EL SÓTANO (Richard Laymon)
Publicado en
octubre 29, 2020
Dedicado a Clayton Matthews
Prólogo
Jenson tomó el micro de la radio. Su pulgar rozó el botón del fono. Miró de nuevo la ventana superior de la vieja casa victoriana al otro lado de la calle, y vio tan sólo el reflejo de la luna en el cristal. Bajó el micro hasta sus rodillas.
Luego, un haz de luz destelló de nuevo en el interior de la oscura casa.
Alzó el micro hasta su boca y pulsó el botón.
—Jenson a central.
—Aquí central, adelante.
—Tenemos a un merodeador en la Casa de la Bestia.
—No te entiendo, Dan. ¿Qué ocurre contigo? Habla más alto.
—¡He dicho que tenemos a un merodeador en la Casa de la Bestia!
—¡Jesús! Será mejor que vayas a ver.
—Envíame ayuda.
—Sweeny está cenando.
—¡Entonces telefonéale, por el amor de Dios! Siempre come en el Welcome Inn. Telefonéale.
—Simplemente ve a echar un vistazo, Jenson.
—No voy a meterme en este maldito lugar solo. Envía a Sweeny, o mejor olvidemos todo el asunto.
—Intentaré localizar a Sweeny. Tú quédate aquí, y mantén un ojo en el lugar si eres demasiado miedoso como para entrar. Y cuida tu lenguaje cuando estés en el aire, chico.
—Está bien, corto.
El patrullero Dan Jenson dejó el micro de su radio y miró a la distante ventana de arriba. No vio ninguna señal de linterna. Observó las otras ventanas, la oscuridad entre el alero y el balcón encima del porche, las ventanas de la habitación con el puntiagudo techo. Luego de nuevo al principio.
Allá, en la ventana más próxima, el delgado rayo blanco de una linterna giró y se desvaneció. Jenson sintió que se le ponía carne de gallina, como si tuviera arañas deslizándose por su espalda. Subió su ventanilla. Con el codo pulsó el botón del seguro interior de la cerradura. Las arañas no se marcharon.
Dentro de la casa, el niño estaba intentando desesperadamente no gritar mientras su padre tiraba de su brazo y lo llevaba de una oscura habitación a la siguiente.
—¿Lo ves? Nada aquí. ¿Acaso ves algo?
—No —gimoteó el niño.
—¿Ningún fantasma, ningún duende, ningún monstruo?
—No.
—Correcto.
—¿Podemos irnos ya? — preguntó el niño.
—Todavía no, jovencito. Aún no hemos visto el desván.
—Ella dijo que está cerrado.
—Entraremos.
—No. Por favor.
—El monstruo puede estar aguardándonos en el desván, ¿eh? ¿Así que es ahí donde estaba?
Abrió una de las puertas del pasillo y metió el haz de su linterna. La luz iluminó un armario vacío. Rudamente, tiró del niño tras él hacia una puerta al extremo del estrecho corredor.
—Papá, déjame ir a casa.
—¿Tienes miedo de que la bestia te ataque? — rió amargamente el padre—. No vamos a salir de esta vieja casa supuestamente encantada hasta que admitas que no hay ninguna bestia. No quiero a. uno de mis hijos yendo por la vida encogido y lloriqueante, temblando ante cualquier sombra, temeroso de la oscuridad.
—Hay una bestia —insistió el niño.
—Muéstramela.
—La guía dijo...
—La guía nos dedicó una sarta de tonterías. Ese es su trabajo. Tienes que aprender a distinguir las tonterías que te dicen cuando te abofetean la cara con ellas, jovencito. Los monstruos son tonterías. Los fantasmas y los duendes y las brujas son tonterías. Y también lo es la bestia.
Sujetó el pomo, abrió la puerta, y arrojó dentro el haz de luz. El hueco de la escalera era un túnel estrecho y empinado que subía hasta una puerta cerrada.
—Vamos.
—No. Por favor, papá.
—No me digas «no».
El niño intentó soltar su brazo de la presa de su padre, pero no lo consiguió. Se echó a llorar.
—Deja de gimotear, gallina.
—Quiero irme a casa.
El hombre lo agitó violentamente.
—Vamos a subir por estas escaleras. Cuanto más pronto entremos en el desván y busquemos a ese monstruo tuyo, más pronto saldremos de aquí. Pero ni un minuto antes, ¿me has entendido?
—Sí —consiguió decir el niño.
—De acuerdo. Adelante.
Al lado de su padre, empezó a subir las escaleras. Los peldaños de madera crujían y chirriaban. La luz de la linterna marcaba un pequeño y brillante círculo en cada peldaño que subían. Un halo rodeaba el círculo, iluminando débilmente sus piernas, las paredes y los siguientes peldaños.
—¡Papá!
—Tranquilo.
El círculo de luz subió por las escaleras y se clavó en la puerta del desván, por encima de sus cabezas.
El niño intentó sorber sus lágrimas, pero tenía miedo de hacer ruido. Dejó que el cálido líquido resbalara por su labio superior. Luego pasó la lengua. Sabía a salado.
—Mira —susurró el padre—. Ya casi estamos...
De arriba les llegó un sonido como de un perro olfateando.
La mano del hombre se crispó, transmitiendo una sacudida de dolor al brazo de su hijo. El niño dio un paso atrás, buscando el siguiente peldaño tras él mientras la puerta del desván se abría lentamente.
El haz de la linterna penetró en la vacía oscuridad más allá de la puerta.
Una risa gutural se arrastró a través del silencio. Al niño le sonó como la risotada de un hombre muy viejo y reseco.
Pero no era un hombre viejo lo que saltó desde el umbral. Mientras la linterna caía al suelo, su haz iluminó un hocicudo rostro sin pelo.
Cuando se produjo el grito, Dan Jenson supo que no podía esperar a Sweeny. Soltando el seguro de su Browning de doce disparos, abrió de un golpe la portezuela del coche patrulla y saltó a la calle. La cruzó corriendo. La cabina de los tickets estaba iluminada por una farola. El gran letrero de madera sobre ella rezaba: «LA CASA DE LA BESTIA», en chorreantes letras que querían imitar sangre.
Empujó el torniquete. No cedió. Así que saltó por encima. Llegaron más gritos procedentes de la casa, gritos de desgarrante dolor de un niño.
Corriendo sendero arriba, Jenson subió los peldaños del porche de dos en dos. Probó la puerta. Cerrada. Metió un cartucho en la recámara de la escopeta, apuntó a la cerradura y apretó el gatillo. El disparo abrió un agujero en la puerta. Pateó. La puerta se abrió dando un bandazo. Entró en el vestíbulo.
Desde arriba llegaron sonidos de desgarro y jadeantes gruñidos animales.
Por las ventanas delanteras entraba la suficiente luz lunar como para permitirle ver el arranque de una escalera. Sujetándose al pilar de arranque, se lanzó hacia arriba. La oscuridad lo engulló. Con una mano en la barandilla para guiarse, subió. Al final de la escalera se detuvo y escuchó. Los gruñidos llegaban de su izquierda.
Alzando la escopeta, se metió en el pasillo y se volvió hacia la derecha, preparado para disparar.
Todo estaba a oscuras excepto un charco de luz que se derramaba por el suelo del pasillo. Procedía del extremo de una linterna.
Jenson deseaba esa linterna. La necesitaba. Pero estaba lejos en el pasillo, cerca del negro centro de los fuertes y rápidos sonidos jadeantes.
Con la escopeta cubriendo el pasillo, avanzó hacia la linterna, sus zapatos resonando con mil ecos, su propia agitada respiración enmascarando la estridencia de los otros jadeos. Entonces su pie pisó algo redondo como un palo, pero blando. Quizás un brazo. Su otro pie golpeó un objeto duro, y oyó sus dientes chasquear mientras tropezaba y caía de bruces en la oscuridad. La escopeta aplastó sus dedos contra el suelo.
Tendiendo su brazo derecho, alcanzó la linterna. Giró su haz en dirección a los gruñidos.
La criatura soltó sus dientes de la nuca del niño. Volvió su cabeza. La piel de su rostro era blanca e hinchada como la barriga de un pescado muerto. Parecía sonreír. Se contorsionó, apartándose del muchacho.
Jenson dejó caer la linterna e intentó alzar la escopeta.
Oyó una suave y seca risa, y la bestia saltó sobre él.
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Donna Hayes colgó el teléfono. Frotó sus temblorosas y sudadas manos en la colcha, y se sentó.
Sabía que iba a ocurrir. Lo había estado esperando, había hecho planes al respecto, lo había temido. Ahora lo tenía encima.
—Lamento molestarla a esta hora —había dicho el hombre—, pero sabía que deseaba ser informada inmediatamente. Su marido fue puesto en libertad. Ayer por la mañana. Yo mismo acabo de enterarme...
Durante largo rato se quedó mirando a la oscuridad de su dormitorio, incapaz de poner los pies en el suelo. La oscuridad empezó a desaparecer de la habitación. No podía esperar más.
El aire del domingo por la mañana era como agua fría empapando toda su piel cuando se puso en pie. Temblando, se echó una bata por encima. Cruzó el pasillo. Por la pausada respiración que sonaba dentro del cuarto, supo que su hija de doce años seguía durmiendo.
Fue hasta la cama. Un hombro pequeño, cubierto con franela amarilla, emergía de entre las mantas. Donna apoyó sobre él su mano formando copa y lo sacudió suavemente. Volviéndose boca arriba, la niña abrió los ojos. Donna le dio un beso en la frente.
—Buenos días —dijo.
La niña sonrió. Apartó su pálido pelo de delante de sus ojos y se desperezó.
—Estaba soñando.
—¿Era un buen sueño?
La niña asintió seriamente.
—Tenía un caballo que era todo blanco, y tan grande que tenía que subirme a una silla de la cocina para montarlo.
—Eso suena terriblemente grande.
—Era un gigante —dijo la niña—. ¿Cómo te has levantado tan pronto?
—Pensé que tú y yo podríamos hacer las maletas, montarnos en el Maverick, y tomarnos unas vacaciones.
—¿Unas vacaciones?
—Aja.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—¡Huau!
Tardaron casi una hora en lavarse, vestirse, y meter en las maletas la ropa suficiente como para pasar una semana fuera del apartamento. Mientras llevaban su equipaje al aparcamiento cubierto, Donna luchó contra la intensa urgencia de confiárselo todo a Sandy, de decirle a la niña que nunca iba a volver allí, nunca iba a pasar otra noche en su habitación u otra tarde haraganeando en Sorrento Beach, nunca volvería a ver de nuevo a sus amigos del colegio. Con una sensación de culpabilidad, Donna se lo guardó todo para sí.
Santa Mónica tenía un aspecto gris con su habitual cielo cubierto de las mañanas de junio cuando Donna hizo retroceder el coche hasta la carretera. Miró a ambos lados del edificio. Ninguna señal de él. Las autoridades de la prisión lo habían dejado en la terminal de autobuses de San Rafael el día anterior por la mañana, a las ocho. Había tenido tiempo suficiente de llegar hasta allí, averiguar su dirección, e ir en su busca. Pero no se veía ninguna señal de él.
—¿Hacia dónde quieres ir? — preguntó.
—Me es igual.
—¿Qué te parece hacia el norte?
—¿Qué es el norte? — preguntó Sandy.
—Es una dirección... como el sur, el este, el oeste...
—¡Mamá!
—Bueno, hacia allí está San Francisco. Podemos ir a ver si han pintado bien el puente. También están Portland, Seattle, Juneau, Anchorage, el Polo Norte.
—¿Podemos llegar hasta allí en una semana?
—Podemos tomarnos más tiempo, si queremos.
—¿Y tu trabajo?
—Puede hacerlo alguna otra persona mientras estamos fuera.
—De acuerdo. Vamos hacia el norte.
La autopista de Santa Mónica estaba casi vacía. También lo estaba la de San Diego. El viejo Maverick funcionaba estupendamente.
—Echa de vez en cuando un vistazo fuera por si ves a Míster Humo —dijo Donna.
Sandy asintió.
—Enterada y corto, Gran Madre.
—Cuidado con ese «Gran».
Lejos y por debajo de ellas, el valle de San Fernando se veía soleado. La amarillenta neblina de la mañana, a aquella hora, era apenas un poco de vapor casi invisible sobre el suelo.
—¿Cómo lo prefieres, entonces? — preguntó Sandy.
—¿Qué te parece «mamá»?
—Oh, no es divertido.
Empezaron a bajar hacia el valle, y Donna condujo hacia la autopista de Ventura. Al cabo de un rato, Sandy pidió permiso para cambiar la emisora de radio. Giró el dial hasta sintonizar la 93 KHL, y escuchó durante una hora hasta que Donna pidió una pausa y apagó el receptor.
La autopista seguía la línea de la costa hasta Santa Bárbara, luego se metía tierra adentro cruzando un boscoso paso con un túnel.
—Me estoy muriendo de hambre —dijo Sandy.
—De acuerdo, pararemos en seguida.
Se detuvieron en un Denny's, cerca de Santa María. Las dos pidieron salchichas y huevos. Donna suspiró con placer mientras tomaba su primer café del día. Sandy, con un vaso de zumo de naranja, la imitó.
—¿Y bien? — preguntó Donna.
—¿Qué te parece «Madre Café»? — sugirió Sandy.
—Dejémoslo en «Madre Exprés», ¿de acuerdo?
—De acuerdo, tú eres «Madre Exprés».
—¿Quién eres tú?
—Mi nombre es cosa tuya.
—¿Qué te parece «Pastel de Dulce»?
—¡Mamá! — Sandy pareció disgustada.
Sabiendo que deberían pararse a poner gasolina antes de una hora, Donna se permitió tres tazas de negro café caliente con el desayuno.
Cuando la bandeja de Sandy estuvo vacía, Donna preguntó si estaba lista para marcharse.
—Tengo que ir a echar una meadita —dijo la niña.
—¿Dónde has aprendido a hablar así?
Sandy se alzó de hombros, sonriendo.
—Apostaría a que es cosa del tío Bob.
—Quizá.
—Bueno, yo también tengo que ir a echar una meadita.
Pronto estuvieron de nuevo en la carretera. Al norte de San Luis Obispo pararon en una estación Chevron, llenaron el depósito del Ford, y utilizaron los servicios. Dos horas más tarde, en el brillante calor del valle de San Joaquín, se detuvieron en un drive—in y tomaron hamburguesas con queso y Coca—Cola. El valle parecía extenderse hasta el infinito, pero finalmente la autopista se curvó hacia arriba y hacia el oeste, y el aire perdió parte de su calor. La radio empezó a captar las estaciones de San Francisco.
—¿Ya casi estamos? — preguntó Sandy.
—¿Dónde?
—En San Francisco.
—Casi. Otra hora o así.
—¿Tanto?
—Me temo que sí.
—¿Nos quedaremos a dormir allí?
—No lo creo. Quiero ir más lejos; ¿y tú?
—¿Hasta dónde? — preguntó Sandy.
—Hasta el Polo Norte.
—Oh, mamá.
Eran pasadas las tres cuando la Autopista 101 desembocó en un sombrío arrabal de San Francisco. Se detuvieron ante un semáforo, giraron, buscaron los indicadores señalando la 101, y giraron de nuevo: avenida Van Ness arriba, a la izquierda hacia Lombard, y finalmente subiendo una carretera en curva hasta el Golden Gate.
—¿Recuerdas lo decepcionada que te mostraste la primera vez que lo viste? — preguntó Donna.
—Sigo decepcionada. Si no es dorado, no deberían decir que lo es, ¿no crees?
—Por supuesto que no. Pero es hermoso.
—Pero es naranja. No dorado. Deberían llamarlo el Orange Gate.
Mirando hacia mar abierto, Donna vio el borde frontal de una masa de niebla. Brillaba con un blanco puro a la luz del sol.
—Mira la niebla —dijo—. ¿No es encantadora?
Dejaron el Golden Gate detrás.
Cruzaron un túnel con la boca pintada como un arcoiris. Aceleraron junto a la rampa de salida de Sausalito.
—Hey, ¿podemos ir a Stinson Beach? — preguntó Sandy, leyendo el indicador de la desviación.
Donna se alzó de hombros.
—¿Por qué no? No iremos tan rápidas, pero será mucho más bonito.
Puso el intermitente, siguió la curva de la rampa, y dejaron la 101 detrás.
Pronto estuvieron en la carretera de la costa. Era estrecha: demasiado estrecha y con demasiadas curvas, teniendo en cuenta el empinado terraplén que había al otro lado, en el carril de la izquierda. Condujo tan pegada a la derecha como se lo permitía la carretera.
La niebla estaba mar adentro, tan blanca y densa como algodón hidrófilo. Parecía estar acercándose lentamente, pero aún estaba a una buena distancia de la orilla cuando llegaron a la ciudad de Stinson Beach.
—¿Podemos pasar aquí la noche? — preguntó Sandy.
—Sigamos todavía un rato, ¿de acuerdo?
—¿Es necesario?
—¿Has estado alguna vez en Bodega Bay?
—No.
—Allí es donde filmaron aquella película, Los pájaros.
—Oh, aquello era para asustarse.
—¿No crees que deberíamos llegar hasta Bodega?
—¿Está muy lejos? — quiso saber la niña.
—Quizás una hora.
Sentía dolor por todo el cuerpo, especialmente en la espalda. Pero era importante seguir adelante, poner más kilómetros tras ellas. Podía soportar el dolor un poco más.
Cuando llegaron a Bodega Bay, Donna dijo:
—Sigamos un poquito más.
—¿Es necesario? Estoy cansada.
—Tú estás cansada. Yo estoy muriéndome.
Poco después de que dejaran atrás Bodega Bay, la niebla empezó a azotar el parabrisas. Brumosos dedos ascendían por el borde de la carretera, serpenteando ante ellas, tanteando ciegamente. Luego, como si les gustara lo que tanteaban, toda la masa de niebla ocupó la carretera.
—¡Mamá, no puedo ver!
Donna apenas podía distinguir la parte delantera del capó a través de la densa masa blanca. La carretera era tan sólo un recuerdo. Pisó el freno, rezando para que no viniera otro coche tras ellas. El vehículo se desvió a la derecha. Sus neumáticos chirriaron sobre grava. Repentinamente, el coche se ladeó y cayó por un terraplén.
2
Un instante antes de que la brusca parada arrojara a Donna contra el volante, pasó un brazo por delante del pecho de su hija. Sandy se dobló hacia delante por la cintura, apartando su brazo. Su cabeza chocó contra el salpicadero. Se puso a llorar. Donna apagó rápidamente el motor.
—Déjame ver.
El blando salpicadero había dejado una marca rojiza en la frente de la niña.
—¿Te has dado algún golpe en otra parte?
—Aquí.
—¿Donde el cinturón de seguridad te ha retenido?
La niña asintió, tragando saliva.
—Menos mal que lo llevabas puesto.
Su mente imaginó la cabeza de Sandy atravesando el parabrisas, trozos de puntiagudo cristal rasgando su cuerpo, luego la niña desapareciendo en la niebla, perdida para siempre.
—Hubiera preferido no llevarlo.
—Déjame quitártelo. Sujétate.
La niña apoyó las manos en el salpicadero, y Donna soltó su cinturón.
—Ya está. Ahora salgamos. Yo lo haré primero. No hagas nada hasta que yo te diga que todo está bien.
—De acuerdo.
Saltando fuera, Donna se deslizó por la hierba envuelta en húmeda niebla que cubría el terraplén. Se aferró a la portezuela hasta que hizo pie.
—¿Estás bien? — preguntó Sandy.
—Por ahora sí.
Sujetándose firmemente, escrutó la niebla. Aparentemente la carretera había girado a la izquierda sin ellas, y el coche se había hundido de morro en una zanja. La parte de atrás del coche permanecía al nivel de la carretera; a menos que la niebla fuera demasiado densa, sería visible por los coches que pasaran.
Donna bajó cuidadosamente por el resbaladizo terraplén. El parachoques delantero del Maverick estaba hundido en el fondo de la zanja. Brotaba vapor por las ranuras del capó. Cruzó arrastrándose por encima del capó, llegó al otro lado del coche, y subió el terraplén hasta la portezuela de Sandy. Ayudó a la niña a salir. Juntas se dejaron resbalar y cayeron al fondo de la zanja.
—Bien —dijo Donna, con una voz tan alegre como pudo conseguir—. Aquí estamos. Ahora echemos una mirada a tus heridas.
Sandy tiró hacia arriba de su blusa a cuadros, sacándola de los pantalones. Donna, agachándose, bajó los téjanos de la niña. Una amplia franja enrojecida cruzaba su vientre. La piel sobre el hueso de su cadera tenía un aspecto tierno y despellejado, como si hubiera sido frotada con papel de lija grueso.
—Apuesto a que pica.
Sandy asintió. Donna empezó a subirle los téjanos.
—Tengo pis.
—Bien, busca un árbol. Espera un segundo. — Trepó hasta llegar junto al coche y tomó una caja de kleenex de la guantera—. Toma. Úsalos.
Llevando la caja de pañuelos de papel con una mano y sujetándose los téjanos con la otra, Sandy echó a andar a lo largo del fondo de la zanja. Desapareció en la niebla.
—¡Hey, hay un camino aquí! — llamó.
—No vayas muy lejos.
—Sólo un poquito.
Donna oyó los pies de su hija aplastar la alfombra vegetal de ramitas secas y agujas de pino. Los sonidos se hicieron más débiles.
—¡Sandy! No vayas más lejos.
Las pisadas se habían detenido, o bien se habían debilitado tanto por la distancia que se mezclaban con los demás sonidos del bosque.
—¡Sandy!
—¿Qué? — La niña contestó fastidiada. Su voz venía de muy lejos.
—¿Puedes volver sin problemas?
—Oh, sí, mamá.
—Está bien.
Donna se reclinó hacia atrás hasta que los fondillos de sus pantalones de pana se apoyaron en el coche. Se estremeció. Su blusa era demasiado fina como para soportar el frío del exterior. Esperaría a Sandy, luego buscaría las chaquetas en el asiento de atrás. Hasta que la niña volviera no quería moverse. Aguardó, mirando hacia el grisor por donde Sandy había desaparecido.
De pronto, el viento se llevó de un soplo un jirón de niebla.
—¡Eso es ya más largo que una meadita! — dijo Donna.
Sandy no respondió ni se movió.
—¿Qué ocurre, cariño?
Permaneció inmóvil allí, sobre la zanja, escuchando en silencio.
—Sandy, ¿pasa algo?
Sintiendo un hormigueante estremecimiento en la nuca, Donna giró bruscamente la cabeza. Nada tras ella. Volvió a mirar hacia donde había desaparecido Sandy.
—Dios mío, ¿qué ocurre aquí?
Apartándose del coche, echó a correr. Corrió hacia la paralizada, silenciosa figura en el lindero del bosque. Corrió hacia la gris y creciente oscuridad. Vio la figura de su hija convertirse en una burda imitación al aclararse un poco la niebla hasta que, a una docena de pasos de distancia, no quedó nada de Sandy excepto un pino joven de poco más de un metro.
—¡Oh, Jesús! — murmuró Donna. Y luego gritó—: ¡Sandy!
—Mamá —llegó la distante voz—. Creo que me he perdido.
—No te muevas.
—No lo haré.
—No te muevas. ¡Quédate donde estás! ¡Vengo en seguida!
—¡Apresúrate!
Un estrecho sendero entre los pinos parecía apuntar en la dirección de la voz. Donna se apresuró.
—¡Sandy! — gritó.
—Aquí.
La voz estaba más cerca. Donna caminó rápidamente, escrutando la niebla, saltando por encima del tronco de un pino muerto que bloqueaba el sendero.
—¿Sandy?
—¡Mamá!
La voz estaba muy cerca ahora, pero hacia su derecha.
—Tranquila, ya casi estoy a tu lado.
—Apresúrate.
—Tan sólo un minuto. — Se apartó del camino, deslizándose entre empapadas ramas que parecían querer detener su avance—. ¿Dónde estás, querida?
—Aquí.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
—¿Dónde?
Antes de que la niña pudiera responder, Donna se abrió camino a través de una barrera de ramas y la vio.
—¡Mamá!
Sujetaba la caja rosa de kleenex contra su pecho como si de alguna forma aquello pudiera protegerla de todo daño.
—He dado vueltas y vueltas sin encontrar el camino de regreso —explicó.
Donna la abrazó.
—Todo está bien, cariño. Todo está bien. ¿Hiciste tus necesidades?
La niña asintió.
—Está bien. Volvamos al coche.
Si podemos encontrarlo, pensó.
Pero encontró el sendero sin ninguna dificultad, y el sendero las condujo al claro sobre la zanja. Donna mantuvo sus ojos bajos cuando pasaron junto al pino joven que había confundido con Sandy. Era una tontería, lo sabía, pero la sola idea de verlo la hacía estremecer; ¿y si le pareciera que era Sandy de nuevo, o alguna otra persona... un desconocido, o él?
—No pongas esa cara —dijo Sandy.
—¿Yo? No estoy poniendo ninguna cara.
—Tienes una expresión muy rara.
—¿De veras? — Sonrió. Luego las dos bajaron el terraplén de la zanja—. Sólo estaba pensando —dijo Donna.
—¿En papá?
Se obligó a sí misma a no reaccionar. No jadeó, no apretó repentinamente la mano de su hija, no dejó que su cabeza se volviera bruscamente hacia la niña. Con una voz que sonaba muy tranquila, dijo:
—¿Por qué debería estar pensando en papá?
La niña se alzó de hombros.
—Oh, está bien. Olvídalo.
Frente a ellas, la oscura masa del coche apareció entre la niebla.
—Yo estaba pensando en él —dijo Sandy.
—¿Por qué?
—Tuve miedo, ahí.
—¿Es esa la única razón?
—Hacía frío, como aquella vez. Y tenía los pantalones bajados.
—¡Oh, Dios!
—Tuve miedo de que él estuviera mirando.
—Apuesto a que tuviste mucho miedo.
—Sí.
Se detuvieron al lado del coche. Sandy alzó la vista hacia Donna. En voz muy baja, Sandy dijo:
—¿Qué ocurriría si nos encontrara aquí? ¿Solas?
—Imposible.
—Nos mataría, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. Además, eso no puede ocurrir.
—Podría, si escapara. O si le dejaran salir.
—Aunque lo hicieran, nunca nos encontraría aquí.
—Oh, sí que lo haría. Él me lo dijo: «Os rastrearé a lo largo de todo el camino».
—Chisssst.
—¿Qué ocurre? — susurró Sandy.
Por un momento, Donna se aferró a la esperanza de que se tratara únicamente del sonido de las olas golpeando contra la rocosa orilla. Pero la resaca estaba al otro lado de la carretera, y muy abajo del acantilado. Además, ¿por qué no la habían oído antes? El sonido aumentó.
—Se acerca un coche —murmuró.
El rostro de la niña se puso pálido.
—¡Es él!
—No, no lo es. Métete en el coche.
—Es él. ¡Ha escapado! ¡Es él!
—¡No! Métete en el coche. ¡Rápido!
3
Vio primero al hombre por el espejo retrovisor, inclinado sobre la parte trasera del coche, girando lentamente su cabeza mientras la miraba a ella. Sus diminutos ojos, su nariz, su sonriente boca, todo parecía demasiado pequeño, como si perteneciera a una cabeza de la mitad del tamaño de aquella.
Un enguantado puño golpeó la ventanilla trasera.
—¡Mamá!
Miró a su hija agazapada en el suelo bajo el tablero de instrumentos.
—Todo está bien, cariño.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Es él?
—No.
El coche se bamboleó cuando la mano del desconocido tiró de la manija de la puerta. Golpeó la ventanilla. Donna se volvió hacia él. Parecía tener unos cuarenta años, pese a las profundas arrugas que surcaban su rostro. Parecía menos interesado en Donna que en el botón de plástico del mecanismo de apertura. Lo señaló con un enguantado dedo, tabaleando en el cristal de la ventanilla.
Donna agitó negativamente la cabeza.
—Entraré —dijo el hombre.
Donna volvió a negar con la cabeza.
—¡No!
El hombre sonrió como si todo aquello fuera un juego.
—Entraré.
Soltó la manija de la portezuela y se deslizó hasta el fondo de la zanja. Cuando sus pies golpearon el suelo, estuvo a punto de caer. Recuperando el equilibrio, miró por encima de su hombro como si quisiera comprobar si Donna había apreciado su salto. Sonrió. Luego empezó a renquear a lo largo de la zanja, cojeando visiblemente. La niebla lo envolvió. Desapareció.
—¿Qué está haciendo ahora? — preguntó Sandy desde el suelo.
—No lo sé.
—¿Se ha ido?
—Está en la zanja. No puedo verlo. La niebla es demasiado espesa.
—Quizá se haya perdido.
—Quizá.
—¿Quién es?
—No lo sé, cariño.
—¿Quiere hacernos daño?
Donna no respondió. Vio una silueta oscura entre la niebla. Lentamente se fue precisando, se convirtió en el desconocido, el hombre que cojeaba. Llevaba una piedra en su mano izquierda.
—¿Está de vuelta? — preguntó Sandy.
—Está volviendo.
—¿Qué hace?
—Cariño, quiero que te sientes bien.
—¿Qué?
—Que ocupes tu asiento. Si yo te lo digo, quiero que saltes del coche y eches a correr. Corre hasta los árboles y escóndete.
—¿Y tú?
—Yo intentaré venir también. Pero tú haz eso cuando te lo diga, sin preocuparte por mí.
—No. No iré sin ti.
—¡Sandy!
—¡No lo haré!
Donna observó al hombre trepar por el terraplén hasta el coche. Utilizó la manija de la portezuela para izarse. Luego tabaleó en la ventanilla, como antes, señalando el botón de la cerradura. Sonrió.
—Entraré—dijo.
—¡Vayase!
Alzó la piedra, gris y de cortantes filos, en su mano izquierda. Golpeó con ella la ventanilla, suavemente, luego la miró de nuevo.
—De acuerdo —dijo Donna.
—Mamá, no lo hagas.
—No podemos quedarnos aquí dentro — dijo Donna en voz baja.
El hombre sonrió mientras Donna tendía el brazo hacia el asiento de atrás.
—Estáte preparada, cariño.
—¡No!
Levantó el botón del seguro de la portezuela, luego tiró de la manija interior, y golpeó con todas sus fuerzas. La portezuela se abrió bruscamente, con fuerza, golpeando al hombre. Con un gañido de sorpresa, el hombre cayó hacia atrás, y la piedra resbaló de su mano. Dio una torpe voltereta sobre sí mismo hasta el fondo de la zanja.
—¡Ahora!
—¡Mamá!
—¡Sal!
—¡Nos alcanzará!
Donna lo miró, tendido inmóvil de espaldas. Sus ojos estaban cerrados.
—Todo está bien —dijo—. Mira. Ha perdido el sentido.
—Está fingiendo, mamá. Nos alcanzará.
Sujetando la puerta abierta, un pie apoyado en la resbaladiza hierba, Donna miró al hombre. Realmente parecía inconsciente, por la forma en que sus brazos y piernas estaban incongruentemente abiertos. Inconsciente, o quizás incluso muerto.
¿Fingiendo?
Volvió a meter el pie en el coche, cerró la portezuela, y la aseguró por dentro.
—De acuerdo —dijo—. Esperaremos.
La niña suspiró y se dejó caer de nuevo al suelo, junto al asiento delantero.
Donna consiguió sonreírle.
—¿Estás bien?
La niña asintió.
—¿Tienes frío?
Otro gesto afirmativo con la cabeza. Torpemente, Donna se volvió y tendió un brazo hacia el asiento de atrás. Tomó primero la chaqueta de Sandy, luego la suya.
Acurrucada contra la portezuela, Sandy utilizó la chaqueta para cubrirse toda menos la cara.
Donna se puso su cazadora azul.
El hombre allá fuera no se había movido.
—Ya casi es oscuro —susurró Sandy.
—Sí.
—Se echará sobre nosotras cuando sea oscuro.
—¿Por qué tienes que decir esas tonterías?
—Lo siento —dijo la niña.
—Además, no creo que se mueva mucho. Creo que está seriamente herido.
—Está fingiendo.
—No lo sé.
Inclinándose hacia delante hasta apoyar su barbilla en el volante, Donna lo observó. Intentó detectar algún movimiento de sus brazos o piernas, un giro de su cabeza, un ojo abriéndose. Luego intentó ver si respiraba.
En su caída, la camiseta de chandal bajo su abierta chaqueta se había subido un poco, dejando al descubierto su barriga. La observó atentamente. No parecía moverse, pero la distancia era lo suficiente como para no captar el suave subir y bajar de una respiración.
Especialmente bajo todo aquel pelo.
Debía de ser una masa de pelo de la cabeza a los dedos de los pies. No, la cabeza estaba afeitada. Incluso el cráneo. Parecía haber una hirsuta corona de oscuras cerdas en su parte superior, como si no se hubiera afeitado en varios días.
«Hubiera debido afeitarse también la barriga», pensó.
Miró de nuevo. Seguía sin poder apreciar ningún movimiento.
Sus pantalones grises colgaban muy bajos sobre sus caderas, exhibiendo la cintura de goma de su ropa interior. Pantaloncillos de deporte. Deshilachados. Donna miró sus pies. Sus zapatillas de lona estaban manchadas de gris, y remendadas con cinta adhesiva.
—Quédate aquí dentro, Sandy.
—¿Qué vas a hacer?
Había miedo en la voz de la niña.
—Voy a salir un segundo.
—¡No!
—No puede hacernos ningún daño, cariño.
—Por favor.
—Creo que está muerto.
Abrió la portezuela del coche y salió cautelosamente. Cerró la puerta tras ella. Con llave. Comprobó que no pudiera abrirse. Sujetándose al coche para mantener el equilibrio, se deslizó terraplén abajo. Se detuvo junto al hombre. No se movía. Cerró la cremallera de su cazadora y se arrodilló a su lado.
—Hey —dijo. Lo sacudió por el hombro—. Hey, ¿se encuentra bien?
Apretó una mano plana contra su pecho, notó que subía y bajaba, captó el suave bombear de su corazón.
—¿Puede recuperarse un poco? — preguntó—. Quiero ayudarle. ¿Está herido?
En la creciente oscuridad, no notó el movimiento de la enguantada mano hasta que aferró su cintura.
4
Con un grito de sorpresa, Donna intentó liberarse. No consiguió soltarse de la presa.
Los ojos del hombre se abrieron.
—Suélteme. Por favor.
—Duele —dijo él.
Su mano apretó más fuertemente. Su presa parecía extraña. Bajando la vista, Donna vio que estaba sujetándola tan sólo con dos dedos y el pulgar de su mano derecha. Los otros dos enguantados dedos permanecían rectos. Con un vago sentimiento de revulsión, pensó que probablemente no hubiera ningún dedo dentro de aquella parte del guante.
—Lamento que le duela —dijo Donna—. Pero usted me está haciendo daño a mí, ahora.
—Echará a correr.
—No. Se lo prometo.
La presa se relajó un poco.
—Yo no iba a hacer daño —dijo. Sonaba como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Yo sólo quería entrar. No tenía que hacerme daño.
—Estaba asustada.
—Yo sólo quería entrar.
—¿Dónde se ha hecho daño?
—Aquí. — Señaló la parte de atrás de su cabeza.
—No puedo verlo.
Gruñendo, el hombre giró sobre sí mismo. Donna vio la blancuzca forma de una piedra en el suelo allá donde había estado su cabeza. Aunque ya era demasiado oscuro como para poder estar segura, no parecía haber sangre en su cabeza. La tocó, notando la suave aspereza de su cerdoso pelo, y localizó una hinchazón. Luego inspeccionó sus dedos. Los frotó entre sí. No había sangre.
—Soy Axel —dijo el hombre—. Axel Kutch.
—Me llamo Donna. No tiene usted sangre.
—Don—na —dijo el hombre.
—Sí.
—Donna.
—Axel.
Intentó ponerse en pie, apoyándose sobre sus manos y rodillas, y volvió su rostro hacia ella.
—Sólo quería entrar.
—Está bien, Axel.
—¿Debo irme ahora?
—No.
—¿Puedo quedarme con usted?
—Quizá podamos irnos todos. ¿Puede llevarnos a algún lado donde podamos pedir ayuda?
—Conduzco bien.
Donna lo ayudó a ponerse en pie.
—¿Por qué no esperamos a que se aclare la niebla, y luego nos lleva usted a algún lado donde podamos pedir ayuda?
—A casa.
—¿Su casa?
—Es segura —asintió el hombre.
—¿Dónde vive usted?
—En Malcasa Point.
—¿Está cerca?
—La llevaré allí.
—¿Dónde está, Axel?
—Iremos a casa. — Señaló en la oscuridad. Hacia el norte—. Es un lugar seguro.
—De acuerdo. Pero tenemos que esperar a que se despeje la niebla. Mientras tanto, usted esperará en su coche, y nosotras en el nuestro.
—Venga conmigo.
—Cuando se despeje la niebla. Adiós. — Temía que él pudiera impedirle que se metiera de nuevo en el coche, pero no lo hizo. Cerró la portezuela y bajó el cristal—. ¿Axel? — El se acercó cojeando—. Esta es Sandy, mi hija.
—San—dy —dijo él.
—Este es Alex Kutch.
—Hola —lo saludó Sandy, en voz baja e incierta.
—Nos veremos más tarde —dijo Donna. Le dijo adiós con la mano, y volvió a alzar el cristal de la ventanilla.
Durante unos breves momentos Axel se las quedó mirando en silencio. Luego trepó por el terraplén y desapareció.
—¿Qué le ocurre? — preguntó la niña.
—Creo que es... lento.
—¿Quieres decir retrasado?
—No es una forma elegante de decirlo, Sandy.
—Tenemos algunos como él en la escuela. Retrasados. ¿Sabes cómo les llaman? Especiales.
—Eso suena mucho mejor.
—Sí, supongo que sí. ¿Adonde ha ido?
—A su coche.
—¿Va a dejarnos?
La voz de Sandy era ansiosamente esperanzada.
—No. Esperaremos a que se vaya la niebla, luego nos sacará de aquí.
—¿Vamos a ir en su coche?
—En el nuestro no podemos ir a ningún lado.
—Lo sé, pero...
—¿Preferirías quedarte aquí?
—Me da miedo.
—Es simplemente porque se le ve un tanto extraño. Si deseara hacernos daño, tiene todas las oportunidades. Seguro que no encontraría ningún lugar mejor que este para ello.
—Quizá, quizá no.
—De todos modos, no podemos quedarnos indefinidamente aquí.
—Lo sé. Papá nos alcanzaría. — Los ojos de la niña eran dos profundos agujeros en el óvalo de su rostro—. Papá ya no está en prisión, ¿verdad?
—No, no está. El fiscal del distrito... ¿recuerdas al señor Goldstein?... me llamó esta mañana. Soltaron a papá ayer. El señor Goldstein llamó para avisarnos.
—¿Estamos huyendo?
—Sí.
La niña en el suelo del coche se mantuvo en silencio. Donna, apoyándose en el volante, cerró los ojos. En un momento determinado, se durmió. Fue despertada por un suave sollozo.
—Sandy, ¿qué ocurre?
—No vamos a conseguir nada.
—¿Qué no vamos a conseguir?
—Nos alcanzará.
—¡Cariño!
—¡Lo hará!
—Intenta dormir, cariño. Todo irá bien. Ya verás.
La niña guardó silencio, excepto algún sollozo ocasional. Donna, apoyada en el volante, esperó la llegada del sueño. Cuando finalmente vino, fue un sueño febril, tenso e inquieto, con vividas pesadillas. Lo soportó durante tanto tiempo como pudo. Finalmente, tuvo que renunciar. Si bien el resto de su cuerpo podía soportar la tortura, su hinchada vejiga no podía.
Tomando la caja de kleenex del suelo junto a Sandy, salió silenciosamente del coche. El frío aire la hizo estremecerse. Inspiró profundamente. Girando la cabeza a uno y otro lado, intentó alejar la rigidez de los doloridos músculos de su cuello. No pareció servir de mucho. Puso el seguro de la portezuela y la cerró silenciosamente.
Antes de soltar la manija, miró hacia arriba por encima del coche. En el arcén de la carretera, a menos de seis metros de la parte de atrás del Maverick, había una furgoneta.
Axel Kutch estaba sentado en el techo de su cabina, las piernas colgando sobre el parabrisas. Su rostro, vuelto hacia el cielo, estaba iluminado por la luna llena. Parecía estar mirándola directamente, como en trance.
Silenciosamente, Donna se deslizó terraplén abajo. Desde el fondo de la zanja podía ver aún la cabeza de Axel. La miró mientras se desabrochaba los pantalones de pana. La enorme cabeza seguía echada hacia atrás, la boca abierta. Se acuclilló junto al coche.
La brisa era fría sobre su piel.
Hacía frío, como aquella vez. Y tenía los pantalones bajados.
«Todo irá bien», pensó.
Nos rastreará a lo largo de todo el camino.
Cuando hubo terminado, Donna subió el terraplén hasta la carretera. Axel, sentado en el techo de su furgoneta, no pareció darse cuenta de su presencia.
—¿Axel?
Las manos del hombre se estremecieron. Bajó la vista hacia ella y sonrió.
—Donna —dijo.
—La niebla se ha ido. Quizá podamos irnos ahora.
Sin una palabra, él bajó de la furgoneta. Cuando sus pies golpearon el asfalto de la carretera, su pierna izquierda se dobló, pero mantuvo el equilibrio.
—¿Qué hacemos? — les llamó Sandy.
—Nos vamos.
Entre los tres cargaron las cosas del Maverick y trasladaron las maletas a la parte trasera de la furgoneta. Cuando subieron a la cabina, Donna se sentó entre Axel y su hija.
—Ayúdame a recordar dónde está el coche —le dijo a Sandy.
—¿Volveremos a él?
—Por supuesto que lo haremos.
Axel giró el volante y metió la furgoneta en la carretera. Le sonrió a Donna. Ella le devolvió la sonrisa.
—Huele usted bien —dijo él.
Ella le dio las gracias.
Él se mantuvo tranquilo. En la radio, Jeannie C. Riley cantaba acerca de la Asociación de Padres y Maestros del Valle de Harper. Donna se quedó dormida antes de que finalizara la canción. Abrió los ojos algo después, vio los faros de la furgoneta abriendo un camino en la oscuridad de la carretera llena de curvas, y volvió a cerrarlos. Más tarde volvió a despertarse cuando Axel empezó a canturrear, con su espesa voz de bajo, El cielo en las gradas de sol. Volvió a dormirse. Una mano en su cadera la despertó.
La mano de Axel.
—Ya llegamos —dijo.
Apartando la mano de su cadera, señaló un indicador metálico iluminado por los faros: «BIENVENIDOS A MALCASA POINT. Población: 400 habitantes. Conduzca con cuidado».
Mirando al frente a través de los barrotes de una verja de hierro forjado, Donna vio una sombría casa victoriana: una extraña mezcla de miradores, aguilones y balconadas. En un extremo del tejado, un pico en forma de cono parecía querer perforar la noche.
—¿Qué es este lugar? — preguntó en un susurro.
—La Casa de la Bestia —dijo Axel.
—¿La Casa de la Bestia?
El hombre asintió.
—¿Donde se produjeron los asesinatos?
—Eran estúpidos.
—¿Quiénes?
—Venían por la noche.
Disminuyó la marcha de la furgoneta.
—¿Ustedes...?
Él giró hacia la izquierda por un camino sin asfaltar, directamente frente a la cabina de los tickets de la Casa de la Bestia. Ante ellos, quizás a unos cincuenta metros sendero arriba, había una casa de ladrillo de dos pisos, con un garaje.
—Ya estamos —dijo Axel.
—¿Qué es esto?
—La casa. Es segura. — ¿Mamá?
La voz de Sandy era como un lamento de desesperación. Donna sujetó la mano de la niña. Su palma estaba llena de sudor.
—Es segura —repitió Axel.
—No tiene ventanas. Ni una sola ventana.
—No. Es segura.
—No vamos a entrar ahí, Axel.
5
—¿No hay ningún otro lugar donde podamos pasar la noche? — preguntó Donna.
—No.
—¿Ninguno?
—La quiero aquí.
—No vamos a quedarnos aquí. No en esa casa.
—Mamá está ahí.
—No se trata de eso. Simplemente llévenos a algún otro lugar. Tiene que haber algún motel o algo así.
—Me está volviendo loco —dijo él.
—No. No es cierto. Simplemente llévenos a algún otro lugar donde podamos quedarnos hasta mañana por la mañana.
Él hizo retroceder la furgoneta hasta la carretera, y condujo cruzando las pocas manzanas de la sección comercial de Malcasa Point. En el extremo norte del pueblo había una estación de servicio Chevron. Cerrada. Casi un kilómetro más allá, Axel se metió en el iluminado aparcamiento del Welcome Inn. Sobre sus cabezas, un letrero de neón rojo brillaba encendido: HABITACIONES.
—Eso está mejor —dijo Donna—. Bajemos nuestro equipaje, y todo quedará arreglado.
Bajaron de la furgoneta. Abriendo la parte de atrás, Axel sacó las maletas.
—Iré a casa —dijo.
—Muchas gracias por ayudarnos.
Él sonrió y se alzó de hombros.
—Sí—dijo Sandy—. Muchas gracias.
—Esperen. — Su sonrisa se hizo más amplia. Rebuscando en su bolsillo, sacó su billetera. La piel negra parecía vieja, con el desgastado lustre de las cosas muy usadas, y raída en las esquinas. La abrió. Separó los labios del compartimiento de los billetes, que estaba hinchado más con un grueso surtido de papeles y tarjetas que con dinero. Manteniendo el billetero a pocos centímetros de su nariz, rebuscó en él. Empezó a murmurar. Miró a Donna con una silenciosa súplica de que tuviera paciencia, luego ofreció una rápida y embarazada sonrisa a Sandy—. Esperen —dijo.
Volviéndose de espaldas a ellas, inclinó la cabeza y mordió la punta de los dedos del guante de su mano derecha.
Donna echó una mirada a la oficina del motel. Parecía vacía, pero estaba iluminada. La cafetería al otro lado del sendero estaba llena. Pudo oler el aroma de patatas fritas. Su estómago gruñó.
—¡Ah!
Con el guante colgando de sus dientes, Axel se dio de nuevo la vuelta. En su mano —o lo que quedaba de una mano— sostenía dos tarjetitas azules. La piel de su mano estaba cosida de cicatrices. Los dos dedos que le faltaban eran tan sólo dos muñones de menos de un centímetro. La punta de su dedo índice le faltaba también. Dos vendajes color carne envolvían su pulgar.
Donna tomó las tarjetitas, sonriendo pese al repentino nudo que se había formado en su estómago. Empezó a leer la primera: «INVITACIÓN», impresa en letras mayúsculas. Era difícil leer las letras más pequeñas que había debajo a la luz del aparcamiento, pero lo intentó. Leyó en voz alta:
—Esta invitación autoriza al portador a realizar una visita con guía, completamente gratuita, a la tristemente famosa y mundialmente conocida Casa de la Bestia de Malcasa Point...
—¿Es la espeluznante casa con la verja? — preguntó Sandy.
Axel asintió, sonriendo. Donna vio que había vuelto a ponerse el guante.
—¡Hey, eso no ha sido gentil! — le dijo a Sandy.
—Yo trabajo allí —dijo él, con aire orgulloso.
—¿Existe de veras una bestia? — preguntó la niña.
—Sólo por la noche. No permitimos visitas después de las cuatro.
—Bueno, gracias por las invitaciones, Axel. Y por traernos hasta aquí.
—¿Irán?
—Haremos lo posible —dijo Donna, aunque no tenía la menor intención de visitar aquel lugar.
—¿Es usted el guía de la visita? — preguntó Sandy.
—Yo me encargo de la limpieza. Barro y friego y lo hago todo.
Con una inclinación de cabeza hacia ellas, subió a la furgoneta.
Donna y Sandy observaron como salía del aparcamiento. Desapareció calle abajo, hacia Malcasa Point.
—Bien. — Donna inspiró profundamente, dejando escapar el alivio que sentía por la partida de Axel—. Vamos a registrarnos, y luego comeremos algo.
—Algo no va a ser suficiente.
—Entonces comeremos mucho.
Tomaron sus maletas y caminaron hacia la oficina del motel.
—¿Iremos a visitar la casa mañana? — preguntó Sandy.
—Ya veremos.
—¿Eso significa no?
—Si quieres ir a verla, iremos.
—¡Estupendo!
2
Roy pulsó el timbre del apartamento 10 y aguardó. No oyó nada dentro. Volvió a pulsar el botón cinco veces, rápidamente.
Maldita puta, ¿por qué no abría?
Quizá no estuviera en casa.
Tenía que estar en casa. Nadie sale el domingo por la noche, no a las once y media.
Quizás estuviera durmiendo.
Golpeó la puerta con los puños. Aguardó. Golpeó de nuevo.
En el fondo del pasillo se abrió una puerta. Un hombre en, pijama se asomó.
—Deje de golpear, ¿quiere?
—Vaya a que lo jodan.
—Oiga, amigo...
—Si lo que quiere es que le patee el culo hasta que la mierda le salga por la boca, simplemente diga otra palabra más.
—Largúese de aquí, o llamaré a la policía.
Roy avanzó hacia él. El hombre cerró de golpe la puerta. Roy oyó el ruido de un cerrojo al correrse.
Bien, el tipo estaría ya llamando por teléfono.
La policía necesitaría unos minutos para llegar hasta allí. Decidió utilizar aquellos minutos.
Apoyándose en la pared opuesta al apartamento 10, tomó impulso y se lanzó hacia delante. El talón de su alzado pie golpeó la puerta, cerca de la cerradura. La puerta se abrió con un crujido. Roy se inclinó, alzó la pernera derecha de sus pantalones, y extrajo de su funda el cuchillo de caza que había comprado aquel mismo día en una tienda de deportes. Con el cuchillo en la mano, entró en el oscuro apartamento.
Encendió una luz. Cruzó el salón. Recorrió un corto pasillo. El dormitorio de la izquierda debía de ser la habitación de Sandy: estaba vacío. Abrió los armarios. La mayoría de las perchas estaban vacías.
¡Mierda!
Salió corriendo del apartamento, bajó las escaleras, y emergió en el callejón de atrás. Al otro lado había una hilera de aparcamientos cubiertos. Corrió hasta su extremo y encontró una puerta. La abrió. Un sendero descendía por entre dos edificios de apartamentos. Lo siguió hasta la calle.
Ningún coche acercándose.
Cruzó la calle.
Aquel lado tenía casitas en vez de edificios de apartamentos. Mucho mejor. Se acurrucó tras un árbol y aguardó a que pasara un coche. Cuando hubo desaparecido calle abajo, caminó por la acera, inspeccionando cada casa, buscando la que pareciera más prometedora.
Eligió una pequeña casa estucada cuyas ventanas estaban a oscuras. No la eligió por la oscuridad, sino por la bicicleta de niña que vio en el patio delantero.
Un descuido, dejarla allí.
Podían robarla. Quizá pensaran que su pequeña verja la protegería.
La verja no protegía absolutamente nada.
Roy se inclinó por encima y alzó cuidadosamente la aldaba. La puerta chirrió cuando la abrió. La cerró suavemente y corrió sendero arriba hacia los escalones delanteros. La puerta no tenía mirilla. Eso haría las cosas más fáciles.
Llamó fuerte y rápido. Aguardó unos cuantos segundos, luego golpeó la puerta tres veces más.
Se encendió una luz en la ventana del salón.
—¿Quién es? — preguntó un hombre.
—La policía.
Roy retrocedió unos pasos y se agazapó ligeramente, el hombro derecho apuntado hacia la puerta.
—¿Qué quieren?
—Estamos evacuando la vecindad.
—¿Qué?
—Estamos evacuando la zona. Se ha producido un escape de gas.
La puerta se abrió.
Roy se lanzó hacia delante. Su cadena de seguridad saltó. Sus fijaciones en el marco se desprendieron. La puerta golpeó contra el hombre al abrirse, echándole hacia atrás. Roy cayó sobre él, cubrió su boca, y hundió el cuchillo en su garganta.
—¿Marv? — llamó una mujer—. ¿Qué ocurre ahí afuera?
Roy cerró la puerta delantera.
—¿Marv? — Había miedo en la voz de la mujer—. Marv, ¿estás bien?
Roy oyó el sonido del disco de un teléfono al ser girado. Corrió al salón. Al otro extremo surgía luz de una puerta abierta. Se lanzó hacia ella. Estaba casi allí cuando una niña apareció en el oscuro umbral de otro dormitorio, lo vio, y jadeó. Roy la cogió por el pelo.
—¡Mamá! — gritó Roy—. Cuelgue el teléfono, o le abro la garganta a su hija.
—¡Santo Dios!
—Déjeme oírlo.
Tiró del pelo de la niña. Ella gritó.
El teléfono resonó.
—¡Está colgado! ¡Acabo de colgarlo!
Roy retorció el pelo de la niña, haciéndola volverse.
—Camina —dijo.
Con la hoja del cuchillo apoyada en su garganta, caminó tras ella hasta el otro dormitorio.
La mujer estaba de pie junto a su cama, rígida y temblando. Llevaba un camisón blanco. Se apretaba convulsivamente sus pálidos brazos, como si intentara darse algo de calor.
—¿Qué..., qué le ha hecho usted a Marv?
—Está bien.
Los ojos de la mujer descendieron hacia la mano de Roy que sostenía el cuchillo. Él miró también. Su mano estaba empapada de rojo.
—Así que he mentido —dijo.
—¡Dios de los cielos! ¡Oh, Dios misericordioso!
—Cállese.
—¡Lo ha matado!
—Cállese.
—¡Ha matado usted a mi Marv!
Empujó bruscamente a la niña hacia la cama, y corrió hacia la histérica mujer. Ella abrió mucho la boca para gritar. Agarrando la parte delantera de su camisón, tiró de ella hacia delante y hundió el cuchillo en su estómago. Ella inspiró aire como si de repente se hubiera quedado sin respiración.
—¿Te callarás ahora? — preguntó Roy, y hundió de nuevo el cuchillo.
Ella empezó a derrumbarse, de modo que Roy soltó su camisón. Cayó de rodillas, apretándose el vientre con las dos manos. Luego cayó de bruces.
La niña en la cama no se movió. Sólo miraba.
—Bien, no creo que quieras que te apuñale también, ¿verdad? — le preguntó Roy.
Ella negó con la cabeza. Estaba temblando. Parecía a punto de empezar a gritar.
Roy se miró a sí mismo. Su camisa y sus pantalones chorreaban sangre.
—Estoy hecho un asco, ¿verdad?
Ella no dijo nada.
—¿Cómo te llamas?
—Joni.
—¿Cuántos años tienes, Joni?
—Cumpliré los diez.
—¿Por qué no vienes conmigo y me ayudas a lavarme?
—No quiero.
—¿Prefieres que te apuñale?
Ella negó con la cabeza. Sus labios temblaban.
—Entonces ven conmigo.
Tomándola de la mano, tiró de ella fuera de la cama. La condujo por el pasillo hasta que encontró el cuarto de baño. Encendió la luz, y la empujó dentro.
El cuarto de baño era completo, con un lavabo y una repisa cerca de la puerta, un espacio, y luego la taza del water. La bañera, situada en la pared opuesta a la taza del water, tenía unas puertas de plástico glaseado.
Roy condujo a la niña hasta la taza del water. La tapa estaba bajada. Su funda de pelo largo hacía juego con la alfombrilla.
—Siéntate ahí.
Joni obedeció.
Arrodillándose frente a ella, Roy le desabrochó los botones de la chaqueta de su pijama. Ella sollozó.
—Quítate eso. — Deslizó la chaqueta del pijama a lo largo de los brazos de la niña—. Vamos a lavarnos bien —dijo.
Aflojó el cinturón de los pantalones del pijama, tiró hacia abajo, primero de debajo de ella, luego de sus piernas. Ella apretó sus rodillas. Cruzó los brazos sobre sus pechos, no más desarrollados que los de un chico, y se inclinó hacia delante hasta que sus hombros tocaron casi sus rodillas.
Roy abrió el grifo del agua caliente. Mientras el agua caía en la bañera, se desvistió. Cuando todas sus ropas formaron un montón en el suelo, tapó el desagüe de la bañera. Graduó el agua de modo que saliera caliente, pero no ardiendo.
Joni seguía sentada en el asiento del water, doblada sobre sí misma, sujetándose las rodillas.
Roy agarró su brazo. Ella intentó liberarse, de modo que él la abofeteó. Ella gritó, pero no se movió. De pie frente a la niña, Roy sujetó sus dos brazos y tiró de ella, obligándola a ponerse en pie.
—¡No! — gritó ella, mientras él la arrastraba hacia la bañera.
Pateó incontroladamente. Sus pies golpearon contra la batería metálica de los grifos, y gritó de dolor. Roy estuvo a punto de perder su presa, pero consiguió evitar que cayera de espaldas. Sentada en la bañera, ella siguió agitando las piernas, salpicando por todos lados. Roy se metió en la bañera frente a ella.
Se arrodilló en el agua.
—Ya basta —advirtió—. Estáte quieta.
Ella siguió pataleando. Uno de sus pies le dio un golpe en la cadera.
—Está bien.
Agarrándola por los tobillos, alzó sus piernas y tiró de ella hacia delante. La cabeza de la niña se hundió en el agua. Cerró desesperadamente los ojos y la boca. Sus manos palmearon los lados de la bañera, buscando ciegamente algo a lo que agarrarse, no encontrando nada, y chapoteando en el agua. Roy observó a la frenética niña, gozando con su debatirse, excitado por su cuerpo aún no desarrollado y la hendidura en la unión desprovista de vello de sus piernas.
Soltó sus tobillos. El rostro de la niña se asomó por la superficie del agua, los ojos y la boca muy abiertos, como sorprendidos. Jadeó en busca de aire. Roy la dejó sentarse.
—No quiero más problemas —dijo.
Ella resopló, y se secó la chorreante nariz con el dorso de su mano. Luego cruzó los brazos y se dobló sobre sí misma.
Roy se volvió hacia un lado y cerró el grifo del agua fría, dejando que el agua caliente brotara durante un rato. El nivel del agua ascendió. Pronto estuvo convenientemente caliente y profunda. Cerró el grifo.
—Cambiemos de lugar —dijo. Se puso en pie y pasó por encima de ella. La niña se deslizó hacia delante, sus nalgas chirriando sobre el esmalte. Roy volvió a sentarse, se reclinó en el frío respaldo de la bañera, y estiró sus piernas a ambos lados de ella.
—Ahora vamos a limpiarnos bien —dijo.
Tomó una pastilla de jabón de su repisa y empezó a frotar la espalda de la niña. Cuando estuvo lo suficientemente enjabonada, la atrajo hacia sí de modo que ella tuviera que apoyarse contra él. Sujetándola por los hombros, enjabonó su pecho, su vientre. Su piel era cálida, flexible, resbaladiza. La atrajo más hacia él. Puso el jabón en la repisa. Metió la mano por entre las piernas de ella.
Fue entonces cuando la madre apareció tambaleándose junto a la bañera, con un cuchillo de cocina alzado en su mano. La mano izquierda de Roy cerró precipitadamente la puerta deslizante. La punta del cuchillo golpeó contra el plástico de la puerta, y descendió arañándolo. Roy empujó a la niña, apartándola con las rodillas. Sujetando fuertemente el borde de la puerta para mantenerla cerrada, se giró para afianzarse sobre sus pies. La madre se inclinó hacia un lado. Su mano izquierda soltó su camisón empapado en sangre y se tendió hacia la otra mitad de la puerta corredera. Roy la mantuvo cerrada con su otra mano. Como si no hubiera puerta, la mujer lanzó el cuchillo contra el rostro de Roy. Su punta se clavó en el plástico, haciendo estremecerse la puerta. Golpeó una y otra vez. El sonido que emitía su garganta era en parte un gruñido, en parte un lamento de dolor o frustración.
Joni agarró la pierna de Roy y se puso a tirar de ella.
—¡Maldita puta! ¡Suéltame!
Apartó su mano derecha de la puerta lo suficiente como para golpear el rostro de Joni con el dorso de su mano cerrada. La cabeza de la niña saltó hacia atrás por el impacto, golpeando contra las baldosas de la pared.
La madre se lanzó hacia la puerta libre. Roy llegó antes y la mantuvo cerrada. Gruñendo de rabia, la mujer se aferró al montante superior de las puertas. Tiró hacia arriba de su cuerpo y consiguió apoyar sus pies sobre el borde de la bañera. Su rostro apareció por encima de Roy, sus ojos alocadamente desorbitados. Lanzó su brazo derecho hacia abajo, acuchillando ciegamente hacia él. Roy se inclinó bajo el arco del cuchillo.
A unos pocos centímetros de sus ojos, el rojo y chorreante camisón de la madre empapaba de sangre toda la puerta. Se apretaba convulsivamente contra ella, sus pies desnudos aferrados al borde de la bañera.
Gruñía. La hoja silbó, swisss, sobre él. Apoyó su rodilla izquierda en el toallero, a media altura de la puerta.
¡Mierda, estaba trepando!
Roy soltó la puerta. La abrió de golpe, haciéndola resonar contra la pared. Adelantando ambas manos, aferró el tobillo derecho de la mujer. Tiró. Sus manos resbalaron sobre la ensangrentada piel, pero mantuvo su presa. Con un grito de horror, ella cayó hacia atrás. Su cabeza fue lo primero que golpeó contra el suelo. Su cuerpo se relajó. Sujetando todavía su tobillo derecho, Roy saltó fuera de la bañera. Agarró su otra pierna y la arrastró lejos de la bañera.
Recogió el cuchillo. Cortó su garganta con él, luego regresó a la bañera.
Joni, acurrucada a un lado, miró a Roy con unos ojos inexpresivos.
Se sentó de nuevo en la bañera. El agua estaba sólo tibia. Abrió el grifo del agua caliente. Cuando la temperatura estuvo de nuevo lo bastante caliente, cerró el grifo y se dirigió a la otra parte de la bañera.
Se sentó y se reclinó.
Tomando a Joni por los sobacos, tiró de ella entre sus piernas abiertas, hasta que pudo sentir la presión del cuerpo de la niña contra su miembro.
—Así —dijo, y tomó el jabón. Sentía como un nudo en la garganta. Aquello era lo que había estado deseando durante tanto, tanto tiempo. Aquello era lo que había estado deseando siempre—. Así —dijo—. Ahora estamos bien.
3
1
Los guardias nubios, vestidos como proxenetas, acudieron hacia Rucker desde todos lados. Sus negros rostros relucían por el sudor, sus grandes dientes brillaban muy blancos. Algunos apuntaron sus pistolas hacia su rostro, otros empezaron a dispararle con sus rifles de asalto AK—47 automáticos. Consiguió eludirlos, pero llegaron más, corriendo, gritando, blandiendo machetes. Su American 180 acribilló de agujeros sus brillantes camisas. Cayeron, pero otros venían a sustituirles.
¿De dónde demonios venían?, se preguntó.
Del Infierno.
Siguió disparando. Ciento setenta balas en seis segundos. Seis largos y provechosos segundos.
Pero seguían llegando. Algunos llevaban lanzas. Algunos, ahora, iban desnudos.
Dejó caer el cargador vacío, metió otro en su lugar, y siguió disparando.
Ahora todos iban desnudos, su negra piel brillando a la luz de la luna, con sonrisas enormes y blancas. Ninguno llevaba pistolas. Sólo cuchillos, espadas y lanzas.
He matado a todos los alcahuetes, pensó. ¿Quiénes son esos? Las reservas. Cuando termine con ellos, estaré completamente libre.
Pero el miedo susurró un mensaje de muerte en su oído. Bajando la vista, vio el cañón de aleación de su arma fundirse, doblarse, caer.
Oh Jesús, oh Jesús, ahora me atraparán. Me tirarán al suelo. Me cortarán la cabeza. Oh Jesús.
Jadeando, el corazón latiéndole alocadamente, se alzó con brusquedad. Estaba solo en el dormitorio. Un hilillo de sudor se deslizaba por su espalda. Se pasó una mano por su húmedo pelo y la secó en las sábanas.
Miró al despertador.
Tan sólo las doce y cinco de la madrugada. ¡Maldita sea! Era mucho más pronto de lo habitual. Cuando las pesadillas lo asaltaban a la cuatro o a las cinco, podía levantarse y desayunar y empezar el día. Cuando empezaban tan pronto, era terrible.
Saltó de la cama. El sudor en su desnudo cuerpo se enfrió. En el cuarto de baño, se secó con una toalla. Luego se puso una bata y se dirigió a la sala de estar del apartamento. Encendió todas las luces. Luego la televisión. Fue probando los canales. En uno ofrecían The Bank Dick. Debía de haber empezado a las doce. Fue a buscar una lata de Hamms en la nevera, una lata de cacahuetes en la despensa, y regresó a la sala de estar.
Cuando fue a tirar de la anilla para abrir la lata, observó que su mano temblaba.
Nunca temblaba cuando estaba trabajando.
Judgement Rucker, tú jamás te has acobardado, muchacho.
Si pudieran verle ahora.
Son esas malditas pesadillas.
Bueno, desaparecerían. Siempre terminaban desapareciendo. Tan sólo era cuestión de tiempo.
Mira la película.
Lo intentó.
Cuando acabó la cerveza, fue a la cocina a por otra. Tiró de la anilla y miró por la ventana. La luz de la luna se reflejaba como una mancha de plata en el agua. Al otro lado de la bahía, la niebla cubría las colinas encima de Sausalito con una capa tan blanca como la nieve. La nieve envolvía también la mayor parte del puente Golden Gate. Todo menos la parte superior de su torre norte, con su luz roja parpadeante, estaba oculto por la niebla. Probablemente la otra torre estaba destellando también, pero la isla Belvedere le bloqueaba esa parte de la vista. Escuchó el grave gruñir de una sirena, luego volvió con su cerveza a la sala de estar.
Iba a sentarse en el diván cuando un áspero grito masculino de horror rasgó el silencio y la quietud.
2
Jud escuchó junto a la puerta del apartamento 315. Desde el interior le llegó el sonido de un hombre jadeando afanosamente. Jud tabaleó suavemente en la puerta.
Al extremo del pasillo, una mujer con rulos en la cabeza se asomó por una puerta.
—Deje de hacer ruido, ¿quiere? Si sigue haciendo ruido, llamaré a la policía. ¿No sabe la hora que es?
Jud le ofreció una sonrisa.
—Sí—dijo.
La irritación que fruncía el rostro de la mujer pareció desvanecerse. Esbozó una tentativa sonrisa.
—Usted es el nuevo inquilino, ¿no? El del 308. Yo soy Sally Leonard.
—Vuelva a la cama, señorita Leonard.
—¿Le ocurre algo a Larry?
—Yo me encargaré de ello.
Aún sonriendo, Sally volvió a meter la cabeza en su apartamento y cerró la puerta.
Jud llamó de nuevo al 315.
—¿Quién es? — preguntó un hombre al otro lado de la puerta.
—He oído un grito.
—Lo siento. ¿Le he despertado?
—Ya estaba despierto. ¿Quién gritó?
—Yo. No es nada. Sólo una pesadilla.
—¿Le llama usted nada a eso?
Jud oyó el ruido de una cadena al ser retirada. La puerta se abrió, y un hombre con un pijama a rayas apareció al otro lado.
—Suena usted como si supiera lo que son las pesadillas —dijo el hombre. Aunque su pelo revuelto por el sueño era tan blanco como la niebla, no parecía tener más de cuarenta años—. Me llamo Lawrence Maywood Usher. — Tendió su mano a Jud. Era huesuda, y estaba empapada de sudor. Su débil apretón pareció robarle energías a la mano de Jud.
—Yo soy Jud Rucker —dijo, entrando.
El hombre cerró la puerta.
—Bien, Judson...
—El nombre es Judgement.
Larry se animó inmediatamente.
—¿Juicio? ¿Como en el Día del Juicio?
—Mi padre es ministro baptista.
—Judgement Rucker. Fascinante. ¿Quiere un poco de café, Judgement?
Pensó en la lata abierta de Hamms en su apartamento. Qué demonios, podía utilizarla mañana para cocinar.
—Encantado. Un poco de café me irá estupendamente.
—¿Es usted un connoiseur?
—Oh, no.
—De todos modos, eso va a ser algo que le va a gustar. ¿Ha probado alguna vez el Blue Mountain jamaicano?
—Nunca he oído hablar de él.
—Bien, pues ahora tiene la oportunidad. Su barco acaba de fondear en buen puerto.
Jud sonrió, sorprendido ante la nueva animación del hombre que había gritado.
—¿Me acompaña a la cocina?
—Por supuesto.
En la cocina, Larry abrió una bolsa pequeña de color marrón. Inclinó la bolsa abierta hacia el rostro de Jud. Jud olió el intenso aroma del café.
—Huele bien —dijo.
—Tiene que hacerlo. Es el mejor. ¿En qué trabaja usted, Judgement?
—Ingeniería —dijo, utilizando su tapadera habitual.
—¿Oh?
—Trabajo en Bretch Brothers.
—Suena como una marca alemana de pastillas para la tos.
—Construimos puentes, centrales eléctricas. ¿Y usted?
—Enseño.
—¿Escuela superior?
—¡Dios no lo permita! Tuve bastante de esos rudos, insolentes, deslenguados bastardos hace diez años. ¡Nunca más! ¡Dios no lo permita!
—¿Qué es lo que enseña ahora?
—Enseño a la élite. — Accionó la manivela, moliendo los granos de café—. Lo mejor de las Fuerzas Aéreas. Las lumbreras de América.
—¿Y ellos no son deslenguados?
—Al menos sus maldiciones no van dirigidas a mí.
—Eso debería marcar ciertamente una diferencia —dijo Jud. Observó al hombre echar unas cucharaditas del café molido en una cafetera y cerrarla.
—Todas las diferencias. ¿Nos sentamos?
Regresaron a la sala de estar. Larry ocupó el sofá. Jud se sentó en un sillón, pero no se reclinó.
—Me alegra que se haya dejado caer usted por aquí, Judgement.
—¿Qué le parece Jud?
—¿Qué le parece Judge?
—Ni siquiera soy abogado.
—Por su aspecto, sin embargo, es usted un buen juez. De carácter, de situaciones, de lo que está bien y lo que está mal.
—¿Puede decir todo esto tan sólo por mi aspecto?
—Por supuesto. Así que le llamaré Judge.
—De acuerdo.
—Dígame, Judge, ¿qué le impulsó a llamar a mi puerta?
—Oí el grito.
—¿Se dio cuenta de que estaba motivado por una pesadilla?
—No.
—Quizá pensó que me estaban asesinando.
—Eso es lo que se me ocurrió.
—Y pese a todo, acudió desarmado. Usted debe de ser un hombre valiente, Judge.
—Más bien no.
—O quizás ha conocido usted tanto miedo que la posibilidad de verse enfrentado a un simple asesino le debe parecer una bagatela.
Jud se echó a reír.
—Seguro.
—De todos modos, me alegra que viniera. No hay mejor antídoto para los terrores de la noche como un rostro amigo.
—¿Sufre usted esos terrores a menudo?
—Cada noche desde hace tres semanas. No exactamente tres semanas..., eso serían veintiuna noches. Sufro esas pesadillas desde hace solamente diecinueve. ¡Solamente! Parece que sean años.
—Entiendo.
—A veces me pregunto si hubo algo antes de las pesadillas. Sin duda lo hubo. No estoy loco, entienda, solamente trastornado. Nervioso, muy, muy terriblemente nervioso. Lo he estado y lo estoy. ¿Pero por qué diría usted que estoy loco?
—Yo no lo he dicho.
—No, por supuesto que no. — Sonrió con un lado de su boca—. Fue Poe quien lo dijo. «El corazón delator». Acerca de otro amigo angustiado. Angustiado hasta el punto de la locura. ¿Parezco yo loco?
—Parece usted agotado.
—Diecinueve noches.
—¿Sabe usted qué fue lo que desencadenó sus pesadillas? — preguntó Jud.
—Déjeme mostrárselo. — Tomó un recorte de periódico de debajo de un ejemplar de la revista Time sobre la mesita de café—. Puede leerlo mientras voy a ver como marcha el café. — Se levantó del sofá y le tendió el artículo a Jud.
A solas en la habitación, Jud se reclinó en el sillón y leyó:
TRES ASESINATOS EN LA CASADE LA BESTIA
(Malcasa Point).— Los cuerpos mutilados de dos hombres y de un niño de once años fueron encontrados el último miércoles en la macabra atracción turística de la Casa de la Bestia, en Malcasa Point.
Según las autoridades locales, el patrullero Daniel Jenson entró en la casa a las 11.45 de la noche para investigar unos posibles merodeadores. Al no comunicarse de nuevo con la central, fue enviado un nuevo coche al lugar. Con la ayuda del servicio voluntario contra incendios, los oficiales acordonaron la zona y entraron en la misteriosa casa.
El cuerpo del patrullero Jenson fue encontrado en el pasillo del primer piso, junto con los cuerpos del señor Matthew Ziegler y su hijo, Andrew. Los tres fueron asesinados, al parecer con un cuchillo.
Según Mary Ziegler, esposa del fallecido, Matthew estaba furioso por la temerosa reacción de su hijo ante una visita efectuada a la Casa de la Bestia poco antes aquel mismo día, y le instó a que «le mostrara la bestia». Poco después de las once de la noche del miércoles, llevó al muchacho a la Casa de la Bestia con la intención de hacerle reaccionar y obligar al joven Andrew a que «se enfrentara» a sus temores.
La Casa de la Bestia, construida en 1902 por la viuda de Lyle Thorn, jefe de la tristemente famosa Banda de Thorn, ha sido escenario de no menos de once muertes misteriosas desde el momento de su construcción. Su actual propietaria, Maggie Kutch, se mudó de la casa en 1931, después de que su esposo y tres hijos fueran «despedazados por una horrible bestia blanca» que, según su versión de los hechos, entró en la casa a través de una ventana del piso bajo. Poco después de los brutales asesinatos, la señora Kutch abrió la casa para que pudiera ser visitada durante el día.
No se supo de más incidentes hasta 1951, cuando dos chicos de doce años, residentes en Malcasa Point, entraron en la casa después del anochecer. Uno de los chicos, Larry Maywood, escapó con heridas leves. El mutilado cuerpo de su amigo, Tom Bagley, fue encontrado al amanecer por los investigadores.
Comentando los más recientes asesinatos, la propietaria durante setenta y un años de la casa explicó: «Después de anochecer, la casa pertenece a la bestia». Según Billy Charles, jefe de policía de Malcasa Point, ninguna bestia es responsable de las muertes del patrullero Jenson y de los Ziegler. Asegura que fueron asesinados por un hombre provisto de un instrumento cortante. Y añadió: «Esperamos capturar al culpable en poco tiempo».
Las visitas a la Casa de la Bestia han sido suspendidas por tiempo indefinido, sujeto a la resolución de las investigaciones sobre los homicidios.
Jud se echó hacia delante en el sillón y observó el nervioso rostro sonriente de Larry mientras el hombre traía las tazas de café a la habitación. Aceptó una de las tazas, esperó a que Larry se sentara y dijo:
—Usted se ha presentado como Lawrence Maywood Usher.
—Siempre he sido un gran admirador de Poe. De hecho, supongo, fue en buena parte su influencia lo que me inspiró a explorar la Casa de la Bestia aquella noche con Tommy. Parecía adecuado, cuando finalmente decidí que un nuevo nombre era algo esencial para mi supervivencia emocional, tomar el nombre del atormentado Roderick Usher de Poe.
3
Lawrence Maywood Usher dio un sorbo a su café en su frágil taza de porcelana traslúcida china. Jud observó que mantenía el líquido en su boca como si fuera vino, saboreándolo antes de tragarlo.
—Ah, delicioso. — Miró ansiosamente a Jud.
Jud alzó su taza. Le gustaba el denso aroma, y tomó un sorbo. Su sabor era más fuerte de lo que le gustaba.
—No está mal —dijo.
—Es usted un maestro de la modestia exagerada, Judge. — La preocupación frunció el delgado rostro del hombre—. ¿Le gusta?
—Está bien. Muy bueno. Sólo que no estoy acostumbrado a este tipo de cosas.
—Uno nunca puede acostumbrarse a algo que le guste. Si lo hace, pierde el sentido de la apreciación.
Jud asintió y tomó otro sorbo. Esta vez el café le supo algo mejor.
—¿Tiene usted pesadillas acerca de la Casa de la Bestia? — preguntó.
—Siempre.
—Me sorprende que haya sido necesario un artículo periodístico para desencadenarlas, teniendo en cuenta que usted ha debido enfrentarse a ello durante todo ese tiempo.
—La historia, más o menos, reactivó las pesadillas. Las tuve constantemente durante los varios meses subsiguientes a mi... encuentro. Los médicos sugirieron tratamiento psiquiátrico, pero mis padres no quisieron oír hablar de ello. Eran gente suspicaz, y consideraban la psiquiatría como la persecución de tontos y locos. Nos mudamos de Malcasa Point, y mis pesadillas perdieron rápidamente intensidad. Siempre lo consideré como una victoria del sentido común sobre la charlatanería.
Sonrió, aparentemente satisfecho de su ingenio, y concediéndose otro sorbo de café.
—Desgraciadamente —prosiguió, no conseguimos dejar enteramente atrás el incidente. De vez en cuando, algún periodista ansioso nos rastreaba para conseguir una historia sobre esa miserable atracción turística. Eso siempre desencadenaba de nuevo las pesadillas. Todas las revistas han publicado la historia.
—He visto un par de ellas.
—¿Las leyó?
—No.
—Puro sensacionalismo. ¡Periodistas! ¿Sabe usted lo que es un periodista? «Un escritor que cree estar en posesión de la verdad y la disipa en una tempestad de palabras.» Ambrose Bierce. La única vez que permití que uno de esos recolectores de basura me entrevistara, retorció de tal modo mis palabras que aparecí como un idiota tartamudeante. ¡Terminó diciendo que el encuentro me había desequilibrado! Después de eso me cambié el nombre. Hasta ahora ninguno de esos bastardos ha conseguido localizarme, y he estado libre de pesadillas sobre la bestia hasta ahora..., ahora que ha vuelto a matar de nuevo.
—¿Ella?
—Oficialmente, desde que se produjo el ataque contra los Lyle, ha sido él, un maníaco provisto de un cuchillo, algo del orden de Jack el Destripador. Quieren dar a entender que cada ataque corresponde a un asesino distinto.
—¿Y no es así?
—En absoluto. Se trata de una bestia. Siempre la misma bestia.
Jud no intentó ocultar la expresión de duda que sabía estaba empezando a aparecer en su rostro.
—Permítame que vuelva a llenarle la taza, Judge.
4
—No sé lo que es la bestia —dijo Larry—. Quizá nadie lo sepa. Yo la he visto, sin embargo. Con excepción de la vieja Maggie Kutch, yo soy probablemente la única persona viva que puede decirlo.
»No es humana, Judge. O si es humana, es algún tipo de inexpresable deformidad. Y es muy, muy vieja. El primer ataque conocido ocurrió en 1903. Teddy Roosevelt era presidente por aquel entonces. Fue el año en que los hermanos Wright efectuaron su vuelo en Kitty Hawk. La bestia mató a tres personas aquel año.
—¿El propietario original de la casa?
—Sobrevivió. Era la viuda de Lyle Thorn. Su hermana, sin embargo, fue asesinada. Al igual que los dos hijos de Lilly. Las autoridades culparon de la atrocidad a un enfermo mental que encontraron en las afueras de la ciudad. Fue juzgado, condenado y colgado del balcón de la casa. Incluso entonces, aparentemente, encontrar a toda costa a un culpable estaba a la orden del día. Tenían que saber que el tipo era inocente.
—¿Por qué tenían que saberlo?
—La bestia tiene garras —dijo Larry—. Son afiladas, como uñas. Desgarran a la víctima, sus ropas, su carne. Se clavan en ella para sujetarla mientras la bestia... la viola.
La taza empezó a repiquetear contra su plato. La depositó sobre la mesa y cruzó las manos.
—¿Acaso usted...?
—¡Dios mío, no! Nunca llegó a tocarme. No a mí. Pero vi lo que le hizo a Tommy allá en el dormitorio. Estaba demasiado... ocupada... para preocuparse por mí. Tenía que terminar con Tommy primero. ¡Bien, no dejé que hiciera lo mismo conmigo! La ventana me causó algunos cortes, y me rompí un brazo en la caída, pero me salí de aquello. ¡Me salí de aquello, maldita sea! ¡Sobreviví para poder contarlo!
Dio otro sorbo a su café. Su temblorosa mano volvió a dejar la taza sobre la mesa. El beber parecía ayudarle a recobrar la calma. En voz baja dijo:
—Naturalmente, nadie cree lo que cuento. He aprendido a guardármelo para mí. Ahora supongo que pensará usted que estoy loco.
Miró a Jud, con sus cansados ojos llenos de desesperanza.
Jud señaló el recorte del periódico.
—Aquí dice que han muerto once personas en la Casa de la Bestia.
—Ese dato es correcto, para variar.
—Son muchas muertes.
—Por supuesto.
—Alguien debería poner fin a eso.
—Yo lo haría, si tuviera el valor. ¡Pero Dios mío, pensar en entrar en aquella casa por la noche! Nunca. Jamás seré capaz de hacerlo.
—¿Ha entrado alguien después de eso?
—¿Por la noche? Solamente un estúpido...
—O un hombre con una muy buena razón.
—¿Qué tipo de razón? — preguntó Larry.
—Venganza, idealismo, dinero. ¿No se ha ofrecido nunca una recompensa?
—¿Por matarla? Su existencia no la admite nadie, excepto la vieja Kutch y su loco hijo. Y seguro que ellos no quieren que nadie le haga daño. Esa maldita bestia, y su reputación, es su única fuente de ingresos. Probablemente sea también lo que mantiene a flote a todo el pueblo. La Casa de la Bestia no es el Castillo Hearst o la Casa Winchester, pero se quedaría usted sorprendido si supiera cuánta gente está dispuesta a pagar cuatro dólares por cabeza por una visita con guía a un viejo lugar que no sólo alberga a un monstruo legendario sino que también fue la escena de once brutales asesinatos. Vienen de toda California, de Oregón, de todos los estados de la unión. Una familia que cruce en coche California no puede pasar a menos de ochenta kilómetros de Malcasa Point sin que los chicos pidan a gritos visitar la Casa de la Bestia. Los dólares de los turistas son la sangre que da vida al pueblo. Si alguien matara ala bestia...
—Piense en los turistas que su cadáver podría atraer —sugirió Jud, sonriendo.
—Pero el misterio habría desaparecido. La bestia es el corazón de esta casa. La casa moriría sin ella. Malcasa Point seguiría sus pasos, y la gente no quiere eso.
—¿Prefieren que sigan los asesinatos?
—Por supuesto. Un asesinato de tanto en tanto hace maravillas con el negocio.
—Si el pueblo piensa así, no merece vivir.
—Su padre fue un hombre muy intuitivo, llamándole Judgement.
—Usted dijo que mataría a la bestia con sus propias manos, si pudiera.
—Si tuviera el valor, sí.
—¿Ha pensado alguna vez en contratar a alguien para que lo haga por usted?
—¿Cómo podría contratar a alguien para un trabajo como ese?
—Depende de lo que estuviera usted dispuesto a pagar.
—Lo que pueda valer una buena noche de sueño, ¿eh?
La sonrisa de su delgado rostro parecía grotesca.
—Podría considerarlo usted como una contribución a la humanidad —dijo Jud.
—Supongo que conoce usted a alguien que podría estar dispuesto a hacerlo por una buena suma de dinero: entrar en la casa por la noche y matar a la bestia.
—Creo que conozco a alguien —dijo Jud.
—¿Cuánto costaría eso?
—Depende del riesgo. Tendría que saber mucho más al respecto antes de aceptar el encargo.
—¿Puede darme usted una idea aproximada?
—Su mínimo serían cinco mil.
—¿Y su máximo?
—No hay máximo.
—Mis ahorros son limitados, pero creo que estaría dispuesto a invertir una parte considerable de ellos, si fuera necesario, en un proyecto de ese tipo.
—¿Qué piensa hacer usted mañana?
—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias —dijo Larry.
—¿Por qué no vamos los dos en coche hacia la costa, bien temprano, y hacemos una visita a la Casa de la Bestia?
5
Las dos tazas de café no mantuvieron a Jud despierto cuando regresó a su apartamento. Se durmió en seguida, y si soñó algo, no recordó absolutamente nada de ello cuando el despertador sonó a las seis de la mañana del domingo.
4
Roy se despertó en una auténtica y amplia cama. A su lado, boca abajo, con las manos atadas a la espalda, se encontraba la niña Joni. Estaba desnuda. Un trozo pequeño de cuerda unía sus muñecas a la mano derecha de Roy. Se desató la mano, luego las de ella.
Volvió a Joni boca arriba. Los ojos de la niña estaban abiertos. Le miró a él, a través de él, más allá de él. Casi como si estuviera ciega.
—¿Has dormido bien? — preguntó Roy.
Ella no pareció haberle oído.
Colocó una mano sobre su pecho, notando el regular latir de su corazón, el subir y bajar de su respiración.
—¿Por dónde anda tu espíritu? — preguntó, y se echó a reír.
Ella no parpadeó ni se movió. Ni cuando la pellizcó. Ni cuando atrajo su cuerpo hacia el de él, o lo chupó, o lo mordió. Ni cuando la penetró. Ni cuando se estremeció en su orgasmo. Ni cuando la apartó de sí y saltó de la cama.
De todos modos, volvió a atarla.
Se vistió con ropas de su padre. Hizo café. Mientras se estaba haciendo, preparó seis lonchas de tocino, tres huevos bien pasados, y dos tostadas. Lo llevó todo a la sala de estar y conectó la televisión.
Sonó el teléfono. Lo cogió.
—¿Hola? — preguntó.
—¿Hola? — la voz de la mujer sonó desconcertada—. ¿Puedo hablar con Marv, por favor?
—No está aquí. ¿Puedo tomar el mensaje?
—Soy Esther. Su secretaria.
—Oh. Debe estar preguntándose usted por qué no ha acudido al trabajo.
—Ni siquiera ha llamado.
—Oh, bueno, no. Tuvo un ataque al corazón ayer por la noche. En realidad, a primera hora de esta mañana.
—¡No!
—Me temo que sí. La última vez que lo vi se lo estaban llevando en una ambulancia.
—¿Está..., está vivo?
—Eso es lo último que supe de él. Yo estoy aquí con Joni. Ya sabe, cuidando de ella. No he sabido nada más desde que se fueron.
—¿Sabe a qué hospital lo llevaron?
—Déjeme pensar. Bueno, ya sabe, no estoy muy seguro. Todo fue tan precipitado.
—¿Nos lo hará saber cuando sepa algo de su estado?
—Me encantará hacerlo.
Ella le dio el número de teléfono de la oficina. No lo anotó.
—Puede estar segura que se lo comunicaré apenas tenga noticias —añadió.
—Muchas gracias.
—De nada.
Colgó, volvió al diván, y empezó a comer. Su desayuno aún estaba caliente.
Cuando terminó, buscó el listín telefónico. Lo encontró en un estante de la cocina, bajo una extensión de pared. Se sirvió otra taza de café y volvió a la sala de estar.
Primero buscó Hayes. Ningún Hayes, Donna. Sólo el Hayes, D., que había comprobado la noche anterior. Era su apartamento, no cabía la menor duda. Había reconocido algunos de los muebles.
Se preguntó si seguiría trabajando para aquella agencia de viajes. ¿Cuál era su nombre? Tenía un slogan pegadizo. «Deje que Guild sea su guía.» No, no Guild. Gould. Eso era: Viajes Gould. Buscó las páginas blancas, lo encontró, marcó.
—Servicio de Viajes Gould, la señorita Winnow al habla.
—Desearía hablar con la señora Hayes, por favor.
—¿Hayes?
—Donna Hayes.
—No tenemos ninguna Donna Hayes en este número. Esto es Servicio de Viajes Gould.
—Ella trabaja aquí, o al menos trabajaba.
—Un momento, por favor. — Aguardó durante casi un minuto—. Señor, Donna Hayes dejó de trabajar aquí hace ya varios años.
—¿No sabe dónde fue?
—Me temo que no. ¿Puedo servirle en algo, de todos modos? ¿Está pensando en algún crucero, quizá? Tenemos algunos cruceros realmente maravillosos...
—No, gracias —y colgó.
Buscó Blix, John. El padre de Donna. Sus padres sabrían dónde había ido, seguro. Anotó su dirección y su número de teléfono.
Mierda, no deseaba verles. Eran las últimas personas a las que deseaba ver.
¿Y Karen? Sonrió. No le importaría ver a Karen, en absoluto. De hecho, no le importaría ver todo lo que pudiera de ella. Quizá supiera dónde podía encontrar a aquellas dos malas putas.
Valía la pena intentarlo.
Y aunque no lo supiera, la visita podía resultar provechosa. Siempre le había gustado verla.
¿Cuál era el nombre del tipo aquel con el que se había casado? Bob algo. Algo que sonaba a caramelo. Marson... no. Bob Mars algo. Sí, eso era. Marston.
Buscó Marston, encontró un Robert, y anotó la dirección y el número de teléfono.
Le haría una agradable visita. No ahora. No deseaba marcharse todavía. ¿Acaso tenía alguna prisa? Podía estar todavía un tiempo allí, divertirse un poco más.
Subió al dormitorio.
—Hey, Joni. ¿Lo estás pasando bien?
Ella siguió mirando al techo.
5
1
La luz del sol y los chillidos de las gaviotas despertaron a Donna. Intentó dormirse de nuevo, pero la estrecha cama, con el somier hundido por el uso, se lo impidió. Se levantó y estiró sus anquilosados músculos.
Sandy seguía durmiendo en la otra cama.
Suavemente, Donna cruzó el frío suelo de madera hasta la ventana. Alzó la persiana y miró fuera. Al otro lado, un hombre cargado de maletas estaba abandonando una pequeña cabina pintada de verde. Una mujer y un par de chiquillos muy parecidos entre sí le aguardaban dentro de un coche familiar. La mitad de las cabinas de Welcome Inn tenían un coche frente a ellas. En algún lugar, cerca, un perro se puso a ladrar. Bajó la persiana.
Luego buscó el teléfono. No había ninguno en la habitación. Mientras se estaba vistiendo, Sandy se despertó.
—Buenos días, cariño. ¿Has dormido bien?
—Estupendamente. ¿Dónde vamos?
—Quiero buscar un teléfono y llamar a tía Karen. — Se ató las zapatillas de lona—. No quiero que se preocupe por nosotras.
—¿Puedo venir?
—Puedes quedarte aquí y vestirte. Sólo tardaré un minuto, luego iremos a desayunar.
—Está bien.
Se abrochó su blusa de algodón a cuadros y tomó su bolso.
—No abras la puerta a nadie, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Fuera, el aire matutino era fresco y con olor a pino, un aroma que le recordó las agradables y sombreadas pistas forestales de la Sierra donde acostumbraba a acampar con su hermana. Antes de Roy. La forma en que Roy actuaba en las montañas le había hecho perder rápidamente el gusto por la naturaleza. Una vez se hubo librado de él, hubiera debido volver a las acampadas de nuevo, con Sandy. Quizá pronto...
Subió los peldaños del porche de la oficina del motel y vio una cabina telefónica al otro extremo. Se encaminó hacia ella. La madera crujió bajo sus pies, sonando como el entarimado azotado por la intemperie de un viejo muelle.
Se metió en la cabina, echó monedas en la ranura, y marcó el número de la Operadora. Cargó la llamada al teléfono de su casa. No tardó en conseguir línea.
—¿Hola?
—Buenos días, Karen.
—Oh.
—¿Es eso algún tipo de saludo?
—No me lo digas: se te ha estropeado el coche.
—Eres clarividente.
—¿Necesitas una grúa?
—No, me temo que hoy he de pedirte disculpas.
—No puedes venir, lo siento.
—No, no es eso.
—¿Te han cambiado los días libres? Con lo bien que nos lo pasábamos los domingos. ¿Cuáles tienes ahora, viernes y sábado, martes y miércoles?
—Tu clarividencia te ha fallado.
—¿Oh?
—Te llamo desde el encantador pueblo turístico de Malcasa Point, sede de la tristemente famosa Casa de la Bestia.
—¿Estás colocada?
—Sobria, desgraciadamente. Por lo que calculo, estamos a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de San Francisco.
—¿Qué demonios estás haciendo en ese lugar perdido? — Antes de que Donna pudiera contestar, Karen añadió—: ¡Oh, Dios mío! ¿Ha salido?
—Ha salido.
—¡Oh, Dios mío!
—Creímos que era mejor desaparecer.
—Correcto. ¿Qué quieres que haga?
—Diles a mamá y a papá que estamos bien.
—¿Y tu apartamento?
—¿Puedes hacer que recojan y guarden todas nuestras cosas?
—Por supuesto, supongo.
—Llama a Beacon, o a quien creas mejor. Hazme saber lo que ha costado, y te enviaré un cheque.
—¿Cómo lo haré para hacértelo saber?
—Me mantendré en contacto contigo.
—¿No vas a volver?
—No lo sé.
—¿Cómo han podido dejarle salir? ¿Cómo han podido?
—Creo que se portó bien ahí dentro.
—¿Cuándo voy a poder verte de nuevo?
Sonaba como si estuviera a punto de echarse a llorar.
—Todo esto acabará algún día.
—Seguro que acabará. Si Roy cae muerto de un ataque al corazón, o se tira por algún puente conduciendo, o... —un sollozo cortó su voz—. Cristo, ese tipo de cosas... ¿cómo pueden permitir que pasen?
—Hey, no llores. Todo va a ir bien. Simplemente llama a mamá y a papá y diles que estoy bien, y nos mantendremos en contacto.
—De acuerdo. Y yo... me cuidaré de lo de tu apartamento.
—Cuida también de ti misma.
—Seguro que lo haré. Y tú también. Dale un beso a Sandy de mi parte.
—Lo haré. Adiós, Karen.
—Adiós.
Donna colgó. Inspiró profundamente, luchando por recuperar el control de sus agitadas emociones. Luego cruzó el porche. Cuando bajaba los peldaños, oyó el chirriar de una puerta al abrirse.
—¿Señora?
—Miró a su alrededor. Una chica de unos quince años estaba de pie en la puerta de la oficina. Probablemente la hija del dueño.
—¿Sí?
—¿Es usted la señora que tenía un problema con el coche?
Donna asintió.
—Bix, de la Chevron, llamó. Él y Kutch fueron a buscarlo. Bix me dijo que ya le comunicará cuando lo tenga aquí.
—Pero no tienen las llaves.
—Bix no las necesita.
La muchacha llevaba una blusa sin tirantes, obviamente sin sujetador debajo, puesto que sus pezones se marcaban oscuros y túrgidos bajo la fina tela. Donna se preguntó por qué los padres de la chica le permitían vestirse así.
—De acuerdo. Gracias por el mensaje.
—De nada.
La chica dio media vuelta y desapareció. Sus téjanos cortos estaban abiertos por los lados, revelando sus bronceadas piernas casi hasta la cadera.
Esa chica está pidiendo ser violada, pensó Donna. Si alguna vez Sandy se vestía así...
Bajó los peldaños del porche y cruzó la zona de aparcamiento hacia su cabina. Tuvo que esperar mientras Sandy terminaba en el cuarto de baño.
—¿Quieres desayunar aquí en el Inn? — preguntó Donna—. ¿O quizá deberíamos probar suerte en el pueblo?
—Vayamos al pueblo —dijo Sandy con voz ansiosa—. Espero que haya algún Dunkin' Donuts. Me muero por un donut.
—Yo me muero por una taza de café.
—Mamá Exprés.
Salieron. Sandy, mirando a su madre de reojo, abrió su bolso de dril y sacó sus gafas de sol. Sus redondos cristales eran enormes para su rostro. Donna, que raramente llevaba gafas de sol, pensó que hacían que su hija pareciera un bicho..., un bicho encantador, pero un bicho pese a todo. Siempre había cuidado de no mencionar el parecido.
—¿Qué dijo tía Karen? — preguntó Sandy.
—Dijo que te diera un beso de su parte.
—¿Ibas a jugar a tenis con ella hoy?
—Sí.
—Apuesto a que se sorprendió.
—Lo comprendió.
Llegaron a la carretera. Donna señaló hacia la izquierda.
—El pueblo está hacia este lado —dijo. Echaron a andar hacia allí—. Por la forma de hablar de tía Karen, no creo que haya oído hablar nunca de Malcasa Point. Y sin embargo es un hermoso lugar, ¿no?
Sandy asintió. Sus gafas de sol se deslizaron por su nariz abajo. Las devolvió a su lugar con un dedo.
—Es bonito, pero...
—¿Qué?
—Oh, nada.
—No, dímelo. Adelante.
—¿Por qué se lo dijiste a tía Karen?
—¿Le dije qué?
—Dónde estamos.
—Pensé que debía saberlo.
—Oh. — Sandy asintió y se ajustó las gafas.
—¿Por qué?
—¿Crees que fue una buena idea, decírselo? Quiero decir, ahora sabe dónde estamos.
—No se lo va a decir a nadie.
—No, a menos que él la obligue.
Salieron de la carretera y aguardaron al borde del arcén hasta que el coche que se acercaba pasó zumbando por su lado.
—¿Qué quieres decir con eso de que «la obligue»? — preguntó Donna.
—La obligue a decírselo. Del mismo modo que te obligaba a ti a decirle cosas.
Donna caminó en silencio, sin gozar ya del frío aire con aroma a pinos. Imaginó a su hermana tendida desnuda en una cama, firmemente atada, con Roy a su lado utilizando un mechero para calentar el metal de un destornillador.
—Tú nunca viste lo que me hacía, ¿verdad? Siempre cerraba la puerta.
—Oh, nunca vi eso. No lo que te hacía en el dormitorio. Tan sólo cuando te pegaba. ¿Qué te hacía en el dormitorio?
—Me hacía daño.
—Debía de ser horrible.
—Sí.
—¿Cómo te hacía daño?
—De muchas maneras.
—Apuesto a que sería capaz de hacerle eso a tía Karen.
—No se atrevería —dijo Donna—. No se atrevería.
—¿Cuándo podremos irnos de aquí?
—Tan pronto como esté listo el coche.
—¿Y cuándo estará?
—No lo sé. Axel fue a buscarlo esta mañana con un hombre de la estación de servicio. Si no necesita ninguna reparación, podremos irnos tan pronto como lo traigan aquí.
—Será mejor —dijo Sandy—. Será mejor marcharnos lo antes posible.
2
Eligieron para desayunar el Sarah's Diner, al otro lado de la estación Chevron. Tras ver el surtido de donuts exhibido en la barra, Sandy decidió pasar de ellos. En su lugar pidió huevos con tocino.
—Este lugar no me gusta —dijo.
—No volveremos a comer en él a partir de ahora.
—Ja, ja.
Sandy metió una mano bajo la mesa, y frunció disgustada la nariz.
—Hay chicle debajo de la mesa.
—Siempre hay chicle debajo de las mesas. Algunos de nosotros tenemos el suficiente buen juicio como para mantener nuestras manos apartadas de él.
Sandy se olió los dedos.
—No me gusta.
—¿Por qué no vas a lavarte las manos?
—Apuesto a que el water es simplemente un agujero —dijo la niña, y se levantó de la mesa como si estuviera ansiosa por verificar su teoría.
Sonriendo, Donna la contempló mientras se alejaba briosamente hacia el extremo más alejado del comedor. La camarera vino y llenó la pesada y descascarillada taza de Donna con café.
Observó como la camarera se dirigía a otra mesa. Luego, el abrirse de la puerta de entrada atrajo su atención.
Dos hombres entraron en el comedor. El más delgado parecía ser demasiado joven para tener el pelo blanco. Aunque correctamente vestido con un traje de sport de color azul, tenía una expresión inquieta, como un refugiado. El hombre que iba con él podía haber sido su guardián. Con unos ojos de un azul profundo en un rostro que hacía pensar en madera tallada y muy pulida, tenía el aspecto confiado de un policía. O de un soldado. O del guía en Colorado, hacía muchos años, que había permitido que ella y Karen participaran en una cacería de venados con su padre.
Los dos hombres se sentaron en la barra. El más fuerte de los dos tenía el pelo castaño claro escrupulosamente cortado por encima del cuello de su camisa. Sus anchas espaldas llenaban su camisa color canela, tensándola. El cinturón negro parecía rígido y nuevo en unos téjanos tan viejos que una de las trabillas colgaba suelta sobre su bolsillo trasero. Sus botas camperas con suela de goma parecían más viejas aún que los téjanos.
Como si se sintiera atraído por la intensidad de su mirada, el hombre observó por encima de su hombro. Donna luchó contra la urgencia de desviar su vista. Sus ojos se encontraron por un momento, luego ella miró al otro hombre, luego de una manera casual a la barra. Alzó su taza de café. Ya no brotaba vapor de ella. Una capa aceitosa sobre la oscura superficie reflejaba turbulentos colores como un arcoiris, o un rosbif estropeado. Bebió, de todos modos. Volviendo a dejar la taza, se permitió echarle otra mirada al hombre.
Ya no estaba mirándola.
La decepción ensombreció el alivio de Donna.
Bebió más café y lo observó. Su cabeza estaba ligeramente inclinada mientras escuchaba al nervioso hombre del pelo blanco. Uno de sus hombros le bloqueaba la visión de su boca. Vio una leve indentación en el borde de su nariz, aparentemente debida a una antigua rotura. Una cicatriz bajaba oblicuamente desde su ceja hasta su pómulo. Volvió a mirar su café, temerosa de atraer de nuevo su atención.
Cuando oyó unos rápidos pasos familiares, vio que el hombre volvía la cabeza. Miró a Sandy, luego a Donna, después volvió su atención a su amigo.
—¿Te has lavado bien? — preguntó Donna, con una voz quizá demasiado fuerte.
—No había nada para secarme las manos —le dijo Sandy, y se sentó.
—¿Qué has utilizado?
—Mis pantalones. ¿Dónde está la comida?
—Quizá seamos afortunadas y no venga.
—Estoy muerta de hambre.
—Está bien, les daremos una última oportunidad.
La camarera vino pronto, trayendo bandejas con huevos, ristras de salchichas y picadillo de carne. Por extraño que parezca, la comida tenía buen aspecto. Cuando Donna cortó un trozo de su primera salchicha, su estómago gruñó audiblemente.
—¡Mamá! — Sandy dejó escapar una risita.
—Debe de estar acercándose una tormenta —dijo Donna.
—No puedes engañarme. Fueron tus tripas.
—Tripas no es una palabra correcta, cariño.
La niña volvió a dejar escapar una risita. Luego, con una expresión de fruncido desagrado, cogió una ramita de perejil de encima de su carne picada y la depositó en el borde de la bandeja.
Donna miró al hombre. Estaba bebiendo café. Mientras comían y hablaba con Sandy, alzó la vista a menudo hacia él. Se dio cuenta de que no estaba comiendo. Aparentemente él y su amigo habían entrado en el Sarah's tan sólo para tomar café. Pronto se levantaron de la barra.
El hombre rebuscó en el bolsillo de sus pantalones mientras se encaminaba hacia la caja registradora. Su nervioso amigo protestó, y perdió. Después de pagar la cuenta, sacó un purito delgado del bolsillo de su camisa. Lo desenvolvió. Mientras arrugaba el papel celofán hasta convertirlo en una pequeña bola, miró en la zona cercana a la barra, probablemente buscando una papelera. No encontrando ninguna, se metió la bolita en el bolsillo de su camisa. Sujetó el purito entre sus dientes. Sus ojos se desviaron bruscamente hacia Donna. Se clavaron en ella, dejándola aturdida como un conejo ante los faros de un coche. Los ojos permanecieron clavados en ella mientras el hombre encendía un fósforo y sorbía su llama hacia la punta del purito. Apagó el fósforo agitándolo. Luego se volvió y se dirigió hacia la puerta.
Donna dejó escapar un profundo y tembloroso suspiro.
—¿Te encuentras bien? — preguntó Sandy.
—Estupendamente.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Todo va perfectamente.
—No tenías ese aspecto.
—¿Has acabado ya de comer?
—Todo está en el buche —dijo Sandy.
—¿Lista para irnos?
—Yo estoy lista. ¿Pero has terminado tú?
—No, pero no quiero más. Será mejor que nos vayamos.
Tomó la cuenta. Su mano tembló ligeramente cuando la tendió hacia su bolso. Metió tres monedas de un cuarto de dólar bajo el borde de su bandeja, y se alzó rápidamente.
—¿Qué ocurre, mamá?
—Tengo ganas de salir fuera.
—Está bien —dijo la niña, dubitativa, mientras seguía a Donna a la caja registradora.
Afuera, Donna miró acera abajo. A una manzana de distancia, una mujer vieja con un perro de lanas estaba subiendo torpemente el bordillo. Ninguna señal de los dos hombres del café. Miró en la otra dirección.
—¿Qué estás buscando? — preguntó Sandy.
—Estoy intentando decidir qué dirección es la mejor.
—Ya hemos estado por ese lado —dijo la niña, y señaló hacia la izquierda.
—De acuerdo. — Así que se volvieron hacia la derecha, y empezaron a andar.
—¿Crees que podremos irnos esta mañana? — preguntó Sandy.
—No sé cuanto tiempo requerirá todo eso. Creo que estamos a poco más de una hora de distancia de donde dejamos el coche. La muchacha del motel no dijo a qué hora se había ido Axel a buscarlo.
—Si no nos vamos ahora mismo, podemos ir a ver la Casa de la Bestia.
—No sé, cariño.
—Yo sólo pago media entrada.
—¿Estás segura de que quieres ver realmente un lugar como ese?
—¿Qué es, exactamente?
—Se supone que es el hogar de una horrible bestia que mata a la gente y la despedaza. Es allá donde fueron asesinadas esas tres personas hace unas pocas semanas.
—Ohhhh, ¿es ese lugar?
—Aja.
—¡Huau! ¿Podemos verlo?
—No estoy segura de que me entusiasme la idea.
—Oh, vamos. Casi estamos ahí. ¿Por favor?
—Bueno, no perdemos nada mirando a qué hora empiezan las visitas.
3
De pie en la esquina norte de la verja de hierro forjado, Donna miró a la sombría casa maltratada por el tiempo y se sintió invadida por la repugnancia.
—No estoy segura de tener ganas, cariño.
—Dijiste que podíamos comprobar el horario de las visitas.
—No estoy segura de tener ganas de entrar ahí, en absoluto.
—¿Por qué no?
Donna se alzó de hombros, incapaz de ponerle palabras a su aprensión.
—No lo sé —dijo.
Trasladó sus ojos del inclinado mirador al porche con su balaustrado balcón encima, pasando por un aguilón y hasta una torre en el extremo sur. Las ventanas de la torre reflejaban vacío. Su techo era un pronunciado cono: un sombrero de bruja.
—¿Tienes miedo de que sea algo demasiado vulgar para ti?
—Tu lenguaje ya es lo suficientemente vulgar para mí.
Sandy se echó a reír, y se ajustó sus resbaladizas gafas de sol.
—De acuerdo, echaremos un vistazo al horario de las visitas. Pero no estoy garantizándote nada.
Echaron a andar hacia la cabina de los tickets.
—Iré yo sola, si tú tienes miedo.
—No vas a entrar ahí dentro sola, jovencita.
—Sólo pago medio billete.
—No se trata de eso.
—¿De qué se trata, entonces?
«Podrías no volver a salir nunca», pensó sin saber por qué Donna. Inspiró profundamente. El aire, aromático como un pinar de alta montaña, la calmó.
—¿De qué se trata?
Donna esbozó una sonrisa tan malvada como le fue posible, y murmuró:
—No quiero que la bestia se te coma.
—¡Eres horrible!
—No tan horrible como la bestia.
—¡Mamá! — Riendo, Sandy agitó hacia ella su bolso de dril.
Donna lo bloqueó con su antebrazo, alzó la vista, y vio al hombre del café. Sus ojos estaban posados en ella. Sonriéndole, Donna paró otro ataque de su hija.
Vio un ticket azul en la mano del hombre.
—Está bien, cariño, ya basta. Iremos a visitarla.
—¿Podemos? — preguntó la niña, encantada.
—Hombro contra hombro, nos enfrentaremos a la horrible bestia.
—La aplastaré con mi bolso —dijo Sandy.
Mientras se acercaban a la cola de la puerta, Donna vio que el hombre se volvía casualmente hacia su nervioso amigo y se ponía a hablar con él.
—Mira. — Sandy señaló hacia una esfera de reloj pintada sobre madera en la parte superior de la cabina de los tickets. El letrero encima de la esfera rezaba: «Próxima visita a las», y el reloj señalaba las diez.
—¿Qué hora es?
—Casi las diez —dijo Donna.
—Estupendo. Pongámonos en la cola.
Se situaron detrás de la última persona de la cola, un rechoncho muchacho de unos quince años con las manos juiciosamente cruzadas sobre su barriga. Sin mover los pies, se volvió lo suficiente como para echar una ojeada crítica a Donna y Sandy. Pronunció un suave «Hump», como si se sintiera insultado por su presencia, y volvió de nuevo sus hombros hacia el frente.
—¿Cuál es su problema? — susurró Sandy.
—Chisst.
Mientras aguardaban, Donna contó catorce personas en la cola. Aunque ocho parecían ser niños, solamente vio a dos que supuso podían acogerse al descuento para «niños menores de doce años». Si ninguno de los demás poseía invitación, calculó que la visita recaudaría en total cincuenta y dos dólares.
No estaba mal, pensó.
El hombre del café era el tercero de la fila.
Una joven pareja con dos niñas rubias se dirigió a la cabina de los tickets.
—Eso hace sesenta y cuatro —dijo Donna.
—¿Qué?
—Dólares.
—¿Qué hora es?
—Faltan aún dos minutos.
—Odio esperar.
—Mira a la gente.
—¿Para qué?
—Es interesante.
Sandy alzó la vista hacia su madre. Incluso con las gafas de sol ocultando la mayor parte de su rostro, el escepticismo de Sandy era obvio. Pero se salió un par de pasos de la cola para mirar más atentamente a los demás.
—¡Monstruos! — chilló de pronto alguien desde atrás—. ¡Necrófagos!
Donna se dio la vuelta. Semiagachada en medio de la calle, una mujer delgada y pálida la señalaba a ella, a Sandy..., y a todos ellos. La mujer no tendría más de treinta años. Llevaba el pelo cortado como un muchacho. Su traje amarillo sin mangas estaba arrugado y manchado. La suciedad tiznaba sus blancas piernas. Iba descalza.
—¡Tú y tú y tú! — chilló—. ¡Necrófagos! ¡Husmeadores de tumbas! ¡Todos vosotros vampiros, chupando la sangre de los muertos!
La puerta de la cabina de los tickets se abrió de golpe. Un hombre salió corriendo, su flaco rostro enrojecido.
—¡Lárgate de aquí, maldita seas!
—¡Gusanos! — siguió gritando la mujer—. ¡Gusanos todos, pagando para ver esa inmundicia! ¡Cobardes!
El hombre se arrancó de los pantalones su ancho cinturón de cuero y lo dobló.
—¡Te lo advierto por última vez!
—¡Guarros!
—Eso ya es demasiado —murmuró el hombre.
La mujer retrocedió cuando el hombre avanzó a grandes zancadas hacia ella, el cinturón alzado y dispuesto. Tropezando, cayó de espaldas sobre el pavimento.
—¡Sigue, gusano! ¡A los necrófagos les gusta eso! ¡Contempla como te miran con las bocas abiertas, babeando! ¡Dales un poco de sangre! ¡Para eso están aquí! — Poniéndose de rodillas, abrió, desgarrándola, la parte frontal de su vestido. Sus pechos eran grandes para una mujer tan pequeña. Colgaron sobre su barriga como fláccidos sacos—. ¡Dales un buen espectáculo! ¡Dales sangre! ¡Desgarra mi carne! ¡Eso es lo que les gusta!
El hombre alzó el cinturón por encima de su cabeza, preparado para dejarlo caer.
—No lo haga. — La voz restalló no muy alta, pero seca e imperativa.
El hombre miró a su alrededor.
Volviéndose, Donna vio al hombre del café salirse de la cola. Avanzó unos pasos.
—Quédese donde está, amigo —dijo el hombre de los tickets.
Siguió avanzando.
—No necesitamos interferencias de nadie.
No dijo nada al hombre con el cinturón, sino que pasó por su lado, dirigiéndose hacia la mujer. La ayudó a ponerse en pie. Alzó su vestido, cubriéndole los hombros, y se lo cerró suavemente por delante. Con mano temblorosa, la mujer mantuvo juntos los desgarrados bordes.
Él le habló suavemente. Ella se reclinó contra él, le besó alocadamente en la boca, y se apartó.
—¡Corred! — chilló—. ¡Corred si queréis salvar vuestras vidas! ¡Corred si queréis salvar vuestras almas! — Y se alejó apresuradamente calle abajo.
Algunas personas de la cola se echaron a reír. Alguien murmuró que aquella loca formaba parte del espectáculo. Otros se mostraron en desacuerdo. El hombre del café volvió a su sitio y se inmovilizó en silencio junto a su amigo en la cola.
—¡De acuerdo, muchachos! — dijo el hombre de los tickets. Caminó hacia ellos, mientras se colocaba de nuevo el cinturón pasándolo por sus trabillas—. Pido disculpas por el retraso, aunque estoy seguro de que todos ustedes han disfrutado con el espectáculo de esa mujer. Hace tres semanas, la bestia se cargó a su marido y a su único hijo, los hizo pedazos. La experiencia le ha aflojado los tornillos a la pobre mujer. Lleva un par de días merodeando por aquí, desde que reanudamos las visitas. Pero tenemos a otra mujer, una mujer que pasó a través del fuego purificador de la tragedia y salió mejorada de él. Esta mujer es la propietaria de la Casa de la Bestia, y su guía personal para la visita de hoy. — Con un gesto grandilocuente, atrajo las miradas de la gente hacia el césped de la Casa de la Bestia, donde una encorvada y gruesa mujer cojeaba hacia ellos.
—¿Todavía sigues queriendo entrar? — preguntó Donna.
Sandy se alzó de hombros. Su rostro estaba pálido. Obviamente se había sentido impresionada por la histérica mujer.
—Sí —dijo—. Supongo que sí.
6
1
Pasaron a través del torniquete, y se agruparon en el césped frente a la vieja mujer. Ella aguardó, su bastón de ébano plantado cerca del lado de su pie derecho, su traje estampado a flores agitándose ligeramente contra sus piernas. Pese a lo cálido del día, llevaba un pañuelo de seda verde anudado en torno a su cuello. Acarició levemente el pañuelo, luego empezó a hablar.
—Bienvenidos a la Casa de la Bestia. — Lo dijo reverentemente, con una voz baja y ronca—. Mi nombre es Maggie Kutch, y soy la propietaria. Empecé a mostrar la casa a los visitantes allá por el año treinta y uno, poco después de que la tragedia se llevara las vidas de mi esposo y de tres niños. Puede que se estén preguntando ustedes por qué una mujer desea conducir a la gente a través de la casa que fue escenario de un dolor tan personal. La respuesta es sencilla: di—ne—ro.
Una suave risa agitó al grupo. La mujer sonrió agradablemente, se volvió, y cojeó sendero arriba. Al pie de las escaleras que conducían al porche, apoyó una marmórea mano en el poste de arranque de los peldaños y señaló hacia arriba con la punta de su bastón.
—Ahí es donde ahorcaron al pobre Gus Goucher. Tenía dieciocho años por aquel entonces, e iba de camino a San Francisco para reunirse con su hermano que trabajaba en los Sutro Baths. Se detuvo aquí la tarde del 2 de agosto de 1903, y le partió un poco de leña a Lilly Thorn, la propietaria original de la casa. Ella le dio de comer como pago, y Gus siguió su camino. Aquella noche, la bestia atacó por primera vez. Nadie excepto Lilly sobrevivió al ataque. Echó a correr calle abajo gritando como si se hubiera encontrado con el propio diablo en persona.
«Inmediatamente se organizó una partida armada. Registraron la casa desde el sótano al desván, pero no encontraron nada vivo. Sólo los desgarrados y masticados cuerpos de la hermana de Lilly y los dos niños. El grupo armado dio una batida por las boscosas colinas de los alrededores, y encontraron al joven Gus Goucher profundamente dormido.
»Bien, algunos de los componentes de la partida recordaron haberle visto en la casa de los Thorn aquella tarde, e imaginaron que aquel era su hombre. Celebraron un juicio rápido. No había ningún testigo puesto que todo el mundo había muerto excepto Lilly, que desvariaba. Sin embargo, lo declararon culpable casi en seguida. Una multitud asaltó aquella noche la prisión. Arrastraron al pobre chico hasta este mismo lugar, pasaron una cuerda por encima del soporte del balcón que ven ahí, y lo colgaron.
»Por supuesto, Gus Goucher no había matado a nadie. Fue la bestia quien lo hizo. Sigamos.
Subieron los seis peldaños de madera hasta el porche cubierto.
—Pueden observar que aquí hay una nueva puerta. La original fue rota hace tres semanas. Probablemente lo habrán leído en los periódicos. Uno de nuestros policías locales disparó contra la puerta para entrar. Hubiera sido mejor, por supuesto, que se hubiera quedado fuera.
—Dígame —preguntó el chico crítico—, ¿cómo entraron los Ziegler?
—Como unos ladrones. Rompieron una ventana de la parte de atrás.
—Gracias. — Dirigió una sonrisa hacia el resto del grupo, aparentemente complacido por el servicio que había prestado a todos.
—Nuestra policía —prosiguió Maggie Kutch— destrozó la antigua cerradura que había en esta puerta. Pero hemos conservado los goznes y el llamador. — Golpeó el llamador de bronce con su bastón—. Se supone que representa la pata de un mono. Lilly Thorn fue quien lo instaló. Le gustaban mucho los monos.
Maggie abrió la puerta. El grupo la siguió al interior.
—Uno de ustedes cierre la puerta, por favor. No queremos que entren moscas.
Señaló con su bastón.
—Ahí tienen a otro mono.
Donna oyó a su hija gruñir, y no la culpó por ello. El mono disecado, de pie junto a la pared, con los brazos extendidos, parecía estar riéndose burlonamente, dispuesto a morder.
—Es un paragüero —dijo Maggie. Metió su bastón en el círculo de los brazos del mono, luego volvió a sacarlo.
—Ahora les mostraré la escena del primer ataque. Por aquí, por el recibidor.
Sandy cogió la mano de Donna. Miró nerviosamente a su madre cuando entraron en una habitación a la izquierda del vestíbulo.
—Cuando vine a esta casa, allá en el treinta y uno, estaba exactamente igual como la dejó Lilly Thorn la noche del ataque de la bestia, veintiocho años antes. Nadie había vivido en la casa desde entonces. Nadie se había atrevido a ello.
—¿Y por qué usted se atrevió? — preguntó el regordete muchacho crítico.
—Mi esposo y yo fuimos pura y simplemente engañados. Se nos hizo creer que el pobre Gus Goucher fue quien hizo aquel horrible y sucio trabajo con los Thorn. Nadie nos dijo nada acerca de la bestia.
Donna miró al hombre del café. Estaba de pie ante ella, cerca de su amigo del pelo blanco. Donna alzó la mano.
—¿Señora Kutch?
—¿Sí?
—¿Se sabe definitivamente, ahora, que Gus Goucher era inocente?
—No sé lo inocente que era.
Algunos de los reunidos se echaron a reír. El hombre dirigió su mirada hacia ella. Donna intentó evitarla.
—Puede que fuera un camorrista y un ladrón y un mal bicho. Seguramente también era un estúpido. Pero todo el mundo en Malcasa Point supo, al minuto siguiente de echarle el ojo al pobre hombre, que él no había atacado a los Thorn.
—¿Cómo podían estar seguros?
—No tenía garras, querida.
Unos cuantos del grupo rieron entre dientes. El chico regordete arqueó una ceja en dirección a Donna y se volvió despectivamente. El hombre del café seguía mirándola. Sus ojos se encontraron. La sujetaron, la penetraron, derramaron un fluido cálido en sus entrañas. Sostuvo la mirada durante largo rato. Finalmente, con un estremecimiento, Donna intentó recuperar su compostura. Consiguió por fin volver su atención a la visita.
—... a través de una ventana de la cocina. Basta con que rodeen ese biombo que hay ahí.
Mientras avanzaban hacia la otra parte de un biombo de cartón piedra con tres paneles que aislaba un rincón de la estancia, alguien gritó. Varios componentes del grupo jadearon, impresionados. Otros murmuraron algo inconcreto. Algunos hicieron gestos de repugnancia. Donna siguió a su hija al otro lado del biombo, captó la visión de una ensangrentada mano tensa en el suelo, y tropezó con Sandy cuando ésta se echó hacia atrás.
Maggie soltó una risita ante la reacción del grupo.
Donna condujo a Sandy rodeando el extremo del biombo. Tendida en el suelo, con una pierna alzada contra el polvoriento acolchado de un diván, había el cuerpo de una mujer. Sus brillantes ojos miraban fijamente hacia arriba. Su ensangrentado rostro estaba retorcido en una mueca de terror y agonía. Jirones de su bata de lino manchada de sangre rodeaban su cuerpo, apenas cubriendo sus pechos y su pubis.
—La bestia desgarró el biombo —dijo Maggie— y saltó por encima del respaldo del diván, tomando a Ethel Hughes por sorpresa mientras estaba leyendo el Saturday Evening Post. Este es el ejemplar auténtico que estaba leyendo cuando ocurrió todo. — Maggie tendió el bastón por encima del cuerpo y señaló al periódico—. Todo está tal cual estaba aquella horrible noche. — Sonrió satisfecha—. Excepto el cuerpo, por supuesto. Esta réplica fue creada en cera por Monsieur Claude Dubois, a petición mía, el año 1936. Garantizo que cada detalle es auténtico, hasta las más pequeñas señales de mordeduras en el cuello. Utilizamos las fotos del depósito de cadáveres.
»Por supuesto, estos son los restos de la bata que Ethel llevaba realmente aquella noche. Esas manchas oscuras pertenecen a su auténtica sangre.
—¿Hubo agresión sexual? — preguntó el hombre del pelo blanco con una voz tensa.
Los agradables ojos de Maggie se endurecieron, clavándose en él.
—No —dijo.
—Eso no es lo que tengo oído.
—No puedo hacerme responsable de lo que usted haya oído, señor. Únicamente sé lo que sé, y sé más sobre la bestia de esta casa que cualquier otra persona, viva o muerta. La bestia de esta casa jamás ha abusado carnalmente de sus víctimas.
—Entonces pido disculpas —dijo el hombre, con voz fría.
—Cuando la bestia hubo terminado con Ethel, devastó todo este recibidor. Golpeó este busto de alabastro de César, derribándolo de su pedestal y rompiéndole la nariz. — La nariz estaba colocada en el sobre del pedestal, junto al busto—. Arrojó media docena de figurillas a la chimenea. Volcó las sillas. Esa delicada mesilla de palisandro fue arrojada a través de la ventana. El estrépito, por supuesto, despertó a todo el resto de la casa. La habitación de Lilly está precisamente encima de ésta —Maggie apuntó al alto techo con su bastón—. La bestia la debió de oír moverse arriba. Se dirigió a las escaleras.
Silenciosamente, condujo al grupo fuera del recibidor y subiendo una amplia escalera hacia el primer piso. Giraron a la izquierda. Maggie cruzó una puerta lateral y penetraron todos en un dormitorio.
—Ahora nos hallamos encima del recibidor. Aquí es donde estaba durmiendo Lilly Thorn la noche del ataque de la bestia. — Una figura de cera, vestida con una bata de encaje rosa, estaba sentada envaradamente, mirando asustada por encima del ornamentado pie de latón de la cama—. Cuando la conmoción despertó a Lilly, arrastró el tocador desde ahí —apuntó con su bastón a la pesada mesa y espejo de palisandro junto a la ventana— hasta ahí, formando una barricada ante la puerta. Luego escapó a través de la ventana. Saltó al techo del mirador de abajo, y desde allí al suelo.
»Siempre me ha sorprendido que no intentara salvar a sus hijos.
Siguieron a Maggie fuera del dormitorio.
—Cuando la bestia comprobó que no podía entrar en su habitación, regresó al pasillo siguiendo ese camino.
Pasaron junto a las escaleras. Frente a ellos, cuatro sillones Brentwood bloqueaban el centro del pasillo. Una cuerda iba de uno a otro sillón, cerrando el espacio central. Los componentes del grupo pasaron entre una de las cuerdas y la pared.
—Aquí es donde pondremos nuestro último escenario. Las figuras ya están encargadas, pero no creemos poder exhibirlas antes de la primavera próxima.
—Qué lastima —dijo el hombre con los dos niños a su mujer, en un tono sarcástico.
Maggie entró por una puerta a la derecha.
—La bestia encontró esta puerta abierta—dijo.
Las ventanas de la habitación se abrían a la boscosa colina de la parte de atrás de la casa. Las dos camas de latón que ocupaban la estancia eran muy parecidas a la de la habitación de Lilly, pero sus ropas estaban muy revueltas. Un caballo balancín con la pintura deslustrada les miraba desde un rincón, junto al lavamanos.
—Earl tenía diez años —dijo Maggie—. Su hermano, Sam, ocho.
Sus cuerpos de cera, retorcidos y llenos de mordeduras, estaban tendidos boca abajo entre las dos camas. Ambos llevaban los restos de rasgadas camisas de noche que ocultaban muy poco excepto sus nalgas.
—Vamonos —dijo el hombre con los dos niños—. Esta es la más burda y desagradable excusa para el voyeurismo que me he encontrado en mi vida.
Su esposa dirigió una sonrisa a Maggie, como disculpándose.
—¡Doce dólares por esto! — escupió el hombre—. ¡Buen Dios!
Su esposa e hijos le siguieron fuera de la habitación.
Una emperifollada mujer con una blusa blanca y unos shorts sujetó a su hijo de diez años por el codo.
—Nosotros también nos vamos.
—¡Mamá!
—No discutas. ¡Ya hemos visto demasiado!
—¡No quiero irme!
Ella lo arrastró hacia la puerta.
Cuando se hubieron ido, Maggie rió suavemente.
—Se han marchado antes de llegar a lo mejor—dijo.
Una risa nerviosa recorrió a los restantes miembros del grupo.
2
—Vivimos dieciséis noches en esta casa antes de que atacara la bestia. — Les condujo a través del pasillo, más allá de los sillones y de la escalera—. Mi esposo, Joseph, sentía aversión hacia las habitaciones donde se produjeron los asesinatos. Fue en parte debido a eso que las dejamos tal cual estaban y nos instalamos en otra parte. Cynthia y Diana eran tan melindrosas que no hubieran podido dormir en la habitación de los chicos ni un solo minuto.
Condujo al grupo a través de una puerta a la derecha, al otro lado de la habitación de Lilly. Donna escrutó el suelo en busca de cuerpos de cera, pero no encontró ninguno, aunque un biombo de cartón piedra de cuatro cuerpos bloqueaba una ventana y una de las esquinas.
—Joseph y yo dormíamos aquí. La noche era el 7 de mayo de 1931. Hace más de cuarenta años desde entonces, pero su recuerdo aún arde en mi memoria. Había llovido mucho aquel día. Paró un poco al anochecer. Teníamos las ventanas abiertas. Podía oír la llovizna fuera. Las niñas estaban profundamente dormidas al extremo del pasillo, y el bebé, Theodore, estaba bien abrigado en su otro cuarto.
»Me quedé dormida, sintiéndome segura y tranquila. Pero bastante después de medianoche fui despertada por un fuerte ruido de cristales rotos. El sonido llegaba de abajo. Joseph, que también lo había oído, se levantó silenciosamente y buscó a tientas en el tocador. Siempre guardaba su pistola ahí. — Abriendo el cajón superior, sacó un Colt 45 de reglamento, automático—. Esta pistola. Hizo un terrible sonido cuando la montó. — Colocándose el bastón bajo un brazo, sujetó el negro cerrojo y lo deslizó hacia atrás y hacia adelante con un chasqueante sonido metálico. Su dedo alzó suavemente el percutor. Devolvió la pistola a su cajón.
»Joseph tomó la pistola con él y abandonó la habitación. Cuando oí sus pasos en las escaleras, yo también salté de la cama. Tan silenciosamente como me fue posible, salí al pasillo. Tenía que ir junto a mis hijos, comprendan.
El grupo la siguió al pasillo.
—Yo estaba exactamente ahí, junto a las escaleras, cuando oí disparos abajo. Oí a Joseph gritar como nunca lo había oído gritar antes. Luego oí sonidos de lucha, después unos pasos rápidos. Me quedé inmóvil ahí, helada por el terror, escuchando los pasos que subían las escaleras. Deseé echar a correr, tomar a mis hijos y ponerlos a salvo, pero el miedo me mantenía inmovilizada.
»De la oscuridad de abajo surgió la bestia. No pude ver su apariencia, excepto que caminaba erguida, como un hombre. Producía un sonido como una risa, y luego saltó sobre mí y me arrojó al suelo. Rasgó mi cuerpo con garras y dientes. Intenté luchar, pero por supuesto no era oponente para aquella cosa. Estaba preparándome para encomendarme al Señor cuando el pequeño Theodore se puso a llorar en su cuarto al final del pasillo. La bestia se apartó de mí y echó a correr hacia allí.
»Herida como estaba, corrí tras ella. Tenía que salvar a mi bebé.
El grupo la siguió hasta el final del pasillo. Maggie se detuvo frente a una puerta cerrada.
—Esta puerta estaba abierta —dijo, y la golpeó con su bastón—. A la luz procedente de las ventanas vi a la pálida bestia arrancar a mi niño de la cuna y caer sobre él. Supe que el pequeño Theodore estaba más allá de todas mis posibilidades de ayuda.
»Estaba contemplando la espantosa escena, llena de horror, cuando una mano tiró de mi camisón. Encontré a Cynthia y a Diana detrás mío, hechas un mar de lágrimas. Tomé a las dos de la mano, y las conduje silenciosamente alejándome de aquella habitación.
Llevó de nuevo al grupo más allá de la zona de los sillones acordonados.
—Estábamos precisamente aquí cuando la gruñente bestia salió de la habitación del bebé. Esta era la puerta más cercana. — La abrió, mostrando una escalera estrecha y empinada con una puerta en la parte superior—. Nos metimos dentro, y conseguí cerrar la puerta tan sólo unos segundos antes de que la bestia llegara a ella. Las tres corrimos escaleras arriba tan rápido como nos permitían nuestras piernas, tropezando y sollozando en la oscuridad. Arriba, cruzamos aquella otra puerta. La cerré y la aseguré detrás nuestro. Luego nos sentamos en la húmeda oscuridad del desván, aguardando.
«Oírnos a la bestia subir las escaleras. Emitía unos sonidos sibilantes, como una risa malévola. Olisqueó la puerta. Y luego, de algún modo, con una brusquedad y una rapidez tales que ni siquiera pudimos movernos, la puerta se abrió de golpe y la bestia saltó entre nosotras. En unos segundos mató a Cynthia y a Diana. Luego saltó sobre mí. Me clavó al suelo con sus garras, y aguardé a que desgarrara mi vida como había hecho con las de mis hijas. Pero no lo hizo. Simplemente se mantuvo quieta encima mío, echándome su aliento fétido sobre mi rostro. Luego se marchó. Echó a correr escaleras abajo y desapareció. Nunca he vuelto a ver a la bestia desde aquella noche. Pero otros sí la han visto.
3
—¿Por qué no la mató? — preguntó la chica con el rostro lleno de acné.
—Esto es algo que me he preguntado muy a menudo. Aunque sé que nunca lo sabré, al menos de este lado de la tumba, a veces pienso que la bestia me permitió vivir «para informar correctamente de su causa a los insatisfechos», como el agonizante Hamlet le pidió a Horacio que hiciera. Quizá no deseaba que otro Gus Goucher fuera colgado por sus crímenes.
—Me parece —dijo el hombre del pelo blanco— que le da usted mucho crédito a esa bestia.
—Veamos el ático —dijo el crítico muchacho rechoncho.
—No enseño el ático. Lo mantengo cerrado con llave... siempre.
—El cuarto de Theodore, entonces.
—Tampoco lo enseño nunca.
—¿No tiene usted más muñecos?
—No hay figuras de cera de mi familia —dijo la mujer.
Enarcando las cejas, el muchacho observó al grupo como buscando a otros que compartieran su desdén hacia la selectiva presentación de la historia que hacía la mujer.
—Bien, ¿qué hay acerca de esos otros dos tipos? No eran de su familia.
—Los dos tipos a los que se refiere este joven eran Tom Bagley y Larry Maywood. — Cerró la puerta de la escalera al desván y condujo de nuevo al grupo por el pasillo hasta su dormitorio—. Tom y Larry tenían doce años. Los conocía muy bien a los dos. Habían acudido a varias visitas, y probablemente conocían más acerca de la Casa de la Bestia que nadie.
»Sólo Dios sabe por qué cometieron la insensatez de venir aquí de noche. No eran unos ignorantes como los Ziegler: sabían muy bien lo que podían esperar. Pero vinieron forzando una ventana. Eso ocurrió en el 51.
»Estuvieron mucho rato en la casa, yendo de un lado para otro. Intentaron abrir la cerradura del cuarto de Theodore y la del ático, pero no lo consiguieron. Estaban husmeando por esta habitación cuando se presentó la bestia.
»Abatió al pequeño Tom Bagley, y Larry Maywood se tiró por la ventana.
Maggie apartó a un lado el biombo de cartón piedra que bloqueaba la ventana y una parte de la habitación frente a ellos. Varios componentes del grupo retrocedieron. La muchacha del acné se apartó bruscamente, llevándose una mano a la boca.
—¡Dios mío! — murmuró una mujer, su voz rezumando desagrado.
La figura de cera de Larry Maywood, intentando alcanzar la ventana, estaba mirando hacia atrás, hacia el mismo mutilado cuerpo que los demás espectadores en la habitación. Las ropas del cuerpo tendido estaban hechas jirones, dejándole desnudo excepto su trasero. La piel de su espalda estaba profundamente marcada. Su cabeza, separada del tronco, yacía a unos quince centímetros de su cuello reducido a una pulpa sanguinolenta, mirando hacia arriba, los ojos abiertos, la boca retorcida en un espantoso rictus.
—Dejando a su amigo a merced de la bestia, Larry Maywood saltó por...
—¡Yo soy Larry Maywood! — gritó el hombre del pelo blanco—. ¡Y usted está mintiendo! ¡Tommy estaba muerto! ¡Estaba muerto antes de que yo saltara! ¡Vi como la bestia le arrancaba la cabeza! ¡No soy un cobarde! ¡No lo dejé aquí para que muriera!
Sandy apretó fuertemente la mano de Donna.
Uno de los niños se echó a llorar.
—¡Esto es una difamación! ¡Una completa y absoluta difamación!
Dando media vuelta, el hombre salió de la habitación. Su amigo del café le siguió.
—Ya he visto suficiente —susurró Donna.
—Yo también.
—Aquí termina nuestra visita esta mañana, señoras y caballeros. — Maggie abandonó la habitación, seguida por el grupo—. Disponen ustedes de una tienda de souvenirs en la planta baja, donde pueden comprar un libro ilustrado con la historia de la Casa de la Bestia. También pueden comprar diapositivas en color de la casa, incluidas las escenas de los asesinatos. Tenemos camisetas de la Casa de la Bestia, pegatinas, y todo tipo de recuerdos de calidad. La escenificación del asesinato de los Ziegler estará lista la próxima primavera. No se la pierdan.
7
1
—¡Imagine el descaro de esa bruja, sugiriendo que yo eché a correr abandonando a Tommy para salvar mi propia piel! ¡Ese miserable saco de mentiras, esa abominación! ¡Emprenderé acciones legales contra ella!
—Hubiera preferido que no revelara usted su identidad.
—Sí, lo siento. — Agitó la cabeza, frunciendo disgustado el ceño—. Pero realmente, Judge, usted oyó lo que dijo de mí.
—Lo oí.
—¡La asquerosa y sucia...!
—Disculpen —dijo una voz de mujer tras ella.
—Oh, Dios —murmuró Larry.
Se volvieron hacia la mujer que avanzaba hacia ellos por la acera, llevando a remolque a una niña rubia. Jud las reconoció a las dos.
—Será mejor que corramos al coche —susurró Larry.
—No creo que sea necesario.
—¡Judge, por favor! Sin duda se trata de una periodista o de algún otro tipo de desagradable fisgona.
—A mí me parece más bien agradable.
—¡Oh, por el amor de Dios! — Dio una patada contra el suelo—. ¡Por favor!
—Vaya usted al coche, yo me encargaré de ella. — Jud le tendió las llaves. Larry las tomó de un manotazo y caminó rápidamente para mantener su distancia con respecto a la mujer—. Discúlpele, siente un saludable terror hacia la prensa —le dijo a ella.
—No soy periodista —dijo la mujer.
—No he creído que lo fuera.
Ella sonrió.
—Pero si no es usted periodista, ¿por qué nos sigue?
—Tenía miedo de que se fueran.
—¿Oh?
—Sí. — Inclinando la cabeza hacia un lado, se alzó de hombros—. Soy Donna Hayes. — Tendió su mano. Jud la estrechó ligeramente—. Y esta es mi hija, Sandy.
—Me llamo Jud Rucker —dijo él, sujetando aún la mano de ella—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Nos vimos en el desayuno.
—Yo no lo vi —dijo Sandy.
—Bueno, yo sí.
Jud frunció el ceño, disfrutando de la situación y sujetando aún la mano de ella.
—Oh, sí —dijo finalmente—. Estaba usted en una mesa detrás mío, ¿no?
Donna asintió.
—También estábamos en la visita.
—Exacto. ¿Les gustó?
—La encontré horrible.
—A mí me gustó —dijo la niña—. Era todo tan macabro.
—Era macabro, de acuerdo.
Volvió sus ojos hacia Donna y se inmovilizó, aguardando.
—Totalmente —dijo ella. Inspiró profundamente. Pese a su sonrisa, parecía preocupada.
—¿Qué opina de esa loca antes de la visita? — le preguntó Sandy al hombre.
La preocupación desapareció bruscamente del rostro de Donna. Con una voz llena de sinceridad, dijo:
—Es por eso por lo que deseaba verle, por lo que..., bueno, le seguí de esa forma. — Sonrió tímidamente—. Deseaba decirle lo alentador que fue la forma en que salió usted en defensa de aquella mujer. La forma en que la ayudó. Fue algo digno de pensar en ello.
—Gracias.
—Hubiera debido darle usted a ese gallito una buena tunda —le dijo Sandy.
—Eso hubiera traído muchos problemas.
—Hubiera debido hacerle entrar en razón a puñetazos.
—Entró en razón por sí mismo.
—Sandy tiene un gusto especial hacia la violencia —dijo Donna.
—Bien —dijo Jud. Dejó que la palabra colgara entre ellos como un punto y aparte, finalizando aquella parte de la conversación.
—Bien —hizo eco Donna. Aunque mantuvo su sonrisa, Jud se dio cuenta de que empezaba a deshincharse—. Sólo deseaba que supiera... lo mucho que admiraba la forma en que ayudó a la mujer.
—Gracias. Estoy encantado de haberlas conocido.
—Yo también a usted —dijo Sandy.
Donna empezó a retirar su mano, pero Jud afirmó su presa.
—¿Tiene tiempo para un Bloody Mary? — preguntó.
—Bueno...
—Sandy —dijo el hombre—, ¿qué te parece una Coca—Cola o una gaseosa?
—¡Estupendo!
—¿Qué le parece a usted? — le preguntó a Donna.
—Bueno, ¿por qué no?
—Creo que el Welcome Inn tendrá lo que necesitamos. ¿Van ustedes a pie?
—Llevamos a pie toda la mañana —dijo Donna.
—En ese caso, yo personalmente las llevaré hasta la puerta. — Caminó junto a ellas hasta su Chrysler, y lo encontró cerrado. Larry le sonrió desde dentro, rebosante de satisfacción. Jud hizo un gesto de que bajara la ventanilla. Con un zumbido, la ventanilla del lado del pasajero se abrió.
—¿Sí? — dijo Larry inocentemente.
—Son amigos.
—Quizá de usted.
Jud se volvió hacia Donna.
—Convénzale.
Ella se inclinó junto al coche. Con los ojos a la misma altura que los de él, dijo:
—Me llamo Donna Hayes.
Tendió una mano a través de la ventanilla. Larry aceptó la mano y la estrechó brevemente, esbozando una sonrisa que pareció tensar su rostro.
—Admítalo—dijo—. Es usted periodista.
—Soy una agente de la TWA encargada del servicio a los pasajeros.
—No lo es.
—Lo soy.
—Lo es —dijo Sandy.
—¿Quién te ha preguntado nada? — restalló el hombre.
Sandy se echó a reír.
—¿Quién es? — preguntó él.
—Es Sandy, mi hija.
—Hija, ¿eh? ¿Cuándo se casó usted?
—No estoy casada.
—¡Aja! ¡Una feminista!
Sandy volvió la cabeza hacia un lado, riendo incontroladamente.
—¿No le gustan a usted las feministas? — le preguntó Donna.
—Sólo con salsa bearnesa —dijo el hombre.
Cuando Donna se echó a reír también, las comisuras de los labios de Larry empezaron a temblar con disimulada hilaridad.
—Supongo... —Tragó saliva—. Supongo que voy a verme relegado al asiento de atrás con la Pequeña Señorita Sonrisas.
Abrió la portezuela y salió.
Donna entró en el coche. Se arrimó a un lado de su asiento.
—La señorita Sonrisas puede arreglárselas ella sola en el asiento de atrás.
—¡Una dama! ¡He encontrado a una dama!
Larry entró junto a ella. Donna abrió el seguro de la puerta del conductor para Jud, mientras Larry se inclinaba hacia atrás para soltar el seguro de la puerta trasera.
—¿Adonde vamos? — preguntó Larry, palmeándose los muslos.
—Al Welcome Inn —dijo Jud—. A beber algo y a comer.
—Maravilloso. Una fiesta. Me encantan las fiestas. — Miró por encima de su hombro—. ¿Te gustan las fiestas, Señorita Sonrisas?
—Las encuentro encantadoras —respondió Sandy, y se sumió en un nuevo estallido de histeria.
Cuando pasaban junto a la estación Chevron, Sandy gritó:
—¡Ahí está nuestro coche!
—¿Se les ha averiado? — preguntó Larry.
—Tuvimos un pequeño accidente ayer por la noche —dijo Donna.
—Nada serio, espero.
—Sólo morados y arañazos.
—¿Quiere que paremos? — preguntó Jud.
—¿Le importa?
Condujo hasta la estación. Larry salió para dejar pasar a Donna. Luego volvió a entrar y cerró la portezuela.
—Supongo que no le resulta muy difícil a una mujer destrozar un coche —dijo Larry, mirando a la niña—. ¿Cómo lo consiguió tu madre?
Jud no escuchó la respuesta de la niña. Toda su atención estaba centrada en Donna: en la forma en que el sol se reflejaba en su mata de cabello castaño, en la curva de su espalda, y en cómo las redondeces gemelas de sus nalgas se marcaban bajo sus pantalones de pana mientras andaba. Frente a la oficina, se encontró con un hombre que llevaba un mono y una sonrisa. Hablaron. Donna apoyó el peso de su cuerpo sobre el pie izquierdo y metió una mano en el bolsillo trasero de su pantalón. Asintió con la cabeza. Con un gracioso giro de sus talones, siguió al hombre hasta su coche; él abrió el capó y agitó la cabeza.
Jud observó cómo su pelo caía hacia un lado de su rostro mientras ella se inclinaba para mirar bajo el capó. Volvió a enderezarse, hablando.
—O—oh —oyó decir a Sandy.
El hombre cerró el capó con un golpe seco.
Donna habló un poco más con él, y luego asintió mientras él hablaba a su vez. Se metió ambas manos en los bolsillos traseros, y volvió a apoyar el peso de su cuerpo sobre su pie izquierdo. Luego giró en redondo. Caminó a largas zancadas hacia el coche de Jud, se alzó de hombros, hizo una mueca exasperada, y sonrió.
Larry salió para dejarla entrar.
—Bien —le dijo ella a Jud—, aún está entre los vivos. Pero han de esperar a que Santa Rosa envíe un radiador nuevo.
—Eso requerirá un par de días, ¿no?
—El hombre ha dicho que quizá pueda estar listo mañana.
—¿Mañana? — Sandy pareció preocupada.
—No hay forma de arreglarlo de otro modo, cariño.
—¿Necesita estar en algún otro lugar? — preguntó Jud, mientras conducía de nuevo hacia la carretera.
—No, no necesariamente. Dos días en este pueblo es simplemente dos días más de los que habíamos planeado quedarnos, pero eso es todo.
—Yo he pasado doce años en este maravilloso iceberg —dijo Larry—. Se quedará sorprendida ante la variedad de actividades que se le ofrecen.
—¿Qué tipo de cosas? — preguntó Sandy.
—El deporte más popular, con gran ventaja sobre todos los demás, es sentarse en la esquina de Front y División y observar como cambia el semáforo.
—Oh, vaya.
—¿Tienen algún lugar donde quedarse? — preguntó Jud.
Donna asintió.
—Tenemos una habitación en el Welcome Inn.
—¡Vaya, qué agradable coincidencia! — proclamó Larry—. ¡Allí estamos también nosotros! ¿Jugamos todos al bridge?
—Yo nunca toco las cartas —dijo Jud.
—¡No fanfarronee!
—Además, ya tenemos hechos planes para esta noche.
—Oh.
—Tenemos que ocuparnos de algunos asuntos —le dijo a Donna.
—¿Están aquí para un solo día? — preguntó ella.
—Puede que nos quedemos unos cuantos días. Es difícil de decir, en este momento. Depende de como vayan las cosas.
—¿A qué tipo de negocios se dedican?
—Nos dedicamos a... —De repente se dio cuenta de que no deseaba mentir. No a aquella mujer. Habría que mantener las apariencias, pero con una cierta dignidad—. Bueno, será mejor dejarlo —dijo.
—Oh, bien. Lamento haber preguntado.
—No, no quería...
—Yo le diré cuál es nuestro negocio.
—¡Larry!
—Vamos a...
—¡No!
—Matar a la bestia.
—¿Qué? — dijo Donna.
—¡Huau! — exclamó Sandy.
—La bestia. El monstruo de la Casa de la Bestia. ¡Judgement Rucker y yo hemos venido a terminar con él!
—¿Es eso cierto? — preguntó Donna, volviéndose hacia Jud.
—¿Cree usted que existe realmente una bestia? — preguntó él.
—Supongo que algo mató a toda esa gente.
—O alguien —dijo Jud.
—El asesino de Tom Bagley no era humano —insistió Larry.
—¿Qué era? — preguntó Sandy.
—Te mostraremos su cadáver —dijo Larry—, y tú misma podrás decidir.
—¿Qué es un cadáver?
—Un muerto, cariño.
—Oh, vaya.
—Lo que planeamos hacer es descubrir qué o quién mató a la gente en esa casa —dijo Jud—. Luego nos enfrentaremos a ello. — Le sonrió a Donna—. Apuesto a que no se había dado cuenta usted de que viajaba en el mismo coche con un par de lunáticos. ¿Sigue deseando un Bloody Mary?
—Ahora creo que necesito dos.
2
—Discúlpeme —dijo Donna. Echó su silla hacia atrás—. Si llegan las bebidas antes de mi vuelta, no me esperen.
—Yo también voy —dijo la niña.
Jud las contempló cruzar el repleto comedor. Luego se inclinó hacia Larry. En voz baja dijo:
—La ha armado usted buena hace un momento. Si alguna otra persona se entera de lo que estamos haciendo en este pueblo, todo habrá terminado en lo que a mí respecta. Cobraré mi anticipo, conduciré de vuelta a San Francisco, y ese será el final de todo.
—Oh, vamos, Judge. ¿Qué daño puede...?
—Sólo una persona más.
—Está bien, de acuerdo. Si usted lo quiere así.
—Lo quiero.
Nadie habló de la Casa de la Bestia durante el aperitivo o la comida. Cuando estaban terminando, Larry mencionó un sendero que conducía a una playa cruzando una estrecha garganta.
Después de comer, todos fueron a la oficina del motel y se registraron para otra noche. Luego los dos grupos se separaron, dándoles a Donna y a Sandy la oportunidad de ponerse sus trajes de baño. Jud se tendió en su cama, las piernas cruzadas, las manos entrelazadas bajo su cabeza. Se quedó dormido.
—¡Ya estamos! — anunció Larry, despertándole. El nervioso hombre se apartó de la ventana y se miró en el espejo del tocador—. ¿Qué aspecto tengo?
Jud miró la camisa estampada con flores rojas y los shorts blancos.
—¿Dónde está el jipijapa?
—No pude meterlo todo en la maleta en tan poco tiempo.
Abandonaron la cabina. Larry se adelantó para recibir a las dos mujeres, pero Jud se quedó un poco atrás para contemplar largamente a Donna. La mujer llevaba una blusa azul con las mangas arremangadas hasta el antebrazo. Bajo los colgantes faldones sus piernas eran esbeltas y morenas. No era visible ningún traje de baño.
—Espero que no vaya usted au naturel bajo esa blusa —dijo Larry.
—Tendrá que esperar y verlo.
—Oh, por favor, dénos un indicio. Sólo uno pequeñito.
—No.
—Oh, por favor.
Sandy se lanzó riendo hacia delante, y agitó su bolso de dril hacia Larry. Este se apartó, inclinándose. El bolso le golpeó la espalda.
—¡Enanito cruel! — gritó.
La niña volvió a agitar el bolso.
—Ya basta, cariño.
—Pero es retorcido—jadeó Sandy, riendo.
—¿Es siempre así? — preguntó Donna a Jud.
—No sé, lo conocí ayer por la noche.
—¿Es eso cierto?
—Judgement nunca miente —dijo Larry.
Se metieron en el Chrysler de Jud, y Larry fue dando las indicaciones necesarias, que los llevaron Front Street abajo, pasada la estación Chevron y el Sarah's Diner, y dos manzanas más de casas. La Casa de la Bestia surgió al frente, a la izquierda. Las voces y las risas se detuvieron bruscamente, pero nadie mencionó la casa.
Larry rompió el silencio.
—Tuerza a la derecha en ese camino de tierra.
Jud giró.
—¿Es aquí donde vive la madre de Axel? — preguntó Sandy, señalando hacia la casa de ladrillo.
—Ese es el lugar —dijo Donna.
Jud miró hacia la casa de ladrillo a su izquierda y vio que no tenía ventanas.
—Es extraño —murmuró.
—Lo es —dijo Larry—. ¿Cómo conoce usted a Axel? — preguntó a Donna.
—Nos trajo hasta el pueblo ayer por la noche.
—Es un tipo extraño.
—Es retrasado —explicó Sandy.
—¿Quién no lo sería, con una madre como Maggie Kutch?
—¿Qué? — preguntó Sandy.
—La madre de Axel es Maggie Kutch, la propietaria de la Casa de la Bestia, la guía de la visita.
—¿Ella?
—Exactamente.
—¿Volvió a casarse después de los asesinatos? — preguntó Donna.
—Gire a la derecha, Judge. No, pero recibía visitantes de tanto en tanto. En el pueblo se especula que el padre de Axel es Wick Hapson. Ha estado trabajando con Maggie desde el principio, y viven juntos.
—¿El hombre de la cabina de los tickets? — preguntó Donna.
—Aja.
—Una familia encantadora —dijo Jud—. Parecía como si la casa no tuviera ventanas.
—No las tiene.
—¿Por qué? — preguntó Sandy.
—Así la bestia no podrá entrar, por supuesto.
—Oh. — La voz de la niña sonó como si lamentara haber preguntado.
El sendero de tierra se hizo más amplio y terminó.
—¡ Ah, ya estamos! Aparque donde quiera, Judge.
Jud hizo dar media vuelta al coche para la vuelta, y lo aparcó en un lado del camino.
—Van a adorar esta playa, se lo aseguro —dijo Larry, saliendo.
Antes de abrir su portezuela, Jud observó a Donna. Como había supuesto, llevaba un traje de baño bajo la blusa: la parte inferior de uno, al menos. Su tela azul le lanzó un reflejo cuando ella se inclinó para salir.
Se reunió con los demás junto al coche. El viento era suave, cortando el calor como un frío spray.
—¿Partimos? — preguntó Larry a Donna.
—¿Partimos? — preguntó ésta a Jud.
—Yo estoy listo. ¿Estás lista, Sandy?
—Son todos ustedes unos retorcidos.
Echaron a andar en fila india, siguiendo un estrecho sendero que se curvaba hacia abajo entre dos arenosas colinas. Jud se inclinó contra el viento. Azotaba sus oídos, llevándoselo todo menos las palabras más fuertes de Larry contando una experiencia de su niñez en la playa.
Tras un recodo del sendero, el océano apareció a la vista. Su agitado azul estaba festoneado por líneas de blanca espuma. Las olas golpeaban contra un promontorio rocoso. Justo en aquel lado del promontorio, las olas lamían suavemente una extensión de arena. Jud no pudo ver a nadie allí abajo.
—¡Ah, maravilloso! — gritó Larry, abriendo sus brazos y aspirando una profunda bocanada de aire—. ¡El último en llegar a la playa es un huevo podrido! — Echó a correr. Sandy lo persiguió de cerca.
Jud se volvió hacia Donna.
—¿No le apetece correr?
—No.
El viento arrojaba mechones de pelo contra su rostro. Jud los apartó. No podía apartar su mirada de los ojos de ella.
—Apuesto a que sé el porqué —dijo.
—¿Porqué?.
—Tiene miedo de que yo la gane.
—¿De veras?
Sus ojos mostraban una expresión divertida pero seria, como si no quisiera permitirse a sí misma que las bromas de él la distrajeran.
—De veras —dijo él.
—¿Se llama usted realmente Judgement?
—Realmente.
—Me gustaría que estuviéramos solos, Judgement.
Él puso sus manos sobre los hombros de ella y la atrajo hacia sí, sintiendo la presión de su cuerpo, el ligero contacto de las manos de ella contra su espalda, la suave y húmeda abertura de sus labios.
—Pero no estamos solos —dijo ella al cabo de un rato.
—Será mejor que lo dejemos, ¿eh?
—Mientras aún estamos a tiempo.
—Nunca he podido decir cuándo se está a tiempo —dijo Jud.
—Yo tampoco.
Cogidos de la mano, caminaron sendero abajo. Bajo ellos, Sandy estaba corriendo por la playa por delante de Larry. Chapoteó en el agua. Larry se detuvo al borde del agua y se dejó caer de rodillas. La niña le hizo señas con la mano para que acudiera junto a ella, pero el hombre agitó negativamente la cabeza.
—¡Vamos! — oyó Jud que decía ella, por entre el ruido del viento y de las olas.
Sandy dio unos saltos en el agua, se inclinó y salpicó a Larry.
—Será mejor que nos apresuremos antes de que mi encantadora hija vaya y lo arrastre —dijo Donna.
Mientras estaba diciendo esto, la niña corrió a la orilla y empezó a tirar de uno de los brazos de Larry.
—¡Déjalo solo, Sandy!
Larry, aún de rodillas, miró hacia ellos.
—Todo está bien, Donna —gritó—. Puedo manejarla.
Soltando su brazo, Sandy empezó a dar vueltas a su alrededor, y saltó a su espalda.
—¡Yupiii! — gritó.
El empezó a agitarse y se retorció, arrastrándose por la arena sobre manos y rodillas y produciendo un ruido que al principio sonó como el relincho de un caballo. Luego se puso en pie. Sandy, aferrada fuertemente a su cuello, miró hacia atrás, a Donna y Jud. Aunque no dijo nada, su rostro mostraba miedo. Larry giraba en un círculo, tirando de los brazos de la niña, y de pronto Jud vio terror en sus desorbitados ojos. Sus relinchos eran en realidad roncos jadeos de pánico. Saltaba y se agitaba, intentando desesperadamente liberarse.
—¡Oh, Dios mío! — exclamó Donna, y echó a correr.
Jud corrió también hacia la niña, que ahora gritaba horrorizada.
—¡Larry, ya basta! — aulló.
El hombre no pareció oírle. Siguió saltando y agitándose, tirando frenéticamente de los brazos de la niña.
Entonces Sandy cayó hacia atrás, sus piernas aún sujetando la cintura de Larry pero sus brazos sueltos y agitándose. Una de sus pequeñas manos se aferró al cuello de la camisa de Larry. La camisa se deslizó por su espalda, y él gritó. Jud consiguió sujetar a la niña que caía, y tiró de ella para que se soltara.
Larry giró en redondo, mirándoles a todos con ojos alocados. Empezó a retroceder. Cayó. Apoyándose sobre un codo, siguió mirándoles. Lentamente, la expresión extraña desapareció de su rostro. Su jadeante respiración fue calmándose.
Jud dejó a Sandy en brazos de su madre y se dirigió hacia él.
—Ella no debería... haber saltado a mi espalda. — Su voz era un agudo gemido—. No a mi espalda.
—Ya ha pasado todo —dijo Jud.
—No a mi espalda.
Se dejó caer en la arena, cubriéndose los ojos con sus antebrazos, y lloró en silencio.
Jud se arrodilló a su lado.
—Ya ha pasado todo, Larry. Todo está bien.
—No todo está bien. Nunca volverá a estar bien. Nunca.
—Asustó terriblemente a la niña.
—Lo sééééé —dijo, alargando la palabra como un gemido de aflicción—. Lo siento. Quizá... si pido perdón.
—Eso ayudaría.
Sorbió sus lágrimas y se secó los ojos. Cuando se sentó, Jud vio las cicatrices. Se entrecruzaban en sus hombros y a lo largo de toda su espalda en un siniestro dibujo más blanco que su pálida piel.
—No son de la bestia, si es eso lo que piensa. Me las hice en mi caída. La bestia nunca llegó a tocarme. Nunca.
8
Roy se aseguró, una vez más, de que Joni estaba bien atada. Probablemente no importaba. Obviamente estaba en estado de shock. Pero Roy no deseaba dejar nada al azar.
En la sala de estar, se agachó y encendió la vela. Pateó el montón de periódicos para asegurarse, una vez más, de que tocaban bien la vela. Luego se encaminó a la cocina, pisando fuerte, sus pies arrugando los montones de periódicos y ropas que había esparcido por todo el piso.
Era probable que el fuego no destruyera todas las evidencias, pero ayudaría.
Se puso unas gafas de sol y una gorra Dodger que había pertenecido a Marv, y salió por la puerta de atrás. Cerrándola tras él, giró varias veces la mano en torno al pomo para borrar las huellas dactilares. Bajó tres peldaños hasta el patio, luego se apresuró hacia el sendero de la casa. Mirando hacia la calle, vio que una puerta cerraba el final del camino. Avanzó tranquilamente hacia ella, soltó la aldaba, y la abrió.
La casa contigua estaba muy próxima. Observó sus ventanas, pero no vio a nadie mirando al exterior.
Regresó sendero arriba hacia el garaje. Un garaje para dos coches, con dos puertas separadas por una viga de hierro. Alzó la puerta de la izquierda. Dentro había un Chevy rojo. Subió a él, miró los tres juegos de llaves que había tomado de la casa, e identificó fácilmente las del Chevrolet.
Puso en marcha el coche, e hizo marcha atrás para salir del garaje. Lo detuvo cerca de la puerta de la cocina. Luego salió y abrió el maletero. Sacó a Joni de la casa, la metió en el maletero, y cerró el capó.
El viaje hasta la casa de Karen le tomó menos de diez minutos. Había esperado reconocer la casa, pero no le pareció en absoluto familiar. Comprobó de nuevo la dirección. Luego recordó que ella y Bob se habían mudado poco antes del juicio. Aquella era la casa.
Aparcó frente a ella. Miró su reloj de pulsera... el reloj de pulsera de Marv... suyo ahora. Cerca de las dos y media.
El vecindario parecía muy tranquilo. Miró arriba y abajo del bloque mientras caminaba hacia la puerta delantera. Cuatro casas más allá, a la derecha, un jardinero japonés estaba recortando un seto. A la izquierda, a un césped de distancia, un solitario gato atigrado permanecía agazapado, acechando algo. Roy no se molestó en localizar su presa. Tenía ya su propia presa para él.
Sonriendo, tocó el timbre. Aguardó, y tocó de nuevo. Finalmente, decidió que no había nadie dentro.
Dio la vuelta por un lado de la casa, avanzó un par de pasos más allá de la esquina trasera, y se detuvo bruscamente.
Allí estaba. Quizá no Karen, pero sí una mujer tendida en una hamaca, escuchando la música de un transistor. La hamaca estaba orientada hacia el otro lado, de modo que su cabecera bloqueaba a Roy la vista de la mujer excepto sus esbeltas y bronceadas piernas, su brazo izquierdo y la parte superior dé su sombrero. Un sombrero blanco, como de marino.
Roy examinó el patio. Altos setos cerraban sus lados y su parte de atrás. Conveniente y discreto. Inclinándose, se subió la pernera de sus pantalones y sacó el cuchillo de su funda.
En silencio, se acercó hasta que pudo ver por encima de la cabecera de la hamaca. La mujer llevaba un bikini blanco, con los tirantes de la parte superior atados sobre los hombros. Su piel brillaba aceitosa. Sujetaba una revista doblada en su mano derecha, manteniéndola hacia un lado de modo que no arrojara sombra sobre su vientre.
La mano de la mujer sufrió un sobresalto y dejó caer la revista cuando Roy cubrió rápidamente su boca.
Apretó el filo de su cuchillo contra su garganta.
—No hagas ningún ruido, o te abro el cuello de parte a parte.
Ella intentó decir algo a través de su mano.
—Cállate. Voy a retirar mi mano, y tú vas a quedarte muda. ¿De acuerdo?
Ella asintió una sola vez con la cabeza.
Roy apartó la mano de su boca, retiró el sombrero de marino de su cabeza, y agarró su pelo castaño.
—Está bien, ponte en pie. — La ayudó tirando de su pelo. Cuando ella se hubo levantado, hizo girar su cabeza de un tirón. Su bronceado rostro era el de Karen, sí. Podría asegurarlo, incluso con las gafas de sol—. Ni una palabra —murmuró.
La condujo hacia la puerta de atrás.
—Ábrela —dijo.
Ella tiró de la puerta mosquitera. Entraron en la cocina. Parecía muy oscura después del soleado patio, pero Roy no podía utilizar ninguna mano para quitarse las gafas de sol.
—Necesito cuerda —dijo—. ¿Dónde la tienes?
—¿Quieres decir que puedo hablar?
—¿Dónde hay algo de cuerda?
—No tenemos.
Apretó un poco la hoja.
—Será mejor que tengas. Ahora, ¿dónde está?
—No ten... —jadeó cuando él dio un brusco tirón a su pelo—. Hay un poco con las cosas de camping, creo.
—Muéstramela. — Apartó el cuchillo de su garganta, pero lo mantuvo a un centímetro de distancia, con su muñeca apoyada en el hombro de ella—. Muévete.
Salieron de la cocina, y giraron a la izquierda por un pasillo. Pasaron puertas cerradas: armarios, probablemente. Más allá del cuarto de baño. Una puerta a la derecha. La habitación era un estudio con estanterías, un escritorio lleno de papeles, una mecedora.
—¿Hay niños? — preguntó Roy.
—No.
—Lástima.
Ella se detuvo ante una puerta junto a la mecedora.
—Ahí dentro —dijo.
—Abre.
Abrió la puerta. El armario contenía tan sólo equipo de camping: dos sacos de dormir tipo momia colgados de perchas, botas en el suelo, mochilas apoyadas contra la pared. Un bastón con puntera metálica colgaba de un gancho. A su lado había dos sombreros blandos de fieltro. Colchones de espuma amarillos, cuidadosamente enrollados, estaban puestos de pie al lado de las mochilas. En un estante había una larga bolsa roja, probablemente conteniendo una tienda de campaña. Había ropa colgada de perchas: ponchos para la lluvia, camisas de franela, incluso un par de Liederhosen de piel gris.
—¿Dónde está la cuerda?
—En las mochilas.
Soltó el pelo. Apartó el cuchillo de su garganta y apoyó la punta en su espalda.
—Búscala.
Ella se metió en el armario y se arrodilló. Echó hacia atrás la roja tapa de una de las mochilas. Tiró de la mochila hacia delante, metió la mano, y rebuscó en su interior. Su mano salió con un rollo de rígida cuerda nueva.
—¿Hay más? — La tomó de su mano y la arrojó hacia atrás.
—¿No es suficiente?
—Busca en la otra mochila.
Ella se volvió hacia la otra sin cerrar la primera. Mientras echaba hacia atrás su tapa, su brazo pareció agarrotarse.
—No lo hagas. — Roy deslizó la hoja a través del pelo de Karen hasta que su punta se detuvo contra su nuca. Ella contuvo el aliento. Manteniendo el cuchillo en su nuca, Roy se inclinó. Metió una mano por encima de su hombro y sacó un hacha de mano del interior de la mochila. Su mango era de madera. Una funda de cuero cubría su hoja. Tiró el hacha tras él. Resonó fuertemente al chocar contra el enmoquetado suelo.
—Está bien, ahora busca la otra cuerda.
Ella rebuscó en el interior de la mochila y sacó un rollo de cuerda muy parecido al primero, pero gris y blando por el uso.
—Arriba.
Se puso en pie.
Roy le hizo dar la vuelta para mirarla de frente.
—Las manos delante.
Le quitó la cuerda. Deslizó su cuchillo bajo su cinturón y ató juntas, fuertemente, las manos de la mujer. Se apartó de ella, desenrollando la cuerda. Luego recogió del suelo el hacha de mano y el otro rollo. Tirando de la cuerda, condujo a la mujer fuera del cuarto y al pasillo. Encontró el dormitorio principal al extremo del pasillo. La empujó dentro.
—Imagina lo que va a ocurrirte ahora —dijo.
—¿No soy demasiado vieja para ti?
Sonrió, recordando a Joni.
—Eres absolutamente demasiado vieja para mí —dijo.
La condujo cruzando la enmoquetada habitación hasta un armario. Abrió a medias su puerta, y empujó a Karen contra la pared. Con la puerta entre ellos, pasó la cuerda por encima de la puerta y tiró.
—¡Maldito seas! — murmuró ella.
—Cállate.
—¡Roy!
Tiró de la cuerda. La puerta le golpeó cuando Karen chocó contra el otro lado. Vio las puntas de sus dedos asomar sobre la parte superior. No había empuñadura en la parte de dentro de la puerta. ¡Mierda! Bajó la tensa cuerda hasta la parte inferior. Agachándose, la pasó por debajo de la puerta hasta la parte frontal. Alzó uno de los pies de Karen. Ella le lanzó una patada. Pinchó en la parte de atrás de su rodilla, haciéndole lanzar un grito. Luego subió la cuerda por entre sus piernas y la cruzó sobre su pierna derecha. La ató a la manija, cerca de su cadera.
Retrocedió y admiró su trabajo. Karen permanecía de pie apretada contra la puerta, los brazos tendidos hacia arriba. La cuerda aparecía por la parte inferior de la puerta, cerca del centro, y se torcía hacia la derecha, pasando por encima de su pierna hasta la manija.
—Ahora dime lo que quiero saber.
—¿Qué es?
—¿Dónde están Donna y Sandy?
—¿En su casa? — preguntó.
Pese a su situación, su voz conservaba un tono de sarcasmo.
Roy cortó uno de los tirantes del hombro de su bikini, luego el otro.
—No están allí, y tú lo sabes.
—¿No están?
Cortó el tirante de atrás. Metiendo una mano por el lado, tiró de la parte superior del bikini entre el cuerpo de la mujer y la puerta.
—Dime dónde están.
—Si no están en casa, no sé...
Cortó el lado izquierdo de la parte inferior de su bikini. Los bordes colgaron fláccidos. Ella juntó todo lo que pudo sus piernas para impedir que cayera.
—¿Cuándo viene tu marido a casa?
—Pronto.
—¿A qué hora? — tiró hacia abajo la parte inferior de su bikini.
—Quizás a las cuatro y media.
—Sólo son las tres. Eso nos deja mucho tiempo.
—No sé donde fueron.
—¿Oh? — Se echó a reír—. Puede que seas capaz de soportar mucho dolor. Me hará feliz el proporcionártelo. Pero déjame decirte algo: si quieres a ese marido tuyo, me dirás lo que quiero saber antes de que él llegue a casa. Cuando me digas dónde están, me iré. No te haré daño. No le haré daño a tu marido. Pero si aún estoy aquí cuando él llegue a casa, voy a mataros a los dos.
—No sé dónde está.
—Seguro que lo sabes.
—No lo sé.
—Bien, entonces va a ser una lástima para vosotros dos, ¿no crees?
Ella no dijo nada.
—¿Dónde han ido?
Agachándose, trazó con su cuchillo un signo de interrogación en la blanca carne de su nalga izquierda, y contempló cómo sangraba.
9
1
Desde su posición en Front Street, cerca de la esquina sur de la verja de hierro forjado, Jud observó a media docena de personas abandonar la Casa de la Bestia. La visita final del día había terminado. Miró su reloj de pulsera. Casi las cuatro.
Maggie Kutch abandonó la casa la última, y cerró la puerta. Bajó lentamente los peldaños del porche, apoyándose pesadamente en su bastón. El cansancio de guiar a los turistas se reflejaba claramente en la lentitud de su caminar.
En la caseta de los tickets, se unió a Wick Hapson. Terminaron de cerrar. Luego, tomando el brazo de ella, Wick caminó a su lado cruzando Front Street. Subieron lentamente el camino de tierra y finalmente desaparecieron en la casa sin ventanas.
Jud sacó un purito del bolsillo de su camisa. Le quitó el papel celofán, lo arrugó hasta formar una pequeña bola, y lo tiró al suelo del coche. Luego tomó una caja de fósforos del mismo bolsillo. Encendió el purito y aguardó.
A las cuatro y veinticinco, una vieja furgoneta salió marcha atrás del garaje situado al lado de la casa de los Kutch y descendió el sendero dejando tras ella una nube de polvo. Giró en Front Street y se encaminó hacia Jud. Este fingió estar estudiando un mapa de carreteras. La furgoneta disminuyó su marcha y cruzó la calle.
Alzando la vista del mapa, Jud vio a un hombre saltar al suelo y renquear hacia la verja. En la esquina había una amplia puerta, cerrada con una cadena y un candado. El bajo y robusto hombre abrió el candado, quitó la cadena, y empujó la puerta, abriéndola. Entró la furgoneta, luego volvió a cerrar la puerta.
Jud observó la furgoneta mientras subía por las roderas marcadas en el césped y aparcaba a un lado de la Casa de la Bestia. El conductor volvió a saltar al suelo. Abrió la puerta trasera de la furgoneta y saltó dentro. Inclinándose, deslizó una plancha que colocó formando rampa hasta el suelo. Luego sacó rodando una máquina cortacésped.
Tan pronto como el hombre puso en marcha la cortacésped, Jud hizo dar media vuelta a su coche. Condujo lentamente, estudiando el lado izquierdo de la carretera. A tres kilómetros al sur de Malcasa Point, encontró un cortafuegos que se adentraba en el bosque. No había nada cerca. No servía. Lo utilizó para dar media vuelta, y regresó al pueblo.
A un centenar de metros más atrás del lugar donde había estacionado para observar el frente de la casa, sacó completamente el coche de la carretera. Salió. No se veía nada excepto la curva de la carretera y las boscosas laderas. Permaneció de pie sin moverse durante algunos segundos, para asegurarse.
Oyó el lejano motor de la máquina cortacésped. Oyó el viento agitar las hojas muy por encima de su cabeza, y el sonido de incontables pájaros. Una mosca zumbó cerca de su rostro. La alejó agitando la mano y abrió el maletero de su coche.
Primero se puso la parka. Luego se ató un cinturón de tela en torno a la cintura debajo de su chaqueta, y se aseguró de que la tapa de la funda pistolera estuviera bien cerrada. Tomó una mochila y se la echó a los hombros. Tomó el estuche con su rifle. Luego cerró el maletero.
Su camino por entre el bosque carente de senderos le llevó ladera arriba de una colina, por encima de amontonamientos de rocas y árboles caídos, y finalmente a la luz del sol de un claro en la cima. Se secó el sudor que cubría sus ojos, que le escocían. Bebió agua tibia de su cantimplora. Luego empezó a bajar el lado izquierdo de la colina, buscando una prominencia rocosa que había observado aquella mañana a través de las ventanas de abajo de la Casa de la Bestia.
Finalmente vio las rocas frente a él. El camino resultó fácil, y no le costó nada trepar por la prominencia, saltando de una roca a la siguiente. Cuando miró desde arriba, una clara vista de la Casa de la Bestia se abrió bajo él.
El bajo y renqueante hombre, terminado aparentemente el césped delantero, estaba trasladándose ahora a la parte de atrás. Jud lo observó caminar lentamente por el césped, desaparecer detrás de un mirador maltratado por el tiempo, y volver a aparecer.
Iba a ser una larga espera.
Pero no pretendía pasarla así, acuclillado y observando por encima del borde de una roca. Demasiado incómodo. Retrocedió. Encontró una zona plana entre un par de pinos pequeños a unos cuantos metros de distancia de la cima. Allí dejó el estuche con su rifle. Se quitó la mochila de los hombros y la apoyó contra uno de los pinos. Luego se quitó la chaqueta. La brisa enfrió su sudada camisa. Se la quitó también, la utilizó para secarse el rostro, y la tendió sobre una roca para dejar que el sol la secara.
Luego abrió su mochila. Sacó el estuche de sus prismáticos, y un bocadillo de una bolsa de papel. Donna se lo había preparado poco antes aquella tarde.
Habían regresado al Welcome Inn tras la escena con Larry en la playa. Donna y Sandy se habían ido a quitarse sus trajes de baño, y Larry había desaparecido, probablemente a beber algo en el bar del motel. Luego Jud, acompañado por las dos mujeres, había ido a pie al pueblo. Compró ingredientes para bocadillos en una tienda de comestibles cerca del Sarah's Diner. De regreso a la cabina de Donna en el Inn, ella preparó los bocadillos. Cuatro. Cuando le preguntó dónde iba a pasar la noche, él le dijo solamente que estaría de regreso por la mañana.
Con los prismáticos y el bocadillo, buscó un lugar adecuado de observación. Agachado en la cima, lo descubrió: una zona plana a mitad de camino hacia abajo, protegida por un saliente rocoso.
Antes de bajar hasta allí, desenvolvió su bocadillo, un panecillo de pan integral con mahonesa, queso y salami. Comió, contemplando a través de la distancia la parte de atrás de la Casa de la Bestia.
El tipo seguía cortando el césped.
Jud lo observó a través de sus prismáticos Bushnell. La cabeza sin pelo del hombre brillaba de sudor. Pese al calor, llevaba una camiseta de chandal y guantes. Ocasionalmente se secaba el rostro con una manga.
Pobre bastardo.
Jud siguió mirando al sudoroso hombre, apreciando su propia comodidad: la sensación de la brisa en su piel desnuda, el olor a pino del aire, el sabor de su bocadillo, y la agradable y sólida sensación de que hoy había encontrado a una mujer que realmente le importaba.
Terminado el bocadillo, regresó a la zona plana donde había dejado su mochila y su rifle. Su camisa todavía estaba húmeda. La metió en la mochila, junto con sus prismáticos y su parka, y luego regresó a su punto de observación.
2
Después de que la furgoneta abandonara los terrenos de la Casa de la Bestia, nada se movió dentro del perímetro de la verja... nada dentro del área visible para Jud, al menos. Eso incluía toda la parte de atrás de la casa, y su lado sur.
Jud no estaba muy preocupado acerca del frente. En los asesinatos Thorn y Kutch, aparentemente los intrusos habían penetrado forzando las ventanas de atrás. Debían haber cruzado el césped desde el bosque detrás de la casa.
Si alguien entraba esta noche, Jud podría echarle una buena mirada.
Pero no le dispararía.
Eso debería esperar. Uno no le dispara a un tipo simplemente porque entre en una casa por la noche, o porque esté llevando un disfraz de mono. Hay que asegurarse antes.
Examinó la zona con sus prismáticos. Luego se comió otro bocadillo, ayudándolo a bajar con el agua de la cantimplora.
Cuando el sol estaba ya demasiado bajo como para mantener su calor, se puso la camisa. Ahora estaba seca, y ligeramente acartonada. Se la metió en la cintura bajo los téjanos.
Encendiendo otro purito, se reclinó contra la superficie rocosa casi vertical. El saliente protector de roca frente a él bloqueaba una parte de su vista. Toda la parte de atrás de la casa seguía siendo visible, sin embargo. Se conformaría con eso. De otro modo tendría que estar echado hacia delante o de cuclillas durante toda la noche.
Tras observar la casa durante una hora, dobló su parka y se sentó sobre ella. Su espesor no solamente acolchaba el duro suelo, sino que le proporcionaba una cierta altura extra, mejorando su visión.
Mientras observaba, pensó en un montón de cosas. Se concentró en lo que había aprendido de la bestia, buscando la explicación más plausible a su identidad. Siempre terminaba desembocando en el elemento tiempo: los primeros asesinatos en 1903, los más recientes en 1977. Evidentemente, eso parecía eliminar la posibilidad de que un mismo hombre hubiera realizado todos los asesinatos.
Sin embargo, no podía acabar de aceptar la idea de que el asesino era algún monstruo sin edad y provisto de garras. Pese a lo que Larry había dicho. Pese a las historias de Maggie Kutch.
¿Pese a las cicatrices en la espalda de Larry?
Un ser humano podía haber causado esas cicatrices. Si no con sus uñas, sí con las uñas de unas garras artificiales. Un ser humano vestido con la piel de un mono... o la piel de una bestia.
¿Pero y el elemento tiempo? Casi setenta y cinco años.
De acuerdo: varios seres humanos disfrazados de bestia.
De acuerdo: ¿quiénes, y por qué?
De pronto tuvo una teoría. Cuanto más rumiaba en ella, mejor parecía. Cuando empezaba a reflexionar acerca de la forma de reunir pruebas, sin embargo, se dio cuenta de que ya era oscuro.
Se arrastró rápidamente hasta el borde de piedra. La casa estaba a oscuras. Su césped era una extensión negra, vacía de detalles, como la superficie de un lago en una noche nubosa. Buscando en su mochila, Jud extrajo un estuche de piel. Abrió su cierre y sacó un Starlight Noctron IV. Llevándoselo a los ojos, hizo un rápido examen de la casa y el césped. A la fantasmal luz rojiza generada por su alcance infrarrojo, nada parecía fuera de lugar.
Cuando empezaron a dolerle las piernas a causa de su posición, se echó de nuevo hacia atrás. Bajó el Starlight lo suficiente como para ponerse la chaqueta. Luego se puso en pie, reclinándose contra la superficie rocosa, y continuó su vigilancia.
Si su teoría era correcta, no iba a ganar nada perdiendo una fría noche ahí arriba. No iba a ver a ninguna bestia.
Bueno, no haría ningún daño quedarse.
Deberíamos poner a alguien dentro de la casa. Un cebo.
¿Pero quién?
Yo, por supuesto.
Demasiado pronto en el juego para eso. Este es el momento de la vigilancia, de echar una buena mirada desde una distancia segura. Conocer la naturaleza del enemigo.
Aunque no consiga nada más, sabré que el enemigo no ha entrado esta noche en la casa por la parte de atrás.
El infrarrojos se estaba haciendo pesado en su mano. Lo dejó en el suelo, y sacó el último bocadillo de su mochila. Mientras lo comía, observó sin la ayuda de su sofisticado instrumento, y pudo ver muy poco excepto oscuridad. Terminó rápidamente el bocadillo y volvió a usar el infrarrojos.
Al cabo de un rato, se arrodilló y apoyó sus codos en el reborde de roca. Examinó el césped, los bordes del bosque, el mirador, incluso las ventanas de la casa, aunque sus cristales bloqueaban la mayor parte del calor que el infrarrojos podía captar.
Dejando el instrumento sobre la roca, rodeó su mochila y orinó en la oscuridad.
Regresó a su vigilancia. Registró los alrededores. Nada. Miró su reloj de pulsera. Apenas pasadas las diez y media. Se acomodó lo mejor que pudo, y observó durante casi una hora sin cambiar de posición.
Durante aquel tiempo, pensó en la bestia. Pensó en su teoría. Pensó en las otras noches que había pasado solo con un Starlight y un rifle. Pensó mucho en Donna.
Pensó en su aspecto aquella mañana, con sus pantalones de pana y su blusa, las manos metidas en los bolsillos de atrás. Se convirtieron en sus propias manos, apretando las cálidas y suaves curvas de su trasero. Luego vio sus manos desabrochando los botones de su blusa, abriéndola lentamente, tocando los pechos que nunca había visto pero que se imaginaba vividamente.
Su miembro se tensó duramente contra la parte delantera de sus pantalones.
Piensa en la bestia.
En su mente apareció el grueso rostro negro del Mariscal General De Campo y Emperador De Por Vida Eufrates D. Kenyata. Uno de sus grandes y redondos ojos desapareció cuando una bala lo arrancó de su sitio, llevándose al mismo tiempo toda la parte de atrás del cráneo del Emperador.
La Bestia de Kampala estaba muerta.
Y la erección de Jud también.
Los guardias... si hubieran conseguido atraparle. Pero no lo hicieron. Ni siquiera se le habían acercado. No más cerca de lo que él les permitió, al menos. Sin embargo, si hubieran conseguido atraparle...
¡Allí!
Justo a aquel lado de la verja.
Sujetó firmemente su infrarrojos. Aunque algo —probablemente un arbusto— bloqueaba porciones de la imagen formada por el calor, podía ver que la figura agazapada tenía la forma básica de un ser humano.
Permanecía tendida en el suelo. Empujaba algo hacia delante, aparentemente a través de una abertura bajo la verja. Luego la propia figura se deslizó bajo la verja. En el otro lado, recogió el objeto y se puso en pie sobre dos piernas. Miró a ambos lados, girándose.
De perfil, tenía pechos.
Corrió hacia la parte de atrás de la casa, subió unos peldaños, y desapareció en el porche.
Pasaron algunos segundos. Luego Jud oyó el rápido y débil chasquido de un cristal rompiéndose.
3
Cuando Jud alcanzó la verja, jadeando y resoplando tras su carrera colina abajo, no se molestó en buscar la abertura. Lanzó su linterna a través de los barrotes de la verja, saltó hacia arriba, y agarró con ambas manos el alto travesaño. Se izó. Con los brazos rígidos, pasó su cuerpo por encima del travesaño. Un grito ahogado llegó desde la casa. Su propio peso le hizo inclinarse demasiado hacia delante, y sintió la punta de una de las púas rozar su vientre. Se echó hacia atrás, y alzó hacia arriba su pierna izquierda, tanteando. Su pie encontró el travesaño. Dio una fuerte patada. Su pierna derecha pasó por encima de las púas. Cayó durante un largo tiempo. Cuando golpeó el suelo, dio una voltereta, se puso en pie, y recuperó su linterna. Luego echó a correr hacia la parte de atrás de la casa.
Mientras subía a toda velocidad los peldaños del porche, sacó de la funda su colt 45 automático. Se preguntó brevemente si no debería cambiar cargadores... sustituir el almacén estándar de siete tiros por el más grande de veinte tiros que llevaba en su parka. Infiernos, si no podía abatirlo con siete disparos... fuera lo que fuese...
En el porche, la puerta de la casa estaba abierta. Uno de sus cristales estaba roto.
Entró. Encendió su linterna, hizo girar su haz. La cocina. Cruzó corriendo una puerta que conducía a un estrecho pasillo. Enfrente vio el mono disecado que era un paragüero y la puerta delantera. Dirigió su luz por encima de su hombro izquierdo. Iluminó el arranque de la escalera. Echó a correr hacia allá, miró a derecha e izquierda, luego lanzó su haz hacia arriba.
A medio camino de la escalera, iluminó el rojo de una lata de gasolina caída de lado. Subió hasta ella. Su tapón estaba todavía en su lugar. Un trozo de cuerda de un metro aproximadamente había sido pasado por su asa y atado, formando un lazo. El líquido chapoteó dentro de la lata cuando la puso en pie. Enfundó su pistola y desenroscó el tapón. Se lo metió en el bolsillo de su camisa y olió la abertura. Gasolina, por supuesto. Mientras buscaba de nuevo el tapón en su bolsillo, oyó una respiración encima de él. Luego el sonido de una seca risa.
Su haz de luz ascendió por la escalera, iluminó una pierna desnuda chorreando sangre, una cadera, un lacerado pecho, un rostro. El pelo colgaba sobre el rostro. La sangre goteaba de su barbilla. Un trozo de piel de la frente colgaba libre, ocultando un ojo.
Brotó otra risa, como si borboteara de la abierta boca junto con la sangre.
—¿Mary? — llamó Jud en voz baja, escaleras arriba—. ¿Señora Ziegler?
Ella avanzó de una extraña forma deslizante, sus brazos colgando sueltos, sus piernas como si no se movieran apenas.
Jud bajó el haz de su linterna lo suficiente como para ver que sus pies estaban a cinco centímetros del suelo.
—Oh, Dios —murmuró, y buscó su pistola.
El cuerpo cayó sobre él.
Se agachó, juntando los brazos. El cuerpo le golpeó, rodó sobre su espalda con blandos sonidos líquidos, y cayó alejándose. Fue dando golpes sordos a medida que rebotaba contra los peldaños bajo él.
Luego otra cosa golpeó su espalda.
Lanzó su codo contra blanda carne, y oyó una explosión de aire siendo expulsado. Esforzándose por no sentir el ácido hedor, lanzó su codo una vez más hacia atrás y retorció su cuerpo. Algo afilado rastrilló su hombro, desgarrando su parka y su piel al tiempo que el enorme peso abandonaba su espalda. Abrumado por el dolor, dejó caer su automática.
Tanteó los peldaños, intentando encontrarla de nuevo. En vez de ella encontró la lata de gasolina. La agarró. De más abajo le llegaron jadeos y gruñidos.
Agitando la lata, derramó gasolina en la oscuridad. Apareció una forma pálida, trepando agachada las escaleras. Oyó que la gasolina la alcanzaba. Agitó violentamente los brazos y chilló. Arrebató de un manotazo la lata de manos de Jud. Éste retrocedió unos peldaños hacia arriba, buscando en el bolsillo de su camisa. Detrás de la caja de los puritos estaba la de los fósforos.
Unas garras se clavaron en su muslo.
Sacó un fósforo, sin dejar de subir de espaldas las escaleras. Lo frotó contra el rascador, y vio un pequeño estallido azul.
El fósforo no se encendió.
Pero la cosa estaba ya en el aire, chillando, saltando por encima de la barandilla.
Gruñó, golpeando el suelo allá abajo. Luego echó a correr hacia la cocina.
Jud tanteó los peldaños hasta que encontró la linterna y su pistola. Luego se sentó, en algún lugar encima del destrozado cuerpo de Mary Ziegler, y escuchó a la casa.
10
A Roy le dolía el cuerpo. Especialmente los hombros y la espalda. Tenía la sensación de que llevaba una eternidad conduciendo. Sólo siete horas, sin embargo. No debería sentirse tan mal, no después de sólo siete horas.
Rebuscó en la bolsa a su lado y sintió el calor de los Big Macs. Fue a coger uno. Luego volvió a dejarlo. Podía esperar. Pronto debería detenerse para pasar la noche. Entonces sería el momento de comer.
Mientras conducía cruzando el Golden Gate, echó una mirada hacia la derecha, a Alcatraz. Demasiado oscuro. No podía ver mucho excepto la luz de señales. Mejor. ¿Para qué desearía ver una jodida prisión?
No es una prisión, se recordó.
Por supuesto que lo es. Una vez una prisión, siempre una prisión. Nunca podría ser ninguna otra cosa.
Si seguía en la 101 otros dos minutos, podría ver San Quintín. Mierda, como si ya no hubiera visto lo suficiente aquel podrido agujero.
No deseaba pensar en ello.
Se inclinó y tomó un Big Mac. Lo desenvolvió. Comió lentamente, observando los indicadores de la autopista. Mientras tragaba el último mordisco, giró en la señal de desvío y condujo el Pontiac Grand Prix por la salida de Mili Valley.
Suavemente. Le gustaba el vehículo. Bob Mars—lo—que—fuera tenía buen gusto con los coches.
Mili Valley no había cambiado mucho. Seguía teniendo la apariencia de un pequeño pueblo campesino. La marquesina del Tamalpais Theater estaba a oscuras. La vieja terminal de autobuses parecía igual que siempre. Se preguntó si tendrían todavía todos aquellos libros de bolsillo. A la izquierda, los viejos edificios habían sido reemplazados por una enorme estructura de madera. El lugar estaba cambiando, pero lentamente.
Un enorme perro, en parte labrador, vagaba por un cruce. Roy pisó el acelerador y dio un giro al volante para pillarlo, pero el maldito animal dio un salto y se puso fuera de su alcance.
Al final del pueblo, giró hacia una carretera que conducía a Mount Tamalpais, Muir Wood y Stinson Beach. Serpenteaba por entre boscosas colinas. Durante un rato pasó junto a diseminadas y oscuras casas. Luego desaparecieron. Condujo adentrándose más en los bosques, a veces frenando hasta casi pararse para tomar las cerradas curvas.
Cuando llegó a un pequeño desvío de tierra, se metió en él y detuvo el coche. Apagó los faros. La oscuridad envolvió al vehículo. La luz del techo se encendió cuando abrió la portezuela. Abrió la portezuela de atrás y sacó una mochila roja del asiento. Tras tomar una linterna de uno de los bolsillos laterales, se echó la mochila a la espalda. Cerró las portezuelas del coche y echó a andar hacia el borde del bosque.
El terreno ascendía suavemente. Los matorrales se agarraban a sus téjanos mientras subía. Poco después de abandonar la carretera, tropezó con un cabo de alambre espinoso. Una de sus púas se clavó en sus pantalones, arañando su piel. Se soltó del alambre con una patada y siguió hacia arriba.
Al final de la cuesta, buscó entre los árboles de hoja perenne. Parecían muy densos. Estaba a punto de abandonar su búsqueda cuando el haz de su linterna barrió un espacio que parecía bastante despejado. Se dirigió hacia él y sonrió.
El claro, de unos seis metros de diámetro, tenía una buena extensión plana para su saco de dormir. Quedaba aún un círculo de piedras como recuerdo del fuego de acampada que alguien había encendido allí alguna vez. Dentro del círculo había media docena de latas chamuscadas. Arrodillándose, Roy tocó una de ellas. Fría.
Registró la zona con su linterna. Alrededor del claro, todo el bosque parecía oscuro y silencioso.
Aquello era lo que quería.
Dejó la mochila en el suelo y la abrió. Encima de todo lo demás había un gran trozo de plástico grueso. Lo extendió. Luego sacó un saco azul, desató el cordón que lo cerraba, y extrajo el saco de dormir de Bob. Lo colocó encima del plástico.
Hubiera debido traer uno de aquellos colchones de espuma, pensó. Si hubiera pensado en ello.
Se metió entre los árboles, recogiendo leña. Reunió un puñado de ramillas y las llevó al círculo de piedras. Luego acumuló brazadas de ramas secas hasta formar un buen montón. Echó las latas quemadas entre los árboles.
Con papel higiénico que sacó de la mochila encendió el fuego. Fue echando ramillas. El fuego creció, crujiendo y chisporroteando. Las llamas calentaron sus manos y lanzaron una oscilante luz por todo el claro. Añadió ramas más grandes. A medida que la madera iba prendiendo, fue echando más.
—Bien, este sí es un fuego sano —murmuró.
Tres buenos fuegos en un solo día. Estaba cogiendo mucha práctica.
Se puso en pie junto al fuego, observando sus llamas alzarse y retorcerse, sintiendo su calor en la parte delantera de su cuerpo. Luego retrocedió, alejándose de su calor. Tomó la linterna.
De tanto en tanto, mientras regresaba al coche por entre los densos árboles, fue mirando hacia atrás por encima del hombro. Durante largo rato pudo ver el fuego, iluminando las hojas por encima del claro. Cuando alcanzó la cuesta que dominaba su coche, comprobó que ya no era visible el menor rastro del fuego.
Descendió lentamente, con cuidado, hasta el coche. Tomó del asiento delantero la bolsa de McDonald's. Luego fue al maletero. Lo abrió. El capó se alzó de golpe.
Joni desvió la mirada cuando el haz de luz se posó sobre sus ojos. Estaba tendida de lado, cubierta con una manta a cuadros.
—¿Hambrienta? — preguntó Roy.
—No —dijo ella con voz resentida.
Las otras veces que había abierto el maletero, una vez cada hora desde que habían abandonado Santa Mónica, ella no había hablado ni se había movido. De hecho, no había dicho ni una sola palabra desde la noche antes en el cuarto de baño.
—Bien, así que no estás ida después de todo.
Tiró de la manta. Joni intentó sujetarla, pero no pudo. Se escapó de sus manos.
Se acurrucó más sobre sí misma.
—Sal fuera —dijo Roy.
—No.
—Hazlo, o te haré daño.
—No.
Él metió la mano bajo su falda plisada y pellizcó fuertemente su muslo. Ella empezó a gritar.
—¿Qué te he dicho? Ahora, sal de aquí.
Poniéndose de rodillas, ella trepó por el borde del maletero y saltó al suelo.
Roy cerró el maletero. Tomó la mano de la niña.
—Vamos a pasar una deliciosa noche de acampada —dijo.
Empezó a subir la ladera, tirando de Joni tras él. Por sus movimientos y gritos, comprendió que la maleza le estaba arañando sus desnudas piernas.
—¿Quieres que te lleve en brazos? — preguntó.
—No.
—Te llevaré sobre los hombros. Así la maleza no te dañará.
—No quiero. Eres malo.
—No soy malo.
—Sí lo eres. Sé lo que hiciste.
—No hice nada.
—Tú...
—¿Qué?
—Tú...
Y repentinamente estalló en fuertes y desgarradores sollozos, como un bebé.
—Mierda —murmuró Roy.
Joni interrumpía sus sollozos tan sólo para recuperar de vez en cuando el aliento, reanudándolos inmediatamente después. No había indicios de que aquello fuera a terminar. No hasta que Jud le dio un revés en la mejilla. Eso detuvo su llanto, dejando únicamente unos sofocados sollozos.
—Siéntate —ordenó Roy cuando alcanzaron el campamento.
Joni se dejó caer sobre el saco de dormir y clavó sus rodillas contra su pecho. Empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, sorbiendo de tanto en tanto por la nariz.
Jud partió unas cuantas ramas con su rodilla y avivó el fuego. Cuando estuvo alto y chisporroteante, se sentó al lado de Joni.
—Es hermoso, ¿eh?
—No.
—¿Has ido alguna vez de camping antes?
Ella agitó negativamente la cabeza.
—¿Sabes lo que traigo aquí dentro? — Alzó la bolsa blanca de McDonald's hacia el rostro de ella. La niña apartó rápidamente la cara, pero no antes de que Roy viera el ansia en sus ojos. Olió la bolsa. El aroma de las patatas fritas era irresistible. Metió la mano, palpó las patatas fritas, sacó una.
—Mira lo que tengo aquí —dijo.
La alzó, agitándola como un pálido gusano.
—Es toda tuya. Abre la boca.
Ella apretó fuertemente los labios y negó con la cabeza.
—Tú misma. — Roy echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca, y dejó caer en ella la patata. Estaba muy salada.
Tomó una lata de cerveza de la mochila. Estaba seca y caliente. Recordó lo frías que estaban las latas cuando las tomó de la nevera de Karen, lo mojadas que habían dejado sus manos. Bien, una cerveza caliente era mejor que ninguna cerveza. Cuando abrió la lata, la cerveza salpicó a Joni. Ella se echó hacia atrás, pero no se secó la cara. Roy bebió, borrando el gusto salado de su boca.
—Toma una patata frita —dijo, y le ofreció otra—. ¿No? De acuerdo. — Se la comió. Sacó la bolsa de patatas fritas de la otra bolsa más grande—. Hay también un Big Mac aquí. Es para ti. — Masticó las patatas, acompañándolas de cerveza—. Yo no voy a comérmelo. Es tuyo.
—No lo quiero.
—Seguro que sí.
—No.
—Lo compré para ti. Vas a comértelo.
—Tú no eres mi padre.
Un territorio peligroso. No deseaba que se pusiera a llorar de nuevo.
—Tú misma. Es tuyo, si lo quieres.
—No. Seguramente lo has envenenado.
—No he envenenado nada.
Comió más patatas fritas, bebió más cerveza. Terminó las patatas y la cerveza al mismo tiempo. Echó la aceitosa bolsa al fuego, y contempló cómo las llamas la consumían. Luego tomó otra cerveza. Esta vez agitó la lata y la apuntó hacia Joni, rociando intencionadamente su rostro con la espuma al abrirla. Ella se mordió el labio inferior. La cerveza goteaba por su nariz y barbilla. Roy se echó a reír.
—Deberías verte.
Tomó el Big Mac que quedaba en la bolsa y lo desenvolvió.
—¿Lo quieres?
—No.
Lo alzó. Abrió mucho su boca. Los ojos de Joni lo miraron ansiosamente unos segundos, luego se apartaron de nuevo.
—Lo quieres.
Ella negó con la cabeza.
—Sí lo quieres. Toma. — Lo acercó a su rostro. Ella apretó los labios—. Abre la boca.
De nuevo negó con la cabeza.
Roy aplastó el bocadillo de hamburguesa contra su boca cerrada, dejando un húmedo rastro de jugo y salsa. Luego lo apartó y esperó a ver como ella se pasaba la lengua.
Su boca permaneció cerrada.
—Vamos, ábrela ya. — De nuevo restregó el bocadillo contra su boca cerrada—. Haz lo que digo.
—Mmmm—mmm.
Roy dejó en el suelo su lata de cerveza. Se puso de rodillas.
—Come, Joni.
Ella negó con la cabeza.
Con su mano izquierda, Roy le tapó la nariz y la echó hacia atrás. La mantuvo firmemente sujeta contra el saco de dormir. Durante largo rato, ella permaneció con la boca cerrada. Finalmente, con un jadeo, la abrió en busca de aire. Roy metió la hamburguesa; retorciéndola, rompiéndola, aplastándola contra su boca y barbilla y nariz. Cuando ella empezó a atragantarse, la soltó. Tiró los restos de la hamburguesa contra los árboles.
Joni se sentó, tosiendo. Sus dedos extrajeron trozos de carne y pan de su boca.
—No eches basura sobre el saco de dormir —advirtió Roy. La empujó hacia delante.
Sobre sus manos y rodillas, la cabeza cerca del fuego, Joni tosió y escupió.
Roy contempló desde atrás su falda corta plisada, y recordó cuando la vistió aquella mañana. Había elegido una blusa blanca limpia, y una falda verde. Joni, en la cama, no se había resistido ni había cooperado. Había sido como vestir a una muñeca. Solo que distinto. Las partes de esta muñeca eran reales, y él había gozado con su contacto. No le había puesto ropa interior. Le gustaba la idea de saberla desnuda bajo la falda.
Joni dejó de toser, pero se quedó allá sobre sus manos y rodillas, sollozando.
Roy palmeó la parte de atrás de su muslo. Su contacto hizo que ella se pusiera rígida. Deslizó su mano hacia arriba y hacia abajo, gozando de la suave curvatura de la pierna y de la fría suavidad de la piel. Subió más su mano. Ella se volvió y le lanzó una patada.
Sujetando su brazo, Roy tiró de ella hacia sí. Su boca chorreaba. Se la secó con su pañuelo, y tiró el pañuelo al fuego.
Ella puñeó sus manos mientras él le desabrochaba la blusa. La ignoró. Luego le golpeó la nariz. Eso dolió. La sujetó del pelo y se lo retorció fuertemente hasta que el dolor la hizo jadear. Siguió sujetándola del pelo. Ella no volvió a golpearle. Cuando le hubo quitado la blusa, la soltó. Ella se cubrió con los brazos, temblando, mientras él doblaba la blusa y la metía dentro de la mochila.
—¿Tienes frío?
Ella no dijo nada.
Roy se situó detrás de ella. Le palmeó los hombros y la espalda. Luego desabrochó su falda y bajó la cremallera.
—Ponte en pie.
Ella negó con la cabeza.
Roy pellizcó fuertemente su espalda.
—Ponte en pie.
Ella obedeció. Roy tiró hacia abajo de su falda.
—Sigue de pie.
—Tengo frío —murmuró ella.
—Acércate al fuego.
Ella pareció dudar en apartarse del suave nilón del saco de dormir, pero obedeció. Se acercó al menguante fuego.
—Échale un poco más de leña, si quieres.
La contempló inclinarse, tomar unas ramas del montón, y echarlas al fuego. Contempló crecer las llamas. Contempló el vacilante resplandor naranja reflejarse en su piel. Contempló como se acurrucaba cerca del fuego, ofreciéndole tan sólo una vista lateral de su cuerpo.
Desató los cordones de sus botas. Unas Pivatta. Bob tenía buen gusto eligiendo su equipo de camping. Se sacó las botas.
—Ponte del otro lado —dijo—. Mirándome de frente.
Fue entonces cuando ella echó a correr.
Roy alzó la pernera de su pantalón, tomó su cuchillo. Dándole la vuelta, cogió la hoja entre el índice y el pulgar. Lanzó el cuchillo. Giró una y otra vez en el aire, su hoja lanzando reflejos a la luz del fuego.
La niña había alcanzado casi el borde del claro cuando el cuchillo la golpeó. Roy oyó el sordo golpe de su impacto. Oyó el sorprendido jadeo de la niña, y la vio caer de bruces.
Roy se tomó su tiempo en ponerse de nuevo las botas. No se molestó en apretar los cordones ni en atárselos. Simplemente metió las puntas de los cordones en las solapas de los lados, y se puso en pie.
Las ramillas y las agujas de pino crujieron bajo sus suelas mientras avanzaba hacia el desmadejado y blanco cuerpo de la niña.
11
1
Una suave llamada en la puerta despertó a Donna. Alzando su rostro de la almohada, vio que la ventana estaba en un lugar equivocado: a un lado en vez de directamente frente a la cama. Extraña habitación. Afuera todo estaba oscuro. Alguien llamaba. El miedo aleteó en su vientre.
Entonces reconoció la habitación, y recordó.
Jud. Debía de ser Jud.
Saltó de la cama. Hacía frío. No tenía tiempo, en la oscuridad, de buscar sus ropas. Caminó rápidamente hacia la puerta y la abrió unos centímetros.
Larry estaba allá con un pijama a rayas, protegiéndose como podía del cortante viento.
—¿Qué ocurre? — murmuró ella, sintiendo que la alarma retorcía un nudo en su estómago.
—Judge. Ha vuelto. Está herido.
Ella miró por encima de su hombro a la cama de Sandy, y decidió no despertar a la niña. Girando el botón del seguro interior del pomo, aseguró la puerta. Salió, cerró la puerta a sus espaldas, y comprobó que no podía abrirse desde fuera.
Siguió a Larry a través del aparcamiento, sintiendo la fría brisa y el bamboleo de sus pechos debajo de su camisón como si estuviera desnuda. No importaba. Sólo Jud importaba. Además, podía tomar algo en la otra cabina con lo que cubrirse.
—¿Es serio? — preguntó.
—La bestia lo atacó.
—¡Oh, Dios mío!
Recordó las figuras de cera, desgarradas y sangrantes. Pero no podía ser así. No Jud. Estará herido, pero no muerto. Estará bien.
Larry abrió la puerta de la cabina 12. Había una lámpara entre las dos camas, pero ambas estaban vacías. En una de ellas obviamente no había dormido nadie. Donna revisó la habitación.
—¿Dónde está?
Larry cerró la puerta y la aseguró.
—¿Larry?
Se dio cuenta de cómo él miraba su cuerpo, como sorprendido y distraído por la forma en que se insinuaba bajo el camisón.
—No está aquí —dijo Donna.
—No.
—Si cree que puede...
—¿Qué? — preguntó Larry, y alzó la vista de sus pechos. Sus ojos eran vagos.
—Me voy.
—Espere. ¿Por qué? Lamento haberla molestado. Yo... yo simplemente...
—Sé lo que estaba usted haciendo. Simplemente pensaba en utilizar a Jud como pretexto para atraerme hasta aquí de modo que usted pudiera...
—Oh, cielos, no. Por el amor de Dios. — Rió nerviosamente—. Judge me pidió que fuera a buscarla.
—Bien, ¿dónde está?
—Ahí.
Ella lo siguió a través de la habitación.
—Judge no quería dejar manchas de sangre en la cama, entienda.
Abrió la puerta del cuarto de baño. Donna vio un montón de ropas en el suelo. Luego vio a Jud sentado en la bañera vacía. La sangre cubría su espalda y manchaba la parte de atrás de sus calzoncillos. Estaba terminando de aplicar un ancho vendaje en su muslo.
—Eso ya está arreglado —dijo, y alzó la vista hacia Donna.
Ella se dejó caer de rodillas, se inclinó sobre el borde de la bañera, y le besó. Pasó una mano por su empapado pelo.
—Tu aspecto es horrible —dijo.
—Hubieras debido verme antes de ducharme.
—¿Siempre te bañas con los calzoncillos puestos?
—No deseaba asustarte.
—Entiendo.
Le besó de nuevo, más prolongadamente esta vez, gozando con la cálida oleada de deseo que se extendió por sus ingles y deseando que Larry se fuera.
—Yo no me pasaría toda la noche con besuqueos —dijo Larry—. Después de todo, este hombre está sangrando.
—¿Querrías vendarme el hombro? — le pidió Jud.
—Por supuesto.
—Larry es demasiado aprensivo.
—La sangre me da náuseas —dijo Larry, y abandonó el cuarto de baño.
Donna pasó un paño por encima de las heridas del hombro, limpiando la sangre con agua.
—¿La bestia hizo esto?
—Algo lo hizo —dijo él.
—Parecen como marcas de garras.
—Esa es la sensación que tuve yo también.
Ella palmeó suavemente las heridas con el paño.
—Echa un poco de agua oxigenada —dijo Jud—. La botella está entre tus rodillas.
Ella echó un buen chorro sobre los cortes, contemplando cómo espumeaba. Luego, con una gran gasa que tomó del botiquín de mano que había sobre la tapa de la taza del water, cubrió las heridas.
—Vas bien preparado por el mundo —dijo, asegurando la gasa con esparadrapo.
—Hummm.
—¿Algo más para curar?
—Creo que esto es suficiente. Gracias.
—Ahora limpiemos un poco todo esto. ¿Puedes mantener tu pierna seca, si echo un poco de agua?
—Si no llenas mucho la bañera.
Ella tapó el desagüe y dejó correr los grifos. Alzando su rodilla, Jud mantuvo el vendaje de su muslo por encima del creciente nivel del agua. Donna cerró los grifos, y empezó a frotarle la espalda con un paño enjabonado.
—¿Has entrado en la casa? — preguntó.
Él asintió.
—Amigo, eso fue una locura.
—¿No lo apruebas?
—Hubieras podido resultar muerto.
—Estuve bastante cerca.
—¿Cómo lograste escapar?
—Le eché gasolina por encima. Supongo que tuvo miedo de que la prendiera.
La espalda de Jud estaba limpia y brillante. Inclinándose sobre el borde de la bañera, Donna la besó. La piel mojó su boca.
—Listo—dijo.
—Gracias, madam. ¿Puedes alcanzarme una toalla?
Le dio una, y le contempló mientras la enrollaba en torno a la parte superior de su pierna para que el agua no goteara sobre el vendaje cuando se pusiera en pie.
—Estaré listo en un minuto —dijo, al tiempo que salía de la bañera.
—¿De veras? — preguntó ella, sonriéndole e intentando aparentar que no se daba cuenta de que le estaba pidiendo que saliera del cuarto de baño.
—Oh, ¿prefieres quedarte?
Ella asintió. Tanteando hacia atrás, empujó la puerta y la cerró. Su pomo hizo un sonido restallante cuando hizo girar el seguro.
—Este no es el lugar más cómodo del mundo —dijo Jud.
—Para mí está bien.
Rozando los hombros de ella con sus manos, Jud hizo deslizarse hacia los lados los tirantes de su camisón. Ella dejó que el camisón cayera. El efecto en él fue inmediato. Apoyándose sobre una rodilla, Donna liberó el erecto miembro de sus calzoncillos y hizo descender éstos por las piernas del hombre. Luego volvió a ponerse en pie, desnuda, ante él. Primero, sus ojos la acariciaron. Luego sus manos siguieron la curva de sus hombros, la línea de sus pechos. La atrajo hacia sí, la rigidez de su miembro clavándose en su vientre.
Mientras se besaban, las manos de Donna exploraron los huecos y protuberancias de su espalda, los firmes globos de sus nalgas. Trasladó su mano delante, y acarició su escroto, el largo y suave poste de su pene. Sintió los dedos de él descender por entre sus piernas, y gimió cuando apretaron.
Jud apartó el montón de ropas de una patada. Extendió dos toallas de baño en el suelo, y Donna se tendió sobre ellas, las rodillas altas y separadas. Jud se arrodilló ante ella.
Sintió el ligero contacto de la lengua del hombre, primero en un pezón, luego en el otro. Después se inició el deslizante forcejeo. El penetró profundamente en ella.
Jadeando suavemente a través de su boca abierta, intentó permanecer quieta. No quería que Larry les oyera. Pero su respiración fue haciéndose más afanosa, y no pudo impedir su tembloroso sonido. Luego ya nada importó. Sólo importaba Jud sobre ella, dentro de ella, llenándola, llevándola a golpes de ariete a una insoportable urgencia que se tensaba y se tensaba hasta que finalmente se liberó. Él ahogó el grito con su boca.
2
—Por el amor de Dios, ¿qué les ha demorado tanto? — preguntó Larry, alzando la vista de la televisión.
—Creí que habíamos ido más bien rápidos —dijo Donna, sonriendo.
Jud, vestido únicamente con una toalla y sus vendajes, tomó una bata del armario de la habitación. Se la puso y se quitó la toalla.
—Bien —dijo Larry—, ahora que estamos los dos aquí y le han vendado tan primorosamente, ¿le importaría decirnos lo que le ha ocurrido?
—¿Deseas quedarte? — preguntó Jud a Donna.
—Quiero saberlo—dijo ella—. Aunque tengo frío. ¿Puedo?
—Ponte cómoda.
Ella apartó las mantas de la cama que no había sido utilizada. Se sentó en ella, apoyó la almohada contra su cabecera y se reclinó.
—Todo listo —dijo, y se subió las mantas hasta los hombros.
Jud les contó lo que había ocurrido: les habló de como había estado vigilando la casa desde la colina, como había visto entrar a la mujer, como la había seguido dentro, como había encontrado la lata de gasolina en la escalera.
—Ah —dijo Larry—. Una mujer inteligente. Iba a reducir a cenizas el asqueroso lugar.
—Me pregunto por qué aguardó tanto —dijo Donna.
—Puedo pensar en un montón de motivos. Probablemente abandonó el pueblo después de los asesinatos, para enterrar a su marido e hijo. ¿Sabe de dónde eran? — le preguntó a Larry.
—De Roseville, cerca de Sacramento.
—Sólo se necesitan unos pocos días para enterrarlos y volver aquí. ¿Qué estaría haciendo el resto del tiempo?
—Intentando pensar en cómo vengarse, quizá. Luego planeándolo, haciendo preparativos. Cuando abandoné el lugar esta noche, utilicé un agujero bajo la verja. Creo que probablemente fue ella quien cavó ese agujero. Una vez hubo hecho sus preparativos, seguramente tuvo que acumular el valor necesario para decidirse y efectuar el trabajo.
Larry frunció el ceño.
—¿Por qué, por el amor de Dios, no intentó usted detenerla?
—No entré en la casa para detenerla. Lo hice para descubrir quién era, y qué pensaba hacer allí. Hasta que oí el grito.
—Oh, Dios mío. — Donna podía sentir el frío, pese a las mantas—. ¿Estaba muy malherida?
—Estaba muerta.
—¿Lo mismo que los demás? •—preguntó Larry.
—Lo mismo que la mujer en el recibidor. ¿Ethel? Estaba más o menos en las mismas condiciones, si la figura de cera era exacta. Pude echarle una buena mirada, después de que... el asesino... se marchara.
—¿Puede decir si fue atacada sexualmente? — preguntó Larry.
Jud asintió.
—Resultaba muy evidente.
El pensamiento de aquello hizo que Donna juntara apretadamente las piernas. Fue consciente de que aún podía sentir a Jud dentro de ella, como si hubiera dejado una marca. Su miedo y su repulsión disminuyeron. Se preguntó por un momento cómo se las arreglaría para estar a solas con él de nuevo.
—Sabía que había sido violada —dijo Larry—. La bestia... esta es su motivación. Satisfacer sus impulsos sexuales. Por supuesto, debería sentirme agradecido por ello, supongo. Eso es lo que salvó mi vida. La criatura estaba más interesada en saciar sus ansias con Tommy...
—No creo que el sexo sea el motivo principal.
—¿Oh? — La voz de Larry sonó escéptica.
—Déjeme explicarle mi teoría. Creo que esta bestia es un hombre.
—Entonces su teoría es pura mierda.
—Simplemente escuche. Es un hombre con un disfraz. El disfraz tiene garras.
—No.
—Escuche, maldita sea. Usted también, Donna, y dígame lo que piensa. Los asesinatos originales, la hermana soltera y los chicos de Thorn, fueron obra de Gus Goucher, el hombre al que colgaron.
—No —dijo Larry.
—¿Por qué no?
—Fueron unas garras las que los despedazaron.
—¿Según quién?
—Según las fotos del depósito de cadáveres.
—¿Ha visto usted esas fotos?
—No, pero Maggie Kutch sí las vio.
—Si cree usted en su palabra. ¿Quién posee esas fotos?
—Maggie, supongo.
—Quizá podamos echarles una ojeada.
—Más bien lo dudo.
—De acuerdo, dejemos eso para más adelante. No es tan importante. El jurado que juzgó a Gus Goucher tuvo que ver las fotos, tuvo que oír los testimonios...
—Según las informaciones de los viejos periódicos, lo hizo.
—Y lo que oyó el jurado fue suficiente como para que condenaran al hombre.
—Lo admito.
—Deberíamos comprobar eso, pero tengo la impresión de que, hasta los asesinatos de los Kutch treinta años más tarde, Goucher era aceptado por todo el mundo como el asesino de los Thorn.
—Fue presentado para que pareciera así. Necesitaban un chivo expiatorio.
—No. Necesitaban un sospechoso. Y él era uno. Y fue muy posiblemente el culpable.
—Colgaron a Goucher —dijo Donna—. Así que seguro que no fue el responsable del ataque a Maggie Kutch y su familia.
—En un cierto modo, pudo haberlo sido. Veamos lo que hizo Maggie después de los asesinatos. Se fue de la casa, se unió a Wick Hapson, y abrió a las visitas la Casa de la Bestia. Creo que ella y Wick decidieron que serían más felices sin el señor Kutch, lo mataron utilizando un sistema similar al de los asesinatos Thorn, y montaron todo ese asunto acerca de la bestia para cubrirse. Cuando vieron el interés que despertaba su ficticia bestia, decidieron sacarle provecho abriendo la casa a las visitas.
Larry agitó la cabeza y no dijo nada.
—Una cosa —dijo Donna—. No puedo imaginarme a una mujer matando a sus propios hijos.
—Esa parte también me hizo dudar. Sigue haciéndome dudar, de hecho. Para que su historia de la bestia fuera convincente, sin embargo, los chicos tenían que morir.
—Ella no lo hubiera hecho. Ninguna madre lo haría.
—Digamos más bien que es poco frecuente —corrigió Jud—. Se conocen casos de madres que han asesinado a sus propios hijos. Lo más probable, sin embargo, es que fuera Wick quien se encargara de los chicos.
—Su teoría es ridícula —dijo Larry.
—¿Por qué?
—Porque hay una bestia en esa casa.
—La bestia es un traje de caucho con garras.
—No.
Donna frunció el ceño.
—¿Cree que esta noche era Wick Hapson?
—Si era Wick, es condenadamente fuerte para un hombre de su edad.
—¿Axel?
—No puede ser Axel. Es demasiado bajo, demasiado ancho de hombros, demasiado torpe en sus movimientos.
—¿Quién entonces?
—No lo sé.
—Es la bestia —explicó Larry—. No es un hombre en un traje de caucho, ¡es una bestia!
—Díganos simplemente por qué está usted tan seguro.
—Lo sé.
—¿Cómo?
—Lo sé. La bestia no es humana.
—¿Me creerá usted cuando le muestre su disfraz?
Sonriendo de una forma extraña, Larry asintió.
—Por supuesto. Usted hágalo. Usted muéstreme su disfraz, y yo le creeré.
—¿Qué le parece mañana por la noche?
—Mañana por la noche será...
Fue interrumpido por una llamada en la puerta.
3
Donna observó a Jud cruzar la habitación hasta la puerta y abrirla.
—Hola —dijo.
—¿Está mi madre aquí?
—Por supuesto que está. Entra.
Sandy, con el pelo revuelto de dormir y su bata azul un poco pequeña para su talla, entró en la habitación. Cuando vio a Donna, suspiró con exagerado alivio.
—Así que estás aquí. ¿Qué estás haciendo en la cama?
—Calentarme un poco. ¿Qué estás haciendo tú fuera de la cama?
—Tú no estabas.
—Salí solamente unos minutos. — Miró a Jud—. Supongo que será mejor que vuelva ahora. — Saltó de la cama, y se dirigió con Sandy hacia la puerta. Jud la abrió para ellas. Donna deseó darle un beso de buenas noches, deseó apretarle fuertemente entre sus brazos, sentir su fuerza y su calor contra su cuerpo. Pero no frente a Sandy. No frente a Larry.
—Nos veremos por la mañana —dijo.
—Os acompaño.
—No es necesario.
—Claro que lo es.
Caminó junto a Donna, sin tocarla. Sandy corrió delante de ellos. Abrió la puerta y aguardó.
—Métete dentro —le dijo Donna—. Estaré contigo en un segundo.
—Esperaré.
—Cierra la puerta, cariño.
La niña obedeció.
Apoyándose contra la pared, Donna tendió sus brazos a Jud. El se acercó y la abrazó. Olía suavemente a jabón.
—Hace frío aquí afuera —dijo ella—. Y tú eres tan cálido.
—Esta mañana le dijiste a Larry que no estabas casada.
—Divorciada —dijo ella—. ¿Y tú?
—Nunca llegué a casarme.
—¿No encontraste a la chica adecuada? — preguntó ella.
—Creo que ha habido muy pocas chicas «adecuadas» en mi camino. Mi trabajo... es demasiado arriesgado. No desearía infligirle a nadie ese tipo de vida.
—¿Cuál es tu trabajo?
—Mato bestias.
Ella sonrió.
—¿Eso es todo?
—Sí. — La besó—. Buenas noches.
12
1
Un alarido asustado despertó a Jud con un sobresalto. Miró a través de la oscuridad a Larry.
—¿Se encuentra bien?
—¡No! — El hombre se sentó en la cama y apretó las rodillas contra su pecho—. No, nunca estaré bien. ¡Nunca! — Y se echó a llorar.
—Una vez todo esto quede arreglado —dijo Jud—, se sentirá bien.
—Nunca quedará todo arreglado. Usted ni siquiera cree que exista una bestia. Vaya ayuda me está resultando.
—Sea lo que sea, lo mataré.
—¿Lo hará?
—Para eso me paga.
—¿Le cortará la cabeza por mí?
—Nada de eso.
—Quiero que lo haga. Quiero que le corte la cabeza, y los testículos, y...
—Deje eso, ¿quiere? Lo mataré. Nada más. Nada de esa mierda de desmembrarlo. Ya he visto bastante de eso.
—¿De veras? — La voz en la oscuridad sonó sorprendida e interesada.
—Hice un trabajo en África. Vi un montón de cabezas rebanadas. Un tipo las conservaba en el congelador, y le gustaba chillarles.
Jud oyó una suave risa en la otra cama. La risa tenía un extraño sonido que le puso nervioso.
—Quizá debiera llevarle a usted de vuelta a Tiburón mañana —dijo Jud—. Puedo terminar solo el trabajo.
—Oh, no. No lo hará.
—Quizá sería mejor que lo dejáramos, Larry.
—Quiero estar aquí cuando usted mate a la bestia. Quiero verla morir.
2
A las seis de la mañana, el despertador despertó a Jud. No pareció molestar a Larry. Saltando de la cama, Jud se puso en pie en el frío suelo y retiró el vendaje de su pierna. Las cuatro laceraciones paralelas eran secas y oscuras marcas de unos ocho centímetros de longitud. Dolían, pero su aspecto era de que iban a curarse sin demasiados problemas. Fue al cuarto de baño, tiró el vendaje manchado de sangre sobre el montón de sus ropas, y puso un nuevo vendaje en su pierna. En el espejo, comprobó el vendaje de su hombro. Se veía algo de sangre a su través, pero parecía también seco. Quizá más tarde pudiera hacer que Larry o Donna se lo cambiaran.
Se lavó. Tras vestirse con ropas limpias, su maleta estaba casi vacía. Colocó el resto de su escaso contenido sobre la cama, y llevó la maleta al cuarto de baño. Allá, apiló sus desgarradas y ensangrentadas ropas dentro. Metió el viejo vendaje y cerró con llave la maleta. Luego la llevó fuera.
La mañana era tranquila, como si nadie se hubiera despertado aún excepto unos cuantos pájaros. Echó una mirada a la cabina 9. Donna estaría allí, probablemente dormida. Era una hermosa mañana, y deseó que ella estuviera con él. Pero no iba a intentar despertarla.
Puso la maleta en el maletero del coche y lo cerró con suavidad. Luego regresó a su cabina. Con un paño y una pastilla de jabón, restregó cuidadosamente cualquier huella visible de sangre en el cuarto de baño. Las toallas blancas parecían estar bien, lo mismo que los demás paños. El que tenía en su mano estaba rosado por la sangre.
Miró en el cesto del cuarto de baño. La bolsa de plástico de su interior contenía restos de esparadrapo y gasa, trozos de vendaje, papel higiénico manchado de sangre. Echó dentro el paño sucio y retiró la bolsa de plástico.
Llevó su botiquín de mano y la bolsa de la basura a su coche. Nadie por los alrededores. Lo puso todo en el maletero.
Luego, terminada la limpieza, se sentó en los peldaños de acceso a la cabina y encendió un purito. Tenía buen sabor, y el aroma de su humo se mezclaba con el aroma de pino del fresco aire.
Se reclinó hacia atrás, apoyando sus codos en el peldaño de arriba, y sonrió. Pese a sus heridas, se sentía excepcionalmente bien.
Cuando hubo terminado el purito, subió al coche y condujo Front Street abajo. El pueblo estaba tranquilo. Frenó para darle tiempo a un desaliñado perro de hirsuto pelaje marrón de apartarse de su camino. Un coche de la policía azul y blanco estaba estacionado frente al Sarah's Diner. El único coche en marcha que vio fue un Porsche que se acercó reduciendo la velocidad, como si estuviera luchando por mantenerse a una razonable proximidad de la limitación de cincuenta kilómetros por hora establecida para el interior de la población.
A su izquierda, la Casa de la Bestia parecía desierta. A su derecha, nada se movía en la casa sin ventanas. Redujo su marcha cuando pudo ver el promontorio rocoso en la colina detrás de la Casa de la Bestia. Tendría que subir pronto allí y recuperar su equipo.
Pero no ahora.
Más allá de la ciudad, dio media vuelta y regresó. Pasó junto a las dos casas. En la siguiente manzana, estacionó delante de una barbería cerrada. Caminó hacia la cabina de los tickets de la Casa de la Bestia.
En sus paredes había varios recortes de periódicos pegados a la parte interior de los cristales. Algunos hablaban de los asesinatos. Otros se centraban en las visitas. Leyó algunos de los artículos. Deseaba leerlos todos, pero eso le hubiera tomado demasiado tiempo: no deseaba llamar mucho la atención sobre su persona.
Miró a la esfera del reloj pintada encima de la taquilla. Luego comprobó su reloj de pulsera. La primera visita no se iniciaría hasta dentro de tres horas, a las diez.
Metiéndose las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones, siguió caminando por la acera. Se detuvo para echar una mirada a la casa victoriana maltratada por el tiempo, luego siguió andando, intentando hacer todo lo posible por parecer un turista con tiempo que emplear en nada y una preferencia hacia los paseos matutinos.
Cuando hubo rebasado la curva, se metió entre los árboles y retrocedió.
A unos metros de la verja, encontró una abertura entre los árboles que le proporcionaba una buena vista de la parte frontal de la Casa de la Bestia, pero le ofrecía al mismo tiempo un buen escondite.
Agachándose, se dedicó a esperar.
Poco después de las nueve y media, un coche con roulotte aparcó en Front Street. Un hombre bajó, comprobó algo en la cabina de los tickets, y volvió al coche. Una mujer y tres niños salieron y se metieron en la roulotte. Poco después llegó una pareja joven en un Volkswagen.
Jud salió a la carretera y caminó hasta la cabina de tickets. Seguía aún vacía.
También lo estaba la casa, a menos que alguien hubiera entrado antes de que Jud empezara su vigilancia: nadie había aparecido por la parte delantera desde que estaba observándola.
Mientras Jud aguardaba cerca de la cabina de los tickets, llegó más gente. Observó la casa sin ventanas al otro lado de la calle. Su puerta estaba cerrada. La furgoneta verde estaba todavía estacionada frente al garaje.
Finalmente, diez minutos antes de la hora fijada para el inicio de la visita, Jud vio a Maggie y Wick abandonar la casa. Sujetándose al brazo de Wick, la mujer llevaba su bastón pero no lo utilizaba. Necesitaron un cierto tiempo para llegar a Front Street. Aguardaron a que pasara un coche familiar, luego cruzaron.
Wick la ayudó a subir el bordillo, y se soltó de su brazo. Ella se apoyó pesadamente en su bastón.
—Bienvenidos a la Casa de la Bestia —dijo en voz baja pero clara—. Mi nombre es Maggie Kutch, y soy la propietaria. Pueden adquirir los tickets a mi ayudante. — Agitó el bastón hacia la cabina de los tickets. Wick estaba abriendo la puerta—. Los tickets valen cuatro dólares los adultos, sólo dos dólares los niños de menos de doce años, todo ello a cambio de la experiencia de toda una vida.
La gente había escuchado, silenciosa e inmóvil. Cuando Maggie dejó de hablar, aquellos que no estaban en la cola se dirigieron hacia la cabina de los tickets.
Maggie liberó el torniquete y pasó por él.
—De vuelta por segunda vez, ¿eh? — le dijo Wick a Jud cuando éste llegó a la taquilla.
—No puedo evitarlo. — Tendió un billete de cinco dólares por debajo del cristal.
—Apuesto a que su amiguita no va a mostrarse hoy.
—¿Quién?
—Su amiguita de ayer. La chica que se puso a gritar en medio de la calle, mostrándonos las tetas. — Wick le tendió el ticket y el cambio.
—Me pregunto dónde estará —dijo Jud.
—Lo más probable en la casa de locos —rió Wick, exhibiendo sus torcidos y amarronados dientes.
Jud pasó el torniquete. Cuando todo el grupo estuvo reunido en el sendero, Maggie empezó a hablar.
—Empecé a mostrar mi casa a los visitantes allá por el año 31, inmediatamente después de que la bestia atacara y matara a mi esposo y a mis tres queridos hijos. Puede que se pregunten ustedes por qué una mujer desea llevar a la gente a través de su propia casa, cuando ha sido el escenario de una tragedia personal tan espantosa. Bien, la respuesta es fácil: di—ne—ro.
Unas cuantas personas rieron inquietas.
Maggie cojeó sendero arriba hasta el pie de las escaleras del porche. Señaló con su bastón hacia el balcón.
—Aquí es donde lincharon a Gus Goucher.
Jud escuchó atentamente la historia de Gus Goucher, comprobando cada detalle contra su teoría de que el hombre era, de hecho, culpable. Nada de lo que ella dijo contradecía su punto de vista. Siguió a Maggie escalones arriba hasta el porche. Ella indicó que la vieja puerta había sido rota de un disparo por el oficial Jenson. Señaló hacia el llamador que era una pata de mono. Luego abrió la cerradura y empujó la puerta.
El intenso olor a gasolina llenó las fosas nasales de Jud.
—Debo pedirles disculpas por el olor—dijo Maggie, entrando—.
A mi hijo se le derramó ayer la gasolina. No lo notaremos tanto cuando nos hayamos alejado de la escalera.
Jud entró.
—Pueden ver el lugar donde manchó la alfombra, ahí.
Jud maniobró en torno a los otros del grupo hasta que consiguió una clara visión de la escalera. Nada. Allá donde hubiera debido estar el cuerpo de Mary había tan sólo una mancha oscura. Toda la sangre había sido cuidadosamente limpiada antes de que alguien empapara la alfombra con gasolina.
13
1
La luz del sol sobre su rostro despertó a Roy. Alzó la cabeza de la almohada formada por sus téjanos enrollados, y se apoyó en sus codos. El fuego de campaña se había apagado. Un gorrión, cerca de los restos del fuego, estaba picoteando pan de un montoncito que probablemente había escupido Joni. La mochila estaba puesta de pie en el lugar donde la había dejado, cerrada y segura.
A la luz del día, el claro no parecía tan aislado como en la oscuridad. Los árboles que lo rodeaban estaban bastante separados unos de otros, y los espacios entre ellos ofrecían una vista más amplia de lo que había pensado. Y lo que era peor, la ladera de una colina dominaba todo el lugar.
Mientras miraba hacia aquella ladera, oyó el ruido de un motor. Vio la capota azul de un coche pasar cerca.
—Oh, mierda—murmuró.
Corrió la cremallera del lado de su saco de dormir y se arrastró fuera. Se puso en pie y desenrolló sus téjanos. Metió la mano dentro y sacó sus calzoncillos. Manteniendo el equilibrio sobre una pierna, luego sobre la otra, se los puso.
Oyó voces.
—Oh, mierda de mierda.
Se sentó rápidamente sobre el saco de dormir y empezó a ponerse los téjanos.
Dos entrometidos, una pareja joven, aparecieron caminando por la ladera justo encima de su campamento. Llevaban sombreros blandos de fieltro, como los que había visto en el armario de Karen y Bob.
Se estaban acercando.
Alzando las posaderas, se subió los téjanos. Abrochó la cintura. Subió la cremallera.
La pareja penetró en el claro.
¡No podía creerlo! ¡El maldito sendero pasaba directamente por en medio de su saco de dormir!
—Oh, hola —dijo el hombre de la pareja. Pareció agradablemente sorprendido de encontrar a Roy.
—Hola —dijo la chica que iba con él. No parecía tener más de dieciocho años.
—Hola —respondió Roy—. Casi me han pillado con los pantalones abajo.
La chica sonrió. Tenía una boca muy grande para sonreír, y unos dientes enormes. También unos buenos pechos. Debían bambolearse una cosa mala dentro de su apretada blusa verde. Llevaba unos shorts blancos. Sus piernas estaban bronceadas y eran macizas.
El hombre extrajo una pipa de brezo de un bolsillo de sus shorts.
—Ha ido a acampar usted en medio mismo del camino —dijo, como si lo encontrara divertido.
—No quería perderme.
El otro sacó una bolsa de piel de su bolsillo de atrás y empezó a llenar la pipa.
—¿Tiene usted agua?
—No, la he acabado toda.
—Hay un campamento público a un kilómetro y medio en esa dirección —señaló con su pipa hacia la colina—. Hay grifos, y retretes.
—Es bueno saberlo. Quizá vaya hacia allí.
El hombre encendió un fósforo y aspiró su llama hacia la cazoleta de su pipa.
—Es ilegal acampar aquí, ¿sabe?
—No lo sabía.
—Aja. En cualquier lugar excepto en los sitios reservados para ello.
—No puedo ir a esos lugares —dijo Roy—. Están demasiado llenos de gente. Para eso prefiero quedarme en casa.
—Sí, son horribles —admitió la chica.
—Aja —dijo el hombre, y echó una bocanada de humo.
—¿Hacia dónde van ustedes? — preguntó Roy, esperando que siguieran pronto su camino.
—A Stinson Beach —dijo el hombre.
—¿Está muy lejos eso?
—Calculamos llegar al mediodía.
—Bien —dijo Roy—, espero que tengan un buen trayecto.
—Tiene usted un estupendo equipo. ¿Dónde lo compró?
—Soy de Los Ángeles —dijo rápidamente.
—¿Ah, sí? ¿Conoce Kelty's, en Glendale?
—Allí es donde compré la mayor parte.
—Estuve una vez allí. De hecho, allí es donde compré mis botas. Hará unos seis años de ello. — Se miró orgullosamente las botas.
—¿Quién hay en su saco de dormir? — preguntó la chica.
El estómago de Roy se contrajo. Pensó en su cuchillo. Estaba envuelto en su camisa, enrollada, bastante al alcance de su mano derecha.
—Es mi esposa —dijo.
El hombre sonrió, sujetando la pipa con los dientes.
—¿Los dos en el mismo saco?
—Es más agradable así —dijo Roy.
—¿Tienen espacio para moverse? — preguntó el hombre.
—El suficiente.
El hombre se echó a reír.
—Tenemos que probar eso, ¿eh, Jack?
Jack, la chica, no pareció divertida.
—Nuestros sacos pueden unirse por la cremallera —dijo el hombre—. Debería probar usted eso. Proporciona mucho más espacio.
—¿Le ocurre algo a su esposa? — preguntó Jack.
—Nada, ¿por qué? ¿Porque no sale? Oh, tiene un sueño muy profundo.
—¿Puede respirar ahí dentro? — preguntó el hombre.
—Por supuesto. Siempre duerme así. Se mete hasta el fondo. No le gusta sentir frío en la cabeza.
—¿De veras? — La chica llamada Jack parecía escéptica.
—Bien, será mejor que nos vayamos —dijo el hombre.
—Que tengan un buen paseo —les deseó Roy.
—Igualmente.
Pasaron por su lado. Los observó hasta que desaparecieron entre los árboles, luego desenrolló su camisa. Alzó la pernera de su pantalón, y deslizó el cuchillo en la funda atada a su pantorrilla. Luego se puso la camisa.
Tomó la blusa y la falda de Joni de la mochila, y se arrodilló a la cabecera del saco de dormir. Escrutó los árboles. Nadie por los alrededores.
Joni lanzó un gruñido cuando la sacó tirando de su brazo. Abrió un ojo, y volvió a cerrarlo. Roy la depositó boca arriba sobre el saco de dormir.
La visión de su cuerpo desnudo iluminado por el sol lo excitó.
Ahora no.
Mierda, ahora no.
Le metió la falda por las piernas y se la abrochó a la cintura. Luego la alzó hasta dejarla sentada, y le metió la blusa por los brazos. La dejó caer hacia atrás. Rápidamente, abrochó la blusa.
—Despierta—dijo. La abofeteó.
Sus ojos se apretaron fuertemente ante el repentino dolor, luego se abrieron aleteantes.
—Levántate.
Lentamente, ella giró sobre sí misma y se puso de rodillas. Su pelo estaba manchado de sangre y amazacotado en la parte de atrás de su cabeza, allá donde el cuchillo la había golpeado produciéndole un buen hematoma.
Recoger el campamento pareció requerir una gran cantidad de tiempo. Mientras trabajaba, no dejó de vigilar a Joni. Escuchó también por si oía voces. Miraba constantemente hacia la ladera y el sendero y la carretera. Finalmente, todo estuvo metido en la mochila. La cargó en sus hombros, agarró la mano de Joni, y tiró de ella hacia la carretera inferior.
Pasó un Ford familiar.
Saludó con la mano y sonrió.
Cuando la carretera estuvo desierta de nuevo, abrió el maletero del Pontiac.
—Sube, encanto.
2
Mientras conducía, Roy escuchó las noticias de la radio acerca de una casa incendiada y de un doble asesinato en Santa Mónica. No dieron los nombres de las víctimas, pero mencionaron la ausencia de una niña de ocho años. No oyó nada acerca de Karen y Bob Marston.
Aquello le preocupó.
Repasó mentalmente todo: como Karen lo había soltado todo acerca de Malcasa Point; lo sorprendida que se mostró cuando, en vez de soltarla, él la amordazó y siguió trabajándola a fondo hasta que murió; como aguardó, oculto en el vestíbulo, a que Bob llegara a casa; la forma en que Bob agitó la cabeza y gimió cuando entró en el dormitorio y vio a su mujer colgando en la puerta; el sonido de la cabeza de Bob hendiéndose bajo el hacha; la vela colocada cuidadosamente en medio de un círculo de montones de papel, de la misma forma que lo había hecho en el otro lugar.
Quizá llegó alguna visita y controló el fuego.
Quizá, de algún modo, la vela se apagó.
Si la vela se apagó, quizá los cuerpos aún no habían sido descubiertos.
No podía correr ese riesgo. Mejor actuar como si el coche estuviera caliente, y buscarse otro nuevo.
Giró metiéndose en el arcén, los neumáticos arrojando nubes de amarillo polvo. Detuvo el coche, salió, abrió el capó, y se inclinó sobre el motor, aguardando.
Pronto oyó el ruido de un coche acercándose. Se mantuvo con la cabeza bajo el capó y tendió la mano hacia la correa del ventilador. El coche pasó a toda velocidad. Siguió aguardando. Probó la misma táctica con otros dos coches. Ninguno se detuvo.
La próxima vez que oyó un motor, se mantuvo bajo el capó hasta que el coche estuvo cerca, entonces se irguió y puso cara de disgusto, al tiempo que hacia un gesto con la mano. El conductor agitó la cabeza. Su rostro decía: «No has tenido suerte, amigo».
—¡Que te jodan! — gritó Roy.
Cuando apareció el próximo coche, simplemente alzó el pulgar. Vio al pasajero, una mujer, agitar negativamente la cabeza al conductor. El coche siguió su camino. Lo mismo hizo el siguiente.
Cerró el capó de un manotazo.
Mientras se dirigía hacia la parte de atrás del coche, una camioneta se acercó. Tenía un sol despidiendo artísticos rayos pintado en su parte frontal. El conductor era una mujer de liso y negro pelo. Llevaba una cinta en la cabeza y una chaqueta de piel. Vio su brazo derecho señalar hacia él. Agitó una mano. Le gustó su aspecto.
Pero no le gustó el aspecto del hombre que se asomó por la ventanilla del pasajero.
—¿Problemas con el coche? — La voz del hombre era chillona. Llevaba un sombrero de cowboy desteñido y manchado de sudor, gafas de sol, y un negro e hirsuto bigote. Su chaqueta Levi's, azul no tenía mangas. En el brazo lucía el tatuaje de un puñal goteando sangre.
—Ningún problema —dijo Roy—. Me he parado para estirar un poco las piernas.
—Que la fuerza sea contigo.
El hombre saludó con un puño cerrado, y la camioneta siguió su camino.
Roy aguardó hasta que estuvo fuera de la vista, luego abrió el maletero. Joni alzó la vista hacia él. El bocadillo de frankfurt que había comprado en Stinson Beach y había echado dentro del maletero a primera hora de aquella mañana había desaparecido. La lata de Pepsi—Cola estaba abierta a su lado, varía. Tenía que haber sido difícil, pensó, beber en el maletero.
—Sal —dijo.
La ayudó a salir y cerró el maletero.
Joni miró a su alrededor como si se preguntara dónde se habían detenido, y por qué. No pareció encontrar la respuesta. Alzó la vista hacia Roy.
—Necesitamos un nuevo coche —dijo él—. Vas a ayudarme a conseguirlo.
La condujo a lo largo del arcén. Cuando estuvieron a quince o veinte metros de la parte trasera del coche, le dijo que se tendiera en el carril de la parte norte.
Joni negó con la cabeza.
Mejor así. Realmente no podía confiar en ella, de todos modos. Probablemente intentaría echar a correr.
Intentó pensar en una forma de hacerlo sin hacerse daño en la mano: una roca, un palo de madera, o el mango de su cuchillo servirían. Quizá servirían demasiado. No quería correr el riesgo de matarla. Todavía no. Así que se decidió por su mano. Agarrando el cuello de su blusa, tiró de ella hacia delante. Mientras caía hacia él, lanzó su puño derecho contra su sien. Las piernas de la niña se aflojaron. La arrastró metiéndola a medias en la carretera, y la dejó caer. Rápidamente arregló sus manos y pies de modo que parecieran desmañadamente abiertos. Luego regresó a su coche, se ocultó entre los árboles próximos, y aguardó.
La espera fue corta.
Sonrió, sorprendido por su buena suerte, mientras contemplaba a un Rolls—Royce negro aparecer por la curva. Conducía un hombre; una mujer iba sentada a su lado en el asiento del pasajero.
El coche hizo un brusco giro para evitar a Joni, luego disminuyó su velocidad, y se detuvo detrás del Pontiac de Roy. El conductor salió. Dejando su portezuela abierta, caminó rápidamente hacia Joni. Era un hombre alto, más de metro ochenta, y de al menos ochenta kilos de peso.
¡Un maldito jugador de fútbol!
Mierda.
El hombre alto se arrodilló junto a Joni. Tocó su cuello, probablemente intentando comprobar su pulso. El Rolls estaba a unos seis metros de Roy. Todas las ventanillas estaban alzadas. La mujer, vuelta hacia atrás, estaba mirando por la ventanilla trasera.
El hombre empezó a quitarse su chaqueta de sport.
Roy saltó de detrás de los árboles. Sus botas hicieron crujir la alfombra de pinaza y hojas secas. El hombre miró por encima de su hombro. La mujer empezó a volver su cabeza. Roy saltó por encima del Rolls, apoyando su bota en el capó delantero para ganar nuevo impulso. El coche se bamboleó bajo su peso. El hombre estaba ya de pie. Roy cayó de nuevo al suelo entre el lado del coche y la abierta portezuela. La mujer gritó cuando Roy se metió en el asiento del conductor. Cerró la puerta de golpe, y echó el seguro un momento antes de que llegara el hombre.
Sin dejar de gritar, la mujer golpeó con el hombro la portezuela de su lado. Roy agarró el cuello de su blusa. La tela se rasgó, pero la detuvo lo suficiente como para que Roy pudiera sujetarla del pelo. Tiró de ella hacia sí. Su mejilla golpeó contra el volante. Obligó a su cabeza a apoyarse contra su pierna, y le golpeó fuertemente el cuello con el canto de su mano.
El rostro del hombre se apretó contra la ventanilla, la rabia en sus ojos, sus puños golpeando el cristal.
Roy se dio cuenta de que el motor del coche estaba aún en marcha. Metió la marcha atrás y pateó el acelerador. El coche retrocedió con una sacudida. El hombre alto, tambaleándose tras dar un rápido paso atrás, lo miró a través de la polvareda que se iba depositando.
Pareció comprender sus intenciones.
Roy metió la primera. Cuando el Rolls se lanzaba hacia delante, el hombre saltó sobre el maletero del Pontiac. Roy se aferró al volante. Golpeó fuertemente contra el Pontiac. El hombre perdió el equilibrio. Cayó pesadamente sobre el capó del Rolls. Con un rápido cambio a marcha atrás, Roy hizo retroceder el Rolls con una sacudida y derribó al hombre.
Justo frente a él.
Se lanzó de nuevo hacia delante. El coche dio una satisfactoria sacudida cuando pasó por encima del hombre.
Tan fácil como pasar por encima de un tronco. Roy sonrió.
Su sonrisa se desvaneció inmediatamente.
¿Y si pasaba otro coche?
La mujer tendida sobre sus rodillas estaba inconsciente, quizá muerta.
Dejó el motor en marcha, y salió. El cuerpo del hombre yacía convenientemente cerca de la parte trasera del Pontiac. Roy abrió su maletero. No sentía deseos de mirar de cerca el cuerpo, y mucho menos de tocarlo... no viendo la forma en que su cabeza había sido horriblemente aplastada. Pero no tenía otra elección. Algo hizo un sonido pastoso, apagado, cuando alzó el cuerpo. Lo echó al maletero del Pontiac, y vomitó encima. Luego cerró el maletero de un golpe.
Corriendo hacia la niña, se miró a sí mismo. Su camisa y sus pantalones chorreaban cuajarones de sangre. Aunque sentía arcadas, siguió corriendo. Alzó a Joni, manchándola con la sangre del hombre muerto, y la llevó al Rolls. La echó en el asiento de atrás. Corrió al Pontiac, tomó su mochila, y la metió en el Rolls al lado de Joni. Luego subió al asiento del conductor, y llevó el coche hasta la carretera.
3
Roy condujo el Rolls durante cerca de una hora antes de encontrar una carretera lateral que le gustó. Avanzaba por entre desnudas colinas hacia la izquierda. Estaba seguro de que lo llevaría al océano, así que giró hacia allá.
Joni estaba consciente en el asiento de atrás, pero hasta el momento se había limitado a quedarse allí, tendida de lado, mirando al frente. La mujer en el asiento delantero estaba muerta. A Roy no le gustaba la forma en que su cabeza reposaba sobre su pierna, pero decidió no sentarla: aunque no había sangre, sus esfuerzos por aspirar aire habían contorsionado horriblemente su rostro. Su piel tenía un tinte gris azulado. Si la mantenía sentada, la gente podía darse cuenta. Así que simplemente aceptó el repulsivo peso de su cabeza sobre su pierna del mismo modo que aceptaba la sangre en sus manos y camisa y pantalones. Tenía que aceptarlo, al menos hasta que encontrara un lugar desierto junto al agua.
Aquel frente a él parecía prometedor.
La carretera terminaba a un centenar de metros de la orilla. Aparcó a la sombra. No había ningún coche a la vista. Algunas vacas pastaban en una ladera. Salió. A la izquierda de la carretera, el suelo se hundía bruscamente, formando una garganta cubierta de enormes matorrales. Un sendero a lo largo del borde de la garganta conducía hasta una playa.
Le hubiera gustado llevar el cuerpo de la mujer hasta el agua, remolcarlo hasta lejos, y luego soltarlo. Pero arrastrarlo hasta la playa sería duro. Y peligroso además. Era mejor olvidarlo.
Lo tiraría a la garganta.
No ahora, sin embargo. No hasta que él y Joni se hubieran lavado y estuvieran listos para irse. Mientras tanto, no podía dejarla simplemente en el asiento delantero. Podía llegar alguien.
Pensó en el maletero.
Entonces se le ocurrió una idea mejor. Comprobando de nuevo que no estaba siendo observado desde ninguna parte, salió, y tiró de ella a través del asiento delantero. Sus pies golpearon el suelo, y uno de sus zapatos se salió de su pie. La arrastró frente al coche. Allá, la tendió a lo largo sobre el suelo de tierra. Sus brazos y piernas estaban un poco rígidos, pero consiguió ponerlos rectos. Tras situar sus piernas juntas y los brazos pegados a sus costados, Roy volvió al coche.
Condujo lentamente hacia delante.
Observó sobre el negro capó como el coche parecía tragársela.
Frenó y salió. Tenía que agacharse y bajar la cabeza para verla en la oscuridad debajo del coche.
Un magnífico escondite.
Sacó a Joni del asiento trasero. Juntos, caminaron sendero abajo hacia la playa.
4
El agua, fría al principio, perdió pronto la primera impresión de su baja temperatura y le pareció casi caliente a Roy. Joni seguía de pie en la orilla. Sólo las olas más largas llegaban lo suficientemente lejos como para mojarle los pies.
Roy se quitó la camisa. Frotó la tela con sus nudillos, intentando lavarla. Las olas lo cogían, lo alzaban, lo arrastraban. Cuando lo llevaban demasiado lejos de Joni, nadaba acercándose. Alzó su camisa azul y la estudió a la luz del sol. Si quedaba sangre en ella, lo cual no dudaba, al menos las manchas apenas eran distinguibles.
—Ven, Joni, y lávate.
Ella negó con la cabeza. Reculó, alejándose del agua, y se sentó en la arena.
—Ya sabes lo que ocurre —dijo Roy— cuando no haces lo que yo digo.
Ella miró hacia abajo, donde una prominencia rocosa se metía en el agua. Las olas golpeaban contra las rocas, levantando surtidores de espuma. Miró hacia arriba. En esa dirección, la línea de la costa se curvaba hacia dentro y desaparecía.
—No lo intentes —dijo Roy, chapoteando hacia ella.
Joni se puso en pie y caminó hacia el agua. Cuando le llegó a los tobillos, siguió caminando. Llegó una ola alta, mojándola hasta la cintura, aplastando su falda plisada contra su piel. Entonces se detuvo. El agua retrocedió. Inclinándose, echó agua sobre las manchas de sangre de su blusa. Las frotó. Llegó una ola, derribándola hacia atrás. Cayó de espaldas, y el agua festoneada de blanco cubrió su cabeza.
Roy fue hacia ella. La alzó. Besó su frente. Luego, envolviendo su mano con su camisa, frotó las manchas de sangre en la blusa de la niña. Fueron aclarándose, pero no desaparecieron por completo. Finalmente lo dejó.
La llevó hasta más adentro en el agua, e hizo todo lo que pudo por lavar la sangre de su pelo. Cada vez que tocaba el sensible lugar donde había golpeado el cuchillo, ella apartaba bruscamente la cabeza. Finalmente consideró que el pelo estaba lo suficientemente limpio. La dejó salir del agua.
En la playa, le quitó la blusa y la falda. Las extendió sobre la arena para que se secaran. Luego se quitó sus propias ropas, y las extendió al lado de las de ella.
Se sentaron en la arena. Estaba caliente debajo de Roy, casi quemaba.
—Intenta dormir —dijo.
Joni se tendió de espaldas y cerró los ojos.
Roy la miró. El agua ponía pequeñas perlitas en sus pestañas. Su piel estaba ligeramente bronceada, excepto allá donde el traje de baño de dos piezas la había dejado más pálida. Como una pequeña damita.
Gotas de agua rodaban por su piel, reflejando la luz del sol. Deseó poder disponer de aceite. Aceite bronceador, o aceite para niños. La hubiera frotado completamente con él. Su piel debía de ser suave y caliente.
Se tendió a su lado, y se apoyó sobre un codo para contemplarla. Las pestañas de la niña se agitaron. Únicamente fingía dormir, por supuesto.
Abrió los ojos cuando él la tocó.
Volvió su cabeza y lo miró. Él se preguntó, brevemente, si parecía tan triste por lo que les había ocurrido a sus padres, o por lo que él le había hecho a ella.
Nada de aquello importaba una mierda.
Inclinándose sobre ella, la besó en la boca. Su mano empezó a descender por su piel calentada por el sol.
14
1
—Debería llegarnos hoy, señora. Eso es todo lo que puedo decirle. Cuando lo tengamos, se lo instalaré.
—¿Cree usted que el coche estará listo hoy? — preguntó Donna.
—Como le he dicho, depende de que llegue el radiador.
—¿Hasta qué hora tienen abierto ustedes? — preguntó ella.
—Hasta las nueve.
—¿Podré llevarme mi coche, entonces?
—Si está hecho, Stu se lo dará. Yo me voy a las cinco, ¿sabe? Stu no es mecánico. Si no está hecho a las cinco, no estará hecho hasta mañana.
—Gracias.
Encontró a Sandy cerca, contemplando un distribuidor automático.
—¿Puedo comprarme una bolsa de patatas? — preguntó la niña.
—Bueno...
—Por favor. Me muero de hambre.
—Vamos a comer muy pronto. ¿Por qué no esperas un poco, y pides patatas chips con tu comida?
—¿Dónde vamos a comer por aquí? — preguntó la niña, dejando el distribuidor automático a un lado.
—No estoy segura —admitió Donna.
—No en ese lugar al que fuimos ayer. Es tan vulgar.
—Probemos por este lado. — Echaron a andar hacia el sur por Front Street.
—¿Cuándo estará listo el coche?
—¿Quién sabe?
—¿Eh? — Sandy arrugó la nariz. Cuando la desarrugó, sus pesadas gafas de sol se deslizaron hacia delante. Las devolvió a su lugar con el dedo.
—El hombre de la estación no ha podido decirme cuándo estará listo. Pero tengo la sensación de que deberemos quedarnos aquí hasta mañana.
—Si papá no nos encuentra antes.
La mención del hombre sobresaltó a Donna. De alguna forma, después de conocer a Roy, el temor a su ex marido había sido desplazado a un oscuro rincón de su mente y olvidado.
—No sabe dónde estamos.
—Tía Karen lo sabe.
—Ahora que lo dices, déjame llamarle a tía Karen. — Mirando a su alrededor, vio una cabina telefónica en la esquina de la estación Chevron que acababan de abandonar. Retrocedieron hacia ella—. ¿Cuánto vale la bolsa de patatas?
—Treinta y cinco centavos.
Le dio a Sandy un billete de un dólar.
—Tendrás que pedirle cambio al hombre.
—¿Tú quieres algo?
—No, gracias. Ve a comprarla.
Observó alejarse a su hija, luego se metió en la cabina telefónica. Sus monedas resonaron dentro de la máquina. Marcó el número de la operadora, y le pidió que la llamada fuera cargada al número de su casa. Cuando obtuvo la comunicación, oyó sonar el teléfono de su hermana. Cogieron el aparato después del segundo timbrazo. Donna esperó oír la voz de Karen. Únicamente oyó silencio.
—¿Hola? — dijo finalmente.
—¿Bien?
—¿Bob? — preguntó, puesto que la voz no sonaba como la de él—. Bob, ¿eres tú?
—¿Quién es, por favor?
—¿Quién es usted?
—Aquí el sargento Morris Woo, del Departamento de Policía de Santa Mónica.
—Oh, Dios mío.
—¿Qué desea, por favor, de los señores Marston?
—Estaba simplemente... bien, ella es mi hermana. ¿Le ha ocurrido algo?
—¿Desde dónde está llamando, por favor?
¿Cómo sé que eres un policía?, se preguntó a sí misma. Y se respondió: no lo sé.
—Llamo desde Tucson —dijo.
—Bien.
Mentalmente, lo vio colgar el teléfono y convertirse en Roy, sonriendo al haber conseguido tan fácilmente la información. Pero el otro no colgó.
—Por favor, ¿cuál es su nombre?
—Donna Hayes.
—Bien. ¿Dirección y número de teléfono?
—¿Qué le ha ocurrido a Karen?
—Por favor. ¿Tiene su hermana familiares en la zona de Los Ángeles?
—¡Maldita sea!
—Bien. Señora Hayes, lamento tener que comunicarle que su hermana ha muerto.
—¿Muerto?
—Ella y su esposo, Robert Marston, murieron ayer por la noche. Así que, si tiene familiares...
—Nuestros padres. — Se sentía como embotada—. John e Irene Blix.
—Blix. Bien, señora Hayes, ¿tendría la bondad de darme su dirección?
Le dio su dirección y su número de teléfono.
—Bien.
—¿Fueron..., fueron asesinados?
—Asesinados, sí.
—Creo que sé quien lo hizo.
—¿Bien?
—¿Qué quiere decir con bien? ¡Maldita sea, sé quien los mató!
—Bien. Dígamelo, por favor.
—Fue mi ex marido. Su nombre es Roy Hayes. Salió de la cárcel ayer..., quiero decir el sábado. A alguna hora del sábado.
—Bien. ¿Puesto en libertad de dónde?
—San Quintín.
—Bien.
—Ha estado encerrado seis años por violar a nuestra hija.
—Bien.
—De modo que debió matar a Karen para descubrir dónde estaba yo.
—¿Lo sabía ella?
—Sí, lo sabía.
—Bien. Entonces está usted en peligro. Describa a Roy Hayes, por favor.
Mientras le daba al hombre una descripción de su ex marido, vio a Sandy regresando con una bolsa de patatas. La bolsa estaba abierta. Sandy iba tomando las patatas, una a una, y metiéndoselas en la boca.
—Bien. ¿Conduce?
—Sí, pero no sé qué. Puede que haya tomado uno de los coches de Karen. Tienen un Volkswagen amarillo y un Pontiac Grand Prix blanco.
—Bien. ¿De qué años?
—No lo sé.
Miró a su hija masticando patatas fuera de la cabina. Dándose la vuelta, Donna se echó a llorar.
—Por favor, señora Hayes. ¿Son nuevos los coches?
—El Volkswagen es del 77. No sé el otro. Quizá del 72, o del 73.
—Bien. Muy bien, señora Hayes. Muy bien. Ahora, si puedo hacerle una sugerencia, llame a la policía de Tucson, e infórmeles de su situación. Quizá la escolten hasta el aeropuerto.
—¿Al aeropuerto?
—Sí. Sus padres no pueden quedarse solos en estos momentos de tragedia.
—No. Tiene razón. Iré tan pronto como pueda.
—Bien.
—Gracias, señor Woo —y colgó.
Sandy dio unos golpecitos a la pared de plástico de la cabina. Ignorándola, Donna rebuscó monedas en su bolso. Las encontró, e hizo otra llamada.
—Departamento de Policía de Santa Mónica —dijo una mujer—. La oficiala Bleary al habla. ¿Puedo ayudarla en algo?
—¿Tienen ustedes aquí a algún Morris Woo?
—Un momento, por favor.
Donna oyó sonar un teléfono. Alguien lo cogió.
—Homicidios —dijo el hombre—. Detective Harris.
—¿Tienen ustedes a algún Morris Woo?
—No está aquí en este momento. ¿Puedo ayudarla yo en algo?
—Hablé con un hombre por teléfono. — Inspiró por la nariz y se sonó—. Dijo ser el sargento Morris Woo. Simplemente deseaba asegurarme de que era realmente un oficial de la policía.
—Bien.
2
Tras una breve y lloriqueante llamada para darles a sus padres la noticia, colgó y abandonó la cabina.
—Volvamos al motel.
—¿Qué ocurre? — Sandy estaba llorando—. ¡Dímelo!
—La tía Karen y el tío Bob. Han sido asesinados.
—¡No es posible!
—Acabo de hablar con un oficial de la policía, cariño.
—¡No!
—Vamos, regresemos al motel.
En vez de ello, la niña se apretó contra Donna, abrazándola fuertemente mientras lloraba.
15
Cuando Jud salió de su coche, vio a Donna sentada en los escalones delanteros de su cabina, y supo que algo iba mal. Se dirigió hacia ella. Donna lo vio y se puso en pie. La abrazó, y ella se puso a llorar suavemente, apagadamente, su espalda temblando bajo su mano. Jud acarició su nuca. La mejilla de la mujer estaba húmeda contra su rostro. La mantuvo abrazada durante largo rato.
Luego Donna alzó la vista hacia él. Hizo una profunda inspiración, sonrió una disculpa, y se secó el rostro con la manga.
—Gracias —dijo.
—¿Te encuentras bien?
Ella asintió, con los labios fuertemente apretados.
—¿Podemos ir a dar un paseo? — pidió.
—Conozco un lugar estupendo. Pero deberemos ir en coche.
—Antes de irnos, será mejor que me registre para esta noche.
—Buena idea —dijo Jud—. Yo también tengo que hacerlo.
Se dirigieron juntos a la oficina del motel. Se registraron. Luego regresaron al coche de Jud.
—¿Dónde está Sandy? — preguntó él.
—Durmiendo.
—Parece que duerme mucho, ¿no?
—Es una buena vía de escape.
—¿Se encuentra bien?
—No. Probablemente no.
Subieron al Chrysler, y Jud condujo hacia Front Street.
—Vi tu coche en el pueblo esta mañana —dijo Donna, en un obvio intento por cambiar de tema.
—Hice una nueva visita a la casa.
—¿Quieres decir que hicieron una visita? Pensé que la policía...
—Aparentemente la policía no sabe nada del asesinato. El cuerpo ha desaparecido. También la sangre. Parece como si alguien hubiera hecho un buen trabajo de limpieza.
—Un horrible trabajo de limpieza. — La mirada de Donna se encontró con la suya, y frunció el ceño—. Es cosa de Axel. Él es el encargado de la limpieza del lugar.
—Alex está metido en esto hasta los sobacos. También su madre. Todos ellos lo están. Es una empresa familiar. Todo lo que se necesita es un buen asesinato de vez en cuando, para hacer que los turistas sigan llegando.
—Si el cuerpo ha desaparecido, sin embargo...
—Creo que se pusieron nerviosos, matando a alguien tan cercano a los otros tres. Lo suficientemente nerviosos como para pretender que no se había producido.
—¿Por qué la mataron, entonces? Esto me hace dudar. ¿Por qué la mataron, si no deseaban la publicidad?
—Ella iba a quemarles el lugar.
—Sí, supongo que es una suficiente buena razón. ¿Cuál es tu siguiente paso? ¿Intentarás encontrar su cuerpo?
—Eso no serviría de mucho. Lo que debemos encontrar es al hombre con el traje de mono.
—¿Y luego?
—Si lo consigo, lo mataré.
—¿Tienes intención de matarlo?
—Dudo que él me deje otra posibilidad.
Permanecieron en silencio hasta que pasaron la Casa de la Bestia. Una vez tomada la curva, Donna dijo:
—¿Has matado a mucha gente?
—Sí.
—Y... ¿piensas mucho en ella?
Él la miró, luego se desvió al arcén de la carretera y detuvo el coche.
—¿Quieres decir si tengo remordimientos de conciencia?
—Sí, supongo que eso es lo que quena decir.
—Nunca he matado a un tipo que no se lo mereciera.
—¿Quién juzga eso?
—Yo. Yo juzgo y sentencio.
—¿Cómo puedes hacerlo?
—Oigo voces.
Ella sonrió.
—Estoy hablando en serio.
—Yo también. Oigo una voz. Normalmente es la mía, diciendo: «Será mejor cargarme a este bastardo antes de que él se me cargue a mí».
—Eres horrible.
Él rió suavemente. Y entonces sintió un frío nudo en su interior. Tragó saliva.
—A veces lo que oigo son las voces de los muertos. Gente a la que nunca he conocido. Gente a la que vi en fotos de los periódicos, o con mis propios ojos. Me dicen: «Hoy estaría vivo si ese bastardo no hubiera cancelado mi billete». Luego miro a los vivos y dicen: «Ese bastardo va a matarme mañana». Y entonces lo juzgo y luego lo ejecuto si puedo. Imagino que estoy haciendo justicia a los muertos, y salvando unas cuantas vidas. Quizás esto suene horrible, pero mi conciencia está completamente en paz consigo misma.
—¿Matas por dinero?
—Si se trata de la clase de tipo que estoy dispuesto a matar, siempre hay alguien feliz de pagarme para que lo haga.
Salieron del coche. Jud tomó la mano de Donna y la condujo al otro lado de la carretera.
—¿Te importa hacer un poco de ejercicio?
—Me parece bien.
Entraron en el bosque. Jud fue primero, buscando senderos a través de los apretados pinos y rodeando impasibles zonas de rocas o árboles caídos. Se detuvo dos veces para dejar descansar a Donna.
—No me dijiste que era una carrera de obstáculos —dijo ella en un momento determinado.
Los últimos metros fueron empinados, y Jud miró a Donna. El rostro de la mujer reflejaba determinación. Se secó con el dorso de la mano una gota de sudor que colgaba de la punta de su nariz. Unos mechones húmedos se pegaban a su frente.
—Ya casi estamos —dijo él, y le tendió una mano. Tiró de ella hasta arriba de un tronco muerto, luego ambos saltaron al otro lado—. Aquí es.
Caminaron fácilmente a lo largo de la plana cresta de la colina, y llegaron a un ventoso claro.
Donna se desperezó, estirando sus brazos.
—Oh, esta brisa es estupenda.
—Puedes esperar aquí. Voy a ir a buscar algunas cosas ahí abajo.
—¡Así que para eso querías venir aquí!
Acompañó a Jud hasta el borde del claro, donde él señaló al saliente rocoso.
—Dejé algo de equipo en esas rocas —le dijo.
—¿Aquí es donde estuviste la pasada noche?
—Ese es el lugar.
—Iré contigo, ¿de acuerdo?
Juntos siguieron la colina. Luego se abrieron camino hasta el amontonamiento de rocas de arriba, desde donde miraron hacia abajo, a la parte de atrás de la Casa de la Bestia.
—No puedo imaginarme el entrar en ese lugar por la noche —dijo Donna—. Ya es bastante malo a la luz del día.
—Bajaré y recogeré mis cosas ——dijo Jud.
—Está bien. Te esperaré.
Mientras Donna se sentaba en un reborde de roca, Jud bajó hasta el hueco con los dos pequeños pinos. Su mochila y su rifle y su Starlight estaban exactamente allá donde los había dejado la otra noche, cuando echó a correr colina abajo para detener a la mujer. Metió el infrarrojos en su estuche y guardó este en la mochila. Cerró las correas. Luego se la colgó al hombro. Recogió el estuche del rifle y trepó de vuelta arriba.
—Volvamos al primer claro —dijo Donna.
—Seguro.
—No me gusta mirar a esta casa a la cara.
—De hecho, esta parte es el lado posterior de su cabeza —le dijo Jud.
—Es lo mismo.
Subieron hasta el herboso claro de arriba. Jud dejó en el suelo su rifle y su mochila. Donna, acercándosele, apoyó sus manos abiertas en el pecho de él y lo miró fijamente.
—¿Podemos hablar un poco más? — preguntó.
—Por supuesto.
—¿Acerca de asesinatos?
—Si tú quieres.
—Lo que ocurrió hoy... —Bajó los ojos—. Lo que ocurrió es que supe que mi... hermana... —Su voz se quebró. Se dio la vuelta.
De espaldas a él, inspiró profundamente. Jud apoyó las manos en sus hombros—. ¡Mi hermana fue asesinada! — estalló ella, y rompió en lágrimas.
Jud la hizo dar media vuelta y la abrazó con fuerza.
—Yo la maté, Jud. Yo la maté. Escapé. Él no lo hubiera hecho. No hubiera tenido que hacerlo. ¡Dios mío! No sé. ¡No sé! Yo la maté. ¡Yo los maté a los dos!
Al cabo de un rato, Donna se calmó. Dejó de hablar, y tan sólo lloró. Jud la tendió sobre la hierba. Sentándose contra su mochila, la mantuvo abrazada. Las lágrimas de la mujer empaparon la pechera de su camisa. Finalmente dejó de llorar.
—Será mejor que volvamos —dijo Donna—. Sandy. No quiero dejarla sola mucho rato.
—Nos iremos cuando me hayas contado lo que ocurre. ¿Quién mató a tu hermana, Donna?
—Mi ex marido, Roy Hayes.
—¿Por qué?
—En parte para hacerme daño, supongo. Pero principalmente para hacer que le dijera dónde me encuentro.
—¿Por qué querría saber eso?
—Ha estado en prisión. El... violó a Sandy. Ella tenía tan sólo seis años, y él la llevó a dar un paseo en su maldita bicicleta... y la violó. Me había estado haciendo cosas a mí, antes. Cosas perversas.
»Sabía que saldría algún día. Imaginé que lo mejor entonces sería abandonarlo todo y marcharnos. Eso fue lo que hicimos el domingo por la mañana, cuando supe que lo habían puesto en libertad.
»Nunca... nunca se me ocurrió pensar que podía acudir a Karen. No sé lo que pensé, pero nunca... Dios mío, nunca pensé que fuera a Karen o a algún otro, y... debió torturarla, Dios, ¡y todo fue por culpa mía!
»No hubiéramos debido huir. Hubiéramos debido quedarnos. Hubiera debido procurarme una pistola, quizá, y simplemente esperar a que viniera. Pero nunca se me ocurrió. Simplemente pensé que debíamos abandonar la ciudad, y quizá cambiar nuestros nombres, y así todo iría bien. Pero las cosas no fueron así. Y ahora él sabe donde estamos.
—¿Dónde vivía tu hermana?
—En Santa Mónica.
—Eso está a diez o doce horas de aquí.
—No sé. Algo así, probablemente.
—¿No sabes cuándo fue asesinada tu hermana?
—En algún momento de la pasada noche.
—¿Temprano, tarde?
—No lo sé.
—Podría estar en el pueblo en estos momentos.
—Supongo que sí.
—¿Qué aspecto tiene?
—Treinta y cinco años, metro ochenta y dos. Muy fuerte, o al menos lo era. Pesaba unos noventa kilos.
—¿Tienes alguna foto de él?
Negó con la cabeza.
—Las destruí todas.
—¿Cuál es el color de su pelo?
—Negro. Siempre lo llevaba muy corto.
—¿Alguna otra cosa sobre él?
Ella se alzó de hombros.
Jud se puso en pie y la ayudó a levantarse. Preguntó:
—¿Estás convencida de que escapar no servirá de nada?
—El me convenció.
—Entonces volvamos al motel y esperémosle.
—¿Y qué haremos?
—Si es necesario, lo mataré.
—Tendría que ser yo quien se le enfrentara.
—Olvídalo. Ahora todo lo tuyo me afecta.
—No quiero que mates a nadie... no por mí.
—No voy a hacerlo por ti. Voy a hacerlo por mí mismo. Y por las voces.
16
1
—Larry y yo tenemos que salir un momento —dijo Jud mientras acompañaba a Donna cruzando el aparcamiento después de comer—. Quiero que tú y Sandy os quedéis en nuestra cabina hasta que regresemos.
—De acuerdo.
Ninguna discusión. Ninguna pregunta. Su total confianza hacía que Jud se sintiera mejor.
La observó volverse hacia Sandy, que se había rezagado un poco con Larry. En vez de abrir un abismo, el incidente del día anterior en la playa había creado una intimidad entre la niña y Larry. Durante la comida, habían hablado como los mejores amigos. Jud encontraba esta proximidad peculiar bajo las circunstancias, pero conveniente.
—Sandy —dijo Donna—, nos quedaremos un rato en la habitación de Jud y Larry. ¿Quieres traerte tus cartas, o un libro, o alguna otra cosa para distraerte?
La niña asintió.
—Vamos a buscarlo —dijo Donna.
Entraron en su cabina, dejando la puerta abierta.
Larry, en voz muy baja, dijo:
—La pobre niña está desolada.
—Ha sido duro.
—Muy duro, por supuesto. Va a quedar marcada para toda su vida. Ese miserable bruto merecería que le dispararan a la primera.
—Probablemente eso es lo que ocurrirá.
—Lo espero, de veras.
—Esta noche, si tenemos suerte.
—¿Esta noche?
—Hay muchas posibilidades de que aparezca por aquí en algún momento, hoy. Si lo hace, yo estaré ahí con un arma.
—¿Y qué hay con la Casa de la Bestia?
—Puede esperar otro día.
—Supongo que tiene razón, aunque me sentiría mucho mejor si termináramos de una vez por todas con...
—No puedo dejar que ese tipo ponga sus manos sobre Donna y Sandy. Ya les ha hecho suficiente daño.
—Por supuesto. No estoy sugiriendo que las abandonemos. En absoluto.
—Además, ir tras la bestia esta noche podría ser prematuro.
—¿Por qué? — preguntó Larry.
—Quiero saber más. Por eso vamos a ir a visitar la casa de los Kutch esta tarde.
—¿La Casa de la Bestia?
—No. La otra. La que no tiene ventanas.
2
Tan pronto como Jud se hubo asegurado de que Donna podía manejar su rifle sin dificultad, él y Larry subieron al coche y se fueron. Giraron a la derecha en Front Street, tomando el estrecho camino de tierra que conducía a la playa. En una zona rodeada de árboles, aparcaron.
Mientras Jud tomaba su 45 automática del maletero, Larry dijo:
—Eso, por supuesto, no detendrá a la bestia.
Jud se metió la automática bajo el cinturón en la parte de atrás de sus pantalones, y la cubrió con su camisa.
—¿Qué le hace pensar que vamos a encontrarnos con la bestia? Sus dominios, ¿no están confinados a la Casa de la Bestia?
—De todos modos...
Observó a Larry tomar un machete del portamaletas.
—¿De todos modos qué?
—Uno nunca sabe, ¿no?
Jud cerró el maletero.
—Puede quedarse en el coche, si lo prefiere.
—No. Está bien así. Vendré con usted. No puedo resistirme a la oportunidad de ver el interior de esa curiosa casa. Y tiene usted razón, por supuesto: deberíamos estar perfectamente a salvo de la bestia.
Jud miró su reloj de pulsera.
—Bien, la visita de la una está a punto de empezar. Adelante.
—¿Qué hay con Axel?
—Si está en casa, yo me ocuparé de él. Usted simplemente manténgase junto a mí.
—Espero que sepa lo que está haciendo.
Jud no respondió a eso. Siguió caminando por entre los árboles hasta que salieron de ellos: Entonces echó a correr por un espacio abierto hasta la parte de atrás del garaje. Larry le siguió.
—¿Sabe si hay una puerta trasera?
—No estoy seguro.
—Busquémosla.
Caminó hacia la parte de atrás, cuidando de mantener el garaje entre él y la cabina de los tickets de la Casa de la Bestia, a un centenar de metros de distancia. Cuando estuvo paralelo con la parte de atrás de la casa de ladrillo, cruzó el espacio que los separaba.
La parte de atrás de la casa era de sólido ladrillo.
—Ninguna puerta —dijo Larry.
Jud caminó a través de un patio lleno de hierbajos hasta la esquina más alejada. Miró por ella. Ninguna puerta en aquel lado tampoco: tan sólo la gris caja metálica del sistema de ventilación de la casa. Al otro lado de Front Street, podía verse la parte sur de la verja y el césped de la Casa de la Bestia, desiertos.
—Quédese pegado a la pared —dijo Jud.
Se secó el sudor de su frente y avanzó.
Se detuvo en la esquina delantera de la casa. Indicando a Larry que permaneciera atrás, miró a la cabina de los tickets al otro lado de la calle. El lado que daba a la calle tenía una puerta cerrada, pero ninguna ventana. Mientras Wick Hapson permaneciera dentro, no podría ver a Jud.
Más allá de la cabina de los tickets, el grupo de visitantes estaba apiñado cerca del porche de la Casa de la Bestia, probablemente oyendo la historia de Gus Goucher. Jud aguardó a que entraran.
—Quédese aquí hasta que le haga una señal.
—¿Está Axel en casa?
—Su furgoneta está aquí.
—Oh, cielos.
—Tranquilícese. Eso puede hacer las cosas más fáciles.
—Por el amor de Dios, ¿cómo?
—Si es un alma cándida, la puerta no estará cerrada por dentro.
—Estupendo. Maravilloso.
—Espere aquí.
Jud comprobó de nuevo la cabina de los tickets, luego caminó rápidamente cruzando el patio delantero hasta la puerta.
La puerta interior estaba abierta de par en par. Jud apretó el rostro contra la puerta mosquitera, intentando ver dentro. No pudo ver mucho. Excepto la luz que entraba por el umbral, el interior estaba oscuro. Suavemente, abrió la puerta mosquitera y entró.
Se apartó rápidamente de la zona iluminada. Durante al menos un minuto entero permaneció sin moverse, escuchando. Convencido de que estaba solo, palpó las paredes cerca de la puerta y encontró un interruptor. Lo accionó. Se encendió una lámpara, llenando el vestíbulo de entrada con una suave luz azul.
Directamente frente a él, unas escaleras conducían al piso superior. A su derecha había una puerta cerrada, a su izquierda una habitación. Se metió en la habitación. A la débil luz del vestíbulo encontró una lámpara. La encendió. Más bombillas azules.
Una alfombra oscura enmoquetaba el suelo. La cubrían almohadones y cojines. Había una lámpara de pie en el otro rincón. Ningún otro mueble.
Jud se dirigió a la puerta mosquitera. Mirando a su través, escrutó la zona cercana a la cabina de los tickets en busca de Wick Hapson. Ningún signo del hombre. Abrió unos centímetros la puerta y llamó a Larry con una seña.
Antes de que Larry alcanzara la puerta, Jud apretó un índice contra sus propios labios. Larry asintió y entró.
Jud señaló hacia la habitación con los almohadones. Luego se dirigió a la puerta cerrada a la derecha de la entrada. La abrió y localizó un interruptor. Lo accionó. Un candelabro sobre una mesa de comedor cobró vida. Las bombillas del candelabro eran azules.
Excepto la luz, Jud no encontró nada anormal en el comedor. Había una vitrina en un rincón. Un gran espejo ocupaba la pared del fondo sobre el aparador. La mesa tenía seis sillas, pero las mesas de comedor normales tenían a menudo ese mismo número de sillas. Vio otras dos sillas haciendo juego a ambos lados del aparador.
Más allá de la cabecera de la mesa había otra puerta. Jud se dirigió hacia ella y la abrió. La cocina. Entró, cuidando de andar suavemente en el suelo de linóleo. Miró en la nevera. Incluso su luz interior era azul. Señalando el estante del fondo, sonrió a Larry. El estante contenía al menos dos docenas de latas de cerveza.
Cerca de la nevera había una puerta.
Cuando empezaba a abrirla, Jud vio luz al otro lado. Una luz azul. La abrió un poco más, y bajó la vista hacia un empinado tramo de escaleras que conducían al sótano.
La cerró suavemente. Pasando por el lado de Larry, regresó al comedor. Tomó una de las sillas de respaldo recto, la llevó a la cocina y la colocó contra la puerta, apuntalándola debajo del pomo.
Luego le hizo señas a Larry de que le siguiera.
Pasaron de la cocina al vestíbulo y subieron silenciosamente las escaleras. Justo en el arranque del pasillo de arriba había un amplio dormitorio. Entraron en él, y Jud encendió la luz azul del techo. Larry se agazapó, palmeando la empuñadura de su machete. Luego rió en voz baja, nerviosamente.
—Qué exótico —susurró.
Los espejos ocupaban todas las paredes, y había uno pegado al techo, directamente encima de la amplia cama. No había mantas en la cama, únicamente sábanas azules de satén.
Mientras Larry se arrodillaba para mirar debajo de la cama, Jud comprobó el armario. Las perchas no contenían otra cosa más que batas y más de una docena de camisones. Extrajo uno de los camisones que se llenó de aire, oscilando como si no pesara nada en absoluto. Delicados lazos rosas en los hombros y las caderas eran todo lo que conectaba la parte delantera y trasera del camisón. A través de la diáfana tela, Jud pudo ver a Larry inclinándose sobre el tocador. Volvió a dejar el camisón en su sitio.
—¡Oh, Dios mío! — murmuró Larry.
Jud corrió al lado de Larry. El cajón que había abierto contenía cuatro pares de esposas. Mirando en otro cajón, él y Larry encontraron un montón de cadenas de acero con candados. En otro había un surtido de bragas y sujetadores, portaligas y medias de nilón. Dos de los cajones contenían solamente piel: pantalones y chaquetillas, sucintos bikinis de piel, chalecos y guantes. De un gancho a un lado del tocador colgaba un látigo de montar.
Cerraron todos los cajones y se marcharon.
El cuarto de baño olía a desinfectante. Lo revisaron rápidamente, no encontrando nada fuera de lo común excepto la bañera empotrada en el suelo. Era grande, quizá dos metros por metro veinte, con varias anillas de metal clavadas a las baldosas de la pared a la altura de la cabeza.
—¿Para qué servirán? — preguntó Larry.
Jud se alzó de hombros.
—Parece como para sujetarse.
Al extremo del pasillo, entraron en una habitación pequeña con estanterías con libros, un escritorio, y un sillón acolchado. A la luz del techo, Jud se dirigió hacia una lámpara detrás del sillón. La encendió.
—Ah, luz —susurró Larry cuando una luz blanca llenó la habitación. Empezó a inspeccionar los títulos de los libros.
Jud examinó lo que había encima del escritorio, luego los cajones. El superior de la izquierda estaba cerrado con llave. Arrodillándose, sacó un estuchito de piel de su bolsillo. Extrajo una ganzúa y una palanca tensora, y trabajó en la cerradura. No tuvo ningún problema.
El cajón estaba vacío excepto un único libro encuadernado en piel. Una lengüeta con cerradura lo mantenía cerrado como un diario. Hurgó rápidamente en el cierre, y abrió el libro por su primera página. «Mi diario: un relato verídico de mi vida y mis más íntimos asuntos, volumen 12, en el año del señor de 1903.» El nombre debajo de la inscripción era Elizabeth Masón Thorn.
—¿Qué hay aquí? — preguntó Larry.
—El diario de Lilly Thorn.
—¡ Dios de los cielos!
Hizo pasar las páginas. A una cuarta parte del final encontró la última anotación con fecha de 2 de agosto de 1903: Ayer por la noche aguardé hasta que Ethel y los chicos estuvieron dormidos. Entonces llevé un trozo de cuerda abajo al sótano. Cerró el diario.
—Nos lo llevaremos —susurró—. Ahora echemos una mirada a la otra habitación y salgamos de aquí.
La puerta de la habitación al otro lado del pasillo estaba cerrada. Jud hizo girar el pomo. La abrió unos centímetros.
Larry aferró su brazo.
De dentro de la habitación surgió un extraño sonido como de viento. Jud escuchó atentamente, acercando el oído a la rendija. Oyó silbidos, suspiros, un sonido resoplante como el que hace el viento atravesando un cañón. Cerró silenciosamente la puerta.
Mientras bajaban las escaleras, Larry susurró:
—Era la bestia. Estaba ahí dentro, durmiendo.
—Creo que era simplemente Axel.
—¡Axel, tonterías!
—Pero no estaba solo —dijo Jud.
—¡Por supuesto que no!
—Oí al menos a tres personas en esa habitación. Salgamos de aquí.
—Maravillosa sugerencia. La apruebo al cien por cien.
17
El letrero metálico, verde, decía: «BIENVENIDOS A MALCASA POINT, población 400 habitantes. Conduzca con cuidado». Roy disminuyó la velocidad a 50 kilómetros por hora.
Vio a una docena de personas aguardando junto a una cabina de tickets frente a una vieja casa victoriana. Miró el cartel. Las rojas letras ondulaban y chorreaban como sangre reciente. LA CASA DE LA BESTIA. Sonrió y se preguntó qué infiernos sería aquello.
Reduciendo la marcha, estudió los rostros de la gente junto a la cabina de los tickets. Ninguna de ellas se parecía a Donna o a Sandy, ni siquiera con los cambios que seis años podían producir. Siguió avanzando.
Observó las aceras en su busca; observó la calle y los aparcamientos en busca de su coche. Un Ford Maverick azul, había dicho Karen. Y no estaba mintiendo. A aquellas alturas, estaba mucho más allá de cualquier mentira.
Cuando vio un Maverick azul aparcado en una estación de servicio Chevron no pudo creer en su suerte. Karen había mencionado problemas con el coche, pero una reparación no suele llevar tanto tiempo: había esperado que Donna hubiera pasado un día allí, como máximo.
Se detuvo frente a una hilera de surtidores de gasolina. Un hombre delgado y sonriente se acercó a su ventanilla.
—Llénelo con extra —dijo Roy, y se preguntó si el Rolls funcionaba con gasolina extra. Decidió que el tipo de la gasolinera haría alguna observación si no era así. El tipo no dijo nada.
Roy salió. Era bueno poder ponerse en pie y estirar un poco las piernas. Sus téjanos estaban aún húmedos en los bolsillos. Se rascó su hormigueante piel y se dirigió a la parte de atrás del coche.
—Ese Maverick que hay ahí —dijo—. ¿No pertenecerá por casualidad a una mujer que viaja con su hija?
—Puede.
—Una mujer de unos treinta y tres años, rubia, muy guapa. La niña de unos doce años.
El tipo se alzó de hombros.
Roy sacó un billete de diez dólares de su billetero. El hombre lo miró por un momento, luego lo tomó y se lo metió en el bolsillo de su camisa.
—¿Cuál es el nombre de la mujer? — preguntó Roy.
—No puedo comprobarlo en este momento.
—¿No será Hayes? ¿Donna Hayes?
El hombre asintió.
—Sí, sí lo es. Recuerdo el Donna.
—¿Y lleva a una niña con ella?
—Una chiquita rubia.
—¿Llevan mucho tiempo reparando el coche?
—Un par de días. Lo trajimos el lunes por la mañana. Es decir ayer. El radiador estaba roto. Hemos tenido que pedir uno nuevo a Santa Rosa, acaba de llegar.
—¿Así que siguen todavía en el pueblo?
—No sé en qué otro sitio podrían estar.
—¿Dónde están?
—Sólo hay un motel. El Welcome Inn, a un kilómetro siguiendo la carretera, a su derecha.
Roy le entregó al hombre otros cinco dólares.
—Eso es para que mantenga la boca cerrada.
—¿Para qué la busca usted?
—Soy su marido.
—Oh, ¿sí? — Se echó a reír—. ¿Se le escapó?
—Exacto. Y he venido a dejar arregladas las cosas.
—No se lo reprocho. La mujer es de campeonato. Yo echaría chispas si me hubiera abandonado a mí.
Roy pagó la gasolina, luego condujo un kilómetro carretera adelante. Vio primero el restaurante, un edificio rústico rodeado de árboles. «Restaurante del Welcome Inn. Especialidades.» A corta distancia más allá había una cafetería. Luego un sendero conducía hasta una explanada con aproximadamente media docena de cabinas a cada lado. Junto a la entrada del sendero estaba la oficina del motel. El letrero de neón indicando «Hay habitaciones» estaba encendido.
Roy siguió conduciendo, repentinamente nervioso.
Demasiado cerca. No quería estropearlo todo, ahora. Necesitaba tiempo para pensar.
Siguió la carretera hasta que encontró un lugar donde el arcén se ensanchaba. Llevó el coche hasta allí y apagó el motor. Miró su reloj de pulsera. Casi las tres y cuarto.
El coche de Donna está en la Chevron, pensó. Eso está bien. Si está arreglado hoy, o se marchará inmediatamente o se quedará a dormir. Si se marcha, pasará por aquí. Podía simplemente aguardar allí y detenerla de algún modo. ¿Y si se dirigía al sur? No, no iba a hacer aquello. No después de haber recorrido tanto trecho hacia el norte.
Sin embargo, podía hacerlo.
O podía pasar otra noche en el Inn.
Eso sería fácil de saber. Bastaría simplemente comprobarlo en la oficina del motel. Si había decidido quedarse, a aquellas horas ya se habría registrado.
Pero no podía ir a comprobarlo en la oficina. Ella podría descubrirle.
Bueno, no necesariamente. Podía ir a la oficina, obtener el número de su cabina, y conducir directamente hasta delante de su puerta antes de que ella tuviera oportunidad de descubrir nada, tomar precauciones, llamar a la policía. Podía entrar, agarrarla a ella y a la niña, y salir de nuevo antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría.
No era posible. La gente podía verlo. Tendría a la policía inmediatamente tras él...
¿Y por qué llevarlas a ningún lugar? Simplemente entrar, cerrar la puerta a sus espaldas, y quedarse dentro. Más intimidad no podía pedir. Incluso camas. Podría quedarse tanto tiempo como quisiera.
¿Y si estaban fuera?
Si estaban fuera, podían preguntar en la oficina, y enterarse así de que él había estado haciendo averiguaciones.
—Mierda —murmuró, viendo que su plan se hacía pedazos.
De acuerdo, obtener el número en la oficina quedaba fuera de toda cuestión. Eso sólo le dejaba una forma de saber qué cabina era la suya: vigilar el lugar. Esperar a que ella entrara o saliera.
Dejó pasar unos instantes preguntándose acerca de la mejor forma de espiar las cabinas, luego salió del coche. Tomó su mochila del asiento de atrás y pasó sus brazos por las correas. Luego abrió el maletero. Joni estaba consciente. La alzó por los brazos.
Caminaron siguiendo el arcén hasta que Roy vio la oficina del Welcome Inn a unos cincuenta metros al frente. Entonces condujo a Joni por entre los árboles. Las ramas y las pinas del suelo se clavaron en sus pies desnudos, y empezó a llorar.
—Cállate.
—Duele.
—¿Quieres que te lleve?
La niña asintió.
Roy sonrió, recordando como había rechazado una oferta similar la noche antes. Quizás estaba empezando a confiar en él. Se agachó. Ella pasó un brazo por su nuca, como si tuviera mucha práctica. Roy deslizó un brazo por su espalda y el otro por debajo de sus rodillas. La alzó, y empezó a caminar con ella por entre los árboles.
Le gustaba llevar a Joni de esta forma. Era lo suficientemente ligera como para causarle poco esfuerzo. Su brazo en su nuca parecía casi amistoso, aunque sabía que sólo lo hacía por su propia seguridad. Su rostro estaba muy cerca del de él. Inclinando ligeramente su cabeza hacia delante, podía rozar su mejilla contra la suavidad del pelo infantil. La parte de atrás de sus piernas estaba desnuda bajo su brazo derecho. Mientras caminaba, acarició la textura de terciopelo de su muslo. La mano libre de la niña hizo un esfuerzo por detenerle.
Pronto se ofreció a su vista una hilera de cabinas. Estaban pintadas como madera de secoya, con techos inclinados. Había ventanas en la parte de atrás, pero no puertas.
Manteniéndose alejado de las cabinas, Roy se abrió camino pasada la última. Un claro entre los árboles le ofreció una vista del aparcamiento. Se curvaba ligeramente hacia el sur por entre las cabinas. Desde aquel ángulo, imaginó que las ventanas de la cabina más cercana de la derecha le ofrecían una vista de la parte frontal de todas las demás cabinas.
Trazó un amplio arco entre los árboles, y llegó directamente tras ella. Sonrió. El ángulo de la parte de atrás de la cabina le ocultaba de la parte frontal de las demás cabinas. Depositó a Joni sobre sus pies.
—¿Qué estás haciendo? — susurró ella.
Un susurro. Le gustó aquello.
—Estoy buscando un lugar donde quedarnos un rato.
El alféizar de la ventana estaba al nivel de la cabeza de Roy. La ventana estaba cerrada.
—Voy a alzarte un poco —susurró a la niña—. Dime quién hay dentro—. Depositó la mochila en el suelo y se palmeó los hombros.
Joni trepó a sus hombros. Se sujetó a su cabeza. Cogiéndola por las rodillas, Roy se puso lentamente en pie hasta que los ojos de la niña quedaron al nivel de la parte inferior de la ventana.
—Más cerca —dijo ella. Se inclinó hacia delante, apretando con sus muslos la cabeza de él. Haciendo pantalla con sus manos ante sus ojos, miró por el cristal de la ventana—. Más arriba —susurró.
Él la alzó un poco más.
—¿Quién hay dentro?
—Nadie.
—¿Estás segura?
—¿Eh?
—¿Hay alguien dentro?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
La volvió a bajar al suelo, y ella se apartó ligeramente de él.
—No estarás mintiendo, ¿verdad?
—Yo no digo mentiras —dijo la niña solemnemente.
—De acuerdo. Será mejor que no.
—Tengo hambre.
—Comeremos cuando estemos dentro.
—¿Qué?
—Llevo muchas cosas de comer en la mochila. Pero primero tenemos que entrar ahí.
—¿Cómo?
No respondió. La condujo hacia el lado derecho de la cabina. Había dos ventanas, pero podían ser vistas desde la cabina al otro lado del aparcamiento. No deseaba correr el riesgo de ser visto. Regresó a la única ventana de la parte de atrás.
Sólo podía entrar rompiéndola.
Eso significaba ruido.
¿Cuáles eran las alternativas? Podía caminar hasta la puerta de una cabina ocupada, llamar, y abrirse paso con el cuchillo. Pero alguien podía verle. Y si empleaba la violencia podía producirse algún grito. Eso sería peor, con mucho, que romper un cristal.
Quizá pudiera meterse debajo de la cabina y espiar a Donna desde allí. Arrodillándose, miró el angosto espacio que había debajo del suelo elevado de la cabina. Un poco más de medio metro. Suficiente. Obtendría una buena vista del frente.
Pero sería sucio. Todo tipo de bichos y arañas. Babosas. Quizá incluso ratas. Sin contar el tiempo que tal vez debería esperar: quizá horas. ¿Y qué haría con Joni? Al infierno con aquello.
Con su cuchillo, soltó las dos abrazaderas inferiores de la mosquitera. Liberó la mosquitera y la quitó, depositándola en el suelo contra la pared.
Buscando en su mochila, sacó la linterna.
—Bien—dijo—, sobre mis hombros.
Joni trepó.
Roy le tendió la linterna. Ella se irguió.
—¿Ves ahí arriba? ¿Donde acaba la ventana?
—¿Aquí? — la niña señaló el palo transversal de la parte inferior de la ventana.
—Exacto. Rompe el cristal justo encima, de modo que puedas pasar la mano y soltar la aldaba. Utiliza el extremo de la linterna. Golpea fuerte.
—¿Aquí?
—Un poco más a la izquierda.
—¿Aquí?
—Aja. Ahora golpea fuerte de modo que se rompa a la primera.
Sujetándose a la frente de él con una mano, la niña golpeó. Roy oyó el sordo ruido de la linterna chocando contra el cristal. No se rompió.
—¡Fuerte! — murmuró—. ¡Golpéalo fuerte! Tan fuerte como puedas. — Aguardó—. ¡Adelante, maldita sea!
La linterna golpeó contra su cabeza. Y otra vez. Y otra vez. El dolor resonó en todo su cráneo. Alzó una mano. La linterna se aplastó contra sus dedos.
Agachándose, golpeó a Joni contra la pared. Ella lanzó un grito y dejó caer la linterna. Roy alzó una mano. Agarró la blusa de la niña y tiró. Joni dio una voltereta. Su espalda golpeó contra el suelo.
—¡Hey!
Roy miró hacia la esquina. Una chica quinceañera estaba de pie allí, llevando varias toallas al brazo.
—¿Qué demonios están haciendo? — preguntó. Sonaba más irritada que asustada.
En un instante, Roy tenía su cuchillo en la mano. Lo apretó contra el vientre de Joni.
—Voy a matar a la niñita a menos que tú vengas aquí.
—No se atreverá.
—Echa a correr o grita, y la abriré en canal como un pescado.
La chica empezó a agitar la cabeza.
—Está usted enfermo —dijo.
—Ven aquí.
Con cortos y vacilantes pasos, la chica empezó a acercarse. Sus ojos lo examinaban atentamente, como si intentara hallar una explicación a todo aquello.
Él observó como la brisa de la tarde agitaba su pelo. Observó como sus pequeños pechos se bamboleaban seductoramente bajo su camiseta blanca. Observó sus esbeltas y bronceadas piernas.
—¿Qué estás haciendo aquí? — preguntó.
—Yo podría hacerle la misma pregunta.
—Simplemente responde.
—Soy la propietaria.
—¿Tú?
—Mi familia.
—Entonces tienes las llaves —dijo Roy, y sonrió.
18
Por encima del sonido de la televisión, Donna oyó acercarse un coche. Sandy la miró, preocupada. Dejando a un lado el periódico, Donna saltó de la cama y se dirigió a la ventana. Un Chrysler verde oscuro se detuvo justo delante de la puerta.
—Son Jud y Larry —dijo. Les abrió la puerta.
—¿Alguna señal de él? — preguntó Jud.
Donna negó con la cabeza.
—No. ¿Cómo os ha ido?
—No demasiado mal.
—¡No demasiado mal, por supuesto! — dijo Larry—. Llegamos hasta allá incólumes, nos introdujimos como ladrones, y echamos nuestros ojos a esto —agitó un libro encuadernado en piel—. Esto es el diario de Lilly Thorn. Sus propias palabras. ¡Dios bendito, qué hallazgo! — Se dirigió al borde de la cama y se sentó junto a Sandy—. ¿Cómo ha ido tu tarde, mi querida damita?
Donna se volvió a Jud.
—¿Encontrasteis el disfraz de la bestia?
—No.
—¿Y el cuerpo de Mary Ziegler?
—Tampoco. Sin embargo, hubo un par de lugares en los que no pudimos mirar.
—¿Volvió alguien?
—No. Una de las habitaciones estaba ya ocupada, y no registramos el sótano porque había luz allí.
—¿Entonces había alguien en la casa?
—Varios alguien al parecer.
—Sólo están Maggie, Axel y Wick —dijo la mujer.
—Y dos de ellos estaban con la visita en la Casa de la Bestia.
—Entonces, ¿quién había en la casa?
—Axel, supongo. Y al menos otros dos.
—¿Pero quiénes?
—No lo sé.
—Eso es un poco inquietante.
—Aja. A mí tampoco me gustó.
Se sentaron en el borde de la cama de Jud.
—¿Cómo es la casa por dentro? — preguntó Donna.
Escuchó atentamente, intrigada por lo que él le contaba de las luces azules, la sala de estar sin ningún mueble excepto almohadones, la bañera con sus extrañas asas. Pero principalmente se sintió fascinada por el dormitorio.
—Una jamás pensaría que Maggie Kutch fuera de ese tipo. ¡Y Hapson! El tipo es un viejo depravado. Ya resulta difícil imaginárselos haciendo el amor, y mucho menos bajo espejos. Lo de la dominación y el sometimiento lo acepto, sin embargo. El sadismo. ¿Viste la expresión de su rostro cuando fue hacia Mary Ziegler con su cinturón?
Jud asintió.
—Siempre pensé que eran una pandilla de degenerados. Quiero decir, tienen que serlo, ¿no?, viviendo de las visitas a un lugar como la Casa de la Bestia.
Excepto un paseo de media hora por la colina que dominaba el océano, pasaron toda la tarde en la cabina 12. Larry leyó el diario en menos de una hora, agitando de tanto en tanto la cabeza, incrédulo, y murmurando. Sandy observaba la televisión. Donna permaneció sentada junto a la ventana con Jud.
A las cuatro y media, Donna mencionó que le gustaría ir a ver como seguía su coche. Los cuatro se dirigieron a la estación de servicio Chevron. Al acercarse, Donna vio su Maverick azul aparcado a un lado del garaje junto con otros tres coches.
—Apuesto a que todavía no lo han tocado —dijo.
Jud la acompañó hasta la oficina, donde el delgado mecánico estaba ocupado al teléfono. Aguardaron fuera hasta que terminó.
—Todo listo, señora —anunció, saliendo.
—¿Quiere decir que ya está arreglado? — preguntó Donna, incapaz de creer la sorprendente noticia.
—Naturalmente. El radiador llegó al mediodía. — Caminó delante de ellos hacia el coche y alzó el capó—. Aquí está. Lo he probado, y funciona perfectamente.
Regresaron a la oficina. Le entregó la factura, detallando el coste de los materiales y de la mano de obra.
—¿Pagará en efectivo o con tarjeta?
—Con tarjeta. — Buscó en su bolso la tarjeta de crédito adecuada.
—¿Dónde se aloja usted? — preguntó el hombre.
—En el Welcome Inn.
—Eso es lo que imaginé. No hay ningún otro lugar donde ir. — Tomó la tarjeta de crédito—. Eso es lo que le dije al tipo que preguntaba por usted.
Las palabras fueron como un latigazo. Donna se quedó mirando al hombre, desconcertada, hasta que la firme presión de la mano de Jud sobre su brazo la hizo reaccionar.
—¿Quién? — preguntó.
—Un tipo que vino conduciendo un Rolls del 76. Dijo que conocía su coche. ¿No la encontró?
Ella negó con la cabeza.
—¿Da siempre información acerca de sus clientes? — preguntó Jud.
—No se presenta muy a menudo la ocasión. — El hombre entrecerró los ojos—. ¿Tienen algún tipo de problema, amigos?
—No —dijo Jud—, pero usted sí podría tenerlos.
El hombre devolvió la tarjeta de crédito a Donna, luego le tendió las notas de cargo para que las firmara. Lentamente, se volvió hacia Jud.
—Será mejor que se largue, amigo, antes de que lo envíe a usted de aquí a Fresno de una patada en su jodido culo.
—¡Cállese! — le gritó Donna a la cara—. ¿Qué derecho tenía usted de decirle a ese hombre nada... nada... sobre mí?
—Maldita sea, señora, yo no le dije nada. El hombre sabía su nombre. Vino aquí a buscarla. Como he dicho, no hay otro lugar donde quedarse más que el Inn. La hubiera encontrado de todos modos. — El mecánico lanzó una dura mirada a Jud, luego volvió a mirar a Donna—. La próxima vez que se largue del lado de su marido, señora, debería ser usted un poco más cuidadosa. — Sonrió y se alejó.
—¡Vamonos! — Donna llamó a su hija y a Larry. Estaban al otro lado de la calle, mirando escaparates. Mientras se reunían con ellos, Donna dijo—: No quiero que Sandy se entere, ¿de acuerdo?
—Será más precavida si lo sabe.
—Está aterrada por ese hombre. Y después de todo lo que ha pasado...
—No se lo diremos. Pero tenemos que ser condenadamente cuidadosos a partir de ahora. Especialmente en el Inn.
Donna agitó la cabeza, y encontró confianza en los ojos del hombre. Recibió a Sandy y a Larry con una sonrisa.
—Milagro de milagros —dijo—. El coche está listo.
En el camino de regreso al Welcome Inn, Donna miró hacia todos lados buscando un Rolls—Royce, pero no vio ninguno. No había tampoco ningún Rolls en el aparcamiento.
—Aparca frente a tu cabina —dijo Jud.
Así lo hizo. Luego Jud los condujo a todos cruzando el asfalto hasta su propia cabina. Entró el primero, y efectuó un rápido registro antes de dejarles pasar.
—Necesito ir a la oficina —dijo—. Estaré de vuelta en un minuto.
Estuvo de regreso en menos de cinco. Agitando ligeramente la cabeza, le hizo saber a Donna que nadie había estado preguntando por ella en la oficina.
—¿Por qué no vamos ahora a cenar? — sugirió.
—¡Yo estoy muerta de hambre! — exclamó Sandy.
—Eres un pozo sin fondo —le dijo Larry a la niña—. Un abismo.
—Tú eres el pozo —dijo ella, riendo.
—Sandy —advirtió Donna—, no utilices ese tipo de lenguaje.
—Él lo hace.
—Es diferente. Él no dice «pozo» de la forma en que lo haces tú.
—Apuesto a que no.
Mientras se dirigían al restaurante del motel, Donna pasó su brazo en torno a la cintura de Jud. Su mano tocó un objeto duro y protuberante justo encima de su cinturón. Palpó su contorno.
—Así que es por eso por lo que llevas la camisa por fuera.
—En realidad, la llevo por fuera porque soy un desaliñado.
—Un desaliñado muy bien armado, por lo que veo.
El comedor estaba casi vacío. Mientras la encargada les conducía por entre las mesas, Donna observó todos los rostros. Roy no estaba allí.
—Nos gustaría una mesa en un rincón, por favor—dijo Jud.
—¿Les va bien ésta? — señaló la encargada.
—Estupendo.
Jud, observó Donna, ocupó una silla que le permitía dominar todo el comedor.
Una camarera joven y rubia se acercó.
—¿Algún cóctel?
Donna pidió un margarita.
Sandy una pepsi.
—A mí me gustaría un martini doble —dijo Larry—. Muy seco. Seco hasta los huesos. De hecho, pásese completamente del vermut.
—Eso es una ginebra doble, a palo seco, con una oliva.
—Exactamente. Es usted una joya.
—¿Y usted, señor? — preguntó la camarera a Jud.
—Tomaré una cerveza.
—¿Budweiser, Busch, o Michelob?
—Que sea una Bud.
—Un incorregible esnob —murmuró Larry.
Donna se echó a reír. Rió muy fuerte, más de lo que merecía la observación, pero parecía como si hiciera mucho tiempo que ninguno de ellos reía, y su risa sentó bien. Al cabo de un momento, una risita escapó de labios de Larry. Eso contagió a Sandy. Muy pronto los tres estaban riéndose inconteniblemente. Jud les sonrió, pero sus ojos seguían escrutando el local.
Durante toda la comida, Jud permaneció atento como si no formara parte del grupo, sino que fuera su guardián. Luego insistió en pagar la cuenta.
Cuando salían, Donna lo sujetó del brazo y lo retuvo antes de que siguiera a Sandy y Larry fuera.
—¿Qué...?
—Gracias por la comida. — Lo abrazó fuertemente y lo besó. Pudo notar que se relajaba, que se abría, que ponía algo de emoción al devolverle el beso. Luego la apartó de él.
—Será mejor que nos mantengamos cerca de Sandy —dijo, haciendo pedazos de tal modo la ilusión que Donna sintió deseos de echarse a llorar.
19
Desde la ventana de la última cabina, Roy espió a Donna, Sandy y dos hombres entrar en la cabina 12. El coche de Donna estaba aparcado frente a la 9. Así que supuso que la 9 era la suya, y la 12 la de los hombres.
Eso simplificaba las cosas. En algún momento durante la noche, Donna y Sandy regresarían a su cabina solas. Quizá dentro de cinco minutos. Quizá no en horas. Pero en algún momento. Fuera como fuese, él aguardaría hasta que se hubiera hecho oscuro.
Miró a las dos camas, a las dos chicas, Joni y la otra, atadas a ellas y amordazadas. La mayor, la hija de los dueños del motel, estaba aún sollozando. Supuso que tendría dieciséis años, quizá diecisiete. No sabía su nombre. Pero había sido bueno hacerlo con ella. Había estado húmeda y evasiva, y Roy sospechaba que hasta había gozado. Había dedicado casi una hora a ella después de que los cuatro hubieran salido, probablemente para cenar. No había empezado a llorar hasta después. La culpabilidad, seguro.
Se preguntó por qué nadie había salido a buscarla todavía. Quizá los suyos estaban acostumbrados a que desapareciera de tanto en tanto.
Roy alzó una punta de la cortina y miró de nuevo a la cabina 12. La puerta seguía cerrada.
Volvió a mirar a las chicas. En ese momento no deseaba a ninguna de las dos. Sin embargo, era agradable contemplarlas, tendidas allá, desnudas e indefensas en la cada vez más penumbrosa habitación.
Más tarde, quizá encontrara tiempo para distraerse de nuevo con una de las dos.
¿Cuál?
Infiernos, tenía montones de tiempo para pensar en ello. Montones de tiempo.
Se levantó. Los ojos de la chica mayor lo miraron fijamente cuando se le acercó. Se inclinó sobre la cama. Trazó un círculo alrededor de su pezón derecho, contemplando como la oscura piel se hinchaba y se ponía rígida.
—¿Te gusta eso? — susurró, sonriéndole.
Luego le quitó de un tirón la almohada que tenía bajo su cabeza, la llevó a la silla junto a la ventana, y la utilizó como almohadón para el recto respaldo de madera. Se sentó y se reclinó en la almohada. Aquella estaba mucho mejor.
Alzó unos centímetros la cortina y prosiguió su vigilancia.
20
1
Dejando a los otros en el interior de su cabina, Jud recorrió el perímetro del Welcome Inn. No vio ningún Rolls—Royce ni el menor signo de un hombre de metro ochenta y dos que pudiera ser el ex marido de Donna. Regresó a la cabina. Le hizo una seña a Donna de que saliera fuera.
—Ahora —dijo— vamos a ir a tu cabina y lo esperaremos.
—¿Y Sandy?
—Ella también.
—¿Es necesario? Preferiría... No quiero que lo vea, si es posible.
—Ese es el problema. No parece estar por los alrededores en este momento, pero puede que esté. Quizá yo lo haya pasado por alto. Si está vigilando, sabrá que hemos dejado a Sandy en la 12. Puede ir a por ella.
—Supongamos que ella está con nosotros —dijo Donna—, y Roy viene y de algún modo... te gana. Entonces tendrá a Sandy. Si la dejamos con Larry y ocurre eso, estará a salvo.
—Haremos lo que quieras.
—¿Crees que él lo sabrá, si la dejamos en la 12?
—Puede saberlo —admitió Jud.
—¿Pero hay posibilidades de que no lo sepa?
—También.
—De acuerdo. Entonces la dejaremos en la 12 con Larry.
—Como quieras.
Dio instrucciones a Larry de que se quedara dentro, de que mantuviera la puerta cerrada y las cortinas echadas, y que a la primera señal de problemas disparara un tiro de alarma y se encerrara con Sandy en el cuarto de baño. Metidos en la bañera, deberían estar a salvo de las balas. Jud acudiría corriendo. Estaría allí cinco segundos después del primer disparo.
—Quizá —dijo Larry— pueda cazar al tipo con mi disparo de alarma.
—Si te ofrece un buen blanco, hazlo. Pero no esperes demasiado. Estaréis seguros una vez os hayáis metido en la bañera con la puerta del cuarto de baño cerrada.
Jud le dejó el rifle. Tomó el diario de Lilly Thorn. Luego él y Donna cruzaron el aparcamiento en sombras y se dirigieron a la cabina 9.
Él entró primero, y la registró. Cuando Donna hubo entrado, cerró por dentro la puerta y se aseguró de que las cortinas de las ventanas estaban completamente echadas. Encendió la lámpara de la mesilla de noche entre las dos camas.
—¿Dónde quieres que me coloque? — preguntó Donna.
—Yo me situaré en el suelo aquí, entre las camas, a fin de estar fuera de la vista. Tú puedes ocupar una de las camas. Quizá ésta sea la mejor —dijo, palmeando la que estaba más alejada de la puerta.
—Me parece bien. ¿Qué debo hacer mientras esperamos?
—Puedes ver la televisión si quieres. No importa. Yo quiero echarle una ojeada a lo que Lilly tiene que decir.
—¿Puedo yo también?
—Por supuesto.
—¿Por qué no te lo leo?
—Estupendo. — Sonrió. Le gustaba la idea. Le gustaba mucho.
Donna se quitó las zapatillas. Sus calcetines eran blancos. A Jud sus pies le parecieron muy pequeños. La observó mientras se sentaba en la cama, con los pies doblados bajo su cuerpo y su espalda apoyada en el cabezal.
Él se sentó en el suelo entre las camas. Con la otra almohada acolchó la parte frontal de la mesilla de noche y se reclinó en ella. Colocó su colt 45 automático en el suelo, a su lado.
—¿Todo listo? — preguntó Donna.
—Todo listo.
—Mi diario —empezó a leer ella—. Un relato verídico de mi vida y mis más íntimos asuntos.
2
—Día 1 de enero —leyó Donna—. Supongo que será de 1903. Siendo este el primer día del nuevo año, lo he dedicado a la solemne meditación. Le he dado al Señor las gracias correspondientes por su bondad proporcionándome dos magníficos muchachos, y los medios con los que proveer a sus necesidades. Le he pedido que perdonara mis faltas, pero sobre todo que velara amorosamente por mi querido Lyle, que tiene un noble corazón y se ha apartado del buen camino únicamente porque ama a su familia hasta delinquir por ella.
—Era un ladrón de bancos —dijo Jud.
—Pero tenía un noble corazón.
—Quizá puedas saltarte algo de eso.
—¿E ir directamente a la parte interesante? — Fue pasando lentamente las páginas, examinándolas—. Oh, aquí hay algo. Día 12 de febrero. Hoy me he sentido más descorazonada que nunca. El Señor ha seguido recordándonos que somos parias en esta ciudad. Varios de los jóvenes de la localidad han atacado a Earl y a Sam cuando volvían de la escuela. Los cobardes han herido a mis chicos con piedras, han caído sobre ellos apaleándolos con puños y bastones. No sé la razón de su crueldad, solamente que su origen reside en la reputación del padre de los muchachos.
Donna pasó más páginas.
—Parece como si se hubiera pasado varios días yendo por todo el pueblo, diciéndoles a los padres lo que sus respectivos hijos les habían hecho a los suyos. Fueron educados con ella, pero fríos. Apenas había terminado de hacer su ronda cuando sus hijos fueron apaleados de nuevo. Uno de ellos recibió un mal golpe en la cabeza, así que lo llevó al doctor Ross. Escucha: El doctor Ross es un hombre amable y alegre de unos cuarenta y tantos años. Parece no sentir ningún resentimiento ni hacia mí ni hacía los chicos por ser familia de Lyle. Al contrario, nos mira con los ojos más cariñosos que he visto en muchos meses. Me ha asegurado que no tengo que preocuparme por el estado de Earl. Le he invitado a tomar el té, y hemos gozado de nuestra mutua compañía durante la mayor parte de una hora.
Jud escuchó el susurro de varias páginas al ser giradas.
—Parece como si hubiera estado viendo al doctor Ross casi cada día. Empieza a llamarlo Glen. Día 14 de abril. Glen y yo hemos preparado una cesta de picnic y hemos ido a la cima de la colina que hay detrás de la casa. Para mi sorpresa y delicia, ha sacado de su malean de medicinas una botella del más fino borgoña francés. Hemos disfrutado maravillosamente, gozando del pollo y del vino, y también de la mutua compañía. A medida que iba avanzando el día, nuestra pasión ha ido creciendo. Me ha resultado difícil frenarlo. Aunque me ha besado con un ardor que me ha quitado la respiración, no le he permitido que se tomara mayores libertades.
Donna dejó de leer. Bajó la vista a Jud, sonrió, y se sentó junto a él en el suelo.
—Te concedo la libertad de que me beses —dijo.
El la besó suavemente, y ella apretó su boca contra la de él como si estuviera hambrienta de su sabor. Cuando él apoyó una mano sobre el pecho de ella, Donna la apartó.
—Sigamos con Lilly —dijo.
Jud la observó pasar más páginas. Estaba sentada hombro contra hombro a su lado, con el libro apoyado sobre sus rodillas alzadas. El suave cabello que caía sobre su mejilla parecía oro a la luz de la lámpara. Su proximidad y su olor excitaron tanto a Jud que dejó de prestar atención a Lilly Thorn.
—No es que sea muy específica, pero pienso que fue bastante más allá del estadio del beso a estas alturas. Ya apenas escribe sobre nada excepto de Glen.
—Hummm —Jud apoyó una mano en la pierna de Donna, sintiendo el calor de su muslo a través de la pana.
—¡Aja! Día 2 de mayo. Ayer por la noche, después de que los niños se hubieran ido a la cama, salí fuera a la hora convenida y me encontré con Glen en el mirador. Tras muchas afirmaciones de su amor, me pidió mi mano en matrimonio. Acepté su oferta sin vacilar, y él me apretó gozosamente contra su pecho. Durante gran parte de la noche nos abrazamos y planeamos nuestro futuro. Finalmente, el frío empezó a ser mucho para nosotros. Pasamos al recibidor. Allí, en el diván, nos abrazamos de nuevo tiernamente, bendecidos por la plenitud del momento.
Donna cerró el diario, manteniendo el punto con el dedo.
—¿Sabes? — dijo—, me hace sentir algo así como... sucia, estar leyendo esto. Como un voyeur, o algo así. Es tan íntimo.
—Puede que nos diga quién mató a su familia.
—Es posible. Seguiré adelante. Sólo que... no sé. — Bajó la cabeza y empezó a pasar páginas—. Aquí fijan la fecha para la boda. El 25 de julio.
Jud pasó su brazo en torno a los hombros de ella.
—Día 8 de mayo. Tuvimos otra cita en el mirador, ayer por la noche, al sonar la una en el campanario. Glen tuvo la presencia de ánimo de traer una manta. Vencido el frío de la noche, nuestro ardor estalló en nosotros sin freno. Fuimos atrapados como por una marea. Incapaces de resistir su empuje, permitimos que la marea nos llevara sobre su cresta y nos sumergimos en un bendito deleite como jamás había conocido. Supongo —dijo Donna— que quiere decir que jodieron.
—Cristo, pensé que su balsa había volcado.
Echándose a reír, Donna dio un puñetazo sobre su pierna.
—Eres horrible. — Volvió la cabeza hacia él, y él la besó—. Horrible —dijo en su boca.
Él pasó suavemente la yema de sus dedos a lo largo de la suave piel de la mejilla de ella, siguiendo la línea de su mandíbula y de su garganta. Ella dejó el libro. Volviéndose de modo que uno de sus pechos se apretó contra el costado de Jud, empezó a desabrochar su camisa. Luego deslizó su mano bajo ella, acariciando su estómago y pecho.
Jud se dejó caer hacia atrás, abandonando el apoyo de la mesilla de noche. Tendido de lado, con ella apretada contra su cuerpo, tiró de la parte inferior de su blusa soltándola de los pantalones, y deslizó su mano por la parte de atrás de sus pantalones de pana, sintiendo la fría suavidad de la curva de sus nalgas. Alzó su mano recorriendo su espalda y empezó a desabrochar el cierre de su sujetador.
—Espera —dijo ella.
—¿Qué ocurre?
—El suelo fue la otra noche —dijo ella, apartándose de él. Se puso en pie.
Con los ojos clavados en Jud y una sonrisa ligeramente aprensiva en su rostro, se desabrochó la blusa. La tiró sobre la cama más cercana a la puerta. Se quitó el sujetador y lo tiró también. Sentándose en el borde de la cama, se quitó los zapatos. Se puso nuevamente en pie, soltó su cinturón, y se desabrochó los pantalones. Resbalaron a lo largo de sus caderas. Alzando los pies, acabó de quitárselos. Ahora llevaba tan sólo unas brevísimas bragas. La oscuridad de su vello púbico era visible a través del fino nilón azul. Se quitó también las bragas.
—Ponte de pie —dijo. Jud observó un temblor de miedo o excitación en su voz.
Se quitó los zapatos y los calcetines. Depositó su colt 45 junto a la lámpara. Luego se puso en pie, quitándose la camisa. Mientras acababa de desabrochársela, Donna soltó su cinturón. Le bajó los pantalones, arrodillándose. Luego deslizó sus calzoncillos a lo largo de sus piernas. Su lengua chasqueó cuando tomó el miembro en su boca, chupando.
Él gimió. Cuando Donna se puso en pie, la abrazó fuertemente. Durante un largo rato la mantuvo allí sujeta entre las dos camas, besándola, explorando las laderas y las hendiduras y los orificios de su cuerpo, estrujando y sondeando mientras ella hacía lo mismo con él.
Luego se separaron. Donna apartó las mantas, y se tendieron en la cama.
No se apresuraron.
Parte de la mente de Jud permanecía alerta, escuchando cautelosamente como un soldado montando guardia. El resto de él se unió a Donna. Se hizo parte de su suavidad, de su pelo, de los suaves sonidos que brotaban de su garganta, de las partes secas y de las partes húmedas de su cuerpo, de sus muchos aromas, de sus sabores. Y finalmente de la deslizante vaina que se apoderó de su miembro, incitándolo hasta que la contenida tensión le dolió.
Arqueando su espalda, se sumergió profundamente, más profundamente que nunca. Una y otra vez. Gimiendo, Donna se agitó locamente y lo aferró. Cayó sobre ella, bombeando y bombeando, y todo el dolor acumulado entre sus muslos estalló.
Luego permanecieron tendidos durante mucho rato uno al lado del otro. Hablaron suavemente; no dijeron nada. Donna se durmió sujetando su mano. Finalmente, Jud se levantó. Se vistió, y volvió a ocupar su posición en el suelo entre las camas, el colt 45 junto a su pierna.
3
—¿He dormido mucho? — preguntó Donna.
—Media hora, quizá.
Ella se sentó en el borde de la cama y le besó.
—¿Quieres volver a Lilly? — preguntó.
—Te he estado esperando.
—Te he fallado como narradora.
—Aja.
Ella sonrió.
—Todo por culpa tuya.
Alargó un desnudo brazo hacia el libro.
—Quizá sería mejor que te vistieras.
—Hummm. — Sonó como si no le importara mucho.
—Si tenemos visita...
—Dios, ¿has tenido que recordármelo?
Él le palmeó una mejilla.
—Vístete, mientras voy a echar un vistazo a Sandy y Larry.
—De acuerdo.
Se cubrió con una sábana mientras Jud abría la puerta.
En algún momento, mientras hacían el amor, había llegado la oscuridad. Se veía luz por la ventana de la cabina 12. Jud se detuvo al lado del Maverick de Donna y escrutó el aparcamiento. Una mujer con dos niños salió de la cabina 14. Se metieron en un coche familiar. Aguardó a que el coche se fuera, luego cruzó hasta la cabina 12 y llamó suavemente a la puerta.
—Soy Jud —dijo.
—Un segundo.
Un momento más tarde, Larry abrió la puerta. Jud miró al interior. Vio a Sandy sentada con las piernas cruzadas frente a la televisión, mirándole por encima del hombro.
—¿Todo bien?
—Hasta que tú me provocaste un ataque de nervios hace un segundo, todo iba maravillosamente.
—Estupendo, te veré más tarde.
Regresó a la cabina de Donna. Estaba sentada en el suelo entre las dos camas, vestida con sus pantalones de pana y su blusa, el diario apoyado contra sus rodillas alzadas. Se sentó a su lado, y colocó el Colt 45 junto a su pierna derecha.
—Están bien —dijo.
—Estupendo. Volvamos a Lilly. Si lo recuerdas, su bote acababa de volcar.
—Exacto. Y ella se había ahogado en olas de pasión.
—Lo cual te dio a ti la idea de crear unas cuantas olas por ti mismo.
—¿Eso es lo que pasó?
—Creo que sí.
Jud la besó rápidamente, y ella sonrió.
—Nada de eso —dijo—. Volvamos a Lilly.
—Volvamos a Lilly.
—De acuerdo. Una vez lo hubo hecho con Glen aquella primera noche, «mimaron su pasión» sobre una base regular. De hecho, casi cada noche. No creo que quieras oírlo.
—En mis actuales condiciones, no especialmente.
—Está bien, veamos lo que viene a continuación. — Giró varias páginas mientras las ojeaba—. Día 17 de mayo. Hoy le he enviado una carta a Ethel, pidiéndole que asista a los esponsales. Espero que se decida por fin a viajar desde Portland...
Donna leyó el resto para sí misma y pasó la página. No dijo nada. Mirándola, Jud vio que sus ojos seguían las palabras. Sus labios estaban fuertemente apretados.
—¿Qué ocurre? — preguntó.
Los ojos de Donna se fijaron en los de Jud.
—Algo ocurrió —dijo.
Volvió a leer en voz alta.
Día 18 de mayo. Una turbadora visión me ha recibido esta mañana, cuando he bajado al sótano a buscar un tarro de manzanas de las que preparé el pasado otoño. A la luz de mi lámpara de gas, he visto que dos de mis tarros de conserva estaban rotos en el suelo. Otro estaba abierto con toda pulcritud, y vacío. Mi primera inclinación, naturalmente, ha sido echarles la culpa a los chicos. Sin embargo, la etiqueta del tarro vacío me ha indicado que contenía remolachas, un vegetal que mis dos chicos aborrecen. Este descubrimiento me ha helado el corazón, porque sé que un desconocido ha entrado en mi casa, y no conozco la naturaleza de sus intenciones. Resistiendo mi impulso de correr escaleras arriba y atrancar la puerta, he buscado por todos los rincones del sótano.
En un rincón cerca de la pared este, oculto a la vista debajo de media docena de sacos de grano, he descubierto un agujero en el suelo de tierra... un agujero lo suficientemente grande como para permitir el paso de un hombre o de un animal de buen tamaño. Rápidamente he cogido mis manzanas en conserva y he huido del sótano.
Día 19 de mayo. Lo he pensado mucho antes de informar a Glen de la visita del desconocido a mi sótano. Al final, he decidido mantenerlo en la ignorancia, porque sé que sus instintos protectores se impondrán sobre él para destruir al visitante. Yo no podría tolerar una medida tan drástica. Después de todo, el visitante no ha hecho hasta ahora daño a nadie.
He decidido arreglar el asunto yo misma, tapando el agujero de entrada. Para realizar esta tarea, he cogido una pala del cobertizo de las herramientas. He bajado al sótano. Otros dos tarros de conservas estaban abiertos y vacíos en el suelo. Esta vez, el visitante se ha dedicado a mis melocotones. Mirando los tarros vacíos, he sentido un repentino y cálido sentimiento de compasión.
El visitante, me he dado cuenta, no pretende causarme ningún daño. Su único deseo es evitar los estragos del hambre. Quizá sea algún infortunado chico, uno de esos desheredados de la sociedad. Yo misma he conocido el dolor de ser un desheredado. He conocido la soledad y el miedo producidos por este hecho. Mi corazón se ha puesto de parte de la desafortunada, desesperada alma que ha entrado en mi sótano para conseguir unos cuantos bocados de mis conservas. He sentido deseos de conocerle, y de ayudarle si puedo.
Día 30 de mayo.
—Hay un lapso de once días, Jud.
—Aja.
Día 30 de mayo. Dudo, tiemblo, ante el pensamiento de trasladar mis acciones al papel. ¿A quién puedo confiárselas, de todos modos? ¿Al reverendo Walters? Él sólo confirmará lo que ya sé, que mis acciones son impuras a los ojos de Dios y que he condenado mi alma a las llamas eternas. Seguro que tampoco puedo decírselo al doctor Ross. No sé qué terrible venganza arrojaría sobre mí y Xanadú.
El 19 de mayo, decidí hacer un intento de ayudar al visitante a mi sótano. Glen vino, después de que los niños se fueran a la cama. Me utilizó a su manera habitual.
—¿Qué fue de las mareas crecientes? — preguntó Donna.
Inmediatamente siguió leyendo.
Cuando hubo terminado conmigo, charlamos de banalidades durante un rato. Finalmente, se fue.
Me dirigí a la despensa, y abrí silenciosamente la puerta del sótano. Allá en la oscuridad, aguardé, escuchando. No brotaba el menor sonido del sótano. Descendí los peldaños, tanteando cuidadosamente el camino, aunque llevaba una lámpara apagada.
Cuando sentí, el suelo de tierra del sótano bajo mi desnudo pie, me senté en el último peldaño y proseguí mi espera.
Mi paciencia, finalmente, fue recompensada. El sonido ahogado de una respiración cansada por el ejercicio brotó de las inmediaciones del agujero. Pronto llegaron débiles ruidos, como los que hace un cuerpo arrastrándose sobre tierra dura. Entonces vi una cabeza asomarse por encima de los sacos de grano.
La oscuridad ocultaba sus rasgos. Tan sólo pude discernir la forma pálida de la cabeza. E incluso ésta distaba mucho de ser precisa. Juzgué por su palidez que era la cabeza de un hombre que no gozaba mucho de los benditos rayos del sol.
Se alzó en toda su altura, y me sentí henchida de temor, porque no era un hombre. Tampoco era un mono.
Al acercarse, decidí descubrir más completamente su identidad, aún a riesgo de mi seguridad. Con este fin, prendí un fósforo. Llameó, proporcionándome una visión momentánea de su horrible semblante antes de que se girara, gruñendo.
Mientras estaba así vuelto de espaldas, contemplé su espalda y sus cuartos traseros. Si era una de las exóticas criaturas de Dios, o una maligna perversión vomitada directamente por el demonio, no lo sé. Su horrible apariencia y desnudez me impresionaron. Sin embargo, me sentí empujada, por una fuerza irresistible, a apoyar mi mano sobre su deforme hombro.
Dejé que el fósforo se apagara. En la oscuridad, sin ninguna clase de visión, sentí que la criatura se volvía. Su cálido aliento en mi rostro olía a tierra y a selváticos bosques. Apoyó sus manos sobre mis hombros. Unas garras se clavaron en mí. Permanecí de pie frente a la criatura, indefensa, llena de miedo y maravilla, mientras ella rasgaba la tela de mi camisón.
Cuando estuve desnuda, husmeó mi cuerpo como un perro. Lamió mis pechos. Me olisqueó, incluso mis partes más íntimas, que sondeó con su hocico.
Se trasladó detrás de mí. Sus garras se clavaron en mi espalda, obligándome a ponerme de rodillas. Sentí el resbaladizo calor de su carne apretarse contra mí, y supe con certeza lo que iba a hacer. Aquel pensamiento me consternó hasta lo más profundo y, sin embargo, de alguna forma, su contacto me estremeció de emoción, haciéndome sentir extrañamente ansiosa.
Me montó por detrás, una forma tan inusual entre los humanos como habitual es entre muchos animales inferiores. Al primer contacto de su órgano, el miedo me retorció las entrañas, no por la seguridad de mi carne sino de mi alma eterna. Y sin embargo le dejé que continuara. Sé, ahora, que ningún poder a mi alcance le hubiera impedido hacer su voluntad conmigo. Sin embargo, no hice ningún intento por resistirme. Al contrario, acogí con satisfacción su entrada. La ansié, como si de alguna forma presagiara su magnificencia.
¡Oh, Señor, cómo me expolió! ¡Cómo sus garras desgarraron mi carne! ¡Cómo sus dientes se clavaron en mí! ¡Cómo su prodigioso órgano golpeó mis tiernas entrañas! ¡Cuan brutal fue en su salvajismo, cuan tierno en su fondo!
Supe, mientras yacíamos exhaustos en el suelo de tierra del sótano, que ningún hombre —ni siquiera Glen— podría jamás despertar mi pasión de aquel modo. Lloré. La criatura, desconcertada y sorprendida por mi reacción, se deslizó en su agujero y desapareció.
4
A la noche siguiente, cuando descendí las escaleras del sótano, lo encontré esperándome. Me desnudé inmediatamente para salvaguardar mi camisón del arrebato de sus garras. Lo abracé, saboreando el resbaladizo calor de su piel. Luego caí sobre mis manos y rodillas, y él me tomó con no menos fervor que la otra noche. Cuando el delirio hubo pasado, yacimos juntos hasta que me recobré.
Finalmente, entonces, le mostré mi lámpara. Le indiqué que se diera la vuelta para proteger sus ojos. Entonces encendí la lámpara, y la cubrí con un capuchón índigo que había preparado durante el día. La azulada lámpara no hería sus ojos, mientras que me proporcionaba a mí suficiente luz para mis propósitos.
Vi, mientras lo estudiaba, que era una criatura a todas luces curiosamente conformada. Algunos de sus extraños rasgos contaban, sin duda, para su magnificencia como amante. Su larga lengua lanceolada era uno de ellos. Su órgano sexual, sin ninguna duda, era el más singular y prodigioso de sus rasgos, contando tanto para su ardor como para el mío. No sólo era asombroso en tamaño y en sus inusuales contorno y pliegues, sino que su orificio era también distinto al de cualquier otra criatura conocida por mí. El orificio, configurado como una mandíbula, poseía un miembro parecido a una lengua con una extensión de casi cinco centímetros.
—Tonterías —dijo Jud—. ¿Qué demonios está intentando vendernos?
—¿Un pene con una boca? — sugirió Donna.
—Pues no es tan mala idea —dijo Jud, y se echó a reír tensamente.
—Siempre que no tenga dientes —dijo Donna.
—Buen Dios, ¿cuánto de esto se está imaginando?
—¿Qué crees tú?
—No lo sé. Mucho de lo que dice, las garras y la piel resbaladiza, la reacción a la luz... concuerda con lo que yo vi.
—¿Qué hay acerca del pene?
—No lo vi. Por supuesto, la casa estaba a oscuras. Apenas podía ver nada.
—Seguiré. Este orificio, y lengua, estoy segura, le permitían no sólo cosquillearme en lo más profundo, sino que realzaba también su ardor con el sabor de mis jugos.
—¡Buen Dios! — murmuró Jud, agitando la cabeza.
Una vez hube satisfecho mi curiosidad contemplando su cuerpo, él me exploró a mí con la misma intensidad. Luego nos rendimos a una nueva marea de pasión.
Cuando terminamos, me presenté a él con un surtido de comida. Comió queso con gran deleite. Mordisqueó el panecillo, y lo desechó. Rechazó la carne de ternera tras olisquearla brevemente. Como descubrí más tarde, tan sólo la carne cruda era aceptada por su paladar, y aquella había sido bien cocinada. Lamió el agua de un bol, luego se sentó sobre sus cuartos traseros, aparentemente satisfecho.
Tendiéndome de espaldas, me abrí a él. Pareció confuso, porque estaba acostumbrado a abrirse camino a la manera de las criaturas inferiores. Lo animé a que se tendiera sobre mí, sin embargo, a fin de poder mirar la extraña belleza de su rostro y sentir su resbaladiza piel contra mis pechos mientras me tomaba.
Cuando hubimos terminado, lo observé deslizarse al interior del agujero detrás de los sacos de grano. Me arrastré hasta el borde del agujero. Escuché, oyéndole descender profundamente. Lo llamé en voz baja. No sabía cuál podía ser su nombre, así que lo llamé Xanadú, según la extraña y exótica tierra descrita por el señor Coleridge en su inacabada obra maestra. Se había ido, pero sabía que volvería a la noche siguiente.
He estado con Xanadú cada noche, bajando muy silenciosamente al sótano después de que los niños estuvieran dormidos. Saciamos nuestras pasiones con una frecuencia e intensidad que no conoce límites. Cada mañana, antes del amanecer, Xanadú regresa a su agujero, no sé por qué, ni tampoco hacia dónde. Mi creencia es que se trata de una criatura de la noche, que pasa sus días durmiendo. Yo también he empezado a actuar de este modo.
La luz del día me descubre debilitada hasta la última fibra. Esto no ha pasado desapercibido a Earl y Sam. Les he explicado, no sin cierta verdad, que últimamente me resulta difícil dormir.
Glen Ross fue mi principal preocupación, al principio. Inmediatamente expresó su preocupación por mi lasitud. Pidió examinarme por si tenía alguna dolencia física, pero me resistí hasta el punto de mostrarme ruda. Retiró su demanda, y me dio polvos para dormir.
Sus demandas nocturnas de atención amorosa se acentuaron, y me asustaron más allá de todo lo que pueda decir. Sus abrazos me hacían estremecer. Sus besos me resultaban repugnantes. Sin embargo, hubiera soportado esas torturas y le hubiera permitido libertades únicamente para alejar sus sospechas, de no haber sido por la evidencia visible dejada en mi cuerpo por Xanadú: los moretones, los arañazos y los cortes de sus garras, las marcas de mordeduras. Más abajo de mi cuello, ni siquiera un centímetro de mi cuerpo no había sido herido por la pasión de nuestro amor. En presencia de mis hijos y del doctor Ross, llevaba una blusa de cuello alto con manga larga, y una falda hasta los pies. E incluso eso no era suficiente protección. En una ocasión tuve que atribuir los arañazos en mis manos y rostro a un gatito que luchó desesperadamente para huir cuando quise tomarlo en mis brazos.
Hace tres noches, el doctor Ross me pidió saber el significado de mis gélidos rechazos. Aunque había esperado hacía días tal planteamiento, resultó difícil ofrecerle una respuesta que no despertara sospechas de la verdad. Finalmente, con una exhibición de modestia y vergüenza, divulgué que nuestros pecados de fornicación ponían en peligro nuestras almas y que ya no podía seguir soportando tanta maldad. Para mi sorpresa, sugirió que nos casáramos inmediatamente. Dije que no podía vivir con un hombre que me había hecho caer de aquel modo. Con una risa burlona, respondió que yo me había mostrado muy satisfecha viviendo con un bandido y un asesino. Utilicé su difamación sobre mi fallecido esposo como un pretexto para arrojar al doctor Ross de mi casa. No creo que regrese.
Ayer, envié una carta a Ethel. Le informé que el doctor Ross había retirado su propuesta de matrimonio, y que yo estaba profundamente dolida por ello. Le pedí que se quedara a Sam y a Earl un par de semanas, a fin de que yo pudiera efectuar un viaje de descanso a San Francisco. Ahora estoy aguardando ansiosamente su respuesta. Con los chicos lejos en Portland, podré abandonar mis agotadores disimulos. Xanadú y yo seremos reyes de toda la casa.
Día 28 de junio...
—¿Qué es eso, casi un mes después de la última anotación? — exclamó Donna.
Mañana, los niños volverán de Portland en compañía de Ethel, que desea visitarme por un período de tiempo no especificado. He estado esperando con dolor su regreso.
Durante casi tres semanas, Xanadú y yo hemos estado solos en la casa. Con la llegada de los demás, él deberá volver al sótano. No sé cómo podrá soportar mi corazón tal separación.
Día 1 de julio. La pasada noche, mientras Ethel y los niños dormían, visité el sótano. En vez de recibirme con un abrazo, Xanadú me miró ceñudamente desde el rincón cercano a su agujero. Tomó la ternera cruda que le ofrecí. Sujetándola entre sus mandíbulas, se arrastró al agujero y desapareció. Aunque estuve aguardando hasta el amanecer, no regresó.
Día 1 de julio. Xanadú no ha vuelto.
Día 3 de julio. Tampoco ha aparecido esta noche.
Día 4 de julio. Si está intentando destruirme con su ausencia, lo está consiguiendo. No sé qué voy a hacer si no regresa pronto.
Día 12 de julio. Han pasado diez noches, y temo que no tenga intención de regresar. Sé, ahora, que fue una locura permitirle salir del sótano. Se acostumbró a la comodidad de la casa y a mi constante presencia. ¿Cómo podía comprender la necesidad de su regreso al sótano? ¿Cómo podía considerar esto más que como un rechazo?
Día 14 de julio. La pasada noche, en vez de mantener mi vigilancia en el sótano, vagué por las boscosas colinas de detrás de la casa. Aunque no hallé signo alguno de Xanadú, seguiré buscando esta noche.
Día 31 de julio. Mis búsquedas nocturnas por la colina no han conseguido nada. Estoy tan débil. Con la pérdida de Xanadú, toda alegría ha desaparecido de mi vida. Ni siquiera en mis hijos encuentro felicidad. Los odio, con todo mi corazón, porque ellos fueron los instrumentos de mi pérdida. Seguramente no les hubiera dejado nacer de mi seno, si hubiera sabido la agonía que su presencia iba a proporcionarme.
Día 1 de agosto. Pasé la última noche en el sótano, esperando el regreso de Xanadú. Hubiera rezado, pero no me atreví a insultar al Señor de tal manera. Finalmente, llegué a la determinación de terminar con mi vida.
Día 2 de agosto. Ayer por la noche aguardé hasta que Ethel y los chicos estuvieron dormidos. Entonces llevé un trozo de cuerda abajo al sótano. Lyle me había hablado a menudo de la ejecución por la horca. Era una forma de morir que siempre había temido hasta el mismo día en que fue abatido a tiros. Hubiera elegido otra forma de terminar con mi vida, pero ninguna parecía tan segura como el ahorcamiento.
Trabajé durante largo rato con la cuerda, pero fui incapaz de conseguir un nudo adecuado para colgarme. Un simple lazo, decidí, bastaría. El dolor de la asfixia sería grande, pero sólo por un tiempo.
Conseguí, tras muchos problemas, echar el lazo por encima de una de las vigas que soportaban el techo del sótano. Até el extremo libre de la cuerda al poste central. Luego me subí a una silla que había bajado al sótano con ese propósito. Con el lazo en torno a mi cuello, me preparé para el final.
Pero me di cuenta de que no podía partir de esta vida sin hacer un último intento de ver a mi amado Xanadú.
Con este fin, bajé de la silla y me encaminé hacia la boca de su agujero en la tierra. Me arrodillé en su borde. Le llamé. No oyendo ninguna respuesta tras una espera de varios minutos, decidí ir a buscarle. Si debía perecer en el intento, que así fuera. Tal fin lo único que haría sería ahorrarme el dolor del ahorcamiento.
Despojándome de mis ropas, me metí de cabeza en el agujero, tal como había visto hacerlo a él en muchas ocasiones. La tierra estaba fría y húmeda contra mi piel desnuda. Su oscuridad era completa. El apretado confinamiento del agujero hacía imposible el arrastrarse sobre manos y pies, así que fui avanzando como una serpiente, apoyándome en mi vientre. No sé durante cuanto tiempo me debatí para abrirme paso hacia las profundidades. Las paredes del túnel parecían apretarse a mi alrededor, como si quisieran aplastar mi respiración. Sin embargo, me obligué a seguir.
Cuando ya no pude moverme más, llamé a gritos a Xanadú. Grité con todo el dolor de mi amor y mi desesperación. Grité una y otra vez, aunque cada respiración hacía arder mis pulmones, porque odiaba morir sin decirle adiós a mi amante.
Finalmente, oí el bienaventurado sonido de su resbaladiza piel deslizándose en la arcilla. Oí el silbar de su respiración. Apretó su hocico contra mi rostro, gimiendo y lamiendo.
Aferrando mi pelo con sus poderosas mandíbulas, fue retrocediendo, arrastrándome. El dolor de aquello fue una bendición para mis ofuscados sentidos. Cuando finalmente soltó mi pelo, no descubrí más paredes oprimiéndome. El aire era fresco. Supe, más tarde, que me había llevado a su morada subterránea, un espacio excavado en el suelo no más grande que lo que necesitaba para estar de pie y tenderse, localizado justo más allá del límite de mi propiedad y a varios metros bajo la superficie de la tierra. El aire fresco procedía de una abertura oculta encima de su cabeza, y de otros túneles que conducían a la parte superior de la colina. Sin embargo, todo esto lo supe por la mañana. En el momento en que Xanadú me trajo a su morada, yo apenas era consciente y temblaba de frío. Con el abrazo de mi amante, el frío desapareció. Me sumí en un sueño bienhechor.
Él me despertó, en algún momento antes del amanecer. Me sentía muy recuperada. Xanadú entró en mi cuerpo, y me amó más suavemente de lo que nunca antes lo había hecho, aunque no sin un extremo de pasión. Cuando hubimos terminado, me condujo a una abertura. Por la forma en que nos despedimos, sé que volverá a mí esta noche.
Me abrí camino a través de la hierba cubierta de rocío, sola y desnuda en el grisor de la primera hora de la mañana.
He pasado la mañana en soledad, planeando. Poco después del mediodía, mis pensamientos se han visto interrumpidos por un joven llamado Gus, que me ha ofrecido trabajar a cambio de la comida. Había qué cortar leña, así que le he dado el trabajo. Durante buena parte de la tarde el chirrido de su carretilla llevando la leña me ha acompañado. Mientras tanto, he seguido planeando.
Ahora está anocheciendo. Gus ha cenado con nosotros y luego se ha ido. Los chicos duermen. Ethel aún no se ha retirado, pero eso no importa. Xanadú espera. Le voy a dejar salir del sótano, y seremos de nuevo reyes de la casa.
—¿Eso es todo? — preguntó Jud.
Donna asintió.
21
Fuera como fuese, ahora.
A la débil luz que se filtraba por la cortina, Roy se vistió. Se levantó y miró a las chicas. Su piel parecía muy oscura contra el blanco de las sábanas.
Sintió deseos de iniciar un fuego. Se haría cargo de las chicas y de cualquier otra evidencia que pudiera dejar atrás. Un fuego sería perfecto. Pero tenía que ser de modo que se iniciara al cabo de un tiempo.
No tenía velas.
Un cigarrillo o un puro podrían servir como instrumento retardador, pero no tenía ninguno.
Quizá la chica.
Agachándose sobre el pequeño montón de ropas, alzó la camiseta. No tenía bolsillos. Tomó los téjanos cortos y rebuscó en sus bolsillos. Nada.
¡Mierda!
No podía simplemente prender fuego a la cabina y echar a correr: tenía que darse tiempo. Tiempo para ir a la cabina 12, tiempo para ir a la 9, tiempo para poner una buena distancia entre él y el motel en el coche de Donna.
Espera.
Mierda, tenía que incendiar la 9 y la 12 también.
Olvídalo.
Olvídalo todo.
Repentinamente sonrió. Sin un fuego retardado listo para convertir aquel lugar en pasto de las llamas, no tendría que apresurarse. Podría tomarse su tiempo, divertirse un rato.
Lo que tenía que hacer era dejar el lugar limpio, asegurarse de que no quedaran huellas.
Fue de una a otra habitación con la camiseta de la chica en la mano, frotando todas las superficies que recordaba haber tocado. De alguna forma, todo aquello parecía inútil. No estaba seguro del porqué, pero sintió una aguda punzada en su estómago, como si algo fuera muy mal. Algo que había olvidado hacer.
Vació la mochila en el suelo. Junto con la tela de plástico para el suelo y el saco de dormir, cayeron cuatro latas de chile y de espagueti.
Hubiera debido comer. Eso era lo que causaba el dolor.
Frotó las latas con la camiseta.
No, no era solamente hambre. Algo más estaba yendo mal.
Frotó el tubo de aluminio del armazón de la mochila.
¡Mierda!
¡La casa de Karen y Bob! Nunca había llegado a saber seguro si el lugar había ardido o no.
Aquella mañana, en la radio, solamente habían mencionado un fuego. Si la casa de Karen y Bob no había ardido, entonces los policías tendrían todas las pruebas que necesitaban.
Bueno, quizá sí había ardido, y él simplemente no lo había oído. De todos modos, debía ser cuidadoso con este lugar.
No dejar evidencias.
No dejar testigos.
Barrió la habitación con los ojos, preguntándose si había olvidado algo. Cuando se sintió satisfecho acerca de la limpieza del lugar, fue al cuarto de baño y orinó. Salió. Inclinándose, alzó la pernera de su pantalón y deslizó el cuchillo fuera de su funda.
Un simple y limpio corte a través de las gargantas bastaría. Debería echarse inmediatamente hacia atrás para eludir el chorro de sangre.
Con el cuchillo en la mano, se alzó.
Dio un paso hacia la cama de Joni, y se dio cuenta de que la niña no estaba.
¡Imposible!
Corriendo hacia la cama, pasó sus manos por las sábanas para asegurarse de que sus ojos y la oscuridad no le habían engañado. No, la cama estaba vacía. De alguna forma, la niña había conseguido liberarse de sus ligaduras.
Miró entre las dos camas. Ninguna señal de ella.
¿Bajo la cama?
El pomo de la puerta sonó. Roy miró, vio a la niña accionándolo, tirando. La puerta se abrió por un momento, luego se cerró.
—¡Oh, mierda! — murmuró Roy.
Corrió hacia la puerta, la abrió de golpe, y salió. La cerró silenciosamente tras él. Excepto unas cuantas ventanas iluminadas en algunas cabinas, el aparcamiento estaba a oscuras. Roy miró hacia la izquierda, pensando que ella se encaminaría hacia la oficina. Ninguna señal de la niña. Miró hacia la derecha. Nada tampoco. Quizás había dado la vuelta a la cabina.
—De acuerdo —susurró—. De acuerdo.
Primero terminaría con la otra.
Giró el pomo para abrir la puerta. Se resistió, como si se hubiera encallado.
Cerrada por la otra parte con el seguro. Y las llaves dentro.
Roy inspiró profunda y temblorosamente. Se secó el sudor de sus manos, luego echó a correr hacia la esquina de la cabina. Allá delante sólo había oscuridad. Árboles. El sonido nocturno de los grillos.
Deseó su linterna.
La había dejado dentro.
Caminando suavemente, se metió en la oscuridad para encontrar a Joni.
¡La pequeña zorra!
Le dolía la mano, de apretar tan fuertemente el cuchillo.
¡La destriparía! ¡Dios, destriparía a la pequeña zorra! Hacia arriba por un lado, hacia abajo por el otro.
—¿Dónde estás? — murmuró—. ¿Crees que puedes esconderte de mí, pequeña zorra? Conozco tu olor. Te rastrearé por él.
22
1
—Eso es —dijo Donna—. Lilly dejó entrar a la bestia dentro de casa, de modo que matara a los niños y a Ethel.
—Así es como parece —admitió Jud.
—Esta no es la forma en que Maggie lo contó en la visita. Maggie la situó barricándose en su habitación, ¿recuerdas?
—Creo —dijo Jud— que Maggie miente un montón.
—¿Supones que mintió también acerca de Lilly volviéndose loca?
—Lo dudo. Eso es algo demasiado fácil de comprobar. Simplemente nos basta examinar algún periódico local de aquella época para verificarlo. Lilly probablemente perdió la razón. Si estaba realmente detrás de los asesinatos de sus propios hijos, eso pudo desequilibrarla definitivamente. Por la forma en que suena todo esto, a aquellas alturas hubiera bastado un ligero codazo.
—¿Y ver a Xanadú matar a los niños fue ese codazo?
—Probablemente.
—Me pregunto qué hizo Xanadú después de que ella se fuera. ¿Crees que se quedó en la casa?
—Es posible. O quizá se fue, y siguió con la vida que llevaba antes de Lilly.
—Pero volvió —dijo Donna— cuando Maggie y su familia se trasladaron a la casa. Quizá estuvo esperando, durante todo ese tiempo, a que Lilly regresara. Cuando finalmente vio a alguien viviendo allí, debió pensar que ella había vuelto.
—No lo sé —dijo Jud—. Realmente no sé qué pensar acerca de todo esto. Por supuesto, el diario echa por tierra toda mi teoría acerca de la bestia. Suponiendo que el diario sea auténtico. Y creo que tenemos que suponer que es auténtico, al menos hasta el punto de que fue la propia Lilly Thorn quien lo escribió. Nadie más tenía ninguna razón para contar una historia como esa.
—¿No pudo haber sido Maggie?
—Ella lo mantenía guardado bajo llave. Si lo hubiera escrito ella, si lo hubiera falsificado, lo hubiera utilizado de algún modo: lo hubiera publicado, vendido ejemplares en la visita, algo. Creo que lo guardaba para su propio uso personal...
Una llamada en la puerta hizo callar a Jud. Tomó su automática.
—Pregunta quién es —susurró.
—¿Quién es?
—¿Mamá? — La voz de la niña estaba estrangulada por el miedo.
—Abre —dijo Jud.
Mientras Donna se ponía en pie, Jud se tendió de bruces en el suelo en el espacio entre las dos camas.
La observó mientras quitaba el seguro de la puerta y la abría. Sandy estaba de pie en la oscuridad... de puntillas, para aliviar en lo posible el dolor de su pelo, las lágrimas brillando en sus ojos, un cuchillo con una hoja de quince centímetros apretado contra su garganta.
—¿No te alegras de verme? — preguntó un hombre, y se echó a reír.
Empujó a Sandy delante de él a la habitación, y cerró la puerta de una patada.
—Dile a tu amigo que salga—dijo.
—No hay nadie.
—No me tomes el pelo. Dile que salga, o empezaré a tajar.
—¡Es tu hija, Roy!
—No es más que otro cono. Díselo.
—¡Jud!
Empujó su pistola bajo la cama y se alzó lentamente, las manos arriba para mostrar que estaban vacías.
—¿Dónde está tu artillería?
—¿Artillería?
—Parece que todos seamos tontos aquí. Deja de jugar a los estúpidos y dime dónde está tu arma.
—No tengo ningún arma.
—¿No? Tu amigo tenía una.
—¿Quién?
—Mierda.
—¿Quién es usted? — preguntó Jud.
—De acuerdo, olvídalo. Vosotros dos, poned vuestras manos encima de vuestras cabezas y entrelazad los dedos.
—Donna, ¿quién es este tipo?
—Mi marido —dijo Donna, como desconcertada.
—Jesús, ¿por qué no me lo dijiste? Mire, amigo, yo ni siquiera sabía que estuviera casada. Lo siento. Lo siento de veras. Comprendo muy bien que usted se haya puesto así, pero a mí mi mujer me va a matar. No va a decírselo a ella, ¿verdad? ¿Por qué no baja ese cuchillo, hombre? La niña no ha hecho nada. Ella ni siquiera conocía a Adam. Simplemente se la dejamos a ese amigo, le dimos un par de dólares para que la cuidara mientras nosotros... bueno, ya sabe, mientras pasábamos un rato agradable.
—Contra la pared, los dos.
—¿Qué va a hacer? No va usted a... ¡hey, ni siquiera hemos hecho nada! Ni siquiera la he tocado. ¿Te he tocado, Donna?
Donna negó con la cabeza.
—¿Lo ve?
—Contra la pared.
—¡Oh, Jesús!
—Así está bien. Ahora, los dos apoyando las dos manos extendidas contra ella. Así está bien. Reclinados. De modo que todo el peso descanse sobre vuestras manos.
—¡Oh, Dios bendito! — murmuró Jud—. Va a matarnos. ¡Va a matarnos!
—Cállate —restalló Roy. Hizo que Sandy se tendiera boca abajo en el suelo—. Ahora no te muevas, niña, o rajo a tu mamá.
—¡Oh, Dios bendito! — exclamó Jud.
—Tú cállate.
—Ni siquiera la he tocado. Pregúntele a ella. Donna, ¿te he tocado?
—Cállate —dijo Donna.
—¡Jesús, todo el mundo se vuelve contra mí!
—Ya ha matado al menos a dos personas —dijo Donna—, y nosotros seremos los próximos si no te callas.
—¿Ha matado a alguien? — Jud miró por encima de su hombro al hombre que avanzaba hacia él con un cuchillo—. ¿Realmente ha matado usted a alguien?
—Mira al frente.
—Mató a mi hermana y a su marido.
—¿Lo hizo? — preguntó Jud, mirando de nuevo.
La sonrisa del hombre le dijo cuánto había gozado con ello.
Jud empezó a volverse, diciendo:
—Mire, ¿por qué no...?
—¡Mira al frente!
Roy adelantó un brazo para empujar a Jud de nuevo a su posición. En el momento en que su mano tocaba el hombro de Jud, éste echó hacia atrás su mano derecha, apretó la mano de Roy plana contra su hombro, y dio un brusco giro. Roy aulló cuando su muñeca crujió horriblemente. Jud, aún girando sobre sí mismo, golpeó con su antebrazo la nuca de Roy, lanzándolo contra la pared. Con el mismo rápido movimiento, clavó su rodilla contra la espina dorsal de Roy. El cuchillo cayó al suelo. Roy se derrumbó hacia atrás, gruñendo, el pánico en sus ojos.
—Lleva a Sandy a la 12 —dijo Jud a Donna—. Ve a ver lo que le ha ocurrido a Larry.
2
Fuera, Donna se agachó y abrazó a su lloriqueante hija. — ¿Te hizo algún daño, cariño? La niña asintió. — ¿Dónde te hizo daño? — Me pinchó aquí. — Señaló a su pecho izquierdo, una prominencia apenas perceptible a través de su blusa—. Y metió su dedo ahí abajo.
—¿Dentro?
Ella asintió y sorbió sus lágrimas.
—¿No te violó?
—Dijo que luego. Y utilizó la palabra fea.
—¿Qué es lo que dijo?
—La palabra fea.
—Puedes decírmela.
—Dijo que luego. Dijo que luego me j... hasta que no pudiera andar derecha. Y luego iría y te j... a ti. Y luego nos rajaría de arriba abajo como pescados.
—Hijo de puta —murmuró Donna—. El asqueroso hijo de puta. — Abrazó suavemente a Sandy, acariciando su cabeza—. Bien, espero que no le demos la oportunidad de hacer nada de eso, ¿eh?
—¿Está muerto?
—No lo sé. Pero ahora no puede hacernos daño. Jud se encargará de eso. — Se puso en pie—. Bien, vayamos a ver a Larry.
—Larry está bien. Yo lo até bien atado.
—¿Tú lo ataste?
—Tuve que hacerlo. Papá iba a matarlo.
Echaron a andar cruzando el aparcamiento.
—Le dije a papá que si mataba a Larry gritaría. Él dijo que me mataría si lo hacía, y yo le dije que no me importaba. Dije que si él no mataba a Larry yo haría todo lo que él quisiera. Él quería que yo fingiera para obligarte a abrir la puerta.
—¿Cómo consiguió que Larry abriera la puerta?
—Fingió ser un policía.
—Magnífico —murmuró Donna, preguntándose cómo podía ser Larry tan estúpido.
Probó la puerta de la cabina 12. No estaba cerrada. La abrió.
—¿Dónde está?
—En la bañera. Fue idea de papá.
Encontraron a Larry boca abajo en la bañera vacía, con un trozo de camisa atado sobre su boca a modo de mordaza. Tenía las manos atadas juntas a la espalda, y atadas luego a los tobillos de sus pies alzados.
—¡Lo hemos cogido! — anunció Sandy.
Larry respondió con un gruñido.
Sentándose en el borde de la bañera, la niña se inclinó y tiró de los nudos. En unos breves instantes los había soltado. Larry se puso de rodillas. Apartó el trozo de camisa atado sobre su cara y escupió un calcetín negro que tenía metido en la boca.
—Un hombre terrible —murmuró Larry—. Un completo bárbaro. ¿Están bien las dos? ¿Dónde está Judgement? ¿Qué ha ocurrido?
Donna le explicó lo que Jud había hecho, y que no sabía lo seriamente herido que podía estar Roy.
—Creo que será mejor que vayamos a averiguarlo.
Atravesaron la oscuridad hasta la cabina 9, y encontraron a Jud sentado en la cama. En el suelo entre las dos camas estaba Roy, tendido boca abajo. Sus manos estaban fuertemente atadas a su espalda. Una funda de almohada cubría su cabeza, firmemente atada en torno a su cuello con un cinturón de cuero. Excepto su respiración, permanecía inmóvil.
—Veo que tiene la situación por la mano —dijo Larry.
Sandy, mirando a su padre, apretó fuertemente la mano de Donna. Donna se sentó junto a Jud. Se echaron a un lado para hacerle sitio a la niña.
—¿Qué vamos a hacer con este pillo? — preguntó Larry, dejándose caer cuidadosamente en la cama vacía.
—No es ningún pillo —dijo Jud—. Asesinó a la hermana de Donna. Asesinó a su cuñado. Abusó sexualmente de Sandy. Dios sabe qué otras cosas les hizo a Donna y a Sandy. Pero todos sabemos qué pretendía hacerles ahora. Eso no es ningún pillo, según mi libro. Según mi libro, eso es una bestia.
—¿Qué se propone hacer con él? — preguntó Larry.
—Ponerlo en el lugar donde pertenece.
—¿En la cárcel? — preguntó Sandy.
Donna, sintiendo que un frío estremecimiento recorría su columna vertebral, dijo:
—No, cariño. No creo que sea eso lo que Jud tiene en mente.
Larry comprendió repentinamente. Agitando la cabeza, murmuró:
—Oh, Dios mío.
23
Donna puso en marcha el motor del Chrysler. Junto a ella se sentaba Sandy. Roy, la cabeza cubierta por la funda de la almohada y las manos aún atadas, estaba sentado en la parte de atrás entre Jud y Larry. Jud mantenía su 45 contra el pecho de Roy. Larry sujetaba un machete sobre sus rodillas, su curvada punta apretada contra el costado de Roy.
—Una vez hayamos salido del coche —dijo Jud—, quiero que conduzcas de vuelta al motel. Danos media hora, luego vuelve a recogernos. Si no estamos esperando, no te quedes por ahí. Da media vuelta, y regresa cada quince minutos hasta que aparezcamos. ¿Alguna pregunta?
—¿No puedo simplemente estacionar en algún lugar cercano y esperar? Así podré hacer señales si viene alguien.
—El coche podría atraer la atención.
—¿Vais a ir realmente a la Casa de la Bestia? — preguntó Sandy, como si fuera un chiste que todo el mundo había entendido menos ella.
—Creo que sí—respondió Donna.
—Es una locura.
—Por supuesto que lo es —admitió Larry—. Estoy de acuerdo en un cien por cien.
—No tiene que venir si no quiere —dijo Jud.
—Oh, pero lo haré. Está usted planeando librar al mundo de la bestia de Lilly, ¿no?
—Estoy planeándolo.
—Bien, si he de correr con los gastos de la operación, quiero naturalmente que se lleve a cabo con éxito. Además, puede que necesite que le echen una mano aquí con nuestro amigo.
—¿Vais a llevar a papá ahí dentro también?
—Sí —dijo Jud, sin dar otra explicación.
—¿Para qué?
—Como castigo.
—Oh. ¿Vais a dárselo a la bestia?
—Exacto.
—¡Huau! ¿Podemos ir nosotras también? — preguntó a Donna—. Quiero verlo.
—No, no podemos.
—¿Por qué no?
—Es peligroso.
—Pero Jud y Larry van a ir.
—Eso es diferente.
—Yo quiero ir. Yo quiero ver a la bestia clavar sus garras en papá y destriparlo.
—¡Sandy!
—¡Quiero verlo!
—Créeme —dijo Larry—. Tú no quieres ver a la bestia hacerle eso a un hombre. Lo sé.
—Ya casi llegamos—dijo Donna.
—De acuerdo. Pasa por delante, y luego da media vuelta.
—¿Aquí?
—Sigue un poco más, hasta que pasemos la curva.
Donna redujo la velocidad.
—Aquí está bien.
Ella intentó hacer dar la vuelta al coche en una sola maniobra, vio que no podía, y tuvo que hacer marcha atrás antes de rematar la media vuelta.
—Estupendo —dijo Jud—. Ahora apaga las luces.
Accionó la palanca de los faros, y la carretera ante ellos se oscureció excepto algunas manchas de luz lunar. La carretera estaba menos oscura que el bosque a ambos lados, de modo que no tuvo problemas en seguirla. Al girar la curva, el bosque terminaba. La luna derramaba una luz pálida y lechosa sobre la carretera.
—Párate frente a la cabina de los tickets —dijo Jud, su voz un tenso susurro.
Donna detuvo el coche.
—Necesitaré las llaves un segundo.
Apagó el motor. Girándose en su asiento, le tendió el llavero.
—¿Jud? — dijo.
Sus rasgos eran apenas visibles.
—¿No deberíamos simplemente llevarlo a la policía?
—No.
—No es que yo... ¿No podemos dispararle, o algo así?
—Eso sería asesinato.
—Será asesinato arrojarlo a la bestia.
—Será la bestia la asesina, no nosotros.
—No quiero que vuelvas a entrar de nuevo en esa casa. No de noche. ¡Por el amor de Dios, Jud!
—Todo está bien —dijo Jud suavemente.
—Todo no está bien. Puedes resultar muerto. No es justo. Hemos tenido sólo dos días.
—Tendremos muchos más —dijo él, y salió del coche. Tiró de Roy, sacándolo fuera; Roy trastabilló y cayó sobre sus rodillas—. Manténgalo quieto aquí —le dijo Jud a Larry.
Donna siguió a Jud al maletero.
—Por favor —dijo—. Vuelve al coche.
—Un beso.
—De acuerdo.
Se apretó fuertemente contra él, abrazándolo, como si esperara que de algún modo sus cuerpos pudieran fundirse y ella pudiera impedir que se marchara. Pero tras un momento él la obligó suavemente a apartarse.
Le contempló tomar su desgarrada parka del maletero y ponérsela. Tomó también dos linternas y una bengala de emergencia. Luego cerró suavemente el maletero y le tendió de vuelta las llaves.
—¿Qué hora tienes en tu reloj? — preguntó.
—Las diez y cuarenta y tres.
Ajustó su reloj.
—De acuerdo. Nos encontraremos de nuevo aquí a las once y quince.
—¿Jud?
—Ahora vete. Por favor. Quiero terminar con esto.
Ella regresó al coche, lo puso en marcha, y se alejó sin mirar hacia atrás, a los tres hombres que dejaba en el arcén.
24
1
—Hay un torniquete —dijo Jud—. Salta por encima.
Roy negó con la cabeza.
Jud lo pinchó con el cuchillo, y Roy alzó una pierna. Larry, al otro lado, lo ayudó a saltar por encima tirando de uno de sus atados brazos. Jud oyó un coche acercándose. Saltó el torniquete, agarró a Roy, y arrojó al corpulento hombre al suelo. Los tres permanecieron tendidos junto a la pared de la cabina de los tickets.
Jud oyó al coche reducir la velocidad. Sus neumáticos chirriaron sobre grava. Arrastrándose hacia delante, atisbo por la esquina de la cabina de los tickets.
Un coche de la policía.
Se había parado al otro lado de la carretera, pero Jud podía oír el suave ronronear de su motor. Pasaron unos instantes. Luego el coche dio media vuelta, pasó lentamente junto a la cabina de los tickets, y desapareció por donde había venido.
Pusieron a Roy en pie y lo condujeron césped arriba. Corrieron por un lado de la casa hasta la parte de atrás. Allí, subieron los peldaños del porche.
El cristal roto de la puerta de atrás no había sido ni reemplazado ni tapado con un cartón. Metiéndose el cuchillo en el bolsillo, Jud introdujo la mano por la abertura. Deslizó sus dedos hacia abajo por la rendija de la puerta hasta que encontró un pestillo. Intentó tirar de él hacia atrás. Estaba atorado. Tiró con más fuerza. Restalló hacia atrás con un chasquido que llenó el silencio.
—Eso probablemente la habrá despertado —susurró Larry.
Jud empujó la puerta y la abrió. Entró, tirando del hombre encapuchado. Larry le siguió, cerrando silenciosamente la puerta.
—¿Hacia dónde ahora? — susurró.
—Déjame quitarle esto primero.
Jud soltó el cinturón del cuello de Roy, luego tiró de la funda de almohada. La cabeza del hombre dio un brusco giro al mirar rápidamente a su alrededor.
—Esto es la Casa de la Bestia —le dijo Jud.
Roy hizo ruidos con la nariz.
—Te quitaré la mordaza. Pero recuerda que vivirás un poco más si te estás quieto.
Roy asintió.
Jud arrancó la cinta adhesiva de la boca de Roy, y se la metió en el bolsillo. Se ató el cinturón que había rodeado el cuello de Roy a la cintura, y metió en él la funda de almohada de modo que colgara a su lado como una cinta blanca. No tenía intención de dejar nada detrás.
Nada excepto a Roy.
—Vayamos arriba —susurró.
—¿Es ahí donde vive el monstruo? — preguntó Roy, y se rió.
—Ahí es donde normalmente ataca —dijo Jud.
—¿De veras? ¿Y tú crees esas tonterías?
—Chissst.
Jud salió de la cocina. Encendió su linterna. Delante estaba el vestíbulo de la entrada, con el paragüero del mono disecado montando guardia junto a la puerta delantera como un grotesco centinela. Apartó la luz de ahí. Con su mano izquierda buscó bajo la camisa en su espalda y extrajo el Colt automático de su cinturón.
—¿Qué es lo que pretendéis, amigos, asustarme?
—Chissst —repitió Larry.
—Mierda.
Al pie de las escaleras, Roy dijo:
—Huelo a gasolina.
—Es de la pasada noche —susurró Jud.
—¿Oh sí?
—Sí. Una mujer resultó muerta —dijo Larry.
—No jodas. ¿Os dedicáis a esto todo el tiempo?
—Cállate —dijo Jud.
—Sólo estaba intentando entablar conversación.
Empezaron a subir las escaleras, y los horrores de la otra noche llenaron la mente de Jud: Mary Ziegler, muerta, descendiendo suspendida hacia él; los sonidos chapoteantes que hizo rodando por las escaleras; el horrible hedor de la bestia. Miró hacia arriba de la escalera, temiendo a medias verla de nuevo allí.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? — preguntó Roy.
—Cállate.
Llegaron a la parte superior de la escalera.
—Está bien —dijo Jud—. Tiéndete.
—¿Qué?
—Tiéndete de bruces en el suelo.
—Que te jodan.
Con una brusca patada, Jud golpeó la pierna izquierda de Roy, haciéndole perder el equilibrio. Cayó sentado pesadamente.
—Jodido bastardo.
—De bruces.
Roy obedeció.
—Espera un poco, hijo de puta. Te abriré en canal. Te cortaré los cojones y se los daré a comer a...
—Vaya ahí dentro —susurró Jud a Larry, señalando una puerta a unos pocos pasos de Roy.
—¿Solo?
—Por un segundo. — Jud se arrodilló junto al otro hombre—. Está bien, Roy. Quédate simplemente tendido aquí, muy quieto. Te diré lo que voy a hacer: si sigues vivo mañana al amanecer, te entregaré a la policía.
—Que te jodan.
—Pero la única posibilidad que tienes de seguir vivo al amanecer es quedarte realmente muy quieto, no hacer el menor sonido ni el menor movimiento. Quizás así tengas suerte y la bestia no repare en ti.
—Que te jodan.
—Nosotros estaremos ahí delante, donde podamos tenerte constantemente vigilado. Si intentas alguna jugarreta, me veré obligado a dispararte. ¿Alguna pregunta?
—Sí. ¿Cuál es tu nombre? Me gusta saber el nombre del tipo antes de destriparlo.
—Me llamo Judgement Rucker.
—Mierda.
Jud se dirigió a la puerta donde esperaba Larry. La abrió. Apuntó el haz de su linterna hacia arriba por la estrecha escalera, hasta la puerta muy por encima de sus cabezas.
—Aquí está bien —susurró—. Podemos sentarnos en los peldaños.
Entraron. Jud apartó su linterna. Tiró de la puerta hacia él hasta que sólo quedó una pequeña rendija. Acercando su ojo a la rendija, podía ver la silueta de Roy tendido en el suelo del oscuro pasillo.
Jud trasladó su automática a su mano derecha. Con la izquierda, sacó el cuchillo de Roy del bolsillo de su parka. Palmeó la parka, sintiendo el tranquilizador peso de sus cargadores de recambio de veinte balas.
—¿Judge? — susurró Larry—. ¿Vamos a dejar realmente que la bestia lo mate?
—Chissst.
2
Donna deseaba dar la vuelta, deseaba regresar a la Casa de la Bestia y aguardar allí a que todo terminara. Cuando estaba a punto de dar la vuelta, sin embargo, los faros de un coche destellaron en su espejo retrovisor. El coche se acercó rápidamente.
Donna creyó ver una barra con luces en su techo. Comprobó su velocímetro. No, no estaba yendo demasiado aprisa.
Sandy miró hacia atrás.
—O—oh—dijo.
—Sí.
—¿Vas a pararte?
—No a menos que me lo pida.
—¿Por qué va tan pegado?
—No tiene buenos modales.
El coche de la policía permaneció pegado a su cola durante todo el camino al Welcome Inn. Les siguió a través de la entrada, luego se desvió a la izquierda y aparcó junto al restaurante.
—¡Huau! — exclamó exageradamente Sandy.
—Apuesto a que simplemente tenía hambre —dijo Donna. Metió el coche en el aparcamiento de la cabina 12—. Démosle un minuto para que entre.
—¿Y entonces qué?
—Regresaremos a por Jud y Larry.
—Jud dijo media hora.
—Estaremos un poco antes.
Hizo marcha atrás y salió del aparcamiento. Echó una mirada al coche de la policía, y vio que estaba vacío. El policía no se veía por ningún lado. Giró a la izquierda.
—Si llegamos pronto —dijo Sandy—, ¿podremos entrar?
—¿Estás mal de la cabeza?
—Quizá podamos ayudar a Larry y Jud.
—Se las arreglarán sin nuestra ayuda.
—No le tengo miedo a la bestia.
—Bien, pues deberías tenerle.
—Podemos llevar el rifle de Jud con nosotras.
—Las balas no pueden herirla. ¿Acaso no escuchaste en la visita?
—Claro que sí.
—Maggie dijo que su esposo le disparó.
—Oh, no. Ella dijo solamente que oyó disparos. Probablemente falló el blanco.
—Bueno, no importa. No vamos a acercarnos por nada del mundo a esa casa.
3
El pueblo parecía vacío mientras Donna conducía atravesándolo. Unos cuantos coches estaban estacionados frente a las cerradas tiendas, como si sus conductores los hubieran abandonado buscando refugio contra la oscuridad. Las farolas arrojaban su luz sobre desiertos rincones. El semáforo parpadeaba constantemente con su luz amarilla de precaución.
Donna cruzó la calle girando a la izquierda y se metió en un espacio libre de aparcamiento en batería frente a la ferretería Arty's. Los faros se reflejaron en el escaparate. Los apagó.
—¿Puedes ver la casa? — preguntó.
Sandy miró por la ventanilla lateral.
—Sólo el césped de delante.
Donna, mirando desde el otro lado del coche, podía ver poco excepto la parte frontal de la verja y la cabina de los tickets.
—Creo que voy a salir —dijo.
—Yo también.
—De acuerdo.
Cerraron silenciosamente las portezuelas y se reunieron frente al coche. Sus zapatillas de tenis no hacían ruido en la acera. En la esquina de la ferretería, llegaron a la verja de hierro forjado.
Entre la pared y la verja había un estrecho callejón que conducía a la parte de atrás de la ferretería. Una puerta baja de tablas de madera bloqueaba la entrada. Donna la abrió, y entraron en el callejón. Cerca de la pared de la tienda, se sintió bien oculta de la calle.
Sandy sujetó su mano.
Al otro lado del césped, la Casa de la Bestia estaba silenciosa. Su amplia parte lateral, bañada por la luz de la luna, parecía tan pálida y muerta como una madera arrojada a la playa por el mar. Allí donde los salientes y los balcones arrojaban sombras, la oscuridad excavaba profundas cavernas en la casa.
Donna miró hacia las oscuras ventanas. Alzó los ojos hacia las ventanas del dormitorio de Lilly Thorn, luego a lo largo de la grisácea pared hasta la ventana de Maggie, aquella que Larry había utilizado para escapar hacía tantos años. Mentalmente pudo ver la figura de cera al otro lado, luchando por alcanzar la ventana.
—¿Qué hora es? — susurró Sandy.
Donna giró la esfera de su reloj de pulsera para captar la luz de la luna.
—Las once y veinte.
—Se retrasan.
—Tranquila.
—¿Y si no salen?
—¡Jodida mierda! — Jud captó pánico en la voz de Roy—. ¡Maldita jodida mierda, viene alguien! ¿Amigos? ¡Hey, amigos, maldita sea!
Jud se arrodilló, dejando espacio arriba para que Larry pudiera mirar a través de la rendija. Cambiando la pistola a su mano izquierda, se secó la sudorosa palma con la pernera de sus téjanos. Luego sacó su linterna.
—¡Amigos! — Como si se diera cuenta de que lo habían dejado abandonado a sus propios recursos, murmuró en voz baja—: Oh, Jesús.
Jud oyó crujir un peldaño.
—Hey, ¿quién hay ahí? ¿Eh? ¿Puede ayudarme? Ahí hay dos tipos, me ataron y me dejaron aquí. Quiero decir, no me he metido en la casa, ellos me raptaron y me trajeron aquí. ¿Puede proporcionarme usted un...? Oh, mierda. ¡Oh, mierda! ¡AMIGOS!
Jud oyó una suave y frágil risa.
—Oh, Dios. — Roy empezó a llorar—. ¡Oh Dios, dulce Jesús! — Sollozó—. ¡Oh Jesús, aléjala de mí! ¡Aléjala de mí!
Detrás de Jud, Larry gimió horrorizado.
Roy chilló cuando la bestia saltó. El salto pareció ahogar su aliento, cortando en seco su grito.
Jud abrió la puerta de un golpe. Apuntó su linterna. La encendió. La blanca y gruñente cosa sobre la espalda de Roy giró rápidamente su cabeza para mirar. Un trozo de sangrante carne colgaba de entre sus dientes.
Detrás de Jud, Larry gritó.
Antes de que Jud pudiera alzar su automática, Larry le empujó. Trastabilló y cayó al pasillo. Larry, aún gritando, saltó por encima de él. Jud alzó su linterna. Clavó su haz en los hendidos ojos de la bestia mientras Larry corría hacia delante. Vio a Larry blandir su brazo. Vio el destello del machete. Oyó el golpe sordo, y vio la blanca y pelada cabeza caer en la oscuridad. La sangre brotó en un chorro del muñón del cuello. El torso cayó sobre la espalda de Roy. Jud oyó los golpes sordos de la cabeza rodando de peldaño en peldaño.
—La he matado —siseó Larry.
Jud se puso de rodillas.
—¡La he matado! ¡Está muerta! — Larry descargó el machete como un hacha, clavándolo en la espalda de la muerta criatura—. ¡Muerta! — Golpeó de nuevo—. ¡Muerta, muerta, muerta! — Tras cada palabra, golpeó otra vez.
—Larry —dijo suavemente Jud, poniéndose en pie.
—¡La he matado!
—Larry, lo hemos conseguido. Salgamos de aquí...
Tras él, Jud oyó un salvaje gruñido. Se volvió en redondo. Su linterna iluminó la parte superior de la escalera que conducía al desván. La puerta de arriba estaba abierta. Bajó la linterna hacia el masivo y blanco lomo de la criatura que bajaba los peldaños como una centella.
Apretó crispadamente el gatillo. Su Colt rugió, llameando al tiempo que saltaba en su mano. Un aullido desgarró sus oídos. La bestia lo arrojó hacia atrás, haciendo que su espalda golpeara el suelo. Clavó el cañón de la pistola contra su costado y disparó de nuevo. Otro aullido estridente. Luego el peso se apartó de él. Jud rodó sobre su estómago. La linterna estaba aún en su mano izquierda. Vio a la blanca cosa saltando sobre Larry, mientras la sangre manaba de dos orificios en su lomo. Larry alzó el machete. Un brazo trazó un arco y alcanzó un lado de su rostro, desgarrándole la piel. El machete cayó.
Soltando la linterna, Jud agarró el cuchillo que había tomado de Roy. Corrió hacia delante. En la oscuridad, vio la imprecisa figura de la bestia girarse, aferrando a Larry. Jud se echó a un lado. Cuando su pie no encontró más que el vacío, supo que había fallado el borde de la escalera. Soltó su cuchillo y cayó en la oscuridad.
4
Donna escuchó, horrorizada, los ahogados gritos y los disparos procedentes de la casa. Miró a Sandy. La niña estaba como paralizada, la boca muy abierta. Cuando se produjo la rotura de cristales, volvió sus ojos hacia la casa a tiempo de ver una de las ventanas del dormitorio de Maggie estallar mientras que un cuerpo la atravesaba de cabeza.
No, no un cuerpo. La figura de cera de Larry Maywood.
¡Pero estaba gritando!
La luz de la luna se reflejó en el blanco pelo del hombre que caía. Otra figura saltó por la ventana. La contempló girar en su caída, brazos y piernas inmóviles, y supo que esta era únicamente de cera. El grito de Larry se cortó con el primer golpe sordo del impacto contra el suelo.
Sin una palabra, Donna abrió la puerta baja de madera y tiró de Sandy tras ella hacia el coche.
—Dentro. Métete dentro.
—¡Pero mamá!
—¡Hazlo!
Mientras Sandy se metía en el coche, Donna fue corriendo a la parte de atrás. Abrió el maletero. Inclinándose dentro, tomó una bengala de emergencia, sacándola de su envoltorio. Se la metió en el bolsillo de atrás. Luego abrió el estuche de cuero y sacó el rifle de Jud. Cerró de golpe el capó del maletero. Echando hacia delante el cerrojo del rifle, observó cómo un largo y puntiagudo cartucho se deslizaba en la recámara. Volvió a cerrar el cerrojo y corrió hacia la ventanilla de Sandy.
—Manten las portezuelas cerradas y las ventanillas subidas hasta que yo vuelva.
La niña miraba como si su mente estuviera muy lejos, pero cerró el seguro de la puerta y empezó a subir su ventanilla.
Donna corrió hacia la cabina de los tickets.
5
A medio camino de las escaleras, donde Jud pudo agarrarse a la barandilla, oyó el ruido de los cristales al romperse y el grito de Larry. Empezó a subir de nuevo. La blanca criatura apareció sobre él y saltó. Disparó una vez, apuntando ciegamente, antes de que unas garras golpearan su mano y le arrancaran la pistola. Con un chillido de angustia, la criatura pasó volando por su lado, y siguió corriendo, tambaleándose, escaleras abajo. Asomándose por encima de la barandilla, Jud vio su pálida silueta avanzar hacia la cocina.
Corrió hacia la parte superior de las escaleras. Tanteando con el pie el suelo cerca de los cuerpos de Roy y de la primera bestia, encontró su linterna. La encendió. A su luz, localizó el machete de Larry. Corrió pasillo adelante hasta el dormitorio de Maggie. La luz de la linterna le mostró una ventana rota más allá del volcado biombo de cartón piedra. Entonces vio un cuerpo sin cabeza. Se agachaba ya sobre él cuando se dio cuenta de que era tan sólo la figura de cera de Tom Bagley, el compañero de juventud de Larry.
Jud corrió hacia la ventana y miró abajo. Dos cuerpos yacían desmañadamente en el suelo. Una mujer estaba arrodillada al lado de uno de ellos.
Donna.
—¿Está vivo?
El rostro de Donna se volvió hacia arriba.
—Jud, ¿Estás bien?
—Perfectamente —mintió—. ¿Está vivo Larry?
—No lo sé.
—Por el amor de Dios, busca ayuda. Llama a un doctor. A una ambulancia.
—¿Bajas?
—Voy a ir tras la bestia.
—¡No!
—Busca ayuda para Larry.
Se apartó de la ventana y cruzó la habitación hasta el tocador. Metiéndose el machete bajo el cinturón, abrió el cajón superior. El Colt 45 del marido muerto de Maggie estaba allá donde ella lo había dejado. Pulsando un botón, hizo caer su cargador vacío. Tomó el cargador de veinte tiros de su bolsillo y lo metió por la culata. Lo aseguró en su lugar. Pasando una bala a la recámara, salió corriendo de la habitación.
En el pasillo, saltó por encima de los cuerpos y corrió escaleras abajo. Llegó a la cocina. La luz de la linterna le mostró sangre en el suelo. Siguió su rastro hasta la despensa, a través de una puerta abierta, y bajando un tramo de empinados peldaños de madera hasta el sótano.
El húmedo aire del sótano era frío y olía a tierra. Barriendo la zona con su luz, vio montones de sacos de grano, estanterías llenas con polvorientos tarros de conserva. Movido por la curiosidad, abandonó el rastro de sangre y se dirigió hacia los sacos de grano. Tras ellos, tal como se describía en el diario de Lilly Thorn, descubrió un agujero en el suelo de tierra.
Regresó a las oscuras manchas de sangre en la tierra y las siguió hacia la derecha, donde se detenían frente a un baúl de camarote puesto de pie contra la pared. Vio rápidamente que el baúl estaba cerrado por fuera. La bestia no podía haberse ocultado dentro y cerrado luego.
Oyó dos disparos, débiles por la distancia. Por un momento se preocupó. Luego comprendió que Donna debía haber disparado su rifle para llamar la atención, para avisar a la policía y conseguir ayuda para Larry.
Dejando la linterna en el suelo de tierra a la derecha del baúl, se metió el Colt en un bolsillo de su parka. Deslizó sus dedos entre el baúl y la pared, y tiró. Con un chirriante sonido, el baúl se apartó de la pared. Había un asa de cuerda en la parte trasera del baúl. La cuerda estaba manchada con sangre fresca.
Allá donde hubiera debido haber la pared, Jud descubrió un túnel. Recogiendo la linterna, penetró en él.
6
Dándose cuenta de que Larry estaba muerto, Donna corrió hacia la puerta delantera de la casa. Disparó dos veces para reventar la cerradura de la puerta. Incluso entonces, tuvo que golpear varias veces la sólida madera con su hombro para conseguir que se abriera. Entró en el vestíbulo.
—¿Jud? — llamó.
No oyó ninguna respuesta. No oyó el menor sonido. Llamó de nuevo, más fuerte esta vez. Siguió sin recibir respuesta alguna.
Colgándose el rifle del hombro, sacó la bengala de emergencia de su bolsillo de atrás. Retiró su caperuza. Dándole la vuelta a la caperuza, frotó su rascador contra el extremo de la bengala. Al principio se produjo únicamente una chispa. Cuando frotó por segunda vez, la bengala chisporroteó y cobró vida, y su brillante lengua blancoazulada arrojó un resplandor que iluminó el vestíbulo y buena parte de la escalera. Lentamente, subió la escalera. Siguió subiendo incluso cuando la luz de su bengala iluminó los cuerpos de arriba: Roy boca abajo, su nuca reducida a una pulpa roja; una extraña criatura blanca sobre la espalda de Roy. Cuando vio el muñón de su cuello, sintió una arcada. Volviéndose hacia un lado, vomitó.
Luego siguió subiendo. Alcanzó la parte superior de la escalera y pasó por encima de los cuerpos. Caminó por el pasillo hasta el dormitorio de Maggie, dio un paso dentro.
—¡Jud!—llamó.
Cruzó el pasillo hasta la habitación de Lilly, y llamó de nuevo. Tampoco obtuvo respuesta.
Regresó al arranque de la escalera. Incluso con la bestia tendida muerta a sus pies, sintió una helada reluctancia a aventurarse por el pasillo hacia las demás habitaciones.
—¡Jud! — gritó—. ¿Dónde estás?
Cuando no obtuvo ninguna respuesta, avanzó rápidamente por el estrecho pasillo. Pasó al lado de dos de los sillones Brentwood que marcaban la futura exhibición Ziegler. Al final, se metió en la habitación de su izquierda. La bengala lanzó una luz oscilante sobre las paredes, el caballito mecedora, las camas gemelas, y las figuras de cera de los asesinados hijos de Lilly Thorn.
—¿Jud? — llamó suavemente. Nada se movió en la habitación.
Cruzando el pasillo, giró el pomo de la puerta de la habitación del bebé. Cuando no se abrió, recordó que Maggie había dicho que siempre estaba cerrada con llave. La pateó dos veces.
—¿Jud? — Luego murmuró—: Maldita sea. — Buscó un lugar seguro donde poner la bengala. Agachándose, la apoyó contra la pared. El papel de la pared empezó a ennegrecerse y arrugarse. Poniéndose en pie, bajó el rifle de su hombro y disparó contra la rendija allá donde la lengüeta de la cerradura entraba en la jamba. Volvió a amartillar el arma. Luego golpeó la puerta con el hombro. Viendo que cedía, recogió la bengala. Volvió a colgarse el rifle en el hombro y cruzó la puerta de la habitación.
—¿Jud? — llamó.
Entró en la habitación. La luz de su bengala iluminó una cuna vacía, un corralito, una casa de muñecas que le llegaba casi a la cintura. También iluminó cubos, una fregona, tres escobas, una escoba automática para alfombras, y una mesa cubierta con esponjas, trapos, cera para muebles, líquido limpiador y limpiacristales. Aparentemente, el cuarto era utilizado por Axel como almacén.
Donna retrocedió. Avanzó apresuradamente por el pasillo, pasó junto a los sillones Brentwood, y se detuvo cerca de los cuerpos. Miró hacia la puerta del desván. Estaba abierta.
—¿Jud? — llamó escaleras arriba.
Empezó a subir las escaleras. Eran muy empinadas. Las paredes parecían estar muy cerca, como si quisieran aprisionarla. Se apresuró. Encima de ella, la puerta seguía abierta. Subió hasta allá, y dudó antes de entrar.
—Jud, ¿estás ahí? ¿Jud?
Se agachó para cruzar el bajo dintel. En el círculo de luz arrojado por su bengala, vio una mecedora, una mesa con pedestal, varias lámparas, y un sofá. Se apartó de la puerta. Avanzando de costado, pasó entre la mesa y el sofá. Frente a ella había una máquina de tejer. Dio un rodeo hacia la izquierda, pasó una pierna por encima de una alfombra enrollada, y trastabilló para evitar pisar una mano. Aferrándose a una silla, dio media vuelta, vio un pelo enmarañado, unos ojos enormemente abiertos, unos hombros desgarrados y unos pechos.
No era Jud, gracias a Dios.
Mary Ziegler.
Del tobillo al muslo, poco excepto huesos quedaba de la pierna derecha de Mary. Donna apartó los ojos, se dobló sobre sí misma, y vomitó. Su estómago, ya vacío, siguió convulsionándose, sumergiéndola en dolor. Finalmente consiguió dominarse. Se secó las lágrimas de los ojos y empezó a volver hacia la puerta.
Saltó por encima de la alfombra enrollada. Pasó de lado entre la mesa y el sofá. Entonces, justo frente a ella, la puerta se cerró de golpe.
25
1
Jud avanzó por el túnel, agachándose a causa de su bajo techo, intentando luchar contra la sensación de asfixia causada por sus angostas paredes. En algunos lugares, la tierra estaba apuntalada con tablones. El trabajo de seres humanos.
Wick Hapson, quizá. O Axel Kutch.
Jud sabía, incluso antes de meterse en el túnel, adonde conducía. Pero no se había dado cuenta de que la distancia fuera tanta. Por alguna razón, el túnel no era recto. Trazaba meandros como un viejo río, con giros y curvas, algunas de ellas muy cerradas. En un punto determinado, se escindía en una Y. Jud tomó a la izquierda. El túnel se curvó, volvió a unirse al otro ramal, y siguió hacia el oeste.
A cada revuelta, su dedo se tensaba en el gatillo de la pistola, preparado para responder a un brusco asalto de la bestia herida. Pero tras la curva solamente veía más túnel, y otra revuelta.
Pronto empezó a preguntarse si de alguna forma habría rebasado sin darse cuenta la abertura que esperaba encontrar. Recordó la Y. Quizá el ramal de la derecha llevara hasta la entrada de la casa antes de volver a curvarse y unirse de nuevo con el ramal que él había tomado.
Parecía improbable. Sin embargo...
Giró una nueva revuelta, y el túnel se abrió ante él. Con un barrido de su linterna, vio que estaba en un sótano. Almohadones y cojines, como islas, salpicaban la alfombra azul del suelo. En el rincón más alejado estaba la bestia.
Jud avanzó hacia ella. La criatura estaba tendida de espaldas, sus blancos brazos aferrando un cojín contra su pecho. Su larga y puntiaguda lengua colgaba de una comisura de su boca. Arrodillándose junto a ella, Jud empujó su hocico con el cañón de su arma.
Muerta.
La parte inferior de su cuerpo estaba bañada en sangre. Comprobó rápidamente, y vio que la descripción de Lilly Thorn de su órgano sexual había sido exacta. Desconcertado y asqueado, retrocedió.
Subió los peldaños de madera, y entró en la cocina de la casa sin ventanas.
2
Axel Kutch, agazapado como un luchador frente a la puerta del desván, sonrió a Donna. Su calva cabeza relucía a la luz de su bengala. Un pelo hirsuto orlaba sus protuberantes hombros, sus brazos y pecho y vientre... pero su pene carecía de pelo, y brillaba grueso y enhiesto. Cojeó hacia ella.
—No se acerque.
Él negó con la cabeza.
Amenazándole con la bengala, Donna intentó bajar el rifle de su hombro.
Una mano de dos dedos aferró su muñeca. La retorció fuertemente. La bengala cayó, pero él siguió retorciendo. Donna se inclinó hacia un lado, perdido el equilibrio, y cayó de espaldas. Aún aferrando su muñeca, Axel le dio una patada en el costado. Se dejó caer de rodillas junto a ella. Tomando la bengala, metió su extremo no encendido en una hendidura entre los almohadones del sofá sobre la cabeza de Donna. Luego colocó una pierna sobre ella. Sentándose sobre su vientre, clavó sus brazos al suelo.
—Eres hermosa —dijo.
Ella se debatió, intentando liberar sus brazos.
—Quédate quieta —dijo él.
—¡Suélteme!
—¡Quédate quieta!
Inclinándose, apoyó su boca contra la de ella. Donna mordió su labio, sintiendo el salado y cálido sabor de su sangre, pero él no dejó de besarla. Mordió de nuevo, desgarrando salvajemente la carne de su labio. Con un gruñido, él se apartó. Golpeó su rostro con el revés de su mano.
Debilitada por el golpe, intentó apartarle con su brazo libre.
Él apartó su brazo de un manotazo, luego le golpeó dos veces el rostro.
Cada golpe fue una intensa explosión de dolor. Apenas consciente, se dio cuenta de que él estaba desgarrando su blusa. Oyó los botones saltar y rebotar en el suelo, luego sintió el áspero contacto de sus manos. Aunque sus brazos estaban ubres, no encontraba la fuerza suficiente para alzarlos. Él tironeó de su sujetador. Cuando no consiguió soltarlo, rompió las cintas de los hombros. Donna lo sintió aflojarse, luego la fría desnudez de sus pechos. Axel los estrujó. El dolor ayudó a aclarar su mente. Notó su boca chupándoselos. Luego empezó a forcejear con el cinturón de sus pantalones de pana.
Se dio cuenta de que podía alzar sus brazos. Abriendo los ojos, vio a Axel arrodillado entre sus piernas, la cabeza baja, mientras luchaba por abrir sus pantalones.
Tanteó detrás de su cabeza. Tendió su brazo. Agarró el mango de la bengala. Con un rápido movimiento, hundió su chisporroteante extremo en el ojo izquierdo de Axel. Oyó un agudo chillido, al mismo tiempo que la habitación quedaba a oscuras. Clavó más fuertemente la bengala. Una cálida humedad se extendió sobre su mano cuando la bengala se hundió más profundamente. El rígido cuerpo de Axel se retorció en convulsiones. Lo empujó a un lado y rodó, alejándose de él.
3
Frente a Jud, una luz azul brotaba de la sala de estar. Se acercó silenciosamente. Miró por la esquina. La visión lo hizo tambalearse. Mirando a su izquierda, vio la puerta de entrada. No estaba a más de dos metros de distancia.
Maggie y las criaturas estaban probablemente a unos nueve metros de él. Una de las criaturas, bajo ella, sería lenta en liberarse. La bestia que estaba detrás de ella no podía verle. Pero la que estaba junto a su cabeza estaba mirando hacia allá. No podía alcanzar la puerta sin que le viera.
Se apretó contra la pared, fuera de la vista. Durante varios segundos escuchó los gruñidos y los deslizantes chasquidos. Maggie estaba jadeando. Por la violencia de los sonidos, supuso que pronto terminarían.
Una vez hubieran terminado, sus posibilidades de escapar...
¿Escapar?
Cristo, casi había olvidado qué había venido a hacer allí.
Había venido a matar a la bestia.
Había venido a impedir que siguiera asesinando.
Excepto que no es una bestia, son cinco. Quizá más. Pero eso no cambia la finalidad de la misión. No cambia la necesidad de su muerte: si acaso, incrementa la urgencia de la tarea.
Saltando fuera de la protección de la pared, Judgement Rucker se agachó y disparó. Una bestia chilló cuando la bala atravesó su cabeza. Cayó hacia atrás, su pene deslizándose fuera de la boca de Maggie, eyaculando sobre su rostro y pelo.
La otra detrás de la mujer miró. Recibió una bala en su ojo derecho. Se derrumbó sobre la espalda de Maggie.
Jud siguió disparando, observando el frenético debatirse de Maggie. La bestia muerta sobre su espalda se deslizó y cayó. Maggie rodó separándose de la que aún estaba viva, y se inmovilizó de lado de tal modo que su cuerpo la protegiera de los disparos de Jud.
Lentamente se puso en pie, cuidando de escudar en todo momento a la bestia con su cuerpo. Esta se puso en pie detrás de ella. Maggie echó a andar hacia Jud.
—Bastardo —murmuró—. ¿Quién te piensas que eres, bastardo? ¿Introduciéndote aquí por la fuerza? ¿Matando a mis queridos?
Avanzó cojeando hacia él, arrastrando una pierna que parecía como si hubiera sido semidevorada hacía años, y hubiera curado mal. Sus viejos y colgantes pechos estaban marcados con cicatrices y cortes recientes, algunos de ellos sangrando. La sangre goteaba de sus arañados hombros y nuca. Jud supo por qué siempre llevaba un pañuelo al cuello en público.
—Quieta —dijo.
—¡Bastardo!
—¡Maldita sea, dispararé!
—No, no lo harás.
Repentinamente, oyó un gruñido en la escalera detrás suyo. Giró y disparó contra la forma que saltaba contra él. La bestia chilló agudamente, pero no se detuvo. Las garras de la otra bestia que estaba con Maggie araron la espalda de Jud. Éste se inclinó, girándose, tirando del machete fuera de su cinturón. Las garras trabajaron de nuevo. Esta vez, cercenó el brazo de la criatura. Disparó una sola vez contra su pecho, luego giró de nuevo su pistola hacia la bestia que saltaba contra él desde el arranque de la escalera. La acción de su dedo horadó tres agujeros en su cuerpo. La bestia cayó.
Maggie se lanzó de rodillas a su lado. Abrazó fuertemente el blanco cuerpo, sollozando.
—Oh, Xanadú, Xanadú. ¡Oh, Xanadü!
Su espalda era una desfigurada masa de cicatrices y sangrantes cortes.
—Oh, Xanadú —sollozó, acunando la cabeza de la muerta bestia.
—¿Hay más? — preguntó Jud.
Maggie no respondió. Ni siquiera pareció oír.
Rodeándola a ella y al cuerpo de Xanadú, Jud se acercó a la escalera. Vio una suave luz azul en el pasillo de arriba. Silenciosamente, empezó a subir.
4
Donna bajó tambaleándose los peldaños del porche delantero. Se apoyó contra el poste de arranque de la barandilla, luchando por no caer. La correa del rifle se deslizó de su hombro. Oyó la culata de nogal golpear contra la barandilla. Probablemente se rayó.
Se preguntó, vagamente, si Jud se irritaría al saber que había rayado la culata de su rifle. Los hombres eran extraños respecto a ese tipo de cosas.
Dios, ¿llegaría a ver de nuevo a Jud alguna vez?
¿Dónde podía...?
Unos distantes estampidos interrumpieron su pregunta, y la respondieron. Alzó la cabeza. Oyó más estampidos, ahogados y distantes, y supo que eran disparos.
Disparos amortiguados por las paredes de ladrillo de la casa sin ventanas.
Mientras observaba la casa, oyó otro disparo. Luego otros tres, en rápida sucesión.
Echó a correr. El rifle que colgaba de su brazo golpeó contra su pierna. Sin detenerse, agarró el portafusil y tiró del rifle ante ella. Lo aferró sólidamente con ambas manos.
Miró al Chrysler, lejos a la derecha. La cabeza de Sandy era visible por la ventanilla. La niña estaba encerrada en él, segura.
Donna saltó torpemente el torniquete, cruzó corriendo la calle, luego subió por la callejuela de tierra. Intentó recordar si el rifle estaba armado. No podía recordarlo. Mientras corría, accionó el cerrojo. El cartucho eyectado saltó contra su rostro, su aguda punta se clavó contra su labio superior. Parpadeando para apartar las lágrimas que afluían a su rostro, metió otro cartucho en la recámara.
Acercándose a la parte delantera de la oscura casa, convirtió su carrera en un trote. Pasó el rifle a su mano izquierda. Era pesado. Apoyó la culata contra su cadera, y abrió la puerta mosquitera. Probó el pomo. Cerrado. La puerta mosquitera volvió a cerrarse a su espalda, golpeando contra su rostro.
¡Maldita sea!
Apuntó a la cerradura de la puerta, cerca del pomo.
Esto se está con virtiendo en una costumbre, pensó.
El pensamiento no le hizo ninguna gracia.
5
Cautelosamente, Jud penetró en el dormitorio principal. Los espejos permitían ver todos los rincones. Ninguna bestia. Miró dentro del abierto armario. Convencido de que nada podía saltar allí sobre él, se acercó a la cama.
Wick Hapson, desnudo excepto una breve chaquetilla de piel, estaba tendido boca abajo en la cama. Unas cadenas sujetaban sus brazos y piernas en cruz a los postes de la cama. Su rostro estaba vuelto hacia la izquierda.
Arrodillándose, Jud le miró a los ojos. Estaban desorbitados por el miedo. Sus labios temblaban.
—No me mate —dijo—. Cristo, no es culpa mía. Yo sólo le seguía la corriente. ¡Yo sólo le seguía la corriente!
Mientras Jud abandonaba la habitación, oyó el disparo abajo.
6
Donna echó de nuevo hacia atrás el cerrojo. Mientras la vaina saltaba fuera, vio que el cargador estaba vacío. Su mente relampagueó con el recuerdo del cartucho sin usar golpeando contra su rostro y cayendo al suelo de tierra del sendero. No había ninguna posibilidad de encontrarlo.
De acuerdo, nadie tenía por qué saber que el rifle estaba descargado.
Abrió la puerta con el hombro, y retrocedió instintivamente a la vista de dos horribles bestias tendidas desarticuladamente cerca del pie de la escalera. Su brillante piel relucía con un color azul pálido. El brazo cercenado de una estaba tirado cerca de la pared.
Dando un rodeo para no pisarlas, miró en la sala de estar. Otras dos.
—¿Jud? — llamó.
—¿Donna? ¡Sal de aquí! — su voz llegó desde arriba de las escaleras.
7
¡Maldita sea!, gritó su mente. ¿Qué estaba haciendo Donna allí?
Corrió hacia la última habitación, la habitación donde él y Larry habían oído extraños ruidos de respiración aquella tarde. La puerta estaba ligeramente entreabierta. A través de la rendija, vio una luz azul. Dio una patada a la puerta, saltó dentro de la habitación, y apuntó a una pálida figura acurrucada en un rincón.
Retuvo el dedo que iba a apretar el gatillo.
A la débil luz, vio una mata de pelo negro colgando hasta los hombros. Acunaba algo en sus brazos. Un bebé. Su hocico, agarrado al pezón, chupaba ruidosamente.
Con un gemido, Jud retrocedió hacia la puerta.
8
Donna, alcanzando la parte superior de la escalera, vio la desnuda y devastada forma de Maggie Kutch cojeando hacia el final del pasillo.
—¡Mamá!
Su cabeza giró hacia un lado. Sandy, toda ella lágrimas, estaba de pie abajo, mirándola.
Donna miró de nuevo hacia el pasillo. Maggie volvió la vista atrás. Donna vio un cuchillo de cocina en la mano derecha de la vieja mujer. Apoyó el vacío rifle en su hombro.
—¡Suelte eso! — gritó.
9
Jud se volvió, se encontró frente a frente con Maggie, y empezó a alzar su pistola. El cuchillo partió hacia delante.
Se quedó atónito. No podía creerlo.
Aquella brillante, ancha hoja, estaba realmente hundiéndose en su pecho.
Ella no puede hacer esto, pensó.
Intentó tirar de la empuñadura.
Su mano se negó a obedecerle.
¡No puede hacerlo!
26
En la fría oscuridad del angosto espacio debajo de la última cabina, Joni permanecía tendida de lado. Aferraba sus rodillas contra su pecho. Tenía fuertemente encajados sus dientes para impedir que castañetearan.
El hombre nunca la encontraría allí.
Nunca.
Hacía mucho rato, cuando escapó, él no había mirado debajo de la cabeza. Pero quizá volviera.
No se atrevió a moverse.
La tierra y las piedras se clavaban en su piel, pero no se movió. A veces, hormigueantes bichos trepaban por su cuerpo. Se obligaba a creer que eran orugas y mariquitas, y los dejaba que treparan.
El frío era lo peor. La hacía temblar. Si temblaba mucho, quizá el hombre la oyera y la atrapara de nuevo.
Pasó mucho rato.
Luego oyó algo moverse cerca. Un animal.
Contuvo el aliento.
Oyó un suave «miau».
El gato se arrimó contra sus piernas en la oscuridad, peludo y cálido y ronroneando como un motor.
—Gatito —susurró ella.
Acarició su cabeza y su lomo.
El gato se dejó coger. Lo apretó ligeramente contra su pecho. El ronroneo era tan intenso que tuvo miedo de que el hombre pudiera oírlo y la descubriera.
Pronto dejó de temblar.
Un sonido arriba sobresaltó al gato. Se soltó bruscamente y desapareció.
Joni escuchó con atención.
Ruido de pasos en el suelo de la cabina.
Oyó abrirse la puerta. Vio unos pies desnudos en los peldaños de delante de la cabina.
—¿Muchacha? — llamó.
Las piernas se detuvieron al final de los peldaños.
—¿Muchacha?
Las piernas se volvieron. La chica se agachó y miró a la oscuridad del angosto espacio.
—¿Estás ahí abajo? — preguntó.
—Sí.
—¿Piensas pasarte aquí toda la noche?
—¿Se ha ido?
—Sí, supongo que sí. Hace horas. Me tomó todo ese tiempo conseguir desatarme.
Apoyándose sobre manos y rodillas, Joni se arrastró en la oscuridad hacia su amiga que la aguardaba.
Epílogo
—¿Cuándo van a quitarnos las cadenas?
—Cuando imaginen que no vamos a echar a correr —dijo Donna.
—Yo no voy a echar a correr.
Donna, frunciendo los ojos en la oscuridad, tan sólo podía ver una mancha blanca allá donde su hija estaba sentada entre los almohadones.
—Yo sí. Yo echaría a correr al segundo siguiente.
—¿Por qué?
—Estamos prisioneras.
—¿No te gusta? — preguntó Sandy.
—No.
—¿No te gusta Rosy?
—No.
—A mí sí. Excepto que es tan fea como Axel.
—Son gemelos, así que tiene que serlo.
—Es un poco retrasada.
—Aja.
—¿Quién te gusta más, Seth o Jason?
—Ninguno de los dos.
—A mí me gusta más Seth —dijo Sandy.
—Oh.
—¿No vas a preguntarme por qué?
—No.
—Vamos, mamá. Sólo porque estás enfadada porque mataron a Jud. Además, ellos ni siquiera lo hicieron, fue Maggie quien lo hizo. Y él se lo merecía, además.
—¡Sandy!
—Mira a cuántos de ellos asesinó. ¡Seis! Dios, se lo merecía. Se merecía algo mucho peor.
—¡Maldita sea, cállate!
Se sintió avergonzada por utilizar aquel lenguaje con su hija.
—Al menos no mató a Seth y Jason —dijo Sandy.
—Es una lástima que no lo hiciera.
—Dices eso por decir. Dices eso simplemente para estropear las cosas. Te gustan. Sé que te gustan. No soy sorda, ya sabes.
—Bien, no me gusta estar encadenada aquí en la oscuridad. No me gusta en absoluto. Y la comida apesta.
—Maggie podría dejarte cocinar, si tú se lo pidieras. Wick me dijo que yo podré ir con él a Santa Rosa uno de estos días, y comprarme dulces. Una vez confíen más en nosotras, podremos obtener todo tipo de cosas.
—Estoy segura de que me gustará ver el sol de nuevo.
—A mí también. ¿Mamá?
—¿Sí?
—¿Sigues creyendo que estás embarazada?
—Creo que sí.
—¿De quién crees que es hijo? Apuesto que de Jason.
—No lo sé.
—A mí me gustaría tener un bebé de Seth.
—Chisst. Creo que vienen.
Fin