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septiembre 12, 2020
Ah, signor, son rea di morte
E la morte io sol vi chiedo;
Il mio fallo tardi vedo;
Con quel ferro un sen ferite
Che non merita pietá ,
Ah, señor, rea soy de muerte
y sólo la muerte os pido;
advierto tarde mi yerro;
hiera vuestro acero
un pecho que no merece piedad.
Cosi Fan Tutte
CAPÍTULO I
El tercer aviso, que anunciaba que iba a continuar la ópera, sonó discretamente en los salones de descanso y los bares del teatro La Fenice. El público apagó los cigarrillos, apuró las copas, concluyó las conversaciones y se dispuso a volver a sus localidades. En la sala, brillantemente iluminada durante el entreacto, se oía el sordo bullicio de los que entraban. Aquí refulgía una joya, allí una estola de visón se ceñía a un hombro desnudo o una uña sacudía una mota de polvo de una solapa de satén. Primero se llenaron los pisos, después la platea y, por último, las tres hileras de palcos.
Menguaron las luces, quedó en penumbra la sala y renació la expectación creada por la representación en curso, mientras el público esperaba que el director de orquesta volviera a subir al podio. Poco a poco, se apagó el murmullo de voces, cesó el rebullir de los músicos y se hizo el silencio total que anunciaba la disposición de la concurrencia a presenciar el tercer y último acto.
El silencio se dilataba, se hacía más denso. En el primer anfiteatro sonó una tos, seguida de un golpe seco de un libro, o de un bolso, contra el suelo. La puerta del foso de la orquesta seguía cerrada.
Los primeros en ponerse a hablar fueron los músicos. Un segundo violín se inclinó hacia la mujer que tenía a su lado y le preguntó si ya había hecho planes para las vacaciones. En la segunda fila, un fagot dijo a un oboe que al día siguiente empezaban las rebajas de Benetton. El público de los palcos proscenio, que era el que mejor veía a los músicos, no tardó en imitar sus cuchicheos. Otro tanto hicieron a continuación los que llenaban los anfiteatros y, por último, los ocupantes de las butacas de platea, como si los más ricos fueran también los más reacios a permitirse esta falta de disciplina.
El murmullo crecía. Pasaban los minutos. De pronto, se ahuecaron los pesados pliegues del telón y, por una estrecha abertura del terciopelo verde, apareció Amadeo Fasini, el gerente del teatro, con aire cohibido. El técnico de iluminación que ocupaba la cabina situada encima del segundo piso, desconcertado, decidió enfocarlo con un brillante haz blanco, deslumbrando a Fasini, que hizo pantalla con el antebrazo, como para protegerse de un golpe, y empezó:
—Señoras y caballeros... -se interrumpió y, con la mano izquierda, hizo furiosas señas al técnico que, al percatarse de su error, apagó el foco. Superada su ceguera momentánea, el hombre del escenario volvió a empezar-: Señoras y caballeros, lamento tener que comunicarles que el maestro Wellauer no podrá seguir dirigiendo la orquesta. — En la sala crecían los cuchicheos, se volvían cabezas y crujían sedas, pero él prosiguió, ajeno al ruido-: Ocupará su lugar el maestro Longhi. — Antes de que el murmullo del público ahogara su voz, Fasini preguntó en tono estudiadamente tranquilo-: ¿Hay algún médico en la sala?
Siguió a la pregunta una larga pausa, y los asistentes empezaron a mirar en derredor: ¿quién se ofrecería? Transcurrió casi un minuto. Por fin, en una de las primeras filas de platea, se levantó una mano lentamente y una mujer se puso en pie. Fasini hizo una seña a uno de los acomodadores que estaban al fondo de la sala, y el joven se adelantó rápidamente hasta el extremo de la fila donde se encontraba la mujer.
—Dottoressa -dijo Fasini con una voz que hacia pensar que era él quien necesitaba asistencia médica-, tenga la bondad de subir a los bastidores. El acomodador la acompañará.
El gerente levantó la mirada hacia la parte alta de la oscura sala, trató de sonreír, no pudo y abandonó el intento.
—Les ruego, señoras y caballeros, que disculpen el percance. Continúa la representación.
Fasini dio media vuelta y empezó a bracear, buscando la abertura del telón por la que había salido. Unas manos invisibles le despejaron el camino y el hombre se encontró en la destartalada buhardilla en la que pronto moriría Violetta. A su espalda, en la sala, oyó los discretos aplausos que saludaban al director suplente que acababa de subir al podio.
Rodeó a Fasini una multitud de cantantes del coro y tramoyistas, tan curiosos como el público y mucho más inquisitivos. Normalmente, lo elevado de su posición eximía a Fasini del trato con estos modestos miembros del elenco, pero ahora no pudo escapar a sus preguntas y cuchicheos.
—No es nada, no es nada -dijo sin mirar a nadie, y agitó las manos, tratando de ahuyentar del escenario a aquel tropel de gente. Estaba terminando el preludio y pronto se abriría el telón y aparecería Violetta, que estaba ahora sentada con aire nervioso en el borde del camastro situado en el centro de la escena. Fasini redobló la energía de sus ademanes, y cantantes y tramoyistas despejaron el escenario, aunque siguieron cuchicheando entre bastidores. Él les lanzó un furioso «Silenzio» y se quedó esperando a que la orden surtiera efecto. Cuando vio que el telón empezaba a abrirse, salió por la derecha, donde se reunió con el director de escena y la doctora. Ésta era una mujer bajita, de pelo negro, que estaba debajo de un letrero de PROHIBIDO FUMAR con un cigarrillo sin encender en la mano.
—Buenas noches, doctora -dijo Fasini con una sonrisa forzada. Ella se guardó el cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta y le estrechó la mano.
—¿Qué sucede? — preguntó finalmente en el momento en que, detrás de ellos, Violetta empezaba a leer la carta de pére Germont.
Fasini se frotó las manos con viveza, como si el movimiento pudiera ayudarle a decidir qué decir.
—El maestro Wellauer ha sido... -empezó, pero no encontró una manera satisfactoria de terminar la frase.
—¿Está enfermo? — preguntó la doctora con impaciencia.
—No, no, enfermo, no -dijo Fasini, que otra vez se quedó sin palabras y volvió a frotarse las manos.
—Quizá sea preferible que lo vea -dijo la mujer en tono de interrogación-. ¿Está en el teatro?
Como Fasini siguiera mudo, ella preguntó:
—¿Lo han llevado a algún otro sitio?
Esto fue el acicate que necesitaba el gerente.
—No, no. Está en el camerino.
—Entonces vale más que entremos, ¿no?
—Sí, naturalmente, doctora -convino él, alegrándose por la sugerencia. La condujo hacia la derecha, donde había un piano de cola y un arpa cubierta con una funda de un verde desvaído, y a lo largo de un estrecho corredor. Al llegar al fondo, frente a una puerta cerrada, se detuvo. Delante de la puerta había un hombre alto.
—Matteo -empezó Fasini, mirando a la mujer-, la doctora...
—Zorzi -dijo ella escuetamente. No era momento para presentaciones formales.
A la llegada de su superior y de una persona a la que se daba el título de doctora, a Matteo le faltó tiempo para retirarse de la puerta. Fasini se adelantó, entreabrió la puerta, se volvió a mirar por encima del hombro e invitó a la doctora a precederle al interior de la pequeña habitación.
La muerte había desfigurado las facciones del hombre que estaba caído sobre el sillón situado en el centro del camerino. Tenía los ojos muy abiertos al vacío y un rictus feroz en los labios. El cuerpo estaba ladeado y la cabeza, hundida en el respaldo. En la dura y reluciente pechera de la camisa había un reguero oscuro. Al principio, la doctora pensó que era sangre, pero, al adelantarse un paso más, más que ver, olió el café. No menos peculiar era el olor que se mezclaba con el del café: un olor acre a almendras amargas que sólo conocía por referencias.
La doctora Zorzi había visto mucha muerte, y no necesitaba buscar el pulso; no obstante, puso los dedos de la mano derecha debajo de la mandíbula del muerto. Nada. Pero la piel aún estaba caliente. Dio un paso atrás y miró en derredor. En el suelo, delante del hombre, había un platillo y la taza del café que había manchado la camisa. Se arrodilló, arrimó el dorso de los dedos al costado de la taza y la notó fría.
La mujer se irguió y miró a los dos hombres, que se habían quedado en la puerta, contentos de que fuera ella quien se las hubiera con el muerto.
—¿Han avisado a la policía? — preguntó.
—Sí, sí -musitó Fasini, sin haber oído realmente la pregunta.
—Signore -dijo ella entonces, hablando despacio y en voz lo bastante alta como para hacerse oír con claridad-, yo nada puedo hacer. Esto es asunto de la policía. ¿Los han avisado?
—Sí -repitió el gerente, pero seguía sin dar señales de haber entendido sus palabras. Miraba fijamente al muerto, tratando de medir el horror de lo que veía, la magnitud del escándalo.
Apartándolo bruscamente de un empujón, la mujer salió al pasillo. El ayudante del gerente la siguió.
—Llame a la policía -ordenó ella. Cuando el hombre, después de mover la cabeza afirmativamente, se alejó, ella se metió la mano en el bolsillo, en busca del cigarrillo, lo enderezó y lo encendió. Aspiró el humo profundamente y miró el reloj. La mano izquierda de Mickey estaba entre el diez y el once y la derecha, en el siete. La doctora se apoyó en la pared y esperó la llegada de la policía.
CAPÍTULO II
Como era Venecia, la policía llegó en barco, y la luz azul parpadeaba en el techo de la cabina. La embarcación atracó en el pequeño canal que discurría por detrás del teatro y de ella desembarcaron cuatro hombres, tres con uniforme azul y uno de paisano. Subieron rápidamente por la estrecha calle lateral hasta la entrada de artistas, donde el portiere, prevenido de su llegada, oprimió el botón que liberaba la puerta de torno. El hombre señaló en silencio una escalera.
En el primer rellano, los aguardaba el aturdido gerente, que hizo ademán de tender la mano al hombre vestido de paisano, que parecía el jefe, pero enseguida se olvidó de su intención y dio media vuelta, diciendo por encima del hombro:
—Por aquí. — los llevó por un corto pasillo hasta la puerta del camerino del director, donde se paró y, reducido otra vez a la mímica, señaló al interior.
Guido Brunetti, commissario de policía de la ciudad, fue el primero en entrar. Al ver el cuerpo caído en el sillón, levantó una mano para indicar a los agentes de uniforme que se quedaran en la puerta. Era evidente que el hombre estaba muerto: tenía el cuerpo arqueado hacia atrás y la cara crispada en una mueca espantosa. No era necesario buscar señales de vida; no las habría.
Aquella cara le era tan familiar a Brunetti como a la mayoría de los habitantes del mundo occidental, si no por haberla visto frente a una orquesta, sí porque durante más de cuatro décadas su cuadrada mandíbula teutónica y su melena, que se había conservado negra como el azabache hasta pasados los sesenta, habían aparecido regularmente en las portadas de las revistas y las primeras planas de los diarios. Brunetti le había visto dirigir dos veces, hacía años, y durante el concierto había estado más pendiente del director que de la orquesta. El cuerpo de Wellauer oscilaba en el podio como preso en el abrazo de un demonio o de una divinidad. La mano izquierda, entreabierta, parecía querer arrancar el sonido a los violines. En la derecha, la batuta era un arma que apuntaba ahora aquí, ahora allá, un rayo que desataba raudales de música. Pero ahora la muerte había borrado de su persona todo vestigio de divinidad y le había puesto la máscara sarcástica del demonio.
Brunetti paseó la mirada por el camerino. Vio la taza en el suelo y, cerca de la taza, el plato. Esto explicaba las manchas oscuras de la camisa y, seguramente, la horrible crispación de la cara.
Sin acabar de acercarse al muerto, Brunetti hacía inventario con la mirada, con curiosidad, sin sacar deducciones. Era un hombre de aspecto extraordinariamente pulcro: el nudo de la corbata, impecable, el pelo, más corto de lo que dictaba la moda; hasta las orejas las tenía aplastadas contra la cabeza, como si quisieran pasar inadvertidas. Su indumentaria era típicamente italiana. Su acento pregonaba al veneciano. Sus ojos eran todo policía.
Inclinándose, tocó el dorso de la muñeca del muerto. Sintió la piel fría y seca al tacto. Lanzó otra mirada en derredor y se volvió hacia uno de los hombres que estaban a su espalda. Le pidió que llamara al forense y al fotógrafo. Ordenó a otro de los agentes que bajara a hablar con el portiere. ¿Cuántas personas había en el teatro esa noche? Que hiciera una lista. Y dijo al tercer agente que quería los nombres de quienes hubieran hablado con el maestro antes de la función o durante los entreactos.
El comisario abrió una puerta de la izquierda que daba a un pequeño aseo. La única ventana estaba cerrada, lo mismo que la del camerino. En el armario había un abrigo y tres camisas blancas almidonadas.
Volvió al camerino y se acercó al cadáver. Con el dorso de la mano, ahuecó la chaqueta, introdujo los dedos en el bolsillo interior del pecho y, lentamente, sacó un pañuelo sosteniéndolo por una punta. En el bolsillo no había nada más. Repitió el proceso con los bolsillos laterales, en los que encontró los objetos habituales: unos miles de liras en billetes pequeños, una llave con una etiqueta de plástico, probablemente, del camerino, un peine, otro pañuelo. No quería mover el cuerpo antes de que lo fotografiaran, y dejó para más adelante los bolsillos del pantalón.
Los tres agentes, una vez confirmada la existencia de un cadáver, habían ido a cumplir las órdenes de Brunetti. El gerente del teatro había desaparecido. Brunetti salió al corredor, esperando encontrarlo allí, con intención de preguntarle cuánto tiempo hacía que se había descubierto el cadáver. Pero sólo vio a una mujer pequeña, de pelo negro, que estaba apoyada en la pared, fumando un cigarrillo. Hasta ellos llegaban ráfagas de música.
—¿Qué es eso? — preguntó Brunetti.
—La Traviata -dijo la mujer escuetamente.
—Ya lo sé. ¿Es que continúa la representación?
—«Aunque se hunda el mundo» -respondió ella con la entonación solemne que suele imprimirse en las citas.
—¿Es de La Traviata? — preguntó él.
—No; de Turandot -dijo ella con voz serena.
—Pues me parece que por respeto al muerto...
Ella se encogió de hombros, arrojó el cigarrillo al suelo de cemento y lo aplastó con el pie.
—¿Usted es...? — preguntó él finalmente.
—Bárbara Zorzi -y, aunque él no había pedido detalles, puntualizó-: Doctora Bárbara Zorzi. Estaba en la sala, pidieron un médico, subí y vi el cadáver. Eran exactamente las diez y treinta y cinco. El cuerpo aún estaba caliente. La taza estaba fría.
—¿La tocó?
—Sólo con el dorso de los dedos. Pensé que podía ser importante saber si aún estaba caliente. No era así. — Sacó otro cigarrillo del bolso y le ofreció uno. No pareció sorprenderla que él rehusara y encendió el suyo.
—¿Algo más, doctora?
—Huele a cianuro -respondió ella-. He leído algo sobre este veneno y en clase de farmacología lo estudiamos una vez, aunque el profesor no nos dejó ni olerlo. Decía que hasta los vapores son peligrosos.
—¿Tan tóxico es?
—Sí. Ahora no recuerdo exactamente lo poco que se necesita para matar a una persona, pero no llega a un gramo. Y es instantáneo. Todo se para, el corazón, los pulmones... Antes de que la taza llegara al suelo, él ya debía de estar muerto o, por lo menos, inconsciente.
—¿Lo conocía usted?
Ella movió la cabeza negativamente.
—No más que cualquier aficionado a la ópera. O cualquier lector de Gente -dijo ella, refiriéndose a una revista de cotilleos que a él se le hacía difícil creer que leyera aquella mujer.
Ella le miró y preguntó:
—¿Es eso todo?
—Creo que sí, doctora. ¿Tendrá la bondad de dar su nombre a uno de mis hombres, por si hemos de ponernos en contacto con usted?
—Zorzi, Bárbara -dijo ella, sin inmutarse por su tono oficial-. En la guía telefónica no hay otra.
Dejó caer el cigarrillo, lo pisó y le tendió la mano.
—Buenas noches. Espero que las cosas no se pongan demasiado feas.
El hombre no sabía si quería decir feas para el maestro, para el teatro, para la ciudad o para él, por lo que se limitó a mover la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento mientras le estrechaba la mano. Cuando ella se fue, Brunetti pensó en la extraña similitud que había entre su trabajo y el de un médico. Ambos coincidían al lado de los cadáveres y ambos hacían la misma pregunta: «¿Por qué?» Pero, cuando encontraban la respuesta, sus caminos se separaban: el médico retrocedía en el tiempo, en busca de la causa física y él se movía hacia adelante, en busca del responsable.
Quince minutos después, llegaba el forense, acompañado del fotógrafo y de dos ayudantes con bata blanca que serían los encargados de trasladar el cadáver al Hospital Civil. Brunetti saludó afablemente al doctor Rizzardi y le indicó la hora aproximada de la muerte. Juntos entraron en el camerino. Rizzardi, un hombre muy atildado, se puso unos guantes de látex, consultó el reloj automáticamente v se arrodilló al lado del cadáver. Brunetti lo observó mientras examinaba a la víctima, extrañamente conmovido al ver que trataba al muerto con el mismo respeto que dedicaría a un paciente vivo, con suavidad y hasta con mimo, ayudando con manos expertas los movimientos envarados de unos miembros que empezaban a estar rígidos.
—¿Podría vaciarle los bolsillos, doctor? — preguntó Brunetti, que no tenía guantes y no quería agregar sus huellas a las que pudiera haber en los objetos. El doctor obedeció, pero no encontró más que un billetero delgado, quizá de lagarto, que sacó sosteniéndolo de una punta y dejó encima de la mesa que tenía a su lado.
El médico se puso en pie y se arrancó los guantes.
—Veneno. Es evidente. Yo diría que cianuro. Es más, estoy seguro, pero no puedo decírselo oficialmente hasta después de la autopsia. De todos modos, por la forma en que el cuerpo está doblado hacia atrás, no puede ser nada más. — Brunetti observó que había cerrado los ojos al muerto y tratado de suavizar el rictus de sus labios-. Es Wellauer, ¿verdad? — dijo el médico, a pesar de que la pregunta era innecesaria.
Brunetti movió la cabeza afirmativamente y Rizzardi exclamó:
—María Vergine, esto no va a gustarle nada al alcalde.
—Pues que se encargue el alcalde de descubrir quién lo ha hecho -dijo Brunetti secamente.
—Sí; ha sido una estupidez. Perdone, Guido. Deberíamos pensar en la familia.
Como si hubiera estado esperando esta señal, uno de los tres policías de uniforme apareció en la puerta e hizo una seña a Brunetti que, al salir del camerino, vio a Fasini al lado de una mujer a la que supuso hija del maestro. Era muy alta, más que el gerente y hasta más que Brunetti, con una corona de pelo rubio que realzaba su estatura. Al igual que el maestro, tenía los pómulos de corte eslavo y los ojos de un azul pálido casi glacial. Cuando la mujer vio salir del camerino a Brunetti, dio dos pasos rápidos hacia él.
—¿Ha ocurrido algo malo? — preguntó en italiano con fuerte acento extranjero-. ¿Qué sucede?
—Lo lamento, signorina -empezó Brunetti.
Ella le atajó imperiosamente.
—¿Qué le pasa a mi marido?
A pesar de la sorpresa, Brunetti tuvo la presencia de ánimo suficiente como para moverse hacia la derecha, cerrándole el paso al camerino.
—Signora, perdone, pero creo preferible que no entre. — ¿Por qué será que siempre saben lo que vas a decirles? ¿Es el tono o es una especie de instinto animal lo que les hace percibirla muerte en tu voz antes de que les des la noticia?
La mujer se tambaleó hacia un lado, como si la hubieran empujado, golpeó con la cadera el teclado del piano, y un sonido discordante llenó el corredor. Entonces, buscando el equilibrio, extendió el brazo con rigidez y la palma de su mano arrancó otro quejido de las teclas. Dijo algo en una lengua que Brunetti no entendía y se llevó la mano a la boca con un ademán tan melodramático que a la fuerza tenía que ser espontáneo.
En ese momento, al comisario le pareció que había pasado la vida haciéndole esto a la gente, diciéndoles que un ser querido había muerto o, peor, que había sido asesinado. Sergio, su hermano, era radiólogo y tenía que llevar en la solapa una plaquita metálica que cambiaba de color si se exponía a una cantidad peligrosa de radiación. De haber llevado él una placa sensible a la tristeza, al dolor o a la muerte, haría tiempo que habría cambiado de color permanentemente.
Ella abrió los ojos y le miró.
—Quiero verlo.
—Me parece que es mejor que no lo vea -respondió él, sabiendo positivamente que así era.
—¿Qué ha pasado? — Ella se esforzaba por recobrar la calma, y lo consiguió.
—Creo que ha sido veneno -dijo él, aunque tenia la certeza.
—¿Lo han matado? — preguntó ella con un asombro que parecía auténtico. O ensayado.
—Lo siento, signora. En este momento, no puedo darle una respuesta. ¿Hay alguien que pueda acompañarla a su casa? — A su espalda, el comisario oyó un estallido de aplausos que se prolongaban y fluctuaban en oleadas. Ella parecía no oírlos, del mismo modo que parecía no haber oído su pregunta, y le miraba moviendo los labios en silencio.
—¿Hay en el teatro alguien que pueda acompañarla a su casa, signora?
Ella asintió, entendiendo al fin.
—Sí, sí -dijo, y agregó con voz más suave-: Tengo que sentarme. — Él ya esperaba esto: el impacto de la realidad que sigue al primer momento de aturdimiento, y estaba preparado. Es lo que fulmina a la gente.
La tomó del brazo y la llevó hacia el fondo de la zona del bastidor. Aunque alta, era muy delgada y ligera. A la izquierda, vio una pequeña cabina con paneles de iluminación y aparatos que no conocía. La sentó en la silla frente al pupitre e hizo una seña a uno de los agentes de uniforme que venía de un lateral atestado de gente vestida de época que saludaba v formaba corrillos en cuanto se cerraba el telón.
—Baje al bar y traiga una copa de coñac y un vaso de agua -ordenó el comisario.
La signora Wellauer estaba sentada en la silla de madera, aferrando el asiento con las manos y mirando fijamente al suelo. Movía la cabeza negativamente, como en respuesta a una conversación interior.
—Signora, signora, ¿sus amigos están en el teatro?
Ella prosiguió su monólogo silencioso, sin atenderle.
—Signora -repitió él, poniéndole una mano en el hombro-, ¿están aquí sus amigos?
—Welti -dijo la mujer, sin levantar la mirada-. Les he dicho que nos encontraríamos aquí.
Volvió el agente con las bebidas. Brunetti cogió la copa.
—Beba, signora -dijo. Ella tomó la copa y bebió distraídamente. Otro tanto hizo con el vaso de agua, como si no notara la diferencia.
Él dejó la copa y el vaso en el pupitre.
—¿Cuándo lo ha visto, signora?
—¿Cómo?
—¿Cuándo lo ha visto usted?
—¿A Helmut?
—Sí, signora. ¿Cuándo lo ha visto?
—Hemos venido juntos. Luego, he subido a los bastidores después... -Su voz se apagó.
—¿Después de qué, signora? — preguntó él.
Ella escudriñó su cara antes de responder.
—Después del segundo acto. Pero no hemos hablado. He llegado tarde. Me ha dicho tan sólo... no, no me ha dicho nada. — Él no hubiera podido decir si la confusión de la mujer se debía a la impresión o a dificultades con el idioma, pero era indudable que no estaba en condiciones de contestar preguntas.
A su espalda, seguían sonando oleadas de aplausos mientras los intérpretes saludaban. Ella desvió la mirada y bajó la cabeza, aunque ya parecía haber terminado su conversación consigo misma.
El comisario le dijo al agente que permaneciera junto a la mujer, que unos amigos subirían a buscarla y que podían marcharse.
Volvió entonces al camerino. El forense y el fotógrafo, que había llegado mientras Brunetti hablaba con la signora Wellauer, ya se iban.
—¿Desea algo más? — preguntó el doctor Rizzardi a Brunetti.
—No. ¿La autopsia?
—Mañana.
—¿La hará usted?
Rizzardi pensó un momento antes de contestar.
—No estoy de guardia, pero ya que he examinado el cadáver, probablemente, el questore me pedirá que la haga yo.
—¿A qué hora?
—Sobre las once. Habré terminado a primera hora de la tarde.
—Allí estaré -dijo Brunetti.
—No es necesario, Guido. No hace falta que venga a San Michele. Llámeme. O yo le llamaré a su despacho.
—Gracias, Ettore, pero preferiría ir. Hace mucho que no voy por allí, y quiero visitar la tumba de mi padre.
—Como guste. — Se dieron la mano, y Rizzardi fue hacia la puerta. Allí se paró un momento y agregó-: Era el último coloso, Guido. No debió morir así. Siento mucho que haya ocurrido esto.
—Yo también lo siento, Ettore. — El médico se fue y tras él salió el fotógrafo. Entonces uno de los dos sanitarios que estaban en la ventana, fumando y mirando a la gente que pasaba por el pequeño campo contiguo al teatro, dio media vuelta y se acercó al cadáver, que estaba en el suelo, en una camilla.
—¿Podemos llevárnoslo? — preguntó con indiferencia.
—No -dijo Brunetti-. Esperen hasta que todo el mundo haya salido del teatro.
El que se había quedado en la ventana, tiró el cigarrillo a la calle y se situó al otro extremo de la camilla.
—Eso puede tardar mucho rato, ¿no? — preguntó sin disimular el mal humor. Era bajo y fornido y hablaba con acento napolitano.
—No sé cuánto tardará, pero esperen hasta que el teatro esté vacío.
El napolitano se subió el puño de su chaqueta blanca y miró el reloj con elocuencia.
—Es que nuestro turno termina a las doce, y, si tenemos que esperar mucho, no llegaremos al hospital hasta después.
Su compañero explicó entonces:
—El reglamento del sindicato dice que no se nos puede obligar a trabajar después de que termine el turno, a no ser que se nos haya avisado con veinticuatro horas de antelación. No sé qué se esperará que hagamos con esto. — Señaló la camilla con la punta del zapato, como si fuera algo que hubieran encontrado en la calle.
Momentáneamente, Brunetti se sintió tentado de razonar con ellos. Pero enseguida venció la tentación.
—Ustedes se quedarán aquí y no abrirán esa puerta hasta que yo se lo diga. — Como ellos no respondieran, preguntó-: ¿Lo han entendido? — Seguía sin llegar la respuesta-. ¿Lo han entendido? — repitió.
—Es que el reglamento del sindicato...
—Al cuerno el sindicato y al cuerno el reglamento -estalló Brunetti-. Como lo saquen de aquí antes de que yo les autorice, se encontrarán en la cárcel a la que escupan en la acera o suelten un taco en público. No quiero que se organice un espectáculo ahí fuera. Así que espérense hasta que yo les avise. — Sin volver a preguntar si le habían entendido, Brunetti dio media vuelta y salió del camerino dando un portazo.
En el espacio abierto que había al extremo del corredor, el comisario se encontró con un caos, un continuo ir y venir de gente, unos con ropa de calle y otros con traje de escena. Por su manera de mirar hacia la puerta del camerino, comprendió que ya había corrido la noticia. Y seguía corriendo: una cabeza se arrimaba a otra y ésta se volvía bruscamente hacia la puerta del fondo del corredor, que escondía algo que por el momento sólo podía ser motivo de conjetura. ¿Querían ver el cuerpo? ¿O querían sólo tener algo de qué hablar en el bar al día siguiente?
Cuando el comisario volvió donde había dejado a la signora Wellauer, encontró con ella a un hombre y una mujer, los dos, de bastante más edad. La mujer estaba arrodillada y abrazaba a la viuda, que ya no hacía nada por contener los sollozos. El agente de uniforme se acercó a Brunetti.
—Ya le he dicho que pueden marcharse -dijo Brunetti.
—¿Quiere que vaya yo con ellos, señor?
—Sí. ¿Le han dicho dónde vive?
—Cerca de San Moisé.
—Bien. No está lejos -dijo Brunetti, y agregó-: Que no hablen con nadie -pensando en los periodistas, que ya estarían enterados de lo ocurrido-. No la saque por la entrada de personal. Averigüe si hay otra salida.
—Sí, señor -respondió el agente, saludando con marcialidad. A Brunetti le hubiera gustado que los sanitarios lo vieran.
—¿Señor? — oyó a su espalda, y al volverse vio al cabo Miotti, el más joven de los tres agentes que había traído.
—¿Qué hay, Miotti?
—Tengo la lista de todas las personas que estaban aquí esta noche: coros, orquesta, tramoyistas y cantantes.
—¿Cuántos son?
—Más de cien, señor -dijo el joven con un suspiro, como disculpándose por los cientos de horas de trabajo que aquella lista presagiaba.
—Bien -dijo Brunetti, y se encogió de hombros-. Baje a preguntar al portiere qué identificación se necesita para entrar por ese torno. — El cabo escribía en un bloc mientras Brunetti hablaba-. ¿Por qué otro sitio se puede entrar? ¿Se puede subir a los bastidores desde la sala? ¿Con quién ha llegado el maestro esta noche? ¿A qué hora? ¿Ha entrado alguien en su camerino durante la representación? Y el café, ¿lo han subido del bar o lo han traído de fuera? — Se quedó pensativo un momento-. Y vea qué puede averiguar sobre mensajes, cartas, llamadas telefónicas...
—¿Algo más, señor? — preguntó Miotti.
—Llame a la questura. Que se pongan al habla con la policía alemana. — Antes de que Miotti pudiera hacer una objeción, el comisario dijo-: Dígales que avisen a la intérprete de alemán, ¿cómo se llama?
—Boldacci, señor.
—Sí. Dígales que le pidan que llame a la policía alemana. No importa si es tarde. Que nos envíen el dossier completo de Wellauer. Mañana por la mañana, si es posible.
—Sí, señor.
Brunetti asintió. El agente saludó y, con el bloc en la mano, retrocedió hacia la escalera que lo conduciría a la entrada de los artistas.
—Una cosa más, cabo -dijo Brunetti dirigiéndose a la espalda del agente que se alejaba.
—¿Sí, señor? — dijo el hombre parándose en lo alto de la escalera.
—Sea cortés.
Miotti asintió, dio media vuelta y desapareció. El poder decir esto a un agente sin miedo a ofenderle era una de las razones por las que Brunetti se alegraba de que hubieran vuelto a destinarlo a Venecia, después de estar cinco años en Nápoles.
A pesar de que hacía más de veinte minutos que los intérpretes habían acabado de saludar, los bastidores seguían estando muy concurridos, y la gente no daba señales de pensar en marcharse. Los que parecían más conscientes de sus obligaciones pasaban entre los demás recogiendo accesorios del vestuario: cinturones, bastones, pelucas. Brunetti se cruzó con un hombre que llevaba en brazos algo que parecía un animal muerto y que resultó ser un montón de pelucas femeninas. Entonces, de la zona situada detrás del telón, vio venir a Follin, el agente al que había enviado a avisar al forense.
El hombre llegó junto a Brunetti y dijo:
—He pensado que querría usted hablar con los cantantes, señor, y les he pedido que esperasen arriba. Y al director también. No les ha gustado, pero les he explicado lo que había pasado y han accedido. De todos modos, sigue sin gustarles.
«Cantantes de ópera», pensó Brunetti sin darse cuenta. Y repitió el pensamiento conscientemente: «Cantantes de ópera.»
—Bien hecho. ¿Dónde están?
—Están arriba, señor -dijo el agente señalando una escalera que subía a los pisos altos del teatro. Entregó a Brunetti un programa de la función de aquella noche.
Brunetti repasó la lista de nombres, de los que reconoció uno o dos, y empezó a subir la escalera.
—¿Quién es el más impaciente, Follin? — preguntó cuando llegaron arriba.
—La signora Petrelli, la soprano -respondió el agente, señalando una puerta del fondo del corredor, a la derecha.
—Bien -dijo Brunetti, yendo hacia la izquierda-. Entonces dejaremos a la signora Petrelli para el final. — La sonrisa de Follin hizo que Brunetti se preguntara cómo habría sido la conversación entre el meticuloso policía y la recalcitrante prima donna.
«Francesco Dardi — Giorgio Germont», rezaba la cartulina mecanografiada clavada en la puerta del primer camerino de la izquierda. El comisario dio dos golpes con los nudillos e inmediatamente oyó una voz que decía: «Avanti!»
Sentado delante del tocador, desmaquillándose, estaba el barítono cuyo nombre había reconocido Brunetti. Francesco Dardi era de corta estatura y tenía un abdomen voluminoso que ahora apretaba contra el borde del tocador al inclinarse hacia adelante para verse en el espejo.
—Perdonen que no me levante, señores -dijo mientras se limpiaba cuidadosamente la sombra del ojo izquierdo.
Brunetti asintió en silencio.
Al cabo de un momento, Dardi interrumpió la operación, miró a los dos hombres por el espejo y preguntó, mientras seguía frotando:
—¿Y bien?
—¿Está enterado de lo que ha ocurrido esta noche? — preguntó Brunetti.
—¿Se refiere a Wellauer?
—Sí.
Como su pregunta no suscitara más que este monosílabo, Dardi soltó la toallita y se volvió, encarándose con los policías.
—Si en algo puedo ayudarles, señores -dijo, mirando a Brunetti.
Esta actitud ya era más del agrado de Brunetti, que sonrió y respondió afablemente:
—Quizá pueda. — El comisario miró el papel que tenía en la mano, como si no recordara el nombre de su interlocutor-. Signor Dardi, como usted ya sabrá, esta noche ha muerto el maestro Wellauer.
El cantante respondió con un leve movimiento de cabeza, nada más.
Brunetti prosiguió:
—Me gustaría que me dijera todo cuanto pueda acerca de esta noche, de lo ocurrido durante los dos primeros actos de la representación.
Hizo una pausa, y Dardi volvió a mover la cabeza, pero no dijo nada.
—¿Ha hablado con el maestro esta noche?
—Lo he visto un momento -dijo Dardi, que ahora se volvió hacia el tocador y siguió desmaquillándose-. Al llegar, le he visto hablar con un electricista, sobre algo del primer acto. Le he dicho «Buona sera» y he subido al camerino, a maquillarme. Como puede ver -agregó, señalando a su cara en el espejo-, requiere mucho tiempo.
—¿Qué hora era? — preguntó Brunetti.
—Sobre las siete. Quizá las siete y cuarto, pero no más tarde.
—¿Y después no ha vuelto a verlo?
—¿Quiere decir aquí arriba o entre bastidores?
—Las dos cosas.
—Después de eso, sólo lo he visto desde el escenario, mientras él estaba en el podio.
—¿Estaba con alguna otra persona el maestro cuando usted lo ha visto?
—Como le he dicho, estaba con un electricista.
—Sí, ya recuerdo. ¿No lo ha visto con nadie más?
—Con Franco Santore. En el bar. Vi que hablaban, pero yo ya me iba.
A pesar de que había reconocido el nombre, Brunetti preguntó:
—¿Quién es ese signor Santore?
Dardi no pareció sorprendido por el alarde de ignorancia de Brunetti. Al fin y al cabo, ¿cómo iba un policía a reconocer el nombre de uno de los directores teatrales más famosos de Italia?
—Es el director -explicó Dardi, arrojando la toallita encima del tocador-. Él ha montado esta ópera. — El cantante tomó una corbata de seda que estaba al extremo derecho del tocador, la deslizó bajo el cuello de la camisa y empezó a hacer el nudo con esmero-. ¿Alguna otra cosa? — preguntó con voz neutra.
—No. Creo que eso es todo. Muchas gracias por su colaboración. Si tenemos que volver a hablar con usted, signor Dardi, ¿dónde podemos encontrarlo?
—En el Gritti. — El cantante lanzó a Brunetti una mirada de perplejidad, como si quisiera saber si en Venecia había otros hoteles, pero temiera preguntarlo.
Brunetti repitió las gracias y salió al pasillo seguido de Follin.
—Ahora, el tenor -dijo mirando el programa que tenía en la mano.
Follin asintió y lo llevó hasta una puerta del otro lado del pasillo.
Brunetti llamó con los nudillos, esperó y no oyó nada. Volvió a llamar y en el interior sonó un ruido que el comisario decidió tomar por una invitación a entrar. En el camerino encontró a un hombre bajo y delgado, completamente vestido y listo para salir a la calle, con el abrigo doblado sobre el brazo del sillón, y sentado en una actitud aprendida en la escuela de arte dramático para expresar «irritación e impaciencia».
—Ah, signor Echeveste -exclamó Brunetti efusivamente, tendiendo la mano de manera que el otro no tuviera que levantarse para estrechársela-. Es un gran honor saludarle personalmente. — Si Brunetti hubiera asistido a la misma escuela de arte dramático, ésta hubiera podido ser su demostración de «rendida admiración ante portentoso talento».
Al igual que el hielo del arroyo se funde a la llegada de la primavera, la cólera de Echeveste se deshizo al calor de la adulación de Brunetti. Con cierta dificultad, el joven tenor se levantó del sillón e hizo una pequeña reverencia.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? — preguntó en italiano con leve acento extranjero.
—Commissario Brunetti, señor. Represento a la policía en este luctuoso caso.
—Ah, sí -respondió el otro, como si hubiera oído hablar de la policía remotamente, pero hubiera olvidado lo que hacía-. Han venido ustedes por todo este... -se interrumpió e hizo un desmayado ademán, como si esperase que alguien le apuntase las palabras adecuadas. Y las palabras llegaron-:...este trágico suceso.
—En efecto. Trágico y lamentable -abundó Brunetti, sin apartar los ojos de los del tenor-. ¿Sería mucha molestia responder a unas preguntas?
—Por supuesto que no -respondió Echeveste, sentándose en su sillón, no sin antes levantar gracilmente el pantalón, para preservar la afilada raya-. Encantado. Su muerte es una gran pérdida para el mundo de la música.
Ante semejante tópico, Brunetti no pudo sino inclinar la cabeza reverentemente durante un momento antes de preguntar:
—¿A qué hora ha llegado al teatro?
Echeveste pensó un momento antes de responder.
—Yo diría que sobre las siete y media. Me he retrasado. Me habían entretenido, ¿comprende? — dijo el tenor, insinuando con su tono la idea de que, muy a pesar suyo, había tenido que abandonar sábanas arrugadas y compañía femenina.
—¿Por qué se ha retrasado? — preguntó Brunetti, consciente de que el otro no esperaba esta pregunta y curioso por ver en qué quedaba la insinuación.
—He ido a que me cortaran el pelo -respondió el tenor.
—¿Podría darme el nombre de su peluquero? — preguntó Brunetti cortésmente.
El tenor dio el nombre de una barbería situada a pocas calles del teatro. Brunetti miró a Follin, que tomó nota. Al día siguiente lo comprobaría.
—¿Y ha visto al maestro cuando ha llegado al teatro?
—No; no he visto a nadie.
Antes de que Brunetti pudiera expresar su extrañeza, Echeveste explicó:
—Es que no he entrado por la puerta de los actores, ¿sabe? He entrado por el foso de la orquesta.
—No sabía que se pudiera entrar por ahí -dijo Brunetti, recibiendo con interés la noticia de este acceso a los bastidores.
—Habitualmente, no se puede -dijo Echeveste mirándose las manos-. Pero un acomodador amigo me ha dejado entrar, para que no tuviera que pasar por la entrada de actores.
—¿Podría explicarme por qué, signor Echeveste?
El tenor levantó una mano en ademán despectivo y la dejó flotar lánguidamente ante ellos, como esperando que borrara la pregunta o que la contestara. No hizo ni lo uno ni lo otro. Entonces puso la mano encima de la otra y dijo, simplemente:
—Porque tenía miedo.
—¿Miedo?
—Del maestro. Ya había llegado tarde a dos ensayos, y él se puso furioso y me gritó. Podía ser muy desagradable cuando se enfadaba. No tenía ganas de aguantar otro rapapolvo. — Brunetti sospechaba que únicamente el respeto hacia los muertos había impedido que su interlocutor utilizara una palabra más fuerte que «desagradable».
—¿Así que entró por ahí para no verlo?
—Sí.
—¿Lo ha visto o ha hablado con él en algún momento? Aparte de mientras dirigía.
—No.
Brunetti se puso en pie y esbozó otra vez su teatral sonrisa.
—Muchas gracias por su tiempo, signor Echeveste.
—Ha sido un placer -respondió el tenor levantándose a su vez. Miró a Follin, luego a Brunetti y preguntó-: ¿Ya puedo marcharme?
—Por supuesto. Sólo dígame dónde se hospeda.
—En el Gritti -respondió él, con la misma extrañeza que Dardi. Era suficiente para hacerte dudar de que hubiera otro hotel en la ciudad.
CAPÍTULO III
Al salir del camerino, Brunetti encontró a Miotti esperándole. El joven le explicó que Franco Santore, el director, se había negado a esperar y había dicho que quien deseara hablar con él lo encontraría en el Hotel Fenice, contiguo al teatro. Brunetti asintió, recibiendo con alivio la prueba de que había otros hoteles en la ciudad.
—Esto nos deja únicamente a la soprano -dijo Brunetti, avanzando por el pasillo. En la puerta estaba clavada la cartulina de rigor. «Flavia Petrelli — Violetta Valéry.» Debajo había una línea de signos que parecían caracteres chinos, trazados con fina plumilla negra.
El comisario llamó a la puerta y, con un movimiento de cabeza, indicó a sus dos subordinados que esperasen fuera.
—Avanti! -oyó, y abrió la puerta.
En la habitación esperaban dos mujeres, y Brunetti descubrió con sorpresa que no sabía cuál de ellas era la soprano. Al igual que todos los italianos, había oído hablar de «la Petrelli», pero la había visto actuar una sola vez, hacía años, y recordaba sólo vagamente las fotos que habían publicado los periódicos.
La más morena de las dos mujeres estaba de espaldas al tocador y la otra ocupaba una silla arrimada a la pared del fondo. Ninguna de las dos habló al entrar él, y Brunetti aprovechó el silencio para examinarlas.
Calculó que la que estaba de pie tendría unos treinta años. Vestía jersey púrpura y una falda negra que le rozaba las botas. Unas botas negras, de tacón bajo y piel de guante. Brunetti recordaba vagamente haber oído comentar a su mujer, cuando pasaban por delante del escaparate de Fratelli Rossetti, que era un escándalo que alguien pudiera gastarse medio millón de liras en unas botas. Las botas eran éstas, Brunetti estaba seguro. La mujer tenia una cabellera negra que le llegaba hasta los hombros, de un rizado natural, y que quedaría perfecta aunque se la cortara con una sierra. Sus ojos tenían un color verde aceituna que desentonaba del pelo, un verde que le hizo pensar en cuentas de vidrio y, al recordar las botas, en esmeraldas.
La mujer de la silla parecía tener varios años más y llevaba el pelo, en el que brillaban motas grises, muy corto, como aquellos emperadores romanos de los siglos de la decadencia. La severidad del corte acentuaba la pureza de sus rasgos.
El comisario dio unos pasos hacia la mujer que estaba sentada e hizo un movimiento que podía interpretarse como una reverencia.
—¿Signora Petrelli? — Ella asintió pero no dijo nada-. Muy honrado en conocerla aunque lamento que tenga que ser en tan desgraciadas circunstancias. — Por ser aquella mujer una de las cantantes de ópera más importantes del momento, no pudo resistir la tentación de hablarle en el ampuloso lenguaje de la ópera, como si estuviera interpretando un papel.
Ella volvió a mover la cabeza, sin hacer nada por aliviarle del peso de la conversación.
—Me gustaría hablar con usted de la muerte del maestro Wellauer. — Miró a la otra mujer y agregó-: Y también con usted... -dejó la frase en suspenso, invitando a que alguna de ellas facilitara el nombre.
—Brett Lynch -dijo la cantante-, mi secretaria y amiga.
—¿Es un nombre norteamericano? — preguntó el comisario a la aludida.
—En efecto -se adelantó a responder la signora Petrelli.
—Entonces ¿no sería preferible que habláramos en inglés? — preguntó él, no poco ufano de la facilidad con que podía pasar de uno a otro idioma.
—Sería preferible que habláramos en italiano -dijo la norteamericana, hablando por primera vez y utilizando un italiano sin asomo de acento. El comisario no pudo disimular la sorpresa, que fue observada por las dos mujeres-. A no ser que desee hablar en veneziano -agregó ella sin el menor esfuerzo en el dialecto local, pronunciándolo a la perfección-. Pero quizá Flavia tuviera dificultades para seguir lo que decimos. — El comisario se dijo entonces que tardaría mucho tiempo en volver a presumir de políglota.
—En italiano entonces -dijo volviéndose hacia la signora Petrelli-. ¿Tiene inconveniente en responder a unas cuantas preguntas?
—Por supuesto que no -respondió ella-. ¿Quiere tomar asiento, signor...?
—Brunetti. Comisario de policía.
El título no pareció impresionarla lo más mínimo.
—¿Quiere sentarse, dottor Brunetti?
—No, muchas gracias. — Sacó una libreta del bolsillo, tomó el bolígrafo inserto entre sus páginas y se dispuso a hacer como si tomara notas, cosa que rara vez hacía, ya que prefería que, durante el primer interrogatorio, su mirada y su mente vagaran con libertad.
La signora Petrelli esperó a que quitara el capuchón del bolígrafo para preguntar:
—¿Qué desea saber?
—Esta noche, ¿ha visto al maestro o hablado con él? — Y, antes de que ella pudiera responder, puntualizó-: Aparte de cuando estaba actuando, naturalmente.
—Lo justo para decirle «Buona sera» cuando llegué y desearnos mutuamente «In boca al lupo». Nada más.
—¿Y ésa ha sido la única vez que ha hablado con el maestro?
Antes de responder, ella miró a la otra mujer. Él mantuvo los ojos fijos en la soprano, por lo que ignoraba la expresión de la otra. La pausa se prolongaba, pero, antes de que pudiera repetir la pregunta, ella dijo por fin:
—No; no he vuelto a verlo. Desde el escenario, sí, por supuesto; pero no hemos hablado más.
—¿Ni una palabra?
—Ni una palabra -dijo ella sin titubear.
—¿Y durante los entreactos? ¿Dónde estaba usted?
—Aquí. Con la signorina Lynch.
—¿Y usted, signorina Lynch? — preguntó él, pronunciando el apellido correctamente, aunque tuvo que concentrarse para conseguirlo-. ¿Dónde ha estado durante la representación?
—Durante casi todo el primer acto, aquí, en el camerino. He bajado para el «Sempre libera», pero después he vuelto a subir. Y me he quedado aquí durante el resto de la función -respondió ella tranquilamente.
El comisario miró la desnuda habitación, buscando algo que pudiera haberla mantenido ocupada durante tanto rato. Ella advirtió la mirada y sacó del bolsillo de la falda un delgado tomo. Él vio que estaba escrito en caracteres chinos como los que había observado en el rótulo de la puerta.
—He estado leyendo -explicó, mostrándole el librito. Le sonreía afablemente, como si estuviera dispuesta a comentar el texto, si él se lo pedía.
—¿Y ha hablado usted con el maestro Wellauer esta noche?
—Como le ha dicho la signora Petrelli, le hemos saludado al entrar. Después, no he vuelto a verlo. — Brunetti reprimió el impulso de objetar que no, signorina, la signora Petrelli no había dicho que hubieran llegado juntas, y la dejó continuar-. Desde donde yo estaba, entre bastidores, no se le veía, y durante los dos entreactos no me he movido de aquí.
—¿Estuvo aquí, con la signora Petrelli?
Ahora fue la norteamericana quien miró a la otra mujer antes de contestar.
—Sí, con la signora Petrelli, como le ha dicho ella.
Brunetti cerró la libreta, en la que no había escrito más que el apellido de la norteamericana, como para plasmar todo el horror de una palabra de una sola sílaba y cinco consonantes.
—En el caso de que haya más preguntas, ¿dónde puedo encontrarla, signora Petrelli?
—Cannaregio 6134 -dijo ella. Era una zona residencial de la ciudad, lo que sorprendió al comisario.
—¿Es su apartamento, signora?
—No; es el mío -dijo la otra mujer-. También yo estaré allí.
Él volvió a abrir la libreta y anotó la dirección. A renglón seguido, preguntó:
—¿Y el teléfono?
Ella se lo dio también, y agregó que no aparecía en la guía. Luego explicó que la casa estaba cerca de la basílica de Santi Giovanni e Paolo.
Asumiendo un aire oficial, el comisario se inclinó ligeramente y dijo:
—Muchas gracias, signore, y lamento mucho las dificultades del momento.
Si estas palabras les parecieron extrañas, ninguna de las dos mujeres lo dejó traslucir. Después de despedirse cortésmente, el comisario salió del camerino y precedió a los dos agentes que le esperaban en la puerta por la estrecha escalera que bajaba a los bastidores.
Al pie de la escalera esperaba el tercer agente.
—¿Y bien? — le preguntó Brunetti.
El hombre sonrió, satisfecho de tener algo interesante que decir.
—Tanto Santore, el director, como la Petrelli hablaron con él en el camerino. Santore entró antes de la representación y ella, en el primer entreacto.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Un tramoyista. Según él, Santore parecía muy disgustado al salir, pero es sólo una impresión. No oyó gritos ni nada.
—¿Y la signora Petrelli?
—Bueno, el hombre dice que no está seguro de que fuera la Petrelli, pero llevaba un vestido azul.
—Lleva un vestido azul en el primer acto -terció Miotti.
Brunetti le miró interrogativamente.
¿Había bajado la cabeza Miotti antes de responder?
—La semana pasada vi un ensayo, señor. Y, en el primer acto, lleva un vestido azul.
—Gracias, Miotti -dijo Brunetti con voz átona.
—Es mi chica, señor. Su primo canta en el coro y nos da pases.
Brunetti asintió con una sonrisa, pero hubiera preferido no enterarse del detalle.
El agente que hacía el informe se levantó el puño para mirar el reloj.
—Adelante -le dijo Brunetti.
—Dice que la ha visto salir hacia el final del entreacto, y que parecía disgustada, muy disgustada.
—¿Al final del primer entreacto?
—Sí, señor. De eso está seguro.
Brunetti, que había captado el movimiento del agente, dijo entonces:
—Es tarde, y me parece que poco más podemos hacer aquí esta noche. — Los otros miraron el teatro vacío-. Mañana, vean si encuentran a alguien más que la haya visto. O haya visto entrar a otra persona. — Sus rostros se iluminaron al oírle hablar de mañana-. Esto es todo por hoy. Pueden marcharse. — Cuando los hombres se alejaban, gritó-: Miotti, ¿ya se han llevado el cadáver al hospital?
—No lo sé, señor -dijo el agente, casi contrito, como si temiera que su ignorancia pudiera hacerle perder el mérito adquirido hacía un momento.
—Espere aquí mientras voy a ver -dijo Brunetti.
Fue al camerino y abrió la puerta sin molestarse en llamar. Los dos sanitarios estaban sentados en los sillones, con los pies encima de la mesita del centro. A su lado, en el suelo, tapado con una sábana y completamente olvidado, yacía uno de los músicos más grandes del siglo.
Cuando entró Brunetti, los hombres levantaron la mirada, pero no se movieron.
—Ya pueden llevárselo al hospital, dijo, dio media vuelta y salió del camerino, cerrando la puerta.
Miotti seguía donde lo había dejado, hojeando una libreta similar a la que llevaba Brunetti.
—Vamos a tomar una copa -dijo Brunetti-. Probablemente, el hotel es lo único que estará abierto a esta hora. — Suspiró, ya cansado-. Y me vendrá bien un trago. — Echó a andar hacia la izquierda, pero vio que volvía a los bastidores. La escalera había desaparecido. Llevaba tanto rato en el teatro, subiendo y bajando escaleras y recorriendo pasillos que estaba totalmente desorientado y no tenía idea de cómo salir.
Miotti le tocó ligeramente en el brazo y le dijo:
—Por aquí, señor -llevándolo hacia la izquierda, donde estaba la escalera por la que habían subido hacía más de dos horas.
Abajo, el portiere, al ver el uniforme de Miotti, metió la mano debajo del mostrador frente al que estaba sentado y pulsó el botón que desbloqueaba la puerta de torno. Con un ademán, el hombre les indicó que sólo tenían que empujar. Como sabía que Miotti ya había interrogado al hombre acerca de quién había entrado y salido por aquella puerta durante la noche, Brunetti no se molestó en hacerle más preguntas, sino que salió directamente al desierto campo que se extendía más allá de la puerta.
Antes de entrar en la estrecha calle que conducía al hotel, Miotti preguntó:
—¿Me necesitará para esto, señor?
—No tenga escrúpulos en tomar una copa yendo de uniforme -le dijo Brunetti.
—No es eso, señor. — Quizá el chico estuviera cansado.
—¿Qué es entonces?
—Verá, señor, el portiere es amigo de mi padre, y he pensado que, si ahora vuelvo y le invito a tomar una copa, quizá me diga algo más. — Como Brunetti no respondiera, el muchacho agregó rápidamente-: Era sólo una idea, señor. No quiero...
—Una buena idea. Muy buena. Vuelva y hable con él. Le veré por la mañana. No hace falta que llegue antes de las nueve.
—Gracias, señor -dijo Miotti con una amplia sonrisa. El joven se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo que Brunetti contestó agitando la mano con negligencia, y volvió al teatro, a seguir haciendo de policía.
CAPITULO IV
Brunetti subió hacia el hotel, todavía iluminado a esta hora de la noche en la que el resto de la ciudad estaba oscura y dormida. Venecia, que fuera la capital de la disipación de todo un continente, se había convertido en una ciudad provinciana y dormilona que, después de las nueve o las diez de la noche, prácticamente dejaba de existir. Durante el verano, mientras los turistas pagaban y el sol brillaba, desempolvaba sus fastos de cortesana, pero en el invierno era una vieja cansada, amiga de acostarse temprano, y dejaba sus calles silenciosas a los gatos y a los recuerdos.
Pero, para Brunetti, éstas eran las horas en las que más bella estaba la ciudad, las horas en las que él, veneciano hasta la médula, podía vislumbrar vestigios de la gloria de antaño. La noche ocultaba el musgo que cubría las escalinatas de los palazzi del Gran Canal, tapaba las grietas de las iglesias y disimulaba los desconchados de la yesería de las fachadas de los edificios públicos. Al igual que muchas mujeres de cierta edad, la ciudad necesitaba de la penumbra para aparentar la belleza perdida. La barca que, de día, repartía detergente o coles, por la noche, era una forma nebulosa que navegaba hacia un destino misterioso. Las nieblas, tan frecuentes en estos días invernales, transformaban a personas y objetos y hasta podían convertir a los adolescentes melenudos que vagaban por las calles compartiendo un cigarrillo en misteriosos fantasmas del pasado.
El comisario levantó la mirada a las estrellas, que se veían claramente sobre la calle sin iluminar, y percibió su belleza. Con su imagen grabada en la mente, siguió andando hacia el hotel.
El vestíbulo, desierto, tenía el aspecto de abandono común a los lugares públicos por la noche. El portero estaba sentado detrás del mostrador de recepción, con la silla inclinada hacia la pared y las hojas rosa del diario deportivo del día abiertas ante sí. Un viejo con delantal a rayas verdes y negras barría el serrín que antes había esparcido por el suelo de mármol. Cuando Brunetti, que había pisado el serrín, vio que no podía cruzar el vestíbulo sin ensuciar la zona ya barrida, miró al viejo y dijo:
—Scusi.
—No importa -dijo el hombre yendo tras él con la escoba. El que leía el periódico no se molestó en levantar la mirada.
Brunetti pasó al salón del hotel. Había seis o siete grupos de butacas situadas alrededor de mesitas bajas. Brunetti las sorteó y se reunió con el único ocupante del salón. Si había que creer lo que decían los periódicos, este hombre era el mejor director escénico de Italia. Hacía dos años, Brunetti había visto en el teatro Goldoni una obra de Pirandello dirigida por él, y le impresionó más el montaje que la interpretación, que era mediocre. Santore era un homosexual reconocido, pero en el mundo del teatro, en el que el matrimonio entre un hombre y una mujer se considera mixto, su vida privada nunca fue impedimento para el éxito. Y ahora alguien decía haberle visto salir muy alterado del camerino de un hombre que poco después era víctima de una muerte violenta.
Santore se levantó al ver acercarse a Brunetti. Los dos hombres se estrecharon la mano y se presentaron. Santore tenía estatura y complexión medianas, y la cara de un boxeador al final de una carrera poco afortunada: nariz aplastada y de poro abierto y boca grande, de labios carnosos y húmedos. Preguntó a Brunetti si quería una copa, y de aquella boca salieron palabras pronunciadas con el más puro acento florentino y la modulación de un actor. Brunetti pensó que así debía de hablar el Dante.
Brunetti aceptó el coñac que le ofreció Santore y éste fue en busca de las copas. Al quedarse solo, Brunetti miró el libro que el otro había dejado abierto en la mesa y lo atrajo hacia sí.
Santore volvió trayendo en cada mano una copa Napoleón con una generosa dosis de coñac.
—Gracias -dijo Brunetti, bebiendo un gran trago. Señaló el libro, tras decidir que éste le ofrecía una manera de iniciar la conversación mejor que las preguntas de rigor de dónde había estado y qué había hecho-. ¿Esquilo?
Santore sonrió, disimulando la sorpresa que pudiera causarle el que un policía leyera un título escrito en griego.
—¿Lo lee por afición o por obligación?
—Digamos que por obligación -respondió Santore tomando un sorbo de coñac-. Dentro de tres semanas, empiezo a trabajar en un montaje de Agamenón en Roma.
—¿Lo representarán en griego? — preguntó Brunetti, pero era evidente que conocía la respuesta de antemano.
—No; en la traducción. — Santore guardó silencio un momento y cedió a la curiosidad-. ¿Cómo es que un policía lee griego?
Brunetti hizo girar el líquido en la copa.
—Estudié cuatro cursos. Pero de eso hace mucho tiempo y lo he olvidado casi todo.
—Pero aún reconoce a Esquilo.
—Conozco las letras. Es lo único. — Tomó otro trago y agregó-: Una cosa que siempre me ha gustado de los griegos es que mantenían la violencia fuera de la escena.
—¿A diferencia de nosotros? — preguntó Santore, y puntualizó-: ¿A diferencia de lo de esta noche?
—Sí, a diferencia de lo de esta noche -admitió Brunetti, sin preguntarse ni por asomo cómo podía saber Santore que la muerte había sido violenta: el teatro era pequeño, y seguramente se había enterado ya antes de que llegara la policía e incluso antes de que los avisaran.
—¿Ha hablado con él esta noche? — No era necesario dar nombres.
—Sí. Hemos tenido unas palabras antes de que empezara la función. Nos hemos encontrado en el bar y hemos ido a su camerino. Allí ha empezado la discusión. — Santore hablaba sin vacilaciones-. No recuerdo si hemos llegado a gritar, pero hemos levantado la voz.
—¿Cuál era la causa de la discusión? — preguntó Brunetti, con la misma tranquilidad con que hablaría con un viejo amigo, y seguro de que la respuesta que oiría sería la verdad.
—Habíamos llegado a un acuerdo verbal acerca de este montaje. Yo cumplí mi parte y Helmut se negó a cumplir la suya.
En lugar de pedir aclaraciones, Brunetti apuró el coñac, dejó la copa en la mesa y se quedó esperando a que el otro prosiguiera.
Santore sostenía la copa con las dos manos y la hacía girar lentamente.
—Yo accedí a dirigir esta ópera porque él prometió ayudar a un amigo mío a conseguir trabajo en el festival de Halle de este verano. No es un gran festival, ni el papel era importante, pero Helmut se avino a recomendar a mi amigo a los directores. Él tenía que dirigir una ópera allí. — Santore se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo-. Ésta fue la causa de la discusión.
—¿Qué dijeron?
—No estoy seguro de recordar todo lo que dije yo ni lo que dijo él, pero sí que recuerdo haber dicho que lo que él había hecho me parecía una bellaquería y una inmoralidad. — Suspiró-. Cuando discutías con Helmut, siempre acababas hablando como él.
—¿Y qué contestó él?
—Se rió.
—¿Por qué?
Antes de responder, Santore preguntó:
—¿Quiere otra copa? Yo la tomaré.
Brunetti asintió, agradecido. Esta vez, mientras Santore se ausentaba, él apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
Los abrió cuando oyó acercarse los pasos de Santore. Tomó la copa que el otro le ofrecía y preguntó, como si la conversación no se hubiera interrumpido:
—¿Por qué se rió?
Santore se sentó en su butaca, sosteniendo la copa con una mano.
—En parte, supongo, porque Helmut creía estar por encima de la moral corriente. O quizá creía haber creado su propia moral, distinta y mejor que la nuestra. — Como Brunetti no hiciera ningún comentario, prosiguió-: Es casi como si sólo él tuviera derecho a definir la moral, como si pensara que nadie más era digno de utilizar esa palabra. Yo, no, desde luego. — Se encogió de hombros y bebió.
—¿Por qué había de pensar tal cosa?
—Porque soy homosexual -respondió Santore simplemente, sugiriendo que él consideraba la cuestión tan importante como pudiera ser la elección de periódico.
—¿Por esa razón se negó a ayudar a su amigo?
—En definitiva, sí -respondió Santore-. Al principio, decía que Saverio no era lo bastante bueno, que no tenía experiencia. Pero la verdadera razón salió después, cuando me acusó de pedir un favor para mi pareja. — Se inclinó hacia adelante y dejó la copa en la mesa-. Helmut siempre se ha considerado una especie de guardián de la moral pública -dijo, y entonces rectificó-: Se había considerado.
—¿Y lo es? — preguntó Brunetti.
—¿Es quién, qué? — preguntó Santore, sorprendido, descuidando la gramática.
—¿Es su pareja ese cantante?
—No. Nada de eso. Por desgracia.
—¿Es homosexual?
—Tampoco.
—Entonces ¿por qué Wellauer no quiso ayudarle?
Santore miró fijamente a Brunetti y preguntó:
—¿Qué sabe de él?
—Muy poco, y sólo cosas de su carrera profesional, lo que han publicado las revistas y los diarios durante años. Pero de él, de su vida privada, nada. — Y Brunetti era consciente de que tendría que indagar en ella, porque ahí tenía que estar, como estaba siempre, la causa de la muerte.
En vista de que Santore no decía nada, Brunetti le apremió:
—No se debe hablar mal de los muertos, vero?
—Ni de alguien con quien tengas que volver a trabajar -agregó Santore.
Brunetti se sorprendió a sí mismo al responder:
—No creo que eso sea factible en este caso. ¿Y qué mal podría decirse de él?
Santore contemplaba la cara del policía como si éste fuera un actor o un cantante, y tuviera que decidir qué papel adjudicarle en la obra.
—Son, más que nada, rumores -dijo al fin.
—¿Qué rumores?
—Rumores de que era nazi. Nadie lo sabe a ciencia cierta o, si lo sabe, lo calla. Y, si alguien dijo algo alguna vez, ya se ha olvidado, ha ido a parar allí donde no llega la memoria. Cuando los nazis estaban en el poder, actuaba para ellos. Hasta se había dicho que dirigía conciertos privados para el Führer. Pero él argumentaba que tenía que hacerlo para salvar a músicos de su orquesta que eran judíos. Y lo cierto es que los judíos de la orquesta consiguieron sobrevivir a la guerra. Lo mismo que sobrevivió él. Pero su reputación no se resintió por su actividad de aquellos años ni por los conciertos íntimos para el Führer. Después de la guerra -prosiguió Santore con voz extrañamente serena-, dijo que él se sentía «moralmente opuesto» al nazismo y que había dirigido contra su voluntad. — Tomó un pequeño sorbo de coñac-. No tengo ni idea de lo que pueda haber de verdad en todo ello, ni si era miembro del partido, ni cuál era su implicación. Ni me importa.
—Entonces ¿por qué lo ha mencionado? — preguntó Brunetti.
Santore soltó una carcajada que llenó el espacio vacío del salón:
—Supongo que porque creo que es cierto.
—Podría ser -sonrió Brunetti.
—¿Y, probablemente, porque sí me importa?
—Eso, también podría ser -convino Brunetti.
Dejaron que el silencio se prolongara, hasta que Brunetti preguntó:
—¿Qué sabe usted en realidad?
—Sé que daba conciertos durante la guerra. Sé que la hija de uno de sus músicos fue a suplicarle que ayudara a su padre. Y sé que el músico sobrevivió a la guerra.
—¿Y la hija?
—La hija también sobrevivió.
—¿Entonces? — preguntó Brunetti.
—Nada, supongo. — Santore se encogió de hombros-. Además, siempre ha resultado fácil olvidar el pasado del hombre y pensar sólo en su genio. No ha habido otro como él y, siento decirlo, no habrá nadie que pueda ocupar su puesto.
—¿Por eso accedió usted a montar esta ópera para él, porque era conveniente olvidar su pasado? — Era una pregunta, no una acusación, y como pregunta lo tomó Santore.
—Sí -respondió en voz baja-. Decidí dirigirla para que mi amigo tuviera la oportunidad de cantar con él. Me convenía olvidar todo lo que sabía o sospechaba o, por lo menos, prescindir de ello. Pero ahora ya no importa.
Brunetti vio aparecer una idea en la cara de Santore.
—Pero ahora ya no podrá cantar con Helmut -y agregó, para dar a entender a Brunetti que en ningún momento había perdido de vista el motivo de la conversación-: lo cual indica que yo no tenía por qué matarlo.
—Sí; parece plausible -concedió Brunetti sin aparente interés, y preguntó-: ¿Había trabajado antes con él?
—Sí. Hace seis años. En Berlín.
—¿En aquel entonces su homosexualidad no supuso ningún inconveniente?
—No; eso nunca fue obstáculo, una vez fui lo bastante famoso como para que él quisiera trabajar conmigo. Era conocida la actitud de Helmut, que se consideraba una especie de ángel custodio de la moral de Occidente y de los principios bíblicos; pero, en este medio, si no quieres trabajar con homosexuales, no puedes hacer nada. Helmut había hecho una especie de tregua con nosotros.
—¿Y ustedes, con él?
—Desde luego. Como músico, estaba tan cerca de la perfección como pueda estarlo un mortal. Se podía transigir con el hombre por el privilegio de trabajar con el músico.
—¿Había en su carácter algo más que le disgustara?
Santore reflexionó antes de responder a esto.
—No; no sé de él nada más que me repugne. Los alemanes no me son simpáticos, él era muy germánico. Pero no hablamos de simpatía o antipatía. Era aquel sentido de superioridad moral que tenía, como si fuera un faro en un mundo de tinieblas. — Santore hizo una mueca-. No ha sido una frase afortunada. Culpa de la hora, o del coñac. Además, era un anciano, y está muerto.
Brunetti insistió sobre una pregunta anterior:
—¿Qué le dijo usted durante la discusión?
—Las cosas que uno suele decir cuando se acalora -dijo Santore con gesto de fatiga-. Yo le llamé embustero y él me llamó marica. Luego le dije cosas desagradables acerca de la obra, de la música y de su manera de dirigir la orquesta, y él me dijo otro tanto del montaje. Lo de siempre. — Se apoyó pesadamente en el respaldo de la butaca.
—¿Le amenazó usted?
La mirada de Santore saltó a la cara de Brunetti sin disimular la estupefacción.
—Era un anciano.
—¿Siente que haya muerto?
Ésta era otra pregunta inesperada. El director pensó antes de responder.
—Por él, como persona, no lo siento. Por su esposa, sí. Será... -Dejó la frase sin terminar-. La muerte del músico la deploro profundamente. Era viejo y estaba al final de su carrera. Y creo que él lo sabia.
—¿Qué quiere decir?
—Su manera de dirigir ya no tenía la brillantez de antes, ni el brío. Yo no soy músico y no puedo precisar más. Pero faltaba algo. — Movió la cabeza-. O quizá sólo me lo parezca, a causa de la ira.
—¿Ha hablado de esto con alguna otra persona?
—No; nadie presenta quejas contra Dios. — Hizo una pausa-. Bien, sí, lo comenté con Flavia.
—¿La signora Petrelli?
—Sí.
—¿Y qué dijo?
—Ella ya había trabajado antes con él. Con frecuencia, creo. Estaba preocupada por el cambio que había observado. Me habló de ello una vez.
—¿Qué le dijo?
—Nada en concreto; sólo que era como trabajar con un director principiante, sin experiencia.
—¿Alguien más lo mencionó?
—No, nadie; por lo menos, conmigo.
—¿Estaba esta noche en el teatro su amigo Saverio?
—Saverio está en Nápoles -respondió Santore con frialdad.
—Comprendo. — Una pregunta torpe. Se disipó el ambiente de amigable intimidad-. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Venecia, signor Santore?
—Generalmente, si todo va bien, me marcho después de la primera representación. Pero la muerte de Helmut lo ha trastornado todo. Probablemente, me quedaré unos días, hasta que el nuevo director se haya familiarizado con la obra. — En vista de que Brunetti no hacía ningún comentario, preguntó-: ¿Se me permitirá regresar a Florencia?
—¿Cuándo?
—Dentro de tres días. Cuatro. Tengo que quedarme por lo menos para la siguiente representación con el director nuevo. Pero después me gustaría regresar a casa.
—No hay razón para que no se vaya -dijo Brunetti. Y se puso en pie-. Lo único que necesitamos es una dirección en la que podamos localizarlo. Puede dársela mañana en el teatro a uno de mis hombres. — Extendió la mano. Santore se levantó y la estrechó-. Gracias por el coñac. Y buena suerte con el Agamenón. — Santore sonrió en señal de agradecimiento y Brunetti se fue, sin decir más.
CAPÍTULO V
Brunetti decidió ir a casa andando, para disfrutar de las estrellas y de las calles solitarias. Se paró delante del hotel, calculando distancias. El plano de la ciudad que cada veneciano tiene impreso en la mente le indicaba que el camino más corto era por el puente de Rialto. Cortando por campo San Fantin y un laberinto de callejuelas, saldría al puente. No se cruzó con nadie y tenía la extraña sensación de encontrarse solo en la ciudad dormida. En San Luca, pasó por delante de la farmacia, uno de los pocos lugares que estaban abiertos toda la noche, además de la estación, donde dormían los sin hogar y los locos.
Ya estaba al borde del agua, con el puente a la derecha. Qué típicamente veneciano: visto desde lejos, parecía altivo e ingrávido, pero al acercarte lo veías firmemente asentado en el barro de la ciudad.
Al otro lado del puente, cruzó el mercado, ahora desierto. Generalmente, pasar por aquí era un calvario, porque tenías que abrirte paso a empujones y codazos. La calle estaba abarrotada de rebaños de turistas que se apretujaban entre los puestos de verduras a un lado y las tiendas de souvenirs de la peor especie al otro; pero ahora tenía toda la calle para sí y podía caminar a su aire. Delante de él, en el centro de la calzada, una pareja se abrazaba pegándose por las caderas, ciegos a la belleza que los envolvía, pero, quizá, inspirados por ella.
A la altura del reloj, dobló hacia la izquierda, contento de estar casi en casa. Al cabo de cinco minutos, llegaba a Biancat, la floristería, su tienda favorita, cuyos escaparates ofrecían todos los días a la ciudad una explosión de belleza. Esta noche, a través del húmedo cristal, resplandecían rosas amarillas en grandes cubos y, detrás, se adivinaba una nube de pálido jazmín. Pasó deprisa por delante del segundo escaparate, lleno de misteriosas orquídeas, una flor que siempre le había parecido un poco caníbal.
Abrió la puerta del palazzo en el que vivía, dándose ánimo, como hacía siempre que llegaba fatigado, para subir los noventa y cuatro escalones que lo separaban de su apartamento del cuarto piso. El anterior propietario había construido ilegalmente aquel apartamento hacía más de treinta años, por el simple procedimiento de agregar un piso al edificio, sin preocuparse de solicitar permiso alguno. Esta circunstancia fue silenciada cuando, hacía diez años, Brunetti compró el apartamento, y desde entonces vivía en el perpetuo temor de recibir un requerimiento para que legalizara lo evidente. Temblaba ante la sobrehumana tarea de conseguir los permisos que acreditaran la existencia del apartamento y su derecho a habitarlo. La circunstancia de que él estuviera viviendo entre aquellas paredes sería lo de menos. Los sobornos serían ruinosos.
Abrió la puerta, percibiendo con agrado el calor y la grata mezcla de olores que él asociaba con el apartamento: a lavanda, a cera, a aromas de la cocina; era un ambiente que, de un modo que no acertaba a explicar, sugería una cordura que neutralizaba la diaria dosis de locura que conllevaba su trabajo.
—¿Eres tú, Guido? — gritó Paola desde la sala. Le hubiera gustado saber a quién más podía esperar su mujer a las dos de la mañana, pero se reservó la pregunta.
—Sí -contestó quitándose los zapatos y el abrigo, y empezando a reconocer en ese momento lo cansado que estaba.
—¿Quieres una tisana? — Ella salió al recibidor y le dio un beso en la mejilla.
Él asintió, sin tratar de ocultarle el cansancio. La siguió hasta la cocina y se sentó mientras su mujer ponía el agua a hervir. Paola sacó de un armario una bolsa de hierbas, la olió y preguntó:
—¿Verbena?
—Bueno -respondió él. Estaba tan cansado que le era indiferente.
Ella echó un puñado de hojas secas en la tetera de terracota que había sido de la abuela de su marido, se acercó a éste por detrás y le dio un beso en la coronilla, donde empezaba a clarearle el pelo.
—¿Qué sucede?
—En La Fenice han envenenado al director de orquesta.
—¿A Wellauer?
—Sí.
Ella le puso las manos en los hombros y se los oprimió ligeramente de un modo reconfortante. No hacía falta hablar; los dos sabían el guirigay que armaría la prensa, que reclamaría con creciente perentoriedad que se descubriera al culpable. Tanto él como Paola hubieran podido recitar ya los editoriales que aparecerían por la mañana y que se escribían en este momento.
Del cacharro que estaba en el fuego salió un chorro de vapor y Paola cruzó hacia el fogón y echó el agua en la mellada tetera. Como siempre, la sola presencia de su mujer era un bálsamo para el espíritu del comisario; le agradaba observar la serena eficacia con que ella se movía y hacía las cosas. Paola tenía la tez clara y el pelo cobrizo que se ve en muchos retratos de las venecianas del siglo XVII. No era una belleza según los cánones; tenía la nariz un poco larga y el mentón más que un poco enérgico. Pero a él le gustaban las dos cosas.
—¿Alguna idea? — preguntó ella, llevando a la mesa la tetera y dos tazas. Se sentó frente a él, sirvió la aromática tisana, fue otra vez al armario y volvió con un gran tarro de miel.
—Aún es pronto -dijo él, echando una cucharada de miel en la taza. Removió el líquido y siguió hablando al ritmo que marcaba el tintineo de la cucharilla-. Tenemos a una esposa joven, a una soprano que ha mentido al decir que no había visto a solas al maestro esta noche y a un director gay que discutió con la víctima poco antes de su muerte.
—¿Por qué no vendes el guión? Parece una serie de la tele.
—Y tenemos a un genio envenenado -agregó él.
—Sí; además eso. — Paola tomó un sorbo de tisana y sopló para enfriarla-. ¿Cómo de joven, la esposa?
—Podría ser su hija. Treinta años de diferencia, diría yo.
—OK -dijo ella, utilizando uno de los americanismos a los que tan aficionada era-. Yo digo que ha sido la esposa.
A pesar de que le había pedido más de una vez que no lo hiciera, ella se obstinaba en elegir a un sospechoso al principio de cada investigación en la que él trabajaba, y siempre se equivocaba, porque siempre optaba por la elección más obvia. Una vez, sin poder contener la irritación, Brunetti le preguntó por qué insistía en hacer eso y ella le explicó que, después de haber escrito su tesina sobre Henry James, se consideraba con derecho a optar por la obviedad en la vida real, ya que en sus novelas nunca la había encontrado. Brunetti no había podido conseguir que dejara de elegir a su sospechoso y, menos, que lo eligiera con un poco de sutileza.
—Lo que significa -dijo él, sin dejar de remover con la cucharilla- que resultará que ha sido alguien del coro.
—O el mayordomo.
—Hum -convino él, y bebió tisana. Permanecieron en amigable silencio hasta que se terminaron la tisana. Él puso las tazas en el fregadero y la tetera, en la encimera, en zona segura.
CAPÍTULO VI
A la mañana siguiente de que fuera hallado el cadáver del director de orquesta, Brunetti llegó a su despacho un poco antes de las nueve y descubrió que había ocurrido un hecho casi tan extraordinario como el de la víspera: su superior inmediato, el vicequestore Giuseppe Patta, ya se encontraba en su despacho y hacía casi media hora que estaba llamando a Brunetti. Así le fue comunicado, primero, por el portero, en la misma entrada del edificio, después, por un agente, en la escalera y, por último, por su secretario y los otros dos comisarios de la ciudad. Brunetti, sin apresurarse, repasó el correo, preguntó a centralita si había llamadas para él y, finalmente, bajó el tramo de escalera que conducía al despacho de su superior. El cavaliere Giuseppe Patta había sido enviado a Venecia hacía tres años, dentro de un plan concebido para inyectar sangre nueva en el sistema de investigación criminal. En este caso, la sangre era siciliana, y había resultado incompatible con la veneciana. Patta usaba boquilla de ónice y, a veces, bastón con puño de plata. Aunque, desde el primer día, Brunetti había mirado la boquilla con perplejidad y el bastón con regocijo, trató de no formarse una opinión hasta haber trabajado con el hombre el tiempo suficiente para decidir si la afectación que denotaba el uso de tales accesorios estaba justificada. Brunetti tardó menos de un mes en sacar la conclusión de que, si bien los accesorios armonizaban con la estampa del hombre, nada justificaba la afectación. La jornada de trabajo del vicequestore incluía un sosegado café cada mañana en la terraza del Gritti en verano y en el Florian's en invierno y un almuerzo en la piscina del Cipriani o en Harry's Bar. Por norma general, a eso de las cuatro, Patta decidía que «mañana será otro día». Un día muy corto, ciertamente. Brunetti había descubierto también que, para dirigirse a Patta, había que usar el título de «vicequestore» o el más augusto todavía de «cavaliere», a pesar de que no estaba muy claro su derecho a ninguno de los dos. Y decir siempre lei, nada de tu, fórmula familiar propia de subalternos.
Patta prefería que no se le molestara con los detalles más crudos de asesinatos y demás sórdidos sucesos. Una de las pocas cosas que podían impulsarle a mesarse las bellas ondas de las sienes era que los periódicos insinuaran que la policía era negligente en el desempeño de sus funciones. No importaba si se trataba de un niño que había conseguido romper un cordón policial para dar una flor a un dignatario extranjero, o de africanos a los que se había visto vender droga en la calle. Toda sugerencia de que la policía no ejercía el control absoluto de los habitantes de la ciudad provocaba en Patta paroxismos de una indignación que manifestaba a sus tres comisarios por medio de largos memorándums, según los cuales las faltas por omisión de la policía eran infinitamente más execrables que los crímenes cometidos por la población delincuente. Recogiendo una sugerencia de los periódicos, Patta había declarado varias «alertas contra el crimen», para las que elegía un delito como elegiría un suculento postre del bufete del restaurante, y anunciaba en los periódicos que, en el curso de la semana, el delito en cuestión sería erradicado o, cuando menos, reducido a la mínima expresión. Brunetti, cuando leía algo acerca de la última «alerta contra el crimen» -porque, generalmente, esta información sólo le llegaba a través de la prensa-, no podía menos que pensar en la escena de la película Casablanca en la que el jefe de policía ordenaba que se detuviera a «los sospechosos de costumbre». Se declaraba la «alerta», unos cuantos adolescentes eran sentenciados a un mes de cárcel y las cosas volvían a la normalidad, hasta que una campaña de prensa provocaba otra «alerta».
Brunetti había pensado más de una vez que en Venecia el índice de criminalidad era bajo -uno de los más bajos de Europa y, desde luego, el más bajo de Italia- porque los delincuentes, la mayoría, ladrones, sencillamente, no sabían cómo salir de la ciudad. Sólo alguien que viviera en la ciudad podía orientarse en la maraña de calles estrechas y saber cuál de ellas no tenía salida y cuál desembocaba en un canal. Y los venecianos eran gente de orden, si más no, porque su tradición y su historia les habían infundido un gran respeto por la propiedad privada y la convicción de la imperiosa necesidad de salvaguardarla. De modo que había poca criminalidad y cuando se producía un acto de violencia o, excepcionalmente, un asesinato, el culpable era descubierto rápidamente y con facilidad: el marido, el vecino, el socio. Por norma general, lo único que había que hacer era detener a los sospechosos de costumbre.
Pero Brunetti sabía que la muerte de Wellauer era diferente. Era un hombre famoso, sin duda el director de orquesta más famoso de la época, y había sido asesinado en la «bombonera» de la ópera de Venecia. Como el caso había sido asignado a Brunetti, el vicequestore le haría directamente responsable de toda la publicidad desfavorable que pudiera recaer en la policía.
Brunetti llamó a la puerta y esperó permiso para entrar. Cuando se oyó el grito, empujó la puerta y vio a Patta donde imaginaba encontrarlo: sentado detrás de su enorme escritorio e inclinado sobre un papel al que hacía importante la atención que él le dedicaba. Incluso en un país de hombres bien parecidos, Patta llamaba la atención con su perfil de estatua romana, sus ojos separados y penetrantes y su cuerpo de atleta, a pesar de haber rebasado la cincuentena. Cuando lo fotografiaban para los periódicos, solía ofrecer el perfil izquierdo.
—Ah, por fin -dijo, dando a entender que Brunetti llegaba con varias horas de retraso-. Creí que iba a tener que esperar toda la mañana -agregó, lo cual, en opinión de Brunetti, era exagerar la nota. Como el recién llegado no respondiera, Patta preguntó-: ¿Qué me trae?
Brunetti sacó Il Gazzettino de la mañana del bolsillo y contestó:
—El periódico, señor. Viene en primera plana. — Y, antes de que Patta pudiera impedírselo, leyó-: «Muerte de un gran maestro. Se sospecha que ha sido asesinado.» -Tendió el diario a su superior.
Patta mantuvo la voz sosegada pero rechazó el diario con un ademán.
—Eso ya lo he leído. Me refería a qué ha averiguado.
Brunetti sacó la libreta del bolsillo de la chaqueta. En ella no había escrito nada más que el nombre, dirección y teléfono de la norteamericana, pero mientras Patta lo tuviera allí de pie no podría enterarse de que las páginas estaban casi en blanco. Enfáticamente, el comisario se humedeció el dedo y pasó varias hojas con lentitud.
—La puerta del camerino no estaba cerrada con llave ni habla llave en la cerradura. Esto significa que cualquiera pudo entrar y salir durante la representación.
—¿Dónde estaba el veneno?
—En el café, supongo. No lo sabré hasta después de la autopsia y del informe del laboratorio.
—¿Cuándo es la autopsia?
—Esta mañana, según creo. A las once.
—Bien. ¿Qué más?
Brunetti volvió la hoja y contempló más blancura.
—Hablé con los cantantes en el teatro. El barítono vio al maestro, pero sólo lo saludó al pasar. El tenor dice que no lo vio y la soprano, que sólo lo vio cuando llegó al teatro. — Miró a Patta, que esperaba-. El tenor dice la verdad. La soprano miente.
—¿Por qué lo afirma? — preguntó Patta secamente.
—Porque creo que es la verdad, señor.
Con ostensible paciencia, como si hablara con un niño torpe, Patta preguntó:
—¿Y por qué lo cree, comisario?
—Porque se la vio entrar en el camerino durante el primer entreacto. — Brunetti no se molestó en aclarar que eso sólo lo había dicho un testigo y que aún no había sido confirmado. Durante su conversación con ella, le pareció que no decía la verdad, quizá sobre eso o quizá sobre otra cosa-. También hablé con el director -prosiguió Brunetti-. Tuvo una disputa con el maestro antes de que empezara la función. Pero no volvió a verlo durante la representación. Creo que dice la verdad. — Patta no se molestó en preguntarle por qué lo creía.
—¿Algo más?
—Anoche envié un mensaje a la policía de Berlín. — Hojeó la libreta afanosamente-. El mensaje salió a las...
—Eso no importa -cortó Patta-. ¿Qué han contestado?
—Hoy nos enviarán por fax un informe completo, con todo lo que tengan sobre Wellauer y su esposa.
—¿Qué hay de la esposa? ¿Habló usted con ella?
—Sólo unas palabras. Estaba muy afectada. No me pareció que estuviera en condiciones de contestar preguntas.
—¿Dónde estaba ella?
—¿Cuando hablamos?
—No; durante la representación.
—Sentada en la platea. Me dijo que durante el segundo entreacto subió a ver a su marido pero no llegó a hablar con él porque era tarde.
—¿Me está diciendo que estaba en la zona de bastidores cuando él murió? — preguntó Patta con tanta vehemencia que Brunetti pensó que su superior no necesitaría más para detenerla por el asesinato.
—Sí, pero no sé si llegó a entrar en el camerino.
—Bien, pues procure averiguarlo. — Hasta el propio Patta comprendió que su tono era excesivamente seco, y dijo-: Siéntese, Brunetti.
—Gracias, señor -dijo el comisario cerrando la libreta y guardándola en el bolsillo antes de sentarse frente a su superior. Sabía que el sillón de Patta era unos centímetros más alto que el suyo, algo que el vicequestore consideraba sin duda que le proporcionaba una sutil ventaja psicológica.
—¿Cuánto tiempo estuvo ella en los bastidores?
—No lo sé, señor. Estaba muy trastornada cuando hablé con ella, y sus palabras no eran muy coherentes.
—¿Pudo entrar en el camerino? — preguntó Patta.
—Quizá. No lo sé.
—Me da la impresión de que trata usted de buscarle excusas -dijo Patta, y agregó-: ¿Es bonita? — Brunetti comprendió que Patta debía de estar enterado de la diferencia de edad que había entre la víctima y su viuda.
—Si a uno le gustan las rubias altas... -dijo Brunetti.
—¿A usted le gustan?
—Mi esposa no lo permitiría, señor.
Patta trató de reconducir la conversación.
—¿Alguien más entró en el camerino durante la representación? ¿De dónde procedía el café?
—Hay un bar en la planta baja del teatro. Probablemente, de allí.
—Averígüelo.
—Sí, señor.
—Ahora preste atención, Brunetti. — Brunetti asintió- Quiero el nombre de todas las personas que anoche estuvieron en ese camerino y sus alrededores. Y quiero saber más cosas de la esposa. Cuánto tiempo llevaban casados, de dónde es, etcétera.
Brunetti asintió.
—¿Brunetti? — preguntó Patta bruscamente.
—¿Sí, señor?
—¿Por qué no toma nota?
Brunetti se permitió una finísima sonrisa.
—Oh, yo nunca olvido nada de lo que usted dice, señor.
Patta optó por tomar la respuesta al pie de la letra.
—No me creo eso de que la mujer no llegara a hablar con él. La gente no empieza a hacer una cosa para luego dejarla sin terminar. Estoy seguro de que aquí tenemos algo. Probablemente, algo relacionado con la diferencia de edad. — Corría el rumor de que Patta había estudiado dos cursos de psicología en la Universidad de Palermo antes de cambiar a derecho. De todos modos, se licenció sin haber destacado excesivamente como estudiante y, poco después y a consecuencia de lo mucho que destacaba su padre en el partido democratacristiano, fue nombrado vicecomisario de policía. Y ahora, al cabo de más de veinte años, era vicequestore de la policía de Venecia. Ahora que, al parecer, Patta había terminado de dar órdenes, Brunetti se preparó para lo que venía a continuación, el discurso sobre el honor de la ciudad. Como la noche sigue al día, siguieron a este pensamiento las palabras de Patta:
—Quizá usted no lo comprenda, comisario, pero ese hombre era uno de los artistas más famosos de nuestra era. Y lo mataron aquí, en nuestra Venecia... -nombre que siempre sonaba un poco ridículo pronunciado por Patta, con su acento siciliano-. Hemos de hacer todo cuanto esté en nuestra mano para que este crimen sea esclarecido. No podemos consentir que manche la reputación, el honor, de nuestra ciudad. — Había momentos en los que Brunetti estaba tentado de tomar nota de lo que decía aquel hombre.
Mientras Patta seguía perorando, Brunetti se dijo que, si hablaba de la gloriosa historia musical de la ciudad, aquella tarde llevaría flores a Paola.
—Ésta es la ciudad de Vivaldi. Aquí estuvo Mozart. Estamos en deuda con el mundo de la música. — Lirios, pensó; eran las flores que más le gustaban. Y los pondría en el jarrón azul de Murano.
—Quiero que lo deje todo y que se dedique por entero a este caso. He repasado las listas de servicio -prosiguió Patta, y Brunetti se sorprendió de que el otro conociera siquiera su existencia-, y le he asignado dos hombres para que le ayuden.
«Que no sean Alvise y Riverre, y le llevaré dos docenas.»
—Alvise y Riverre. Son dos buenos elementos, muy concienzudos. — Traducido libremente: leales a Patta-. Y quiero progresos. ¿Entendido?
—Sí, señor -respondió Brunetti suavemente.
—Bien. Eso es todo. Ahora tengo trabajo, y estoy seguro de que a usted no le faltarán cosas que hacer.
—No, señor -dijo Brunetti, levantándose y yendo hacia la puerta. Se preguntaba cuál sería el último disparo. ¿No había pasado Patta sus últimas vacaciones en Londres?
—Y buena caza, Brunetti.
Efectivamente, Londres.
—Gracias, señor -respondió el comisario quedamente, al salir del despacho.
CAPÍTULO VII
Durante la hora siguiente, Brunetti se dedicó a leer la información que publicaban los cuatro diarios más importantes sobre el crimen. II Gazzettino, como era de esperar, la ponía en primera plana y consideraba que el suceso comprometía a la ciudad. En el editorial se leía que la policía debía encontrar al culpable rápidamente no ya para llevar ante la justicia al responsable del hecho, sino para borrar esta mancha del honor de Venecia. Mientras lo leía, Brunetti se admiró de que Patta hubiera leído este artículo en lugar de esperar a que saliera L’Osservatore Romano, su diario habitual, que no llegaba a los quioscos hasta las diez.
La Repubblica presentaba el caso a la luz de recientes sucesos políticos, pero la relación que sugería era tan alambicada que sólo el propio periodista, o un psiquiatra, podrían comprenderla. Corriere della Sera hacía como si el maestro hubiera muerto en su cama, y dedicaba toda una página a un análisis objetivo de su aportación al mundo de la música, haciendo hincapié en el apoyo que había prestado a la causa de ciertos compositores modernos.
Brunetti guardó L'Unitá para el final. Como era de prever, vociferaba lo primero que se le ocurría, en este caso, que se trataba de una venganza, confundiendo el término, también como era de prever, con el de justicia. En el editorial se aludía una vez más a las conjuras de rigor, y se sacaba a relucir, ¿cómo no?, al pobre Sindona, muerto en su celda de la cárcel. El editorialista se hacía la retórica pregunta de si estas dos muertes, «espantosamente similares», no estarían relacionadas por una oscura trama. Brunetti no veía similitud alguna, espantosa o no, entre uno y otro caso, como no fuera la de que se trataba de dos ancianos que habían muerto envenenados con cianuro.
No por primera vez en su carrera, Brunetti pensó en las posibles ventajas de la censura. En el pasado, el pueblo alemán había vivido la mar de bien con un gobierno que la exigía, y actualmente el gobierno norteamericano también parecía vivir bien con una población que la deseaba.
Brunetti volvió a acercarse el Corriere y arrojó los otros tres periódicos a la papelera. Releyó el extenso artículo y tomó alguna que otra nota. Wellauer, si no era el director de orquesta más famoso del mundo, ocupaba sin duda un lugar preeminente entre los más importantes. Había dirigido una orquesta por primera vez antes de la guerra, cuando era considerado el joven prodigio del Conservatorio de Berlín. El periódico no decía mucho acerca de los años de guerra, salvo que había seguido dirigiendo en su Alemania natal. Durante los años cincuenta, empezó su ascenso meteórico, Wellauer entró en la élite internacional, volaba de un continente a otro para dirigir un único concierto y, después, a un tercero, para dirigir una ópera.
A pesar de la adulación y la fama, había seguido siendo ante todo el maestro consumado que exigía precisión y delicadeza a la orquesta que dirigiera, e insistía en la fidelidad absoluta a la partitura original. Su fama de déspota y difícil quedaba ampliamente compensada por su total entrega a su arte, que le valía el elogio universal.
El artículo dedicaba poco espacio a su vida privada y únicamente mencionaba que su actual esposa era la tercera y que la segunda se había suicidado hacía veinte años. El maestro tenía casa en Berlín, Gstaad, Nueva York y Venecia.
La fotografía que el diario sacaba en primera plana no era reciente. En ella, Wellauer aparecía de perfil, hablando con Maria Callas, que estaba vestida para salir a escena y que, evidentemente, era el sujeto principal de la foto. Le pareció curioso que el Corriere publicara una foto que tenía, por lo menos, treinta años.
Brunetti alargó el brazo hacia la papelera y rescató II Gazzettino. Éste, como era habitual, insertaba una foto del lugar en el que había ocurrido la muerte, la fachada austera y simétrica del teatro La Fenice. Al lado, otra foto más pequeña de la entrada de los actores, por la que dos hombres uniformados sacaban un bulto. Debajo había una fotografía reciente del busto del maestro, hecha por un estudio para publicidad: corbata blanca, cara angulosa y melena gris peinada hacia atrás. Los ojos, muy claros y rasgados, destacaban bajo las cejas espesas y oscuras. La nariz era excesivamente larga, pero era tanta la fuerza de la mirada que casi no se notaba este defecto. La boca, grande, sensual y de labios carnosos, ofrecía un extraño contraste con la severidad de los ojos. Brunetti trató de recordar la cara de aquel hombre tal como la había visto la noche antes, crispada y desfigurada por la muerte, pero la energía que despedía la fotografía borraba la otra imagen. Brunetti observó fijamente aquellos ojos claros, tratando de imaginar quién podía sentir un odio tan fuerte como para destruir a ese hombre.
Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de una de sus secretarias, con el informe de la policía de Berlín ya traducido al italiano.
Antes de empezar a leerlo, Brunetti se recordó a sí mismo que en Alemania Wellauer era una especie de monumento viviente y que los alemanes siempre andaban en busca de héroes, de manera que, probablemente, lo que ahora iba a leer estaría condicionado por ambas cosas. Ello significaba que unas verdades estarían reflejadas en el informe sólo por alusión indirecta y otras, por omisión. ¿No eran muchos los músicos y artistas que habían pertenecido al partido nazi? ¿Y quién se acordaba ahora de eso, al cabo de los años?
Abrió el informe y empezó a leer el texto en italiano, ya que el alemán no le servía de nada. Wellauer no tenía antecedentes penales, ni siquiera una simple infracción de tráfico. En su apartamento de Gstaad habían entrado ladrones dos veces; en ninguna de las dos ocasiones se recuperó nada ni se detuvo a nadie, y el seguro pagó religiosamente, a pesar de que se trataba de sumas enormes.
Brunetti leyó por encima otros dos párrafos redactados con minuciosidad germánica hasta llegar al suicidio de la segunda esposa, que se había ahorcado en el sótano de su casa de Munich el 30 de abril de 1968, después de lo que el informe describía como «un largo período de depresión». No se había encontrado carta alguna. Dejaba tres hijos, dos varones, gemelos, de siete años y una niña de doce. El propio Wellauer había encontrado el cadáver y, después del funeral, observó un retiro absoluto durante seis meses.
La policía no había recogido más datos sobre él hasta el momento de su tercer matrimonio, contraído hacía dos años, con Elizabeth Balintffy, natural de Hungría, médico de profesión y súbdita alemana por su primer matrimonio, que había terminado en divorcio tres años antes de su boda con Wellauer. La mujer carecía de antecedentes policiales, tanto en Alemania como en Hungría. Tenía de su primer matrimonio una hija de trece años, Alexandra.
Brunetti buscó y buscó en vano alguna referencia a lo que Wellauer había hecho durante los años de guerra. Se mencionaba su primer matrimonio, en 1936, con la hija de un industrial alemán, de la que se divorció después de la guerra. Daba la impresión de que, entre estas dos fechas, el hombre no había existido, lo cual, a ojos de Brunetti, daba cuenta elocuentemente de lo que había estado haciendo o, en cualquier caso, apoyando. Pero no sería fácil obtener la confirmación de esta sospecha, y menos, en un informe de la policía alemana.
En suma, oficialmente, Wellauer estaba tan limpio como el que más. A pesar de lo cual, alguien le había echado cianuro en el café. La experiencia había enseñado a Brunetti que la gente suele matar por dos motivos: dinero y sexo. No importaba el orden, y con frecuencia a lo último se le llamaba amor. En los quince años que había pasado entre asesinos, había encontrado pocas excepciones a esta regla.
Bastante antes de las once, Brunetti ya había terminado de leer el informe de la policía alemana. Entonces llamó al laboratorio y se enteró de que no se había hecho nada ni se habían tomado las huellas de la taza ni del camerino, que permanecía cerrado, circunstancia que ya había dado lugar a tres llamadas telefónicas del teatro. El comisario dio unos cuantos gritos, aunque sabía que no servirían de nada. Habló brevemente con Miotti, quien dijo no haberle sacado nada más al portiere la noche antes, salvo que el director de la orquesta era «un tipo seco», que su mujer, por el contrario, era amable y cordial y que la Petrelli no le caía bien. El hombre no dijo por qué, sólo que era antipatica. Para él era suficiente. De nada serviría enviar a Alvise o Riverre a tomar huellas mientras el laboratorio no determinara si en la taza había otras que no fueran las de la víctima. Esto no corría prisa.
Disgustado por no poder ir a almorzar a su casa, Brunetti salió del despacho poco después de mediodía y se encaminó al bar de la esquina, donde tomó un bocadillo y un vaso de vino que dejaban bastante que desear. Aunque en el bar todos sabían quién era, nadie le preguntó por el caso y sólo un anciano abrió el periódico con una elocuente sacudida. Brunetti fue hasta la parada de San Zaccaria y tomó el barco número 5 que, cortando por el Arsenale y la parte posterior de la isla, lo llevaría a la isla del cementerio de San Michele. Él casi nunca iba al cementerio, ya que no practicaba el culto a los difuntos, tan común entre los italianos.
Ya había estado aquí otras veces, desde luego; es más, uno de sus primeros recuerdos era del día en que lo trajeron al cementerio para que ayudara a cuidar la tumba de su abuela, que había muerto en Treviso durante la guerra, en un bombardeo de los aliados. Recordaba el brillante colorido de las flores que cubrían los simétricos rectángulos de las tumbas, separados por espacios verdes pulcramente recortados. Recordaba la tristeza de la gente, mujeres la mayoría, cargadas de flores. Y recordaba su aspecto desvaído y descuidado, como si todo su afán de aseo y adorno fuera para los espíritus que estaban bajo tierra y no reservaran ni un ápice para sí mismas.
Ahora, treinta y cinco años después, las tumbas seguían estando tan cuidadas y floridas como entonces, pero la gente que caminaba entre ellas parecía pertenecer al mundo de los vivos, a diferencia de aquellos espectros de los años de la posguerra. Era fácil encontrar la tumba de su padre, que no estaba lejos de la de Stravinsky. El ruso estaba seguro; aquí seguiría, inamovible, mientras existiera el cementerio y mientras el público recordara su música. La permanencia de su padre, por el contrario, era precaria, y ya se acercaba la fecha en que se abriría la tumba y los restos serían exhumados y puestos en un osario de una de las largas y abarrotadas tapias del cementerio.
De todos modos, la tumba estaba cuidada, porque su hermano era más escrupuloso que él. Los claveles que había en el jarrón de vidrio colocado en el suelo tenían que ser frescos, o la helada de tres noches atrás los hubiera quemado. Brunetti se agachó y retiró unas hojas que el viento había arrastrado hasta el jarrón. Se enderezó y volvió a inclinarse para quitar una colilla que había al lado de la lápida. Al volver a levantarse, contempló la fotografía colocada en la parte frontal de la piedra. Vio sus propios ojos, su mandíbula y unas orejas grandes de las que él y su hermano se habían librado y que habían heredado los hijos de ambos.
—Ciao, papá -dijo. No se le ocurrió nada más. Caminó hasta el extremo de la hilera de tumbas y dejó caer la colilla en un gran recipiente metálico hincado en la tierra.
En la oficina del cementerio, dio su nombre y su cargo y fue conducido a una salita por un hombre que le dijo que tuviera la bondad de esperar, que el doctor saldría enseguida. En la sala no había nada que leer, por lo que el comisario tuvo que conformarse con mirar por la única ventana al claustro en torno al cual se habían levantado los edificios del cementerio.
Al principio de su carrera, Brunetti había insistido en presenciar la autopsia de la víctima del primer asesinato que había investigado, una prostituta a la que había matado su chulo. Había mirado atentamente cómo entraban la camilla en el aula y contemplado, fascinado, el cuerpo casi perfecto que apareció cuando levantaron la sábana. Pero, cuando el médico empuñó el escalpelo para iniciar la gran incisión en forma de Y, Brunetti cayó hacia adelante, desmayado, entre los estudiantes de medicina. Éstos, con toda naturalidad, lo sacaron al pasillo, lo sentaron en una silla, semiinconsciente, y volvieron a entrar rápidamente en el aula. Desde entonces, Brunetti había visto muchas víctimas de asesinato, había contemplado el cuerpo humano destrozado por cuchillos, balas y hasta bombas, pero aún no era capaz de verlo fríamente, y sabía que nunca podría ser testigo de esa violación calculada que es una autopsia.
Se abrió la puerta de la salita y entró Rizzardi, vestido tan impecablemente como la noche antes. Olía a jabón caro y no al ácido carbólico que Brunetti asociaba automáticamente con su trabajo.
—Buenas tardes, Guido -dijo el médico, tendiendo la mano al comisario-. Siento que se haya molestado en venir. Hubiera podido llamarle para decirle lo poco que he descubierto.
—No importa, Ettore; de todos modos, quería venir. No puedo hacer nada hasta que esos cretinos del laboratorio me envíen el informe. Y para hablar con la viuda aún es pronto.
—Entonces le diré lo que hay -dijo el doctor cerrando los ojos y hablando de memoria. Brunetti sacó la libreta y fue escribiendo lo que oía-. El hombre gozaba de perfecta salud. De no saber que tenía setenta y cuatro años, le hubiera calculado diez menos o, incluso, quince. El tono muscular, magnífico, seguramente, gracias a los beneficios del ejercicio en un cuerpo sano. No había indicios de enfermedad en los órganos internos. No debía de beber, porque el hígado estaba en perfecto estado. Algo insólito en un hombre de su edad. No fumaba, aunque debió de fumar hace años, y dejarlo. Yo diría que hubiera podido vivir diez o veinte años más. — Terminado el informe, el médico abrió los ojos y miró a Brunetti.
—¿Y la causa de la muerte? — preguntó Brunetti.
—Cianuro de potasio. En el café. Calculo que ingirió unos treinta miligramos, más que suficiente para causarle la muerte. — Hizo una pausa y agregó-: En realidad, nunca lo había visto. Un efecto tremendo. — Su voz se apagó y el médico cayó en una especie de ensimismamiento que Brunetti encontró truculento.
Al cabo de un momento, Brunetti preguntó:
—¿Es tan rápido como se dice?
—Creo que sí -respondió el doctor-. Como le decía, nunca había visto un caso de éstos en la práctica. Sólo sabía lo que había leído.
—¿Instantáneo?
Rizzardi pensó un instante antes de contestar:
—Creo que sí, o casi. Quizá, durante un momento, se dio cuenta de lo que le pasaba, pero pensaría que era una embolia o un infarto. De todos modos, antes de que pudiera descubrir lo que era, ya estaba muerto.
—¿Y qué es lo que causa la muerte?
—Todo se para. Simplemente, todo deja de funcionar: el corazón, los pulmones, el cerebro.
—¿En segundos?
—Sí. Cinco. Diez como máximo.
—No es de extrañar que esa gente lo use.
—¿Qué gente?
—Los espías, en las novelas. Cápsulas que llevan en muelas huecas.
—Hum -hizo Rizzardi. Si la comparación de Brunetti le sorprendía, no lo demostró-. Sí, indudablemente, es rápido, pero otros son mucho más mortíferos. — Al ver que Brunetti levantaba las cejas en señal de sorpresa, explicó-: El botulismo. La misma cantidad, podría matar a la mitad de la población italiana.
Parecía que poco más iba a dar de sí el tema, a pesar del evidente entusiasmo que por él demostraba el médico, y Brunetti preguntó:
—¿Hay algo más?
—Por lo visto, llevaba unas semanas bajo tratamiento. ¿Sabe si tenía un resfriado, gripe o algo por el estilo?
—No -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza-. Todavía no sabemos nada. ¿Por qué?
—En el cuerpo hay señales de inyecciones. No se aprecian signos de abuso de drogas, por lo que supongo que se trata de antibióticos, o de vitaminas, una medicación normal. En realidad, las marcas son tan débiles que quizá ni inyecciones eran. Pequeñas magulladuras, tal vez.
—¿Y dice que, de drogas, nada?
—No; no es probable -dijo el médico-. Hubiera podido pincharse fácilmente en el muslo izquierdo, porque era diestro. Pero no en el brazo derecho ni en la nalga izquierda, donde están las señales. Y, como le digo, tenía una salud excelente. Si hubiera tomado drogas, yo hubiera observado indicios. — Hizo una pausa-. Además, no estoy seguro de lo que son. En el informe pondré «pequeños hematomas subcutáneos». — Por su tono de voz, Brunetti comprendió que aquellas señales le parecían una trivialidad y que ya le pesaba haberlas mencionado.
—¿Algo más?
—Nada más. Quien haya hecho esto, le ha robado por lo menos diez años de vida.
Como era habitual en él, Rizzardi no demostró ni, probablemente, sentía curiosidad alguna acerca de quién pudiera haber cometido el crimen. Durante los años que hacía que se conocían, Brunetti nunca había oído al doctor preguntar por el criminal. A veces, mostraba interés y hasta fascinación cuando el crimen era imaginativo, pero nunca parecía importarle quién lo había cometido ni si era descubierto.
—Gracias, Ettore -dijo Brunetti, estrechando la mano del médico-. Ojalá trabajaran tan aprisa los del laboratorio.
—Dudo que su curiosidad sea tan fuerte como la mía -dijo Rizzardi, reafirmando a Brunetti en la convicción de que nunca entendería a aquel hombre.
CAPÍTULO VIII
En el barco, de regreso a la ciudad, Brunetti decidió hacer una visita por sorpresa a Flavia Petrelli, para averiguar si entretanto la cantante había recordado haber hablado con el maestro la noche antes. Animado por la perspectiva de tener algo que hacer, desembarcó en Fondamente Nuove y se dirigió hacia el hospital, contiguo a la basílica de Santi Giovanni e Paolo. Al igual que todas las direcciones de Venecia, la que le había dado la norteamericana era prácticamente inservible en una ciudad en la que sólo había seis nombres diferentes para todas las calles y los edificios estaban numerados sin método ni lógica. La única manera de encontrarla era ir hasta la iglesia y preguntar a algún vecino. No debía de ser difícil dar con ella. Los extranjeros solían vivir en la Venecia más pintoresca, no en barrios de sólida clase media como éste, y muy pocos extranjeros conseguían hablar como Brett Lynch, que parecía haberse criado aquí.
Delante de la iglesia, preguntó, primero, por el número y, después, por la norteamericana, pero la mujer a la que se había dirigido no tenía ni idea de dónde podía encontrar ni a uno y ni a otra. Le dijo que preguntara a Maria, pronunciando el nombre como si esperase que él supiera a qué Maria se refería. Resultó que Maria regentaba el quiosco de periódicos situado delante de la escuela y, si Maria no le daba razón, era señal de que la norteamericana no vivía en el barrio.
Al pie del puente que desembocaba delante de la basílica, encontró Brunetti a Maria, una mujer de pelo blanco y edad indefinida que, sentada en su quiosco, dispensaba periódicos como si fueran profecías y ella, la sibila. Él le dijo el número que buscaba y ella respondió con una sonrisa: -Ah, la signorina Lynch -dando al apellido las dos sílabas que exigía la pronunciación italiana. Bajando por la calle della Testa, la primera puerta a la derecha, cuarto piso. Por cierto, ¿le importaría llevarle los periódicos?
Brunetti encontró la puerta fácilmente. El apellido estaba grabado en una placa de latón, arañada y empañada por el tiempo, colocada al lado del timbre. Llamó una vez y, al cabo de un momento, oyó una voz por el intercomunicador. Resistiéndose al impulso de decir que venía a traer los periódicos, el comisario se limitó a dar su nombre. La persona que había respondido no dijo más, pero la puerta se abrió con un chasquido, franqueándole la entrada al edificio. De la derecha arrancaba una escalera, y el comisario empezó a subir pisando con agrado la leve concavidad que infinidad de pies habían ido imprimiendo en el mármol a lo largo de los siglos. Le gustaba la forma en que el declive le obligaba a apoyar el zapato en el centro de cada escalón. Subió dos tramos y luego un tercero. Después del cuarto rellano, la escalera se ensanchaba bruscamente, y los gastados peldaños originales cedían paso a losas de mármol de Istria de canto vivo. Esta parte del edificio había sido renovada por completo, y no hacía mucho.
La escalera terminaba delante de una puerta metálica negra. Al acercarse, Brunetti se sintió observado a través de la minúscula mirilla situada encima de la cerradura superior. Antes de que pudiera levantar la mano para llamarla puerta se abrió y Brett Lynch le invitó a entrar haciéndose a un lado.
Él musitó el «Permesso» ritual, formalidad sin la que ningún italiano entraría en casa ajena. Ella sonrió, pero no le tendió la mano y, dando media vuelta, le precedió por el pasillo hasta la sala del apartamento.
Brunetti se sorprendió al encontrarse en un espacio amplio, de diez por quince metros. El suelo era de gruesas vigas de roble, como las que sostienen los más antiguos techos de la ciudad. Las paredes habían sido despojadas de todas sus capas de pintura y revoque para dejar a la vista el ladrillo original. Lo más extraordinario de la habitación era la luz que entraba por unas claraboyas dobles, seis en total, tres en cada vertiente del tejado. Brunetti se dijo que quien hubiera conseguido permiso para modificar la estructura exterior de un edificio tan antiguo como ése debía de tener amigos muy influyentes o, si no, habría chantajeado al alcalde y al concejal de urbanismo. Y las obras eran recientes; así lo indicaba el olor a madera nueva.
Brunetti trasladó su atención de la casa a su dueña. Era muy alta -la noche antes no se había dado cuenta-, y tenía esa figura angulosa que, por lo visto, tan atractiva resulta a los norteamericanos. Pero su cuerpo no daba la impresión de fragilidad que suelen sugerir las personas altas y delgadas. Parecía estar sana y en buena forma física, y tenía el cutis terso y la mirada brillante. Advirtió entonces que se había quedado mirándola con descaro, sorprendido por la inteligencia que había en sus ojos y sorprendido también por estar buscando malicia en ellos. Le inspiraba curiosidad su propia resistencia a tomarla por lo que parecía ser, una mujer atractiva e inteligente.
Flavia Petrelli componía una artística figura, o eso le sugirió al comisario, sentada junto a una de las grandes ventanas abiertas en la pared de la izquierda, desde la que, a lo lejos, se veía el campanario de San Marcos. La soprano movió ligeramente la cabeza de arriba abajo por todo saludo y él correspondió de igual manera antes de decir a la otra mujer:
—Le traigo los periódicos.
Se los entregó presentándole las fotos y los grandes titulares de la primera plana. Ella miró los papeles, los dobló rápidamente con un escueto «Gracias» y los arrojó a una mesita baja.
—La felicito, tiene una casa preciosa Miss Lynch.
—Gracias -repitió ella.
—No es corriente ver tanta luz, tantas claraboyas, en un edificio antiguo -dijo él, inquisitivamente.
—Cierto -convino ella con afabilidad.
—Vamos, comisario -cortó Flavia Petrelli-, usted no ha venido a hablar de interiorismo.
Como si quisiera suavizar la brusca observación de su amiga, Brett Lynch dijo:
—Siéntese, por favor, dottor Brunetti -señalando un diván situado frente a una larga mesa de vidrio que ocupaba el centro de la habitación-. ¿Café? — preguntó como una buena anfitriona a una visita de cumplido.
En aquel momento, a Brunetti no le apetecía el café, pero aceptó el ofrecimiento, para ver cómo reaccionaría la cantante a esta indicación de que no tenía prisa por marcharse. Flavia Petrelli volvió a concentrar su atención en la partitura que tenía en el regazo, desentendiéndose del visitante, en tanto su amiga iba a preparar el café.
Mientras la norteamericana se ocupaba en hacer café y la Petrelli se ocupaba en olvidarse de Brunetti, éste examinó atentamente la sala. La pared que tenía delante estaba totalmente cubierta de libros. Reconoció fácilmente los italianos porque los títulos estaban escritos de abajo arriba, mientras que en los libros ingleses se leían de arriba abajo. Más de la mitad de los tomos mostraban caracteres que él supuso chinos. Todos parecían haber sido leídos más de una vez. Distribuidas entre los libros había piezas de cerámica -cuencos y figuritas humanas- que, a sus ojos, tenían un aire sólo vagamente oriental. Uno de los estantes estaba ocupado por estuches múltiples de CDs, óperas completas, sin duda. A su izquierda había un equipo estéreo de aspecto muy complicado y, en los ángulos de la habitación, dos grandes altavoces sobre sendos pedestales de madera. Los únicos cuadros de las paredes eran chafarrinones modernos que no le seducían.
Al poco rato, Lynch volvió de la cocina con dos tacitas de espresso y un azucarero de plata en una bandeja también de plata. El comisario observó que hoy llevaba un pantalón vaquero que nunca había visto América y otro par de botas de aquéllas, pero de color mostaza. ¿Un color para cada día de la semana? ¿Qué era lo que tanto le irritaba de esta mujer? ¿El que fuera extranjera y hablara el italiano tan bien como él, y viviera en una casa que él nunca podría permitirse?
Ella le puso una taza delante y el comisario le dio las gracias y esperó a que se sentara. Entonces se ofreció a echar el azúcar en la segunda taza, pero la mujer movió la cabeza negativamente. Puso dos cucharadas de azúcar en su taza y se arrellanó en el sofá.
—Vengo de San Michele -dijo a modo de introducción-. La causa de la muerte fue envenenamiento por cianuro. — Ella se llevó la taza a los labios-. Estaba en el café.
La mujer volvió a dejar la taza en el platillo y puso ambas cosas en la mesa.
Flavia Petrelli levantó la mirada de la partitura, pero quien habló fue la otra.
—Entonces fue una muerte rápida. Qué considerado, quien lo haya hecho. — Miró a su amiga-. ¿Querías café, Flavia?
A Brunetti la escena le parecía un poco teatral, pero decidió mantener el tono y formular la pregunta que ella le incitara a hacer con su observación:
—¿He de deducir de eso que no le agradaba el maestro, Miss Lynch?
—No me agradaba -respondió ella mirándole a los ojos-. Ni yo a él.
—¿Por alguna razón en concreto?
Ella agitó una mano con displicencia.
—Teníamos opiniones diferentes sobre muchas cosas.
Él supuso que, para la norteamericana, esto era razón suficiente.
El comisario miró a la Petrelli.
—¿Eran sus relaciones con el maestro distintas de las de su amiga?
Antes de contestar, ella cerró la partitura y la depositó cuidadosamente a sus pies.
—Sí; Helmut y yo siempre habíamos trabajado bien juntos. Profesionalmente, nos respetábamos mucho.
—¿Y personalmente?
—También, por supuesto -respondió ella con rapidez-. Pero nuestra relación era esencialmente profesional.
—¿Puedo preguntar cuáles eran sus sentimientos personales hacia él? — A pesar de que debía de estar preparada para la pregunta, pareció que no le gustaba. Se revolvió en la butaca, y al comisario le llamó la atención que hiciera tan ostensible su incomodidad. Hacía años que leía lo que se publicaba en la prensa sobre esta mujer, y le constaba que era mejor actriz de lo que ahora aparentaba. Si en sus relaciones con Wellauer había algo que deseaba ocultar, hubiera sabido disimularlo perfectamente, en lugar de titubear como una colegiala que es interrogada acerca de su primer novio.
Dejó que el silencio se prolongara, absteniéndose de repetir la pregunta.
Finalmente, ella concedió a regañadientes:
—No me agradaba.
En vista de que no decía más, Brunetti la apremió:
—Si me lo permite, me gustaría hacerle la misma pregunta que a Miss Lynch: ¿Alguna razón en concreto? — Qué corteses somos, pensó. El viejo, al otro lado de la laguna, frío y eviscerado, y nosotros, aquí, entregados a sutilezas gramaticales: ahora un subjuntivo, después un condicional. ¿Sería tan amable de decirme? ¿Tendría la bondad de explicarme? Durante un momento, sintió nostalgia de Nápoles, donde había pasado unos años de purgatorio, tratando con gentes insensibles a las florituras semánticas y que sólo respondían a los guantazos.
La signora Petrelli interrumpió su ensoñación:
—No había una razón en particular. Simplemente, era antipatico.
Ajá, pensó Brunetti, al volver a oír la palabra, mucho más ilustrativa que cualquier ejercicio gramatical. Para explicar una incompatibilidad, para justificar que no ha sido posible establecer ese inefable flujo de cordialidad que hace sintonizar a dos personas, basta decir que fulano es antipatico, y todo queda perfectamente claro. Una respuesta vaga e insuficiente, pero el comisario comprendió que no iba a sacar más.
—¿Era mutua la antipatía? — preguntó, impasible-. ¿Hay en usted algo que desagradara al maestro?
Ella lanzó una rápida mirada a Brett Lynch, que volvía a tomar el café a sorbitos. Si entre ellas se cruzó algún mensaje, Brunetti no lo captó.
Finalmente, como si le disgustara el papel que estaba interpretando, la Petrelli levantó una mano abierta, en el mismo ademán que tenía en la foto publicitaria en la que aparecía en los periódicos de la mañana, vestida de Norma, hizo un amplio movimiento de rechazo y dijo «Basta». Brunetti quedó fascinado por el cambio de expresión, porque aquel ademán parecía haber barrido vanos años. Ella se levantó bruscamente. De sus facciones había desaparecido la rigidez.
—Antes o después, se enterará, así que vale más que se lo cuente -dijo la soprano. Él oyó el golpe de la porcelana, cuando la otra mujer dejó la taza y el plato en la mesa, pero no apartó la mirada de la cara de la Petrelli-. El maestro me acusaba de ser lesbiana e insinuaba que Brett era mi amante. — Hizo una pausa, esperando su reacción. Como él permaneciera imperturbable, prosiguió-: Empezó en el tercer ensayo, aunque no de forma clara y directa; era su tono, su manera de referirse a Brett. — Volvió a interrumpirse, esperando su respuesta, que tampoco llegó-. Al final de la primera semana, le hice una observación, que degeneró en una disputa, y al final él dijo que iba a escribir a mi marido. Mi ex marido -rectificó, espiando el efecto de estas palabras en Brunetti.
—¿Y eso, por qué? — preguntó él con curiosidad.
—Mi marido es español. Pero nuestro divorcio es italiano. Lo mismo que el fallo que me concede la custodia de nuestros hijos. Si mi marido formulara una acusación semejante contra mí en este país... -Dejó que su voz se apagara, porque creía haber expuesto con suficiente claridad cuáles serían sus probabilidades de conservar la custodia de sus hijos.
—¿Y los niños? — preguntó él.
Ella movió la cabeza, desconcertada, sin entender la pregunta.
—Los niños. ¿Dónde están?
—Los niños están en el colegio, donde deben estar. Vivimos en Milán, y van a un colegio de allí. No me parece conveniente llevarlos conmigo por el mundo. — Se acercó a él y se sentó en el extremo del sofá. Él miró entonces a la amiga y vio que tenía la cara vuelta hacia la ventana y que miraba al campanario, casi como si la conversación no la afectara.
Nadie habló durante un rato. Brunetti reflexionaba y se preguntaba si lo que acababa de oír podría ser la causa de su instintiva reserva hacia la norteamericana. No obstante, Paola y él tenían buenos amigos homosexuales, y comprendía que no podía ser ésta la causa de su reticencia, aunque fuera cierta la acusación.
—¿Y bien? — preguntó al fin la cantante.
—¿Y bien, qué? — dijo él.
—¿No va a preguntar si es verdad?
Él rechazó la pregunta con un movimiento de cabeza.
—Si es verdad o mentira, no hace al caso. Lo que importa es saber si él hubiera cumplido la amenaza de decírselo a su marido.
Brett Lynch se había vuelto hacia él y le miraba con aire especulativo.
La norteamericana dijo con voz serena:
—Se lo hubiera dicho. Todo el que le conociera bien lo sabría. Y el marido de Flavia removería cielo y tierra para conseguir la custodia de los niños. — Al decir el nombre de su amiga, la miró, y sus ojos se encontraron un momento. Luego se arrellanó en la butaca, metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas.
Brunetti la observaba. ¿Eran las relucientes botas y el negligente despliegue de riqueza que se observaba en el apartamento la causa de su prevención hacia ella? Trató de despejar la cabeza, de hacer como si la viera por primera vez: una mujer de treinta y tantos años que le había brindado hospitalidad y ahora parecía brindarle confianza. A diferencia de su jefa -suponiendo que Petrelli fuera su jefa-, ella no hacía ademanes teatrales ni trataba en modo alguno de acentuar la angulosa belleza de su cara anglosajona.
El comisario vio que su bien cortado pelo estaba húmedo en la nuca, como si hiciera poco que había salido del baño o de la ducha y, al mirar a Flavia Petrelli, creyó detectar también en ella ese aspecto fresco de la mujer que acaba de bañarse. De improviso, se encontró inmerso en una fantasía erótica, imaginando a las dos mujeres desnudas y abrazadas, seno contra seno, en la ducha, y se asombró del poder de excitación de la imagen. Ay, Dios, qué fácil era todo en Nápoles, a guantazos.
La norteamericana lo sacó de su abstracción al preguntar:
—¿Piensa usted que Flavia pudiera haberlo hecho? ¿O yo?
—Aún es pronto para hablar de eso -dijo él, aunque no era exacto-. Aun es pronto para hablar de sospechosos.
—Pero no para hablar de móvil -dijo la cantante.
—No -concedió. No le hizo falta añadir que ahora ella parecía tenerlo.
—Imagino que yo también tengo un móvil -dijo entonces la amiga, y el comisario descubrió que ésta era la declaración de amor más extraña que había oído en su vida. ¿O de amistad? ¿O de lealtad? Y dice la gente que los italianos son complicados.
Decidió contemporizar.
—Como ya le he dicho, aun es pronto para hablar de sospechosos. — Y cambiando de tema-: ¿Cuánto tiempo — piensa quedarse en la ciudad, signora?
—Hasta que terminemos las representaciones -respondió la cantante-. Otras dos semanas. Hasta últimos de mes. Aunque me gustaría ir a Milán los fines de semana. — Lo formuló como una afirmación, pero era evidente que estaba pidiendo permiso. Él asintió expresando con el gesto a un mismo tiempo comprensión y autorización oficial para abandonar la ciudad-. Después, no sé -prosiguió ella-. No tengo otros compromisos hasta... -Miró a su amiga, que inmediatamente facilitó la información:
—El cinco de febrero. Covent Garden.
—¿Y estará en Italia hasta entonces?
—Desde luego. Aquí o en Milán.
—¿Y usted, Miss Lynch?
La mirada de la norteamericana fue glacial, tan glacial como su respuesta:
—También estaré en Milán. — A pesar de que no era necesario, agregó-: Con Flavia.
El comisario sacó la libreta del bolsillo y preguntó si podían darle la dirección de Milán. Flavia Petrelli se la dio, y también, el número de teléfono, a pesar de que él no se lo había pedido. Brunetti tomó nota, se guardó la libreta en el bolsillo y se puso en pie.
—Muchas gracias a las dos -dijo ceremoniosamente.
—¿Querrá volver a hablar conmigo? — preguntó la cantante.
—Eso depende de lo que me digan las otras personas -dijo Brunetti, lamentando la implícita amenaza, pero no, la sinceridad de la respuesta. Ella sólo captó la primera, y volvió a colocarse la partitura, abierta, en el regazo. El comisario había dejado de interesarle.
Él dio un paso hacia la puerta, pisando uno de los haces de luz que incidían en el suelo. Levantó la mirada buscando la fuente, se volvió y preguntó a la norteamericana:
—¿Cómo consiguió esas claraboyas?
La mujer pasó por delante de él, le precedió hasta el recibidor, se paró junto a la puerta y le preguntó:
—¿Le interesa saber cómo conseguí las claraboyas o cómo conseguí el permiso para ponerlas?
—El permiso.
Con una sonrisa, ella respondió:
—Sobornando al concejal de urbanismo.
—¿Cuánto? — preguntó el comisario automáticamente, calculando la superficie total de las claraboyas: seis, de un metro cuadrado cada una aproximadamente.
Era evidente que aquella mujer había vivido en Venecia el tiempo suficiente como para no ofenderse por la falta de delicadeza de la pregunta. Sonrió ahora más ampliamente y dijo:
—Doce millones de liras -como quien da la temperatura exterior.
Es decir, cada claraboya, el salario de un mes, calculó Brunetti.
—Pero de eso hace dos años -explicó-. Tengo entendido que desde entonces los precios han subido.
Él asintió. En Venecia hasta la corrupción estaba sujeta a la inflación.
En la puerta, se estrecharon la mano, y el comisario se sorprendió por la cordialidad de la sonrisa que ella le dedicaba, como si aquel par de frases sobre sobornos los hubiera convertido en cómplices. Ella le dio las gracias por su visita, aunque no hacía falta. Él respondió con no menos cortesía, y detectó afabilidad en su propia voz. ¿Tan fácilmente se había dejado seducir? ¿Había humanizado a la mujer aquella revelación de corruptibilidad? Se despidió, y fue reflexionando sobre esta ultima pregunta mientras bajaba la escalera, pisando con agrado su ondulación marina.
CAPÍTULO IX
Cuando volvió a la questura, Brunetti descubrió que los agentes Alvise y Riverre habían ido al apartamento del maestro, examinado sus efectos personales y separado varios documentos que en aquel momento eran traducidos al italiano. El comisario llamó al laboratorio, que aún no tenía los resultados del análisis de las huellas dactilares, pero ya había podido confirmar lo evidente: que el veneno estaba en el café. Miotti no estaba; probablemente, seguía en el teatro. Brunetti, sin nada que hacer y sabiendo que antes o después tendría que hablar con ella, llamó por teléfono a la viuda, para preguntar si podía recibirle aquella tarde. Tras una vacilación debida a una desgana perfectamente comprensible, ella le dijo que fuera a las cuatro. El comisario registró el cajón de arriba de su escritorio y encontró medio paquete de bussolai, las rosquillas saladas venecianas que tanto le gustaban, y se las comió mientras leía las notas que había tomado del informe de la policía alemana.
Media hora antes de su cita con la signora Wellauer, el comisario salió del despacho y se encaminó lentamente hacia la piazza San Marco. Por el camino, fue parándose a mirar escaparates, cuyo contenido cambiaba con una rapidez que le llenaba de asombro cada vez que tenía que ir al centro. Parecía que los establecimientos que abastecían a la población local -farmacias, zapaterías y tiendas de alimentación- desaparecían inexorablemente y eran sustituidos por boutiques coquetonas y comercios de souvenirs para turistas, llenos de góndolas de luminiscente plástico de Taiwan y máscaras de cartón piedra hechas en Hong Kong. Los comerciantes de la ciudad preferían satisfacer los deseos de los transeúntes antes que las necesidades de sus habitantes. Se preguntó cuánto faltaría para que toda la ciudad se convirtiera en una especie de museo viviente, un lugar apto sólo para ser visitado y no para ser habitado.
Como para estimular sus reflexiones, por su lado pasó un grupo de turistas de temporada baja que seguían al paraguas que enarbolaba el guía. Con el agua a la izquierda, Brunetti bordeó la piazza, asombrado ante la cantidad de gente que parecía más interesada por las palomas que por la basílica.
Pasado el campo San Moisé, cruzó el puente, torció a la derecha, otra vez a la derecha y entró en un callejón que terminaba en una gran puerta de madera.
Oprimió el timbre y una voz incorpórea y mecánica le preguntó quién era. Dio su nombre y, al cabo de unos segundos, oyó percutir el mecanismo que abría el cerrojo de la puerta. Entró en un vestíbulo restaurado, en el que las vigas del techo habían sido raídas hasta dejar al descubierto la madera original y cubiertas de barniz brillante. El suelo era de losas de mármol con incrustaciones que formaban un dibujo geométrico de olas y remolinos. Por su leve ondulación, dedujo, con ojo de veneciano, que era el pavimento original del edificio, quizá de principios del siglo XV.
Empezó a subir la escalera, de huella ancha. En cada rellano había una puerta metálica; que la puerta fuera una denotaba riqueza y que fuera metálica, afán de protegerla. Los nombres grabados en las placas le indicaban que debía seguir ascendiendo. La escalera terminaba en el quinto piso, delante de otra puerta metálica. Tocó el timbre y, a los pocos momentos, le saludaba la mujer con la que había hablado en el teatro la noche antes, la viuda del maestro.
El comisario estrechó la mano que ella le tendía, murmuró: «Permesso» y entró.
Si la mujer había dormido aquella noche, su semblante no lo demostraba. No estaba maquillada, y en la palidez de la cara se marcaban oscuras ojeras. Pero, a pesar de la fatiga, se apreciaba la estructura de una gran belleza que se conservaría hasta una edad avanzada, gracias a los altos pómulos; y a la nariz, que le daba un perfil que la gente siempre se volvería a mirar.
—Soy el comisario Brunetti. Anoche hablamos.
—Sí, ya recuerdo -respondió la mujer-. Por aquí, tenga la bondad. — Lo llevó por un pasillo hasta un estudio grande, con chimenea de rincón en la que ardía un fuego pequeño. Delante de la chimenea, dos sillones separados por una mesita. Ella le señaló uno de los sillones y se sentó en el otro. En la mesa, un cigarrillo encendido descansaba en un cenicero lleno. Detrás de la mujer había un ventanal por el que se veían los tejados ocre de la ciudad. Colgaban de las paredes muestras de lo que los hijos del comisario se empeñaban en llamar pintura «auténtica».
—¿Desea beber algo, dottor Brunetti? ¿O prefiere una taza de té? — Pronunciaba las frases en italiano como si las hubiera aprendido de memoria de una gramática, pero lo que a él le llamó la atención fue que conociera el tratamiento que tenía que darle.
—Le ruego que no se moleste, signora -respondió con no menor cortesía.
—Esta mañana han estado aquí dos de sus policías y se han llevado varias cosas. — Era evidente que su italiano no le permitía detallar los papeles retirados.
—¿Prefiere que hablemos en inglés? — preguntó él en esta lengua.
—Oh, sí -dijo ella, sonriendo por primera vez y haciéndole entrever lo que podía ser su belleza-. Será mucho más fácil para mí. — Su expresión se suavizó y desaparecieron algunas señales de crispación. Hasta su cuerpo pareció relajarse con la supresión de la dificultad del idioma-. He venido a Venecia pocas veces, y me avergüenzo de lo mal que hablo el italiano.
En otras circunstancias, él hubiera tenido que protestar y elogiar su dominio de la lengua. Pero ahora dijo:
—Signora, me doy cuenta de lo duro que esto ha de resultarle, y deseo expresar mi condolencia a usted y a su familia. — ¿Por qué las palabras con las que nos enfrentamos a la muerte parecen siempre tan pobres y tan falsas?-. Era un gran músico y su desaparición es una gran pérdida para el mundo de la música. Pero mucho mayor para usted. — Envarado y artificial, pero no sabía hacerlo mejor.
Observó que había varios telegramas al lado del cenicero, unos abiertos y otros, no. La mujer habría estado oyendo las mismas palabras durante todo el día, pero no lo dejó traslucir y dijo sencillamente: «Gracias.» Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del jersey, cogió uno y se lo llevó a los labios, entonces vio el que humeaba en el cenicero, arrojó el cigarrillo nuevo y el paquete a la mesa y tomó el del cenicero, aspiró profundamente el humo, lo retuvo durante mucho tiempo y lo exhaló con evidente desgana.
—Sí, en el mundo de la música se le llorará -dijo y, sin darle tiempo de percatarse de lo extraño de estas palabras, agregó-: Y aquí también. Aunque sólo había hecho un milímetro de ceniza, sacudió el cigarrillo y después se inclinó y frotó sus bordes contra el cenicero, como si fuera un lápiz al que quisiera afilar la punta.
El comisario sacó la libreta del bolsillo y la abrió por la página en la que había anotado una lista de los libros que quería leer. La noche antes, había observado que esta mujer era casi una belleza, y que, desde ciertos ángulos y a determinadas luces, podía llegar a serlo. A pesar del cansancio que hoy le velaba la cara aún era evidente esa belleza. Tenía ojos azules, muy separados y pelo rubio natural, que ahora llevaba recogido en un sencillo moño en la nuca.
—¿Ya saben qué lo mató? — preguntó.
—Esta mañana he hablado con el forense. Cianuro de potasio. Estaba en el café.
—Entonces, por lo menos, fue rápido.
—Sí -dijo él-. Prácticamente instantáneo. — Anotó algo en la libreta y preguntó-: ¿Conoce usted ese veneno?
Ella le lanzó una mirada rápida antes de contestar:
—Lo mismo que cualquier médico.
El comisario volvió la hoja.
—Dice el forense que no es fácil procurarse cianuro -mintió.
En vista de que ella no decía nada, preguntó:
—¿Cómo vio a su esposo anoche, signora? ¿Había algo extraño o peculiar en su comportamiento?
Frotando todavía la punta del cigarrillo contra el borde del cenicero, ella respondió:
—No; me pareció que estaba igual que siempre.
—¿Y cómo es igual que siempre, si me permite la pregunta?
—Un poco tenso, ensimismado. No le gustaba hablar antes de una función, ni durante los entreactos. No quería que nada lo distrajera.
Esto parecía normal.
—¿No lo vio anoche más nervioso de lo habitual?
Ella reflexionó un momento.
—Creo que no. A eso de las siete, salimos para el teatro. Fuimos andando. Está muy cerca. — Él asintió-. Yo me fui a mi butaca, a pesar de que era temprano. Los acomodadores me conocen de verme en los ensayos y me dejaron entrar. Helmut subió al camerino a cambiarse y a repasar la partitura.
—Perdón, signora, pero creo recordar haber leído en algún periódico que su esposo era famoso por dirigir sin partitura.
Ella sonrió.
—Oh, sí, dirigía sin partitura, pero la tenía en el camerino, y la repasaba antes de la función y en los entreactos.
—¿Por eso no quería ver a nadie durante los entreactos?
—Sí.
—Usted me dijo que anoche subió a la zona de bastidores para hablar con él. — Como ella no decía nada él insistió-: ¿Era eso normal?
—No, como le decía, no le gustaba hablar con nadie durante la representación. Decía que le distraía. Pero anoche me pidió que subiera después del segundo acto.
—¿Había alguien con ustedes cuando se lo pidió?
Ella dijo entonces con tono áspero:
—¿Quiere decir si tengo un testigo? — Él asintió-. No, dottor Brunetti, no tengo testigos. Pero me sorprendió.
—¿Por qué?
—Porque Helmut no solía... no sé cómo expresarlo... salirse de la rutina. Por eso me sorprendió que me pidiera que fuera a verle durante la función.
—¿Pero fue?
—Sí; fui.
—¿Por qué quería verla?
—No lo sé. Encontré a unos amigos en el salón de descanso y me paré a hablar con ellos unos minutos. Había olvidado que, durante la representación, no se puede llegar a los bastidores desde la platea sino que hay que subir a los palcos. Así que cuando por fin llegué al camerino, ya sonaba el segundo aviso que anunciaba el fin del descanso.
—¿Y habló con él?
Ella tardó en contestar.
—Sí, pero no pude decir más que hola y preguntar qué quería, porque entonces oímos... -Se interrumpió y apagó el cigarrillo, tomándose mucho tiempo y removiendo el cenicero con la colilla apagada. Por fin, la soltó y siguió hablando, pero con voz distinta-. Oímos el segundo aviso. No había tiempo de hablar. Le dije que le vería después de la función y volví a mi butaca. Llegué cuando se apagaban las luces. Esperé que subiera el telón y que siguiera la representación, pero usted ya sabe... ya sabe lo que ocurrió.
—¿Hasta entonces no sospechó que podía haber ocurrido algo?
Ella alargó la mano hacia el paquete y sacó otro cigarrillo. Brunetti le dio fuego con el encendedor que estaba encima de la mesa.
—Gracias -dijo ella, volviendo la cara para expulsar el humo.
—¿Hasta entonces no sospechó que ocurriera nada malo? — repitió.
—No.
—¿Había cambiado su marido en las últimas semanas? — Ella no respondía, y él insistió-: ¿Estaba nervioso, irritable?
—Ya había entendido la pregunta -dijo ella secamente, luego le miró, nerviosa, y agregó-: Perdone.
Brunetti pensó que sería preferible callar a darse por enterado de su disculpa.
La mujer meditó un momento y respondió:
—No; estaba como de costumbre. Siempre le había gustado La Traviata, y adoraba esta ciudad.
—¿Fueron bien los ensayos? ¿Hubo algún problema?
—Me parece que no le entiendo.
—¿Tuvo dificultades su esposo con alguna persona que interviniera en la función?
—Que yo sepa, no -respondió ella al cabo de un momento.
Brunetti decidió que había llegado el momento de llevar sus preguntas a una esfera más personal. Pasó unas hojas de la libreta, miró sus anotaciones y preguntó:
—¿Quién vive en esta casa, signora?
Si el brusco cambio de tema la había sorprendido, no lo exteriorizó:
—Mi marido y yo, y una criada.
—¿Cuánto hace que trabaja para ustedes la criada?
—Ha trabajado para Helmut unos veinte años, creo. Yo la conocí cuando vine a Venecia por primera vez.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace dos años.
—¿Sí? — la animó él.
—Ella vive todo el año en el apartamento, aunque nosotros no estemos. No estuviéramos -rectificó inmediatamente.
—¿Cómo se llama?
—Hilda Breddes.
—¿No es italiana?
—No; belga.
Él tomó nota.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados usted y el maestro?
—Dos años. Nos conocimos en Berlín, donde yo trabajaba.
—¿Cómo fue?
—Él dirigía Tristan. Yo subí a la zona de bastidores con unos amigos que también eran amigos de él. Después de la función, nos fuimos a cenar todos juntos.
—¿Cuánto tardaron en casarse?
—Unos seis meses. — Ella se afanaba otra vez en afilar el cigarrillo.
—Dice usted que trabajaba en Berlín, pero es húngara. — Ella no respondió y él insistió-: ¿No es verdad?
—Sí; soy húngara por nacimiento, pero súbdita alemana. Mi primer marido, como usted ya debe de saber, era alemán, y yo adquirí su nacionalidad cuando nos trasladamos a Alemania, después de la boda.
Aplastó el cigarrillo y miró a Brunetti, como indicando que en adelante dedicaría toda la atención a contestar sus preguntas, cosa que sorprendió al comisario, ya que ésas eran cuestiones de dominio público. Todas sus respuestas acerca de sus matrimonios se ajustaban a la verdad; lo sabía, porque Paola, adicta incorregible a las revistas del corazón, le había puesto en antecedentes aquella mañana.
—¿No es insólito? — preguntó.
—¿Insólito, el qué?
—Que fuera usted autorizada a trasladarse a Alemania y adoptar la nacionalidad alemana.
Ella sonrió, pero a él no le pareció ésta una sonrisa divertida.
—No tan insólito como parecen pensar ustedes, en occidente. — ¿Era desdén?-. Yo era una mujer casada, casada con un alemán. Su trabajo en Hungría había terminado y él regresaba a su país. Yo solicité permiso para ir con mi marido y me fue concedido. Tampoco bajo el régimen anterior éramos salvajes. Para los húngaros, la familia es muy importante. — Por su forma de decirlo, Brunetti dedujo que debía de creer que para los italianos era de importancia mínima.
—¿Es el padre de su hija?
La pregunta la sorprendió claramente.
—¿Quién?
—Su primer marido.
—Sí. — Ella alargó la mano hacia los cigarrillos.
—¿Vive todavía en Alemania? — preguntó Brunetti mientras le daba fuego, a pesar de que sabía que daba clases en la Universidad de Heidelberg.
—Así es.
—¿Es cierto que, antes de casarse con el maestro, era usted médico?
—Comisario -empezó ella con una voz tensa en la que vibraba una irritación mal disimulada-, yo sigo siendo médico y siempre lo seré. En este momento no ejerzo, pero no por ello dejo de ser médico.
—Mis disculpas, doctora -dijo Brunetti, lamentando sinceramente su estupidez. Cambió de tema rápidamente-: ¿Su hija vive aquí con usted?
Él vio el maquinal movimiento de la mano hacia el paquete de cigarrillos y observó cómo la mujer rectificaba y tomaba el que ardía en el cenicero.
—No; vive en Munich, con sus abuelos. Sería muy difícil para ella asistir a una escuela extranjera, y decidimos que estudiara en Munich.
—¿Con los padres de su primer marido?
—Sí.
—¿Cuántos años tiene su hija?
—Trece.
Los mismos que tenía Chiara, la hija del comisario, quien comprendió lo duro que sería obligarla a ir al colegio en un país extranjero.
—¿Piensa volver a ejercer la medicina?
Ella tardó en responder.
—No lo sé. Quizá. Me gusta curar a la gente. Pero aun es pronto para pensar en eso.
Brunetti inclinó la cabeza en muda señal de aprobación.
—Si me permite, signora, y me disculpa, desearía preguntar si tiene alguna idea de las disposiciones financieras adoptadas por su esposo.
—¿Quiere decir qué va a pasar con el dinero? — Una formulación extraordinariamente escueta y directa.
—Sí.
Ella respondió con rapidez:
—Sólo sé lo que me dijo Helmut. No teníamos un pacto formal por escrito como los que hoy suelen firmar las parejas al casarse. — Había en su tono cierto desdén-. Creo que cinco personas heredarán sus bienes.
—¿Y son?
—Los hijos que tuvo en sus matrimonios anteriores. Tuvo uno con su primera esposa y tres con la segunda. Y yo.
—¿Y su hija?
—No -respondió ella inmediatamente-. Sólo sus hijos biológicos.
A Brunetti le pareció natural que un hombre quisiera dejar su dinero a los hijos engendrados por él.
—¿Tiene idea de la cuantía de la herencia? — Las viudas, generalmente, estaban enteradas de esto pero solían decir que no lo sabían.
—Creo que es mucho dinero. Pero su agente o su apoderado podrán darle más detalles que yo. — Curiosamente, al comisario le pareció que ella no lo sabía. Y lo más curioso era que no parecía interesarle.
Las señales de fatiga que había observado en ella al entrar se habían acentuado durante la conversación. Sus hombros estaban más caídos y el rictus de su boca era más profundo.
—Sólo un par de preguntas más -dijo él.
—¿Quiere beber algo? — Resultaba evidente que su cortesía era meramente un formulismo.
—No, muchas gracias. Le hago las preguntas y me marcho.
Ella movió la cabeza de arriba abajo con cansancio, como si supiera que en realidad éstas eran las preguntas que había venido a hacerle.
—Signora, desearía que habláramos de su relación con su esposo. — Observó cómo ella se retraía, y apuntó-: La diferencia de edad era considerable.
—Sí.
Él guardó silencio, esperando. Finalmente ella dijo con una naturalidad que encontró admirable:
—Helmut tenía treinta y siete años más que yo. — Entonces era varios años mayor de lo que él había calculado, aproximadamente de la edad de Paola, y Wellauer tenía sólo ocho años menos que el abuelo de Brunetti. Le pareció extraña la idea, y trató de no demostrarlo. ¿Qué vida era la de esta mujer, con un marido casi dos generaciones mayor que ella? Vio que ella se revolvía, incómoda, bajo su intensa mirada y desvió los ojos durante un momento, como pensando en la manera de formular su siguiente pregunta:
—¿Esa diferencia de edad era causa de alguna dificultad? — Qué transparente era la nube de eufemismos que rodeaba siempre estos matrimonios. Aunque cortés, en el fondo, la pregunta era una impertinencia, y estaba avergonzado.
El silencio fue ahora muy largo, y Brunetti no supo si traducía repugnancia ante su curiosidad o irritación por el artificio del planteamiento. Con súbito cansancio, ella dijo:
—La diferencia de edad hacía que tuviéramos distintos conceptos de la vida, pero me casé con él porque estaba enamorada. — El instinto le dijo a Brunetti que lo que acababa de oír era la verdad, pero se daba cuenta de que ella había hablado sólo en singular. Por delicadeza, se abstuvo de pedir que subsanara la omisión.
En señal de que había terminado, Brunetti cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.
—Gracias, signora. Ha sido muy amable al recibirme en estos momentos. — Se interrumpió, para no volver a caer en el eufemismo o el tópico-. ¿Ha hecho los preparativos para el funeral?
—Mañana. A las diez. En San Moisé. Helmut adoraba esta ciudad y siempre deseó tener el privilegio de ser enterrado aquí.
Por lo poco que Brunetti había leído u oído contar del director, imaginaba que, para el muerto, un privilegio era algo que sólo él podía otorgar, pero quizá Venecia poseía la majestad suficiente como para erigirse en la excepción.
—Espero que no tenga inconveniente en que yo asista.
—Claro que no.
—Tengo una última pregunta, también dolorosa. ¿Conoce a alguien que pudiera desear causar daño a su esposo? Alguien con quien hubiera discutido, a quien tuviera razones para temer.
Su sonrisa fue leve, pero fue una sonrisa.
—¿Quiere decir si sé de alguien que deseara su muerte?
Brunetti asintió.
—Su carrera ha sido muy larga, y estoy segura de que él habrá ofendido a mucha gente. Algunos lo detestaban, seguro. Pero no puedo pensar en nadie capaz de hacer una cosa así. — Distraídamente, pasó el dedo por el brazo del sillón-. Y nadie que ame la música puede haberlo hecho.
Él se levantó y le tendió la mano.
—Gracias, signora, por su tiempo y su paciencia. — Ella se levantó y le estrechó la mano-. Le ruego que no se moleste -dijo él, dando a entender que ya encontraría la salida por sí mismo. Ella rechazó la sugerencia con un movimiento de cabeza y lo llevó por el pasillo. En la puerta, volvieron a estrecharse la mano, sin decir nada. Él salió insatisfecho, sin saber si la única razón de su desasosiego eran las fórmulas de cortesía y las banalidades que había dicho o algo que no había sabido captar, por torpe.
CAPÍTULO X
Había oscurecido mientras él estaba en la casa. Era el súbito anochecer de principios del invierno, que acentuaba la desolación que envolvía la ciudad hasta la llegada de la primavera. Decidió no volver al despacho, para no tener que enfadarse si no había llegado todavía el informe del laboratorio. No sentía ningún interés por releer el dossier enviado por los alemanes. Mientras caminaba, pensó en lo poco que había averiguado acerca del muerto. No; en realidad, tenía mucha información, pero inconexa, formal, impersonal. Un genio, un misántropo, ídolo del mundo de la música, un hombre del que podía enamorarse una mujer a la que doblaba la edad, pero también un hombre de personalidad huidiza. Brunetti conocía algunos hechos, pero no tenía idea de la realidad. Siguió andando, mientras repasaba los medios que le habían permitido adquirir la información. Disponía de los recursos de la Interpol, contaba con la plena colaboración de la policía alemana y tenia autoridad suficiente para recurrir a todo el sistema policial de Italia. Pero, evidentemente, la forma más segura de conseguir información fiable sobre el hombre era acudir a la fuente infalible: el chismorreo.
Sería una exageración decir que Brunetti detestaba a los padres de Paola, los condes de Falier, pero también lo sería afirmar que los adoraba. Le intrigaban del mismo modo que una pareja de garzas reales intrigaría al que está acostumbrado a dar de comer a las palomas del parque. Pertenecían a una especie rara y elegante, y Brunetti, al cabo de casi dos décadas de conocerlos, reconocía que tenía sentimientos ambivalentes acerca de su inevitable extinción.
La estirpe del conde de Falier, que entre sus antepasados por línea materna, contaba dos dux, se remontaba al siglo X. Posados en las ramas de su árbol genealógico había varios cruzados, uno o dos cardenales, un compositor de segunda fila y el antiguo embajador de Italia en la corte del rey Zog de Albania. La madre de Paola era florentina, y su familia, que se había trasladado a Venecia poco después de venir ella al mundo, se preciaba de descender de los Médicis y, en esa especie de ajedrez genealógico que posee una extraña fascinación para la gente de su esfera, oponía a los dux de su marido, un papa y un magnate de la industria textil; al cardenal, un primo del Petrarca; al compositor, un famoso castrato (que, lamentablemente, no había dejado descendencia) y, al embajador, el banquero de Garibaldi.
El palazzo había pertenecido a los Falieri durante por lo menos tres siglos. Era un vasto caserón situado a orillas del Gran Canal prácticamente imposible de calentar en invierno y cuyo inminente desmoronamiento era demorado por los constantes cuidados de una legión de carpinteros, fontaneros y electricistas que secundaban entusiásticamente al conde de Falier en la perpetua batalla de los venecianos contra las fuerzas inexorables del tiempo, el agua y la contaminación.
Brunetti nunca se había detenido a contar las habitaciones del palazzo, y tenía escrúpulos en preguntar cuántas eran. Sus cuatro plantas estaban rodeadas de canales por tres lados y la parte trasera se apoyaba en el muro de una iglesia desconsagrada. Él sólo ponía los pies en casa de sus suegros en los días señalados: en Nochebuena, cuando iban a comer pescado e intercambiar regalos; en la onomástica del conde Orazio, fecha en la que comían faisán y volvían a hacer regalos, y en la fiesta del Redentor, en la que comían pasta fagioli y contemplaban los fuegos artificiales que se elevaban sobre la piazza San Marco. A sus hijos les encantaba visitar a los abuelos en estas ocasiones, y el comisario sabía que iban otras veces durante el año, ya solos, ya con su madre. Él quería creer que era por el palazzo y por las posibilidades de exploración que ofrecía, pero tenía la mortificante sospecha de que los chicos querían a sus abuelos y disfrutaban de su compañía, dos fenómenos que desconcertaban por completo a Brunetti.
El conde se dedicaba a las «finanzas». Durante los diecisiete años que Brunetti llevaba casado con Paola, ésta era la única descripción que había oído de las actividades de su suegro. No se decía «financiero» por la connotación laboral del término, que sugería funciones como la de contar dinero y acudir a un despacho. No; el conde operaba en «finanzas» del modo en que los De Beers operaban en «minas» y Von Thyssen en «aceros».
La condesa operaba en «sociedad», es decir, asistía a los estrenos de los cuatro grandes teatros de ópera de Italia, organizaba conciertos a beneficio de la Cruz Roja Italiana y todos los años, con motivo de los Carnavales, daba un baile de máscaras para cuatrocientas personas.
Brunetti, en su calidad de comisario de policía, ganaba poco más de tres millones de liras al mes, suma, calculaba, sólo ligeramente superior a lo que su suegro pagaba mensualmente por amarrar su barco delante del palazzo. Hacía una década, el conde había intentado convencer a Brunetti para que dejara la policía e iniciara una carrera en la banca bajo sus auspicios. Repetía constantemente que Brunetti no debería pasar la vida en compañía de evasores de impuestos, maridos que pegaban a la mujer, chulos, ladrones y pervertidos. Sus ofrecimientos cesaron bruscamente una Navidad en que, agotada la paciencia, Brunetti comentó que, si bien él y el conde parecían trabajar con la misma clase de personas, a él, por lo menos, le cabía el consuelo de arrestarlas, mientras que el conde se veía en la obligación de invitarlas a cenar.
Así que aquella noche Brunetti se sentía un poco nervioso cuando preguntó a Paola si podrían asistir a la fiesta que daban sus padres la noche siguiente para celebrar la inauguración de una exposición de Impresionistas Franceses en el Palacio del Dux.
—¿Y tu cómo te has enterado de la fiesta? — preguntó Paola con asombro.
—Lo he leído en el periódico.
—Una fiesta de mis padres, y te enteras por el periódico. — Esto parecía ofender el tradicionalista concepto de la familia de Paola.
—Sí. ¿Se lo preguntarás?
—Guido, generalmente, tengo que amenazarte para que cenes con ellos en Nochebuena y ahora te empeñas en ir a una de sus fiestas. ¿Por qué?
—Porque quiero hablar con la clase de gente que asiste a esa clase de cosas.
Paola, que estaba corrigiendo los ejercicios de sus alumnos cuando él entró, dejó el rotulador y le obsequió con la mirada que solía reservar para las más brutales agresiones al lenguaje. Aunque éstas no escaseaban en los ejercicios que tenía delante, no estaba acostumbrada a oírlas de labios de su marido. Le miró largamente y formuló una de las respuestas que él admiraba tanto como temía.
—Dudo que pudieran rehusar, habida cuenta de la elegancia de tu petición -dijo, tomó el rotulador y siguió corrigiendo.
Era tarde, y él comprendió que estaba cansada, por lo que se acercó al mostrador y se puso a preparar café.
—Sabes que si ahora tomas café no dormirás -dijo ella, adivinando lo que hacía por el ruido.
Él pasó por su lado, le revolvió el pelo y dijo:
—Ya buscaré con qué entretenerme.
Ella dio un gruñido, tachó una frase y preguntó:
—¿Por qué quieres conocerlos?
—Para enterarme de cosas acerca de Wellauer. He leído que era un genio, que hizo una brillante carrera y que se casó tres veces, pero no tengo una idea clara de la clase de hombre que era.
—¿Y piensas que la clase de gente -dijo ella subrayando la expresión- que asiste a las fiestas de mis padres lo sabrá?
—Me interesa su vida privada, y esa gente debe de estar al corriente de las cosas que yo quiero saber.
—Esas cosas puedes leerlas en STOP. — No dejaba de asombrarle que una persona que daba clases de literatura inglesa en la universidad estuviera tan versada en prensa amarilla.
—Paola, yo quiero averiguar cosas que sean verdad. STOP es una de esas revistas en las que puedes leer perfectamente que la madre Teresa ha abortado.
Su mujer gruñó y volvió la hoja, dejando un rastro de marcas azules de trazo nervioso.
Él abrió el frigorífico, sacó una botella de leche, vertió un poco en un perol y lo puso a calentar. Sabía por larga experiencia que ella se negaría a tomar café, por más leche que le echara, aduciendo que le impediría dormir. pero, cuando él se hubiera preparado su taza, ella se pondría a dar sorbos y acabaría por beber más de la mitad, y luego dormiría como un leño. Sacó del armario la bolsa de las galletas que compraban para los niños y atisbó en su interior, para ver cuántas quedaban.
Cuando el café hubo subido, lo echó en una taza, agregó la leche, le puso menos azúcar del que a él le gustaba y se sentó frente a Paola. Distraídamente, concentrada todavía en el ejercicio que tenía delante, ella alargó la mano y bebió un sorbo de café antes de que él pudiera probarlo. Cuando dejó la taza en la mesa, él la asió firmemente pero no la levantó. Ella volvió otra página, y quiso coger la taza otra vez, pero al ver que él no la soltaba lo miró.
—¿Eh? — hizo.
—No, hasta que me prometas que llamarás a tu madre. Ella trató de quitarle la mano y, al no conseguirlo, le escribió en ella con el rotulador una palabra gruesa.
—Tendrás que llevar traje oscuro.
—Siempre llevo traje oscuro cuando voy a casa de tus padres.
—Y nunca pareces contento de llevarlo.
—De acuerdo -sonrió él-. Lo llevaré y pareceré contento. ¿Llamarás a tu madre?
—La llamaré -concedió ella-. Pero lo del traje oscuro es en serio.
—Sí, tesoro -lisonjeó el marido. Empujó la taza hacia ella, que tomó otro sorbo. Entonces sacó una galleta de la bolsa y la mojó en el café.
—Qué asco -dijo ella, y después sonrió.
—Un simple campesino -reconoció él, metiéndose la galleta en la boca.
Paola no solía hablar de lo que había sido su infancia en el palazzo, con una nanny inglesa y un montón de criados, pero Guido suponía que allí no le permitían mojar las galletas en la leche. Esto le parecía un grave fallo en su educación y había insistido en que a sus hijos les fuera permitido. Ella accedió, a regañadientes. Ni el chico ni la chica, Brunetti no se cansaba de observarlo, mostraban señales de grave decadencia moral ni física a causa de esta costumbre.
Por la manera en que su mujer garabateaba un apresurado comentario al pie de una página, el comisario comprendió que estaba a punto de agotar la paciencia.
—Estoy tan cansada de tanta zafiedad, Guido -dijo tapando el rotulador y arrojándolo sobre la mesa-. Preferiría tratar con asesinos. A ésos por lo menos puedes castigarlos.
El café se había terminado, si no él le hubiera acercado la taza. En su lugar, sacó del armario una botella de grappa. Era el único consuelo que tenía a mano.
—Magnífico -dijo ella-. Primero, café y, ahora, grappa. No podremos dormir en toda la noche.
—¿Quieres que probemos de mantenernos despiertos el uno al otro? — preguntó él, y su mujer se puso colorada.
CAPITULO XI
A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura a las ocho, con los periódicos del día, que repasó rápidamente. Pocas novedades; la víspera se había dicho casi todo. Las notas biográficas eran más extensas y la exigencia de que se llevara al asesino ante los jueces, más perentoria, pero nada que Brunetti no supiera o esperara.
Encima de la mesa estaba el informe del laboratorio. Las únicas huellas dactilares que había en la taza, en la que se habían encontrado restos de cianuro de potasio, eran las de Wellauer. En el camerino había docenas de huellas, demasiadas para un análisis. El comisario decidió no tomar huellas a nadie. Puesto que en la taza no había más que las de Wellauer, no tenía objeto identificar todas las que se habían encontrado en el camerino.
Además del informe de las huellas había una lista de los artículos que se habían encontrado en el camerino. Brunetti recordaba haber visto la mayoría de ellos: la partitura de La Traviata, con anotaciones en la angulosa letra del director; un peine, un billetero, dinero; la ropa que tenía puesta y la ropa del armario; un pañuelo y una caja de pastillas de menta. También había un Rolex Oyster, una pluma y una libretita de direcciones.
Los policías que habían ido a echar una mirada a la casa del director -no podía llamársele registro- habían redactado un informe, pero como no tenían idea de lo que tenían que buscar, Brunetti no confiaba mucho en que su informe revelara algo de interés o de importancia. De todos modos, lo leyó cuidadosamente.
El maestro mantenía en Venecia un vestuario muy completo para un hombre que sólo pasaba en la ciudad unas semanas al año. Brunetti se admiró de la precisión con que se había tomado nota de la indumentaria: «Chaqueta cruzada de cachemir negro (Duca D'Aosta); jersey cobalto y pardo oscuro, talla 52 (Missoni)...» Durante un momento, se preguntó si no se habría equivocado y se encontraba en una boutique de Valentino en lugar de la jefatura de policía. Hojeó el informe y al final, tal como temía, encontró las firmas de Alvise y Riverre, los mismos agentes que, hacía un año, habían escrito acerca de un cadáver que había sido sacado del mar en el Lido: «Al parecer, ha muerto por asfixia.»
Volvió al informe. Por lo visto, la signora no compartía la afición del difunto por la ropa. Y Alvise y Riverre no parecían tener un gran concepto de su gusto. «Botas Varese, un solo par. Abrigo negro de lana, sin etiqueta.» Lo que sí parecía haberles impresionado era la biblioteca, que calificaban de «extensa, en tres idiomas, uno de los cuales parece húngaro».
Pasó otra página. Había en el apartamento dos habitaciones para invitados, con sendos cuartos de baño. Toallas limpias, armarios vacíos, jabón Christian Dior.
No había ni rastro de la hija de la signora Wellauer; en el informe nada indicaba la presencia en la casa del tercer miembro de la familia. Ninguna de las dos habitaciones contenía ropa, ni libros ni objetos que pudieran pertenecer a una adolescente. Brunetti, que en su casa tropezaba por todas partes con pruebas de la existencia de su hija, pensó que esto era muy extraño. Su madre había dicho que iba al colegio en Munich. Pero tenía que ser una niña muy rara vara haberse llevado todas sus pertenencias.
Había una descripción de la habitación de la criada belga, que los dos policías habían encontrado amueblada con una sencillez excesiva, y de la propia criada, a la que calificaban de reservada pero servicial. La última habitación que se describía era el despacho del maestro, en el que habían encontrado «documentos». Al parecer, algunos de éstos habían sido traídos a la questura y revisados por la traductora de alemán, que en un anexo explicaba que la mayoría eran contratos y papeles comerciales. Se había examinado un dietario, y se lo había desestimado por su escasa importancia.
Brunetti decidió ir en busca de los dos autores del documento y ahorrarse con ello la irritación de tener que esperar a que ellos acudieran a su despacho en respuesta a su llamada. Como eran casi las nueve, sabía que los encontraría en el bar situado calle abajo, al otro lado del Ponte dei Greci. No era la hora en sí sino la circunstancia de que fuera antes de mediodía lo que hacía obligada tal conclusión.
Si bien Brunetti siempre temía que le asignaran a estos dos hombres en las investigaciones que tenía a su cargo, no podía evitar sentir por ellos un cierto afecto. Alvise era un tipo fornido, de cuarenta y tantos años, casi una caricatura del típico siciliano de tez oscura, a pesar de ser de Tarvisio, una población situada cerca de la frontera austriaca. Estaba considerado como el especialista de la questura en música moderna, porque en una ocasión, hacía quince años, Mina, la mítica reina de la canción italiana, le había firmado un programa. Con los años, a fuerza de repeticiones, el hecho había ido hinchándose y expandiéndose -lo mismo que la propia Mina-, tanto que ahora Alvise daba a entender, con el brillo del deseo satisfecho en los ojos, que entre ellos hubo mucho más, sin que pareciera importarle que la cantante fuera un palmo más alta que él y ahora tuviera casi el doble de su perímetro.
Riverre, su compañero, era un palermitano pelirrojo cuyo interés parecía concentrarse en el fútbol y las mujeres, por este orden. Hasta el momento, el punto culminante de su vida era haber sobrevivido al cataclismo del estadio de Bruselas. Alternaba el relato de lo que había hecho allí, antes de la llegada de la policía belga, con la enumeración de sus conquistas, generalmente, extranjeras que, según él, caían como espigas de trigo ante la guadaña de su encanto personal.
Brunetti los encontró apoyados en el mostrador del bar, tal como esperaba. Riverre leía el periódico deportivo y Alvise charlaba con Arianna, la dueña del bar. Ninguno de los dos advirtió la llegada del comisario hasta que éste se acercó a la barra y pidió un café. Entonces, Alvise le sonrió y Riverre apartó su atención del periódico el tiempo justo para saludar a su superior.
—Otros dos cafés, Arianna -dijo Alvise-, ponga los tres a mi cuenta.
Brunetti sabía que esto era una maniobra dirigida a hacerle sentirse en deuda. Cuando llegaron los tres cafés, Riverre se había acercado, y el periódico, como por arte de magia, se había convertido en un dossier azul que ahora estaba abierto en el mostrador.
Brunetti se echó dos terrones de azúcar y removió el café con la cucharilla.
—¿Ustedes dos fueron a la casa del maestro?
—Sí, señor -respondió Alvise con rapidez.
—¡Y vaya una casa! — terció Riverre.
—He leído el informe.
—Arianna, trae unos brioches.
—Lo he leído con gran interés.
—Gracias, señor.
—Sobre todo, sus comentarios sobre la ropa. Por lo visto, no les gustan los trajes ingleses.
—No, señor -dijo Riverre que, como de costumbre, no había captado la intención-. Opino que el pantalón es demasiado ancho.
Alvise fue a acercarse la carpeta y, como quien no quiere la cosa, dio un codazo a su compañero, quizá con más fuerza de la necesaria.
—¿Algo más, señor?
—Sí. ¿Encontraron algún indicio de la presencia de la hija de la signora Wellauer?
—¿Hay una hija, señor? — Esto, naturalmente, tenía que venir de Riverre.
—Es lo que pregunto. ¿Vieron algo que indicara que en la casa viviera una niña? ¿Libros? ¿Ropa?
Los dos hombres adoptaron una actitud pensativa. Riverre miraba al vacío, que él parecía tener más cerca que nadie, y Alvise se contemplaba los zapatos, con las manos hundidas en los bolsillos del uniforme. Dejaron transcurrir el minuto de rigor antes de responder al unísono:
—No, señor -como si lo tuvieran ensayado.
—¿Nada en absoluto?
Otra vez, sendos alardes de reflexión y la respuesta simultánea:
—No, señor.
—¿Hablaron con la criada belga?
Riverre puso los ojos en blanco a la mención de la criada, dando a entender que el tiempo pasado con semejante estantigua era tiempo perdido, aunque fuera extranjera. Alvise se limitó a un escueto:
—Sí, señor.
—¿Les dijo algo que pudiera ser importante?
Riverre aspiró, preparándose para contestar, pero su compañero se le adelantó:
—Decir, no dijo nada, señor. Pero me dio la impresión de que la signora Wellauer le desagrada.
Riverre no podía dejar pasar la ocasión y preguntó con una sonrisa tétrica:
—¿Qué puede haber ahí que desagrade? — haciendo hincapié en el «ahí».
Brunetti le miró fríamente y preguntó a su compañero:
—¿Por qué?
—Nada en concreto -empezó Alvise. Riverre resopló. Poco había durado el efecto de la mirada.
—Como le decía, señor, no es nada concreto, pero parecía mucho más reservada cuando estaba delante la signora. Aunque ya es difícil, porque tampoco con nosotros es que estuviera muy comunicativa. Pero no sé, parecía más fría, sobre todo, cuando tenía que dirigirse a ella.
—¿Y cuándo fue eso?
—Cuando llegamos. Preguntamos si podíamos echar una mirada al apartamento y a las cosas del maestro. Por su manera de contestarnos, me refiero a la signora, me pareció que la idea no le hacía ninguna gracia. Pero nos dijo que sí, y entonces llamó a la criada y le pidió que nos acompañara. Fue entonces, cuando hablaban ellas dos, cuando la criada me pareció, no sé, retraída. Después, con nosotros, estuvo más normal. No es que nos demostrara una gran simpatía; al fin y al cabo, es belga. Pero estaba como más relajada que con ella.
—¿Volvieron ustedes a hablar con la signora?
—Al marcharnos, señor, cuando ya teníamos los papeles. No le gustó que nos los lleváramos. Fue sólo una mirada, pero es la impresión que nos dio. Le preguntamos si podíamos llevárnoslos. Teníamos que preguntárselo, es el reglamento.
—Sí, ya lo sé -respondió Brunetti-. ¿Algo más?
—Sí -intervino Riverre.
—¿Qué?
—No le importó que mirásemos la ropa y los armarios. Hizo que nos acompañara la criada. Pero cuando entramos en la otra habitación, entonces vino ella con nosotros y dijo a la criada que esperase fuera. No le gustaba que mirásemos aquello, señor, papeles y demás.
—¿Y qué clase de papeles eran?
—Parecían cosas oficiales, señor. Estaba todo en alemán y lo trajimos aquí para que los tradujeran.
—Sí, ya he visto el informe. ¿Y qué ha pasado con los papeles después de traducidos?
—No lo sé, señor -respondió Alvise-. O los tiene todavía la traductora o han sido devueltos.
—Riverre, ¿quiere enterarse, por favor?
—¿Ahora, señor?
—Sí, ahora.
—Sí, señor. — El agente esbozó algo parecido a un saludo y se separó del bar con deliberada lentitud.
—Eh, Riverre -dijo el comisario, y Riverre dio media vuelta, con la esperanza de ahorrarse el paseo hasta la questura y los dos tramos de escaleras-. Si los papeles todavía están aquí, que los suban a mi despacho.
Brunetti tomó uno de los brioches que estaban en el plato, lo mordió e hizo seña a Arianna de que le pusiera otro café.
—¿Observó algo más mientras estaban en la casa? — preguntó a Alvise.
—¿Como qué, señor? — Como si no pudieran haber visto más que aquello que habían sido enviados a buscar.
—No sé, algo. Antes se ha referido a la tensión que había entre las dos mujeres. ¿Hizo algo extraño alguna de ellas?
Alvise reflexionó, dio un mordisco a un brioche y respondió:
—No, señor -Al ver la decepción de Brunetti, agregó-: Sólo cuando nos llevamos los papeles.
—¿Tiene idea del porqué?
—No, señor. Sólo sé que estaba diferente de cuando mirábamos sus efectos personales, como si eso no importara. Yo imagino que a la gente no ha de gustarle que alguien ande husmeando en las ropas de otra persona. Pero los papeles no son más que papeles. — Al ver que su último comentario había despertado claramente el interés de Brunetti, se sintió más comunicativo-. Quizá se deba a que él era un genio. Claro que yo de esa música no entiendo. — Brunetti se preparó para lo inevitable-. La única cantante a la que conozco personalmente es Mina, y ella nunca ha cantado con el maestro. Pero, como le decía, siendo él tan famoso, esos papeles debían de ser importantes. Tal vez en ellos había cosas acerca de, en fin, ya sabe música.
Entonces volvió Riverre.
—Lo siento, señor, pero los papeles han sido devueltos.
—¿Cómo? ¿Por correo?
—No, señor. Los llevó personalmente la traductora. Dijo que probablemente la viuda los necesitaría.
Brunetti se apartó de la barra, sacó el billetero y puso diez mil liras encima del mostrador antes de que sus dos uniformados acompañantes pudieran protestar.
—Gracias, señor -dijeron ambos.
—No hay de qué.
Cuando dio media vuelta para marcharse, ninguno de los dos hizo señal de querer acompañarle, pero ambos saludaron.
El portero le dijo que el vicequestore Patta quería verlo inmediatamente en su despacho.
—Gesú Bambino -musitó Brunetti para sí, expresión que había aprendido de su madre, quien, al igual que él, sólo la utilizaba cuando se sentía a punto de perder los estribos.
Llamó a la puerta de su jefe y esperó puntillosamente voz de «Avanti!» antes de entrar. Tal como esperaba, encontró a Patta instalado detrás del escritorio, con una colección de carpetas abiertas ante sí. Durante un momento, su superior no se dio por enterado de su presencia y siguió leyendo el papel que tenía en la mano. Brunetti se dedicó contemplar las huellas de una antigua pintura al fresco con la que en otro tiempo se había adornado el techo. Patta levantó la mirada bruscamente, fingió sorpresa al ver allí a Brunetti y preguntó:
—¿Dónde estamos?
Brunetti imitó la aparente perplejidad de Patta, como si la pregunta le pareciera extraña pero prefiriera disimular.
—En su despacho, señor.
—No, no, ¿dónde estamos en la investigación del caso? — Señaló una de las sillas doradas colocadas delante del escritorio, tomó la pluma y se puso a golpear con ella la mesa.
—He hablado con la viuda y con dos de las personas que estuvieron en el camerino. He hablado con el forense y conozco la causa de la muerte.
—Todo eso ya lo sé -dijo Patta, acelerando el ritmo de los golpecitos y sin hacer ningún esfuerzo por disimular su irritación-. En otras palabras, ¿no ha descubierto nada importante?
—Sí, señor; creo que así es.
—Mire, Brunetti, he pensado mucho en esta investigación y creo que sería conveniente retirarle a usted del caso. — La voz de Patta estaba cargada de amenaza, como si se hubiera pasado la noche leyendo a Maquiavelo.
—Sí, señor.
—Imagino que podría encomendarlo a otro. Quizá entonces empezáramos a adelantar.
—Me parece que Mariani está disponible en este momento.
Patta tuvo que recurrir a todo su poder de autodominio para no hacer una mueca de desagrado al oír nombrar al más joven de los otros dos comisarios de policía, hombre de carácter intachable y estupidez impenetrable, que había conseguido el nombramiento como parte de la dote de su esposa, sobrina del anterior alcalde de la ciudad. Brunetti sabía que su otro colega estaba investigando el tráfico de drogas en el puerto de Marghera.
—O quizá podría encargarse de la investigación usted mismo -apuntó, agregando con irritante demora-: señor.
—Por supuesto, siempre cabe esa posibilidad -dijo Patta, que, o no captó la falta de respeto u optó por hacer caso omiso. Sacó del cajón de la mesa un paquete de cigarrillos rusos de papel oscuro e insertó uno en su boquilla de ónice. Qué bonito, pensó Brunetti, el color hace juego y todo-. Le he hecho venir porque he recibido varias llamadas telefónicas de la prensa y de Altos Cargos -dijo, recalcando las mayúsculas-. Y están muy preocupados por la falta de resultados de sus investigaciones. — Ahora recalcó el «sus» para que no hubiera duda de a quién se refería. Expulsó el humo delicadamente y miró a Brunetti sin pestañear-. ¿Me ha oído? No están satisfechos.
—Es natural, señor. Tengo a un genio muerto y nadie a quien echar la culpa.
¿Eran figuraciones, o había visto a Patta mover los labios repitiendo la frase en silencio, preparándose quizá para dejarla caer él mismo a la hora del almuerzo?
—Sí, exactamente -dijo Patta. Sus labios volvieron a moverse-. Nadie a quien echar la culpa. — Su voz se hizo más grave-: Quiero que esto cambie. Quiero tener a quien echar la culpa.
Brunetti nunca había oído a su jefe expresar su concepto de la justicia con tanta claridad. Quizá el propio Brunetti dejara caer esta frase a la hora del almuerzo.
—De ahora en adelante, Brunetti, quiero un informe por escrito encima de mi mesa cada mañana antes de las... -hizo una pausa, tratando de recordar a qué hora se abría el despacho-...las ocho -dijo, acertando.
—Sí, señor. ¿Eso es todo? — A Brunetti le era indiferente que el informe tuviera que ser oral o escrito; no tendría nada que decir hasta que pudiera hacerse una idea más clara de la personalidad del asesinado. Ahí estaba siempre la respuesta, se tratara o no de un genio.
—No; eso no es todo. ¿Qué piensa hacer hoy?
—Ir al funeral. Es dentro de veinte minutos. Y quiero revisar personalmente sus papeles.
—¿Y nada más?
—Nada más, señor.
—No me sorprende que no adelantemos nada -bufó Patta.
Esto parecía señalar el fin de la entrevista, y Brunetti se encaminó hacia la puerta, mientras se preguntaba cuánto trecho podría recorrer antes de que Patta le recordara lo del informe por escrito. Calculó que aún le quedaban tres pasos para llegar a la puerta cuando oyó:
—No lo olvide, a las ocho de la mañana.
La conversación con Patta impidió a Brunetti llegar a la iglesia de San Moisé hasta casi las diez. La góndola negra que transportaba el féretro y las flores ya estaba amarrada a un lado del canal, y tres hombres vestidos de azul colocaban el ataúd en la plataforma metálica con ruedas que utilizarían para llevarlo hasta la puerta de la iglesia. Entre la multitud que se agolpaba delante del templo, Brunetti distinguió caras conocidas de la sociedad veneciana, además de los consabidos periodistas y fotógrafos, pero no a la viuda, que ya debía de haber entrado en la iglesia.
Cuando los tres hombres llegaron a las puertas, se unió a ellos un cuarto hombre y, entre todos, levantaron el féretro, se lo cargaron sobre los hombros con la seguridad que da la práctica y subieron los dos peldaños del templo. Brunetti estaba entre los que les siguieron al interior y observó cómo llevaban el féretro por el pasillo central y lo depositaban en un soporte bajo, situado al pie del altar mayor.
Brunetti se sentó en el extremo de un banco, al fondo de la abarrotada iglesia. Con dificultad, por entre las cabezas de la gente, veía la primera fila, donde estaba la viuda, vestida de negro, entre un hombre y una mujer de pelo gris, probablemente las mismas personas que estaban con ella en el teatro. En segunda fila, sola en el banco, estaba otra mujer vestida de negro, la criada, supuso Brunetti. A pesar de que no esperaba mucho del oficio religioso, le sorprendió su austeridad. Lo más extraordinario era la total ausencia de música. Ni órgano había. Las fórmulas familiares flotaban sobre las cabezas de los asistentes, se hacían las aspersiones y se daban las bendiciones de rigor. La misa fue, pues, sencilla y breve.
Brunetti esperó al extremo del banco a que sacaran el féretro y saliera la presidencia del duelo. Fuera, crepitaron los flashes, y los periodistas rodearon a la viuda, que se encogió sobre sí misma, arrimándose al anciano que la acompañaba.
Sin vacilar, Brunetti se abrió paso entre la gente y tomó el otro brazo de la mujer. Reconoció a varios de los fotógrafos, vio que sabían quién era y les ordenó que se apartaran. Los que habían rodeado a la viuda retrocedieron dejando el paso libre hasta las embarcaciones que aguardaban al lado del campo. Sosteniendo a la mujer, la llevó hasta el barco, la ayudó a subir y entró detrás de ella en la cabina del pasaje.
La pareja que estaba en el teatro se reunió con ella en la cabina. La mujer de pelo gris le rodeó los hombros con el brazo, mientras el hombre, sentado a su lado, se limitaba a oprimirle la mano. Brunetti se situó en la puerta de la cabina y observó cómo la góndola mortuoria soltaba amarras y, lentamente, subía por el estrecho canal. Cuando estuvieron a una distancia segura de la iglesia y de la gente, volvió a entrar en la cabina.
—Gracias -dijo la signora Wellauer sin disimular el llanto.
Él nada tenía que decir.
El barco salió al Gran Canal y viró a la izquierda, hacia San Marco, por donde había que pasar para ir al cementerio. Brunetti volvió a la puerta y se quedó mirando hacia afuera, apartando su mirada de intruso de aquella escena de dolor. Por su lado pasó flotando el campanile, seguido del palacio ducal, con su estructura rectangular, y todas aquellas cúpulas airosas y alegres. Cuando se acercaban al canal del Arsenale, Brunetti subió a cubierta pidió al piloto que parara en el embarcadero del Palasport. Entonces volvió a la cabina y oyó que sus tres ocupantes conversaban en voz baja.
—Dottor Brunetti -dijo la viuda.
ÉI la miró desde la puerta.
—Quiero darle las gracias. Hubiera sido terrible la salida de la iglesia.
Él asintió. El barco empezó el amplio viraje hacia la izquierda que los llevaría al canal del Arsenale.
—Me gustaría volver a hablar con usted -dijo el comisario-. A su conveniencia.
—¿Es necesario?
—Creo que sí.
El motor zumbó en un tono más grave y el barco se acercó al embarcadero situado a la derecha del canal.
—¿Cuándo?
—¿Mañana?
Si ella se sorprendió o los otros se ofendieron, nadie lo delató.
—Está bien -dijo-. Venga por la tarde.
—Gracias -respondió Brunetti. El barco cabeceaba frente al embarcadero. Nadie le contestó y él salió de la cabina, saltó a la plataforma de madera y siguió con la mirada a la embarcación hasta que ésta se reincorporó al cortejo que seguía a la góndola negra hacia las aguas más profundas de la laguna.
CAPÍTULO XII
Al igual que la mayoría de los palazzi del Gran Canal, el palazzo Falier había sido diseñado para que se llegara a él en barco, y los invitados tenían que subir los cuatro escalones de poca alzada que partían del embarcadero. Pero hacía tiempo que este acceso estaba cerrado por una gruesa verja que sólo se abría para la descarga de objetos de gran tamaño. En la decadente época actual, los invitados llegaban a pie desde Cá Rezzonico, la parada de vaporettos más próxima, o desde otros puntos de la ciudad.
Brunetti y Paola fueron andando, pasando por delante de la universidad y campo San Barnaba, donde torcieron a la izquierda por un estrecho canal al que se abría una de las puertas laterales del palazzo.
Tocaron el timbre y les hizo pasar al patio un joven al que Paola no había visto nunca. Probablemente, un criado contratado para aquella noche.
—Menos mal que no lleva librea y peluca -comentó Brunetti mientras subían la escalera exterior. El joven no se había preocupado de preguntar quiénes eran ni si estaban invitados. O bien se había aprendido de memoria la lista de invitados o, lo que era más probable, no le importaba quién entrara en el palazzo.
Al llegar a lo alto de la escalera, oyeron música a su izquierda, donde estaban los tres enormes salones. Siguiendo el sonido, recorrieron un pasillo, acompañados por el borroso reflejo que les devolvían los espejos que cubrían las paredes. Las grandes puertas de roble del primer salón estaban abiertas, dejando escapar luz, música y olor a perfumes caros y a flores.
La luz que salía del salón procedía de dos inmensas lámparas de cristal de Murano llenas de juguetones ángeles y cupidos, suspendidas entre los frescos del techo, y de multitud de candelabros colocados en las paredes. La música brotaba de un trío situado discretamente en un ángulo y que interpretaba a Vivaldi en una de sus composiciones más repetitivas. Y el olor dimanaba de las mujeres que animaban el salón con sus vestidos de colores vivos y su charla más viva todavía.
Unos minutos después de verlos entrar, el conde se acercó a ellos, se inclinó para besar a Paola en la mejilla y tendió la mano a su yerno. Era un hombre que frisaba los setenta y que, lejos de tratar de disimular la calva de la coronilla, llevaba el pelo muy corto, lo que le daba aspecto de fraile estudioso. Paola había heredado sus ojos castaños y su boca grande, pero se había librado de su gran nariz, afilada proa que dominaba la cara del conde. Su smoking estaba tan bien hecho que, incluso de haber sido de color de rosa, lo primero que la gente hubiera advertido en él hubiera sido el corte.
—Tu madre está muy contenta de que hayáis podido venir los dos. — El leve énfasis aludía a la circunstancia de que ésta era la primera de sus fiestas a la que asistía Brunetti-. Espero que lo paséis bien.
—Estoy seguro -respondió Brunetti. Durante diecisiete años, había eludido dar a su suegro tratamiento alguno. No podía utilizar el título ni podía decidirse a llamarle «papá». «Orazio» le parecía una familiaridad excesiva, un rebuzno a la luna de la igualdad social. De modo que Brunetti se las arreglaba para no llamarle de ninguna manera, ni siquiera «signore». De todas formas, por vía de compromiso, los dos hombres se tuteaban, a pesar de que el «tú» no les salía con naturalidad.
El conde vio a su esposa cruzar la sala en dirección a ellos, y la llamó con una sonrisa y una seña. Ella maniobró por el salón con una combinación de gracia y habilidad social que Brunetti no pudo menos que envidiar, parándose allí a dar un beso en la mejilla, y a oprimir un brazo más acá. La condesa era un grato espectáculo, con vueltas y vueltas de perlas y metros y metros de gasa negra. Como de costumbre, calzaba zapatos puntiagudos de tacón altísimo, no obstante lo cual apenas le llegaba al hombro a su marido.
—Paola, Paola -exclamó sin disimular el gozo de ver a su única hija-. Cuánto me alegro de que por fin hayas podido traer contigo a Guido. — Se interrumpió para besar a ambos-. Da gusto veros aquí sin que sea Navidad ni haya esos horribles fuegos artificiales. — La condesa no se mordía la lengua.
—Ven, Guido -dijo el conde-. Te conseguiré una copa.
—Gracias -respondió él, y preguntó a Paola y a su madre-: ¿Os traemos algo?
—No, no. Mamma y yo iremos luego.
El conde de Falier cruzó el salón con Guido, parándose de cuando en cuando a intercambiar un saludo o unas palabras. En la barra, pidió champaña para él y un whisky para su yerno.
Al dar el vaso a Brunetti, preguntó:
—Supongo que habrás venido por asunto de trabajo, ¿no?
—En efecto -respondió Brunetti, alegrándose de que su suegro no se anduviera por las ramas.
—Bien. Entonces no he perdido el tiempo.
—¿Cómo dices?
Después de saludar con un movimiento de cabeza a una mujer enorme que acababa de entronizarse delante del piano, el conde dijo:
—Sé por Paola que te han encargado del caso Wellauer. Un crimen como ése es malo para la ciudad. — El conde no pudo reprimir un gesto de reprobación contra el músico, por haberse dejado matar y, lo que era peor, en plena temporada de ópera-. Así pues, cuando me enteré de que Paola había llamado para decir que esta noche vendríais los dos, hice unas cuantas llamadas telefónicas. Supuse que querrías saber algo de sus finanzas.
—Exactamente. — ¿Había alguna información que este hombre no pudiera conseguir marcando un número de teléfono?-. ¿Puedo saber qué has averiguado?
—Que no era tan rico como se creía. — Brunetti se quedó esperando que esta apreciación fuera traducida a números. Era evidente que él y el conde tenían conceptos distintos de la riqueza-. Todo su patrimonio, valores y fincas, no excederá probablemente los diez millones de marcos alemanes. Tenía cuatro millones de francos en Suiza, en el Union de Lugano, pero dudo que las autoridades fiscales alemanas lleguen a saber algo de eso. — Mientras Brunetti calculaba que él tardaría aproximadamente trescientos cincuenta años en ganar esa suma, el conde agregó-: Sus ingresos por actuaciones y grabaciones deben de ascender a tres o cuatro millones de marcos al año.
—Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y el testamento?
—No he podido conseguir una copia -dijo el conde con aire de disculpa. Puesto que no hacía más que dos días que había muerto el maestro, Brunetti consideró que podía disculpar el fallo-. Pero su fortuna se divide a partes iguales entre sus hijos y su esposa. De todos modos, parece que trató de ponerse en contacto con sus abogados unas semanas antes de su muerte; nadie sabe por qué, ni si era en relación con el testamento.
—¿Cómo que «trató de ponerse en contacto»?
—Llamó al bufete de sus abogados en Berlín, pero al parecer la línea estaba mal, y no volvió a llamar.
—¿Alguna de las personas con las que has hablado ha dicho algo de su vida privada?
La copa que el conde se llevaba a los labios se paró con brusquedad y el champaña le salpicó la solapa del smoking. El hombre miró a Brunetti con asombro, como si de pronto acabaran de confirmarse todas las sospechas que había abrigado durante casi dos décadas.
—¿Me tomas por un espía?
—Perdona -dijo Brunetti, dando su pañuelo a su suegro para que se secara la solapa-. Es deformación profesional.
—Comprendo -dijo el conde, aunque su tono lo desmentía-. Voy a ver si encuentro a Paola y a su madre. Se marchó, guardándose el pañuelo, que Brunetti temía que sería devuelto, lavado y almidonado, por mensajero especial.
Brunetti se apartó de la barra y se sumergió en el mar de gente, iniciando su propia búsqueda de Paola. Conocía a muchas de las personas que estaban en el salón, pero indirectamente. Aunque a la mayoría no les había sido presentado, estaba al corriente de su vida y milagros, sus escándalos y sus asuntos, tanto profesionales como sentimentales. Una parte de esta información la debía a su condición de policía y otra, y no la menor, al hecho de vivir en lo que en realidad era una ciudad provinciana donde se rendía culto al chismorreo. De no ser Venecia una ciudad cristiana, la divinidad imperante hubiera sido el Rumor.
Durante los cinco minutos que Brunetti tardó en encontrar a Paola, intercambió saludos con varias personas y rechazó varios ofrecimientos de otra copa. La condesa había desaparecido de la circulación; sin duda su esposo le había advertido del riesgo de infección moral que acechaba en el salón.
Paola se acercó, se colgó de su brazo y le susurró al oído:
—He encontrado lo que deseas.
«¿La forma de salir de aquí?», dijo él, aunque sólo para sus adentros. Con su mujer practicaba cierta reserva.
—¿Qué has encontrado?
—El eco de todos los comadreos. Fuimos juntos a la universidad.
—¿Quién? ¿Dónde está? — preguntó él, mirando en derredor con interés por primera vez en toda la noche.
—Está ahí, junto al balcón.
Ella le dio un leve codazo y señaló con el mentón a un hombre que estaba al otro lado del salón, junto al balcón central que daba al canal. El hombre parecía tener la misma edad que Paola, pero había llegado a ella por un camino más accidentado. A aquella distancia, Brunetti distinguió una barbita moteada de gris y un smoking que parecía de terciopelo.
—Ven; os presentaré -dijo Paola, tirándole del brazo para llevarlo hacia el hombre, que sonrió al ver acercarse a Paola. Tenía la nariz aplastada, como si se la hubieran roto hacía tiempo, y los ojos tristes, como si también le hubieran roto el corazón. Parecía un estibador que escribiera versos.
—Ah, la bella Paola -dijo el hombre al verla llegar. Se pasó el vaso a la mano izquierda, estrechó la de Paola con la derecha y se inclinó a besar el aire a un centímetro de sus dedos-. Y éste debe de ser el famoso Guido, acerca del cual nos hartábamos de oírte hablar hace más años de lo que sería discreto recordar. — Estrechó con fuerza la mano de Brunetti, sin tratar de disimular el interés con que le inspeccionaba.
—Basta, Dami, y deja de mirar a Guido como si fuera un cuadro.
—La fuerza de la costumbre, tesoro, escudriñar todo lo que se me pone delante. Es posible que hasta le quite la chaqueta para buscar la etiqueta.
Brunetti no entendía nada, y su desconcierto debía de ser evidente, porque el hombre se apresuró a explicar:
—Al parecer, Paola no piensa presentarnos porque ha decidido mantener en secreto nuestro pasado. — Antes de que Brunetti pudiera reaccionar a la insinuación, prosiguió-: Soy Demetriano Padovani, antiguo condiscípulo de tu bella esposa y, en la actualidad, crítico de arte. — Hizo una pequeña reverencia.
Al igual que la mayoría de italianos, Brunetti conocía el nombre. Era el brillante nuevo crítico de arte, terror de pintores y galeristas. Paola y él solían leer sus críticas con regocijo, pero no sabía que hubieran estudiado juntos.
—Tengo que pedirte disculpas, Guido, si me permites que te tutee, llevado por la creciente ola de promiscuidad social y lingüística que nos arrastra, porque he de confesar que te he odiado durante muchos años. — Observó con evidente placer la perplejidad de Brunetti-. En aquel lejano pasado estudiantil, todos estábamos enamorados de tu Paola y nos devoraban los celos y, lo confieso, el odio por el tal Guido, que parecía haber llegado de otra galaxia para robárnosla. Primero, fue querer saber quién era. Después, la pregunta: «¿Me invitará a salir?», que enseguida se convirtió «¿Crees que le gusto?», hasta que la mayoría de nosotros, a pesar de lo mucho que queríamos a la pobrecita, de buena gana la hubiéramos estrangulado y arrojado a un canal, para no tener que seguir oyéndola hablar de su Guido y poder preparar los exámenes en paz. — Saboreando la evidente incomodidad de Paola, prosiguió-: Y entonces se casó con él. Es decir, contigo. Y todos nos alegramos, porque no hay remedio más eficaz para los excesos del amor... -aquí hizo una pausa para beber-...que el matrimonio. — Satisfecho al ver que Paola se sonrojaba y Brunetti buscaba con la mirada otra copa, dijo-: Es una suerte que te casaras con Paola, Guido, o ninguno de nosotros, que bebíamos los vientos por ella, hubiera aprobado el examen.
—Ese era mi único objetivo al casarme con ella -respondió Brunetti.
Padovani comprendió.
—Por ese acto de misericordia, permíteme que te ofrezca una copa. ¿Qué quieres?
—Escocés para los dos -respondió Paola-. Pero vuelve pronto. Quiero hablar contigo.
Padovani inclinó la cabeza con falsa sumisión y se fue en busca de un camarero, moviéndose entre la multitud como un yate real de la cortesía. Al momento estaba de regreso, con tres vasos.
—¿Aún escribes para L'Unitá? — le preguntó Paola cuando él le entregó el vaso.
Al oír el nombre del periódico, Padovani encogió el cuello con festivo gesto de horror y paseó por el salón una mirada de conspirador. Después de un teatral siseo, les hizo seña de que se acercaran y susurró:
—No se os ocurra pronunciar ese nombre en este salón, o tu padre dirá a los criados que me echen de su casa. — Aunque el tono de Padovani dejaba claro que bromeaba, Brunetti intuyó que andaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.
El crítico irguió la espalda, bebió un sorbo y, cambiando a un tono casi declamatorio, dijo:
—Paola, hermosa mía, ¿es posible que hayas renegado de nuestros ideales de juventud y que ya no prestes oídos a la voz proletaria del Partido Comunista? Perdón -rectificó-, el Partido Democrático de la Izquierda. — Varias cabezas se volvieron al oír el nombre, pero él continuó-: Válgame Dios, no me digas que has aceptado tu edad y ahora lees el Corriere o, peor, La Repubblica, la voz de la maltratada clase media, camuflada de voz de maltratada clase obrera.
—No; nosotros leemos L’Osservatore Romano -dijo Brunetti, nombrando el órgano oficial del Vaticano, que seguía arremetiendo contra el divorcio, el aborto y el pernicioso mito de la igualdad de la mujer.
—Muy loable -elogió Padovani con voz meliflua-. Pero, si leéis tan brillantes páginas, ignoraréis que, en mi modestia, soy la voz del juicio artístico que habla a la esforzada masa. — Bajó el tono y prosiguió, imitando perfectamente la lúgubre entonación con que los presentadores de la RAI anunciaban la última crisis de gobierno-. Soy el representante del honrado trabajador. En mí podéis ver al crítico de la voz áspera y las manos encallecidas que busca los valores del auténtico arte proletario en medio del caos moderno. — Movió la cabeza en mudo saludo a una figura que pasaba y prosiguió-: Me parece una lástima que desconozcáis mi trabajo. Quizá os mande una copia de mis últimos artículos. Por desgracia, no los llevo encima, pero hasta los genios tienen que manifestar un poco de humildad, aunque sea falsa. — Todos habían empezado a divertirse, por lo que continuó en la misma vena-: Mi último trabajo predilecto es un primoroso artículo que escribí el mes pasado sobre una exposición de arte contemporáneo cubano... ya sabéis, tractores y piñas sonrientes. — Hizo una mueca de angustia, hasta que recordó las palabras exactas de su crítica-. Yo ensalzaba..., ¿cómo lo decía...?, «la perfecta simetría entre el refinamiento de la forma y la integridad conceptual». — Se inclinó para susurrar al oído de Paola, pero de modo que Brunetti pudiera oírlo claramente-: Lo saqué de una crítica de unas xilografías polacas que escribí hace dos años, en la que, si la memoria no me es infiel, elogiaba «la refinada simetría del concepto integrador».
—¿Y vistes así cuando trabajas? — preguntó Paola mirando el smoking de terciopelo.
—Veo que sigues tan deliciosamente malintencionada, Paola -rió él, inclinándose para darle un leve beso en la mejilla-. No, ángel; no me parece oportuno mostrar esta opulencia en los medios de la clase trabajadora. Me pongo una indumentaria más acorde, por ejemplo, un pantalón que no usaría ni el marido de mi criada y una chaqueta que mi sobrino iba a dar a los pobres. Y tampoco -agregó, levantando una mano para impedir interrupciones o preguntas- voy en el Maserati. Me parece que desentonaría. Además, en Roma el aparcamiento está fatal. Durante una temporada, resolví el problema del transporte tomando prestado el Fiat de la criada. Pero lo encontraba cubierto de multas de aparcamiento y luego tenía que perder horas invitando a almorzar al comisario de policía para que me las quitara. Ahora, simplemente, tomo un taxi en la puerta de mi casa y me apeo en la esquina del periódico, entrego mi artículo semanal, despotrico sobre la injusticia social y luego voy a una pasticceria, como un buen pastel, regreso a casa, tomo un baño caliente y leo a Proust.
»"Y así, por ambas partes, la simple verdad es acallada" -dijo, citando un soneto de Shakespeare, uno de los textos a los que dedicó los siete años que pasó en Oxford para licenciarse en Literatura Inglesa-. Pero tú quieres algo, Paola, encanto -dijo cambiando de tono bruscamente-. Primero, me llama tu padre personalmente para invitarme a esta fiesta y, después, te pegas a mí como una lapa, señal de que quieres algo de mí. Y como el divino Guido está contigo, lo único que puedes desear es información. Y como sé a qué se dedica Guido, no puedo menos que suponer que tiene que ver con el escándalo que ha estremecido a nuestra bella ciudad, ha dejado mudo al mundo musical y ha eliminado de la faz del planeta a un perfecto bellaco. — La palabra surtió el efecto deseado de dejar a ambos boquiabiertos. Entonces él se tapó la boca y soltó una risita de puro placer.
—Dami, si lo sabías, ¿por qué no lo has dicho antes?
Aunque Padovani contestó con voz grave, Brunetti vio que le brillaban los ojos, quizá del alcohol, o quizá de otra cosa. Poco importaba lo que fuera, mientras explicara su último comentario.
—Cuenta -le animó Paola-. Ya decía yo que tú eras la única persona que tenía que saber cosas de él.
Padovani la contempló con frialdad.
—¿Y esperas que empañe la memoria de un hombre antes de que su cuerpo se enfríe en la tumba?
Al oírle, Brunetti pensó que esto muy bien podía acrecentar la diversión de Padovani.
—Lo que me sorprende es que hayas esperado tanto -dijo Paola.
Padovani otorgó al comentario la atención que merecía.
—Has acertado, Paola. Os lo contaré todo, siempre y cuando el simpático Guido nos consiga tres buenas copas. Si no, es posible que muy pronto empiece a lamentarme amargamente del previsible tedio al que tus padres han vuelto a condenarnos a mí y, según he podido observar con asombro, a la mitad de las presuntas celebridades de esta ciudad. — Entonces miró a Brunetti-. Pensándolo mejor, Guido, si consigues una botella entera, los tres podríamos escabullirnos a alguno de los saloncitos que tanto abundan en la casa de tus padres, cuya decoración deja bastante que desear, por cierto. — Pero aún no había terminado-: Y allí, utilizando tú el arma de tu belleza y tu marido sus espantosos métodos policiales, podréis sacarme la sórdida verdad. Después de lo cual, si os apetece, tú o quizá... -se interrumpió para lanzar una larga mirada a Brunetti-, quizá los dos, podréis hacer conmigo lo que os plazca. — De modo que era esto, descubrió Brunetti, sorprendido de que hasta ahora se le hubieran escapado todos los indicios.
Paola lanzó a Brunetti una mirada de aviso totalmente innecesaria. Al comisario le gustaba la impudicia de aquel hombre. No dudaba de que la invitación, a pesar del tono de chanza, era totalmente sincera; pero no tenía por qué ser motivo de indignación. Y partió en busca de la solicitada botella de escocés.
En prueba de la hospitalidad del conde o, quizá, de la negligencia del servicio, Guido consiguió una botella de Glenfiddich sólo con pedirla. Cuando volvió, los encontró cogidos del brazo, cuchicheando como dos conspiradores. Padovani hizo callar a Paola con un siseo y explicó a Brunetti:
—Estaba preguntando a tu esposa si, en el caso de que yo cometiera un crimen realmente horrendo, como, por ejemplo, decir a su madre lo que pienso de las cortinas, me llevarías detenido y me molerías a golpes hasta hacerme confesar.
—¿Cómo piensas que he conseguido esto? — preguntó Brunetti levantando la botella.
Padovani y Paola rieron.
—Guíanos, Paola -dijo el crítico-, a un sitio en el que podamos gozar de la bebida, si no los unos de los otros.
Paola, siempre práctica, respondió llanamente:
—Iremos al cuarto de costura -y los sacó del salón principal por una robusta puerta. Después, cual Ariadna, los precedió por un largo pasillo, torció a la izquierda, recorrió otro pasillo, cruzó la biblioteca y entró en una salita en la que había varios sillones tapizados de brocado dispuestos en semicírculo delante de un gran televisor.
—¿El cuarto de costura? — preguntó Padovani.
—Lo era, antes de «Dinastía» -explicó Paola.
Padovani se dejó caer en el sillón más resistente, apoyó los pies en la mesa de marquetería y dijo:
—Adelante con el interrogatorio, chicos -utilizando el inglés, influido sin duda por la sola presencia del televisor. Como ninguno de los dos decía nada, les animó-: ¿Qué es lo que queréis saber del finado aunque no llorado, por lo menos, que yo sepa, maestro?
—¿Quién podía desear su muerte? — preguntó Brunetti.
—Vas derecho al grano, ¿eh? No me sorprende que Paola capitulara tan pronto. En respuesta a tu pregunta, puedo decir que la lista de nombres es tan larga como la guía telefónica. — Dejó de hablar un momento y presentó el vaso en demanda de whisky. Brunetti escanció una dosis generosa, luego se sirvió a sí mismo y, por último, menor cantidad, a Paola-. ¿Quieres que te la dé cronológicamente, por nacionalidades o desglosada por tipo de voz o preferencia en materia de sexo? — Dejó el vaso en el brazo del sillón y prosiguió lentamente-: Wellauer tenía una larga historia, y las razones por las que la gente lo odiaba se remontan a tiempos lejanos. Probablemente, habréis oído el rumor de que fue nazi durante la guerra. Puesto que nada podía hacer para detenerlos, como buen alemán que era, simplemente, se desentendió de ellos. Y a nadie pareció importarle. En absoluto. A nadie le importan ya esas cosas. Ahí tenéis a Waldheim.
—He oído rumores -dijo Brunetti.
Padovani tomó un sorbo mientras elegía las palabras.
—Bien. ¿Qué os parece si procedemos por nacionalidades? Puedo nombraros por lo menos a tres norteamericanos, dos alemanes y media docena de italianos que estarán encantados de saberlo muerto.
—Eso no significa forzosamente que hubieran llegado a matarlo -dijo Paola.
Padovani asintió concediéndole la razón en esto. Se quitó los zapatos, dobló las rodillas y se sentó encima de sus pies. El podía abominar del gusto de la condesa, pero nunca ensuciaría su nuevo brocado.
—Que era un nazi es indiscutible. Su segunda mujer se suicidó, lo cual puede interesarte. La primera lo plantó a los siete años de matrimonio y, a pesar de que el padre era uno de los hombres más ricos de Alemania, Wellauer se avino a concederle el divorcio en condiciones más que generosas. En aquel entonces se habló de cosas sórdidas, cosas sórdidas de índole sexual, pero eso fue cuando todavía se creía que las cosas de índole sexual podían ser sórdidas. Antes de que me preguntéis, os diré que no sé qué cosas eran.
—¿Nos lo dirías si lo supieras? — preguntó Brunetti. Padovani se encogió de hombros.
—Pasemos ahora al terreno profesional. Era un chantajista notorio en materia sexual. Una lista de las sopranos y mezzosopranos que han cantado con él os daría una idea: jóvenes anónimas y prometedoras que un buen día interpretaban una Tosca o una Dorabella y de las que no volvía a hablarse. Pero era tan buen director que se le permitían estas veleidades. Además, la mayoría de la gente no distingue entre un gran cantante y un cantante sólo competente, de modo que pocos se daban cuenta, y a otra cosa. Y tengo que reconocer que todas eran, por lo menos, competentes. Algunas llegaron a ser grandes cantantes, pero probablemente también lo hubieran sido sin él.
Esto no le parecía a Brunetti razón suficiente como para provocar un asesinato.
—A unos los ayudó, pero a otros los hundió, especialmente hombres y mujeres jóvenes de tendencias similares a las mías. El maestro se creía irresistible para cualquier mujer. Yo, en tu lugar, investigaría la cuestión sexual. Tal vez no esté ahí la respuesta, pero parece un buen sitio para empezar. De todos modos, eso podría ser simple consecuencia de una exposición excesiva a este medio -dijo señalando con el vaso el enorme televisor que se alzaba delante de ellos.
Pareció comprender lo insatisfactorio de su información, y agregó:
—En Italia hay por lo menos tres personas que tenían buenas razones para odiarle. Pero ninguna está en condiciones de haberle causado daño alguno. Una canta en el coro de la compañía de ópera de Bari. Hubiera podido llegar a ser un importante barítono verdiano, de no haber cometido el error, en los atroces sesenta, de no ocultar al maestro sus preferencias sexuales. Incluso dicen que se insinuó al propio maestro, aunque me cuesta creer que pueda haber alguien tan cretino. Probablemente, es una fábula. Cualquiera que fuera la razón, se afirma que Wellauer dio su nombre a un periodista amigo suyo, y al poco tiempo empezó la campaña. Por eso hoy este hombre canta en Bari. En el coro.
»La segunda persona da clases de teoría en el conservatorio de Palermo. No sé a ciencia cierta qué hubo entre ellos. Era un director joven que había tenido muy buena prensa hasta que, hace diez años, tras unos meses de críticas devastadoras, su carrera se truncó. Reconozco que de este caso no tengo información directa, pero se mencionó el nombre de Wellauer en relación con las críticas.
»El tercer caso es un eco lejano en la memoria del chismorreo, pero se refiere a una persona que, según se dice, vive aquí. — Al ver su gesto de sorpresa, rectificó-. No aquí, en el palazzo. En Venecia. Pero no creo que esté en condiciones de haber hecho nada, ya que tiene casi ochenta años y dicen que nunca sale de casa. Y no estoy seguro de conocer bien el caso, ni siquiera de recordarlo.
Al ver la expresión de Paola, levantó el vaso y explicó en tono de disculpa:
—Es este mejunje. Destruye las neuronas. O se las come. — Agitó el licor en el vaso y se quedó mirando las pequeñas olas, como si esperase que desataran la marea de los recuerdos.
»Os diré lo que recuerdo, o creo recordar. Se llama Clemenza Santina. — Al ver que sus oyentes no daban señales de reconocer el nombre, explicó-: Era una soprano muy famosa antes de la guerra. Su historia se parece a la de la norteamericana Rosa Ponselle: fue descubierta cantando en un music-hall con sus dos hermanas, y a los pocos meses actuaba en la Scala. Tenía una de esas voces naturales, perfectas, que aparecen muy de tarde en tarde. Pero no grabó nada, por lo que lo único que queda es el recuerdo que conservan los que la oyeron cantar. — Observó que daban señales de impaciencia y volvió al tema-. Hubo algo entre ella y Wellauer, o entre Wellauer y una de las hermanas, no recuerdo qué, ni quién me lo contó, pero es posible que ella tratara de matarlo o lo amenazara, — Agitó el vaso, y Brunetti observó lo borracho que estaba-. Bueno, lo cierto es que mataron a alguien, o se murió, o quizá sólo hubo amenazas. Quizá me acuerde por la mañana. O quizá no sea importante.
—¿Qué te ha hecho pensar en ella? — preguntó Brunetti.
—El que cantara La Traviata con él. Antes de la guerra. Alguien, no recuerdo quién, me dijo que hace poco habían tratado de hacerle una entrevista. Déjame hacer memoria. — Volvió a consultar con el vaso y de nuevo el recuerdo llegó flotando-. Narciso, eso es. Hacía un reportaje de grandes cantantes del pasado, y fue a verla, pero ella no quiso hablar con él, y estuvo muy desagradable. Ni siquiera le abrió la puerta, creo que me dijo. Y entonces me contó lo que había averiguado sobre ella y Wellauer, antes de la guerra. En Roma, creo.
—¿Te dijo dónde vive?
—No. Pero puedo llamarle por la mañana y preguntárselo.
O el alcohol o la fase de languidez en que había entrado la conversación habían apagado la chispa de Padovani, que ahora, a los ojos de Brunetti, a medida que iba perdiendo vivacidad, se convirtió en un hombre de mediana edad con una barbita poblada y una barriga incipiente, sentado con las piernas debajo del cuerpo y enseñando dos dedos de pantorrilla por encima de los calcetines de seda negra. El comisario observó que Paola parecía cansada, ¿o quizá era sólo la fatiga de mantener una charla chispeante con su antiguo compañero de universidad? El propio Brunetti se encontraba en el punto crucial en el que lo situaba el alcohol: si seguía bebiendo, pronto se sentiría confuso y alegre y, si dejaba de beber, estaría despejado y sombrío. Optó por la segunda posibilidad y dejó el vaso en el suelo, debajo de la silla, seguro de que algún criado lo encontraría antes de la mañana.
También Paola dejó el vaso y adelantó el cuerpo hacia el borde del asiento. Miró a Padovani, esperando que se levantara, pero él esbozó un ademán de despedida, agarró la botella de encima de la mesa y se sirvió un buen trago.
—Terminaré esto antes de volver a la jarana.
Brunetti se preguntó si estaría él tan cansado de aquella charla burbujeante como parecía estarlo Paola. Los tres intercambiaron unas cuantas trivialidades ingeniosas y Padovani prometió llamarles por la mañana, si conseguía la dirección de la soprano.
Paola llevó a Brunetti por el laberinto del palazzo, de regreso hacia la luz y la música. Ahora había más gente en el salón principal y la música había subido de volumen, para mantenerse al nivel de la conversación.
Brunetti miró en derredor, intuyendo un aburrimiento anticipado al ver y oír a todas aquellas personas bien vestidas, bien alimentadas y bien informadas. Intuyó que Paola percibía su estado de ánimo y estaba a punto de sugerir que se fueran cuando descubrió a una conocida. De pie en la barra, con el cigarrillo en una mano y la copa en la otra, estaba la doctora que había reconocido a Wellauer y dictaminado su muerte. En aquella ocasión, Brunetti ya se había preguntado cómo una persona que llevaba pantalón vaquero podía sentarse en la platea. Ahora vestía, poco más o menos, al mismo estilo: pantalón gris y chaqueta negra, con una falta de interés por su aspecto que Brunetti hubiera creído imposible en una italiana.
Dijo a Paola que había visto a una persona con la que deseaba hablar y ella le respondió que buscaría a sus padres para darles las gracias. Se separaron y él cruzó el salón hacia la doctora, cuyo nombre había olvidado. Ella no trató de disimular que se acordaba de quién era él.
—Buenas noches, comisario -dijo cuando él estuvo a su lado.
—Buenas noches, doctora -respondió él, y agregó, como si ya hubieran rendido tributo suficiente a los formulismos-: Me llamo Guido.
—Y yo, Bárbara.
—Qué pequeña es la ciudad -observó él, amparándose en la banalidad de la observación para eludir, hombre ceremonioso, la decisión de usar el tu o el lei.
—Antes o después, todos acabamos por encontrarnos -convino ella, rehuyendo el tratamiento con no menos habilidad.
Decidiéndose por el más ceremonioso lei, él dijo:
—Tendrá que perdonarme por no haberle dado las gracias por su ayuda la otra noche.
Ella se encogió de hombros y preguntó:
—¿Acerté el diagnóstico?
—Sí -respondió Brunetti, pensando en cómo habría podido ella no enterarse de algo que habían publicado todos los periódicos del país-. Estaba en el café, como usted dijo.
—Me lo figuraba. Pero tengo que confesar que reconocí el olor gracias a las novelas de Agatha Christie.
—Yo también. Era la primera vez que lo olía en vivo. — Los dos pasaron por alto la incongruencia de la última palabra.
Ella aplastó el cigarrillo en el tiesto de una palmera del tamaño de un naranjo.
—¿Cómo conseguiría quien fuera esa sustancia? — preguntó.
—Eso quería preguntarle yo, doctora.
Ella reflexionó un momento antes de apuntar:
—En una farmacia, en un laboratorio... Pero debe de estar muy controlada.
—Lo está y no lo está.
La mujer, por ser italiana, comprendió inmediatamente.
—Es decir, que puede desaparecer una pequeña cantidad sin que nadie lo denuncie ni informe de ello.
—Imagino que sí. Tengo a un hombre investigando en las farmacias de la ciudad, pero no podemos indagar en todas las industrias de Marghera o de Mestre.
—Se utiliza para el revelado de películas, ¿no?
—Sí, y en petroquímica.
—Con la cantidad de industrias del ramo que hay en Marghera su hombre tiene trabajo para rato.
—Para días -reconoció él.
Al observar que ella tenía la copa vacía, Brunetti dijo:
—¿Más champaña?
—No, gracias. Me parece que ya he bebido suficiente champaña del conde por esta noche.
—¿Ha venido otras veces? — preguntó él, sin disimular la curiosidad.
—Varias veces. Siempre me invita y, si estoy libre, vengo.
—¿Por qué? — La pregunta se le escapó antes de que tuviera tiempo de pensar.
—Es paciente mío.
—¿Es usted su médico? — Brunetti no pudo contener la sorpresa.
Ella se rió con naturalidad, sin darse por ofendida por su asombro.
—Si él es mi paciente, yo tengo que ser su médico, desde luego. — Y suavizando el tono-: Tengo el consultorio al otro lado del campo. Al principio, atendía a los criados, pero hace cosa de un año, cuando vine a visitar a uno de ellos, conocí al conde y estuvimos charlando.
—¿De qué hablaron? — Brunetti no podía creer que el conde fuera capaz de un acto tan banal como el de charlar, y menos, con una persona con tan pocas pretensiones.
—Aquella primera vez hablamos del criado, que tenía la gripe, pero cuando volví, no sé cómo, salimos a hablar de poesía griega. Y, después, si mal no recuerdo, de historiadores griegos y romanos. El conde es un gran admirador de Tucídides. Yo estudié en el liceo clásico y puedo hablar del tema sin meter la pata, por lo que el conde estimó que debía de ser buen médico. Ahora viene a mi consulta con frecuencia y hablamos de Tucídides y de Estrabón. — Apoyó la espalda en la pared y cruzó los tobillos-. Es como la mayoría de los otros pacientes, que vienen a hablarme de enfermedades que no tienen y de dolores que no sienten. El conde tiene una conversación más interesante, pero por lo demás no hay mucha diferencia. Es viejo y está solo, lo mismo que ellos, y necesita hablar con alguien.
Brunetti estaba estupefacto por esta descripción del conde. ¿Solo, un hombre que, teléfono en mano, podía romper el secreto de un banco suizo? ¿O averiguar el contenido de un testamento antes de que fuera enterrado el testador? ¿Tan solo estaba que iba al médico para hablar de historiadores griegos?
—A veces, también habla de ustedes -dijo ella-. De todos ustedes.
—¿Sí?
—Lleva sus fotos en la cartera. Me las ha enseñado varias veces. Usted, su esposa, los niños.
—¿Por qué me dice esto, doctora?
—Porque él es viejo y se siente solo. Y es paciente mío, y trato de hacer todo lo que puedo para ayudarle. — Al ver que él iba a protestar, agregó-: Todo lo que puedo, si creo que ha de ayudarle.
—Doctora, ¿acostumbra a aceptar pacientes particulares?
Si ella captó la intención de la pregunta, no dio señales de ello.
—La mayoría de mis pacientes son de la sanidad pública.
—¿Cuántos pacientes particulares tiene?
—No creo que eso sea de su incumbencia, comisario.
—Supongo que tiene razón -reconoció él-. ¿Me respondería a una pregunta sobre sus ideas políticas? — Pregunta que aún tiene sentido en Italia, donde los partidos no son calco unos de otros.
—Soy comunista, naturalmente, aunque ahora se diga con otras palabras.
—No obstante lo cual, no tiene inconveniente en aceptar como paciente a uno de los hombres más ricos de Venecia y, probablemente, de toda Italia.
—Naturalmente. ¿Y por qué no?
—Ya se lo he dicho. Porque es muy rico.
—¿Y qué tiene que ver?
—Cabría suponer que...
—¿Que yo tenía que rechazarlo porque es rico y puede pagarse mejores médicos? ¿Es eso, comisario? — preguntó la mujer, sin hacer nada por disimular la irritación-. Esa suposición no sólo es ofensiva sino que delata una visión del mundo bastante simplista. Aunque ni lo uno ni lo otro debería sorprenderme. — Esto último le hizo preguntarse qué podía haber dicho el conde de él durante aquellas charlas.
Brunetti tenía la impresión de que la conversación se le había ido de la mano. No quería ofenderla, ni dar a entender que el conde podría encontrar mejores médicos. Lo que le sorprendía era que ella lo hubiera aceptado como paciente.
—Por favor, doctora -dijo alzando la mano entre los dos-, perdóneme, pero el mundo en el que yo trabajo es simplista. Hay buena gente. — Ella le escuchaba, por lo que el comisario se permitió agregar, con una sonrisa-. Gente como usted y como yo. — Ella tuvo la gentileza de devolverle la sonrisa-. Y hay gente que quebranta la ley.
—Ya -dijo ella. Su enojo no se había calmado, después de todo-. ¿Y eso nos da derecho a dividir el mundo en dos grupos, el nuestro y el de los otros? ¿Y yo tengo que tratar a los que comparten mis ideas políticas y dejar morir a los demás? Lo plantea usted como una película de cowboys: los buenos y los bandidos y, en todo momento, perfectamente claro quiénes son los unos y los otros.
Él trató de defenderse:
—Yo no he dicho qué ley quebrantaban.
—¿Es que, en su concepto del mundo, existe más ley que la del Estado? — Su desdén era evidente, y Brunetti pensó que ojalá fuera hacia la ley del Estado y no hacia su persona.
—Creo que sí -respondió.
Ella levantó las manos.
—Si hemos llegado al punto en el que se hace bajar de los cielos al pobre y sufrido Dios para meterlo en la conversación, me parece que tendré que ir a buscar más champaña.
—No, permítame -dijo él quitándole la copa. Al poco, volvía con el champaña y agua mineral para él. Ella aceptó la bebida y le dio las gracias con una sonrisa completamente amistosa y normal.
Bebió un sorbo y preguntó:
—¿Qué puede usted decirme acerca de esa ley? — Lo dijo sin rencor, con auténtico interés, dando por olvidada la disensión. Olvidada por ambas partes, descubrió él.
—Es evidente que la ley que tenemos no es suficiente -empezó, asombrándose a sí mismo, puesto que había dedicado su carrera a defender esta ley-. Necesitamos una ley más humana, o quizá, más humanitaria. — Calló, porque se sentía un poco ridículo al decir esto. Y más aún al pensarlo.
—Sería maravilloso -dijo ella con una benevolencia que inmediatamente le puso en guardia-. Pero ¿no sería un estorbo en su profesión? Al fin y al cabo, su tarea consiste en imponer la otra ley, la ley del Estado.
—En realidad, son una misma cosa. — Al darse cuenta de que sonaba a tópico, agregó-: Generalmente.
—¿Siempre no?
—No; siempre no.
—¿Y cuando no son lo mismo?
—Trato de encontrar el punto de coincidencia.
—¿Y si no lo hay?
—Entonces hago lo que debo.
Ella soltó una carcajada tan espontánea que él no pudo menos que hacerle coro, al comprender que había hablado como John Wayne antes de salir a librar la última batalla.
—Perdone por haberle hecho picar, Guido. Lo siento. Por si le sirve de consuelo le diré que nosotros, los médicos, tenemos que tomar la misma decisión algunas veces, aunque no muchas, cuando lo que nosotros consideramos justo no coincide con lo que la ley dice que es justo.
Lo salvó, los salvó a ambos, la llegada de Paola, que venía a preguntar si no quería marcharse ya.
—Paola -dijo él, dando media vuelta para presentarle a la otra mujer-, es la doctora de tu padre. — Esperaba darle una sorpresa.
—Oh, Bárbara -exclamó Paola-. Cuánto me alegro de conocerla. Ya era hora. Mi padre me habla mucho de usted.
Brunetti miraba y escuchaba, asombrado de la facilidad con que las mujeres pueden demostrarse simpatía y confianza desde el primer momento de conocerse. Unidas por una común preocupación por un hombre al que él siempre había encontrado frío y distante, ellas dos hablaban como si se conocieran desde hacía años. No había entre ellas ni asomo de aquel abrasivo recelo con que se habían medido mutuamente él y la doctora. Ésta y Paola habían realizado una especie de evaluación instantánea y se habían sentido perfectamente satisfechas del resultado. Era un fenómeno que había observado muchas veces y que temía no llegar a comprender. Él tenía la misma facilidad para simpatizar con otro hombre, pero el proceso se detenía en una capa más superficial, no tenía tanto calado como esta intimidad instantánea de la que era testigo, que parecía llegar hasta un punto central y que, evidentemente, no había concluido, sino que sólo se había interrumpido hasta el siguiente encuentro.
Ya estaban hablando de Raffaele, el único nieto varón del conde, cuando recordaron la presencia de Brunetti. Por su manera de transferir el peso del cuerpo de uno a otro pie era evidente que estaba cansado y deseaba marcharse, y Paola dijo:
—Perdóneme por haberle hablado tanto de Raffaele, Bárbara. Ahora tendrá que preocuparse de dos generaciones en lugar de una sola.
—No; es conveniente conocer otro punto de vista sobre los niños. Le preocupan mucho. Pero está muy orgulloso de ustedes. — Brunetti tardó en comprender que se refería a Paola y a él. Ésta era, sin duda, la noche de las sorpresas.
Brunetti no hubiera podido decir cómo, pero las dos mujeres decidieron que había llegado el momento de marcharse. La doctora dejó la copa en una mesa, y Paola se colgó de su brazo en el mismo momento. Intercambiaron saludos y a él volvió a sorprenderle que la doctora se mostrara mucho más efusiva con Paola que con él.
CAPITULO XIII
Era a la mañana siguiente cuando el comisario tenía que dejar su primer informe por escrito encima de la mesa de Patta «antes de las ocho». Y precisamente aquella mañana, cuando Brunetti abrió los ojos y miró el reloj, éste marcaba las ocho y cuarto, por lo que era evidente que le sería imposible cumplir la orden de su superior.
Media hora después, con un aspecto ya más humano, Brunetti entró en la cocina y encontró a Paola leyendo L'Unitá, lo que le recordó que era martes. Por razones que no había llegado a comprender, su mujer leía cada mañana un diario diferente, abarcando el espectro político desde la derecha hasta la izquierda, además de las lenguas francesa e inglesa. Años atrás, a poco de conocerla, cuando la entendía aún menos que ahora, le había preguntado por qué. La respuesta que ella le dio era perfectamente racional, aunque él no supo verlo así hasta años después: «Quiero descubrir de cuántas maneras diferentes se pueden decir las mismas mentiras.» Nada de lo que había leído desde entonces le había sugerido que la actitud de su esposa fuera errónea. Hoy era la mentira comunista; mañana les tocaría el turno a los cristianodemócratas.
Le dio un beso en la nuca. Ella gruñó pero no levantó la mirada. En silencio, señaló hacia la izquierda, a una fuente de brioches que había en la encimera. Mientras su mujer volvía las hojas del periódico, Brunetti se sirvió una taza de café, le puso tres cucharadas de azúcar y se sentó frente a ella.
—¿Algo nuevo? — preguntó mordiendo el brioche.
—Más o menos. Desde ayer tarde estamos sin gobierno. El presidente trata de formar uno nuevo, pero no parece tener posibilidades. Y esta mañana, en la panadería, la gente sólo hablaba de que ya empieza a hacer frío. No es de extrañar que tengamos el gobierno que tenemos: es lo que nos merecemos. Bueno -dijo mirando la foto del último presidente-, quizá no. Nadie puede merecerse esto.
—¿Qué más? — preguntó él, siguiendo un ritual de más de una década que le permitía enterarse de lo que ocurría sin necesidad de leer el periódico y, de paso, le daba una clara indicación del humor de su mujer.
—Huelga de ferroviarios la semana próxima, en protesta por el despido de un maquinista que chocó con otro tren estando borracho. Hacía meses que los que trabajaban con él se quejaban sin que les hicieran caso. Tres muertos. Y ahora los mismos que se quejaban amenazan con ir a la huelga porque ha sido despedido. — Volvió otra página y él tomó otro brioche-. Más amenazas de ataques terroristas. Quizá eso mantenga alejados a los turistas. — Volvió otra página-. Crítica del estreno en la ópera de Roma. Un desastre. El director de orquesta, fatal. Anoche Dami me dijo que hacía semanas, desde que empezaron los ensayos, que la orquesta se quejaba de él, pero nadie les escuchó. Es lógico. Si no se escucha a los que conducen los trenes, ¿por qué habría que escuchar a los músicos que oyen cómo suena la orquesta en los ensayos?
Brunetti dejó la taza con brusquedad, salpicando de café la mesa. La única respuesta de Paola fue acercarse un poco más el periódico.
—¿Qué has dicho?
—¿Hum? — hizo ella distraídamente.
—¿Qué has dicho del director de orquesta?
Ella levantó la mirada, intrigada por el tono, no por las palabras.
—¿Cómo?
—Del director, ¿qué has dicho?
Paola parecía haber olvidado ya sus propias palabras, como solía olvidar la mayoría de los juicios que emitía cada mañana. Volvió a la página en la que aparecía la crítica.
—Ah, sí, la orquesta. Si les hubieran prestado atención, habrían sabido que el director era pésimo. Al fin y al cabo, no puede haber mejor juez que los propios músicos.
—Paola -dijo él, mirándola por encima del periódico-, si no estuviera casado contigo, abandonaría a mi mujer por ti.
Le halagó comprobar que la había sorprendido; pocas veces lo conseguía. Así la dejó, mirándole por encima de sus lentes de lectura, sin saber qué había hecho para provocar esta reacción en su marido.
Brunetti bajó corriendo los noventa y cuatro escalones, con prisa por llegar al despacho y empezar a hacer llamadas.
Cuando llegó, al cabo de quince minutos, Patta aún no había dado señales de vida, por lo que el comisario dictó un breve párrafo y lo envió a la mesa de su superior. Hecho esto, llamó a las oficinas centrales de Il Gazzettino y preguntó por Salvatore Rezzonico, el crítico musical. Le dijeron que no estaba, pero que lo encontraría en su casa o en el conservatorio. Cuando, por fin, localizó al crítico en su casa y le explicó qué quería, Rezzonico accedió a hablar con él aquella misma mañana, en el conservatorio, donde daba una clase a las once. Después Brunetti llamó a su dentista, que una vez había mencionado que un primo suyo era primer violín de la orquesta de La Fenice. Tras averiguar que el primo se llamaba Traverso y dónde podría encontrarlo, concertó una entrevista con él para antes de la función de aquella noche.
El comisario pasó la media hora siguiente hablando con Miotti, que poco más había podido averiguar en el teatro, salvo que otro miembro del coro estaba seguro de haber visto a Flavia Petrelli entrar en el camerino del director de la orquesta en el primer entreacto. Miotti había descubierto también la causa de la evidente antipatía del portiere por la soprano: la convicción de que «se entendía con la americana». Aparte de esto, nada más. Brunetti envió a su subordinado a los archivos de Il Gazzettino en busca de información sobre un escándalo que afectara al maestro y a una cantante italiana «antes de la guerra». Sin darse por enterado de la mirada que le lanzó Miotti por la vaguedad de la indicación, apuntó que quizá hubiera un sistema de archivo que le facilitara la búsqueda.
Brunetti salió del despacho y se encaminó hacia el conservatorio de música, situado en un pequeño campo cercano al puente de la Accademia. Tras mucho preguntar, encontró la clase del profesor en el tercer piso y, dentro de la clase, al profesor que esperaba, a él o a sus alumnos.
Como suele ocurrir en Venecia, Brunetti conocía de vista al profesor, por haberse cruzado con él muchas veces en aquella parte de la ciudad. Aunque nunca habían hablado, por la cordialidad que el hombre imprimió en su saludo, era evidente que el comisario tampoco era un desconocido para él. Rezzonico era un hombre bajo y delgado, de tez pálida y manos cuidadas. Tenía la cara rasurada y el pelo muy corto y llevaba traje gris oscuro y corbata discreta, como si deseara cultivar el aspecto de profesor.
—¿Qué desea de mí, comisario? — preguntó cuando Brunetti se hubo presentado y sentado en uno de los pupitres de la clase.
—Se trata del maestro Wellauer.
—Ah, sí -respondió Rezzonico, en tono previsiblemente lúgubre-. Una gran pérdida para el mundo de la música. — Al fin y al cabo, él había escrito la necrológica.
Brunetti marcó la pausa de rigor y prosiguió:
—¿Iba a hacer la crítica del estreno de La Traviata, profesor?
—Sí, efectivamente.
—Pero la crítica no apareció.
—No, decidimos... el director decidió que, por respeto hacia el maestro y dado que no pudo terminar su actuación, haríamos la reseña de una de las funciones dirigidas por su sucesor.
—¿Y ya la ha hecho?
—Sí. La han publicado esta mañana.
—Lo siento profesor, pero no he tenido tiempo de leerla. ¿La crítica era favorable?
—En conjunto, sí. Los cantantes son buenos y, la Petrelli, fabulosa. Probablemente, la única soprano verdiana del momento, la única auténtica. El tenor no es tan bueno, pero aún es joven y estoy seguro de que su voz madurará.
—¿Y el director de la orquesta?
—Como decía en la crítica, en estas circunstancias, su trabajo es muy ingrato. No es fácil dirigir una orquesta que ha ensayado con otro director.
—Comprendo.
—Pero, habida cuenta de las dificultades -prosiguió el profesor-, lo hizo bastante bien. Es un joven con mucho talento y parece tener una sensibilidad especial para Verdi.
—¿Y el maestro Wellauer?
—¿Cómo?
—Si hubiera hecho la crítica del estreno, la función que empezó a dirigir Wellauer, ¿qué hubiera dicho?
—¿Acerca de la representación en general o del maestro?
—De los dos.
Era evidente que la pregunta desconcertaba al profesor.
—No sabría qué contestar a eso. La muerte del maestro hizo innecesaria la reseña.
—Pero, de haber tenido que escribirla, ¿qué hubiera dicho?
El profesor echó la silla hacia atrás y cruzó las manos en la nuca, adoptando la postura que Brunetti había observado tantas veces en sus propios profesores. Así estuvo un rato, mientras meditaba su respuesta y luego dejó que la silla se enderezara, con un golpe seco de las patas en el suelo.
—Me temo que la crítica hubiera sido diferente.
—¿Diferente en qué sentido?
—Sobre los cantantes, hubiera venido a decir lo mismo. La signora Petrelli está siempre magnífica. El tenor cantó bien, como le he dicho, y sin duda mejorará cuando adquiera experiencia. La noche del estreno estuvieron, poco más o menos, igual que la otra noche, pero el resultado fue distinto. — Al observar la perplejidad de Brunetti, trató de aclarar-: Verá, son muchos los años de la labor del maestro Wellauer que tendría que olvidar. Aquella primera noche, se me hacía difícil escuchar la música sin que tantos años de virtuosismo condicionaran lo que estaba oyendo en realidad.
»A ver si consigo explicarlo. En una representación, el director de orquesta es quien lo coordina todo, procurando que los cantantes mantengan los tiempos adecuados, que la orquesta los apoye, que las entradas se hagan en el momento preciso, que nadie se salga del esquema. Y también que la música no sea demasiado fuerte, que los crescendi adquieran fuerza y dramatismo, pero sin ahogar a los cantantes. Cuando el director se da cuenta de que ocurre esto, hace bajar el tono a los músicos con un movimiento de la mano o llevándose el índice a los labios. — El músico hizo entonces los ademanes que Brunetti había observado en muchos conciertos y óperas.
»Y en todo momento debe controlarlo todo: coro, cantantes y orquesta, y mantener el equilibrio. Si se rompe el equilibrio, cada cual va por su lado y uno sólo oye las distintas partes, no la ópera en su conjunto.
—¿Y aquella noche, la noche en que murió el maestro?
—Faltaba ese control general. Había momentos en los que la orquesta subía tanto que no se oía a los cantantes, y estoy seguro de que también a ellos les costaba oírse. Otras veces, el ritmo era tan rápido que los cantantes casi no podían seguirlo. Y viceversa.
—¿Alguien más lo notó, profesor?
Rezzonico alzó las cejas y resopló con displicencia.
—Comisario, no sé qué pensará usted del público veneciano, pero lo mejor que puede decirse de él es que es sordo. No va a la ópera a escuchar música ni bel canto sino a lucir sus galas delante de las amistades, amistades que han ido por lo mismo. Podría usted traer a una banda de pueblo siciliana y hacerla tocar en el foso, y nadie notaría la diferencia. Si el vestuario es lujoso y la presentación fastuosa, el éxito está asegurado. Si es una ópera moderna y los cantantes no son italianos, fracaso seguro. — El profesor advirtió que aquello empezaba a parecer una disertación y bajó el tono-: Contestando a su pregunta: no, no creo que muchos notaran lo que ocurría.
—¿Y los otros críticos?
El profesor volvió a resoplar.
—Aparte de Narciso, de La Repubblica, no hay entre todos ellos ni un solo músico. Algunos, van a un ensayo y escriben la crítica. Otros ni saben leer una partitura. No; no tienen criterio.
—¿A qué atribuye el fracaso del maestro Wellauer, si se le puede llamar fracaso?
—Quién sabe. Pudo deberse a una mala noche. Al fin y al cabo, era un anciano. Quizá estaba disgustado por algo que ocurriera antes de la función. O, aunque le parezca ridículo, pudo tratarse de una simple indigestión. Pero, en cualquier caso, aquella noche no controlaba la música. Se le iba, los músicos hacían lo que querían y los cantantes trataban de seguirlos. Pero él no daba sensación de dominio.
—¿Algo más, profesor?
—¿Se refiere a la música?
—A la música o a cualquier otra cosa.
Rezzonico reflexionó un momento, entrelazando ahora los dedos en el regazo, y finalmente dijo:
—Quizá esto le parezca extraño. A mí me lo parece, porque en realidad no sé por qué lo digo ni por qué lo creo así. Pero tengo la impresión de que él se daba cuenta.
—¿Cómo dice?
—Wellauer. Creo que lo sabía.
—¿Lo de la música? ¿Lo que ocurría?
—Sí.
—¿Por qué lo dice, profesor?
—Por algo que observé después de la escena del segundo acto en la que Germont suplica a Violetta. — Miró a Brunetti, para comprobar si conocía el argumento de la ópera. Brunetti asintió y el profesor prosiguió-: Una escena que siempre es muy aplaudida, sobre todo si los cantantes son tan buenos como Dardi y Petrelli. Estuvieron muy bien, y la ovación fue larga. Mientras el público aplaudía, yo observaba al maestro. Le vi dejar la batuta en el atril como si fuera a marcharse, a bajar del podio dejándonos plantados. Quizá fueran figuraciones, pero me pareció que ésa era su intención. Entonces cesaron los aplausos y los primeros violines levantaron los arcos. Él los vio, movió la cabeza de arriba abajo y volvió a empuñar la batuta. Y la ópera continuó, pero yo me quedé con la impresión de que, si no llega a advertir el movimiento de los violines, hubiera dado media vuelta y se hubiera marchado.
—¿Alguien más lo notó?
—No lo sé. Ninguna de las personas con las que he hablado ha querido extenderse mucho sobre aquella representación. Todo el mundo parece muy prudente. Yo estaba en un palco proscenio de la izquierda y podía verle de cara. Supongo que los demás miraban a los cantantes. Después, cuando se anunció que no podía continuar, supuse que habría tenido un ataque. Pero no que le hubieran matado.
—¿Qué decían esas otras personas?
—Como ya le he dicho, todo el mundo se expresa casi con cautela, como si no quisieran criticarle ahora que ha muerto. Pero varias personas de este conservatorio están de acuerdo conmigo en que su actuación dejaba mucho que desear. Nada más.
—Leí su artículo acerca de la carrera de Wellauer, profesor. Hacía de él grandes elogios.
—Fue uno de los grandes músicos del siglo. Un genio.
—En su artículo no menciona su última actuación.
—No se puede condenar a un hombre por una mala noche, comisario, y menos si su carrera ha sido tan brillante.
—Sí, ya sé; ni por una mala noche ni por una mala acción.
—Exactamente -convino el profesor, mirando a dos muchachas que acababan de entrar en la clase, cada una con una gruesa partitura debajo del brazo-. Ahora, con su permiso, comisario, ya llegan mis alumnos y tengo que empezar la clase.
—Por supuesto, profesor -dijo Brunetti poniéndose en pie y tendiendo la mano-. Muchas gracias por su tiempo y por su ayuda.
El otro murmuró a su vez unas frases de cortesía, pero Brunetti advirtió claramente que toda su atención era ya para sus alumnos. Abandonó la clase, bajó la ancha escalera y salió al campo San Stefano.
El comisario pasaba con frecuencia por esta zona de la ciudad y había llegado a conocer no sólo a los que trabajaban aquí, en los bares y las tiendas, sino incluso a los perros avecindados en los alrededores. Tumbado al pálido sol de invierno estaba un bulldog rosa y blanco cuyo morro achatado daba un poco de angustia a Brunetti. Más allá, el pequinés que se había convertido, de un montoncito de pelo que era, en una criatura de extrema fealdad. Por último, delante de la tienda de cerámica, vio al mestizo negro que se pasaba el día tumbado y tan quieto que mucha gente creía que formaba parte de la mercancía expuesta para la venta.
Brunetti decidió entrar en el Caffe Paolin. Todavía había mesas fuera, pero hoy sus únicos ocupantes eran extranjeros que trataban desesperadamente de convencerse de que aún se podía tomar un cappuccino en la terraza. La gente sensata se sentaba dentro.
Brunetti intercambió un saludo con el barman, que demostró tener tacto suficiente como para no preguntarle si había novedades en el caso. En una ciudad en la que no había secretos, la gente cultivaba el arte de no hacer preguntas directas ni comentarios que no fueran puramente casuales. Brunetti sabía que, por mucho que tardara en cerrarse el caso, ninguna de las personas con las que trataba a este nivel -el barman, el vendedor de periódicos o el cajero del banco- le haría ni el más pequeño comentario.
Después de tomar el espresso, se sentía inquieto y no le apetecía el almuerzo hacia el que todo el mundo parecía encaminarse apresuradamente. Llamó al despacho y allí le dijeron que el signore Padovani había llamado y dejado un nombre y una dirección. Sin mensaje alguno, sólo el nombre: Clemenza Santina, y la dirección: Corte Mosca, Giudecca.
CAPÍTULO XIV
La isla de la Giudecca era una parte de Venecia a la que Brunetti no iba casi nunca. Se ve desde la piazza San Marco, se ve, en realidad, desde toda la parte posterior de la isla, de la que, en algunos lugares, no dista más de cien metros, pero existe en un extraño aislamiento del resto de la ciudad. Las sórdidas noticias que aparecen en los periódicos con embarazosa frecuencia, de niños mordidos por ratas o de gente que es hallada muerta de sobredosis, siempre parecen ocurrir en la Giudecca. Ni siquiera la presencia de un monarca destronado y de una estrella de cine en el ocaso han podido redimirla a los ojos de la gente, que la considera un lugar siniestro y abandonado, en el que ocurren cosas horribles.
Brunetti, al igual que la mayoría de sus conciudadanos, solía ir a la Giudecca en julio, con motivo de la Fiesta del Redentor, que conmemora el fin de la peste de 1576. Durante dos días, un puente de pontones comunica la Giudecca con la isla principal, para permitir a los fieles ir andando a la iglesia del Redentor, a dar gracias por otra prueba de la intervención divina que con tanta frecuencia parece haber protegido o salvado a la ciudad.
Mientras el barco 8 chapoteaba en las rizadas aguas, el comisario contemplaba desde la cubierta el lejano inferno industrial de Marghera, donde las chimeneas expulsaban gruesas nubes de humo que, lentamente, cruzarían la laguna para cebarse en el blanco mármol de Istria, y se preguntaba qué divina intercesión podría salvar a la ciudad de la capa de aceite, esta plaga moderna que cubría las aguas de la laguna y que ya había destruido millones de los cangrejos que se arrastraban por las pesadillas de su infancia. ¿Qué Redentor podría proteger a la ciudad del velo de humo verdoso que, poco a poco, convertía el mármol en merengue? Hombre de fe limitada, Brunetti no vela salvación alguna, ni divina ni humana.
Desembarcó en Zittele, giró hacia la izquierda y caminó junto al agua, buscando la entrada de corte Mosca. Al otro lado del agua, la ciudad relucía al tibio sol del invierno. Pasó por delante de la iglesia, cerrada por la siesta de Dios y, más allá, distinguió ya la entrada del patio. El pasaje, estrecho y lóbrego, olía a gato.
Al final del túnel de piedra, se encontró al borde de un asilvestrado jardín que se enmarañaba en el centro del patio. A un lado, algo que en otro tiempo podía haber sido un gato, roía una cosa con plumas. Al oír pasos, el gato retrocedió hasta esconderse bajo un rosal, arrastrando consigo lo que estaba comiendo. Al otro lado del patio, se veía una puerta de madera alabeada. Brunetti avanzó hacia ella, deteniéndose de vez en cuando para desengancharse de alguna que otra espina, y llamó, primero con los nudillos y después con el puño.
Al cabo de varios minutos, la puerta se entreabrió cuatro dedos y dos ojos le miraron. Él preguntó por la signora Santina. Los ojos le inspeccionaron, entornándose confusos, y retrocedieron hacia la completa oscuridad de la casa. En atención a los achaques de la edad, el comisario repitió la pregunta, ahora casi a gritos. Entonces, debajo de los ojos se abrió un pequeño agujero, y una voz de hombre le dijo que la signora vivía enfrente.
Brunetti dio media vuelta y miró hacia el otro lado del jardín. Cerca del túnel, casi escondida tras un montón de hierbas y ramas semiputrefactas, había otra puerta baja. Cuando se volvía para dar las gracias al hombre, la puerta se cerró bruscamente. El comisario cruzó el jardín andando con precaución y llamó a la otra puerta.
Esta vez tuvo que esperar todavía más. Cuando se abrió la puerta, vio otro par de ojos, casi a la misma altura que los otros, y se preguntó si ésta sería la misma criatura que había dado la vuelta al edificio. Pero un examen más atento reveló que estos ojos eran más claros y estaban en una cara de mujer, aunque tan arrugada y tan amoratada por el frío como la primera.
—¿Sí? — dijo la mujer levantando la mirada hacia él. Era menuda y estaba envuelta en prietas capas de jerseys y bufandas. Por el bajo de la más larga de las faldas, asomaba lo que parecía un camisón de franela. Llevaba unas gruesas zapatillas de lana, como las que solía usar la abuela de Brunetti. Y, encima de todo, un abrigo de hombre, desabrochado.
—¿Signora Santina?
—¿Qué desea? — Era una voz que la edad había vuelto chillona y áspera. Resultaba difícil creer que pertenecía a una de las grandes cantantes de antes de la guerra. Y también era una voz en la que el comisario detectó la suspicacia ante la autoridad instintiva a todos los italianos, sobre todo, los viejos. Una suspicacia que le había enseñado a demorar todo lo posible el decir a la gente quién era él.
—Signora -empezó en voz alta y clara, inclinándose hacia adelante-, me gustaría hablar con usted del maestro Wellauer.
Nada en la cara de la mujer denotó que estuviera enterada de su muerte.
—No hace falta que grite, que no soy sorda. ¿Quién es, un periodista como el otro?
—No, signora, no soy periodista. Pero me gustaría hablar del maestro con usted. — Ahora hablaba con precaución, atento al efecto de sus palabras-. Tengo entendido que había cantado con él. En sus tiempos de gloria. — Al oír esta palabra, los ojos de la mujer buscaron los de él y su expresión se suavizó casi imperceptiblemente.
Ella lo inspeccionó, buscando al músico detrás de la sobria corbata azul.
—Sí. Canté con él. Pero ya hace mucho tiempo de eso.
—Ya lo sé, signora. De todos modos, sería un honor para mí que me hablara de su carrera.
—De mi carrera con él, ¿no es eso? — Brunetti advirtió entonces que ella había adivinado quién era.
—Policía, ¿verdad? — preguntó, como si la certeza le hubiera llegado como un olor y no como una idea. Se ciñó el abrigo y cruzó los brazos.
—Sí, signora. Pero siempre he sido admirador suyo.
—Entonces ¿cómo es que no le he visto antes por aquí? Embustero -dijo más como descripción que como insulto-. Pero hablaré con usted. Si no, volverá con papeles. — Bruscamente, dio media vuelta y retrocedió hacia la oscuridad-. Entre, entre; no puedo permitirme calentar todo el patio.
El entró y sintió una bofetada de aire frío y húmedo. No sabía si era el efecto de haber pasado repentinamente del sol a la oscuridad, pero parecía hacer más frío dentro de la casa que en el patio. La mujer cerró la puerta suprimiendo por completo la luz y hasta el recuerdo del calor del sol. Con el pie, empujó un grueso rollo de franela tapando la rendija de debajo de la puerta. Luego, echó la llave y los cerrojos. Con un policía en casa, aseguraba la puerta.
—Venga por aquí -rezongó, echando a andar por un largo corredor. Brunetti tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra antes de seguirla por el húmedo pasillo hasta una cocina pequeña y oscura, en el centro de la cual había una vetusta estufa de queroseno. La llama que ardía en la base no podía ser más pequeña. Arrimado a la estufa había un sillón que tenía encima tantas mantas como jerseys llevaba la mujer.
—Imagino que querrá café -dijo ella, cerrando la puerta de la cocina y empujando con el pie otro rollo de trapos para tapar la rendija.
—Se lo agradecería, signora.
La anciana señaló una silla situada delante del sillón y Brunetti, al acercarse, observó que el asiento de mimbre estaba gastado, o roído, en varios sitios. Se sentó con precaución y paseó la mirada por la cocina, en la que vio signos de una pobreza desesperada: fregadero de cemento, un solo grifo, ni nevera ni fogón, manchas de moho en la pared. Una pobreza que, además de verse, se olía, en aquel aire impregnado del hedor a alcantarilla común a todas las plantas bajas de Venecia, de los efluvios del salami y el queso dejados en la encimera, sin tapar, y del tufo a toquilla vieja y sin lavar que le llegaba de la butaca.
Con unos movimientos entorpecidos por la edad y por la falta de espacio, la mujer vertió un poco de café de una cafetera en un cacillo y, con pasitos vacilantes, se acercó a la estufa, encima de la cual puso a calentar el café. Despacio, fue hasta la encimera de cemento de la que tomó dos tazas desportilladas que colocó encima de la mesa que estaba al lado del sillón. Luego, emprendió otro viaje, del que volvió con un pequeño azucarero de cristal que contenía un mazacote de azúcar solidificado. Introdujo el dedo en el cazo, estimó que la temperatura era la correcta, sirvió el café en las tazas y, con brusquedad, empujó una de ellas hacia el comisario. Luego, se chupó el dedo para limpiárselo.
La mujer se inclinó para alisar las mantas del sillón y, como el que se dispone a acostarse, se dejó caer en el asiento. Automáticamente, como si lo tuvieran ensayado, las mantas que estaban extendidas sobre el respaldo y los brazos del sillón cayeron sobre ella, envolviéndola.
Cuando la anciana alargó la mano hacia la taza, el comisario observó que tenía los dedos abultados y deformados por la artritis, y que la mano izquierda no era más que una especie de gancho con pulgar. Entonces comprendió que ésta debía de ser la causa de la lentitud de sus movimientos. Y, mientras el frío y la humedad seguían infiltrándose en su cuerpo, trató de imaginar lo que debía de ser la vida de la mujer en aquel apartamento. Ninguno de los dos había hablado durante la preparación del café. Ahora mantenían un silencio casi amistoso, hasta que, finalmente, ella se inclinó hacia adelante y le dijo:
—Sírvase azúcar.
Como ella no hacía ningún movimiento para salir de su envoltura, Brunetti tomó la única cucharilla y golpeó con ella el azúcar hasta desprender un grumo.
—Permítame, signora -dijo, echando el azúcar en la taza de ella y removiendo el café con la cucharilla. Hizo saltar otro terrón y lo introdujo en su propia taza, en la que permaneció duro e indisoluble. El brebaje era fuerte, tibio y letal. El azúcar chocó contra los dientes del comisario, sin haber hecho nada por mitigar el sabor acre del café. Él tomó otro sorbo y dejó la taza en la mesa. La signora Santina ni lo probó.
El comisario se apoyó en el respaldo de la silla y, sin tratar de disimular la curiosidad, miró en derredor. Si había creído que encontraría pruebas de una carrera fulgurante se equivocaba. Ni un cartel de noche de estreno, ni una foto de la cantante vestida para salir a escena. El único objeto que podía evocar el pasado era un retrato en un marco de plata colocado encima de un deteriorado secreter. En él se veía a tres mujeres, tres muchachas que sonreían a la cámara, sentadas formando una V, en actitud formal y un tanto forzada.
Sin mirar siquiera la taza que tenía al lado, la mujer preguntó bruscamente:
—¿Qué quiere saber?
—¿Es verdad que había cantado usted con él, signora?
—Sí. En la temporada de 1937. Pero no aquí.
—¿Dónde?
—En Munich.
—¿Qué ópera, signora?
—Don Giovanni. A los alemanes les chifla lo suyo. Y a los austriacos, lo mismo. Por eso les dimos Mozart. — Y, con un ligero bufido de desdén, agregó-: Y Wagner. Naturalmente, él les dio Wagner. Aquel tipo adoraba a Wagner.
—¿Quién? ¿Wellauer?
—No. L'imbianchino -dijo ella, utilizando el apelativo de «pintor de paredes» con el que manifestaba unos sentimientos que habían costado la vida a infinidad de personas.
—¿Y el maestro? ¿También admiraba a Wagner?
—A él le gustaba todo lo que le gustaba al otro -dijo, sin disimular el desprecio-. Pero también le gustaba por sí mismo. A todos los alemanes les gusta la melancolía y el dolor. Les gusta el sufrimiento. El propio y el ajeno.
Absteniéndose de todo comentario al respecto, él preguntó:
—¿Conocía bien al maestro, signora?
Ella desvió la mirada hacia el retrato y luego se miró las manos, que mantenía cuidadosamente separadas, como si hasta el menor contacto fuera doloroso.
—Sí; lo conocía bien -dijo al fin.
Al cabo de lo que pareció mucho rato, él preguntó:
—¿Qué puede decirme de él?
—Era vanidoso -dijo la mujer-. Pero con razón. Era el mejor director de orquesta que he conocido. No trabajé con muchos, porque mi carrera fue corta; pero de todos aquellos con los que trabajé él era el mejor. No sé cómo, pero hacía que cualquier música, por conocida que fuera, pareciera nueva, como si nunca antes hubiera sido interpretada, ni escuchada. En general, los músicos no le querían, pero le respetaban. Él podía hacer que tocaran como los ángeles.
—Dice que su carrera fue corta. ¿Cuál fue la causa? Ahora le miró, pero no preguntó cómo alguien que se decía admirador suyo podía ignorar la historia. Claro que, al fin y al cabo, era policía, y los policías siempre mienten. Siempre.
—Me negué a cantar para il Duce. Fue en Roma, en la inauguración de la temporada de 1938. Norma. El gerente del teatro subió a verme poco antes de que se levantara el telón para decirme que aquella noche Mussolini nos honraba con su presencia. Y yo... -Aquí su voz se apagó, mientras buscaba la manera de explicar lo sucedido-. Yo era joven y valiente, y dije que no cantaría. Era joven y célebre, y pensé que podía hacerlo, que mi fama me protegería. Pensaba que el amor de los italianos por el arte y la música me permitirían hacer aquello y quedar a salvo. — Sacudió la cabeza ante la idea.
—¿Qué ocurrió?
—No canté. Aquella noche no canté, y no volví a cantar en público nunca más. Él no podía matarme por no cantar, pero podía arrestarme. Me quedé en mi casa de Roma hasta que terminó la guerra. Y, cuando terminó, cuando terminó, ya no canté más. — Se revolvió en el sillón-. No quiero hablar de eso.
—Entonces hablemos del maestro. ¿Recuerda algo más de él? — Aunque ninguno de los dos había mencionado su muerte, hablaban de él como si estuviera entre los muertos.
—Nada más.
—¿Es verdad que tuvo con él dificultades de carácter personal?
—Le conocí hace cincuenta años. ¿Qué puede importar ya?
—Signora, yo sólo deseo hacerme una idea de qué clase de hombre era. Lo único que conozco de él es su música, que es muy bella. Y su cuerpo, que no tenía nada de bello cuando lo vi. Cuanto más cosas sepa de él, mejor podré comprender las circunstancias de su muerte.
—Murió envenenado, ¿verdad?
—Sí.
—Bien. — No había malevolencia en su voz. El entusiasmo que denotaba era el que hubiera podido despertar un pasaje musical o una buena comida. Él observó que ahora tenía las manos juntas y que se retorcía los dedos nerviosamente-. Pero siento que lo hayan matado. — ¿En qué quedamos?, se preguntó él-. Preferiría que se hubiera suicidado, para que, además, su alma se condenara.
Su tono de voz seguía siendo neutro, desapasionado. Brunetti se estremeció. Empezaron a castañetearle los dientes. Casi involuntariamente, se levantó y empezó a pasearse, para tratar de entrar en calor. Al pasar por delante del secreter, se paró a contemplar el retrato. Las tres muchachas estaban ataviadas a la artificiosa moda de los años treinta: vestidos de blonda hasta los pies y sandalias de tacón altísimo, labios oscuros y en forma de corazón y cejas muy finas. A pesar de la ondulación y del maquillaje, se veía que eran muy jóvenes. Estaban colocadas por orden de edad, la mayor, a la izquierda, no tendría más de veinticinco años, la mediana, en el centro, unos cuantos menos y la pequeña, casi una niña, no pasaría de los quince.
—¿Cuál de ellas es usted, signora?
—La del centro. Yo era la mediana.
—¿Y las otras dos?
—Clara era la mayor. Y Camilla, la pequeña. Éramos una buena familia italiana. Mi madre tuvo seis hijos en doce años, tres niñas y tres niños.
—¿Cantaban también sus hermanas?
Ella suspiró y luego resopló de incredulidad.
—Hubo un tiempo en el que en Italia todo el mundo conocía a las tres hermanas Santina, las tres C. Pero de eso hace mucho tiempo y no tiene usted por qué saberlo.
Al ver la forma en que ella miraba el retrato, el comisario se preguntó si, a sus ojos, las tres seguían siendo como entonces, jóvenes y bonitas.
—Empezamos cantando en los cines, después de las películas. Nuestra familia no tenía dinero, por lo que nosotras, las hijas, cantábamos para ganar algo, poco. Luego empezamos a ser famosas y ganábamos más. Entonces yo descubrí que tenía auténtica voz y empecé a cantar en los teatros, pero Camilla y Clara siguieron cantando en los music-hall. — Dejó de hablar, tomó la taza, bebió el café en tres rápidos tragos y escondió las manos buscando el calor de las mantas.
—¿Afectaron a sus hermanas sus problemas con el maestro?
De pronto, su voz sonaba a vejez y cansancio.
—Hace mucho tiempo de aquello. ¿Qué puede importar?
—¿Afectaron a sus hermanas, signora?
Su voz se elevó hasta alcanzar el registro de soprano.
—¿Por qué quiere saberlo? ¿Qué importa ya? Él ha muerto. Ellas han muerto. Todos han muerto. — Se arrebujó en las mantas, para protegerse del frío del ambiente y del frío de la voz de él. El comisario esperaba, pero lo único que oía era el jadeo sibilante de la estufa en su vano empeño por mitigar el frío mortal de aquella cocina.
Pasaban los minutos. Brunetti aún tenía en la boca el sabor amargo del café y no sabía cómo combatir el frío que le taladraba los huesos.
Por fin, la mujer habló, en tono tajante:
—Si ha terminado el café, ya puede marcharse.
Él fue a la mesa y llevó las dos tazas al fregadero. Cuando se volvió, la mujer había emergido de debajo de las mantas y ya estaba en la puerta. Arrastrando los pies, le precedió por el largo corredor que ahora parecía incluso más frío que antes. Moviendo torpemente sus manos deformes, descorrió los pasadores, dio la vuelta a la llave y abrió la puerta lo justo para que pudiera salir el comisario, Cuando se volvió para darle las gracias, ella ya estaba pasando los cerrojos. Aunque era invierno y hacía frío, él respiró de satisfacción al sentir en la espalda la leve caricia del sol de la tarde.
CAPÍTULO XV
En el barco, de regreso a la isla principal, Brunetti pensaba en quién podría contarle qué había ocurrido entre la cantante y Wellauer. Y entre Wellauer y la hermana de la cantante. La única persona que se le ocurría era Michele Narasconi, un amigo que vivía en Roma y que se ganaba la vida escribiendo para las revistas. El padre de Michele, ahora retirado, hacía lo mismo, pero con mucho más éxito. Durante dos décadas fue el primer reportero de chismes de Italia, nación que exigía un caudal continuo de esta clase de información. Durante muchos años, el padre tuvo su columna semanal en Gente y en Oggi, y millones de lectores recurrían a él para mantenerse al día -la exactitud no era indispensable- de los escándalos de los Saboya, los artistas de teatro y de cine y la legión de reyes y reyezuelos que se empeñaban en emigrar a Italia antes o después de abdicar. Aunque Brunetti no sabía qué buscaba con exactitud, no le cabía la menor duda de que el padre de Michele era la persona que podría proporcionárselo.
Cuando llegó al despacho hizo la llamada. Hacía tanto tiempo que no hablaba con Michele que tuvo que pedir el número a Información Interurbana. Mientras sonaba el teléfono, pensó en la manera de pedir lo que necesitaba sin ofender a su amigo.
—Pronto. Narasconi -dijo una voz femenina.
—Ciao, Roberta. Soy Guido.
—Guido, qué alegría oírte. ¿Cómo estás? ¿Y Paola? ¿Y los niños?
—Todos bien, Roberta. ¿Está Michele?
—Sí. Ahora mismo le llamo. — Oyó el golpe seco del teléfono en la mesa, la voz de Roberta que llamaba a su marido, portazos, pasos y la voz de Michele que decía:
—Ciao, Guido. ¿Cómo estás y qué quieres de mí? — La risa que acompañó a la pregunta borraba toda posibilidad de malicia.
Brunetti decidió que era inútil malgastar tiempo y energía en rodeos.
—Michele, esta vez necesito la memoria de tu padre. Es un asunto muy viejo para ti. ¿Cómo se encuentra?
—Sigue trabajando. La RAl le ha pedido que escriba un programa sobre los primeros tiempos de la televisión. Si lo hace, ya te avisaré para que lo veas. ¿Qué quieres saber? — Michele, periodista por instinto además de profesión, no perdía el tiempo.
—Me gustaría saber si recuerda a una cantante de ópera llamada Clemenza Santina. Actuaba antes de la guerra.
Michele gruñó levemente.
—El nombre me suena, pero no sabría decirte por qué. Si es algo de la época de la guerra, papá lo recordará.
—Tenía dos hermanas. Las tres cantaban -explicó Brunetti.
—Sí; ya recuerdo. Las Tres Ces, las Bellas Ces o algo por el estilo. ¿Qué quieres saber?
—Todo. Todo lo que él recuerde.
—¿Tiene que ver con Wellauer? — preguntó Michele, guiado por un olfato infalible.
—Sí.
Michele silbó larga y elocuentemente.
—¿Te han dado el caso?
—Sí.
Otro silbido.
—No te arriendo la ganancia, Guido. La prensa te comerá vivo como no encuentres pronto al que lo hizo. Un escándalo para la República. Un crimen contra el Arte. Etcétera.
Brunetti, que ya había soportado esta clase de titulares durante tres días, dijo escuetamente:
—Ya lo sé.
La reacción de Michele fue inmediata.
—Lo siento, Guido. Lo siento. ¿Qué quieres que pregunte a papá?
—Si se hablaba de Wellauer y las hermanas.
—¿Las habladurías de costumbre?
—Sí, cualquier clase de chismes. Por aquel entonces él estaba casado. No sé si esto puede ser importante.
—¿Estaba casado con la que se suicidó? — Así pues, también Michele había leído los periódicos.
—No; ésa fue la segunda. Entonces aún estaba casado con la primera. Y no me vendría mal todo lo que pudiera recordar tu padre acerca de ella. Pero aquello ocurrió poco antes de la guerra, en el treinta y ocho o el treinta y nueve.
—¿No se vio envuelta también en un asunto político? Insultó a Hitler o algo por el estilo.
—A Mussolini. Estuvo durante toda la guerra bajo arresto domiciliario. Si hubiera insultado a Hitler, la hubieran matado. Quiero saber qué relación tenía con Wellauer. Y, si es posible, también la hermana.
—¿Te urge, Guido?
—Me urge.
—Está bien. He visto a papá esta mañana, pero puedo volver a verlo esta noche. Estará encantado. Le hará sentirse importante que le pidan que recuerde. Ya sabes cómo le gusta hablar del pasado.
—Sí. Creo que él es la única persona que puede ayudarme, Michele.
Su amigo se rió. Un halago siempre es eficaz, sea o no verdad.
—Así se lo diré, Guido. — Luego, ya sin la risa, preguntó-: ¿Qué hay de Wellauer? — Era lo más que Michele se permitiría, pero no dejaba de ser una pregunta directa.
—Nada todavía. Había más de mil personas en el teatro aquella noche.
—¿Alguna relación con la Santina?
—No lo sé, Michele. Ni lo sabré hasta que me entere de lo que recuerda tu padre.
—Bien. Te llamaré esta misma noche, después de hablar con él. Probablemente, será muy tarde. ¿No importa la hora?
—No. Si no estoy yo, estará Paola. Gracias, Michele.
—No hay de qué, Guido. Además, papá estará orgulloso de que te hayas acordado de él.
—Es el único que puede ayudarme.
—Así se lo diré.
Ninguno de los dos dijo que tendrían que verse pronto; ninguno podía permitirse recorrer medio país para ver a un viejo amigo. Pero se despidieron afectuosamente.
Después de hablar con Michele, el comisario vio que ya era la hora de salir hacia el apartamento de los Wellauer para su segunda visita a la viuda. Dejó un mensaje para Miotti en el que le decía que ya no volvería al despacho aquella tarde y escribió una nota que entregó a una de las secretarias, para que la dejara en el escritorio de Patta a las ocho de la mañana siguiente.
Llegó al apartamento del maestro con varios minutos de retraso. Esta vez. le abrió la criada, la mujer que estaba sentada en el segundo banco durante el funeral. Él se presentó, le dio el abrigo y le dijo que le gustaría hablar con ella un momento antes de marcharse. La mujer asintió, dijo tan sólo: «Sí» y lo llevó a la misma habitación en la que había hablado con la viuda dos días antes.
Ella se levantó, fue a su encuentro y le dio la mano. 170
Aquellos dos días no habían sido clementes con ella, pensó Brunetti, observando las profundas ojeras y la piel reseca. Ella volvió a sentarse en el mismo sitio. El comisario advirtió que no tenía nada al alcance de la mano, ni libro, ni revista, ni labor. Al parecer, sólo estaba allí esperando, a él o al futuro. Nada más sentarse, la mujer encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete.
—Perdone, había olvidado que no fuma -dijo en inglés. Él se instaló en el mismo sillón de la última vez, pero hoy no se molestó en sacar la libretita.
—Debo hacerle varias preguntas, signora -dijo. Ella permaneció imperturbable y él prosiguió-: Son preguntas delicadas y preferiría no tener que hacerlas, especialmente, en estos momentos.
—Pero quiere las respuestas.
—Sí.
—Entonces no tendrá más remedio que preguntar, dottor Brunetti. — Era una simple afirmación hecha sin beligerancia, por lo que él no creyó necesario decir nada-. ¿Por qué debe hacer esas preguntas?
—Porque podrían ayudarme a descubrir al responsable de la muerte de su marido.
—¿Importa eso?
—¿Si importa qué, signora?
—Quién lo matara.
—¿A usted no le importa?
—No. En absoluto. Está muerto y no es posible devolverle la vida. ¿Qué puede importarme quién lo hiciera y por qué?
—¿No quiere venganza? — preguntó él antes de recordar que aquella mujer no era italiana.
Ella levantó la cabeza y le miró a través del humo del cigarrillo.
—Claro que sí, comisario. Siempre he creído en la venganza. La gente debe pagar el mal que hace.
—¿Y no es eso lo mismo que la venganza?
—Eso puede juzgarlo usted mejor que yo, dottor Brunetti. — Ella volvió la cara hacia otro lado.
Sin darse cuenta, él habló entonces con impaciencia:
—Me gustaría hacerle varias preguntas y quiero respuestas sinceras.
—Pregunte y le daré respuestas.
—He dicho respuestas sinceras.
—De acuerdo. Respuestas sinceras.
—Me gustaría saber cuál era la opinión de su marido respecto a ciertas clases de conducta sexual.
La pregunta la sobresaltó visiblemente.
—¿A qué se refiere?
—Tengo entendido que su marido no transigía con la homosexualidad.
El comisario advirtió que ésta no era la pregunta que ella esperaba.
—Es verdad.
—¿Tiene usted idea de por qué?
Ella aplastó el cigarrillo, se recostó en el respaldo del sillón y cruzó los brazos.
—¿Qué es esto, psicología? Ahora me sugerirá que, en el fondo, Helmut era homosexual y durante todos estos años disimuló su inclinación, por el clásico procedimiento de aborrecer ostensiblemente la homosexualidad. — Brunetti había visto muchos casos de ésos, pero no creía que éste fuera uno de ellos, por lo que no dijo nada. Ella desdeñó la idea con una risa forzada-. Créame, comisario, él no era lo que usted imagina.
Brunetti se dijo que pocas personas lo eran. Calló, intrigado por oír qué diría ella ahora.
—No le niego que detestaba a los homosexuales. Eso lo sabía cualquiera que hubiera trabajado con él. Pero su aversión no era un medio para reprimir esa inclinación. Yo he estado casada con él dos años, y puedo asegurarle que mi marido no tenía nada de homosexual. Creo que los odiaba porque ofendían la idea que él tenía del orden universal, un ideal platónico del comportamiento humano. — Brunetti había oído razones más extravagantes.
—¿Abarcaba su aversión a las lesbianas?
—Sí; pero le molestaban más los hombres, quizá porque su actitud suele ser más ostentosa. Creo que las lesbianas le inspiraban una cierta lascivia. Lo mismo que a muchos hombres. Pero nunca hablamos del tema.
Durante su carrera, Brunetti había hablado con muchas viudas, había interrogado a bastantes de ellas, pero muy pocas hablaban del marido con tanta objetividad como ésta. Se preguntó si la razón era el carácter de la mujer en sí o la personalidad del hombre al que no parecía llorar.
—¿Había hombres, gays, de los que hablara con especial hostilidad?
—No -respondió ella sin vacilar-. Dependía de con quién trabajara.
—¿Permitía que sus prejuicios le influyeran en el plano profesional?
—Eso sería imposible en este medio. Hay demasiados. A Helmut no le gustaban, pero trabajaba con ellos cuando era preciso.
—¿Y cuando trabajaba con ellos, los trataba de modo diferente a los demás?
—Comisario, no intentará construir la hipótesis de que un homosexual asesinó a Helmut a causa de una palabra cruel o un contrato rescindido.
—Muchos han muerto por menos.
—No vale la pena ni hablar de eso -dijo ella secamente-. ¿Desea preguntar algo más?
El comisario vacilaba, porque la pregunta que tenía que hacer ahora le ofendía a él mismo. Se dijo que era como un sacerdote, como un médico, que lo que la gente le contaba no iba más allá, pero comprendía que no era verdad, sabía que no respetaría una confidencia si ello le permitía descubrir al culpable que buscaba.
—La siguiente pregunta no es de carácter general y no se refiere a sus opiniones. — Hizo una pausa, con la esperanza de que ella comprendiera y brindara voluntariamente alguna información. No fue así-. Me refiero en concreto a sus relaciones con su marido. ¿Alguna peculiaridad?
Observó cómo la mujer reprimía el impulso de levantarse; pero se limitó a pasarse varias veces la yema del dedo corazón por el labio inferior, con el codo apoyado en el brazo del sillón.
—Entiendo que se refiere a mis relaciones sexuales con mi marido. — Él asintió-. Y supongo que ahora yo podría indignarme y preguntarle qué entiende usted, en este día y hora, por «peculiaridad». Pero sólo le responderé que no, que nuestras relaciones sexuales no tenían nada de «peculiar» y eso es todo lo que pienso decir.
Ella había contestado la pregunta. Si ahora él conocía o no la verdad era otra cuestión que prefería dejar para más adelante.
—¿Sabe si tenía diferencias con alguno de los cantantes de la obra? ¿O con alguna otra persona que interviniera en ella?
—No más de las habituales. El director artístico es un homosexual notorio, y lo mismo se rumorea de la soprano.
—¿Conoce a alguno de ellos?
—Con Santore no he cruzado más que algún que otro saludo en los ensayos. A Flavia la conozco, pero sólo de hablar con ella en las fiestas.
—¿Qué opina de ella?
—Que es una soberbia cantante. Y lo mismo pensaba Helmut -respondió evasivamente.
—¿Y en el aspecto personal?
—Creo que es muy agradable. Quizá a veces le falte un poco de sentido del humor, pero es una persona en cantadora. Y posee una inteligencia sorprendente, a diferencia de la mayoría de cantantes. — Era evidente que seguía eludiendo dar las respuestas que él esperaba y que no se las daría hasta que le preguntara directamente.
—¿Y los rumores?
—Nunca me han parecido dignos de ser tomados en consideración.
—¿Y su marido?
—Me parece que él los creía. No; eso no es exacto: me consta que los creía. Una noche dijo algo al respecto. Ahora no recuerdo cuáles fueron sus palabras exactamente, pero dejó muy claro que él creía esos rumores.
—¿Pero ello no bastó para convencerla?
—Comisario -dijo la mujer con exagerada paciencia-, todavía no estoy segura de si ha entendido usted lo que le he dicho. No se trata de si Helmut pudo o no convencerme de que los rumores eran ciertos sino de que no pudo convencerme de que importaran. Por eso los había olvidado hasta que usted los ha mencionado.
Él se reservó su aprobación y preguntó:
—¿Y de Santore? ¿Dijo su marido algo de él?
—Nada que yo recuerde. — Encendió otro cigarrillo-. Teníamos opiniones distintas sobre esa cuestión. A mí me irritaban sus prejuicios, él lo sabía y, de mutuo acuerdo, evitábamos hablar del tema. Helmut era lo bastante profesional como para dejar de lado sus sentimientos personales. Era una de las cosas que me gustaban de él.
—¿Le era usted fiel, signora?
Era evidente que ella esperaba la pregunta.
—Creo que sí -dijo después de un largo silencio.
—Lo siento, pero no sé cómo interpretar su respuesta -dijo Brunetti.
—Depende de lo que entienda usted por «fiel».
«Sí, supongo», pensó él. Pero también suponía que el significado de la palabra era lo bastante claro, incluso en Italia. De repente, se sintió muy cansado de la conversación.
—¿Mantuvo usted relaciones sexuales con otra persona mientras estuvo casada con él?
La respuesta fue inmediata:
—No.
Él, comprendiendo qué era lo que ahora se esperaba de él, preguntó:
—¿Por qué ha dicho antes que sólo lo creía?
—Porque ya estaba cansada de preguntas previsibles.
—Y yo, de respuestas imprevisibles -replicó él con sequedad.
—Es lógico. — Ella le sonrió, ofreciendo una tregua. Como no se había preocupado de escenificar el número de la libretita, ahora no pudo marcar el final de la entrevista por el procedimiento de guardársela en el bolsillo. Se levantó y dijo:
—Una cosa más.
—¿Sí?
—Ayer por la mañana le devolvieron los papeles de su marido. Me gustaría que me autorizara a examinarlos.
—¿No pudo examinarlos mientras los tenían ustedes? — preguntó ella sin molestarse en disimular la irritación.
—Hubo una confusión en la questura. Los pasaron a los traductores y luego los devolvieron antes de que yo pudiera verlos. Le ruego disculpe las molestias, pero me gustaría repasarlos. También me gustaría hablar con la criada. Hablé con ella un momento al llegar, pero tengo que hacerle varias preguntas.
—Los papeles están en el despacho de Helmut. Segunda puerta a la izquierda. — No se dio por enterada de la solicitud referente a la criada, se quedó sentada y no le tendió la mano. Le siguió con la mirada mientras él salía de la habitación y volvió a su actitud de espera del futuro.
Brunetti se alejó por el pasillo hasta la segunda puerta. Lo primero que vio al entrar en el despacho fue el abultado sobre de la questura encima de la mesa, sin abrir. El comisario se sentó y lo atrajo hacia sí. Fue entonces cuando miró por la ventana y reparó en los tejados de la ciudad, que parecían alejarse flotando en el aire. A lo lejos, se veía el esbelto campanario de San Marcos y, muy cerca, a la izquierda, la adusta fachada del teatro de la ópera. No sin esfuerzo, apartó la mirada de la ventana y abrió el sobre.
Puso a un lado los documentos cuya traducción había leído. Se referían a contratos, compromisos y grabaciones y no le habían parecido importantes.
Sacó del sobre tres fotografías. Como era de esperar, el informe que había leído no las mencionaba, probablemente porque no había nada escrito en ellas. La primera era de Wellauer y su viuda, a orillas de un lago. Aparecían en ella bronceados y sanos. Costaba trabajo creer que aquel hombre tuviera más de setenta años cuando se hizo la foto, porque no aparentaba muchos más que el propio Brunetti. La segunda foto era de una jovencita al lado de un caballo de aspecto dócil y fornido. La niña tenía una mano levantada hacia la brida y un pie en el aire, entre el suelo y el estribo, y la cabeza vuelta en un ángulo forzado, evidentemente sorprendida por el fotógrafo, que la habría llamado cuando se disponía a montar. Era alta, esbelta y rubia como su madre, a juzgar por las largas trenzas que asomaban bajo el casco. Desprevenida, sin tiempo para sonreír, tenía una expresión curiosamente sombría.
La tercera foto era de los tres. La niña, casi tan alta como su madre pero desgarbada incluso en actitud de reposo, estaba en el centro y los dos mayores, un poco rezagados y enlazados por la cintura. La niña parecía más joven que en la otra foto. Los tres lanzaban a la cámara sonrisas preparadas.
Dentro del sobre no había ya nada más que una agenda de piel, con el año en cifras doradas. La hojeó. El nombre de los días estaba en alemán y en muchas páginas había anotaciones hechas en la enrevesada letra que el comisario recordaba haber visto en la partitura de La Traviata. La mayoría de las entradas correspondían a nombres de ciudades, óperas o programas de conciertos, en abreviaturas fáciles de descifrar: «Salz-D.G.»; «Viena-Ballo»; «Bonn-Moz 40»; «Lond-Cosi.» Otras parecían de carácter personal o, por lo menos, no relacionadas con la música: «Von S-17.00 h.» «Erich «DG té-Demel-4.»
Empezando por la fecha de la muerte del maestro, Brunetti fue pasando páginas hasta tres meses atrás. El programa hubiera agotado a un hombre treinta años más joven que Wellauer, y se hacía más compacto a medida que se retrocedía en el tiempo. Intrigado por este aumento gradual en la actividad, abrió la agenda por el mes de agosto y leyó hacia adelante. Ahora observó el proceso a la inversa, una progresiva disminución en el número de cenas, tés y almuerzos. Sacó una hoja de papel de un cajón e hizo un rápido desglose de las anotaciones: compromisos personales a la derecha y profesionales a la izquierda. En agosto y septiembre, salvo durante un período de dos semanas en el que no había casi nada escrito, cada día había algún compromiso. En octubre, éstos empezaban a disminuir y, a últimos de mes, prácticamente no había compromisos sociales. También los profesionales se habían espaciado, pasando de dos a la semana como mínimo a uno o dos en varias semanas.
Brunetti pasó al año siguiente, que Wellauer ya no vería y, a últimos de enero, encontró: «Lond-Cosi.» Le llamó la atención un signo minúsculo que distinguió al lado del nombre de la ópera. ¿Era un interrogante o un simple acento mal hecho?
En otra hoja de papel, hizo una segunda lista, ésta de las citas personales, empezando por octubre. En el día 6 se leía: «Erich H-21 h.» Como ya estaba familiarizado con los nombres, le encontró sentido. El día 7: «Erich-8 h.» El 15: «Petra Nikolai-20 h.» Nada más hasta el 27, en el que había escrito: «Erich-8 h.» Parecía muy temprano para citarse con un amigo. La última anotación estaba hecha dos días antes de salir para Venecia: «Erich-9 h.»
Esto era todo, salvo en la página del 30 de noviembre: «A Venecia.»
Brunetti cerró la agenda y la metió en el sobre, con las fotos y documentos. Dobló las hojas de papel con sus notas y volvió a la habitación en la que había dejado a la signora Wellauer. Ella seguía en el mismo sitio, sentada delante de la chimenea, fumando.
—¿Ha terminado? — preguntó al verle entrar.
—Sí. — Todavía con las hojas de papel en la mano, él dijo-: En la agenda de su marido he observado que durante los dos últimos meses disminuyó mucho su actividad. ¿Existía alguna razón en particular?
Ella reflexionó antes de contestar:
—Helmut decía que estaba fatigado, que no tenía la energía de antes. Veíamos a algunos amigos, pero, como usted ha observado, no tantos como antes. Aunque no todo lo que hacíamos está anotado en la agenda.
—Eso no lo sabía. Pero este cambio me parece muy interesante. Usted no lo mencionó cuando le pregunté.
—Por si no lo recuerda, comisario, usted me preguntó por mis relaciones sexuales con mi marido. Desgraciadamente, no están anotadas en la agenda.
—Aparece con frecuencia el nombre de «Erich».
—¿Y por qué supone que eso puede ser importante?
—No he dicho que fuera importante: sólo que el nombre aparece con regularidad durante los últimos meses de vida de su marido. Unas veces, seguido de la inicial H y otras veces, solo.
—Como ya le he dicho, no todas nuestras citas están en la agenda.
—Pero éstas eran lo bastante importantes como para que su marido las anotara. ¿Puede decirme quién es ese Erich?
—Erich. Erich y Hedwig Steinbrunner. Los más antiguos amigos de Helmut.
—Y de usted, ¿no?
—También son amigos míos, pero Helmut los conocía desde hacía más de cuarenta años, y yo sólo desde hace dos, por lo que es lógico que los considere más amigos de Helmut que míos.
—Entiendo. ¿Podría darme su dirección?
—Comisario, no sé qué importancia pueda tener esto.
—Ya le he explicado por qué me parece importante. Si no quiere usted darme la dirección, estoy seguro de que otros amigos de su marido me la darán.
Ella soltó rápidamente una dirección y explicó que estaba en Berlín, luego se interrumpió mientras él sacaba el bolígrafo y lo apoyaba en el papel que aún tenía en la mano. Cuando lo vio preparado, repitió las señas despacio, deletreando cada palabra, incluso Strasse, lo que pareció a Brunetti una alusión excesiva a su estupidez.
—¿Es todo? — preguntó cuando él acabó de escribir.
—Sí, signora. Muchas gracias. ¿Puedo hablar ahora con la criada?
—No veo la necesidad.
Él, como si no la hubiera oído, preguntó:
—¿Está en el apartamento?
Sin contestar a esto, la signora Wellauer se levantó y se acercó a un cordón que colgaba de la pared, tiró de él y, se situó delante de la ventana, de cara a los tejados de la ciudad.
Poco después, se abrió la puerta y entró la criada. Brunetti esperó a que la signora Wellauer dijera algo, pero ella permanecía rígida y muda delante de la ventana, dándoles la espalda. Brunetti no tuvo entonces más remedio que tomar la iniciativa, y dijo a la criada, de modo que ambas mujeres pudieran oírle:
—Signora Breddes, me gustaría hablar con usted unos minutos, si no tiene inconveniente.
La mujer asintió, pero no dijo nada.
—Quizá podríamos ir al estudio del maestro -sugirió Brunetti, pero la viuda seguía mirando por la ventana, impasible. Él fue hasta la puerta, se paró e hizo un ademán invitando a la mujer a precederle y la siguió por el pasillo hasta el estudio que ya conocía. Cerró la puerta y señaló una silla. Ella se sentó y él volvió a ocupar el sillón del escritorio.
Era una mujer de unos cincuenta y cinco años y llevaba un vestido oscuro que podía ser señal tanto de su condición como de luto. El largo hasta media pantorrilla era anticuado y el corte hacía resaltar su extrema delgadez, sus hombros estrechos y su pecho liso. La cara, de ojos muy juntos y nariz muy larga, armonizaba con el cuerpo. Sentada como estaba en el borde de la silla, recordaba al comisario a una de aquellas aves zancudas y de cuello largo que se posaban en los pilotes de los canales.
—Me gustaría hacerle unas preguntas, signora Breddes.
—Signorina -rectificó ella automáticamente.
—Supongo que no habrá dificultad en que hablemos en italiano.
—Por supuesto que no. Llevo viviendo aquí diez años. — Su tono daba a entender que su observación le parecía ofensiva.
—¿Cuánto tiempo ha trabajado para el maestro, signorina?
—Veinte años. Diez en Alemania y diez aquí. Cuando el maestro compró este apartamento, me pidió que viniera a cuidar de él. Yo accedí. Hubiera ido a cualquier sitio por el maestro. — Por la manera en que lo dijo, Brunetti comprendió que, para ella, tener que vivir en Venecia, en un apartamento de diez habitaciones, era un sufrimiento que aceptaba de buen grado por devoción a su señor.
—¿Usted administra la casa?
—Sí. Estoy aquí desde que la compró. Él vino para dar instrucciones sobre los muebles y la pintura y yo me encargué de hacerlas cumplir y organizarlo todo. Desde entonces he cuidado de la casa cuando él no estaba.
—¿Y cuando estaba?
—También.
—¿Con qué frecuencia venía él a Venecia?
—Dos o tres veces al año. Casi nunca más.
—¿Venía a trabajar? ¿A dirigir?
—A veces. Pero también a ver a sus amigos o para asistir a la Bienal. — La mujer imprimía en sus palabras un acento que daba a entender que consideraba estas cosas vanidades terrenas.
—¿Cuáles eran sus obligaciones, cuando estaba aquí el maestro?
—Yo guisaba, aunque en las fiestas venía una cocinera italiana. Elegía las flores. Supervisaba el trabajo de las criadas. Son italianas. — Esta aclaración, supuso el Comisario, explicaba la necesidad de la supervisión.
—¿Quién hacía la compra? La comida, el vino...
—Cuando el maestro estaba aquí, yo confeccionaba el menú y todas las mañanas enviaba a las criadas al Rialto a comprar verduras frescas.
Brunetti estimó que ya la había preparado para empezar a contestar el verdadero interrogatorio.
—Así que cuando el maestro se casó usted ya trabajaba para él.
—Sí.
—¿Supuso su matrimonio algún cambio? Me refiero a cuando venía a Venecia.
—No sé a qué se refiere -dijo la mujer, aunque era evidente que lo sabía.
—En la organización de la casa. ¿Cambiaron sus responsabilidades después de que él se casara?
—No. A veces, guisaba la signora, pero no muy a menudo.
—¿Algo más?
—No.
—¿Le causó algún problema la hija de la signora?
—Ninguno. Comía mucha fruta. Pero eso no suponía ningún inconveniente.
—Ya. Entiendo -dijo Brunetti sacando un papel del bolsillo y garabateando unas palabras en él-. Dígame, signorina Breddes, durante estas últimas semanas que ha estado aquí el maestro, ¿ha notado usted algo... alguna diferencia en su comportamiento, algo que le llamara la atención?
Ella permaneció callada, con las manos fuertemente enlazadas en el regazo. Finalmente, dijo:
—No comprendo.
—¿Había en él algo extraño? — Silencio-. Bueno, si no extraño -sonrió pidiéndole que comprendiera lo difícil que esto era para él-, fuera de lo corriente. — Como ella siguiera sin decir nada, agregó-: Estoy convencido de que usted habría notado cualquier cambio, porque no en vano conocía al maestro desde hacía tanto tiempo y sin duda le comprendía mejor que ninguna otra persona de la casa. — Era una adulación patente, pero podía dar resultado.
—¿Se refiere a su trabajo?
—Bueno -empezó él con una sonrisa de complicidad-, podía ser el trabajo y podía ser cualquier otra cosa, quizá algo personal, algo que no tuviera nada que ver con su carrera ni con su música. Como le digo, estoy seguro de que, al cabo de tantos años de tratarle, usted tenía que ser especialmente sensible a cualquier cambio.
Observaba cómo el cebo flotaba hacia ella y agitó ligeramente la caña, para acercarlo más todavía.
—Sin duda usted podía detectar cosas que a otros se les hubieran escapado.
—Eso es verdad -reconoció ella. Se humedeció los labios nerviosamente, acercándose al anzuelo. Él permaneció mudo, inmóvil, para no remover las aguas. Ella se manoseaba un botón del vestido haciéndolo girar hacia uno y otro lado en semicírculo. Finalmente, dijo-: Algo noté, pero no sé si será importante.
—Quizá lo sea. Recuerde, signorina, que todo lo que pueda usted decirme ayudará al maestro. — Sin saber por qué, estaba seguro de que ella no repararía en la colosal estupidez de esta afirmación. Dejó el bolígrafo y juntó las manos en actitud sacerdotal, esperando sus palabras.
—Hubo dos cosas. Esta vez, desde que llegó, parecía más y más distraído, como ausente. No; no es eso exactamente. Era como si le fuera indiferente lo que ocurría a su alrededor. — Se interrumpió, no satisfecha todavía.
—¿Podría ponerme un ejemplo?-la animó él.
Ella movió la cabeza negativamente. Aquello no le gustaba nada.
—No; no lo digo bien. No sé cómo explicarlo. Antes, siempre me preguntaba qué había pasado durante su ausencia, preguntaba por la casa, por las criadas y por lo que había hecho yo. — ¿Se había ruborizado?-. El maestro sabía que me gustaba la música, que en su ausencia yo iba a conciertos y a la ópera, y siempre me preguntaba qué me había parecido. Pero esta vez, nada. Me saludó al llegar, y me preguntó cómo estaba, pero no parecía interesarle lo que yo le decía. A veces... no, fue una vez. Tuve que ir al estudio para preguntarle a qué hora quería la cena. Tenía ensayo aquella tarde, y yo no sabía a qué hora pensaba terminar, de modo que entré a preguntar. Llamé a la puerta y entré, como hacía siempre. Pero aquel día no me hizo caso, como si no estuviera allí, me tuvo esperando mientras acababa de escribir. No sé por qué, me hizo esperar como a una criada. Al final me sentía tan violenta que iba a marcharme. Después de veinte años, no iba a consentir que me tuviera esperando como a un reo delante del juez. — Brunetti veía asomar la angustia a sus ojos mientras hablaba.
»Por fin, cuando ya daba media vuelta, él levantó la cabeza e hizo como si acabara de darse cuenta de mi presencia, como si yo hubiera aparecido por arte de magia para hacerle una pregunta. Le pregunté a qué hora pensaba volver. Me parece que le hablé en un tono muy seco, lo siento. Por primera vez en veinte años, le levanté la voz. Pero él hizo como si no hubiera notado nada y sólo me dijo la hora a la que pensaba regresar. Y me parece que entonces le pesó la forma en que me había tratado, porque me dijo que las flores eran muy bonitas. Le gustaba tener flores en la casa cuando estaba aquí. — Su voz se apagó, y agregó, como si tuviera algo que ver-: Las traen de Biancat, desde el otro lado del Gran Canal.
Brunetti no sabía si en su voz había indignación o dolor, o las dos cosas. Desde luego, ser criada durante veinte años te da derecho a que no te traten como a una criada.
—Hubo otras cosas, pero en aquel momento no me parecieron importantes.
—¿Qué cosas?
—Parecía... -empezó la mujer, como si buscara la manera de decir algo y callarlo al mismo tiempo-. Parecía más viejo. Ya sé que tenía un año más que la otra vez, pero la diferencia parecía mayor. Siempre había sido tan enérgico, tan vital. Y ahora parecía un viejo. — Como prueba de su afirmación, agregó-: Había empezado a usar gafas. Pero no para leer.
—¿Y eso le pareció extraño?
—Sí. Generalmente, las personas de mi edad empezamos a necesitarlas para leer, para mirar de cerca, pero él no las llevaba para leer.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque, a veces, cuando le entraba el té y él estaba leyendo, no las tenía puestas y al verme se las ponía, o me hacía seña de que dejara la bandeja, como si no deseara ser molestado. — La mujer se interrumpió.
—Ha dicho usted que había otras cosas. ¿Qué cosas?
—Prefiero no decir más -respondió ella nerviosamente.
—Si no son importantes, dará lo mismo. Si lo son, podrían ayudarnos a descubrir quién lo hizo.
—Es que no estoy segura. Es más bien una impresión -dijo la mujer, cediendo-, algo que percibía. Entre ellos. — Por su manera de pronunciar la última palabra, estaba claro quiénes eran «ellos». Brunetti no dijo nada, decidido a darle tiempo.
—Esta vez estaban diferentes. Antes, siempre estaban... no sé cómo describirlo. Estaban unidos, muy unidos, siempre hablando, haciendo cosas juntos, tocándose. — Su tono daba a entender lo mucho que ella desaprobaba esta conducta en un matrimonio-. Pero esta vez estaban diferentes. No era algo que pudiera notar cualquiera, porque se trataban con mucha cortesía, pero ya no se tocaban como antes, cuando nadie podía verlos. — Ella, sí. Le miró-. No sé si esto tiene algún sentido.
—Me parece que sí, signorina. ¿Tiene idea de cuál pudiera ser la causa de esta frialdad?
Él vio la respuesta o, por lo menos, un atisbo de respuesta, insinuarse en sus ojos, pero se desvaneció al momento.
—¿Alguna idea? — insistió. Nada más decirlo, comprendió que había ido demasiado lejos.
—No. Ni por asomo. — La mujer movió la cabeza a derecha e izquierda, liberándose.
—¿Sabe si alguna de las criadas observó algo?
La mujer irguió la espalda.
—Yo no hablaría de eso con las criadas.
—Claro, claro -murmuró él-. Ni yo pretendía insinuar tal cosa. — El comisario se daba cuenta de que la mujer ya empezaba a arrepentirse de lo poco que había dicho. Sería preferible restar importancia a sus palabras para que ella no tuviera reparo en repetirlas, llegado el caso, o ampliarlas, a ser posible-. Le agradezco su información, signorina, que confirma lo que ya sabíamos por otras fuentes. Supongo que no es necesario que le diga que la consideraremos estrictamente confidencial. Si recuerda algo más, llámeme a la questura, por favor.
—No quiero que piense de mí... -empezó ella, pero no se decidió a expresar lo que no quería que pensara de ella.
—Le aseguro que pienso de usted tan sólo que es una persona que sigue siendo fiel al maestro. — Y era lo menos que podía decir, puesto que era la verdad. Los pliegues de la cara de la mujer se suavizaron ligeramente. Él se levantó y le tendió la mano. La de ella era pequeña y sorprendentemente frágil, como la pata de un pájaro. Le condujo por el pasillo hasta la puerta del apartamento, desapareció un momento y salió con el abrigo de él-. Dígame, signorina, ¿qué piensa hacer ahora? ¿Se quedará en Venecia?
Ella le miró como si fuera un demente que la hubiera abordado en plena calle.
—No; pienso volver a Gante lo antes posible.
—¿Tiene idea de cuándo será eso?
—La signora tiene que decidir ahora lo que hace con el apartamento. Me quedaré hasta entonces y luego volveré a mi casa, con los míos. — Con estas palabras, abrió la puerta y, cuando él hubo salido, la cerró silenciosamente. Brunetti se paró en el primer descansillo y miró por la ventana. A lo lejos, el ángel que estaba en lo alto del campanario extendía las alas bendiciendo a la ciudad y sus habitantes. Brunetti se dijo que el exilio sigue siendo exilio aun en la ciudad más bella del mundo.
CAPÍTULO XVI
Como estaba cerca del teatro, Brunetti decidió ir directamente. Sólo se paró a tomar un sándwich y un vaso de cerveza, a pesar de que no tenía hambre, sino sólo aquella ligera comezón que sentía cuando llevaba muchas horas sin probar bocado.
En la puerta del escenario mostró su documento de identidad y preguntó si había llegado ya el signore Traverso. El portiere respondió que el signore Traverso había llegado hacía quince minutos y que esperaba al comisario en el bar. Allí encontró Brunetti a un hombre alto y cadavérico que tenía un aire con el primo dentista. La algarabía de la multitud que pasaba por allí, unos con traje de calle y otros ya vestidos para la representación, dificultaba la conversación, y Brunetti preguntó si no podrían ir a un lugar más tranquilo.
—Lo siento -dijo el músico-. Debí figurarme cómo estaría esto. Quizá, en algún camerino vacante... Supongo que no habrá inconveniente. — El hombre dejó dinero sobre la barra, agarró el estuche del violín y precedió a Brunetti hacia la parte trasera del teatro y por las escaleras que el comisario ya había subido la primera noche. Arriba salió a su encuentro una mujer gruesa con bata azul que les preguntó qué querían.
Traverso explicó a la mujer quién era Brunetti y qué necesitaban. Ella asintió y los condujo por el estrecho pasillo. Sacó del bolsillo un gran manojo de llaves, abrió una puerta y se hizo atrás para dejarles entrar. Dentro, ni asomo del hechizo del teatro: un cuartito con dos sillones y una mesita en medio, y una banqueta delante de un tocador. Se sentaron en los sillones, frente a frente.
—¿Notó algo fuera de lo corriente durante los ensayos? — preguntó Brunetti. Como no quería dejar traslucir qué buscaba, dio a la pregunta un sentido general, y descubrió que era tan general que casi se perdía de vista.
—¿Se refiere a la obra? ¿O al maestro?
—A cualquiera. A los dos.
—¿La obra? Lo de siempre. Los decorados y el atrezo eran nuevos, pero el vestuario ya lo hemos usado dos veces. Desde luego, los cantantes son buenos, menos el tenor, a ése habría que fusilarlo. Pero no es culpa suya. Mala dirección del maestro. Ninguno de nosotros sabía por dónde tenía que ir. Por lo menos, al principio. A partir de la segunda semana, me parece que tocábamos de memoria. No sé si me entiende.
—¿No podría ser más explícito?
—Era Wellauer. Como si hubiera envejecido de repente. Yo ya había tocado con él. Dos veces. El mejor director que he tenido. No hay otro como él, aunque son muchos los que lo imitan. La última vez, tocamos Cosí. La orquesta nunca había sonado tan bien. Qué diferencia de ahora. De repente, era un viejo. Como si no estuviera en lo que hacía. A veces, cuando atacábamos un crescendo, parecía despertar y señalaba con la batuta al que se retrasaba ni que fuera una octava de compás. Entonces daba gusto. Pero, por lo demás, un desastre. Y nadie decía nada. Era como si tácitamente hubiéramos acordado tocar la música tal como estaba escrita y seguir al concertino. Supongo que, mal que bien, eso funcionó. Por lo menos, el maestro parecía satisfecho. Pero no era como antes.
—¿Cree que el maestro se daba cuenta?
—¿Se refiere a lo mal que sonábamos?
—Sí.
—A la fuerza tenía que darse cuenta. No puedes ser el mejor director del mundo y no oír cómo suena tu orquesta. Pero daba la impresión de que, durante la mayor parte del tiempo, pensaba en otra cosa. Como si estuviera ausente y no prestara atención a lo que hacía.
—¿Y la noche de la función? ¿Notó algo fuera de lo corriente?
—No. Estábamos muy ocupados tratando de mantener un equilibrio, para que la música no sonara tan mal como hubiera podido sonar.
—¿No hubo nada? ¿No habló con nadie de un modo extraño?
—Aquella noche no habló con nadie. No le vimos hasta que apareció en el foso de la orquesta. — El hombre hizo una pausa, como si persiguiera un recuerdo-. Hubo algo, pero no sé si vale la pena mencionarlo.
—¿Qué?
—Fue al final del segundo acto, inmediatamente después de la gran escena en la que Alfredo arroja el dinero a Violetta. No sé cómo se las arreglaron los cantantes para salir adelante. Nosotros íbamos cada cual por su lado. Bueno, al final, el público, que no sabe lo que es música, empezó a aplaudir, y el maestro se sonrió un poco de un modo curioso, como si alguien le hubiera contado un chiste. Y luego dejó la batuta. No la arrojó al podio como acostumbraba a hacer sino que la depositó con suavidad y volvió a sonreír. Luego, bajó del podio y se fue. Y ya no volví a verlo. En aquel momento, creí que sonreía porque el acto había terminado y quizá el resto sería fácil. Después, en el tercer acto, nos cambiaron al director. — Miró su reloj-. No sé si es esto lo que usted quería saber.
El hombre se agachó para coger su violín y Brunetti dijo:
—Una cosa más. ¿Lo notó el resto de la orquesta? No me refiero a la sonrisa, sino al cambio que se había producido en él.
—Algunos lo notaron, los que ya habían tocado con él otras veces. Los demás, no lo sé. Hemos tenido tan malos directores que quizá no se den cuenta de la diferencia. O tal vez sea por mi padre. — Al advertir la extrañeza de Brunetti, explicó-: Mi padre tiene ochenta y siete años y siempre está mirándonos por encima de las gafas, como si sospechara que le escondemos algo y quisiera descubrir qué es. — Volvió a mirar el reloj-. Tengo que marcharme. Sólo faltan diez minutos para que se levante el telón.
—Muchas gracias por su ayuda -dijo Brunetti, aunque no sabía qué deducciones sacar de lo que acababa de decirle el músico.
—Yo diría que no son más que chismes sin importancia. Nada más. Pero me gustaría haberle sido útil.
—¿Hay inconveniente en que me quede en el teatro durante la representación? — preguntó Brunetti.
—No, no. Sólo avise a Lucia al salir, para que pueda cerrar el camerino. — Y apresuradamente-: Tengo que irme.
—Gracias otra vez.
—No hay de qué. — Volvieron a estrecharse la mano y el músico se fue.
Brunetti se quedó en el camerino, pensando en aprovechar la ocasión para ver cuánta gente había entre bastidores durante la representación y durante los entreactos y si era fácil entrar en el camerino del director de la orquesta sin ser visto.
Esperó en el camerino un cuarto de hora, dando gracias por la oportunidad de estar solo en un lugar tranquilo. Poco a poco, el ruido que se filtraba a través de la puerta fue menguando, y dedujo que los cantantes habrían bajado al escenario. Pero aún se quedó un rato en el camerino, disfrutando del silencio.
Oyó la obertura que subía hasta él atravesando los muros y decidió que había llegado el momento de ir al camerino del director. Salió al pasillo y buscó con la mirada a la mujer que les había abierto la puerta, pero no la vio. Como tenía la responsabilidad de asegurarse de que el camerino quedaba cerrado, fue hasta el extremo del pasillo y miró por la escalera.
—¿Signora Lucia? — llamó, pero no obtuvo respuesta. Golpeó con los nudillos la puerta del primer camerino, pero no le contestaron. Y tampoco en el segundo. En el tercero, una voz dijo: «Avanti!» y él empujó la puerta, dispuesto a avisar a la encargada de que ya podía cerrar el camerino.
»Signora Lucia -empezó, pero se interrumpió al ver a Brett Lynch recostada en una butaca, con un libro abierto en el regazo y una copa de vino tinto en la mano.
Ella se sorprendió tanto como él, pero se recuperó antes.
—Buenas noches, comisario, ¿puedo ayudarle en algo? — Dejó la copa en la mesa situada al lado de la butaca, cerró el libro y sonrió.
—Quería avisar a la signora Lucia de que ya puede cerrar el camerino -explicó él.
—Debe de estar abajo, mirando entre bastidores. Es una gran admiradora de Flavia. No se preocupe, cuando suba yo le diré que cierre.
—Muy amable. ¿Usted no mira la función?
—No -respondió ella y, al ver su gesto de extrañeza, preguntó-: ¿Le sorprende?
—No lo sé. Pero, si he preguntado, será que me sorprende.
Le agradó la amplia sonrisa de ella, tanto por lo inesperada como por la suavidad que imprimía en sus angulosas facciones.
—Si me promete no decírselo a Flavia, le confesaré que no me entusiasma Verdi, ni La Traviata.
—¿Por qué no? — preguntó él, intrigado porque la secretaria y amiga (por el momento, no especificaría más) de la más famosa soprano verdiana del momento reconociera que no le gustaba Verdi.
—Siéntese, comisario -dijo ella, señalando la butaca de enfrente-. No pasa gran cosa hasta dentro de -miró el reloj- veinticuatro minutos.
Él se sentó en la otra butaca, después de hacerla girar ligeramente para poder mirar de frente a la mujer.
—¿Por qué no le gusta Verdi?
—No es eso exactamente. Tiene cosas que me gustan. Otelo, por ejemplo. Pero no es mi siglo preferido.
—¿Cuál es su siglo preferido? — preguntó él, aunque creía saber la respuesta. Rica, americana y moderna, tenía que preferir la música del siglo en el que vivía, el siglo que la había hecho posible.
—El dieciocho -dijo ella, sorprendiéndole-. Mozart y Haendel, pero, por desgracia para mí, Flavia no tiene predilección por sus obras.
—¿No ha tratado de convertirla?
Ella tomó la copa, bebió un sorbo de vino y volvió a dejarla en la mesa.
—La he convertido a otras cosas, pero no creo poder inducirla a dejar a Verdi.
—Por fortuna para nosotros. Debe usted considerarse afortunada por las «otras cosas».
Ella volvió a sorprenderle con una breve carcajada y él se sorprendió a sí mismo al reírse con ella.
—Bueno, ya está -dijo la mujer-. Ya he confesado. Quizá ahora podamos hablar como seres humanos y no como personajes de novela barata.
—Por mi parte, encantado, signorina.
—Me llamo Brett, y sé que usted se llama Guido -dijo ella dando el primer paso hacia la familiaridad. Se levantó y fue a una pequeña pila situada en un rincón. Al lado de la pila había una botella de vino. La mujer sirvió otra copa, volvió con ella en una mano y la botella en la otra y dio la copa al comisario-. ¿Ha venido para hablar con Flavia otra vez?
—No era mi intención. Pero tendré que hablarle, antes o después.
—¿Por qué?
—Para preguntarle qué hacía en el camerino de Wellauer después del primer acto. — Si esto la sorprendió, no lo demostró-. ¿Tiene usted idea de por qué fue?
—¿Por qué dice que estuvo allí?
—Porque por lo menos dos personas la vieron entrar. Durante el primer entreacto.
—¿No durante el segundo?
—No durante el segundo.
—Después del segundo acto estuvo aquí arriba conmigo.
—La primera vez que hablamos dijo que también había estado con usted después del primer acto. Y no era así. ¿Existe razón para que yo crea que ahora me dice la verdad, si entonces me mintió? — Bebió un trago de vino. Barolo, y muy bueno.
—Es la verdad.
—¿Por qué tendría que creerlo?
—Supongo que no hay ningún motivo en concreto. — Ella bebió otro sorbo de vino, como si dispusieran de toda la noche para aquella discusión-. Pero la verdad es que estuvo aquí. — Vació la copa, se sirvió un poco más de vino y dijo-: Sí, fue a verle durante el primer entreacto. Ella me lo dijo. Hacía días que él la tenía en ascuas, con la amenaza de escribir a su marido. Así que, al final, decidió hablar con él.
—No parece que el momento fuera muy oportuno, durante una representación.
—Así es Flavia. Hace las cosas sin reflexionar. Es espontánea. Por eso es tan buena cantante.
—Debe de ser difícil vivir con una persona semejante.
Ella sonrió ampliamente.
—Lo es. Pero hay compensaciones.
—¿Le dijo a usted algo? — Al ver que ella no parecía comprender, agregó-: De la entrevista.
—Que habían discutido. Él no quiso decirle claramente si había escrito al marido. No me explicó más, pero aún temblaba de indignación. No sé cómo pudo cantar.
—¿Y él había escrito al marido?
—No lo sé. Flavia no ha vuelto a hablarme del asunto. — Vio su extrañeza-. Como le decía, ella es así. Cuando canta no quiere hablar de las cosas que la preocupan. — Y con cierta tristeza, agregó-: Y cuando no canta, tampoco; dice que, si tiene que pensar en algo que no sea la música, no puede concentrarse. Los demás dejan que haga su voluntad. Y yo también.
—¿Él hubiera sido capaz de escribir al marido?
—Ese hombre era capaz de todo. Puede creerme. Se consideraba una especie de guardián de la moral. No podía soportar que nadie ofendiera su concepto del bien y del mal. Le sublevaba. Se creía destinado por derecho divino a imponer justicia, su justicia.
—¿Y qué sería capaz de hacer ella?
—¿Flavia?
—Sí.
La pregunta no la sorprendió.
—No lo sé. No creo que pudiera hacerlo así, sin más, a sangre fría. Haría cualquier cosa con tal de no separarse de sus hijos, pero no creo... no, no de ese modo. Además, ella no andaría por ahí con el veneno en el bolsillo. — Parecía aliviada de haber encontrado este argumento-. Pero la cosa no ha acabado. Si hay juicio o audiencia preliminar, se sabrá que discutieron y el motivo de la discusión, ¿verdad? — Brunetti asintió-. Y al marido no le hará falta más.
—Yo no estaría tan seguro.
—¡Vamos, comisario, que estamos en Italia! — dijo ella ásperamente-. El país de la sacrosanta familia. Ella podría tener todos los amantes que quisiera, siempre que fueran del sexo masculino. Así se restituiría a la casa la figura del padre, o de una especie de padre. Pero tan pronto como esto nuestro se hiciera público, no tendría la menor posibilidad de evitar que su marido le quitara la custodia de sus hijos.
—¿No exagera?
—¿Que exagero? Mi vida nunca ha sido un secreto. Soy rica y puedo prescindir de lo que la gente diga o piense de mí. Pero ello no les ha impedido hablar. De manera que, aun en el caso de que nuestras relaciones no pudieran demostrarse, imagine el partido que podría sacar de la situación un abogado listo: «La soprano y la secretaria millonaria.» No; las cosas parecerían exactamente lo que son.
—Ella podría negarlo -apuntó Brunetti, sugiriendo perjurio.
—No creo que, para un juez italiano, eso hiciera cambiar las cosas. Además, ella no mentiría. Estoy segura. No lo negaría. Y es que Flavia cree estar por encima de las leyes. — Enseguida le pesó haberlo dicho-. Pero todo son palabras, palabras, como cuando sale a escena. Grita y se indigna con la gente, pero no pasa de ahí. Nunca la he visto recurrir a la violencia. Sólo palabras.
Brunetti, como buen italiano, creía que las palabras pueden trocarse rápidamente en actos cuando de una madre y sus hijos se trata, pero se guardó la opinión.
—¿Me permite hacerle algunas preguntas personales?
Ella suspiró con resignación, previendo lo que venía.
—¿Alguien ha tratado de hacer chantaje a alguna de ustedes?
Al parecer, ésta no era la pregunta que ella esperaba.
—Nadie. Ni a mí ni a Flavia, por lo menos, que yo sepa.
—¿Y los niños? ¿Cómo se lleva usted con ellos?
—Bastante bien. Paolo tiene trece arios y Vittoria ocho, de modo que él por lo menos puede hacerse una idea de la situación. Pero Flavia tampoco me ha dicho nada. Nunca hemos hablado de ello. — Se encogió de hombros con las manos abiertas y, con este gesto, perdió todo su aire italiano y se mostró enteramente norteamericana.
—¿Y qué hay del futuro?
—¿Cuando seamos viejas? ¿Nos imagina tomando el té en el Florian's?
Él hubiera pintado un cuadro menos plácido, pero lo aceptó. Movió la cabeza afirmativamente.
—No tengo ni idea. Cuando estoy con ella no puedo trabajar, por lo que tendré que tomar una decisión sobre lo que quiero hacer.
—¿A qué se dedica?
—Soy arqueóloga. En China. Por mi trabajo conocí a Flavia. Hace tres años, ayudé a organizar la exposición de arte chino en el palacio del Dux. Ella cantaba Lucia en La Scala, y las autoridades la invitaron a ver la exposición y luego la trajeron a la fiesta de la inauguración. Después yo tuve que volver a Xian, donde están las excavaciones. Allí hay sólo tres occidentales. Ya hace tres meses que me fui y, si no vuelvo pronto, me sustituirán.
—¿Las excavaciones de los soldados de la guardia imperial? — preguntó él, con la imagen de las estatuas de terracota que había visto en aquella exposición todavía fresca en la memoria: cada una, perfectamente individualizada como si fuera la réplica de un hombre.
—Lo extraído hasta ahora no es nada comparado con lo que queda -dijo ella-. Hay miles de estatuas, más de las que podamos imaginar. Todavía no hemos empezado a excavar el tesoro de la tumba central. El gobierno exige mucho papeleo. Pero este otoño nos dieron el permiso para empezar a trabajar en el túmulo del tesoro. Por lo poco que he podido ver, creo que será el descubrimiento arqueológico más importante que se ha hecho desde el de la tumba de Tutankamon. Cuando empecemos a sacar lo que hay allí, la tumba del faraón parecerá una bagatela.
Brunetti siempre había pensado que la pasión de los científicos era invención de los que escribían los libros, para humanizarlos. Ahora, al mirar a Brett, comprendió que estaba equivocado.
—Hasta las herramientas son bellas. Y los cuencos con los que comían los obreros.
—¿Y si no volviera?
—Si no volviera, lo perdería todo. No me refiero a la fama, que corresponde a los chinos, sino a la posibilidad de ver los objetos, de tocarlos, de hacerme una idea de cómo era la gente que los hacía. Si no vuelvo, me lo perdería.
—¿Y es aquello más importante que esto? — preguntó él, señalando el camerino con un ademán.
—No es una pregunta justa. — Ella hizo entonces otro amplio ademán, abarcando los tarros de maquillaje del tocador, los trajes colgados detrás de la puerta y las pelucas puestas en sus soportes-. Esto no es un futuro para mí. Mi futuro está entre las ollas y los restos de una civilización milenaria. El de Flavia está aquí, en medio de todo esto. Dentro de cinco años, será la cantante verdiana más célebre del mundo. No hay sitio para mí en su vida. Ella todavía no se ha dado cuenta, porque, como le dije antes, es así, no lo verá hasta que lo tenga delante de los ojos.
—¿Y usted lo ve?
—Desde luego.
—¿Qué piensa hacer?
—Ver en qué para todo esto. — Hizo otro ademán, que incluía la muerte ocurrida en el teatro cuatro noches antes-. Y volver a China. O eso creo.
—¿Así, sin más?
—«Sin más», no. Pero me iré.
—¿Considera que merece la pena? — preguntó él. — ¿El qué?
—China.
Ella volvió a encogerse de hombros.
—Es mi trabajo, lo que hago. Y, a fin de cuentas, creo que es lo que me gusta. No puedo pasarme la vida en los camerinos, leyendo poesía china y esperando a que termine la representación para vivir mi vida.
—¿Se lo ha dicho a ella?
—¿Qué tiene que decirme? — preguntó Flavia Petrelli, haciendo una entrada absolutamente teatral y dando un portazo. Cruzó el camerino arrastrando la cola de su traje azul celeste. Estaba transfigurada, radiante. Brunetti nunca había visto mujer más hermosa. Pero no era el traje ni el maquillaje en sí lo que la había transformado, sino el estar vestida para hacer lo que mejor sabía hacer. Paseó la mirada por la habitación observando las dos copas y lo amigable de la actitud de ambos-. ¿Qué tiene que decirme? — insistió.
—Que no le gusta La Traviata -dijo Brunetti-. Yo he comentado que me parecía extraño encontrarla aquí, leyendo mientras usted cantaba, y ella me ha dicho que no era una de sus óperas favoritas.
—También es extraño encontrarle a usted aquí, comisario. Y que no es una de sus óperas favoritas ya lo sé. — Si no le creía, no lo demostró. El comisario se había levantado cuando entró la soprano y ahora ella pasó por delante de él para ir hasta una repisa, donde llenó un vaso de agua mineral y lo bebió de un tirón. Volvió a llenarlo y bebió la mitad-. Esas luces, es como estar en una sauna. — Terminó el agua y dejó el vaso-. ¿De qué hablabais?
—Ya te lo ha dicho, Flavia. De La Traviata.
—Mentira -espetó la cantante-. Pero ahora no tengo tiempo para hablar de eso. — Miró a Brunetti y dijo, con la voz tensa de la indignación y alta de tono, como suele estar la voz de un cantante después de una actuación-: Le agradeceré que salga de mi camerino. Tengo que cambiarme para el próximo acto.
—No faltaba más, signora -dijo él, todo cortesía y disculpas. Tras saludar con un movimiento de cabeza a Brett, que correspondió con una sonrisa pero siguió en su butaca, salió rápidamente del camerino. Una vez fuera, se paró, con el oído arrimado a la puerta sin el menor escrúpulo. Pero lo que tuvieran que decirse se lo dijeron en voz baja.
Por la escalera apareció la mujer de la bata azul. Brunetti se retiró de la puerta y fue a su encuentro. Le dijo que ya podía cerrar el camerino, le sonrió, le dio las gracias y bajó a los bastidores, donde encontró un caos increíble: mujeres con miriñaque que fumaban y reían apoyadas en las paredes, hombres vestidos de frac que hablaban de fútbol, y tramoyistas que deambulaban de un lado a otro transportando palmeras de papel y copas de champaña pegadas a la bandeja.
Al fondo del pequeño corredor de la derecha estaba el camerino del director de la orquesta, ocupado ahora por el sustituto. Brunetti permaneció junto a la entrada del corredor durante diez minutos por lo menos, sin que nadie le preguntara quién era ni qué hacía allí. Por fin, sonó un timbre, y un hombre con barba que llevaba americana y corbata fue de grupo en grupo, señalando en varias direcciones y enviando a cada cual al lugar en el que debía estar.
El nuevo director salió del camerino, cerró la puerta y pasó por delante de Brunetti sin mirarlo. Cuando el hombre desapareció, Brunetti fue hacia el fondo del corredor y, con toda naturalidad, entró en el camerino. Nadie lo vio o, por lo menos, nadie se molestó en preguntarle qué buscaba.
El camerino aparecía prácticamente igual que la otra noche, salvo que la taza y el plato estaban encima de la mesa y no en el suelo. El comisario se quedó sólo un momento y se fue. Su salida pasó tan inadvertida como su entrada, y eso, cuatro días después de que en aquel camerino muriera un hombre.
CAPITULO XVII
Cuando el comisario llegó a su casa, ya era tarde para llevar a Paola y a los chicos a cenar, como les había prometido. Además, mientras subía la escalera percibió ya el olor a ajo y salvia.
Al entrar en el apartamento, tuvo un momento de estupefacción, porque la voz de Flavia Petrelli, que hacía veinte minutos había oído cantar la partitura de Violetta en el teatro, interpretaba ahora el final del segundo acto en su sala de estar. Involuntariamente, dio dos rápidos pasos antes de recordar que aquella noche la representación era televisada en directo. Paola, que no era aficionada a la ópera, probablemente estaría mirándola para tratar de adivinar cuál de los cantantes era un asesino. Brunetti estaba seguro de que su curiosidad era compartida por millones de familias de toda Italia.
Desde la sala, la voz de Chiara, su hija, gritó:
—Ha llegado papá -mientras Violetta suplicaba a Alfredo que la dejara para siempre.
El comisario entró en la sala en el momento en que el tenor arrojaba un puñado de billetes a la cara de Flavia Petrelli. Ella, bañada en llanto, caía de rodillas. Mientras el padre de Alfredo cruzaba el escenario con paso rápido, para amonestar a su hijo, Chiara preguntó:
—¿Por qué le ha tirado el dinero a la cara, papá? Creí que la quería. — Había levantado la mirada de lo que parecían deberes de matemáticas y, al no recibir respuesta, insistió-: ¿Por qué?
—Porque piensa que sale con otro -fue la mejor explicación que se le ocurrió a Brunetti.
—¿Y qué puede importar eso? Si estuvieran casados sería distinto.
—Ciao, Guido -gritó Paola desde la cocina.
—Dime, ¿por qué se enfada?
Brunetti pasó por delante de su hija y bajó el volumen del televisor, preguntándose por qué todos los adolescentes parecían sordos. Por la manera en que Chiara agitaba el lápiz en el aire, comprendió que no pensaba darse por satisfecha. El comisario decidió contemporizar.
—Ellos dos vivían juntos, ¿no?
—Sí, ¿y qué?
—Si vives con una persona, no sales con otra.
—Pero ella no salía con nadie. Sólo quería hacérselo creer.
—Y él se lo cree y tiene celos.
—Pues no sé por qué. Ella le quiere. Eso está claro. Alfredo es un memo. Además, el dinero es de ella.
—Hum -hizo él para ganar tiempo, mientras trataba de recordar el argumento de La Traviata.
—¿Por qué no se pone a trabajar en algo? Si ella le mantiene, puede hacer lo que le apetezca. — El público había estallado en un aplauso atronador.
—No siempre es así, hija.
—Pero a veces sí, ¿verdad, papá? ¿Por qué no? En casa de muchas amigas mías, si la madre no trabaja como mamá, el padre lo decide todo. A dónde van de vacaciones, todo. Y algunos hasta tienen amante. — La última frase fue dicha con voz débil, más como pregunta que como afirmación-. Y pueden hacerlo porque son los que ganan el dinero, por eso pueden decir a cada uno lo que tiene que hacer. — Ni la propia Paola, pensó él, hubiera podido hacer un compendio más exacto del sistema capitalista. En realidad, era la voz de su esposa la que él oía en los argumentos de Chiara.
—No es tan sencillo, tesoro. — Se aflojó el nudo de la corbata-. Chiara, ¿podrías ser un ángel de bondad, ir a la cocina y traer una copa de vino a tu pobre padre?
—Voy. — La niña soltó el lápiz, más que dispuesta a abandonar la discusión-. ¿Blanco o tinto?
—Mira si queda Prosecco. Si no, trae lo que creas que me gustará. — En el lenguaje de la familia eso quería decir el vino que ella quisiera probar.
Brunetti se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y apoyó los pies en la mesita. Ahora el presentador informaba al auditorio, innecesariamente, de los sucesos de los últimos días. El tono vehemente y tétrico del hombre hacía del relato una ópera del verismo más truculento. Chiara volvió a la sala. Era alta y desmañada. Desde cualquier lugar de la casa, él podía adivinar cuándo tocaba a Chiara recoger la cocina, por el estrépito de cacharros. Pero era bonita, quizá hasta llegara a ser hermosa, con los ojos separados y una suave pelusa debajo de las orejas que le inundaba el corazón de ternura cada vez que la contemplaba a contraluz.
—Fragolino -dijo ella pasándole la copa desde detrás del sofá, sin derramar más que una gota, y en el suelo-. ¿Puedo tomar un sorbito? Mamá no quería abrir la botella. Decía que sólo quedará una, pero como le he dicho que estabas muy cansado la ha abierto. — Antes de que pudiera acceder a su petición, ella ya había vuelto a coger la copa y se la llevaba a los labios-. ¿Cómo es posible que un vino sepa a fresa, papá? — ¿Por qué será que, cuando los hijos están de buenas contigo, lo sabes todo y cuando están de malas, no sabes nada?
—Es la uva. La uva huele a fresa, y el vino, también. — Él pudo confirmar la veracidad de sus palabras con el olfato y con el gusto-. ¿Haces deberes?
—Sí, matemáticas -dijo ella, consiguiendo poner en la palabra un entusiasmo que desconcertó a su padre. Entonces recordó que esa niña era la misma que le explicaba el estado de sus cuentas del banco cada tres meses y que en mayo trataría de rellenarle el formulario de la declaración de la renta.
—¿Qué clase de matemáticas? — preguntó él con fingido interés.
—No las entenderías, papá. — Y, luego, con la velocidad del rayo-: ¿Cuándo vas a comprarme el ordenador?
—Cuando saque el premio gordo de la lotería. — Sabía que su suegro iba a regalar a Chiara un ordenador portátil en Navidad, y le mortificaba que ello le mortificara.
—Papá, siempre dices lo mismo. — Se sentó frente a él, puso los pies encima de la mesa, planta contra planta con los de él y empujó suavemente con uno de ellos-. Maria Rinaldi tiene ordenador, y Fabrizio también, y yo nunca haré nada bueno en la escuela, nada realmente bueno, hasta que lo tenga.
—Pues me parece que no lo haces mal del todo con el lápiz.
—No, pero tardo siglos.
—¿Y no es preferible que ejercites el cerebro, en lugar de dejar que la máquina trabaje por ti?
—Eso es una tontería, papá. El cerebro no es un músculo. Lo hemos aprendido en clase de biología. Además, tú no cruzas la ciudad andando para buscar una información si puedes conseguirla por teléfono. — Él empujó a su vez con la planta del pie, pero no contestó-. ¿Verdad que no, papá?
—¿Y qué harías con el tiempo que ahorraras, si tuvieras ordenador?
—Problemas más difíciles. El ordenador no trabaja por mí, papá, de verdad. Sólo hace más deprisa lo que yo le ordeno. No es más que una máquina que suma y resta un millón de veces más aprisa que nosotros.
—¿Tienes idea de lo que cuestan esas máquinas?
—Sí. El Toshiba que yo quiero cuesta dos millones.
Afortunadamente, en aquel momento entró Paola, o hubiera tenido que decir a Chiara las posibilidades que había de que él le comprara un ordenador. Y, como ello hubiera podido inducir a su hija a aludir al abuelo, se alegró doblemente de ver a Paola. Ésta traía la botella de Fragolino y otra copa. En aquel momento, cesó la cháchara de la televisión para dar paso al preludio del tercer acto.
Paola dejó la botella en la mesa y se sentó en el brazo del sofá, al lado de su marido. En la pantalla, se levantó el telón, revelando una habitación destartalada. Era difícil reconocer a Flavia Petrelli, a la que había visto en todo el esplendor de su hermosura hacía poco más de una hora, en la frágil criatura que estaba tendida en el diván, envuelta en un chal, con una mano descansando en el suelo. Se parecía más a la signora Santina que a una célebre cortesana. Las oscuras ojeras y el rictus de dolor de sus labios denotaban de modo convincente enfermedad y sufrimiento. Hasta la voz con que pedía a Annina que diera a los pobres el poco dinero que le quedaba era débil y doliente.
—Lo hace muy bien -dijo Paola. Brunetti siseó. Los dos miraban.
—Pero él es idiota -agregó Chiara, cuando Alfredo entraba en la habitación y tomaba en brazos a su amada. — Shhh -sisearon los dos. Ella volvió a sus números, murmurando entre dientes: «Un memo» en tono lo bastante alto como para que sus padres lo oyeran.
Brunetti vio la cara de la Petrelli transfigurarse de éxtasis por la llegada de su adorado y resplandecer de alegría. Juntos empezaron a hacer planes para un futuro que no conocerían, y la voz de ella recobró su timbre vigoroso y cristalino.
El gozo la hizo ponerse en pie y levantar los brazos al cielo. «Me siento renacer», exclamó, y en ese momento, como es de rigor en la ópera, se desplomó y murió.
—Sigo pensando que él es un memo -insistió Chiara durante el desesperado lamento de Alfredo y la entusiasta ovación del público-. Supongamos que no se muere. ¿De qué hubieran vivido? ¿Ella hubiera vuelto a hacer lo que hacía antes de conocerle? — Brunetti prefería ignorar lo que pudiera saber su hija acerca de esta cuestión. Chiara, después de manifestar su opinión, escribió una larga hilera de cifras al pie de la hoja, metió ésta en el libro de mates y lo cerró.
—No creí que fuera tan buena -dijo Paola respetuosamente, haciendo caso omiso de los comentarios de su hija-. ¿Qué tal es en persona? — Típico de Paola. La posible implicación de aquella mujer en un asesinato no había bastado para despertar su interés; había tenido que ver la calidad de su interpretación.
—Es sólo una cantante -dijo él evasivamente.
—Sí, y Reagan sólo un actor -dijo Paola-. ¿Cómo es?
—Es arrogante, tiene miedo de que le quiten a sus hijos y le gusta el color marrón.
—¿Que no cenamos? — dijo Chiara-. Tengo hambre.
—Pues pon la mesa. Ahora mismo vamos.
Chiara se levantó de mala gana y se fue a la cocina, pero no sin antes decir:
—Y ahora harás que papá te diga cómo es ella en realidad, y yo me perderé todo lo bueno, como siempre. — Una de las grandes frustraciones de Chiara era la de no poder sacar a su padre información que le permitiera presumir en el patio de recreo.
—Me pregunto dónde habrá aprendido a actuar así -dijo Paola, llenando las dos copas-. Hace años, cuando yo era una niña, una tía mía murió tuberculosa. Aún me acuerdo de su cara y de cómo movía siempre las manos nerviosamente, lo mismo que ella, abriéndolas y cerrándolas en el regazo o estrujándoselas. — Y, con su brusquedad característica-: ¿Crees que lo hizo ella?
Él se encogió de hombros.
—Quizá. Todo el mundo trata de meterme en la cabeza la idea de que esa mujer es una pólvora, toda pasión, capaz de responder a una ofensa con una puñalada fulminante. Pero ya has visto lo buena actriz que es, por lo que nada impide pensar que sea fría y calculadora y perfectamente capaz de cometer el crimen tal como se cometió. Y también creo que es inteligente.
—¿Y su amiga?
—¿La norteamericana?
—Sí.
—No sé. Me ha dicho que la Petrelli fue a ver al maestro durante el primer entreacto, pero sólo para discutir con él.
—¿Sobre qué?
—La había amenazado con revelar sus relaciones con Brett a su ex marido.
Si el que su marido utilizara el nombre de pila al referirse a la norteamericana sorprendió a Paola, no lo exteriorizó.
—¿Tienen hijos?
—Sí; dos.
—Pues es grave la amenaza. Pero ¿y la otra? ¿Y Brett, como tú la llamas? ¿Pudo hacerlo ella?
—No lo creo. Esta relación no es tan trascendental para ella. O no permitirá que lo sea. No me parece probable.
—Aún no me has dicho qué piensas de la Petrelli.
—Vamos, Paola, tú ya sabes que cuando trato de guiarme por la intuición siempre me equivoco. Me precipito con mis sospechas. Todavía no sé qué pensar de ella. Lo único que sé es que todo esto tiene que ver con el pasado del maestro.
—Está bien dijo ella, aviniéndose a dejar el tema-. Vamos a cenar. Hay pollo y alcachofas, y una botella de Soave.
—Alabado sea Dios. — Él se levantó del sofá y tiró de ella. Juntos entraron en la cocina.
Como de costumbre, en el mismo instante en que la cena salía a la mesa y se disponían a empezar, apareció Raffaele, el primogénito de Brunetti, que venía de su habitación. Tenía quince años, era alto para su edad y se parecía a Brunetti en la complexión y el gesto. En lo demás no se parecía a nadie de la familia y hubiera rebatido airadamente la posibilidad de que su conducta se asemejara a la de cualquier otra persona, viva o muerta. Había descubierto por sí mismo que el mundo está corrompido, que el sistema es injusto y que a quienes están arriba lo único que les interesa es el poder. Como era la primera persona que había hecho tal descubrimiento con tanta claridad, no hacía nada por ocultar su desdén hacia quienes no habían sido agraciados con su perspicacia. Entre ellos estaba su familia, por supuesto, con la posible excepción de Chiara, a la que eximía de culpa por su juventud y porque se dejaba convencer para que le cediera la mitad de su asignación. Al parecer, también su abuelo había conseguido pasar por el ojo de la aguja, aunque nadie comprendía cómo.
Iba al liceo clásico, donde se suponía que debían prepararlo para la universidad, pero durante el curso anterior había sacado malas notas y últimamente hablaba de dejar los estudios, ya que «la educación no es sino parte del sistema que oprime a los trabajadores». Pero, aunque dejara los estudios, no pensaba buscar trabajo, puesto que ello lo sometería al «sistema que oprime a los trabajadores». Así pues, para evitar oprimir a los demás, no estudiaría y, para evitar ser oprimido, no trabajaría. A Brunetti la simplicidad del razonamiento de Raffaele le parecía absolutamente jesuítica.
Raffaele puso los codos encima de la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Brunetti le preguntó cómo estaba, ya que ésta todavía era una pregunta segura.
—OK.
—Pasa el pan, Raffi. — Esto, Chiara.
—No te comas el ajo, Chiara, o te olerá el aliento durante días. — Esto, Paola.
—Está bueno el pollo. — Esto, Brunetti-. ¿Abro la otra botella?
—Sí, por favor -dijo Chiara-. Yo todavía no lo he probado.
Brunetti sacó del frigorífico la segunda botella, la abrió y dio la vuelta a la mesa, escanciando. Cuando llegó detrás de su hijo, le apoyó la mano en el hombro al inclinarse para servir el vino. Raffaele hurtó el hombro y luego simuló que trataba de alcanzar las alcachofas, que nunca comía.
—¿Qué hay de postre? — preguntó Chiara.
—Fruta.
—¿Pastel, no?
—Cerdita -dijo Raffaele, pero como definición, no como insulto.
—¿Quién quiere jugar al monopoly después de cenar? — preguntó Paola. Antes de que los niños pudieran responder, estipuló las condiciones-: Sólo si habéis hecho los deberes.
—Yo sí -dijo Chiara.
—Yo también -mintió Raffaele.
—Yo soy la banquera -anunció Chiara..
—Cerdita burguesa -puntualizó Raffaele.
—Vosotros dos fregaréis los platos -ordenó Paola-. Después jugaremos. — A la primera exclamación de protesta, cortó-: Nadie va a jugar al monopoly encima de esta mesa hasta que los platos estén limpios y guardados. — Y como Raffaele abriera la boca para lamentarse, le espetó-: Y, si el planteamiento te parece burgués, me alegro. También es burgués comer pollo, y no he oído que te quejaras. Así que primero fregáis y después jugamos.
Nunca dejaba de asombrar a Brunetti que su mujer pudiera hablar a Raffaele en ese tono impunemente. Si alguna vez él se permitía reprender a su hijo, la escena terminaba invariablemente con un portazo, y las malas caras duraban varios días. Raffaele, al verse derrotado, mostró su enfado retirando los platos y dejándolos en la encimera con brusquedad, y Brunetti mostró el suyo llevándose la botella y la copa a la sala, para esperar allí las estrepitosas señales de obediencia.
—Por lo menos, no fabrica bombas en su cuarto -fue el consuelo que le ofreció Paola cuando salió a reunirse con él. En la cocina sonaban golpes amortiguados que indicaban que Raffaele fregaba los platos, y golpes más fuertes que denotaban que Chiara los secaba y guardaba. De vez en cuando, se oía una carcajada.
—¿Crees que se le pasará? — preguntó él.
—Mientras Chiara pueda hacerle reír, me parece que no hay que preocuparse. Él nunca haría daño a Chiara, y dudo que hiciera volar por los aires a alguien. — Brunetti no acababa de ver cómo podía esto disipar todas las preocupaciones que le causaba su hijo, pero estaba dispuesto a dejarse consolar.
Chiara asomó la cabeza y gritó:
—Raffi ya ha sacado el tablero. Vamos a empezar.
Cuando Paola entró en la cocina, el tablero del monopoly ya estaba en el centro de la mesa y Chiara, que seguía decidida a ser la banquera, repartía el dinero. Por consenso general, se bahía decidido vetar a Paola para el puesto de banquera, ya que no pocas veces había sido sorprendida con la mano en la caja. Raffaele, temiendo ser tildado de capitalista, nunca optaba al cargo. Y Brunetti, que bastantes dificultades tenía para concentrarse en el juego, rehuía la responsabilidad. De modo que ésta siempre recaía en Chiara, que gozaba contando, pagando, cobrando y cambiando.
Echaron los dados para decidir quién salía. Raffaele quedó en último lugar, lo que bastó para poner nerviosos a los otros tres desde el principio. El afán de ganar del chico asustaba a Brunetti, que a veces jugaba mal adrede para darle ventaja.
Al cabo de media hora, Chiara tenía todos los verdes: Vía Roma, Corso Impero y Largo Augusto. Raffaele tenía dos rojos y sólo necesitaba Vía Marco Polo, que era propiedad de Brunetti, para completar su serie. Al cabo de cuatro vueltas más, Brunetti se dejó convencer para ceder a Raffaele la propiedad que le faltaba a cambio del Acquedotto y cincuenta mil liras. El reglamento familiar prohibía hacer comentarios, pero ello no impidió a Chiara dar un fuerte puntapié a su hermano por debajo de la mesa.
Raffaele, como era de esperar, protestó:
—Para ya, Chiara. Si quiere hacer un mal negocio, allá él. — Así hablaba el que quería hundir el sistema capitalista.
Brunetti entregó el título de propiedad y vio cómo Raffaele se apresuraba a construir hoteles en sus tres vías. Mientras Raffaele estaba ocupado en ello, pendiente de que Chiara le devolviera el cambio correctamente, Brunetti observó que Paola escamoteaba un montoncito de billetes de diez mil liras de la banca. Al levantar la mirada y darse cuenta de que su marido la había visto robar a sus propios hijos, le sonrió ampliamente. Un policía, casado con una ladrona, padre de un monstruo de la informática y de un anarquista.
A la siguiente vuelta, Brunetti fue a parar a uno de los hoteles de Raffaele y tuvo que darle cuanto tenía. Paola descubrió de pronto que disponía de dinero suficiente para construir seis hoteles, pero tuvo la delicadeza de no mirar a su marido a la cara al dar el dinero a la banca. Brunetti se recostó en el respaldo y observó cómo la partida avanzaba hacia el final, que su pérdida ante Raffaele había hecho inevitable. El codo de Paola empezó a avanzar hacia el montón de billetes de diez mil liras, pero se detuvo, fulminado por una mirada de Chiara. Ésta, a su vez, no pudo convencer a Raffaele de que le vendiera Parco Bella Vittoria, fue a parar dos veces a los hoteles rojos y se arruinó. Paola resistió dos vueltas más, hasta que paró en el hotel de Viale Costantino y no pudo pagar.
La partida terminó. Raffaele se transformó inmediatamente, de gran capitán de empresa en enemigo de las clases dirigentes; Chiara saqueó el frigorífico y Paola bostezó y dijo que era hora de irse a la cama. Brunetti la siguió por el pasillo, pensando en cómo el comisario de policía de la Más Serenísima República había pasado otra noche en la implacable persecución del responsable de la muerte del más famoso director de orquesta del siglo.
CAPÍTULO XVIII
La llamada de Michele llegó a la una, y sacó a Brunetti de una maraña de sueños inquietantes. A la cuarta señal, contestó dando su apellido.
—Guido, soy Michele.
—Michele -repitió él tontamente, mientras trataba de recordar si conocía a algún Michele. Haciendo un esfuerzo, abrió los ojos y entonces reaccionó-. Michele. Michele, sí, está bien. Encantado de oírte. — Encendió la lámpara de la mesita de noche y se sentó con la espalda apoyada en el cabezal de la cama. A su lado, Paola dormía como una bendita.
—He hablado con mi padre. Se acuerda de todo.
—¿Y bien?
—Lo que tú decías: si hay algo que saber, él lo sabe.
—Déjate ya de rodeos y vamos al grano.
—Corrían rumores acerca de Wellauer y Clemenza, una de las tres hermanas, la que cantaba ópera. Papá no recuerda exactamente dónde, pero parece que empezaron en Alemania, donde actuaban juntos. Hubo una escena entre la esposa de Wellauer y la Santina durante una fiesta, después de una función. Se insultaron y Wellauer se marchó... -Michele hizo una pausa efectista-...con la Santina. Cuando terminó la temporada, mi padre dice que debía de ser en el 37 o el 38, la Santina regresó a Roma y Wellauer regresó a su casa, donde debieron de cantarle las cuarenta. — Michele se rió de su propio y lamentable chiste. Brunetti no se rió.
»Parece ser que consiguió que su mujer le perdonara. Según papá, la pobre tuvo mucho que perdonar, entonces y después.
—¿Así que era de ésos?
—Sí. Dice papá que de los peores. O de los mejores, según se mire. Se divorciaron después de la guerra,
—¿Y ésa fue la causa?
—Papá no está seguro. Parece probable. O quizá fue porque él había apoyado a los nazis.
—¿Qué pasó cuando la Santina volvió a Italia?
—Él vino para dirigir una Norma. La que ella se negó a cantar. ¿Estás enterado de aquello?
—Sí. — Estaba en el dossier que le había entregado Miotti: fotocopias de recortes de periódicos de Roma y de Venecia de hacía décadas.
—Pusieron a otra soprano y Wellauer tuvo un gran éxito.
—¿Y después? ¿Siguieron viéndose?
—Eso no está claro, dice papá. Unos decían que siguieron juntos durante algún tiempo, y otros que él la plantó en cuanto ella dejó de cantar.
—¿Y las hermanas?
—Parece ser que, cuando Clemenza dejó de cantar, Wellauer se lió con otra. — Michele nunca se había distinguido por su delicadeza de expresión, especialmente en lo tocante a mujeres.
—¿Y qué pasó?
—La cosa duró algún tiempo. Hasta que hubo lo que solía llamarse una «intervención quirúrgica ilegal». Según mi padre, incluso entonces era fácil de conseguir, si tenías buenos contactos. Y Wellauer los tenía. No se habló mucho de ello entonces, pero lo cierto es que ella murió. Quizá ni siquiera fuera de él la criatura, pero la gente creía que sí.
—¿Y después?
—Como te digo, ella murió. Los periódicos no dijeron cuál fue la causa de la muerte, desde luego. Entonces no se escribía sobre estas cosas. Sólo decían «después de una súbita enfermedad». Y, en cierto modo, así fue, imagino.
—¿Qué fue de la otra hermana?
—Papá cree que se marchó a la Argentina. Al terminar la guerra o poco después. Y que murió allí, aunque años después. ¿Quieres que papá trate de averiguarlo?
—No, Michele. Ella no importa. ¿Qué le ocurrió a Clemenza?
—Después de la guerra, trató de volver a cantar, pero la voz ya no era la misma. Y tuvo que dejarlo. Dice papá que le parece que vive en Venecia. ¿Es verdad?
—Sí; he hablado con ella. ¿Recuerda algo más tu padre?
—Sólo que habló con Wellauer una vez, hace unos quince años. No le cayó bien, pero no puede decir la razón. Sólo que no le gustó.
Brunetti percibió en la voz de Michele el cambio del tono de amigo al de periodista.
—¿Crees que puede servirte de algo todo esto, Guido?
—No lo sé, Michele. Sólo quería tener una idea de la clase de hombre que era él y enterarme de lo ocurrido con la Santina.
—Pues ya lo sabes. — Ahora la voz de Michele era seca. En la última respuesta, él había percibido al policía.
—Michele, puede que haya algo importante, pero no lo sé todavía.
—Está bien, está bien. Si lo hay, tanto mejor. — No quería pedir el favor.
—Si averiguo algo, te llamaré, Michele.
—De acuerdo, Guido. Llámame. Es tarde y querrás dormir. Si necesitas algo más, llámame, ¿conforme?
—Te lo prometo. Y gracias, Michele. Da las gracias a tu padre de mi parte.
—Él es quien te las da a ti. Esto le ha hecho volver a sentirse importante. Buenas noches, Guido.
Antes de que Brunetti pudiera decir nada, la comunicación se cortó. Apagó la luz y se deslizó bajo las mantas, sintiendo el frío de la habitación. En la oscuridad, le parecía estar viendo el retrato de la cocina de Clemenza Santina, de las tres hermanas posando en forma de V. Una había muerto por culpa de Wellauer y otra quizá había visto destruida su carrera por haberle conocido. Sólo la pequeña había escapado de él, y había tenido que marchar a la Argentina para conseguirlo.
CAPITULO XIX
Por la mañana, muy temprano, mucho antes de que Paola se despertara, Brunetti entró en la cocina y, sin saber muy bien lo que hacía, puso la cafetera al fuego. Volvió al cuarto de baño, se mojó la cara y se secó, rehuyendo la mirada del hombre del espejo. Antes del café, no se fiaba de nadie.
Entró otra vez en la cocina en el momento en que la cafetera empezaba a rebosar. Ni se molestó en jurar sino que la retiró del fogón e hizo girar la llave del gas de un manotazo. Llenó una taza, echó tres cucharadas de azúcar y, con el café en la mano, salió a la terraza, orientada al oeste, con la esperanza de que el frío de la mañana lo despejara si el café no lo conseguía.
Desmadejado y sin afeitar, contempló un horizonte en el que se divisaban las estribaciones de los Dolomitas. Debía de haber llovido mucho aquella noche, porque parecía que las montañas se habían acercado sigilosamente y ahora se perfilaban, como por arte de magia, en el aire frío y transparente. Seguro que, antes del anochecer, habrían liado los bártulos y vuelto a marcharse, empujadas por el humo que vomitaban sin cesar las fábricas del continente Y la bruma que brotaba de la laguna.
A la izquierda, las campanas de San Paolo llamaban a la misa de las seis y media. Más abajo de donde él estaba, en la casa de enfrente, se abrieron unas cortinas y en la ventana apareció un hombre desnudo, ajeno a la presencia de Brunetti, que lo miraba desde arriba. De repente, al hombre le crecieron otro par de manos, éstas, con las uñas rojas, que tiraban de él hacia atrás. El hombre sonrió, retrocedió y las cortinas volvieron a cerrarse.
El frío empezaba a hacer mella en Brunetti, que volvió a la cocina, donde le reconfortaron el calor y la presencia de Paola. Ahora estaba sentada a la mesa y tenía un aspecto mucho más plácido de lo que era lícito antes de las nueve de la mañana.
Ella le dio un alegre buenos días al que él respondió con un gruñido. Dejó la taza vacía en el fregadero y cogió otra, ésta aderezada con leche caliente, que Paola le había dejado preparada en la encimera. La primera había empezado a empujarlo hacia el mundo de los humanos y tal vez ésta acabara la tarea.
—¿Era Michele quien llamó anoche?
—Hum. — Él se frotó la cara y bebió el café con leche. Ella atrajo hacia sí una revista que estaba en un extremo de la mesa, mientras bebía. Todavía no son las siete, y ya está mirando chaquetas de Giorgio Armani. Ella volvía las hojas. Él se rascó un hombro. Pasaba el tiempo.
—¿Era Michele el que llamó anoche?
—Sí. — Paola se alegró de haberle sacado una palabra, y no un simple gruñido, y no preguntó más-. Me habló de Wellauer y Santina.
—¿Cuánto tiempo hace de aquello?
—Más de cuarenta años. Fue después de la guerra. No; antes de la guerra. Casi cincuenta.
—¿Qué ocurrió?
—Dejó embarazada a una hermana de la Santina, que murió al abortar.
—¿Te contó ella algo de eso?
—Ni palabra.
—¿Qué vas a hacer?
—Tendré que volver a hablar con ella.
—¿Esta mañana?
—No; tengo que ir a la questura. Esta tarde. O mañana. — En ese momento se dio cuenta de lo cuesta arriba que se le hacía tener que volver a aquel lugar frío y sórdido.
—Cuando vayas, ponte los zapatos marrones. — Le protegerían del frío; pero nada podía protegerle, ni a él ni a nadie, de la sordidez.
—Sí, gracias -dijo-. ¿Te duchas tú primero? preguntó, recordando que ella tenía una clase a primera hora.
—No; entra tú. Yo terminaré esta taza y haré más café. Al pasar, el comisario se inclinó y dio a su mujer un beso en el pelo, sin comprender cómo se las ingeniaba para mostrarse amable y hasta cariñosa con el mostrenco gruñón que era su marido por la mañana. Aspiró el aroma floral del champú, observó en la sien finas vetas grises que no había visto hasta ahora y volvió a inclinarse para besar esas canas, estremeciéndose interiormente por la fragilidad de aquella mujer.
Cuando llegó al despacho, el comisario reunió todos los papeles e informes referentes a la muerte del maestro y se puso a releerlos, algunos, por segunda o tercera vez. Los informes de la policía alemana resultaban irritantes. Por lo exhaustivo de su atención a los detalles -se daba la lista de los objetos desaparecidos de la casa de Wellauer después de cada uno de los dos robos-, eran un monumento a la meticulosidad alemana. Y, por su casi total falta de información sobre las actividades personales o profesionales del maestro durante los años de la guerra, eran prueba de la habilidad, no menos germánica, para suprimir una verdad por el simple procedimiento de silenciarla. Brunetti reconocía que la táctica tenía un éxito notable; si no, que se lo preguntaran a cierto presidente de la República de Austria.
Wellauer había encontrado el cadáver de su segunda esposa. Poco antes de bajar al sótano a ahorcarse, la mujer llamó a una amiga para invitarla a tomar café. Esta asociación entre lo macabro y lo mundano impresionaba a Brunetti cada vez que leía el informe. La amiga se retrasó y no llegó sino después de que Wellauer encontrara el cadáver de su mujer y llamara a la policía. Por lo tanto, había tenido ocasión de destruir la carta que ella hubiera podido dejar.
Aquella mañana, Paola le había dado el número de Padovani y le había dicho que el periodista pensaba regresar a Roma al día siguiente. Como Brunetti podía incluir el almuerzo en la cuenta de gastos, en concepto de «entrevista a un testigo», invitó a Padovani al Galleggiante, un restaurante que no hubiera podido pagar de su bolsillo. Quedaron en encontrarse allí a la una.
Llamó a la oficina de traducciones y pidió que subiera la persona encargada de los textos en alemán. Ésta era una mujer joven con la que se había cruzado más de una vez en la escalera y los pasillos del edificio. Brunetti dijo que tenía que llamar a Berlín y que necesitaría su ayuda si la otra persona no entendía el italiano ni el inglés.
Marcó el número que le había dado la signora Wellauer. A la cuarta señal, una voz de mujer dijo en tono cortante -siempre le parecía que los alemanes hablaban en tono cortante-: «Steinbrunner.» Brunetti pasó el teléfono a la traductora, y entendió lo suficiente como para deducir que el doctor estaba en el consultorio y que este número era el de su casa. Con un ademán, invitó a la traductora a hacer la llamada siguiente y escuchó a la mujer identificarse y explicar el motivo de la llamada. Ella levantó la mano para indicarle que aguardara y asintió. Luego le pasó el teléfono, y él pensó que había ocurrido un milagro y el doctor Steinbrunner había contestado al teléfono en italiano. Pero, en lugar de una voz humana, oyó una música dulzona que llegaba desde el otro lado de los Alpes, por cuenta de la ciudad de Venecia. Devolvió el teléfono a la mujer y observó cómo ella llevaba el compás con la mano mientras esperaban.
Al fin, ella se acercó más el teléfono al oído y dijo algo en alemán. Después estuvo hablando un momento y dijo a Brunetti:
—La recepcionista va a pasar la llamada. Dice que el doctor habla inglés. ¿Quiere hablar usted?
Él asintió, tomó el teléfono que ella le tendía y con una seña le pidió que se quedara.
—Espere a ver si el doctor es tan bueno con el inglés como usted con el alemán.
Antes de que terminara la frase, oyó una voz grave al otro extremo del hilo:
—Aquí el doctor Erich Steinbrunner. ¿Puedo saber con quién hablo?
Brunetti se presentó e indicó a la traductora que podía marcharse. Antes de alejarse, ella se inclinó sobre la mesa y puso a su alcance un bloc y un lápiz.
—¿Qué desea de mí, comisario?
—He sido encargado de investigar la muerte del maestro Wellauer, y su viuda me ha dicho que era usted buen amigo suyo.
—Sí; mi esposa y yo fuimos amigos suyos durante muchos años. Su muerte nos ha apenado profundamente a ambos.
—No lo dudo, doctor.
—Queríamos asistir al funeral, pero mi esposa no puede viajar a causa de su delicado estado de salud y yo no quise dejarla.
—Estoy seguro de que la signora Wellauer se hará cargo -dijo el comisario, sorprendido por la universalidad de los tópicos.
—He hablado con Elizabeth -dijo el doctor-. Parece sobrellevarlo bastante bien.
Brunetti, impulsado por algo que creyó advertir en el tono de su interlocutor, dijo:
—Parecía un poco... no sé cómo expresarlo... un poco reacia a que le llamara, doctor. — En vista de que no había respuesta, agregó-: Quizá aún está muy reciente la desgracia para querer recordar tiempos felices.
—Es posible -dijo el médico. La sequedad del tono contradecía sus palabras.
—¿Podría hacerle unas preguntas, doctor?
—Desde luego.
—Al examinar la agenda del maestro, he visto que durante los últimos meses de su vida les visitó frecuentemente a usted y a su esposa.
—Sí; cenamos juntos tres o cuatro veces.
—Pero en varias anotaciones sólo figura su nombre, doctor, y a hora muy temprana, lo que me hace pensar que se trataba de una visita de carácter profesional, es decir, que iba a verle como paciente y no como amigo. — Hizo entonces la pregunta que había estado demorando-: Doctor, si me permite, ¿es usted...? — Se interrumpió, porque no quería ofender a una posible eminencia preguntándole si era de medicina general, y dijo-: He olvidado cómo se dice en inglés. ¿Cuál es su especialidad, doctor?
—Garganta, nariz y oído. Sobre todo, garganta. De ahí viene mi amistad con Helmut, una amistad de muchos años. Muchos años. — Su voz se suavizó-. Aquí, en Alemania, se me conoce como «el médico de los cantantes». — ¿Parecía sorprendido por tener que explicar esto a alguien?
—¿Por eso iba a verle, porque alguno de sus cantantes tenía problemas de voz? ¿O los tenía él?
—No; no tenía problemas ni de voz ni de garganta. Un día me pidió que nos viéramos a la hora del desayuno, para hablarme de uno de sus cantantes.
—Pero después hay otras visitas matinales anotadas en la agenda.
—Sí: dos más. La primera vez, vino a que le hiciera un reconocimiento. A la semana siguiente, le di los resultados de las pruebas.
—¿Puede decirme cuáles fueron los resultados?
—¿Podría decirme antes por qué cree que pueda ser importante?
—El maestro parecía nervioso, preocupado. Me lo han dicho varias personas con las que he hablado aquí. Y trato de descubrir la causa de su preocupación, qué pudo influir en su estado de ánimo.
—No veo en qué pueda ayudarle esto.
—Doctor, deseo averiguar todo lo posible sobre su estado de salud. Cualquier cosa que descubra podría ayudarme a encontrar al responsable de su muerte y hacer que sea castigado. — Paola solía decir que el medio más eficaz para conseguir la ayuda de un alemán era invocar a la ley. La rápida reacción del hombre demostró cuánta razón tenía.
—En tal caso, estoy a su disposición.
—¿Qué clase de reconocimiento le hizo?
—Un reconocimiento general.
—¿Y cuáles fueron los resultados?
—Como ya le he dicho, voz y garganta, normales. Vista, normal. Sólo había sufrido una pequeña pérdida de oído. En realidad, ésa era la causa de su consulta. Una pérdida mínima, algo completamente normal en un hombre de su edad. — Inmediatamente, rectificó-: De nuestra edad.
—¿Cuándo le visitó, doctor? Las fechas que yo tengo corresponden al mes de octubre.
—Sí; fue por entonces aproximadamente. Aunque tendría que mirar la ficha para saber el día exacto.
—¿Y recuerda los resultados?
—No con exactitud, pero la pérdida de oído era inferior al diez por ciento, o me acordaría.
—¿Es una pérdida considerable, doctor?
—No; no lo es.
—¿Es perceptible?
—¿Perceptible?
—¿Podía dificultar su trabajo con la orquesta?
—Eso exactamente quería saber Helmut. Le dije que no; que la pérdida apenas podía medirse. Él me creyó. Pero aquella misma mañana tuve que darle otra noticia, que le afectó profundamente.
—¿Qué noticia?
—Me había enviado a una joven cantante que tenía una afección en la garganta. Le aprecié nódulos en las cuerdas bucales que había que extirpar quirúrgicamente. Dije a Helmut que tardaría seis meses en volver a cantar. Él deseaba que cantara con él en Munich esta primavera, pero era imposible.
—¿Recuerda algo más?
—Nada en particular. Me dijo que vendría a verme cuando regresara de Venecia, pero supuse que se refería a una visita de amigo, para reunirnos los cuatro.
Brunetti percibió una leve vacilación en la voz del médico:
—¿Algo más, doctor?
—Me preguntó si podía recomendarle a alguien en Venecia, un médico. Le dije que no tenía que preocuparse, que estaba más fuerte que un oso y que, si enfermaba, la ópera le enviaría el mejor médico que hubiera. Pero él insistió, quería que le recomendara a alguien.
—¿Un especialista?
—Sí. Finalmente, le di el nombre de un médico al que he llamado a consulta varias veces. Da clases en la Universidad de Padua.
—¿Cómo se llama?
—Valerio Treponti. También tiene consultorio particular, pero no tengo su número. Helmut no me lo pidió. Pareció que tenía bastante con el nombre.
—¿Y tomó nota?
—No. En aquel momento, pensé que era simple tozudez. Además, había venido para hablar de la cantante.
—Una última pregunta, doctor.
—¿Sí?
—Las últimas veces que le vio, ¿notó usted en él algún cambio, un signo de preocupación o de inquietud?
La respuesta del médico llegó después de una larga pausa:
—Quizá hubiera algo, pero no sé a qué podía ser debido.
—¿Le hizo usted alguna pregunta?
—A Helmut no se le hacían esa clase de preguntas.
Brunetti estuvo a punto de responder que más de cuarenta años de amistad bien podían dar derecho a ello, pero se limitó a preguntar:
—¿Y usted no imagina qué podía ser?
Esta pausa fue tan larga como la anterior.
—Creí que tal vez fuera algo relacionado con Elizabeth. Por eso preferí callar. Helmut era muy susceptible en todo lo relacionado con su mujer y con la diferencia de edad. Pero quizá usted, comisario, pueda preguntárselo a ella.
—Es lo que pienso hacer, doctor.
—Bien. ¿Desea algo más? Me esperan mis pacientes.
—Nada más. Ha sido muy amable y me ha ayudado mucho.
—Me alegro. Deseo que descubra usted al que lo haya hecho y lo castigue.
—Haré cuanto pueda, doctor -dijo Brunetti cortésmente, aunque sin agregar que su cometido se reducía a la primera parte y que la segunda le tenía sin cuidado. Pero quizá los alemanes veían estas cosas de otro modo.
Tan pronto como la línea quedó libre, el comisario marcó el número de información y pidió el teléfono del doctor Valerio Treponti, de Padua. En el consultorio le dijeron que el doctor estaba con un paciente y no podía ponerse al teléfono. Brunetti se dio a conocer y dijo a la recepcionista que era un asunto urgente y que esperaría.
Mientras esperaba, el comisario hojeó la prensa de la mañana. La muerte de Wellauer había desaparecido de la mayoría de periódicos; estaba presente en Il Gazzettino, en la segunda página de la segunda edición, porque en el conservatorio se iba a crear una beca con su nombre.
En la línea se oyó un chasquido y una voz sonora y áspera que decía:
—Treponti.
—Comisario Brunetti, de la policía de Venecia.
—Eso me han dicho. ¿Qué desea?
—Saber si durante este último mes fue a consultarle un hombre alto, mayor, que hablaba bien el italiano pero con acento alemán.
—¿Edad?
—Unos setenta.
—Ah, sí, el austriaco. ¿Cómo se llamaba? ¿Doerr? Sí; Hilmar Doerr. No era alemán, sino austriaco. Aunque es lo mismo. ¿Qué quiere saber de él?
—¿Podría describírmelo, doctor?
—¿Está seguro de que es importante? Tengo seis visitas esperando y he de estar en el hospital dentro de una hora.
—¿Podría describirlo, doctor?
—¿No lo he descrito ya? Alto, ojos azules, sesenta y tantos años.
—¿Cuándo fue a verle?
Al otro extremo del hilo, Brunetti oyó una voz de fondo y luego cesó todo sonido porque el médico había cubierto el micro con la mano. Al cabo de un minuto, éste dijo en tono aún más impaciente:
—Comisario, ahora no puedo hablar. Tengo cosas importantes que hacer.
Brunetti, sin alterarse, preguntó:
—¿Podrá recibirme hoy en su despacho, doctor?
—Esta tarde, a las cinco. Puedo dedicarle veinte minutos. Aquí. — Colgó antes de que Brunetti pudiera preguntarle la dirección. Obligándose a sí mismo a mantener la calma, el comisario volvió a marcar y preguntó a la mujer si haría el favor de darle la dirección del consultorio. Cuando se la hubo dado, Brunetti le dio las gracias con exquisita cortesía y colgó.
Se puso a pensar en el medio más fácil para ir a Padua. Patta, por supuesto, pediría un coche, chofer y dos motoristas, por si aquel día era muy denso el tráfico de terroristas en la autostrada. Brunetti tenía derecho a coche; pero el deseo de ganar tiempo le hizo llamar a la estación para preguntar el horario de los trenes. El expreso de Milán le dejaría en Padua con tiempo suficiente para estar en el despacho del doctor a las cinco. Pero tendría que salir para la estación inmediatamente después de almorzar con Padovani.
CAPITULO XX
Padovani ya aguardaba en el restaurante cuando llegó Brunetti. El periodista estaba de pie, entre la barra y la vitrina de los antipasti: bígaros, sepia, gambas... Se estrecharon la mano y fueron conducidos a la mesa por la signora Antonia, la monumental camarera que era el alma del establecimiento. Una vez instalados, dejando para más tarde el tema del crimen y los chismorreos, deliberaron con la signora Antonia sobre el almuerzo. Aunque el restaurante disponía de menú impreso, pocos clientes habituales se molestaban en consultarlo; muchos ni lo habían visto. La selección de los platos del día la llevaba en la cabeza Antonia, que procedió a recitar la lista velozmente, aunque Brunetti sabía que esto no era sino puro formulismo, porque a renglón seguido ella decidió que lo que deseaban era antipasto di mare, el arroz con gambas y, después, branzino a la parrilla, fresquísimo, del día, les aseguró. Padovani preguntó si podría tomar también una ensalada verde, si la signora podía recomendársela. Ella prestó a la consulta la atención que requería, asintió, dijo que, para beber, desearían sin duda una botella de vino blanco de la casa y fue en su busca.
Una vez servida la primera copa de vino, Brunetti preguntó a Padovani si le quedaba todavía mucho trabajo antes de marcharse de Venecia. El crítico respondió que tenía que hacer la reseña de dos exposiciones, una en Treviso y la otra en Milán, pero que probablemente las haría por teléfono.
—¿Quieres decir que las darás por teléfono a Roma, a la redacción?
—No -respondió Padovani partiendo una barrita de pan y metiéndose en la boca la mitad-. Hago las críticas por teléfono.
—¿Críticas de arte? ¿De pintura?
—Desde luego. No pretenderás que pierda el tiempo en ir a contemplar esa basura, ¿verdad? — Al ver la cara de perplejidad de Brunetti, explicó-: Conozco la obra de los dos pintores, y sé que no vale nada. Los dos han alquilado la galería, y los dos invitarán a sus amistades, que les comprarán los cuadros. Una es la esposa de un abogado milanés, y el otro hijo de un neurocirujano de Treviso que dirige la clínica privada más cara de la región. Los dos tienen mucho tiempo y nada que hacer, y han decidido ser artistas. — Dijo la última palabra con evidente desdén.
Padovani interrumpió su discurso, echó el cuerpo hacia atrás y sonrió ampliamente cuando la signora Antonia les puso delante las fuentes ovaladas del antipasto.
—¿Y qué dices en tus críticas? — preguntó Brunetti.
—Oh, eso depende -dijo Padovani pinchando un dado de pulpo-. Del hijo del médico digo que muestra «total ignorancia del color y de la forma». Pero el abogado es amigo de uno de los directores del periódico, por lo que su esposa «denota dominio de la composición y del dibujo», a pesar de que no podría dibujar un cuadrado que no pareciera un triángulo.
—¿Y no te molesta?
—¿Escribir cosas que no pienso? — preguntó Padovani partiendo otra barrita.
—Sí.
—Al principio, sí. Pero después comprendí que era la única forma de ser libre para escribir las críticas que de verdad me importan. — Al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Vamos, Guido, no me digas que nunca has desestimado un indicio ni redactado un informe que sugiriera algo distinto de lo que revelaban las pruebas.
Antes de que el comisario pudiera contestar a esto, Antonia había vuelto. Padovani se comió la última gamba y sonrió a la mujer:
—Estaba exquisito, signora.
Ella le retiró el plato, y después el de Brunetti.
Al momento, les traía el risotto, humeante y perfumado. Al ver que Padovani alargaba la mano hacia el salero, Antonia declaró:
—Ya tiene su sal.
Él retiró la mano como si se hubiera quemado y empuñó el tenedor.
—Bueno, Guido, supongo que no me habrás invitado, a cargo de la ciudad, espero, para hablar de mi trabajo ni para examinar mi conciencia. Dijiste que querías más información.
—Me gustaría saber qué más has averiguado sobre la signora Santina.
Padovani se sacó de la boca con delicadeza un trocito de caparazón de gamba, lo dejó en el borde del plato y dijo:
—Pues en tal caso me parece que tendré que pagarme yo el almuerzo.
—¿Por qué?
—Porque de ella no puedo decirte más. Narciso se iba de viaje cuando le llamé, y sólo tuvo tiempo de darme la dirección. De modo que lo único que sé es lo que te conté la otra noche. Lo siento.
A Brunetti le pareció un poco tosca la sugerencia de Padovani de pagarse el almuerzo.
—Si no puedes decirme nada de ella, quizá puedas decirme algo de otras personas.
—Confieso, Guido, que he indagado bastante. He llamado a amigos de aquí, de Milán y de Roma. De modo que no tienes más que decir un nombre, y seré una fuente de información.
—Flavia Petrelli.
—Ah, la divina Flavia. — Tomó un bocado de risotto y lo declaró excelente-. Supongo que también querrás saber algo acerca de la no menos divina Miss Lynch.
—Quiero saber todo lo que puedas decirme de las dos.
Padovani comió un poco más de risotto y apartó el plato.
—¿Me preguntas o prefieres que chismorree a mi aire?
—Creo que será preferible el chismorreo.
—Sí. Desde luego. Es lo que suele decirse. — Bebió un sorbo de vino y empezó-: He olvidado dónde estudió Flavia. Probablemente, en Roma. En cualquier caso, ocurrió lo inesperado, como siempre, y una noche, en el último minuto, le pidieron que sustituyera a la Caballé, siempre tan propensa a las indisposiciones. Cantó, entusiasmó a la crítica y se hizo famosa de la noche a la mañana. — Se inclinó y tocó el dorso de la mano de Brunetti con un dedo-: Me parece que, para mayor dramatismo, hay que dividir la historia en dos partes: la profesional y la personal. — Brunetti asintió.
»Hasta aquí, la profesional. Flavia triunfó, y sigue triunfando. — Volvió a beber y se sirvió un poco más de vino-. Pasemos ahora a la vida personal. Entra en escena el marido. Dos o tres años después de debutar en Roma, Flavia cantaba en el Liceo de Barcelona. Él era un hombre importante en España. Fábricas de plásticos, me parece; en cualquier caso, algo muy prosaico pero muy rentable. Mucho dinero, desde luego, muchos amigos con grandes mansiones y nombres importantes. Un idilio romántico, carretadas de flores allí donde ella actuara, joyas, todas las tentaciones de rigor, y la Petrelli que, en realidad, es una chica de pueblo, de los alrededores de Trento, se enamoró y se casó con él. Y con sus fábricas, sus plásticos y sus importantes amigos.
Vino Antonia y se llevó los platos, mirando con evidente disgusto el de Padovani, en el que quedaba más de la mitad del arroz.
—Flavia siguió cantando y siguió triunfando. A él parecía gustarle viajar con ella, ser el marido latino de la diva, conocer a celebridades, ver su foto en los periódicos, en fin, las cosas que halagan a esa clase de gente. Llegaron los hijos, y ella seguía cantando y triunfando. Pero empezaron a observarse síntomas de que el idilio se enfriaba. Ella suspendió una actuación, luego otra. Poco después, dejó de cantar durante un año y estuvo viviendo en España con él. Sin cantar.
Antonia les trajo el branzino en una bandeja de metal que depositó en una mesa auxiliar. Cortó con destreza el blanco y tierno pescado y les sirvió las raciones.
—Espero que les guste. — Los dos hombres intercambiaron una mirada, en muda aceptación del reto.
—Muchas gracias -dijo Padovani-. ¿Será tan amable de traerme la ensalada?
—Cuando termine el pescado -dijo ella, volviendo a la cocina. Entonces Brunetti tuvo la confirmación de que éste era uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Padovani tomó varios bocados de pescado.
—Y luego reapareció, tan de repente como había desaparecido. Durante aquel año en el que no había cantado en público, su voz se había robustecido, convirtiéndose en esa voz potente y cristalina que ahora tiene. Pero el marido había desaparecido de escena, hubo una separación discreta y un divorcio más discreto todavía, que ella consiguió aquí, en Italia y, finalmente, cuando fue posible, también en España.
—¿Cuáles fueron las causas del divorcio?
Padovani levantó una mano pidiendo calma.
—Cada cosa en su momento. Quiero dar a esto el aire y el ritmo de una novela del siglo XIX. Como te decía, nuestra Flavia volvió a cantar, y con una voz más maravillosa que nunca. Pero no se la veía. Ni en las cenas, ni en las fiestas, ni en las actuaciones de otros cantantes. Vivía retirada de la sociedad con sus hijos, en Milán, donde cantaba con regularidad. — Se inclinó sobre la mesa-. ¿Crece la intriga?
—Ya es insoportable -dijo Brunetti tomando otro bocado de pescado-. ¿Y el divorcio?
Padovani rió:
—Tenía razón Paola cuando me advirtió que eras un verdadero hurón. Está bien, sabrás la verdad. Desgraciadamente, como suele ocurrir, la verdad es bastante prosaica. Resulta que él le pegaba. Sistemática y brutalmente. Seguramente, debía de pensar que así es como un hombre de verdad debe tratar a la esposa. — Se encogió de hombros-. Quién sabe.
—¿Ella lo dejó?
—No hasta que tuvieron que llevarla al hospital a consecuencia de una paliza. Incluso en España, hay gente que no transige con esto. Ella se fue a la Embajada de Italia con sus hijos. Sin dinero ni pasaportes. Nuestro embajador de aquel entonces, como todos ellos, era un pelota que trató de devolverla a su marido. Pero la esposa del embajador, una siciliana, y que nadie diga nada contra ellos, bajó hecha una furia a la sección consular y no se movió de allí hasta que se extendieron los tres pasaportes. Luego, ella misma llevó a Flavia y a sus hijos al aeropuerto, donde sacó tres billetes de primera clase para Milán con cargo a la embajada y esperó hasta que el avión despegó. Al parecer, había visto a Flavia en el papel de Odabella tres años antes y consideró que era lo menos que podía hacer por ella.
Brunetti se preguntó si esto podía tener algo que ver con la muerte de Wellauer y en qué medida era verdad. El gesto irónico de Padovani le hacía dudar.
Como si le leyera el pensamiento, Padovani se inclinó hacia adelante y le dijo:
—Es verdad. Puedes creerlo.
—¿Tú cómo lo sabes?
—Guido, eres policía y debes de saber que, cuando una persona alcanza cierta fama, deja de tener secretos. — Brunetti sonrió en señal de asentimiento, y Padovani prosiguió-: Ahora viene lo interesante, la vuelta a la vida de nuestra heroína. Y la causa, como suele ocurrir en estos casos, es el amor. O, por lo menos -agregó, después de reflexionar un momento-, la carne.
Brunetti, al ver cómo se divertía su interlocutor, estuvo tentado de decir a Antonia, para vengarse, que Padovani no se había comido todo el pescado sino que lo había escondido en la servilleta.
—Su reclusión duró casi tres años. Después tuvo una serie de, digamos, aventuras. La primera, con el tenor que actuaba con ella, un tenor bastante malo, pero, afortunadamente para Flavia, buena persona. Tan buena persona que no tardó en volver junto a su esposa. Luego, en rápida sucesión -fue contando con los dedos-, un barítono, otro tenor, un bailarín, o quizá fue el director, un médico que, al parecer, pasó inadvertido para la mayoría y, finalmente, oh prodigio, un contratenor. Luego, el desfile se interrumpió. — También se interrumpió Padovani, mientras Antonia le ponía delante el plato de la ensalada. Él la aliñó, con demasiado vinagre para el gusto de Brunetti-. Durante un año aproximadamente, no fue vista con nadie. Y entonces, de repente, entró en escena «la americana» y pareció conquistar a la divina Flavia. — Al advertir el interés de Brunetti, preguntó-: ¿La conoces?
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Me cae bien.
—A mí también -dijo Padovani-. Esa historia entre ella y Flavia no tiene sentido.
A Brunetti le resultaba violento demostrar su interés, y no animó a Padovani a extenderse en detalles. Pero no era necesario que le azuzara, porque el crítico prosiguió:
—Se conocieron hace tres años, durante la exposición de arte chino. Se las vio varias veces almorzar juntas y en el teatro, pero la americana tuvo que volver a China. De la voz de Padovani desapareció todo vestigio de ironía y malicia.
—He leído sus libros sobre arte chino, los dos que han sido traducidos al italiano y el opúsculo que ha publicado en inglés. Si no es la arqueóloga más importante que hoy existe en este campo, no tardará en serlo. No sé qué ha visto en Flavia, porque Flavia, aunque cante como los ángeles, es una bruja.
—Pero ¿y el amor? — preguntó Brunetti, para rectificar enseguida, lo mismo que Padovani: O la carne.
—Ese tipo de relaciones convienen a las personas como Flavia; no la distrae de su trabajo. Pero la otra tiene entre manos uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de nuestro tiempo, y creo que posee el conocimiento y la habilidad suficientes para... -Padovani se interrumpió, levantó la copa de vino y la vació-. Perdona, no acostumbro a dejarme dominar por estos arrebatos. Debe de ser la influencia de la severa Antonia.
A pesar de saber que ello no tenía nada que ver con la investigación, Brunetti no pudo menos que preguntar:
—¿Es la primera... hm... amante que ha tenido la Petrelli?
—No lo creo, pero las otras fueron aventuras pasajeras.
—¿Y ésta? ¿Es diferente?
—¿Para cuál de ellas?
—Las dos.
—Dado que ya hace tres años que dura, yo diría que sí, que se trata de algo serio. Para una y otra. — Padovani pinchó la última hoja de lechuga del fondo del cuenco de la ensalada-. Quizá he sido injusto con Flavia. Esta relación también le cuesta cara.
—¿En qué sentido?
—Hay muchas cantantes lesbianas -explicó el periodista-. Es curioso, la mayoría son mezzosopranos. Pero esto no tiene nada que ver. Lo cierto es que se las tolera menos que a sus colegas masculinos que son gays. Por lo tanto, ninguna se atreve a manifestarse abiertamente y la mayoría son muy discretas y camuflan a la amante como secretaria o agente. Pero Flavia no puede camuflar a Brett. Y la gente habla, y estoy seguro de que hay miradas y cuchicheos cada vez que las dos entran juntas en algún sitio.
Brunetti no tuvo más que recordar el tono del portiere para darse cuenta de la verdad de aquellas palabras.
—¿Has estado en su casa?
—¡Qué claraboyas! — dijo Padovani, y los dos rieron.
—¿Cómo lo conseguiría? — preguntó Brunetti, a quien habían denegado el permiso para instalar ventanas dobles.
—Desciende de una de esas antiguas familias americanas que robaron su dinero hace más de cien años y que, por lo tanto, son respetables. Un tío suyo le dejó en herencia ese apartamento que, según se dice, ganó en una partida de cartas hace cincuenta años. En cuanto a las claraboyas, trató de encontrar quien se las construyera, pero nadie quería mover ni un dedo sin el permiso. De modo que un día se subió al tejado, quitó las tejas, hizo los agujeros y puso los marcos.
—¿Y nadie la vio? — En Venecia, basta con que levantes un martillo en el exterior de un edificio para que en todo el vecindario se descuelguen los teléfonos-. ¿Nadie llamó a la policía?
—Si alguien la vio allá arriba pensaría que estaba examinando el tejado. O reparando una gotera.
—¿Y qué pasó luego?
—Cuando tuvo las claraboyas instaladas, llamó a la oficina de urbanismo, les dijo lo que había hecho y les pidió que enviaran a alguien, para que calculara el importe de la multa.
—¿Eso hizo? — se admiró Brunetti, asombrado de que una extranjera hubiera podido encontrar una solución tan italiana.
—Y ellos fueron, al cabo de varios meses. Pero, al ver la extraordinaria calidad del trabajo, no quisieron creer que lo hubiera hecho ella sola, y le pidieron que les diera los nombres de sus «cómplices». Ella insistió en que no los tenía y ellos siguieron sin creerla. Finalmente, agarró el teléfono, marcó el número del despacho del alcalde y pidió que la pusieran con «Lucio». Eso, delante de los dos arquitectos de la oficina de urbanismo que la miraban, regla en mano. Intercambió unas frases con «Lucio» y pasó el teléfono a uno de ellos, diciendo que el alcalde quería decirle una cosa. — Padovani gesticulaba mucho y pasó un imaginario teléfono al otro lado de la mesa.
»Entonces el alcalde les dijo unas palabras, y ellos subieron al tejado y tomaron las medidas de las claraboyas, calcularon el importe de la multa y regresaron a su oficina con un cheque en el bolsillo.
Brunetti lanzó una carcajada tan sonora que los clientes de las otras mesas se volvieron a mirarlos.
—Espera, que ahora viene lo mejor -dijo Padovani-. Era un cheque al portador, y ella aún está esperando el recibo de la multa. Por otra parte, me han dicho que los planos que están en los archivos de la oficina del catastro han sido modificados e incluyen las claraboyas. — Ahora rieron los dos por esta victoria de la astucia sobre la autoridad.
—¿De dónde sale todo ese dinero? — preguntó Brunetti.
—¿Ah, quién sabe? ¿De dónde sale el dinero americano? De la siderurgia. Del ferrocarril. Ya sabes lo que ocurre allí. No importa si para conseguirlo has matado o has robado; si lo conservas más de cien años, eres un aristócrata.
—¿Tan diferente es lo que pasa aquí?-preguntó Brunetti.
—Aquí, para ser aristócrata, tienes que haberlo conservado quinientos años. Y otra diferencia: en Italia, tienes que vestir bien. En Norteamérica, es difícil decir quiénes son los millonarios y quiénes los criados. — Al recordar las botas de Brett, Brunetti fue a protestar, pero nada podía detener a Padovani, que ya se había disparado otra vez-. Tienen una revista, ahora no recuerdo cómo se llama, que todos los años da la lista de los norteamericanos más ricos. Sólo dan los nombres y mencionan de dónde procede el dinero. Y es que seguramente no se atreven a poner la foto. Si alguna sale, es suficiente para hacerle creer a uno que realmente el dinero tiene que ser la raíz de todos los males o, por lo menos, del mal gusto. A las mujeres parece que las han puesto a secar encima del fuego. Y los hombres, Dios, ¿quién los viste? ¿Crees que comen plástico?
Ahorró la respuesta a Brunetti la llegada de Antonia, que les preguntó si de postre tomarían fruta o pastel. Con cierto nerviosismo, los dos dijeron que prescindirían del postre, pero tomarían café. A ella no pareció gustarle la respuesta, pero retiró el servicio sin hacer comentarios.
—Volviendo a tu pregunta -dijo Padovani cuando la mujer se fue-, el dinero no sé de dónde sale, pero parece haber mucho. Su tío era muy generoso con los hospitales y las obras benéficas de la ciudad, y ella parece seguir la tradición, aunque la mayor parte de sus donativos están destinados a restauraciones.
—Entonces eso explica la ayuda de «Lucio».
—Desde luego.
—¿Y qué sabes de su vida personal?
Padovani lo miró con extrañeza, porque hacía rato que se había dado cuenta de lo poco que esta conversación tenía que ver con la muerte de Wellauer. Pero ello no era razón para no decir lo que supiera. Al fin y al cabo, el mayor encanto del chismorreo es lo que tiene de superfluo.
—Muy poco. Nadie sabe nada con certeza. Al parecer, ha tenido casi siempre esta inclinación, pero prácticamente nada se sabe de su vida de antes de que viniera a vivir aquí.
—¿Y eso fue cuándo?
—Hará unos siete años. Es decir, entonces fijó su domicilio, pero ya había vivido aquí, con su tío, cuando era niña.
—Eso explica que hable el veneciano.
Padovani se rió.
—Es extraño oír hablarlo a alguien que no sea de aquí, ¿eh?
—Sí.
En ese momento, Antonia trajo los cafés, y dos vasitos de grappa que, según les dijo, eran obsequio de la casa. Aunque a ninguno de los dos le apetecía el fuerte licor, hicieron como que bebían y lo elogiaron calurosamente. Ella se alejó, desconfiada, y Brunetti observó que se volvía a mirarlos antes de entrar en la cocina, como si esperase que se echaran la grappa en el zapato.
—¿Qué más se sabe de su vida privada? — preguntó Brunetti, francamente interesado.
—La mantiene muy en secreto. Tengo un amigo en Nueva York que estudió con ella. En Harvard, por supuesto. Y, luego, en Yale. Al terminar los estudios, ella se fue a Taiwán y, después, al continente. Fue una de los primeros arqueólogos occidentales que llegó a China. En el ochenta y tres u ochenta y cuatro. Entonces ya había escrito su primer libro, que salió estando ella en Taiwán.
—¿No es muy joven para haber hecho tanto?
—Sí, seguramente. Pero es muy, muy competente.
Pasó Antonia, que llevaba cafés a la mesa de al lado, y Brunetti le hizo una seña como si escribiera en el aire. La mujer asintió.
—Confío en que algo de esto te sirva -dijo Padovani con sinceridad.
—Yo también -respondió Brunetti, reacio a admitir que ello no era probable y también que las dos mujeres le interesaban.
—Si crees que puedo hacer algo más, no tienes más que llamarme -dijo Padovani, y agregó-: Podríamos volver a este sitio. Pero tráete a dos de tus policías más fornidos, para que me protejan de... Ah, signora Antonia -dijo con toda naturalidad a la mujer que traía la nota a Brunetti-. Hemos almorzado divinamente, y ya estoy deseando volver. — El resultado del halago dejó estupefacto a Brunetti. Por primera vez, Antonia les sonrió. Fue una radiante efusión de puro placer que reveló unos hoyuelos en las mejillas y unos dientes perfectos y resplandecientes. Brunetti envidió a Padovani aquella técnica; le resultaría preciosa para interrogar a sospechosos.
CAPÍTULO XXI
El intercity avanzaba despacio por el puente que unía Venecia con el continente y poco después pasaba a la derecha del horror industrial de Marghera. Como el que no puede dejar de hurgarse con la lengua en la muela que le martiriza, Brunetti no podía apartar la mirada del bosque de grúas y chimeneas ni de la bruma infecta que cruzaba las aguas de la laguna en dirección a la isla de la que él venía.
Después de Mestre, áridos campos invernales sucedieron a la pesadilla industrial, pero no era mucho más risueño el panorama. Después de la devastadora sequía del verano, la mayoría de los campos seguían cubiertos de maíz, que no había sido recolectado porque estaba seco, ya que hubiera resultado muy caro regarlo.
El tren entró en la estación con sólo diez minutos de retraso, y Brunetti llegó a tiempo a la cita con el doctor. El consultorio estaba en un edificio moderno, no lejos de la universidad. A Brunetti, por ser veneciano, no se le ocurrió usar el ascensor, y subió a pie hasta el tercer piso. Cuando empujó la puerta, encontró la sala de espera desierta, salvo por una mujer con bata blanca que estaba sentada a una mesa.
—El doctor le recibirá enseguida -dijo ella, sin preguntarle quién era. ¿Tanto se notaba?, se dijo Brunetti una vez más.
El doctor Treponti era un hombre pequeño y pulcro con barbita oscura y ojos castaños, ligeramente agrandados por los gruesos cristales de las gafas. Tenía mejillas redondas y prietas de ardilla y barriguita de marsupial. No sonrió a Brunetti, pero le tendió la mano. Señaló un sillón situado al otro lado de la mesa, esperó a que su visitante se instalara en él antes de sentarse a su vez y entonces preguntó:
—¿Qué desea saber?
Brunetti sacó del bolsillo interior una pequeña foto publicitaria del director de orquesta y la mostró al médico.
—¿Es el hombre que vino a verle? ¿El que dice usted que era austriaco?
El doctor tomó la foto, la miró un momento y la devolvió a Brunetti.
—Sí; es él.
—¿Por qué vino a verle, doctor?
—¿No va a decirme quién es, por qué le interesa a la policía y si su nombre no es Hilmar Doerr?
Brunetti estaba asombrado de que una persona pudiera vivir en Italia y no haberse enterado de la muerte del maestro, pero sólo dijo:
—Se lo explicaré cuando usted me haya dicho todo lo que sabe de él, doctor. — Antes de que el otro pudiera protestar, agregó-: No quiero que lo que pueda usted decirme esté influido por esa información.
—No será un asunto político, ¿verdad? — preguntó el médico con la profunda desconfianza que sólo un italiano podría poner en la pregunta.
—No; no tiene nada que ver con la política. Le doy mi palabra.
Por muy discutible que el valor de tal prenda pareciera al doctor, éste accedió.
—Está bien. — Abrió la carpeta marrón que tenía encima de la mesa y dijo-: Mi enfermera le dará una copia de todo esto.
—Gracias, doctor.
—Como ya sabe, me dijo que se llamaba Hilmar Doerr, que era austriaco y que vivía en Venecia. Como no estaba inscrito en la seguridad sanitaria italiana, vino a ver me en calidad de paciente particular. No vi razón para no creerle. — Mientras hablaba, el médico fue mirando las anotaciones hechas en una hoja de papel milimetrado que tenía delante. Brunetti advirtió lo pulcras que eran, incluso vistas del revés.
»Me explicó que durante los últimos meses había experimentado una pérdida de oído y me pidió una revisión. Esto fue... -dijo el médico volviendo a la primera hoja-...el tres de noviembre.
»Hice las pruebas habituales y descubrí que, tal como él decía, se había producido una considerable pérdida de oído. — Adelantándose a la pregunta de Brunetti, precisó-: Calculé que aún tenía entre un sesenta y un setenta por ciento de la capacidad normal.
»Me sorprendió que dijera no haber notado ninguna anomalía hasta hacía un mes aproximadamente.
—¿Eso podía ser normal en un hombre de su edad?
—Me dijo que tenía sesenta y dos años. ¿He de suponer que también eso es mentira? Si me dijera usted su edad, podría responder a su pregunta con más exactitud.
—Tenía setenta y cuatro años.
Al oír esto, el médico hizo una rectificación en la cubierta de la carpeta.
—No creo que eso cambiara nada -dijo-. Por lo menos, no significativamente. El daño había sido repentino y, por afectar tejido nervioso, era irreversible.
—¿Está seguro, doctor?
El médico no se molestó en contestar.
—Dada la naturaleza de la afección, le pedí que volviera al cabo de dos semanas. Entonces repetí las pruebas y comprobé que el mal había avanzado.
—¿En qué medida había avanzado?
—Yo diría que en otro diez por ciento -respondió el médico volviendo a mirar las cifras del gráfico-. Quizá más.
—¿Pudo usted hacer algo para ayudarle?
—Le recomendé que usara uno de los nuevos audífonos. Confiaba en que pudiera servirle de ayuda, aunque no lo creía.
—¿Y le sirvió?
—No lo sé.
—¿Cómo?
—No ha vuelto a la consulta.
Brunetti hizo un cálculo. La segunda visita había tenido lugar cuando ya habían empezado los ensayos de la ópera.
—¿Podría decirme algo más sobre ese nuevo audífono?
—Es muy pequeño y va montado en unas gafas que pueden llevar cristales normales o graduados. Funciona por el principio de... No sé qué importancia puede tener esto.
En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó:
—¿Cree que podía ayudarle en alguna medida?
—Eso es difícil de decir. Muchas cosas no las oímos con el oído. — Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, explicó-: Muchas cosas las leemos en los labios o las deducimos por el sentido de las palabras que oímos en realidad. La persona que lleva un audífono ha aceptado que tiene dificultad de audición y aguza los otros sentidos para captar las señales y mensajes que escapan al oído. Y, como ahora se ha dotado de audífono, cree que esto es lo que le ayuda, cuando en realidad lo que sucede es que los otros sentidos tratan de subsanar las deficiencias del oído.
—¿Y eso sucedió en este caso?
—Como le digo, no puedo estar seguro. Cuando, durante la segunda visita, probó el audífono, me aseguró que oía mejor. Respondía a mis preguntas con más precisión, pero eso lo hacen todos, aunque no haya mejora. Yo estoy delante de ellos, les pregunto directamente, les miro, me miran. Durante las pruebas de audiometría, cuando los sonidos les llegan a través de los auriculares, sin señales visuales, casi nunca hay mejoría. Por lo menos, en casos como éste.
Brunetti reflexionó un momento y preguntó:
—Doctor, ha dicho usted que, en el segundo reconocimiento, advirtió una mayor pérdida de oído. ¿Sospecha cuál pudiera ser la causa de una pérdida tan repentina?
Por su sonrisa, era evidente que el médico esperaba esta pregunta. Juntó las manos encima de la mesa, con los dedos entrelazados, como un médico de serie de televisión.
—Podría influir la edad, aunque, tratándose de una pérdida tan repentina, no es probable. O una infección del oído, pero probablemente hubiera sentido dolor, o vértigo, y él dijo no haberlos sufrido. O, incluso, el uso continuado de diuréticos, pero no tomaba.
—¿Le dijo usted todo esto, doctor?
—Naturalmente. Él parecía mucho más afectado de lo que es habitual en otros pacientes, y tenía derecho a toda la información que pudiera darle.
—Desde luego.
Apaciguado, el médico prosiguió:
—Otra de las posibilidades que apunté fue la de los antibióticos. Pareció muy interesado, por lo que le expliqué que las dosis hubieran tenido que ser muy fuertes.
—¿Antibióticos?
—Sí. Uno de los efectos secundarios, no muy frecuente pero posible, es que pueden atacar el nervio auditivo. Pero, como le digo, la dosis tiene que ser masiva. Le pregunté si los tomaba, y me dijo que no. Así pues, excluidas todas estas posibilidades, sólo cabía atribuirlo a la edad. Como médico, no me satisfacía la explicación, ni me satisface. — Miró el calendario de sobremesa-. Si pudiera examinarlo ahora, con el tiempo transcurrido, por lo menos sería posible calibrar el deterioro. De haber continuado al ritmo que observé en el segundo reconocimiento, ahora la sordera sería casi total. A menos que me hubiera equivocado, desde luego, y se tratara de una infección que no vi y que no se apreciaba en las pruebas que le hice. — Cerró la carpeta-. ¿Existe la posibilidad de que venga a hacerse otro reconocimiento?
—Ese hombre ha muerto -dijo Brunetti llanamente.
No se advirtió nada en los ojos del médico.
—¿Podría decirme la causa de la muerte? — preguntó y se apresuró a explicar-: Me gustaría conocerla, por si había algún tipo de infección que no supe detectar.
—Fue envenenado.
—Envenenado -repitió el médico, y agregó-: Ya entiendo, ya entiendo. — Meditó un momento y preguntó con una inseguridad insólita, reconociendo que la ventaja estaba ahora de parte de Brunetti-. ¿Podría decirme con qué veneno?
—Cianuro.
—Oh. — Parecía decepcionado.
—¿Es importante, doctor?
—Con arsénico, hubiera habido una pérdida de oído como la que él parecía sufrir. Pero con cianuro, no. No, desde luego. — Con gesto pensativo, abrió la carpeta, hizo una breve anotación y trazó una gruesa línea horizontal debajo de lo que había escrito-. ¿Se hizo la autopsia? Creo que, en estos casos, es obligatorio.
—Sí.
—¿Alguna observación sobre el oído?
—No creo que se indagara de modo especial.
—Lástima -dijo el médico, pero enseguida rectificó-. Pero probablemente no se hubiera apreciado nada. — Cerró los ojos, y a Brunetti le pareció verle repasar mentalmente libros de texto, deteniéndose aquí y allá a leer un pasaje con atención especial. Finalmente, abrió los ojos y miró al comisario-. No; no se hubiera apreciado nada.
Brunetti se levantó.
—Si tiene la amabilidad de decir a su enfermera que me dé una copia del expediente, no le robaré más tiempo, doctor.
—Sí, por supuesto -dijo el médico levantándose a su vez y siguiendo a Brunetti hasta la puerta. En la sala de espera dio la carpeta a la enfermera y le pidió que sacara una copia para el comisario, luego se volvió hacia una de las visitas que habían llegado mientras hablaba con Brunetti-: Signora Mosca, ya puede pasar. — Saludó a Brunetti con un movimiento de cabeza, entró en su despacho detrás de la mujer y cerró la puerta.
La enfermera volvió y entregó a Brunetti la copia del expediente, con el papel todavía caliente de la fotocopiadora. Él le dio las gracias y se fue. En el ascensor, que ahora recordó tomar, abrió la carpeta y leyó la última anotación: «Muerto de envenenamiento por cianuro. Resultado del tratamiento propuesto: desconocido.»
CAPITULO XXII
Brunetti ya estaba en casa antes de las ocho, pero no encontró a nadie. Paola había llevado a los niños al cine y le había dejado escrito que una mujer había llamado dos veces aquella tarde, pero no había dado su nombre. Miró en el frigorífico y sólo encontró salami, queso y una bolsa de aceitunas. Lo sacó todo, lo puso en la mesa, fue al armario y sacó una botella de vino tinto y un vaso. Se metió una aceituna en la boca, se sirvió vino y escupió el hueso en la mano. Buscó dónde ponerlo mientras comía la segunda. Y la tercera. Finalmente, echó los huesos a la basura, debajo del fregadero.
Cortó dos rebanadas de pan y se preparó un bocadillo de salami. En la mesa estaba el número de Época de aquella semana, que Paola debía de haber estado leyendo. Se sentó, abrió la revista y mordió el sándwich. Y sonó el teléfono.
Mientras masticaba, fue lentamente hacia la sala, con la esperanza de que el aparato dejara de sonar antes de que él llegara. A la séptima señal, descolgó y dio su nombre.
—Hola. Soy Brett -dijo rápidamente la mujer-. Perdone que le llame a su casa, pero me gustaría hablar con usted. Si es posible.
—¿Es importante? — preguntó Brunetti, sabiendo que tenía que serlo para que ella le llamara, pero con la esperanza de que no lo fuera.
—Sí. Se trata de Flavia. — También eso lo sabía-. Ha recibido una carta del abogado. — No hacía falta preguntar qué abogado-. Hemos hablado de la discusión que tuvo con él. — Este «él» tenía que ser Wellauer. Brunetti comprendía que ahora debía proponerle una entrevista, pero no le apetecía salir de casa-. Guido, ¿me oye? — Él percibía la tensión de su voz, a pesar de que ella se esforzaba por disimularla.
—Sí. ¿Dónde está?
—En casa. Pero aquí no podemos hablar. — Se le quebró la voz y, de pronto, él deseó hablar con ella.
—Brett, escuche. ¿Conoce el bar Giro, cerca de Santa Marina?
—Sí.
—La espero allí dentro de quince minutos.
—Gracias, Guido.
—Quince minutos -repitió él, y colgó. Escribió una nota para Paola, en la que le decía que había tenido que salir, comió el resto del sándwich y bajó la escalera.
El Giro era un local sombrío y lleno de humo, uno de los pocos bares de la ciudad que estaban abiertos después de las diez de la noche. Hacía pocos meses que había cambiado de dueño, y el nuevo había tratado de refinar el ambiente, con visillos blancos y música suave, pero no había conseguido más que hacerle perder su carácter de café de barrio, sin convertirlo en un bar de moda. No tenía clase ni gancho; sólo vino caro y humo.
La vio al entrar, sentada a una mesa del fondo, mirando a la puerta y siendo blanco de las miradas de los tres o cuatro jóvenes que bebían vasitos de vino tinto en la barra y hablaban en voz alta para impresionarla. Brunetti sintió sus miradas fijas en él mientras se acercaba a la mesa. La cálida sonrisa con que ella le recibió hizo que se alegrara de haber venido.
—Gracias -dijo la mujer simplemente.
—Hábleme de esa carta.
Ella se miró las manos, que descansaban sobre la mesa con las palmas hacia abajo, y así las mantuvo mientras hablaba.
—Es de un abogado de Milán, el mismo que representó al marido en los trámites del divorcio. Dice que ha recibido información de que Flavia lleva «una vida inmoral y antinatural», éstas son las palabras. Me ha enseñado la carta. «Una vida inmoral y antinatural.» -Le miró tratando de sonreír-. Supongo que por mi culpa. — Levantó una mano, para asir el vacío-. No puedo creerlo -dijo sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda-. Dice que van a presentar una querella y a pedir... exigirán que los hijos sean puestos bajo la custodia del padre. Es una notificación oficial de sus intenciones. — Calló y se cubrió los ojos con una mano-. Nos han advertido oficialmente. — Ahora bajó la mano a los labios, como para impedir que salieran las palabras-. No, no nos advierten a nosotras, sólo a Flavia. Sólo a ella le dicen que van a reabrir el proceso.
Brunetti intuyó la llegada de un camarero y lo ahuyentó con ademán de irritación. Cuando el hombre estuvo fuera del alcance de sus voces, preguntó:
—¿Qué más?
Ella lo intentaba, se veía que trataba de pronunciar las palabras, pero no podía. Levantó la mirada y le sonrió nerviosamente, lo mismo que Chiara cuando había hecho algo malo y tenía que decírselo.
Ella murmuró unas palabras y bajó la cabeza.
—¿Qué dice, Brett? No la oigo.
La mujer miraba la mesa.
—Tenía que contárselo a alguien. No tengo a nadie más.
—¿Nadie más? — Había pasado una gran parte de su vida en esta ciudad y no tenía a quien contarle esto, aparte del policía que debía esclarecer si amaba a una asesina-. ¿A nadie?
—No he hablado de Flavia con nadie -dijo ella, mirándole ahora a los ojos-. Ella decía que no quería habladurías, que eso podría perjudicarla en su carrera. Nunca he hablado con nadie de ella. De nosotras. — En aquel instante, Brunetti recordó lo que había contado Padovani de los primeros suspiros de amor de Paola por él, de cómo no sabía hablar de otra cosa con sus amigos. Y esta mujer había estado enamorada, de eso no cabía duda, enamorada, durante tres años, y no lo había dicho a nadie. Sólo a él. El policía.
—¿Se menciona su nombre en la carta?
Ella movió la cabeza negativamente.
—¿Y Flavia? ¿Qué ha dicho?
Brett se mordió los labios, levantó una mano y se señaló el pecho.
—¿Le echa la culpa?
Lo mismo que Chiara, ella asintió y se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz, retirándolo húmedo y reluciente. Él sacó el pañuelo y se lo dio. Ella lo tomó, pero no parecía saber qué hacer con él y se quedó con el pañuelo en la mano, mientras las lágrimas le resbalaban por la cara y la nariz le destilaba. Sintiéndose un poco ridículo pero recordando también que no en vano era padre, Brunetti le quitó el pañuelo y se lo arrimó a la cara. Ella tuvo un sobresalto, volvió a coger el pañuelo, se enjugó las lágrimas, se sonó y lo guardó en el bolsillo. Era el segundo pañuelo que el comisario perdía en una semana.
—Dice que yo tengo la culpa, que esto no hubiera ocurrido de no ser por mí. — Tenía la voz tensa y ronca. Hizo una mueca-. Lo peor es que tiene razón. Sé que en el fondo no es así, pero no puedo hacer nada para que no parezca verdad tal como ella lo dice.
—¿Menciona la carta de dónde procede la información?
—No. Pero tuvo que ser Wellauer.
—Eso sería muy bueno.
Ella le miró con sorpresa.
—¿Cómo puede ser bueno? El abogado dice que formularán una acusación. Que todo saldrá a la luz.
—Brett -dijo él con la voz bien templada-, piense con la cabeza. Si su testigo era Wellauer, tendría que declarar. Pero, aunque estuviera vivo, Wellauer nunca se involucraría en algo así. Es una simple amenaza.
—Pero si presentan cargos...
—Ese hombre sólo pretendía asustarlas. Y lo ha conseguido. Ningún tribunal, ni siquiera un tribunal italiano, admitiría una acusación basada en un rumor. Y, sin el testimonio oral de la persona que formuló la acusación, esa carta no tiene más valor que el de simple rumor. — La observó mientras ella meditaba sus palabras-. No hay pruebas, ¿verdad?
—¿A qué se refiere?
—Cartas. Qué sé yo. Conversaciones.
—No, nada de eso. Nunca le he escrito, ni estando en China. Y Flavia está siempre muy atareada para escribir.
—¿Y los amigos de ella? ¿Saben algo?
—No lo sé. No son cosas de las que a la gente le guste hablar.
—En tal caso, no creo que tengan que preocuparse.
Ella trató de sonreír, de convencerse de que él había conseguido tranquilizarla.
—¿En serio?
—En serio -dijo él, y sonrió-. Yo paso mucho tiempo con abogados y puedo asegurarle que éste no persigue nada más que asustarlas con sus amenazas.
—Bien, pues... -empezó ella con una risa que acabó en hipo-...lo ha conseguido, desde luego. — Y, en voz baja-: El muy cerdo.
Brunetti estimó que había llegado el momento de pedir dos coñacs, que el camarero les sirvió rápidamente. Cuando llegaron las copas, Brett dijo:
—Flavia ha estado terrible.
Él se mantuvo a la expectativa.
—Ha dicho cosas muy fuertes.
—Todos las decimos alguna vez.
—Yo, no -replicó ella inmediatamente, y él la creyó; Brett debía de usar el lenguaje como instrumento, no como arma.
—Ya se le pasará, Brett. Las personas que hablan de ese modo enseguida se olvidan de lo que dicen.
Ella se encogió de hombros, rechazando el argumento por incongruente. Era evidente que ella no olvidaría.
—¿Qué piensa hacer? — preguntó él, realmente interesado en la respuesta.
—Ir a casa. Ver si está. Ver qué pasa.
Entonces Brunetti advirtió que ni se había molestado en averiguar si la Petrelli tenía casa en la ciudad, que ni había iniciado una investigación sobre sus pasos, antes y después de la muerte de Wellauer. ¿Tan fácil era desorientarle? ¿Tan distinto era del resto de los hombres? ¿Bastaba una cara bonita, una lagrimita, un aspecto de persona inteligente y honrada, para que descartara toda posibilidad de que hubieras matado a alguien o de que amaras a un homicida?
Le asustaba comprobar la facilidad con que esta mujer le había desarmado. Sacó del bolsillo varios billetes sueltos y los dejó encima de la mesa.
—Me parece una buena idea -dijo empujando la silla y poniéndose en pie.
Él advirtió la repentina inseguridad de la mujer al verle cambiar tan bruscamente de amigo a extraño. Pero ni esto sabía hacer bien.
—Vamos, la acompañaré hasta Santi Giovanni e Paolo.
Una vez en la calle, porque era de noche y porque era costumbre, la tomó del brazo. Caminaban sin decir nada. Él la sentía muy mujer, adivinaba la curva de su cadera, le gustaba que se aproximase a él cuando se cruzaban con otras personas en las calles estrechas. Éstas fueron sus sensaciones mientras la llevaba a casa, donde estaba su amante.
Al pie de la estatua de Colleoni, se dijeron adiós, simplemente, adiós, nada más.
CAPÍTULO XXIII
Brunetti caminaba por la ciudad silenciosa, inquieto por lo que había oído. Él creía saber algo del amor, lo que había aprendido gracias a Paola. Pero ¿tan convencional era que debía permanecer insensible al amor de esta mujer -y amor era, indudablemente-, porque no se ajustaba a sus esquemas? Desechó estos pensamientos por sentimentaloides y se concentró en la pregunta que se había hecho en el bar: la de si su afecto por esa mujer, la atracción que ejercía sobre él su personalidad, le habría hecho descuidar sus obligaciones. De todos modos, Flavia Petrelli no parecía la clase de persona que mata a sangre fría. En un arrebato de pasión, quizá fuera capaz de matar; la mayoría de la gente lo es. Pero lo propio de ella sería una cuchillada en las costillas o un empujón por la escalera, no un veneno, administrado fríamente, casi con ecuanimidad.
Entonces ¿quién? ¿La hermana menor de la anciana Clemenza Santina, que había vuelto de la Argentina para vengar la muerte de su otra hermana? ¿Al cabo de medio siglo? Absurdo.
¿Quién, entonces? No Santore, el director artístico, porque se le hubiera negado un papel a un amigo. Después de toda una vida dedicada al teatro, a Santore no le faltarían amistades dispuestas a dar a su amigo la oportunidad de cantar aunque su talento fuera de lo más modesto. O nulo.
Quedaba la viuda, pero su instinto decía a Brunetti que su dolor era real y que su falta de interés por encontrar al asesino no respondía al afán de autoprotección. Si acaso, parecía deseosa de proteger al muerto, y esto volvía a dejar a Brunetti en el punto de partida, deseando saber más cosas del pasado de aquel hombre, de su carácter, descubrir la fisura de aquella coraza de rectitud moral que había inducido a alguien a echarle veneno en el café.
Brunetti se sentía incómodo porque no le gustaba Wellauer, porque no sentía la compasión ni la indignación que generalmente le inspiraban las personas a las que alguien les robaba la vida. No podía librarse de la idea de que, de algún modo -no sabía expresarlo más claramente-, Wellauer estaba implicado en su propia muerte. Resopló de impaciencia: todo el mundo está implicado en su propia muerte. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la idea ni se disipaba ni acababa de concretarse, y él seguía buscando el detalle que pudiera haber provocado la muerte, y seguía sin encontrarlo.
El día siguiente amaneció tan lúgubre como su ánimo. Durante la noche, había aparecido una niebla muy densa, que no venía del mar, sino que surgía de las aguas sobre las que se levantaba la ciudad. Al salir a la calle, unos zarcillos fríos y húmedos le envolvieron la cara y se le metieron por el cuello. No veía con claridad más que unos pocos metros; más allá, todo se difuminaba; los edificios entraban y salían de su campo visual como si se movieran ellos y no la niebla. Con él se cruzaban fantasmas envueltos en una fosforescencia trémula y gris, criaturas incorpóreas que parecían flotar en el espacio. Si se volvía, los veía desaparecer, engullidos por aquella nube compacta que cegaba las estrechas calles y gravitaba sobre el agua como una maldición. El instinto y su larga experiencia le decían que no habría servicio de barcas en el Gran Canal: demasiada niebla. A ciegas, dejando que sus pies lo llevaran, guiándose por décadas de familiaridad con puentes, calles y esquinas, llegó hasta el Zattere y el embarcadero en el que paraban tanto el 5 como el 8, que iban a la Giudecca.
El servicio estaba limitado, y los barcos salían de la niebla esporádicamente, sin horario, haciendo girar las antenas de radar. Al cabo de quince minutos de espera, Brunetti vio aparecer un número 5 que al acercarse golpeó el embarcadero con una fuerte sacudida y varios de los que esperaban perdieron el equilibrio y chocaron entre sí. Sólo el radar veía la ruta; los humanos que se acurrucaban en la cabina estaban ciegos como topos en la arena. Al desembarcar, Brunetti no tuvo más opción que la de caminar en línea recta hasta casi tocar la fachada de los edificios y seguir caminando pegado a ellos hasta encontrar el hueco del arco. Cuando llegó dobló por allí, sin estar seguro de que aquello fuera Corte Mosca. No podía leer el nombre, a pesar de que estaba pintado en la pared a menos de dos palmos por encima de su cabeza.
Con la humedad, el olor a gato se había vuelto más fétido y, con el frío, más penetrante. Las plantas muertas del patio estaban cubiertas por la niebla. Llamó a la puerta, repitió la llamada con más fuerza y oyó gritar a la anciana desde el otro lado:
—¿Quién es?
—El comisario Brunetti.
Volvió a oírse el áspero chirrido de metal contra metal cuando ella descorrió los pesados cerrojos. La puerta empezó a abrirse, pero la madera estaba hinchada por la humedad y se encalló en el suelo desigual, y la mujer tuvo que dar un fuerte tirón hacia arriba. También hoy llevaba el abrigo, y abrochado de arriba abajo. Sin molestarse en preguntarle qué quería, retrocedió para permitirle entrar y cerró la puerta violentamente. Volvió a pasar los cerrojos, antes de dar media vuelta para conducirlo por el estrecho pasillo. Cuando llegaron a la cocina, él se sentó al lado de la estufa y ella dio un puntapié a los trapos que tapaban la rendija de debajo de la puerta.
Arrastrando los pies, la anciana fue a su sillón y se dejó caer en él, quedando envuelta inmediatamente por las mantas y chales que la esperaban.
—Ha vuelto.
—Sí.
—¿Qué quiere?
—Lo mismo que la otra vez.
—¿Y qué es? Soy una vieja que no se acuerda de nada. — El brillo de sus ojos contradecía sus palabras.
—Necesito que me hable de su hermana.
Sin preguntar a cuál de ellas se refería, la mujer dijo:
—¿Qué quiere saber?
—No quiero hacerle recordar cosas tristes, signora, pero he de saber más sobre Wellauer, para poder comprender por qué murió.
—¿Y si merecía morir?
—Todos merecemos morir, pero nadie debe decidir por nosotros cuándo ha de ser.
—¡Vaya! — exclamó ella con un esbozo de risa seca-. Es usted un verdadero jesuita, ¿eh? ¿Y quién decidió cuándo tenía que morir mi hermana? ¿Y quién decidió por qué? — Su ira se apagó con la misma rapidez con que se había encendido, y preguntó-: ¿Qué quiere saber?
—Estoy enterado de su relación con él. Sé que se dijo que era el padre del hijo de su hermana. Y sé que ella murió en Roma en 1939.
—No es sólo que muriera, es que se desangró -dijo la anciana con una voz tan tétrica como la muerte y la sangre-. Se desangró en una habitación de hotel, la habitación en la que él la dejó después del aborto y a la que no fue a verla. — En su voz, se confundía el temblor de la edad con el de la pena-. Cuando la encontraron ya hacía un día que había muerto. O dos, quizá. Y yo no lo supe hasta el otro día. Estaba arrestada, pero unos amigos vinieron a contármelo. Salí de casa. Tuve que golpear a un policía para poder salir. Lo derribé y le di un puntapié en la cara. Pero salí. Y ninguno de los que me vieron golpearle acudió en su ayuda.
»Me fui con mis amigos. A donde estaba ella. Ya se había hecho todo lo necesario, y el mismo día la enterramos. No vino ningún cura, por la forma en que había muerto, de modo que la enterramos sin más. Era una tumba muy pequeña. — Su voz se alejó, tras del recuerdo.
Brunetti había presenciado esto otras veces, y sabía que tenía que callar. Ahora que las palabras habían empezado a fluir, la mujer no podría detenerlas hasta que hubieran salido todas. Esperó con paciencia, reviviendo el pasado con ella.
—La vestimos de blanco. Y después la enterramos en aquella tumba pequeñita. Un agujero minúsculo. Después del entierro, volví a casa y me arrestaron. Pero no importaba, porque ya estaba arrestada. Les pregunté por el policía y me dijeron que estaba bien. Cuando volví a verlo le pedí perdón. Después de la guerra, cuando los aliados entraron en la ciudad, lo escondí en el sótano durante un mes, hasta que vino su madre y se lo llevó. No tenía por qué aborrecerlo ni quererle mal.
—¿Cómo ocurrió?
Ella lo miró desconcertada, con auténtica incomprensión.
—Me refiero a lo de su hermana con Wellauer.
La mujer se humedeció los labios y se miró las retorcidas manos, apenas visibles entre las mantas.
—Yo los presenté. Él había oído hablar de cómo había empezado mi carrera, y cuando mis hermanas fueron a Alemania para oírme cantar, me pidió que le presentara a Clara y a la pequeña Camilla.
—¿Ustedes ya tenían relaciones?
—¿Quiere decir si éramos amantes?
—Sí.
—Sí. Lo nuestro empezó casi inmediatamente de llegar yo a Alemania para cantar.
—¿Y la aventura con su hermana? — preguntó él.
La mujer volvió la cabeza como si hubiera recibido una bofetada. Se inclinó hacia adelante, y Brunetti pensó que iba a pegarle. Pero le escupió. Una espumilla clara le cayó en el muslo y, poco a poco, atravesó la tela del pantalón. Él se quedó estupefacto, sin poder ni limpiarse.
—Malditos seáis todos. Sois todos iguales. Todos iguales, todavía -le gritó con voz cascada-. Miráis una cosa y sólo veis la basura que queréis ver. — Su voz se hizo más chillona todavía al repetir sus palabras-: Su aventura con mi hermana. Su aventura. — Le acercó la cara con los ojos entornados sobre una mirada de odio y susurró-: Mi hermana tenía doce años. Doce años. La enterramos con el vestido de la primera comunión. Era muy pequeña, era una niña.
»Porque él la violó, señor policía. Él no tuvo una aventura con mi hermana. La violó. La primera vez y todas las demás, cuando la amenazaba con decirme lo mala que había sido. Y después, cuando quedó embarazada, nos envió a las dos a Roma. Yo no sabía nada. Seguíamos siendo amantes. Se acostaba conmigo y violaba a mi hermana pequeña. ¿Ahora entiende, señor policía, por qué me alegro de que haya muerto y por qué digo que merecía la muerte? — Tenía la cara desfigurada por la rabia que la había consumido durante medio siglo.
»¿Quiere saber los detalles, señor policía?
Brunetti asintió. Ahora veía, ahora comprendía.
—Él vino a Roma a dirigir aquella Norma que yo tenía que cantar. Y ella le dijo que estaba embarazada. No nos lo contó a nosotras porque tenía miedo de que le dijéramos que era mala. Entonces él preparó el aborto, la acompañó y luego la llevó al hotel. Allí la dejó. Y ella murió desangrada. Sólo tenía doce años.
El comisario vio cómo una mano salía de entre las mantas y las toquillas y venía hacia él. No hizo más que mover la cabeza y el golpe se perdió en el vacío. Esto enfureció a la mujer, que golpeó con la mano el brazo de madera del sillón y dio un grito de dolor.
Se levantó bruscamente, tirando al suelo la ropa que la envolvía.
—Fuera de mi casa, cerdo. Cerdo.
Brunetti saltó para esquivarla, tropezó con la pata de la silla y corrió por el pasillo delante de ella. La mujer mantenía la mano levantada y él huía de una ira desatada. Mientras él descorría los cerrojos con dedos torpes, ella se paró, jadeando. Desde el patio se la oía chillar y maldecirlos a él, a Wellauer y al mundo. Sin dejar de gritar, cerró y aseguró la puerta. Él se paró en medio de la niebla, estremecido por el arrebato que había provocado. Aspiró profundamente, para tranquilizarse, para olvidar aquel primer instante en el que había tenido verdadero miedo de aquella mujer, miedo de la fuerza del recuerdo, que la había catapultado hacia él.
CAPÍTULO XXIV
Brunetti tuvo que esperar en el embarcadero casi media hora y, cuando llegó el 5, estaba helado hasta los huesos. El tiempo no había cambiado y durante la travesía de la laguna hasta San Zaccaria, viajó encogido en la apenas caldeada cabina, contemplando las ventanillas blancas y húmedas. Al llegar a la questura, subió a su despacho, sin contestar a los que le saludaban. Cuando llegó al despacho, cerró la puerta pero conservó el abrigo puesto, para entrar en calor. Las imágenes se agolpaban en su cerebro. Veía a la anciana gritar en el húmedo pasillo, hecha una furia; veía a las tres hermanas, colocadas en forma de V, en artificial pose, y veía a la niña amortajada con el vestido de la primera comunión. Y veía la trama, veía la coherencia.
Por fin se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de una silla. Fue al escritorio y empezó a revolver entre los desordenados papeles. Apartó carpetas, hurgando hasta encontrar el informe de la autopsia, con sus tapas verdes.
En la segunda página vio lo que sabía que encontraría: Rizzardi mencionaba unas pequeñas marcas en un brazo y una nalga que describía como «señales de pequeñas hemorragias subcutáneas de causa desconocida».
Ninguno de los dos médicos con los que había hablado dijo haber administrado inyecciones a Wellauer. Pero un hombre casado con una doctora en medicina no tenía que pedir hora para recibir una inyección. Y tampoco tendría que pedir hora para hacerse visitar por esa doctora.
Volvió al montón de papeles, sacó el informe de la policía alemana y estuvo leyendo hasta que encontró la confirmación de un dato que le bailaba por la cabeza. El primer marido de Elizabeth Wellauer, el padre de Alexandra, además de enseñar en la Universidad de Heidelberg, era director del departamento de Farmacología. Ella había pasado a verlo al venir a Venecia.
—¿Sí? — dijo Elizabeth Wellauer al abrir la puerta.
—De nuevo le pido perdón por la molestia, signora, pero tenemos nueva información y me gustaría hacerle varias preguntas más.
—¿Sobre qué? — preguntó ella, sin hacer ademán de dejarle entrar.
—Los resultados de la autopsia de su marido -dijo él, seguro de que esto bastaría para franquearle la entrada. Con un movimiento brusco y desabrido, ella acabó de abrir la puerta y se hizo a un lado. En silencio, lo llevó hasta la habitación en la que habían mantenido las dos conversaciones anteriores y señaló la que el comisario empezaba a considerar su butaca. Él esperó mientras ella encendía un cigarrillo, un gesto ya tan habitual que casi ni se fijó.
—Cuando se hizo la autopsia -empezó él sin preámbulos-, el forense dijo haber encontrado en el cuerpo de su esposo pequeños hematomas causados por inyecciones. Así se menciona en el informe. — Hizo una pausa, para darle ocasión de ofrecer una explicación. En vista de que ésta no llegaba, prosiguió-: El doctor Rizzardi dijo que podían ser debidos a varias causas: analgésicos, vitaminas o antibióticos. Dijo también que, por la situación de las marcas, su esposo no pudo habérselas administrado por sí mismo. Era diestro, ¿verdad?
—Sí.
—Las señales del brazo también estaban en el lado derecho, por lo que él no pudo ponerse esas inyecciones. — Se permitió una mínima pausa-. Es decir, suponiendo que fueran inyecciones. — Otra pausa-. Signora, ¿puso usted esas inyecciones a su esposo? — No hubo respuesta-. ¿Ha comprendido mi pregunta? ¿Le puso usted esas inyecciones?
—Son vitaminas -respondió ella al fin.
—¿Qué clase de vitaminas?
—B-doce.
—¿Dónde las consiguió? ¿Se las facilitó su primer marido?
La pregunta la sorprendió visiblemente. Movió la cabeza a derecha e izquierda con vehemencia.
—No; él no tuvo nada que ver. Yo extendí la receta cuando aún estábamos en Berlín. Helmut se quejaba de cansancio y le propuse que tomara una tanda de inyecciones de vitamina B-doce. Ya las había tomado anteriormente y le habían ido bien.
—¿Cuándo empezó a administrárselas?
—No lo recuerdo con exactitud. Hará unas seis semanas.
—¿Notó mejora?
—¿Cómo?
—Su esposo. ¿le fueron bien las inyecciones? ¿Tuvieron el efecto que usted deseaba?
Ella lo miró vivamente al oír la segunda pregunta, pero respondió con calma:
—No; no parecían hacerle ningún efecto, y decidí suspender su administración.
—¿Eso lo decidió usted, signora, o su marido?
—¿Qué importa? No le hacían efecto y dejó de tomarlas.
—Yo creo que importa, y mucho, de quién partiera la decisión. Y me parece que usted lo sabe.
—Lo decidió él.
—¿Dónde le despacharon la receta? ¿Aquí, en Italia?
—No; no tengo licencia para ejercer aquí. Las compramos en Berlín, antes de venir.
—Ya. Entonces, en la farmacia estará registrada la venta.
—Sí, supongo; pero no recuerdo qué farmacia era.
—¿Quiere decir que extendió usted la receta y eligió una farmacia al azar?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo ha vivido en Berlín?
—Diez años. ¿Qué importa eso?
—Importa, porque me parece extraño que una persona que ha vivido diez años en una ciudad no tenga una farmacia habitual. O que no la tuviera el maestro.
La respuesta tardó un segundo más de lo normal.
—La tenía. Los dos la teníamos. Pero aquel día no estaba en casa cuando extendí la receta y entré en la primera farmacia que encontré.
—De todos modos, recordará dónde era. No hace tanto tiempo.
Ella miró por la ventana para concentrarse, para tratar de recordar. Se volvió hacia él y le dijo:
—Lo siento, pero no lo recuerdo.
—No importa -dijo él con indiferencia-. La policía de Berlín la encontrará. — Ella le miró entonces con sorpresa, o con algo más-. Y estoy seguro de que podrán averiguar de qué era la receta, qué clase de... -se interrumpió sólo un segundo antes de decir la última palabra-...vitamina.
Aunque ella tenía en el cenicero el cigarrillo encendido, alargó la mano hacia el paquete, pero modificó el movimiento y se puso a empujarlo con el dedo, dándole cada vez un cuarto de vuelta exactamente.
—¿Lo dejamos ya? — preguntó con voz neutra-. Nunca me han gustado los juegos, y tampoco usted es muy bueno.
A lo largo de los años, Brunetti había presenciado esto más veces de las que podía contar: cómo una persona llegaba a un punto del que ya no podía pasar, el punto en el que, mal que le pesara, tenía que decir la verdad. Lo mismo que una ciudad sitiada: primero caían las defensas exteriores, venía la primera retirada, la primera concesión al enemigo. La batalla podía ser corta o larga, según el defensor, podía atascarse en este o en aquel parapeto, podía haber o no haber contraataque. Pero el primer movimiento era siempre el mismo, el abandono de la mentira, casi con alivio, que acabaría llevando a la apertura de las puertas a la verdad.
—No era una vitamina. Usted ya lo sabe, ¿verdad?
Él asintió.
—¿Sabe qué era?
—Exactamente, no. Pero me parece que era un antibiótico. No sé cuál, ni creo que importe eso.
—No; no importa. — Lo miró con una leve sonrisa que le hacía los ojos tristes-. Netilmicina. Me parece que aquí, en Italia, se vende con ese nombre. La receta fue despachada en la farmacia Ritter, a tres manzanas de la entrada del zoo. No tendrán ninguna dificultad para encontrarla.
—¿Qué le dijo que era a su marido?
—Lo mismo que a usted. B-doce.
—¿Cuántas inyecciones le puso?
—Seis, a intervalos de seis días.
—¿Cuándo empezó él a notar los efectos?
—Al cabo de unas semanas. Ya no hablábamos mucho, pero él todavía me veía como a su médico, por eso primero me consultó sobre su cansancio y después sobre el oído.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que podía ser la edad o, quizá, un efecto transitorio de la vitamina. Eso fue una estupidez, porque en casa tengo libros de medicina y él podía comprobar si le había dicho la verdad.
—¿Lo comprobó?
—No. Se fiaba de mí. Yo era su médico, ¿comprende?
—¿Cómo se enteró? ¿O cómo empezó a sospechar?
—Fue a ver a Erich. Pero esto ya lo sabe usted, o no estaría aquí ahora, haciéndome estas preguntas. Después, cuando llegamos a Venecia, empezó a usar las gafas con audífono, de lo que deduje que habría ido a ver a otro médico. Cuando le propuse otra inyección, se negó. Entonces ya lo sabía, pero no sé cómo se enteró. ¿Por el otro médico?
Él movió la cabeza afirmativamente.
Ella volvió a sonreír con tristeza.
—¿Y qué ocurrió entonces, signora?
—Llegamos aquí en pleno tratamiento. La última inyección se la puse en esta misma habitación. Quizá entonces ya lo sabía y se negaba a aceptarlo. — Cerró los ojos y se frotó los párpados con las manos-. Es difícil precisar cuándo lo descubrió todo.
—¿Cuándo se dio usted cuenta de que lo sabía?
—Debe de hacer unas dos semanas. Me sorprende que tardara tanto, pero es que nos queríamos mucho. — Le miró a la cara al decirlo-. El sabía lo mucho que yo le quería, y no podía creer que le hiciera esto. — Sonrió con amargura-. A veces, cuando ya había empezado, tampoco yo podía creerlo, al recordar lo mucho que le había querido.
—¿Cuándo supo usted que había descubierto de qué eran las inyecciones?
—Una noche, yo estaba aquí, leyendo. No le había acompañado al ensayo, como acostumbraba. Era penoso oír aquella música discordante, aquellas entradas a destiempo, y saber que yo era la causante, tan cierto como si le hubiera quitado la batuta de la mano y la hubiera sacudido en el aire a mi capricho. — Calló, como si escuchara las disonancias de aquellos ensayos.
»Yo estaba aquí, leyendo, o tratando de leer, cuando oí... -Levantó la mirada al pronunciar esta palabra y dijo, como la actriz que recita un aparte en el escenario-: Dios, y qué difícil es evitar esta palabra -y volvió a meterse en su papel-. Era temprano, había vuelto temprano del teatro. Le oí venir por el pasillo y abrir esa puerta. Todavía tenía puesto el abrigo y llevaba la partitura de La Traviata. Era una de sus óperas favoritas. Le encantaba dirigirla. Entró y se quedó ahí de pie, sí, ahí -señalaba un lugar en el que ya no había nadie-. Me miró y me preguntó: «Has sido tú, ¿verdad?» -Ella miraba la puerta, esperando volver a oír las palabras.
—¿Y usted le contestó?
—Era lo menos que le debía, ¿no le parece? — preguntó con voz serena y razonable-. Le dije que sí, que se lo había hecho yo.
—¿Y él qué dijo?
—Nada. Se fue. No de la casa, sólo de la habitación. A partir de entonces nos las arreglamos para no volver a vernos hasta el día de la prima.
—¿No la amenazó? ¿No dijo que la denunciaría a la policía? ¿Que se lo haría pagar?
Ella parecía realmente sorprendida por la pregunta.
—¿De qué hubiera servido? Si ha hablado con el médico, debe de saber que el daño es permanente. Ni la policía ni nadie podían devolverle el oído. En cuanto a hacérmelo pagar... -Se interrumpió para encender otro cigarrillo-. Eso sólo podía conseguirlo haciendo lo que hizo.
—¿Y qué hizo? — preguntó Brunetti.
Ella le reprendió entonces abiertamente:
—Si sabe usted tanto como parece, también sabrá esto.
El comisario sostuvo la mirada de la mujer, con gesto inexpresivo.
—Tengo todavía dos preguntas para usted, signora. La primera es una pregunta sincera, que hago por ignorancia. La segunda es más simple, y ya creo saber la respuesta.
—Entonces empiece por la segunda.
—Se refiere a su marido. ¿Por qué iba a querer hacérselo pagar de esa manera?
—¿Quiere decir haciendo que pareciera que lo había matado yo?
—Sí.
Él observaba sus esfuerzos por explicarse, veía cómo las palabras empezaban a formarse, para desvanecerse enseguida, olvidadas. Por fin, dijo en voz baja:
—Él se consideraba por encima de la ley, la ley que todos los demás debíamos acatar. Supongo que creía que su genio le daba este derecho. Y Dios sabe que todos le animábamos a creerlo así. Hicimos de él un dios de la música al que adorábamos de rodillas. — Se interrumpió y le miró-. Perdone, no estoy contestando su pregunta. Usted quiere saber si él era capaz de hacer que pareciera que yo era la responsable. Pero, ya ve -dijo levantando las manos hacia él, como si tratara de extraerle comprensión-, yo era realmente responsable. Él tenía derecho a hacerme eso. Hubiera sido menos horrible si yo le hubiese matado con mis propias manos; eso hubiera dejado la leyenda intacta. — Dejó de hablar, pero Brunetti no dijo nada.
»Estoy tratando de decirle cómo lo veía él. Yo lo conocía bien, sabía lo que sentía, lo que pensaba. — Hizo otra pausa y prosiguió con el intento de hacerle comprender-. Cuando murió, me di cuenta de cuál había sido su intención al pedirme que subiera al camerino; pero, aunque parezca extraño, entonces me pareció, y sigue pareciéndomelo ahora, que tenía derecho a hacerlo, a castigarme. En cierto modo, él era su música. Y yo, en lugar de matarlo a él, había matado su música. Había matado su genio. Lo comprendí durante los ensayos, cuando le veía mirar por encima de esas gafas, tratando de oír por el inútil audífono lo que estaba haciendo con la música. Y no lo oía. No lo oía. — Sacudió la cabeza ante algo que no comprendía-. Pero no hacía falta que me castigara él, señor Brunetti. Ya he sido castigada. He vivido en el infierno.
Juntó las manos en el regazo y prosiguió:
—La noche del estreno me dijo lo que iba a hacer. — Al ver la sorpresa de Brunetti, explicó-: No me lo dijo con palabras. Quiero decir que fue entonces cuando lo comprendí.
—¿Fue cuando subió usted a los bastidores? — preguntó Brunetti.
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Al principio, cuando me vio en la puerta, no dijo nada. Sólo me miró. Pero entonces debió de ver a alguien en el pasillo detrás de mí y pensó que venían al camerino. — Inclinó la cabeza con gesto de cansancio-. No sé. Sólo dijo algo que parecía tener ensayado, lo que dice Tosca al ver el cadáver de Cavaradossi: «Finire cosí, finire cosí.» Entonces no comprendí qué quería decir con lo de «acabar así, acabar así», pero hubiera debido comprenderlo. Lo dice antes de matarse, pero no lo recordé. No en aquel momento. — Brunetti, sorprendido, vio que una sonrisa amplia, casi divertida, fulguraba un momento en su cara-. Muy propio de él ponerse dramático en el último minuto. O, mejor, melodramático. Y me sorprende que tomara sus últimas palabras de una ópera de Puccini. — Le miró muy seria-. Espero que esto no le parezca una incongruencia, pero yo hubiera creído que querría ser recordado citando una ópera de Mozart. O de Wagner. — El comisario, al observar que ella trataba de dominar un histerismo creciente, se levantó, fue a una vitrina situada entre las dos ventanas y le sirvió una copita de brandy. Se quedó un momento mirando el campanario de San Marco, luego volvió junto a la mujer y le dio la copa.
Ella, sin saber qué era, bebió un sorbo. El comisario volvió a la ventana y siguió contemplando el campanario. Cuando se hubo cerciorado de que el campanario seguía en su sitio, volvió a sentarse frente a ella.
—¿Me dirá por qué lo hizo, signora?
Ella lo miró con auténtica sorpresa.
—Si ha sido capaz de averiguar cómo lo hice también sabrá por qué.
Él movió la cabeza negativamente.
—No diré lo que pienso porque, si estoy equivocado, sería un ultraje para su memoria. — Antes de acabar de decirlo ya se había dado cuenta de que también sonaba a ópera de Puccini.
—Eso significa que ha comprendido, ¿verdad? — dijo ella inclinándose hacia adelante para dejar la copa, todavía llena, al lado del paquete de cigarrillos.
—¿Su hija, signora?
Ella se mordió el labio superior y asintió casi imperceptiblemente. Cuando se soltó el labio, él vio las marcas blancas que habían dejado los dientes. La mujer alargó la mano hacia los cigarrillos, la retiró, se la oprimió con la otra y dijo en una voz tan tenue que él tuvo que inclinarse para oírla:
—Yo no tenía ni idea. — Sacudió la cabeza con repugnancia-. Alex no tiene afición por la música. Ni sabía quién era él cuando empezamos a salir. Cuando le dije que quería casarme pareció interesarse. Luego, cuando supo que tenía una granja y caballos, se interesó más todavía. Los caballos han sido siempre lo único que le ha gustado, como la heroína de un cuento inglés. Los caballos y los libros sobre caballos.
»Ella tenía once años cuando nos casamos. Se llevaban bien. Al principio, cuando supo quién era él, supongo que se lo dirían sus compañeras de clase, parecía intimidada, pero luego se le pasó. A Helmut le gustaban los niños. — Hizo una mueca ante la grotesca ironía de la frase.
»Y entonces. Y entonces. Y entonces -repitió, como si se hubiera atascado en los surcos del recuerdo-. Este verano tuve que ir a Budapest. A ver a mi madre, que está enferma. Helmut dijo que podía irme tranquila. Tomé un taxi y me fui al aeropuerto. Pero estaba cerrado. No recuerdo por qué. Una huelga. O problemas con los oficiales de la aduana. La causa no importa, ¿verdad?
—No, signora.
—Después de hacernos esperar más de una hora, nos dijeron que se habían suspendido todos los vuelos hasta la mañana siguiente. Tomé otro taxi y volví a casa. No era tarde, aún no eran las doce, por lo que no me pareció necesario avisar por teléfono de que volvía. Cuando entré, las luces estaban apagadas. Subí a las habitaciones. Alex siempre ha tenido el sueño inquieto, por lo que fui a su cuarto, a ver cómo estaba. A ver cómo estaba. — Le miró inexpresivamente.
»Cuando llegué a lo alto de la escalera, la oí. Creí que tenía una pesadilla. No era un grito, sólo un ruido. Como de un animal. Un ruido. Nada más. Entré en su cuarto. Él estaba allí. Estaba con ella.
»Ahora viene lo más extraño -dijo con calma, como si mostrara un puzzle al comisario, para saber qué le parecía-. No recuerdo lo que ocurrió entonces. No. Sé que él se fue, pero no recuerdo qué le dije ni qué me dijo él. Aquella noche dormí con Alex.
»Después, días después, él me dijo que Alex había tenido una pesadilla. — Ella rió con asco e incredulidad-. Es lo único que dijo. No hablamos de ello. Envié a Alex a casa de sus abuelos y a un colegio de allí. Y no volvimos a hablar de ello. Oh, qué modernos, qué civilizados. Dejamos de dormir juntos, desde luego, y de estar juntos. Y Alex se marchó.
—¿Sus abuelos saben lo ocurrido?
Una rápida negativa.
—No. Les dije lo mismo que a todo el mundo, que no quería que perdiera clases cuando viniéramos a Venecia.
—¿Cuándo lo decidió? ¿Hacer lo que hizo?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Sencillamente, un día la idea estaba ahí. Lo único que a él le importaba realmente, lo único que amaba realmente era la música, y decidí quitárselo. Entonces me pareció justo.
—¿Ya no se lo parece?
Ella reflexionó un rato antes de contestar.
—Sí. Todavía me lo parece. Pero eso ya no tiene objeto. Para él nada de aquello tenía objeto. Ni objeto, ni mensaje, ni lección. No era más que maldad humana, con los estragos que causa.
La mujer preguntó entonces con súbito cansancio en la voz.
—¿Y ahora, qué?
—No lo sé -respondió él con sinceridad-. ¿Tiene idea de dónde consiguió su marido el cianuro?
Ella se encogió de hombros, como si la pregunta le pareciera incongruente.
—Pudo ser en cualquier sitio. Tenía un amigo químico, o quizá se lo diera alguno de sus camaradas de los viejos tiempos. — Al ver la extrañeza de Brunetti, explicó-: La guerra. Entonces hizo amigos poderosos, y muchos son ahora hombres importantes.
—Entonces ¿son verdad los rumores?
—No lo sé. Antes de casarnos, me dijo que todo era mentira y le creí. Ahora ya no lo creo. — Lo dijo con amargura y, haciendo un esfuerzo, insistió en su primera explicación-: No sé dónde lo consiguió, pero estoy segura de que no supuso ninguna dificultad para él. — Reapareció la sonrisa triste-. Yo también pude tener acceso al veneno, desde luego. Él lo sabía.
—¿Acceso? ¿Cómo?
—No vinimos juntos. Ya no deseábamos viajar juntos. Yo pasé dos días en Heidelberg, para visitar a mi primer marido. — El que enseñaba farmacología, recordó Brunetti.
—¿Sabía el maestro que estaba usted allí?
Ella asintió.
—Mi primer marido y yo somos amigos y compartimos la propiedad de algunos bienes.
—¿Le dijo lo ocurrido?
—Ni pensarlo -dijo ella, levantando la voz por primera vez.
—¿Dónde se vieron?
—En la universidad. En su laboratorio. Está trabajando en una sustancia nueva para paliar los efectos del Parkinson. Me enseñó el laboratorio y almorzamos juntos.
—¿Lo sabía el maestro?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá se lo dije. Es probable. Se había hecho muy difícil encontrar tema de conversación. Éste era inofensivo y seguramente nos alegramos de poder aprovecharlo.
—¿Usted y el maestro hablaron alguna vez de lo ocurrido?
Ella no pudo fingir que ignoraba a qué se refería; lo sabía.
—No.
—¿Hablaron del futuro? ¿De lo que iban a hacer?
—Directamente, no.
—¿Qué significa eso?
—Un día que yo entraba en el momento en que él salía hacia el ensayo, me dijo: «Espera hasta después de La Traviata.» Pensé que se refería a que entonces podríamos decidir qué hacíamos. Pero yo ya pensaba dejarle. Había escrito a dos hospitales, uno de Budapest y otro de Augsburgo y había pedido a mi primer marido que me ayudara a encontrar plaza en algún hospital.
Brunetti comprendió entonces que esto la comprometía. Demostraría que hacía planes para un futuro independiente antes de que él muriera. Ahora era viuda e inmensamente rica. Y, aunque se hiciera pública la información sobre la hija, había pruebas de que, camino de Venecia, había ido a ver al padre de la niña, que seguramente tenía acceso al veneno que había matado al maestro.
Ningún juez italiano condenaría a una mujer por lo que ella había hecho, si explicaba lo de la niña. Con las pruebas recogidas por Brunetti -el testimonio de la signora Santina sobre su hermana, las entrevistas con los médicos, incluso el suicidio de la segunda esposa cuando su hija tenía doce años- no había en Italia tribunal que la declarara culpable de asesinato. Pero todo ello dependería de la declaración de Alex, la niña espigada, enamorada de los caballos.
¿Y sin el testimonio de la niña? Se hablaría de la manifiesta frialdad entre el matrimonio, el acceso de la mujer al veneno, su insólita presencia en el camerino aquella noche. Todo ello la incriminaría. Si sólo se la acusaba de haberle puesto inyecciones con el propósito de destruirle el oído, no sería acusada de asesinato, pero, para que se aceptara este supuesto, habría que mencionar a la hija. Y Brunetti comprendía que esto era imposible.
—Antes de que ocurriera eso -empezó él, sin especificar, dejando que ella adivinara lo que quería decir con «eso»-, ¿su marido habló en algún momento de su edad? ¿Temía la decadencia física?
Ella reflexionó, visiblemente desconcertada por la pregunta.
—Sí; habíamos hablado de eso. No a menudo, una o dos veces. Una noche, cuando todos habíamos bebido más de la cuenta, nos pusimos a hablar de eso. Estábamos con Erich y Hedwig.
—¿Qué dijo él?
—Fue Erich quien sacó el tema, si mal no recuerdo. Dijo que, si un día quedaba incapacitado para trabajar, no ya para operar sino incluso para seguir siendo él mismo, y no podía ejercer... como era médico, sabía lo que tenía que hacer para ahorrarse sufrimientos.
»Era muy tarde y todos estábamos cansados. Quizá eso hizo que la conversación fuera más seria de lo normal. Entonces Helmut dijo que le comprendía perfectamente y que él haría lo mismo.
—¿Recordará esta conversación el doctor Steinbrunner?
—Creo que sí. Fue este mismo verano. La noche de nuestro aniversario.
—¿Su marido nunca dijo nada más concreto que eso? — Antes de que ella pudiera responder, puntualizó-: Estando presentes otras personas.
—¿Delante de testigos, quiere decir?
Él asintió.
—No que yo recuerde. Pero aquella noche la conversación era muy seria y todos comprendimos lo que había querido decir.
—¿Lo recordarán sus amigos?
—Creo que sí. Aunque me parece que no me consideraban la esposa idónea para Helmut. — Al decir esto, levantó bruscamente la mirada hacia él con los ojos agrandados por el horror-. ¿Cree que ellos lo sabían?
Brunetti movió la cabeza negativamente, deseoso de convencerla de que no, no lo sabían, no podían saber eso de él y callárselo. Pero no podía estar seguro y, eludiendo el tema, preguntó:
—¿Recuerda alguna otra ocasión en la que su marido aludiera a esta cuestión?
—Están las cartas que me escribió antes de que nos casáramos.
—¿Qué decía?
—Bromeando para restar importancia a la diferencia de edad, dijo que yo nunca tendría que cargar con un marido decrépito e inútil, que ya se encargaría él de evitarlo.
—¿Guarda esas cartas?
Ella inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
—Sí; guardo todas sus cartas y todo lo que me dio.
—Todavía no comprendo cómo pudo usted hacer eso -dijo él, no horrorizado ni escandalizado sino sólo perplejo.
—Yo tampoco lo comprendo. He pensado tanto en ello que probablemente he inventado nuevas razones y justificaciones. ¿Para castigarle? O quizá para hacer de él un inválido que dependiera de mí por completo. O quizá sabía que eso le induciría a hacer lo que hizo. No lo sé y no creo que llegue a saberlo. — Cuando él pensaba que había terminado de hablar, ella agregó con voz glacial-: Pero me alegro de haberlo hecho, y volvería a hacerlo.
Entonces él desvió la mirada. Como no era abogado, Brunetti no tenía idea de la índole del delito. ¿Agresión? ¿Robo? ¿Está penado el robo del oído? ¿Y es más grave el delito si para la víctima el sentido del oído es más importante que para otras personas?
—¿Cree que la hizo subir al camerino para que pareciera que lo había matado usted?
—No lo sé. Es posible. Él creía en la justicia. Pero hubiera podido comprometerme mucho más. Desde aquella noche, no hago más que darle vueltas. Quizá prefirió esta ambigüedad para que yo no pudiera estar segura de lo que pretendía. O también porque de este modo él no sería responsable de lo que pudiera ocurrirme. — Sonrió ligeramente-. Era un hombre muy complejo.
Brunetti se inclinó hacia adelante y le puso la mano en el brazo:
—Signora, escuche atentamente todo lo que se ha dicho durante esta entrevista -dijo, tomando una decisión, pensando en Chiara-: Usted me ha dicho que su esposo le había manifestado el temor que le causaba su creciente sordera.
Sorprendida, ella fue a protestar:
—Pero...
El la atajó antes de que pudiera decir más:
—Le habló de su miedo a la sordera. Le contó que había consultado a su amigo Erich en Alemania y a otro médico en Padua, y que ambos le habían dicho que se quedaría sordo. Que ello explica su cambio de actitud, su evidente depresión. Y usted me ha dicho que temía que se hubiera quitado la vida al comprender que su carrera había terminado, que no podría volver a dirigir una orquesta. — Su voz denotaba el cansancio que sentía.
Cuando ella fue a protestar, él dijo tan sólo:
—La única persona que tendría que sufrir si se dijera la verdad sería la única inocente.
Este razonamiento la redujo al silencio.
—¿Qué debo hacer?
Él no sabía cómo aconsejarla, porque nunca había ayudado a un criminal a inventar una coartada ni a ocultar pruebas de un delito.
—Lo importante es lo que me dijo usted acerca de su sordera. A partir de ahí, las cosas vendrán rodadas. — Ella le miraba atónita y él le habló como a una niña torpe que se negara a entender una lección-: Usted me contó esto la segunda vez que hablamos, la mañana en que vine a visitarla. Me dijo que su marido tenía graves trastornos en el oído y que había consultado a su amigo Erich. — Ella fue a protestar otra vez, y él la hubiera sacudido de buena gana, por obtusa-. También le dijo que había ido a consultar a otro médico. Todo esto estará en el informe de nuestra entrevista.
—¿Por qué hace usted esto? — preguntó ella al fin.
Él desestimó la pregunta con un ademán.
—¿Por qué hace usted esto? — repitió.
—Porque usted no lo mató.
—¿Y lo que le hice?
—No se la puede castigar por ello sin castigar todavía más a su hija.
Ella hizo una mueca de dolor ante esta verdad.
—¿Qué más tengo que hacer? — preguntó, ya obediente.
—Aún no estoy seguro. Sólo recuerde que hablamos de esto la primera mañana que vine a verla.
Ella fue a decir algo y se contuvo.
—¿Qué?
—Nada, nada.
Él se levantó bruscamente. Estaba incómodo, aquí sentado, maquinando.
—Eso es todo entonces. Supongo que tendrá que declarar en la investigación.
—¿Estará usted?
—Sí. Para entonces ya habré presentado mi informe y dado mi opinión.
—¿Y cuál será su opinión?
—Será la verdad, signora.
—Yo ya no sé cuál es la verdad -dijo ella. Ahora su voz era firme.
—Diré al procuratore que de mi investigación se desprende que su marido se suicidó al descubrir que iba a quedarse sordo. Y así fue.
—Así fue -repitió ella como un eco.
La dejó sentada en la habitación en la que había puesto a su marido la última inyección.
CAPÍTULO XXV
A las ocho de la mañana siguiente, cumpliendo las órdenes recibidas, Brunetti depositaba su informe encima de la mesa del vicequestore Patta, donde permaneció hasta que éste llegó a su despacho, poco después de las once. Cuando, tras contestar tres llamadas telefónicas particulares y repasar el periódico financiero, el vicequestore se decidió a leer el informe, lo encontró a la vez interesante y revelador:
Los resultados de mi investigación me permiten sacar la conclusión de que el maestro Helmut Wellauer se quitó la vida a causa de su creciente sordera.
1. Durante los últimos meses, había perdido más del sesenta por ciento de oído. (Véase transcripción de las conversaciones mantenidas con los doctores Steinbrunner y Treponti e informes médicos que se acompañan.)
2. Esta pérdida de oído le incapacitaba para desarrollar su actividad de director de orquesta. (Véase transcripción de las conversaciones con el profesor Rezzonico y el signare Traverso.)
3. El maestro sufría depresión. (Véase transcripción de las conversaciones con la signora Wellauer y la signorina Breddes.)
4. El maestro tenía acceso al veneno utilizado. (Véase transcripción de las conversaciones con la signora Wellauer y el doctor Steinbrunner. Existe correspondencia personal, a remitir desde Alemania.)
En vista del aplastante peso de esta información y de la ausencia de sospechosos que tuvieran motivo y ocasión para cometer el crimen, sólo puedo deducir que el maestro recurrió al suicidio como alternativa a la sordera.
Lo que someto a su atención con mi mayor respeto.
Guido Brunetti,
Comisario de Policía.
—Lo sospeché desde el primer momento, desde luego -dijo Patta a Brunetti, que había acudido al despacho de su superior a petición de éste, para hablar del caso-. Pero no quise decir nada, para no influir en su investigación.
—Una prueba de consideración que le agradezco, señor -dijo Brunetti-. Y una prueba también de sagacidad. — Contemplaba la fachada de la iglesia de San Lorenzo, parte de la cual se veía por encima del hombro de su superior.
—Era inconcebible que una persona amante de la música pudiera hacer algo semejante. — Era evidente que Patta se incluía a sí mismo en tal categoría-. Aquí la es posa dice... -empezó a repasar el informe-...que estaba «visiblemente decaído». — La cita convenció a Brunetti de que Patta había leído realmente el informe, hecho excepcional-. En cuanto a esas dos mujeres, por repugnante que sea su conducta -prosiguió Patta haciendo una pequeña mueca de asco a algo que no aparecía en el informe-, ninguna de ellas parece tener el perfil psicológico de una asesina. — Él sabría lo que había querido decir.
»Y la viuda... imposible, ni aun siendo extranjera. — Entonces, a pesar de que Brunetti no había pedido ninguna aclaración, Patta se la dio-: La mujer que es madre no puede matar con tanta sangre fría. Las madres tienen un instinto que se lo impide. — Sonrió, satisfecho de su perspicacia. También Brunetti sonrió, encantado de lo que oía.
»Hoy almuerzo con el alcalde -dijo Patta, con estudiada naturalidad, relegando el evento a hecho de la vida cotidiana-, y le explicaré el resultado de nuestra investigación. — Al oír el plural, Brunetti pensó que, a la hora del almuerzo, el plural de la investigación habría vuelto al singular, aunque no a la tercera persona.
—¿Es todo, señor? — preguntó cortésmente.
Patta levantó la mirada del informe, que parecía estar aprendiéndose de memoria.
—Sí, sí. Es todo.
—¿Y al procuratore, le informará también usted, señor? — preguntó Brunetti, con la esperanza de que Patta insistiera en ocuparse también de este trámite, ya que, viniendo de él, tendría más peso la recomendación de dar por cerrada la investigación que había que someter al magistrado.
—Sí; yo le informaré. — Brunetti observó cómo Patta consideraba la posibilidad de invitar al magistrado a almorzar con el alcalde y luego la desestimaba-. Le informaré cuando vuelva del almuerzo con Su Excelencia. — Brunetti se dijo que así tendría ocasión de representar la escena dos veces.
Brunetti se puso en pie.
—En tal caso, volveré a mi despacho, señor.
—Sí, sí -murmuró Patta distraídamente, mientras seguía leyendo-. Ah, comisario -dijo dirigiéndose a la espalda de su subordinado.
—Sí, señor. — Brunetti se volvió sonriendo, mientras mentalmente hacía consigo mismo la apuesta del día. — Gracias por su ayuda.
—No hay de qué darlas, señor -respondió, pensando que bastaría con una docena de rosas.
Siete meses después, llegó a la questura un sobre dirigido a Brunetti. Le llamaron la atención los sellos, dos rectángulos color violeta con una delicada filigrana caligráfica en el costado. Al pie de cada uno se leía: «People's Republic of China.» No conocía a nadie allí.
El sobre no traía remitente. El comisario lo rasgó y de su interior cayó una foto Polaroid de una corona de pedrería. No había referencia de la escala, pero, si estaba hecha para que la llevara un ser humano, las piedras que rodeaban la gema central debían de tener el tamaño de huevos de paloma. ¿Rubíes? No sabía de ninguna otra piedra que se pareciera tanto a la sangre. La piedra central, cuadrada y de gran tamaño, sólo podía ser un diamante.
Dio la vuelta a la foto y en el reverso leyó: «Ésta es parte de la belleza a la que he regresado.» Firmaba: «B. Lynch.» No había nada más dentro del sobre.
Fin