EL ASESINATO PERFECTO (Jeffrey Archer)
Publicado en
agosto 31, 2020
Jamás habría descubierto la verdad si aquella noche no hubiera cambiado de idea.
No podía creer, ni por un momento, que Carla se hubiera acostado con otro hombre, ni que me hubiera mentido en lo de su amor por mí..., ni que yo ocupara un segundo o, incluso, un tercer lugar en su estima.
Aunque le había advertido que nunca me telefoneara al despacho, Carla me llamó. Claro que como también le había prohibido telefonearme a casa, no le dejaba muchas salidas. En realidad, sólo quería decirme que no podíamos vernos para lo que los franceses llaman con gran decoro un cinq a sept. Me explicó que tenía que ir a Fulham a ver a su hermana enferma.
Me contrarió bastante. Acababa de pasar otro día deprimente y ahora debía renunciar a lo único que lo habría hecho soportable.
—Yo creía que no te llevabas bien con tu hermana —le dije, con aspereza.
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Al final, Carla preguntó:
—¿Podemos quedar para el jueves que viene, a la misma hora?
—No sé si me irá bien. Te llamaré el lunes, cuando haya hecho mis planes.
Colgué el teléfono.
Con gestos cansados, llamé a mi mujer para comunicarle que iba hacia casa; solía hacerlo desde una cabina cercana al domicilio de Carla. Era un truco que utilizaba con frecuencia para inducir a Elizabeth a creer que sabía dónde me encontraba cada segundo del día.
Casi todo el personal de la oficina se había ido ya, así que recogí unos papeles en los que pensaba trabajar en casa. Desde que fuimos absorbidos por la nueva compañía, unos seis meses antes, la dirección no sólo había despedido a mi ayudante, sino que contaba con que yo hiciera su trabajo además del mío. La verdad es que no estaba en situación de quejarme, pues mi nuevo jefe dejó clarísimo desde el principio que si no me gustaban las condiciones disponía de absoluta libertad para buscar trabajo en otra parte. Naturalmente, yo también pensaba lo mismo, pero no se me ocurrían muchas empresas que aceptaran fácilmente a un individuo que había llegado a esa edad mágica situada en algún punto entre lo buscado y lo asequible.
Al salir del aparcamiento y unirme al tráfico de la hora punta, empecé a lamentar mi actitud seca y cortante con Carla. En realidad, no podía decirse que le gustara el papel de «la otra». Me sentía culpable, así que cuando llegué a la esquina de Sloane Square, salté del coche y corrí al otro lado de la calle.
—Una docena de rosas —pedí, hurgando en la cartera.
El florista, que debía de ganarse la vida a costa de los amantes, eligió sin comentarios doce capullos cerrados. Mi elección no demostraba mucha imaginación, pero al menos Carla sabría que lo había intentado.
Me dirigí entonces a su piso, con la esperanza de que aún no se hubiera ido a casa de su hermana; a lo mejor nos daba tiempo a tomar una copa. Recordé entonces que ya había avisado a mi mujer de que iba hacia casa. Unos minutos de retraso podrían explicarse por un embotellamiento de tráfico, pero esa excusa no serviría si me quedaba a tomar una copa.
Al llegar a la calle de Carla, tuve los problemas de siempre para encontrar sitio donde aparcar, hasta que vi un hueco que acababa de dejar un Rover delante de la tienda de periódicos. Paré, y cuando me disponía a hacer la maniobra me fijé en un individuo que salía de casa de Carla. No le habría dado mayor importancia si al momento no hubiera salido la propia Carla detrás. Se quedó en la puerta, con una bata de casa azul holgada. Se inclinó para darle un beso de despedida que difícilmente podría calificarse de fraterno. Cuando cerró la puerta, seguí hasta doblar la esquina y paré en doble fila.
Observé por el espejo retrovisor al individuo, le vi cruzar la calle, entrar en la tienda de periódicos y salir a los pocos minutos con un diario de la tarde y lo que parecía un paquete de cigarrillos. Fue hacia su coche, un BMW azul, se paró a quitar del parabrisas una multa por aparcamiento indebido, y me pareció que soltaba una maldición. ¿Cuánto tiempo llevaría allí aquel BMW? Empecé a preguntarme incluso si no estaría ya con Carla cuando ella me telefoneó para decirme que no fuera.
El tipo subió al BMW, se puso el cinturón de seguridad y encendió un cigarrillo antes de arrancar. Aparqué en su sitio. Antes de apearme y dirigirme al bloque de pisos donde vivía Carla, miré como siempre a ambos lados de la calle. Ya había oscurecido y nadie se fijó en mí. Llamé al timbre que decía MOORLAND.
Carla abrió la puerta principal y me recibió con una gran sonrisa que se transformó inmediatamente en ceño, pero que se transformó de nuevo en sonrisa con la misma rapidez. La primera sonrisa debía de estar destinada al tipo del BMW. Yo solía preguntarme por qué no me daría una llave de la puerta principal. Miré fijamente aquellos ojos azules que me habían cautivado hacía meses. Pese a la sonrisa, los ojos revelaban ahora una frialdad que nunca había visto en ellos.
Se volvió para reabrir la puerta y permitirme entrar en su apartamento de la planta baja. Advertí que llevaba bajo la bata el camisón rojo que yo le había regalado en Navidad. Una vez en el apartamento, de pronto me di cuenta de que estaba registrando aquella habitación que conocía tan bien. En la mesa de cristal del centro de la habitación estaba la taza de café Snoopy que solía usar yo, vacía. Y al lado, la taza de Carla, también vacía, y un florero con rosas. Los capullos estaban empezando a abrirse.
He tenido siempre un genio muy vivo y, al ver las flores, no pude contenerme.
—¿Quién era el hombre que acaba de salir? — pregunté, irritado.
—Un agente de seguros —contestó ella, retirando las tazas de la mesita.
—¿Y qué vino a asegurar? ¿Tu vida amorosa?
—¿Por qué supones automáticamente que es mi amante? — preguntó ella, alzando la voz.
—¿Sueles tomar café con los agentes de seguros en camisón? Y además, para colmo, con mi camisón.
—Tomaré café con quien me venga en gana y con la ropa que me salga de las narices, sobre todo cuando tú te vas a casa con tu mujer.
—Pero yo quería venir a verte...
—Para volver luego con tu mujer. Y además, tú siempre me has dicho que he de tener mi vida y no depender de ti.
Siempre sacaba a colación este argumento cuando tenía algo que ocultar.
—Sabes muy bien que no es tan fácil.
—Sé que para ti es bastante fácil acostarte conmigo cuando te apetece. Es para lo único que sirvo, ¿verdad?
—Eso no es justo.
—¿No es justo? ¿Acaso no contabas con tu habitual de las seis y con estar en casa a las siete en punto para cenar con Elizabeth?
—¡Hace años que no hago el amor con ella! — grité.
—¡Eso es lo que dices tú! — su voz tenía una frialdad colérica.
—Te he sido absolutamente fiel.
—Y eso significa que yo tengo que sértelo a ti, ¿no es así?
—Deja de actuar como una puta.
Le relampaguearon los ojos, saltó hacia mí y me abofeteó con todas sus fuerzas.
Y volvió a alzar el brazo antes de que yo hubiera recuperado del todo el equilibrio, pero le agarré la mano y le di un empujón, lanzándola contra la repisa de la chimenea. Se incorporó en seguida y se abalanzó de nuevo contra mí.
En un instante de furia incontenible, cuando ella estaba a punto de echárseme encima, cerré el puño y lo disparé con fuerza. Le alcancé a un lado de la barbilla y el impacto la derribó y cayó hacia atrás rodando. Le vi estirar un brazo para amortiguar la caída. Pero antes de darle ocasión de levantarse de un salto y vengarse, me volví y me largué de allí, cerrando de un portazo.
Crucé corriendo el vestíbulo y salí a la calle, subí al coche y me alejé a toda prisa. No habría estado con ella más de diez minutos. Aunque en aquel momento tenía ganas de asesinarla, mucho antes de llegar a casa ya lamentaba haberle pegado. Por dos veces estuve a punto de dar la vuelta. En realidad, sus quejas eran justas y me pregunté si no debería correr el riesgo de telefonearle. Aunque sólo habíamos sido amantes unas semanas, tenía que darse cuenta de lo mucho que me importaba.
Si Elizabeth pensaba hacer algún comentario sobre mi retraso, cambió de idea en cuanto le di las rosas. Se dispuso a colocarlas en un florero mientras yo me servía un whisky largo. Esperaba que me dijera algo, como que era raro que yo bebiera antes de cenar, pero parecía concentrada en las flores. Aunque ya había decidido telefonear a Carla e intentar arreglar las cosas, resolví que no podía hacerlo desde casa. Además, pensé que si esperaba a llamarla por la mañana desde el despacho, ella ya se habría calmado un poco.
Al día siguiente me desperté pronto y me quedé en la cama, pensando cómo podría disculparme. Decidí invitarla a comer en aquel restaurante francés que le gustaba tanto, a mitad de camino entre mi oficina y la suya. Carla siempre agradecía que nos viéramos en pleno día, cuando sabía que no podía ser para acostarnos. Después de afeitarme y vestirme, me senté a desayunar con Elizabeth, y como no había nada interesante en la primera página, pasé a la sección de finanzas. Las acciones de la empresa habían vuelto a bajar debido a los pronósticos de escasos beneficios. Seguro que después de una publicidad tan desfavorable se esfumarían millones en el valor de las acciones. Yo ya sabía que cuando se publicaran los balances anuales sería un milagro que la empresa no declarara pérdidas.
Después de tomar una segunda taza de café, besé a mi esposa en la mejilla y fui a buscar el coche. Decidí entonces que echaría una nota en el buzón de Carla y me ahorraría el engorro de la llamada telefónica.
«Perdóname —escribí—. Marcel's, a la una en punto. Solé Veronique en viernes. Besos, Casaneva.» Casi nunca le escribía, y, cuando lo hacía, firmaba siempre con el apodo que me había puesto ella.
Tomé un desvío corto para poder pasar por su casa, pero me retrasó un atasco de tráfico. Cuando me acercaba, pude comprobar que la causa del atasco era un accidente. Y tenía que haber sido grave, porque una ambulancia bloqueaba el otro lado de la calle y retrasaba el paso de los vehículos que llegaban de aquella dirección. Una policía de tráfico trataba de ayudar, y no hacía más que complicarlo todo aún más. Como resultaba evidente que me iba a ser imposible aparcar junto a la casa de Carla, me resigné a llamarle desde el despacho, aunque no me entusiasmaba la idea.
Unos minutos después, sentí un gran abatimiento al ver que la ambulancia estaba aparcada a sólo unos metros de la puerta de Carla. Aunque sabía que era absurdo, empecé a temer lo peor. Intenté convencerme de que se traba sin duda de un accidente de tráfico y no tenía nada que ver con Carla.
Y entonces vi el coche de la policía oculto detrás de la ambulancia.
Cuando estuve a la altura de ambos vehículos, observé que la puerta principal del edificio estaba abierta de par en par. Un hombre de bata blanca salió corriendo y abrió la parte de atrás de la ambulancia. Paré el coche para observar más detenidamente lo que pasaba, deseando que el conductor que me seguía no se impacientara. Los conductores que venían en dirección contraria alzaban la mano en señal de agradecimiento por cederles el paso. Pensé que podría dejar que pasaran unos doce o así sin que hubiera protestas. La policía de tráfico colaboró instándoles a seguir.
Apareció luego una camilla al fondo del vestíbulo. Dos enfermeros uniformados sacaron un cadáver envuelto en una sábana y lo metieron en la ambulancia. No podía ver la cara, porque la cubría la sábana, pero detrás de la camilla iba un tercer individuo que sólo podía ser un inspector de policía. Llevaba en la mano una bolsa de plástico en cuyo interior distinguí una prenda roja que temí fuera el camisón que yo le había regalado a Carla.
Devolví el desayuno sobre el asiento de al lado, y luego apoyé la cabeza en el volante. En seguida cerraron la puerta de la ambulancia, empezó a sonar la sirena y la policía de tráfico me hizo señas para que siguiera. La ambulancia se alejó a toda velocidad y el conductor de detrás empezó a tocar la bocina. Claro, él era un simple espectador. Arranqué bruscamente y no podría recordar más del resto del trayecto hasta el despacho.
En cuanto llegué al aparcamiento de la empresa limpié lo mejor que pude el asiento manchado y dejé abierta la ventanilla; luego subí en el ascensor directamente a los servicios de la séptima planta. Rompí la nota que le había escrito a Carla en trozos pequeños y tiré de la cadena. Entré en mi despacho de la planta doce a las ocho y media algo pasadas, y me encontré al director gerente paseando delante de mi mesa, sin duda esperándome. Se me había olvidado por completo que era viernes y que él esperaba que tuviera listas las últimas cifras previstas para someterlas a su consideración.
Aquel viernes concreto quería también los extractos de los estados de cuentas de los meses de mayo, junio y julio. Prometí que los tendría en su escritorio al mediodía. Sólo necesitaba la mañana libre y no iban a permitirme disponer de ella.
Cada vez que sonaba el teléfono, se abría la puerta o incluso cuando alguien me dirigía la palabra, el corazón me daba un vuelco: pensaba que sólo podía ser la policía. Al mediodía tuve terminado una especie de informe para el director gerente, aunque sabía que no iba a parecerle adecuado ni preciso. En cuanto entregué a su secretaria los papeles, salí a almorzar, aunque era temprano todavía. Comprobé en seguida que no podría comer nada, pero al menos conseguí la primera edición del Standard para ver qué noticias daban de la muerte de Carla.
Me senté en el rincón de mi bar de la zona, donde sabía que no podían verme desde detrás de la barra. Con un zumo de tomate al lado, empecé a pasar despacio las hojas del periódico.
Nada en la primera página. Ni en la segunda, ni en la tercera, ni en la cuarta. Y en la página cinco le dedicaban sólo un párrafo brevísimo: «Esta mañana fue hallada muerta en su casa de Pimlico la señorita Carla Moorland, de 31 años». Recuerdo que en aquel momento pensé que ni siquiera la edad era correcta. «El inspector Simmons, al que se ha asignado el caso, declaró que se está llevando a cabo una investigación y que se espera el informe del forense. Hasta el momento, sin embargo, no hay motivos para sospechar que la muerte obedezca a causas violentas.»
Después de leer aquella breve nota, pude tomar incluso un poquito de sopa y una empanadilla. Una vez leído el texto por segunda vez, volví al aparcamiento de la empresa y me senté en el coche. Bajé la otra ventanilla para que entrara más aire y puse la radio para oír las noticias de la una. Ni siquiera mencionaron a Carla. En la era de los terroristas, las drogas, el sida y los robos de lingotes de oro, la BBC pasaba por alto la muerte de una auxiliar industrial de treinta y dos años.
Volví a mi despacho y encontré en mi escritorio el informe con una serie de preguntas del director gerente, que no me dejaban ninguna duda respecto a lo que le parecía mi trabajo. Pude aclarar casi todas sus dudas y entregar las respuestas a su secretaria antes de salir del despacho aquella noche, pese a haberme pasado casi toda la tarde tratando de convencerme de que, fuera cual fuese la causa de la muerte de Carla, tuvo que haber ocurrido después de irme yo, y que no podía guardar relación alguna con que yo la hubiera golpeado. Pero aquel camisoncito rojo volvía a mi mente una y otra vez. ¿Podrían relacionarlo conmigo? Lo compré en Harrods —una extravagancia—, pero estaba seguro de que no se trataba de un modelo exclusivo, y era el único regalo importante que le había hecho. Pero ¿y la nota que lo acompañaba? ¿La habría destruido Carla? ¿Descubrirían quién era Casaneva?
Aquella noche fui directamente a casa, convencido de que no podría volver a pasar por la calle en la que había vivido Carla. Oí el final del noticiario vespertino en la radio del coche, y en cuanto llegué a casa puse las noticias de las seis. Pasé al canal cuatro a las siete y volví a la BBC a las nueve. Puse luego el noticiario de las diez e incluso vi la última edición.
La muerte de Carla era menos importante para la televisión que el resultado de un partido de fútbol de tercera división entre el Reading y el Walsall. Elizabeth seguía leyendo su último libro de la biblioteca, ajena al peligro que yo podría correr.
Aquella noche dormí con intermitencias, y en cuanto oí que echaban los periódicos en el buzón por la mañana bajé corriendo a ver los titulares.
BUSH ELEGIDO CANDIDATO me miró fijamente desde la primera plana de The Times.
Me sorprendí preguntándome absurdamente si el candidato conseguiría llegar a la presidencia. «Presidente Bush» no me sonaba nada bien.
Tomé el Daily Express de mi esposa; un titular llenaba la cabecera de la página: RIÑA DE AMANTES
Fin