FRASES (Richard Matheson)
Publicado en
octubre 28, 2020
Harry reparó por primera vez en el anuncio cuando viajaba en el metro. Se enderezó en el asiento, dobló el periódico sobre el regazo y deslizó un dedo sobre las palabras impresas.
¿Quiere saber lo que falla realmente en su vida? ¡TENEMOS LA RESPUESTA! Si está cansado de las drogas, el sexo, la religión, la meditación trascendental, la percepción extrasensorial, el psicoanálisis,... ¡¡NO ES DE EXTRAÑAR!'. ¡Nada de eso contiene la respuesta! Sólo nosotros la tenemos. Si quiere que su vida tenga sentido para usted, llame al siguiente número de teléfono para una consulta personal...
Harry se sintió animado, por decir lo mínimo. Llevaba meses buscando una cosa así. Estaba más que harto de la vida que llevaba, y tenía la sensación de que era el momento apropiado de apostar con la pobre mano que le había correspondido en el reparto de los naipes.
Bajó en la estación siguiente, se abrió paso entre la apretada multitud, entró en una cabina telefónica y marcó el número indicado en el anuncio. Una cordial secretaria le aseguró que el servicio indicado era sincero y totalmente efectivo. También le informó de la tarifa: quinientos dólares.
Tan convencido como es posible estarlo después de una conversación tan breve, Harry convino una cita para el día siguiente, haciendo hincapié en que sería sin ningún compromiso. La secretaria no puso ninguna objeción a sus condiciones.
A la tarde siguiente, Harry estaba sentado en el despacho del señor Lance Webb, uno de los agentes—asesores del negocio, el cual, como Harry ya había descubierto, se llamaba Guión Seguro. El señor Webb, sentado tras su formidable mesa de nogal, sonreía y miraba al posible cliente.
—Bueno, supongo que ha venido para averiguar cómo funciona nuestro sistema, ¿estoy en lo cierto?
—Lo está. Me gustaría saber cómo pueden hacer lo que dicen en su anuncio.
Webb sonrió.
—Naturalmente, preferiríamos cobrar primero —dijo el hombre en tono afable, acariciándose el fino bigote.
—Pero ¿cómo puedo estar seguro? — dijo Harry, dubitativo—. No quiero ser descortés, pero si perdiera quinientos pavos a causa de algún timo, eso sería la gota que desbordaría el vaso.
—Comprendo la vacilación, señor Addley. Sin embargo, en Guión Seguro estamos unánimemente apoyados por todos nuestros clientes. Algunas de sus cartas de elogio cuelgan de la pared, a mi espalda.
Webb señaló con un gesto varias cartas enmarcadas y continuó:
—No obstante, si prefiere prescindir de nuestros servicios, respetaré sus deseos y pondré fin a esta entrevista. — El tono de su voz era glacialmente cortés—. Otras personas esperan.
Harry miró a Webb y las cartas, y reflexionó durante todo un minuto. Luego, echó mano de su talonario de cheques.
—De acuerdo —dijo mientras extendía un cheque—. Me temo que, a fin de cuentas, no tengo mucho que perder.
Webb hizo un gesto de aprobación al tiempo que examinaba el cheque que Harry le había entregado. Lo guardó en un cajón de su mesa y se inclinó hacia adelante.
—Quisiera privarle de la menor cantidad de tiempo posible, señor Addley. Por ello, para expresarlo de la manera más clara y sencilla, le diré que toda su vida es un guión. Esa es la respuesta.
—¿Qué? — dijo Harry, totalmente impasible ante aquellas palabras.
—Un guión —repitió Webb.
—No le comprendo —dijo Harry, entrecerrando los ojos, con un inicio de frustración—. ¿Qué es esto? ¿Análisis Transaccional o alguna estupidez por el estilo? He leído toda esa basura. Creí que esto sería totalmente diferente.
Webb se echó a reír.
—No, no, señor Addiey. Mire, esto es completamente diferente. El guión al que me refiero es una estructura tangible, no sólo un concepto vago. Usted está viviendo un guión. Lo redactó un escritor exclusivamente para usted.
Harry miró a Webb, impávido.
—Está usted loco.
—Menos de lo que usted cree —replicó Webb afablemente.
Harry le miró un momento, tratando de encontrar una respuesta razonable, pero se limitó a golpear con las palmas los brazos del sillón y exclamar:
—¡Dios mío, esto es absurdo!
Estaba a punto de pedir que le devolviera su dinero, pero esperó un momento. Una idea acababa de cruzar por su mente, y una fría sonrisa afloró a sus labios. Podría vencer a Webb con su propio juego.
—Bien, si lo que usted dice es cierto, señor Webb, quizá tenga alguna idea de cómo podría conseguir el cambio de mi guión.
—¿Se refiere a escribirlo de nuevo? — inquirió Webb.
—Exactamente —dijo Harry, y se cruzó de brazos, recreándose en su eficaz trampa.
Webb no parpadeó siquiera.
—Naturalmente, eso requeriría un gasto adicional —dijo con toda suavidad—. Otros dos mil, para ser exactos. Pero si está usted tan interesado...
A pesar de la sorpresa que le causó esta réplica, Harry estaba, desde luego, interesado. Muy confuso todavía, anotó una dirección que Webb leyó de un librito negro y, tras estrechar la mano del agente, salió de allí, rebosante de suspicacia. Mientras cruzaba la ciudad en un viejo y destartalado taxi, Harry pensó en la idea de que su vida obedecía a un guión. No podía creer una cosa así, pero si por casualidad lo que Webb decía era cierto, Harry sabía una cosa: su guión no era el de una comedia, sino más bien el de un melodrama sórdido y barato.
El taxi se detuvo junto al bordillo, delante del 229 de la calle Maple. Harry pagó al conductor y descendió. Mientras el vehículo se alejaba, miró el letrero de la tienda: ABE'S. CHARCUTERÍA KOSHER. Meneó la cabeza incrédulamente y cruzó la puerta.
Le recibió el frescor del aire acondicionado y un suculento aroma de fiambres. Se acercó al mostrador y vio a un carnicero que le daba la espalda. Pensó que probablemente era Abe en persona.
—Dispense —dijo Harry.
—Hola, ¿en qué puedo servirle? — preguntó el hombre, volviéndose hacia él.
El hombre tenía un cuchillo ensangrentado en una mano y se limpió los fragmentos de entrañas animales que tenía en la otra, restregándola en el delantal blanco que cubría su panza.
—Me ha enviado aquí el señor Webb, de Guión Seguro.
—Ah, sí, sí—gruñó el hombre—. Busca usted a Eddie. Está arriba —dijo, señalando la escalera con el cuchillo—. Su despacho es el ultimo a la derecha.
—Gracias —dijo Harry, y sus sospechas de que estaba siendo víctima de un torpe timo se renovaron.
—Y dígale que las almendras rayadas para su helado se han terminado, ¿quiere? — añadió el corpulento carnicero.
—Claro —dijo Harry, encaminándose a la escalera—. ¿Porqué no?
Una vez arriba, Harry encontró fácilmente el despacho. A través de la puerta le llegaba débilmente la cadencia del tecleteo de una máquina de escribir. Al llamar a la puerta, observó que en el cristal estaba pintado a mano el nombre Edward Omney.
—¡Pase! — gritó una voz desde el interior—. ¡Está abierto!
Harry entró en un despacho minúsculo en el que reinaba el desorden más absoluto. El suelo, cubierto por una moqueta barata, estaba lleno de archivadores de diversos colores, los cuales ocupaban también la desvencijada mesa en el centro de la minúscula habitación, dejando apenas espacio para la vieja máquina de escribir. Sobre una de las dos sillas colocadas ante la mesa había un ventilador en marcha, que producía un zumbido y hacía ondear tres cintas atadas a su rejilla. Las paredes tenían una pátina acaramelada y desconchada, con capas de nicotina en su superficie. Detrás de la mesa, sentado en una silla chirriante, había un hombre menudo, de unos cincuenta años, de aspecto fatigado. Tenía poco pelo y parecía uno de los hermanos Ritz a escala reducida, con unos modales que sugerían la paciencia de un cartucho de dinamita con la mecha encendida.
—Hola —saludó el hombre, con un deje yiddish—. ¿Qué me cuenta?
—Buenas tardes. ¿Es usted Eddie?
—El mismo —dijo Eddie, echando una abultada cucharada de Bromo—SeItzer en un vaso de agua—. ¿Le gusta el helado de vainilla? — preguntó, agitando con un dedo la bebida espumeante—. Porque si le gusta, ya he tomado mucho y hay un plato entero en la nevera, ahí —dijo señalando hacia un rincón.
—No, gracias —dijo Harry que, desde que comenzaron sus problemas tenía poco apetito—. Últimamente tengo algunos problemas de digestión.
—Lo siento de veras. Debería aficionarse a algo. Yo hago flexiones, muchísimas flexiones. Y míreme: estoy sano como una manzana.
Tras darse una fuerte palmada en el estómago, engulló el burbujeante brebaje.
—A propósito, el carnicero de abajo me ha dicho que no hay almendras para su helado —dijo Harry, al tiempo que observaba a Eddie apurar su bebida.
—No importa —aseguró Eddie, limpiándose la espuma de los labios—, no me sientan muy bien y no puedo escribir si tengo indigestión. Oiga, ¿está seguro de que no quiere un poco de helado?
—No —dijo Harry, deseoso de ir al grano—. Mire, Eddie, le diré exactamente a qué he venido. Me han enviado aquí los de Guión Seguro. Me siento muy desdichado con mi guión, y quiero que me lo escriban de nuevo.
—Naturalmente —dijo Eddie—. Todo el mundo tiene un escritor. ¿Le crea eso algún problema?
Reprimió varios eructos originados por el Bromo.
—Todo es un problema. Mi vida es un desastre, y cada día es más horrible que el anterior.
—¿Ah, sí? — dijo Eddie, empezando a interesarse.
—¿Cómo han podido hacerme esto? — preguntó Harry, compungido—. Mi mujer me ha abandonado para irse con un trompetista, la semana pasada mi jefe me despidió temporalmente por falta de trabajo, mi hijo se droga y tengo un uñero.
—¡Exactamente! — exclamó Eddie—. Ahora recuerdo. Ese fue bueno, pero sólo trabajé en el último borrador... Creo que lo dejé listo en un fin de semana.
—¿Cuánto tiempo suele tardar? — inquirió Harry, profundamente molesto.
—Pues verá, trabajando a intervalos, una o dos semanas —dijo Eddie.
—¿Y el mío lo hizo en un fin de semana?
—Estoy seguro de ello —dijo Eddie—. Mi mujer estaba fuera de la ciudad, creo que visitando a su madre. — Miró hacia el techo, tratando de recordar—. ¿O tal vez tenía la gripe?
—Vaya, es increíble —dijo Harry.
—Oiga, no se lo tome a mal, algunos de mis mejores trabajos los hago bajo una fuerte presión.
Harry hizo un gesto de disgusto.
—Bueno, ¿qué decía usted acerca de cambiarlo?
Harry se dio cuenta de que le convenía averiguar cómo operaba la empresa a la que estaba confiando su futuro.
—No vaya tan rápido —le dijo a Eddie—. Primero hay algunas cosas que quisiera saber. Por ejemplo, ¿desde cuándo la gente tiene esos guiones?
—Desde hace mucho tiempo —replicó Eddie—, supongo que desde el principio.
—¿No lo sabe?
—No. — Eddie encendió un cigarro barato—. Realmente, no lo sé. Yo he empezado hace poco.
Harry estaba pasando un mal rato, aquella información le irritaba cada vez más.
—¿Qué hacía antes? — quiso saber.
—Oh, un poco de esto, otro poco de aquello. Principalmente, me dedicaba a holgazanear por ahí. Escribía poesía, enseñaba judo...
Harry se encogió visiblemente ante esta revelación. La perspectiva de poner su futuro en manos de un poeta vagabundo que rompía tablas con los pies no le reconfortaba lo más mínimo. Harry quería que un guionista tuviera más aspectos positivos.
—Mire, Eddie, no estoy seguro de sus credenciales. Quiero decir que sus antecedentes me parecen poco sólidos.
—Qué cosas dice usted. Lincoln nació en una cabana de troncos. ¿Y va a decirme que Abe Lincoln no fue un magnífico presidente?
—Sí, lo fue, pero...
—No hay pero que valga. No hablemos más de mí. ¿De qué sirve eso? Dígame qué quiere y deje que me ponga a trabajar.
Eddie parecía un poco molesto por aquella ofensa a sus credenciales, y a cada minuto que pasaba Harry se sentía más confuso y trastornado. Su respiración empezaba a ser exageradamente profunda y prolongada.
—Mire, Eddie, todo esto es muy nuevo para mí. Quiero decir que no comprendo de dónde sale este asunto de los guiones, o de quién ha sido idea. No lo entiendo, no puedo comprender qué diablos ocurre aquí. — Su voz parecía a punto de quebrarse—. Jamás pensé que pudiera ser algo así —añadió, gimiendo, y entonces se levantó y fue a la ventana, desde donde se veía la concurrida avenida—. ¡Es absurdo, completamente absurdo! — musitó.
—Vamos, vamos, amigo, no es para ponerse así — le dijo Eddie en tono consolador—. Tranquilícese, hombre. A propósito, ¿cómo se llama? Aún no me lo ha dicho.
—¿No lo sabe? Creí que lo sabía todo.
—No puedo recordar todos los nombres. Hago muchos guiones.
Harry se apartó de la ventana.
—Me llamo Harry Addley.
—Muy bien. Ese nombre me suena. Bueno Harry, la verdad es que no recuerdo cómo le describí. ¿Es usted un hombre religioso?
—Bastante —dijo Harry, sorbiendo por las narices—. Respondo espiritualmente a la música de órgano.
—Aja. Bien, la cuestión es que si es religioso, quizá no desee saber cómo funciona todo esto, porque podría conmocionarle. Las cosas no siempre son como parecen.
»Por ejemplo, la mayoría de la gente no imagina al Señor como un escritor judío que trabaja en una charcutería kosher.
»Bueno, sólo soy uno de los muchos que emplea Guión Seguro, pero ésa es más o menos la idea. Ya ve que no hice tan mal trabajo. Es usted bastante listo.
Harry suspiró, tomó asiento y dirigió el ventilador hacia su rostro, pues se sentía ligeramente mareado.
—¡Eh! Si tal como estaba ese cacharro me achicharraba, imagínese ahora.
—¿Por qué no hace que nieve? — le sugirió Harry.
—Sigue usted en sus trece —replicó Eddie—. Todo eso es un estereotipo. Esas cosas se han puesto al día, se acabaron las imágenes sublimes. En la actualidad las cosas se hacen con más eficacia. Incluso nos anunciamos para cubrir los gastos de oficina. Nuestra economía no es muy boyante. Ya sabe, clips para los papeles, tazas de café... Todo suma.
—Desde luego —dijo Harry, taciturno, con la mente en otra parte—. Y pensar que me molesté en asistir a la escuela dominical. Debería haber rezado por mejores diálogos y caracterización. Si vamos a eso, la Biblia debería haberla escrito Eugene 0'Neill, probablemente habría captado el ritmo.
—Era un formidable escritor —convino Eddie.
Harry reflexionó sobre su situación y decidió sacarle el mayor partido posible.
—Bueno, Eddie, ¿cuándo puede ponerse a trabajar en mi guión?
—¿Tiene los dos billetes? — inquirió Eddie.
—Sí, puedo conseguir el dinero —dijo Harry—. Valdrá la pena. Al fin y al cabo, se trata de mi maldita vida.
En el rostro de Eddie apareció una expresión de dolor.
—Claro, a usted le resulta fácil hablar así de mis escritos. Intente escribir uno alguna vez. ¡Verá qué dolores de cabeza!
—Lo siento —dijo Harry —, ya sabe a qué me refiero.
—No se preocupe, me sobrepondré.
—Bien, ¿cuándo cree que lo tendrá listo?
—Dentro de una semana y media. Lo cambiaré todo. Le gustará, créame.
—Quiero ser feliz, Eddie. Quiero que vuelva mi esposa, un empleo mejor, con el que gane más, que mi hijo siente la cabeza y que se me solucione lo del pie.
—No se preocupe. Me ha explicado todos sus problemas y ahora puedo solucionarlos. Naturalmente, no puedo cambiar todo lo que ha ocurrido hasta ahora, aunque en general logro arreglar las cosas. Puedo hacerle más fuerte, más listo, curar enfermedades o hacer que un trompetista se rompa los dientes, pero no puedo cambiar el hecho de que la enfermedad estuviera ahí o que el trompetista se escapara con su mujer. Sí, puedo resolver cualquier problema que usted tenga.
—Bien, después de haberle contado mis problemas, estoy seguro de que no le será difícil solucionarlos a un hombre de su... su talento. Si quiere hacer mi vida un poco más excitante, darme un montón de dinero y cualquier otro bien, no se lo voy a discutir, naturalmente, pero no me lo diga. ¡Sorpréndame!
—De acuerdo. Partiremos de ahí. Sé exactamente lo que está usted buscando. Oiga, Harry, tengo una magnífica idea, ¿por qué no se toma unas vacaciones hasta que haya terminado el guión? ¿Le gusta esquiar?
—No. Supongo que no tuvo tiempo de incluir eso. Sin duda, su esposa llegó a casa antes de que pudiera hacerlo.
—Vamos, vamos, Harry, no sea desagradable. Lo vamos a arreglar todo. Esta tarde idearé algo para que vaya a esquiar a Aspen, Colorado. ¿Qué le parece? ¿Cuida o no Eddie de usted?
Harry miró al sonriente hombrecillo y suspiró.
—Ya veremos —le dijo.
Cuatro días después de esta conversación con Eddie, Harry estaba en las pendientes de Aspen. Nunca había esquiado, pero ejecutaba expertamente incluso las maniobras más complicadas. Era capaz de bajar la cuesta más pronunciada sobre un solo esquí. Incluso su uñero había desaparecido milagrosamente. Comprendió que todo eso se debía a Eddie y ya no puso en tela de juicio la competencia del escritor. Pensó que no era tan mal tipo, y trabajaba para Guión Seguro sólo porque necesitaba dinero. Al fin y al cabo, alguien tenía que hacer el trabajo.
Aquel día, tras tomar sopa y chocolate caliente en el chalet, Harry decidió ir a campo traviesa con los esquíes. Llevaría comida y se dirigiría a los llanos vírgenes del campo más espectacular de Aspen. Allí, al pie de las gigantescas montañas, celebraría la perspectiva de su nueva vida. Terminó de comer y fue en busca de su equipo.
Eddie estaba encorvado sobre su máquina de escribir, lejos de la magnificencia de las cumbres de Aspen, absorto en escribir de nuevo el guión de Harry. Mientras trabajaba en la sección de esquí a campo traviesa, decidió hacer un trabajo especial que compensara a Harry de los trastornos que Guión Seguro ya le había causado. Se lo haría pasar francamente bien por sus dos mil dólares.
Los dedos de Eddie empezaron a destilar floridas descripciones mientras tecleaba furiosamente escena tras escena para la nueva revisión estimulante de Harry. Incluyó su salvación de una avalancha de la que Harry pudo escapar, por los pelos, en el último instante. También incluyó, con mucho regocijo, un encuentro entre Harry y una hermosa joven, que culminó por la noche, ante una chimenea encendida, los dos entregados a un frenético amor.
Y por si esto fuera poco, Eddie hizo que el día siguiente de Harry estuviera aún más lleno de acción y desafío a la muerte. Daría un salto de esquí de noventa metros y aterrizaría perfectamente sobre un solo esquí. Inmediatamente después, ganaría un concurso de beber tequila, al ser capaz de echarse al coleto cuatro botellas de la ardiente bebida. Aquella noche lucharía a brazo partido con un instructor noruego, a causa de la mujer de éste, y vencería al macizo gigante nórdico tras una agotadora lucha que duraría dos horas.
Más tarde, aquella misma noche, tras haberse librado ingeniosamente de la encantadora joven anterior, haría el amor con el premio obtenido tras su pelea con el nórdico. El premio sería una amazona infatigable, una mujer sensual que llevaría a Harry a su chalet privado, donde le enseñaría extravagantes innovaciones atómicas que hasta entonces él había considerado delitos penados por las leyes federales. Sería una velada profundamente satisfactoria.
Para el día siguiente, Eddie describió la carrera de Harry en su Porsche, por las carreteras de Aspen cubiertas de hielo, contra el que entonces era campeón mundial de carreras. Harry ganaría por poco, tras una carrera alucinante en la que estaría a punto de morir cuando su coche con motor turbo estuviera en un tris de despeñarse por un precipicio. Luego el ex campeón lloraría ante la multitud allí congregada y entregaría el trofeo a Harry, felicitándole por ser un brillante competidor y un caballero. Antes de hacerle regresar para que se incorporara a su nuevo trabajo, Eddie incluiría algunas emociones más para Harry durante sus vacaciones, entre ellas, la muerte del instructor de esquí noruego, en defensa propia, cortándole el cable del telesilla. También colocaría un atractivo bigote en el rostro de Harry que, hasta entonces, sólo había sido capaz de producir una escasa pelusilla, como la del melocotón.
¡Qué magnífico guión! Eddie estaba exultante. Era el mejor que había escrito jamás.
«Ahora veremos —dijo Eddie, hablando consigo mismo—, más excitación, más dinero...»
Un par de semanas más tarde, Eddie seguía ocupado, puliendo la nueva escritura del guión de Harry. Tras un par de días de frenética escritura, lo había dejado, y ahora tenía algunas ideas nuevas que añadir. De pronto, sonó el teléfono.
—Diga.
Eddie sujetó el teléfono entre el hombro y la mejilla, a fin de poder seguir escribiendo.
—¿Qué te parece si almorzamos juntos? — le preguntó su amigo Jerry.
—Tendremos que dejarlo para otro día, Jer. Estoy ocupado en rehacer un guión y me está saliendo de maravilla.
—Oh, vamos, Eddie, si yo puedo dejar mis guiones un rato, tú también puedes. Otros muchachos y yo vamos a por unos bocadillos. Viene Larry y también Sid.
—Me encantaría, Jer, pero no puedo, de verdad.
—También ellos están ocupados reescribiendo guiones, Eddie.
—Lo sé, pero éste es el mejor que he hecho jamás. Es posible que me valga el Premio Alma Anual de Guión Seguro.
—Es realmente bueno, ¿eh?
—Es mejor —dijo Eddie con confianza—. Es brillante, y prefiero seguir con él hasta que lo haya terminado.
—¿De qué trata? — preguntó Jerry, curioso y con cierta envidia.
—Es un tipo que vino hace unos días con un mal guión. La misma historia que he oído un millón de veces. Quería que se lo volviera a escribir. Parece que su mujer le dejó, su hijo se droga y se ha quedado sin trabajo. Incluso sufre a causa de un uñero.
—Eddie, sé que me detestarás por esto, pero dime: ¿la mujer de ese individuo no le dejó para irse con un trompetista?
—Sí, es cierto. ¿Cómo lo sabes?
Jerry se echó a reír.
—Porque trabajé en ese guión. Hice el primer borrador, hace mucho tiempo. Es una suerte que ese hombre haya ido a verte, porque, por lo que recuerdo, las cosas iban de mal en peor en aquel guión.
—¿Qué quieres decir? — preguntó Eddie, temeroso de que una cosa así le descalificara para el concurso del premio Alma.
—Bueno, verás, con un estado como el suyo...
—¡Estado! — le interrumpió Eddie—. ¿Qué estado? Lo único que tenía era un uñero.
—Vaya, se te debe haber pasado por alto. Sí, recuerdo que le di un corazón muy débil. Pero no te preocupes. Procura que en el nuevo guión no haga grandes esfuerzos, o de lo contrario haz que algún médico lo ponga en forma. Bueno, ¿qué me dices del almuerzo?
Eddie no respondió. Se limitó a reclinarse en su silla, con el rostro inexpresivo.
Fin
La obra de Matheson ha aparecido en varias antologías. También ha trabajado como guionista para las series de televisión Quincy, M*A*S*H* y Cliffhangers. El siguiente relato no es el más apropiado para las personas de sentimientos religiosos. Es una mirada divertida a un tipo diferente de sagrada escritura, el guión de la vida... y también de la muerte.
Del libro: Las mejores historias de terror 8
Traducción: Jordi Fibla
© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1987
Gran vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona
ISBN 84—270—1153—9
Edición digital de Sugar Brown