—ba esta imagen, no se detendría. Querría llegar a los cimientos. Recordé las tremendas líneas de Donne:


    Aquel que venga a amortajarme no dañe ni examine demasiado la suave trenza de pelo que me envuelve el brazo; el misterio, el signo que nadie debe tocar.


    Cuando amortajásemos a Jerry con palabras, esa noche, no debíamos investigar demasiado. No había sido feliz; matrimonio no había correspondido a sus esperanzas, y había buscado la muerte. Éstos eran los hechos. Si había algo más, era mejor que quedase en la sombra. Yo contaría mi historia con cuidado, sin traspasar, mientras fuese posible, los límites de la verdad, pero suprimiendo entretanto algunas cosas. No sería prudente, por ejemplo, decir que ella estaba en el cuarto cuando Jerry había sacado el revólver del cajón y... Pero yo me sentía cansado, y apenas dominaba mis pensamientos. Tendría que estar alerta.

    Las puertas dobles del extremo del vestíbulo estaban todavía abiertas. Salí a la terraza. Bajo la balaustrada el terraplén de hierbas descendía hasta la playa y las olas. A los lados, los árboles se agrupaban como densos racimos de sombra. En el aire flotaban las calladas chispas de las luciérnagas. No había viento. Casi en el cénit se abría la gran constelación de Escorpio. Recordé otra noche con aquellas mismas estrellas, y un olor muy distinto del de las flores bajo la balaustrada.

    El doctor estaba sentado ante la mesa del jardín, de hierro blanco, a mi derecha. Sobre la mesa había un farol, una alta botella de jerez y dos vasos. La luz amarillenta le aclaraba aún más las canas, y le ensombrecía las órbitas. No advertí en él signos de tristeza. Tan erguido como siempre, extendía un brazo sobre la mesa sosteniendo entre los largos dedos de cirujano un vaso.de jerez. Ésa era su costumbre en verano, a la caída de la noche: sentarse allí a beber jerez. El hecho de que estuviese también allí aquella noche me pareció admirable y me tranquilizó de algún modo. Me adelanté por las losas de piedra y me senté ante él.

    —Hola, Bark —dijo el doctor, y sonrió.
    —Hola, papá.

    Al doctor le agradaba que yo lo llamase así.

    —En esta época del año viajar en tren debe de ser sofocante e incómodo —dijo, y me sirvió un vaso de jerez con mano firme.

    Alcé el vaso y miré a través del vino la llama del farol.

    —Sí. — El jerez no era ni dulce ni seco, y de un cuerpo notable.— Buen vino.
    —El mejor. ¿Cómo te sientes?
    —Cansado. No pude reservar pasaje en avión.

    El doctor me miró.

    —Podemos hablar mañana. No creas que debas hacerlo ahora.
    —Gracias. — El doctor calló, pero siguió mirándome como si quisiera leer en mi cara. Aparté los ojos y añadí:— Traje las cenizas en el vaso de plata. Pensé que a él le gustaría.
    —Hiciste bien.

    Siguió un silencio y oí el zumido de un insecto que golpeaba los vidrios del farol, y el débil ruido del agua, allá abajo. El doctor esperaba a que yo hablase, y comprendí que debía decir algo que ayudara y aliviase el tormento de su espera. Pero nada había que decir excepto «Jerry ha muerto y he traído las cenizas en el vaso de plata». Cualquier palabra que yo pensase resonaba huecamente en mi mente vacía.

    —No trates de hablar, Bark. Quédate conmigo unos pocos minutos y luego iremos a la cama.

    Hice un nuevo esfuerzo y dije:

    —Ocurrió al día siguiente de mi llegada. Al atardecer, un poco más temprano que ahora. No le conté todo en mi telegrama. Jerry... se suicidó.

    Las palabras del doctor revelaron totalmente su carácter.

    —Ah. Me preguntaba qué clase de accidente habría sido.
    —Eso fue —dije.

    El doctor calló un rato. Habló al fin con una voz remota, desinteresada.

    —Dime cómo ocurrió.

    Éste es el punto peligroso, me dije a mí mismo. Si lo que digo ahora no lo satisface, seguirá las huellas ¿ese misterio que es preferible ignorar.

    —Entró en el estudio. A los pocos minutos oímos el disparo. El cuerpo yacía sobre el escritorio. El revólver estaba en el piso. Nada pudimos hacer.
    —¿Pudimos?
    —Ella y yo.
    —Ya. — El doctor bebió cuidadosamente un sorbo de vino.— ¿Y no dejó una carta, una nota? ¿Algo que explicara su decisión?
    —No. — Yo no quería que el doctor pensara en eso así que añadí rápidamente:— Llevé el cuerpo al coche y fui hasta Los Palos. Tan pronto como terminé con el comisario y el hombre del cementerio, tomé el tren para casa.
    —¿Y ella?

    Otra pregunta que no quería oír.

    —No sé.
    —¿No fue a Los Palos contigo?
    —No.
    —No la habrás dejado allí...

    Lo miré fijamente y dije:

    —Cuando iba a salir, ella ya no estaba en la casa.

    El doctor me miraba confundido, y advertí que, sutilmente, había comenzado a dudar de mi historia.

    —¿No volviste a verla, entonces?
    —No.
    —Raro, muy raro, y nada acorde con tu carácter, Bark. — Hizo una pausa.— ¿Sabes dónde se encuentra ahora?
    —No.
    —Oye, muchacho —dijo el doctor finalmente—. De algún modo tengo la impresión...
    —No tenga ninguna impresión, papá. No sé dónde estaba cuando dejé la casa, pero creo que había subido a la meseta. Yo no sabía cuándo volvería, y no podía esperar. No le pasará nada. Los hombres del sheriff llevaron el coche. Puede dejar la casa cuando quiera.

    El doctor clavó los ojos en el agua. El nítido contorno del perfil, la nariz de arco alto y pronunciado y la barbilla redonda, era un bronce opaco estampado en la noche. Reconocí en su rostro —la serenidad de la mirada, la calma determinación de las líneas de la boca— la expresión con que operaba algún caso particularmente difícil.

    —Bark —dijo al fin—, ¿estás enamorado de Selena?

    La pregunta me sorprendió. El doctor había dado muy lejos del blanco.

    —¡Dios, no!
    —Pero quizá temas enamorarte de ella.
    —Nunca sentí nada semejante.
    —Pensé también alguna vez —continuó el doctor—que Jerry te preocupaba. Que temías de algún modo un fin parecido. ¿No es así?

    Me sentí aliviado. Podía explicar ahora, lógicamente, mi inquietud.

    —Sí —dije—. Así es.

    El doctor apartó la vista de las oscuras aguas del estrecho y me miró fijamente.

    —Pero entonces, ¿qué temes aún? Ha ocurrido. ¿Qué queda ahora?
    —Nada —repliqué sin mirarlo a los ojos.
    —Escapaste de ella. No lo entiendo.
    —Jerry me dijo que Selena iba a menudo a la meseta, de noche. La dejé porque me pareció lo mejor. Pensé que era su deseo.
    —Ya —dijo el doctor con un tono totalmente falto de convicción. Luego, al rato, añadió en voz baja, y como para sí—: No puedo creer que un hijo mío se haya suicidado. Aunque su mujer...

    Por vez primera la voz le tembló ligeramente.

    —Olvídelo —dije, y luego entendiendo que su orgullo y su fe en el carácter de Jerry se tambaleaban añadí con rapidez:— Él no se mató por cobardía.
    —El suicidio no es un acto de coraje.

    Nada pude responder a esto. Era su credo, y había sido, yo hubiera podido jurarlo, el credo de Jerry.

    El doctor continuó, con lentitud:

    —Si me hubiese recordado...

    Durante un instante la dureza de su rostro pareció disolverse, desnudando su pena y su desesperación.

    —¡No! — exclamé—. ¡No! Lo recordó. No hubo tiempo... —y callé, aterrado.

    El doctor reaccionó en seguida.

    —No me has dicho todo.
    —No, no todo.
    —¿Lo mataron? — No respondí y el doctor insistió entonces:— ¿Lo asesinaron? ¿Lo mató Selena?

    Advertí en sus preguntas la violencia de sus emociones, tan reprimidas hasta ese momento.

    —No —le dije—, se suicidó.
    —Ah —dijo el doctor, sereno otra vez—. Estabas en el cuarto.
    —Sí —dije.
    —Y ella también estaba.

    Era una declaración, no una pregunta.

    —Sí —dije solamente.

    El doctor me observó en silencio.

    —¿Me contarás todo ahora? — me dijo al fin, dulcemente.
    —No servirá de nada, papá, y puede hacernos daño. Lo esencial está en los hechos, y usted ya los conoce. No me pregunte más, por amor de Dios.

    El doctor me miró serenamente, y como había ocurrido en otras ocasiones, supe qué pensaba. Habíamos estado juntos, los tres, durante quince años, y toda reserva estaba de más. En el pasado había habido entre nosotros una confianza absoluta, y una unión inquebrantable, y el doctor pensaba que yo lo contaría todo. Yo no callaba por evitarle, o evitarme, alguna tristeza. Callaba, no podía negarlo, por miedo; miedo de algo intangible, y difícil de formular en palabras. Qué temía yo exactartiente, no lo sabía. Comprendía sin embargo que si yo empezaba a hablar todo sería más claro, y también más horrible. Era algo, me decía algún instinto, que debía permanecer en las sombras. Si por mi silencio yo perdía la confianza del doctor, y arruinaba una relación que me era muy querida, éste sería aún el menor de los males. Llené mi pipa, la encedí, y no hablé.

    Lo que quebró mi decisión fue algo tan trivial y fortuito que no pude defenderme. En el silencio total que nos rodeaba, oí de pronto el clic, clic, clic de las uñas de un perro contra las losas. Más allá del doctor Lister, en la penumbra del farol, vi una oscura forma familiar. Se acercó a mí decididamente y con alegría, moviendo la cola, y mostrando una lengua triangular y rojiza. Boojum, el scotty de Jerry. Suavemente me puso una negra pata en el muslo. Inclinaba la cabeza y le brillaban los ojos. Me pareció ver en ellos la inevitable pregunta, y algo cálido me subió a la garganta. Le acaricié el hocico y le rasqué las orejas. El animal lloriqueó.

    —Boojum —quise decir, y no pude.

    El doctor se movió en la silla.

    —No es posible, Bark. No sé qué es, pero nada estará bien hasta que hables.

    Mi decisión se derrumbó. Jerry había sido mi mejor amigo. Permitir que su padre siguiese creyendo que se había matado en un rapto de locura era totalmente injusto. Y sin embargo, cuando empecé a hablar sentí el sobresalto de quien advierte que ha cometido un error, un error irreparable.

    —Hay algo, sí —dije—. No sé qué es, pero hay algo.
    —Habla.
    —No sé qué es, papá, pero Jerry lo descubrió, y se suicidó. No quise pensar en eso, y no quiero pensar tampoco ahora. No es nada común. Se relaciona con Selena, y LeNormand, y muchas cosas que ocurrieron en los dos últimos años.
    —Si por eso se suicidó mi hijo, tengo que saberlo. Y si es un problema de justicia...
    —No, no es un problema de justicia.
    —O aun —y la voz del doctor era fría como el acero— de venganza...

    Alcé los ojos hacia la noche, poblada de estrellas innumerables.

    —No es posible vengarse de sí mismo —dije.

    Boojum se había tendido a mis pies. Le temblaba ligeramente el cuerpo, como un coche que espera con el motor encendido. El doctor Lister se inclinaba hacia mí y hacía girar el vaso de jerez entre los largos dedos. La noche era una bóveda sobre nosotros, donde morían mis palabras.

    Le dije qué había ocurrido cuando murió Jerry. El doctor me escuchó aparentemente tranquilo, pero advertí que se le endurecía el rostro, y que el vaso giraba más lentamente entre sus dedos. Nada callé, desde mi salida de Nueva York, excepto algo que sólo para mí podía tener significado. Le hablé, incluso, de mis pensamientos en la escalera, y de mi miedo.

    —Y no sabes qué es —dijo el doctor cuando acabé de hablar.
    —No.

    El doctor bebió un sorbo de vino.

    —Podríamos entenderlo entre los dos, si pensáramos un poco.
    —No quiero pensar más.
    —Seguirá entonces emponzoñando tu mente, y la mía también. Me preguntaré siempre si no podrías haberme dicho algo que... que hiciese esto menos intolerable.
    —No quiero morir —dije—. Jerry pensó en esto, y por eso no vive ahora.

    El doctor se inclinó hacia adelante, puso su mano en mi mano y me preguntó:

    —¿Y en qué basas tú el valor de una vida?

    Para el doctor, quizá para mí, era aquélla una pregunta fundamental. El doctor basaba el valor de la existencia en la integridad, y así me lo había enseñado. Integridad de la mente, la voluntad, la lealtad a los seres queridos. Creía que el propósito de la vida era vivirla bien, y si no podía explicarse el suicidio de Jerry, algo mancharía para siempre su memoria. Recordé que una vez, en una charla sobre la vida y la muerte, y el género humano, y otras incomprensibles generalidades, el doctor se había vuelto hacia mí y me había dicho, gravemente: «El único pecado imperdonable es la debilidad».

    Y ahora pensaba que su hijo había caído en una debilidad vergonzosa. Aquel suicidio sacudía los cimientos de su existencia, ponía en cuestión las enseñanzas que había prodigado a Jerry. No había para él nada más importante que sondear los motivos de ese suicidio, y descubrir en ellos coraje y honor.

    No era fácil para mí. Aunque yo quería a Jerry y al doctor como a nadie en el mundo, no me parecía a ellos. No creo necesario que el coraje y el honor dominen la conducta de un hombre. Se ha de nacer, para eso, con una mente aristocrática, espartana, y no era tal mi caso. Hay en mi familia un modo de ser amistoso, fácil, quizá insustancial que yo comparto de algún modo. Pero más que esas influencias me importaba ahora el recuerdo de dos días y dos noches en la meseta. Le había narrado al doctor aquellos sucesos, casi como aparecerán en este libro, pero no podía describirle el tono raro, tirante de la voz de Jerry —un tono que nunca le había oído—, ni la tristeza impersonal y tranquila de los ojos de Selena. Me pregunté si ella estaría, en aquel mismo instante, en la chata cima de la meseta, mirando las estrellas de occidente. Y si era así, ¿qué habría en su corazón? La imaginé allí, y tuve una rara sensación de alarma. Quizá ella, a su vez, me imaginaba aquí, y extendía los dedos de su terrible inteligencia hacia mi mente. Sentí frío. No quería que ella me recordase.

    La pregunta del doctor pesaba aún gravemente en el aire. Yo no había respondido. Si la vida tenía para mí algún significado, éste dependía de mis relaciones con la gente que yo amaba, y si yo quería preservar la más importante de esas relaciones, debía hablar, debía mostrarle al doctor todas las piezas. Y entonces aquel miedo innominado tendría nombre, y lo que ocurriría luego no podía ni siquiera sospecharlo.

    —Muy bien —dije, con desesperación y terror—. Le diré el resto.

    El doctor sonrió.

    —Bien. Sabía que lo harías. — Sacó entonces un cigarrillo, lo encendió, y llenó otra vez los vasos.— Encontraremos la respuesta. No hay nada que la inteligencia humana, usada apropiadamente, no pueda resolver.
    —Oh, sí, hay —repliqué tratando de transmitirle mi convicción—. Poco podrá hacer su inteligencia en este asunto, si es lo que creo. No se trata de una novela policial, ni de un problema deductivo.

    El doctor me miró con cierta sorpresa.

    —Bueno, no sé de qué hablas. Pero pienso que...
    —No piense —le dije—. El pensamiento no lleva aquí a ninguna parte. No aplique a mis palabras su lógica o su mente científica. De esto, por lo menos, estoy seguro. La respuesta no guarda relación con algo que usted o yo sepamos, sino, quizá, con algo que ignoramos. Y es posible que no haya respuesta.
    —Ya veremos —dijo el doctor con tranquilidad.
    —Sí —respondí—, veremos, pero no con la lógica. Ya intentamos antes comprender lógicamente la muerte de LeNormand, y fracasamos. Ahora usted quiere saber por qué Jerry se suicidó. Es algo que yo nunca querría saber. Pero le ayudaré, si puedo. Jerry lo descubrió, aunque no pensando.

    La mirada del doctor era una pregunta.

    —Lo descubrió —dije brutalmente— viviendo con eso.
    —Ah. — El doctor apretó el vaso.— Entonces todo comenzó con el matrimonio.
    —No. Antes.

    El doctor hizo un signo afirmativo.

    —Cuando se conocieron.
    —El día anterior. — Me acomodé en la silla y encendí otra vez la pipa.— El día, hace casi dos años, que Jerry y yo fuimos al estadio.

    Y cuando comencé a hablarle al doctor de aquel día, sentí la fría presencia del destino. Cualquiera fuese el fin, era ahora inevitable.


    2
    Fin de semana otoñal


    —Esto parece bastante bueno.

    —Realmente —acordé.

    El coche dejó la carretera de cemento y entró en un sendero que corría entre injertos raquíticos. Un poco más allá encontramos un aviso abollado que decía:

    AL CEMENTERIO DE ADATHJESHURUM


    —Un lugar muy alegre para un día de picnic —observé.

    Jerry sonrió con una mueca.

    —Estaremos tranquilos.

    El sendero doblaba hacia un claro. Nos metimos en él, y Jerry apagó el motor y frenó.

    —¿Te gusta, o preferirías seguir y mirar los monumentos?

    Salí del coche, con las piernas entumecidas. Había sido un viaje largo y frío.

    —¿Tienen monumentos?
    —Demonios si lo sé.

    Jerry sacó la caja de sandwiches. Levanté la puerta del maletero y puse en el piso los cuatro sandwiches y los cuatro huevos duros. Jerry, mientras tanto, traía una pinta de scotch, dos o tres botellas de White Rock, y un par de vasos de papel. Coloqué todo junto a los sandwiches. El conjunto parecía muy atractivo.

    —Tendríamos que sacar una fotografía y mandarla a Esquive —sugerí—. Un simpático picnic para jóvenes graduados que van a un partido de fútbol.
    —No quiero fotografiarlo. Quiero comerlo y beber—lo, ahora mismo. — Sirvió dos medidas de whisky en los vasos y echó luego un poco de White Rock.—Dios, está muy frío. Esto debería aliviarnos todas las penas.

    Chocamos los vasos.

    —Bueno —dije—, por ellos.
    —Y al diablo con el State.

    El Scotch bajaba cálidamente por la garganta.

    Nos sentamos en el parachoques trasero y empezamos con los sandwiches, hablando del partido entre bocado y bocado. Un crudo viento de noviembre se metía entre los matorrales como una rata en un saco de arpillera. Era mediodía, con un sol brillante, y sin embargo hacía frío. Al rato dejó de molestarnos, y cuando terminamos el scotch nos sentimos todavía mejor. Acordamos que el State sería un enemigo difícil, pero Mortenson, nuestro medio derecho, era probablemente el mejor jugador del campo, y nuestra línea de defensa sería la más fuerte. Jerry pensaba que ganaríamos fácilmente. Yo no estaba tan seguro. De todos modos iba a ser un gran partido. Arrojamos la botella vacía, la caja y los papeles a un matorral, y nos metimos en el coche.

    —Adiós, muchachos —dijo Jerry entrando en la carretera—. Lástima que no puedan venir con nosotros.

    El coche dobló acelerando y tomamos la dirección del estadio. El whisky nos había hecho bien. Era un día hermoso. Todo era hermoso. Jerry y yo cantamos El mejor de aquellos viejos sitios hasta desgañitarnos. El camino se deslizaba bajo las ruedas como una confusa corriente gris.

    De cuando en cuando veíamos algún edificio recortado contra el cielo. Ebrio o sobrio, yo amaba aquellos sitios, y siempre que veía entre los árboles los agudos pináculos góticos se me hacía un nudo en la garganta. Desde que nos habíamos graduado, dos años antes, no habíamos vuelto allí, y supongo que eso nos ponía sentimentales. De pronto nos encontramos en medio del tránsito, y todo tomó el aspecto de un día de fútbol. Tuvimos que detenernos a casi un kilómetro del estadio, y cuando llegamos a la entrada, el ejercicio y el aire frío habían reducido ya los efectos del scotch a un bienestar agradable.

    Nos encontramos en los molinetes con los empujones y apretujones de costumbre. Y un compañero que nosotros no recordábamos y que parecía muy contento de vernos. Una vez adentro, atravesamos una falange de novicios que vendían programas, almohadones y Dios sabe qué, y de los túneles llegaba el apagado sonido de las bandas, y frente a la puerta de la sala de mujeres vimos al inevitable joven impaciente con una manta bajo el brazo. Nos metimos por nuestro túnel y el ruido de setenta mil espectadores que venía del otro extremo se hizo cada vez más fuerte. Luego el campo, asombrosamente verde y matemáticamente rayado de blanco, y en él los dos equipos, ya listos.


    El doctor Lister se movió un poco en la silla y dijo: —No te molestes en dar tantos detalles, Bark, a no ser que te parezca indispensable.

    —Tengo que contarlo de este modo —repliqué—. No encontraremos la solución si dejamos a un lado parte de la historia. Además, algo ocurrió en el partido que debe de tener algún significado.

    El doctor movió afirmativamente la cabeza y echó una bocanada de humo. Yo bebí un sorbo de jerez y continué.


    Iba a iniciarse el partido. Nuestros muchachos se extendían por el campo, detrás de la línea de los cuarenta metros. Tenían muy buen aspecto, con sus cascos dorados y sus camisetásde un gris claro. El equipo de State, rojo y negro, no era quizá menos atractivo. El corpulento Dan Hewit, nuestro tackler izquierdo iba a patear la pelota. Se puso de puntillas y echó a correr. Cuando el botín golpeó la pelota, la línea dorada y gris se lanzó hacia adelante. La pelota se elevó describiendo un arco.

    Hay algo siempre en esos momentos. Algo indescriptible y emocionante. Es el telón que se alza en un nuevo drama, es la bola blanca de la ruleta que salta en la rueda, el despertar en la mañana de Navidad cuando uno tiene diez años. La pelota giró y giró en el aire y los dos equipos se lanzaron uno contra otro. Algunos hombres rodaron por el suelo. La pelota descendió al fin. El hombre del State que la alcanzó nada pudo hacer. Ivés y Thompson le cayeron encima, como una tonelada de ladrillos. La pelota saltó y uno de los nuestros se precipitó sobre ella. El ruido en el estadio era terrible.

    Jerry me golpeaba la espalda, y yo golpeaba la suya, y los dos gritábamos. Yo tenía un frasco en el bolsillo. Tomamos un rápido sorbo.

    Los hombres se alinearon. La pelota estaba en la línea de los trece metros. Intentamos un avance sin resultado, y luego Mortenson intentó escapar. Fue una hermosa corrida; ninguno de los hombres del State llegó a tocarlo. El ruido de nuestros partidarios era tal que yo no oía mis propios aullidos.

    —¡Jesús, qué maravilla! — me gritó Jerry en la oreja. El lenguaje de Jerry en esos momentos no era nada académico.

    Mientras Hewit estaba pateando, saqué el frasco otra vez, y bebimos para celebrar. El licor se había calentado, pero no nos importaba. El marcador era: nosotros 7, State: 0, y la banda tocaba El mejor de aquellos viejos sitios, y los muchachos corrían listos para iniciar otro ataque.

    El receiver del State no falló esta vez. Los rojos—blancos estaban enardecidos. Cargaban como toros, los defensores se metían salvajemente entre los nuestros, y poco a poco la pelota fue avanzando por el campo. Jerry miraba el juego como un halcón, y en silencio, salvo unos pocos comentarios profesionales y profanos que me transmitió torciendo la boca. Estaba quizá demasiado interesado en la técnica del juego para advertir una cosa que empezaba a impresionarme curiosamente. Algo le pasaba a la multitud.

    Metro a metro la pelota volvió a retroceder. Nuestro equipo luchaba ahora, más animado. El equilibrio era evidente, y el juego se hacía más y más salvaje. Los partidarios del State habían gritado ruidosamente durante el largo avance, incorporándose en cada jugada. Era emocionante: las dos delanteras apretadas, el relámpago de la pelota pateada hacia atrás, el entrechocar de los cuerpos, y la cuña de los rojos y blancos que se desintegraba en los brazos de nuestros tacklers. Fútbol pasado de moda quizá, pero intenso, y así lo sentía la multitud.

    Ahora, comparativamente, la gente del estadio estaba calmándose. Aun desde nuestros altos asientos podía oírse la voz ronca de algún jugador y los golpes de los cuerpos. No había casi exclamaciones. Setenta mil personas se inclinaban silenciosamente hacia adelante, formando —comencé a entender— una unidad. Sentí una picazón en la nuca: la emoción de la multitud, atenta a los dos equipos, al juego. La excitación cubría el estadio, la esperanza y el miedo, el deseo de triunfar, y la desesperación de la defensa. Me pareció que casi podía sentir todo eso en el aire. Era algo más real que la niebla azul de tabaco que se alzaba perezosamente de las tribunas. Y a medida que fui percibiendo, conscientemente, esa cualidad, esa intensidad, empecé a intranquilizarme. Me pregunté si sería así cuando estalla una revolución o hay un linchamiento. Sentí en aquel instante la presencia de un poder terrible, e indomable, de un campo de fuerza que operaba en otra dimensión. Quiza en la cuarta dimensión del tiempo, pues no sé en verdad cuánto duró. Quizá fue sólo un minuto, o dos. Posiblemente unos pocos segundos. De todos modos terminó cuando Stamwiczs, el defensor del State, lanzó un pase a las manos de un delantero que marcó inmediatamente un tanto.

    Y en aquel instante se quebró la tensión, los partidarios del State estallaron en color y sonido, y un pesado desánimo cayó sobre los nuestros. Pero, aunque parezca raro, me sentí mejor que un momento antes. Era el alivio de haber acabado con aquel suspenso, de librarse de aquella insoportable sensación.

    —Bebamos un trago —dijo Jerry—. Esos pases siempre nos sorprenden. Debían haber cubierto a ese delantero.

    Le pasé el frasco y luego yo también bebí un sorbo. El partido era nuestro aún, 7 a 6. Jerry sonrió con una mueca. No era eso que los ingleses llamarían «deportivo». Su idea era ganar, y ganar con la mayor amplitud posible. Nada de juego sucio, nada de trampas; pero luchar como demonios todo el tiempo, mantenerse al frente hasta el último instante, y no aplaudir jamás a los otros.

    —Si Mortenson consigue alejarse otra vez —observé— habrá que descontar terreno, no sé cuánto.

    Pero Mortenson no se alejó. Los dominamos en el resto del primer tiempo, y en todo el segundo, pero no volvimos a repetir nuestros éxitos. Los dos equipos lucharon a lo largo de todo el campo, y hubo mucho fútbol, bueno y duro, pero luego del cuarto inicial aquello era un anticlimax. Esperé sentir otra vez la misma unidad y emoción en la multitud, pero no volvió a repetirse. El juego era ahora un buen espectáculo, y nada más. Cuando finalizó el período ganábamos aún por 7 a 6.

    Antes que terminase el segundo tiempo, el sol se puso detrás de la colina Orchard y el frío se hizo casi insoportable. Se me entumecieron los pies, y lo que quedaba en el frasco no sirvió de mucho. No nos unimos a los festejos. El triunfo no parecía, ahora, muy importante. Mientras buscábamos la salida nos sentimos realmente deprimidos. He hablado mucho del whisky, pero en verdad no estábamos borrachos. Habíamos bebido al aire libre y al frío, y estábamos simplemente cansados y ateridos. Esperamos pacientemente a que la multitud saliese por los túneles, hacia las puertas del estadio.

    Así Jeremiah Lister y Berkeley M. Jones llegaron a la puerta prácticamente solos. Era casi de noche; las estrellas tachonaban el cielo excepto en el oeste, y hacía un frío siberiano. Caminamos hacia el coche en silencio. Al rato Jerry dijo algo entre dientes y se detuvo.

    —¿Y bien? — le pregunté.
    —Tengo una idea.
    —No, gracias —le dije firmemente—. Ya he colmado mi dosis de scotch.

    Jerry se rió.

    —Sí. Ahora que terminaste el frasco.
    —¿Qué idea es ésa entonces?
    —Me parece tonto volver en seguida a Nueva York. No hemos estado aquí desde hace dos años.

    Me pareció bien.

    —Podríamos dar una vuelta y ver a los muchachos de la logia.

    Llamábamos siempre a nuestro grupo «la logia».

    —No. Veamos a LeNormand.

    No me gustó. Recordé la figura de aquel intelectual, puntilloso y maduro.

    —¿Con nuestro aspecto? — pregunté sorprendido.
    —Sí. Es lo mejor luego de la emoción del fútbol. — Jerry continuó con una mueca:— Dios mío, nunca había advertido cómo interviene una multitud en un Juego como éste. Cuando uno juega se deja arrastrar, y suda honestamente, pero 555555cuando uno mira llega al fin totalmente acabado.

    La idea no me atraía aún.

    —¿Y nuestro aliento a alcohol? — pregunté.
    —No lo notará. Fuma sin descanso esa pipa maloliente. Además, no lo veo desde que salimos de aquí, y es una excelente rata de biblioteca. El perfecto antídoto a la última y lamentada orgía.

    Se volvió y echó a caminar hacia las casas.

    Lo seguí. Jerry siempre había estimado a LeNormand —había sido el único de entre los nuestros que se había anotado en el curso de mecánica celeste— y ambos solían pasarse las noches en el observatorio hablando de todo lo que había en el cielo, y debajo del cielo. LeNormand debía de sentirse muy solo desde su llegada al país. La universidad lo había traído de alguna institución inglesa, donde había brillado como profesor. Al llegar aquí había descubierto que éramos bastante inútiles, astronómicamene hablando, y el equipo de trabajo que se le había prometido nunca llegó a formarse. De modo que se encerró en sí mismo, investigando lo que podía investigarse con nuestro inadecuado telescopio. No había intimado sino con dos o tres miembros de la facultad, y con Jerry. Nunca asistía a reuniones, y algunos decían que no había hablado con ninguna mujer, salvo su madre. Yo lo recordaba como un hombre silencioso, reservado, intensamente intelectual, y muy trabajador.

    Durante nuestro último año había publicado algo titulado, me parece, Una crítica fundamental al continuo espacio—tiempo de Einstein. Quizá no eran éstas las palabras, pero sí el tema. Me pareció ilegible. De las primeras cincuenta palabras yo sólo conocía veintiocho, y descubrí más tarde que no había entendido una de estas últimas. Jerry se sumergió en el texto, y luego de varias y dificultosas reuniones con el autor, proclamó a los cuatro vientos que había desvelado el misterio. Esto no era importante quizá; pero el artículo le valió a LeNormand una tormenta de críticas. Aparentemente, los hombres del departamento de astronomía ponían todo en cuestión, desde la parte matemática hasta la cordura de LeNormand. Si no hubiese sido por su fama, pensaba Jerry, le habrían pedido la renuncia.

    El alboroto comenzó una semana después de la publicación del artículo, y nadie apoyó a LeNormand sino Jerry. Pudo haber sido lealtad de su parte, y nada más, pero no era posible asegurarlo. Jerry tenía la curiosa facilidad de encontrar siempre la respuesta exacta, de apuntar a la verdad sin conocer aparentemente el camino. Y LeNormand, sabía yo, quería que Jerry se especializase en matemática. De todos modos, eran ellos dos contra el mundo. Así por lo menos lo veía Jerry. LeNormand y él habían entablado una furiosa correspondencia con astrónomos rivales de todo el mundo, y en algunas ocasiones Jerry no volvía hasta las tres o las cuatro de la mañana. Pero todo aquello se interrumpió mucho antes de que nos graduáramos. Recuerdo que una noche volvió del observatorio a las once. Me sorprendí.

    —¿Ya no tienen más palabras para insultar a los otros? — le pregunté.

    Jerry arrojó el sombrero en el alféizar y se sentó al escritorio.

    —Sí —dijo.
    —¿Quieres decir— —pregunté, incrédulo— que LeNormand admitió su derrota?
    —Diablos, no. — Jerry parecía irritado.— Pero no escribirá más cartas. Me dijo esta noche que sería estúpido, y quizá peligroso.

    ¿Peligroso? ¿Por qué? ¿Podría perder su puesto?

    Jerry sacudió la cabeza, embarazado.

    —No es ésa la razón, me parece.
    —Bueno, entonces debe temer a los otros. Imagino u serán como fieras cuando se enojan.

    Advertí que Jerry se molestaba.

    —No seas tonto. — Calló un momento.— Fue una hermosa pelea, mientras duró. Me gustaban mucho sus cartas, ya lo sabes. Tiene la habilidad de decir las cosas más tremendas del modo más abstracto. Y lo más gracioso...

    Jerry calló.

    —¿Qué? — pregunté.
    —Es que tiene tanta razón como al principio.
    —Quizá la polémica sacudió su fe —dije.

    El alfilerazo no hizo mella en Jerry.

    —Quizá —me dijo con aire pensativo—. Pero te diré algo. LeNormand tiene una respuesta para todo lo que ellos escriben, y ellos no pueden responder a sus preguntas.

    Atribuí la frase a la lealtad de Jerry.

    —Quizá la discusión lo cansó.
    —Quizá —dijo Jerry, y empezó a hablar de otra cosa.

    Jerry me dijo más tarde que LeNormand no le habló nunca más del artículo, y que él no se atrevía a mencionárselo. Pero el asunto lo preocupó un tiempo. No podía entender la actitud de LeNormand.

    Recordé todo esto mientras nos acercábamos a la facultad. Me volví hacia Jerry.

    —Supongo que querrás conocer las últimas noticias de la polémica LeNormand—Einstein —sugerí.

    Hubo una pausa casi imperceptible antes que Jerry contestase y supe que había acertado.

    —No sé. Yo no sacaré a luz el asunto.
    —Escucha —dije—, si van a hablar durante horas de matemática, relatividad, o lo que demonios sea, prefiero no ir.
    —No te preocupes. Sólo quiero saludarlo. Fue realmente amable conmigo, y vive muy solo.

    Jerry no me convenció.

    —Quizá sea mejor que yo no te acompañe.
    —No seas tonto.

    Pero lo fui, y lo demostré subiendo con él la colina. Unas luces cálidas y vivas brillaban en las ventanas próximas y a veces llegaban a nosotros algunos ruidos que hacían sospechar una fiesta nocturna. Nuestro aliento era en el aire de un pálido blanco. Jerry caminaba con energía. Me pareció que estaba ansioso por llegar, y quizá por terminar de una vez. Nuestos zapatos golpeaban sonoramente las losas del sendero.

    El observatorio Eldridge se alza en lo más elevado del campo: un edificio cúbico con una cúpula blanca y bulbosa. Es una estructura extraordinariamente simple. Dos pisos de altura y un par de aulas en la planta baja. El cuarto de instrumentos, como llamaba Jerry al lugar donde estaba el telescopio, ocupaba todo el segundo piso, bajo la cúpula. LeNormand tenía allí su oficina. Había... ¿Por qué hablo en pasado? No todo en esta historia ha dejado de ser. Hay una sola entrada. Jerry y yo podíamos verla ya ante nosotros.

    —LeNormand está —dijo Jerry con satisfacción—. Se ve luz.

    Nos acercamos. Según un viejo dicho cada paso es un paso hacia la tumba.

    La puerta estaba cerrada. Jerry golpeó dos veces, pero no hubo respuesta.

    —Habrá ido a cenar —sugerí.
    —No —dijo Jerry—. Siempre apaga las luces cuando sale. Tiene que estar.

    Golpeó otra vez. La noche era fría y silenciosa. Sólo se oía el murmullo del viento entre los árboles desnudos. Me estremecí.

    —Vamonos. Vamonos y bebamos algo.

    Jerry sacudió la cabeza y puso la mano en el pestillo.

    —Miremos antes.

    La puerta se abrió y entramos. La luz estaba encendida en el vestíbulo: un globo amarillo que no alcanzaba a iluminar aquel pequeño espacio. Las puertas de las aulas, a la derecha y a la izquierda, eran rectángulos abiertos y oscuros. No se oía el menor ruido. Sentí un nudo en el estómago. En ocasiones como ésta me invade siempre un temor subconsciente—Las casas abandonadas suelen perturbarme también de ese modo.

    —Hola, LeNormand —llamó Jerry,

    Me pareció que no había gritado, pero su voz resonó en el vestíbulo.

    No hubo respuesta. ¿O sí? Ahora que lo pienso, no estoy seguro. Quizá algo se estremeció levemente sobre nosotros. No lo recuerdo muy bien. Como si alguien, en el cuarto de arriba, hubiese cambiado ligeramente de posición. Probablemente no fue nada.

    A un par de metros, ante nosotros, se alzaba el redondo pilar de hierro que sostenía la escalera de caracol. La escalera llevaba, lleva, al cuarto de instrumentos. La miramos.

    —Está oscuro arriba —le dije—. Vayamos a beber algo y...

    Jerry dio un paso adelante y miró hacia arriba. La escalera atravesaba el techo como un taladro.

    —Me parece que está —dijo con una voz débil y sorprendida.
    —Tonterías. Te hubiese oído, y no ha contestado.

    Jerry insistió.

    —Sí, pero creo ver una luz.

    Espié por encima de su hombro. Al principio no vi nada, pero al cabo de un rato me pareció advertir un punto de luz, que se filtraba entre dos escalones. Eso era, un punto de luz, una chispa, que brillaba de pronto, y se apagaba, y brillaba otra vez.

    —¡Eh, LeNormand! — gritó Jerry.

    Nada. Ni un sonido. Sólo la luz que oscilaba todavía.

    —Diablos —dijo Jerry—, voy a subir.

    Lo seguí de cerca, evitando sólo que me pateara la nariz. Jerry subía cada vez más de prisa, con una rara urgencia, y la luz creció y recortó la silueta de Jerry. Había subido de un salto los dos últimos escalones.

    —Ven —me dijo por encima del hombro—. Ven, por amor de Dios.

    Entramos casi juntos en el cuarto.

    LeNormand estaba allí, ciertamente.


    3
    Las estrellas son fuego


    El doctor Lister me interrumpió.

    —Bark, hemos hablado tanto, los tres, de todo esto...
    —Sí —dije, llenando lentamente la pipa—, pero siempre como un misterio, un problema deductivo. He comenzado a preguntarme si lo hemos discutido realmente alguna vez, si hemos buscado alguna otra explicación.

    El doctor me miró duramente, en silencio.

    —Quiero decir... bueno, no lo sé exactamente. Pero deseo recordarlo otra vez, de un modo impersonal. Las pruebas negativas son tan importantes como las positivas. Escuché sin pensar las docenas de teorías que hemos enunciado y rechazado en los dos últimos años. Y recuerde —me tembló un poco la voz— que Jerry también ha muerto.

    El doctor permaneció callado, aunque me pareció que su cara había perdido un poco de color. Alrededor de nosotros, y sobre nosotros, la noche era negra. Escorpio se había movido casi Escorpio se había movido casi imperceptiblemente hacia el oeste. Encendí un fósforo y lo llevé a la pipa; la llama se alzó y bajó mientras yo aspiraba, oscilando como la luz del cuarto de instrumentos, cuando Jerry y yo, dos años antes, subíamos por la escalera.


    El cuarto era circular, y de unos seis metros de diámetro. En el techo abovedado, como un tazón invertido, había una abertura por donde, recuerdo, se veían las estrellas. Las paredes y el interior de la cúpula estaban pintadas de gris, o de algún color que absorbía la luz. El telescopio, instalado sobre una base de cemento, en medio del cuarto, apuntaba, supongo, hacia alguna estrella lejana. Se oía un solo sonido: el tictac del mecanismo de relojería que movía la cúpula, con la misma precisión con que la tierra giraba alrededor de su eje.

    Entre nosotros y el telescopio se alzaba la sencilla mesa de trabajo de LeNormand, con una lámpara de estudio, de cuello flexible, que arrojaba sobre la mesa un pequeño círculo de luz. Del otro lado había una silla de madera, de roble barnizado; una de esas sillas tan comunes en las universidades. LeNormand, sentado en ella, nos miraba. Le colgaban los brazos. La cabeza, caída hacia atrás, se apoyaba casi en el respaldo de la silla. Nos miraba con los ojos abiertos, fijamente, pero con un rostro sin expresión. Era el rostro de un hombre dormido. Por supuesto, ya debía de estar muerto entonces, pero me pareció, cuando pisamos el umbral, que uno de sus ojos parpadeaba, una vez.

    El fuego se elevaba desde su espalda, y le envolvía la cabeza como un pámpano encendido, lamiendo con sus tentáculos el respaldo de la silla, y moviéndose hacia arriba y abajo por el cuerpo. El rostro de LeNormand nos miraba entre pétalos llameantes. No era ese fuego amarillo y leve de la leña. No se parecía a nada conocido. Claro, blanco, silencioso, se retorcía como una lengua de serpiente. Era un parásito de LeNormand. Se había apoderado de él, y se alimentaba consumiéndolo, animado aparentemente por una vida propia. En el instante en que nos detuvimos en el umbral, inmovilizados por el asombro y el horror, empezamos a sentir el olor del pelo quemado, y otro olor más espantoso.

    Muchas cosas pasaron en los diez segundos siguientes. Sentí el deseo de escapar escaleras abajo, pero las piernas me arrastraron hacia LeNormand. Recuerdo vagamente que mientras me sacaba el abrigo, Jerry se había acercado de un salto a la pared y esgrimía ya el extintor de incendios. El olor y el calor eran terribles. Me arrojé, con el abrigo en las manos, sobre la figura incandescente y el cuerpo de LeNormand rodó conmigo por el suelo.

    Una lengua llameante me cruzó la cara.

    Alejé la silla a puntapiés y envolví a LeNormand entre los pliegues del abrigo. Algo frío y húmedo me golpeó la nuca, y empecé a toser.

    —Apártate —oí que decía Jerry, con voz imperiosa y helada.

    Me eché a un lado, incorporándome. Ahora que el abrigo había ocultado las llamas, la oscuridad reinaba casi en el cuarto. Jerry, de pie, con las piernas abiertas, el extintor en una mano y la corta manguera en la otra, arrojaba un líquido siseante que ya corría por el suelo. Se alzaron unos hilos de humo. Jerry apartó con el pie un borde del abrigo y dirigió el chorro a lo que había debajo.

    Eso fue todo. Bajé la escalera con la mayor rapidez posible. Se me doblaban las rodillas. Llegué afuera justo a tiempo. Cuando dejé de vomitar, subí otra vez. Tenía en la boca un gusto a bilis y alcohol, y sin embargo podía oler aún aquel humo acre y dulzón de la carne quemada.

    Todas las luces estaban ahora encendidas y el cuarto tenía un aspecto impersonal. Jerry había añadido su abrigo al mío, pero excepto aquel montón largo y oscuro, la silla caída, y el charco de líquido extintor, no había allí nada nuevo. Subí los dos últimos escalones apoyándome en el pasamanos y entré.

    Jerry me miró. Estaba muy pálido. Se pasó la lengua por los labios como si fuese a hablar, y calló. Yo luchaba sobre todo por contener las náuseas. El silencio se me hizo al fin insoportable. Si no decía algo me enfermaría otra vez.

    —Bueno... —logré murmurar.
    —¿Estás bien?

    Yo no podía asegurarlo.

    —Sí. Si no dejé una parte esencial allá afuera.
    —Jesús, lo siento.
    —Estoy bien ahora —dije—. Está él... Has...

    Yo no sabía cómo decirlo.

    Jerry movió afirmativamente la cabeza.

    —Lo miré. Sí, está muerto.
    —Veo que pusiste también tu abrigo.
    —Le asomaban los pies.

    Advertí que Jerry se estremecía. Ninguno de los dos habló durante un minuto.

    —¿Qué haremos ahora? — dije al fin.

    Jerry dio un paso hacia los abrigos y se detuvo.

    —Me lo he preguntado.
    —Debemos decírselo a alguien.

    Jerry casi sonrió.

    —Claro. ¿Pero a quién?
    —No te entiendo.
    —Bueno, podríamos hablar con el decano, o con Prexy. O podríamos llamar a un médico. Y a las pompas fúnebres. Y a la policía, naturalmente.

    Esto último no se me había ocurrido, pero me pareció acertado. Había que investigar la muerte de LeNormand. Aquel fuego...

    —Creo que deberíamos llamar a la policía.

    Jerry asintió. Pero era un asunto universitario, de cualquier modo. La noticia aparecería en grandes titulares al día siguiente, y debíamos tener cuidado. Resolvimos al fin que lo mejor sería llamar a Prexy y que él se ocupara del asunto.

    —Escucha —dijo Jerry en seguida—, ¿por qué no lo llamas tú? Hay aquí un par de cosas que quiero ver.

    Había advertido, probablemente, que yo me estremecía aún de cuando en cuando.

    555555—Yo en verdad no quiero ver nada —dije, y salí en seguida.

    Al pie de la escalera había un teléfono. Era un modelo antiguo, con una caja de roble oscuro clavada en la pared. La universidad disponía de sistema telefónico propio. Alcé el receptor. Al cabo de un rato oí una voz joven y fatigada.

    —Universidad.
    —El doctor Murray, por favor.
    —Está ocupado. Hay una cena de consejeros.

    El telefonista era seguramente un estudiante muy joven.

    —Escucha, muchacho —dije—. Habla un viejo millonario que quiere dejarle a la universidad un millón de dólares. Y quiero hablar con Murray. Llámalo.
    —Sí, sí, señor.

    Se oyó el sonido de un timbre, un ruido metálico, y al fin la voz suave y cuidada de Prexy.

    —Habla el rector Murray.

    En mis cuatro años de universidad yo nunca había hablado con Prexy. Me sentí nervioso.

    —Rector Murray, le habla Bark Jones. Me gradué hace dos años.
    —Lo siento mucho, señor Jones. Estoy muy ocupado en este momento. Si algo puedo hacer por usted...
    —Es algo muy serio, señor —interrumpí—. No bromeo ni estoy borracho. Le estoy hablando desde el observatorio. Ha habido un accidente, grave. Jerry Lister, un condiscípulo, y yo pensamos que debe venir en seguida.

    La voz del rector cambió, perdiendo algo de su suavidad. Era una voz alerta, desconfiada, y algo perentoria.

    —¿Qué clase de accidente?

    Le dije que el profesor LeNormand había muerto. No me creyó. Se lo dije otra vez.

    —Señor Jones, si esto no es absolutamente...
    —Absoluta y positivamente —afirmé.
    —¿Han avisado a algún otro?
    —No —dije—. Consideramos que era un asunto universitario y queremos dejarlo en sus manos. Será mejor que venga solo. Es algo desagradable.

    Prexy parecía todavía incrédulo, pero me dijo:

    —Muy bien. Estaré ahí dentro de diez minutos.

    Colgué el receptor y me senté en el último escalón. Sentía que se me doblaban las piernas, y tenía en la boca un gusto abominable. Me silbaban los oídos.

    —¡Eh, Bark!

    Era la voz de Jerry desde lo alto de la escalera.

    —Voy —dije, y pensé cuántas veces tendría que subir aquellos condenados escalones. Éste era el tercer viaje.

    Jerry había apagado las luces del techo y había encontrado un par de sillas. Me hizo sentar, mostrándome antes una botella. Me sorprendí agradablemente.

    —Si te parece que puedes retenerlo será mejor que bebas un poco.

    Lo retuve. Era un whisky excelente, irlandés, y debía de haber salido del sótano de la familia. Puede parecer ahora que nuestro deseo de beber y nuestra charla revelaban cierta insensibilidad. Pero después de alguna experiencia particularmente terrible, las emociones suelen retirarse a un rincón, y la mente se protege tras una aparente dureza. Me alegró tomar un trago, y para quebrar el silencio le dije a Jerry que me cuidaba como a un niño.

    —Siempre dispuesto —me dijo—, fui boy scout alguna vez.

    Cambió en seguida de humor y durante un momento miró el piso sin hablar, como si estuviese resolviendo un difícil problema.

    —Supongo que Prexy está en camino.
    —Dijo que estaría aquí en diez minutos.

    Jerry asintió con la cabeza.

    —Hay algunas cosas que deseo hablar contigo antes que él llegue, Bark.
    —Dios mío —dije—. Todo es ya bastante macabro.
    —No quiero hablar. Que Prexy se encargue del asunto.

    Jerry me interrumpió.

    —Entiendo. Esto no me gusta más que a ti. Pero LeNormand era amigo mío.
    —Perdón.
    —No es nada. Nos van a hacer muchas preguntas, Bark. Primero Prexy, luego la policía, y luego, supongo, los diarios. ¿Qué vamos a decirles?
    —Bueno... que llegamos aquí y... Supongo que eran las seis, aproximadamente. Y que encontramos a LeNormand ardiendo en la silla, y...

    Jerry me clavó los ojos.

    —Sí. Llegamos y vimos a LeNormand en la silla, con la cabeza apoyada en el respaldo, y ardiendo. Ardiendo como una antorcha. ¿Qué dirías si alguien te cuenta eso?

    No parecía muy convincente dicho de ese modo. Las preguntas que yo había estado evitando surgieron bruscamente. ¿Cómo se había iniciado el fuego? ¿Cómo LeNormand estaba allí, sentado, quemándose vivo? ¿Se había metido en el bolsillo, descuidadamente, una pipa encendida? Entonces tenía que estar muerto, pues nadie se queda tranquilamente sentado esperando que el fuego lo envuelva. ¿Un ataque al corazón? Probablemente.

    Jerry interrumpió mis pensamientos.

    —Mientras telefoneabas, examiné el cuarto. Costará explicarlo, Bark. Lo viste al entrar. ¿Crees que ya estaba muerto entonces?
    —Debía de estarlo.
    —¿Pero crees que lo estaba?
    —No —tuve que admitir—. Me pareció que movía los ojos. Me pareció que nos miraba.

    Jerry afirmó con un movimiento de cabeza.

    —Sí, también a mí. Quizá era el reflejo del fuego. Échale una ojeada a esa silla, pero no la toques. Puede haber huellas digitales.

    Me incorporé lentamente y me acerqué a la silla volcada. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para mover los pies. Me incliné y miré. La luz de la lámpara me bastó para ver que la silla no tenía el aspecto que yo esperaba. El respaldo no estaba carbonizado, ni siquiera ennegrecido. El barniz se había ampollado un poco en el borde, pero eso era todo. Pensé en la llama que me había cruzado el rostro, al caer con LeNormand, y no pude recordar si había sentido calor o no. Debía de haberlo sentido; todos los fuegos dan calor, pero no me acordaba. Y la silla no se había quemado. Me volví hacia Jerry.

    —Qué endemoniado asunto —dije.

    Jerry afirmó con la cabeza y dijo lentamente:

    —Miré a LeNormand, también. La espalda está enteramente quemada.

    Sentí otra vez aquella debilidad en el estómago.

    —Me basta con que lo digas.
    —¿Sabes? — observó Jerry con calma—, esto va a parecer un crimen. Un asesinato. Un asesinato con fuego.

    Me aparté de la silla, y volví a mi lugar.

    —¿Y seremos nosotros los testigos principales?
    —Testigos —dijo Jerry— u otra cosa.
    —¿Qué cosa?
    —Sospechosos.
    —Tonterías —dije—. ¿Por qué?
    —La única salida es la puerta del frente. La tuvimos ante nosotros durante cinco minutos antes de entrar. ¿Viste salir a alguien?
    —Estaba oscuro.Jerry me miró tristemente.
    —Sí, estaba oscuro, pero hubiéramos visto un movimiento por lo menos. Si la policía no descubre otra cosa, nos van a elegir por unanimidad. Alguien lo hizo.

    Comprendí. Podíamos encontrarnos en una situación difícil.

    555555—¿Y si les decimos que vimos salir a alguien, una sombra?

    A Jerry no le gustó la idea. En verdad, opinaba que nada obtendríamos mintiéndole a la policía. Yo pensaba en mi interior que podía haber sido un accidente o un suicidio, o cualquier otra cosa antes que un crimen, pero en un punto, indudablemente, Jerry tenía razón. Estaríamos en el banquillo un par de días. Decidimos al fin que cada uno contaría su propia historia y se atendría a ella.

    Mientras hablábamos, Jerry no dejó de mirar alrededor, examinando el cuarto. Había algunos papeles sobre la mesa y un lápiz, y los observó un tiempo. Me pareció que en los papeles había algo parecido a ecuaciones. Al fin Jerry decidió copiarlas en su libreta, aunque murmurando que no tenían sentido y no las entendía. El papel era el mismo que vendía la librería de la universidad, y los bordes eran de un color amarillento, como si las hojas fuesen viejas.

    Empecé a sentirme totalmente agotado. Me dolían las piernas y la cabeza. Me sentía sucio y muerto de cansancio. Tenía en la boca un gusto desagradable.

    —¿Qué demonios retendrá a Prexy? — dije, malhumorado—. Quisiera darme una ducha y dormir un poco. Siento casi que me falta la vida.

    Jerry sonrió con una mueca.

    —No has mirado nada todavía. Olvídate de la ducha y el sueño. Métete este lugar, y todas sus cosas, en la cabeza. Nos interrogarán hasta que olvidemos nuestros nombres.

    Tenía razón, y traté de seguir su consejo. Pero había tan poco que ver, y aquello se parecía tanto a una pesadilla, que todo empezó a parecerme irreal. Me pregunté si no estaría sufriendo de delirium tre—mens. Quizá si lograba dormir un poco y me ponía en manos de algún doctor competente la pesadilla se desvanecería. En ese momento oí unas ruedas que frenaban en la grava.

    —Prexy ha llegado —dijo Jerry—. Y ahora comienza la diversión.

    Nos asomamos a la escalera. Se oyó el ruido de la portezuela de un coche y el movimiento del pestillo en la puerta de entrada.

    —¿Señor Jones?

    El vozarrón resonó en el vestíbulo.

    —Aquí arriba, señor —dije.

    Prexy subió los escalones, irritado y decidido.

    —Señor Jones, esa extraordinaria historia que me contó usted por teléfono...

    Entró en el cuarto y se interrumpió. El olor que flotaba todavía en el aire, advertí, lo había tomado por sorpresa. Aunque no había visto aún a LeNormand, no dijo nada, no hizo preguntas, y miró rápidamente alrededor.

    Prexy es un hombre de agradable aspecto, grande como una casa, y de complexión atlética, con rostro de granito y pelo gris. De movimientos pesados, más que pomposos, nada parece desconcertarlo. Su peor enemigo, en mi opinión, es un temperamento extraordinariamente irritable, que llegó a dominar, pero a costa de parecer insensible. Siempre me pareció más un militar que un profesor. Sospecho a veces que él piensa lo mismo. No hay duda, sin embargo, que su voluntad de hierro y su capacidad de mando dieron vida a toda la universidad. Aquella noche se había vestido para una cena de gala: smoking y corbata blanca.

    Jerry quebró el silencio.

    —Allí —dijo, señalando con la mirada el bulto largo y oscuro.
    —Gracias —dijo Prexy—. ¿Es usted el señor Lister?
    —Sí.
    —Hablaremos de esto en seguida.

    Prexy cruzó la habitación serenamente y se arrodilló. Vi que extendía una mano y alzaba el borde de un abrigo. Aparté rápidamente los ojos. Nada interrumpía el monótono tictac de la cúpula abierta; las estrellas ardían en el cielo oscuro, y yo podía ver mi aliento en el aire frío del cuarto. Cuando volví a mirar, Prexy se ponía ya de pie. Se acercó a nosotros mirándonos con un rostro inexpresivo. Pero yo hubiera jurado que estaba más pálido que antes y que apretaba más firmemente los labios.

    —Caballeros, han hecho bien en llamarme —dijo—. Es LeNormand, y está muerto.
    —Será mejor que oiga nuestra historia antes de decidir nada —dijo Jerry, y le contó todo, rápida, concisamente.

    Cuando Jerry se calló, Prexy dijo:

    —¿Tiene algo que añadir, señor Jones?
    —No, señor.
    —Señor Lister, señor Jones, comprenderán ustedes que esta historia es increíble. El descubrimiento del cuerpo del profesor, tal como ustedes lo cuentan, es absolutamente incompatible con la naturaleza y extensión de las quemaduras —dijo Prexy, y añadió con una voz algo indecisa—: Nunca he visto un cuerpo humano tan... —hizo una pausa buscando lapalabra—casi incinerado.

    Yo no sabía qué decir. Miramos a Prexy, en silencio.

    Parecía decepcionado.

    —¿Fueron los dos al partido esta tarde? — preguntó.

    Afirmamos con un movimiento de cabeza.

    —Habrán bebido, entonces. ¿Cuánto?

    Se lo dije, y Prexy me escuchó, aparentemente sin desaprobarme.

    —Pero no estamos borrachos, señor —concluí—. La historia que Lister y yo le hemos contado es absolutamente verdadera, en todos sus detalles.

    Prexy frunció el ceño.

    —No puede ser. Un hombre no se queda sentado permitiendo que las llamas lo quemen vivo.
    —A no ser que estuviese muerto —dijo Jerry.
    —Síncope cardíaco... —Prexy no parecía muy convencido.— Otra cosa, ¿qué pueden decirme del fuego? ¿Advirtieron algo anormal?

    El tono de Prexy exigía casi una respuesta afirmativa.

    —Acostumbraba fumar en pipa —dije—. Quizá se la puso en el bolsillo antes de apagarla, y luego le falló el corazón, y el fuego pasó a la ropa, y...

    Prexy me detuvo con la mirada.

    —Un traje de lana, señor Jones, no arde de este modo. El fuego debe de haber alcanzado la temperatura de un soplete. Por eso quiero saber si no olvidan nada. ¿No me ocultan algún detalle?
    —No —dijo Jerry fríamente.
    —Es mi deber dar cuenta a la policía —insistió Prexy—, y habrá en seguida una investigación. Se los interrogará, recuerden, minuciosamente. La policía no aceptará en seguida la historia.

    Jerry rió, un poco nervioso.

    —Rector Murray —dijo—, hemos examinado el asunto. Pensamos en inventar una historia más verosímil para usted y la policía. Decidimos ceñirnos a la verdad.

    Algún impulso tonto me hizo añadir:


    —Integer vitae, scelerisque purus, ya sabe, señor.


    Prexy sonrió débilmente.

    —¡Cómo se graban esas migajas de sabiduría, señor Jones! Permítame aconsejarle que no se las recuerde al comisario Hanlon. Temo que, como Shakespeare, sepa poco latín y menos griego.

    Jerry parecía complacido. Creyó, me parece, que yo había mellado Ja seriedad de corte marcial de Prexy. Pero en seguida llevó otra vez la conversación al tema principal, preguntando:

    —¿Miró la silla, señor?
    555555—No, no lo hice. — El tono de Prexy era algo impaciente, pero cruzó en seguida el cuarto y examinó la silla, como yo había hecho antes. Se enderezó, miró incrédulamente a Jerry, y dijo:— ¿Y están decididos a repetir que el profesor LeNormand ardía sentado en esta silla?
    —¿Qué otra cosa podemos hacer?

    Prexy no tenía, aparentemente, respuesta para esto. Frunciendo el ceño inspeccionó detenidamente la habitación, mirando los escasos muebles y el telescopio con ojos asombrados. Lo observamos con cierta indiferencia, y cuando volvió a nosotros Jerry dijo inexpresivamente.

    —Nada.
    —Nada como usted dice, señor Lister. Absolutamente nada.

    Me pareció que esto iba a seguir indefinidamente, que los sucesos de aquella noche aminorarían la marcha del tiempo, hasta que toda la creación se detuviera.

    El tiempo ya no pasaba en verdad; se estiraba como una gigantesca mano de goma, había dejado de existir, era una ilusión fabricada con espejos y engranajes. Y la maquinaria, inmóvil, no fabricaba ya la ilusión. Mis pensamientos eran tantos y tan confusos que se anulaban unos a otros, como si las células de mi cerebro estuviesen animadas por diferentes cargas eléctricas.

    La situación se volvía intolerable, y me pareció que Jerry, de algún modo, sentía lo mismo. Tenía una expresión dura y el gris de sus ojos parecía más oscuro. Estaba sin duda muy nervioso, pues se frotaba incesantemente las palmas de las manos, una contra otra.


    —¿Recuerda aquella costumbre de Jerry, papá?
    —Sí, la recuerdo.
    —Hacía lo mismo poco antes del puntapié inicial, cuando jugaba al fútbol.
    —Y cuando se casó, antes de la ceremonia.

    Volví rápidamente a mi relato.


    Prexy, sin embargo, conservaba un perfecto dominio de sí mismo. Debía de haberse preguntado si seríamos un par de criminales. Debía de haber pensado en todas las posibles consecuencias, en los periódicos, en la multitud de curiosos que invadirían la universidad, en lo difícil que sería tranquilizar a profesores y estudiantes, y en mil cosas. Pero estaba tomando sus decisiones como si todo aquello fuese mera rutina, como si leyese una orden del día en una reunión de consejeros.

    —Desearía —dijo finalmente— ahorrarles a ustedes, caballeros, alguna de las molestias que tendrán en las próximas horas. Advertirán lo difícil de mi situación.

    Le aseguramos que lo advertíamos.

    —La historia que me han contado es tan extraordinaria —continuó Prexy— que creo que dicen la verdad. No sé si esto ha sido un accidente o un asesinato. La policía decidirá. La llamaré en seguida por teléfono y atenderé otros asuntos. Apelo al honor de ustedes, como hombres de la casa. No toquen nada mientras llamo desde abajo.

    Y sin esperar respuesta, Prexy bajó la escalera de caracol dejándonos solos en el cuarto.

    —«Juro por mi honor de caballero —dijo Jerry en voz baja— que durante el curso de este examen no he recibido ni he dado ayuda alguna.»

    Era el juramento de honor que habíamos escrito al pie de todas las hojas de examen. Me reí.

    —Para él, somos aún estudiantes.

    Alcanzábamos a oír la profunda voz de Prexy que resonaba en el vestíbulo. Llamó a la policía, a la oficina del decano, a la enfermería, y algunos otros lugares. Al cabo de un rato, dejamos de escuchar. Estábamos cansados. El partido había agotado nuestra capacidad de emoción. Los efectos del licor se habían desvanecido, y la aventura no era una hermosa aventura. Yo cerraba los ojos y podía ver todavía a LeNormand, en su curiosa y horrible posición; el fuego como un parásito que se alimentaba de su cuerpo, y aquel centelleo en los ojos cuando habíamos entrado en el cuarto. El frío del observatorio venía de un lugar más helado que el aire nocturno de noviembre. Me calaba hasta más allá de los huesos.

    —Esto es horrible —observó Jerry.
    —Oh, no sé —dije, con lo que debió de haber sido un débil esfuerzo por mostrar cierta animación—, hay que pasar por esto, como por otras cosas.
    —Así será para ti —dijo Jerry, seriamente—. Pero yo no soy de hierro. No me gusta.

    Cuando Jerry hablaba así, todo era inútil. Sospeché que veía en aquello algo más que yo, y que esto lo alarmaba.

    —Bark, escucha —me dijo al cabo de un rato, bajando la voz—. Esto es un crimen, sin duda. No puede pensarse en un accidente, o un síncope, o nada parecido. Te aseguro que la autopsia me dará la razón.
    —Seguramente. — Jerry no replicó, y yo añadí entonces:— Pero un asesinato que no cometimos, aunque mucha gente creerá lo contrario.

    Jerry sacudió la cabeza.

    —No sé. Al fin y al cabo carecemos de motivos. Y ni en ti ni en mí hay tendencias que puedan interesar a un Krafft—Ebing. ¿Y cómo habríamos cometido el crimen? No, creo que los periódicos no nos acusarán, ni aun indirectamente.
    —Pero no son los periódicos lo que me preocupa, sino la policía.
    —No te engañes —aseveró Jerry—. La policía no encontrará nada que pueda acusarnos, pues no hay nada que encontrar. En cierto modo, yo debo de haber sido uno de los pocos amigos de LeNormand. Nos interrogarán hasta hartarnos, pero pronto empezarán a buscar en otra parte.
    —¿Cómo se te ocurre?
    —LeNormand tenía enemigos. Y todos sabemos quiénes eran.

    Pensé un rato y al fin dije:

    —Yo no.

    Jerry se mostró impaciente.

    —No te ciegues. ¿Y esa correspondencia que yo pasaba a máquina? ¿La pelea con Trimble y Pforzman y Stanward y el resto? Ahí está el motivo, te lo aseguro.

    Lo miré asombrado.

    —¿Quieres decir que esos mirones de estrellas y esos inquisidores del átomo pueden matarse unos a otros discutiendo el espacio—tiempo de Einstein? ¡Qué disparate!

    Jerry no lo creía imposible. Sostuvo que el asunto era vital, fundamental, que yo no apreciaba la importancia de las teorías de LeNormand. Si éstas resultaban exactas, revelarían que gran parte de sus estimados contemporáneos eran simples charlatanes. No iban a caer sin pelear. Algún desesperado había perdido la cabeza y había matado a LeNormand. Las cartas habían sido muy amargas.

    La idea me parecía increíble, y así lo expresé. Le pregunté a Jerry si había pensado en algún nombre.

    —No.
    —Entonces —le dije—, olvídalo. No les metas, por amor de Dios, esa idea en la cabeza. Ya veo a la policía encerrando a Einstein en un calabozo, y aporreándolo para sacarle la verdad. Y el pobre hombre ha dejado Alemania huyendo de todo eso.

    Jerry se rió.

    —Bueno. Les hablaré solamente de lo que vimos. Si se enteran de las peleas, sin embargo, no podré callar. Y hay algo en que apoyarse.

    Advertí que Jerry hablaba seriamente.

    —¿Qué? — pregunté, escéptico.
    —El fuego.
    —¿Qué pasa con el fuego?
    —Debe de haber sido alguna sustancia química. Termita o algo parecido. Ningún fuego común quemaría de ese modo la carne y los huesos. Tiene que haber sido un fuego científico, si me entiendes.

    Me llevó algún tiempo digerir esa idea. Era verosímil, pero yo no podía creer que alguno de los críticos y antagonistas profesionales de LeNormand hubiese querido matarlo. Los hombres de ciencia no son en su mayoría, a pesar del cine, genios locos y asesinos.

    —Y si tengo razón —continuó Jerry— la autopsia revelará qué sustancia era ésa.
    —Pero ¿y la silla? — objeté. Me pareció que no íbamos a ninguna parte.

    Jerry pensó un momento.

    —Debieron de desmayar a LeNormand, antes. Le pusieron la sustancia y lo sentaron en la silla. El asesino debe de haberla encendido mientras subíamos la escalera.
    —Y luego se puso un poco más en los pies y se evaporó —sugerí.

    Jerry señaló la abertura de la cúpula.

    —Pudo haberse ido por ahí.

    Por el tono de voz era evidente que no lo creía. Yo tampoco, pero nada podía ofrecerle a cambio. Callamos, tratando de imaginar algo que explicase todos los hechos, y probara que algún otro había visitado también a LeNormand en aquel cuarto redondo y frío. Al rato oímos a Prexy que subía la escalera. Cuando entró, nos pusimos de pie. Era asombroso, pero nos había devuelto a nuestra época de estudiantes.

    —Siéntense, caballeros. Deben de estar bastante cansados. — Nos sentamos, obedientemente.— Me quedaré con ustedes hasta que llegue la policía. Y luego —añadió alterándosele levemente el rostro, aunque no pude saber si era ternura, piedad, o algo más sutil; Tendré el mecólico deber de comunicarle la tragedia a la señora LeNormand.
    —¡La señora LeNormand! — En la exclamación de Jerry había incredulidad y sorpresa.
    —Sí —dijo Prexy como si se hablara a sí mismo—, la señora LeNormand. ¿No sabía que estaba casado?
    —No. Y nunca me lo dijo... No recibí participación... Quiero decir, esto es absolutamente... —Jerry no sabía qué decir.
    —Todos nos sorprendimos —admitió Prexy—. Creo que nadie lo esperaba.
    —Por amor de Dios —dije—, ¿cuándo ocurrió eso?

    Prexy nos miró con expresión meditabunda. Parecía pensar con rapidez, ocultándose detrás de sus respuestas.

    —Tres meses atrás. Apareció en uno de los tés de verano de la señora Murray y nos la presentó simplemente como su mujer. Fue realmente una sorpresa.

    Podía imaginarlo. El microcosmos de la universidad debió de sacudirse hasta los cimientos. ¡LeNormand, nada menos! Estaba tan genuinamente atado a su trabajo que aquello era en la práctica un acto de bigamia. El hombre comía con su trabajo, vivía con él, dormía con él. Jerry había comentado muchas veces que ninguna mujer podría sacarle nada. Tenía por cierto bastantes años como para no perder la cabeza, y estaba acostumbrado a la disciplina de una vida ascética que había elegido voluntariamente. Yo no podía imaginarlo con una mujer, y deducía de mi sorpresa la estupefacción de Jerry. Jerry miraba a Prexy como si esperase oír que todo era una broma.

    —Rector Murray —dijo al fin—, desearía que me dijese algo más. ¿Quién es ella? ¿De dónde vino? Por qué LeNormand...

    Prexy frunció el ceño.

    —Le he dicho lo poco que sé, y no creo que nadie aquí sepa más. Ninguno de nosotros la había visto antes. Para LeNormand todo era aparentemente natural, pues no nos dio explicaciones. Y nosotros nada averiguamos. Ni siquiera... —Prexy se interrumpió.— Esto es todo en realidad.

    Jerry no estaba satisfecho.

    —No, no lo es. Si LeNormand se casó, hay aquí algo extraño. Yo lo conocía bien, señor, era amigo suyo. No se me ocurre ningún motivo por el que se decidiese a perder su... su libertad. Ni siquiera la mujer más hermosa del mundo!...

    Con un rostro inexpresivo, Prexy dijo lentamente: —Algunos dirían que es la mujer más hermosa del mundo.


    4
    Interregno


    Afuera, en el camino, chillaron unos frenos. Oímos las voces de unos hombres.

    —Ah, la policía —dijo el rector Murray. Me pareció que había cierto alivio en su voz, como si le agradase que algo interrumpiera nuestra charla.

    Sí, era la policía. Los muchachos de azul. Los guardianes de la paz, los representantes de la ley y el orden. Llegaban a la escena del crimen, si había crimen. Oí un poco excitado sus pasos en la escalera.

    El comisario Hanlon marchaba al frente. Era un hombre canoso, de mirada penetrante y una lengua aguda que recurría a veces a expresiones dialectales. Yo no lo veía desde la noche que habíamos organizado una pequeña hoguera en honor de la vieja logia. Habíamos cometido el error de apartarnos de la tradición que recomendaba como piece de résistance de la pira la cabina de teléfonos de algún granjero, seleccionando la única cabina que tenía la policía en la ciudad. ¿Quién iba a suponer que el viejo se enteraría a las dos de la mañana? Cuando nos vio a Jerry y a mí, sonrió con una mueca.

    —Hola, muchachos —nos dijo, nada más.

    El joven Pudge Applegate le pisaba los talones. Applegate es hijo, y creo que heredero del secreto proveedor de whisky de la universidad, y, además, yerno de Hanlon. Pesa por lo menos unos cien kilos, que lleva principalmente bajo la barbilla. Aunque parece que se hubiese metido en el uniforme hace ya mucho tiempo, no es muy gordo. Pero si Hanlon es el cerebro del equipo, Pudge es su pulpa.

    Y luego allí estaba el viejo Harry. Ningún estudiante conocía su apellido. Había sido procurador de la universidad hasta ponerse demasiado viejo y filosófico para luchar contra las travesuras y trampas de la joven América. Después había entrado en la policía. No sé si arrestó alguna vez a alguien.

    Durante algunos minutos los tres hombres, luego de saludar respetuosamente a Prexy, se contentaron con mirar a su alrededor. Al fin el comisario examinó rápidamente el cuerpo y volvió para hacernos unas pocas preguntas a Jerry y a mí. Le contamos nuestra historia, fría y brevemente, y él no insistió. Diré en su favor que entendió en seguida que el asunto superaba su experiencia y era algo insólitamente desagradable. Casi en seguida garabateó una nota para Parsons, el jefe de detectives del condado, y la envió a New Zion por medio de Harry, a quien le susurró algunas instrucciones. Me pregunté un momento por qué no telefoneaba y recordé luego que las muchachas de la central divulgarían rápida y extensamente la historia. Ni él ni Pudge Applegate tocaron nada. Le preguntó a Prexy si podían contar con el doctor Nickerson, y luego se sentó en una silla, y se puso a silbar entre dientes. Prexy nos dejó poco después, prometiendo volver más tarde.

    Applegate salió a vigilar el edificio, y nos quedamos solos con el comisario. El silencio era opresivo. Sólo se quebró una vez, cuando Hanlon dejó de silbar, nos miró con ojos azules y fríos, y dijo:

    —Donde hay fuego, allí están ustedes.

    No supimos qué decir. Pasó un minuto, Hanlon sonrió torciendo la cara, y volvió a su silbido. La maquinaria de la cúpula continuaba con su tictac. El tiempo seguía estirándose. No sé cuánto tardó el doctor Nickerson, pero nos alegró verlo. Saludó a Jerry con un movimiento de cabeza —lo había conocido probablemente en los días del fútbol— y puso manos a la obra. El examen no duró mucho.

    —Mueva el cuerpo lo menos posible, doctor —advirtió Hanlon—. No toque ninguna otra cosa.
    —No lo he movido —dijo el doctor. Se volvió hacia su maletín y sacó un poco de algodón y una botella de algo. Mojó el algodón con el líquido de la botella, se frotó cuidadosamente los dedos, y se puso de pie—. Está muerto, sin duda. A causa de las quemaduras aparentemente. Son muy profundas. El fuego consumió los músculos de la espalda y los hombros, y calcinó la escápula izquierda. — Cerró el maletín y se acercó a nosotros.— ¿Cómo? — Parecía tan incrédulo como Jerry, Prexy y yo lo habíamos estado antes.— Nunca vi quemaduras como éstas.

    Empecé a decir algo, pero Hanlon me hizo callar.

    —Doctor, ¿sabe qué pudo haber causado esas quemaduras? El pobre hombre está casi cocinado.

    Nickerson sacudió la cabeza.

    —Parece como si lo hubiesen quemado con un soplete.
    —¿Piensa que debía de estar muerto cuando lo quemaron? — preguntó Hanlon.
    —No puedo decirlo —respondió el doctor prudentemente—. Habrá que hacer una autopsia.
    —Quizá un síncope cardíaco —insinuó Jerry.
    —Nada puede asegurarse por ahora. Pero LeNormand fue a verme hace unos días para una revisión general. Estaba como un roble el jueves pasado.

    La voz de Hanlon reveló cierta desilusión.

    —No esperaba eso.
    —Doctor —preguntó Jerry—, ¿no pudo haber sido alguna sustancia química?
    —¿Una sustancia química? ¿Se le ha ocurrido algo?
    —Termita, por ejemplo.

    Era una idea nueva para Nickerson. Calló un rato.

    —No sé. No conozco el efecto —dijo al fin.
    —La usan en aleaciones —explicó Jerry—. Y también, o algo parecido, en las bombas incendiarias. Junto con el napalm. Es una mezcla de aluminio en polvo y óxido de hierro.

    Nickerson se frotó pensativamente la oreja.

    —Un análisis químico de materia calcinada y los bordes de la ropa podría aclarar el punto. Aunque no he visto escoria alguna. Es una idea, sin embargo.

    Hanlon echó una ojeada a Jerry.

    —Usted tiene una teoría, joven.
    —No —dijo Jerry—, ni siquiera una sospecha. Pero debe de haber una explicación.
    —¿No es posible —aventuré— que se trate de un accidente? ¿No puede haberse puesto la pipa encendida en el bolsillo?

    Nickerson sacudió la cabeza.

    —No me parece. Aunque las ropas hubiesen estado empapadas en gasolina, no creo que un fuego accidental hubiera producido estas quemaduras. — Se volvió hacia el comisario.— ¿Quiere que haga algo más?

    Hanlon se movió un poco en la silla.

    —Bueno, será mejor que espere la llegada de Par—sons. El jefe del condado. Es probable que traiga al doctor Merrit. Quizá pueda usted con su ayuda desenredar el ovillo.
    —Muy bien —dijo el doctor.

    Le buscamos una silla, y se sentó con nosotros. El silencio volvió al cuarto. Yo había esperado que Hanlon nos bombardease con preguntas, removiera nuestra historia, buscara en seguida una salida. Pero no hizo nada. Durante un rato su actitud me intrigó, me inquietó, vagamente, y al fin comprendí. Collegeville pertenecía, en cuerpo y alma, a la universidad. Hanlon había advertido que a la conmoción inicial podía seguir un escándalo. Meter allí las manos era como abrir sin guantes un panal de abejas. Su departamento no estaba preparado para eso, y él tampoco.

    Se protegía pues las espaldas. Le pasaría el caso, intacto, al detective.

    Los hombres del condado aprobaron, aparentemente, las decisiones del policía. Parsons era un hombre lento, tranquilo, de aire indiferente, pero conocía su trabajo. Dejó que Merrit, el doctor del condado, se ocupara del cadáver. Sacó fotografías de cada centímetro cuadrado del edificio. Buscó huellas digitales en todas las superficies, y tomó las nuestras, y las de Hanlon, Nickerson y Applegate. Envió un mensaje a Prexy para que volviera, si era posible, en seguida. Luego de escuchar la historia de Jerry y la mía, separadamente, anotó los números de nuestras entradas al estadio y los nombres de los que habíamos visto en el partido y podían confirmar nuestra presencia. Examinó el suelo, las paredes, los muebles. Buscó el nombre de la compañía que había fabricado el extintor de incendios. Envió un hombre afuera, a examinar el suelo al pie de la abertura de la cúpula. Nos hizo repetir nuestras historias, una segunda vez, y una tercera. Machacó y machacó, explicándonos pacientemente que no eran muy verosímiles. Nos sugirió que quizá olvidábamos algo. Cuando llegó Prexy, habló con él largamente en voz baja, aprobando a veces con un movimiento de cabeza o volviéndose hacia nosotros o al lugar que había ocupado el cadáver de LeNormand antes que se lo llevaran sus hombres. Cuando Prexy dejó el edificio subió él mismo la abertura de la cúpula y llamó desde allí al hombre de las huellas digitales. Trabajó así eficientemente, sin titubeos ni prisas.

    Empleó mucho tiempo. Cerca de la medianoche se volvió hacia nosotros.

    —No quisiera molestarlos mucho —dijo—. No voy a encerrarlos. Son ustedes los únicos testigos, y la historia que me cuentan es muy resbaladiza. Pero no hay motivo para una acusación. Por la mañana tendremos el resultado de la autopsia, y quizá alguna información nueva. Tendré que interrogarlos otra vez. Así que deberán quedarse esta noche en la ciudad. ¿Dónde van a dormir?

    Jerry y yo suspiramos. Habíamos esperado esto.

    —Podemos pasar la noche en la logia... la casa de nuestro grupo, el Zeta Kappas —dijo Jerry.

    Hanlon movió afirmativamente la cabeza. Conocía la casa, estaba bien. Parsons, en cambio, no parecía contento con la idea.

    —Hay camas allí, y podemos conseguir una navaja de afeitar y otras cosas para la mañana —argüí—. Es muy tarde para buscar otro sitio.
    —Bueno, no sé... —titubeó el detective.
    —Los muchachos tienen razón, señor Parsons —nos apoyó Hanlon—. Será fácil encontarlos por la mañana y es el lugar indicado para ellos.
    —Perfectamente. — Parsons no perdió más tiempo con nosotros.— Enviaré un hombre por la mañana, cuando quiera verlos. Quédense ahí hasta entonces. En marcha ahora.

    Dejamos la habitación mientras Parsons le pedía a Hanlon que arreglase para la mañana siguiente una reunión con Prexy y la señora LeNormand, y que lo hiciese con diplomacia. Hasta el gran Parsons advertía el poder del rector y era indudable que no quería ofender a nadie. Bajamos aturdidos la escalera.

    Ya afuera, respiramos a bocanadas el aire helado. Parecía, casi, que saliéramos de la cárcel. Sentíamos frío sin los abrigos, pero la opresión que habíamos experimentado en el observatorio empezaba a desvanecerse. No me silbaban tanto los oídos, y me pesaban menos las piernas.

    —Esto es un progreso —dijo Jerry al rato.

    Señalé que el aire olía bien. No fue una observación muy feliz.

    —Pobre diablo —murmuró Jerry—. Qué muerte tuvo. Espero que pesquen a ese bastardo asesino.
    —Amén.
    —Casado, por Dios, casado. Bark, ¿qué le habrá pasado a LeNormand? Era tan inútil para las mujeres como el brazo derecho del sultán. LeNormand era puro cerebro. ¿En qué habrá pensado?
    —Prexy dijo que es la mujer más hermosa del mundo.
    —No exactamente. Dijo que algunos pensarían eso. Y acuérdate de la Reina.

    «La Reina» era el apodo con que los estudiantes conocían a la señora Murray.

    Prexy no era posiblemente neutral, pero no entendíamos el matrimonio de LeNormand. Jerry pensó que si la mujer era tan hermosa como Prexy había sugerido, podía ser quizá el motivo del crimen. La idea pareció satisfacerlo.

    —Bark —concluyó—, mientras exista esta posibilidad no voy a hablar de las polémicas. No quiero remover ese asunto, y quizá no hay nada ahí. Convendrá que respondamos a todas las preguntas, pero que no adelantemos ninguna hipótesis.
    —Estoy de acuerdo —le dije—. Pero eso no me concierne. Sólo tú conoces el asunto.
    —No hablemos más entonces —dijo Jerry, y atravesamos en silencio la oscuridad.

    Poco a poco nos acercamos a la casa Zeta. Oímos las voces de la hermandad, que festejaban apropiadamente la victoria sobre el State. Subimos los escalones del frente y tocamos el timbre, temblando de frío. Se oyó una voz y nos identificamos. Buzz Clarke, el presidente, se adelantó a darnos la bienvenida. Fue de una cordialidad maravillosa, pero en aquella ocasión hubiésemos recibido a un inspector de hacienda con la misma efusividad. Buzz nos invitó a que dejáramos los sombreros y entrásemos a tomar un trago. Declinamos la invitación y le preguntamos si había un par de camas libres. Buzz replicó gravemente preguntando dónde estaban las señoras. Le dijimos que se fuese al diablo. Seguimos así durante un tiempo. Buzz pidió a gritos algo para beber, pero repetimos que no beberíamos nada.

    —Dios mío —dijo Buzz al fin—, cómo se echan a perder cuando salen de aquí.

    Admitimos que habíamos cambiado. Para unas viejas ruinas como nosotros sólo había una solución: la cama. Nos llevó arriba y nos metió en un cuarto. No recuerdo cómo me desvestí y me acosté.


    Dejé de hablar, y empecé a remover otra vez las arenas de la memoria, esperando, y temiendo a medias, haber olvidado algún hecho minúsculo, algún matiz de lenguaje, alguna impresión visual o mental que pudiese esconder la clave de la respuesta. No había nada.

    —Así fue —dije lentamente—. Le he contado todo, papá.

    El doctor Lister se había inclinado hacia adelante, con los brazos sobre la mesa, clavados los ojos en el reflejo del farol en la botella de jerez: una estrella de topacio.

    —Sí —replicó—, creo que sí. Hemos considerado el asunto, los tres, centenares de veces. Parsons, a su modo, es un detective extraordinario. No hay nada que muestre un camino, no hay huellas, nada sino cosas increíbles. — El doctor repitió suavemente la palabra:— Increíbles.
    —Hay una respuesta —le dije—, pero quizá sea también una respuesta increíble.
    —¿Por qué lo dices?
    —Sé que Jerry encontró la respuesta, y por eso se suicidó.

    El doctor movió impacientemente una mano.

    —¿Por qué? ¿Acaso temía divulgarla? No era propio de Jerry.
    —No, no creo que sea eso. Pienso que lo hizo —recordé la pistola levantada, el eco duro y seco en la habitación oriental— porque temía que nosotros, o cualquier otro, conociésemos la respuesta. Miedo de decir la verdad, una verdad que debíamos ignorar. El doctor llenó otra vez los vasos de jerez—¿Estás demasiado cansado para seguir? ¿Esperamos a mañana? Deben de ser cerca de las once.
    —No, no estoy demasiado cansado —dije—. No quiero cerrar los ojos.


    Nos despertamos a las nueve de la mañana. Después de una ducha, un afeitado con la navaja de Buzz Clarke, y un buen desayuno, me sentí tan bien que me sorprendí. La bebida no había dejado rastros en ninguno de los dos, y sólo me sentía un poco adormilado, y con las piernas débiles. Jerry, también, parecía menos grave y preocupado. Fuimos a la biblioteca y leímos los periódicos de la mañana. No había noticias de la muerte de LeNormand. La historia se había divulgado, aparentemente, demasiado tarde para las ediciones de extramuros. Leímos la crónica del partido del día anterior. Como otras veces los periódicos hablaban de una victoria moral del State, pero nunca habían simpatizado con nosotros. No podían ocultar sin embargo que el score nos había favorecido siempre. En la crónica de Bill Bonham, del Record, había un pasaje que recuerdo todavía, y que confirmaba mi impresión en el primer cuarto:

    El State inició su touchdown del primer cuarto con un impresionante despliegue de fuerzas y fútbol a la antigua. Los muchachos del Brunswick alcanzaron la pelota cuando ya había penetrado profundamente en su propio campo, y en una serie de eficaces y breves corridas llegaron a la línea de doce metros. Allí Stanwicz puso la pelota en manos de Moroney. El avance había dejado sin aliento a la multitud, y hubiera podido oírse la caída de un alfiler en el estadio...

    Hubiera podido oírse la caída de un alfiler... Bonham decía la verdad. Había habido una tensión rara, una evidente sobrecarga de emoción y pasión.

    Terminábamos de leer los periódicos, cuando Parsons nos llamó. Parecía que había trasladado su base de operaciones, pues el coche se dirigió a la alcaldía de estilo gótico —todo en Collegeville imitaba a la universidad— y nos dejó en el puesto de policía, en el ala derecha del edificio.

    Descubrí sorprendido que Prexy estaba allí, y también el doctor Nickerson. Parsons estaba sentado ante una mesa larga, cubierta casi de papeles. Tenía un rostro gris y fatigado, pero hizo un esfuerzo y nos sonrió.

    —Siéntense, muchachos. No es nada formal. Sólo quiero hacerles unas pocas preguntas.

    Prexy carraspeó, autoritariamente.

    —Creo, caballeros, que no necesitarán de un abogado. Sin embargo, si desean consejo legal pueden pedirlo.
    —Está bien —dijo Jerry mientras tomábamos un par de sillas—. Adelante, señor Parsons.
    —Mientras se acercaban al observatorio, ¿veían claramente la puerta?
    —Sí, aunque por supuesto era de noche, y había sólo una luz y no la mirábamos conscientemente.
    —Pero podrían asegurar que nadie salió por esa puerta mientras se acercaban.

    Jerry pensó un momento.

    —No vimos a nadie. Y es posible suponer que no hubo un instante en que uno de nosotros, por lo menos, no mirase la puerta.
    —No creen entonces que alguien haya podido salir sin que ustedes lo viesen.

    Parsons parecía dirigirse a mí.

    —Bueno —dije—, no por la puerta. Pero pudo haber salido por la abertura de la cúpula.
    —No —dijo Parsons sombríamente—. Hay un macizo de plantas en ese lado del edificio, y si alguien hubiese salido por ahí hubiera dejado huellas. Y no hay huellas.

    Jerry se endureció a mi lado, y se inclinó hacia adelante.

    —Alguien pudo haber salido, sin embargo, sin que nosotros lo advirtiésemos. Hay un modo.

    Prexy pareció sorprendido, pero Parsons sonrió.

    —Aja —dijo, y después de un rato preguntó—: ¿Y bien, señor Lister?
    —Bajaron quizá cuando llamamos, y se escondieron en una de las aulas. Estaban a oscuras, y no miramos adentro. Luego, cuando subimos la escalera, escaparon fácilmente.

    Parsons mostró una expresión de triunfo.

    —Tiene usted una cabeza bien puesta —dijo—. ¿Y qué dice el señor Jones?
    —No me parece imposible —dije, pensativo.
    —Pero no cree que haya ocurrido así. ¿Por qué?
    —Bueno. — Busqué las palabras. Era una impresión indefinida.— Cuando entramos, eché una mirada a las puertas abiertas y oscuras de las clases. Quizá había alguien allí, pero no lo creo. Tuve la impresión de una casa vacía.

    Dicho de este modo me pareció una tontería, pero Parsons sonrió animándome.

    —Sí —dijo—, yo mismo me dejo guiar por esa impresión, muchas veces. Pero en este caso —y el detective nos miró seriamente— supondremos que el asesino salió de ese modo.
    —¿El asesino? — dijo Jerry—. ¿Entonces se trata de un crimen?
    —Ninguna deficiencia orgánica permite suponer otra cosa —dijo el doctor Nickerson.
    —¿Buscaron huellas de alguna sustancia química?

    En la voz de Jerry había un matiz de impaciencia.

    —Naturalmente. No podemos asegurarlo por ahora —dijo el doctor, aunque con una voz de absoluto convencimiento—, pero no hay en apariencia huellas de un tal agente. Investigué la presencia de termita —y aquí nos sonrió con una mueca— y casi podría afirmar que no se usó nada semejante. Pero claro, falta aún el informe del químico.
    —Ése es el fin de su teoría —le dijo Parsons a Jerry con cierta satisfacción—. Bueno, joven —continuó—, por lo que dijo anoche y lo que yo he averiguado deduzco que fue usted amigo del profesor. ¿Es así?

    Jerry afirmó con un movimiento de cabeza.

    —Sí, supongo que sí. Uno de sus escasos amigos, me parece.

    Advertí que Prexy fruncía el ceño.

    —¿Qué podría decirme entonces de sus posibles enemigos? — En la voz de Parsons, me pareció, había un tono de súplica, tras su aparente dureza.— ¿Sabe si lo odiaba alguien?
    —No, no lo creo.
    —¿Algún conflicto personal?

    Jerry se frotó las palmas de las manos.

    —Bueno, tuvo una pelea con otros astrónomos y físicos. Pero la interrumpió espontáneamente. La abandonó, en cierto modo.
    —Ah. ¿Y por qué peleaban?
    —El profesor LeNormand escribió un artículo titulado «Una crítica fundamental al continuo espacio—tiempo de Einstein». Algunos hombres de otras universidades e instituciones no estuvieron de acuerdo.
    —¿Y la pelea se redujo a eso?

    Parsons parecía decepcionado.

    —No fue realmente una pelea. Fue una discusión científica.
    —Ocurrió hace dos años —dijo suavemente Prexy—. Puedo asegurar que la cuestión había concluido. Todos admirábamos enormemente la obra de LeNormand, pero en cuanto a ese artículo pensamos... bueno... que había abandonado un poco el sólido mundo de los hechos científicos.

    Parsons asintió.

    —Nunca podría admitir eso como motivo de un crimen. — Calló un momento, buscando en apariencia alguna otra pregunta que pareciese tener algún sentido. Al fin tomó dos pliegos escritos a máquina.—Éstas son las declaraciones. Una para cada uno de ustedes. Léanlas y firmen.

    Hizo resbalar los papeles sobre la mesa, hacia nosotros, y los leímos cuidadosamente. En el mío, por lo menos, no había nada que yo no hubiese dicho, y que no fuera, hasta donde yo podía saberlo, la verdad literal. Firmé en la última página y Jerry hizo lo mismo en sus papeles. Parsons recogió los pliegos, estudió las firmas, y anotó nuestra dirección en Nueva York.

    —Bueno, muchachos, nada más por ahora. Lo que cuentan es bastante consistente, y no hay por qué retenerlos. Si se mudan, o algo parecido, comuniqúense con nosotros.

    Prometimos hacerlo así.

    —Y otra cosa. Si yo fuera ustedes no hablaría mucho de esto. Vean a un abogado si quieren, pero no hablen a los periódicos.
    —Puede usted confiar en la discreción de los señores —dijo Prexy mirando a Parsons, pero apuntando a nosotros—. Por el buen nombre de la universidad.

    Prometimos otra vez que seríamos buenos chicos.

    Parsons se incorporó y nos estrechó las manos.

    —Pueden irse cuando quieran. Muchas gracias por la ayuda.

    Me pareció que Parsons, con su actitud, trataba de complacer a Prexy, pero de un modo u otro eso nos favorecía. El asunto podía haber sido mucho más desagradable, y nos habían tratado indudablemente con toda consideración. Dejamos, satisfechos, el despacho y el edificio. Nos detuvimos un instante en la acera para discutir qué haríamos y yo sentí una mano en mi brazo. Descubrí sorprendido que era Prexy.

    —Caminemos un rato calle abajo —nos dijo—. Hay algo que quiero pedirles.

    Nos volvimos un poco preocupados y echamos a caminar.

    —Si podemos hacer alguna otra cosa... —comenzó Jerry.
    —Sé qué horrible ha sido esto para ustedes. — Prexy hablaba con mucho cuidado.— Desearán, naturalmente, olvidar lo más pronto posible, pero debo pedirles un nuevo favor. — Hizo una pausa.— Otra cosa; se han conducido ustedes, en sus tratos con la policía, como caballeros y hombres de la casa.

    Esto, para Prexy, era darnos el espaldarazo.

    —Gracias —dijo Jerry—. Por supuesto, si algo podemos hacer, nos sentiremos muy felices...
    —Muy bien —dijo Prexy. Doblamos a la derecha, entrando en la calle Santwoord—. Anoche, y otra vez esta mañana, cuando hablé con la señora LeNormand... —Hizo una pausa como para que contemplásemos la imagen de un hombre fuerte y noble capaz de cumplir los más tristes deberes.— me expresó el deseo de verlos. Naturalmente, desea agradecer la valentía e inteligencia de ustedes.

    Nada en el mundo me atraía menos en aquel momento que la idea de hablar con la viuda de LeNormand. No me parecía bien, de ningún modo, darle una impresión concreta, en una conversación, del horror de la tragedia. Nada bueno podía salir de ahí, y sería probablemente un momento muy penoso. Pero parece como si algo nos llevara, en las horas de dolor, a no ahorrarnos ninguna pena.

    Prexy adivinó aparentemente mis pensamientos.

    —Le dije —continuó— que se evitara ese mal rato y le aseguré que ustedes entenderían. Pero insistió y yo consentí. Verán que es una mujer de gran serenidad, nada inclinada a la histeria.
    —Muy bien —dijo Jerry al cabo de un rato—. No veo cómo podemos rehusarnos de todos modos.
    —Gracias —dijo Prexy, y marcharnos en silencio.

    Poco después, llegamos a Camden Place y subimos hacia la casa de LeNormand, pequeña y blanca. Prexy alzó la aldaba de bronce y golpeó firmemente, tres veces.


    5
    Belleza para cenizas


    Jerry dijo más tarde que en el vestíbulo de LeNormand, donde nos introdujo una mujer de ojos enrojecidos, todo era como antes. Se llegaba al cuarto, cuadrado, con dos ventanas a la calle y una a un patio lateral, por un pasillo y una doble puerta. Había allí dos sillones Morris de tapizado descolorido; un sofá de desvencijado aspecto con cubierta de cretona, algunas lámparas móviles de la cooperativa de estudiantes, y un pequeño armario de roble, bastante feo, con puertas de vidrio y lleno de libros. Colgaban de las paredes tres o cuatro cuadros que no habían sido elegidos, indudablemente, por el departamento de arte. En la mesa del centro había una pila de revistas y dos ceniceros sucios. La habitación de un soltero, en suma, que no se preocupa mucho por el aspecto de las cosas.

    Me asombró ante todo la ausencia total de toques femeninos. Las esposas, y sobre todo en las primeras semanas de matrimonio, atacan inmediatamente, aunque sea de un modo superficial, el desaliño de los viejos cuarteles del marido. Ponen cortinas nuevas, floreros, y lo que ellas llaman «toques de color para alegrar el ambiente». Pero no había aquí nada parecido. El cuarto era exactamente lo que debía de haber sido antes del matrimonio de LeNormand. El aire olía débilmente a humo de tabaco, y vi en un cenicero una pipa negra y golpeada, con marcas de dientes en el cabo. Esa pipa me irritó. Me pareció que hubiese sido más decente no dejarla a la vista.

    Prexy, Jerry y yo dimos vueltas por el cuarto, sin saber qué hacer. Yo tenía ganas de fumar, pero me pregunté si sería correcto y decidí que no. Jerry clavaba los ojos, aprensivamente, en la puerta interior; en una ocasión se puso las manos en los bolsillos y las sacó en seguida. Sin saber por qué, la melodía de En el profundo corazón de Texas comenzó a sonarme en la cabeza. Me contuve cuando ya fruncía los labios para empezar a silbar. Prexy estudiaba la media tinta de un viejo molino a la luz de la luna como si fuese la obra de un maestro.

    Oímos al fin el sonido de unas pisadas en la escalera. Era un paso lento, irregular, y algo mecánico. Me pareció sobre todo pesado y arrastrado, como si a la mujer no le importara caminar torpemente. En seguida entró en el cuarto.

    La imaginación humana es algo curioso. Según Prexy la señora LeNormand podía ser para alguien la mujer más hermosa del mundo, y mi mente había creado una mujer a quien yo, si hubiese sido París, le habría dado la manzana de oro. Advertí ante todo que estaba atrozmente mal vestida. Desaliñada, creo, es la palabra exacta.

    Llevaba un vestido de lana, oscuro y tosco, mal cortado, de ruedo desigual. Sobre él un chaleco tejido, incoloro, con mangas tres cuartos deformadas. El color de las medias no armonizaba con el vestido, y los zapatos eran un par de botines Oxford deslustrados en las puntas. El efecto total era precisamente el que uno hubiese esperado en la mujer de LeNormand, pero yo había imaginado una belleza. Mi primera impresión fue de alivio. Grace, y su filosofía de la vida, una filosofía de mariposa, me habían aficionado a las hermosas mujeres, y las palabras de Prexy sobre la señora LeNormand me habían perturbado. Pero esta criatura... Sería fácil emitir unas pocas y triviales frases de simpatía y retirarse rápidamente. Era sólo una mujer, nada más.

    Pero cuando la miré por segunda vez descubrí asombrado que me había equivocado totalmente. Las ropas no le pertenecían. Era tan imposible imaginarla con ropas modernas como pensar en la Victoria Alada con pantalones de tenis. Era alta, de casi un metro ochenta, ni opulenta ni delgada. El cabello, descuidadamente recogido en la nuca, tenía el color del sol invernal, y los ojos, muy separados, y bajo cejas de línea uniforme, eran de un oscuro azul violáceo. La incongruencia de sus ropas ocultaba un cuerpo que se integraba perfectamente, parte con parte, con esa unidad y esa armonía que los grandes escultores logran expresar de cuando en cuando. En el cuerpo, en las manos de dedos fuertes y largos, en el rostro, había poder, belleza, unidad.

    No he hablado hasta ahora del rostro. No me pareció entonces tan hermoso como más tarde, cuando la vi a menudo. Sus rasgos estaban modelados con tanta precisión, y tan maravillosamente dispuestos, desde la frente ancha y despejada, hasta la línea neta y viviente de la mandíbula, que creí encontrarme ante una abstracción, una obra artística consciente que expresaba no la belleza de una mujer particular sino la esencia de todos los rostros femeninos. No se había maquillado, y la tez era tan blanca que parecía brillar como plata en el vano de la puerta. Los labios, muy pálidos, parecían en el blanco de la cara sorprendentemente rojos. Era casi el rostro de Pallas Atenea, y sin embargo no había en ella nada de divino. Faltaba algo.

    Mirándola mientras se acercaba a nosotros, me pregunté qué sería. No había pena ni consternación en su rostro, y quizá ninguna otra cosa. Parecía no haber vida en ella. Esperé, creo, que caminara arrastrando los pies. Era un rostro vacío. Entró en el vestíbulo casi sin mirarnos, con una mirada ausente, como si nada en el cuarto mereciese su atención. Si se me pidiera una descripción más exacta, sólo podría decir que era como uno de esos mendigos de rostro apagado que nada esperan de la vida. Aquel rostro no era trágico, ni triste, ni asustado; sólo indiferente.

    Nos habíamos alineado torpemente para recibirla. La mujer se acercó y de pronto se detuvo. Me pareció que apenas advertía nuestra presencia. Sus ojos por lo menos no apuntaban hacia nosotros.

    Prexy carraspeó, hizo una reverencia, y dijo:

    —Señora LeNormand, ¿me permite presentarle al señor Lister y al señor Jones?

    Nosotros nos inclinamos también, y murmuramos entre dientes algunas palabras sin sentido.

    La mujer nos miró, pero no dijo que nos sentáramos ni nos ofreció la mano. En verdad, en toda aquella corta e increíble entrevista —era para mí una entrevista y no una visita ninguna de sus actitudes fue la de una mujer común. Cuando Prexy me presentó, me miró con ojos distraídos, desprovistos de toda expresión, como si yo fuese un mueble. Habló al fin y sentí que su voz armonizaba con el resto. Era una voz maravillosamente clara y de sutiles inflexiones, pero advertí en ella una ausencia. Un poco de color, alguna imperfección de tono o acento que la hubiesen transformado en la voz de una persona.

    —Quiero agradecerles —nos dijo— lo que han hecho por mi marido.

    No había emoción alguna en esas pocas palabras.

    La frase misma era curiosa. Sentí que expresaba una convicción, que eso era para ella lo que debía decirse. ¡Y aquel «mi marido»! ¿Por qué no había dicho «lo que han hecho por Walter»? ¿No era acaso más natural emplear el nombre con que ella debía de haberlo llamado? Había en todo aquello algo que no me gustaba. Miré rápidamente a Jerry para ver qué pensaba de esta mujer y lo que ella había dicho.

    Jerry murmuraba algo parecido a esto:

    —Lamentamos no haber podido venir antes, serle útiles de algún modo.

    El tono de su voz, su expresión, me sorprendieron. Yo había vivido mucho tiempo con él para no saber cuándo su actitud era o no natural. Y decididamente, yo no conocía esta faceta de su carácter. Jerry se defendía, y no por lo difícil de la situación. Y había algo más, la conciencia de un peligro. En ese momento no lo advertí tan claramente, pero Jerry parecía un hombre que cenando con los Borgia acaba de descubrir la aspereza del veneno en un sorbo de vino y quiere ocultar sus sentimientos.

    La mujer advirtió qué ocurría, estoy seguro, y durante un instante lo miró titubeando. Al fin dijo:

    —Han sido muy amables al venir. El rector Murray me ha hablado de la valiente actitud de ustedes —concluyó, y se quedó mirándolo, hasta que Jerry empezó a enrojecer.

    Noté entonces que algo se transformaba en aquel rostro. La mirada ausente pareció animarse, con un cierto interés. La mujer se recogió en sí misma, como para sacudir algún estupor y volver al mundo. Era asombroso, y no me gustó. Su desapasionada inspección de Jerry no podía entenderse, de ningún modo, como un halago. Algo despertaba en ella, que me afectó de un modo insólito. Sentí el deseo de dar un paso atrás, de mantenerme a distancia hasta comprender mejor qué ocurría. Jerry no parecía muy cómodo, pero indudablemente no se impresionó como yo, pues le devolvió la mirada.

    —Sí —dijo ella otra vez—. Fueron ustedes muy valientes. Ambos.

    La última palabra sonó como una reflexión tardía.

    No aceptamos sus elogios, y dijimos que no era nada. No habíamos mostrado un coraje especial o por lo menos así me había parecido entonces. Quizá yo estaba equivocado, y la mujer veía la verdad. Para ella el asunto debía de tener un aspecto muy distinto.

    Se volvió hacia mí y dijo directamente:

    —¿Estaba muerto cuando lo encontraron?

    Toda la entrevista era tan rara que la pregunta me encontró distraído. La imagen de los ojos de LeNormand estalló en mi mente, y debo de haber titubeado un instante.

    —Sí —dijo Jerry con rapidez, enfáticamente—. Quiero decirle, señora LeNormand, que había en el rostro del profesor una gran serenidad. Estoy seguro de que no sufrió agonía alguna. Los... los detalles son horribles, lo sé, pero tengo la impresión de que murió sin dolor.
    —Ayuda saberlo —dijo la mujer con lentitud. Después de un momento, con los ojos aún fijos en Jerry, continuó—: No entiendo esta muerte. No hay ningún motivo.
    —No debe pensar en eso —dijo Prexy.
    —Lo sé —replicó ella—. Lo sé. No debe extrañarles que haga estas preguntas. Las respuestas pueden ayudarme a dejar de pensar.
    —Si desea que le digamos alguna otra cosa... —dijo Jerry.

    La mujer se volvió otra vez hacia él, con una curiosa intensidad.

    —Le parecerá una pregunta tonta, señor Lister, pero ¿no dejó ningún mensaje, ninguna nota, nada que explicara lo ocurrido?

    Jerry sacudió la cabeza.

    —Nada, señora LeNormand. No sabía, podría asegurarlo, que iba a morir.
    —No —dijo ella—, claro que no. Pero a veces, cuando se quedaba trabajando de noche, con su telescopio, me enviaba alguna nota para decirme que no vendría a casa. Si hubiera alguna nota semejante me gustaría saberlo.


    Una brisa se alzaba ahora del estrecho, y los árboles murmuraban en la oscuridad. Las aguas golpeaban débilmente la orilla, y la bahía parecía un río, que surgía de lo invisible y se acercaba a nosotros a la luz de las estrellas. Miré y la ilusión de una corriente fue tan perfecta que debí recordar que nada fluía allí, que no había ninguna corriente, sino el mar inmutable y eterno.

    —Por supuesto —le dije al doctor Lister—, puedo reproducir las palabras, pero no la conversación. Los gestos, las actitudes, el tono y el timbre de las voces, todo eso se pierde al contarlo.

    El doctor me había escuchado con extraordinaria atención.

    —Sí, naturalmente. Pero ni tú ni Jerry me habíais contado lo que se dijo en ese encuentro.
    —Es raro —continué—, pero en momentos como ése uno se apresura a aceptarlo todo superficialmente. Cuando ella dijo: «Le parecerá una pregunta tonta, señor Lister» creo que ambos aceptamos su «tontería». Ahora no me parece de ningún modo una pregunta normal. Y la historia de las notas nocturnas de LeNormand. ¿Le parece a usted verosímil?
    —No —respondió el doctor.
    —¿Ve usted?, son cosas que he recordado poco a poco. Cosas pequeñas, pero que apuntan a algo.

    El doctor hizo un signo afirmativo, y dijo:

    —Y tú crees que ella sabía...

    No continuó. Las preguntas que yo me había hecho habían quedado también incompletas.

    —Cuando LeNormand murió —le recordé— ella estaba en la casa. La cocinera estaba también allí, lavando los platos. Vio a Selena tres veces, sentada en el vestíbulo, en aquella media hora. Selena no pudo haberlo hecho... Es físicamente imposible.

    El doctor pensó un rato, en silencio.

    —Quizá hubo una intriga, un cómplice.

    Me pareció que el doctor sabía tan bien como yo cuál era la respuesta.

    —Nada ganó con la muerte de LeNormand. ¿Qué intriga pudo haber habido?

    El doctor asintió. Estaba desconfiando, creo, de sus poderes analíticos.


    La pregunta acerca de la nota me asombró. De acuerdo con las descripciones de Jerry, LeNormand era incapaz de pensar en alguna otra cosa una vez que se había entregado al trabajo. Era imposible imaginarlo escribiendo: «Querida: No cenaré en casa. No me esperes. Llegaré tarde».

    —No había ninguna nota —farfullé—. Miramos sus papeles. Eran sólo ecuaciones.
    —Ah —dijo ella en seguida, y no advertí en su tono desilusión alguna—. Ecuaciones. — Y luego de un momento añadió:— ¿Notas de trabajo?
    —Sí —dijo Prexy suavemente—. Símbolos matemáticos con que expresaba las relaciones de las cosas.
    —Gracias. — La voz de la mujer era siempre la misma.— Me gustaría tener conmigo sus últimos escritos.

    Era un deseo natural, pero por algún motivo me sorprendió un poco.

    —Temo que la policía deba retener esas notas, por un tiempo al menos.

    Prexy habló como si le explicara algo a un niño.

    —Sí. Sí, por supuesto.
    —No alcanzo a decirle cómo lamentamos esto, Bark y yo, señora LeNormand. Su marido y yo éramos amigos. Si algo podemos hacer por usted, recuerde por favor que estamos a sus órdenes.

    La mujer miró a Jerry gravemente durante algunos segundos.

    —Gracias. Son ustedes muy amables. Si se me ocurre algo, los llamaré.

    Prexy interrumpió la incómoda pausa con un carraspeo.

    —Señora LeNormand —dijo—, si desea que me comunique con algún miembro de la familia de usted, o de su marido, o hubiera que hacer... bueno... algúntrámite de viaje, me complacería mucho poder ayudarla.

    La mujer titubeó, por primera vez.

    —Nada sé de la familia de LeNormand. Nunca me habló de una familia. No sé qué hacer.

    Todos nos sorprendimos mucho, creo, pero Prexy reaccionó rápidamente.

    —Entiendo —dijo—. Veré qué puedo averiguar. En Inglaterra sin duda... ¿Y la familia de usted, señora?

    La mujer sacudió la cabeza.

    —No tengo a nadie —dijo.

    Prexy no pudo ocultar su incredulidad.

    —¿A nadie?
    —A nadie, absolutamente —dijo ella con una débil sonrisa.
    —Ya veo.

    Pero era indudable que Prexy nada veía, que la mujer lo había desconcertado de un modo que entonces no pude entender claramente.

    —Dentro de unos días, cuando haya podido pensar en esto —continuó la mujer— consultaré con usted mis proyectos.

    En la voz de Prexy hubo cierta dureza.

    —Perfectamente. Me sentiré muy complacido.
    —Por favor —dijo ella mirándonos a todos—. No se preocupen demasiado. Estaré bien. Y no piensen en ese horror del observatorio. Será mejor para todos nosotros no recordarlo demasiado. Debemos dejárselo a la policía. Gracias otra vez por haber venido.

    En labios de una mujer, y en aquella situación, el discurso me pareció increíble. Sin esperar respuesta, la señora LeNormand nos dio la espalda, dejó el cuarto, y subió la escalera. Advertí ahora la gracia y armonía de sus movimientos, y cómo, bajo las ropas deformes, su cuerpo era una estatua animada, transformada increíblemente en un ser de carne y hueso.

    Durante un momento los tres nos quedamos mirándola, estupefactos. El sonido de los pasos se perdió en el piso superior.

    —¡Bueno! — El tono de Prexy reveló incredulidad, y, durante un instante, una clara irritación; pero lo disimuló cuidadosamente, añadiendo en seguida:—Como nada más podemos hacer por la señora Le—Normand...

    Dejamos la casa. Yo crucé la puerta en último tér—núno y durante un instante sentí que había algo a mis espaldas. El sonido del pestillo al cerrarse me pareció agradable.

    Prexy nos despidió en la acera, frente a la casa. Nos agradeció que lo hubiésemos acompañado y prometió comunicarnos cualquier novedad. Nos indicó nuevamente que no habláramos del asunto, y se fue, los hombros muy cuadrados, el paso, como dijo una vez Charles Lamb, «perentorio y preciso». Lo vimos alejarse en silencio.

    —¿Y ahora qué? — pregunté.
    —Veamos si el coche sigue en su sitio —sugirió Jerry—, y si es así, huyamos rápidamente.

    Jerry echó una breve mirada a la casa, por encima del hombro, y nos dirigimos al estadio.

    Era un domingo claro y frío. El sol de noviembre brillaba en los edificios y los árboles. La campana de la capilla llamaba insistentemente, con sus tañidos de bronce, y la grava crujía bajo nuestros pies.

    El aire me mordía la carne; pero los pensamientos me ocupaban demasiado para que yo echara de menos el abrigo. La entrevista con la señora LeNormand me preocupaba cada vez más. Nadie puede predecir cómo reaccionará la gente ante una tragedia o un desastre, y, comprendí que si la señora Le—Normand no había hablado ni se había conducido de acuerdo con mi imagen de la inconsolable viuda, esto no me daba derecho a juzgarla rara o poco natural. Pero en la entrevista había habido un matiz que se me escapaba, que no podía definir, y que me desagradaba claramente. Recordé su aparición, de qué modo nos había mirado, y especialmente cómo había mirado a Jerry, y la extraordinaria cualidad de su belleza. Traté de imaginarla casada con LeNormand, pensé en el noviazgo, y en la cama común. Todo me parecía increíble. No podía imaginarla en ninguna de esas situaciones, como no podía confundirla con aquellas ropas desaliñadas. Pensé en las ropas un rato. Sentí que si podía entenderlas sabría algo más de la mujer.

    —Jerry... —comencé a decir, y me detuve.
    —¿Qué?
    —Las ropas de la señora LeNormand. ¿Notaste?
    —No.

    En la voz de Jerry había algo de reproche, pero no le presté atención.

    —Bueno —dije—, eran terribles. Descuidadas y deformes, inapropiadas y arrugadas. Las ropas que podría usar una estudiante de Bryn Mawr, y nadie más.

    Jerry me miró frunciendo el ceño.

    —No entiendo qué quieres decirme.
    —Me preguntaba —dije cuidadosamente— por qué se vestirá así.
    —Dios mío —replicó Jerry, asombrado—. ¿Qué esperabas? ¿Un modelo de París cuando el marido todavía no se ha enfriado?

    Advertí que se mordía la lengua en la última frase.

    —Calma, calma —dije—. Las ropas que llevaba esta mañana eran algo que ya tenía antes. Y no puedo imaginar a una mujer como ella con ese vestido, ese chaleco, esos zapatos.

    Jerry advirtió que yo hablaba seriamente.

    —Bueno —dijo—, no me fijé especialmente en lo que llevaba, pero acepto, si así lo dices, que haya ofendido tu sentido estético. — Hizo una pausa y dijo casi para sí mismo:— Bueno, si tienes un sentido estético, dime, ¿qué te sugirió esa ropa?
    —Bueno —dije torpemente, sintiéndome un poco tonto—. Me pregunté si se las habría comprado LeNormand.
    —Es posible. ¿Y qué?
    —Varias cosas. Ante todo, nunca hubiera imaginado, por el retrato que de él me hiciste, o por las pocas veces que lo vi, que LeNormand comprase ropas de mujer, ni siquiera las de su esposa.

    Jerry sonrió mostrando los dientes.

    —No, tienes razón. Pero eso sólo prueba que él no las compró.

    Hice una nueva tentativa, tomando otro camino.

    —Es una mujer muy hermosa —dije—, y las mujeres hermosas saben comúnmente que lo son. Y no se visten para ocultarlo.
    —Ella no lo oculta.
    —Maldición —dije—, no me entiendes. Esas ropas son impropias para ella. Ante todo es demasiado inteligente...

    ¡Eso era! ¿Cómo no lo había entendido antes? La señora LeNormand era demasiado inteligente. Demasiado. Esa cualidad era más notable que su belleza y su aire extraño. Las preguntas que nos había hecho, la precisión y deliberación de todo lo que había dicho me asaltaron en tropel. No había hablado con nosotros para consolar su pena o su soledad. Quería sonsacarnos algo, y lo había obtenido. Y no una sola cosa, quizá. Nos había examinado sin piedad y directamente. Sentí que se me atropellaban los pensamientos. Si era así, ¿qué significaba?

    Mi primera conclusión era decepcionante. Para explicar su matrimonio con LeNormand no había que recurrir a su belleza o su misterio. LeNormand había encontrado a alguien tan inteligente como él. Era una mujer y se había casado. Quizá ella se había sorprendido, se había alegrado tanto como él al encontrar una persona de la misma altura intelectual en un mundo de gente pequeña y pensamientos pequeños e imprecisos. El mismo hecho, pensé, de que LeNormand fuera un hombre solitario, tan poco necesitado de compañía, debió de haber profundizado y fortalecido aquella mutua atracción. Era natural que se hubiera casado. Y era natural también que la mujer usara aquellas ropas. Y era quizá inevitable que ella hubiese reaccionado ante la noticia de la muerte de LeNormand de un modo puramente mental, impersonal. La misma cualidad que tenían en común transformaba en algo fuera de lugar, un absurdo psicológico, las reacciones comunes del rebaño humano. Las gentes de mente clara y fuerte son casi siempre estoicas y serenas. Comencé a sentir que el sospechado misterio no era tal.

    —No veo —estaba diciendo Jerry— qué relación puede haber entre las ropas de una mujer y la inteligencia.
    —Muy bien —concedí de mal modo—, olvídalo. Tenía una idea, pero pensándolo bien no es tan importante.
    —Oye —dijo Jerry—, no hay misterio en el casamiento de LeNormand. Prexy tenía razón. Es realmente la mujer más hermosa del mundo.
    —Es sin duda una de las más inteligentes.
    —Quizá.

    Jerry no parecía particularmente interesado.

    —No necesitas ocultarlo —le dije, ya un poco molesto—. Vi cómo la mirabas cuando empezó a examinarnos.
    —¿Qué diablos estás diciendo?
    —Escucha —le dije pacientemente—, cuando empezó a hacernos todas aquellas preguntas vi que te ponías en guardia. Mentalmente, quiero decir. Descubriste algo entonces que yo sólo sospeché.
    —¡Por amor de Dios, Bark! — La voz de Jerry sonó agudamente durante un instante, pero en seguida se dominó. Luego me miró y sonrió con una mueca.—Nadie es un misterio para su ayuda de cámara, supongo. Bueno... —Hizo una pausa y dijo:— No estás totalmente equivocado. Algo me pasó por la cabeza, lo admito. Sigue mirando en la bola de cristal de mi carácter y podrás decirme qué era.

    Jerry mostraba toda su simpatía, pero la riña seguía sin resolverse. Caminamos en silencio, yo un poco molesto con él, y él hundido aparentemente en algún pensamiento que no me incluía.

    El coche estaba todavía allí, junto al estadio, solitario como un monumento. Entramos y partimos hacia Nueva York sin decir una palabra. El frío era intenso, y en una ocasión nos detuvimos para tomar un trago del frasco de Jerry.

    En todo el camino de regreso sentí un vacío en mi interior, una Welstzschmerz dominguera, debida, supongo, a la fatiga nerviosa. Quizá unos pocos tragos o un refresco me hubieran quitado aquella impresión de fatalidad, pero no lo creo. Yo sabía de algún modo que alguien había arrojado los dados del futuro, cambiando totalmente nuestras vidas.


    6
    Transición aparente


    Hay algo en los lunes. Impiden pensar en cualquier otra cosa. Cuando llegué a mi escritorio, a la mañana siguiente de nuestro regreso a Nueva York, lo encontré sepultado bajo una pila de un metro de persistentes y desagradables carpetas. Cuando llegué a abrirme paso hasta el fondo de la pila, eran las seis de la tarde. Volví a mi casa de Greenwich Village con casi nada en la cabeza, excepto mi plan de trabajo para el día siguiente y un creciente entusiasmo ante la idea de una ducha y un ocioso cóctel antes de cenar.

    Aunque las noticias en los periódicos habían sido sensacionalista, ninguno mencionaba nuestros nombres, y sólo uno o dos hablaban de «dos jóvenes graduados». La mayor parte de los cronistas parecía haber pensado que la historia mejoraba notablemente si era Prexy quien descubría a LeNormand, y dedicaban al rector una infame publicidad. Me sentí más que agradecido de que Prexy y Parsons no hubieran dado nuestros nombres a la prensa.

    Jerry había encendido la chimenea y la coctelera estaba ya en la mesita de café, frente al sofá. Tomé una rápida ducha, con un trago antes y otro después, y me sentí muy bien. Luego fui a la cocina y preparé la cena. Esa semana me tocaba cocinar, y Jerry debía lavar los platos. Comimos animadamente, pero en silencio, y dejé a Jerry en la cocina. Jerry sólo dijo que cuando yo cocinaba usaba todos los utensilios.

    Antes que él volviera a la sala hice un descubrimiento poco agradable. En el escritorio abierto había una carta escrita a medias, con la letra de Jerry. Sin pensarlo, o sin querer, leí el encabezamiento: Mi estimada señora LeNormand.

    Tuve un raro sobresalto al ver aquel nombre, y aunque se me ocurrió al principio que quizá yo, también, tendría que escribirle alguna nota de pésame, cuanto más lo pensaba más me parecía que una carta nuestra —de cualquiera de los dos— estaba fuera de lugar. Quizá Jerry quería decirle algo, pero yo lo dudaba. Se me ocurrió también que Jerry quería escribirle, y lo que esto implicaba no me resultaba muy claro.

    Después de un rato, Jerry salió de la cocina y se sentó al escritorio. No me miró, y siguió con su carta. Traté de leer. El rasguido de la pluma en el papel me distraía.

    —Si estás escribiéndole a papá —le dije—, dile que el whisky escocés me salvó la vida.

    Jerry no alzó los ojos.

    —Bueno —dijo, y su pluma siguió imperturbable.

    Encendí la radio, sintiéndome un poco tramposo.

    —Por amor de Dios —dijo Jerry—. Cierra ese condenado aparato. No puedo pensar con el ruido.

    Moví el interruptor, y cambié de asiento, inquieto. Hay algo de irritante en que otra persona escriba una carta en el cuarto donde está uno. Yo siempre siento deseos de interrumpir, y en este caso más que otras veces. Pasó un tiempo y Jerry se incorporó y sacó un libro de los estantes. Le echó una ojeada y lo trajo al escritorio. Algún descabellado impulso me llevó a decir:


    La vi pasar, tan fugazmente, y sin embargo la amaré...


    —¡Maldición! — Jerry giró en redondo.— ¿Leíste esta carta?
    —No es necesario —le dije—. ¿Recuerdas nuestros días de estudiantes? Usaste medio Libro de Oro de la Poesía de Palgrave con aquella niña de Poughkeepsie. Conozco los síntomas.

    Jerry estaba pálido. Me miró largo rato, y me pregunté si estaría contando hasta diez antes de hablar.

    —¿Y no lo apruebas? — preguntó al fin cortésmente.

    Ahora yo debía elegir. Podía provocarlo hasta tal punto que tendríamos una pelea —y era menos doloroso y molesto salir con la cabeza rota que discutir con Jerry cuando estaba enojado—, o podía dejar de lado la cuestión con alguna réplica apropiada. De este modo Jerry se apaciguaría; pero quedaría, como ocurre a menudo en estos casos, un encono sordo, y yo no sabía si no era preferible que Jerry me lanzara alguno de sus precisos golpes. No sería para mí muy agradable, pero él olvidaría quizá la carta.

    —En realidad —dije, con toda la ironía posible—, vi accidentalmente el encabezamiento. Y no, no lo apruebo.

    La expresión de Jerry, aquellos ojos entrecerrados, me decían que estaba preparándose para intervenir activamente, y me pareció de pronto que la pelea no sería como las otras, breves, y en seguida olvidadas.

    —Pero no obré limpiamente —le dije—. Y lo lamento.

    Jerry dejó la pluma y se acercó al sofá. Era difícil saber qué pensaba.

    —No importa mucho que lo apruebes o no —me dijo, pero el tono era casi interrogativo.

    Admití que tenía razón.

    Durante un rato Jerry se quedó tendido en el sofá, mirando el techo.

    —Entiendo lo que piensas —dijo—. Podíamos haber peleado si hubieras... si hubiéramos querido. Los hermanos siempre pelean; son en verdad guerras civiles.

    No pude rehusar esta rama de olivo.

    —Demonios —dije—, no quiero pelear. — Busqué en mi mente algo que pudiera expresar en palabras. — Quizá me preocupe demasiado. Los lunes son siempre terribles.

    Jerry asintió y me miró de reojo.

    —¿Por qué te preocupa que le escriba?
    —No lo sé claramente. Es una mujer... No sé cómo decírtelo. No es tu tipo.

    Jerry echó atrás la cabeza y se puso a reír hasta que empecé a enojarme.

    —¡Dios mío, Bark! — dijo—. ¡Si el viejo me manda mañana a City Hall y te enteras pensarás que he ido a buscar una licencia de matrimonio!
    —Tonterías.
    —Sólo hay una tontería, y es la tuya. — Dejó de sonreír y siguió tristemente:— Quiero preguntarle cuándo será el funeral. Me parece que debo ir, ¿no lo crees?

    Sentí que el calor me subía a la cara.

    —¿Me disculpa usted, por favor? — dije, y en seguida añadí, con menos impertinencia—: Lo olvidé, soy un burro.
    —No es nada, déjalo.

    Jerry volvió al escritorio, terminó la carta en un minuto o dos, y la llevó al buzón. Volvió trayendo un periódico de la tarde, y leímos una nota sobre el caso. No habían descubierto nada nuevo, nadie había concedido entrevistas, y la única diferencia con los periódicos de la mañana era un retrato de la señora LeNormand. Aun en aquella reproducción defectuosa, la calidad extraordinaria, escultural de su rostro era bien evidente.

    Nos fuimos a la cama temprano, pues estábamos cansados y ninguno de los dos quería arriesgarse a los peligros de una nueva conversación. Ya me dormía, cuando se me ocurrió algo. Hablé en la oscuridad.

    —Jerry. — ¿Qué?
    —¿Por qué necesitaste un libro de poemas para preguntarle por el funeral? — Vete al diablo. Me dormí.


    El doctor encendió otro cigarrillo y dijo:

    —Nunca me hablaste de ese episodio.
    —No es algo que me enorgullezca.
    —Entonces me lo has contado con algún propósito.
    —Sí —dije, e hice una pausa.

    Era una noche luminosa. La denominación más hermosamente apropiada para la claridad de algunas noches sin luna parece ser la de luz estelar. Pero no se trata en gran parte de una radiación de las estrellas. Jerry me explicó una vez que el campo gravitatorio de la tierra dobla alrededor del globo los rayos del sol, y las moléculas de las capas superiores del aire nocturno brillan entonces débilmente, excitadas por esos rayos.

    La punta del cigarrillo del doctor tomó un instante un color blanco rojizo.

    —Y tu propósito es...
    —Explicar qué sentía Jerry, ya entonces. Jerry hablaba claramente de cualquier cosa, menos de lo que se refería a ella. Desde el principio. Quizá pensaba que había algo allí que no estaba bien. No soy muy claro.
    —Te entiendo —dijo el doctor, y se volvió a mirar la bahía.


    El funeral se celebró aquel jueves. Jerry faltó a la oficina, pero yo envié unas flores y me quedé en la ciudad. Comprendí que prefería ir solo, y no había motivo, realmente, para que yo lo acompañara. Sentí luego varias veces una vaga inquietud, pero cuando me detenía a reflexionar no entendía por qué. En una ocasión me descubrí deseando haber ido.

    Cuando regresé a casa, Jerry estaba allí. Parecía cansado, y sombrío con el traje oscuro y la corbata negra. Advertí en seguida que no deseaba hablar, y eso me alegró. Cuando se vive tanto tiempo con otra persona, y en el mismo cuarto, como yo y Jerry, es casi como un matrimonio. Muchas veces es más cómodo no hablar, y nuestro silencio era un silencio amable.

    Después de la cena Jerry se sirvió un whisky y me miró.

    —Lo enterraron en el cementerio de Clear Brook —dijo.
    —Oh —contesté.

    Jerry hizo girar el vaso entre los dedos.

    —Encargué la lápida. Me lo pidió ella. — Hizo una pausa y clavó los ojos en el líquido ambarino.— Me preguntó qué inscripción se podría poner.

    No supe qué decirle. Armonizaba con su conducta de aquella mañana de domingo, cuando fuimos a verla.

    —Le dije que sólo el nombre y las fechas y las letras S.T.T.L. — dijo Jerry lentamente.

    Me sorprendí.

    —¿Por qué eso? — pregunté.
    —LeNormand no era exactamente un cristiano. Era un hombre de ciencia. Y una vez me dijo, recordé, que los romanos ponían eso en sus tumbas.

    Todo me parecía asombroso. ¿Por qué la señora LeNormand había 555555pedido consejo a Jerry? Un momento antes no me había sorprendido, pues concordaba con sus otras actitudes. Pensaba ahora que en aquellos episodios había un único elemento racional: el común denominador de lo raro. Ninguno de ellos podía entenderse en términos usuales. ¡S.T.T.L.! Pensé en una inscripción de una tumba de la Via Appia, en las afueras de Roma, el monumento que una matrona romana había erigido para su marido. T. Sulpicius Arva. La tumba, como muchas otras, tenía esas letras, y recordé que yo le había explicado a Jerry su significado: Sit tibi térra levis.

    —Que la tierra te sea leve —murmuré casi para mí mismo.
    —Sí —dijo Jerry, y al cabo de un momento añadió—: LeNormand no era realmente un cristiano, y no creo que ella lo sea.
    —Bien —repliqué—, pero no era un pagano, y ella tampoco probablemente, aunque parezca una estatua de Praxiteles.

    Jerry parecía un poco embarazado.

    —Bueno, quizá no sea lo correcto, pero ella parecía tan orgullosa, tan segura de sí misma, que evocó en mí la imagen de una matrona romana, y pensé en la inscripción. Parece apropiada, de algún modo.
    —Oh —dije.

    Lo que me había parecido una frialdad intelectual (que la señora LeNormand no sintiese la horrible muerte de su marido) había sido para Jerry una actitud estoica, una supresión romana de la emoción. Bueno, quizá así era. La mujer se me presentaba bajo una nueva luz. La hostilidad que había despertado en mí aquella entrevista, no tenía quizá ningún fundamento.

    —Demonios —le dije a Jerry—, fue una magnífica idea. Me sorprendió al principio. Pero ahora comprendo. — Se me ocurrió otra cosa:— ¿Quiénes estaban?

    Jerry clavó los ojos en el vaso, y al fin dijo:

    —Sólo ella y yo, y Prexy y el viejo doctor Lassiter del departamento de matemáticas. — Había dolor en la voz de Jerry.— Muy pocas flores. Fue algo terrible. Pobre mujer.
    —¿Y qué hará ella ahora? — pregunté, y descubrí que mi curiosidad era muy grande.

    ¿Qué nuevo refugio podía encontrar una mujer como la señora LeNormand? Había dicho que no tenía familia. Parecía, entonces, que no tenía adonde ir. La vida en Collegeville, dadas las circunstancias, tendría que resultarle intolerable, aun con el auxilio de su rara belleza... Interrumpí bruscamente mis pensamientos.

    —Le dije que debía irse —replicó Jerry sin mirarme—. No puede quedarse allí, sería sencillamente un infierno. Necesita un lugar donde la vida sea diferente, y pueda olvidar. Un lugar donde pase inadvertida, con amigos nuevos e intereses nuevos. ¿No te parece lo mejor?

    En la voz de Jerry había claramente una súplica. Me miró desafiándome y disculpándose a la vez.

    Comprendí naturalmente qué le había dicho a la señora LeNormand: que viniese a Nueva York. Enfrenté el problema sin ambajes. Subconscientemente yo sabía muy bien qué efectos tendría esa presencia sobre Jerry, y cualesquiera fuesen los pensamientos que ella me inspiraba, las consecuencias eran inevitables. Así como en los comienzos de una tragedia griega advierte uno que los dioses han dictado ya el destino infeliz de los protagonistas, así yo sentía ahora que si Jerry y la señora LeNormand se enamoraban uno de otro no habría final feliz. El asunto no me concernía, sino hasta cierto punto, y yo podía asegurar que ese punto había sido ya sobrepasado. Si se avecinaba una tragedia, yo nada podía hacer.

    —Bueno —observé tan casualmente como pude—, Nueva York es el sitio indicado.

    Jerry asintió y me miró agradecido.

    —Eso mismo le dije a ella.
    —¿Y qué dijo ella, señor Rodeos?
    —Creo que estuvo de acuerdo. Me dijo que no tenía ningún plan; pero me avisará si viene. — Jerry calló un momento y clavó los ojos en la pared. Quizá, también él, miraba el futuro e imaginaba. De pronto sonrió, como si hubiese pensado en algo agradable.—Tendremos que correr de un lado a otro para distraerla.
    —Claro —dije, pensando que yo no tenía muchos deseos de distraer a esa mujer, pero que ella no me echaría de menos mientras contase con Jerry.

    Durante un rato la conversación se interrumpió. No sabíamos cómo reanudarla, aunque advertí que Jerry quería decirme algo y buscaba el modo apropiado. Bebió dos sorbos de whisky y al fin dijo:

    —Escucha, esto te parece una locura. Quizá lo sea. Pero para decirte toda la verdad, me pregunto si Grace...

    Jerry me miró. Yo no podía imaginar para qué la había nombrado. Mi madre es una mujer deliciosa desde cierto punto de vista. Desde varios puntos de vista. En verdad, Grace es un ser encantador que no ha nacido para ser madre. Es alegre, atractiva y elegante, no representa treinta años, baila muy bien, tiene notable talento para decorar interiores, lee bastante más que el lector común, y vive la vida que cree ideal con Fred Mallard. Fred heredó un millón de dólares a los veintiún años y se retiró prudentemente de las fatigosas batallas de la vida. Los dos viajan continuamente por Europa y América, bailan, beben, se hacen el amor —son una pareja desagradablemente unida—, se mudan de casa todos los años sólo por divertirse con los arreglos, coleccionan varias especies de objets d'art, y son en general una muestra deliciosamente decorativa de la clase ociosa. Exhiben en todo una vitalidad que podría confundirse con la juventud, pero que nunca molesta.

    La frase interrumpida de Jerry me había sorprendido. Grace lo había recibido siempre muy bien, en parte por agradecimiento hacia el doctor, que virtualmente me había adoptado, despejando así su brillante relación con Fred de la presencia del pequeño Berkeley Jones. Jerry, por su parte, siempre había simpatizado con ella, y ahora, con años suficientes como para saber apreciarla, creo que había empezado a deleitarlo. Al fin y al cabo mi madre es perfecta e irresistible en su género, y Jerry, con quien Grace se sentía indirectamente en deuda, y en modo alguno responsable, era realmente su protegido. Grace le hacía a veces sutiles regalitos, alguna pieza china, o alguna bata muy adornada para Navidad, en una campaña destinada sin duda a feminizar los gustos sólidamente masculinos de Jerry.

    Pero ¿qué papel desempeñaba mi madre, me pregunté, en los proyectos de Jerry? No podía creer que pensara en Grace como una especie de chaperón. Decidí hablar claramente:

    —¿Qué puede hacer Grace? No veo...
    —Sí —dijo Jerry rápidamente—, pero ella... la señora LeNormand... no conoce un alma en la ciudad, y pensé que quizá Grace...

    La idea me resultó enormemente divertida. Reí largamente y con fuerza, quizá demasiado largamente y con demasiada fuerza.

    —¡Jerry, por Dios! — logré decir al fin—. Grace no es la persona indicada. ¡No en este caso, Dios mío!

    Era imposible imaginarse a Grace organizando sobrias fiestecitas para intelectuales, e iniciando socialmente a la reciente viuda de un profesor.

    Jerry parecía lastimado por mi risa, y un poco molesto.

    —A veces, Bark, me parece que no aprecias a tu madre.
    —Claro que la aprecio, pero ¿qué puede hacer?

    Jerry titubeó.

    —Puede hablar con ella y, bueno —en su voz hubo un matiz de desafío—, puede indicarle algunas cosas.
    —¿Indicarle cosas? — Yo no podía ver adonde iba Jerry.— ¿Qué cosas?

    Jerry enrojeció y apartó la vista.

    —Cosas como el modo de arreglarse el cabello, o dónde conseguir ropas. Cosas de mujeres.

    Mi primer impulso fue el de reír otra vez, pero me contuve. Esas conversaciones parecen en la superficie inocentes y sin sentido, pero en lo hondo hay siempre algo importante. Es fácil equivocarse entonces y cerrar erróneamente una puerta. Yo empezaba a entender, además, que Jerry tenía una idea fija, y que había llegado a trazarse un plan de campaña. Me preguntaba aún qué querría demostrarme, cuando se incorporó y fue hacia la cocina con el vaso vacío en la mano.

    —Entiéndelo —me dijo alejándose, y de espaldas, de modo que no le vi la cara ni pude replicar—, he pensado en tus palabras del domingo. Sus ropas son realmente horribles.

    Jerry se hundió en la cocina.

    Llené la pipa lentamente, y examiné la situación. Algo parecía indudable: el viaje de la señora LeNormand a la ciudad no era nada hipotético. Estaba ya decidido, o Jerry no hubiera hablado de recurrir a Grace para transformar a la señora en una mujer elegante. Y aquí se me ocurrió otra cosa, algo que en verdad no me importaba mucho. La señora LeNormand, indudablemente, no había tardado en decidir su traslado a Nueva York. O ya lo había planeado anteriormente, o Jerry la había convencido sin dificultad. No había motivo para que la mujer no viniera a Nueva York, ninguno que yo conociera, y no lo había tampoco para que viniese. A no ser que... a no ser que su motivo fuese la presencia de Jerry. Quizá era motivo suficiente.

    Toda la situación me parecía rara y algo inquietante. Sentía yo una vaga ansiedad sin relación con el pasado. Es decir, no pensaba ya en la muerte de LeNormand, y el horror de aquel cuerpo en llamas bajo la cúpula gris y redonda del observatorio. Me parecía, al contrario, que el objeto de mis temores estaba en el futuro. La muerte de LeNormand no había terminado algo, indudablemente. Ya entonces yo podía asegurar que la policía nada resolvería, al menos mientras no hallara el motivo. Me pregunté si la señora LeNormand conocía ese motivo. Si así era, no parecía haber confiado en la policía, pues ésta, a juzgar por los periódicos, no había adelantado un paso.

    Bueno, era indudable que ella vendría a Nueva York, si no Jerry no hubiera pensado en Grace como influencia civilizadora. Durante un instante imaginé el probable progreso del experimento, y el fracaso final de los alegremente leves esfuerzos de Grace , (la mayor parte de sus esfuerzos eran alegremente leves, pero también efectivos) para transformar en un maniquí a... ¿a quién? A la mujer más hermosa del mundo. Grace, pensé, lucharía en una esfera que no era la suya y nada conseguiría. Sólo más tarde advertí cómo yo me equivocaba a veces.

    Jerry volvió de la cocina.

    —Oye —le dije—, dejemos estos rodeos. No tienen sentido. ¿Cuándo llega la señora LeNormand?
    —Mañana.

    Yo iba a gritar: «¡Jesús!», sorprendido, y me contuve. La sorpresa sólo duró un segundo, pero el sentimiento interior de alarma duró toda la noche. Era demasiado pronto. Era demasiado rápido. Había dejado de ser algo curioso y desagradable para transformarse en un asunto tan raro que sus efectos acumulativos eran ahora terroríficos.


    7
    Las minucias se suman


    Anteriormente, cuando pensaba en el tiempo que transcurrió entre la llegada de Selena LeNormand a Nueva York y su matrimonio con Jerry, me parecía que nada importante había ocurrido entonces. Y sin embargo hubo una suma significativa de pequeños incidentes. Pienso ahora que alguna ceguera psicológica me impidió ver lo que en otro tiempo hubiera advertido en seguida.

    Jerry estaba enamorado. Creía que Selena era una mujer única, y ante aquella magnífica belleza no era difícil entender sus sentimientos. Hay, por supuesto, razones más válidas para amar a una mujer que la belleza, pero nunca supe de ninguna mujer hermosa que no haya sido amada. Si Selena, en nuestro primer encuentro, no me hubiese desagradado tanto, desagrado unido a un cierto temor, yo mismo me habría enamorado de ella. Hubo veces, sobre todo cuando Grace se encargó del asunto de las ropas, en que Selena me dejó sin aliento.

    Jerry, indudablemente, la atrajo desde un principio. Cuando yo los veía juntos, no podía asegurar que ella lo amase; pero recordando cómo se le había transformado el rostro, aquella mañana en casa de LeNormand, debía reconocer que Jerry le afectaba de algún modo, un modo que yo no entendía claramente. Aseguraría que Selena pensó casarse con él desde un principio.

    Ante todo no prestaba la menor atención a otros hombres. Comparándola con las demás mujeres, como hacía yo en esos días, podía decirse que Selena estaba enamorada. Ahora pienso que quería casarse con Jerry por dos razones. La primera, que sólo Jerry, y ningún otro hombre, podía darle algo. Cuando estaban juntos, Selena se apoyaba en Jerry como si ella fuese una extranjera y él un compatriota. Era bastante natural, si se recordaba que Jerry había sido el único amigo de LeNormand. Aunque parezca absurdo y melodramático, la segunda razón era ésta: Selena temía no casarse con Jerry. No había para ella otra alternativa, y Jerry, creo ahora, la entendía como nadie podía entenderla. Y éste era precisamente el mayor peligro, tanto para ella como para él.

    Por supuesto, la relación entre Jerry y Selena me parece hoy más clara que en aquel entonces. El romance, si así puede llamárselo, fue para mí una época terrible. Selena no me gustaba, y Jerry lo sabía muy bien. Nuestra relación, por lo tanto, era torpe e incómoda. Pero no podíamos hablar claramente. Jerry era feliz, y a mí me costaba aparentar alegría. La mayor parte del tiempo me sentía un hipócrita. Sólo nuestras dos familias, me parece, sospechaban la verdad, pero yo no podía hablarles. Confesar mi malestar parecería descortés y egoísta. Sentí a veces el deseo de discutirlo todo con Grace, pero me lo impedía mi lealtad hacia Jerry.

    Ante aquellas dudas mi actitud no fue muy feliz. Me pasaba el tiempo comiendo, bebiendo (bastante), trabajando y durmiendo. Trataba de ocultar por todos los medios mi infelicidad, y pensaba lo menos posible. El alcohol y este aturdimiento voluntario me hicieron pasar por alto el significado real de varios episodios.

    El primero ocurrió pocos días después de la llegada de Selena. Yo había hablado con Grace, como Jerry me había pedido. Mi madre es inteligente, a su modo, y cuando le expliqué la situación y el papel que ella podía desempeñar, se preparó en seguida para algo fuera de lo común.

    Jerry y yo habíamos ido a ver la última hazaña decorativa de Grace y Fred. Algunas paredes del vestíbulo eran de un verde brillante, y otras de un azul crepuscular, apagado. Habían tapizado los muebles con una tela gris plateada, y en un rincón había un objeto rectilíneo de Brancusi, iluminado indirectamente, y que parecía así el lucero de la tarde. El lugar era magnífico, e igual a un escenario. Grace y Fred se habían mudado un mes antes, y aunque estábamos acostumbrados a sus innovaciones esta vez la dosis era más fuerte.

    —Bueno, querida —le dije a Grace—, uno de tus más nobles esfuerzos.

    Grace sonrió y dijo:

    —Sí, ¿no es encantador? Siempre me han gustado estos colores, y pensé que algún día pintaría así un cuarto.

    Jerry examinaba el lugar con divertido interés. Miró un instante el objeto de Brancusi, y sonrió. Luego se sentó en un extremo del largo sofá. Grace advirtió su mirada.

    —Espero que te agrade, Jeremiah —dijo con el tono de una mujer que en una mesa de bridge habla para ocultar una jugada próxima.

    Jerry señaló con la cabeza el rincón del nicho.

    —Eso es muy bueno. Me gusta.

    Grace se sorprendió. Advertí que se había preparado para aplacar a Jerry. Descubrir su aprobación ante la pieza más extrema de un décor llevado a sus últimos límites, la dejaba estupefacta. Pero reaccionó noblemente:

    —Lo sabía, precioso.

    Jerry recurrió a su elogio más alto:

    —Es casi matemáticas puras.

    Grace se sentó un poco bruscamente en el otro extremo del sofá, encendió un cigarrillo —no uno especialmente importado, por suerte—, y dijo:

    —Tu amiga telefoneó hace unos minutos. Tiene una voz encantadora.
    —¿No es cierto? — dijo Jerry, como descuidadamente.

    Grace le envió una de sus breves sonrisas y cruzó las piernas.

    —El pobre Fred tuvo que salir esta noche. No sé qué compromiso en el Brook Club.

    El compromiso de vaciar unas botellas, probablemente —sugerí. Grace y Jerry no me prestaron atención.

    —De todos modos —continuó mi madre—, creo que podremos pasárnosla sin él una noche.

    Advertí que Jerry no se libraría con facilidad. Grace había despedido a Fred deliberadamente y ahora quería que Jerry lo supiera y apreciara su actitud.

    Jerry lanzó uno de sus raros golpes a la mandíbula.

    —Gracias —dijo.

    Me reí y Grace me hizo una mueca de divertida irritación.

    —Dijo que venía para aquí —continuó.
    —Eres muy amable —dijo Jerry nerviosamente.
    —Tonterías —dijo Grace—. Me siento halagada, pequeño, de veras. Dos tributos a mi gusto, ¡de ti, y en una semana! — Señaló el Brancusi con un movimiento del cigarrillo.— Pero, por supuesto —añadió en un tono excepcionalmente serio—, no me siento muy cómoda, mi querido Jerry.

    Jerry la miró serenamente.

    —Ya sé —dijo—. Tienes escrúpulos. Piensas que deberías decírselo a papá.

    Grace pareció genuinamente sorprendida.

    —Cielos, no. No es eso. Pero... —Suspiró delicadamente y de un modo tan perfecto que no supe si era o no sincera.— No me parece bien que a tu edad se tome seriamente la vida, y el matrimonio, y el sexo opuesto. Yo lo hice, y comprendo ahora que debí haber esperado unos años.
    —He pensado en todo eso —dijo Jerry, abstraído.
    —¿Y estás decidido a ser irrazonable? — preguntó Grace alzando una ceja.
    —Sí —dijo Jerry firmemente.
    —Muy bien. Haré mi parte entonces... si es posible. Ahora dime algo de tu muchacha, Jerry. Bark es tan poco apto para describir a la gente...

    Me había costado mucho retratarle a Selena, y la imagen no había sido muy halagadora. Mi desagrado había asomado en parte, y Grace, como un trabajador consciente, quería ahora órdenes directas.

    El timbre de la calle sonó exactamente entonces, y Grace se levantó en seguida. Jerry, sentado en el sofá, se frotó nerviosamente las palmas de las manos, sin apartar los ojos de la alfombra gris perla. Yo me incorporé, titubeando, y me puse las manos en los bolsillos. Al cabo de un rato, Jerry se puso también de pie. Alcanzamos a oír la voz alegre y alta de Grace diciendo cosas como ésta:

    —Mi querida, es un placer conocerla.

    Y en seguida la voz de Selena, perfectamente modulada.

    Las mujeres entraron en el cuarto. Vi a Selena otra vez y sentí aquel escalofrío. Selena era alta —le llevaba a Grace la cabeza—, y se acercaba a nosotros con el paso largo y libre de una montañesa italiana. Le miré la cara, preguntándome por qué no acababa de gustarme, y si habría algo en su expresión que yo pudiera definir interiormente. No había nada, o casi nada. Me pareció que la boca se le curvaba deliberadamente en una sonrisa, y que entraba con cautela. Envolvió el cuarto en una rápida mirada, pero no la afectó visiblemente.

    Esta vez traía un vestido negro de noche, y el blanco plateado de los brazos, los hombros y la garganta era inolvidable. Pero el vestido mismo no tenía disculpa. Vi que Grace lo miraba y fruncía brevemente la boca. Ante todo era un vestido barato, y un poco corto para ella. Además, y sobre todo, era vulgar, con brillantes lentejuelas, muy grandes, e inadecuadas de todos modos. Le ajustaba demasiado adelante, y no le caía bien en ningún sitio. Lo peor era una especie de guirnalda alrededor del pecho que imitaba un bordado de oro y que se ajustaba al frente con un gran lazo y una enorme piedra de color rubí que si hubiese sido auténtica habría valido una fortuna.

    Esta vez noté algo en sus manos; los dedos largos, de puntas redondas, daban la impresión de una fuerza y energía tremendas. Eran manos muy hermosas, pero aparte de su impecable limpieza estaban bastante descuidadas, con uñas cortas y sin pintar.

    Nos sentamos, y Grace nos sonrió a todos, tranquilizándonos. Jerry y yo clavábamos los ojos en Selena, aunque sospecho que con expresiones muy diferentes, y Grace miró a Jerry como si no se atreviera a unirse a nosotros en la inspección a Selena.

    —Un cuarto muy interesante —dijo Selena. Me pareció, por el tono, que la afirmación era literal. El cuarto le interesaba.
    —Me agrada que le guste.
    —Grace —dije un poco pedestremente— es una verdadera decoradora de interiores. Cambia de casa todos los años sólo para ensayar algún nuevo arreglo.

    Recuerdo todavía qué inexpresiva me pareció mi propia voz al terminar esta joya del arte de la charla.

    Selena me sorprendió. Se volvió hacia mí y dijo:

    —Las cosas nuevas son siempre una aventura.

    Grace la miró, agradablemente sorprendida, pero el siguiente comentario de Selena abortó todas sus esperanzas.

    Selena miraba ahora el Brancusi, a unos seis metros de nosotros. El objeto brillaba en su nicho, un huso de bronce pulido, perfectamente simétrico, afilado en las puntas.

    —Ah. — La voz de Selena—fue una queja fría.— Qué lástima que no sea perfecto.

    Jerry y Grace empezaron a protestar.

    —Por qué... —dijo Grace.
    —Qué es... —dijo Jerry simultáneamente.

    Pensé que nunca tendría una oportunidad semejante y la tomé al vuelo.

    —Si fuera perfecto —le dije a Selena rápidamente—no sería hermoso.

    El objeto me parecía de una simetría sin fallos, admito, pero yo quería descubrir qué haría ella al sentirse atacada.

    Jerry cambió de postura y me miró como si no le gustase lo que yo acababa de decir, pero Selena se volvió hacia mí con una expresión que me pareció de real interés.

    —Entonces usted piensa que es hermoso —dijo, en el tono de quien hace una afirmación incontrovertible.

    Grace se rió alegremente, y quizá con sinceridad, se incorporó, me hizo una seña y dijo:

    —Bark y yo prepararemos unas bebidas. Lo necesito para que saque el hielo del congelador. Una operación realmente difícil.

    Era algo demasiado evidente, no a la altura de Grace, pero servía para el caso. Les dejamos el cuarto.

    Ya en la cocina, Grace se apoyó en el armario de la vajilla, me miró y dijo:

    —¿Qué edad tiene esa mujer?

    Nunca se me había ocurrido. Examiné mi imagen de Selena. Era indudablemente joven. ¿Qué edad tenían las muchachas griegas del friso del Partenón?

    —Oh —aventuré—, unos veinte años, supongo.
    —¿Te parece? — Advertí que la había sorprendido.—No te gusta tanto como para mostrarte caritativo —añadió con la mueca de una sonrisa—, pero yo diría que tiene por lo menos treinta y cinco.

    ¡Treinta y cinco! No podía creerlo, pero Grace era condenadamente sagaz cuando se trataba de otras mujeres. Mientras sacaba los cubitos de hielo de dos bandejas, volví a examinar a Selena, mentalmente. Grace me miraba con una expresión de brillante interés.

    —No puede ser —dije al fin—. No tiene una arruga.

    Grace asintió.

    —No, cordero. Pero los ojos...
    —¿Qué pasa con los ojos?
    —Bueno —dijo Grace lentamente—, no son los ojos de una muchacha que acaba de perder a su marido en un... accidente. No son en verdad, de ningún modo, los ojos de una muchacha.
    —Muy bien —concedí—. No son los ojos de una muchacha.
    —Ahí estás tú, otra vez —dijo Grace—. No sé cómo he tenido un hijo tan terco. Tu padre era bastante amable, querido.

    El hielo dejó al fin, de mala gana, la última bandeja. Lo eché en la cubitera con un aire que quería ser indiferente y dije:

    —Aún no me has dicho cómo ves en sus ojos que tiene treinta y cinco.

    Grace se encogió de hombros:

    —Siempre eres tan literal... Míralos la próxima vez. Son ojos fríos y graves. — Calló un minuto, y al fin dijo poniéndome una mano en el hombro.— No es mi género, Bark, ángel mío, pero me parece encantadora. Haré lo que pueda, por Jerry y por ti.

    Grace siempre me irrita cuando habla de ese modo. Es tan artificial, y tan natural a la vez. Como todo lo que dice y hace. La miré duramente, y dije:

    —Oye, Grace... —Me detuve.
    —Ya sé —dijo ella ligeramente—, no lo hagas más difícil. Me gusta tan poco como a ti, pero —y mirándome directamente a los ojos me hizo una leve guiñada— los dos le debemos mucho a Jerry, y deseo complacerlo. Por otra parte ya se ha decidido.

    Grace dejó la cocina con una bandeja de vasos y yo la seguí con la cubitera.

    El resto de la noche pasó de algún modo. Traté de saber si Selena tenía tantos años como suponía Grace, y no pude. La conversación fue entrecortada e irreal. Grace hizo lo posible por animarla, aunque por algún motivo todos los temas parecían inadecuados. Mencionó la última pieza de Noel Coward, pero Selena aparentemente nada sabía de ella, ni tampoco del autor. Yo probé con el fútbol y los libros. Selena no demostró ningún interés. Jerry, como otras veces, ocultaba sus sentimientos, pero yo lo conocía bastante y lo vi desesperadamente incómodo. Secundó con entusiasmo todos los esfuerzos de Grace en el arte de la charla, y los tres bebimos bastante y de un modo descuidado. En cuanto a Selena, me pregunté cómo le afectaría el licor. Probó el whisky casi con curiosidad al principio, sin expresar placer o disgusto. Más tarde, cuando nosotros iniciábamos una tercera ronda, terminó la mitad del primer vaso. Un momento después lo dejaba en la mesa y lo miraba con una breve expresión que me pareció en ese entonces de sorpresa o asombro, y no volvió a tocarlo en el resto de la noche.

    Grace estuvo realmente magnífica. Llevó la conversación a la cuestión de las modas de invierno con la finura con que un fotógrafo de niños arregla un grupo difícil. Le preguntó a Selena qué opinaba de los nuevos sombreros.

    Selena pensó un momento.

    —No creo haberlos visto —dijo al fin.
    —Pero, querida mía —dijo Grace inmediatamente—, no puede perderlos. Están hechos para usted. Podríamos visitar a mi modisto. Me hace todos los sombreros. Me los diseña especialmente.

    Jerry intervino con rapidez.

    —Sí, creo que Grace tiene razón. Te quedarán muy bien.

    Selena lo miró y hubo algo en sus ojos, si no entusiasmo por lo menos interés. Luego se volvió hacia Grace.

    —Es usted muy amable, señora Mallard. Me gustaría que me ayudara, si puede. Temo no haber prestado bastante atención a la ropa.

    Ante una declaración semejante no había nada que decir. Jerry se sonrojó un poco, y yo miré a través de la habitación tratando de que mi rostro permaneciera impasible. Grace aparentemente no se sintió afectada, pero lo que dijo en seguida estaba destinado, me parece, a sondear a Selena.

    —Claro que no —dijo con simpatía—, no tiene por qué. Pero cuando se tiene mi edad, querida...

    Selena la estudió un momento. Esperé casi que le preguntara a Grace qué edad tenía, y empecé, metafóricamente, a buscar mi sombrero. Pero sonrió y dijo:

    —Debe usted excusarme. Temo no estar acostumbrada a... —y calló bruscamente.

    Era la primera vez que yo le oía una frase incompleta, y el efecto fue de algún modo agradable. Me sentí menos cohibido ante ella.

    Grace sonrió, y empezó a hablar de minucias, y la noche siguió su curso. Antes de irnos, las mujeres se citaron para el día siguiente, y advertí que Selena se prestaba a todo y no se detendría hasta terminar. Jerry, noté, observó complacido que el oculto propósito de la reunión avanzaba satisfactoriamente, y echó una mirada agradecida a Grace. Pero una vez arreglada la cita, mostró apuro por irse, y salimos antes de las diez.

    Los tres nos detuvimos en la acera.

    —Acompañaré a Selena —me dijo Jerry—. Tú no te molestes, y muchas gracias, Bark. Grace es una de mis favoritas, y quería que Selena la conociese.
    —No es nada —dije torpemente, y luego—: Dejaré encendida la luz del vestíbulo, y la puerta sin llave.

    Me volví a Selena. Estaba de pie, en la acera, bajo la eléctrica luz crepuscular del Nueva York nocturno, derecha, alta y hermosa. Sentí un dolor en el pecho al mirarla, y la odié, y la temí.

    —Buenas noches, señora LeNormand —dije.

    Pensé en decir también que la vería pronto, o algo parecido, destruyendo así el peso del momento, pero callé. Selena me miró, y sentí que mis pensamientos y sentimientos aparecían en titulares en mi cara.

    Me dio la mano. Era fresca y fuerte.

    —Buenas noches, señor Jones. Nos veremos pronto. Su madre es muy amable. Estoy segura de que me ayudará mucho.

    Un taxi se acercó, y ella y Jerry subieron. La luz roja se perdió en la calle desierta. De pie en el borde de la acera pensé en aquella frase última. Había señalado directamente el motivo de la reunión con una franqueza desconcertante.


    —Ya ve usted —le dije al doctor Lister—, eran cosas pequeñas. Quizá no tienen importancia.

    El doctor llenó otra vez los vasos. La botella estaba casi vacía, pero ninguno de los dos sentía los efectos del vino. Beber era entonces sólo una formalidad, una costumbre de caballeros. Quizá la conversación era así menos extraña, y más fácil. Alcé el vaso y bebí lentamente.

    —Tu historia —respondió el doctor, pensativo— incluye muchas cosas que siempre quise saber. No podemos asegurar que sean o no importantes.
    —Hemos hablado tantas veces de lo que parecía extraordinario... la muerte de LeNormand, el matrimonio de Jerry, Selena. La respuesta debe de estar, si podemos encontrarla, en los incidentes pequeños, en los armónicos.
    —Sí —dijo el doctor—. Tienes razón. Adelante, si no estás cansado.

    Yo no estaba cansado. Había dejado atrás todo cansancio. Pero tenía miedo. Ya empezaba a formase en mi mente una vaga idea de la historia que yo iba a contar, y lo que podía distinguir sobrepasaba los límites de la razón.


    La transformación de Selena en las dos semanas siguientes fue asombrosa. Era indiscutible que había decidido olvidar el pasado, y que no intentaba llevar luto, literal o figuradamente. Su disposición a acompañar a Jerry a cualquier parte, tan poco después de la muerte de LeNormand, me sorprendía, pero más me embarazaba la aquiescencia de Jerry que la actitud de Selena. Grace, por su parte, no hacía comentarios, al menos conmigo, pero rehízo a Selena, y fue asombroso ver cómo aquella belleza salía gradualmente a la luz. Hasta entonces yo siempre había reaccionado violentamente ante sus ropas, pero ahora nunca advertía qué se había puesto. Uno la miraba, y eso era todo.

    Las innovaciones de Grace tuvieron un efecto curioso. Llevó a Selena a su peluquero, y le hicieron un peinado que era una obra maestra. Un poco de color en la boca y una manicura la cambiaron también sutilmente. Hubo otras cosas. Ya he mencionado su modo de caminar, largo y desembarazado. Gradualmente, sus pasos fueron reduciéndose, sin perder su gracia, hasta no ser muy distinto del de otras mujeres. Al principio Selena nunca hacía un ademán mientras hablaba. Luego, imperceptiblemente, empezó a acompañar algunas frases con un leve movimiento de la mano o un giro de la cabeza. Observándola, una noche, comprendí que sus nuevos ademanes y gestos me eran de algún modo familiares, y de pronto se me ocurrió que eran los de Grace, perfectamente imitados, y empleados en las mismas ocasiones. Hasta el modo de caminar...

    Mi idea de que Selena parecía una estatua animada fue borrándose así poco a poco. Dejé de imaginarla como una perturbadora Galatea, y aunque no había perdido aún mi profundo desagrado, me descubrí hablándole más y más a menudo, como lo hubiese hecho con cualquier otra mujer, y empezó a ser, en verdad, ya no una mujer, sino la muchacha con quien Jerry iba a casarse.

    Por esa época Jerry y yo no tocábamos ya el tema. Jerry nunca me hizo ningún anuncio formal, aunque una vez discutimos qué fecha sería más conveniente. Cuando, como ocurría a menudo, salía con ellos de noche, yo caía en el fácil hábito de hacer alguna burlona referencia, más o menos velada, al futuro matrimonio. De este modo, yo sentía, en mi interior, que adoptaba una actitud galantemente deportiva acerca del asunto. Jerry aceptaba mis frases tal como eran, pero Selena me miró una vez gravemente y me dijo:

    —Eres muy generoso, Bark.

    Me avergoncé honradamente de mí mismo.

    Una noche, en los primeros días de diciembre, fuimos los tres al teatro. Era uno de esos raros días templados, a las puertas del invierno neoyorquino, cuando el tiempo parece más de mayo que de diciembre, y los abrigos son casi insoportables. Tomamos dos o tres cócteles en casa... es decir, Jerry y yo tomamos los cócteles y Selena comió unos canapés. Después de aquel primer whisky en casa de Grace nunca vi a Selena beber alcohol.

    Bajamos a la calle y decidimos caminar unas manzanas antes de buscar un taxi. La noche era suave, y nos paseamos ante las casas de piedra y ladrillo. Yo me sentía realmente feliz. De pronto, una muchacha bajó unos escalones, cruzó la calle, y caminó ante nosotros. Lo que siguió fue trivial, pero me perturbó de algún modo profundamente, y, como otros episodios, reveló esa cualidad de Selena que destruía mis ocasionales esfuerzos por acércame a ella.

    La muchacha tenía unos dieciséis años, supongo, y llevaba un vestido de noche, zapatos de tacón alto, y una capa que era obviamente nueva. Jerry y yo la miramos, ociosos, y la misma observación debe de habérsenos ocurrido casi al mismo tiempo. Sencillamente, nuestra predecesora estrenaba su primer vestido largo de fiesta, y sus primeros zapatos de mujer. Se alejó con una cuidada dignidad, sin mirar a los lados. Todo, el modo de llevar la cabeza, la formalidad de su paso, el cuidado con que apoyaba los zapatos plateados proclamaban que no se sentía aún totalmente madura, pero sí una dama, o, más probablemente, una reina del cine. Al llegar a un lugar más sombrío, la muchacha interrumpió su paseo. Se acercó a la calle y empezó a caminar por el borde de la acera, manteniendo el equilibrio con los brazos, y corriendo casi, con pasos breves y desiguales. Luego cruzó la acera, rápidamente, y subió de prisa los escalones que llevaban a otra casa. Podíamos oír la radio en el interior, que tocaba música de baile.

    La mueca divertida de Jerry se encontró con la mía y nos reímos. Estábamos encantados. No había necesidad de comentario alguno.

    —¡Maravilloso! — fue todo lo que dijo Jerry.

    Selena nos miró a uno y a otro un momento. Nos reíamos aún, entre dientes.

    —¿Por qué se ríen? — nos preguntó.

    La miré, pero parecía muy seria.

    —Esa muchacha —expliqué.
    —Oh —dijo Selena—, pero ¿qué tenía de gracioso? ¿La conocen acaso?
    —No. No. Pero se había puesto su primer vestido de fiesta, parecía ya una mujer, y empezó a hacer equilibrios en el borde de la acera.
    —Pero ¿cómo saben que era su primer vestido de fiesta? — me preguntó Selena.
    —Cielo santo —dijo Jerry—, tú también fuiste niña, ¿no?

    Fue la noche que recibí la carta de Parsons. Dejamos a Selena en el hotel, y Jerry y yo volvimos juntos. El ascensorista de la noche me alcanzó la carta, y tan pronto como vi el matasellos de Collegeville, me la metí en el bolsillo. No sabía quién me había escrito, pero presentí algo desagradable y a la vez —el franqueo era especial— de cierta importancia.

    La dejé en el escritorio y esperé a ponerme el pijama. Jerry le echó una ojeada o dos, pero no hizo comentarios. Al fin, ya listo para acostarme, no me quedaba sino abrirla y leerla. La dirección escrita a máquina no me sugería nada. Rompí el sobre:

    Mi estimado señor Jones:
    Le sorprenderá sin duda que me comunique con usted de este modo, pero no es un asunto estrictamente oficial y prefiero escribirle. Quiero pedirle un favor. ¿Podría venir usted a Collegeville algún día de esta semana? Estoy trabajando aún en el caso, como sabrá usted, y deseo ansiosamente su ayuda, si puede dármela.
    Confío en que responda afirmativamente a mi solicitud, y como desearía que esto fuese confidencial, espero que venga solo. Si no avisa usted lo espero el nueve, en el tren de las once. Le ruego me busque en los cuarteles de la policía.

    Sinceramente suyo,
    Alan L. Parsons
    Jefe de detectives del condado.


    Jerry había estado observándome mientras yo leía. Cuando terminé, me dijo:

    —¿Ha muerto alguien dejándote un millón de dólares?
    —No —dije, en un tono que quiso ser impersonal—. Sólo un asunto que debo atender esta semana.

    Pero estuve despierto largo rato, preguntándome qué querría Parsons. Me dolía mentir, ocultarle algo a Jerry, pero la conclusión de que Parsons había descubierto algo, una huella, y quería hablarme, me parecía todavía peor. Y si deseaba que yo fuera solo, eso significaba que el descubrimiento tenía relación con Jerry. O conmigo. Quizá se había enterado de que Jerry pasaba a máquina las cartas de LeNor—mand y quería hablarme de eso. Pero no me parecía enteramente lógico. Examiné una y otra vez todas las posibilidades. Hasta pensé en despertar a Jerry y hablarle de la carta, pero se me ocurrió que no tenía derecho.

    —Oye, Bark —llegó la voz de Jerry desde el otro extremo del cuarto—, ¿duermes?
    —No. ¿Qué pasa?
    —Acabo de pensar que debo decírtelo. Selena y yo nos casaremos el mes que viene. El doce, hemos pensado.
    —Caramba, magnífico. Eres un hombre con suerte.

    Confié que mi voz pareciese convincente.

    —Le pediré a papá que sea el padrino, claro, y será una ceremonia pequeña.
    —Claro —dije.
    —Tú irás, por supuesto.
    —Por supuesto.


    8
    Preguntas, no respuestas


    El tren de las once es un buen tren. Hace el viaje a Collegeville en menos de dos horas. Me instalé en el coche de ñamar, y miré pasar los kilómetros por la ventanilla, e intenté reconstruir el episodio de la noche anterior.

    Después de recibir la carta de Parsons le pregunté a mis jefes si podía faltar el día nueve. Me dieron permiso sin más preguntas. Luego se me ocurrió que si no tenía que trabajar el nueve, la noche del ocho sería muy indicada para una fiesta. Así que les pregunté a Jerry, Selena y Grace si aceptaban una invitación a cenar. Yo le debía algo a Grace, indirectamente, y quería ser el primero en celebrar que Jerry y Selena hubieran fijado la fecha de la boda. La idea les gustó a los tres, y nos citamos en casa a las siete.

    Mientras nos vestíamos, Jerry y yo tomamos uno o dos cócteles, sólo para probarlos. Al rato llegó Grace, con un vestido rojo apagado de cintas ondulantes, y sandalias doradas. Se había cambiado el peinado y estaba muy atractiva. Comprendí en seguida que había decidido no parecer la madre de nadie. Debía de haber pensado, también, en la competencia con Selena; si así era en verdad, había acertado. Eran ahora tan diferentes que a nadie se le ocurriría compararlas.

    Me deleitó verla y me sentí realmente muy poco filial. Advertí al besarla que el perfume era nuevo.

    —Bueno, querida —dije—, ¡estás como para desencadenar un complejo de Edipo!

    Grace se rió.

    —Fred piensa que ha sido una maldad no haberlo invitado.
    —Es su noche de club, ¿no es cierto?
    —Sí, pero hoy no deseaba ir.
    —Apuesto a que eso ocurrió cuando te vio arreglada.

    Grace se inclinó y tomó un vaso de cóctel enviándome por encima del hombro una sonrisa impúdica.

    —¡Qué imaginación tienes!

    Repliqué que no se necesitaba mucha imaginación, y bebimos rápidamente nuestros cócteles. Era la semana de Jerry en la cocina, y estaba allí preparando unos hors d'oeuvres. Con los vasos que había tomado, Grace tan atractiva, y la idea de que mi invitación era algo realmente simpático empecé a sentirme muy bien.

    —A propósito —le pregunté—, ¿qué nuevo perfume es ése? Me gusta.
    —Estás galante esta noche, querido. Se llama Adieu Sagesse.
    —Deberías regalarle un frasco a Selena.

    Grace me sacó la punta de la lengua y dijo:

    —Miau.

    Nos reímos.

    Jerry entró con un plato de bocadillos para acompañar los cócteles y le dijo a Grace que estaba muy guapa. Llenamos otra vez los vasos, y entonces Jerry le dijo a Grace que él y Selena se casarían el doce de enero.

    Grace sacudió la cabeza, admirada.

    —No había niño más tímido que tú, Jeremiah, recuerdo. Y mírate ahora, arrojándote de cabeza al matrimonio. ¿Te vas a casar como todos o vas a raptarla llevándotela en brazos y a la carrera en un caballo blanco?

    Jerry enrojeció.

    —Oh, Grace, no es tan grave, me parece.
    —No —dijo Grace—, claro que no. Estoy muy contenta, naturalmente. Selena es la mujer más hermosa que he conocido, y eres un ser afortunado. Y ella también.

    Jerry enrojeció de nuevo.

    —Por favor, ahórrame estos colores.
    —Te quedan muy bien.

    Jerry se rió y dijo:

    —Oh Grace, eres incorregible.
    —No del todo, corderito. Pero demasiado vieja para cambiar. — Grace calló, dejó de sonreír, y dijo:—Soy bastante tonta como para meterme en camisa de once varas, Jerry. ¿Se lo has dicho a tu padre?

    Jerry asintió.

    —Sí, lo llamé anoche.
    —¿Y qué dijo?

    Jerry pareció un poco incómodo.

    —Dijo que hablaría con nosotros cuando fuésemos a verlo este fin de semana.

    Grace se rió.

    —La famosa reticencia de los Lister alcanza al teléfono, parece. Bueno, en cuanto a eso no te preocupes. Déjalo en manos de Selena.

    En ese momento se oyó el timbre de la calle, y Selena entró. Grace sonrió agradablemente, y supuse que se felicitaba a sí misma por el vestido de Selena. Y tenía derecho; era una obra maestra de color verde plateado y líneas tan simples y severas que parecía casi ostentoso. A Jerry le asomó el corazón a la cara, y no pude reprochárselo.

    Cuando terminaron los saludos propuse un brindis por la boda, y los tres bebimos. Selena, como de costumbre, no bebió y nos miró sonriendo débilmente mientras chocábamos los vasos. Pero todo era muy alegre... más alegre que todos los otros encuentros con Selena, de antes y después.

    Selena llevaba un anillo, una brillante esmeralda tallada en forma de corazón, como las que suelen verse en el centro de los escaparates de Tiffany. Grace y yo la admiramos con grandes exclamaciones.

    —Cielos, querida —dijo Grace—, si alguno de mis hombres me hubiese ofrecido un anillo como ése, yo habría insistido en que nos casáramos inmediatamente. Podría escapárseme.

    Selena pareció complacida.

    —Jerry es a veces extravagante —dijo.
    —Sí —le respondió Jerry—, ¡y cómo me gusta!

    Pero yo miraba la esmeralda sin saber qué decir o pensar. La piedra era como una campanada final que, para mí, quitaba un poco de alegría a la noche.

    Tomamos otro cóctel y salimos a recorrer la ciudad. Caminamos por la avenida en busca de un taxi y Selena y yo nos adelantamos unos pasos. A los pocos metros Selena se volvió hacia mí y me dijo sin más preámbulos:

    —Estás triste por Jerry y por mí.
    —No, no lo estoy.
    —Por favor, Bark, dime la verdad.
    —Bueno... Me parece que os apresuráis un poco.
    —¿Quieres decir que no deberíamos casarnos tan pronto?
    —Exactamente.
    —Jerry dice que mucha gente pensará eso. Pero ¿por qué?

    Me volví hacia ella en la oscuridad de la calle. Quizá se burlaba de mí. Pero parecía muy seria.

    —Bueno —dije—, se acostumbra a esperar un poco más.
    —Sí, ya sé. Pero ¿por qué? — insistió.

    La remití al acto primero de Hamlet, pero no entendió a qué me refería, o pretendió no entenderme. Algo exasperado le expliqué que desde el punto de vista popular para olvidar a un primer marido y tomar un segundo se necesita más de un mes o dos.

    —Oh —dijo Selena—. Ya veo. A veces es difícil entender qué ocultan vuestras ideas.

    Era una observación extraordinaria, y pensé qué querría decir. Antes que pudiera preguntárselo continuó:

    —Pero creo que está bien que Jerry y yo nos casemos tan pronto. Pues yo nunca quise a LeNormand.

    Esto me sacó de quicio. Lo que ella y Jerry hicieran, le dije, no me concernía.

    —Sí —dijo Selena—, pero quiero que entiendas. Eres el mejor amigo de Jerry.
    —Y como tal —repliqué— sólo deseo verlo feliz.

    Afortunadamente, un taxi se acercó a la acera, interrumpiendo esta insensata conversación. Yo estaba enojado. Selena me había arrastrado a una situación complicada, hablándome sin rodeos. Me dolía haberme visto obligado a defenderme, y concluí al fin que cuanto más evitara sus preguntas más fácilmente transcurriría la noche.

    Lo increíble ocurrió luego de una buena cena que nos ocupó hasta pasadas las once. Nosotros tres, por lo menos, habíamos bebido bastante como para desear que la fiesta no terminara allí. Era muy tarde para el teatro, y decidimos ir a bailar. Después de una larga discusión entre Grace y yo, tomamos un taxi hasta Barney: un lugar pequeño, en el este, en la calle cincuenta. La música allí no es nunca demasiado estridente, y Barney ha entendido de algún modo que la gente no se divierte sólo con chistes verdes y chicas desnudas. No es que ponga objeciones a esta u otras formas de entretenimiento. Pero algún instinto me guiaba a celebrar aquel particular suceso del modo más delicado posible. Y yo confiaba que en Barney habría toda la delicadeza que pudiera armonizar con la diversión.

    La música era realmente buena. Yo no había bailado con Selena hasta entonces, y en el momento de empezar comprendí que iba a ser una verdadera experiencia. Yo había creído que no podríamos entendernos. Había tanta tirantez entre nosotros, y el antagonismo de caracteres era innegable. Además, Selena era muy alta. Sin embargo, bailaba como ninguna otra mujer. Me olvidé totalmente de mí mismo, y ya no pude ver en ella un ser humano. En cambio, me pareció que mi brazo envolvía las formas móviles de la música. El ritmo bajo e insistente vivía en las fibras todas de aquellos músculos, y su cuerpo carecía totalmente de peso. Nos movimos por el salón como parte de la melodía. Recuerdo que en aquella ocasión, y por primera vez, sentí que el baile era un arte. La gente sentada a orillas de la pista nos seguía con los ojos. Yo no soy un bailarín excepcional, apenas común, y sin embargo, cuando la música cesó, se oyeron unos aplausos y advertí que nos habían dejado casi solos en la pista.

    Recordé también, sorprendido, que no habíamos cambiado una sola palabra durante el baile. Llevé a Selena a la mesa. Jerry y Grace conversaban.

    —Compañero —le dije—, esta chica tuya sabe bailar.

    Jerry me miró complacido.

    —Es una experiencia, ¿no es cierto?
    —Es una música fácil —dijo Selena sonriendo.

    Me senté a la mesa, bebí mi whisky. El modo de bailar de Selena no me pareció entonces parte de su carácter. Recordé sus ropas deformes, y la dureza y frialdad de casi todas sus palabras. El contraste con la fluidez rítmica de— su cuerpo en el baile era asombroso. Se lo dije a Grace poco después, mientras Jerry y Selena bajaban a la pista. Grace los miró con ojos entrecerrados, sonriendo.

    —Uno nunca sabe —dijo al fin.

    Grace y yo bebimos otro par de vasos y llegó la medianoche. Las luces de la sala se apagaron, casi todas, y Barney mismo apareció en la pista. La luz de un reflector caía desde atrás sobre su calva cabeza, y el viejo parecía un querube del Antiguo Testamento.

    —Damas, caballeros, y visitantes de las afueras —comenzó, y dijo que tenía una atracción especial para nosotros, esa noche. Se trataba de un egipcio «prestidigitador y mago», que, por lo menos en sus negocios, se hacía llamar Galli—Galli. Siguieron los inevitables chistes sobre el nombre del artista, y Barney anunció que después de algunos números Galli—Galli iría de mesa en mesa y haría unos juegos de manos. Se congratularía si dábamos con el secreto.

    Barney se retiró. Hubo en la orquesta un retumbar de tambores, y las luces inundaron la pista. En medio del ruido y la luz, surgió un hombrecito con cara de brujo. Llevaba un turbante y una bata a rayas, blancas y verdes, con mangas largas y flotantes.

    Su primer movimiento consistió en saludar ceremoniosamente en todas direcciones y mirarnos con ojos negros, grandes y melancólicos.

    —¡Galli—Galli! — exclamó luego con voz aguda y complacida, y empezó a arrojar al aire unas pelotas de colores. El número de estas pelotas, sacadas probablemente de las mangas, era asombroso, y la habilidad del juglar, admirable. Los arcos de las pelotas tejieron formas y figuras, y al fin desaparecieron tan sorprendentemente como habían aparecido. El egipcio ganó una salva de aplausos y nos sonrió con satisfacción. Su propia habilidad, en los actos que siguieron, parecía deleitarlo.
    —¡Galli—Galli! — decía constantemente, con una especie de entusiasmo infantil.

    Selena lo miraba sin expresión. Una vez o dos, ante un número particularmente hábil o engañoso, sonrió ligeramente, pero eso fue todo. Después de los primeros trucos, pareció aburrida, y dejó de prestar atención. Grace, por su parte, estaba fascinada. Abría la boca en un ¡oh! de sorpresa la mayor parte del tiempo. Cuando se encendieron las luces, Jerry y yo aplaudimos ruidosamente y gritamos que se repitiera. El hombrecito hizo varias reverencias y al fin vino directamente hacia nosotros.

    De cerca parecía aún más viejo que bajo la luz de los reflectores, y era indudablemente egipcio. Simpaticé con él en seguida.

    —Galli—Galli hace juegos de naipes —dijo sacando un mazo—. ¿Quieren?

    Le dijimos que sí y nos pidió que inspeccionáramos los naipes, envueltos y sellados. Rompimos el papel y los examinamos por las dos caras. Era un mazo convencional de cincuenta y dos naipes. Todo parecía en orden, y le dijimos que empezase.

    Galli—Galli hizo aparecer y desaparecer las cartas, de distintos modos, pero yo ya había visto la mayor parte de los trucos. Quizá el hombre conocía otros aún mejores, pero no tuvimos oportunidad de verlos. Selena hizo algo inexplicable. Ocurrió en medio de una prueba. El viejo me había pasado el mazo, pidiéndome que barajara. Así lo hice, un buen rato. Luego me dijo que eligiera mentalmente una carta, pero que no la sacara del mazo. Elegí el cuatro de picas. Siguiendo aún sus instrucciones, le pedí a Grace que cortara el mazo y le pasara las cartas a Jerry. Jerry las extendió en abanico sobre el mantel, boca abajo.

    —Bien —me dijo Galli—Galli, con ojos muy negros y sonrientes—, ¿sabe dónde está su carta?

    Yo no tenía la menor idea.

    —No.
    —¿Lo sabe usted? — le preguntó a Grace.
    —Mi querido... —ella empezó a decir.
    —¿Y usted?

    Selena se sobresaltó, aparentemente.

    —Por supuesto —dijo, extendió una mano blanca, y dio vuelta el cuatro de picas.

    Durante un instante, una mirada de incrédula sorpresa inmovilizó el rostro de Galli—Galli. Yo abrí la boca. Al fin el pequeño egipcio reaccionó.

    —¿Es ésa? — me preguntó.
    —Exactamente —le dije.

    El hombre se inclinó con lentitud, más ante Selena me pareció, recogió las cartas, volvió a saludarnos, y nos dejó. Los tres lo miramos, y al fin nos volvimos simultáneamente hacia Selena.

    Selena parecía incómoda.

    —Querida —dijo Jerry—, ¿te importaría decirnos cómo se hace?
    —Cielos, querida —dijo Grace—, tenemos que formar en seguida una pareja de bridge.

    Selena sacudió la cabeza.

    —Escucha —dije—, no puedes hacer eso y dejarnos a oscuras. ¿Cómo es?

    Pero no nos lo dijo. Al principio se negó a hablar de la prueba, y luego insistió en que había sido cuestión de suerte.

    No lo creí, y al otro día, sentado en el tren que me llevaba a Collegeville, el incidente me pareció fantástico. Selena no había tocado el mazo, y yo no le había dicho a nadie qué carta había elegido. Reconstruí la escena, una y otra vez, y la respuesta me eludió. Las probabilidades de acertar eran una contra cincuenta y dos, y Selena no había titubeado. Pero me había impresionado, sobre todo, su actitud serena, casi desinteresada. Como si se hubiese tratado de una diversión infantil.

    Pueblos y paisajes familiares pasaron por la ventanilla. Vi que sólo faltaban unos kilómetros para Collegeville, y mis pensamientos volvieron a Parsons y lo que querría decirme. Quizá había progresos en el caso LeNormand, aunque los periódicos nada sugerían. De todos modos, no era enteramente oficial, o su mensaje hubiera tenido otro tono. En general, decidí, podía creerse que no había nada definido.

    Durante una semana apenas había pensado en el asesinato de LeNormand. Me había preocupado sobre todo el matrimonio de Jerry, la idea de que era un error, y algo indeseable. El crimen me parecía in—soluble, y mis recuerdos eran tan terribles que había tratado de no pensar en ellos. Y sin embargo, eran parte viva de todos mis días, y de casi todos mis actos. La noche anterior había estado en un club nocturno con la viuda de LeNormand, casi sin advertir que no había pasado un mes desde la muerte de su marido.

    Jerry, reflexioné, no había olvidado como yo. Muchas veces, de vuelta a casa, lo encontraba sentado al escritorio, rodeado de arrugadas hojas de papel donde había unos signos semejantes, me parecía, a los que habíamos visto en la mesa de LeNormand. En una ocasión descubrí en el cesto de papeles un plano del observatorio, que parecía dibujado de memoria. Hasta había examinado, no sé con qué propósito, la guía de teléfonos de la universidad, pues encontré un ejemplar en la mesa, una mañana. Me pregunté por qué insistiría tanto en llegar al fondo del asunto. El hecho de que el crimen se relacionara con Selena podía ser importante para él. Pero rechacé esa idea. Lo normal hubiera sido que no pensara en el pasado, que tratara de alejarse de él, mentalmente, todo lo posible.

    La vista del edificio Armitage que venía hacia nosotros por encima de los árboles, delante del tren, agravó mi inquietud. Cualquier cosa que pudiera pasar en las próximas horas, me parecía peligrosa. Cuando el tren entró en la estación y yo empecé a descender sentí una sequedad en la boca y una debilidad en las rodillas. Síntomas de una nerviosidad que era prima hermana del miedo.


    9
    Interrogación


    Tomé un taxi a la alcaldía y subí los escalones con el corazón martillándome el pecho. Parsons estaba en la oficina de la policía donde había hablado una vez con nosotros, sentado a la misma mesa larga. Frente a él había un libraco negro y una pila de papeles. Masticaba la punta de un cigarro y escribía en unas hojas con movimientos rápidos y precisos. Me acerqué, alzó un segundo la vista y saludándome con un ademán dijo sin sacarse el cigarro de la boca:

    —Siéntese. En seguida estoy con usted.

    Estaba realmente ocupado. Pensé un momento que me hacía esperar para que yo me serenase, pero al observar sus dedos anchos y toscos, que revolvían los papeles, la rapidez con que su mirada pasaba de ellos a las notas, comprendí que estaba concentrado de veras, hasta excitado quizá. Tenía algo entre manos, o creía tenerlo. Llené una pipa, la encendí, tratando de que no me temblaran los dedos, y me recliné en la silla.

    Al fin Parsons se enderezó, sacó un par de cigarros del bolsillo, me ofreció uno por encima de la mesa, y al ver mi pipa retiró la mano. Encendió su cigarro, echó dos o tres anillos de humo, se recostó en el sillón, puso los pies sobre la mesa, y me miró.

    —Ante todo, señor Jones —dijo—, no hay por qué preocuparse. Es sólo una charla entre usted y yo. Nada oficial.—No estoy preocupado —le dije.
    —Bien. — Calló un momento.— Imagino que usted y el señor Lister habrán hablado mucho del asunto en las últimas semanas.
    —Bueno —dije—, sí, algo hemos hablado, como es natural.
    —Dígame, ¿se les ocurrió algo nuevo?

    La pregunta me sorprendió un poco, y pensé qué pretendía Parsons en realidad.

    —No —le dije—. No a mí por lo menos.
    —No a usted —dijo Parsons—. ¿Y al señor Lister?
    —No creo. — Parsons calló y entonces añadí:— No hablamos mucho.
    —Lo entiendo muy bien —dijo el policía, y me miró, pensativo—. Señor Jones —dijo al fin—, seré franco con usted. Pero esto quedará entre nosotros.
    —No repetiré una palabra.
    —Muy bien —dijo, y en seguida añadió con énfasis—: Ni siquiera al señor Lister... ni a la señora Le—Normand.

    Asentí con un movimiento de cabeza.

    —Pues bien, en este caso, señor Jones, no he llegado a ninguna parte. No sé más que hace cuatro semanas, excepto que todas las declaraciones parecen ser verídicas. No he descubierto ningún hecho, ninguna huella que pueda llamarse un indicio. No he encontrado a nadie que haya visto a algún desconocido aquella noche. — Hizo una pausa y sonrió.— Y cuando la policía empieza a buscar desconocidos misteriosos puede sospecharse que las cosas no marchan muy bien.

    La actitud de Parsons me desarmó. Yo estaba ya de su lado.

    —Bien —continuó—, cuando me atasco de este modo en lo que llamaré el aspecto físico del caso, trato de adoptar otro punto de vista. Es decir, atender a los caracteres de la gente implicada. Psicología, diría usted, y motivos.Parsons me miró directamente, pero aunque le hubiera transmitido con gusto cualquier pensamiento, yo no tenía ninguno. Mi mente era un espacio en blanco, y supongo que mi cara no le fue de gran ayuda.
    —El motivo —siguió Parsons— es casi siempre fácil de descubrir. El dinero ante todo, y luego, muy atrás, las mujeres. Hay algunos otros, como el odio y la venganza, pero en estos casos debe sospecharse la presencia de algún maníaco.

    Pensé un momento.

    —Bueno —dije—, ninguno parece convenir al caso.

    Parsons asintió con un movimiento de cabeza.

    —El dinero, ciertamente no. LeNormand no tenía nada, salvo su salario y un seguro de vida de cinco mil dólares. Y no había aparentemente celos profesionales. De modo que el motivo, creo, debe de implicar a alguna mujer.

    Empecé a ver adonde iba, y sentí que se me humedecían las palmas de las manos.

    —Y la única mujer —continuó Parsons inexorablemente— es la señora LeNormand. — Esperó un rato, y al fin me preguntó:— ¿Qué piensa usted de la señora?

    Tardé un momento en preparar una respuesta.

    —Es difícil decirlo. No se parece a nadie. Es inteligente, callada, y segura de sí misma...

    Titubeé y callé.

    Parsons chupó largamente su cigarro.

    —Señor Jones, modo raro de hablar ha sido el suyo al referirse a una mujer hermosa. «Inteligente, callada, y segura de sí misma.» Yo diría que la señora LeNormand no le gusta mucho. ¿No es así?
    —Sí —admití.

    Parsons sacó los pies de la mesa y se inclinó hacia adelante, muy serio.

    —Lo que quiero preguntarle ahora podría interpretarse mal. Sepa que confío en usted. Es decir, que usted me gusta y algo entiendo su situación. Y ustedme impresiona... bueno... como un hombre cabal. Así que no piense lo que no debe.
    —Muy bien —dije—, adelante y pregunte.
    —La señora LeNormand no le gusta a usted, y lo admite. ¿No estará usted celoso?

    Me puse rojo, y en seguida me reí.

    —No es así exactamente —dije—. Creo que podría explicarse de este modo: Jerry y yo crecimos juntos. Formamos durante casi diez años una verdadera corporación. Ahora la corporación...

    Comprendí que me excedía y callé.

    Parsons no me prestó atención.

    —Y ahora parece que la corporación se disuelve, y por culpa de alguien que no le gusta. ¿Es así?
    —Aproximadamente.
    —Bueno —dijo Parsons—, ha sido usted sincero. Pero no crea que hubiese podido engañarme. — Golpeó con las puntas de los dedos la pila de papeles.— Tengo aquí todo lo que ustedes han hecho en las últimas semanas. — Me miró fijamente.— Soy un policía. Es mi deber averiguar estas cosas. No se enoje.
    —No estoy enojado —dije, pero no toleraba la idea de haber sido espiado.
    —Perfectamente —dijo Parsons, y advertí que no me creía—. Bueno, no tiene celos de la señora LeNormand, pero no le gusta. El señor Lister, por su parte, está enamorado de ella.

    Lo miré. El hombre tenía la calma, la despreocupación, la seguridad de Dios Todopoderoso. Empecé a enojarme realmente.

    —Pero qué diablos le importa a usted... —empecé a decir.
    —No sea tonto, señor Jones. Sabe usted muy bien que debe importarme. Me pagan para que descubra quién mató al profesor LeNormand, y, por Dios, voy a averiguarlo aunque deba herir sus más delicados sentimientos.

    Parsons tenía razón. Traté de serenarme.—Lo siento —dije—. Sí, Jerry está enamorado de ella. Si conoce usted todos nuestros pasos no puede ignorarlo, supongo.

    Algo de lo que dije debió de divertirlo, pues Parsons sonrió un instante con una mueca y continuó:

    —Lo que me importa es saber por qué no le gusta a usted la señora LeNormand. Esto me interesa mucho más, francamente, que las razones del amor del señor Lister. Si usted pudiera decirme por qué ella no le gusta...
    —Bueno —empecé a decir—, no sé si podré. — Yo hubiese podido por supuesto contestar instantáneamente: «Selena no me gusta porque le tengo miedo»; pero eso no hubiera tenido sentido para Parsons. No tenía sentido ni siquiera para mí. Así que dije:— Pienso, y no podría decirlo mejor, que no confío en ella.

    Mi respuesta pareció excitarlo. Me estudió con atención un momento y dijo serenamente:

    —No confía en ella. ¿Puede decirme por qué, o en qué ocasiones no confió en ella, o qué le inspiró esa desconfianza?

    Yo mismo me lo había preguntado mucho tiempo. Si podía explicárselo satisfactoriamente a Parsons, la vida me sería mucho más fácil. Yo no sabía qué odiaba —o temía— en Selena, y eso me perturbaba. Quizá las preguntas de Parsons aclararan algo mi confusión.

    —Es difícil responder —le dije—. Lo he pensado durante semanas y no he llegado a entenderlo. No se trata de ocasiones o actos especiales. Ella hace las preguntas más raras a veces. Y si tiene algún sentido del humor, no es el humor común. Sorprende sobre todo su sangre fría. — Parsons me miraba fijamente, asintiendo con la cabeza ante cada una de mis frases.— Le diré cómo es ella —continué—. Es como una extranjera, como esos alemanes que llegaban aquí en la última guerra. No quiere dejar, traslucir que no es norteamericana. — Sentí de pronto que esto eracomo llevar carbón a Newcastle.— Pero usted la ha entrevistado sin duda. Ya sabe a qué me refiero.
    —Sí —dijo—. Sé a qué se refiere, pero no cómo describirlo. Pensé que usted podría quizá ayudarme.
    —No puedo ser más exacto.

    Parsons calló un momento, balanceando en la boca el cigarro apagado, y mirando la ventana.

    —Dice que es como una extranjera. — No hice ningún comentario, y Parsons continuó:— Bueno, señor Jones, ¿es una extranjera?

    La pregunta me sorprendió.

    —No sé. Imagino que ustedes lo sabrán. ¿No averiguan todo de una persona en casos como éste? ¿El origen, la edad, si hay locos en la familia, y todo el resto?

    Parsons siguió mirando la ventana.

    —Comúnmente, comúnmente. No esta vez.
    —¿Quiere decir que no la interrogaron? Jerry y yo dejamos en los archivos hasta una lista de emploma—duras dentales.
    —Claro que la interrogamos. — Parsons fruncía el ceño.— Se lo preguntamos hasta una docena de veces. Sólo nos dijo que no tenía familia, ni parientes, en ninguna parte. Ni siquiera nos dio su nombre de soltera.

    Hablé con el tono más sarcástico posible.

    —Y naturalmente respetaron su duelo.
    —Oiga —dijo Parsons, y juzgué por su mirada que mi última observación no le había gustado—, este caso es dinamita. Si me excedo un poco la universidad en pleno caerá sobre mí. ¿Qué quiere que haga? ¿Qué la arrastre al cuartel de la policía y le saque la verdad de cualquier modo? En menos de una semana iríamos todos a la calle.
    —Bueno. Hablé inoportunamente.
    —Exacto. De todos modos, olvídelo. Quizá pueda usted ayudar a estos pobres ignorantes policías. ¿Quién es, de dónde viene?—No lo sé.

    Parsons suspiró.

    —Entonces le haré otra pregunta que quizá lo enoje. ¿Puede averiguarlo?
    —Si no habló con ustedes no hablará conmigo.
    —No es eso. Ha admitido usted que el señor Lister está enamorado de ella. Si alguien puede saberlo, tiene que ser él.
    —Por el amor de Dios —le dije—, ¿quiere usted que sonsaque a mi mejor amigo?

    Parsons gruñó.

    —Creo que no hay otro remedio. Utilice la cabeza, Jones. Necesito esa información. Si la señora no está complicada, no habrá cambios. Pero si lo está, ¿aceptará usted que se case con su amigo?
    —No —admití—. Pero aun así, no podré complacerlo, señor Parsons. En realidad, no creo que el mismo Jerry lo sepa. Por lo menos nunca me lo dijo.
    —Nada sabe, entonces. — Parsons no parecía sorprendido.— Bueno, bueno, bueno.
    —Pero —sugerí— habrá otro modo de averiguarlo.
    —Claro. — La voz de Parsons era engañosamente amable.— Indagando en el pasado, por ejemplo, en busca del algún indicio, ¿eh? Marbetes en las maletas y cosas semejantes.

    Eso era, aproximadamente, lo que yo había estado pensando.

    —Bueno —dijo Parsons—, consuélese; revisamos las ropas de la señora.
    —¿Y qué descubrieron?

    Parsons unió el pulgar y el índice en el símbolo tradicional del cero.

    —No somos tan tontos como se supone, señor Jones. Investigamos muchas cosas. Quizá luego le diga algo más. Pero miremos antes desde otro punto de vista.
    —Si puedo ayudarlo... —dije humildemente.
    —Muy bien. — Parsons habló con un tono cortante.— A propósito de ese aire extraño de la señora. Su—pone que es extranjera. Imagine que no lo es, ¿diría usted que procede de una clase social definida?
    —¿Qué ha estado haciendo? — pregunté—. ¿Leyendo a Karl Marx?

    Parsons sonrió.

    —Bueno, lo he leído un poco. Hay algunos discípulos en el condado. Algunos en esta misma universidad. — Bajó la vista y miró sus notas.— Veo aquí que un joven llamado Berkeley M. Jones perteneció a la rama estudiantil de la Acción Democrática Americana. Hace dos años. ¿Sigue en ella?
    —No del todo.
    —Lleva tiempo. Lleva tiempo. Pero por aquí no vamos a ninguna parte. Me interesa esto: ¿piensa usted que la señora LeNormand pertenece a una familia... digamos del proletariado, o... bueno... burguesa, o es una explotadora capitalista?
    —Nunca lo pensé. — La pregunta me dejaba estupefacto, como muchas otras cosas relacionadas con Selena. Nada en ella parecía amoldarse a las fórmulas comunes.— Es una mujer educada. Es posible que en su familia abunden los profesionales. Su padre pudo haber sido abogado, o médico, o quizá profesor.

    Tan pronto como mencioné la idea del profesor, lo lamenté. ¿Y si Parsons investigaba las polémicas de LeNormand? Interrogarían otra vez a Jerry, y la confusión sería todavía mayor. Pero Parsons hablaba ya de otra cosa.

    —... y cuando le digo que estoy atascado, señor Jones, hablo literalmente. No sé cuál será el próximo paso. Todo parece llevarnos a un callejón sin salida, y la única luz... Creo que tendré que decírselo, y repetirle luego algunas de mis preguntas. Quizá entonces usted pueda ayudarme un poco más.

    Parsons ordenó en pilas los papeles y carpetas. Luego encendió otro cigarro y se inclinó hacia mí. Parecía titubear, como si no supiera si debía hablarme. Y hacía bien. En los meses que siguieron, cuando tuve que aceptar aquella historia, y sus implicaciones, deseé mil veces que no me la hubiera contado. Y sin embargo, el silencio de Parsons no hubiera alterado el futuro. Llevado de un lado a otro por las complicaciones del caso, el policía, supongo, no podía elegir.

    —Hace un rato —comenzó— mencioné que llegamos a buscar a algún desconocido, algún forastero misterioso que pudiera habernos visitado la noche del crimen. No encontramos a nadie y apuntamos en otra dirección. Los rumores pueblerinos. Pero no había ningún rumor. Sólo un coro de viejas gallinas que cacareaban preguntándose quién sería ella, y por qué LeNormand se habría casado con ella, o por qué ella se habría casado con él, y cosas semejantes. Ahora bien. De acuerdo con mi experiencia, señor Jones, un crimen no cae del cielo. Siempre hay algo antes, un murmullo en el viento, podría decirse, que uno puede oír si presta atención. Pero como dije, no había aquí verdaderos rumores. Nadie pensaba que hubiese habido entre ellos ni siquiera un simple malentendido. Es difícil creer que en ese matrimonio no haya habido dificultades, pero ni siquiera las solteronas del pueblo se atrevieron a decirme que la señora LeNormand había mirado alguna vez a otro hombre. Así que por este lado no había nada que hacer. Ocurre a veces, también de acuerdo con mi experiencia, que alguno de los incidentes que preceden a un crimen llegan a los archivos policiales. — Parsons abrió el libraco negro.— De modo que el capitán Hanlon y yo empezamos a buscar en el pasado —dijo con un suspiro—. No parece un trabajo difícil para un policía de pueblo. No había nada hasta agosto. Y entonces encontramos algo quizá sin valor. Excepto que es un caso todavía abierto, y acerca de una mujer.

    Me era imposible adivinar adonde iba Parsons. Pero advertí que el asunto lo excitaba.—En los primeros días de agosto —dijo Parsons mirando su libro—, el siete para ser exactos, hubo una desaparición en el pueblo. Y la persona desaparecida era una mujer. — Parsons calló y empezó a juguetear con el lápiz. Titubeaba otra vez, me pareció, como si estuviese decidiendo algún punto que le parecía vital y no quisiera revelármelo. Al fin golpeó el papel con el lápiz y dijo:— Le contaré toda la historia, pues sólo así podrá decirme usted lo que deseo. Pero, por favor, no me interrumpa, y prométame que esto no saldrá de entre nosotros. No hablará con nadie. ¿De acuerdo?

    Le di mi palabra de honor. Guardarla fue el trabajo más difícil de mi vida.

    Parsons parecía preocupado, y no muy convencido, pero al fin continuó:

    —A las ocho de la noche, el siete de agosto como dije, un viajero llamado Jamison, Stewart Jamison, se detuvo en la estación de Sunoco. Necesitaba gasolina. Conducía un viejo Ford, una maltratada camioneta de media tonelada, comunes en algunas granjas, hace un tiempo. Con él iban su mujer y su hija. Fue la hija quien desapareció. — Hizo una pausa y pasó la lengua por una hoja suelta del cigarro.

    »Quiero hablarle de la hija. Se llamaba Luella, Luella Jamison. Los Jamison viven en un pueblito de Carolina del Sur, y si a usted no le importa no le diré el nombre. Tienen allí una granja, y arrastran una vida miserable. Según el capitán Hanlon el coche podría definirse como una ruina sobre ruedas, y las ropas de los Jamison eran viejas y remendadas. Pero, me dijo, parecían buena gente, educada y limpia. Los dos eran altos y de buen aspecto, aunque algo viejos para una hija de veinte años. El hombre debía de tener por lo menos setenta, y la mujer no mucho menos. Esto es lo que puedo decirle de ellos por ahora. Más tarde le mostraré unas fotografías. En fin, le he dicho todo, excepto esto: la hija era idiota. Me sobresalté. Hasta entonces yo no habia sabido qué pensar, excepto preguntarme qué relación tendría la historia con los LeNormand, Jerry y yo. Las últimas palabras de Parsons no habían resuelto el problema, pero algo me cruzó la mente al oírlas. Sentí —no sé cómo describir mi impresión— como si alguien hubiera cerrado una puerta a mis espaldas. Pero lo sentía aún cuando dejé de entender. Durante un segundo algo parecía haberse aclarado, y en seguida todo se confundió nuevamente.

    —Ocurrió de este modo —continuó Parsons—. La señora Jamison salió del coche y llevó a su hija al cuarto de señoras. En ese momento el señor Jamison examinaba los neumáticos. Ya conoce usted esos cuartuchos de las estaciones. Para llegar a ellos hay que recorrer toda una red de pasillos, de paredes enrejadas. El cuarto de señoras de la estación de Sunoco es un ambiente minúsculo, donde sólo cabe una persona. Así que la señora Jamison hizo entrar primero a Luella, y cuando la muchacha salió le puso las manos en uno de los enrejados, y le dijo que no se soltase. Entró ella misma entonces, y descubrió al salir que Luella había desaparecido. No había dejado huella alguna, y nadie la había visto irse. Caía la noche y Luella llevaba una chaqueta oscura. El señor Jamison y Jack, el encargado de la estación, habían estado ocupados con los neumáticos, y Hanlon no pudo encontrar a nadie que hubiera visto a la muchacha.

    »Será mejor que le diga lo que Hanlon y yo averiguamos de Luella. Era idiota de nacimiento. Tenía casi seis años cuando lograron enseñarle a caminar, y nunca aprendió a vestirse o comer sola. Y ni siquiera sabía hablar. 555555Hacía sólo unos ruidos con la boca a veces555555, me dijo la madre. Ningún doctor de esta parte del mundo pudo hacer nada por ella, y, naturalmente, todo era bastante doloroso para los Jamison, ya que era hija tardía, y además hija única. Sehabían casado cuando la señora Jamison pasaba ya de los cuarenta, y no habían esperado tener hijos.
    »Cuando llegó Luella, la alegría no les cabía en el cuerpo. Luego, al comprender la verdad, decidieron que era voluntad de Dios, e hicieron lo que pudieron por la niña. Esto no era mucho, dada su pobreza, pero la tenían siempre limpia y arreglada, y nunca perdieron la esperanza de encontrar un doctor que pudiera ayudarlos. Luella no era una carga muy pesada, como podría pensarse. Por lo menos me dieron esta impresión cuando hablé con ellos. Nunca le pegaban, ni la regañaban. Luella hacía siempre lo que ellos le pedían. Cosas como no soltarse de aquel enrejado, quiero decir. Si debían dejarla sola en la granja, la sentaban en una silla y cerraban la puerta. A la hora de las comidas la llevaban a la mesa y le daban de comer en la boca. Pero la mayor parte de las veces la sacaban con ellos. No puede negarse que la querían mucho. Han colgado ahora una gran fotografía de Luella en el vestíbulo de la granja.
    »Le estoy contando todo esto para que tenga una imagen de esa gente. Debería decirle que me gustan. De lejana ascendencia anglosajona, ambos. Los padres de Jamison eran ingleses, y él se siente orgulloso, pero sin alharacas. Me dijo que su bisabuelo fue un famoso hombre de ciencia, un matemático, o algo parecido. Tiene en la granja un par de libros que el viejo escribió hace cien años. — Parsons sonrió disculpándose.— Estaban tan contentos de tener una visita que me mostraron todo. Quizá parezca un poco blando, pero aseguraría que esos dos no arreglaron ninguna desaparición. No lo hubieran hecho aunque no quisieran a su hija. Apuesto hasta mi último centavo. — Parsons miró otra vez la ventana.— Cada vez que hablaba de Luella, la mujer lloraba de un modo patético.
    »Bueno, habrá leído usted en los periódicos sobre la prosperidad de las granjas. Esa prosperidad alcanzó también a los Jamison. En un principio ahorraron algún dinero, pero luego decidieron usarlo en Luella. Escribieron a una serie de famosos médicos del Norte. La mayoría contestó que aparentemente nada se podía hacer, pero uno les dijo que si se la llevaban, la examinaría gratuitamente. Luego, si había alguna esperanza, podían arreglar la cuestión de los pagos. Era un buen hombre, también —concluyó el detective—. Hice mis averiguaciones.

    Sacó una carpeta de entre los papeles y la examinó pensativo. Parecía contener una media docena de fotografías. Quise mirarlas en seguida. Extendí la mano.

    —Un minuto —dijo Parsons—. El resto de la historia es breve, por lo menos en cuanto a hechos. La muchacha no apareció nunca. Es difícil saber qué le ocurrió. Aunque hubiera caído en el lago, el cuerpo habría aparecido ya. Hanlon y los muchachos dragaron además en todas direcciones. Pensé un tiempo que pudo haberla recogido algún coche, pero no hay ninguna prueba, y se plantean otros interrogantes. No los examinaré con usted ahora. Pero parece que no fue así. Ante todo, los coches patrulla del Estado estaban recorriendo aquel día la carretera, examinando los permisos de conducir, y no advirtieron nada raro, como pudiera ser un hombre con una débil mental. Ahora vea esta fotografía de la muchacha.

    Parsons me alcanzó la ampliación de una instantánea. En primer plano había un sendero de piedras pintadas de blanco. Detrás se alzaba una casita de madera, con una veranda en el frente. Aunque las tablas necesitaban evidentemente una mano de pintura, y todo denunciaba los aprietos de la pobreza, la casa parecía cuidada y limpia. No había tablas rotas en la veranda, y las cortinas de las ventanas se abrían en pliegues ordenados.

    En el porche había dos personas sentadas en mecedoras. Una era una mujer flaca y huesuda, de unos sesenta años, envuelta en una bata que parecía muy lavada, con el cabello recogido en lo alto de la cabeza, en un peinado pasado de moda. Tenía un cesto en el regazo, quizá de costura. La otra figura atrajo inmediatamente mi atención. En un principio apenas miré el resto de la fotografía. Era una muchacha... Luella, por supuesto. Pero los ojos de la señora Jami—son apuntaban claramente a la persona que sostenía la cámara, y Luella no miraba a ninguna parte. Tenía la boca entreabierta, el cuerpo se le hundía en la mecedora, los brazos le colgaban a los lados, y en la mano tenía algo que en un principio no vi bien. Advertí luego que era una muñeca de trapo. Pendía de los dedos de Luella, y ésta no le prestaba ninguna atención. Aunque nadie me hubiera dicho que era una idiota, podía haberlo adivinado con una sola mirada. Todo en ella era sin alma, inhumano. La miré mucho tiempo. El rostro parecía muy regular. Los ojos eran tan separados como los de Selena. El cabello era aparentemente más oscuro, pero el porche estaba en sombras.

    Señalé el hecho a Parsons. Se contentó con decirme que el color del pelo era una de las cosas más inestables de este mundo.

    Parsons me mostró otras fotografías, varias. Hasta una ampliación un poco borrosa del rostro de Luella. Aún hoy no me gusta recordar aquella ampliación. La examiné largo rato. Recuerdo que el corazón me golpeaba de tal modo que yo apenas podía respirar.

    Parsons quebró al fin el silencio.

    —¿Qué piensa usted olvidando el pelo por ahora?
    —Dios —le dije—, no sé. Es inconcebible que pueda ser Selena. En general, supongo, se le parece. Pero ¿cómo sería esta cara animada por una inteligencia? ¿Lo sabe usted?

    Parsons parecía desilusionado.

    —No. Tiene razón. Pero en general, señor Jones,¿diría usted que es imposible que sea la señora Le—Normand?
    —No puedo decir que sea imposible. Pero tendría que haberse teñido el cabello, y sé muy bien que el cabello de la señora LeNormand no es teñido.
    —Sí —dijo Parsons, y al cabo de un rato repitió—: Sí, sí.
    —No entiendo enteramente —dije al fin—. Debe de guardar algo en la manga, señor Parsons. ¿No hay huellas digitales?

    Parsons me sonrió con una mueca.

    —Podría hacer de detective algún día. Obtuve las huellas de la señora LeNormand, por supuesto. Pero no conseguí las de Luella, y no puedo conseguirlas. La señora Jamison es un ama de casa demasiado buena. Lavaba el cuarto de Luella y limpiaba todas sus cosas una vez por semana. Y cuando volvió a la casa, con el corazón destrozado, arregló en seguida el cuarto para la chica. Debe de haber alguna impresión digital de Luella en ese cuarto, pero nada definido. No pude encontrar ninguna, salvo las del matrimonio Jamison. Una muchacha como ésa —añadió—no toca muchas cosas, pensándolo bien.
    —Oiga —le dije—. No veo adonde va. Parece que ha dedicado mucho tiempo a esta Luella. De sus palabras uno podría deducir que la chica tiene alguna relación con la señora LeNormand, y aun que es la señora LeNormand. Y sin embargo usted la conoce. Sabe cómo habla, y cómo se comporta. Hasta sabe, o debe saber —añadí pensando en sus notas sobre nuestras actividades neoyorquinas— que ella baila.
    —Oh, sí. Sé que baila, sí. Baila un mes después del asesinato de su marido. — Parsons, que había hablado serenamente, debió de advertir mi parpadeo.— No acuso al señor Lister. Piensa que la señora debe olvidar, y además está enamorado. — Parsons sacudió la mano. La ceniza del cigarro cayó sobre la mesa.—Maldita sea. Sé cómo habla también. Ni rastros deacento sureño. Pero en su conversación hay algo que me preocupa. Lo que no dice, por ejemplo.

    Le pregunté a qué se refería.

    —Parece que está usted condenado a oír toda una serie de conferencias —respondió Parsons—. Bueno, como universitario no se sorprenderá usted. Le diré, señor Jones. Aun los profesores hablan como seres humanos. Quiero decir que cuando no predican a los estudiantes, revelan algo de su vida pasada, si uno escucha con atención. Palabras, expresiones. Gestos también. Sabe a qué me refiero. Modos particulares de hablar que se desarrollan con los años. Como el estilo al escribir, supongo. Y distinto en todas las personas.

    Yo sabía ciertamente a qué se refería, y sabía también que la falta de esa cualidad en el lenguaje de Selena, y particularmente el día que la conocí, me había perturbado. No era natural.

    —Entiendo a qué se refiere —dije.
    —La señora LeNormand habla como si leyera un libro de gramática —dijo Parsons.

    Así hablaba también Walter LeNormand, recordé de pronto. Y la idea me incomodó.

    —LeNormand hablaba también así generalmente —dije—. Por lo menos las pocas veces que hablé con él. Era muy preciso en todo lo relacionado con palabras y números.
    —Hum. Hum.

    Parsons no parecía especialmente interesado.

    Ambos callamos, un minuto o dos. Yo pensaba, y la idea de Parsons me parecía cada vez más fantástica. ¿Cómo esta Luella Jamison podía haberse escapado y convertido en Selena LeNormand? Se lo dije a Parsons al cabo de un rato.

    —Ya sé —dijo—. Es casi imposible. A no ser que su estado se debiera a la presión de un hueso en el cerebro, y que un golpe lo hubiera puesto en su sitio transformando a la muchacha en un ser normal...Algo poco probable. No creo que haya un doctor que admita esa posibilidad.
    —Naturalmente que no —dije.

    Mi réplica pareció despertarlo. Parsons me miró un momento y luego dijo:

    —Muy bien. Oiga entonces, y digiéralo. Luella desapareció la tarde del siete de agosto. El nueve de agosto, a las diez y media de la mañana, Joe Peters, del condado de New Zion, entregó una licencia de matrimonio a Walter R. LeNormand, de Inglaterra, y a una cierta Selena Smith. ¡Smith! — Había una burlona desconfianza en el tono de Parsons.— Selena Smith, de Lafayette, Oklahoma. De veintiún años. Y no hay ningún lugar llamado Lafayette en Oklahoma.


    10
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    —Ya ve usted, señor Jones. — Parsons habló duramente, masticando irritado su cigarro.— Nada que pueda llamarse una huella. Nada sino una idea borrosa, y cada vez que intento desarrollarla pienso si no seré ya demasiado viejo para este trabajo.

    Parsons no se equivocaba. Sabía prácticamente todo lo que yo sabía, excepto una cosa. Una cosa que me costaba admitir, aun en mi interior... Que Jerry se casaría con esa mujer, quienquiera que ella fuese, un mes más tarde. En seguida comprendí algo más, algo que destruyó inmediatamente toda paz posible. Había ahora otro enigma, otra posibilidad en Selena, y yo le había prometido a Parsons no decírselo a nadie, ni siquiera a Jerry. Era terrible saber que yo debería vivir con la historia de Luella Jamison, y recordarla cada vez que mirase a Selena, sin saber nunca si había allí alguna verdad.

    —Naturalmente —continuó Parsons—, averigüé si alguien había visto a LeNormand con su mujer antes del nueve de agosto. Pero nadie la vio hasta el día nueve. LeNormand no dejó el pueblo excepto una vez, el diez de agosto. Sacó el coche del garaje alrededor de las siete, y se alejó hacia el norte por la ruta setenta y dos. No sé adonde fue o qué hizo. Volvió a la noche.
    —¿Se casaron en New Zion? — pregunté.
    —No. Los casó un juez de paz, un hombre llamadoWillets. Vive en las afueras de Collegeville, a unos ocho kilómetros de este lado de Zion. — Parsons se detuvo, sonrió fríamente, y continuó:— Me pregunto a veces cómo aprende esta gente a manejar un juzgado. Basta, parece, con que sepan leer y escribir. Eso es todo lo que sabe ese Willets, y escribe terriblemente despacio. Pero su historia concuerda con la de Joe, el de la licencia, por lo menos en un aspecto. Llovía el nueve, y ambos recuerdan que la señora LeNormand llevaba una vieja chaqueta de cuero de mangas demasiado largas. Joe me dijo que era una chaqueta de hombre. No llevaba sombrero. Y había una chaqueta como ésa en el ropero de LeNormand cuando revisamos sus cosas.
    —¿Obtuvieron algo de la cocinera?

    Parsons sonrió.

    —¡Bessie! ¡Dios, qué buenos ratos he pasado con esa mujer! Habló más que todos los otros juntos. Pero había una dificultad. Había estado en Hampton hasta el quince, visitando a sus primos. LeNormand le había dado una quincena de su mes anual de vacaciones. Cuando volvió, la señora LeNormand ya estaba allí, y Bessie me describió una y otra vez el desorden en que había encontrado la casa. Si eso significa algo.

    Hubo un largo silencio mientras Parsons me miraba con una leve sonrisa, esperando a que yo hablara. Le devolví la mirada y busqué alguna explicación. No la encontré. No parecía haber relación alguna entre los distintos episodios.

    —Señor Parsons —dije al fin—, nunca imaginé que la policía hablara tan francamente. Desearía poder ayudarlo, pero no veo cómo, ni sé qué significa todo esto.
    —Demonios —dijo Parsons sin perder su sonrisa—. No hay ningún secreto en este caso, y hace usted lo que puede. No sospecho de nadie. Ningún conocido ha estado cerca del observatorio cuando mataron aLeNormand. Ustedes dos únicamente. Pero ¿por qué harían algo semejante? Me basta por otra parte la palabra del rector Murray. El rector afirma que ninguno de ustedes conocía a la señora LeNormand.
    —No la conocíamos —le aseguré.

    La sonrisa de Parsons cambió un poco.

    —Naturalmente, si averiguo algo del pasado de la señora, y pruebo que usted o el joven Lister la conocieron antes que se casara con LeNormand...
    —Bueno —dije—, no puedo probar lo contrario, por supuesto. Pero la evidencia psicológica, al menos, es clara.

    Parsons asintió.

    —Sí. Lo reconozco. Desearía ahora que me respondiera a otra pregunta. Piénselo bien. ¿Recuerda alguna palabra de la señora LeNormand que indique algo sobre su pasado o su origen?
    —No —respondí—. Noté ya hace tiempo que nunca habla de algo que haya ocurrido antes de... un mes atrás.

    Parsons me miró decepcionado.

    —¿Ni siquiera nombres de gente o lugares?
    —Nada que yo recuerde.
    —Bueno, esté atento, por favor, y hágamelo saber si descubre algo.

    La idea no me gustó mucho.

    —Pero, bueno —empecé a decir—, no sé si puedo muy bien...
    —Escúcheme —dijo Parsons sacándose el cigarro de la boca y mirándome, esta vez sin sonrisas—. No sospecho de ella. No hay pruebas de ningún desacuerdo con LeNormand. La señora estaba además en la casa aquella tarde, de acuerdo con el testimonio de Bessie, y nadie la vio en la calle, o en el camino del observatorio. No, la señora no lo hizo. Pero hay un misterio en ella, y si pudiera desvelarlo descubriría, creo, al asesino de LeNormand. Por otra parte, si esa señora tiene un pasado, de esos pasados que in—cuban un crimen, cuanto más pronto lo sepa el señor Jeremiah Lister, mejor para él. Si no, cualquiera de estos días puede quemarse vivo. Por este motivo, entre otros, deseo su cooperación.

    Parsons tenía razón, evidentemente. Le dije que le transmitiría cualquier novedad. Me dio las gracias y se puso de pie. Había llegado el momento de irme, pero antes quería hacerle otra pregunta.

    —Señor Parsons —dije—, me ha dicho usted muchas cosas acerca de por qué mataron a LeNormand...
    —Probando —respondió Parsons rápidamente— que no es posible saber por qué lo mataron. O quién lo mató.
    —Sí —dije—. Pero ¿sabe usted cómo lo mataron?
    —Sí y no —dijo Parsons con el ceño fruncido—. Media facultad ha trabajado en eso. Se opinó unánimemente que había muerto de unas quemaduras...
    —¡Es una broma! — exclamé.
    —...y que el origen de las quemaduras no fue el fuego o una sustancia química sino cierta especie de rayos.
    —¿Rayos? — pregunté.
    —Sí —dijo Parsons—. Me contaron que en el laboratorio de física pueden producir quemaduras como ésas, aunque menores. Pero uno de ellos examinó la silla de LeNormand con un contador Geiger y no captó nada. Después de eso no me molesté en pedir una exhumación. El hombre dijo que en otros lugares, con equipos mayores, podrían producir quemaduras más graves.
    —Dios santo —dije—. Lo compadezco. Energía atómica además de todo lo otro.

    Parsons se encogió de hombros.

    —Como en el resto, no hay prueba posible. Si hubo rayos, no dejaron huellas. No soy un entendido en cuestiones científicas, y no puedo investigar en esa dirección. Aunque los rayos indicarían quizá algunas cualidades del asesino.—Un inventor loco —sugerí— de algún lugar de Carolina del Sur que conocía a los Jamison y...

    Parsons me sacudió afectuosamente la mano.

    —Adiós, señor Jones. Le agradezco mucho su visita. — Parsons me empujó suave, pero firmemente, hacia la puerta.— Me mantendré en contacto con usted. Llámeme si averigua algo. Y por amor de Dios —añadió mientras traspasábamos la puerta—, olvídese de teorías como la del inventor loco. No lo llevarán a ninguna parte. Yo perdí bastante tiempo con ellas.

    Descendí la escalera y en la puerta giratoria me volví para gritarle adiós. Luego me encaminé a la estación, riendo entre dientes. Pensé en nuestra charla y reconocí que Parsons había manejado la situación hábilmente. Pero yo no le había dicho que Jerry y Selena se casarían un mes más tarde. Y al pensar en esto, me sentí desesperado.


    Una estrella errante cayó como una lágrima de luz y se perdió en la oscuridad sobre el estrecho.

    La cara del doctor Lister tenía una expresión extraña; fría y atenta, como un hombre que espera el amanecer en el día de su ejecución, los ojos clavados en la llama amarilla. Qué raro parecido el de esta llama con el Brancusi que Grace tenía en su casa.

    —Ya ve usted —dije—. Estoy quebrantando la promesa que hice a Parsons. Le cuento algo que debería callar, pero creo que él mismo me pediría ahora que hablara, si estuviese aquí.

    Los labios del doctor se movieron lentamente:

    —Sí. Sí, por supuesto. Entiendo lo que ha sido tu vida. Lamento mucho esas semanas, esas semanas en que... no nos entendimos.
    —No importa.
    —Me importa a mí —dijo pesadamente—. Pude haber tenido otra actitud.
    —No podía saber qué ocurría. No hablemos de eso otra vez.El doctor asintió con lentos movimientos de cabeza, y tras un instante dijo:
    —¿Has descubierto si ella era... es... Luella Jamison?

    La pregunta me pareció un eco que devolvía la noche, donde el doctor y yo éramos dos motas de polvo en una gota de agua oscura. Me pasé la lengua por los labios.

    —Sí. Creo que sí.


    La vida en Nueva York, el mes siguiente, fue un puro y auténtico infierno para Berkeley Jones. Yo no podía trabajar (afortunadamente las fiestas sirvieron como vacaciones), no comía, y dormía apenas. La mayor parte del tiempo estaba más o menos borracho, y no ofrecía sin duda un espectáculo muy agradable. Una noche desgraciada, en casa de Grace, lloré débil y estúpidamente a propósito del matrimonio de Jerry. Grace me dijo que yo era insoportable y debía ver a un doctor amigo suyo. Hizo que él me llamara y resultó ser un psicoanalista.

    La reacción del doctor Lister fue más inteligente. Después de haberme visto beber tres vasos seguidos de whisky comentó que mi entusiasmo era admirable, pero que si no me contenía me levantaría una de esas mañanas con el cerebro destruido. Me habló de lo que ocurre en el interior de un alcohólico permanente y me predijo que pronto caería en sus manos de cirujano. Me preguntó luego si dormía bien, y le respondí que había abandonado esa costumbre como una pérdida de tiempo. Me prescribió algo, y en un momento de lucidez lo hice preparar. Dormí varias noches profundamente, pero los polvos se acabaron y me avergonzó pedir otra receta.

    Jerry intentó mejorar las cosas. Me conocía muy bien, y entendía que mi conducta no se debía a mi antipatía por Selena, o a la interrupción de nuestra amistad. Pero no podía entender por qué no quería salir con ellos de vez en cuando, o rehusaba cenar encasa de Grace cuando Selena estaba allí. Pero Jerry no tenía una imagen mental del rostro de Luella Jamison, inexpresivamente vacía y de una familiaridad enfermiza, que lo tentase a hacer comparaciones cada vez que veía a Selena. Era paciente conmigo, y amable. Me llevó a la cama varias veces, y me maldijo, y cuidó que siempre hubiese licor en la casa para que yo no saliera y perdiera la cabeza cuando él no podía vigilarme. Pero algunas veces su paciencia se debilitaba.

    —Por Cristo, Bark —me dijo un día—, cuéntame de una vez qué te pasa y acabemos con esto.

    Pero no se lo conté, ni a ningún otro. El licor no me impulsaba a hablar. Le dije a Jerry que aunque no entendiera qué me ocurría, no se preocupara. Prometí contárselo más adelante.

    —Dios —me dijo—, espero que así sea. Nunca te vi así.
    —Vive y aprende.

    Jerry se mordió el labio inferior, y durante un instante me pregunté si tendríamos una pelea. Me hubiera agradado.

    —Algo se te ha metido en la cabeza —me dijo al cabo de un rato—. No sé qué es, y me gustaría que me lo dijeses. Seríamos los dos más felices.
    —Olvídalo. Estoy bien. De todos modos no es nada contigo.
    —No es cierto. No estás bien. Y aunque no lo admitirás, creo que es algo acerca de Selena.
    —Estás loco.
    —No, no lo estoy. Escúchame. No te preocupes por mis sentimientos. Adelante, dime qué es. Prometo no enojarme.

    Me sentí tentado. Hubiera sido tan fácil desprenderse de toda la historia... Además Jerry iba a casarse con Selena, y si había algo horrible en el pasado, debía saberlo. Tuve la historia en la punta de la lengua. Pero ¿qué ganaría al fin? Jerry estaba enamorado.Nada impediría que se casara. Meterle esa fea historia en la cabeza, arruinaría su felicidad, sin alterar su curso. No era hombre que cambiase fácilmente de opinión. Así que me contuve y dije:

    —Estás haciendo una montaña de nada. Sólo pasa que estoy bebiendo demasiado, y coleccionando dolores de cabeza, uno tras otro.
    —No te gusta Selena, Bark. Lo sé, y no puedo impedirlo. Pero tampoco te gustaba antes y no actuabas así. Estabas muy simpático aquella noche en Barney. ¿Qué pasó después para que cambiaras de este modo?
    —Nada.
    —No habrás tenido una pelea con Selena, ¿no?
    —No, por Dios —dije—. Oye, no te preocupes.
    —Maldición, ella no siente lo mismo por ti. Piensa que eres un excelente compañero. ¿Lo sabías?

    Oh, dice que soy un compañero excelente, pensé. Demonios. Pero sabe lo que pienso de ella. Si es capaz de dar la vuelta al cuatro de picas entre cincuenta y dos cartas, sin parpadear, puede muy bien del mismo modo adivinarme el pensamiento.

    —Magnífico —dije.

    Jerry dio media vuelta y salió del cuarto.

    —A veces me enfermas —dijo.

    Me sentí peor que nunca y salí a tomar un trago. Me pareció amargo, pero en aquel tiempo todo tenía ese sabor. Me odié a mí mismo y ordené otra bebida mientras reflexionaba en mi propia miseria y en cómo se parecía a veces Selena a Luella Jamison.

    Aquel mismo día salí y compré un regalo de bodas. No estaba sin duda muy sobrio, pues pensé en un principio en una edición de la Enciclopedia Británica. Me pareció que mi idea era irónicamente humorística. Jerry y Selena, pensé, dos mentes tan escogidas, se sentarán junto al fuego, y él leerá el volumen Extr—gamb y ella el Jire—Libe, y será una noche encantadora y doméstica. En seguida me avergoncé de mí mismo y les compré una acuarela de Marín que yo había deseado siempre. Tenía tan poco dinero que tuve que pedírselo a Grace. Grace me hizo prometer que no lo gastaría en licor.

    Para Jerry aquél era, también, un período de prueba. Su familia se había unido para oponerse al matrimonio, y poco hacían para facilitarle las cosas. Se quejaban y rogaban, en grupos y separadamente. El peor de todos era el tío Horatio Delavan, un pequeño evangelista que llegó sin anunciarse una noche. Jerry lo recibió en la puerta.

    —Hola, tío Horry.
    —Buenas noches, Jeremiah. Me gustaría cambiar unas palabras contigo.

    Advertí que Jerry no esperaba que fuesen unas palabras, pero se mordió la lengua y le pidió al viejo que se sentara. Yo me retiré al dormitorio, pero no cerré la puerta.

    —Jeremiah —dijo el tío Horry con el tono de un presidente de banco que informa a un pequeño cliente que se ha quedado sin fondos—, iré en seguida al grano, muchacho. Quiero hablarte de tu... bueno... abrupto matrimonio con esa mujer.
    —Mi matrimonio con la señora LeNormand, tío Horry. Recuerda su nombre, por favor. Será una ayuda.
    —Muy bien. Con esa señora LeNormand. Tu tía Mabel y yo estamos muy afligidos, muchacho, muy afligidos en verdad.

    La voz de Jerry fue ominosamente calma.

    —Lo lamento, tío Horry. No creo que haya motivo de aflicción.
    —Posiblemente no. Pero tu tía y yo juzgamos que tu conducta no es adecuadamente circunspecta. — El tío carraspeó y siguió hablando con tono devoto: —Ante todo: la mayoría de las costumbres se inspiran en algún motivo razonable. Y es costumbre generalque pase más tiempo entre... bueno... el fin de un matrimonio y el comienzo del próximo.
    —No hay motivo razonable para que no podamos casarnos en enero.
    —Los convencionalismos, Jeremiah. Y ese asesinato. Ambos están implicados, inocentemente por supuesto. Pero la gente hablará.
    —Pues que hablen si quieren. Me importa un comino.

    El tío Horatio pareció apenado.

    —Vamos, muchacho, no hay por qué usar ese lenguaje. Discutamos esto como caballeros.
    —No hay nada que discutir. Me parece que es un asunto privado, tío. Papá y yo nos entendemos, y eso es todo lo que importa.
    —Por supuesto, si tu padre...
    —Papá desea que celebremos la boda en la casa de Long Island. ¿Te basta esa prueba?

    Las respuestas de Jerry eran cada vez más serenas y en voz más baja, signo invariable en él de una ira creciente. Respondió a las pocas preguntas siguientes, acerca de la religión de Selena, en un tono que debía haber prevenido a su tío. Pero la sensibilidad al humor de los otros nunca había sido virtud del tío Horry. Cuando se enteró de que Selena no pertenecía a ninguna Iglesia, dejó correr las aguas de la ira citando libremente el Antiguo Testamento. El punto principal de su discurso era éste: ningún miembro de la familia que se casara con una infiel pasaría frío en la vida de ultratumba. No sé hasta dónde hubiera llegado, pero después de una frase particularmente encendida, Jerry lo detuvo.

    —Cuidado, tío Horry. No digas nada que puedas lamentar más tarde. — Oí que Jerry se incorporaba arrastrando la silla. De la boca del tío Horry brotó un farfulleo. Jerry dijo en seguida con una frialdad impersonal:— Es mejor casarse que quemarse.

    Así terminó este particular episodio. El tío Horry se fue indignado. Cuando oí el portazo salí de mi guarida.

    —Bueno —le dije a Jerry—, parece que el tío Horry está de parte de los ángeles.

    Jerry me lanzó una furiosa mirada y luego sonrió.

    —Es inofensivo, por supuesto. Pero esta vez me sacó de quicio.
    —Escucha, amigo —le dije—. ¿Por qué no les tapas la boca, a él y a todos los demás? Demora el matrimonio unos pocos meses y quedarán satisfechos.
    —¿Tú también? — dijo Jerry—. Maldita sea, Bark. Nadie me concede un poco de paz. Ni siquiera Gra—ce. Anoche me llamó su «impetuoso y joven Lonchivar», y otras cosas parecidas. ¿Qué debo hacer según vosotros? ¿Dejar que Selena viva sola en un hotel, sin amigos, sin nada que hacer, arrastrando una vida miserable? ¿Con esa pesadilla de la muerte de LeNor—mand acosándola día y noche? Aunque ella nunca lo haya amado, es un recuerdo horrible. — Me miró, suplicante.— ¿No te das cuenta? Ni siquiera sé cuánto dinero tiene. Maldita sea, Bark, quiero cuidarla. La quiero y ella me quiere. ¿Por qué demonios debemos esperar? ¿Porque lo exigen las costumbres? — Jerry empezó a pasearse de arriba abajo.— Escucha, Bark. Piensas, me parece, que todo esto es un capricho mío. Bueno, no lo es. No quiero esperar, pero lo haría si ella me lo pidiera.
    —¿Ella quiere casarse el mes próximo?
    —Sí —dijo Jerry—, Y comprendo por qué. Te lo he dicho. Selena no es persona que haga amistad con cualquiera. No tiene amigos realmente, excepto tú y Grace, y yo, claro.

    Esto, pensé, era en verdad el total posible de amigos de Selena. Grace le había presentado, sabía yo, a algunos de su grupo. Pero Selena era una viuda tan reciente, y de un lenguaje tan disímil, que debería de pasarse las horas en su cuarto de hotel, sola, esperando que llegara la noche y el momento de salir conJerry. El pensamiento no me conmovió, pues nunca me había parecido que Selena necesitase amigos.

    —Por supuesto —dije con prudencia—. Su vida no debe de ser muy agradable. Y naturalmente no podía haberse quedado en Collegeville.

    Jerry me miró fijamente, y dijo:

    —Cuando nos comprometimos, Bark (y no le diría esto a ningún otro), Selena me dijo: «Casémonos pronto, Jerry. Te necesito». Así que decidimos casarnos en enero. Le anuncié la presumible reacción de mi familia, pero a ella no le importaba, y tampoco a mí.

    Sí, admití interiormente, Selena lo necesitaba de algún modo oscuro que yo no podía entender. Jerry la había atraído ya en casa de LeNormand, en Collegeville, cuando se habían encontrado por primera vez. Y si así era, y si ella le había pedido que se casaran pronto, yo debía admitir que la actitud de Jerry era la correcta, aunque me pareciese que Selena podía haber pensado también en él.

    —Demonios —le dije—, no dejes que te aplasten. Tú tienes razón probablemente, y la aprobación de papá es lo más importante.
    —Sí —dijo Jerry, pensativo—. Papá no se opone. — No hice comentarios, y Jerry pareció meditar un instante. Al fin dijo:— Selena lo manejó maravillosamente. Fuimos a verlo aquel fin de semana, después de tu fiesta, ya sabes. De un modo u otro, Selena consiguió hablar con él la primera noche. Pensé que discutirían, pero no. Entraron en la biblioteca y hablaron un rato. Al fin papá salió y me dio su bendición, por así decir.


    El doctor se movió en la silla, sacó un cigarrillo, y lo encendió. Vi a la luz de la llama un rostro sereno. — Sí —dijo en el tono imparcial de un hombre que no se defiende ni se alaba—. Le dije a Jerry que siguiera adelante. No podía impedir su matrimonio, y quería que se sintiese apoyado por mí en todas sus decisiones, cualesquiera que fuesen. Quiero contarte lo que pasó aquella noche.


    —Entramos en la biblioteca —empezó a decir el doctor—, después de cenar. Le dije a Selena que quería hablar con ella antes que se tomasen decisiones definitivas. Nos sentamos junto al fuego, y yo elegí cuidadosamente mis palabras. Aparte de su hermosura, comprendí que yo sabía muy poco de ella. Así que empecé a hablarle de Jerry, y de lo que significaba para mí. Le conté que tuve que criarlo yo solo, y que si más tarde descubría alguna falta en su carácter no me juzgara muy mal.

    «—Tiene algunas faltas, por supuesto, doctor —me dijo Selena—, como todos los hombres. No importa. Lo esperaba.
    »Esto me pareció bastante frío, y sentí que no había creado la atmósfera más conveniente. Le dije que Jerry no necesitaba mi aprobación en ningún asunto; pero yo lo quería, y deseaba verlo feliz. Le hablé también de la familia Lister, y de nuestro código de moral, que no era ciertamente el común. Le expliqué que aunque aparentemente se casara con Jerry, no se trataba de él solamente. Eramos, por lo menos los Lister, una familia unida.
    «Esperaba que Selena me dijera algo de su propia familia, pero guardó silencio, así que al fin le pregunté si no le importaba decirme quién era y de dónde venía.


    El doctor dio una larga chupada a su cigarrillo y miró reflexivamente a lo largo de la terraza. Sentí que estaba tratando de aclararse algo que aún no había resuelto.


    —Selena no me respondió en seguida. Mientras yo esperaba, Bark, sentí que había dicho algo que la había ofendido, pero no me detuve a pensar. Mi pregunta era normal y correcta.

    »Al fin Selena suspiró y dijo:
    »—Tiene usted derecho a hacerme esa pregunta, doctor Lister. Pero es más fácil en este caso preguntar que responder.
    »Tuve la impresión de que Selena me rechazaba. Le pedí que me perdonase si mi pregunta la había perturbado.
    »—No —respondió ella—. No es eso. Si le explico lo que quiero decir entenderá quizá por qué no puedo hablar más claramente. — Lo que yo oiría, me pareció, sería todo lo que podría sonsacarle.— Walter LeNormand me rescató una vez, doctor Lister. Era un hombre que a usted le hubiera gustado, me parece. Le gustaba a su hijo. Debo decirle que yo no lo quería. Pero me gustaba y lo admiraba. Me llevó a su casa, y se casó conmigo en momentos en que yo estaba muy sola, y necesitaba protección. LeNormand está muerto ahora, y nadie sabe cómo o por qué. Pero al casarme, abandoné mi pasado. Fue para mí una vida nueva, una vida que LeNormand creó y me ofreció. No hay nada detrás de mí que deba preocuparlo. Jerry me quiere por lo que soy, no por lo que he sido. Quisiera que para usted fuese así también. Seré buena con Jerry.
    »Luego, y por un rato, Selena no dijo nada.
    »—De algún modo —continuó al fin—, Jerry también me rescató. A la muerte de mi marido yo no sabía qué hacer. Estaba nuevamente sola, y en un mundo de gente hostil. Jerry cambió todo eso, sin preguntas. Por favor, piense en mí como Selena LeNormand, y nada más. Quisiera gustarle a usted, o no gustarle, por lo que soy, no por lo que he sido. — Selena se interrumpió, y siguió luego:— Le aseguro a usted que no hay nada deshonroso, de acuerdo con sus propias normas, en mi pasado, y que mi gente no es inferior a la suya.«Cuando Selena dejó de hablar, Bark, no supe qué decir. Asediarla a preguntas, sentí, sería inútil. Con sus últimas palabras se había negado cortésmente a seguir hablando. Pero me inspiró un gran respeto. Había carácter en esas palabras, y en el modo de decirlas.
    «Pensé un momento si no convendría insistir. Si había un misterio en su pasado, yo tenía que conocerlo, me parecía. Sin embargo, era igualmente esencial no aparecer como oponiéndome al matrimonio. Te das cuenta, ¿no?

    —Sí —respondí—, fue una situación difícil.

    La historia del doctor me interesaba, pero yo había notado, desde un principio, que no sabía más que yo. Y sin embargo, él había tenido, en la biblioteca, la oportunidad de salvarle la vida a Jerry, una oportunidad que no se había presentado antes. No había por qué acusarlo. Si el doctor hubiese sabido algo más, habría jugado sus cartas de un modo distinto.

    »—Me pareció más prudente —continuó el doctor no insistir. Le pregunté simplemente si su pasado no la apartaría alguna vez de Jerry.
    «Selena se inclinó hacia adelante y replicó:
    »—No. No. Le prometo que eso nunca ocurrirá.
    «Seguimos hablando un rato de otros temas. Empecé a admirarla, como persona. Me dio la impresión de una tremenda fuerza interior. Y no podía dudar de su inteligencia. Jerry, sentí, había elegido bien. Sería una verdadera experiencia vivir con una mujer como Selena. Imaginé sin miedo el futuro. Selena y Jerry eran iguales, pensé, en lo que más importaba. Si yo hubiera tenido que elegir entre una muchacha común, con un pasado, que yo podía aprobar sin reticencias, y esta muchacha, no habría dudado un instante.
    »Sólo una vez pensé si no me equivocaba. Habíamos estado hablando del futuro e inocentemente dije que me complacía que Jerry se casara, y mostré alguna esperanza de que tuvieran hijos.
    »—No —dijo Selena rápidamente—. No debe esperarlo. — Yo debí de revelar alguna sorpresa o desengaño, pues ella añadió en seguida:— No por un tiempo al menos.
    »Sentí ante todo cierto embarazo. Evidentemente yo había cometido un error. Le dije que no quería hacerla desgraciada, pero que yo esperaba sinceramente que nada les impidiera tener hijos cuando llegara el momento.
    »Selena me sonrió con una sonrisa que nunca, me parece, repitió para mí: cálida y simpática.
    »—Oh, no —dijo, y había quizás esperanza en su voz—. Quiero tener hijos un día.


    El doctor calló, y comprendí que no habría más comentarios sobre este punto. Pasaba el tiempo, y volví en seguida a mi historia. Las palabras del doctor no habían dado mayor sustancia a la sombra sin forma que acosaba mi mente. Y sin embargo ninguna de esas palabras parecía oponerse a la creciente claridad de su contorno.


    Jerry y yo fuimos a la casa de Long Island poco antes de la boda. Grace estaba también allí, y un par de los tíos y tías de Jerry. Los días pasaron pacíficamente, por supuesto, y aunque todos teníamos nuestras reservas, yo era posiblemente el único que podía hacerle a Selena alguna objeción.

    Selena actuó, debo confesarlo, admirablemente. En la primera noche el doctor Lister le mostró sus joyas bibliográficas: el Sir Thomas Browne que había encontrado en una tiendecita de Tokio, y que había comprado por unos pocos yenes, pues el propietario pensaba que era un libro inglés común; los Melvilles especiales a los que era tan aficionado; el ejemplar numerado de Endymion, y su colección de tratados árabes de matemática. Selena pasó unos diez minutos mirando uno de estos tratados, recuerdo, aunque confesó que no entendía una palabra de árabe. Al finse lo devolvió al doctor con una sonrisa, diciendo que le parecía interesante. El doctor se rió y dijo que era la primera mujer que opinaba eso del libro, y que podía venir a la biblioteca y leerlo cuando quisiera.

    Por supuesto, la belleza de Selena era una llama en la casa. Iba de un lado a otro, llevando con ella una luz, y era patético observar cómo Jerry la seguía con los ojos. Y sin embargo nunca vi entre ellos ninguna actitud apasionada. En cierta ocasión, pasando por el cuarto que llamábamos el cuarto extra (una especie de cajón que se abría junto a la biblioteca, y que en un tiempo, me parece, fue oficina de una secretaria) encontré a Jerry sentado junto a Selena en el viejo y gastado sofá de cuero. No la abrazaba, de ningún modo; le besaba la mano, inclinado sobre ella. Selena le miraba la cabeza con una mirada clara, casi interrogativa, y había, me pareció, una débil sonrisa en sus labios, como esas sonrisas de los niños que no saben muy bien lo que hacen.

    Me excusé rápidamente, y me alejé, pero me sentía contento. Hacían una pareja perfecta, y Selena tenía quizá un alma. Más tarde la encontré en la biblioteca, sola, mirando otra vez un libro del doctor. Se había puesto un chaleco tejido, de lana gruesa, de color crema oscuro, y una falda de un verde opaco. Su único adorno era el anillo con la esmeralda grande y cuadrada que le había regalado Jerry. Le pregunté si podía entrar.

    —Ciertamente, Bark —dijo Selena, y dejó el libro.

    Me senté en el sillón grande, mi preferido, junto a la chimenea. De pronto, mirando a Selena, encontrándome con aquellos ojos extraordinarios fijos serenamente en los míos, me sentí muy débil.

    —Selena —dije.
    —¿Sí?
    —Sólo quiero decirte que lamento lo que pasó este mes. Temo no haber actuado muy decentemente.
    —No debes sentirlo así.—Lo sé, pero lo lamento. Escucha, Selena. Jerry es un muchacho excelente, ¿no es cierto? Se merece lo mejor. Trátalo bien.

    Selena me miró fijamente.

    —Es mi deseo —dijo al fin, y añadió—: ¿Qué quieres que haga?

    Yo no podía mirarla a los ojos.

    —Oh, ya sabes.
    —No —dijo ella—. No sé. ¿No hago lo que debo?

    La conversación, advertí, se me escapaba y me sentí un poco tonto.

    —Sí —le dije—. Supongo que sí. No me hagas caso. Quizá bebí mucho. — En seguida empecé a sentirme estúpidamente violento.— Si no sabes a qué me refiero, mejor para ti. Pero quiero decirte algo: recuerda que no encontrarás otro hombre como Jerry. Hay un único modo de entenderse con él: el de una total honestidad.

    Y estuve a punto de añadir: «Y si eres Luella Jamison, en nombre de Dios, díselo», pero no me arriesgué.

    Selena me escuchó sin moverse y sin cambiar de expresión. Al fin se incorporó y se acercó a mi sillón. Al verla inclinada hacia mí, mirándome, empecé a lamentar mis palabras. Quizá fue la serenidad impersonal de su rostro, pero sentí otra vez que aquel miedo me tocaba, rozándome el borde de la conciencia. Selena me puso la mano en el hombro.

    —Bark —dijo—. Intentaré hacer lo que quieres. Y lo intentaré con toda la fuerza e inteligencia posibles. ¿Te satisface?
    —Sí —le dije.
    —Esperas —siguió ella serenamente— que haga feliz a Jerry. Yo lo espero mucho más. Pero no debes pensar en mí como hasta ahora.
    —No he pensado en ti de ningún modo especial.
    —Te he visto resentido. Es natural, me parece. Pero también has desconfiado de mí. No debes hacerlo.Debes olvidar todo lo que has pensado. Jerry y yo tenemos mucho en común, Bark, que tú no imaginas. Nos entenderemos muy bien si nadie se entremete.

    Sin volver la cabeza, Selena salió del cuarto. Durante un tiempo me quedé allí, mirando por la ventana la nieve que giraba en el aire. Quizá fue esa contemplación de la tormenta lo que me hizo sentir tanto frío. Pero creo que la razón fue otra: comprendí pasivamente que cualquiera que fuese la cualidad que no me gustaba de Selena —y no podía aún darle nombre— era para mí irresistible. Había en ella una fuerza profunda y misteriosa.

    Lo que yo acababa de oír no era un reproche (merecido, realmente), sino una advertencia, y tan definida que sentí miedo. Sin embargo, recordando el episodio, escuchando interiormente las palabras de Selena, advertí que había algo allí que yo no entendía.

    Al cabo de un rato logré que Thomas me trajera un whisky, y me senté otra vez junto al fuego. Entró Grace, encantadora y alegre. Desaprobó inmediatamente mi actitud y ocupación.

    —¿Pero qué haces, muchacho? ¿Meditando y bebiendo?
    —Sí —respondí.
    —Anímate —dijo ella brillantemente—, mañana es el gran día. Te sentirás mejor cuando todo haya terminado.
    —Es cierto.

    Grace se sentó en la silla de Selena.

    —Todavía no os habéis reconciliado, parece.

    Me incorporé y le di un beso.

    —Vamos, querida, dame una oportunidad. Soy un condenado tonto, es cierto; pero odio esta situación más aún que mis acusadores.

    Grace dijo tranquilamente:

    —Creo que le estás estropeando un poco las cosas a Jerry. Tu conducta es criticable.
    —¿Y no mis motivos?—Dame un cigarrillo, ¿quieres, ángel? Gracias. — Grace lanzó una nube de humo, bastante grande como para ocultarle el rostro.— No, creo que tus motivos son los más puros.

    Sentí hacia ella una ola de gratitud. Había alguien que no me juzgaba como un tonto sin remedio.

    —Me quitas un peso de encima. Pensaba ya si estaría volviéndome loco.

    Grace extendió las manos en un ademán de humorística resignación.

    —Selena es una mujer hermosa, pero...

    No dijo más.

    —¿Pero qué? — pregunté.

    Mi madre se incorporó, se acercó, y me dio la mano sacándome del sillón.

    —Aún no conozco su edad.

    Grace —tiene sus momentos, hay que reconocerlo— me tomó por el brazo y salimos juntos.

    La mañana del doce dejó de nevar y salió el sol. Los decoradores estaban muy ocupados en la casa, así que Jerry, Selena y yo salimos a pasear en trineo. Hay un largo trayecto hasta las orillas del estrecho, y algunas de las pendientes son bastante abruptas. Jerry y yo hacíamos ese paseo desde hacía años pero yo nunca me había acostumbrado a la caída al pie de la terraza, donde el trineo saltaba en el aire. Durante algunos segundos uno se encontraba suspendido entre el cielo y la tierra, hasta que al fin los patines golpeaban la nieve ruidosamente.

    En el trineo cabíamos los tres, y debo decir en favor de Selena que no se le alteró un cabello. En una ocasión en que me volví y la miré, sorprendí una expresión de entusiasmo en su rostro.

    Al volver del paseo, Thomas nos trajo un poco de ron caliente. Nos quedamos un rato frente a la estufa charlando y riendo, y Jerry y Selena se tomaron de la mano. Luego llegó la hora del almuerzo, y en seguida la tarde. Poco después subíamos todos a vestirnos. El techo de mi cuarto era blanco y reflejaba el sol sobre la nieve. Tomé un whisky mientras me arreglaba. La novia es feliz, me dije, brilla el sol, y maldito sea este botón del cuello. Llegó la hora de bajar y de ponerse una sonrisa al cruzar la puerta. Gracias a Dios no fue una boda larga, ni con mucha gente. Los músicos tocaron la marcha de Lohengrin, pues Jerry había insistido en que la boda más sentimental y convencional era lo que mejor convenía a Selena después de un primer matrimonio presidido por un juez llamado Willets.

    Ahí llega la novia... sola, y tan hermosa con el traje de Grace que me sentí casi enfermo. Un traje gris, plateado y suave, y una fina cinta de flores en la cabeza. Lirios del valle del invernadero, probablemente. Los ojos brillantes y fríos, distantes como las estrellas, y con una luz interior. En el rostro de Selena había una gran serenidad y me pareció, más que nunca, una estatua animada.

    ¿Dónde está el novio?... Jerry de etiqueta, de pie junto a la mesa del vestíbulo transformada en altar, pálido, enjuto, y con un aire peligroso, como en el campo de juego, la cinta apretada bajo la barbilla, y el casco... Miró a la novia con una rápida sonrisa mientras el pastor leía sus oraciones. Las respuestas de ambos, firmes y en voz baja...

    —Y si alguien conoce algún impedimento...

    Yo conocía sin duda lo que podía ser un impedimento...

    —...o calle para siempre.

    Muy bien, callaré para siempre. Jerry besaba a Selena, besaba a su mujer. Todos besaban a la novia... Tus labios son fríos, Selena... Sí, una ceremonia encantadora... Déme otra copa de champaña cuando pueda, Thomas... Sí, el tiempo pasa rápidamente. Parece ayer cuando... Los dos subieron a cambiarse. Mucho tiempo. El buque no saldrá hasta después devarias horas. No, no creo que sea un secreto. Van a las Bermudas... Gracias, Thomas, el champaña es excelente... Ahí vienen. Palméalo cuando cruce la puerta...

    —Hasta pronto, muchacho.
    —Hasta pronto, Bark. Te veré dentro de seis semanas.
    —Muy bien.

    El ruido de un eslabón suelto en la cadena del neumático golpeaba un guardabarros trasero. Maldición, pensaba arreglarlo antes que saliesen... Champaña... No, papá, estoy muy bien, este líquido es inofensivo... charla... champaña... ¿Qué he dicho?... más champaña... (y suponga usted, mi querida señora, que le diga que mi mejor amigo acaba de casarse con una mujer que era probablemente una idiota hace menos de un año. ¿Cómo reaccionaría usted?)... sólo uno más, Thomas. Me cuidaré... Por supuesto, subiré en seguida... sólo un poco borracho, eso es todo... un momento, Thomas, y lograremos meternos en ese pijama. Muy bien... Dios, ¡qué noche afuera! La luna sobre la nieve... Feliz el novio, brilla la luna... Dios mío, la habitación da vueltas. Esa constelación grande es Orion... Recuerdo... malditos recuerdos...


    11
    Acontecimientos que conducen a un telegrama


    Dediqué el siguiente par de semanas a corregir mi vida. Era hora. Me temblaba la mano cada vez que tomaba un vaso, e iba muchas mañanas a la barbería, pues no podía correr el riesgo de afeitarme yo mismo. En la oficina se me acumulaba el trabajo, y decidí sacármelo de encima. En verdad me agradaba estar ocupado; me impedía pensar y sentirme solo. Lo hice tan bien, en algunos casos, que me aumentaron el sueldo. La vida, en muchos aspectos, era bastante satisfactoria.

    En el otro extremo se había producido un verdadero alejamiento entre el doctor Lister y yo. Mi conducta anterior y posterior a la boda (y me había emborrachado de veras; Thomas me informó más tarde que yo había dicho cosas que los presentes recordarían durante años) había sido imperdonable. El doctor me dijo francamente que estaba avergonzado de mí.

    Como resultado me encontré más solo que nunca, y durante diez días no pude acostumbrarme. El regreso diario a unos cuartos vacíos, con la perspectiva de largas horas de soledad, era tan deprimente que me costaba mantenerme alejado del scotch.

    Me preguntaba a menudo si Selena y su matrimonio con Jerry, no se habrían transformado para mí en una obsesión. Pensaba en Selena y me inquietaba,pero esta inquietud parecía tener algo de irreal. Al fin y al cabo, mis sentimientos nacían del horror de la muerte de LeNormand, un horror que había provocado un matrimonio. El destino de LeNormand, cualquiera que fuese su causa, amenazaba quizá a Jerry. Había mucho de misterioso en Selena, y la muerte del profesor, para que yo me sintiese tranquilo. Quizá los italianos puedan vivir, felices, en las laderas del Vesubio, pero yo no soy así.

    Durante el viaje de bodas, alquilé dos habitaciones en la parte alta de la ciudad. Jerry y Selena habían decidido ocupar, durante un tiempo al menos, nuestra vieja casa, y pasé muchas horas arreglándola. Resolví que encontraran un orden impecable y realmente fue así. Papeles nuevos en los estantes, todo en su sitio, los regalos de boda desempaquetados e instalados. Hasta colgué los cuadros en las paredes. Puse mi Marin sobre la chimenea, donde quedaba muy bien por cierto. El regalo del tío Horatio —una litografía del Buen Pastor bastante horrorosa— fue a parar al pasillo de entrada, donde podría, si era necesario, ablandar a los cobradores y meter prisa a las visitas que no se decidían a irse.

    Debo admitir que había algo de egoísmo en esta actividad. Yo quería ante todo que Selena se sintiera en deuda conmigo. Enterrar mis sentimientos y pensar en su placer y comodidad me daban una impresión de nobleza. El conjunto podía interpretarse como una autodramatización, pero ellos se beneficiarían, y yo no hacía daño a nadie.

    No he mencionado aún la carta de Jerry. Escribía con la reserva y discreción de siempre, pero advertí entre líneas que era feliz. El tiempo ha sido aquí cálido y con sol casi todos los días. No puedes imaginarte qué noches de luna. Y otras cosas similares. Mencionaba a Selena sólo una vez. Sé que ella te gustará cuando la conozcas mejor. Me pide que te envíe sus cariñosos saludos. Bueno, todo era como debía ser.Una carta muy normal, excepto por la posdata: ¿Has oído algo de Parsons? ¿Habrá descubierto algo nuevo? En los periódicos de aquí no se publican muchas noticias norteamericanas.

    Parsons, me parecía, no había encontrado ninguna solución. Yo no había vuelto a verlo, pero el doctor Lister fue un día a New Zion. De vuelta, pasó por mi nuevo domicilio —era una fría noche de febrero—y bebimos un vaso juntos. Me contó dónde había estado.

    —¿Parsons tiene algo nuevo? — le pregunté.
    —No. No creo que sepa más que al principio.

    Yo no estaba muy seguro. Había por lo menos una novedad. Luella Jamison. No tenía relación con el caso, por supuesto. Pero las coincidencias eran curiosas.

    Decidí sondear al doctor. Quería saber si Parsons le había mencionado, aun indirectamente, la desaparición de Luella.

    —¿En qué trabaja ahora? — pregunté.
    —No sé —me contestó, un poco embarazado, creí advertir—. Le escribí cuando iba a celebrarse el compromiso de Jerry.
    —Oh —dije—. No lo sabía.
    —Pues sí. Tenía que saber si las autoridades sospechaban de Selena.

    Asentí con un movimiento de cabeza.

    —Parsons me dijo que creía adivinar el motivo de mi carta. Hasta ese momento, me aseguró, podían afirmar que la señora LeNormand no estaba implicada en el caso. Tenía, por una parte, una coartada perfecta, y nada probaba que hubiese un cómplice. — El doctor sonrió sombríamente.— Advertía sin embargo que nada probaba tampoco que no lo hubiera.
    —La común prudencia oficial.
    —Sí —dijo el doctor—. Así lo pensé. Pero hoy fui a verlo. Quería averiguar si había o no novedades importantes. Regreso satisfecho, pues no hay nada.—Gracias a Dios.

    El doctor juntó las puntas de los dedos y los miró fijamente.

    —No creo —dijo— que la policía resuelva el caso LeNormand.
    —No —asentí.
    —Es lamentable, en cierto modo. Creo que todos seríamos más felices si esto se aclarara.

    Yo personalmente no estaba muy seguro. Dependía de cuál fuera la verdad.

    —Supongo que sí.
    —¿Tú y Jerry no ocultáis nada que pueda surgir más tarde?

    En la voz del doctor había un tono de disculpa.

    —No ocultamos nada.
    —Bien. Entonces debemos olvidar el asunto, hasta que la policía tenga algo que decir.
    —Totalmente de acuerdo.

    El doctor habló de otras cosas sin importancia durante un rato y luego se fue. Me sentí muy triste. Habíamos hablado como meros conocidos.

    El Empress arribó la tarde de un miércoles, y fui a recibir a Jerry y Selena. El doctor Lister había proyectado ir también, naturalmente, pero una operación urgente se lo impidió en el último minuto.

    Jerry tenía un aspecto magnífico. Irradiaba una serena felicidad, y estaba visiblemente orgulloso de su hermosa mujer. Selena no me pareció muy cambiada, y, ciertamente, nada había perdido de su belleza. La gente, aun en la irritante confusión aduanera, se detenía a mirarla, y en una ocasión un par de colegialas se acercó a pedirle un autógrafo. Pensaban aparentemente que una mujer tan llamativa debía de trabajar en el cine. Cuando les dije que era sólo la mujer de mi amigo, y nadie de quien pudiesen haber oído hablar, parecieron muy desilusionadas. Pero me pregunté en seguida si mis palabras eran exactas. Una de las niñas me dijo:—Perdón, señor, pero mi amiga y yo pensamos que la habíamos visto en las películas o los periódicos.

    En el taxi que nos llevó a la ciudad, Jerry me regaló una pipa que había comprado para mí en las Bermudas, y me sentí feliz. Me habían hecho sentar entre los dos, y fueron muy cordiales y simpáticos, principalmente Jerry. Sospeché que habían decidido que yo era un niño difícil y merecía un tratamiento cuidadoso y especial. Pero en general todo marchó agradablemente y los dejé en la puerta de su casa satisfecho de haberla arreglado tan bien para ellos. Sólo tenían que entrar y empezar a vivir. Hasta había llamado al lechero para que pasase todas las mañanas.

    Los meses que siguieron fueron buenos. Jerry les dijo sin duda a sus parientes cómo me había preocupado por la casa. Empezaron a considerarme otra vez un ser humano, y papá y yo reanudamos nuestra vieja amistad, lo que tanto significaba para los dos. Fui a Long Island muchas veces, y también cuando Jerry y Selena no estaban allí. En esas ocasiones papá y yo no discutíamos sobre la pareja, como en un acuerdo tácito.

    Yo había esperado que Selena me gustase cada día más. Pero no ocurría así, aunque empecé a admirarla en algunos sentidos. Tenía un extraordinario dominio de sí misma, y en lo que concernía a su belleza una modestia casi increíble, cualidad muy rara, me parece. A medida que pasaba el tiempo me sentía más cómodo con ella, pues llegué a descartar que fuese Luella Jamison. Selena sabía demasiado, tenía una mente demasiado clara y lógica, estaba demasiado informada acerca de los temas más abstractos para que alguna vez hubiera sido una idiota. Observándola, concluí que había tenido una educación muy larga y completa. Sólo así podían explicarse sus conversaciones con Jerry y el doctor sobre astronomía,matemática o arqueología. Esa educación explicaba también, probablemente, su insensibilidad ante los prejuicios y rarezas de la gente. Había crecido sin duda en una atmósfera de intelectualismo objetivo, que había moldeado sus intereses de un modo muy peculiar en una mujer. Pero después de estas consideraciones recordaba su modo de bailar, y ya no estaba tan seguro.

    Cuando Selena estaba en la casa, pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, leyendo libros de toda especie. Jerry y yo le pedíamos a menudo que nos acompañara en el coche, o jugara con nosotros un partido de ping—pong, o —cuando el tiempo era bueno— saliéramos al mar. Selena no aceptaba casi nunca, pero cuando lo hacía, se mostraba a la altura de las circunstancias. Recuerdo una ventosa mañana de marzo que navegábamos por el estrecho, con ella al timón. El viento soplaba ruidosamente, y la balandra corría con la cubierta rozando el agua. Selena, sentada en la popa —el viento le golpeaba el cabello y le encendía la cara—, observaba serenamente el nivel del agua que subía por sotavento. En el instante en que me pareció inevitable que zozobraríamos soltó un poco el timón y el agua dejó la cubierta. Selena no había parpadeado. Era sin duda muy serena y valiente. Pero me alegró que me tocara tomar el timón. Me agrada conservar un margen de seguridad.

    Selena era en este aspecto realmente admirable; pero aparte de admirarla, muy poco podía hacerse con ella. No mostraba, por alguna razón, esa reciprocidad que dulcifica toda relación humana. Podía hablar muy bien de diversos temas, pero no era capaz de conversar, y una verdadera conversación, me parece, debe de estar liberalmente salpicada de inutilidades. Cuando Selena hablaba, no hacía alusiones, nunca dudaba, no decía tonterías. Todas sus frases eran afirmaciones rotundas o preguntas directas. Reía muy pocas veces, pero tenía un especial y calla—do sentido del humor. De cuando en cuando insinuaba una sonrisa silenciosa, casi secreta, con que parecía disfrutar interiormente de algo. Me es difícil citar ejemplos, pero recuerdo una reunión nocturna en la biblioteca.

    Después de un rato empezamos a jugar al bridge, sin mucha seriedad. Grace había venido a pasar el fin de semana, y Jerry y yo jugábamos contra ella y Selena. Selena era, incidentalmente, la jugadora de bridge más asombrosa que yo haya conocido. Nunca, parecía, hacía una jugada inútil, y aunque algunas de sus sutilezas no tuvieran éxito, recuerdo que en esas ocasiones sonreía levemente. Al cabo de una hora o dos nos sentimos aburridos, y decidimos dejar el juego. Grace, que había anotado los tantos, sumó sin dificultad los números míos y de Jerry, pero la columna femenina daba vértigos. Grace se apretaba la frente y señalaba con el lápiz, murmurando entre dientes, mientras Jerry y yo reíamos y le decíamos que le dábamos el partido.

    De pronto Selena se inclinó hacia adelante, le sacó el anotador a Grace de debajo de las narices, y echándole una ojeada señaló:

    —Tres mil ochocientos sesenta.

    Jerry tomó en seguida el anotador mientras Grace miraba asombrada y aliviada a la vez. Tras un minuto aproximadamente, dijo con un tono de sorprendida admiración:

    —Exacto.

    Jerry era excepcionalmente rápido con los números, cualidad muy estimada en su empleo de la firma de estadísticas. Me pareció que la rapidez de Selena lo había picado un poco.

    —Eres una calculadora relámpago —observó.

    Selena respondió simplemente con aquella sonrisa leve e impersonal.

    En el verano, unos pocos meses después de la partida de bridge, Selena me mostró un nuevo aspecto de su carácter, en el que yo pensaría más tarde muy a menudo.

    Un día, en agosto si recuerdo bien, Jerry jugaba en el torneo de tenis del club. Yo había perdido el día anterior, y con alivio, pues las tardes eran realmente muy calurosas para hacer algo. No sé por qué le sugerí a Selena que diésemos un paseo a Montauk. Aceptó con bastante rapidez, aunque sentí que la idea no la atraía especialmente.

    Durante una hora viajamos en silencio. De vez en cuando me volvía hacia ella, sentada cómodamente a la sombra, en el rincón opuesto del asiento. Estaba inmaculada, con una blusa sencilla de color azul grisáceo, y un ancho sombrero de paja con cinta blanca. Me bastaba mirarla para sentir una cierta tranquilidad. Parecía como si hubiésemos firmado una tregua, y resolví firmemente no violarla.

    Después de un rato, sin dirigirse en apariencia a mí, Selena dijo: —Creo que Jerry es muy feliz.

    —Sí —le dije—. ¿Y cómo no?

    Yo quería ser galante, por supuesto, pero Selena no lo entendió de ese modo.

    —No esperabas que lo fuera.
    —Tonterías —dije, pero pensé interiormente que no podría mantener aquella paz si ella continuaba por ese camino. Era de una franqueza irritante.
    —No —dijo Selena—. Sé que te molesta, pero querría saber si se te ocurre alguna sugerencia.
    —¿Alguna sugerencia? — pregunté estupefacto.
    —Antes de que Jerry y yo nos casáramos me pediste que fuera buena con él.

    Este recuerdo me inquietó un poco, pero reconocí que así era.

    —De modo —dijo ella— que he hecho lo posible. ¿Crees que he tenido éxito?
    —Sí —le dije.

    Selena me miró con aquellos perturbadores ojos violetas, y dijo:—Te diré algo: no estoy acostumbrada a gentes como tú y el doctor Lister y Jerry. Quizá a veces cometa errores con vosotros.

    —Sí —dije, sintiendo que todo era cada vez más raro—, desde mi punto de vista cometes algunos errores. Me parece que deberías olvidarte un poco de ti misma.

    Selena suspiró.

    —No sé cómo se hace eso.

    El tono de su voz sugería que estudiaría el asunto en el futuro próximo y trataría de aprender.

    —De cualquier modo —le dije— dejemos los puntos de vista personales. Tú eres tú, y yo soy yo, y eso es todo, me parece.
    —Sí —dijo Selena, y sonrió con aquella rara sonrisa.
    —Dime —le pregunté tras una pausa—, ¿te gusta esta parte del mundo?

    Selena me miró sorprendida.

    —¿Por qué me lo preguntas?

    Yo sólo había buscado un tema de conversación, pero su respuesta me inspiró un rápido plan.

    —Oh, era sólo una pregunta. Algunos opinan que California es un don de Dios. Y un primo mío afirma que nada puede compararse a Maine. Todos tienen su región favorita.
    —Long Island es agradable, ¿no es cierto?
    —Sí —admití—. Como toda la costa norte. Pero también me gustan algunos sitios del Sur... Carolina y Georgia. ¿Has estado allí?
    —No —dijo Selena—, y no creo que me gustase. Las muchachas del Sur que me presentó Jerry no eran muy inteligentes. Y llevan esos nombres dobles como Mary Lou y Sue Ellen. Me parecen tontos.
    —Bueno, hay algo de eso —dije, añadiendo mentalmente que ella podría sumar sin perjuicio un poco de encanto sureño a su carácter, y sintiendo con irritación que no había podido atraparla.Selena me miró sonriendo.
    —Eres raro, Bark. Haces una pregunta y quieres que te respondan a otra, ¿no es asi?

    Me sentí molesto. Selena había dado exactamente en el blanco.

    —¿Cómo adivinas siempre lo que pienso?
    —Tú mismo lo dices.
    —¿Cómo? — le pregunté.
    —Bueno —dijo Selena, e hizo una pausa—. Supongo que si alguien habla a gritos, tú no dirías, aunque esté solo, que él no quiere que nadie lo oiga.
    —No, pero...
    —Eso haces con tu mente, Bark.
    —¿Quieres decir que me lees el pensamiento?

    La idea me aterrorizaba y embarazaba a la vez.

    Selena sonrió.

    —No como tú lo entiendes. Pero todos leen de algún modo el pensamiento. Lo sabes muy bien.
    —Bueno... —titubeé.
    —Todos vosotros habláis de un modo incompleto —continuó Selena—. Presta atención alguna vez. La conversación real no es sólo palabras. Las palabras son signos que indican lo que se quiere expresar. El resto pasa directamente de una mente a otra. Tienes que haberlo advertido.

    Esto es raro, pensé, pero supuse que en parte ella tenía razón.

    —¿Y mis palabras revelan tanto lo que digo como lo que no digo?
    —Así es.
    —Hum. — Decidí probarla.— ¿Y si me dijeras qué pienso ahora? — pregunté, diciendo me mentalmente que la teoría me parecía ridicula.

    Selena se rió.

    —Para el coche. Te haré una demostración.

    Me acerqué al borde del camino.

    —No crees que yo tenga razón. Recuéstate un momento y escucha.

    Me recliné en el asiento y esperé. Selena ya no sonreía, pero no me pareció sin embargo totalmente seria. Sentí de pronto, incómodamente, que estaba divirtiéndose a mis expensas, y luego que quería que yo hiciese algo. Pero no sabía qué y la miré interrogativamente. Ella nunca fumaba, por supuesto, pero se me ocurrió que podía ofrecerle un cigarrillo. El silencio se estaba haciendo incómodo. Saqué el paquete del bolsillo y se lo ofrecí.

    —Un cigarrillo —dije.

    La tensión se disolvió instantáneamente.

    —Sigamos el viaje —dijo Selena—. Ya sabes que no fumo, Bark.
    —Oye —dije—, ¿qué demonios es esto?

    Selena habló serenamente.

    —Acabo de pedirte un cigarrillo sin hablar. Y me lo ofreciste.

    Eso era. Pensé y pensé mientras corríamos por el camino, pero no llegué a ninguna conclusión.

    —Una demostración excelente —dije al fin.
    —Sí —dijo Selena.
    —Espero que no hagas lo mismo con tu pobre e indefenso marido.
    —Oh —dijo ella alegremente—. Jerry no es nada parecido a ti.

    Y tuve que contentarme con esto.

    Comimos junto al faro, y miramos cómo venían las olas. Fue un rato muy agradable excepto cuando Selena empezó a explicarme la teoría de las mareas primaverales, todo porque yo observara ociosamente que las aguas estaban muy altas. Me sentía demasiado soñoliento y lleno de sandwiches y cerveza fría como para que me importara realmente. Pero no dejó de fastidiarme que lo supiera todo. Un poco de ingeniosa ignorancia, decidí, ayuda extraordinariamente al encanto femenino.

    Pensé mientras volvíamos que nunca había pasado un día entero con una persona aprendiendo tanpoco sobre ella. Es irritante, inevitablemente, que alguien —hombre o mujer— nos oculte su carácter. Mi capacidad de charla se había agotado y yo atendía al volante mirando el camino y los coches, y no pensando en nada o casi nada, cuando ocurrió algo curioso. Selena se inclinó de pronto y tiró del freno de mano. Instantáneamente el coche empezó a patinar, los neumáticos chirriaron sobre el asfalto, y no sé cómo pude impedir que volcáramos.

    En medio de mi lucha con el volante, un gran coche abierto de color amarillo surgió de un estrecho desvío, ante nosotros, y se lanzó rugiendo a la carretera, pasando a unos centímetros de nuestro parachoques delantero. Saqué el freno de mano y nos pusimos otra vez en marcha. El sudor me corría en hilos por la frente. Nunca en mi vida había estado tan cerca de un choque. Sólo la rápida intervención de Selena nos había salvado. Mientras lo pensaba advertí que un muro de piedra y un cinturón de árboles ocultaba totalmente el camino lateral.

    —¡Dios! — le dije a Selena, que seguía a mi lado—. ¡Gracias! Faltó muy poco. Aún oigo el canto de los ángeles.

    Selena asintió con un movimiento de cabeza.

    —No podías ver el camino.
    —No —dije—. Malditos chicos. No sé cómo los padres consienten esto. — Selena calló, y de pronto comprendí:— ¿Cómo supiste que venían?
    —Tuve, como dice Jerry, una corazonada.
    —Bueno —le dije—, ¡sigue teniéndolas!

    Me parecía sin embargo que había actuado con una rapidez y una eficacia muy raras. Yo debía agradecérselo, pero me sentía también, como otras veces, irritado e intranquilo. ¿Cómo había sabido Selena que se acercaba el coche? Un día volví al lugar y comprobé que no había modo de ver más allá del muro y los árboles. La única explicación era una especie de clarividencia.Los meses siguientes pasaron, uno tras otro, sin nada importante para esta historia. Me dediqué más y más a mi trabajo. En consecuencia, no vi a Jerry y Selena muy a menudo. Jerry, cuando nos encontrábamos, se mostraba encantado con los progresos de mi obra, y también sorprendido. Él, por su parte, no se interesaba mucho en los trabajos estadísticos, aunque entiendo que se desempeñaba brillantemente. Me dijo en varias ocasiones que lo aburrían. Admitió que iba a la oficina lo menos posible, y me pregunté si estaría volviéndose perezoso, lo que sería raro en él, o qué lo ocuparía el resto del tiempo. Una noche descubrí la verdad.

    Él, Selena, papá y Grace vinieron a cenar a mi casa un domingo. Me agradaba invitar así informalmente, una o dos veces por mes, a algunas personas. Yo ganaba, en verdad, bastante dinero y me gustaba agasajar a quienes me habían ayudado alguna vez, especialmente papá. De acuerdo con mis ocupaciones, el domingo era el día mejor, y Grace se alegró de poder ir, pues Fred jugaba entonces un torneo de golf en algún lugar de Florida.

    Esa noche Jerry y Selena llegaron temprano. Los aperitivos no estaban aún preparados y me sorprendieron en mangas de camisa, pero Jerry estaba tan excitado y entusiasmado que esos detalles no importaban. Traía algo bajo el brazo y tan pronto como acabamos con los saludos me lo presentó con una amplia sonrisa.

    —Mira, Bark. Con cariños del autor.

    Era una revista delgada, de carátula gris, con un título de tres líneas: una publicación dedicada a la matemática. Eché una ojeada al índice, y allí estaba el nombre de Jeremiah Lister.

    —¡Caramba! — exclamé, y volví las hojas buscando su artículo—. ¡Qué endemoniada sorpresa!
    —Dices bien —comentó Jerry resplandeciente—. Esa oscura y triste publicación es más cerrada queel Racquet Club. Y he echado abajo sus austeras puertas.
    —Bueno —dije, tratando de ganar tiempo y mirando el artículo—. Es una sorpresa. Y yo no he llegado a la mitad de la novela. Me has ganado esta vez.

    El trabajo de Jerry no ocupaba más de dos páginas y era para mí como una inscripción en sánscrito. Había unas pocas palabras de introducción escritas por el cerebro que dirigía la revista donde el trabajo de Jerry era calificado como «brillante», «original» y «altamente sugestivo». Después de mirar desesperanzadamente el texto durante algunos segundos dije:

    —Apuesto a que Selena te ayudó en esto.
    —No —dijo Selena, aparentemente tomando mi broma en serio—. No lo ayudé.
    —No realmente —dijo Jerry—. Se opuso desde un principio. Me dijo que era una pérdida de tiempo, pero corrí el riesgo y perseveré. Me agrada trabajar en este campo.
    —Como diría la obra inmortal que teníamos en el colegio, la gramática francesa de Fraser y Squair: Chacun á son gout.

    Pero yo me sentía realmente contento con el artículo. Jerry era un muchacho brillante, sin duda.

    —¿Qué significa eso? — preguntó Selena.
    —Cada loco con su tema —le dije.

    Selena se mostró sorprendida.

    —Pero esto no es una locura. El artículo de Jerry es absolutamente correcto.
    —Bromeaba. Una traducción más exacta sería «hay gustos para todos».
    —Oh.
    —No trates de leerlo, Bark —dijo Jerry—. Pero ponió en tu estante de primeras ediciones. Será una pieza de colección algún día.
    —No —le dije—. Soy un intelectual sin remedio. Todos lo saben. Lo dejaré en la mesa del vestíbulo para impresionar a la gente.

    Jerry se rió.

    —Pronto estará cubierto con círculos de vasos de whisky.

    Lo llevé a la biblioteca.

    —En ese caso lo pondré al lado del libro de Gertrude Stein que Grace me regaló en Navidad. Los dos me ayudarán a recordar que hay cosas en el mundo que no entiendo.

    Selena me siguió.

    —¿Quién es Gertrude Stein? — me preguntó, interesada—. ¿Alguna mujer matemática?
    —No exactamente —le informé—. Toma. Échale un vistazo.

    Le alcancé el volumen.

    Selena lo abrió y miró las primeras páginas.

    —¿Hay gente que entiende esto? — me preguntó.
    —Bueno, hay gente que dice que sí.

    Selena fue hasta el sofá y se sentó con el libro. Yo colgué los abrigos y empecé a preparar un cóctel. Pocos minutos después Selena se incorporaba y dejaba el Gertrude Stein en el estante.

    —No significa nada —dijo—. No debes poner ahí el artículo.
    —Sin embargo Jerry debería sentirse orgulloso —le dije.
    —No le hagas caso, querida —comentó Jerry, hamacándose en mi mejor silla—. Lo hace para que no me envanezca.

    Serví los cócteles. Sabían bien. Grace entró y tomamos otra vuelta. Le mostré el artículo de Jerry.

    Grace arrugó la frente y lo miró un minuto.

    —Cielos, Jeremiah, querido mío, no sé cómo tienes tiempo para estas cosas con una mujer como Selena.

    Jerry enrojeció y se rió.

    —Para lo que no tengo tiempo —dijo— es para mi trabajo en Howard y Neurath, estadísticas. Renuncio la semana próxima.
    —¿Renuncias?Me sorprendí, aunque sabía que no le agradaba el trabajo de oficina.
    —Sí —dijo Jerry—. He decidido que mi lugar está en la enseñanza.

    Me pareció bien y así se lo dije.

    —Pero ante todo tengo que doctorarme. Eso significa escribir una tesis.
    —Magnífico —le dije—. No imagino nada más repulsivo que escribir una tesis, pero tú eres capaz de disfrutar con eso.
    —Gracias. Representará un año de trabajo, de todos modos. Selena y yo estamos pensando en ir a ese sitio de papá, en el Oeste.

    Recordé entonces que los Lister eran propietarios de una especie de casa en Arizona o Nuevo México donde ni el doctor ni Jerry habían estado nunca. Un artista o algún otro se las había dejado, pero jamás le habían encontrado utilidad.

    —¿No está en medio de un desierto endemoniado?
    —Sí. Pero es un lugar tranquilo y podré trabajar. No nos sentiremos solos —dijo Jerry mirando cariñosamente a su mujer.

    Grace se volvió también hacia Selena.

    —¿Permitirás que este joven completamente loco te transforme en una anacoreta, Selena? Yo no lo consentiría jamás.
    —A Selena no le importa.
    —No —dijo Selena—. No hay motivo para no ir. Aunque desearía que Jerry no tuviera que escribir esta tesis que se le ha ocurrido. — Se volvió hacia mí.—¿No puede enseñar sin haber escrito algo?
    —Bueno —le dije—. Para enseñar en una buena universidad se necesita un título. Y eso significa una tesis.
    —Ya —dijo Selena, y su voz sonó débilmente y hubo en ella un tono de curioso desengaño. Yo no entendía por qué, pero era para mí una mujer incomprensible.Jerry y Selena partieron a las pocas semanas y fuimos todos a la estación. Cuando el tren entró en la caverna sombría del Gran Central, tuve una oscura sensación de tristeza, como si hubiera llegado el fin de algo. Jerry y yo habíamos estado apartándonos, naturalmente, a medida que divergían nuestras vidas, pero esta vez había también otra cosa.

    Nos escribimos, por supuesto, de cuando en cuando. Las cartas de Jerry venían con el sello de Los Palos, y al principio llegaban casi todas las semanas. Luego se espaciaron, y lo mismo las mías. Me dije que él y Selena debían de estar disfrutando de su soledad, pero en la última o la penúltima de sus cartas me pareció notar algo raro:


    Selena parece gustar del paisaje, ciertamente majestuoso e imponente, cuando uno se acostumbra a su desnudez. Estoy trabajando mucho y progresando de veras. Sólo hay una dificultad: quisiera trabajar a la vez en muchas cosas. La ventana de mi estudio se abre sobre ochenta kilómetros de desierto. Sería muy fácil perderse, y probablemente nadie te encontraría. Selena camina mucho, y a veces temo que no pueda volver antes del anochecer, pero me parece que sabe cuidar de sí misma. Creo que a ti también te gustaría el lugar, Bark. ¿Por qué no vienes por un tiempo, más adelante?


    Le escribí y le dije que me gustaría ir, aunque estaba endiabladamente ocupado. La carta me había inquietado de algún modo. Sentía que Jerry me necesitaba y que era demasiado orgulloso para pedirme que fuese. Más tarde, pensándolo otra vez, se me ocurrió que quizá se sentía solo, y dejé de preocuparme.

    Un mes después llamaron a mi puerta a las nueve de la noche. Era un mensajero de la Western Union. El telegrama decía:

    Puedes venir en seguida en el tren del jueves a la mañana. espero verte.
    jerry.


    Lancé una maldición, pedí permiso en la oficina, y tomé el Century del día siguiente. Papá me acompañó al tren.

    —Escríbeme en seguida —me dijo— si es algo serio.
    —Descuide —le dije.

    Ambos nos preguntábamos por qué Jerry me había telegrafiado sólo a mí y qué habría ocurrido, pero no sabíamos si recibiría a tiempo un telegrama. En Cloud Mesa no había teléfono, y el doctor Lister sugirió que estaba muy lejos de Los Palos para que Jerry fuera todos los días.

    Cuando el tren se puso en marcha, vi por la ventanilla el rostro ansioso del doctor. Le sonreí como pude y me recliné en el asiento. Iba hacia algo, sentí, que continuaba los raros sucesos del último año y medio. Las ruedas saltaron sobre los últimos cambios, y el tren se lanzó hacia el norte a través del túnel, bajo Park Avenue.


    12
    Trozo de conversación


    Los Palos se extiende a un lado del ferrocarril. A la luz intensa de la mañana sus contornos tenían una claridad casi superrealista. Bajé del coche, tambaleándome, medio dormido, y miré desanimado el pueblo.

    Los edificios se alineaban irregularmente, más allá de la carretera. Había sólo uno de ladrillo. El resto era de madera, agrietada, descolorida por el sol, y falta de pintura: una miserable hilera de tiendas, bares, garajes y restaurantes. Nada justificaba, en apariencia, la existencia del pueblo. Más allá de la carretera y las vías descendía la gigantesca pendiente de un valle oscuro, kilómetro tras kilómetro, sin una mancha verde o el cubo solitario de una casa. El día se anunciaba caluroso, pero sentí un escalofrío y me volví hacia Los Palos.

    A mi derecha las ruinosas fachadas de la calle principal terminaban en una brillante estación de servicio, rosada y blanca. A la izquierda, otra estación deslumbrante, roja y amarilla, señalaba el fin del pueblo y el principio del desierto. La estación de ferrocarril era un edificio grisáceo, sin ni siquiera la dudosa distinción de las obras de su época. Más allá, asomando por encima del pueblo, se veía la torre del agua.

    Los Palos, en suma, era un típico pueblo del desierto, que había nacido con el ferrocarril, y se habíamantenido terca y precariamente con vida mientras el ganado que pastaba en los alrededores tuvo algún valor en el mercado. Luego había empezado a morir, lentamente. Parecía en verdad que se había hundido ya, en parte, en aquel desierto inmenso, como un viejo y fatigado buque que se pierde de vista en un océano en calma. Me sentí deprimido. Si éste era el contacto de Jerry con el resto del mundo, Cloud Mesa debía de ser ciertamente un lugar solitario. Miré por encima del valle, hacia el oeste, y aunque lejos, muy lejos, se veían las cimas de unas montañas, nada parecía corresponder a las descripciones de mi amigo.

    No había nadie en la plataforma, salvo un viejo muy delgado, con lustrosa chaqueta de sarga azul, que podía ser el jefe de estación. El viejo me miró unos instantes, perezosamente, y entró luego en el edificio. La calle principal estaba desierta, y las tiendas parecían cerradas. Nada en Los Palos, sin duda, justificaba que alguien se levantase a las seis menos cuarto. Dejé mis maletas en un lugar donde Jerry podía verlas fácilmente, y crucé la carretera —la calle principal— en busca de un desayuno.

    Después de recorrer un rato la calle, hacia abajo y hacia arriba, encontré al fin un café donde un hombre sin afeitar me fue trayendo con deliberada y enervante lentitud las distintas partes de un desayuno. Mi impaciencia fue inútil. Descubrí en el café el sabor del agua del tanque, la manzana asada había estado allí muchos días, y el jamón hubiera arruinado cualquier picnic. Pedí un huevo.

    —No han llegado todavía —dijo el hombre, y después de un silencio de varios minutos me invitó a que pagara.


    Pagué y salí. La calle había despertado en parte. Un hombre barría la acera frente al bar Tres Hermanos[1], y un poco más lejos un perrito olía un poste telefónico. Crucé la calle. Un sedán, un Hudson polvoriento, se acercó a no menos de ochenta kilómetros por hora y atravesó Los Palos en unos quince segundos. Lo observé con envidia y volví a la estación ferroviaria. No había nada allí, naturalmente, pero me senté en el carrito de equipajes, encendí la pipa, y miré a mi alrededor. El hombre que había vivido en Long Island, New Jersey o aun en el norte de Nueva York, no advierte en un principio la dimensión real de los escenarios del Oeste. Los picos que asomaban en el sur, sobre el valle, estaban probablemente tan lejos de mí como Filadelfia de Nueva York. Y en toda esa extensión no había nada o casi nada que entretuviera la vista. Dejé que mis ojos corrieran por los fondos del valle y esperé a que pasara el tiempo. Al cabo de un rato consulté mi reloj. Eran las seis y cinco. Yo había estado en Los Palos menos de media hora. Se me ocurrió que cincuenta años en este lugar equivaldrían a cinco vidas comunes en cualquier otro sitio.

    Todo esto era trivial, en cierto modo, pero estar sentado allí, en la plataforma de la estación, mirando varios centenares de kilómetros cuadrados de desierto, con la muerte en vida de Los Palos, a mis espaldas, me daba una rara, extraña impresión. Me sentí nervioso. El tabaco me parecía demasiado fuerte y un poco amargo, y el corazón me latía con excesiva rapidez. Era inútil preguntarse por qué me había llamado Jerry, pero el hecho me inquietaba. Yo había esperado, al despedirnos en Nueva York, que en el futuro nos encontraríamos pocas veces, y casualmente. En aquella despedida había habido algo de final. Jerry, había sentido yo, era parte de mi pasado, y ya no del presente. Y de pronto me llamaba, me pedía que viniera a verlo. Yo me había preguntado, en el tren, si me necesitaría a causa de Selena, si habría habido alguna discusión entre ellos. O quizá el motivo era esta soledad... Pero Jerry sabía qué pensaba yode su mujer, y era orgulloso, demasiado orgulloso para admitir que se sentía solo con ella, o que yo —quien más se había opuesto a su matrimonio— pudiera ayudarlo de alguna manera. Jerry nunca necesitaba ayuda. Y sin embargo, ¿qué otra cosa podía necesitar? Él sabía cuántos inconvenientes me traería este viaje... Dejé de pensar, pero no por eso me sentí más tranquilo.

    Mi estado de ánimo nacía quizá de la irritación de la espera, sin nada que hacer en aquel pueblecito miserable, y con un mal desayuno en el estómago. Nada me unía a Los Palos. Hasta mis ropas eran ridiculas, demasiado buenas y totalmente inapropiadas. Empecé a sentirme como un pez fuera del agua, hasta que miré otra vez las extensiones desiertas. La frase me pareció entonces sin sentido. Meiosis, la palabra griega lo expresaba perfectamente. No había agua allí, ni humedad siquiera, salvo quizá en las hojas de algún cactus, o en las venas de una serpiente cascabel. En verdad no había nada allí... Excepto una remota y diminuta estela de polvo que se arrastraba por el valle, precedida por una mancha oscura.

    Durante tres cuartos de hora miré el penacho de polvo. Crecía con una agónica lentitud. De cuando en cuando el sol se reflejaba en el parabrisas, y me lanzaba un rayo brillante; otras veces el coche y la nube polvorienta parecían confundirse con el suelo. Pero antes de terminar mi segunda pipa comenzó a ascender la pendiente que llevaba a la torre de agua, cruzó las vías, y se acercó rugiendo a la estación.

    Mi primera impresión fue que Jerry tenía un aspecto excelente. Llevaba una camisa blanca, de cuello abierto, con las mangas recogidas. El sol le había tostado la cara, el cuello y los antebrazos, y le había aclarado el pelo, que ahora era de un pálido oro. Jerry saltó a la plataforma y corrió hacia mí. Nunca lo había visto correr, excepto cuando jugaba al fútbol. Comúnmente se arrastraba hacia uno. Pero ahorahabía prisa en él. Sentí en seguida que su alegría al verme no era nada común, y eso, también, me sorprendió. Pero no tuve tiempo de pensar.

    —¡Hola, Bark!
    —Hola, Jerry.
    —Perdón por haber llegado tarde. Pinché un neumático a mitad del camino y perdí mucho tiempo.
    —Está bien —le dije—. Me he entretenido en criticar a Los Palos.
    —Hermoso lugar, ¿no es cierto? Tendrías que verlo los sábados a la noche. Algunos bares están abiertos hasta las ocho y media o nueve. — Miró mis maletas.—¿Éstas son tus cosas?
    —Bueno —le dije—, la multitud se fue yendo y las dejó, así que decidí apropiármelas.
    —Demonios —dijo Jerry—. Es maravilloso verte.

    Entramos en el coche.

    —A propósito, ¿quieres algo antes de salir? Es tu última oportunidad.
    —Escucha —le dije—, si sabes cómo huir rápidamente de aquí, en nombre de Dios, no te detengas.
    —Adelante pues —dijo Jerry, y apretó a fondo el acelerador.

    Salimos de Los Palos como un murciélago de un campanario, y no miré atrás. Cuando cruzamos las vías y entramos en el desierto corríamos ya a más de ochenta kilómetros por hora, y a pesar del camino estrecho y arenoso, seguimos a esa velocidad. El gran Packard devoraba las innumerables curvas y pozos con una especie de soñolienta indiferencia, y después de una media hora nuestra velocidad empezó a inquietarme. Si algo ocurría, tardaríamos un día en volver a pie al pueblo, y las montañas que se alzaban ante nosotros no parecían haberse acercado. Miré a Jerry. Estaba sentado cómodamente al volante, lanzándose intrépidamente a las curvas y desafiando la salvaje aspereza del camino con un negligente descuido que me devolvió en parte la paz.—No gastes la cabalgadura, duro jinete del Oeste —sugerí.

    Jerry me miró rápidamente.

    —Hace calor aquí después de las ocho —observó, sin aminorar la marcha.

    El calor empezaba a sentirse de veras. Me saqué la chaqueta, el chaleco y la corbata y los arrojé al asiento de atrás. La operación me lanzó casi fuera del coche. Luego encendí otra pipa y traté de descansar. En ese momento subíamos una pendiente y bajábamos velozmente por el lado opuesto. Desde la plataforma de la estación aquellas tierras me habían parecido muy llanas. No era así, sin embargo, y no tenían fin tampoco, aunque al poco tiempo los ascensos se hicieron más frecuentes que los descensos y deduje que llegábamos al otro extremo del valle. Las estribaciones que se alzaban ante nosotros parecían menos desnudas. En los cañadones asomaban algunos árboles, y unos pocos matorrales crecían junto al camino.

    Los Palos se distinguía aún en el claro aire del desierto, como una filigrana de marfil. De cuando en cuando la imagen oscilaba; el calor se levantaba ya de la arena tostada y las rocas desnudas. Observé los bordes recortados y afilados de las rocas, y las abruptas irregularidades del suelo. El hombre es un extraño en estas regiones, pensé, propias de algún planeta sin aire que gira más allá de la tierra. Miré otra vez a Jerry, contento de no estar solo, y advertí en su rostro algo que en la estación había pasado por alto. Se le había tostado la piel, era cierto, pero se le veían también más claramente los huesos de la cara. Había arrugas nuevas en los ojos, y los labios parecían más finos y nerviosamente apretados. Tenía que atender a aquel camino endiablado, por supuesto, pero eso no explicaba totalmente aquella tensión. Y me pareció que aunque le alegraba mi compañía no pensaba mucho en mí. Alguna otra cosa le ocupaba la mente,además de la atención al volante. Y ni siquiera sospeché qué era.

    Poco después de las ocho de la mañana el camino torció gradualmente a la izquierda, hacia el sur. Al cabo de un rato corríamos paralelamente a las montañas del oeste. Las pendientes se hicieron más regulares, y llegamos a un lugar sombrío, al pie de una pared de rocas. Jerry acercó el coche a la pared y se volvió hacia mí. En el repentino silencio pude oír el burbujeo del agua en el radiador.

    —Nos detendremos aquí para refrescarnos —dijo Jerry, y salió del coche.

    Caminamos un poco, y dije que el lugar era muy solitario.

    —Sí —dijo Jerry—. Cuesta acostumbrarse. Pero uno llega a quererlo.
    —Supongo que sí.

    De pronto Jerry me miró y sonrió mostrando los dientes.

    —Demonios, me olvidaba. Tenemos desayuno.

    Buscó en la parte de atrás del coche y sacó un termo de café y varios sandwiches de jamón. Recordé otro picnic —¿hacía cuánto tiempo?— en otro coche. Yo esperaba que esta vez... Dejé de pensar. El café caliente era excepcionalmente bueno.

    —Selena prepara mejor el café que la mayoría de las novias —le dije.
    —Lo hice yo —dijo—. Selena no cocina.
    —¿No se le aplican entonces los viejos chistes sobre las tartas?
    —No. No le interesa mucho la comida, realmente.

    Creí advertir que Jerry callaba algo.

    —Bueno —observé—, de todos modos puedes tomar café en algún bar del pueblo.
    —¡Dios, no me digas que has desayunado allí!
    —Y no muy barato.
    —Lo siento. Debimos habernos detenido antes. No lo pensé.Terminé mi segundo sandwich.
    —No importa. Esto lo compensa todo.
    —Lástima que no tengamos whisky.

    Supe así que él también recordaba, pero me propuse no decírselo.

    —Oh, demonios, he prometido no reincidir, o algo similar. Soy casi un abstemio ahora.

    Jerry calló un buen rato y al fin dijo:

    —Me alegra que trabajes tan bien.
    —Yo no diría eso, pero he progresado con respecto a meses atrás. Demonios, Jerry, tienes que perdonarme muchas cosas. Actué como un tonto.

    Jerry no me miró.

    —Tenías tus razones. Y muy buenas razones, en algunos aspectos.
    —No, no hay excusa, en verdad.

    Jerry se puso de pie y caminó de un lado a otro, mirando al suelo.

    —Oye, Bark. Antes que nos vayamos deseo hablar contigo. Quiero que conozcas el porqué de mi telegrama.
    —Muy bien.
    —Ante todo. No creas que ha ocurrido algo malo entre Selena y yo... Bueno, en realidad estoy más enamorado de ella que al principio.
    —Claro —dije—. Sois una magnífica pareja.
    —Gracias. Te pareceré un asno cuando te lo diga. En cierto sentido, soy más feliz que nunca, y en otro... bueno, todo está bastante mal. — Jerry se pasó la lengua por los labios y siguió:— No estás casado, y no sé cómo explicártelo. En fin, durante un tiempo todo progresó entre nosotros, y luego se detuvo.

    Empecé a decir algo y callé, incómodo.

    —No, no es eso. Nosotros... es decir, la parte sexual está bien. Es algo que no se puede expresar exactamente en palabras. Pero cuando uno está enamorado quiere darle todo a la otra persona. El sexo es sólo un aspecto. ¿Tiene esto algún sentido para ti?
    —Naturalmente.
    —Y no sólo se desea darlo todo, sino también recibirlo todo. El amor es reciprocidad.
    —«Mi verdadero amor tiene mi corazón y yo tengo el suyo —cité—. Uno por otro, en un justo cambio.»
    —Sí —dijo Jerry—. Tiene que ser un justo cambio. Ésa es la cuestión.
    —¿Y no es así?

    Jerry dejó de caminar y me enfrentó.

    —Siento todo el tiempo como si Selena me ocultase algo. A veces es como si ella pensara que soy demasiado joven para saberlo. Y sin embargo me quiere, Bark.

    Yo no podía responder adecuadamente sin traer a la luz la fantástica historia de Parsons, la historia de Luella. Había, gracias a Dios, una explicación más verosímil.

    —Al parecer —dije—, hay en ella un complejo materno. Y es natural, en cierto modo. No olvides que éste es tu primer matrimonio, pero el segundo para ella.

    Jerry empezó a pasearse, pateando los pedruscos.

    —No, no es eso.
    —Es así, no lo dudes.

    Jerry sacudió la cabeza.

    —Recuerda —dijo— que no estuvo casada mucho tiempo. Y con LeNormand. El primer matrimonio no cuenta.

    Presentí que oiría en seguida algo desagradable. No sabía qué era, pero cuando Jerry habló no supe qué decir.

    —Verás —continuó Jerry en voz baja y sin mirarme—. Cuando nos casamos, Selena era virgen.

    Después de mi primera reacción ante aquella confesión inesperada, comprendí que al fin y al cabo no era tan sorprendente. Me alegré, de algún modo, por Jerry. Y supe a qué se refería. ¿Cómo explicar algo que faltaba entre ellos? En seguida me sentí dominado por un sentimiento de soledad tan intenso que fue casi terror. Recordé la desteñida esterilidad de Los Palos, con verdadera nostalgia. Aquí, en medio de un desierto inmenso y sin vida, yo estaba hablando con un hombre que había sido, que era aún, mi mejor amigo, y sin embargo si hubiera podido alejarme de él, lo habría hecho inmediatamente. No había razón, en apariencia, pero yo sabía que no debía estar allí, que el horrible tejido de circunstancias que nos había atrapado y cambiado y del que yo había creído escapar, estaba cerrándose otra vez. Miré a Jerry, y la dureza de su rostro me asustó. Parecía distinto. Había un abismo de tiempo no compartido entre nosotros, un tiempo en que habíamos crecido, transformándonos. Pero yo no temía a Jerry, sino a lo que quería de mí.

    —De modo que ya ves —estaba diciendo—, no es nada común. No somos un matrimonio desgraciado. No lo pienses.
    —Demonios —dije—. No pienso nada.

    Jerry me miró a los ojos.

    —Te lo explicaré mejor. Luego quiero que me digas algo. Algo que tú sabes, estoy seguro. Tienes que saberlo.
    —Muy bien —dije—. Si lo sé te lo diré.
    —Selena y yo no esperamos mucho para casarnos —dijo Jerry, y su voz era de un tono perfectamente objetivo. No pude decir si lo lamentaba o no—. Vosotros, casi todos, no lo aprobasteis. Una de las cosas que tú y papá decíais, y a menudo, era que debíamos conocernos mejor. ¿Recuerdas?
    —Sí —dije.
    —¿Por qué lo decías?

    Era una pregunta que yo no deseaba contestar, así que la evité con toda la cortesía posible.

    —Pensábamos, supongo, que era demasiado pronto para que os sintierais seguros... bueno, de vuestra felicidad.—Imagino que ésa era la idea de papá, pero pensé que tú te referías a algo más definido.
    —No —dije en seguida.
    —Bueno —continuó Jerry después de una pausa—, no hubiera cambiado nada.

    Se detuvo como si quisiera que yo asintiese, o negase. Yo no estaba seguro.

    —No sé adonde quieres ir.
    —¡Maldita sea! — dijo Jerry duramente—. No sé de Selena más que el primer día.

    La voz de Jerry resonó en la pared de piedra. Luego pareció expandirse, entrando en la tierra y las rocas. Hubo un eco en el aire, en el calor, en el sol. Había pasado un año y medio. En ese tiempo Selena no le había dicho quién era o de dónde venía. La única explicación posible era entonces la historia de Parsons, la terrible teoría de que Selena era Luella.

    Jerry me observaba atentamente. Al cabo de un rato continuó:

    —No sé si puedo explicártelo. Sabes cómo, en las novelas, una costumbre sin importancia del marido o la mujer crece y crece en la mente del otro hasta producirse una explosión. Bueno, así me pasa a mí. Tengo miedo de la explosión, Bark. ¿Sabes que Selena sólo me habla del presente o del futuro? — Calló un momento y miró a lo largo del cañadón y las extensiones desiertas.— Uno no advierte comúnmente cómo hablan los demás de su infancia, de su pasado. Gentes que conocieron en otro tiempo, cosas que recuerdan, conocimientos de esto o aquello. Todos son así, espontáneamente. Todos menos Selena.
    —Escucha —le dije—, no olvides la muerte de Le—Normand. Es natural que ella no quiera hablar del pasado.
    —No, Bark. — Jerry suspiró.— Ella me habla muchas veces de LeNormand, aunque de un modo raro, y bastante más de Collegeville. Las mujeres de los profesores, y todo eso. Pero nunca de algo anterior.Temí preguntárselo, pero entendí que era mi última oportunidad.
    —¿Nunca te habló ni siquiera de su familia?

    Jerry me miró con los ojos agazapados y la boca entreabierta.

    —No. Nunca. Es decir... —empezó y se detuvo de pronto.
    —Ya ves —dije—, me ocultas algo. No es tan malo como pretendes.
    —Una vez —dijo Jerry, con una voz más dura que antes—, una vez dijo algo de su familia. — Calló un rato y al fin prosiguió:— Fue durante la luna de miel, en las Bermudas. Me desperté una vez en medio de la noche. La luna llena entraba en el cuarto. Selena dormía. La miré: encantadora, perfecta, con el rostro bañado por la luz. Sabes qué hermosa es.

    Asentí con un movimiento de cabeza.

    —Bueno. No puedo decirte exactamente qué sentí al mirarla. Algo creció en mi interior. Dejé de ser yo mismo. En ese momento sólo sabía que la amaba. Y al fin me incliné sobre ella y la besé. Selena se despertó. Me miró unos instantes preguntándose, advertí, por qué la habría despertado. Y luego sonrió un poco, como si supiera cuánto la quería, y se acercó a mí. Nos quedamos allí, juntos, acostados, mirando por la ventana la luz de la luna en las hierbas y los árboles y el océano lejano, sin hablar. Al fin Selena suspiró débilmente, o así me pareció, y dijo algo en voz baja. Lo dijo para sí misma, reconozco, pero alcancé a oírlo.

    Hubo una larga pausa, y luego Jerry continuó con una voz baja y temblorosa:

    —Selena dijo... dijo: «Esto es lo que mi gente no conoce».
    —¡Jesús! — exclamé involuntariamente. Había esperado cualquier cosa menos esa frase. No concordaba con todo aquello que Parsons y yo habíamos discutido. No tenía sentido en Luella Jamison.Jerry apuntó cuidadosamente y lanzó una piedra a la luz del sol, del otro lado del cañadón.
    —Nunca más dijo algo parecido. Oh, le pregunté muchas veces qué había querido decir, pero se negó siempre. A veces se reía y decía que olvidáramos el pasado. En una ocasión insistí pidiéndole que hablara.
    —¿Y qué pasó entonces?
    —Parece tonto, pero se enojó tanto que temí continuar.
    —¿Piensas que se trata de una conciencia culpable o algo parecido?
    —Dios —dijo Jerry, impaciente—, no lo sé. Juraría que no hay nada en Selena que pueda avergonzarla. Pero me atormenta advertir que nunca retrocede más allá de los días de Colegeville. La sensación de que hay algo que no quiere compartir conmigo, una parte de ella que no quiere entregarse. Y he empezado a tener miedo. Podría ser algo horrible, pero eso no cambiaría nada en mí y ella lo sabe. Puede ocurrir, sin embargo, que esto, la razón de su silencio, salga a la luz alguna vez, y me sorprenda. Temo ya que conozcamos a gente nueva, pues podría pertenecer a ese pasado. Por ese motivo, entre otros, hemos venido aquí.

    No supe qué decirle.

    —«Esto es lo que mi gente no conoce» —citó Jerry lentamente y en voz baja. Luego se volvió hacia mí y dijo—: Bark, tú sabes algo de Selena que yo ignoro. Tienes que decírmelo.
    —No seas tonto —dije rápidamente—. ¿Qué podría saber? Siempre que vi a Selena estabas tú, prácticamente, y lo mismo durante el caso LeNormand.
    —No —dijo Jerry—. No eres sincero. Te conozco muy bien, Bark. Después de aquel viaje tuyo a Collegeville, te vi cambiado, en muchos aspectos. Bebías más. Nos evitabas. Había algo en ti, algo que sabías. Algo que descubriste allí por tus propios medios, o algo que Parsons te dijo. Y debo saberlo. Quizá pienses que soy un neurótico o un insensato, o que he perdido simplemente la cabeza, pero te digo que debo saberlo.

    Jerry me miró fijamente y con una atención que me estremeció. Sí, yo le había hecho una promesa a Parsons. Podría olvidarla y contarle a Jerry la historia de Luella. Pero no me parecía que eso pudiera ayudarlo. Sería para él, en cambio, otra incertidumbre horrorosa que debería resolver. Después de vivir, materialmente, con la historia de aquella increíble desaparición, y las posibilidades que ella encerraba, yo sabía muy bien qué efectos podía tener sobre Jerry. No, realmente, no se lo diría.

    —Parsons —respondí con cuidado— estaba en un callejón sin salida. Me dijo que nos seguían en Nueva York. Conocía todos nuestros pasos. Eso me puso nervioso.

    Jerry no me prestó atención.

    —Así que no me lo dirás —comentó.
    —Escucha —dije—. Sé algo que no conoces, pero no tiene relación con Selena, salvo indirectamente. No te serviría de nada, y le prometí a Parsons que no se lo diría a nadie. Me preguntó si tenía alguna relación con el caso LeNormand. No la tenía, y así se lo aseguré. Eso es todo.

    Jerry sacudió la cabeza.

    —Muy bien. Eres terco. Pero prométeme algo.
    —¿Qué?
    —Cuando hayas pasado aquí unos días, piensa si podrías decírmelo.

    Asentí con un movimiento de cabeza.

    —Bueno —dije—, pero es un disparate. Si no, te lo hubiera dicho hace tiempo.

    Subimos otra vez al coche sin añadir una palabra. Al ponernos en marcha, Jerry dijo:

    —Y Parsons no descubrió quién mató a LeNormand.
    —No —dije, y en seguida me pregunté si sospecharía de Selena—. Me dijo sin embargo, que Selena, tú y yo no podíamos haberlo hecho. Había pruebas.

    Jerry calló un momento mientras metía otra vez el coche en aquel camino miserable.

    —Parsons es un hombre listo. Encontrará la solución.
    —Bueno —dije—, no sabe cómo seguir. No hay pistas, ni motivos, ni testigos.

    Jerry no apartó los ojos de la carretera.

    —Hay aquellas ecuaciones... —dijo—. ¿Recuerdas las notas en la mesa?
    —Sí —dije, pero no me parecía que probasen algo—. Bueno, los números no mienten, aun sin relación con el crimen.

    Jerry sonrió ligeramente.

    —He estado entreteniéndome con esas ecuaciones. Selena me sorprendió y como un tonto le dije qué era. No le gustó.
    —Oh —dije—, ¿por qué?
    —No sé exactamente. Supongo que tiene relación con el resto... no querer recordar el pasado.
    —Bueno —observé—. Recuerdo que le interesaron mucho aquellos libros árabes de papá.
    —Sí —dijo Jerry frunciendo un poco el ceño—. Sabe mucho de matemática. No puedo imaginarme dónde lo ha aprendido. Con LeNormand, quizá.

    El calor nos quitó las ganas de hablar. El coche siguió serenamente su marcha, hacia el suroeste, por el largo camino a Cloud Mesa. Llegamos poco antes de las once.


    13
    Cloud Mesa


    La noche envejecía sobre nosotros. Las estrellas parecían más pequeñas, las masas sombrías de los árboles eran más densas y menos nítidas, y el agua del estrecho brillaba rara y débilmente... «La hora más oscura»... Mientras me volvía hacia el doctor Lister recordé este lugar común.

    —Pronto amanecerá —dije—. Pero ésta es la parte de la historia que más importa.
    —Por supuesto —dijo el doctor—. ¿Estás demasiado cansado para seguir?
    —Estoy demasiado cansado para detenerme.
    —Podemos hacer un alto si lo deseas.

    El doctor no parecía cansado. Derecho como siempre, tranquilo, con los ojos clavados en mí... Me animé a mirarlo.

    —Nunca podremos volver a esto —dije—. Terminémoslo ahora.
    —Sí.

    El doctor habló serenamente, pero advertí que tamborileaba con un dedo en el borde de la mesa.


    En los últimos kilómetros, el camino subió continuamente. Debimos ascender así unos trescientos metros. Rodeamos luego unas estribaciones, y vi Cloud Mesa.

    Me pareció un enigma geológico. En su forma se parecía a la meseta común del suroeste, con sus la—deras empinadas, cubiertas de detritus rocosos, y unos acantilados desnudos en lo alto. La cima sobresalía como la tabla de una mesa sobre el valle, pero el borde oriental se unía al muro de montañas, y el lado norte, el más estrecho, descendía suavemente hasta un cañadón por donde subió nuestro coche. Vi en seguida el cubo de la casa, claramente recortado, blanco a la luz, en la ladera norte de la meseta.

    Un artista llamado Eberhardt, en un tiempo amigo del doctor, había construido la casa. Había venido al Oeste a pintar y a recuperarse de una dosis de gas. Antes de morir había pintado unos cuadros del desierto, raros, de violentos colores. Nunca me gustaron. Había en ellos una evidente brutalidad. Eberhardt dejó casi todas estas obras y la casa al doctor Lister... como muestra de gratitud, supongo. La casa había estado vacía hasta la llegada de Jerry y Selena. Miré el precipicio y se me encogió el corazón. No he conocido lugar más solitario o más empequeñecido por sus alrededores.

    Jerry detuvo el coche ante una especie de choza maltratada por el tiempo que servía de garaje. Bajamos desperezándonos. Jerry tomó mis maletas y fuimos hacia la casa. No parecía de cerca tan aborrecible. Las paredes eran de un blanco cremoso, y las persianas de un azul convencional. Desde lejos me había parecido más pequeña. Detrás de la casa había un manantial, aparentemente. Se veía por lo menos una sombra de verde, que en aquella sedienta región no podía explicarse sin agua.

    Selena nos esperaba en el umbral. Llevaba un vestido de lino amarillo y sandalias. Nada había cambiado en su belleza. El sol no le había tostado las piernas ni los brazos, y el rostro y el cuerpo eran tales como yo los recordaba: esculturales y perfectos. Más tarde, cuando la vi caminar, observé que se movía otra vez con aquellos pasos largos y rápidos. Había dejado de imitar a Grace.—Hola, Bark —me dijo, y extendió la mano.

    La saludé y le dije que me alegraba verla, lo que no era cierto. Pensé que ella lo sabía.

    —Bueno, Bark —dijo Jerry con una voz que no me pareció natural—, bienvenido a nuestra humilde casa.

    Les dije que me alegraba estar allí, y entramos. La casa era oscura y fresca. El piso de baldosas y las anchas paredes de adobe parecían conservar el frío de la noche. La primera habitación servía de sala de estar, con una gran chimenea a la izquierda, en el lado este. No había muchos muebles; unas alfombras navajas en el piso, un banco largo frente a la chimenea, una mesa de madera sin pintar, y tres sillas.

    Jerry abrió una puerta en el otro extremo de la habitación.

    —Éste es tu cuarto —dijo, y entró con mis maletas. El cuarto era poco más que un cubículo, con una cama, una palangana, y una ventana al este—. Creo que encontrarás todo lo que necesitas.
    —Seguro —dije—, esto es realmente palaciego.

    Pero pensé, con una oscura sensación de alivio, que aquello era un verdadero refugio.

    Luego de lavarme y ponerme unas ropas viejas, Jerry me mostró el resto de la casa. Al lado de mi habitación había un pequeño estudio, con las paredes cubiertas de libros, y detrás un amplio dormitorio, donde dormían Jerry y Selena, con una puerta en la pared oeste. La cocina estaba al suroeste de la casa.

    Había algo allí que me perturbaba, pero no podía saber qué era. La sencillez del interior me parecía agradable. Ni siquiera la media docena de cuadros de Eberhardt que colgaba de las paredes podía explicar mi nerviosismo. Salimos de la casa y entonces entendí. La enorme masa de la meseta se alzaba, imponente, sobre nosotros. Incalculables toneladas de roca y tierra parecían suspendidas sobre el techo. Las dimensiones mismas de la falda nos transforma206ban en hormigas. No sé cómo describirlo. Sentí como si un gigante fuese a poner un pie sobre la casa, aplastándonos.

    Jerry me mostró todo muy orgulloso, y sentí que mi primera reacción había sido algo excesiva. Pero advertí en su entusiasmo y su charla incesante que mi llegada lo había aliviado. ¿Qué largos silencios habría habido entre Jerry y Selena? Luego, en la tarde, cuando la sombra azul de la meseta se derramó sobre la casa, como un crepúsculo, sentí otra vez aquella intranquilidad. Observamos cómo la sombra descendía por la pendiente, y cuando cayó sobre la casa me volví para entrar.

    —Espera un minuto, Bark —dijo Jerry—. Quiero que veas otra cosa.

    Ascendimos unos metros y Jerry me mostró unos escalones desiguales labrados en la piedra.

    —Habitantes de los riscos. Dios sabe hace cuánto tiempo, pero los escalones están aún en buen estado. ¿Vamos arriba?

    Noté que Jerry deseaba subir, así que me mostré de acuerdo. No era realmente una ascensión peligrosa o difícil. Aunque nos detuvimos varias veces para tomar aliento y mirar hacia atrás, llegamos a la cima en menos de un cuarto de hora.

    Ante nosotros se extendía el desierto gigantesco, de color dorado en los lugares con sol, y de un azul purpúreo en las sombras que venían de las montañas del oeste. Observando aquella inmensa marea sombría, comprendí de pronto que la tierra era realmente una pelota, suspendida en los abismos del espacio, y que giraba alrededor de su eje con una precisión y un poder majestuosos. Me pareció sentir cómo la meseta se alzaba por el oeste, bajo mis pies.

    Pasó un tiempo y al fin nos volvimos y caminamos por la cima. Era un terreno desnudo, con unos pocos matorrales, y aquí y allá se veían unos montículos; restos, según Jerry, de antiguas casas. Ante nosotrosse alzaba una pequeña elevación. Nos acercamos y vi sobre ella una piedra oblonga.

    Miramos la piedra, gastada por el tiempo, maciza, toscamente labrada por unos hombres que habían muerto mil años atrás. Era, indiscutiblemente, un altar.

    —«Al Dios desconocido» —dije.

    Jerry miró el altar largo tiempo.

    —Sí —dijo al fin—. «Al Dios desconocido.» Aunque supongo que entonces tendría nombre. Para ellos, la gente que vivía aquí.

    Ciertamente, era ésta una de esas cimas que los antiguos llamaban sagradas, ya fuese en Palestina o en América. Un lugar tranquilo, alejado de los negocios humanos. Así que habían cortado una piedra, y la habían puesto allí, donde se alzaría durante siglos y siglos, bajo la bóveda celeste y barrida por los vientos. Un altar, sí, y en un sitio donde la inmensidad del universo rozaba las orillas de la tierra. La piedra celebraba un poder innominado, era un monumento a la energía o la voluntad tremendas que habían creado el universo.

    Me alejé de mala gana, y sin embargo ansioso de dejar aquellas alturas y el viento que soplaba sobre nosotros. El escenario era tan inmenso que sentí la urgente necesidad de un techo, un fuego, cuatro paredes. Jerry sintió aparentemente lo mismo. Descendimos con apresurada precaución los escalones oscuros, y al acercarnos a la casa vimos que Selena había encendido un fuego. El resplandor de unas lenguas amarillas bañaba las ventanas.

    Jerry y yo preparamos rápidamente la cena. Selena se sentó en la sala a leer. Recordé que Jerry había dicho que ella nunca cocinaba, pero me sentí igualmente un poco molesto. Cuando al fin terminamos los preparativos, nos encontramos con una cena pantagruélica.

    La ascensión y el aire me habían dado un apetitotremendo. Jerry y yo comimos con entusiasmo, pero Selena, advertí, movió la comida en el plato y apenas la probó. Fue una cena silenciosa, quizá porque Jerry y yo devoramos la comida, pero pensé otra vez que los silencios debían de ser en aquella casa bastante frecuentes. Sin embargo, la comida era buena y no me preocupé demasiado.

    Al fin apartamos las sillas y encendí mi pipa. Tuve casi una sensación de paz. Por primera vez no me sentía allí un extraño. Le sonreí a Selena y dije:

    —Esto es muy agradable, Selena. Me alegra haber venido.

    Selena me devolvió la sonrisa casi automáticamente.

    —Es un lugar hermoso, ¿no es cierto?

    Jerry pareció decidido a no permitir que la conversación decayera. Empezó a explicar que allí la vida crecía en uno, y que no se cansaba de mirar el desierto y las montañas, y que debíamos dar algunos paseos tan pronto como yo me acostumbrase al clima.

    Al cabo de un rato Selena me preguntó si no me faltaba nada en mi cuarto.

    Le dije que no.

    —Esta noche querrás acostarte temprano —me dijo—. El aire del desierto da sueño.

    Jerry añadió rápidamente que aunque yo podía acostarme cuando quisiera, él esperaba que charláramos un rato. Empezó a juntar los platos y a llevarlos a la cocina rechazando firmemente mi ayuda. Selena volvió al banco frente al fuego y abrió otra vez su libro. Cuando Jerry sacaba las migas de la mesa, se volvió y lo miró por encima del hombro.

    —¿Vas a trabajar esta noche, Jerry?
    —Bueno —dijo Jerry, y había un matiz de disculpa en su voz—. Estoy terminando casi, ya sabes, y me parece que trataré de adelantar un poco. Creo que voy a alguna parte.—Querido, es inútil, ya te lo dije. Me gustaría que lo dejaras.

    En el rostro de Jerry apareció una leve expresión de terquedad.

    —Oh, respeta las manías de un pobre viejo. — Y volviéndose hacia mí, explicó:— Un poco de investigación matemática, para mi tesis. Se basa realmente en aquella locura de LeNormand, pero creo que podré endulzarla un poco.

    Así que estaba trabajando en eso. Me pregunté por qué no le gustaba a Selena. Parecía realmente disgustada, pero se limitó a decir:

    —Pierdes el tiempo.

    Jerry se rió.

    —No gastes tu hermosa cabeza en mi matemática, querida. Es inofensiva.

    Selena no respondió, pero creí ver a la luz incierta del fuego que había en su rostro una expresión nueva, que no pude definir.

    Podíamos oír a Jerry, en la cocina, silbando entre dientes y echando agua sobre fuentes y platos. Selena leía sin alzar la cabeza, y yo fumaba y la observaba. De pronto vi algo curioso. Selena estaba llorando, sin lágrimas, y en silencio. Pero retorcía la cara y apretaba fuertemente la mano sobre el banco.

    El llanto de una mujer, cualquier mujer, puede trastornarme enteramente, pero con Selena era doblemente insoportable. Yo nunca había imaginado una debilidad semejante en ella, y como además no me gustaba, no podía acercarme y consolarla. Así que me incorporé, me instalé junto a la chimenea, y fumé mi pipa mirando el fuego y pretendiendo que nada había notado.

    Algún leve sonido me hizo alzar los ojos. Selena se había levantado, y sin mirarme, y sin un gesto, fue hasta la puerta y la abrió. Antes que la cerrase vi un instante el cielo sembrado de estrellas de la noche occidental, y la silueta distante de las montañas deloeste. Una ráfaga de aire frío entró en el cuarto, y el fuego llameó en la chimenea. Jerry sacó un momento la cabeza, y desapareció otra vez sin decir una palabra. El agua siguió cayendo en la pila, pero Jerry había dejado de silbar.

    Nada en la vida, creo, ocurre comúnmente en tremendos episodios de evidente y dramática fuerza. La vida es una sucesión de hechos menudos, y su importancia depende en gran parte del observador. Yo, por ejemplo, no atendí particularmente a lo que ocurrió esa noche en aquel cuarto. Y sin embargo, hubiera podido advertir la continuidad de una trama, la trama del quinto acto de una tragedia, cuando todo ya ha ocurrido, y sólo faltan las palabras últimas, la destrucción definitiva de los protagonistas. Veo ahora qué era aquello: los últimos hechos antes de desencadenarse el horror inimaginable. Pero en aquel momento pensé solamente que Selena había salido para recobrar el dominio de sí misma, y que volvería pronto. El llanto de Selena, por otra parte, me había sorprendido. No había habido, me pareció, motivo suficiente, aun para una mujer menos fuerte que ella. Podía haberse sentido molesta con Jerry, pero no lastimada.

    Al rato me acerqué al banco y me senté. El libro de Selena estaba todavía allí, y al moverlo hacia un extremo del asiento vi que era un viejo ejemplar de los cuentos de Hans Christian Andersen, un libro de la biblioteca de Jerry,—en Long Island. Lo tomé ociosamente —Selena lo había dejado abierto, boca abajo—y empecé a leer:


    ... y a medida que crecía la noche fueron encendiéndose centenares de lámparas... Los marineros bailaban en la cubierta, y cuando salió el joven príncipe más de cien cohetes se alzaron en el cielo.


    —¡Eh, Bark! — dijo la voz de Jerry en la cocina.—¿Qué?
    —¿Qué whisky quieres?
    —Scotch.

    Jerry apareció con una bandeja, una botella de whisky, otra de agua, y dos vasos.

    —Aunque hayas firmado prácticamente una tregua, como dices, un vaso o dos no te harán daño.
    —Demonios, no —asentí—. Estoy dispuesto, por otra parte, a recuperar las alegrías juveniles.
    —Eres siempre el mismo fulano filosófico —dijo Jerry—. Yo personalmente bebo sin inventarme razones.

    Jerry sirvió un par de vasos. Sabían bien frente al fuego y bebí largamente.

    —Como en los viejos tiempos, Jerry.
    —Sí, es muy bueno verte otra vez.
    —Por nosotros.
    —Adelante.

    Llenamos otra vez los vasos y bebimos más lentamente. Jerry miró el fuego un momento y luego se volvió hacia mí, como movido por un impulso.

    —Ya ves cómo están las cosas.
    —Maldita sea —dije—, no veo nada.

    Jerry me miró pensativamente como si quisiera descubrir si yo decía lo que pensaba.

    —Selena ha ido arriba.
    —¿Arriba?
    —A la cima de la meseta.
    —¡Dios mío! — dije—. ¿En la oscuridad? ¡Puede matarse!

    Jerry no replicó en seguida.

    —Nunca le pasó nada hasta ahora.

    Esperé un minuto antes de contestar.

    —¿Quieres decir —pregunté al fin, incrédulo— que sube á menudo?
    —Casi todas las noches.
    —¿Hablas en serio?
    —Tan serio como el demonio.—Pero, Jerry —argüí—, no tiene sentido. ¿A qué va?

    Jerry hizo girar su whisky con agua en el vaso una y otra vez, mirándolo fijamente.

    —Me gustaría mucho saberlo. Me gustaría saberlo de veras.
    —Escucha —dije—. Tiene que haber alguna razón. Quizá le gusta estar sola allá arriba y mirar las estrellas y la luna.

    No había acabado de decirlo y ya me pareció una tontería.

    —Quizá —dijo Jerry. Calló un rato y al fin añadió—: La seguí una vez. Me costó mucho trabajo, aun a la luz de la luna, llegar arriba. No pude verla. Aunque claro, el lugar es grande. Al cabo de un rato la llamé, pero no respondió. — Jerry puso el vaso en el suelo, entre los pies, y sacó un cigarrillo.— Debió de haberme oído, sin embargo, pues a la mañana siguiente se enojó muchísimo. Me dijo que era demasiado peligroso, y que no volviera a subir.
    —¡Dios santo!

    Jerry buscaba en los bolsillos.

    —¿Tienes un fósforo?

    Encontré una caja en mi bolsillo. Había sólo unos pocos fósforos.

    —Toma.

    Jerry encendió el cigarrillo, lanzó una larga bocanada de humo, y observó:

    —He llegado a tal punto que ya no me importa.

    Bebimos unos pocos vasos más y nos sentimos muy bien. Hablamos de los viejos días y todo fue muy agradable. En dos ocasiones, recuerdo, Jerry echó más leña al fuego antes de que nos retiráramos a dormir. Cuando apagué la lámpara de mi cuarto, yo no había visto aún ni oído a Selena.

    El día siguiente fue mucho más fresco. Un fuerte viento descendía de las montañas, y me sorprendió ver una masa gris de nubes. Jerry y yo decidimos dar un paseo después del desayuno hasta el pico demás allá de la meseta. Selena desayunó muy tiesa, y habló muy poco. Dijo que no tenía deseos de caminar y que el día no era muy bueno, pero esperaba que lo pasáramos bien.

    En aquel paseo no hubo nada importante. Caminamos por una ladera del pico y nos sentamos en una roca, a comer nuestros sandwiches. Luego llené la pipa y Jerry se puso un cigarrillo en la boca. Pensamos un rato qué haríamos. No teníamos fósforos. Jerry encontró al fin la caja que yo le había dado la noche anterior, y la divina misericordia quiso que yo encendiera mi pipa con el último fósforo. Jerry encendió su cigarrillo en la pipa, y yo eché al viento la caja vacía. La miramos caer, perezosamente. Si yo hubiera sabido qué iba a pasar, habría prestado más atención a la larga curva de su caída. Nos quedamos en silencio un rato, fumando y mirando el desierto.

    —Bark —dijo Jerry al fin sin apartar los ojos del paisaje—, ¿me lo dirás ahora?
    —No puedo —le dije honestamente—. No te hará ningún bien, y no probará nada.
    —¿No tiene ninguna relación con el asesinato de LeNormand?
    —No —dije—, estoy seguro que no.
    —Muy bien. — Jerry guardó silencio, como pensando en lo que iba a decir.— Quiero hablarte de algo, y saber lo que piensas. ¿No te importa?
    —Claro que no.

    Jerry se reclinó en la roca.

    —Si descubro quién mató a LeNormand, y por qué, descubriré qué ocurre entre Selena y yo. He estado pensándolo desde hace un tiempo. Y he encontrado, me parece, una pista.
    —Una búsqueda bastante larga, ¿no es cierto?

    Pero yo estaba preocupado. No quería volver al caso LeNormand. No quería sobre todo recordar aquella noche en el observatorio Eldridge.

    —No —dijo Jerry serenamente—. No fue una larga búsqueda. Tenía la pista en mis manos. Esas ecuaciones que encontramos en la mesa de LeNormand. Trabajaba en eso cuando murió, estoy seguro.
    —Aunque así fuera —le dije impacientemente—, unos garabatos en un trozo de papel son pocas veces fatales.
    —Depende. Sí cuando ordenan hacer fuego a un pelotón de fusilamiento. Oye, Bark, no sabes qué importante era el trabajo de LeNormand. Lo más importante del mundo. — Jerry calló un instante. — ¿Recuerdas algo de tu matemática de colegio?
    —No mucho.
    —Bueno. Intentaré explicártelo en palabras. El trabajo de LeNormand se basa en el de un hombre llamado Minkowski. ¿Lo conoces?
    —Parece polaco.
    —Maldita sea, no sé si era polaco, pero fue un matemático genial. LeNormand hablaba de él como si fuese el único capaz de entender sus ideas. Pero LeNormand había superado a Minkowski.

    Eso no me interesaba mucho.

    —¡Minkowski! ¿Por qué estos matemáticos tendrán siempre nombres enrevesados?
    —Tonterías —dijo Jerry—. Se han hecho chistes con tu propio nombre, recuérdalo, y el mío parece parte de un antiséptico. Escucha. Minkowski trabajó en el problema del tiempo, entre otras cosas. Mucha gente llama al tiempo una cuarta dimensión. En cierto modo lo es. Todas las cosas existen en largo, ancho y profundidad, y asimismo en el tiempo. Duran. Si no fuese así uno no podría aprehender su existencia. Del mismo modo es imposible imaginar algo sin una de las otras dimensiones.
    —Muy bien —dije—. Te doy la razón.
    —Pero —siguió diciendo Jerry, muy serio— el tiempo no es igual a las otras dimensiones. Nadie ve la dimensión temporal de las cosas. Hasta es posible olvidarla, como Euclides, y trabajar con figuras geométricas, por lo menos en el papel, sin tenerla en cuenta. Este hombre, Minkowski, descubrió que el tiempo no es una cualidad ordinaria espacial, pero que podría serlo si se lo multiplica por la raíz cuadrada de menos uno.
    —Querido Jerry —señalé—. ¡La raíz cuadrada de menos uno! No he pensado en eso desde hace años. Lo mismo que aquello otro, la enésima potencia. ¿Y no había un símbolo de raro aspecto que representaba el infinito?
    —Sí —dijo Jerry mirándome con curiosidad—. El interior de una mente debe de ser una cosa rara.
    —Bastante —dije.
    —Sí. Bueno, LeNormand imaginó un grupo de ecuaciones que prueban la naturaleza serial del tiempo.
    —¿Eh?
    —Claro. No hay sólo un tiempo. Hay muchos. En verdad es una idea común, si lo piensas. La gente dice «El tiempo pasó lentamente» o «El tiempo pasó como un relámpago». Bueno, es como en la vieja canción: ¿Quién cuida a la hija del cuidador? Si hablas del tiempo estás midiéndolo con relación a algo, y ese algo es una especie de segundo tiempo.

    Me sentí un poco confuso, pero sabía que cuando Jerry empezaba a explicar algo ni las mismas potencias infernales podrían detenerlo.

    —No puedo explicarte mejor la idea de LeNormand. Aplicó el teorema de Minkowski a la concepción de un tiempo serial, o un haz de tiempos que fluye eternamente. Te resulta incomprensible, ya lo sé, y no puedo explicártelo con diagramas; pero habrás visto como todos, desde Einstein al viejito Bill Feldman del departamento de matemática, se oponían al asunto.
    —Dios mío —dije—, no sé cómo podían entenderlo.
    —No lo entendían. Bueno, esto es todo lo que puedo decirte de las teorías de LeNormand, por ahora.Hay una última ecuación, en la que estoy trabajando. Si puedo descifrarla... —La voz de Jerry se apagó un momento.— De todos modos, ya ves que la idea de LeNormand era importante. Me hablaba a menudo de lo que podía hacerse con esto, sólo como diversión. Una vez, recuerdo, me dijo que si uno pudiese gobernar la mente, después de morir, y fuera del cuerpo, se podría viajar por el tiempo. Convendría por ejemplo, me decía, que muchos cristianos fueran atrás y echaran una ojeada a la crucifixión antes de pensar en asegurarse una eternidad beatífica.
    —Hermoso —dije—, hermoso y agradable pensamiento para llevarse a casa.
    —Demonios —dijo Jerry—, no creo que LeNormand hablara aquí seriamente, no mucho por lo menos.

    Nos quedamos allí, inmóviles, largo rato, sin hablar. Quizá Jerry estaba pensando. En cuanto a mí, yo sabía que nunca podría entenderlo.

    Al fin Jerry habló otra vez, y su voz fue de algún modo más grave y más baja.

    —LeNormand murió a causa de alguna sustancia química, o alguna radiación. Una radiación es lo más probable, aunque Dios sabe de dónde venía. Y el motivo tuvo que haber sido su trabajo. No había otro.
    —Estaba Selena.
    —Sí —dijo Jerry—, Selena. Selena que no me dice quién era antes de que la conociésemos. Bark, ¿puedes decirme por qué tiene que ocultarme su pasado salvo que la relacione de alguna manera con el crimen?

    La voz de Jerry era dura y apremiante.

    —Jerry —dije con rapidez—, todo prueba lo contrario. Y si esto te consuela, no es lo que hablamos con Parsons tampoco.
    —Muchas gracias. — Jerry calló y se pasó la lengua por los labios.— No sabes, supongo, si Parsons intentó averiguar quién es Selena.
    —Sí —le dije—, lo hizo.—¿Y descubrió algo?
    —No.
    —¿Te das cuenta, no es cierto, Bark? No hay otra alternativa. Debo pensar que es el crimen de un hombre de ciencia. Estoy seguro de que Selena sabe quién lo hizo. Por eso no habla del pasado.
    —¿Y se casó con LeNormand para vigilarlo únicamente?

    Jerry asintió con una sonrisa que era una mueca.

    —Sí. ¡Maldición! ¿Crees que me alegra? ¿Crees que disfruto sospechando que mi mujer está implicada en un asesinato... un asesinato horrible, y de un hombre a quien yo quería?
    —Me parece que tu razonamiento es bastante débil.
    —Sí —admitió—. Lo sé. Pero hay más. Selena odia que trabaje en esas ecuaciones de LeNormand. ¿Recuerdas que anoche me dijo que era inútil? Lo inútil para ella es lo malo. ¿Y si piensa que me amenaza el destino de LeNormand?

    Entendí entonces, al fin, su tormento. Yo sólo podía ofrecerle otra alternativa similar, la alternativa de que Selena era Luella Jamison. Y sin embargo, la historia de Parsons me pareció en ese momento menos horrible.

    —Bark, ¿no ves como todo concuerda? Piensa en la inteligencia de Selena. Creo a menudo que entiende mejor que yo las ideas de LeNormand. Sólo por algunas pequeñas observaciones que hace de cuando en cuando. ¿De dónde pudo sacar esa inteligencia, y esos conocimientos, sino de una familia de hombres de ciencia?
    —La inteligencia no se adquiere, se nace con ella.
    —Quizá.
    —De todos modos tu idea es una locura. Frágil como un cristal, y tan improbable como un escenario cinematográfico. ¿De qué hombre de ciencia sospechas?—De ninguno. El trabajo de LeNormand pudo haber arruinado a cincuenta hombres.
    —¿Falta en la familia de alguno una mujer o una hija?

    Jerry me miró, duramente.

    —No lo sé todavía. Una agencia me está enviando informes de todos ellos.
    —¡Cielo santo!
    —Entiéndelo, Bark —me dijo Jerry serenamente—, si no puedo eliminar esta idea horrible, tendré que vivir con ella toda la vida.


    14
    Alguna vez es ahora


    En seguida nos incorporamos, e iniciamos el descenso. Un viento frío nos golpeaba las espaldas, y nos apresuramos. En varias ocasiones pensé que me gustaría fumar otra pipa, pero no había fósforos. Le hablé de esta molestia a Jerry y me sorprendió advertir que estaba preocupado. Me aseguró que no había más fósforos en la casa. Yo no podía creerlo, pero la preocupación de Jerry era indudable. Insistió diciendo que sólo él hacía los trabajos domésticos y sabía muy bien cuándo había o no fósforos. La idea de pasar una noche sin fuego, con una cena fría, y pensando que a la mañana siguiente tendríamos que hacer un largo viaje al pueblo, no nos agradaba. De pronto Jerry se detuvo y se volvió hacia mí con una amplia sonrisa.

    —¡Oye, ya sé qué podemos hacer! Encenderemos un fuego con una chispa de la batería. ¿Cómo no se me ocurrió antes?

    Y seguimos descendiendo la pendiente con ánimo más alegre. Jerry pensó, preocupado, que encontraríamos a Selena helada. Echamos a correr.

    Bordeamos un promontorio y la casa apareció ante nosotros, a unos quinientos metros. Nos detuvimos bruscamente. En la ventana del frente, la ventana de la sala, había luz. El resplandor anaranjado y llameante en la sombra de la pared revelaba, aun a aquella distancia, que la luz venía de la chimenea. Instantáneamente me sentí desilusionado. Quizá algún primitivo antecesor que sobrevivía en un rincón de mi cerebro, o quizá un recuerdo de mi época de boyscout me habían hecho aguardar, de un modo casi perverso, nuestro experimento. Ahora no era necesario. Selena había encendido la chimenea.

    El efecto en Jerry fue diferente. Miró la luz durante un rato sin moverse ni hablar. Durante un minuto o dos su expresión fue de incredulidad, y luego cambió, se endureció, se alteró, de un modo que no pude definir.

    —Bueno —dije—, no tendremos que probar suerte con dos palitos, o los cables de la batería.
    —No —dijo Jerry—. Selena ha encendido un fuego.

    Parecía sorprendido y quizá un poco inquieto.

    —Quizá recurrió a la batería o encontró un fósforo —sugerí.
    —No, el coche está en el garaje y no había fósforos en la casa.

    La voz de Jerry fue apagándose poco a poco.

    —Oh, bueno —le dije—, un fuego es mejor que ninguno. Acepta los dones de los dioses.

    Jerry me miró.

    —¿Qué? Oh, sí, claro.

    Pero era indudable que no estaba pensando en mis palabras.

    Caminamos otra vez hacia la casa. Jerry iba adelante, pero no se apresuraba ahora. En verdad, parecía moverse sin propósito alguno. Si aquél no fuera el fin de una larga caminata, yo hubiera dicho que se estaba paseando. Alzó varias veces la cabeza y miró hacia la casa, y advertí la tirantez de su rostro y su mirada distante.

    Entramos en la sala y vimos en la chimenea un fuego crepitante y alto. La madera seca del desierto ardía intensamente. Selena, sentada en el banco, miraba las llamas. El resplandor del fuego se le reflejaba en el pelo claro y brillante, y le encendía las mejillas.—Hola —dijo—. ¿Ha sido un paseo interesante?

    —Sí, realmente —dije—, aunque es difícil seguir a un chivo zancudo como tu marido.
    —Tiene el paso rápido, ¿no es cierto?

    Me acerqué y me instalé de espaldas al fuego. El calor me envolvió las piernas, quitándome parte del cansancio. Jerry estaba detrás del banco, detrás de Selena. Sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Habló luego, con una voz perfectamente casual:

    —Dame un fósforo, ¿quieres, querida?

    Aquella mujer podía pensar, y rápidamente. Hubo un cambio muy leve en su rostro. En seguida se inclinó y sacó de las llamas una larga ramita encendida.

    —Toma —dijo y acercó la ramita al cigarrillo de Jerry.

    Jerry aspiró largamente y la miró a través de la llama.

    —Gracias —dijo.

    Selena tiró la rama a la chimenea y se sentó otra vez.

    —Estábamos preocupados —señalé—, Jerry aseguraba que no había un fósforo en la casa. Pero veo que encontraste uno.

    Jerry se acercó y bajó la vista mirando a su mujer.

    —Sí —dijo, tratando inútilmente de dar cierta ligereza a su tono—, ¿dónde encontraste el fósforo?

    Selena lo miró. Había en su rostro una quietud que no olvidaré jamás.

    —¿Importa? — preguntó.
    —No —dijo Jerry—, no importa dónde lo encontraste. Importa si lo encontraste.

    La observación no tenía para mí ningún sentido, y todavía no la entiendo, pero Selena se puso inmediatamente de pie.

    —No debías haber dicho eso.

    No había ira ni dureza en su voz, sólo cansancio, y algo que era quizá desesperación.

    Jerry la miraba fijamente. La expresión de su rostro era tan evidente, tan directa, tan llena de horror que comprendí en seguida que esta conversación para mí incomprensible encerraba para él terribles y claras implicaciones.

    —Ah —dijo—. Era esto. Me lo pregunté durante mucho tiempo.

    Selena lo miró serenamente.

    —Traté de detenerte.
    —Sí —dijo Jerry—, trataste de detenerme. Debo agradecértelo. — Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una risita corta y nerviosa, que revelaba cierto temor.— Fuiste muy condescendiente... Selena.
    —No —dijo Selena en voz muy baja—. No, Jerry, no fue condescendencia.

    Jerry la observaba fijamente, advertí. Vi, también, que se estremecía, que se le retorcían las manos, y que los labios, más finos y descoloridos, le temblaban ligeramente.

    —Pude haberlo descubierto alguna vez —dijo al fin—, pero alguna vez es ahora.
    —Sí —dijo Selena, con una voz impersonal.

    Jerry se dominó al fin completamente.

    —¿Sabes qué pienso?
    —Por supuesto —dijo Selena.
    —¿Es la verdad?

    Selena asintió con un movimiento de cabeza.

    —Lo sabes muy bien.
    —Perfectamente —dijo Jerry como aceptando algo, y se volvió hacia mí—. Bark, tú no sabes qué es esto.
    —No —le dije.
    —Mejor así —dijo, y había cariño en su voz—. Quiero que me hagas un favor.
    —Naturalmente —le dije.

    Jerry se alejó del fuego.

    —Quiero que le lleves algo a papá cuando te vayas. Lo escribiré ahora... antes de que me olvide.

    Entró en el estudio y lo seguí titubeando. Todo era muy confuso, y por alguna oscura razón yo teníamiedo. Selena me siguió, pero se detuvo en el umbral.

    Jerry estaba ya sentado al escritorio. Los últimos y apagados rayos de luz que venían del oeste iluminaban el cuarto con un color desagradable y grisáceo. Jerry escribía rápidamente, como si quisiera terminar antes que las sombras cayeran sobre el cuarto. Lo observé un minuto, sintiendo la presencia de Selena a mis espaldas. De pronto, con un rápido ademán de impaciencia, Jerry arrugó la nota y la arrojó a un rincón.

    —Demonios —dijo mirándome con una sonrisa tirante y rápida—. No importa tanto al fin y al cabo.

    El resto ocurrió antes que yo pudiera reaccionar. La pistola debía de estar en el cajón del escritorio. Jerry se la llevó a la cabeza y apretó el gatillo.

    Se oyó un estruendo en aquella habitación pequeña. El revólver cayó ruidosamente al suelo, junto a la silla. Jerry se dobló sobre el escritorio y la cabeza se le hundió entre los brazos. Me pareció que sus ojos me miraban un instante. Casi en seguida dejé de verlos.

    Durante largo rato, una inmensurable secuencia de nada, me quedé allí, inmóvil, en medio de la habitación, mirando a Jerry. No puedo explicar qué sentí entonces, aunque algo sentí sin duda. Me parecía que yo mismo había dejado de vivir, y tenía un horrible nudo en la garganta.

    Advertí al fin que Selena pasaba junto a mí. Se acercó al escritorio lentamente, pero sin titubeos. Su rostro era perfectamente sereno, el rostro de un ángel que no conoce la pena, el dolor de la pérdida, ni la muerte, ni nada de lo que acelera el corazón humano. Se apoyó ligeramente en el escritorio, y miró a Jerry en silencio. Luego puso la mano, aquella mano larga de dedos blancos y fuertes, sobre el pelo de Jerry, tan ligeramente que apenas le rozó la cabeza. En seguida cruzó el cuarto y se inclinó a recogerla nota arrugada. La tomó y salió. Un instante después oí que la puerta del frente se abría y se cerraba.

    Por supuesto, hice lo que debe hacerse. Le ausculté el corazón. El cuerpo estaba todavía tibio. Algún instinto melodramático me impulsó a envolver el arma en mi pañuelo. Más tarde me alegró haberlo hecho. Evité dificultades con el comisario. Saqué el cuerpo y lo puse en mi cama. Me parecía imposible llevarlo al cuarto que había compartido con Selena. Lo más difícil fue cerrarle los ojos. Luego fui a la sala, alimenté el fuego y encendí las luces. No había más que hacer. El largo y retorcido camino hasta Los Palos sería indescifrable en la oscuridad.

    Más tarde me pregunté si Selena volvería. Esperé oír en cualquier momento el sonido de sus pasos, pero sólo el ruido del viento sobre la casa y el del fuego en la chimenea quebraban de cuando en cuando el silencio.

    Nada de lo que sentí o pensé aquella larga noche importa mucho realmente. En verdad, me limité a esperar, en aquel caos de soledad, pena y miedo, el regreso de Selena o la primera luz de la mañana. Pasó el tiempo y al fin la ventana del este empezó a aclararse. Salí en seguida para poner en marcha el coche. El enorme promontorio de la meseta, apenas visible a la luz gris del amanecer, me estremeció a pesar de mí mismo. Miré el sitio donde nacían los escalones, preguntándome si Selena estaría volviendo a la casa. Pero no había nadie.

    El coche se puso en marcha sin mucho trabajo, y lo acerqué a la casa todo lo posible. Antes de entrar otra vez, dejé el motor encendido. El ruido me tranquilizaba de algún modo. Llevarlo al coche y meterlo en el asiento de atrás fue una operación bastante horrible; pero yo había dejado de sentir. Antes de alejarme, apagué las lámparas y el fuego, y dejé abierta la puerta por si Selena volvía. Luego toqué la bocina una y otra vez. El sonido duro y agudo resonó sobre el valle y sus ecos volvieron a mí desde la pared del promontorio. Selena no apareció. Puse el coche en movimiento y descendí lentamente hacia el desierto y Los Palos, a cien kilómetros de distancia.

    El resto no fue importante, aunque sí bastante tedioso. Antes de que terminaran las formalidades con el comisario y el hombre de las pompas fúnebres, la insensibilidad que me había ayudado hasta entonces empezó a desvanecerse. No sé cómo aceptaron tan rápidamente mi historia, aunque, por supuesto, estaba la prueba del arma, y la marca de pólvora en la sien. Alguien volvió a buscar a Selena, pero no pudieron encontrarla. Me dijeron luego que la casa estaba como yo la había dejado. El comisario se las arregló para hacerme decir que el matrimonio de Jerry no había sido muy feliz y eso pareció satisfacerlo. Me dejaron en libertad rápidamente. No podía saber si habría sitio en un avión, y por otra parte el aeropuerto más próximo estaba a medio día de viaje, así que esperé tres días a que el tren transcontinental pasara por Los Palos. Sólo me detuve una vez, en Nueva York. Quería poner las cenizas de Jerry en la urna de plata.


    15
    La luz temprana


    Cuando acabé de hablar me sentí cansado, y vacío de toda emoción. Para mejor o peor, la historia estaba contada. Miré hacia atrás y me pregunté si era más que el relato de una obsesión, nacida de la visión del cadáver de LeNormand y unos celos subconscientes de Jerry que un analista bautizaría de modo desagradable. Episodios para mí extraños podían parecer naturales o simples coincidencias a una mente serena y clara como la del doctor. En ningún momento había probado yo concretamente que Selena era distinta a nosotros, y, de un modo poco claro, responsable de la muerte de dos hombres.

    Y sin embargo, sentado en aquella terraza, fatigado y triste, sentí que aún no se había dicho o hecho todo. Me pareció que algo inminente flotaba en el aire, y que no era aquél el fin de la historia. Yo no podía sospechar qué fin sería ése, pero lo temía.

    El doctor Lister no habló durante un rato. Se miraba las manos, apretadas sobre la mesa, como si no reconociera la forma de sus propios nudillos. Encima y alrededor de nosotros la noche había cambiado. La gran constelación de Escorpio había descendido en el cielo del oeste, y la oscuridad se transformaba en un color plateado, brumoso y brillante. Otra vez, como en Cloud Mesa, pensé en la tierra que giraba hacia el este, atravesando el espacio. El área pequeña que ocupábamos el doctor y yo era llevada hacia el sol...La casa, los árboles, las aguas del estrecho, todo el borde oriental del continente marchaban inexorablemente hacia la luz de un nuevo día. Muy lejos, el aullido de una locomotora introdujo una feroz cuña de sonido en el silencio de la terraza.

    El doctor abrió al fin las manos y me miró pensativamente:

    —¿Eso es todo?
    —Sí.

    El doctor puso las palmas de las manos sobre la mesa, se incorporó y apagó el farol.

    —No prueba nada —dijo, y se sentó otra vez—. ¿Crees realmente que hay alguna relación entre las cosas que contaste?

    Lo miré atentamente un momento. Pensé cómo podría transmitirle lo que yo sentía.

    —Sí, sí. Hay algo, pues Jerry llegó a descubrirlo. Por eso se suicidó.
    —¿Y no sabes qué es?
    —No —dije lentamente—. No lo sé. Pero tiene relación con Selena. Todo remite a ella.

    El doctor Lister asintió con un movimiento de cabeza.

    —Es una persona rara. Lo admito. Reconozco que no entiendo enteramente su carácter, pero aparte de eso, no veo nada que apoye tu punto de vista.
    —¿Y la muerte de LeNormand? Nadie ha podido explicarla, pero ocurrió. ¿Y el episodio de Galli—Galli y las cartas? Me parece que no se puede hablar aquí de mera coincidencia. ¿Y el paseo a Montauk? ¿Y el fuego que encendió en Cloud Mesa? ¿Cómo lo encendió?

    Aun mientras hacía estas preguntas podía imaginar las respuestas probables del doctor. La muerte de LeNormand era un misterio irresoluble. La policía no había descubierto al asesino, pero eso pasa algunas veces. Galli—Galli y sus cartas había sido un truco. Yo no estaba muy sobrio aquella noche, y podíanhaberme engañado fácilmente. El poder de adivinar el pensamiento que yo atribuía a Selena, y tal como había ocurrido en el camino a Montauk, se explica casi siempre por una atenta observación de los gestos y expresiones disimuladas del sujeto. Un reflejo del sol o algún ruido podía explicar que hubiese tirado del freno. Y en cuanto al fuego en Cloud Mesa había encontrado simplemente un fósforo. No había parte de mi historia que no tuviese una explicación racional.

    —Todas estas cosas —dijo el doctor serenamente— no son comunes. Pero no veo en ellas nada de misterioso. Puedo darte una explicación de todas ellas. Salvo de la muerte de LeNormand, por supuesto.
    —Y la de Jerry —dije brutalmente.
    —Sí —replicó el doctor en voz baja—. Esto es lo que más me cuesta aceptar.
    —Por favor, papá —dije—, antes de decidir que estoy sufriendo alguna especie de ilusión, trate de pensar en lo ocurrido desde otro punto de vista. Si puede demostrarme entonces que no hay nada, me hará un profundo servicio.
    —Muy bien —convino el doctor y encendió un cigarrillo mirándome con cierta simpatía—. Dejemos las cosas menores por el momento. Empecemos con Jerry y LeNormand.
    —Hay aquí algunos elementos comunes —dije.
    —Sí. ¿Cuáles?
    —El más importante —continué— es que no hay explicación en ninguno de los casos. Luego la presencia de Selena, y Jerry, y yo también, supongo, las dos veces.
    —¿Alguna otra cosa?
    —Una más —dije—. Las ecuaciones. Las ecuaciones de LeNormand. Forman parte del escenario.
    —Muy bien —concedió el doctor.
    —Y hubo un fuego, en los dos casos.

    El doctor asintió.—Algunos elementos podrían eliminarse. Jerry no encendió ninguno de los fuegos, y yo tampoco. Queda por lo tanto Selena. Selena y las ecuaciones. Jerry trabajaba en ellas en Cloud Mesa. No lo olvide.

    El doctor se inclinó hacia adelante.

    —Continúa.

    Las partes del rompecabezas se unían lentamente, pero no se veía aún nada claro, y la figura que estaba apareciendo no podía describirse con el lenguaje común.

    —Algo puedo asegurar —dije—. Cuando Jerry supo que Selena había encendido el fuego, pensó en seguida en otra cosa. Pero no sé qué fue, y me faltan además las palabras.
    —Bueno —observó el doctor después de una pausa algo incómoda—. Lo que has dicho esta noche se refiere principalmente a Selena, ¿no es así?
    —Sí.
    —Y eso significa, o sugiere, que si tienes razón la respuesta tiene que estar en ella.
    —Entiendo que es así. — No había en mí la menor sombra de duda en cuanto a esto.— Tiene que ser. Si supiéramos quién es y de dónde viene...

    No concluí la frase.

    —¿Luella Jamison?
    —¿Qué cree usted?

    El doctor sacudió la cabeza.

    —No me parece. Aunque la idiotez de la muchacha se debiera a algún factor mecánico, y no congénito... —El doctor miró por encima del estrecho y dijo en voz baja:— Comprendo ahora tu estado en aquellos días. No es raro...

    Se detuvo de pronto.

    —No es raro que Selena me obsesione, iba usted a decir. Pero no puede asegurar que sea una obsesión. Dígame honestamente qué piensa de Selena. Puede recordarla sin esas sombras que tanto me han atormentado.El doctor habló al cabo de un rato eligiendo cuidadosa y lentamente sus palabras.
    —Selena es la mujer más inteligente y hermosa que yo haya conocido. — Hizo una pausa y siguió con una voz un poco alterada:— Su matrimonio con Jerry no me hizo muy feliz. Me parecía una mujer difícil, no sólo en la superficie, sino también en lo más hondo. La observé con atención, esperando ver en ella alguna muestra de ternura o amor hacia Jerry, pero inútilmente. Era fría y razonable. Impersonal es quizá la palabra, y nunca supe si era distinta con Jerry. Eso me preocupó. Nunca creí, hasta esta noche, que pudiera mostrarse de otro modo.

    Me sorprendí. ¿Qué, me pregunté, le había dicho para que su impresión de Selena hubiese cambiado?

    —Yo no la veo distinta —le dije—. Me da miedo. Es sólo mente, sin corazón. Se quedó allí en el umbral, sabiendo lo que iba a pasar, mientras Jerry...
    —Sí —admitió el doctor—. Sé lo que puedes decirme. Pero hubo dos cosas. Dijiste que le tocó el pelo después que... después que...
    —Demonios —dije—. Selena ha visto películas y obras de teatro. Habrá aprendido ese ademán en alguna parte, así como imitaba a Grace. Y no significa mucho.
    —No, no mucho, pero no pudo haber aprendido lo otro. Dijiste que la primera noche, en Cloud Mesa, Selena leía un viejo libro de Jerry. ¿Recuerdas? Un viejo libro de hadas.

    El doctor había puesto el dedo en lo único que no parecía concordar con el resto. Los otros actos de Selena, y hasta sus estados de ánimo —si es posible llamarlos así— parecían ceñirse estrictamente a alguna norma privada. Una norma que tenía un origen mental. Pero no podía entender por qué había leído a Hans Christian Andersen. Y mientras leía, había llorado, silenciosamente, para sí misma. ¿Por qué? Era increíble.—Sí —admití—. Es raro. No puedo explicarlo.

    —Yo sí, me parece —dijo el doctor, con una voz suave—. Me alegra que me lo hayas contado. Prueba, para mí, que Selena quería a Jerry. — Mi mirada debió de decirle al doctor que yo no entendía, pues sonrió y siguió con una voz que reservaba para sus raras confidencias.— Nunca estuviste casado, y no sé si entenderás. Pero para algunas mujeres, la madre de Jerry fue un ejemplo, pensar en sus maridos como niños es muy conmovedor. Supongo que entonces la parte materna de sus instintos sexuales domina el resto. Por eso lloraba Selena mientras leía el libro de hadas, un libro que había leído Jerry cuando era niño.

    Por supuesto, era posible. Ni Grace, ni ninguna otra mujer, habían visto en mí un niño o un marido, así que no podía saberlo. Pero mi primera reacción fue pensar que el doctor Lister se equivocaba. Si Selena se había conmovido hasta la ternura y aun hasta el llanto, no era porque pensase en Jerry como un niño. Había habido entonces una intensidad y una amargura en su rostro que no armonizaban con semejante teoría.

    Era difícil creer, en verdad, que Selena pudiera emocionarse profundamente con la lectura de un libro, especialmente un libro de hadas. No parecía, realmente, que se hubiera interesado alguna vez por esos libros, y suponer que ahora, con una sorprendente madurez y una mente como la suya, pudiera entregarse voluntariamente al llanto... No, no concordaba. Lo leía todo, pero las lecturas no la afectaban nunca.

    De todos modos, lo que había leído en el libro no parecía muy triste. ¿Qué era? Algo de linternas encendidas y quizá un baile de marineros. Apenas me acordaba.

    —Trataba de recordar el cuento —le dije al doctor para explicar mi silencio—. Sólo leí unas pocas palabras: marineros que encendían linternas en un buque o algo parecido.

    El doctor movió firmemente la cabeza.

    —Sí, era el cuento favorito de Jerry a los ocho años. Yo se lo leía en voz alta durante la cena. Se llama La sirenita.

    Yo no lo recordaba.

    —Oh —dije vagamente—. Bueno, supongo que no importa mucho.
    —La sirenita —prosiguió el doctor— es el más triste y el mejor de los cuentos de Andersen. Tienes que haberlo leído. ¿No recuerdas a la sirenita princesa que vivía en el fondo del mar? Un día subió a la superficie y vio a un príncipe en un barco. El príncipe cayó al mar y la sirenita lo salvó, lo llevó a tierra, y se enamoró de él.

    Recordé todo de pronto.

    —Sí —dije, con una sensación de excitación interior que no me detuve a analizar—. Eso es. ¿Y no recurrió a una bruja para que la transformase en un ser humano?
    —La bruja transformó su cola de pescado en piernas y pies, pero cuando la sirenita caminaba creía pisar cuchillos afilados. Le entregó la lengua a la bruja, para no quejarse. Y dijo que si no ganaba el amor del príncipe, tendría que morir sin un alma humana e inmortal. — El doctor apartó los ojos.— Jerry lloraba siempre en esa parte.

    El resto de la historia fue apareciendo ante mis ojos a medida que el doctor hablaba. Cómo la sirenita luego de haber entregado su amor al príncipe descubrió que éste iba a casarse con otra mujer, y cómo, la noche de bodas, saltó del barco donde se celebraba la fiesta y se disolvió en la espuma del mar. Lo recordé todo, y hasta las lágrimas que me habían quemado los ojos la primera vez que leí la historia. Quizá podía conmover también a una mujer como Selena.

    Quizá. Pero en el mismo instante en que acabé derecordar, se me ocurrió que la reacción de Selena podía explicarse de otro modo. Selena podía haber llorado porque el cuento era hermoso y conmovedor... o porque era real.

    Era una idea fantástica, horrible, y traté en seguida de olvidarla. Recordé el rostro de Jerry mientras miraba a Selena frente al fuego que ella había encendido. Ciertamente, había habido horror e incredulidad en su mirada. Era posible que hubiese pensado entonces lo que ahora se cristalizaba en mi mente. Sentí que las imágenes, sentimientos y operaciones de mi conciencia se aceleraban. No podía dominar mis pensamientos; volvían una y otra vez a la historia que acababa de contar. Y no encontraban una prueba positiva de que esa idea, que crecía y se expandía hasta vivir ya en mi mente, fuese imposible.

    El pánico que me invadió al pensar que había encontrado la respuesta fue indescriptible. Descubrir el secreto de Selena y el de su vida con Jerry y todos nosotros no me pareció un triunfo. Sentí en cambio que me hundía en un agua negra y helada, ahogándome en una noche ártica, invernal. Capa tras capa de frío y negrura se apilaban sobre mí, y sentí en mi corazón el terror de la muerte. Un miedo semejante, un miedo real, es una invasión, algo físico que entra en las fibras del cuerpo y todo lo domina. Lo peor era que no había allí nada tangible que yo pudiese combatir. Nada de que escapar, nada que afrontar. Era un terror nacido de una idea nebulosa, una hipótesis percibida a medias...

    Mi rostro debió de haberle sugerido al doctor alguna idea semejante. Me miró fijamente, alarmado, y me dijo:

    —¿Qué te pasa, Bark? ¿Qué se te ocurrió?

    La voz del doctor me llegó como desde muy lejos. Quise hablar, pero sentí los labios entumecidos.

    —Algo. Algo que puede explicar a Selena, o parte de Selena.—¿Qué es eso?

    Yo quería decírselo, pero el doctor pensaría que me había vuelto loco.

    —No puedo expresarlo en palabras todavía —dije—. Pero es acerca de Selena. No creo que sea... normal.

    El doctor me miró sin entender.

    —No sé qué quieres decir. ¿Crees que está loca?
    —No —dije—, no loca. No hay nada que marche mal en su mente.
    —¿Qué hay de anormal en ella entonces?
    —Su yo —dije separando deliberadamente las dos palabras—. Hay algo en ella que es enteramente distinto. No es como los otros. Tiene una mente más activa y un cuerpo más perfecto; pero la cualidad de que hablo es incomparable.
    —Piensas que es única, de algún modo. ¿No hay nadie en el mundo como ella?
    —Bueno —respondí—. No lo sé. Quizá haya otros de su especie. Si los hay, son más listos. No se muestran.

    La idea de que esto podía ser cierto, hizo que me detuviese. La sola posibilidad de encontrarme otra vez con alguien como Selena, o de vivir en un mundo donde existía un ser semejante, era insoportable. Seguí rápidamente: —De todos modos, espero que sea única. ¿No ha advertido qué distinta es Selena de usted, y de mí, y de Grace y de todos? No es la diferencia de quien ha perdido una pierna o un brazo, o se ha estropeado el rostro en un accidente. Todo eso está afuera. Lo que distingue a Selena es algo interior.

    El doctor meneó la cabeza.

    —No puedo imaginarme qué quieres decir.
    —Bueno —repliqué—. Tendré que expresarlo de otro modo. ¿No ha sentido que le falta algo? ¿Que es de alguna manera incompleta?
    —No. No, no me parece.
    —Me dijo usted que era fría. Yo lo diré de otro modo. Selena no tiene alma. El doctor movió impacientemente la mano.
    —Esto no lleva a ninguna parte. Ciñámonos a los hechos.
    —¡Los hechos! — Mi voz sonó duramente.— Hay muchas clases de hechos. ¿Admite usted como un hecho que Selena no se parece a nosotros?
    —Sí, lo admito.
    —¿Y qué diferencia es ésa?
    —No hay dos personas iguales.
    —Evade usted la cuestión.
    —No —dijo el doctor—. No evado nada. Selena no es como tú o yo o ningún otro. Pero lo mismo puede decirse de cualquiera.
    —Dios santo —dije desesperado—. ¿No ve usted que es más diferente que nadie? ¿No entiende que no se trata de esas diferencias normales que separan a las gentes? Nunca ha participado de nuestra vida. En todas las cosas que ha hecho y en todos los sitios donde estuvo fue siempre una visitante.
    —¿Una visitante?
    —Sí —dije estremeciéndome con un frío que no venía del amanecer—. Nunca fue otra cosa.

    El doctor se quedó pensativo.

    —Es una buena descripción de su actitud... Nunca lo pensé de ese modo. Hay algo extraño en ella, quizá.
    —Y otra cosa. Su mente. Admite usted que es inteligente. Es más que eso. Es tan inteligente que es un genio o...

    No me atreví a completar la frase.

    El doctor me animó a seguir.

    —¿O qué, Bark?
    —O —continué sintiendo que las palabras se me pegaban a la garganta— no es un ser humano. — El doctor me miró fijamente.— Su mente, quiero decir, no su cuerpo.
    —No sé si te entiendo.
    —No lo entiendo yo mismo. No sé qué significa,tampoco. Pero pienso que la inteligencia de Selena no es humana. No hay entre nosotros nada parecido. Su mente no fue primero parte de un bebé, luego de una niña, y al fin de una muchacha. No creció pasando por esas experiencias que nos son comunes. No la heredó, como nosotros. Y no creo que se haya formado por influencia de un ambiente. De acuerdo con la ciencia que usted practica, papá, todos los minutos de una vida humana quedan grabados en el cerebro. Todo lo que he vivido alguna vez está escrito en mi mente. No creo que la escritura que pueda haber en la mente de Selena pertenezca a un lenguaje que usted o yo conozcamos. Por lo menos no hasta hace poco. La primera página comprensible para nosotros está fechada un siete de agosto, hace dos años.
    —¿Cuando Luella Jamison desapareció en Collegeville?
    —Sí.

    El doctor me miraba como si no pudiese creer que me había entendido.

    —¿Entonces piensas que la mente de Selena empezó a funcionar ese día?
    —No —le dije—. Pienso que su mente apareció ese día.
    —¿Apareció? ¿De dónde?

    Yo sabía que iba a hacerme esa pregunta. Si yo hubiese conocido la respuesta —y no quería pensar en eso— no me habría gustado hablar del asunto. Habría algo de fatal al enunciarla.

    —No sé de dónde. De alguna otra parte. No puedo decirlo mejor.
    —No puedes creerlo. No es concebible... ¿No pensarás que es una posesa?

    Moví la cabeza afirmativamente.

    —Sí, algo parecido.
    —Imposible. Ni siquiera creo que exista algo semejante. Una doble personalidad, quizá. Pero Selena no es una doble personalidad.Eso no podía discutirse, por supuesto.
    —No —dije—. Es toda de una pieza.
    —Bueno, entonces —dijo el doctor, y advertí que estaba impaciente—, no veo cómo puedes pensar que...

    Lo interrumpí.

    —Su mente es toda de una pieza. Pero no forma una unidad con su cuerpo. Vive sólo en él, puede usted decirlo así.
    —Es una idea terrible —dijo el doctor lentamente, y se sacudió como para sacársela de encima—. No creo que estés realmente en lo cierto. No es científico.

    Me encogí de hombros. ¿Qué importaba si todas las verdades eran o no científicas?

    —¿Y a qué propósito o causa —continuó el doctor cuidadosamente— atribuyes esta... visita mental en Selena?
    —No estoy seguro. Pero podríamos remitirnos al cuento de Andersen. La sirenita quería un alma. Eso es lo que también quería Selena, me parece.

    El doctor dejó caer el puño sobre la mesa.

    —Seamos razonables. No me gustan estas palabras vagas. ¿Qué entiendes exactamente por «alma»?
    —Lo que entienden todos —repliqué—. El alma no es el cuerpo ni tampoco la mente. Es lo que da unidad interior al hombre. La esencia de lo que uno es.

    El doctor sacudió la cabeza.

    —Las emociones, que parecen ser lo que tú llamas «alma», nacen de un desequilibrio glandular provocado por estímulos sensorios.
    —Deje de ser un doctor, papá. Sabe usted muy bien que hay algo más.
    —Lo siento.

    El doctor Lister me miró dulcemente, como excusándome por mi cansancio y el dolor de los últimos días.

    —No —dije rápidamente—. No quiero que me excuse. ¿Cree usted en verdad que toda esa charla cientí—fica significa realmente algo? ¿Le explica algo a usted? ¿Y el amor, y la religión, y el arte? ¿Y la pena, papá? ¿Es todo eso el producto de un desequilibrio glandular, como usted dice?
    —No sé —dijo el doctor, en voz tan baja que apenas lo oí.
    —Sí, lo sabe. No lo son. No pueden serlo. Pregúnteselo a Selena. Ella le dirá que no pueden serlo.
    —No eres muy coherente —replicó el doctor con serenidad—. Quizá te entienda si me explicas simplemente tu teoría.

    Me sentí avergonzado de mi estallido.

    —No quise atacarlo, papá. Pero sé que tengo razón. Digámoslo así: Selena lloró al leer la historia de la sirenita. Lloró porque encontró en ella un reflejo de su propia historia. Selena es una extraña también. Por eso se emocionó profundamente.
    —Sí —dijo el doctor—, si tienes razón, tiene que haber sido así. — Calló un rato mirando la superficie de la mesa.— No puedo aceptar tus conclusiones. Todo es demasiado misterioso. Tengo una mente científica. No puedo creer que Selena sea otra cosa que una mujer extraordinaria... una aventurera, quizá, y posiblemente de otro país.

    Yo había esperado que él dijera esto.

    —Ojalá tenga usted razón —respondí—. Mi teoría es... Bueno, ojalá no se me hubiera ocurrido. Pero puedo explicar algunas cosas para usted inexplicables.
    —Adelante —dijo el doctor—. Cuanto antes te saques esto de encima mejor para ti.
    —Todo comenzó —dije— la tarde que Luella Jami—son esperaba en el pasillo de la estación de Sunoco, en Collegeville. Piense en ella entonces, un cuerpo sin mente, sin inteligencia. Las células cerebrales estaban allí, bajo el cráneo, pero sin muchas conexiones. Pasaron tres o cuatro minutos y Luella Jamison desapareció. Sólo para desaparecer de este modo,tan rápidamente y con tanta eficacia, se requiere inteligencia. Una inteligencia diez veces mayor que la mostrada hasta entonces por Luella. Estará usted de acuerdo.
    —Si —dijo el doctor de mala gana—. Creo que debo admitirlo.
    —El cuerpo de Luella adquirió de pronto una mente. No sé aún de dónde vino, aunque tengo una idea. Pero, de todos modos, fue directamente hacia un lugar de Collegeville, como hierro atraído por un imán. Fue directamente hacia Walter LeNormand. El profesor debía de estar en el observatorio a esa hora, preparándose para el trabajo de la noche. Luella Jamison fue en su busca. Qué pasó entre ellos, no lo sé; pero dos días después se casaban. Y Luella Jamison, que no conocía probablemente su propio nombre, se transformó en Selena LeNormand.
    —Todo eso es hipotético —dijo el doctor—. ¿Cómo sabes que fue a buscar a LeNormand?
    —Porque no hay otro lugar adonde pudiese haber ido, ni otro lugar de donde pudiese haber venido. Porque necesitaba de una inteligencia poderosa, como la de LeNormand, para entrar en la vida de los hombres. Cuando la vimos por primera vez, luego del crimen, era torpe y estúpida. Parecía estar en trance. Hasta que vio a Jerry. La mente de Jerry era también una mente hermana. Selena volvió a vivir. Por otra parte, Jerry y LeNormand tenían inteligencias similares. Los dos eran matemáticos. Y —añadí— había también matemáticos entre los antecesores de Luella, si recuerda usted.
    —Sí. Lo dijo Parsons.

    Mientras hablaba con el doctor la certidumbre de que yo había descubierto la verdad siguió creciendo y expandiéndose dentro de mí. Con cada una de mis palabras la verdad parecía despertar en mi mente, como una serpiente adormilada por el invierno que despierta al sol primaveral. Dejé de luchar contra elmiedo, pues ya no tenía armas. La repulsión y el terror se habían apoderado totalmente de mí. Algo debió de reflejarse en mi rostro, pues el doctor me miró preocupado, y con una atención profesional, pero no me importaba. Ya sólo quería completar la historia, como si así pudiera extraer de mi interior ese terror frío.

    —Luella Jamison entró en el observatorio de Eldridge porque sabía que LeNormand estaba allí. Sabía, por lo menos, que la inteligencia de LeNormand estaba allí. Con aquella fuerza que había en su mente, que era parte de su mente, obligó al profesor a que se casara con ella. ¿No le ofrecí un cigarrillo, aunque sabía muy bien que ella no fumaba? Esto fue una insignificancia, pero podía haber hecho cualquier cosa conmigo, y aun con un hombre como LeNormand. Y vivió así con él, aprendiendo las costumbres de la gente, acostumbrándose a una vida insólita, así como la sirenita vivió entre los mortales cuando salió por vez primera del mar.
    —No creerás ciertamente que la mente de Selena vino del océano... —dijo el doctor cuando llegué a este punto.
    —No —dije—. No del océano.

    »Las cosas siguieron así varios meses. Y LeNormand, que debía de vivir entonces en un extraño mundo de perplejidad, y quizá de miedo, volvió a su obra, a su gran obra sobre el espacio y el tiempo, y empezó a trabajar en sus ecuaciones. Debió de haber hecho el descubrimiento final en la tarde del partido de fútbol.
    »Y al dar aquel último paso, que lo aclaraba todo, que demostraba una verdad, debió de haberse detenido a pensar. Selena sabía ciertamente qué hacía LeNormand, aunque no estuviera con él. Recuerdo ahora que a menudo me leía la mente, sin que yo sospechase lo que eso implicaba. Enterarse de lo que LeNormand había descubierto, percibir los claros signos matemáticos que se formaban en la mente del profesor, tuvo que ser para ella mucho más fácil. Selena, sentada en su casa, advirtió rápidamente el significado de la teoría de LeNormand. Para ella era clara, verdadera, irrefutable. Y decidió que LeNormand debía morir.

    El doctor carraspeó.

    —¿Y LeNormand era peligroso por haber hecho un descubrimiento matemático?

    El tono del doctor sugería que la pregunta debía revelarme mi locura.

    —Sí, aunque no puedo explicarlo. Pero ¿recuerda la importancia que daba Jerry a esos trabajos? «Lo más importante del mundo.» Sólo puedo decir que el descubrimiento de LeNormand se relacionaba de algún modo con Selena.
    —¿Te refieres a las ecuaciones?
    —Sí —respondí lentamente—. La prueba de lo que Jerry llamaba la naturaleza serial del tiempo. Tenía alguna relación con Selena.
    —Pero ¿qué? — dijo el doctor impaciente—. ¿Crees que Selena tenía celos de la teoría?
    —No. Creo que LeNormand descubrió un modo de demostrarla.
    —La única demostración posible sería un viaje por el tiempo, físicamente, o por lo menos mentalmente.
    —Sí —admití.
    —¡Pero es absurdo!
    —Selena no pensó lo mismo. Y mató a LeNormand para que no lo intentara.
    —Es una locura —declaró el doctor—. ¿Qué podía importarle?

    Miré al doctor y traté de transmitirle mi seguridad.

    —Selena no quería que LeNormand descubriese su origen.
    —Oh —dijo el doctor, asombrado—. Así que piensas que ella... o su mente... vinieron por el tiempo.
    —Sí.—¿Del pasado o del futuro?
    —No sé. Quizá no hay diferencia.

    El doctor Lister me miró con lástima.

    —Es una ilusión, Bark. Te engañas con juegos mentales. Tu idea no tiene sentido, y no hay ninguna prueba.
    —Sí, la hay —le dije—. Hay una prueba. Lo que Selena le dijo a Jerry en las Bermudas, una noche. «Esto es lo que mi gente no conoce.» Ya ve usted, descubría algo que no había encontrado LeNormand. La mente aprendía del cuerpo. El alma es la unión del cuerpo y la mente. Viviendo con Jerry comprendió en parte qué es un ser humano.
    —¿Entonces por qué dejó que Jerry se matara?
    —Es fácil entenderlo. Jerry no dejó de pensar en la muerte de LeNormand. Su amor por Selena lo impulsó aún más a buscar alguna explicación. Creyó que esas ecuaciones eran una pista importante. Tenía una enorme capacidad matemática, y las estudió hasta entenderlas. Luego, cuando vio el fuego que Selena había encendido, recordó el fuego que había matado a LeNormand. Y supo entonces por qué había muerto LeNormand, y cómo.
    —¿Selena encendió los dos fuegos entonces?
    —Sí.
    —¿Cómo?

    Yo me sentía muy cansado, y era evidente que el doctor no me creía...No lo había convencido. El oscuro pensamiento que tanto me obsesionaba, aquel terror abrumador, no existía para él. Era inútil seguir.

    —No importa cómo los encendió. No lo sé. Sus preguntas son sólo una condescendencia. No lo he convencido.

    El doctor extendió las manos, como disculpándose.

    —Estás inmensamente fatigado, Bark. El cerebro actúa de un modo raro cuando se llega a ese grado de fatiga. — Hizo una pausa.— En cierto modo megustaría creerte. Una explicación sería mejor que ninguna.
    —No esta explicación —le dije—. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.

    El doctor trató de sonreír.

    —Te sentirás de otro modo después de un buen sueño. Te daré algo que te ayudará a descansar.
    —Así lo espero —repliqué—. Ojalá lo consiga.
    —Claro que sí.
    —Sí —dije—. Lo conseguirá si estoy equivocado. Pero no si tengo razón.
    —¿Por qué no?
    —Recuerde —le dije—. Recuerde qué ocurrió.
    —¿Y piensas que si tienes razón nos ocurrirá lo mismo a nosotros?

    Traté de hablar serenamente.

    —Selena debe de haberse enterado ya de nuestro descubrimiento. Y vendrá aquí. Al fin y al cabo ha pasado casi una semana desde la muerte de Jerry... Pudo haber estado aquí hace días. — La certidumbre que había en mi voz me alarmó.— Vendrá, sí. Aunque no podría decirle si nos matará o no.
    —No —dijo el doctor—. No debes permitir que esos pensamientos te dominen. Selena es sólo una mujer, una mujer rara. Esta pesadilla que has imaginado se desvanecerá en pocos días. Has sufrido un shock, y estás cansado. Eso es todo. Sube a tu cuarto y trata de dormir.
    —Bueno —dije—. No quiero discutir con usted. Tomaré sus polvos somníferos, o lo que sea, y despertaré cuerdo otra vez. Pero antes voy a quedarme aquí cinco o diez minutos. Será suficiente para demostrarme que ella no vendrá. Todo ocurrió con rapidez las veces anteriores.

    Esperamos. El amanecer era de una serenidad total alrededor de nosotros. Nada se movía. El doctor Lis—ter me miraba en silencio, con las manos cruzadas. Pienso que planeaba el tratamiento a que iba a some—terme. Deseé que pudiera quitarme, ante todo, el terror frío e irreprimible que me invadía paulatinamente, en ondas, con cada latido.

    La pausa parecía interminable. Gradualmente vi que en su boca se insinuaba una decisión. Estaba a punto de decir algo. En ese mismo instante hubo un movimiento a mis pies. Era Boojum. Salió de debajo de la mesa, rígidamente, y volvió la cabeza hacia un rincón de la casa, detrás del doctor Lister. No gruñó, ni movió la cola. Miró simplemente. Pocos segundos después, enderezaba las orejas. El doctor y yo lo miramos. Vi de reojo algo parecido a la duda en el rostro del doctor.

    Se oyeron unas pisadas.

    El doctor palideció. Fue una ola rápida de color gris. Me pareció más viejo y cansado. Pero no había miedo en su rostro. Se le endureció la boca, alzó la cabeza y se volvió a medias en la silla.

    Selena se acercó a nosotros con aquel mismo paso largo y rápido. Aun cuando yo sabía, como entonces, que no era una persona, que no era un ser humano, nada semejante a mi especie, había tanta magnificencia en ella que el miedo o la repulsión no pudieron borrarla. Mi miedo se transformó en una serena expectación. Éste era el inevitable fin de la historia, y yo no podía influir en él.

    Selena llegó a nuestro lado y se detuvo. Puso las puntas de los dedos en la superficie de la mesa y nos miró rápidamente.—De modo que lo han descubierto —dijo al fin.

    Sus ojos se fijaron en mí, sin expresión.

    —Sí.

    Mi voz era perfectamente serena.

    Selena me sonrió débilmente.

    —Eres una persona rara, Bark. Nunca te he entendido. Supongo que me odias.
    —Te tengo miedo —le dije.
    —No es necesario —dijo ella, y su voz era fría e impersonal—. Nada te pasará, ni tampoco al doctor Lister. No pienso matarlos. Lo poco que saben no representa para mí ningún peligro. Nada pueden probar, y el resto del mundo no les prestará atención.

    La presunción, serena y definitiva, de su superioridad, tal como se reflejaba en sus palabras, me sacudió a pesar del letargo que se había apoderado de mí.

    —No hablaba de eso.

    Selena me estudió pensativamente.

    —Me temes por otra razón, entonces.
    —Sí —dije—, por lo que eres.

    Me pareció que una sombra de pena le asomaba a los ojos.

    —Oh, eso es importante para ti. Y sin embargo no te conoces a ti mismo. No conoces a nadie. Sabes tanto de mí como de cualquier otro. Más, quizá. Nos hemos visto a menudo. En una ocasión te salvé la vida. Pero me temes porque no soy como tú.
    —Sí —dije otra vez—. Vuelve al lugar de donde viniste.

    Selena movió la mano, casi como titubeando, encima de la mesa.

    —Eso no es fácil. La vida aquí me ha cambiado. ¿Por qué me odian si ustedes mismos no saben de dónde vienen?
    —Déjanos —le dije—. Aunque conozcas todas las respuestas, déjanos. No eres de este mundo.

    Selena habló con serenidad.

    —Ya lo he descubierto. Volveré.

    El doctor Lister se volvió en su silla y la miró.

    —Antes que se vaya —dijo con una voz amarga y dura—, quiero preguntarle algo.

    Selena alzó la mano asintiendo.

    La expresión del rostro del doctor era una mezcla de repugnancia e incomprensión.

    —Parece saber todo lo que Bark ha dicho de usted. ¿Es cierto?

    Selena miró al doctor fijamente, y en su actitud yel silencio que guardó antes de hablar, y que era ya una respuesta, advertí el poder de su ira.

    —¿Supone usted —dijo Selena al fin— que el hombre está solo en la inmensidad del universo? ¿Cree ser usted el producto último de la creación? No hay nada de único en el hombre. — El tono de Selena era tan frío, tan uniforme, que hasta el doctor Lister apartó la cabeza y pareció hundirse en sí mismo.— ¿Y por qué he de dejarlos? No dependo de ustedes, y no tienen ningún poder sobre mí. Más aún —dijo Selena y había en su voz una cortante amargura— cuando la tierra haya girado alrededor del sol unas pocas veces más, ustedes habrán muerto.

    El doctor alzó la cabeza con una expresión de desafio.

    —Sí —dijo—, y a usted mismo no le importa mucho la muerte. Ha vivido aquí dos años, provocando la muerte de dos hombres. Habla usted como si eso no fuera nada.

    Selena bajó los ojos.

    —Sé qué importancia tiene para usted. Pero créame, yo no pensé matar a ninguno de los dos.
    —No lo creo —dijo el doctor fríamente.
    —La muerte de Walter LeNormand fue un accidente casual. Yo no tenía intención de matarlo. Sólo quería que dejara de pensar, prevenirlo para que no siguiese con su obra. Yo sabía lo que había descubierto, y adonde llegaría si continuaba pensando. Decidí detenerlo. No hay palabras para explicarle lo que hice. Hay un modo de usar la fuerza mental, y la usé. Dirigí esa fuerza hacia LeNormand. Quería que dejara de pensar, que perdiera la conciencia. Mi plan era ir luego al observatorio y destruir su obra. Pero olvidé algo.
    —¿Qué fue? — dijo el doctor como si estuviese adulándola.
    —El partido de fútbol. Miles de gentes reunidas en el estadio, excitadas, emocionadas, emitiendo una fuerza mil veces más poderosa que un rayo. Esa fuerza lo mató. Magnificó, si usted quiere, la fuerza de los impulsos que yo enviaba, y éstos lo destruyeron.
    —Ya veo. — Nada había en la voz del doctor que permitiera saber qué pensaba, pero cuando volvió a hablar advertí una frialdad mortal en su tono.— Mató también a mi hijo —afirmó.

    Selena se volvió hacia él, y ya no pude verle la cara.

    —Jerry —dijo como si el nombre la lastimase intolerablemente—, sí. Jerry tenía que morir, también, y por mí. Pero ¿qué otra cosa podía haber ocurrido? Jerry descubrió la verdad. ¿Cree usted que podía seguir viviendo? — El doctor no respondió, y Selena se volvió hacia mí:— ¿Lo crees tú, Bark?
    —No —dije.

    Selena miró otra vez al doctor.

    —No hay otra respuesta que la de Bark. Traté de detenerlo. No quería que Jerry descubriese la verdad. Pero lo hizo. Era demasiado inteligente. Con el tiempo hubiese logrado que la gente lo oyera. No podía permitirlo.

    El doctor dejó de mirarla y clavó los ojos en la mesa.

    —Maldita, mil veces maldita —dijo.
    —Antes de irme —dijo Selena sin prestarle atención— quiero decirles algo más. Si pudiese quedarme, si hubiera algo aquí que me permitiera quedarme, me quedaría. — Se volvió hacia mí y me miró a la cara.— La sirenita tuvo que irse, también, porque ya no había ninguna posibilidad de amor. — Vi que había lágrimas en sus ojos.— Adiós, Bark. Yo quería a tu amigo. — Se volvió hacia el doctor Lister, alzó la mano como si fuese a tocarlo, con el mismo ademán, recordé, de Cloud Mesa, y la retiró.— Y quería a su hijo —concluyó—. No lo olvide.

    Con un solo movimiento se sacó los dos anillos, el grande con la esmeralda cuadrada, y la alianza de oro, y los puso en la mesa. Allí quedaron, brillantes y hermosos, sobre el hierro pintado, y el doctor y yo los miramos. No vi cuando se iba, pero el sonido de sus pasos murió a lo largo de la terraza y detrás de la casa.

    Cuando tomé el anillo de la esmeralda, todavía estaba tibio.

    —Quienquiera que sea ella —dijo el doctor Lister al cabo de un rato— sabe cómo retirarse. — Calló un minuto y luego añadió:— No hay pruebas. Es fantástico. Hablaba como una loca, y sin embargo... Lo único real es que Jerry ha muerto.

    Nos levantamos y entramos juntos en la casa.


    Hay que añadir dos cosas a esta historia.

    Cuando cerraron la casa de Cloud Mesa, y nos enviaron lo que había quedado allí, examiné los papeles de Jerry con todo cuidado. Sólo faltaban los cuadernos de notas para su tesis. Nunca supe qué fue de ellos, pero la conclusión es obvia.

    Luella Jamison apareció. Así me lo comunicó Parsons. Parece que el viejo Jamison se levantó una mañana temprano para ir a la ciudad y la encontró en el portón de entrada. Luella se había aferrado con ambas manos a uno de los postes. El viejo la llevó a la casa y la muchacha se hundió en seguida en la rutina de antes. Según Parsons, los Jamison son otra vez felices. Luella ha vuelto al hogar.


    Fin


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