Publicado en
octubre 27, 2020
"El pasado no cambia nunca, lo dejamos atrás y nos hallamos en el presente, pero el pasado está allí todavía, en espera de nosotros..."
Por Corey Ford (deportista y amante de los perros, compuso, durante los 50 años de su profesión, más de 500 artículos para las principales revistas norteamericanas. Poco antes de morir, en 1969, escribió 'The Road to Tinkhamtown' (título original de este artículo).
ERA MUCHO lo que había que andar, pero a sabía muy bien adónde iba. Tomaría el sendero que cruzaba el bosque y, pasando sobre la cima de un cerro, bajaría hasta el arroyo, donde se atravesaba el puente, de tablas ya combadas, para llegar hasta la orilla opuesta, en que encontraría el pueblo de Villavieja.
Marchaba despacio, arrastrando los pies a cada paso. Pronto haría un año que no salía a pasear; había enflaquecido por tanto tiempo pasado en cama. El Dr. Tirso le había dicho que jamás podría volver a andar, pero el buen médico era así: un pesimista incorregible, pues ya iba marchando sin dificultad; todo fue cuestión de empezar.
Le era difícil distinguir la antigua vereda, entre los alisos, cubierta de hojas caídas, y cerró los ojos para verla mejor. Siempre que los cerraba la veía claramente. Sí, allí estaba esa parte anegada que tantas veces cruzó saltando de un mogote a otro mientras su perro, el Tiro, iba delante de él chapoteando sin cuidado. Había un lugar en que el agua le cubría las botas; y en efecto, al vadear esta vez el mismo sitio, nuevamente la bota izquierda se le llenó de agua y experimentó la misma sensación cálida y pegajosa. Todo estaba como aquella tarde, diez años atrás. Allí se encontraba, atravesado en el camino, el árbol derribado por el viento que había tenido que salvar, y allí, sobre una loma, el espino donde una perdiz levantó el vuelo al pasar ellos. El Tiro quiso seguirla, pero él le había silbado para hacerlo regresar, porque iban en busca de Villavieja.
Tropezó con el nombre de la aldea en un mapa que vio en la biblioteca pública del pueblo. En otro tiempo solía estudiar viejas cartas topográficas; las había que mostraban el lugar donde cien años antes floreció alguna comunidad agrícola; en los alrededores de los apriscos abandonados y de los huertos donde ahora crecían los pinos, las aves andarían picoteando sin que nadie las espantara. Él mismo había descubierto así algunas de las mejores querencias de las perdices.
Había hecho un bosquejo del mapa en el reverso de un sobre, tomando nota del punto en que el camino se apartaba de la carretera y seguía al norte hasta una encrucijada, donde doblaba hacia el oriente y cruzaba un arroyo que ni nombre tenía; a la mañana siguiente él y el Tiro salieron de casa dispuestos a localizar el lugar. No pudieron llegar muy lejos en el jeep, porque los aluviones habían arruinado el camino, dejando al descubierto rocas y pedrejones. Tras de guardarse el bosquejo en el bolsillo de su chaqueta de caza y de colgarse la escopeta al hombro, echó a andar, mientras el perro trotaba delante de él, haciendo tintinear la campanilla de su collar. Era una anticuada campanilla de trineo y producía una nota delgada y argentina, que resonaba a través del bosque como repercute en la primavera el croar de las ranas. Él podía distinguir aquel sonido en los setos más espesos, y, cuando cesaba, se dirigía a donde lo había oído por última vez, y allí estaba el Tiro inmóvil, mostrando. Después que el perro se murió, guardó la campanilla.
Sin aquella campanilla nada turbaba el silencio del bosque, y a él le parecía que el camino era más largo de lo que recordaba. Ya debía haber llegado a la colina más alta. Quizá se había equivocado al llegar a la encrucijada. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta; aún llevaba allí el sobre con el mapa. Tomó asiento en un peñasco liso, tratando de orientarse, y en seguida se dio cuenta, con emoción, de que diez años antes se había detenido a merendar precisamente sobre aquella roca. Allí estaba, metido en una grieta, el papel encerado en que iba envuelto el emparedado; allí vio también, entre las hojas, el hueco donde el Tiro se había echado, a un lado de él. Alzó la mirada y pudo distinguir la colina entre los árboles.
Se puso en pie y echó a andar de nuevo, con la escopeta al brazo. A medida que ascendía, más denso era el bosque, pero aquí y allá un rayo de sol se filtraba oblicuamente por entre las ramas.
En la cumbre hizo alto, aguzando el oído para percibir allá abajo el leve murmurar del arroyo; pero no lo conseguía a causa de las voces. Alguien pronunciaba su nombre una y otra vez.
"FRANCISCO... Francisco..." Abrió los ojos de mal grado. Era su hermana. Él quiso decirle adónde iba, pero movía los labios sin conseguir articular palabra.
—¿Qué dices, Francisco? —preguntó su hermana inclinándose hacia él un poco más— No te entendí.
Él no lograba hablar con mayor claridad; su hermana se enderezó, y explicó al Dr. Tirso, que se encontraba allí:
—Me pareció escuchar que decía "Villavieja".
—¿Villavieja ? —el médico movió la cabeza— Nunca le he oído mencionar ningún lugar de ese nombre.
Francisco sonrió para sí. Por supuesto, nunca le había dicho al Dr. Tirso una sola palabra de Villavieja. Los cazaderos de perdices son un secreto que a nadie se menciona, ni siquiera a un amigo tan íntimo como el Dr. Tirso. No; los únicos que sabían del lugar eran él y el Tiro. Juntos lo habían descubierto aquella tarde tan lejana y su secreto les pertenecía. Volvió a cerrar los ojos para verlo mejor.
HABÍAN llegado ya al arroyo y el Tiro cruzó al trote el pontón de madera. Su amo también lo hizo, con mayor cautela, evitando pisar las tablas sueltas. Al lado opuesto de la corriente el camino ascendía en fuerte pendiente hasta un claro del bosque, y Francisco se detuvo ante los cimientos de piedra de una casa: la primera de una serie de fincas señaladas en el mapa.
La campanilla del Tiro se había dejado oír a lo largo de la pared de piedra, al filo del claro, y Francisco había ido tras él pensando en la gente que se marchó de allí abandonando sus paredes a la ruina y dejando sus construcciones condenadas a desplomarse bajo las nieves invernales. ¿Habrían vuelto a Villavieja? ¿No estarían ahora allí, observándolo, invisibles para él? Dio con el pie contra un bloque de granito tallado y oculto por unos espinos, parte del umbral de la antigua troje. En un tiempo había sido un apretado granero, calentado por el vapor que despedía el ganado en los pesebres. Francisco se complacía en evocarlo así; era algo más real que este desnudo rectángulo de piedra. Así había pensado siempre en el pasado. El Dr. Tirso solía afirmar que lo pasado, pasado, pero él insistía invariablemente en lo contrario. Todo es como era, aseguraba a su amigo. El pasado no cambia nunca. Lo dejamos atrás y nos encontramos en el presente, pero el pasado está allí todavía, esperando que regresemos.
Absorto en sus pensamientos, no se percató de que había cesado el tintineo de la campanilla del Tiro. Se dio prisa a cruzar el claro con la escopeta lista. En una esquina de la pared de piedra un manzano viejo había dejado el suelo cubierto de fruta caída, y allí, al pie del árbol, estaba el Tiro erguido, inmóvil. Mantenía un poco levantado el blanco abanico de la cola, con el lomo en recta línea horizontal, el cuello echado hacia adelante, doblada una de las patas delanteras. Francisco sintió seca la garganta, como le ocurría siempre que encontraba de muestra al perro, y tragó con dificultad. "Quieto. Ya voy".
"CREO QUE ahora mismo movió los labios", oyó decir a su hermana. ¿Qué estará haciendo ella aquí?, se preguntó con extrañeza. ¿A qué habrá venido desde tan lejos para verme? Era la primera vez que se encontraban desde que su hermana se casó. Francisco había recibido carta suya de cuando en cuando, pero siempre le decía lo mismo: ¿Por qué Francisco no vendía el viejo caserón? ¿Por qué no alquilaba un apartamento pequeño en la ciudad, donde no estaría solo? Pero él hallaba la casona de su gusto y además no vivía solo: el Tiro le acompañaba siempre.
No se había casado nunca; el Tiro era toda su familia. Los unía una afinidad que él no sentía con nadie más; ni con su hermana ni siquiera con el Dr. Tirso. Él y el Tiro solían charlar sin necesidad de palabras; cada uno sabía lo que el otro estaba pensando, y no tenían dificultad para encontrarse el amo y el perro en el bosque.
Nunca volvieron a cazar después de llegar a Villavieja. El viejo perro había tropezado varias veces cuando ambos regresaban al jeep, y Francisco se vio obligado a llevarlo en brazos el último centenar de metros. Era difícil aceptar que realmente hubiese muerto. En ocasiones, por la noche, insomne a causa del dolor de las piernas, creía oír al Tiro rascar el suelo con las uñas, y Francisco, encendiendo la luz, encontraba la habitación vacía. Pero luego, al apagar la lámpara, percibía de nuevo aquel rascar, y entonces se rendía contento al sueño (o lo que pudiera pasar por sueño) durante días y noches que se sucedían sin alba ni anochecer.
Cierta vez le preguntó abiertamente al Dr. Tirso si llegaría a curarse. El médico, que le estaba dando algo para aliviarle los dolores, vaciló un momento; terminó lo que estaba haciendo, limpió la aguja y al fin se volvió hacia él para decirle: "Creo que no, Francisco". Se habían criado juntos en aquel pueblo, y el Dr. Tirso lo conocía demasiado bien para tratar de engañarlo.
—Temo que ya no hay nada que hacer —añadió.
"Nada que hacer", se dijo Francisco... "más que quedarse echado hasta que todo acabe".
—Dime —susurró—, ¿qué sucede cuando todo termina? —El médico trataba torpemente de cerrar su maletín oscuro; lo consiguió al fin y contestó que, a su entender, nos marchamos a otra parte, llamada el más allá. Pero él movió la cabeza negativamente— No, a alguna otra parte, no —replicó—, sino a algún sitio donde hemos estado ya y adonde queremos volver.
El médico no le entendió y él no pudo explicárselo mejor. Sabía bien a qué se refería, pero la inyección ya empezaba a obrar su efecto, y además estaba muy cansado.
TAMBIÉN hoy se sentía fatigado, y las piernas le dolían un poco al echar colina abajo en busca del arroyo. Bajo los árboles estaba demasiado oscuro para poder examinar el apunte que había hecho, y le era imposible orientarse por el musgo que crecía en torno de los árboles aumentando su tamaño; enormes troncos derribados por el viento le cerraban el paso. Las raíces, descubiertas, eran negras y deformes; y entonces, en vez de la emoción anterior, sintió que lo invadía el pánico. Pasó tropezando entre un montón de ramas desgajadas, cuyas puntas aguzadas le acuchillaron las piernas causándole vivos dolores; le faltaron fuerzas para llegar hasta el otro lado, y se vio obligado a retroceder y rodear el montón. Ya no sabía hacia dónde iba. Se hacía tarde y había extraviado el rumbo.
En el bosque no se oía ningún ruido que pudiera guiarle; sólo el rechinar de la mecedora de su hermana y el sollozo sin lágrimas que ésta ahogaba de vez en cuando. Ella quería que regresara, y otro tanto deseaba el médico: todos querían que desanduviera el camino. Le asaltó el pensamiento del viejo caserón; si él lo abandonaba, lo derrumbarían las nieves del invierno y nacerían chopos en el vano del sótano. Y le acometieron muchas y diversas dudas, pero sobre todo sintió miedo. Las sombras le atemorizaban, y también el estar solo y no saber adónde iba. Sería preferible darse vuelta y regresar. Conocía el camino de regreso.
Y en esto, repercutiendo a través del bosque como el croar de las ranas en primavera, le llegó a los oídos el argentino tintinear de una campanilla de trineo. Echó a correr colina abajo en busca de aquel sonido. Había recobrado el vigor de las piernas; de un salto pasó por encima del árbol derribado por el viento, salvó los troncos caídos, apoyó sólo la punta de los dedos sobre una pila de ramas desgajadas y la salvó al vuelo, como una perdiz que cruzara a ras de tierra. A medida que se acercaba, el sonido le llenaba los oídos, más fuerte que el voltear de un millar de campanas, más fuerte que todos los coros del cielo, tan sonoro como el palpitar de su propio corazón. El miedo se había desvanecido; no andaba extraviado. Ya tenía la campanilla para guiarle.
Llegó al arroyo y se detuvo un momento junto al puente. Ansiaba decirles que era dichoso. ¡Ah! ¡Si supieran qué feliz era! Pero cuando abrió los ojos ya no le fue posible verlos. Todo lo demás aparecía lleno de luz, pero la habitación estaba en tinieblas.
La campanilla había dejado de tintinear y Francisco volvió la mirada hacia la otra orilla del arroyo. La ribera opuesta estaba inundada de sol y él podía ver que la senda ascendía casi verticalmente; veía el claro del bosque y el manzano que crecía cerca del muro de piedra. Al pie del árbol vio al Tiro inmóvil, en alto el blanco abanico de la cola, con el cuello echado hacia adelante y una de las patas delanteras levantada en el aire. Al volverse a mirar a su amo, mostró lo blanco de los ojos: lo estaba esperando.
"Quieto", le ordenó Francisco. "Quieto, Tiro". Y echó a andar por el puente. "Ya voy".
CONDENSADO DE " THE BEST OF COREY FORD". PUBLICADO POR JACK SAMSON. © 1975 POR LOS DEPOSITARIOS DEL DARTMOUTH COLLEGE