BARRIO NEGRO (Georges Simenon)
Publicado en
septiembre 03, 2020
1
—No veo más que negros —murmuró Germaine, mientras el buque maniobraba aún y, desde lo alto de la cubierta de pasajeros, veía acercarse lentamente un muelle en el que aguardaban dos filas de descargadores negros.
Y su marido murmuró sin convicción:
—¡Naturalmente!
¿Por qué naturalmente, ya que estaban a la entrada del canal de Panamá, o sea, en Centroamérica, no debieran haber visto indios?
Hacía dos horas de aquello y aún habrían de asombrarse más. Vestían de blanco, tocados ambos con el salacot. Dupuche, que hablaba el inglés mejor que su esposa, discutió con un negro que, a cambio de su equipaje, le entregó un cartoncito con un número, mascullando
—Washington Hotel?
—Yes! — replicó él, estupefacto, ya que era donde pensaba alojarse.
Los pasajeros del Ville de Verdun que seguían viaje hasta Tahití bajaban a tierra atropellándose, pues el barco sólo hacía escala tres horas antes de introducirse en el canal. Interpelaban a los Dupuche.
—¿Se quedan mucho tiempo en Cristóbal?
—Nuestro barco llega dentro de dos días...
—¡Que vaya bien!...
El sol, así como el uniforme de los aduaneros, de los guardias y de los soldados norteamericanos que vigilaban el puerto y las calles adyacentes, contribuía a que se sintiera desorientado. Los negros se avalanzaban a su paso para arrastrarlos dentro de sus taxis, pero Germaine prefirió un coche tirado por un caballo y cubierto con un toldillo blanco del que colgaban borlas de cortina.
—¿No has olvidado las llaves? ¿No ha hecho alusión el maitre a su propina? ¡Hombre! Ahí está Madame Rocher...
Se asomaron para despedirse de Madame Rocher, que iba a reunirse con su marido a las Hébridas. Miraban a todos los lados; trataban de absorber el paisaje.
—Washington Hotel? — preguntó el cochero negro.
Una hermosa avenida primero, sombreada por palmeras y bordeada por los suntuosos edificios de las compañías navieras.
—¡Que no se nos olvide ir a Correos!
Una calle ancha y soleada a lo largo del ferrocarril. Grandes comercios, bazares y, en cada umbral, fenicios a la caza de los turistas.
Por fin, al fondo de un parque de cocoteros, el hotel Washington: una escalinata, columnas, un hall inmenso y fresco, boys de blanco, un empleado con chaqué al que se dirigió Dupuche en inglés.
Su equipaje había llegado ya y, dos minutos después, se movía la pareja en su habitación, echaba un vistazo al cuarto de baño, abría ventanas y armarios.
Dupuche no osaba confesar a su mujer que la habitación costaba diez dólares diarios. ¿Qué importaban, además, unos dólares más o menos? En el hall habían reconocido a oficiales superiores del ejército norteamericano. El comedor era una sala espaciosa, y en el parque podía distinguirse una piscina de mármol.
—Esta tarde tomaremos un baño —decidió Germaine—. Ahora vayamos enseguida al banco...
Dupuche dejó la chaqueta en el hotel, pues hacía demasiado calor. El boy quiso pedir un coche.
—¡No! Iremos andando.
Querían ver la ciudad. Eran cerca de las doce. Debieron de extraviarse, ya que fueron a parar, casi al momento, a un barrio triste y sucio donde unas casas de madera bordeaban aceras abarrotadas de negros. El sol pegaba fuerte. En el umbral de algunas puertas dormitaban mujeres. Germaine juzgó que aquello olía mal y miró con inquietud a su alrededor.
—Tendrías que preguntar por dónde se va.
Lo supieran pasado un cuarto de hora, pues descubrieron los bazares regentados por levantinos, en los que algunos pasajeros del Ville de Verdun regateaban el precio de diversos cachivaches.
—¡Entérate del banco, Jo!
—Creo que es aquí donde me han recomendado que compre trajes blancos...
—¡El banco primero!
—Disculpe, caballero... ¿El New York Chase Bank, please?
—El segundo bloque a la izquierda.
—Mira —dijo Dupuche hundiendo la mirada en la sombra de un café—: ¡tienen pernod de antes de la guerra! Vendremos a tomar uno al salir del banco.
El banco era un simple mostrador, atendido por un único empleado al que Dupuche tendió una carta de crédito de veinte mil francos. El otro no la miró si quiera.
—Diríjase a la agencia de Panamá.
Y Germaine, cuyo inglés era rudimentario, empezaba a estar inquieta.
—Aquí sólo nos dedicamos al cambio de moneda. Tiene un tren a las dos que lo llevará a Panamá en cuarenta y cinco minutos.
—Ven, Germaine.
—¿Qué ha dicho?
—Vamos a Panamá, al otro extremo del canal. Pero antes nos da tiempo de tomar un pernod y de almorzar.
Tenían algo de sueño y, en el compartimento con butacas de caña, el sol les daba de lleno a ambos. Había viajeros que leían el diario norteamericano. Los hombres llevaban cuello postizo y corbata, y Dupuche— era el único que iba sin chaqueta y tocado con salacot.
Por la izquierda desfilaba interminablemente una vegetación grisácea y por la derecha se distinguía a veces el canal de Panamá, por el que navegaban buques a escasa velocidad.
—Prefería las Antillas —observó Germaine, pues habían pasado dos días en Fort—de—France.
Aquí era demasiado civilizado. Demasiados soldados norteamericanos, demasiados bungalows confortables y demasiados automóviles por las carreteras.
—¿No habrás olvidado la cartera?
En Panamá se dejaron meter en un coche descapotable conducido por un mestizo español.
—¡New York Chase Bank!
Sus impresiones se superponían. Cruzaban calles abarrotadas, flanqueadas por comercios, luego otras más tranquilas con casas de madera; por último llegaron a un barrio de tranvías con edificios de piedra, tiendas de pianos, de aparatos de radio, de automóviles.
El coche paró en una plaza sombreada por hermosos árboles frente a una iglesia de estilo colonial, y el conductor señaló en una esquina el banco norteamericano.
Dupuche se dirigió a una primera ventanilla, luego a otra, siguió a un negro hasta un despacho donde le recibió el director de la agencia al tiempo que tomaba en sus manos la carta de crédito.
—Déme la mitad en francos y el resto en dólares.
Dupuche mostró el pasaporte para confirmar su identidad. El yanqui ojeó la carta de crédito, alcanzó el teléfono, llamó a un empleado. Ambos examinaron de nuevo en silencio el documento, lo contrastaron con un cablegrama extendido en el escritorio.
—Lo siento... —exclamó por fin el director, devolviéndole la carta a Dupuche.
—¿No puede abonármela hoy?
—No puedo abonársela a secas. La Sociedad Anónima de Minas de Ecuador ha quebrado. Nuestra agencia de París me cablegrafía que no hay provisiones...
—¡Debe de haber un error! — exclamó primero Dupuche—. ¡No puede ser! Esta carta de crédito fue expedida hace apenas un mes por el administrador en persona, el señor Grenier. Yo soy el ingeniero principal de la S.A.M.E. y me traslado allá para asumir la dirección de las obras...
—Lo siento.
—¡Oiga!... Hay que telegrafiar a París. De seguro que hay un malentendido.
Le chorreaba el sudor y le fallaban las piernas. Germaine preguntó:
—¿Dice que no pagará?
Y Dupuche le hizo una señal para que callara.
—Entiéndame. La sociedad me entregó diez mil francos para pagar el viaje hasta aquí. Pasado mañana embarco para Guayaquil en el Santa Clara, de la Grace Line. Necesito esos veinte mil francos, si no...
—Am sorry... Lo siento —repetía el norteamericano, abriendo la puerta del despacho.
—¡Un momento! ¿Cuánto tiempo se tarda en enviar un telegrama a París y recibir la respuesta?
—Dos días.
Se hallaron en la acera y el chófer les salió al paso:
—¿Vuelta ciudad?
Dupuche sentía vértigo.
—¿Qué piensas hacer? — preguntó Germaine, con las cejas fruncidas.
—Ver a nuestro embajador o a nuestro ministro plenipotenciario. Habrá un ministro plenipotenciario de Francia en Panamá...
—Sí, señor —afirmó el mestizo, que lo había oído.
Los dejó en una plaza desierta en la que se alzaba un lindo edificio cubierto de flores. Germaine se quedó en el coche. Dupuche tocó el timbre; fue recibido por un mulato que lo hizo pasar a un despacho cuya mesa estaba atestada de revistas atrasadas. Estuvo esperando un cuarto de hora, ya que el ministro plenipotenciario dormía la siesta y se presentó al fin en mangas de camisa.
—¿Qué ha dicho?
—Que mande un telegrama si quiero. Pero según él los bancos norteamericanos no se equivocan nunca. El chófer esperaba unas señas.
—¿Qué vamos a hacer?
—¡Mandar un telegrama de todos modos!
Ni se acordaba de ponerse el salacot que se había quitado para secarse el sudor. El pernod que había tomado sin azúcar le revolvía el estómago.
S.A.M.E., PARIS. RUEGO HAGAN URGENTEMENTE LO PRECISO PARA COBRO CARTA DE CREDITO. STOP. SALE BARCO MAÑANA. STOP. PRÓXIMO DENTRO DE UN MES.
DUPUCHE.
Eran once francos por palabra y Dupuche se apresuró a meter en el bolsillo el billetero en el que apenas quedaban mil doscientos francos.
El chófer seguía esperando, plácido, y Germaine no había abandonado el coche.
—Andemos un poco, para poder hablar...
Pagaron el trayecto y se hallaron en la acera de una calle comercial.
—¿Qué decides hacer?
—No sé. No entiendo nada.
Ya ni siquiera se daban cuenta de que estaban en Panamá, de que las casas eran de madera, de que, en torno a ellos, los transeúntes hablaban en español o en inglés. Andaban sin ver nada, con la cabeza vacía y hecha un bombo.
—¿Cuánto te queda?
—Menos de mil doscientos francos. Pero ¡es imposible! Grenier contestará.
Al día siguiente de su boda los había invitado a almorzar en un lujoso restaurante de los Campos Elíseos. Era un tipo formidable. Su oficina estaba en la Rue de Berri, en un edificio nuevo.
—¿Le satisface el viaje de bodas que le ofrezco, señora mía? — le preguntó a Germaine.
Y le regaló flores.
—¡Nuestro equipaje se ha quedado en Cristóbal! — observó Germaine.
Dupuche se acordaba de los diez dólares diarios de la habitación en el Washington.
—Telefonearemos que nos lo manden aquí. Habrá hoteles más baratos.
Sumido en su turbación andaba mecánicamente sin saber adónde y de pronto se halló en un barrio parecido al barrio negro de Cristóbal, pero más amplio y oscuro.
—¿Por dónde hemos venido? — le preguntó a su mujer.
—¡Qué sé yo! ¿No te has fijado?
Hasta donde se alcanzaba a ver, sólo había casas de madera de un piso con una galería en la primera planta, ropa puesta a secar en las ventanas, comercios ruinosos y callejas de apenas un metro de ancho. En los puestos de venta se apilaban comestibles desconocidos para ellos y flotaban extraños olores en el aire. Pasaban negros, calzados con zapatos altos o alpargatas, miraban a los ojos a los extranjeros, a Germaine sobre todo, que inclinaba la cabeza.
—¡Vamos a otro sitio!
—Qué más quisiera. Pero ¿por dónde?
Y se hundían más en aquel barrio que era una verdadera ciudad. Las calles se estrechaban, y aumentaba el número de negros por las aceras.
Estaban rendidos. A Dupuche se le pegaba la camisa a la espalda. Ni siquiera se había traído la chaqueta. De pronto sonó un frenazo detrás de ellos y descubrieron a su chófer, que paraba el coche sonriente. Hablaba francés con un ligero acento español.
—No hay que pasear por aquí... ¿Quieren que los lleve a un buen hotel?
—¡Sí! A un hotel francés —suspiró Dupuche con alivio.
Todo acabaría teniendo una explicación. Se aclararían las cosas. El coche cruzó un barrio tan inesperado como los otros, cuajado de villas modernas y jardines.
—La zona de las legaciones y los consulados —explicó el chófer.
Por último, volvieron a la plaza sombreada, delante de la iglesia, y el coche se detuvo frente a una gran fachada blanca en que se leía con letras doradas: HOTEL DE LA CATHEDRALE.
—¿No tienen equipaje en la estación?
—No, gracias.
—Si quieren pasear en coche, pregunten por Pedro. Me conoce todo el mundo.
Dupuche consiguió esbozar una sonrisa de agradecimiento.
Hablaba muy rápido. Aquella mujer de negro, aquella viejecita parecida a una cajera de hotel provinciano, le impresionaba.
—¿Entiende? Embarcamos en el Santa Clara pasado mañana... Nuestro equipaje se ha quedado en el Washington Hotel, en Cristóbal. Esperamos un cablegrama.
—¿Quieren que les manden su equipaje aquí?
Y la viejecita descolgó el aparato, llamó al Washington, pronunció unas palabras en inglés.
—Lo tendrán a las ocho.
Llamó a un boy negro de traje almidonado.
—A la sesenta y siete —dijo tendiéndole una llave.
No le había extrañado que fueran franceses. Ni siquiera los había mirado. Le daba igual. Y ellos seguían al boy sin decir palabra, descubrían una arquitectura extraña, una especie de patio interior cubierto con una vidriera. Alrededor, en cada planta, corría una galería en la que se alineaban las puertas de las habitaciones.
Tomaron un ascensor. El boy los hizo pasar a una habitación espaciosa sumida en la oscuridad por las persianas bajadas, y se marchó.
Eso fue todo. Se quedaron a solas. Examinaron la habitación, el diván, las dos camas de cobre idénticas, el cuarto de baño...
—¿Cuánto es?
—No sé.
No se atrevió a preguntarlo. Para hacer algo, subió las persianas y el sol inundó la habitación. Delante de ellos se extendía la plaza sombreada por altos árboles semejantes a eucaliptos. Y en los bancos, a la sombra, se sentaba la gente, tocada con sombreros de paja, a leer el diario o mirar con indolencia los perezosos juegos de la luz.
—No ha podido quebrar en tan poco tiempo...
Dupuche pensaba en Grenier, que le había firmado un contrato por cinco años con el título de ingeniero director de la S.A.M.E. Debía entregarle cincuenta mil francos por el desplazamiento y los primeros gastos, pero a última hora sólo le dio diez mil, diciendo:
—Cobrará esta carta de crédito en Panamá y esta otra en Guayaquil.
—¿Y si telegrafiara a Guayaquil? — dijo de pronto Dupuche—. Quizás haya fondos allá.
—¡No te quedará mucho de los mil doscientos francos!
¡Era verdad! Más valía esperar. Germaine se echó en la cama y dejó caer sus zapatos. A Dupuche le impacientaba su inmovilidad.
—¡No! No nos quedemos en la habitación. Es mejor moverse, ver gente.
—Estoy cansada. Baja solo.
Tenía el semblante mate del principio de la travesía, cuando estaba mareada y se negaba a admitirlo. Era su primer viaje aparte de las idas y venidas entre Amiens y París.
Dupuche le rozó la frente con los labios, sin ternura, pues estaba demasiado preocupado, bajó la escalera y anduvo un rato por el hall.
—¿Busca el bar? — le preguntó un hombre entre sesenta y sesenta y cinco años que se hallaba cerca del mostrador.
Iba vestido de blanco, como todo el mundo, y llevaba un cuello postizo de celuloide y una corbata de color negro.
—¿Quiere rellenar su ficha?
Permaneció detrás de Dupuche leyendo lo que escribía.
—Habría jurado que era del norte. Le he oído hablar antes con Madame Colombani y he reconocido el acento. ¡Ah! Amiens... Tuve dos amigos allí; trabajaban en la lana.
El hombre secó la tinta de un golpe de secante.
—¿Toma algo?
—No sé... Un pernod.
Su interlocutor pidió tina cerveza con gaseosa.
—¿Piensa estar mucho tiempo en Panamá?
—Salgo pasado mañana para ocupar mi plaza... Soy el nuevo director de las Mines de l'Equateur. El anterior ingeniero cometió varias torpezas y Grenier, en París, me pidió que lo sustituyese...
El cambio fue muy rápido, quizá debido al calor. Dupuche, que no solía beber, vio estrías de sol ante sus ojos y el rostro de su interlocutor cobró proporciones asombrosas. Era un rostro extraño, delgado y arrugado, perforado por unos ojos diminutos y cansados que, no obstante, le escrutaban con una insistencia molesta.
—¿Se lleva a su esposa?
—Me casé tres días antes de partir. Llevábamos prometidos dos años, como si dijéramos toda la vida, ya que nacimos en la misma calle. ¿Conoce Amiens?
—De paso, hace mucho.
—Mi mujer estaba empleada en la Telefónica. Sus padres no querían que se fuera tan lejos... Tuvo que escribirles el propio Grenier, Grenier es el administrador, y asegurarles que el clima de Ecuador es muy sano. ¿Conoce Ecuador?
—Mucho.
—¿Guayaquil?
—Viví allí cinco años.
Dupuche tenía necesidad de hablar y le hizo una seña al camarero negro para que le llenara el vaso. Con ademán negligente le tiró unas monedas al chiquillo que le había lustrado los zapatos, pero su interlocutor llamó a éste y le quitó la mitad del dinero.
—No hay que viciarlos. Quince cents es más que suficiente. ¿Qué más iba a contar?
—Nos habíamos alojado en el Washington, en Cristóbal.
—Lo conozco. Es demasiado caro.
—Hemos venido aquí como turistas y hemos preferido quedarnos. Nuestro equipaje llegará...
—A las ocho —puntualizó el hombre.
Era sosegado, demasiado sosegado. Economizaba gestos y hablaba bajo, sin cansarse.
—¿Han venido en el Ville de Verdun? Estará aquí dentro de una hora. Se encontrará con sus compañeros de travesía, pues casi todos pasan por aquí.
A Dupuche le dolía la cabeza.
—¿Hay muchos franceses en Panamá?
—Para empezar, el dueño y sus hijos. Son corsos. Luego los Monti, que regentan un café en el barrio negro y la cantina del hipódromo. En Cristóbal hay algunos más que no valen gran cosa.
—¿Es verdad que aquí hay fugitivos del penal?
—Dos o tres, pero apenas se mueven ¿Su mujer está acostada?
—Sí, está descansando.
Dupuche no tenía ánimos para levantarse y, como su interlocutor hubo de dejarlo para ir por el despacho, se sintió tremendamente solo y estuvo esperando su regreso con verdadera angustia.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? — pudo preguntar finalmente.
—Estoy en América del Sur desde hace cuarenta años.
—¿Qué quiere tomar?
—¡Nada! Cuanto más se bebe, más calor se tiene.
En efecto, Dupuche sudaba copiosamente, pero seguía teniendo sed y, después de dudarlo, pidió otro pernod, sintiéndose obligado a disculparse.
—En Francia está prohibido. ¿Entiende? Así que da tanto gusto...
No había pensado aún en enviar una postal a su madre como se lo prometió. Desde que estaba sentado en aquel café con su desconocido interlocutor, se le antojaba menos inhóspita la ciudad. Ya se había acostumbrado a que la catedral, que tenía delante, fuese de madera y no de piedra. Asimismo le parecía natural que el camarero fuese negro, que su propia vestimenta fuese de tela blanca.
Y, en cambio, le costaba decirse que tres semanas tan sólo le separaban de su boda en la iglesia Saint Jean d'Amiens. La Gazette d'Amiens escribió al día siguiente:
«Nuestro eminente compatriota Joseph Dupuche, que, concluida brillantemente la carrera de ingeniero, viaja a América a defender los colores de Francia y...
»... Tanto a él como a su joven y valiente esposa les deseamos...».
Madame Dupuche fue a la estación con una amiga para no sentirse tan sola tras la salida del tren. Les llevó un pastel, y como no tenían hambre, Germaine lo tiró por la ventanilla.
—¡Pobre mamá!
En cuanto al padre de Germaine, les aconsejó:
—Sobre todo, tomad quinina todos los días...
Estaba de empleado en Correos y colocó a su hija en las oficinas de la Telefónica. A su yerno, al que se llevó aparte, le murmuró con aire trágico:
—Sobre todo, nada de hijos allá, ¿entendido? Os sobrará tiempo a la vuelta.
El almuerzo en París con Grenier... El tren a Marsella... El Ville de Verdun... El administrador de las marquesas, a bordo, que enseguida intimó con él a pesar de su cargo...
—Creía que la S.A.M.E. estaba en mala situación. — Suspiró el interlocutor de Dupuche—. Es usted el cuarto director que envían en diez años.
—¡Ah! ¿Conoce la sociedad?
—Estoy al corriente de cuanto pasa en América. ¡Mire! Tenemos aquí al hijo de un importante productor de cacao que ganaba cinco millones al año, millones oro, antes de la guerra. ¡Ahora no tiene ni con qué pagar el pasaje del barco!
Dupuche vio pasar a su chófer con tres pasajeros del Ville de Verdun que visitaban la ciudad y se paraban a fotografiar la catedral.
¡Al ingeniero ya no le interesaban, pues ellos seguían, no se quedaban en Panamá!
—¿La vida es cara aquí?
—No más que en Cristóbal. Más barata, por supuesto, que en el hotel Washington... Seguramente les cobrarán quince dólares diarios por la pensión completa de los dos. Se lo dirá Tsé—Tsé cuando vuelva.
—Quince dólares... —repitió Dupuche como si fuera lo más natural del mundo.
¡Le quedaban ochenta encima! Entraron dos hombres.
—Los Monti, de los que le he hablado. Se sentaron a su mesa.
—Un ingeniero de Amiens, Monsieur Dupuche.
—¡Tanto gusto! ¿Qué toma?
Era un lugar tranquilo y cómodo, como un café de provincias.
—Picon grenadine.
—¡Dos!
—¿Ha viajado en el Ville de Verdun? El comisario es amigo mío.
A partir de entonces se acrecentó el malestar de Dupuche. Bebió algo más. Luego se puso a hablar. Debió de contar el almuerzo con Grenier y de enseñar el contrato que le atribuía un sueldo de ocho mil francos mensuales, más un porcentaje sobre los beneficios. Los otros parecían interesados, pero no en exceso.
—¿Es la sociedad que cambia continuamente de director? — preguntó uno de los Monti.
¡Aquellos hombres lo sabían todo! Hablaban de Guayaquil como de un suburbio, pero lo mismo discutían de Perú, Chile, Bogotá y otras ciudades que Dupuche ni siquiera conocía.
Conversaban además de temas misteriosos.
—Louis ha recibido noticias de Bélgica.
—¿Y qué?
—Que la mujer no quiere venir. Está que rabia.
Dupuche seguía allí, entre aquellos hombres, con mirar vago, aturdimiento, e indudablemente le habían dado un puro, ya que llevaba uno en los labios cuando volvió a su habitación. Germaine estaba durmiendo, con el pelo revuelto, la tez reluciente; se le había subido el vestido por encima de las rodillas, descubriendo unas piernas bastante recias, unas articulaciones sólidas.
Dupuche se desplomó junto a ella, lo cual la despertó.
—¿Traes noticias? — preguntó.
—¿Noticias de qué?
Germaine frunció el entrecejo y observó:
—¡Hueles a alcohol!
—¡Qué va!... Déjame dormir.
—¿Adónde has ido?
—A ningún sitio, abajo...
Notó que se hacía con su cartera y contaba los billetes.
—Has bebido, ¿no es eso?
—Un pernod... Con un tío estupendo, que podrá sernos útil. — Se le trababa la lengua. No podía abrir los párpados. Guayaquil... Bogotá... Buenaventura... Gran Luis...
Tuvo conciencia de que estaban llamando, de que hacían mucho ruido al arrastrar los baúles por la habitación.
Germaine le susurró al oído:
Jo... Oye... Despiértate un instante. ¿Cuánto hay que dar de propina?
—No sé.
Seguía dormido, con la lengua pastosa; luego se incorporó de súbito; vio la habitación a oscuras, unas luces al otro lado de las ventanas; oyó compases de una banda militar.
—¡Germaine! — llamó—. ¡Germaine!
—¿Qué pasa?
Surgía de una butaca de mimbre instalada en el balcón.
—¿No estarás borracho? — le preguntó con severidad.
Dupuche se levantó, dio unos pasos, vio que en la plaza el quiosco estaba iluminado, mientras la multitud paseaba lentamente a su alrededor. Hacía más fresco. Los árboles desprendían un olor particular.
—¿Qué hora es?
—Las diez.
—¿No has cenado?
Vio los baúles a su alrededor.
—Ah, vaya... Los han traído...
Atontado, no sabía qué hacer, qué decir.
—Pues algo habrá que comer.
—No tengo hambre.
Era la primera vez que se emborrachaba desde hacía meses y hubiera sido incapaz de decir cómo se había producido. Veía que su mujer le guardaba rencor. Y estaba avergonzado.
—Perdóname. Estaba nervioso, me han invitado a beber...
—Déjame en paz.
—Germaine, te aseguro...
—¡Calla! Si hubieras visto qué ronquidos...
—Te juro que no ha sido culpa mía.
—¡Te pido de nuevo que me dejes en paz!
Entonces, sin saber por qué, estalló. No había luz en la habitación. Sólo las farolas de fuera iluminaban vagamente la cara de su mujer. Y ésta se le aparecía casi como una enemiga.
—¡Eso es! ¡Que te deje en paz! ¡A ti qué, si no llega el dinero! ¡A ti qué, si todas las responsabilidades, si todas las preocupaciones recaen sobre mí! Porque he tenido la mala idea de tomarme una copa...
Germaine volvió a sentarse en el balcón, sin hacerle caso.
—¡Germaine! Ven aquí... —Germaine no se movió—. ¡Germaine! Una vez más, te lo suplico...
—¡Basta ya!
Dupuche gritó, vociferó estupideces: que era muy desgraciado, que su mujer no le entendía, que más le hubiera valido quedarse en la Telefónica, que era incapaz de ayudarlo...
Luego, rabioso, dio un puñetazo en la pared y casi al punto rompió a llorar.
No debió de habérsele pasado la borrachera. De nuevo se halló en la cama. Germaine no dormía. Acostada a su lado, se apoyaba en un codo y lo miraba con aire grave.
¿Cómo adivinó que tenía sed?
—Bebe... —le dijo tendiéndole un vaso de agua.
Pero a él le pareció que su semblante estaba desprovisto de ternura.
—¿Ya no me quieres?
—¡Bebe! Hablaremos de eso mañana.
Prefirió dormirse de nuevo, sin olvidar que al día siguiente, nada más despertarse, le esperaban explicaciones desagradables.
—¡No me quiere!... No me entiende.
¿Y la carta de crédito? Soñó que lo encerraban en la cárcel, una cárcel que era la catedral de madera, y los carceleros llevaban el mismo uniforme que los soldados del quiosco.
Llamaron a la puerta. Era de día. Entró un boy con una bandeja en la mano.
—Una firma —murmuró.
En la bandeja había un telegrama. Dupuche lo leyó; reconoció el texto del cable dirigido a Grenier; le dio la vuelta al papel y acabó descubriendo las palabras: «Ausente sin comunicar señas...».
Cuando desapareció el boy, salió Germaine de debajo de la sábana donde se había escondido.
—¿Qué hay de los veinte mil francos? Dupuche respondió simplemente:
—¡Nada!
Y ambos miraron el balcón donde resplandecía de luz una butaca de mimbre. Los tranvías daban la vuelta a la plaza, paraban frente a la catedral y arrancaban con estrépito. Ya hacía calor.
2
De haberle dicho a Dupuche que estaba soñando, hubiera contestado:
—¡Por supuesto! Ya lo sabía...
Y sin embargo, no estaba soñando. Estaba de pie en la acera, junto al coche de los hermanos Monti —Eugene y Fernand—; por cierto, todavía no sabía si Eugene era el más alto, de pelo gris, o el bajito cuya mano derecha estaba paralizada a consecuencia de una herida de guerra.
Declinaba el sol y a un lado de la calle las casas de madera tenían un color casi rojo, mientras que enfrente conservaban su tono gris ceniciento.
—La cama primero... ¡Abajo!
Los Monti no se ocupaban de él. Descargaban el coche que los había traído y en cuyo techo habían atado una cama y una mesa.
—¡Ven aquí, tú! — le gritó uno de ellos a un negro que los estaba mirando—. Lleva esta mesa al primer piso.
Dupuche había vuelto a beber. No estaba borracho, pero sus impresiones carecían de nitidez. Veía sobre la puerta un letrero que anunciaba: EMILE BONAVENTURE. SASTRE.
Cruzó la tienda, o sea, una estancia que olía a tela y a chile y en la que un maniquí desnudo se erguía en un rincón. Un negro alto y vestido de negro, con gafas de acero sobre la nariz, lo miró pasar sin decir palabra.
Dupuche subió la escalera. Uno de los hermanos Monti gritó:
—¡Por aquí!
Entonces se halló en un cuarto empapelado con flores rosadas.
—Ya está, hasta mañana.
Los hermanos le dieron la mano y se fueron. Ni siquiera había una silla, y Dupuche tuvo que sentarse en la cama de hierro.
Al despertar la primera mañana en el Hotel de la Cathédrale le vino un nombre a la memoria sin que pudiera determinar con qué cara relacionarlo: Monsieur Philippe.
En el transcurso del día sólo logró averiguar que Monsieur Philippe era aquel anciano sosegado y frío que lo había atendido en el hotel y que conocía tan bien América del Sur.
Ahora sabía mucho más de él. Le contaron la vida del Monsieur Philippe que durante años fue el agente general de la French Line en América y que de repente perdió millones en especulaciones desacertadas.
Tsé—Tsé lo había recogido en su hotel, donde ejercía las funciones de gerente.
¿No era curioso oír que todo el mundo llamaba TséTsé* al rico propietario y decía respetuosamente Monsieur Philippe al gerente? Había otros personajes aún, que se agitaban desordenadamente y a los que Dupuche hubiera deseado identificar de una vez. Pero estaba cansado y se arrastró hasta la galería, que rodeaba toda la casa, y se dio de bruces con una negra vieja ocupada en pelar patatas.
¡Naturalmente! Había tres habitaciones en el primer piso, y a la galería tenían acceso las tres al igual que todos los vecinos de una casa tienen acceso al patio. Era una casa rara y una historia no menos rara, pues, al fin y a la postre, apenas podía entender cómo acababa de ir a parar a una casa del barrio negro.
En una palabra, no lo consultaron. Lo dejaron allí como acababan de dejar una cama y una mesa, y ni siquiera sabía por dónde tenía que ir hasta el centro de la ciudad.
Cierto que por alguna parte oía el ruido del tranvía y pensó que no tendría más que dirigirse hacia él.
Las calles no estaban ni adoquinadas, y había baches de cincuenta centímetros de hondura. No veía más que a gente de color que vivía al aire libre, sentada en los umbrales de las puertas o en sillas arrimadas a las casas.
Por cierto, ¿en qué iba pensando Dupuche? ¡Ah, sí! En Tsé—Tsé... Aún era la primera mañana, acababa de levantarse. Le dijo a Germaine:
—Tengo que avisar al dueño.
Y bajó y se dirigió a la anciana de la caja.
—Quisiera hablar con el dueño.
—Espere un momento en el hall. Mi marido bajará enseguida.
Lo vio llegar. Un hombrecillo robusto, de piernas cortas, cabeza gruesa, facciones espesas y cejas enmarañadas. Tendría sesenta y cinco años como mínimo.
—¿Quiere hablar conmigo?
Era corso, se notaba en el acto. Estuvo examinando a Dupuche de arriba abajo. Le indicó el café.
—Ahí estaremos mejor. ¿Fue usted quien llegó con una mujer joven?
—Con mi mujer.
—Es lo mismo.
El camarero ya estaba en su sitio, igual que el pequeño limpiabotas a quien espetó el dueño: ¡Tú, a jugar!
Verá. Soy director de la S.A.M.E.
—Que está en quiebra —precisó el corso.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque tengo amistades en Guayaquil.
—Yo lo ignoraba. Me dirigía allá a tomar posesión de mi puesto. En Panamá tenían que pagarme una carta de crédito de veinte mil francos...
—Ya...
—¿Cómo que ya?
—Nada. Siga. ¡Pon el ventilador, Bob!
No daba la impresión de atender a Dupuche. Miraba hacia fuera. Llamaba a un boy para darle una orden.
—Siga.
—He preferido confesarle honradamente que estoy sin dinero y que...
—¿No has visto a los Monti? — le preguntó el dueño al camarero.
—Monsieur Eugene ha ido al peluquero...
—Vale. No se mueva, señor... ¿señor qué?
—Dupuche.
—Espéreme unos minutos. Tome algo.
Dupuche se tomó otro pernod, sin saber ni él mismo por qué.
De eso hacía dos días y ahora sabía más cosas. Sabía, por ejemplo, que François Colombani, a quien llamaban más familiarmente Tsé—Tsé, llegó sin blanca a América del Sur y ahora era dueño de todo el hotel. Además era suya la empresa de vinos al por mayor que dirigía Gaston, su primogénito, en Cristóbal, al otro extremo del canal.
Tenía intereses en otros negocios: coches, perfumes y hasta criaderos de perlas.
Dupuche vio pasar a Germaine por la acera. Se le acercó.
—Pasea unos minutos más. Me han dicho que espere un poco.
Y durante el consejo que tuvo lugar después, pudo verla dando vueltas por la plaza y sentándose a veces en un banco.
Pues fue un verdadero consejo lo que allí se desarrolló. Habían llegado los Monti, uno oliendo aún a peluquería; luego volvió Tsé—Tsé y se sentó de nuevo en compañía de Monsieur Philippe, que permaneció callado.
—Veréis —empezó Tsé—Tsé—, este señor anda en aprietos: está sin dinero. Es ingeniero y compatriota...
Los demás miraron a Dupuche para calcular lo que valía.
—¿No quiere regresar a Francia? — preguntó el más alto de los Monti, Eugene sin duda.
—No tengo con qué pagar los pasajes.
—¿Y no puede escribirle a su familia?
El ventilador zumbaba sobre las cabezas. El camarero enjuagaba los vasos, limpiaba las botellas. Fuera, el sol abrasaba la acera por donde rondaba el limpiabotas.
—Sólo tengo a mi madre y soy más bien yo quien debe ayudarla a subsistir.
—¿Y su esposa?
—Su padre está bien colocado en Correos, pero no puedo pedirle una cantidad así... Entiéndanlo.
Monsieur Philippe miraba a otro lado. Tsé—Tsé se cortaba las uñas con una navajita publicitaria.
—Mientras tanto preferiría encontrar un empleo aquí... Si existen minas en el país...
—Hay minas de oro, pero son inglesas...
—¿Te encargas de él? — le preguntó Tsé—Tsé a Eugene Monti.
—Veré qué se puede hacer.
Y ambos hombres fueron a un rincón a hablar en voz baja, mientras Dupuche se explayaba con el Monti mutilado de guerra, le exponía lo delicado de su situación y...
Dupuche y su mujer almorzaron en el gran comedor y no se atrevían a pedir bebida, pues no tenían dinero.
Tsé—Tsé y la suya comían en una esquina, como dos buenos ancianos.
—¿Qué han dicho? — preguntaba Germaine.
—Monti vendrá a buscarme en su coche a las tres...
—¿Para qué?
—No sé.
Era verdad. Aquellos hombres hablaban poco y dudaba en preguntarles algo. Sin contar con que no sabía de fijo quiénes eran ni a qué se dedicaban.
Germaine mostraba cierto desdén, como si en su lugar ya hubiera sabido cómo espabilarse.
—¿No les has pedido nada?
Su padre era también así: «Yo, en su lugar, le hubiera exigido a Grenier...».
¡Pero ya le hubiera gustado a Dupuche verle frente a su superior jerárquico!
—¡No les he pedido nada, no! ¡Ya es mucho que se molesten!
Monti llegó puntual a la cita, efectivamente, y Dupuche subió a su coche.
—Vamos a ver a un amigo que quizá pueda hacer algo...
A los cinco minutos entraban en un bazar inmenso, y las dependientas saludaban a Monti, que se dirigió hacia un despacho del primer piso. Allí estaba sentado un joven judío sirio que los invitó a sentarse tras estrecharles la mano.
—¿Qué tal?
—Tirando. Te presento a un ingeniero, un francés, que se halla en problemas... Está aquí con su mujer y no tienen blanca.
El joven judío de cabello espeso ni siquiera miró a Dupuche.
—¿Has hablado con John?
—Aún no. Me preguntaba si tú...
—Ya sabes qué ocurre. Sin ir más lejos, la semana pasada volví a despedir personal.
—¿Y a su mujer? ¿No podrías emplearla? En Francia trabajaba en la Telefónica.
No tenían más opción que ir a ver a John.
—¿Vas de caza el domingo?
—¿Y tú? Christian quiere llevarnos a pescar pez espada en su barco...
Dupuche estaba atento, escuchaba, se agarraba a su acompañante. Hallaron el coche junto a la acera y circularon durante unos minutos; pararon delante de un taller de automóviles.
—¿Está John?
—Está en el bar, enfrente...
Un bar italiano, una sala larga y estrecha donde vendían jamones de Parma, salamis y pasta. Un joven alto y rubio le estrechó la mano a Monti y, puesto a ello, a Dupuche.
—¿No tendrías trabajo para mi compañero, que llega de Francia y es ingeniero?
John era norteamericano.
—Ya sabes que no. Llevo un mes sin vender un solo coche.
—¿Y en el Canal, a través de tus amigos?
—No están autorizados a contratar a extranjeros.
De codos en la baranda, Dupuche fruncía las cejas y se repetía: «Pat... Pat».
Se le metió este nombre en la cabeza y trataba de averiguar dónde demonios lo había oído.
Tomaron un whisky con John.
—Vamos a acercarnos por casa de mi hermano —dijo Eugene Monti.
Y el coche se metió por el barrio negro; paró en una bocacalle frente a un café bastante oscuro.
Fernand estaba allí jugando una partida de belote con Christian, el hijo de Tsé—Tsé.
—¿Qué queréis tomar?
Christian tenía veinticinco años y, como era hijo de la tercera mujer de Colombani, la que llevaba la caja, se decía que heredaría toda la fortuna.
—¿Juega a la belote?
—... No, no aprendí nunca... Al bridge, un poco...
Los Monti estuvieron cuchicheando en un rincón, después jugaron una partida de belote a tres, con Christian, mientras que Dupuche miraba.
—Vamos a buscar a otra parte —suspiró Eugene por último.
Al pasar, señaló todo un bloque de casas de madera y declaró:
—Es mío... En la época en que trabajaban en el Canal, cada casa producía varios miles de francos al año. Ahora, los negros no pagan...
Subieron por una calle empinada y pararon delante de una gran brasserie donde unos pequeños cocodrilos flotaban en el agua de las fuentes.
Dupuche se acordaba ahora de Pat. Eugene mandó llamar al gerente y le explicó a su acompañante:
—Va a ver... Es el marido de Pat Paterson, la famosa aviadora norteamericana que cruzó el Atlántico inmediatamente después de Lindbergh...
Un individuo alto, flaco y lúgubre.
—¿Cómo vamos, Paterson?
—Muy mal. Esta semana hemos sacado treinta mil menos que el año pasado por la misma época...
—¿No sabrías de algo para mi amigo, «que es ingeniero y acaba de llegar de Francia»?
Y en todas partes tomaban una copa: cerveza, whisky o pernod. ¿Qué más llevaba visto Dupuche? Habían atravesado un barrio de calles estrechas, con mujeres blancas o negras en los umbrales.
—Barrillo—Rojo, o sea, el barrio del farolillo rojo... —explicaba Eugene, que iba al volante—. ¿Entiende?
Al regresar al hotel, Tsé—Tsé estaba en el hall y Germaine conversaba con la anciana en una mesa donde ambas tomaban el té.
—Tengo algo que decirle —manifestó el corso, que parecía estar pensando en otra cosa.
Tres o cuatro veces tuvo que interrumpir la conversación, ya porque lo llamaran por teléfono, ya porque tuviera que hablar con un cliente que entraba o salía.
—He mantenido una conversación con su mujer... Es una gran persona. Le he propuesto que sustituya a Madame Colombani en la caja una parte del día y ha aceptado...
Dupuche estaba atontado. Echó un vistazo en dirección a Germaine, que no se fijaba en él.
—Le ofrezco la manutención, el alojamiento y treinta dólares mensuales.
A Dupuche le dio la impresión de que el viejo le hacía un guiño a Monti.
—No quiero matrimonios en el personal. Conozco los resultados por experiencia. No tiene más que ir a vivir a otra parte y algún trabajo le saldrá por su lado.
Una vez más, Eugene y el hotelero tuvieron un cambio de impresiones aparte. A su vuelta, Eugéne declaró:
—Le doy un cuarto gratis en una de mis casas. Pondremos una cama y una mesa. En cuanto al trabajo, algo acabaremos encontrándole...
Germaine no lloró siquiera. Simplemente, dijo al acostarse:
—Has vuelto a beber.
—Te aseguro...
—No es que estés borracho perdido como ayer, pero has bebido. Lo que pasará cuando no esté yo contigo...
—Te juro, Germaine...
Pero se encontraba demasiado cansado para discutir mucho rato, estaba cansado hasta el hastío, y por la mañana se despertó sólo a medias al oír a su mujer que se vestía.
¿No era ella la que debiera haber encontrado algo cariñoso que decirle? ¡Pues no! ¡Había pescado un empleo! Salvaba la situación por el simple motivo, además, de que le cayó bien a la vieja.
—¡Has vuelto a beber!
No entendía nada. ¿Esperaba acaso que le diese las gracias?
Se cortó afeitándose en la habitación vacía, donde la bata rosa de Germaine de la noche de bodas colgaba de la percha. Y se acordó de que durante aquella misma noche Germaine había mantenido un semblante hermético, casi desdeñoso, como si la hubiera obsesionado el temor a humillarse.
¿Podía impedirle aceptar la colocación que le ofrecían en el hotel, la habitación confortable, la manutención y...? Bajó muy tarde y se encontró a Germaine sentada en la caja al lado de Madame Colombani. Y fue esta última la que anunció:
—Eugene va a venir a llevárselo dentro de un rato, con sus pertenencias...
Olvidaba, ciertamente, la mar de detalles, y había otros que no conseguía situar en su lugar exacto. Por ejemplo, estuvo jugando al chaquete con un individuo de cabeza rapada. Pero ¿dónde?, ¿cuándo?
Y ¿por qué ya no le dirigía la palabra Monsieur Philippe? Dupuche se lo encontró varias veces rondando por el hall. Le dio la mano. Pero el otro se marchaba enseguida, con aire preocupado.
Todo eso permanecía inconsistente. Sólo había algunas bases sólidas, como el vasto hotel, que formaba todo un bloque en la plaza, con su patio interior y las galerías en cada planta, la cafetería a la derecha, el comedor al fondo, la mesa de los Colombani en una esquina...
Dupuche no tenía siquiera en mente la topografía de la ciudad, que sólo había recorrido en el coche de Eugene Monti.
Vio a demasiada gente: todos se ocupaban de él, pero de un modo extraño. Para ellos la vida seguía. Lo llevaban de acá para allá. Se encontraban con compañeros. Hablaban de todo, de las carreras del domingo siguiente, del fracaso de un cine, de la mujer de un inglés que se suicidó. Luego murmuraban:
—Por cierto, ¿no tendríais algo para nuestro amigo Dupuche, «un ingeniero francés que...»?
—¿Has hablado con Chávez Franco?
—Aún no...
Eugéne Monti daba la impresión de no trabajar. Dupuche sabía que estaba casado con una chica de Panamá, y vio su casa en el tercer piso de un edificio moderno.
Los Monti hacían faltas en francés, sin quererlo soltaban términos en argot. Y había como un asomo de respeto en el modo en que le hablaban.
—Su señora vale mucho. A Tsé—Tsé se la cae la baba con ella, lo cual no es frecuente. Nunca quiso que hubiera alguien más aparte de su mujer en la caja...
Pero ¿y él? ¿Qué hacían con él? En resumidas cuentas, lo subieron a un coche, junto con una cama que sujetaron en el techo, una mesa patas arriba, un jarro y un cubo.
Le hicieron cruzar la tienda del sastre Bonaventure y ahora lo dejaban en su cuarto empapelado de color rosa. La vieja negra, su vecina, se metió en su habitáculo para guisar, pero otros dos negros ocuparon su sitio en la galería y, con la barbilla apoyada en las manos cruzadas, veían jugar a los chiquillos por la calle.
En Amiens, Dupuche nunca habría hablado con gente como los Monti, ni siquiera, al fin y al cabo, con gente como Tsé—Tsé.
«Te prohíbo que vayas a jugar a la calle», le decía su madre de niño.
«Se ha casado con la hija de un tabernero», murmuró su padre, despectivo, una vez que un vecino se casó con Marthe, que, efectivamente, era la hija del dueño del café de la esquina.
Le hacían llevar guantes para ir a la escuela y a su madre no se le ocurriría ir al mercado, a cien metros de su casa, sin ponerse el sombrero y el velito, pues por aquel entonces aún se llevaban velitos.
Era un mundo en el que tampoco se bebía. En el armario había una botella de licor, pero sólo servía de ella dos o tres veces al año, cuando el tío Guillaume venía de París, donde tenía un comercio de paraguas cerca del Pére—Lachaise.
¿A qué demonios podían dedicarse los Monti en Francia? En cuanto a Tsé—Tsé, él mismo había dicho que empezó en América como mozo de café del Washington Hotel.
Anochecía y las casas de enfrente perdían sus reflejos de tono púrpura. En realidad, las habitaciones no eran habitaciones, pues se hacía vida sobre todo en la galería, que sólo unos amplios vanos sin puertas separaban de los cuartos.
Se veía todo: un viejo negro que se vendaba un pie herido, una mujer que lavaba ropa en un balde, unos niños desnudos que se revolcaban por el suelo.
La estación estaría a la izquierda, pues se oía el silbido de los trenes. Luego, los tranvías al otro lado...
Dupuche siempre tuvo unos ojos abultados y sensibles, que se enrojecían con la menor corriente de aire. Asimismo, siempre lloró por nada y ahora tenía ganas de hacerlo, asomado a la calle sin adoquinar de la que era el único vecino blanco.
«Mañana dejaré de beber» se prometía a sí mismo. «Me vestiré convenientemente. Iré a ver de nuevo al ministro plenipotenciario de Francia y me aconsejará algo...»
Se encontraba perdido, lejos de los Monti, de los TséTsé y de los demás, y sin embargo, así que dejaba de verlos, los despreciaba.
«El ministro plenipotenciario se hará cargo. Me presentará a gente de nuestro mundo...»
Una negrita, que no tendría quince años, se sentó bajo la galería, llevaba un vestido verde, nada debajo, tenía piernas flacas, la cintura flexible, y estaba hojeando una revista ilustrada.
Reinaba un olor particular. El sastre estaba acomodado en una mecedora, en la acera, y todo el mundo le saludaba al pasar.
—Me han dado un cuartito arriba —había dicho Germaine—. ¡Está muy limpio! Madame Colombani se porta bien conmigo.
Dupuche no se atrevió a pedirle que telegrafiase a su padre. Y eso que por lo menos tenía ahorrados diez mil francos, lo suficiente para el viaje.
Pero no le gustaba a su suegro. Hubiera querido un yerno funcionario.
«Al menos se jubilan con una pensión», — repetía.
Y en Francia no había una sola plaza para un ingeniero joven; Dupuche tenía experiencia de ello. Más adelante se jactaba: «Pasaremos cinco años en Ecuador. Como ahorraremos cuarenta mil francos por año, regresaremos con un capital y...».
Fue a vomitar en el cubo, al fondo de la habitación. No podía con la comida picante. Tenía los ojos hinchadísimos. Veía la cama sin sábanas, con una manta de algodón.
Le guardaba rencor a Germaine sin saber a ciencia cierta por qué. O, mejor dicho, sí. Hasta que se casaron, sobre todo cuando eran novios y él estudiaba en París, Germaine lo consideraba siempre el mejor, el más inteligente...
Ya a bordo, empezó a decir:
«No hagas eso. Ve a saludar al comandante... Haces mal en...». O bien era ella la que calculaba los cambios de moneda, y después le decía: «Tú te equivocarás otra vez...».
Ahora, desde que se emborrachó, lo miraba con más arrogancia aún.
—Sobre todo, no vengas a verme cuando hayas bebido...
¡Pues bueno! ¡Peor para ella! Le apetecía beber. Le quedaba algún dinero encima y bajó, cruzó la tienda del sastre y se dirigió hacia donde se oían los tranvías, o sea, hacia la calle principal del barrio negro que la gente llamaba California.
El café de Fernand Monti estaba mucho más cerca de su casa de lo que pensaba, pues tardó poco en descubrirlo, con sus lámparas ya encendidas y los dos Monti que jugaban a los naipes con unos negros.
Pasó a la otra acera desviando la vista, giró hacia la calle mayor y se encontró en medio de un gentío tan compacto como en el Faubourg Saint—Martin, por ejemplo, con la sola excepción de que no había más que negros y mulatos.
«Le diré al ministro plenipotenciario...»
Tsé—Tsé era administrador de varias minas de oro, unas minas pequeñas que sólo se explotaban cuando el metal iba caro, pues los filones no eran ricos. Pero aquella gente nunca se había interesado por él como ingeniero. Lo habían llevado a un bazar, a un taller de coches, a una brasserie...
Bruscamente se metió en un cine cuyo incesante timbre le recordaba los primeros cines de Francia. La sala estaba llena de gente de color, el calor era insoportable, el olor repugnante, y proyectaban una película enteramente rayada y hablada en español.
—Es mejor que no vengas a verme el primer día... —le aconsejó Germaine—. Los Colombani pensarían que no habrá modo de despegarse de ti.
¡Ella sí que tenía sentido de lo práctico! Estaba confortablemente instalada en un hotel decente, lujoso incluso.
Eso ya le ponía rencoroso. Hubiera preferido verla más desvalida y saber que se llevaba menos bien con la vieja Madame Colombani.
Dupuche salió del cine y se preguntó si iría a beber algo. Pero ¿dónde? No vio más que bares atestados de negros y en los que no se atrevía a entrar solo.
Y aquello le recordaba el servicio militar, cuando no era más que un quinto. Lo destinaron a caballería, seguramente por equivocación, pues nunca había tocado un caballo. Lo pasaba mal entre sus cascos y le daba miedo llevar los animales al abrevadero y acercárseles para almohazarlos. Por eso se hizo casi amigo íntimo de su vecino de cama en el dormitorio, un mozo de granja que ni siquiera hablaba francés correctamente y que le daba consejos.
Lo cual no fue óbice para que a los dos meses lo colocaran en las oficinas del regimiento, llevara un uniforme de gala y estuviera rebajado de cualquier faena. ¡Y aún más! ¡El era el que repartía los permisos!
Iría a ver al ministro plenipotenciario. No había más solución. Explicaría que...
Pero, mientras tanto, no encontraba el camino, y las calles eran tan oscuras, con familias enteras de negros en las aceras, que no se atrevía a meterse por ellas.
Tsé—Tsé lo despreciaba, si no, pudiera haberle dado una habitación en su hotel, donde tenía ochenta y cuatro. ¡Dupuche se lo hubiera tenido en cuenta más tarde!
¡Pues no! Todos lo trataban con arrogancia. Lo arrastraban a través de la ciudad. Lo presentaban a unos y a otros.
—¿No tenéis nada para él? «Un ingeniero francés que...»
Dupuche reconoció de pronto al sastre con su mecedora, a pocos pasos de él. En la casa no había luz. Entró, cruzó la tienda, buscó un interruptor. No había electricidad y Monti no le dio ni una lámpara.
¡No le quedaba más remedio que acostarse como los animales! Acostarse sin dormir, pues en la galería, hasta altas horas de la noche, los negros tomaban el fresco contándose historias en una lengua incomprensible.
«Mañana veré al ministro plenipotenciario y le diré...»
No estaba borracho. Estaba atontado. Le dolía todo, sobre todo la cabeza. Hubieran tenido que pellizcarlo y que despertara de pronto en una habitación de verdad, en una cama de verdad o incluso en un camarote de primera clase, junto a Germaine en camisón.
—¿Dónde estamos? — hubiera dicho.
—Estabas soñando en voz alta.
—¡Ah! Sí.
Pero no era verdad. No soñaba y estaba efectivamente en California, o sea, el barrio negro, en una cama vieja de hierro que Monti —el más alto de ellos, Eugéne— encontraría sabe Dios dónde. De vez en cuando una sombra asomaba la cabeza por la galería común, para ver dormir al blanco.
Pues, sin parar, sonaban pasos furtivos por el suelo de madera, cuchicheos, risas ahogadas...
Hasta que por fin sólo se oyó en una calle cercana el trote de un caballo enganchado a un carruaje.
Luego el canto de los grillos, los últimos, que el inicio de la estación seca iba a expulsar de la ciudad.
A las nueve de la mañana, Dupuche, sin pasar siquiera por el hotel, tocó el timbre de la Legación de Francia, tendió su tarjeta al portero mestizo y fue introducido en un salón atestado de publicaciones en francés.
No bebió la víspera y, con todo, tenía resaca.
—El ministro plenipotenciario le recibirá dentro de unos minutos. Si tiene la bondad de sentarse.
No se sentó. Ansiaba hablar con el ministro plenipotenciario.
3
Un buque desembarcó a cincuenta profesores chilenos que se dirigían al congreso de Boston y que durante dos días fueron huéspedes de Panamá. El gobierno los alojó en el Hotel de la Cathédrale y un gran banquete impidió salir a Germaine.
Ahora ya no estaban. Era el día en que se tocaba música en la plaza. Los fanales de la luz eléctrica, pálidos como lunas, hacían que los árboles pareciesen como de teatro, y la muchedumbre giraba en torno al quiosco en dos riadas distintas, los hombres en un sentido, las mujeres en el otro, lo cual daba ocasión a bromear y reír en cada encuentro.
El aire era más bien fresco; la vida, blanda. Dupuche vigilaba de lejos la entrada del hotel y al ver surgir la figura de su mujer se quedó casi tan emocionado como cuando, de novios, la esperaba en Amiens bajo una farola.
Germaine se puso los guantes sin parar de andar, y él le tomó el brazo con un movimiento que le era familiar.
—¿No estás demasiado cansada? ¿No has pasado demasiado calor?
—No. Hace más fresco en el hotel que fuera...
Dieron la vuelta a la plaza, como los otros, luego se escabulleron de la corriente y, en la primera calle, Dupuche besó furtivamente la mejilla de Germaine.
—Te echaba en falta —dijo torpemente. Estaba tierno aquella noche. Añadió, como si de una sorpresa se tratara—: ¿Sabes? ¡No he bebido ni una copa en todo el día!
Germaine lo miró con atención y pareció satisfecha.
—Eso está bien. — Pero, casi al instante, preguntó—: ¿No has encontrado nada? El ministro plenipotenciario...
—Me ha recibido muy bien. Es un buen hombre...
¡Sí, sí! Un buen hombre que sudaba y resoplaba mirando a su visitante con ojos desolados.
«¡Qué quiere que haga yo, pobre amigo! No dispongo de fondos. Si quisiera repatriarlo, no podría. Si le dijera que no he vuelto a Francia desde hace siete años porque todos mis recursos van a parar a las pocas recepciones inevitables...»
Sudaba tanto como Dupuche. En un aposento pequeño, detrás de su despacho, se secaban siempre tres o cuatro camisas, que se iba mudando sucesivamente.
La pareja caminaba despacio, como antaño en Francia.
—Me ha enviado una invitación permanente para el Cercle International...
Dupuche no parecía muy amargado. Hizo la promesa de mantenerse muy sereno, muy afable. — ¿Y tú, Germaine?
—Yo ya estoy al corriente del trabajo. Es fácil. Pero Madame Colombani se empeña en estar a mi lado casi todo el día.
—¿Comes bien?
—Igual que los clientes, en el comedor.
—¿No se habla para nada de mí?
Negó con la cabeza, pero él no la creyó. En tres días debió de ir cinco veces a saludar a su mujer. ¡Tsé—Tsé y Monsieur Philippe lo habían evitado cada vez! Le estrechaban la mano, sí, pero como con desgana, y al momento tenían algo que hacer en otro sitio.
La pareja pasó de una calle oscura a otra alumbrada, cuando Dupuche se paró delante de un bar italiano que mostró a su mujer.
—Aquí es donde almuerzo, en la barra. Es barato...
Y de pronto inquirió:
—¿Has escrito a tu padre?
—Le escribí ayer.
—¿Qué le dices?
Ansioso, miraba a otro lado para no dejar traslucir su nerviosismo.
—Le digo que no hemos podido cobrar todavía el dinero y que entretanto seguimos aquí.
—¿No añades que trabajas?
Advirtió que Germaine se turbaba y se apresuró a agregar:
—¿Por qué no, ya que es la verdad?
Pero se sentía mal. Sabía que a su suegro le encantaría ir a enseñar aquella carta a la vieja Madame Dupuche.
—¡Además, no trabajarás mucho tiempo! Antes de ocho días estaré empleado.
—¿Estás buscando?
—Todo el día.
Dejaban. atrás la estación, cruzaban el paso a nivel y cambiaba el decorado, pues penetraban en el barrio negro.
Las tiendas eran más estrechas y más sucias; la muchedumbre, ruidosa y descarada. Miraban a Germaine a los ojos. Se volvían al paso de la pareja riendo.
—Le he pedido a Madame Colombani si podía venir a vivir contigo —murmuró Germaine—. Me ha contestado que para una mujer blanca era imposible vivir en California.
Dupuche no respondió, pero estaba emocionado. Germaine le habló con voz dulce, deseando complacerlo, y él le estrechó entonces la yema de los dedos.
—En la esquina está el café de Fernand Monti. Tomando la calle siguiente y torciendo a la izquierda se llega a mi casa... Vas a ver a Bonaventure.
—¿Sigues yendo a menudo a casa de los Monti?
—Lo menos posible. Sin embargo, cuando hago alguna gestión sin contar con ellos, parece que tengan celos.
Andaban en medio de la calle y distinguían sombras echadas en las aceras y en los umbrales de las puertas. Alguien tocaba el acordeón.
Estaban llegando a la casa, cuando Germaine se paró en la esquina de un callejón de un metro de ancho apenas y murmuró:
—¿Qué hacen?
Dos figuras, la de una chiquilla y la de un hombre, saltaban por una ventana y se metían en un cuarto.
—Es mi vecina —explicó Dupuche—. De noche sale a la calle en busca de hombres y, como no puede hacerles subir a casa de su madre, entra así en la trastienda de Bonaventure, que no se entera de nada.
Germaine estaba impresionada. Más todavía cuando hubo que cruzar a oscuras la tienda del sastre. Se oía un ronquido. Dupuche guiaba a su mujer tomándola de la mano, y tanteaba para dar con la escalera. Una vez en su aposento, encendió una vela.
—¿Había alguien abajo?
—¡Sí, Bonaventure! Siempre duerme en un rincón de su tienda.
Germaine añadió en un susurro: —Hay gente en la galería...
—¡Pues claro! Mis vecinos, los padres de la chiquilla que has visto con un hombre. Aún no ha cumplido quince años. Siéntate.
Aparte de la cama sólo había una silla de anea. Germaine no sabía dónde colocarse. Dupuche seguía esforzándose por sonreír.
—Ya ves... No es un gran hotel, pero es habitable.
Y, pensando en que después regresaría solo, comenzaban a humedecérsele los ojos.
De niño, cuando tenía quizá seis años, rezaba sus oraciones antes de acostarse, de rodillas en la cama, y a las frases que le habían enseñado añadía: «Santísima Virgen, san José y tú, Jesusito mío, haced que papá tenga trabajo siempre, que a mamá no le duela más la espalda y que muramos todos juntos...».
No le cabía en la cabeza que su madre estaría un día en un ataúd, en un coche de muertos. Ante esta idea rompía en sollozos, solo en su cama, presa de un pánico físico.
Y ahora miraba a Germaine que iba a marcharse, se acercaba tímidamente a ella para besarla.
—¡Cuidado! — exclamó la mujer, señalando la galería donde estaba moviéndose algo.
Dupuche bajó la cortina verdosa y quiso llevar a su esposa hasta la cama de hierro.
—¡No, Jo! ¡Aquí no! Déjame...
—No pueden vernos.
—Se oye todo. ¡Te lo suplico!
Entonces dijo Dupuche con más frialdad:
—Tienes razón.
Pero permanecería tranquilo hasta el final: lo había decidido. No le había echado en cara la carta que había escrito a su padre. No le iba a echar en cara su indiferencia, ahora que estaba en su casa y no sabía qué decirle, porque tenía prisa por marcharse.
—¿Quieres que salgamos?
—Sí, se está mejor fuera.
Crujían los peldaños de la escalera, así como el suelo de la tienda, donde, por un instante, dejó de roncar el negro.En la calle, Germaine echó una ojeada maquinal al callejón por donde se había escabullido la chiquilla con su acompañante ocasional.
—Por cierto, Eugéne me ha ofrecido un empleo —manifestó súbitamente Dupuche, que llevaba un rato pensando en ello y que observaba que su mujer no lo asía del brazo.
—¿Qué Eugéne?
—El más alto de los Monti, el que tiene el pelo casi blanco.
—¿Qué tipo de empleo?
—Luego lo verás.
—Dilo ahora.
—No. Lo entenderás mejor...
Germaine andaba con paso firme, con sus tacones altos. Se sentía mal en aquel barrio, y Dupuche, por el contrario, se complacía paseándola por él. Casi era una venganza; de vez en cuando la observaba de reojo.
En torno a ellos estaban abiertas todas las ventanas, todas las puertas, y se adivinaba gente por doquier, dormida o con los ojos abiertos, carne que aspiraba el frescor, hombres y mujeres que aguardaban el día siguiente, grupos de niños por los rincones.
—¿Es una buena colocación? — preguntó Germaine.
—Ya la verás.
—¿La has aceptado?
—Todavía no.
Ahora le apetecía aceptarla, por despecho, por rabia, porque ella no dijo la palabra, no hizo el gesto que hubiera sido preciso.
—¿Por qué no me lo has dicho enseguida? — Espera... Cuidado con el tranvía.
No tenían más que cruzar el paso a nivel para hallarse de nuevo en la ciudad española, donde brillaban los anuncios luminosos de dos cabarés. Junto a ellos paró un coche de punto, pero Dupuche le hizo una seña negativa.
Empezaba la vida nocturna. En el Kelley's, en una sala alumbrada de color azul, bailaban algunas parejas al compás de una orquesta argentina, y los taxis empezaban a desembarcar pasajeros de un buque que venía de San Francisco.
Los hombres llevaban la chaqueta debajo del brazo, como Dupuche el primer día. Uno de ellos, pese a ser de noche, conservaba su salacot.
Regresarían al amanecer... ¡Regresaban todos! Diariamente, quince, veinte barcos cruzaban el canal y cientos de pasajeros bajaban a tierra a darse una vueltecita mirando a su alrededor con una curiosidad tranquila.
¡El único en quedarse fue Dupuche!
—Todavía no me has dicho de qué trabajo...
—Párate un instante.
Al final de una calle se alzaba un chiringuito en la acera, violentamente alumbrado por dos luces de carburo. Delante de un mostrador de tablas, cuatro taburetes. Detrás, un mulato con traje blanco de cocinero freía salchichas, que servía a sus clientes en un trozo de pan.
—¿Qué? — preguntó Germaine.
—Eugéne me ofrece este empleo, mientras... Con las propinas te puedes sacar dos dólares por noche.
Se le hizo un nudo tal en la garganta, que apenas podía hablar. Pero su mujer no lo notó. Seguía andando. Ni siquiera se había indignado y, hasta el hotel, Dupuche no tuvo ánimos para dirigirle la palabra.
El concierto había terminado. Algunas parejas permanecían aún en los bancos.
—Buenas noches —murmuró Dupuche.
—¿No entras un ratito?
—No, es preferible...
No le interesaba encontrarse con Tsé—Tsé ni con Monsieur Philippe. Aquella noche tenía que pedirle dinero a su mujer, pero no pensó en ello hasta entonces, y a última hora fue incapaz de hacerlo. ¿No le correspondía a ella saber que estaba sin nada?
—Prométeme no beber.
—¡Por descontado!
—¿Por qué lo dices así?
—Por nada, buenas noches, mi querida Germaine. ¡Saldremos adelante, verás!
—¡Pues claro!
Lo besó furtivamente y cruzó la plaza corriendo. Se volvió para decirle adiós con la mano.
Luego la vio hablar con Madame Colombani y TséTsé; por último se dirigieron los tres hacia una mesa del hall donde iban a beber algo antes de acostarse.
Dupuche abrió la puerta del bar de Fernand y se dirigió hacia la mesa donde los dos hermanos estaban de conversación con Christian y con un hombre al que Dupuche no conocía.
—Siéntese —dijo Eugéne estrechándole la mano—. ¿Aún no conoce a Jef?
Eugéne, que era el más simpático de todos, le hablaba siempre con un asomo de deferencia.
—Monsieur Dupuche, Jef. Un ingeniero que iba a Guayaquil para hacerse cargo de la dirección de la S.A.M.E. Llega aquí y ni sociedad ni dinero... Le estamos buscando un empleo.
El bar estaba mal alumbrado y en él reinaba la misma grisura que en todo el barrio negro. Sólo había dos clientes acodados a la larga barra, detrás de la cual estaban ordenadas más de cien botellas de alcoholes de todos los países del mundo.
—Tanto gusto —gruñó Jef, tendiendo la zarpa.
Era un monstruo. Medía poco menos de dos metros y era tan grueso como ancho. Con la cabeza afeitada y barba de dos días, encarnaba el prototipo del presidiario tal como se lo figura todo el mundo. ¿Lo haría adrede? Mantenía la cabeza gacha, sin apartar la vista de sus interlocutores, y hablaba con voz gangosa y con marcado acento flamenco, haciendo muecas por añadidura.
—Jef es propietario del Hotel Français de Colón —explicó Eugéne—. Llegó a este país casi al mismo tiempo que Tsé—Tsé...
—¿Conoce Cristóbal y Colón?* —preguntó el oso.
—Mi mujer y yo pasamos unas horas en el Washington Hotel...
—¡Naturalmente!
Christian, recién afeitado y perfumado como de costumbre, fumaba un cigarrillo. En el fondo de la sala se alineaban unos compartimentos ante los cuales se podía correr una cortina y algunos debían de estar ocupados, pues se percibían murmullos.
—¿A qué se dedica ahora? — preguntó Jef, al tiempo que hacía una señal al camarero.
—Todavía no lo sé. El ministro plenipotenciario me ha dado una invitación para el Cercle International, donde conoceré a gente que tal vez me sea útil.
Jef bebía menta con agua, los demás, cerveza, y a todos les parecía natural que el hombre de Colón interrogase al nuevo con el tono de un juez.
—¡No encontrará a nadie en el Cercle International! ¡A unos pelados si acaso...!
Lo trató por última vez de usted, pues en adelante tutearía a Dupuche como tuteaba a todo el mundo.
—Si hubieras venido cuando abrieron el canal, no digo que no... Ahora a un lado están los norteamericanos, que viven en su tierra, en la zona, donde tienen sus clubes y sus cooperativas... Al otro, la gente de Panamá que se pelea para ser presidente de la República o ministro...
No había quitado los ojos de Dupuche, que no sabía qué hacer. Y entre tanto, los Monti esperaban respetuosamente. Debían de haber estado jugando a los naipes, pues la mesa aún estaba cubierta con su tapete rojo, que ostentaba el anuncio de un aperitivo.
—¿Qué bebes?
—Cerveza.
—¿Dónde está tu mujer?
—Mi padre la ha puesto de cajera —intervino Christian—. Vive en el hotel.
Eugene Monti tomó la palabra a su vez.
—Entre tanto, le he encontrado un trabajo. Croci le pondrá a vender sus salchichas.
Pero Jef, más oso que nunca, gruñía y apoyaba los codos en la mesa, que parecía demasiado pequeña para él.
—¡Eso no funcionará! — Por último, soplando el humo de un cigarrillo que acababa de encender, añadió—: ¿Quieres un buen consejo, chaval? ¡Lárgate de aquí! ¡Del modo que sea! Con tu mujer o sin ella... —Se volvió hacia Christian y prosiguió—: Tu padre me lo ha dicho y piensa como yo. ¡No se sacará nada de él y cualquier día se armará la gorda!
—No entiendo —balbució Dupuche.
—¡Pues vaya! ¡Yo sí que lo entiendo! ¡Fernand y Eugéne también me entienden! ¿No es así? — No le contestaron—. ¡Hazme caso! Espabílate y embarca rápido. ¡Algún familiar tendrás capaz de enviarte tres o cuatro billetes de mil francos!
Dupuche hizo un gran esfuerzo.
—Puedo desenvolverme solo...
—¡Eso lo dirás tú!
—El ministro plenipotenciario me ha prometido...
—Deja al gordo dormilón en paz. Bastante trabajo tiene mudándose de camisa.
—Hay minas en Darién y estoy dispuesto a ir...
—¡Bah!
—¿Qué quiere decir?
—Nada. Bébete tu copa. ¿Juegas a la belote?
—No.
—Pues, ¡míranos jugar y calla!
¿Por qué no se marchó Dupuche? Permaneció sentado junto a ellos, mirándoles barajar los naipes y jugar. A pesar de lo que acababa de decirle Jef, no conseguía guardarle rencor. De vez en cuando, por lo demás, el oso le lanzaba por encima de sus cartas una ojeada sin mala intención y hasta, tal vez, para animarlo.
Una de las cortinas rojas que cerraban los compartimentos se descorrió, y una pareja de negros cruzó la sala. El hombre vestía un traje oscuro e iba tocado con un canotier. La mujer era muy gorda, vieja ya, y llevaba un vestido de color rosa caramelo.
Se iban, nadie les prestó atención. O, mejor dicho, Fernand se volvió hacia su camarero de color.
—¿Pagado?
—Pagado.
—Triunfo, triunfo y corazón mayor.
No había tranvías ya. La calle estaba silenciosa y, cuando callaban los jugadores, no se oía más que el tic tac del reloj.
—¡Eh, te la he cortado! — exclamó de pronto Jef, que acababa de ganar la partida. Y como Dupuche no respondía—: No hay que darle importancia, lo que digo es por tu bien. Por aquí pasan muchos como tú y acabas conociéndolos...
Si Eugéne Monti hubiera podido, seguramente hubiera hecho callar a su compañero, miró a Dupuche con aire de querer animarlo.
—Más vale ser franco, ¿no es verdad? Pues bien, no te doy ni dos años...
A Christian no le extrañó, ni a Fernand, que se levantó porque lo llamaban de un compartimento y volvió murmurando:
—Otra vez el viejo inglés.
—¿Con una negra?
—Con dos... Han conseguido que las invite a champán.
En efecto, el camarero ponía una botella de champán a refrescar en un cubo de metal.
—A propósito, Petit Louis se marcha la semana próxima.
—¿Con su mujer?
—Se van a pasar seis meses a Francia. Ella lo necesita. A pesar de la crisis, se sigue sacando sus diez dólares diarios.
Dupuche se levantó, tomó su sombrero.
—Le acompaño un rato —le dijo Eugéne tras dudar un poco.
¡El lo adivinaba! Fuera, empezó:
—No hay que hacer caso. Jef es un buen tipo pero es brutal.
—Es un presidiario, ¿verdad?
—Puede que antaño tuviera algún problema. No obstante, lleva treinta años viviendo en Panamá, ya verá su hotel en Colón. Allí se reúnen los siete u ocho franceses de la ciudad, los que, como Petit Louis, tienen una mujer en el barrio reservado, ¿entiende?
Y Eugéne tomó del brazo a su compañero.
—Nosotros somos comerciantes, pero estamos obligados a tratarlos. Jef viene de vez en cuando a pasar un par de días a Panamá. Ya he visto que aquello le ha afectado...
—¿Por qué ha dicho que no me da ni dos años?
—Es un exagerado, lo hace siempre.
—Asegura que Tsé—Tsé opina como él...
—Porque no le gustan las caras nuevas. Sin embargo, es buena persona. ¿Ha visto lo que ha hecho por su mujer? Piense en lo que le he dicho de las salchichas... No es nada deshonroso. Ahora lo dejo, porque me están esperando para la belote...
Y Eugéne se fue, algo incómodo.
«Santísima Virgen, san José y tú, Jesusito mío...»
Su madre aguardaba una carta y él no tenía ánimos para escribirla. Trató de calcular qué hora sería en Francia y se embarulló. Dos niñas, dos negritas que aún no tendrían catorce años, se le plantaron delante y lo interpelaron en inglés.
Movió negativamente la cabeza, hizo ademán de apartarlas. Estaba asqueado. ¿Cómo iba a enviar a fin de mes el dinero que le prometió a su madre? Ella le dejó acabar la carrera, a pesar de la muerte de su padre, y cuando tuvo el título no encontró trabajo.
En cambio, tenía novia y su madre lloraba diciendo:
—¡Ya quieres dejarme sola!
¿Era culpa suya? Aún no había vivido. No hizo más que preparar su vida, en los libros, sin tener siquiera el dinero preciso para divertirse con los otros.
¿Qué quiso decir Jef al hablar de dos años? ¡Menos de dos! Uno, especificó, pretendiendo coincidir con TséTsé.
Dicho de otro, modo, Tsé—Tsé tampoco confiaba en él. Ni, en el fondo, los hermanos Monti!
Dupuche empezaba a entender. Aquella gente no era de su misma, clase. Su presencia les molestaba. Fingían ayudarle pero tenían prisa por verle marchar.
¿Acaso Christian, que lo único que hacía era pasear en coche con chicas, valía más que él? ¡En Francia ni les hubiera dirigido la palabra!
Y sin embargo, cuando salieron a colación, el ministro plenipotenciario declaró poco convencido:
—Son buenos, sobre todo los Monti. Eugéne, que se casó con una chica del país, está muy bien considerado y posee unas veinte casas.
¡Casas de madera en el barrio negro como aquella en que vivía Dupuche!
—Respecto a Fernand, es un gran mutilado de guerra.
Dupuche abrió la puerta de la tienda, estuvo a punto de tropezar con el sastre, que dormía, y se metió por la escalera sin hacer ruido.
En la galería dormía entrelazada la familia de al lado, no faltaba ni la chiquilla que saltó por la ventana con un amigo ocasional.
Lo más difícil era situar en la escala social todas aquellas relaciones nuevas. Por ejemplo, se aseguraba que Tsé—Tsé era dueño de más de veinte millones y que el ministro plenipotenciario iba a menudo a cazar a sus cotos. Y eso que empezó al mismo tiempo que Jef, en Colón, y sirvió de camarero en el Washington...
¿A qué podían dedicarse los Monti en Francia? ¡Seguro que frecuentaban los pequeños y sospechosos bares de Montmartre o de la Porte Saint—Martin!
En cuanto a Jef... ¿Había matado? Si no, ¿por qué fue a presidio?
Ahora bien, era a él, a Dupuche, a quien miraban con desdén, con lástima, a él a quien declaraban:
—Un buen consejo. Lárgate.
¡Sin mala intención, como para hacerle un favor! Hasta a Germaine le faltaba poco para encontrar natural que vendiera salchichas calientes!
La casa olía a negro. Todo el barrio olía a negro y a especias, incluso la manta con que Dupuche se cubría para dormir.
En cuanto cerró los ojos se representó, sabe Dios por qué, a la chiquilla saltando por la ventana, e imaginó lo que debió de pasar en la trastienda del sastre. Eso lo turbó. La chica estaba en la galería, acostada directamente sobre una estera, pero no se movió, se contentó con pensarlo y decirse que, si quisiera...
¡Lo más asombroso era que Germaine seguía siendo la misma, idéntica, con sus vestidos, su aplomo, su tranquilidad, pensando en mandar noticias a su padre y hacer lo mejor posible la tarea que le encargaba Madame Colombani!
¿De dónde salía aquella Madame Colombani? Tenía aire de vieja cocinera, pero igual pudo haberse estrenado en el barrio del que habló Jef.
¡A Dupuche le ilusionaba tanto poder anunciar aquella noche a su mujer que no había bebido en todo el día! Pero también eso le parecía lo más natural. Ella no había estado errando por las calles, descifrando los letreros y preguntándose si tendría valor para ir a solicitar un empleo en tal o cual almacén, en tal o cual oficina inglesa o norteamericana.
En realidad, no se dirigió a ninguna parte. ¡No se atrevió! Apenas pasó cinco minutos en el Cercle International, donde había salones lujosos, un jardín, una piscina, mesas de bridge y de bacarrá.
Evitaba beber allí, ya que ignoraba el precio de las consumiciones. Notaba que lo observaban.
«Os lo suplico, haced que encuentre algo.»
Ya no decía: «Santísima Virgen, san José...». Y menos aún: «Jesusito mío...».
—¡Para demostrarles a todos que valía tanto como ellos, incluso más que todos ellos! ¡Para demostrarle a Germaine que era un hombre! ¡Para poder escribirle a su suegro que, a pesar de un gran tropiezo, la situación estaba normalizada!
¡Y para enviarle a su madre el dinero prometido cada fin de mes!
¡Entonces se presentaría en el hotel de Tsé—Tsé y exigiría una gran habitación, como un cliente de verdad! ¡Monsieur Philippe no volvería a esquivarlo! Ni el propio Tsé—Tsé, con su enorme cabezota, sus piernas cortas y su aire de creerse un emperador porque había ganado millones en tráficos más o menos honestos.
Eugéne Monti lo entendía, lo entendía por fin. Apenas se atrevía a insistir en lo de las salchichas.
Por añadidura, lo gracioso sería que todo aquello fuese resultado de un error. Había escrito a Grenier. La carta salió por avión, y a Grenier le sobraban arrestos para defenderse; para salir de nuevo a flote.
De vez en cuando, alguien se daba la vuelta en la galería de madera. La vieja negra solía lanzar gemidos mientras dormía.
Dupuche debió de acabar por adormilarse, pues, en sueños, saltó por el antepecho de la ventana de abajo y, justo en el instante en que la chiquilla se quitaba el vestido, abrió los ojos.
No andaba errado del todo, puesto que la veía efectivamente en la galería, sentada en un taburete, con la falda subida hasta los muslos, tomando un baño de pies en un lebrillo.
Le hizo un saludo con la mano.
4
La almohada le tapaba un ojo y la miraba con el otro, lo que le daba risa, pues resultaba cómico ver a un hombre con un solo ojo. En cuanto a Dupuche, no podía por menos de sonreír a la chiquilla que se perfilaba sobre un fondo de sol. El barrio negro vivía sus horas menos indolentes, las del mercado que tenía lugar sobre todo en la ancha calle de tranvías, pero que se extendía por todas partes.
En contraste con el rumor exterior, la casa estaba silenciosa. La chiquilla iba tomando un poco de agua con el cuenco de la mano y la dejaba escurrir a lo largo de sus piernas veteadas de jabón, luego se volvía hacia Dupuche sonriente, se reía, sacudía su cabecita con forma de pan de azúcar.
Dupuche se movió para verla mejor, y entonces ella se secó las piernas y los pies, donde la piel era más clara entre los dedos; luego, bruscamente, se agachó, con el vestido muy subido, las rodillas separadas, y se enjabonó el vientre.
¿Por qué habló Dupuche? Le temblaba la voz.
—¿Cómo te llamas?
—Véronique.
Era como una canción. Y Véronique, de buen humor, se restregaba el pubis y hacía muecas.
—¿Y tú? — preguntó.
—Dupuche...
Alcanzó una toalla para secarse y, mientras el vestido se le deslizaba por su cuerpo aún húmedo, dio un par de pasos por la habitación, se hizo con una gorra de tela blanca que Dupuche había comprado en Martinica y se la puso.
—¿Es bonito?
Como animal prudente, avanzaba poco a poco, atenta a los movimientos del hombre, a la expresión de su rostro en particular, como si hubiera temido que se enfadase. Por fin, se halló de pie muy próxima a la cama y Dupuche tendió la mano, tocó su pierna, que era dura y fría como la piedra pulimentada.
—¿Quieres hacer el amor?
Se dejó la gorra puesta, y tenía el vestido verde enrollado hasta los sobacos. Hubo un momento en que Dupuche escuchó con atención, pues oía crujir los peldaños de la escalera.
—No es nada, es mamá —respondió para tranquilizarlo.
Y en efecto, alguien resollaba, luego abría la puerta de al lado, resollaba de nuevo y dejaba los artículos de la compra encima de la mesa.
—¡Véronique!
—¡Sí! — gritó la niña con voz aguda.
Llevaba el ritmo de los movimientos de Dupuche, quien nunca se sintió tan torpe. Pasaba algo desconcertante. Sin decir palabra, sin dejar de sonreír, era aquella chiquilla la que dirigía su cópula y la que espiaba la aparición del placer en los ojos de su pareja.
Ahora bien, su propia carne no manifestaba la menor sensación. ¡No! Véronique se divertía. Jugaba al amor. Usaba toda la gama de sus conocimientos y contemplaba a Dupuche con un mirar a la vez tierno y socarrón.
Cuando éste apartó la cabeza y se quedó inmóvil, lo besó en la frente, rompió a reír y saltó al suelo.
—¿Puedo llevar?
Señalaba la gorra blanca que no se había quitado y, como el hombre hiciese un signo afirmativo, corrió a enseñársela a su madre.
A los pocos minutos Dupuche estaba vistiéndose, cuando oyó los pies de la mama arrastrarse por la galería. Una mano descorrió la cortina que él había cerrado. La vieja se asomó, sonriendo con todos sus dientes, y tendió al inquilino un tazón de café caliente.
¡Nada más! ¡Era sencillísimo! El día anterior no hubiera querido beber en aquel tazón y ahora eso le parecía natural.
Poco después bajó, cruzó la tienda del sastre. Bonaventure alzó la cabeza para mirarlo como de costumbre, pero no le dio los buenos días. Seguramente pertenecería a otra raza de negros. Nunca sonreía. Tampoco iba nunca sin cuello postizo y sin corbata.
Aún ahora, mientras probaba un traje de color malva a un mulato y llevaba la boca llena de alfileres, conservaba toda la dignidad, toda la rigidez de su elevado cuerpo de movimientos mesurados.
Al llegar a la esquina, Dupuche se volvió, sin motivo, en definitiva, y vio a las dos mujeres, a Véronique y a su mama, acodadas en la galería, viéndolo marchar.
Aquella mañana le apetecía ir a pasear a la «zona», y lo hacía más o menos como quien va a tomar un baño.
Por así decirlo, una nueva geografía del mundo le había penetrado en la piel, y en aquel mismo instante, mientras cruzaba el paso a nivel, tuvo plena conciencia del punto del globo terrestre sobre el que gravitaba.
Por encima de él, o sea, enfrente, a dos kilómetros apenas, nada más pasar el canal, se esbozaba aquella masa aplastante de América del Norte, mientras a su espalda, a menos dedos kilómetros, empezaban los paisajes apocalípticos de América del Sur.
Había estudiado esto en Francia, pero en aquel tiempo no se percataba de cómo eran las cosas.
Un canal para separar aquellos dos mundos... A cada punta del canal, una ciudad: Colón en el Atlántico, Panamá en el Pacífico. Lo que no sospechaba antaño era que entre estas ciudades no había nada, ni una triste carretera.
Así pues, se hallaba en una gran ciudad, escabulléndose entre los coches y, en menos de una hora, podía topar con la selva virgen, encontrar su paso cortado por montañas inexploradas.
Eso no le impresionaba: ¡no!, pero sí le inquietaba, ¡eso y el resto! No paraban de pasar navíos, procedentes de China, de Perú, de Argentina, de Nueva York y de Europa, encaminándose al bloque Norte si venían del sur y al bloque Sur si venían del norte, o incluso tirando recto a través de uno de ambos océanos.
Lo cual no obstaba para que un hombre como Tsé—Tsé, por ejemplo, no necesitara cruzar su umbral para afirmar, al oír una sirena:
—Un «W» que regresa a Francia.
Es decir, uno de los barcos de la Transat cuyos nombres empiezan invariablemente por «W» y que hacen San Francisco con flete y pasajeros.
Tsé—Tsé no sólo anunciaba el nombre del barco, sino que precisaba:
—La mujer del cónsul debe de estar a bordo.
En cuanto a Monsieur Philippe, con su aire humilde y cansado, hablaba siete idiomas y conocía a todos los capitanes.
Pero aun eso no era lo que le turbaba. Por lo demás, no se trataba de turbación propiamente dicha. Se trataba de un desfase. Un hombre del llano respira mal en las altas montañas, se siente inestable.
¡Dupuche se sentía inestable! ¿De qué raza eran, por ejemplo, aquellos que iban y venían por las calles? Unos hombres menudos y flacos, de pelo pardo, ademanes vivos...
Todos pretendían ser descendientes de los conquistadores españoles y todos tenían sangre india en las venas, muchos, sangre negra por añadidura, algunos, sangre china.
¡Pues también estaba lleno de chinos!
¡Poco importa, por supuesto! Pero eso no quita que resulte mareante. Y sobre todo el no ver nada estable en tomo a uno. Decía Eugéne Monti hablando del presidente de la República de Panamá:
—Es un medio indio rural, un antiguo maestro de escuela. Ha nombrado a su cuñado embajador en París, pero el cuñado a su vez quiere ser presidente.
¡Y al lado mismo, en Venezuela, aquel presidente que tenía más de cuarenta mujeres y un buen centenar de hijos reconocidos!
Así que era por eso, por esas razones y por otras, por lo que se dirigía Dupuche hacia la «zona», donde sabía no obstante que iba a rabiar.
Ya que los norteamericanos, si bien poseían el canal, ignoraban Panamá, a las gentes de Panamá, a los negros, a los presidentes de la República, la selva virgen y las montañas inhumanas.
Vivían en su «zona», un país suyo, en definitiva, a lo largo de todo el canal, bordeado de alambradas y centinelas. Un país suave y limpio, coquetón, descansado, cubierto de quintas con cortinas claras, surcado por carreteras lisas, cuajado de campos de golf, de pistas de tenis, de salones donde las damas tomaban el té, y de guarderías modélicas.
¡Un país en definitiva! Un país en el que ciertas palabras tenían un valor: palabras como «educación», como «títulos», como «honradez», como...
¡Pero Dupuche no tenía nada que hacer en aquel país! ¡Estaba al otro lado de las alambradas, entre la multitud sin raza, los mestizos, los indios y los negros, y no tenía para asirse a él más que a un Eugéne Monti que vendía gaseosa en el hipódromo!
Iba rumiando sus ideas informes y al mismo tiempo se acordaba de la risa de Véronique: ello le impedía sentirse del todo desesperado.
Su mujer nunca reía, no sonreía nunca de aquel modo. Nunca se preocupaba del placer de su marido. ¿Acaso no le inspiraría cierta repulsión el amor? En cualquier caso, le daba vergüenza, tan pronto satisfecha.
¡Véronique no tenía vergüenza! Véronique no se preocupaba de sí misma, su única alegría era despertarla en los ojos del hombre.
Dupuche se puso de malhumor pensando que de noche saltaba por el antepecho de la ventana con cualquier amigo ocasional.
¿Qué importancia tenía aquello, puesto que ya no había nada sólido? Se había imaginado la vida en una casa limpia, cerca de una fábrica, donde hubiera sido respetado, con un coche, ahorros, hijos. Los domingos hubiera ido su madre a verle...
Seguía andando. De vez en cuando miraba maquinalmente un escaparate. No se encontraba muy lejos del Hotel de la Cathédrale, pero no quería pasar por delante.
Aquellos dos continentes entre los que se deslizaba lo aplastaban con sus millones de seres diferentes de él, con sus selvas demasiado densas, con sus animales, con sus montañas y sus ríos como aquel Amazonas que podría haber anegado Europa entera.
¡Pero iba a acostumbrarse, lo intuía, lo quería! Haría como los otros, como Jef, como los Monti, como TséTsé...
Empezando con las salchichas. ¡Qué más daba!
—Monsieur Dupuche...
Ya hacía un rato que oía pronunciar su nombre sin advertir que lo llamaban, y por fin lo alcanzó un boy del hotel, sofocado.
—He ido a su casa, es una suerte que lo encuentre... Tiene que venir enseguida.
—¿Adónde?
—Al hotel. Alguien pregunta por usted.
No tardaría ni tres minutos. Era la hora en que la plaza estaba vacía, con la excepción de un jardinero que regaba los arriates en torno al quiosco. El boy trataba de dar grandes zancadas al lado de su acompañante, y parecía muy orgulloso de traerlo como si hubiera hecho un prisionero.
Tsé—Tsé tenía los codos sobre el escritorio, cerca de Germaine, que levantó la cabeza por encima de su libro de caja.
—¿Me espera alguien? — preguntó Dupuche sin pensar en dar los buenos días.
—En el bar, dése prisa. Su barco sale a las doce.
Germaine le recordó:
—¡Sobre todo no bebas pernod! Ya sabes el efecto que te hace...
Un hombre se levantó en el instante en que entraba Dupuche y dio dos pasos hacia él mirándole a los ojos.
—¿Dupuche?
—Soy yo.
Trataba de acordarse. Le parecía haber visto aquella cara anteriormente.
—Lamy... ¿No se acuerda? — No le daba la mano. Tenía, mirada rara, dura, febril, y los pómulos hundidos, la boca amarga—. Siéntese. He querido verle a pesar de todo...
En la mesa había un vaso de whisky con soda. Distraídamente, Dupuche pidió lo mismo.
—¿Está al caso ahora?
Si le hubiesen dicho a Dupuche que estaba frente a un loco, no se habría sorprendido. Era sobre todo el mirar malévolo de su interlocutor lo más molesto, su modo de inclinarse hacia adelante con una insistencia amenazadora. Y al mismo tiempo le temblaba el labio, doblándose con sarcasmo.
—¿No? ¿No cae? Pues bien, yo recuerdo una noche en que, después de la fiesta de fin de exámenes, fuimos los dos últimos en retiramos de las calles de Nancy.
—Espere... Usted también estudiaba en la universidad, pero me llevaba dos cursos...
—Tres. — Lamy parecía satisfecho, como si hubiera marcado un punto—. ¡Mire! Me acuerdo incluso de que me dijo que su sueño era casarse y tener hijos...
¡Era verdad! Dupuche ya pensaba en ello mucho antes de conocer a Germaine.
Ahora su interlocutor le interrogaba con dureza:
—¿Por qué no subió al barco?
—¿Qué barco?
Monsieur Philippe, sigilosamente, se deslizó en la sala y se sentó en un rincón. ¿Acaso podía oír?
—No se haga el inocente, Dupuche. ¡Mire esto! — Se sacó un revólver del bolsillo, lo puso sobre la mesa entre los dos vasos—. No voy a hacerlo, no sé por qué.
—No entiendo —murmuró Dupuche, pronto a levantarse.
—¿Tampoco comprende esto?
Y le plantó bajo los ojos un telegrama en el que podía leerse:
RUEGO CEDA DIRECCIÓN EMPRESA Y FONDOS RESTANTES A JOSEPH DUPUCHE Y TOME PRIMER BARCO.
GRENIER.
Por un segundo Dupuche tuvo un atisbo de esperanza. ¡Grenier no estaba en quiebra! ¡Grenier había telegrafiado! Pero al instante miró la fecha:
—Es de hace quince días —observó.
—¿Y qué?
—Ya lo sabe... Pues, a juzgar por este telegrama, supongo que estaría usted en la S.A.M.E.
—¡Eso mismo!
—La sociedad ha quebrado...
Aún no se entendían. Lamy estaba tan nervioso que pidió un segundo whisky, para tener tiempo de calmarse. — ¿Qué me está contando? Yo tomé el barco hace ocho días, un barquito mixto, porque sale más barato.
Sabía que iba a encontrarlo aquí o en Cristóbal. ¡En estos países siempre se encuentra a la gente! Y me prometía... Echó un breve vistazo al revólver mientras, en su rincón, Monsieur Philippe parpadeaba.
—¿Por qué? — murmuró simplemente Dupuche. Lamy estaba enfermo. Un temblor nervioso le agitaba los dedos. Su labio inferior no paraba de estremecerse.
—¡De veras que ya no lo sé! — exclamó—. Creía que usted había intrigado para robarme la plaza. Si no, ¿por qué iban a convocarme?
—Yo lo ignoro igualmente...
—¿Qué le dijeron en París?
Dupuche lo recordó de pronto y tuvo que morderse el labio. ¡Ahora lo entendía! Grenier se lo explicó: «El ingeniero que hay allí se ha vuelto medio loco. Según los informes que recibo, bebe chicha, vive con una india...».
¡Era Lamy, a quien conoció en la Universidad de Nancy!
—¡Bueno! ¿Qué le dijeron?
—Eso ya no tiene importancia ahora, puesto que la sociedad se ha ido a pique. Debieron de cablegrafiárselo, pero ya había embarcado...
—¿Qué fue lo que le dijeron? — repetía el otro, obstinado.
—Yo sólo me enteré de la catástrofe aquí, cuando quise cobrar mi carta de crédito. Porque me habían entregado una en vez de dinero líquido...
Eso no le interesaba a Lamy, que seguía en sus trece.
—¿Le contaron que bebo?
—Puede que me dijeran algo por el estilo...
—¿Y que tengo un hijo de una india?
—¡Ah! ¿Tiene un hijo?
—¡Eso no les importa! ¡Eso no le importa a nadie! ¿Entiende? ¿Acaso me impide dirigir la mina? Además, ¡para lo que había que dirigir! Pero le aseguro que voy a armar la gorda en París. Y si usted hubiera ido allá, le habría hecho pasar un mal rato. ¡Un whisky, camarero!
Monsieur Philippe se levantó y se fue al hall con el mismo sigilo.
Al instante entró Germaine en el bar, lo que no hacía nunca, fingiendo asombro.
—¡Disculpa! No sabía que estuvieras ocupado... Dupuche comprendió. La enviaban a poner término a la entrevista o al menos a impedir que Lamy se exaltara más.
—Mi mujer —presentó Dupuche—. Monsieur Lamy, el antiguo ingeniero de la S.A.M.E.
—Encantado.
Se rió con sarcasmo.
—¡Ha tenido la suerte de que la sociedad haya quebrado! ¡Sí! Lo que se dice tener suerte...
Germaine se sentó sin entender aún.
—Supongo que Grenier le aseguraría que el país es muy sano, el clima muy agradable... Me hubiera gustado verla allí, señora, a la orilla del río, en medio del barro, con un calor tan grande, algunos días, que me era imposible escribir, pues el sudor diluía la tinta en el papel. — Parecía estar desafiándolos—. ¿Y los cólicos? ¿Ha tenido alguna vez cólicos? Si no me hubiera curado mi compañera... Sí, señora, tenía una amante indígena, a la que consideraba mi esposa, y me dio un hijo, no me avergüenza decirlo. De haber tenido dinero me la hubiera llevado a Francia, pues vale más que todas ustedes.
Sentía la necesidad de armar escándalo. Tal vez sólo había ido con ese objetivo. Vació su tercer vaso de una vez; debía de haber bebido otros antes de llegar Dupuche.
—Es suciedad y compañía, ¿entiende?
Asió el revólver y lo hundió en el bolsillo.
—¿No vuelven conmigo a Francia? — espetó aún con ironía—. ¿Esperan que la sociedad pueda salir a flote?
—No tenemos dinero —manifestó Germaine con calma.
Se quedó estupefacto: los miro, primero a uno y luego al otro, grave al principio, con regocijo después, hasta el punto de romper a reír.
—¡Vaya por dónde! ¿De modo que están condenados a quedarse aquí por falta de dinero?
—Sí, señor, y yo trabajo en este hotel para ganarnos la vida...
Seguramente no se había dado cuenta de su estado, pues le hablaba como a una persona razonable.
Lamy se levantó. Una vez de pie, se notaba más su delgadez. Su cuerpo estaba vacío, quebrado, y eso que llevaba tres o cuatro años a Dupuche.
—¿Cuánto le, debo, camarero?
Buscaba una salida y se adivinaba en él una tendencia a hacer comedia.
—Estimada señora... —Se inclinó para besarle la mano; le dio a Dupuche una palmada en el hombro—. ¡En cuanto a ti, mi pobre amigo, te deseo mucho coraje!
—¿Qué le pasa? — preguntó Germaine.
—No lo sé, está medio loco...
—¿Qué te ha dicho?
—Regresa a Francia. Creo que ha venido con intención de matarme. O, mejor dicho, no: ha querido dárselas de listo...
—¿Has visto a los Monti?
—Anoche, al dejarte, sí.
—¿Y qué?
—Nada. Bueno, sí... —Hizo una pausa y soltó—: Venderé salchichas...
Tenía prisa por estar solo. Saludó de lejos a Monsieur Philippe, que apenas movió la cabeza para contestar a su saludo, y salió, pasó al lado sombreado de la calle, se precipitó al pequeño bar italiano después de asegurarse de que no estaba John el de los automóviles.
No podía apartar de su cabeza la imagen caricaturesca de Lamy, de su cuerpo esquelético en el que flotaban las prendas blancas, y aún le parecía estar oyendo su voz.
«¡Lo van a internar en cuanto llegue a Francia!» Se decía para tranquilizarse. «¡Está loco, rematadamente loco!»
Y la geografía que llevaba en la cabeza se enriquecía con una noción nueva: un río que iba a desembocar al Pacífico y que había que remontar días y más días para llegar a los edificios de madera de la S.A.M.E. El sudor que se mezclaba con la tinta. Los cólicos curados por una india a la que hacían un hijo:
«Vale más que...»
¿Por qué le decían eso precisamente el día en que se acostó con Véronique? Y ¿a qué sabía aquella chicha hecha con maíz masticado por las indígenas y fermentado luego en agua?
—Hoy tenemos raviolis —le anunció el camarero.
—¡Bueno! Sólo que le pagaré mañana.
Oía la sirena del barco de Lamy, que penetraba en el canal y que, al cabo de quince días, tocaría puerto en La Pallice. Seguramente llovería. Haría frío, pues era febrero y en Francia estaban aún en invierno.
—¿Un poco de queso rallado?
—Si me hace el favor...
Era cuestión de ordenar aquellas historias, de trazarse una línea de conducta y no abandonarla costara lo que costara.
Si no...
5
Sucedió una noche, tres meses más tarde, en la época más tórrida. La partida de belote se alargaba en el bar de Monti, y el camarero dormitaba tras el mostrador. Todos se habían quitado la chaqueta y Fernand llevaba tirantes, lo que le asemejaba aún más a un obrero desaliñado los domingos por la mañana.
Christian Colombani jugaba precisamente con Dupuche, que acababa de cantar escalerilla y belote.
—Triunfo doble, un as y un diez mayor.
Eugéne contaba los puntos y marcaba. Christian acababa de salir de manos del peluquero y sus cabellos morenos, más rizados que nunca, exhalaban un perfume dulzón.
—Por cierto, Jo... —empezó a decir repartiendo los naipes. Dupuche intuía ya, igual que los otros, que fingían preocupación—. Quería preguntarte... ¿Te molestaría que llevara a tu mujer a la fiesta del Club Náutico?
Y Dupuche declaró calmoso, pausado, con una naturalidad perfecta:
—¡Al contrario!
Hasta tal punto, que los demás se preguntaron si era fingido, ¡pero no! Seguía jugando mientras que Christian tenía prisa por ir a vestirse y comunicarle la noticia a Germaine, pues la fiesta se celebraba aquella misma noche. En cuanto se sumaron mil puntos se levantó, disimulando mal su impaciencia.
—¿Cuánto sube, Fernand?
—Dos rondas, ochenta céntimos...
No se trataba de céntimos, sino de cents norteamericanos. Era un modo de hablar entre ellos, uno de los mil pequeños detalles en los que se reconocía la veteranía en Panamá.
Christian tenía el coche en la puerta. Los otros tres lo vieron marchar, y Eugéne se desperezó, bostezó:
—¡Esta noche tengo que llevar a mi mujer al cine!
Nunca se la veía. Dupuche la había distinguido apenas una o dos veces en su mirador, en el barrio de la Exposición, donde estaban agrupadas las legaciones. Le habían dicho que era una chica de buena familia, que sus padres eran ricos. Sabía además que hacía unas semanas Eugéne estuvo esperando un hijo, pero que éste nació antes de tiempo y no vivió. Se limitaba a imaginar a Madame Monti como una panameña algo cursi y delicada que vivía entre los divanes y los cojines de su piso.
—¡Qué tío tan bueno es ese Christian!
Fernand decía esto por decir algo, pero en cualquier caso, era bastante cierto, pues Christian, rico y mimado como estaba, pudiera haberse vuelto insoportable y era por el contrario un buen compañero. Si veía a Dupuche, cuando pasaba en coche, lo llamaba.
—¿Adónde vas?
Y lo acompañaba a su destino, lo esperaba, lo llevaba a tomar cerveza fresca al Kelly's o al Rancho.
Pasaron tres meses sin que nadie se diese cuenta por el simple motivo de que en tres meses no cambió nada. ¡Sí! Dupuche aprendió a jugar a la belote y hablaba algo de español.
No obstante, hubo un acontecimiento: llegó una larga carta de Grenier; afirmaba que había sido víctima de sus competidores, pero que la batalla no estaba perdida. Un día u otro lograría sacar su empresa a flote y entonces Dupuche sería recompensado por sus penas y su paciencia.
«Siga aprendiendo el idioma, familiarizándose con el clima y el país. No puedo enviarle fondos, pues me lo han vendido todo y vivo en el modesto cuarto de un hotel...»
La carta estaba escrita en un papel con el membrete del Fouquet's.
Dupuche no tenía necesidad de aquella vaga promesa para esperar. Todo llegó por su propio peso. Fue adquiriendo hábitos: cada hora se llenó poco a poco con hechos y gestos que repetía dócilmente todos los días.
—¿Vendrás al salir del cine? — le preguntó Fernand a su hermano.
—Creo que no. Mi mujer querrá ir a casa.
No tenían nada más que decirse, concluida la belote. Estaban allí, al fresco, siguiendo con la vista a la gente que pasaba por la calle.
—¡Ahí viene Nique! — anunció Eugéne.
Era Véronique, a la que acabaron por llamar Nique, que avanzaba hacia la puerta vidriera y miraba al interior esperando el permiso para entrar. Dupuche le hizo una seña. Ella empujó la puerta, tendió la mano.
—¡Hola! ¿Puedo beber algo?
Ya era también un hábito, una especie de posición ganada. Verónique tenía derecho de ciudadanía entre la pequeña pandilla. Si alguno encontraba a Dupuche, le decía del modo más natural: «¡Hombre! He visto a Véronique que parecía estar buscándote».
Eugéne también tenía siempre una amante, pero cambiaba por lo menos una vez al mes, lo cual no se hacía sin tiranteces, pues algunas de sus amigas intentaban pegarse a él. Una de ellas llegó enviarle una carta anónima a su mujer.
El camarero sabía qué le gustaba.
—¿Un panaché, Nique?
Nunca se veía a mucha gente en el café de Monti, hasta el extremo de que, al principio, Dupuche se preguntó cómo podía vivir de él. Pero los días de paga compensaban todos los demás de la semana.
—¡Bueno! Me voy.
Había que hacer un esfuerzo. Eugéne suspiró, se despidió dando la mano a los demás y se dirigió a su coche aparcado un poco más lejos.
Dupuche esperaba a que Véronique se hubiese bebido su cerveza y se levantó a su vez.
—¿Funciona aquello?
—Un poco.
Era hora de ir. Justo al ponerse el sol. Dupuche cruzaba el paso a nivel y la mayor parte de las veces lo acompañaba Véronique, con un raro sombrerito en la cabeza, calzada con zapatos negros de charol. Pasaban por delante de las dos boites, por delante de un gran café, tras lo cuál, en la esquina, llegaban frente al chiringuito de las salchichas.
Dupuche tenía la llave. Abría la puerta a los negros que estaban esperándolo y que encendían fuego enseguida, mientras él ponía cartuchos de monedas en el cajón.
Antes aquel oficio se le había hecho una montaña, y eso que era la mar de natural. No era cuestión de llevar una chaqueta de cocinero ni de servir las salchichas a los clientes. Para eso estaban allí los dos negros y él era una especie de gerente, de dueño a fin de cuentas, que comprobaba la cantidad de mercancías y que llevaba la caja. En aquel momento, Véronique tenía derecho a su primera salchicha, que devoraba, no en uno de los taburetes, sino paseando apartada para no ponerse en evidencia. En cuánto a Dupuche, ni siquiera tenía necesidad de permanecer detrás del mostrador. Una vez puesta en marcha la cocina, podía ir a sentarse a la terraza de enfrente, discurrir por el barrio, con tal de volver a menudo para ver si los dos negros no estaban embolsándose la recaudación.
Cobraba un dólar diario, más un reducido porcentaje.
—He visto a tu mujer. — Mordisqueaba la salchicha para alargar el placer—. Entraba en Vuolto...
—¿Hoy?
—Hace dos horas.
El olor a aceite caliente impregnaba el cruce de calles. Se acercó el cocinero a pedir la llave del frigorífico para sacar las salchichas.
—¿Estás segura de que era ella?
—¡Desde luego!
Véronique, sin motivo aparente, consagró a Germaine, a quien sólo había visto de lejos, una admiración mística a la vez que un auténtico afecto.
—¡Es guapa, tu mujer!
Christian era del mismo parecer, así como muchos panameños. Respecto a Dupuche, estaba demasiado acostumbrado a aquella belleza regular, a aquel severo semblante de rubia, para que le impresionara aún.
Lo que acababa de comunicarle Véronique, por ejemplo, le hacía fruncir el ceño. Christian no le había dicho antes que la fiesta era de disfraces. Ahora bien, si Germaine había ido a la tienda de Vuolto, sólo podía ser para alquilar o comprar una bolliera.
Ya hacía mucho tiempo que tenía ganas de probarse aquellos trajes nacionales de faldas anchas, cuerpo ceñido, hombros ampliamente escotados, pero se había guardado de hablar de ello los días pasados.
¿Estás enojado? — Véronique siempre estaba pronta a eclipsarse si advertía que su presencia molestaba a Dupuche—. ¡Volveré luego!
La dejó marchar. Enfundada en su vestido claro que moldeaba el cuerpo sin caderas, andaba contonéandose, fingiendo mirarse en las lunas de los escaparates como una señora que va de paseo.
—Hello, boy! — exclamó de paso John, que tocó al vuelo la mano de Dupuche.
Y siguió su camino. Siempre tenía amigos que desembarcaban de algún barco y con quienes iba de juerga hasta la mañana siguiente.
Dupuche se sentó primero en un rincón del chiringuito. Al principio le avergonzaba que le vieran detrás del mostrador, pero ahora estaba acostumbrado y, los domingos, en el hipódromo, apenas le molestaba servir jarras de cerveza y vasos de gaseosa con Monti, cuando los mozos no daban abasto.
Aquello no le parecía natural, por supuesto. Pero encontraba una sorda satisfacción en su propia amargura.
«¡Creyeron que no aguantaría! ¡Bien claro me lo dijo Jef! ¿Empiezan a percatarse de lo equivocados que estaban?»
Sabía que iba a volver Véronique para hacerle una visitita, pues nunca pasaba mucho tiempo sin asomar su palmito por allí. Dupuche le había pedido que dejara de acostarse con otros hombres, y ella se lo había jurado con un asomo de extrañeza. ¿Cumplía su palabra?
Dupuche ganaba una miseria; Germaine, algo más. En último término, sin embargo, evitando algún gasto, podían haber alquilado una habitación en el barrio europeo.
—En cuanto gane un poco más —le decía a su mujer. Había visitado habitaciones amuebladas y las había encontrado frías, sin personalidad, sin olor. Y además, estaban los vecinos, que iban a sus negocios, que proseguían su vida personal, que se conocían los unos a los otros, se frecuentaban.
Prefería cruzar, de regreso, la tienda de Bonaventure, que no dejaba nunca de volver la cabeza con desprecio.
Cuando hubo necesidad de negros para abrir el canal, se importaron de las Antillas francesas y de las inglesas.
Los padres de Véronique, que se llamaban Cosmos, eran oriundos de Martinica, y Véronique, que había hecho la primera comunión, llevaba al cuello una cruz de oro y chapurreaba francés.
Bonaventure, por su parte, se consideraba inglés y era protestante.
—¡Negro asqueroso! — mascullaba al pasar el viejo Cosmos.
Ejercía el oficio de sastre. Era un comerciante declarado. Ni siquiera llevaba trajes de lino, sino de paño, y su cuello postizo medía cuatro o cinco centímetros de alto.
Le indignaba ver a Cosmos comprar cada mañana abanicos por casi nada, y dirigirse al puerto donde, con otros, se lanzaba al asalto de los buques para venderles su quincalla a los pasajeros.
¡Aún le indignaba más ver que pudiese vivir un blanco con aquella gente! Pues, desde su tienda, oía todos los ruidos del piso.
Sabía que la mama Cosmos iba a la compra todas las mañanas, mientras Dupuche se quedaba solo con Véronique. A menudo, por la noche, volvían juntos muy tarde debido a las salchichas.
Los inquilinos de enfrente también estaban al corriente, y toda la calle.
Era como un secreto a voces y a veces la buenaza de Madame Cosmos daba la impresión de tratar al francés como a su yerno.
¡Con respeto, por lo demás! Era ella quien limpiaba sus zapatos, lavaba su ropa, planchaba sus trajes blancos. Se lo pagaba, naturalmente, pero no era ésa la cuestión. Entraba en su habitación como si fuera su casa, tomaba el café de la estufa, el azúcar de la lata de hierro. Le llevaban agua caliente para afeitarse y no importaba que Madame Cosmos fuera en ropa interior o hasta que estuviera lavándose.
Le llamaban Monsieur Puche. Véronique le llamaba Puche y explicó un día que Jo le estaba reservado a su esposa.
—No quiero llamarte como ella. No estaría bien.
Y la palabra bien, en su mente, lo resumía todo, la honradez, el decoro, la ley, el sentimiento...
—No, no está bien —murmuró una noche en que él le tomó del brazo al regresar por las calles desiertas.
Y era también ella la que le recordaba:
—Tienes que ir a ver a tu mujer hoy.
Pues ciertos días no iba, no hubiera podido explicar exactamente por qué. En Amiens, quería a Germaine y, por la noche, pasaban horas enteras besándose en alguna calle oscura, cuando eran novios. A bordo, estaba enamorado también, cuando ella exhibía todos los días vestidos de lino distintos.
Tal vez fuese el hotel de Tsé—Tsé lo que le era hostil, y eso que era claro, alegre, limpio; siempre había movimiento en el hall; el bar era fresco...
Sólo que, ya el primer día, lo miraron de un modo que soportaba mal. Monsieur Philippe fingió ignorarlo. Tsé—Tsé aparentó un tono protector.
¡Aquello continuaba! Le daban la mano distraídamente y al momento se ocupaban de otra cosa. Cuando paseaba con Germaine, ésta no le hablaba más que del hotel, de los Colombani y de los clientes.
—Ayer vinieron los propietarios de un yate norteamericano. Se quedaron hasta las cuatro de la madrugada bebiendo champán. Salen esta noche para Tahití y de allí irán a Japón. Esperamos a Douglas Fairbanks la semana entrante... —Añadía precisiones—: ¿A que no adivinas qué hacía Madame Colombani antes de casarse? ¡Era modista! Vino aquí como asistenta de una familia de Panamá que vivió en París, y Tsé—Tsé se casó con ella. Posee más de cuarenta millones. — ¡No decía eso con mala intención, no! ¡Hablaba de lo que le interesaba!—. El año pasado fue Tsé—Tsé quien le prestó al presidente el dinero necesario para su campaña electoral. Le telefonea a menudo y le tutea.
Dupuche acabó por detestar aquella inmensa casona blanca de la Plaza de la Catedral, con su patio interior, su hall, sus habitaciones con cuarto de baño...
—¡Por lo visto ahora comes con ellos!
Lo sabía por Eugéne. Germaine comía en la mesa de los Colombani, al fondo del comedor. Encima, Christian pasaba mucho más tiempo que antes en el hotel.
Por eso antes estaban incómodos los tres, mientras jugaban a la belote, cuando habló Christian de la fiesta del Club Náutico. Dupuche no decía nada, pero adivinaba muchas cosas, y los otros, por muy discretos que fueran, no lograban engañarlo.
¿Acaso al principio, cuando se encontraban con Christian, no había siempre una mujer en su coche? Hasta existía una tradición al respecto. Durante la partida, hacían como que husmeaban inclinándose sobre su hombro.
—¡Toma! ¡A que hay una nueva! Este olor no me suena... —decían.
Y Christian se sonreía, encantado, pues se pasaba el tiempo recogiendo niñas por las calles y llevándoselas en coche fuera de la ciudad, donde existían dos o tres posadas acogedoras.
Ahora iba casi siempre solo. Dos o tres veces le habían espetado:
—¿Enamorado?
Ya no lo hacían en presencia de Dupuche, que sorprendía medias palabras, miradas, silencios más elocuentes.
Venía a ser como con Véronique, una complicidad muda. En cualquier caso, todo el mundo estaba al tanto; prueba de ello era que callaban de pronto cuando entraba él.
Aquel amor era, por lo demás, bastante inesperado. Christian podía permitirse las chicas más bellas de Panamá y gran cantidad de pasajeras que desembarcaban haciendo escala. ¿Que podía interesarle en Germaine?
O más bien... ¡Sí! Dupuche lo entendía. Era, pese a todo, el hijo de Tsé—Tsé, carecía de instrucción y más aún de educación.
¡Y Germaine tenía todo eso hasta de sobra!
—¿Puedo tomar una salchicha? — Véronique regresaba moviendo su pequeño trasero—. ¿Estás triste, Puche?
—No. Reflexionaba.
—¿A que pensabas en tu mujer?
¿También lo sabía ella? Puede que sí. Pero, en tal caso, era excesivo. No quería hacer el ridículo.
—Mostaza... —le dijo Véronique al negro que metía una salchicha entre dos rebanadas de pan—. ¡Mucha!
Le gustaba todo lo salado, todo lo que llevara pimienta, especias, todo lo que tenía un sabor violento.
—¿Sabes qué deberíamos hacer, Puche? — Era graciosa cuando arrugaba la frente y ponía cara de estar pensando—. Deberíamos ir a Colón. Tú y tu mujer en la misma ciudad, cada uno por su lado, es un disparate. En Colón encontraríamos con qué ganarnos la vida.
La otra punta del canal: ¡Colón o Cristóbal! o sea que la zona norteamericana se llama Cristóbal, junto al puerto, mientras que Colón es la ciudad panameña.
Era en Colón donde Jef regentaba su hotel y donde se extendía el famoso barrio reservado donde podía encontrarse a una decena de francesas. Era asimismo en Colón donde, cuando llegaba la flota norteamericana, se veía hasta a treinta mil marinos invadir las calles.
Dupuche se acordaba del Washington Hotel, con sus habitaciones a diez dólares y su piscina en el parque.
—¿Por qué quieres ir a Colón?
—No sé... Creo que sería mejor.
Y mejor, para ella, era como bien, una palabra fetiche, una palabra que tenía todos los significados, que resumía montones de ideas.
Mejor, a causa de Germaine. Mejor, quizá también, a causa de Christian. Mejor, porque ya no habría aquel gran hotel enemigo en la Plaza Mayor...
La calle estaba animada. Se sabía que en los coches que pasaban únicamente iban pasajeros suecos, pues el barco que había atracado al atardecer y que saldría de nuevo por la mañana era sueco, un barco de lujo, que daba la vuelta al mundo.
La fiesta del Club Náutico debía de estar en su apogeo en los salones a orillas del agua que Dupuche conocía, rodeados por un gran parque. Germaine bailaba y tal vez después de un baile...
Apenas estaba celoso. En cambio, le molestaba hacer el ridículo. No quería que Christian lo tomase por imbécil.
—¿No vuelves ahora a casa, Puche?
—Ven a buscarme dentro de una hora.
—¿Tan tarde?
Hizo las cuentas, en pleno olor a fritura, comió también un poco, sin apetito, y se sentó fuera, detrás de su local de tablas, mientras algunos cocheros y chóferes se acercaban a cenar y a beber cerveza. Por cierto, había recibido una postal cuando menos inesperada. Llevaba el matasellos de La Rochelle y representaba el muelle nuevo.
«Al ilustre ingeniero Dupuche, mal hermano y director temporal de la S.A.M.E.
»Por mediación del ministro plenipotenciario de Francia en Panamá.»
La firma era aún más extravagante:
«Lamy—mi—fa—sol—si—do».
—¿Has visto a Véronique?
Levantó la cabeza. Estaba pensando en otra cosa y hubo de esforzarse para percatarse de que estaba junto a su chiringuito, frente a un joven negro que sonreía nerviosamente:
—Acaba de entrar en el hotel con unos turistas, un hombre y dos mujeres... Se ha llevado a un chiquillo, al pequeño Tef, un negro repugnante.
El que hablaba era otro muchacho negro de quince años, pero aquello carecía totalmente de importancia, porque, para un negro, otro negro siempre es un negro repugnante.
—¿Qué estás diciendo? ¡Largo de aquí!
El otro se fue corriendo, mientras Dupuche volvía a sentarse en su silla de tijera, incrédulo, aunque inquieto, malhumorado. Eran más de las doce. Pasó el coche de Eugéne y adivinó dentro la figura de Madame Monti en traje de noche.
Transcurrió media hora, tres cuartos de hora, y las calles se vaciaban más, los coches se hacían más escasos, se oía claramente la orquesta del Kelley's. Una chica de alterne fue a comerse una salchicha.
—No hay quien respire ahí dentro —dijo—. Está lleno de suecos...
Luego se perfiló de repente la delgada figura de Véronique en la esquina de la calle y avanzó decidida. — ¿De dónde vienes?
—¿Qué te pasa, Puche?
—Te pregunto de dónde vienes.
La arrastró aparte, a la sombra de la calle desierta, para no montar una escena delante de sus camareros.
—Me haces daño...
En efecto, le estrechaba el brazo.
—¿Qué es lo que has hecho?
—¡Suéltame! Escucha...
Sus grandes ojos no expresaban remordimiento. Sólo se leía en ellos un deseo infantil de perdón.
—Escucha... Puche... Ha sido Jim.
—¿Qué Jim?
—El chófer. El que vive al lado de casa, en la tienda del vendedor de sandías.
—¿Y qué?
—Ha parado el coche junto a mí. Dentro había un señor y dos señoras muy guapas...
—Entonces, ¿es verdad?
—Espera, Puche. Yo no he hecho nada. Me ha ofrecido diez dólares para...
Dupuche le apretaba las muñecas y ella tenía miedo de que le hiciera daño.
—¿Para qué?
—... Para que fuera con un amiguito. Tenía que hacerles creer que era mi hermano.
—¡Qué!
—Yo no quería. Entonces el señor me ha tendido veinte dólares por la puertezuela.
—¿Has aceptado?
Llevaba un bolso pequeño y gastado, lo abrió y sacó los dos billetes de diez dólares.
—No me ha tocado. Han estado de pie los tres, las dos señoras y él, mirando... Una de las señoras era muy bonita, por poco se desmaya. Han tenido que sentarla en un sillón.
—¿Y tú?
—¿Estás celoso, Puche?
—¿Tú qué has hecho?
—¡Qué más da puesto que era un negrito! Ha sido Jim, el chófer, quien ha ido a buscarlo. Yo ni lo conozco siquiera...
Seguía con los dos billetes en la mano, como una ofrenda. Dupuche se los arrebató brutalmente, los estrujó y los tiró al arroyo.
—¡Puerca! — gruñó.
Y volvió con grandes zancadas a su comercio de tablas, mientras Véronique recogía sin pudor alguno los billetes, los alisaba para meterlos en el bolso.
Dupuche estaba furioso. Respiraba con dificultad. Echaba un broncazo a uno de los camareros que daba demasiado pan con una salchicha.
Aún tardaría una hora en cerrar, más quizá debido a todos aquellos suecos que no acababan de decidirse a subir a bordo.
Pasaban coches particulares con señoras de bolliera, flores de oro y piedras falsas prendidas del pelo. Sólo podían venir del Club Náutico, pero eran las esposas de los personajes oficiales, diplomáticos, ministros; los restantes seguirían bailando hasta que fuese de día.
—¡Cerramos! — anunció por fin Dupuche a sus ayudantes, que pusieron los paneles delante del chiringuito.
Cuando hubo girado la llave en la cerradura, distinguió una sombra junto a la puerta. Era Véronique, de pie, puestas ambas manos en el bolso.
—¿Qué haces aquí?
No contestó, fue tras él. Recobraba su sitio, de manera muy sencilla, sin decir nada, y tal vez tuviera la seguridad de que a Dupuche no le duraría mucho tiempo la cólera.
—¿No te ha tocado?
—¿Quién?
—El sueco.
—Me ha abierto las piernas porque la más joven de las mujeres no veía bien.
—¿Nada más?
—¡Nada más! Eres malo, Puche...
¡Por supuesto! Cruzaban los raíles del ferrocarril. Penetraban en la sombra más caliente, más silenciosa del barrio negro.
—¿Por qué has hecho esto?
—Por los veinte dólares. Por diez no quería...
—Tomó a Dupuche del brazo—. ¡Puche!
Tropezaba siempre en el suelo irregular, por culpa de sus tacones demasiado altos.
—¿Qué importancia tiene eso, Puche?
Oían coches a lo lejos que corrían hacia el puerto, hacia el barco sueco que reemprendería su ruta al día siguiente en dirección a Tahití, donde otros chóferes, por la noche, reclutarían a las niñas disponibles...
—Deberíamos ir a Colón...
—¡Calla! — ordenó Dupuche.
Y anduvo de puntillas para cruzar la tienda de Bonaventure, que lo despreciaba.
—Buenas noches, Puche.
—Buenas...
Entró en su cuarto y al poco la oyó buscarse un sitio en la galería, cerca de sus padres que estaban roncando.
Hubiera jurado que Germaine seguía bailando, que estaría en el baile hasta el último minuto, cuando los músicos guardasen los instrumentos en sus fundas y apagasen la mitad de las luces para indicar que se marchaban.
¡Y aquel imbécil de Christian estaría loco de felicidad!
6
¡Cabía preguntarse, a veces, si los Colombani no lo hacían adrede! Dupuche pasaba cuando quería por la plaza: estaba seguro de distinguir a Christian acodado en la caja, al mismo Christian que confesaba que nunca se había ocupado del hotel. Todas las mañanas lucía un traje limpio —¡más de una vez se lo cambiaba durante el día!— y su cabello olía con más frecuencia a peluquería. Se pasaba horas sonriéndole a Germaine, contándole historias que la hacían reír.
Si Dupuche entraba, se limitaba a tocarle la yema de los dedos murmurando:
—¿Cómo vamos?
En cuanto a Germaine, no sólo gozaba de perfecta salud, sino que embellecía. Era como para creer que había nacido para vivir detrás de la caja de un gran hotel. Se la sentía firme, segura de sí misma, tranquila también, y poco faltaba para que levantase la cabeza hacia su marido como si de un cliente se tratase.
—¿Tienes algo que decirme?
¡Sí! ¡No! Si empezara, habría para rato. Sin olvidar que después sus relaciones se harían más desagradables.
—Pasaba por aquí... —se disculpaba.
Y tras él, la vida recobraba su curso: Christian y Germaine se reían de futilidades, como pueden reírse los enamorados, y los Colombani viejos asentían.
Pues asentían, eso no había quien lo dudara. Todo el mundo sabía que Christian andaba colado. Ahora bien, Tsé—Tsé y su mujer estaban en la gloria, envolvían a la pareja con sonrisas complacientes, les facilitaban momentos de soledad como a los novios.
¿Y Dupuche, entonces? ¡Pues estaba casado! ¿Qué pintaba allí? ¿Tomaban las palabras de Jef al pie de la letra y esperaban que no aguantase ni un año y que dejara el terreno libre?
Prefirió irse. ¡No definitivamente! ¡No! Marchó sin marcharse. No dejó escapar la ocasión cuando Eugéne le dijo:
—¿Quieres ir a llevar este paquete a Jef entre tren y tren?
Un paquetito atado y lacrado que el oso había de entregar personalmente a alguien que embarcaba para Francia.
El tren rodaba. Dupuche miraba desfilar la selva por la que no hubiera podido deslizarse un hombre. Estaba sentado en el lado de la sombra. Fumaba un cigarrillo y se encontraba muy bien. No propiamente dichoso, pero ligero.
No había decidido nada. No quería saber si se quedaría en Colón. Se preguntaba incluso si no lo enviaban allí para que Christian y Germaine estuviesen más tranquilos.
No estaba celoso. Cuando veía a su mujer, era sin emoción, más bien con una especie de rencor.
El no tenía la culpa y quizás ella tampoco. Puede que hubieran ignorado siempre el vacío que existía entre ellos si, de pronto, no se hubieran hallado sin blanca en un país extranjero, lejos de toda ayuda posible.
¿Quién sabe si, de no ser por ello, no hubieran pasado toda la vida creyendo amarse?
Estalló la catástrofe sin provocar una efusión, un arrebato de ternura del uno por el otro. ¡Al contrario!
Dupuche bajaba a beber y, al regresar borracho a su habitación, Germaine lo ponía de vuelta y media con malos modos.
Tsé—Tsé le ofreció un puesto de cajera y ella aceptó sin consultarle, aunque ello acarrease su separación.
Tenían la excusa de sentirse atropellados, trasplantados, extraviados en un mundo nuevo, pero, en lo sucesivo, el vacío fue ahondándose más aún y, por ejemplo, Germaine ya ni siquiera enseñaba a su marido las cartas que recibía de su padre, mientras él, por su lado, se limitaba a anunciar:
—Mamá me ha escrito.
¡Y eso que era un sentimental! ¡Pensaba a menudo que no soló eran dos en la vida, que lo tenían todo para amarse, que era su única tabla de salvación, y se le anudaba la garganta ante la idea de que no era posible y de que ni tan sólo sabía por qué!
Se prometía estrechar a Germaine entre sus brazos cuando fuera a verlo a su casa, decirle... ¿Qué?
¡Nada! No tenía nada que decirle. Tenía demasiada seguridad en sí misma, con sus cabellos bien cepillados, su semblante sereno, su vestido sin una arruga.
«Puche...»
Le parecía oír la voz de Véronique y se sonreía solo en el tren. Intentaba oír también la voz de su mujer murmurarle: «Jo...».
¡No! Cuando Véronique decía Puche, era suficiente y no significaba que fuera a añadir algo más. Decía Puche sin motivo, con los ojos llenos de alegría y de gozo. Cuando Germaine decía Jo, significaba que proseguiría con otras palabras.
«¡Jo! Me ha explicado Madame Colombani...»
Divisó el mar más allá de los grandes edificios blancos de las compañías navieras. Pasaron cerca de las chimeneas de barcos y el tren paró enfrente de unos bazares llenos de sedas japonesas, de marfiles, de frascos de perfumes y de souvenirs.
Había siempre hombres y mujeres de blanco, con salacot, que iban de escaparate en escaparate, extrañándose de todo, cambiando dinero y enviando postales, y los obesos fenicios les hablaban como si cada vez fuesen los mismos.
Dupuche recorrió la calle cuyas casas eran todas cabarés nocturnos con barras americanas delante en las que podían acodarse treinta personas. A aquella hora, la calle estaba tranquila y sólo se veía en los bares a algunos marinos de gorro blanco que bebían cerveza.
Le indicaron el hotel de Jef, se trataba de un hotel de tercera categoría, pero, con todo, bastante cómodo, flanqueado por un café con divanes de molesquina. Allí estaba Jef, solo, desplomado en una silla, con gafas y leyendo un periódico estadounidense. Alzó la vista hacia Dupuche.
—¡Hombre! ¿Estás aquí ahora?
No se habían visto más que una vez, pero Dupuche se acostumbró también a tratar de tú a la gente.
—Eugéne me ha pedido que te traiga un paquetito...
—¡Ah, ya!...
—¿Qué bebes?
—Cerveza.
No le desagradaba aquella sala vacía, donde se estaba fresco. Resultaba mucho más europea que el café de los Monti, con los servilleteros de metal y espejos biselados en las paredes.
—¡A tu salud! ¿Regresas esta tarde?
Jef tenía un cuerpo enorme. A pesar de su grasa, se le sentía duro y potente. Miraba siempre hacia abajo, mientras su boca daba la impresión de estar masticando algo.
—Todavía no lo sé. ¿No sabes de algo para mí?
Jef trataba de ver en su interlocutor los resultados de tres meses de vida panameña.
—¿Sigues sudando tanto?
—¡Igual!
—Es más bien sano, pero poco presentable. ¿Más cerveza? ¿Por qué quieres quedarte en Colón?
—No sé.
—Te llevas mal con tu mujer, ¿no? Lo preví enseguida y se lo dije a Tsé—Tsé. Las mujeres son unas pillas, hasta las más tontas. Se ha dado cuenta de que flaqueas y no le servirás para nada.
Tomó un cato de una cajita amarilla y se lo puso en su gruesa lengua. Se produjo un silencio. Con Jef era habitual. Callaba un buen rato mirando al frente, y los otros no se atrevían a tomar la palabra, pues en tal caso los fulminaba con la mirada.
—¿Hablas español ahora?
—Lo suficiente para desenvolverme.
—En este caso, no entiendo por qué no te dedicas a hacer los barcos...
—¿Qué es eso?
—Subes a bordo, bien trajeado, como si fueras a buscar a alguien. Escoges a clientes interesantes y los llevas por la ciudad. Los bazares te dan un diez por ciento y, en las boites, puedes cobrar hasta un treinta. — Jef lo observó, callado, y añadió luego—: No hay nada deshonroso en esto... —Esperó un poco más—. Nadie te obliga a hacer los barcos franceses...
«Querida Germaine:
»Te escribo esta nota a toda prisa para que salga en el tren de esta tarde y no estés inquieta. Jef, en cuyo local estoy en este momento y que pone a mi disposición un cuarto para los primeros días, me aconseja que me quede en Colón, donde hay más posibilidades de salir adelante que en Panamá, porque los barcos hacen escalas más largas.
»Te iré manteniendo al corriente. Saluda de mi parte a toda la familia Colombani y a Monsieur Philippe.»Espero que hasta pronto.
»Un beso.»
¿Qué otra cosa podía escribir? Era correcto, no excesivamente frío. Además, Germaine se alegraría, y Christian, todavía más.
Agregó una posdata:
«No te ocupes de mis cosas. Les mando una notita a los Monti para que me las envíen. En cuanto al dinero, no me hace falta ahora».
¡Ya estaba! Jef leía el periódico frente a él. Zumbaban unas moscas en un rayo de sol y revoloteaban por la casa tufaradas de guisos.
Dupuche estaba pegando el sobre cuando se abrió una puerta que daba a una escalera. Se detuvo en mitad del café una mujer bastante joven, con un vestido de seda clara y un gran sombrero de paja en la cabeza.
—¿Ya? — exclamó Jef con un gruñido.
—¡Sí! Tengo que ir a Correos.
Miraba a Dupuche con aire interrogativo, y Jef explicó:
—Un compañero, que va a hacer los barcos...
La mujer se dirigió a la puerta y, cuando estuvo al sol, Dupuche vio su cuerpo a través de la ligera tela del vestido.
—Es Lili —dijo Jef cuando estuvo fuera—. Baila en el Atlantic y se aloja aquí. Es raro que se levante tan temprano.
Eran las cinco de la tarde. El sol calentaba aún, pero la sombra se ensanchaba cada vez más en la calle.
«Querido Eugéne...
Véronique no sabía leer y Dupuche no tenía más remedio que dirigirse a otro.
«Creo que me voy a quedar en Colón, donde Jef me aconseja que haga los barcos. ¿Quieres ir a ver a Véronique y decirle que se venga conmigo trayendo mis pertenencias? Sabe dónde está todo. Si no tuviera dinero para el tren, ten la bondad de prestarle lo necesario.
»Te lo agradezco de antemano, así como todo cuanto has hecho por mí. Por otra parte, tendré que ir de vez en cuando a ver a mi mujer y a estrecharos la mano a todos.
»Abrazos.»
También ésta estaba bien y Dupuche llevó ambas cartas al tren. Encontró a Lili, que paseaba por delante de los bazares, y los hombres se volvían para mirarla.
Estaba algo fastidiado porque no se había atrevido a hablar de Véronique con Jef. Además ya la echaba en falta y le sería útil, ordenaría su ropa.
La velada la fatigó. Había que empezarlo todo. Tenía que familiarizarse con otros ambientes; con caras nuevas, así como con otras maneras de ser. Cuando regresó al hotel, había cuatro franceses que jugaban a la belote y tomaban un picon grenadine. Jef lo presentó y le hicieron sentar con ellos.
Pero no le hacían mucho caso. Los jugadores sólo se interrumpían para hablar de sus asuntos, sobre todo de las carreras, y también de un tal Gaston que debía telegrafiarles desde Marsella.
Empezaban a preparar las mesas al fondo de la sala y el olor a cocina era cada vez más agradable, hasta el punto de producir por un instante la ilusión de estar en Francia.
Jef le hizo un guiño a Dupuche y se lo llevó aparte.
—¿Tienes dinero?
—Unos diez dólares...
—¡Vale! Por unos días te fiaré, para darte tiempo a que te desenvuelvas. Dormirás y comerás aquí. — Lo decía en tono desabrido mientras le indicaba una mesa—. Ponte aquí, anda...
Lili se sentó a una mesa próxima y cenó leyendo una novela. Llegaron otras mujeres, que tenían prisa y que se fueron después de engullir una sopa y una pieza de fruta. Dupuche intuyó que eran las francesas del barrio reservado del que se encargaban los jugadores de la belote.
—Podrías pedirle a Lili que te orientara —fue a decirle también Jef—. Es buena persona. No empieza hasta las diez. Te enseñará los sitios a los que puedes llevar a tus clientes. ¡Oye, Lili! ¡Lo has oído!
—De acuerdo.
Salió muy bien. A fin de cuentas, era mucho más alegre que Panamá, porque no era una auténtica ciudad, sino que todo estaba edificado para los extranjeros que hacían escala.
Cinco o seis bloques de casas no eran más que bazares, brasseries, bares y boites de nuit, mientras más lejos se alineaban como en Panamá las casas de madera del barrio negro.
—¿No conoce Colón? — preguntó Lili, que andaba dando pasos cortos sobre sus tacones desmesurados. Rechoncha y morena, tenía acento de Toulouse o de Agen—. Yo hace seis meses que estoy aquí. Antes trabajaba en California, con una compañía... ¡Mire! Ahí empieza el barrio reservado...
Las casas de madera eran iguales que las otras, pero en la planta baja los comercios eran sustituidos por unos salones pequeños, unas habitaciones que tenían acceso directo a la calle.
Había mujeres sentadas, una por compartimento, negras, mulatas y blancas.
—Ahí tienes una a la que has visto cenar antes en casa de Jef. ¿Sabes cuánto se saca por noche? Entre quince y veinte dólares, y todos los años se va a pasar dos meses de vacaciones a Francia con su marido.
Lili lo hizo entrar en todos los cabarés. Era la hora en que todas las orquestas, instaladas ya, esperaban a los primeros clientes para empezar a tocar. Las chicas de alterne, ante los espejos, comprobaban el efecto de su atractivo.
—Este es el Atlantic, donde trabajo yo, la boite más elegante. Le darán el veinte por ciento por consumición y el treinta si toman champán. Mi mesa está al fondo, a la derecha... También le daré algo por los clientes que me traiga.
Salieron de la luz malva de la sala y pasaron al lado, al Moulin—Rouge.
—Algo menos elegante... Las chicas son de color. En el Atlantic está prohibido.
Luego vino el Tropic, donde las mujeres eran feas y los manteles no estaban muy limpios.
—Por lo demás, esta noche basta con que vayas del uno al otro. Cuando algún turista quiera cenar, hay un restaurante detrás del Tropic. Es el mejor.
Todos los letreros luminosos se encendieron a la vez y grupos de marinos estadounidenses invadían las calles.
—Hasta luego. Es mi hora...
Dupuche anduvo durante mucho tiempo, entró en un bar y se sentó en un taburete, pidió whisky. Todas las casas exhalaban músicas que se contraponían. Empezaban a llegar los pasajeros de los barcos en taxi, acompañados de bellas mujeres, rubias sobre todo, algunas en traje de noche y otras, por el contrario, en ropa de playa. Se deslizaban negros, vendían de todo, abanicos o flores, cacahuetes, rajas de sandía, los chiquillos abrían las portezuelas, lustraban los zapatos, ofrecían números de tómbolas.
Un hombre que estaba sentado al lado de Dupuche le dirigió la palabra en inglés y quiso invitarlo a beber. Borracho ya, se empeñaban en hallar en su memoria algunas palabras francesas aprendidas en el norte durante el último mes de la guerra.
—Amiens... Compiégne... —repetía.
Luego explicó que iba a Tahití, donde quería comprar una isla y cultivarla.
Tenía tanto miedo a quedarse solo que se pegaba a Dupuche y le hablaba asiéndolo de los hombros.
—Chicago. ¿Conoce?
—No.
—Nueva Orleans. ¿Conoce?
—Tampoco.
Se desesperaba por no poder expresarse mejor, y en vano le repetía Dupuche que entendía el inglés.
Su discurso, en todo caso, debió de significar que, desde que salió de Chicago, estaba borracho y que quería seguir estándolo hasta Tahití, con objeto de no padecer el tedio del viaje.
El camarero le hacía a Dupuche señales de connivencia. El norteamericano se sacaba del bolsillo billetes de banco: arrojaba algunos por la barra y arrastraba a su interlocutor.
—¡Tahití! ¡Magnífico, Tahití! ¿Conoce? ¡Niza! ¡Magnífica también! ¿Conoce?
Entraron en otro bar y bebieron más. Pero allí el yanqui por poco se enfadó porque no le servían olivas.
—¿Va con él? — le preguntaron a Dupuche.
—No, no le conozco.
—¿Sabe en qué barco viaja?
En vano interrogaban al borracho que exigía olivas. No conocía el nombre de su barco y, sobre las tres de la madrugada, acabó sentándose al borde de la acera y rodeándose la cabeza con las manos mientras se miraba tristemente los pies.
Le quedaban al menos trescientos dólares en el bolsillo y Dupuche se preguntaba si debía hacerse con ellos.
—¿Es un barco que ha llegado hoy? — le preguntaba.
—Me da igual.
—Tiene que volver a bordo... Trate de recordar el nombre.
Paraba gente. Alguien dijo:
—Para Tahití, es el Ville d'Amiens, que acaba de llegar. Sale esta noche...
Entonces Dupuche empujó a su compañero dentro de un coche, llegó con él al puerto, se informó.
—¿El Ville d'Amiens? Está levando anclas...
Embarcaron al norteamericano en una lancha que salió como un rayo en la oscuridad mientras Dupuche permanecía solo en el muelle, estupefacto, como si la aventura le hubiese ocurrido a él.
Quiso ir a saludar a Lili y entró en el Atlantic, pero estaba sentada con un extranjero y se contentó con dirigirle una sonrisa.
¡Estaba casado! ¡Y su mujer se hallaba en la otra punta del canal! ¡No estaba triste, no! Pero eso no lo dejaba indiferente, sobre todo a aquellas horas, y se repetía las palabras del yanqui:
—¡Tahití! ¡Magnífico!
En Amiens también todo el mundo lo envidiaba porque se iba a América del Sur. Tahití sería el mismo espejismo. Con todo, se sentía dolido siempre que salía un barco en la dirección que fuera. Le dolía, sobre todo, ver a los pasajeros... Gentes de blanco, en una cubierta impecable... Gentes que sonreían, pues los pasajeros sonríen siempre y se siente que van a pasar unos días despreocupados, discurriendo del comedor al salón y del salón al bar, jugando al bridge o, en la cubierta, a cosas tan sencillas e ingenuas como juegos de niños.
¡Y las escalas! ¡Se llaman unos a otros! ¡Se juntan! ¡Miran con prismáticos el muelle que se acerca! Se informan del cambio de la moneda y todo les divierte: el negro que les tiende postales y el chófer que habla un raro galimatías, el uniforme de los aduaneros y la forma de los automóviles...
Regresó al hotel y se encontró a Jef sentado con dos clientes noctámbulos. No hablaban siquiera. Tomaban el fresco mirando al frente y le indicaron una silla a Dupuche.
Debía de ser así todos los días, como en el local de Monti, con la diferencia de que aquí había más luz, más limpieza, y la parroquia no era negra.
Dupuche pidió un anisete con agua dejándose caer en el diván.
Se preguntó por un momento qué esperaban sus acompañantes, pero al poco rato llegaron dos mujeres y lo entendió.
—¡No puedo más y tengo hambre! — dijo una.
En cuanto a la otra, besó a uno de los hombres y se sentó sin decir nada.
—¡Dos gratinadas!
Jef miró a Dupuche, que estuvo a punto de sonrojarse al verse descubierto.
—Me juego lo que sea a que también te comerías una sopa de cebolla. ¡Tres, Bob!
—¿Mucha gente?
—Casi nadie en el barco francés. Dos o tres funcionarios con sus mujeres. Hasta ha pasado un matrimonio arrastrando a un crío de la mano. Luego el barco de Chile. Lo mismo de siempre. Con su cambio... No pueden hacer nada. Preguntan:
—¿Cuántos pesos son?
Y bostezaban. Jef se recostaba un poco hacia atrás, como para sacar más cómodamente su tripa, y el faldón de la camisa le salía del pantalón.
—¿Berthe no ha dicho nada más?
—¡Como se le ocurra abrir el pico, creo que le saco un ojo!
La que hablaba era una rubia menuda, una rubia de cuarenta años, con la cara ya arrugada. Antes, esa Berthe de la que hablaban formaba parte del grupo de Jef, pero había estallado una pelea con motivo de un inglés al que contó cosas sobre su vecina.
—¡Dedé está fastidiado!
Dedé, el hombre de Berthe, que de resultas de aquello ya no podía ir a echar su partidita en el bar de Jef. ¡Así iban las cosas! Los dos exiliados debían de estar cenando a aquellas horas en un restaurante pequeño regentado por un alemán.
La sopa estaba rica. Dupuche se deleitaba.
—¿Se encuentra auténtico queso de Gruyere? — se asombró.
—¡A ver!
Y la mujer preguntó:
—¿Es usted belga?
—No. ¿Por qué?
—Por su acento. Entonces, ¿es del Norte?
—De Amiens.
—Conocí a un tipo que tenía un café cerca del canal. Dupuche no conocía los cafetines del canal. Se disculpó.
—¿Es verdad que va a hacer los barcos?
Probaré...
—Entonces, ¡ojo con llevar a alguien con Berthe! Con Isabelle o conmigo, las dos nos arreglamos siempre.
Isabelle era morena, con una nariz larga y delgada. Estaba de acuerdo. Y el tiempo iba pasando en medio del olor a sopa. Dupuche encendió un cigarrillo. Su vecino bostezaba.
—¿Y si fuéramos a acostarnos?
No vivían en el hotel, pero tenían un cuarto amueblado en el barrio.
En cuanto a jef, le faltaban dos horas al menos antes de poder cerrar el local, lo cual no le impediría estar de pie antes que nadie. No dormía ni tres horas por noche, era cosa sabida. Solamente, de vez en cuando, en pleno día, sentado en su silla, cerraba los ojos unos minutos y pretendía que aquello le bastaba.
—Tu habitación está en el primero, la tercera puerta... —le dijo a Dupuche—. Encontrarás el retrete al final del pasillo.
No sabía si darles la mano a todos. Lo hizo y lo vieron alejarse.
¿Y luego? El Ville d'Amiens estaba cruzando el canal a marcha lenta, con su foco dirigido a la orilla, el comandante y el piloto en el puente, los pasajeros dormidos, incluido el yanqui a quien el fulano de la lancha quizás había robado sus trescientos dólares.
¿Por qué no?
7
Era muy tarde cuando Lili volvió con un hombre, y Dupuche apenas tuvo tiempo de conciliar de nuevo el sueño, pues enseguida le despertó un rayo de sol que tocaba justo su almohada y al lado seguían murmurando, mientras rompía a tocar un despertador en el piso de encima.
Eran las seis y Dupuche, con los ojos medio entornados, pensó que había un primer tren a las siete y diez. Pero ¿podría cogerlo Véronique? ¿Le había dado Monti ya el recado? ¿Había tenido tiempo de recoger sus pertenencias?
Se levantó igualmente, se afeitó y se vistió sin notar el cansancio de aquella noche casi en vela. De fondo se oía un concierto de ruidos nuevos, pero las sirenas de los buques y el chirrido de las grúas eran aún mayores que en Panamá. En cambio, no había ni el tranvía ni los cochecitos de caballos que convergían hacia el mercado.
El suelo temblaba bajo sus pies descalzos, y cuando Dupuche llegó abajo, Bob, el mulato, acababa de encender la vieja máquina de café. Tuvieron que abrir los postigos expresamente para él. La calle estaba vacía y, hasta la estación, Dupuche no se encontró más que a dos policías norteamericanos.
El reloj señalaba las siete menos diez. Llegaba con anticipación. Estuvo paseando por el andén, mirando de vez en cuando el final de la vía.
¡Véronique venía en el tren, lo hubiera jurado! Pero tuvo, de todos modos, un arranque de alegría cuando la vio pasar en el primer coche, un coche de tercera clase, abierto por los dos lados, en el que iba muy seria con paquetes en las rodillas.
—¡Puche! — gritó levantando la mano.
Tuvo que contenerse para no besarla allí, en el andén, en pleno tropel de funcionarios norteamericanos que empujaban a la negra. Estaba contento. Ella reía, iba pasándole los paquetes, la mar de orgullosa de que fueran muchos, de que hubiera todavía más.
—¿Cómo te las has arreglado para llevar todo eso a la estación?
—Papá y mamá me han acompañado...
Debieron de salir de casa del sastre los tres a las cinco de la mañana, cargados con los paquetes y las maletas, y Dupuche se figuraba la cara que pondría Bonaventure al verlos pasar una y otra vez por su tienda.
—¡Espera! Vamos a dejar el equipaje en la consigna. Más tarde le preguntaré a Jef qué hay que hacer.
Observó entonces que Véronique llevaba un sombrero nuevo, rojo como una fresa. Conservaba en la mano un paquete envuelto en papel de estraza y, cuando él quiso que lo dejase, protestó:
—¡No! Son mis cosas.
Sus pasos resonaron por las calles. Nique preguntó:
—¿Ya has encontrado una habitación?
—Un poco más lejos.
Pues Dupuche distinguía el hotel y hasta a Jef en mangas de camisa que salía a tomar el fresco en el umbral. Jef también los vio, y no se movía, en tanto que Dupuche, sin saber por qué, intuía sinsabores. Iban acercándose. Jef se ponía un diminuto cato sobre su lengua espesa y metía la caja amarilla en el bolsillo del pantalón.
—¡Hola! — saludó Dupuche al llegar junto a él.
Jef se apartó para dejar paso, sin decir palabra, luego entró y le cerró la puerta en las narices a Véronique. Dupuche no se fijó. Al volverse, balbució:
—¿Dónde está?
Y el otro, al lado mismo, monumental, duro como una estatua, lo miraba con ojos enormes, atornillando su dedo índice en la frente.
—¿Qué pasa?
—¿No has perdido la chaveta?
—¿Porque he traído a Véronique?
—No sé si se llama Véronique. Lo que sí sé es —que es una negra y que no quiero gentuza de ésa en mi casa. ¡Te tenía por bobo, pero no hasta este extremo! ¿Cuándo has visto a uno de nosotros con una mona así? ¿Has visto exhibirse a algún blanco con una barra de regaliz? ¿Y aún crees que después de esto te van a dirigir la palabra?
Dupuche agarró el sombrero de paja, que había dejado en una mesa, y murmuró simplemente:
—Vale...
—¿Adónde vas?
—No lo sé...
Ya había abierto la puerta, cuando Jef volvió a llamarlo:
—¡Oye! Eso no significa que no puedas volver por aquí, ¿entiendes? Pero solo.
Véronique se sentó en el umbral, algo más lejos, con su paquete en las rodillas. Se levantó al ver a Dupuche, fue tras él como una pequeña marioneta y suspiró al fin:
—Ha salido mal. ¡A que sí!
—Es mejor que vaya yo sola —le dijo—. A ti te pedirían más.
Se llevó el paquete que debería de contener su vestido verde y algo de ropa interior. Dupuche se instaló en una cafetería donde vendían helados, en la esquina del bulevar, y llevaba esperando ya cerca de una hora.
Se hallaba en la frontera del barrio negro, pero éste era menos oscuro que en Panamá, seguramente porque la ciudad era nueva, las calles muy anchas y la calzada de asfalto. La blanquísima cafetería olía a vainilla.
Más lejos, en un solar vacío, estaban tendidos cientos de sábanas, camisas, calzoncillos de todos los modelos, y Dupuche averiguó que en tres o cuatro horas se lavaba así la ropa de los buques.
Unos negritos, varias chiquillas negras, negras unas, de color café con leche otras, y casi blancas otras, iban a la escuela y miraban cómo Dupuche se tomaba un helado de limón.
En cuanto a Véronique, ya debía de estar lejos. La vio entrar en una casa, luego en otra, en una tercera, y desde hacía buen rato había dado la vuelta al bloque.
Cuando regresó, lo hizo corriendo y se dejó caer en una silla de la cafetería. Jadeó sin recobrar el aliento:
—¡La he encontrado, Puche!
Iba sin el paquete.
—En casa de unos martiniqueses, a lo mejor primos de mi padre, porque también se llaman Cosmos...
Aceptó un helado, que fue lamiendo con lengua ágil.
—Ya verás, Puche... Es mucho más bonito que en casa de Bonaventure.
La casa era nueva, pintada de un verde claro, y el negro de la planta baja reparaba bicicletas. Las paredes de su habitación, en el primer piso, estaban cubiertas con un papel en el que unos pavos reales hacían la rueda, y había una pequeña cama de hierro, un tocador, una mesa, un perchero y un espejo.
—¿Estás contento, Puche? Son sólo diez dólares. He pagado un mes por adelantado. ¿Quieres hacer el amor, Puche?
Ya estaba sentada al borde de la cama y se quitaba el vestido, debajo del cual no llevaba más que una braguita de algodón blanco.
Al día siguiente pasó ante Jef, a quien distinguió en su café con dos hombres, y no sintió el menor pesar sino todo lo contrario. ¡Y eso que los asientos eran cómodos y se comía bien! ¡Y que encima no le habría pasado la factura mientras no tuviese dinero!
Pese a todo, experimentaba la misma sensación que cuando salió de Panamá; ¡una sensación de libertad! Al dejar Panamá se liberaba de los Colombani, de la plaza a la sombra, desde la que veía a Germaine en la caja, y hasta de los Monti, que eran muy amables también, pero cuya simple presencia le quitaba todos sus recursos.
Ya desde el primer día aquella gente lo había encuadrado y desde entonces había sido como su prisionero. Sin quererlo, echaba cuentas de lo que hacía. ¡Y ellos juzgaban! ¡Y criticaban! ¡Y suspiraban de forma harto elocuente!
Era muy sencillo: no tenían la menor confianza en él, ni siquiera Eugéne, con ser más cordial que los otros. Le echaban una mano por pura costumbre, quizá debido a Germaine.
En el fondo esperaban la catástrofe. ¿En qué forma? Dupuche lo ignoraba. ¿Creían que se suicidaría una noche de desaliento? ¿O que se colaría en un barco como un polizón? ¿O que de tanto torturarse iría a parar al hospital?
«¡Basta!»*, como decía Véronique.
Y esto significaba muchas cosas. Significaba: «¡Vale! ¡Ya está bien! ¡Deja eso tranquilo!...».
Pues bien, sí, ¡basta! Estaba mejor en Colón y con los demás al otro extremo del canal. Era mejor también que no siguiese bajo la tutela de Jef. Le hicieron vender salchichas y obedeció. Ahora, aún, por si acaso, seguía los consejos de Jef, pero sin entusiasmo, sin creer en ellos. Iba camino del puerto. En el muelle, un policía le señaló su cigarillo, que aplastó con el tacón. Un buque de la Grace Line, que venía de Nueva York y bajaba hasta Santiago, acababa de atracar y las grúas levantaban ya sus brazos al cielo.
Por encima de la borda se veía una hilera de cabezas de hombres y mujeres: los pasajeros que se iban a precipitar a tierra, a recorrer los bazares y los bares para volver a marchar por la tarde.
La pasarela apenas tocaba el muelle cuando Dupuche fue arrastrado por la riada de negros y de mulatos que subían al asalto. Había de todo, vendedores de souvenirs y descargadores que iban a apoderarse de los tornos, a bajar a las bodegas para descargar el flete y cargar otro.
Cuando se detuvo, se hallaba cerca de los pasajeros, la mayor parte de los cuales estaba sacando fotos.
No le preguntaron a qué iba a bordo. Como su traje blanco era correcto, llevaba cuello postizo y corbata negra, debieron de confundirlo con un pasajero más, quizá con un agente de la compañía.
Flotaba en el aire la levedad de las vacaciones. Una muchacha entre otras, seguramente una sudamericana, no podía estarse quieta y arrastró a dos amigas hacia el muelle, paró alegremente un taxi largo y descubierto.
Dupuche meneó la cabeza. No andaba descaminado al juzgar que aquello no funcionaría. Buscaba en vano una víctima, dudaba si dirigir la palabra a un anciano bajito de cabello cano que parecía tener menos prisa que los otros.
—¿No baja a la ciudad?
Y el otro, que tenía los ojos transparentes, lo miró sin tomarse la molestia de contestar. ¡Un inglés, por descontado! Un personaje importante, pues, a los pocos minutos, lo fotografiaron y unos reporteros le hicieron una entrevista.
Empezó la descarga. Dupuche discurría por la cubierta buscando aún, sin convicción, pero acabó acodándose en la borda de proa, desde donde su mirada se hundía en la bodega abierta.
En el fondo se afanaban cinco negros en tomo a un coche que ataban con cables de acero. En el castillo, frente a Dupuche, estaba sentado un español bajo en una silla de tijera delante de los tambores del cabrestante, con los pies apoyados en unos pedales, las manos en unas palancas, como un conductor de automóvil.
Se asomaba a la bodega para ver. El capataz que se hallaba en ella gritó una orden y el cabrestante empezó a chirriar, el cable se enrolló al tambor, el coche dejó su apoyo y osciló girando en el vacío.
Repitieron la operación tres veces, y el coche, tras describir una curva en el aire, fue a posarse en el muelle donde un chófer de librea lo puso en marcha, el viejo inglés, acompañado de otra persona, fue a tomar asiento.
Había más coches en las entrañas del buque, coches nuevos en cajas monstruosas, y, como la cubierta de pasajeros estaba vacía, Dupuche siguió en ella para contemplar la maniobra.
Una caja quedó atascada en el instante en que emergía del cuartel de escotilla. El hombre que manejaba el cabrestante se inclinó más, vociferó órdenes, ejecutó dos o tres maniobras y, de pronto, lanzó un grito agónico.
Nadie comprendió nada, ni siquiera Dupuche, que lo estaba mirando, y resultaba extraño ver cómo se agitaba, cómo se retorcía, cómo se lanzaba en todos los sentidos manteniendo un brazo en el cabrestante como retenido en una trampa.
En realidad era eso. Acudió un oficial dando órdenes. La gente del muelle oía los gritos sin ver nada y permanecía inmóvil mirando hacia arriba. Dupuche no podía intervenir, pues no había modo de pasar de la cubierta de los pasajeros al castillo.
—¡Cuidado!
La caja del coche volvió a bajar unos centímetros, mientras estallaba el estrépito del cabrestante. El oficial manejaba los mandos cuando, de súbito, rodó el español por el suelo, inerte, salpicado de sangre.
El resto fue rápido y confuso. Se había formado un grupo. El médico de a bordo debía de estar allí, y del hangar ya salía una ambulancia.
Ni un grito más. Pisadas, órdenes dadas en voz sorda, luego la camilla que bajaba del navío y que introducían en la ambulancia.
Un marinero dirigía un chorro de agua sobre los charcos rojos, y los negros, en la bodega, seguían aguardando bajo la caja suspendida.
—¿Qué ha ocurrido? — preguntó Dupuche a un oficial que se paró junto a él.
—La mano ha quedado aplastada bajo el cable. Hay trozos de dedos pegados al tambor.
Seguía el silencio, al sol. Los descargadores iban a sentarse a la sombra. Acudía corriendo un empleado, saltando de un grupo a otro, y Dupuche se decidió al fin, bajó al muelle, buscó al atareado empleado.
—¿Necesita a alguien?
—Han ido a buscar a un sustituto a la ciudad. Pero, mientras tanto...
—Yo puedo encargarme del asunto.
No precisó que era ingeniero.
—¡Venga! El Santa lleva ya una hora de retraso. Le pagarán las horas dobles.
Entró en el bar de Jef con paso indolente, a la hora del aperitivo de la tarde, cuando estaban todos los asiduos.
—¡Eres tú! — gruñó el dueño volviéndose—. ¿Has encontrado clientes?
—He encontrado un empleo —replicó Dupuche—. ¿Cuánto te debo por lo de ayer?
Y enseñaba un fajo de dólares, siete u ocho, pues la Sociéte des Docks cumplió la palabra y le pagó las horas dobles.
—¿Un empleo de qué?
—De capataz en el puerto. Aún no es oficial. Estoy haciendo una sustitución a consecuencia de un accidente que ha habido esta mañana. Pero creo que me tomarán, ya que me han pedido que me apunte en el sindicato.
—¡Ay, la puta madre! — gritó una voz de mujer.
Era Lili, que almorzaba en ese momento, pues acababa de levantarse. Alguien se echó a reír. Jef por poco hace otro tanto.
—¡Tú sí que puedes ufanarte de haber sacado el gordo!
Dupuche no entendió en el acto. Creía dejarlos boquiabiertos y sólo conseguía desatar la hilaridad.
—¿No caes? ¿Cuándo has visto hacer fortuna a un capataz? ¿Qué trabajo es el tuyo?
—Llevo el torno.
—¡Pues lo llevarás toda la vida! Porque hazte cargo de que si sale una oportunidad, no irá allí a buscarte. Se pueden vender salchichas, números de la lotería, recoger colillas por la calle o abrir la puerta de los coches. No te te metes en camisa de once varas, como se dice, y puedes hacer fortuna. Pero tan pronto seas un obrero sindicado...
Los chulos, en su rincón, escuchaban sonriendo.
¿Cuánto te debo? — repitió Dupuche, sonrojado.
—¿Te enfadas?
¡Qué va!
—¡Bebe algo y ve a reunirte con tu negra, anda! Aún tendrás ocasión de venir a pedirme una cama.
Y Jef se levantó pesadamente, sacó los naipes de un cajón y se acercó a sus amigos...
—Y a todo esto, ¿qué pasa con nuestra partida?
—Tiene razón —murmuró Lili dirigiéndose únicamente a Dupuche—. Una vez en el engranaje...
¡Como la mano! Hasta el atardecer, quedó sangre en el borde de una rueda dentada.
Dupuche se bebió a pesar de todo una caña, para no dar la impresión de rajarse, luego se fue deprisa a su casa, que le costó algo encontrar. Véronique estaba asomada a la ventana, entre dos macetas.
—Me preguntaba dónde estabas...
Había ido por las maletas a la estación y lo había arreglado todo a su gusto.
—Tengo hambre, ¿sabes, Puche?
Eran las siete de la tarde, cenaron en un restaurante pequeño de tablas, que sólo frecuentaban negros y panameños.
—¡Hay sancoce, Puche! — exclamó Véronique olisqueando el plato de su vecino.
Y Puche comió también el sancoce, el antiguo potaje de los esclavos, hecho con todo, batatas, yuca, ñame y bocados de cordero o de cabra.
—Me ha salido una colocación —anunció por fin—. De aquí en adelante tendremos dinero.
Por un instante creyó que iba a contestarle como los clientes de Jef, pues fruncía el entrecejo.
—¿Una colocación de qué?
—De capataz. ¡Y quizá ni eso! Es más bien un trabajo de obrero.
Véronique pareció tranquilizada y se puso a comer de nuevo. Terminada la cena, Dupuche no sabía qué hacer. Primero siguieron una calle, luego otra, divisaron el mar bordeado de cocoteros y un poco de césped.
Estaban llegando al barrio norteamericano, constituido por unas villas rodeadas de jardines. Algunas tenían pista de tenis con suelo de tierra roja, y era la hora en que, con. prendas blancas, se jugaba.
Véronique trotaba junto a su acompañante, muy tiesa, con la cabeza bien alta.
—¿Sabes nadar, Puche?
—Claro.
—Yo también. ¿Vendremos a nadar?
Pero Puche leyó un letrero: PLAYA RESERVADA PARA LOS HABITANTES DE LA ZONA DEL CANAL.
¡O sea, para los norteamericanos!
Había alguno en el agua. Un fueraborda describía amplios círculos en la bahía. La brisa, procedente de alta mar, hacía susurrar las palmas de los cocoteros.
—¿En qué estás pensando, Puche?
—En nada.
Era demasiado vago para expresarlo. Se le rieron porque encontró un empleo de capataz y lo miraban con desprecio cuando no encontraba nada.
¡En el fondo su sitio no estaba en el local de Jef! Menos aún en el de los Monti. ¡Y menos que en cualquier otra parte en el hotel de los Colombani!
¡Tres ambientes distintos, sin embargo!
Pero ¿estaba en su sitio en la Universidad de Nancy? Ahora se acordaba de que nunca se encontró a gusto. La mayoría de sus compañeros eran más ricos o más ruidosos que él.
¡Más adelante, cuando iba a ver a su novia, se peleaba con su padre!
Véronique callaba. ¿Acaso pensaba también ella a su manera? Pero ¿en qué?
Y, en definitiva, ¿cómo había ocurrido todo? Pues paseaba con ella tras la cena y tendrían el aspecto de un matrimonio. Le hacía feliz que estuviera allí. Dentro de un rato, naturalmente, volverían a su habitación, se desnudarían y se acostarían en la misma cama.
Ahora bien, ¡era una negra! ¡No había cumplido dieciséis años! ¡Y él tenía una mujer propia, una mujer de su país, de su ciudad, casi de su calle, y de su educación por añadidura!
¡Fue su mujer la que se quedó al otro extremo del canal y Véronique la que vino a buscarle!
—Tal vez preferirías vivir en otro barrio —dijo de repente Véronique.
—¿Qué barrio?
—Cualquiera menos el negro.
—¿Por qué dices eso?
—No sé, podrías venir a verme.
—¡No!
Los transeúntes los miraban. Sólo los norteamericanos, escandalizados, preferían no verlos.
Había dicho no, simplemente, sin necesidad de reflexionar. ¡Tanto peor! Estaba harto de todos aquellos blancos que le daban consejos y que pretendían enseñarle a vivir. ¡A Véronique no le hacía falta entender!
E incluso fue él quien la tomó del brazo para seguir caminando. Torcieron a la derecha. Siguieron un bulevar donde resonaba el timbre de un cine.
—¿Te apetecería ir, Nique?
—¿Y a ti?
No era ni mucho menos como en Panamá. En veinticuatro horas habían cambiado sus relaciones.
Y, hasta en la oscuridad, le complacía sentir a la chiquilla junto a él. Dentro de poco, al acostarse, se darían las buenas noches.
¡Nunca había dormido realmente con ella!
—¿Lo pasas bien, Nique?
Buscaba su mano y se la estrechaba furtivamente con la yema de los dedos.
La película se terminó unos segundos más tarde. La pantalla se volvió de un blanco amarillento y Dupuche creyó ver una lágrima en los ojos de Véronique. Cierto que se apresuró a decir:
—¡Es una película triste!
8
Había un modo muy sencillo de advertir que había transcurrido un año: era la tercera vez que el barco que había traído a los Dupuche, el Ville de Verdun, pasaba por Cristóbal. Ahora bien, sus viajes tenían lugar cada cuatro meses.
La primera vez, Dupuche tomó un sustituto y miró de lejos el buque; después, por las calles, se cruzó con gente que hablaba en francés.
Ya la segunda vez ocupó su puesto como hacía en los otros barcos, con sus gafas oscuras y su ancho sombrero de rafia. Siempre era lo mismo: siempre las mismas figuras, los mismos empujones mientras se empezaban a retirar las sacas del correo.
Desde su sitio, Dupuche lo veía todo: los pasajeros que desembarcaban, el agente de la compañía que, con la cartera debajo del brazo, entraba en el despacho del comandante —puros y aperitivos—, el gordo Kayser, un holandés, que bajaba a las cocinas en busca del chef y del maitre para tomar nota de los encargos.
Después del correo, se desembarcaban los baúles de uno o dos pasajeros que bajaban y que se impacientaban en el muelle, subían diez veces a bordo para cerciorarse de que no se olvidaban de ellos, por último sacaban las cajas, vino, champán, aperitivos si era un barco francés; automóviles en los buques de Nueva York o de San Francisco; cajas de todas las formas, pero que se conocían de antemano porque siempre era el mismo tráfico.
Le llegaba el turno al gordo Kayser, que llevaba su vagón al muelle, y allí embarcaban el hielo, cuartos de buey y de cordero, las hortalizas y la fruta para la travesía.
Mientras tanto, los pasajeros, en fila india, desfilaban a lo largo de los comercios, al sol, con miedo a perder el barco.
No hubo aquella vez un solo oficial de a bordo que reconociera a Dupuche, a pesar de que había vivido tres semanas con ellos. El comandante había cambiado, pero los demás eran los mismos, y el maître d'hótel frunció simplemente el entrecejo al distinguir al hombre del cabrestante.
—¿Eres francés? — le preguntó un marinero.
—Sí.
—¡Ah!
¡Nada más!
La cuarta vez acudió Jef a bordo para sabe Dios qué recado y beber con los oficiales. Desde el puente del comandante señaló a Dupuche, al que miraron los demás con curiosidad, y el cual no se movió.
¡Qué más le daba a él! ¡Podían mirarlo! Podían murmurar: «Es un ingeniero francés que...».
Por lo demás, no oía nada en medio del estrépito que provocaba. Y ahora, hasta fuera del trabajo, se volvía algo duro de oído.
A menudo, Véronique, que no tenía nada que hacer, paseaba por el muelle, entre los vagones y las carretillas eléctricas, pero no le permitían subir a bordo. Siempre comía algo: un plátano o cacahuetes; birlaba frutas del vagón de Kayser, que la abroncaba sin convicción y la trataba de mona asquerosa.
De igual modo pudiera haberse señalado aquel año mediante otras etapas. Por ejemplo —fue más o menos a los cuatro meses de su llegada a Cristóbal—, la tarde en que Dupuche llegó a su casa y se encontró con una, máquina de coser.
Nique lo miraba creyendo que iba a manifestar su alegría, pero él masculló:
—¿Qué es eso?
—¡Una máquina de coser!
¡Eso ya lo veía! Presidía a todas luces, como un objeto ornamental.
—Ha pasado un viajante. Sólo nos costará diez dólares al mes.
Dupuche ganaba cinco dólares diarios y, después de la máquina de coser, la serie siguió: una jaula con un pato; un cubrecama de seda de color rosa; una mesa redonda de caoba, comprada de segunda mano...
—¿No estás contento, Puche?
Prefería no responder, e incluso no hacerse preguntas al respecto.
Hubo también, al sexto mes, la historia del negro.
Detrás de la habitación había un cuchitril con una ventana al patio. Dupuche regresó temprano pues no encontró a nadie.
—¡Nique! — llamó, inquieto ya.
Y la descubrió por fin en una especie de armario empotrado, haciendo el amor con un chiquillo de catorce años, el hijo de la gente de abajo.
—¡No te enfades, Puche! No es nada...
¡Ya se lo avisó Jef! A menudo, cuando pasaba Dupuche, lo llamaba desde el umbral.
—¿Aún no te asquea el oficio? ¿Ni la chiquilla? Oye, amigo, harías bien en vigilarla. Ya sólo los coches no le han pasado por encima.
Dupuche le preguntaba de vez en cuando:
—¿Verdad que me engañas?
—¡Oh, Puche!
Se escupía en la mano, hacía saltar la saliva con el dedo índice y juraba que nunca lo había engañado.
Y habían pasado los días de todos modos, se habían transformado en meses que se habían sumado uno a otro para formar un año.
«Querido Joseph:
»Tu última carta no me tranquiliza en absoluto. Para empezar no me hablas de tu salud. En fin, tu suegro anda siempre diciendo cosas que me asustan. Al parecer, quien ha de trabajar es tu mujer porque tú estás sin trabajo.
»[...] Si supiera que hace falta, vendería la casa...»
¡La diminuta casita de la que ella ocupaba el primer piso mientras el alquiler de la planta baja le permitía ir tirando! ¡Aquello era tan lejano!
Germaine debía de escribir con más frecuencia que él a su padre, y éste, qué duda cabe, no tendría nada más urgente que correr a casa de Madame Dupuche.
A veces, al regresar, Dupuche se encontraba a Eugéne Monti sentado en la mecedora —pues compraron una mecedora— y, esos días, Véronique ponía su carita estirada por la inquietud.
—¿Todo sigue bien?
—Normal...
Monti aparentaba una gravedad de embajador. Se advertía que no estaba allí por cuenta propia, lo cual le hacía sentirse incómodo.
—¿El oficio no es demasiado pesado? ¿No echas de menos Panamá y las salchichas?
Tardaba en llegar al asunto, pero poco a poco se acercaba a él, mientras Nique, con la mirada, le preguntaba a Dupuche si tenía que quedarse o salir a la calle.
—Por cierto, ¿aún no has decidido nada?
Era la perífrasis clásica, y quería decirlo todo.
¿Tenía Dupuche intención de ir a ver a su mujer a Panamá? ¿Seguía pensando en volver a Francia y había conseguido dinero? O también...
¡Sí! ¡Evidentemente! Había otra cosa que fingía no entender.
—Le han dicho que vives con la chiquilla...
Monti, que estaba acostumbrado al país y a sus gentes, se extrañaba, con todo, de encontrar a Dupuche más adormecido, entre visita y visita. Pues no era sólo indiferencia. Había como un vacío en su mirar. Ya no fumaba. Estaba muy delgado y a veces se agachaba un poco como un viejo para oír mejor.
—¿Christian sigue allí?
—Sigue.
—Yo creía que iba a pasar seis meses a Europa.
—Ha aplazado el viaje.
Veía la gran casona como si estuviera en ella, a Tsé—Tsé, al callado Monsieur Philippe en el que ya sólo pensaba ahora con una sonrisa contenida. ¡Pues lo había entendido!
Y a Madame Colombani, con sus aires de suegra...
—¿No tienes ningún recado que darles?
¡No! No tenía ningún recado para ellos. Iría un día, no había más remedio. Las cosas no podían seguir eternamente así. Pero no corría prisa.
Una vez que Eugéne fue también a visitarlo, Dupuche lo vio algo después en el café de Jef acompañado de Tsé—Tsé. Otra vez, le dijo Véronique:
—Tsé—Tsé y su mujer han pasado dos veces esta tarde por delante de casa...
—¡Peor para ellos! ¡Se llevarían un buen chasco!
También se lo llevó él la noche en que, al salir de la taberna de Marco, se encontró cara a cara con Lili que lo miró de un modo raro. Al día siguiente, iba él por la acera, cuando Jef le cortó el paso.
—Tengo que hablar contigo. Ya adivinas por qué, ¿eh?
Parecía más pesado, más fuerte que nunca, con cara de muy pocos amigos. Con un movimiento denso, le tocó los párpados a Dupuche, siempre un poco enrojecidos.
—¿No entiendes? ¿A qué vas cada noche al tabernucho de Marco? ¡No te atreves a contestar!... Pero yo voy a decirte lo siguiente: hasta ahora, podía pasar. No hablemos de tu bicho de negra, que te toma el pelo con todos los mocosos del barrio. ¡Allá tú también con tu oficio que no querría hacer ningún blanco en todo el país! Pero que empieces a beber chicha...
Dupuche desvió la mirada. ¡Era verdad! Había descubierto casualmente el local de Marco, el mestizo que vendía fraudulentamente chicha de muco, alcohol de maíz mascado por las indias.
Tenía un sabor repugnante. Era espeso y turbio, casi viscoso. Pero a los dos vasos, Dupuche podía pasear con paso regular revolviendo en su cabeza pensamientos agradables.
Era el secreto de Monsieur Philippe, estaba seguro de ello, pues ahora era capaz de reconocer por la calle a un hombre que bebiese chicha.
Véronique no lo había advertido. Sólo pasaba un minuto en casa de Marco, lo suficiente para tragarse sus dos vasos.
—Tú me importas un bledo, ¿comprendes? — le decía Jef con su vozarrón—. ¡Pero es por todos nosotros! ¡Es a todos los franceses a quienes perjudican estas cosas!
—Esto es asunto mío.
—¿Qué? ¡Repítelo!
—Digo que esto es asunto mío.
Entonces, en plena calle, Jef le arreó un tortazo en la cara y se metió en su casa.
Era la primera vez que le pegaban. Se quedó un instante atontado, aterrado, luego miró el hotel de Jef, se palpó la mejilla y echó a andar mascullando.
Cien metros más lejos ya estaba sereno, consolado. Pensaba: «¡No pueden entender!».
¡Porque nadie podía penetrar en su cabeza y ver cuanto pasaba en ella! Ni él mismo había logrado ordenarla aún. Aunque había puntos muy claros, reconfortantes como los sueños del alba, había luego zonas turbias aún.
Por ejemplo, de la cuadrilla de doce hombres con los que había empezado a trabajar hacía un año, ya no quedaban más que tres.
Pues bien, durante horas, mientras manejaba sus palancas, su mente le daba vueltas a eso. Un negro murió de un navajazo en una partida de dados. Otro murió de insolación en la cubierta de un buque noruego que estaban descargando. Un tercero se grangrenó...
¡Y no paraban de desfilar! Iban y venían. Se enrolaban en el barco que fuera, con destino a donde fuera. Se ponían enfermos y no se cuidaban.
¡Era magnífico, en los momentos de descanso, verlos dormir sobre un saco o una caja al fondo de la bodega!
Uno estaba preso por haber descalabrado al capataz que se le quedaba medio dólar.
Y otro, siempre que lo miraba una pasajera, se subía con ademanes de mono la especie de taparrabos de tela roja que le servía de pantalón.
Los Cosmos, los padres de Véronique, tuvieron siete hijos de los que sólo quedaban dos: Nique y un hermano mayor que debía de andar por alguna parte de Nueva Orleans, pues se marchó en un barco que iba hacia allí, y nunca más supieron de él.
Nique le engañaba, ahora lo sabía. Ella siempre juraba que no.
¡Y acabó arreglando la habitación como una habitación cualquiera, con tapetillos, un fonógrafo y floreros!
¿Quién hubiera podido entender como él estas cosas? No se enfadaba nunca. No le guardaba rencor a nadie, ni cuando pensaba en la soleada calle de Amiens donde trazaba con tiza círculos en la pared de la escuela para disparar con una escopeta de aire comprimido.
Monsieur Philippe tampoco decía nunca nada. ¡Tenía los mismos ojos, que parecían vacíos porque miraban hacia dentro!
Cuando Dupuche se había bebido sus dos vasos de chicha, cruzaba la vía del ferrocarril, al lado de la estación. Quedaba una franja de arena entre el terraplén y el mar, a cien metros apenas de la calle alquitranada y los grandes bazares.
Y allí había chozas, exactamente cuatro, unas chozas iguales a las del centro de Africa.
Aquello ya no era Panamá, ni América Central. Aquello ya no era ningún sitio: al aire libre, entre la hierba y la arena gris, las cajas viejas se transformaban en mesas y niños en cueros se arrastraban por el suelo.
Cuatro familias de pescadores, negros, llevaban años acampando allí y habían fundado una localidad aparte que las leyes no debían de alcanzar.
Poseían piraguas, barcas viejas, redes y cañas de fondo. Poseían hasta un perro sin un pelo en el cuerpo, un perro rosado y negro, desnudo, como los cerdos del lugar.
Dormían, miraban el mar. De vez en cuando empujaban una piragua al océano y se les veía flotar en el esplendor de la bahía.
Dupuche, en sus paseos, observaba todos esos detalles, echaba un vistazo al interior de las chozas, ámbito de lo maravilloso.
Pero eso a nadie le importaba, ni siquiera a Véronique, que no lo hubiera entendido. Se iba con su andar calmoso, algo irregular como el de Monsieur Philippe. Los fenicios que paraban a los viandantes le asqueaban. No ponía los pies en el hotel de Jef, que, sin embargo, daba la impresión de no acordarse ya de la bofetada.
Tampoco iba nunca a esos bares en que los marineros están acodados en la barra con mujeres como Lili, que los incitan a beber.
Lo que prefería, una vez en casa, era sentarse en la galería, de codos en la barandilla, y mirar la calle. Podía pasarse horas así mientras Véronique, echada en la cama, con las medias retorcidas, el vestido arrugado, ponía diez veces el mismo fragmento en el fonógrafo.
A veces preguntaba:
—¿Estás contento, Puche?
—¡Claro que sí! — respondía con impaciencia.
No porque no fuera dichoso, sino porque no sabía, porque estas preguntas no se hacen. El estrépito del cabrestante le retumbaba sin cesar en la cabeza, pero ya estaba acostumbrado.
—¿Y si fuéramos al cine?
Iba por complacerla. Odiaba las películas en que se ven salones, coches, yates, cincuenta o cien girls en una boite de las dimensiones de una catedral.
Le costaba despertarse por la mañana y durante una hora al menos estaba embotado, se dirigía al puerto me dio dormido, buscaba el barco que tenía destinado.
Lo más trivial, lo más tonto de todo: las sacas del correo, los equipajes, las mercancías... Los pasajeros con sus cámaras fotográficas... Y los conciliábulos entre el maitre d'hótel y Kayser, los cuartos de carne, las hortalizas, las frutas.
Uno de los chulos volvió a Francia con su mujer, la bajita flaca que tenía la pinta de una modista pobre, e invitaron a tomar el aperitivo a todos sus amigos a bordo. Debían de ejercer algún tipo de contrabando, ya que Jef, que había ido también, se sacó un paquete del pantalón y el chulo fue a llevárselo al jefe de máquinas, en un rincón del castillo.
Hubo de pasar el Año Nuevo. Dupuche escribió a su madre y hasta a su mujer.
«Querida Germaine:
»Felicidades para el año que empieza, espero que sea más propicio que el que acaba. Un beso.
»Tu marido, JO.»
Véronique deseaba ir con sus padres a Panamá y pidió permiso como una criada. Salió con un montón de paquetitos que contenían golosinas.
En cuanto a él, sabía qué decían en casa de Jef, lo mismo que en el hotel de Tsé—Tsé: «Es un hombre hundido...».
¡Un fracasado, vamos! ¡Una palabra que tanto miedo le daba cuando era estudiante y preparaba un examen! ¡Así como su madre tuvo siempre miedo a quedarse un día sin dinero! Un miedo congénito...
—Si le pasara algo a tu padre...
Durante quince años estuvo escatimando el mínimo gasto, día tras día, para pagar su casita y, en cuanto la tuvo, sólo soñó con añadir un piso, pues eso haría posible un inquilino más.
—¿Dupuche? ¡Acabado! Fracasado...
Se acordaba de Lamy, que tal vez estaba curado de su chifladura. Pues en Francia se cura uno de eso. De vez en cuando sobreviene otro ataque y luego se recobra la vida normal. Lamy diría también:
—Aquel que fue a sucederme se ha hundido en menos de nada...
El día de Año Nuevo, como estaba solo y no trabajaba, se bebió cuatro vasos de chicha y sus caseros lo vieron regresar alucinado.
¿Por qué pensó en aquel bonito traje nacional, la bolliera, que Germaine alquiló o compró para su primer baile en Panamá? El tul llevaba bordadas grandes flores rosa.
Al día siguiente, Véronique, que le trajo un pastel, le dijo:
—Vi a tu mujer... —Y añadió a su pesar—: ¡Es guapa! Iba en el coche del ministro plenipotenciario con Christian y otra señora. Daban la impresión de ir a una ceremonia.
¿Tal vez al palacio del presidente de la República? ¿Por qué no? ¡Pero debía de estar fastidiada! Debía de preguntarse qué hacía él exactamente, qué esperaba, cómo pensaba arreglar el futuro.
Ahora bien, no tenía ni idea. Había días en que la compadecía, otros en que se alegraba pensando que rabiaba.
¿Quién empezó? ¡Ninguno de los dos! Por otra parte, ¡qué más daba!
Ocurrió otro accidente en la cuadrilla: un hombre se aplastó un brazo entre el tabique de la bodega y un coche que oscilaba. Era un mestizo. Dupuche nunca había oído gritar tan fuerte, y trataban de acallar al herido, debido a los pasajeros.
Una hora después se supo que le cortaron el brazo en el hospital.
¿Qué más pasó? ¡Ah, sí! Lili también estaba en el hospital con cólicos.
Y los negros a la orilla del agua, los de las chozas, capturaron un tiburón de ocho metros que vendieron para el cine. Pues se rodaba una película en las calles y el puerto, donde uno podía toparse con gente vestida de corsario.
Una tarde, al pasar por delante del café de Jef, Dupuche vio a los dos hermanos Monti de conversación con el dueño, pero esta vez no se acercaron a visitarlo.
—¿Tampoco han hablado contigo? — le preguntó a Véronique.
—Han pasado dos veces. Creía que iban a subir...
Véronique llevaba una vida extraña. Por la mañana se levantaba la primera para hacerle el café, pero incluso antes de que se fuera él, volvía a acostarse entre las sábanas húmedas, desnuda del todo, con la planta de los pies más sonrosada y los pezones de color de higo.
Después, Dupuche sabía que bajaba en chancletas, con un vestido viejo sobre la piel, y que rondaba por el barrio, con la lechera y la bolsa de la compra en la mano.
No se arreglaba hasta las dos o las tres de la tarde y muy a menudo se daba una vuelta por el puerto. De lejos lo saludaba con la mano, se sentaba en un bolardo, conversaba con un aduanero o con un policía.
Otros días, cuando no la veía, estaba seguro de que se encontraría a la vuelta a cinco o seis vecinas reunidas en su habitación tomando té, té auténtico, como las señoras norteamericanas. Se levantaban de golpe y huían al llegar él.
¿Acaso la quería menos? ¿Había, por ventura, algo que quisiera?
Escribió a su mujer: «¿Quieres tener la bondad de enviarme los dos trajes de lana que quedaron en el equipaje?...».
Pues pensó que podría venderlos. Muy al principio, calculó vagamente: ahorrando veinte dólares semanales...
Pero ¿cuántos meses harían falta para pagar el viaje? Y luego, en Francia, ¿qué haría?
No ahorró nada. Debía pequeñas cantidades más o menos por todas partes. Se les estropeó el fonógrafo sin acabar de pagarlo.
Lo que le preocupaba era que oía cada vez menos. Siempre fue algo duro de oído, pero ahora era más grave y Véronique lo sabía tan bien que no hablaba, sino que gritaba.
Un día, a bordo del buque norteamericano, vio subir a un antiguo compañero de la asignatura de geología, que no lo reconoció. El barco iba a Guayaquil. Dupuche pudo haberse informado. Tal vez la S.A.M.E. estuviera de nuevo a flote. O acaso la mina hubiera pasado a manos de otra sociedad financiera dispuesta a explotarla...
Siguió en el cabrestante y, por espacio de una hora, tuvo ante sí al compañero, un normando de rostro sanguíneo, que, en la cubierta de los pasajeros, le hacía la corte a una joven estadounidense con la que acababa de jugar al ping—pong.
Por último, una noche, de regreso a casa, se encontró cara a cara con Eugéne Monti y el viejo Tsé—Tsé, que evitó darle la mano. Véronique, acurrucada en un rincón del cuarto, no sabía qué hacer y quiso salir.
—Quédate —le dijo Dupuche.
Tsé—Tsé se levantó y declaró:
—¡En este caso me voy yo!
—¡Como quiera!
Pero intervino Eugéne.
—¡Vamos! No empecemos a discutir. Oye, Dupuche... Tenemos que hablarte seriamente. Es mejor que estemos solos.
Dupuche se emperró, sin motivo, porque tenía ganas de emperrarse y acababa de beberse sus tres vasos de chicha. Pues, desde Año Nuevo, había fijado la dosis en tres vasos.
—Hubiera preferido que estuviésemos solos —masculló Tsé—Tsé, sentándose de nuevo.
Y todo, en su actitud, proclamaba su asco, su desprecio. ¿Se acordaba de que llegó a Panamá sin nada de dinero y de que trabajó de camarero con Jef, por aquel entonces recién huido del penal?
—No sé si se da cuenta.
—¿De qué?
—De que esta situación no puede seguir. Tiene usted una mujer. Es desgraciada...
—¿Cree usted?
Era frío, lúcido, pese a la chicha, quizá debido a la chicha. Adivinaba todas las muecas del viejo, que no tenía el menor asomo de diplomático y que, de todos, era el que se hallaba más incómodo. Véronique lloraba y Dupuche, por hacerlos rabiar, por nada más, fue a rodearle los hombros con su brazo.
—¿Decía usted?
—Está indignado hasta el ministro plenipotenciario y, si quisiera, podría conseguir una orden de expulsión. ¡La amenaza! ¡Se lo traían bien combinado!
—¿Con qué motivo? — preguntó sin turbarse.
Sólo temía una cosa: ¡que le propusieran reanudar su vida con Germaine! Pero ¿y Christian? ¡No! No era posible. ¡Llevaban otra intención!
—Es el único francés, aquí, que se exhibe con una negra...
Y Tsé—Tsé agregó sin ambages:
—¡Es usted un miserable crápula! A decirle esto es a lo que he venido. Yo me he cuidado de su mujer. La he salvado de verse arrastrada al barro con usted y por usted. Tengo derecho...
—Ven, Véronique.
No se atrevía a seguirlo. Tuvo que empujarla. Se di rigió a la puerta con ella, salió a la escalera.
—¡Dupuche! — gritó Eugéne Monti, que ya no sabía qué hacer.
—¡Déjenme en paz!
Véronique seguía llorando, balbucía:
—¡Puche! ¡Puche! No hay que...
—¿No hay que qué?
—¡Qué sé yo! Te meterán en la cárcel. También está tu mujer...
—¡Imbécil!
Anduvieron por la playa bajo los cocoteros rumorosos, frente a las villas de los norteamericanos, y Véronique resoplaba, acababa secándose las lágrimas.
—Lo que Tsé—Tsé se propone... Es él quien paga las elecciones.
Le daba igual, sin saber por qué. Se sentía ligero. No le daba miedo nada, ni siquiera los golpes, pues, desde el bofetón de Jef, sabía que no era sino un mal rato.
—¡Calla!
—¡Volverán! — afirmaba Véronique.
—Peor para ellos...
De haber podido, hubiera ido a beber un cuarto vaso de chicha, y se hizo el propósito de obtener de Marco una botella entera. Era desagradable ir todos los días a su asqueroso local donde todo el mundo le veía entrar. Aquella noche, sin embargo, pasó por delante del café de Jef y tuvo la certeza de que Tsé—Tsé y Eugéne no habían regresado a Panamá. Estaban allí rodeados de todo el grupito cuyo gran jefe era, en cierto modo, Tsé—Tsé.
—¿Lo ves, Nique?
—Ya no hay más trenes. Tengo miedo.
¡Tanto miedo que antes de acostarse empujó la mesa contra la puerta! Cuando se despertó tras dormitar una hora, la vio aún en vela, sentada en la cama, en una postura que le hizo pensar que tal vez estaba rezando.
—¡Ten cuidado, Puche! — le recomendó a la mañana siguiente.
¿Con qué? ¿Con que no le hicieran caer un coche en la cabeza? Llamó a la puerta del local de Marco, el mestizo de las grandes bolsas debajo de los ojos, a quien tuvo que regañar para que le sirviera chicha a aquellas horas.
—Hará que me detengan... —gemía.
Y funcionó el cabrestante, funcionó como antes, tan rápido que no les daba abasto a los hombres de abajo, y que los paquetes topaban con las planchas en cada subida.
Dupuche buscó en vano a Véronique por el muelle. No acudió. Hacía un tiempo tormentoso. Quiso volver a casa enseguida, pero se detuvo, con todo, en la tasca de Marco.
Este lo miraba de un modo raro. Algo debía de pesarle en la conciencia.
—¿Han venido a interrogarte? — le preguntó Dupuche.
—¿Quién quiere que venga?
—Yo qué sé... ¡Vale!
Tsé—Tsé estaba todavía en el café de Jef, jugando al chaquete con él en la sombra de la sala desierta. Pero no estaba Eugéne.
Dupuche apretó el paso, evitó la tentación de las chozas de la orilla, torció a la derecha y descubrió un taxi frente a su puerta. Cuatro o cinco negritos brincaban en torno al vehículo. Era un acontecimiento para el barrio.
Alzó la cabeza y no vio a nadie en la galería. De buena gana hubiera tomado algo. Cuando llegaba arriba, se abrió la puerta, se asomó Véronique, lo miró con ojos espantados, gritó:
—¡Puche! ¡Está ella!
Y Véronique lo rozó al pasar, corriendo, llorando, se encerró abajo, en el cuarto de la casera.
Dupuche subió los cinco últimos peldaños lenta, grave, sosegadamente, como en un sueño, giró a la izquierda, descubrió su cuarto, la máquina de coser, las cortinas amarillas, la tetera encima de la mesa, con dos tazas.
—¿Dónde estás? — preguntó.
Pues sabía que iba a encontrar a su mujer, y la halló de pie adosada a un pilar de la galería, con ambas manos en el cierre de su bolso, llevaba un vestido que nunca le había visto.
Sin darse prisa, cerró la puerta. Sin temblar, dijo:
—Siéntate...
9
¿Era acaso el asombro la impresión dominante en Germaine? Mientras se sentaba al borde de una silla, miraba a Dupuche sin poder apartar la vista de él y su rostro cambiaba de expresión, perdía su aire decidido. En cuanto a él, estaba lavándose las manos como cada tarde al regresar, pero esta vez lo hacía con una lentitud ostentosa.
¡Callaba adrede! También adrede, iba y venía como cualquier hombre en su propia casa, bajaba las persianas por causa del sol y cambiaba un cachivache de sitio.
—He venido... —empezó por decir ella.
Y Dupuche repitió con frialdad:
—Sí, has venido.
Por último se sentó frente a ella y observó:
—No me engañaron: estás más guapa.
Era verdad. En la época en que estaba con él tenía un aspecto incompleto, mientras que ahora había alcanzado su plenitud. Más que nunca, ciertamente, daba una impresión de seguridad, de solidez, de equilibrio.
Y eso que estaba turbada. La entrevista no había comenzado como pensó y seguía estudiando a su marido con mirar dolorido.
—Has cambiado —suspiró por fin.
Dupuche se sonrió, con una sonrisa que sabía penosa de ver, pues, unos días antes, se había roto un diente.
—¡Cambiamos, sí!
—¿Por qué no has venido a verme nunca a Panamá?
—¡Cualquiera sabe!
Y sonreía de nuevo, observaba a su mujer de arriba abajo, comprobaba que todo cuanto llevaba era nuevo. Ella perdía el aplomo: abría y cerraba su bolso con un movimiento maquinal y él seguía callado.
Oía a los chiquillos jugar por la calle, alrededor del taxi. Notaba también un murmullo de voces, abajo, en la habitación de la casera, donde se había refugiado Véronique. La estancia aparecía como rayada, pues las lamas de las persianas recortaban en franjas el sol poniente.
Un rayo alcanzaba la máquina de coser, en la esquina. En el fogón borboteaba un hervidor azul y en la cama había tiradas unas medias.
—¿Qué piensas hacer? — preguntó Germaine, con expresión dura.
—¿Y tú?
Dijérase que, por miedo a una trampa, Germaine avanzaba con prudencia.
—¿Crees que podemos seguir viviendo así?
—¿No eres dichosa?
No sólo vestía prendas nuevas sino que llevaba un broche de oro cincelado que no era regalo suyo; de Christian seguramente.
Cobró un tono indiferente, se levantó, dio unos pasos.
—Es ridículo estar casados y vivir cada uno en una punta del canal. En Panamá todo el mundo está enterado de que vives con una negra.
—Y tú, todo el mundo sabe que andas liada con Christian.
Se volvió como un rayo.
—¡Mentira! — gritó—. ¡Te prohíbo que me injuries! ¿Oyes, Jo? ¡Deberías avergonzarte!
—¿No estás liada con Christian? — repitió Dupuche con calma.
—¡Nunca ha habido nada entre nosotros! Christian me respeta y tú debieras hacer otro tanto...
—Entonces, ¡es peor aún!
Por un instante, se preguntó Germaine si no estaría borracho por el modo tan raro en que decía esto.
—¿Qué es peor aún?
—¡Todo! Si os acostarais, sería natural. Tendríais la excusa de la pasión. Pero si no os acostáis, es ridículo y hasta odioso.
Germaine no lo entendía y, sin embargo, estaba inquieta, molesta, como si hubiera sentido que había algo de verdad en aquellas palabras. Se levantó también. Ambos andaban, daban vueltas a la mesa, se paraban.
—¡Algo así como novios de mentira! — precisó Dupuche—. ¿No lo entiendes todavía? Hasta la vieja Colombani que ya hace de suegra y Tsé—Tsé que viene de explorador a informarse...
Se expresaba mal. En su mente estaba más claro, pero se traducía más bien en imágenes: el hotel de fachada blanca, en la plaza sombreada; Germaine en la caja, una Germaine a la que cubrían de detalles; Madame Colombani acercándose de vez en cuando a saludarla... Luego Christian, con su traje almidonado, los cabellos perfumados, de codos junto a ella.
¡Y las comidas, en la mesa del fondo, a la derecha! Comidas en familia... Y los paseos en coche, todos juntos...
—¿Acaso te ocupaste de mí al principio? — replicó Germaine—. ¿Fue por gusto por lo que me puse a trabajar?
—¿Por qué no?
Lo pensaba en parte. Se sintió al punto como en su propia casa detrás de la caja y no protestó cuando le anunciaron que su marido no podría alojarse en el hotel.
—¿Te atreves a decir eso, Jo? Atrévete a decir entonces qué hubiera pasado de no encontrar yo un empleo.
—Tal vez nos hubiésemos muerto de hambre —saltó él.
—¿Lo ves?
—¿Y qué?
Seguía con ganas de sonreír. Sabía que Germaine no podía entenderlo y eso le divertía.
—¿Fui yo quien quiso marcharse de Amiens, donde estaba bien colocada?
—Reconozco que no.
—¿Fui yo quien quiso venir a estos países?
—Tampoco.
—¿Fui yo quien firmó un contrato con un canalla como Grenier?
—Fui yo.
—¿Fui yo quien cambió como de la noche al día desde el principio?
—¡Eso sí que no! Has seguido siendo exactamente igual.
—¡Ya lo ves!
—¡Si es lo que estoy diciendo! Tú sigues igual. ¡Mira!, me recuerdas el día en que fuimos los dos a ver al cura para la boda. Fuiste tú la que habló. Tú lo arreglaste todo, lo encargaste todo. Regateaste el coste de la misa...
—¿Es un reproche?
—¿Quién habla de reproche? ¡A mí todo esto me parece perfecto!
—Entonces, ¿qué tienes que decir de mí? ¿He sido yo la que se ha exhibido con un negro?
Dupuche apartó un poco el hervidor del fuego, porque silbaba.
—¡No! ¡No!
—¿Reconoces que toda la culpa es tuya?
—Si a eso se le puede llamar culpa. ¿Por qué no? Germaine seguía dando tirones al bolso de lo nerviosa que estaba.
—¿Entonces qué?
—¡Entonces nada!
—¿Es cuanto se te ocurre decirme?
—Has venido tú.
—He venido para que decidamos algo.
—¿Para que decidamos qué?
—¿Piensas vivir de nuevo conmigo? ¿Tienes proyectos? ¿Prevés el modo de regresar a Francia?
—No —dijo él afable.
—¿Y pretendes que siga siendo tu esposa?
—No.
Por poco se echa a reír ante el desconcierto de Germaine. Esperaba cualquier cosa menos aquel breve no a secas. El resultado había sido adquirido con excesiva facilidad y eso la inquietaba.
—¿Aceptarías el divorcio, Jo?
—¡Cómo no!
¿Fue que los nervios le fallaron de pronto? Se le empañaron los ojos y rompió a llorar. En cuanto a Dupuche, giraba en torno a ella con aire embarazoso.
—¿Por qué lloras? Ya ves que acepto lo que me pides. Germaine lo miró y se echó a llorar aún más, mientras que, esta vez, Dupuche desvió la vista. Había entendido su mirada. Sabía que estaba más delgado, que tenía los párpados cansados. Llevaba el pelo muy corto debido al polvo del puerto y el diente roto acababa de desfigurarlo.
Tal vez se acordaba de Lamy, que también aparentaba una gran tranquilidad.
—¿Por qué me abandonaste ya a partir de los primeros días? — preguntó Germaine, secándose los ojos con el pañuelo y resoplando.
Dupuche observó:
—¡Fuiste tú!
—¿Cómo que yo? ¿Te atreves a decir eso, Jo? Yo que trabajaba para...
—Precisamente. No puedes entenderlo. ¡Trabajabas tú! ¡Te ganabas la vida tú, para ambos! ¡Tú comías con los Colombani!
Se pasó la mano por la frente.
—¡Tú me dejabas vender salchichas!
Tuvo que parar de hablar y Germaine se volvió hacia él, conmovida, pronta a un arrebato sentimental. Jo...
Dupuche movió negativamente la cabeza y se paseó en torno a la mesa.
—Le escribías a tu padre —prosiguió con voz apagada—. Recibías cartas de él... Tú...
—¡Eres injusto, Jo! Eras tú el que, por la tarde, cuando ibas a buscarme y paseábamos, no me decía nada. Daba la impresión de que estuvieras esperando a que me fuera al hotel... Quieres a esa negrita, ¿no es así?
Dupuche hizo un ademán vago, que significaba que no lo sabía.
—Ha sido por ella por la que no has vuelto nunca a Panamá, por la que no has tratado de recobrarme. — No creo.
—Y ahora vas a tener un hijo.
Levantó vivamente la cabeza.
—¿Qué estás diciendo?
—Que vas a tener un hijo.
—¿Te lo ha dicho ella?
—No. Pero no me mires así, fue Monti.
Dupuche se pasó la mano por la frente dos o tres veces seguidas. Se acordaba del ambiente de los últimos tiempos, de la gente que rondaba cerca de la casa y que sin duda interrogaba a los vecinos.
—Incluso añadió que la chica piensa desprenderse de él. ¿No lo sabías?
Dupuche se sentó.
—¿Tienes algo más que decirme? — le preguntó con la voz cambiada. Tenía prisa por acabar—. En definitiva, quieres divorciarte, ¿verdad? ¡Conforme!
—Pero...
—Y supongo que querrás que el divorcio se pronuncie en perjuicio mío. ¡Facilísimo!
La asustaba. No era ni mucho menos así como había imaginado la entrevista.
—Tsé—Tsé, que conoce a todo el mundo y que tiene influencia, hará lo necesario. Podréis casaros.
—¡Jo!
—¿Qué pasa?
—No sé... Me aterras.
—¿Porque digo que podrás casarte con Christian? Es un buen chico. Te llevará a Francia.
—¡Oye, Jo! No debes guardarme rencor. Sé que te enfadarás.
—Entonces, no digas nada.
—No puedo verte así... Prométeme aceptar lo que voy a proponerte.
—No.
—He ahorrado dinero. Si quieres volver a Francia o ir a donde sea...
—¿Te estorbo?
De nuevo estuvo a punto de llorar.
—¡Que no! ¡No seas malo, Jo! ¡No lo ves! ¡Me das miedo!
—Y eso que estoy muy tranquilo.
—Déjame darte dinero para hacer algo, lo que sea.
—¿Qué podría hacer, por ejemplo?
—¡Qué sé yo! Eres ingeniero. Eres inteligente. Si quisieras...
—¡Pero no quiero!
Se levantó, le puso la mano en el hombro y la empujó suavemente hacia la puerta.
—¡Anda! No tendrá más que venir Tsé—Tsé para los papeles. Firmaré todo cuanto quieran.
Germaine no se decidía a marchar y Dupuche se impacientaba.
—¡Vete, te digo! ¿No entiendes que estoy harto? ¿Qué he de hacer para que te vayas?
Germaine retrocedió, asustada.
—¡Vete! El taxi está abajo. Tsé—Tsé espera en el café de Jef.
Abrió la puerta, fue al descansillo.
Entonces, al ir a dejarlo, Germaine se precipitó sobre él y lo besó en ambas mejillas, llorando, tartamudeando:
—¡Pobre Jo!
El se soltó, repitió:
—¡Anda!
—¡Jo! Jura que no harás ninguna tontería.
—¡Anda!
—¡Júramelo! No puedes entender. No ves...
—¡Anda! ¡Pero anda, te lo suplico!
—¡Sí!
Bajó las escaleras sin saber cómo, volviéndose, secándose los ojos.
Y él gritaba ya, asomado a la barandilla:
—¡Nique! ¡Nique! Ven...
¡Uf! Respiraba mal. Sentía una hinchazón en el pecho. Oyó que se abría una puerta y debieron de encontrarse las dos mujeres, abajo, en el pasillo.
—¡Venga! ¡Nique! ¡Sube!
Subió, con los ojos desorbitados. Subió lentamente, vacilante, con una solemnidad crispadora.
—Entra. ¿Qué estabas haciendo abajo?
—Esperaba.
—¿Por qué no me dijiste la verdad?
—¿Qué verdad, Puche?
Y miraba a su alrededor, como extrañada de que nada hubiese cambiado en la habitación. Arrancaba el coche. Dupuche ni tan sólo se acercó a las persianas.
Y se ponía el sol. Se apagaban las rayas brillantes, sin dejar entre las paredes más que un resplandor gris. Hasta que el coche estuvo lejos no abrió las persianas, y entonces se vivió el hormigueo de la calle. — ¿Desde cuándo estás embarazada?
—¿Te lo ha dicho tu mujer?
—Respóndeme —insistió Dupuche, nervioso.
—Desde hace dos meses. ¡No es por mi culpa, Puche!
No te habrías enterado...
¡Era curioso verla allí, en el mismo lugar que Germaine! ¡Era tan menuda, tan delgada, tan poco consistente! Había sobre todo aquellos ojos oscuros de animal que suplicaban.
—Prepáranos de comer.
—Sí —dijo, contenta con aquel cambio.
Y abrió un armario; puso en la mesa queso, pan y mantequilla.
—No me ha dado tiempo de ir a la compra. ¿Tienes hambre, Puche?
No se atrevía a preguntarle. Iba al armario a buscar una botella de cerveza.
Y él sabía que había pasado la hora del tren, que Germaine no podría volver a Panamá, que seguramente dormiría en el hotel de Jef, donde estaban reunidos todos.
—¿No comes?
Comió mirando a Véronique, que no probaba ni el pan ni el queso.
—¿Por qué querías perderlo? — le preguntó de pronto con el entrecejo fruncido.
—Creía que te enfadarías.
—¡Imbécil!
—¿Es verdad, Puche? ¿No te molesta un crío conmigo?
¡Y hete aquí que lloraba ella también! Era la primera vez que lloraba y las lágrimas le corrían por las mejillas, idealmente transparentes sobre el color negro de la piel.
—¡Calla! — le ordenó levantándose. ¡Estaba harto! Le dolían los nervios—. ¡No llores así! ¿Qué te pasa?
—¡Puche! Todavía estoy a tiempo... Tenía que tomar la poción mañana.
No podían seguir allí.
—¡Ven! Vamos a pasear.
—Sí, Puche.
Se secaba los ojos. Lloriqueando aún tomó su sombrero rojo, el cual se colocaba ridículamente en la cabeza.
La gente de abajo los miró pasar, así como todos los que estaban sentados en los umbrales tomando el fresco. Véronique no se atrevía a agarrarle del brazo como de costumbre. Y él no se dirigía hacia la plaza, sino hacia la estación, cuyas vías cruzaron.
—¿Adónde vamos, Puche?
—¡A ningún sitio! Paseamos.
Ardía una fogata de leña al aire libre y una mujer freía pescado en una sartén que sostenía sobre las llamas. Estaba agachada de tal forma que Dupuche le veía los muslos hasta el vientre.
—Por aquí está muy sucio —aventuró Véronique.
—¿Te parece sucio?
Y pasaba adrede cerca de las chozas. A cien metros los bazares estaban alumbrados y seguían abiertos, pues se esperaba un barco a las nueve y se anunciaban cuatrocientos pasajeros.
—¿Me guardas rencor, Puche?
—¿Por qué?
—¡Tu mujer es más guapa que yo! Y es blanca...
—¡Eso es! — ironizó Dupuche—. Christian también es blanco. O sea que harán buena pareja...
—¿Estás triste?
—¿Yo? Me gustaría saber por qué iba a estar triste.
Sí, ¿por qué? Se sentó en la arena, a la orilla del mar, cuyo último ribete venía a lamerle los pies. La oscuridad no era aún completa pero los barcos atracados en la bahía ya tenían encendidas las luces.
Véronique permanecía quieta, sin atreverse a perturbar su silencio, no osando siquiera volverse hacia él para interrogar su semblante. Dos pescadores bogaban en una piragua y apenas agitaban el agua remando. Unos aviones que vigilaban la zona sobrevolaban la ciudad y el puerto y dirigían sus faros hacia la negrura del cielo.
—¡Puche!
No se movía. Pudiera creerse que estaba dormido.
—¿Sabes qué pienso? Que quizá conviniese más que fueras con tu mujer.
Dupuche seguía inmóvil y Véronique no veía más que el mar gris delante de sí con un solo planeta, que brillaba, arriba, como suspendido.
—Qué más quisiera ella que volver contigo...
Dupuche se tendió boca arriba, de cara al cielo. Y Véronique no sabía qué más decir. Tenía miedo, igual que Germaine.
—Puche...
—Échate —suspiró él.
Obedeció y permanecieron tendidos el uno junto al otro en la arena mezclada con tierra, que conservaba algo del calor del sol, mientras el ribete les alcanzaba los pies.
Nacían estrellas silenciosas, y una sirena, a lo lejos, llamaba al remolcador. La cuadrilla de Dupuche no estaba de servicio. El buque, que llegaba de Río de Janeiro, daba la vuelta a América del Sur llevando turistas. Dentro de una hora, el Atlantic y el Moulin Rouge estarían a rebosar.
Todos los taxis y todos los coches de caballos esperaban alineados frente a la estación marítima, mientras la fogata delante de las chozas iba consumiéndose y exhalando un cálido olor a leña quemada.
—Se está bien aquí... —murmuró Dupuche, alargando una mano que topó con el cuerpo de Véronique.
Esta no se atrevía a decir nada. Estaba triste. Tenía arena en los zapatos, lo cual le molestaba, pues no llevaba medias.
—Aún faltan siete meses —dijo Dupuche a los pocos minutos.
Los Christian estarán seguramente casados. ¡Pues ya los llamaba así! Se acordaba de que, al salir para América del Sur, le dijo su mujer:
«Sería mejor que no tuviéramos hijos enseguida, que aguardáramos a estar bien instalados...».
¿Instalados dónde? En realidad, ella sí que estaba instalada desde los primeros días en el hotel de los Colombani.
Aquello estaba bien. Era perfecto. Dupuche sentía el cuerpo de Véronique bajo su mano.
—¿No nos vamos? — preguntó ésta. — Como quieras.
Nunca llevaba la contraria. Encima, tenía dolor de cabeza. Se levantó, sacudió la arena que se le había metido en la ropa mientras Nique se descalzaba para vaciar los zapatos. Cruzaron el solar vacío, pasaron cerca de las chozas invadidas por la oscuridad y el silencio y Dupuche por poco tropezó con una chiquita que dormía bajo un trapo viejo.
—Dame el brazo —le dijo a Véronique.
Caminaron más deprisa por delante de los bazares y no se sintieron tranquilos hasta que estuvieron en el barrio negro, que empezaba a dormirse. En algunos umbrales, sin embargo, brillaba la punta roja de un cigarrillo: alguien que no se decidía a acostarse y que tomaba el fresco, recostado en su silla.
—Sube ya...
Adivinó sus ojos llenos de inquietud y agregó:
—No temas. Ya vuelvo.
Véronique obedeció, y él, tan pronto dejó de verla, corrió más que anduvo hasta el tenducho de Marco. No había nadie. Marco iba a apagar la luz.
—Ponme un vaso.
Luego otro. Empezaban a temblarle las rodillas. Se sonreía.
—Pagaré mañana.
—Entendido, Monsieur Dupuche.
De nuevo andaba entre las casas de madera. Pensaba a su modo. Se reía con sarcasmo. Esbozaba muecas.
Hasta le entraron ganas de ir a dar las buenas noches a los huéspedes de Jef para demostrarles que le importaban un rábano.
Por la mañana había recibido una carta de su madre y estaba aún sin abrir. Como siempre, debía de hablarle de sus tías, de las vecinas, de una vieja que había muerto, de otra que estaba enferma o que se había quedado viuda. ¡Y su madre venga quejarse!
Para él todo estaba claro. Véronique tenía dieciséis años. Hizo el amor como un animalito pequeño y tendría un hijo.
¡Pues bien, aquí acabaría todo! Se volvería gorda como su madre.
¿Cuánto tiempo disfrutó de la vida? ¿Tres, cuatro años? ¡Ni eso!
Y no tenía sino que leer una carta de la anciana Dupuche para percatarse de que en todas partes era igual.
Monsieur Velden, un belga que vivía enfrente de él y que poseía un coche, padecía de un cáncer en el estómago. ¡Tenía dos críos, de uno y cuatro años!
¡Y los Janin! ¡Se lo embargaron todo! Eran los más ricos del barrio. Se construyeron una casa de quinientos mil francos, con una galería de sillares. ¡Ahora, Janin buscaba en París una colocación de lo que fuera!
Dupuche escuchaba sus pisadas. Sentía un peso en la cabeza. A veces pasaba cerca de una pareja que susurraba en una rinconada. Como él y Germaine en Amiens, cuando eran novios, y, para presumir, para hacerse ilusiones, le decía de antemano: «¡Esposa mía!».
Unos besos que olían a invierno y a saliva. Ella regresaba a su casa corriendo y se volvía al ir a abrir la puerta.
Era muy posible que no hubiese habido nada entre ella y Christian, pues su carácter era bastante peculiar. ¡Tan sólo miradas, promesas de felicidad!
¡Y los dos Tsé—Tsé envolviendo el idilio con su protección, pues al fin habían encontrado a una mujer capaz de llevar el negocio en su lugar!
¿Y si, una vez casada, no quisiera estar más detrás de la caja? ¿Si se le ocurriera aprovecharse de los millones para vivir en Europa? ¡Ja! ¡Ja!
Le dolía de veras la cabeza. ¡Mejor hubiera hecho en llorar antes, para sentirse aliviado!
Estuvo a punto de volver al cafetín de Marco, pero pensó que la puerta estaría cerrada y que tendría que armar ruido. Sin contar con que Véronique estaría enloquecida, atormentada por la inquietud. Era conmovedor, a su edad, tener un hijo; ¡un negrito minúsculo, sin duda alguna! ¡Con ojos grandes en una cara de color café con leche! ¡Que se revolcaría por el suelo como un cachorro!
—¡Puche!
Lo llamaban. Era la voz de Véronique. Estaba allí, en la oscuridad, en la esquina de la calle, con alguien vestido de blanco, un hombre al que no reconocía de lejos.
—Soy yo, Dupuche. — La voz de Monti, el mayor, que era el más simpático—. He venido a hablar contigo. Nique me ha dicho que ibas a volver.
¿Subes?
—Preferiría hablar andando.
—¿Tengo que irme a casa, Puche? — preguntó Véronique.
Lo sabía de antemano.
—Sí. Acuéstate ya.
Y, cuando desapareció, Monti el mayor le puso la mano en el hombro, con insistencia para manifestar su afecto.
—Tengo que hablarte seriamente. Antes, tu mujer ha vuelto descompuesta. ¿Qué le has dicho?
Maquinalmente, se dirigían hacia la playa bordeada de cocoteros mientras los taxis del puerto, atestados de turistas, empezaban a invadir la ciudad.
10
Con mucha calma, frase tras frase, con pausas, caminando a paso lento, iba diciendo Eugéne Monti:
—Piénsalo bien. A tu mujer acabo de verla. Soy amigo de Christian, pero mi deber es decirte que si quisieras...
Avanzaban por una catedral de oscuridad y silencio donde las columnas eran cocoteros. Sus pasos no hacían el menor ruido en la hierba y a veces rozaban, sin verlas, a formas humanas inmóviles, adivinaban un soplo de vida como se adivina la sombra de una vieja junto a un confesonario.
—No quiero decir que siga amándote, pero se quedaría contigo antes que...
¡Antes que ver matarse a Dupuche, por ejemplo! ¡Y hasta por menos, era cierto! Le bastaría con exigir, con recordarle que era su marido.
—Creo que en este caso, para evitarse complicaciones, Tsé—Tsé os ayudaría a ambos a regresar a Europa.
Se hallaban tan sólo a unos metros del mar y ni siquiera lo oían.
—¿Qué decides?
—Que se case con Christian —articuló Dupuche.
Empezaba a entrever la verdad, o lo que creía la verdad. Les daba miedo. Temían un escándalo. Le enviaban a Monti para tantearlo. Los demás esperaban en el hotel de Jef para saber qué haría.
—Y tú, ¿vas a seguir?
—¿Voy a seguir con qué?
—¡Con la chicha! Hombre, voy a contarte una historia que tal vez te impida ir demasiado lejos y que te mostrará que los Colombani no son lo que piensas... Ya has visto a Monsieur Philippe. Cuando aún tenía una posición y fortuna, fue a Europa como hacía todos los años y conoció a una mujer joven con la que se casó. La trajo aquí. Se construyó la villa más suntuosa del barrio de la Exposición. — Dupuche escuchaba, receloso—. Su mujer murió de tifus a los seis meses y, desde aquel día, Monsieur Philippe quedó perdido, pues se consideró el causante de la muerte de su esposa. En vano le dijeron que en Europa hubiera podido coger el tifus igualmente. Se entregó a la chicha. Abandonó su plaza en la French Line e invirtió su dinero con tan poco juicio, que al cabo de tres años no le quedó nada. ¡Pues bien! Tsé—Tsé lo recogió únicamente porque en otro tiempo le hizo un pequeño favor. Le dio el título de gerente del hotel, para no herir su susceptibilidad. Hasta finge no ver que Monsieur Philippe bebe chicha.
No podía saber que Dupuche ostentaba una sonrisa tenue. Pues, ahora, sentía afinidades con aquel Monsieur Philippe, a quien primero había detestado. Lo entendía. Sabía por qué tenía siempre aquel aire lejano, por qué, con el pretexto de la siesta, pasaba la mayor parte del día en su habitación.
Y, más que nada, porque era indiferente a todo. ¡Vivía en sí mismo! No necesitaba a nadie y, cuando tendía una mano tan floja, era porque desdeñaba penetrar en la vida de todo el mundo.
¡Acaso despreciaba a Tsé—Tsé! No era imposible. Lo mismo que, al instante, Dupuche hubiera sido capaz de dejar a Eugéne sin decirle siquiera adiós.
¿Qué les pasaba a todos ellos con tanto querer de mostrar su compasión a toda costa? ¿Había vuelto Germaine descompuesta, como decía Monti? ¡La verdad es que no había motivo!
—Si estás empeñado en vivir con Véronique, acepta al menos el traslado a otro lugar: Argentina, por ejemplo, o Brasil, o México.
—Y Tsé—Tsé pagará —añadió Dupuche con una voz tan neutra que Monti se sonrojó.
¿Cuántos cooperaban en la felicidad de Christian? ¡Cinco! ¡Diez! ¡Toda la tribu! Toda una tribu alarmada, cuando Dupuche no se metía con la tranquilidad de nadie.
—Me voy a dormir —anunció.
Y se alejó sin estrecharle la mano a Eugéne, cuyo traje blanco siguió viendo en la oscuridad de los cocoteros.
¿Por qué no se daban más prisa? Al cabo de tres meses aún no le habían hecho firmar ninguno de los papeles necesarios para el divorcio. Cada tarde, al volver, le preguntaba a Véronique:
—¿Ha venido alguien?
Alguien era toda la banda, todo lo que gravitaba en torno a la futura pareja. ¡No iban! No se acercaban siquiera por Colón, donde Dupuche veía alguna que otra vez a Jef, el cual adquiría un aire despreciativo, o a alguno de los chulos que ya no le daban los buenos días. Sólo Lilian, de lejos, le dirigía un breve saludo con la cabeza.
Bruscamente, un día en que trabajaba en la descarga de un barco de la Grace Line, se sintió tan débil que apenas le dio tiempo a llamar a un compañero, y hubo que llevarlo a la sombra, donde le entraron vómitos y cólicos.
De la enfermería lo trasladaron al puesto de socorro del puerto y al día siguiente lo llevaron al gran hospital de Panamá.
Había doctores y enfermeras a su alrededor. Estaba semiconsciente y diez veces preguntó si habían avisado a Véronique, sin pensar en dar sus señas.
Su caso debía de ser muy grave, pues todos eran muy amables con él y ya andaban de puntillas.
¿El tifus, como la mujer de Monsieur Philippe? Más bien un accidente del hígado, cólicos hepáticos quizá, pues le administraban dosis masivas de adrenalina.
Dormía casi todo el tiempo. Sentía un gran cansancio. Cuando estaba despierto, miraba las finas líneas de luz que recortaban las persianas y acababan por formar en su retina unos dibujos divertidos, parecidos a personajes.
Un día vio a su cabecera a los dos hermanos Monti. Trajeron una cesta de frutos europeos, pero le estaba prohibido comerlos.
—¿Qué hay, pobre amigo?
Se encontraba tan turbado, tan inseguro, que confundía a Eugéne con Fernand.
Al día siguiente, a quien vio, junto a Eugéne, fue a Germaine con su pañuelo hecho un ovillo en la mano. Estuvo mucho rato sentada junto a la cama y mirándolo.
—¿Sufres mucho, Jo?
Negó con la cabeza y era verdad. Apenas sufría, quizá porque le ponían dos inyecciones diarias. Tenía siempre el mismo cansancio, y aquellas ganas de dormir y aquellos sueños informes.
Quizá se equivocaba, pero creyó reconocer una vez a Christian con Germaine y cada mañana había flores frescas en la mesilla de noche. En realidad no tuvo verdadera conciencia de todas aquellas cosas hasta mucho más adelante, cuando una mañana lo ayudaron a incorporarse y le tendieron un espejo en el que se vio esquelético, con las mejillas pobladas por una barba pelirroja.
—¿He estado muy enfermo?
La enfermera era una norteamericana de origen noruego, de cabello rubio plateado.
—Creíamos que no íbamos a salvarle —confesó.
Entonces vio las flores, los frutos.
—¿Ha sido mi mujer quien ha traído todo eso?
—Han sido sus amigos, sí, y esa señora joven que es tan bonita y tan distinguida. Durante veinticuatro horas estuvo usted en la sala general. Fue esa señora quien hizo lo necesario para que le diesen una habitación individual...
—¡Ah! ¿Sí?
Tenía la boca pegajosa y hubiera querido pedir un vaso de chicha. Ya se le endurecía la mirada.
—¿No ha venido nadie más a verme?
La enfermera hablaba mientras ordenaba frascos y paños.
—Una negrita pequeña se pasa los días fuera, en la verja, pero está prohibido dejar entrar a gente de color. Tienen su sección aparte. ¿Qué está haciendo?
Y él, muy serio, con esfuerzos desesperados para levantarse:
—¡Me quiero ir!
Cayó al suelo y la enfermera llamó a una compañera para que la ayudara a subirlo a la cama.
—¿Se portará bien ahora?
¡Ni soñarlo! ¡Se había acabado! La miraba ya como a una enemiga; la espiaba como para aprovechar el menor descuido.
—Quiero que quiten las flores. — Obedeció—. Quiero volver a la sala general. ¿Oye?
¡Ya no hubiera hecho falta divorcio, sencillamente!
¡Le ahogaba la emoción! Vio que se acercaba la enfermera y debió de desmayarse.
—¿Has traído los papeles?
Estaba lúcido, incorporado en su cama y habían consentido en afeitarle la barba.
—¿Qué papeles? — balbució Germaine, que tomaba a Monti por testigo de su inocencia.
—Para el divorcio... Como no palmaré esta vez...
—¡No hables así, Jo!
—¿Y si yo quiero firmar los papeles?
—Todavía tienes fiebre. Descansa.
—También quiero que dejen pasar a Véronique.
—Yo fui la primera en pedirlo, pero por lo visto no es posible. Ni Tsé—Tsé mismo ha podido lograrlo. ¡Vaya! ¡Vaya! Así que la banda entera se había ocupado de él, había rivalizado en caridad y, naturalmente, les debía gratitud eterna.
—Voy a dormir.
Así, se veían obligados a dejarlo tranquilo. Sólo quedaba la noruega, haciendo como que trabajaba, pero en realidad estaba allí para vigilarlo, pues lo consideraban desquiciado.
—¿Se lo ha dicho?
—Sí.
Se trataba de comunicar a Véronique que estaba mejor y que dentro de dos días saldría del hospital. — ¿Ha precisado bien dos días?
—Pues claro.
Adivinaba que mentía, pues querían tenerlo más tiempo. Hasta le trajeron un nuevo médico que le hizo todo tipo de preguntas y estuvo examinándolo una hora.
—¿Qué más me ha encontrado éste?
—Nada. Está usted mejor.
—¿Y saldré dentro de dos días?
Entonces su mente se puso a funcionar y creyó entender por qué eran tan amables con él. ¿No se imaginarían que estaba loco?
—Su esposa está en el pasillo. Prométame que la recibirá bien.
—No tengo nada que decirle.
—La hará llorar otra vez.
—¿Por qué? ¿Ha llorado ya?
—Casi en cada visita. ¿Quiere que le diga una cosa? Es usted un hombre malo.
—Hágala pasar.
Y, cuando estuvo allí:
—Oye, Germaine, estoy de acuerdo en que vengas otra vez, pero con los papeles.
¡Estaba harto! ¡Al final tenía la sensación de estar preso! Tsé—Tsé pagaba, estaba claro, pues era él quien debía de pagar su habitación. Pero era un truco para que no tuviera nada que decir.
—¡Oye, Jo! Si quieres, dentro de tres semanas, regresaremos a Francia los dos... El cambio de clima te sentará bien.
—¡No!
—Me ha escrito tu madre. Está preocupada por no recibir noticias tuyas...
Se volvió del otro lado, de modo que Germaine no tuvo más remedio que irse.
—¡Escuche, Mademoiselle Elsa, si no me deja salir dentro de dos días, lo destrozaré todo!
Fueron precisos ocho. El propio director fue a verle y se encogió de hombros. Le entregaron su ropa de trabajo, su gran sombrero de paja y sus gafas de cristales ahumados.
Cuando traspuso la verja, vio el coche de los Monti aparcado un poco más lejos, con Eugéne al volante, pero al mismo tiempo recibía a Véronique en sus brazos, y detrás de ella estaban la gorda mamá Cosmos y hasta papá Cosmos, que lloraba.
Los besó adrede, pues sabía que estaban observándolo por las ventanas del hospital.
Pasó la noche en casa de los Cosmos, junto a Véronique, que ya estaba muy gruesa. Luego salió por la mañana con ella y tomó el tren para Colón, después de escribirle a Germaine que deseaba que las formalidades del divorcio se hicieran cuanto antes posible.
A los tres días, recibió la visita de un hombre de leyes que trajo una cartera amarilla atiborrada de papeles.
Estaba tan flojo que llegó al puerto con mucha dificultad y no insistió cuando le manifestaron:
—No puede trabajar en el estado en que se halla. Descanse primero.
Fue a visitarlo un judío bajito y le aconsejó que se lanzara a los seguros, pues le repitió el mal en pleno trabajo. Durante quince días corrió por todas partes, siguiendo al judío: esperó en la antesala, fue recibido con frialdad, a veces con un desprecio ostensible, y no obtuvo más que una limosna de cincuenta dólares que hubo de compartir con el hombre de negocios.
Marco fue detenido por despachar chicha y ahora había que ir a beberla al corazón del barrio negro, en un sótano donde reinaba un olor a cloaca.
Dupuche recibió más papeles relativos al divorcio y un mes más tarde supo que éste había sido pronunciado en contra de él.
Le quedaban dos dólares. Véronique paseaba cómicamente una barriguita hinchada que parecía proyectar delante de su cuerpo de chiquilla. Ya no se cuidaba de la habitación y siempre había platos sucios y vasos pegajosos encima de la mesa.
En cuanto a él, como tenía los zapatos rotos, empezó a llevar alpargatas, se las había comprado en Francia para la travesía, pensando que se llevaban a bordo.
Una tarde en que pasaba junto al hotel de Jef, éste corrió tras Dupuche y lo asustó por un momento: se preguntaba qué quería de él el coloso.
—¡Párate, joder!
Se le plantó delante, despreciativo, señaló la camisa sin cuello postizo.
—Estás en las últimas, ¿eh?
Dupuche no contestó.
—Lo que voy a hacer no es por ti, sino por todos nosotros, los franceses... Hay una plaza vacante en el Ayuntamiento. ¿La quieres?
—¿Una plaza de qué?
—¡De lo que sea! La aceptarás de todos modos, ¿entiendes? Tú te lo has buscado. Al principio te ayudábamos todos... Entra conmigo.
Lo empujó a su café, donde había tres clientes en una mesa.
—Te voy a dar una nota para el alcalde. Anda en busca de un guardián para vigilar a los presos que limpian los jardines públicos. ¡Toma!, bebe un vaso de cerveza.
¡Pues bien, Dupuche no se sentía humillado! El otro era el más fuerte. Era un bruto. ¿Y qué? Ello no quitaba que anduviese dando vueltas todo el día por su café como un oso enjaulado y que se aburriese. Mientras que él nunca se aburría.
Vivía para adentro, como Monsieur Philippe, a quien le hubiera gustado volver a ver, aunque sólo fuera para adquirir la certeza de que eran iguales. Se bastaba a sí mismo. Iba por la calle, pero al mismo tiempo estaba en otra parte, pensaba, ordenaba la mar de ideas en su cabeza.
—Ten, ahí tienes la carta. Mañana a las nueve. Preséntate aseado.
—Gracias.
—No hay de qué darlas.
Y fue una tarde en que volvía del jardín público cuando tuvo lugar el acontecimiento. No lo avisaron. Salió por la mañana como de costumbre, llevándose la comida envuelta en un trozo de hule.
Su sector era precisamente la catedral de silencio que recorrió con Monti, quien decía: «Está dispuesta a regresar a Francia contigo...».
El mar iba a morir o a romperse en la arena, según el viento. Había paseos con bancos, parterres de flores rojas o amarillas. Una parte del jardín, reservada para los colegiales, para los pequeños negritos, estaba llena de columpios y toboganes.
Más lejos, se alzaba el Washington Hotel, con su parque, sus clientes y clientes de blanco.
Dupuche iba a buscar a seis, a diez, a doce presos según los días. Iban vestidos como todo el mundo. Eran negros o mestizos que caminaban delante de él con escobas y palas.
Pasando de la sombra al sol, recogían los papeles, las pieles de los plátanos, los cocos caídos, o rastrillaban sin convicción.
A la izquierda, invisibles, se apiñaban detrás de la estación las tres o cuatro chozas de pescadores y, a veces, Dupuche iba hasta allí, pues sabía que sus presos no tenían ganas de escaparse. Además, ¿qué pudiera haber hecho él? Ni siquiera iba armado.
Se sentaba en un banco; miraba jugar a los niños.
Su madre le escribió una carta terrible, porque iba a morirse sin volver a verlo, y sus tías, que estaban a su lado, añadieron todas una frasecita dura para el hijo indigno.
Aquella tarde adivinó que algo pasaba al oír los ruidos de la casa. Subió la escalera corriendo y encontró la habitación llena de matronas a las que no conocía. Mamá Cosmos estaba allí también y fue ella quien se dirigió hacia él sosteniendo a una criaturita de piernas blandas, un cuerpecito pardo que Dupuche tomó en sus brazos.
En la mesa, había pasteles junto a servilletas y paños. Había incluso una botella de vino tinto y unos vasitos.
En cuanto a Véronique, acostada de lado, miraba con un ojo, ansiosa de saber lo que Dupuche iba a decir.
¿Qué pudiera haber dicho? Estaba contento, eso era todo. Era un crío bonito, de piel tersa como su madre. Las matronas lo observaban, respetuosas y enternecidas, y él no sabía dónde poner al niño, que acabó por dejar en la cama junto a Nique.
—¿Eres dichoso, Puche?
—¡Claro! ¡Claro! — Tras reflexionar un instante, añadió—: La semana que viene nos casaremos.
Hubiera sido ridículo mientras Véronique estaba embarazada. Pero pensaba en ello desde que estuvo en el hospital, donde nunca la admitieron. Era mejor regularizar las cosas.
Las negras lo contemplaban embelesadas. Mamá Cosmos le tendió un vaso de vino.
Y a punto estuvo de llorar bebiéndoselo. Tenía un nudo en la garganta. Pensaba en demasiadas cosas a la vez: en su madre que iba a morir, que tal vez había muerto ya en su habitación, rodeada por las tías que se parecían a las matronas; en el entierro que seguiría el mismo camino que el de su padre, cuando él tenía quince años y quería echar todas las flores en la fosa; en un día en que era pequeño y veía por la ventana a unos albañiles sobre la tapia de una casa en construccion; en...
No en Germaine. ¡No! No pensaba en ella. Ni siquiera leía los periódicos para saber cuándo se casaría con Christian y cuándo saldrían para su luna de miel en Europa.
¡Lloraba, ya estaba! Por más que se contenía, dos lágrimas cruzaron las verjas de sus pestañas y no sabía dónde mirar.
—¡Puche! — llamó Véronique desde el fondo de la cama.
El le sonrió de lejos. No era eso. No podía entenderlo. Lloraba por cosas suyas. Era dichoso por cosas suyas que no hubiera podido confiar a nadie, como no fuera, quizás, a Monsieur Philippe...
—¡Puche! Mamá quiere ponerle Napoleón...
Y mamá estaba la mar de orgullosa de aquel acierto. — ¿Por qué no? — murmuró Dupuche, sirviéndose un segundo vaso de vino tinto.
¡Vaya! ¡Estaba muy bien! Ya era hora de ir a dar una vuelta por el sótano donde, sentado en una caja de botellas de whisky, se bebería sus tres, sus cuatro, puede que sus cinco vasos de chicha, pues era un día excepcional, era un día magnífico y había que disfrutarlo plenamente, en la soledad de su mente, en la bienaventurada lasitud de su cuerpo.
Dupuche murió diez años más tarde, de una hematuria aguda, después de haber realizado su ambición: vivir en una choza a la orilla del agua, detrás de la vía férrea, entre las hierbas salvajes y los residuos. Tenía entonces seis hijos: tres de piel negra, dos mestizos y uno, el menor, casi blanco, con apenas sombras violeta en las uñas.
Véronique Dupuche dirigía el duelo, vestida de negro, flanqueada por su mama, pues papá Cosmos también había muerto.
Germaine y Christian fueron ex profeso de Panamá y seguían el cortejo en un taxi.
Fue Monti, el mayor, quien entregó a Véronique un sobre con cincuenta dólares dentro.
Durante el oficio, Jef y los chulos fueron a jugar una partida de belote y Lili se levantó justo a tiempo para tomar parte en el último responso.
Aquella misma tarde, el judío bajito que se ocupó ya antes de Dupuche, le comunicó a Véronique que era heredera de una casa de un piso, con balcón y basamento de piedra de sillería, en un arrabal de Amiens, en Francia.
Fin
* Diminutivo en corso de François. (N. del E. francés.)
* Cristóbal es el puerto norteamericano; Colón, la ciudad indígena. (N. del E. francés.)
* En español en el original. (N. del T.)