HIJOS DEL MAÑANA (Poul Anderson)
Publicado en
mayo 26, 2020
I
A diez millas de altura, apenas si se mostraba cómo era. La Tierra aparecía como un resplandor marrón y una nube verdosa, con la bóveda de la estratosfera alargándose hasta el infinito. Más allá del ronronear de los motores del aparato, sólo existía el silencio y la serenidad que ningún hombre pudo tocar jamás. Mirando hacia abajo, Hugh Drummond pudo ver el Mississippi brillar como un hilo de plata, con sus suaves curvas contorneando su largo curso. Las colinas, el mar, el sol, el viento y la lluvia no habían cambiado. No, al menos en un millón de largos años. El género humano sólo era un breve soplo en la eternidad para la Naturaleza. Pero más abajo, no obstante, allá donde habían existido las ciudades...
El hombre que viajaba en el estratocohete lanzó un sordo juramento en voz baja y amarga. Era un hombretón, estrujado pesadamente en la diminuta cabina a presión, alto y esbelto que no llegaría a los cuarenta años. Pero sus oscuros cabellos ya estaban marcados con mechones grises y sus hombros molestos por la continuada presión del traje espacial. Su rostro sencillo aparecía cansado y ojeroso. Sus ojos estaban ribeteados por las señales del insomnio y la fatiga y sumidos en el fastidio más intenso. Había visto demasiadas cosas, vivido demasiado también, hasta que empezó a tener el aspecto de muchas otras personas en el mundo. «Heredero de las edades», pensó sombríamente.
Mecánicamente, siguió su ruta de regreso. Las marcas naturales del terreno estaban allí, disponiendo de unos poderosos binoculares para ayudarse en su labor de reconocimiento. Le mostraron demasiados cráteres, cuyo vítreo resplandor se asemejaba al brillo del ojo de las serpientes, y la calcinada y espantosa desolación del terreno a sus alrededores. La zona de la ruina total era aún más triste: árboles sin hojas, retorcidos; arenas ardientes arrastradas por el viento y esqueletos deshechos y esparcidos por doquier, que tal vez durante la noche dispersaran un leve resplandor azul fosforescente... Las bombas habían sido como una pesadilla espantosa, esparciendo el fuego y el horror, sacudiendo al planeta con la muerte de las ciudades. Pero el polvo radioactivo era algo más todavía que una pesadilla.
Pasó sobre pueblos y pequeñas ciudades. Algunas de ellas aparecían desiertas, el polvo radiactivo, la epidemia, o la catástrofe económica las habían hecho insostenibles. Otros poblados parecían sostener aún una débil vida. Especialmente en el Medio Oeste existía una lucha patética para volver a la agricultura; pero los insectos y la roya...
Drummond se encogió de hombros. Tras dos años de aquello, sobre las cicatrices del mutilado planeta, estaba acostumbrado a todo. Los Estados Unidos habían tenido todavía suerte, Europa, entonces...
«Spengler —pensó sombríamente— y los demás habían pronosticado el colapso de una civilización llegada a la cima. Pero lo que no pronosticaron fueron las bombas atómicas, las bombas de polvo radiactivo, las bombas microbianas, las que esparcían plagas vegetales..., bombas que volaban como insectos ciegos sobre un mundo estremecido por la agonía. Nunca pudieron imaginar qué significaría realmente aquel colapso...» 2[2]
Deliberadamente, arrojó tales pensamientos de su mente consciente. No quería que continuasen alojados en ella. Vivió con ellos durante dos años espantosos, que resultaron dos eternidades demasiado largas. Y de todas formas, entonces se hallaba cerca del hogar.
La capital de los Estados Unidos se encontraba bajo él en aquel momento, haciendo que su estratocohete comenzase a descender en círculos con un largo tronar de sus motores hacia las montañas. No quedaba mucho de aquella hermosa capital; lo que de ella subsistía se alojaba en una falda de las Cascadas, pero las aguas del río Potomac habían cubierto la inmensa tumba de Washington. Estrictamente hablando, todavía no había en ella ningún núcleo de Gobierno, todo lo que oficialmente sobrevivía se hallaba esparcido sobre el país, manteniéndose en precario contacto por avión o radio. Taylor, en Oregón, se estaba convirtiendo ya en un centro neurálgico.
Dio la señal con el transmisor, conociendo con un ligero escalofrío que le recorrió la espina dorsal, que las baterías de cohetes tierra-aire le estaban ya apuntando desde las verdes colinas de aquellas montañas. Cuando un avión llegaba a una ciudad, la fuerza aérea se colocaba inmediatamente a la expectativa. No es que nadie del exterior supusiera que aquella pequeña e innocua ciudad fuese importante. Pero nunca se sabía a qué atenerse. La guerra no se había terminado oficialmente. Podría ser que nunca terminara, mientras existiera personal viviente en constante alerta.
A su aparato llegó un prudente y precavido aviso.
—Está bien. ¿Puede aterrizar en la calle?
Era un sendero polvoriento y estrecho, entre dos filas de casas de madera; pero Drummond era un buen piloto y llevaba un magnífico aparato.
—Sí —contestó, con alterada voz, por la poca costumbre de hablar.
Cortó la velocidad y trazó una espiral de descenso hasta encontrarse deslizándose, sólo con el murmullo del viento contra la estructura del avión. Tomó contacto con el tren de aterrizaje y los frenos, deteniéndose.
El total silencio del entorno le golpeó como un golpe físico. El aparato en silencio, el sol cayendo sin piedad desde un cielo abrasador sobre aquel panorama de viviendas «temporales» y la total ausencia de personal viviente bajo aquellas montañas... ¡El hogar! Hugh Drummond soltó una risa seca y nerviosa, sin el menor humor en ella y se deslizó de la cabina de piloto del avión. Apreció que apenas si había gente que observara desde puertas y ventanas. Las pocas que vio daban la impresión de estar bien vestidas y alimentadas, con algún propósito y esperanza. Aquélla era la capital de los Estados Unidos, el país más afortunado del mundo.
—¡Salga pronto de ahí! ¡Rápido!
La perentoria voz sacó a Drummond del estado de introspección que muchos meses de soledad le habían creado como hábito. Miró a un grupo de hombres vestidos con uniforme de mecánicos, conducidos por un hombre de aspecto cansado y con insignias de capitán.
—Oh, sí, por supuesto. Querrán ustedes esconder el aparato y suprimir la apariencia de un campo regular de aterrizaje.
—¡Vamos, de prisa, idiota infernal! ¡Cualquiera, cualquiera podría venir por aquí y verlo!
—Nadie notaría que todavía existe un efectivo sistema de detección —respondió Drummond, prudente—. De todas formas, no se producirán más ataques. La guerra ha terminado.
—Me gustaría creerlo; pero..., ¿quién es usted para decir tal cosa? ¡Vamos, apártese!
Los mecánicos empujaron el aparato calle abajo. Drummond observó cómo se alejaba el estratocohete de su lado, con un sentimiento de desamparo. Después de todo, había sido su único hogar..., ¿por cuánto tiempo?
El avión fue alojado en un caserón disimulado como hangar subterráneo. Una rampa de cemento conducía hasta un enorme espacio cavernoso del subsuelo. Las luces interiores iluminaron una fila de aparatos guardados en el interior.
—No está mal —admitió—. No es que importe ya mucho. Quizá ya nunca más vuelva a importar. El infierno entero marcha finalmente sobre cohetes-robot... Bien. —Y se sacó la pipa de su chaqueta de aviador. La insignia de coronel brilló por un instante a la luz del sol.
—¡Oh..., lo siento, señor! —exclamó el capitán, turbado—. No sabía...
—Está bien, no se preocupe. He perdido la costumbre de vestirme con el uniforme regular. He estado en muchos sitios, y los norteamericanos no somos muy populares. — Drummond cargó la pipa. Odiaba pensar, entonces, con qué frecuencia tuvo que utilizar el Colt que llevaba a la cintura, o las ametralladoras del aparato, para salvar la piel. Dio unas chupadas a la pipa con verdadero placer. Le pareció que, de algún modo, se sacaba de su interior un amargo gusto de las cosas.
—El general Robinson ordenó que le condujera a su presencia cuando llegara, señor —dijo el capitán—. Sígame, por favor.
Continuaron calle abajo, levantando con las botas pequeñas nubecillas de polvo acre. Drummond las miró con curiosidad. Se había desvanecido pronto, tras la lucha inicial. Durante los dos primeros meses, ambos bandos, bien organizados, se habían bombardeado sin piedad; hasta que resultó imposible mantener el orden a través del hambre y la pestilencia, cuando ambas comenzaron su trágico golpe sobre la faz de la Tierra.
Por aquel tiempo, los Estados Unidos eran un país sin ciudades, un anárquico tumulto, con apenas un escaso intercambio de radio. Desde entonces, parecía que se habían conseguido progresos notables. No supo en qué medida se pudo haber conseguido; pero la simple existencia de algo que pareciese capital era suficiente prueba.
El general Robinson... La arrugada faz de Drummond se retorció con un gesto. No conocía a aquel hombre. Había esperado ser recibido por el Presidente, quien le había enviado a él y a otros en una misión exterior. A menos que los demás... No, él había sido el único hombre que había estado en la Europa oriental y en el occidente de Asia. De eso estaba bien seguro.
Dos centinelas guardaban la entrada de lo que era, sin duda alguna, un antiguo almacén de mercancías convertido en Cuartel General. Pero ya no existían almacenes. No había mercancías que depositar en ellos.
Drummond entró en la fría antecámara. El tecleo de una máquina de escribir le llamó poderosamente la atención. Le parecía imposible. Máquinas de escribir y se¬cretarias..., ¿no se había perdido todo aquello en el mundo, hacía ya dos años? Si otra nueva Baja Edad Media había vuelto sobre la Tierra, las máquinas de escribir eran un extraño anacronismo. No caían bien al ambiente. Vio que el capitán le había abierto la puerta de acceso interior. Al entrar, se dio cuenta de lo cansado que estaba. Cuando saludó al hombre que se sentaba tras la mesa, su brazo le pesaba una tonelada.
—Descanse, descanse —dijo la voz de Robinson afectuosamente.
A pesar de las cinco estrellas, no llevaba corbata, ni chaqueta. Su redonda cara aparecía sonriente. No obstante, daba la impresión de competencia y autoridad. Para haber llevado las cosas adelante en aquellas circunstancias, tenía que serlo, sin duda alguna.
—Siéntese, coronel Drummond. —Y el general le señaló una silla cerca de la suya, donde el aviador cayó desplomado, estremeciéndose. Inspeccionó vivamente el interior de la oficina. Estaba casi tan bien dotada como antes de la guerra.
¡Antes de la guerra! Unas palabras que, como una espada, habían dividido la Historia, dejando a un lado el vago resplandor de una época dorada y al otro el rojo estallido de los explosivos que llevaron la muerte y la destrucción a todas partes. ¡Sólo en dos años! El hallarse cuerdo era casi como una palabra sin sentido en aquella pesadilla. Apenas si podía recordar a Bárbara y a los niños... Sus rostros se habían sumergido en una ola de otros rostros perdidos en la monstruosa marea de la destrucción universal... Rostros de muertos de hambre, rostros humanos transformados en bestiales por el dolor y el odio. Su pena se había sumergido en el dolor de todo un mundo deshecho, y, en cierta forma, se había convertido a sí mismo en una máquina sin corazón y sin alma.
—Parece usted extenuado —dijo Robinson.
—Sí..., sí, señor.
—Suprima las formalidades. No tenemos tiempo, ni valen para nada. Tendremos que trabajar ahora juntos, no vale la pena perderlo en diplomacias.
—Pues bien, fui hasta el Polo Norte y después giré hacia el oeste. No he dormido..., bien, desde hace mucho tiempo. Pero, si puedo preguntarle..., usted. —Y Drummond vaciló.
—¿Yo? Supongo que soy el Presidente ahora. De oficio y temporalmente, o algo parecido. Tenga, necesita un trago. —Robinson tomó una botella y un vaso de una vitrina. El licor hizo un extraño ruido a los oídos de Drummond.
—Es un buen whisky de diez años. Lo beberemos mientras dure. Gambai.
Drummond pensó que el general debió haber tomado parte en la Segunda Guerra Mundial, para recordar aquel brindis. Aquello tuvo que haber ocurrido hacía ya mucho tiempo, cuando él era un chico, en que todavía era posible ganar una guerra.
El ardiente fuego del licor escocés hizo a Drummond despertar de su abatimiento. Su cálida presencia, le probó bien en su estómago vacío. Oyó la voz del general Robinson con una agudeza surrealista.
—Sí, me encuentro ahora a la cabeza de los destinos del país. Mis predecesores cometieron el error de mantenerse juntos y viajar mucho para tratar de colocar al país en camino de su reconstrucción. Así, la enfermedad abatió por igual al Presidente y al Jefe del Gabinete, como a muchos otros. Por supuesto, no existe forma de llevar a cabo unas elecciones. Las fuerzas armadas habían casi perdido toda su organización; por tanto, hemos tenido que empezar a cero en todo. Berger se había encargado de la tarea; pero se suicidó al haber respirado polvo radiactivo. Entonces, el mando recayó en mí. Desde aquel momento, he tenido suerte.
—Ya veo, señor. —Aquello no establecía mucha diferencia. Unas cuantas docenas de muertes no eran gran cosa, añadidas a los incontables millones que habían ocurrido ya—. ¿Espera usted..., seguir teniendo suerte?
Una pregunta brutal, seguramente; pero las palabras no eran bombas.
—Así es. —Robinson parecía firme en su convicción—. Hemos aprendido muchas cosas, mucho por la experiencia. Hemos esparcido el ejército, situándolo en pequeños grupos en los puntos clave de todo el país. Durante algún tiempo, hemos cesado de viajar, excepto por alguna inexcusable urgencia, y aun así, con unas precauciones muy elaboradas previamente. Esto reducirá las epidemias. Los microbios se alimentan mejor y tienen su buen campo de acción en áreas muy pobladas, ya sabe usted. Resultaban ya inmunes a las técnicas médicas conocidas; pero sin huéspedes donde vivir, acabaron por desaparecer. Confío en que las bacterias naturales los acaben de devorar. Todavía seguimos teniendo precauciones para viajar; pero, por ahora, creemos hallarnos bastante seguros.
—¿Volvió alguno más de los otros? Hubo muchos como yo, a quienes se envió al mundo exterior a ver lo ocurrido.
—Sí, uno volvió de Sudamérica. Su situación es similar a la nuestra, aunque carecen de nuestra organización y se inclinan más bien hacia la anarquía. Ninguno más volvió, excepto usted.
No era sorprendente. En realidad, lo sorprendente es que alguno hubiese vuelto. Drummond se había prestado voluntario tras haber sido San Luis destruido por las bombas y aniquilada su familia, no esperando sobrevivir y sin importarle lo más mínimo el hacerlo. Quizá por ello, se encontraba allí presente.
—Puede tomarse el tiempo que necesite para hacerme un informe detallado —dijo Robinson—, pero en general, ¿cómo están las cosas por ahí?
Drummond se encogió de hombros.
—La guerra ha terminado. Todo está destruido. Europa ha vuelto a un estado de completo salvajismo. Fueron atrapados entre Norteamérica y Asia y las bombas les llegaron de una y otra parte. Destruidas las cosechas y desorganizado todo sistema, la superpoblación hizo el resto. No quedan muchos supervivientes, y los que quedan son bestias que se mueren de hambre. Rusia, por lo que yo he apreciado, se las ha arreglado para sobrevivir en forma parecida a como usted lo hace aquí, repartiéndose el territorio en cuatro regiones independientes, aunque se encuentran mucho peor que nosotros. No pude descubrir mucho allá. No conseguí nada de India y China; pero he oído rumores. No, el mundo está demasiado desintegrado para que la guerra pueda continuar.
—Creo, entonces, que podremos salir a campo abierto —opinó el general—. Podemos comenzar realmente a reconstruir. No creo que jamás pueda haber otra guerra, Drummond. Creo que la memoria de ésta se quedará grabada de tal forma, que nunca pueda olvidarse.
—¿Podrá usted quitársela de encima tan fácilmente?
—No, por supuesto que no. Nuestra cultura no ha perdido su continuidad; pero sufrirá un espantoso retroceso. Creo que nunca podremos recobrarnos totalmente. Pero..., debemos seguir hacia adelante nuestro camino.
El general se levantó, consultó su reloj y dijo:
—Es la hora. Vamos, Drummond, vamos a casa.
—¿A casa?
—Sí, se quedará usted conmigo. Tiene usted necesidad de dormir durante un mes seguido en sábanas limpias, comer buena comida casera y sentir un aire hogareño. Mi esposa quedará encantada con su presencia. Apenas si vemos una cara nueva. Deseo tenerle cerca. La escasez de hombres competentes resulta aterradora.
Siguieron calle abajo, con un ayudante de escolta. Drummond comenzó a sentir de nuevo el doloroso cansancio que le tenía destrozado. Un hogar..., tras años de ciudades fantasmales, ruinas esparcidas sobre la nieve y de contemplar constantemente el hambre y la muerte.
—Su aparato podrá sernos extremadamente útil, también —dijo el general—. Esos aparatos atómicos, como el suyo, están más escasos que los dientes de las gallinas — dijo sonriendo, con intención de agradar a Drummond—. Supongo que habrá volado todas esas distancias sin necesidad de combustible. Y a propósito, ¿tuvo algún apuro?
—Pues, sí, general, alguno se presentó; pero pude arreglármelas con piezas de repuesto. —No era preciso mencionar en aquel momento las horas de frenético trabajo e incluso días de esclavizante y desesperada improvisación, con las plagas y el hambre rodeándole por todas partes. Había sufrido apuros para conseguir alimento, naturalmente, a despecho de las provisiones que en abundancia se llevó al partir. Había luchado por desperdicios de comida durante el invierno, entre maníacos que le hubieran asesinado por un pájaro cazado de un tiro o los restos de cualquier caballo, que se desenterraba hasta comerse los huesos. Pero tenía una misión que cumplir y aquella misión era cuanto le quedaba en la vida, el único punto adonde asirse para sobrevivir; por tanto se había aferrado a ella para llevarla a cabo a cualquier precio.
Entonces, el trabajo había terminado, y comprobó que podría descansar. No se atrevía a pensarlo. El descanso le daría tiempo para recordar. Quizá encontraría otro motivo para seguir viviendo en el gigantesco esfuerzo que se precisaba para la Reconstrucción. Tal vez.
—Ya hemos llegado —advirtió el general.
Drummond se quedó atónito de sorpresa. Allí había un coche camuflado bajo los árboles, con un chofer militar... ¡Un coche! Y de muy bella manufactura, además.
—Tenemos algunos pozos de petróleo que funcionan de nuevo y una pequeña refinería medio remendada —explicó el general Robinson—. Provee suficiente carburante para el tráfico oficial que necesitamos por el momento.
Subieron a los asientos traseros. El ayudante se sentó delante, con el rifle puesto sobre las rodillas. El coche arrancó y tomó la carretera de las montañas.
—¿Adónde, general? —preguntó Drummond admirado. Robinson sonrió levemente.
—Personalmente, creo que soy el hombre más afortunado de la Tierra. Teníamos una casita de campo para pasar allí los otoños en Lake Taylor a unas cuantas millas de aquí. Mi esposa se encontraba en ella, cuando llegó la guerra y allí continuó. Nadie vino a buscarnos hasta que me traje la oficina aquí a la ciudad. Ahora me encuentro con toda una casa para mí.
—Oh, sí. Es usted muy afortunado, general —dijo Drummond. Miró por la ventanilla, advirtiendo apenas los bosques bañados por la luz del sol. Se dirigió nuevamente al general, con voz sombría—. ¿Qué tal va el país? ¿Qué es lo que se hace, realmente?
—Durante bastante tiempo, las cosas fueron muy mal —repuso Robinson—. Algo espantoso. Cuando desaparecieron las ciudades, nuestros transportes y sistemas de comunicación quedaron literalmente barridos del mapa. De hecho, la totalidad de la economía desapareció por completo. Después llegó el polvo radiactivo y las plagas del campo. La gente se marchó y se produjeron luchas terribles allí donde los lugares superpoblados rehusaban tomar más refugiados. La policía intervino y el Ejército tuvo también que patrullar. Tuvimos que luchar especialmente contra las tropas enemigas que volaron sobre el Polo para invadirnos. Aún no las hemos cazado del todo. Hay un cierto número de bandas dispersas por todo el país. Existen numerosos grupos de hambrientos fuera de la ley y muchos norteamericanos que se echaron a la vida del bandidaje, cuando todo fracasó. Esa es la razón para que lleve esta guardia con nosotros, aunque desde hace mucho tiempo nadie ha asomado las narices por aquí. Los insectos y las plagas agrícolas arrojados con bombas por el enemigo arrasaron nuestras cosechas, y aquel invierno todo el mundo estuvo muriéndose de hambre. Pudimos contrarrestar las plagas con métodos modernos, aunque el daño fue muy considerable; sin embargo, esperamos para el año próximo buenas cosechas de productos alimenticios. Ni que decir tiene, que habiéndonos fallado todo medio de transporte, ha sido imposible salvar a muchísimas personas. Desearía contar con un Centro de Investigaciones bien equipado para ayudar a esta horrible situación. No obstante, vamos ganando, poco a poco.
—Distribución —murmuró Drummond frotándose una mejilla—. ¿Qué tal los ferrocarriles? ¿Y los vehículos de tracción animal?
—Contamos con algunos ferrocarriles que funcionan; pero el enemigo se preocupó de destrozarlos, más de lo que nosotros hicimos con los suyos. En cuanto a los caballos, apenas si quedan para poder utilizarlos, casi todos fueron comidos en el último invierno. Yo tengo en casa cerca de una docena de ellos y estamos viendo la forma de cruzarlos para poder utilizar esta fuente de energía primitiva, aunque supongo que para cuando po¬damos servirnos de ella, las fábricas ya habrán producido cosas modernamente más útiles.
—¿Y por el momento?
—Estamos acabando la peor fase. Excepto los proscritos, tenemos actualmente la población bastante bien controlada. La gente civilizada está comiendo más o menos bien, y cuenta con cierta comodidad de alojamiento. Tenemos comercios mecanizados, pequeñas ciudades industriales para mantener una modesta economía. Ahora queremos expandirla, empezando a incrementar la que tenemos. Dentro de unos cinco años, supongo, el país estará bastante bien integrado como para suprimir la ley marcial y convocar unas elecciones generales. Un enorme trabajo que hacer; pero que vale la pena, Drummond.
El coche se detuvo ante una vaca que obstruía el camino con un ternerillo pegado a sus patas traseras. El animal parecía delgado y nervioso, mirando hacia los matorrales.
—En estado salvaje —explicó el general—. La mayor parte de los animales verdaderamente silvestres fueron muertos en los últimos dos años para comérselos; sin embargo, muchos animales domésticos se escaparon de las granjas, cuando sus dueños murieron o huyeron, y se encuentran ahora en tal estado.
Robinson advirtió la fija mirada de Drummond en el animalito que seguía a la madre. Sus patas tenían la mitad de la longitud.
—Es una vaca mutante —dijo el general—. Encontrará muchos de esos animales. La radiación de las áreas bombardeadas y el polvo radiactivo. Existe incluso una gran cantidad de criaturas nacidas anormalmente. Y éste es, realmente, el peor problema con que tenemos que encararnos.
El coche emergió de los bosques de la montaña, a ambos lados del camino en la orilla de un pequeño lago. Era una escena de paz y de serenidad. Las quietas aguas daban el aspecto de oro fundido, con los árboles bordeándolo y las montañas alrededor. Bajo la copa de un gigantesco pino, aparecía una casita de campo y una mujer en el porche.
Era como un verano con Bárbara..., acudió a la mente de Drummond, mientras seguía al general Robinson hacia el pequeño edificio campestre. Pero no era así, no lo era, no podía ser. Ni lo sería nunca más. Había soldados guardando el lugar de los riesgos de asaltantes fuera de la Ley. A sus pies vio varias flores singulares; eran margaritas; pero enormes y rojas, irregularmente conformadas.
Una ardilla chilló desde un árbol. Drummond comprobó, al mirar hacia arriba, que la cara del animalito aparecía tan áspera, casi como si fuese humana.
Después, se encontró en el porche y Robinson presentó a la mujer, como «mi esposa, Elaine». Era una mujer joven, de agradable aspecto, con unos bellos ojos que fueron con mirada llena de simpatía a la exhausta cara de Drummond.
Se dio cuenta que estaba embarazada, notándose en la bella mujer una aureola de felicidad, con la esperanza de alumbrar al mundo una nueva vida.
Fue conducido en seguida al interior, invitándole a tomar un baño caliente. Después siguió la cena; pero antes que ésta llegara, se hallaba tan profundamente dormi¬do, que apenas si se dio cuenta cuando el general Robinson le metió en la cama.
II
La reacción natural de depresión nerviosa se produjo, y, durante una semana, apenas si hizo otra cosa que dormir y alimentarse. Resultó sorprendente qué cantidad de sueño y de alimento fue capaz de tomar. Una tarde, al fin, Robinson, al llegar, le vio escribiendo en un paquete de cuartillas.
—Arreglando y disponiendo mis recuerdos y notas, general —explicó Drummond— . Tendré dispuesto el informe general de aquí a un mes.
—Oh, está bien. Pero no hay demasiada prisa —le respondió Robinson, descansando fatigado sobre una butaca—. El resto del mundo sigue su curso. Creo que sería mejor que mi personal le ayudase en la tarea principal.
—De acuerdo. Pero, ¿qué haré yo?
—De todo. La especialización ha desaparecido: apenas si sobreviven unos pocos especialistas con muy escaso equipo. Pienso que su principal tarea será la de realizar un censo y ponerse a la cabeza de esta oficina.
—¿Cómo?
—Usted será la propia oficina del censo, excepto por los pocos auxiliares que pueda proporcionarle. —Se adelantó hacia él y le dijo animadamente—: Se trata de uno de los más importantes trabajos a realizar. Hará usted por este país, lo que hizo por la Eurasia Central, sólo que con mucho más detalle. Drummond, es preciso que sepamos.
Tomó un mapa de un librero, y lo extendió a todo lo ancho.
—Mire, aquí están los Estados Unidos. He marcado las regiones inhabitables en rojo. —Y con el dedo fue señalando los lugares condenados—. Demasiados, amigo mío, y sin duda tiene que haber otros muchos que aún no hayamos descubierto. Los lugares marcados con una X azul son puestos militares. —Los lugares a que se refería el general se hallaban diseminados por todo el país, próximos a los mayores núcleos de población.
—No tenemos suficientes —continuó Robinson—. Es todo lo que podemos hacer para controlar a la población más o menos ordenada. Los bandidos, las tropas enemigas, refugiados sin hogar y gente así, aún están vagabundeando en estado salvaje, ocultos entre los desiertos, y en los bosques, atacando donde pueden. Esta gente extiende las plagas. No las habremos terminado definitivamente hasta que se establezcan de una vez, lo que será un gran problema a resolver. Drummond, no disponemos todavía de suficientes soldados para hacer funcionar un sistema feudal. La plaga se extiende como una pradera incendiada en esas concentraciones de hombres incontrolados.
»Tenemos que estar bien informados. Debemos saber cuánta gente sobrevive, si es la mitad de la población, una tercera o una cuarta parte, sea la que fuere. Debemos conocer adónde van, cómo se las arreglan para procurarse provisiones, y así podremos imaginar un sistema de distribución adecuado. Debemos encontrar cuantos laboratorios, comercios de pequeñas ciudades y bibliotecas quedan aún en pie, y rescatar estos objetos valiosos, antes que acaben siendo destruidos por el tiempo o por esos bandidos. Debemos localizar a los médicos e ingenieros y a otros profesionales útiles y ponerlos en seguida a trabajar en la reconstrucción del país. Y acorralar a los fuera de la Ley para detenerlos. Y debemos..., al diablo, no se acabaría nunca con esta letanía. Una vez que dispongamos de tales informaciones, podremos instrumentar un plan principal para redistribuir la población, la agricultura, la industria y todo lo demás, eficientemente, para colocar al país bajo una autoridad civil, para abrir los transportes regulares y los canales de comunicación; en una palabra: para poner en pie a toda la nación.
—Ya comprendo. Hasta aquí sólo se ha mirado al simple sobrevivir, dejando a un lado todo lo demás. Ahora se está en condiciones de expandirse, si se conoce hasta dónde puede llegar tal expansión.
—Exactamente —confirmó el general, quien se dispuso a liar a mano un cigarrillo— . No ha quedado mucho tabaco. El que tengo es bastante malo. ¡Señor, esta guerra fue una espantosa locura!
—Todas las guerras lo son —confirmó Drummond desapasionadamente—. La tecnología ha avanzado hasta el punto de entregarnos un cuchillo con el cual poder de¬gollarnos. Y antes de esto, todos estábamos dándonos de cabeza contra la pared. General, no podemos volver a los antiguos tiempos..., debemos encontrar un nuevo camino..., un camino hacia la cordura y el buen sentido.
—Sí. Y éste lleva a...
Su interlocutor miró hacia la puerta de la cocina. Estaba prestando atención al alegre tintineo de los platos y oliendo algo delicioso que le hacía agua la boca. Robinson bajó la voz para decir:
—Podría también decirle esto; pero no quiero que Elaine lo sepa: es preciso que no se preocupe por ello. Drummond, ¿se fijó usted en nuestros caballos?
—¿El otro día? Ah, sí... Los potros.
—Hum... Han nacido cinco potros de once yeguas durante el año pasado. Dos de ellos estaban tan deformados que murieron a la semana y otro a los pocos meses. De los dos que quedaron, uno tiene los cascos hendidos y casi sin dientes. Sólo uno parece normal. Uno de once yeguas, Drummond...
—¿Estuvieron esos caballos en las cercanías de un área radiactiva?
—La radiación cuenta adonde quiera que llega, por supuesto —respondió Robinson—. Si quiere usted decir una violenta emisión de radiaciones en una región determinada, creo que, en efecto, deben haberla recibido. Fueron capturados en tal lugar y traídos aquí. Según tengo entendido, el semental fue traído desde Portland. Pero si fuese el único con genes mutantes, se hubieran mostrado difícilmente en la primera generación, ¿no es cierto? Se viene observando que casi todas las mutaciones son rece¬sivas, del tipo mendeliano. Incluso si una fuese dominante, debería haberse mostrado en todos los potros; en tres cuartas partes de ellos, quiero decir; pero ninguno parece haber seguido esa pauta.
—Hum..., yo no sé mucho de genética —dijo Drummond; pero sí sé que una radiación pesada, o más bien las partículas secundarias cargadas, lo produce y puede causar mutaciones. Pero los individuos mutantes son cosa más bien rara, y tienden a caer dentro de ciertas pautas biológicas. De acuerdo con las experiencias hechas antes de la guerra, incluso una gran dosis de radiactividad, no parecía afectar demasiado a los mamíferos en este respecto.
—Así lo creían..., ¡ellos! —Repentinamente Robinson adoptó un aire sombrío y un frío resplandor asomó a sus ojos—. ¿No se ha fijado en los animales y en las plantas? Hay muchos menos que antes y..., bien, aunque no he guardado la cuenta, al menos la mitad de los que son sacrificados tienen alguna anormalidad interna o externa.
Drummond fumó unos instantes de su pipa bien cargada de tabaco. Respondió con calma:
—Si recuerdo bien la biología que estudié en el Instituto, me explicaron que una vasta mayoría de las mutaciones no son siempre desfavorables. Hay muchas más formas de no hacer algo, que de hacerlo. La radiación podría esterilizar a un animal, o producir diversos grados de cambio genético. Se podría tener una mutación tan violentamente letal que el poseedor nunca nacería o moriría pronto. Se tienen todas las clases de factores más o menos desventajosos, o puede ser que una mutación por azar no haga mucha diferencia en un sentido u otro. O en algunos pocos casos raros, podría obtenerse algo favorable; pero sin que pudiera afirmarse que el poseedor de tal mutación fuese un verdadero miembro de la especie. Las mutaciones favorables, en sí mismas, usualmente implican pagar el precio de la parcial o total pérdida de algunas otras funciones biológicas normales.
—Así es —aprobó Robinson—. Uno de sus trabajos en el censo que debe emprender será el de localizar a todos o a cualesquiera de los geneticistas, y traerlos aquí. Aunque la tarea real y verdadera, la fundamental, la cual sólo conoceremos usted y yo, y quizá pocos otros miembros de confianza del Cuartel General, será la de encontrar todos los mutantes humanos que se hayan producido.
A Drummond se le secó la garganta.
—¿Supone que habrá muchos de ellos?
—Sí. Pero todavía ignoramos cuántos y dónde se encuentran. Sólo conocemos a esas gentes que viven cerca de los puestos militares o tienen alguna relación periódica con nosotros, que en total sólo suman unos cuantos miles. Entre ellos el coeficiente de natalidad ha descendido a la mitad de la anteguerra. Creo que en la mitad de nacimientos deben hallarse anormalidades...
—La mitad...
—Sí. Por supuesto que los diferentes en forma violenta, mueren pronto, o se llevan a una institución que hemos establecido en las Montañas Allegany. Pero, ¿qué podemos hacer con los demás, si sus padres desean retenerlos? Un muchacho con órganos deformados, perdidos o abortados, con inversión interna de órganos, una cola animal o algo peor aún..., bien, le espera un duro trance en la vida; pero puede, generalmente, sobrevivir. ¡Y propagarse!
—También puede darse el caso que otro con apariencia normal lleve dentro de sí alguna característica mutante, que no se mostrará durante años. O incluso uno normal, puede portar caracteres recesivos y transmitirlos... ¡Dios! —La exclamación de Drummond implicaba una medio blasfemia y otra mitad de plegaria—. Pero, ¿cómo pudo ocurrir? La gente no estuvo toda cerca de las áreas bombardeadas con bombas atómicas o de polvo radiactivo.
—Tal vez no —dijo Robinson—, aunque sí mucha escapada a las mismas fronteras. Pero existió el espantoso primer año, con todo el mundo enloquecido de un lugar a otro. No era difícil pasar por una región infectada, sin notarlo en absoluto. Y ese maldito polvo radiactivo, arrastrado por el viento... Tiene una larga vida media por lo general. Puede ser activo durante décadas. La promiscuidad se hizo cosa común, todavía lo es, de hecho, y no se disponía de anticonceptivos. ¡Oh, las mutaciones se han esparcido por sí mismas, imposible haberlo evitado!
—Todavía no comprendo por qué se han extendido tanto —dijo Drummond—. Incluso aquí...
—Bien, no sé por qué se muestra por aquí. Supongo que la flora y la fauna vienen, desde otras partes, con las semillas impulsadas por el viento. Este lugar es seguro, de todos modos. La zona infectada de polvo radiactivo se encuentra a trescientas millas de distancia, con una cadena montañosa por medio. Los biólogos me han informado que la radiactividad que se aprecia por aquí, aunque alta todavía, no es suficiente para cambiar en pautas de mutaciones apreciables. Los experimentos anteriores a la guerra mostraron ese razonamiento bastante bien. Tienen que existir muchos espacios aislados de parecidas condiciones a éstas. Debemos hallarlos también.
—La cena está dispuesta, caballeros —anunció Elaine, saliendo de la cocina y dirigiéndose al comedor con una bandeja bien cargada de apetitosos alimentos.
Los dos hombres se pusieron en pie. Drummond miró al general y dijo en voz neutral:
—Está bien. Conseguiré esa información para usted. Haremos un mapa general con las áreas mutantes y las seguras, comprobaremos nuestra población y recursos y, eventualmente, todos los hechos que desea, general. Pero..., ¿qué irá a hacer después?
—Eso es lo que ahora mismo quisiera saber, querido Drummond...
III
El invierno se había abatido pesadamente sobre el norte, un cielo que parecía un sólido manto helado recubría la vastedad de las ondulantes llanuras blancas de aquella zona del país. Los últimos tres inviernos habían llegado pronto y permanecido demasiado tiempo, con la constante solar reducida por el polvo coloidal de las bombas suspendido en la atmósfera.
Se produjeron algunos terremotos, ocurridos en las partes inestables del globo por bombas caídas precisamente en el sitio adecuado. Media California había sido devastada por una bomba de sabotaje, situada en la falla geológica de San Andrés. La consecuencia fue el aumento del polvo radiactivo.
La mente de Drummond se sumergió en el mito. «El último invierno del mundo..., el castigo de los dioses... Pero no, estamos sobreviviendo..., aunque tal vez no como hombres...»
La mayor parte de las gentes se habían marchado al sur, produciendo con ello el amontonamiento y sus horribles consecuencias: la muerte por el hambre, la enfermedad y las guerras intestinas de una parte normal de la vida. Algunos de los que pudieron mantenerse e ir progresando con parte de sus cosechas agrícolas atacadas por las plagas, lo pasaron mucho mejor.
El estratocohete de Drummond se deslizaba por encima de las deshechas ruinas de las Ciudades Gemelas. Aún existía la suficiente radiactividad como para fundir la nieve, el inmenso cráter parecía una calavera con las cuencas vacías, sin ojos... Drummond dejó escapar un suspiro, aunque ya se había endurecido a la vista de la muerte. Había demasiada a su alrededor...
Siguió volando en aquel crepúsculo siniestro, a baja altura, sobre los campos sin fin. Esqueletos de granjas calcinadas, ruinas fantasmales de las ciudades antes pictóricas de vida, una tierra muerta por el polvo radiactivo... No obstante, había oído hablar a algunos viajeros, de una comunidad regularmente poderosa allá cerca de la frontera del Canadá. Allí se dirigió en su busca. Muchas cosas le habían ocurrido ya en los últimos seis meses. Había tenido que inventar literalmente los medios para investigar y para organizar a sus pocos auxiliares, sobrecargados de trabajo, para convertirlos en un grupo eficiente, y disponer de tiempo para salir en una larga búsqueda personal con su aparato movido por energía atómica.
No habían conseguido cubrir la nación entera. Resultaba imposible. Los pocos aparatos habían ido a zonas más o menos escogidas al azar, tratando de conseguir lo mejor posible. Habían penetrado en lo intrincado de las colinas, los bosques y las llanuras, estableciendo contacto con los esparcidos y desmoralizados vagabundos que huían del terror puro por todas partes. Era la labor más dificultosa de todo el plan. Algunas personas aparecían patéticamente contentas de ver algún símbolo de la Ley y lo que llamaban ya «los tiempos antiguos».
Aquí y allá se producían disturbios inevitables, al encontrar a grupos hostiles, sospechosos del hecho que cualquier cosa parecida al «Gobierno» estaba relacionada con el desastre, teniendo incluso que haber librado una verdadera batalla con un grupo de individuos al margen de toda ley. Pero no obstante, el trabajo había seguido adelante y los preliminares podían considerarse terminados.
Preliminares... Resultaba el más terrible de los trabajos descubrir exactamente qué es lo que se mantenía en pie, para que la totalidad del país estuviese en condiciones de apoyarlo a partir de entonces. Drummond y sus colaboradores ya habían obtenido muchos y valiosos datos y los estaban relacionando íntimamente. Mediante preguntas, observación, buscando y hallando lo preciso, por cualquier medio disponible directa e in¬directamente, habían rellenado sus cuadernos de notas. Y poco a poco, la verdad se iba abriendo paso en aquel verdadero jeroglífico trazado sobre las ruinas de tan colosal catástrofe.
«Sólo este lugar y volveré a casa», se dijo Drummond, como se lo había dicho ya por la..., ¿milésima vez? Su cerebro se había canalizado por un laberinto sin fin, en¬volviéndose con la tela de araña que parecía no tener ninguna salida. En un momento dado, habló en voz alta, sin advertirlo: «Bárbara, tal vez tú y los niños se marcharon de la mejor forma, rápidamente, limpiamente, sin tener tiempo para sufrir ni pensar... Esto ya no es un mundo... Nunca volverá a serlo más...»
Encontró al fin el lugar que buscaba, un racimo de casas próximas a las heladas orillas del Lago de los Bosques y su aparato zumbó en aquella dirección. Los relatos que había oído contar sobre aquella comunidad le habían dado ánimos. Los otros tenían los datos precisos sobre la localización, lo demás no importaba.
En el momento en que tomó tierra en un claro al exterior del pueblo, utilizando los esquís del avión, la mayor parte de sus habitantes ya estaban allí esperándole. Entre el polvo y la suciedad, se hallaba presente un grupo de gente desarrapada, cubriéndose las carnes con cuantos trapos y trozos de cuero habían podido tener en la mano. Aquellos barbudos individuos estaban armados con palos, cuchillos y algunas armas de fuego. Al salir Drummond del aparato y aproximarse, tuvo buen cuidado de mantener las manos bien alejadas de sus armas a la cintura.
—Hola, amigos —saludó—. Vengo amistosamente.
—Es mejor que sea así —gruñó el hombretón barbudo que parecía ser el jefe—. ¿Quién eres, de dónde vienes y por qué?
—Lo primero —dijo Drummond sin alterarse— es que quiero que sepas que hay otro hombre con aeroplano que sabe donde estoy. Si no vuelvo en un tiempo de¬terminado, vendrá aquí con bombas. Pero no intentamos hacer ningún daño a nadie ni interferimos en vuestros asuntos. Esto es una especie de ayuda social. Soy Hugh Drummond, del Ejército de los Estados Unidos.
Aquellos individuos fueron digiriendo tales palabras lentamente. En un abierto sentido, no estaban dispuestos a querer saber nada de ningún Gobierno; pero la presencia del avión atómico y del armamento les impedía manifestarse hostilmente. El jefe escupió.
—¿Cuánto vas a quedarte aquí?
—Sólo por una noche, si quieren darme albergue. Les pagaré por ello. —Y sacó un paquete de tabaco.
Los ojos de aquellos hombres brillaron de deseo. El jefe dijo:
—Te quedarás conmigo. Ven.
Drummond le entregó el soborno y se fue con el grupo. No le gustaba malgastar aquel lujo sin precio que era el poco tabaco existente; pero el objetivo lo requería. El jefe del poblado estaba oliéndolo con los ojos entornados de gusto.
—Hemos estado fumando cortezas y hierba. Terrible.
—Peor que eso todavía —convino Drummond, quien se subió el cuello de pieles de su cazadora de aviador. El viento que comenzaba a soplar era terriblemente frío.
—¿Por qué has venido? —preguntó el cabecilla.
—Bien, sólo para ver cómo van las cosas. Estamos empezando nuevamente a tener un Gobierno en condiciones y arreglando que las cosas vayan bien de nuevo. Es preciso que sepamos cuánta gente queda, qué es lo que necesita.
—No querernos nada con el Gobierno —murmuró una mujer—. Ellos nos trajeron esto.
—Vamos, mujer, no diga eso. Nosotros no solicitamos que nos atacaran. — Mentalmente, Drummond cruzó los dedos como el que miente. Lo cierto es que no sabía, ni le preocupaba tampoco, a quién reprochar lo ocurrido. En ambos bandos, dejándose llevar su mutuo temor y fricción hasta la histeria, se había producido aquella espantosa guerra... De hecho, no estaba seguro del hecho que los Estados Unidos hubieran sido los primeros en lanzar cohetes atómicos. Nadie de los vivientes estaba en condiciones de saberlo.
—Es el juicio de Dios por todos nuestros pecados —dijo una voz de entre la media luz del crepúsculo. El crujido de la nieve bajo las botas acompañaban sus palabras como si la tierra riese a carcajadas—. Las plagas, la muerte por el fuego, los cohetes, ¿no está todo eso previsto en la Biblia? ¿No estamos acaso viviendo los últimos días del mundo?
—Tal vez. —Drummond se alegró de detenerse por fin delante de una cabaña, larga y de bajo techo. El argumento religioso era sensible al máximo entre aquellas gentes, y con un grupo relativamente numeroso en aquellas condiciones, era dinamita.
Entraron en la casa rudamente construida y arreglada, aunque bastante confortable en el interior. Con ellos, entraron bastantes personas más, todas curiosas y deseosas de saber algo, ya que aquel forastero con un avión era un acontecimiento fantástico.
Drummond miró discretamente por el interior de la casa, en busca de detalles. Tres mujeres..., aquello significaba el retorno al concubinato, hecho sólo esperado en una época de pocos hombres con brazo fuerte que imponían sus fuertes leyes. Ornamentos y utensilios, herramientas y armas de buena calidad... Sí, aquello confirmaba los relatos oídos. Aquello no era exactamente un pueblo de bandidos; pero sí de individuos viajeros que se aprovechaban de los saqueos de otros lugares abandonados, construyendo así una especie de puesto de hegemonía sobre el país colindante. La cosa era demasiado común.
Por el suelo, había una perra dando de mamar a una camada de cachorros. Tenía tres perritos, uno de los cuales aparecía totalmente pelado, a otro le faltaban las orejas y el restante con más dedos en las patas que lo acostumbrado. Entre los chiquillos presentes, asombrados por la presencia de Drummond y con sus grandes ojos abiertos de sorpresa, había muchos que habían sido concebidos después de la guerra y una buena cuarta parte de ellos aparecían claramente monstruosos.
Drummond suspiró profundamente y se sentó. En cierta forma, aquello remachaba su sospecha. Había estado reuniendo tal evidencia durante mucho tiempo y al encontrar allí tales mutaciones, al igual que en alejados lugares donde directamente habían caído las bombas atómicas, suponía hallar en definitiva la prueba que necesitaba. Era preciso conducirse en términos amistosos, o renunciar en absoluto a descubrir nada de lo que se proponía. Era preciso conocer sus métodos de producción, sus recursos y cuanto hubiera de útil en conocer. Forzando una sonrisa, se sacó una botella del chaquetón de aviador.
—Whisky de verdad, amigos —dijo—. ¿Quién quiere un trago?
—¡Vamos! —clamaron a coro una docena diferente de voces exaltadas.
La botella circuló de mano en mano como un regalo divino. El jefe gritó una orden y una de sus mujeres se apresuró a trajinar en la estufa.
—Vamos, haznos algo de comer —dijo—. Me llamo Sam Buckman —concluyó, dirigiéndose al coronel Drummond.
—Me alegro de conocerle, Sam —repuso Drummond, estrechándole la velluda mano, dando a entender que no era un presumido señorito de la ciudad.
—¿Qué es lo que pasa por el mundo? —preguntó uno de los presentes—. Hace mucho tiempo que no sabemos nada de lo que ocurre.
—Pues no se han perdido mucho —respondió Drummond, atacando la comida que habían puesto ante él. La comida era bastante buena, considerando las circunstancias—. Ustedes se encuentran mejor que la mayoría.
—Sí, quizá sí —dijo Sam, rascándose la poblada barba—. ¡Lo que daría por una navaja de afeitar! Pero no es fácil conseguirse una... El primer año, no estábamos mejor que el resto. Yo soy granjero. Había guardado algún grano, maíz, trigo y cebada en el invierno, aunque estábamos pasando hambre. Un puñado de evacuados y hambrientos asaltaron mi granja y pude venir hasta aquí. El próximo año volveré por allá para empezar de nuevo, con todo vacío...
Drummond dudó mucho que la hubiera abandonado; pero se calló. El profundo sentido de la supervivencia desafía todas las leyes humanas.
—Después vinieron otros y se establecieron también aquí —continuó Sam—. Trabajamos las tierras en comunidad; un hombre solo no puede vivir por sí mismo, sobre todo rodeado de bichos y plagas y con vagabundos y bandidos a su alrededor. Por aquí apenas si hay, aunque el año pasado tuvimos que batirnos a tiros con tropas enemigas. —Los ojos de Sam resplandecieron con el orgullo de su hazaña; pero Drummond no pareció impresionarse mucho. Un puñado de proscritos, muertos de hambre, perdidos en una tierra extraña y sin ninguna esperanza de volver a sus hogares, no debería ser nada formidable—. Las cosas van ahora algo mejor —continuó Sam—. Aquí vamos progresando lo mejor que podemos. Estaríamos mejor..., de no ser por los niños que nacen ahora...
—Sí, los nuevos chicos..., al igual que las plantas —dijo un viejo de los de la reunión, en cuyos ojos brillaba algo parecido a la locura—. Es la marca de la Bestia. Satán está suelto por el mundo.
—¡Cierra la boca! —exclamó Sam. Poniéndose en pie y echando fuego por los ojos, tomó por la garganta al viejo que había hablado, dispuesto a ahogarlo—. ¡Calla o te corto la cabeza! ¡Ningún hijo mío está marcado por el diablo!
—¡Ni mío!
—¡Ni mío tampoco...!
Un coro de voces surgió repitiendo la misma frase entre los hoscos individuos allí reunidos, en cuyos rostros se pintaba el miedo.
—¡Es el juicio de Dios, yo te lo digo! —chilló una vieja—. El fin del mundo está cerca. Prepárense para la segunda venida...
—¡Cállate tú también, Mag Schmidt! —tronó Sam dirigiéndose hacia ella—. Procura tener la boca cerrada o vete al diablo. Soy aquí el jefe y si no te gusta puedes largarte adonde quieras.
La mujer dio un paso atrás y permaneció en silencio como un animal acorralado. La habitación se llenó con un completo silencio, dejando oírse en el exterior el bramido del viento. Uno de sus chiquillos comenzó a llorar. La desgraciada criatura tenía dos cabezas.
Lenta y pesadamente, Buckman se volvió a Drummond, que seguía sentado inmóvil pegado a la pared.
—¿Ve usted? —preguntó sombríamente—. ¿Se fija usted cómo es? Quizá será la maldición de Dios, yo no lo sé. Quizá el mundo estará acabándose. Lo que sé es que hay muy pocos niños, y la mayor parte de ellos, deformados. ¿Podrá esto seguir así? ¿Serán monstruos todos nuestros hijos? ¿Deberíamos..., matarlos con la esperanza de volver a tener criaturas humanas? ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que debemos hacer?
Drummond se puso en pie. Sintió el peso de todos los siglos sobre sus hombros y el desamparo terrible y total de haber presenciado ya aquel pánico incoercible en las gentes y oído la desesperada llamada con demasiada frecuencia.
—No los maten —dijo—. Es la peor forma de asesinato que puede cometerse, y, de todas formas, ningún bien harán con eso. Eso procede de las bombas, y ustedes no han podido remediarlo. Han hecho bien con tener tales criaturas, y pronto se acostumbrarán a ellas.
IV
Para un estratocohete atómico no había distancia entre Minnesota y Oregón, y Drummond pudo tomar tierra nuevamente en Taylor hacia el mediodía del día siguiente. En aquella ocasión, no había que darse prisa para esconder el aparato bajo ninguna cubierta. Allá arriba, en las montañas, existía un trozo de tierra a propósito en donde se estaba construyendo un nuevo aeropuerto. Los hombres comenzaron a ir abandonando poco a poco su terror al cielo abierto. Había otro temor más grande con el que enfrentarse y para tal temor no valía esconderse.
Drummond recorrió la helada calle principal hasta la oficina central de la ciudad. Hacía un frío terrible, de tal intensidad que le calaba las ropas y los huesos. No se estaba mucho mejor en el interior de cualquier edificio. La escasez de combustible hacía del sistema de calefacción una broma pesada de recordar.
—¡Ya está de vuelta, por fin! —le saludó el general Robinson en la antesala de su oficina, galvanizado por la impaciencia. Drummond le pareció hallarlo más delgado y más nervioso, con aspecto de diez años más viejo—. ¡Cuénteme! ¿Cómo están las cosas? ¿Qué tal?
Drummond le mostró un grueso paquete de notas.
—Todo está aquí —dijo el coronel—. Todos los hechos que necesitábamos. No están formalmente relacionados todavía; pero la imagen precisa es bastante correcta.
El general le tomó del brazo y entró con él en su oficina. Notó que temblaba la mano de Robinson; pero tomó asiento y ya tenía una bebida ante sí antes de comenzar a hablar de los asuntos más urgentes.
—Ha realizado usted un buen trabajo, Hugh —dijo el general cálidamente—. Cuando el país se encuentre de nuevo organizado, le conseguiré una valiosa conde¬coración por esto. Sus hombres en los demás aviones aún no han vuelto.
—No, tendrán que inspeccionar todavía bastante tiempo. El trabajo, en realidad, durará años. Yo he conseguido un somero perfil con este trabajo mío; pero será suficiente.
Robinson se sintió turbado al encontrarse con la triste y sombría mirada de Drummond. Murmuró vacilante:
—¿Es muy malo?
—Lo peor, general. Físicamente, el país se está recuperando. Pero biológicamente, hemos llegado a una encrucijada, habiendo elegido la peor desviación.
—¿Qué quiere usted decir? Drummond lo explicó de forma directa y dura como un golpe de bayoneta.
—El coeficiente de natalidad es la mitad que el anterior a la guerra —dijo—. Casi aproximadamente el setenta y cinco por ciento de los niños son mutantes, de los cuales posiblemente los dos tercios serán útiles y presumiblemente fértiles. Por supuesto, esto no incluye las características de maduración tardía o las indetectables a simple vista, o las mutaciones de genes recesivos que debemos llevar forzosamente todos nosotros. Eso está por todas partes. No existen lugares de seguridad.
—Comprendo —dijo el general lentamente, tras un angustioso silencio. Después, como al hombre que le golpean brutalmente y aún no se ha dado cuenta, dijo
—La razón...
—Es obvia, general.
—Sí, el ir de las gentes a través de las áreas radiactivas...
—Creo que no es eso. Esto podría aplicarse a unos pocos, de haber sucedido. Recuerde los viejos resultados experimentales. La radiación temporal no produce una mutación a tan gran escala.
—No importa, es igual. Los hechos están ahí y eso es lo que cuenta. Tenemos que decidir como actuar.
—Y pronto —respondió Drummond apretando las mandíbulas—. Nuestra civilización está naufragando. Nosotros, al menos, hemos preservado nuestra continuidad cultural; pero aun eso está desapareciendo. La gente está volviéndose loca ante la vista de un monstruo tras otro. Es el miedo de lo desconocido, que golpea la mente todavía enferma por el horror de la guerra y sus consecuencias. La frustración de los padres, quizás el más básico instinto que existe. Esto conduce al infanticidio, a la deserción, a la desesperación; es un cáncer en las propias raíces de la sociedad. Es preciso actuar.
—¿Cómo, cómo? —dijo el general extendiendo las manos en un gesto de verdadero desamparo.
—No lo sé. Usted es el Jefe supremo. Quizás una campaña educacional, aunque eso es poco factible de poder realizarse. Quizá también, la aceleración de su programa de reintegración del país. Tal vez..., no lo sé.
Drummond llenó la pipa con un poco de tabaco. Sus provisiones estaban ya casi exhaustas; pero mejor sería dar unas cuantas chupadas para disipar sus profundas preocupaciones.
—Por supuesto —dijo pensativamente—, es probable que esto no sea el fin de todas las cosas. No se sabrá por una o dos generaciones; pero más bien me siento inclinado a creer que los mutantes podrán vivir y desarrollarse en la sociedad: lo harán mejor así, puesto que sobrepasarán en número a los humanos normales. Ésta situación no tiene precedentes. Podemos acabar como una cultura de variaciones especializadas, lo que sería un mal asunto desde un punto de vista evolucionista. Pueden existir luchas entre los tipos mutantes, con los humanos. El cruce podría producir malos resultados, especialmente cuando empezasen a manifestarse los factores recesivos acumulados. General Robinson, si queremos anteponernos a lo que debe suceder en los próximos siglos de la existencia humana, debemos actuar rápidamente. De otra forma, esto es una bola de nieve fuera de control.
—Sí, sí, Drummond, debemos actuar de prisa. Y con mano dura. —Robinson se pasó la mano por sus cabellos grises. Una expresión de firme decisión se observaba en su rostro; pero sus ojos miraban fijamente—. Estamos movilizados —dijo—. Disponemos de armas y de organización. No serán capaces de resistir.
Drummond sintió de pronto un estremecimiento de temor recorrerle la espina dorsal.
—¿Qué es lo que se propone, general? —exclamó.
—La muerte racial. Todos los mutantes y sus progenitores deben ser esterilizados dondequiera que se hallen y allí donde sean detectados.
—¡Está usted loco! —gritó Drummond saltando de su asiento, tomando las solapas del general y sacudiéndole sin contemplaciones—. Usted..., ¡pero eso es imposible! ¡Traerá con ello la revuelta, la guerra civil, el colapso final!
—No, si actuamos en la debida forma. —El sudor perlaba la frente del general—. No me gusta la medida más que a usted; pero debe hacerse o la raza humana habrá terminado. Los nacimientos normales son ya una cosa rara. —Se puso en pie respirando fatigosamente, excitado—. He estado pensando en esto mucho tiempo. He estudiado profundamente la cuestión. Sus hechos registrados no hacen más que venir a confirmar mis sospechas. ¿No lo ve usted claro? La evolución tiene que producirse lentamente. La vida no está dispuesta para cambios bruscos. A menos que no podamos salvar el remanente sano de la humanidad, éste será absorbido y los cambios continuarán y continuarán, sin saber su meta. O tendrían que producirse muchísimas recesiones mortales. En una extensa población, pueden acumularse inadvertidos hasta que casi todas las personas las tengan, y entonces surgir inmediatamente. Esto podría barrernos definitivamente del mapa. Ya ha ocurrido antes con los ciclos de población entre las ratas y los «lemings». Si eliminamos ahora a los mutantes que existen, aún podríamos salvar la raza. Podría hacerse sin crueldad. Podríamos esterilizarlos, lo que apenas causaría dife¬rencias, excepto que esas gentes estarían incapacitadas para tener hijos. Es preciso hacerlo. —Su voz estalló en un grito desesperado—. ¡Es preciso hacerlo!
Drummond avanzó hacia el general y volvió a sacudirle con fuerza por los hombros. Robinson dejó escapar un fuerte suspiro y comenzó a llorar, lo que, de cierta forma, parecía en él lo más horrible de ver.
—¡Está loco! —le gritó Drummond—. Está usted perdiendo el sentido, rumiando en solitario tales ideas durante seis meses, sin saber o ser capaz de poder actuar en la debida forma. ¡Ha perdido usted todo sentido de la perspectiva!
Tras unos momentos, continuó:
—No podemos usar la violencia. En primer lugar, sería la quiebra o el completo trastorno de la civilización, sería algo así como comenzar una lucha entre perros enloquecidos. Ni siquiera podríamos vencer de modo alguno. Estamos desbordados en número, y sería absolutamente imposible luchar contra todo un continente y ni que decir nada con respecto a todo el planeta. Recuerde lo que dijimos una vez sobre la forma salvaje de arreglar las cosas. Nunca da el menor resultado. No es posible provocar el suicidio de la raza, por el simple hecho que estemos asustados para vivir en tales cir¬cunstancias.
El general se mantuvo silencioso y Drummond continuó con calma:
—Se mire como se mire, no proporcionaría el más mínimo bien. Los mutantes continuarán naciendo. El veneno está repartido por todas partes. Padres normales, darán al mundo hijos mutantes. Es preciso, entonces, aceptar el hecho real tal y como es, general. La nueva raza humana, tendrá que seguir así.
—Lo siento, Drummond —murmuró el general, pasándose una mano por la frente como apartando el fantasma de la angustia de su mente. En su expresión ya aparecía una cierta calma—. Yo..., estaba a punto de volverme loco. Sí, tiene usted razón. He estado pensando en todo esto, preocupándome y dándole constantes vueltas a la imaginación, en incontables noches de pesadilla, y cuando finalmente he conseguido dormir un poco ha sido para seguir soñando con ello. Yo..., sí, comprendo su punto de vista. Y tiene usted razón.
—Está bien. Está y ha estado usted bajo un peso abrumador. Tres años sin el menor descanso y con la responsabilidad de toda una nación... Es cierto, todo el mundo está desequilibrado en mayor o menor medida. Pero, de todos modos, elaboraremos una solución.
—Por supuesto que sí. —Robinson se tomó el último trago del vaso que tenía al alcance de la mano y se levantó—. Veamos..., la eugenesia, naturalmente... Si trabajamos de firme, podremos tener a la nación bastante bien organizada dentro de diez años. Entonces..., bien, supongo que no podremos evitar que los mutantes se crucen; pero sí que será posible establecer leyes que protejan a los humanos normales, dándoles alientos para su propagación. Puesto que los mutantes radicales, deberán ser estériles, casi con seguridad lo son la mayor parte de ellos, en desventaja de una u otra forma, en el aspecto genético, tras unas cuantas generaciones, podrá verse a los humanos nuevamente como raza dominante.
Drummond frunció el entrecejo. Se sentía preocupado. No parecía fácil que el general se mostrase razonable. De algún modo, había adquirido una ciega y obsesiva visión de dónde radicaba el problema humano. Con la misma calma, respondió al general:
—Eso no funcionará tampoco, general. Primero, será muy difícil imponerse por la fuerza. Segundo, no haríamos más que repetir la falacia del Herrenvolk3[3]. Si los mu¬tantes son inferiores, deben ser conservados en el lugar que ocupan; forzar esta situación, especialmente en la mayoría, sólo podría hacerse disponiendo de un Estado totalitario. Tercero: No iría de ningún modo todo eso, ya que el resto del mundo, sin casi excepción ninguna, no se encuentra bajo nuestro control. No estaríamos tampoco en condiciones de gobernarles durante mucho tiempo, generaciones, probablemente. Antes de tal cosa, los mutantes dominarán todo y en todas partes y si se resienten de la forma en que son tratados en nuestro país los de su misma especie, creo que no habría sitio donde correr y ocultarse.
—En eso creo que va usted demasiado lejos. ¿Cómo sabe usted que esos cientos o miles de diferentes tipos de mutantes se unan para colaborar juntos? Son mucho menos parecidos entre sí de lo que nosotros lo somos. Seguramente cada uno de ellos estará más bien aislado del resto de los demás, e incluso incitarles a luchar entre ellos mismos.
—Puede ser. Pero eso conduciría de nuevo al viejo camino de la traición y la violencia, al camino del Infierno. Por el contrario, si cada uno de los individuos no completamente humanos es llamado «mutante» como si se tratase de una raza separada, el individuo pensará que lo es y actuará contra lo que considerará como mayor enemigo suyo, el «humano». No, el único camino prudente (el de la supervivencia) es abandonar el prejuicio de clases y el odio de razas, en bloque, y de una vez para siempre y considerar todos los individuos como tales individualidades. Todos somos terrestres..., y cualquier subclasificación es fatal. Debemos vivir todos juntos, y sería lo mejor de todo lo imaginable. —Drummond sonrió con cierto rasgo de humor y añadió—: Fin del sermón.
—Sí, sí..., también creo que tiene usted razón en esto.
—Vuelvo a repetir, de todos modos —continuó el coronel Drummond— que tales intentos serían absolutamente inútiles. Toda la Tierra está plagada del mismo fenómeno, de la mutación. Y seguirá por mucho tiempo. La raza humana más pura continuará produciendo todavía monstruosidades.
V
—Sí..., eso es cierto también. Creo que lo mejor que pueda hacerse es encontrar a la reserva puramente humana y llevarla a un nuevo y seguro lugar, en las áreas que aún quedan sin contaminación. Ello significaría una población pequeña: pero humana.
—¡Vuelvo a decirle que eso es imposible! —restalló Drummond—. No existen lugares seguros. Ni uno siquiera.
Robinson detuvo sus nerviosos paseos por la habitación y miró a Drummond como si se tratase de un real y verdadero enemigo físico.
—¿De modo que ésas tenemos? —refunfuñó encolerizado—. ¿Por qué?
Drummond le repuso lo que ya sabía por su viaje general de inspección por todo el territorio, añadiendo incrédulamente.
—Seguramente que usted sabía ya esto. Sus físicos han medido bien el problema. Sus doctores, sus ingenieros, esos geneticistas que yo he ido desenterrando para usted, también lo conocen. Y es preciso que conozca mucho de esas técnicas especializadas a fuerza de leer sus informes. ¡Tienen que haberlo dicho todo y repetir la misma cosa que yo!
Robinson sacudió la cabeza obstinadamente.
—No puede ser. No es razonable. Esa concentración no será bastante considerable.
—Bien, general, ¿por qué no dirige usted una mirada a su alrededor? ¡Las plantas, los animales, todo está igualmente afectado! ¿Acaso no se han producido aquí precisamente nacimientos anormales?
—No, ésta es una pequeña ciudad todavía, aunque ya haya muchas criaturas que esperan nacer. —El rostro de Robinson se retorció en una mueca—. Elaine está esperando dar a luz en cualquier momento, también. Está en el hospital. Ya sabe usted, nuestros otros hijos murieron todos al principio. Éste será el único que tengamos ahora. Deseamos que crezca del lado normal de la raza humana..., y no de la otra. Usted y yo estamos ya en el declive de la vida. Somos la vieja generación, la que ha hecho naufragar al mundo entero en la mayor catástrofe conocida en la Historia. Estamos obligados a rehacer de nuevo la humanidad y procurar que la disfruten nuestros hijos. Y debemos conseguir que se consiga cuanto antes, ¿no es cierto?
En el interior de Drummond surgió un agudo sentimiento de piedad, de comprensión y de misericordia, y una singular gentileza asomó a su huesuda cara.
—Sí —murmuro—, sí, general. Para eso está usted trabajando con todos sus medios, para reconstruir un futuro más saludable. Por eso estuvo a punto de volverse loco, cuando apareció la amenaza. Por eso se encuentra incapaz de comprender otra cosa distinta.
Puso el brazo alrededor de los hombros del viejo general y le empujó cariñosamente hacia la salida.
—Vamos —dijo—. Vayamos a ver cómo está su esposa. Tal vez encontremos algunas flores en el camino.
Un frío cortante y despiadado les mordió la carne conforme avanzaban calle abajo. La nieve crujía bajo sus zapatos. Era ya el atardecer y la ciudad aparecía recubierta con una suave neblina y el humo de las chimeneas de las casas; pero el cielo estaba increíblemente limpio y azul. El ruido que formaban los hombres que trabajan en las montañas les llegó claramente.
—No sería posible emigrar a otro planeta, ¿verdad? —preguntó Robinson, contestándose en seguida a sí mismo—: No, nos falta organización y recursos. Tampoco resultan habitables, de todos modos. Tendremos que seguir viviendo aquí en la Tierra. Unos cuantos lugares seguros, como éste..., sí, tiene que haber otros más, donde poder alojar a los verdaderos humanos hasta que termine el período de las mutaciones. Sí, creo que podremos conseguirlo.
—No hay lugar seguro en ninguna parte, general —insistió Drummond, y para cambiar de tema, continuó—: A propósito, ¿qué piensa de todo esto su geneticista? Biológicamente hablando, claro está...
—No lo sabe. En esta especialidad, existen inmensas lagunas. Puede hacer una inteligente suposición, eso es todo.
—Sí. De todas formas, nuestro problema radica en aprender a vivir con los mutantes, aceptarlos a todos como..., como terrestres, sin importar la presencia que tengan y dejar de pensar en cualquier cosa que presuponga el uso de la violencia. Es divertido —añadió el coronel Drummond con una triste sonrisa—, cómo las virtudes nunca practicadas se han convertido ahora en una necesidad de supervivencia. Tal vez, ello fue siempre cierto; pero ha sido preciso que llegue el momento para que lo veamos como un hecho sencillo. Ahora tenemos que convencer de esto mismo al resto del mundo. Trato de imaginarme si podremos hacerlo...
Encontraron en el camino algunas flores, criadas en el interior de una casa y Robinson las adquirió a cambio del resto del tabaco que le quedaba en el bolsillo. Cuando llegó al hospital, estaba sudando. El sudor se le helaba en el rostro conforme caminaba.
El centro médico era el mayor edificio de la ciudad, hallándose bastante bien equipado. Una enfermera les salió al encuentro.
—Estaba a punto de enviar a llamarle, general Robinson —dijo—. La criatura está a punto de nacer.
—¿Cómo..., cómo está ella?
—Muy bien, señor. Tenga la bondad de esperar, por favor.
Drummond se dejó caer en un sillón, observando el febril ir y venir de Robinson, mientras aguardaban el acontecimiento. «Pobre hombre..., pobre hombre... ¿Por qué sonreirán a los padres que se encuentran en tales circunstancias? Es como reírse de un hombre que está en el potro del tormento... Yo lo sé, Bárbara...»
—Han conseguido algunos anestésicos —murmuró el general—. Ellos..., Elaine no ha sido nunca muy fuerte...
—Todo irá bien, general, no se preocupe.
«Lo que viene detrás es lo que a mí me preocupa...», pensó sombríamente Drummond.
—Sí, ya veremos. ¿Cuánto tiempo se llevará?...
—Pues eso depende. Vamos, señor, tómelo con calma.
Drummond sacrificó su más valioso resto de tabaco, cargó una pipa y se la ofreció al general.
—Aquí tiene, señor. Necesita fumar un poco. Esto le sentará bien.
—Oh, gracias, Drummond.
Los minutos pasaron lentos e interminables, se fueron poco a poco convirtiendo en horas, y Drummond no cesaba de preguntarse qué haría cuando ello sucediese. No debería ocurrir nada de malo para Elaine. Pero las oportunidades estaban todas contra tan fácil solución. No era él un psiquiatra. Mejor dejar de preocuparse y que las cosas ocurrieran como tuviesen que ocurrir.
La terrible espera llegó a su fin. Un médico irrumpió frente a ellos, inescrutable bajo su mascarilla de cirugía. Robinson permaneció frente al doctor, inmóvil.
—Es usted un hombre magnífico —dijo el médico—. Ahora necesitará hacer acopio de todo su valor —concluyó, al quitarse la máscara del quirófano.
—Ella... —Y su voz sonó apenas a voz humana.
—Su esposa se encuentra bastante bien. La criatura...
Una enfermera trajo en seguida a la criaturita recién nacida. Era un niño. Pero sus miembros eran unos flexibles tentáculos más parecidos al caucho que a unos miembros humanos. Robinson miró fascinado y pareció como si algo de su vida se escapase de él. Tenía el rostro de un cadáver.
—Es usted un hombre afortunado —le dijo Drummond, con la convicción del que siente lo que dice—. Después de todo, aprenderá a usar esos..., esos brazos. Quizás, a su debido tiempo, la cirugía le ayude. Vivirá y lo hará bien. Puede que tenga cierta ventaja para determinados tipos de trabajo. No es una deformidad, realmente. Si no hay otra cosa más, tendrá usted un muchacho magnífico.
—Sí... —susurró Robinson—. ¿Cómo puede usted decir eso?
—Nadie puede hacerlo aún. Pero usted tiene arrestos y Elaine también. Tienen que tenerlos juntos. Sí, juntos. Ahora veo por qué usted no comprendía el problema, general. No quería entenderlo. Era como un bloqueo psicológico, en el que suprimía un hecho al que no se atrevía a mirar cara a cara. Este niño constituía la esperanza de toda su vida. Usted no podía pensar la verdad acerca de él y los riesgos que se correría al nacer, y, por tanto, su subconsciente rehusaba permitirle a usted pensar racionalmente en la cuestión de la mutación, en absoluto.
»Ahora lo verá usted. Ahora comprenderá, general, que no existe ni un solo lugar escondido en ninguna parte del mundo. La tremenda incidencia de los nacimientos de criaturas mutantes en la primera generación, se lo explica todo por sí mismo. La mayor parte de esos rasgos serán recesivos, lo que significa que ambos progenitores tienen que tenerlos para que se manifiesten en la criatura. Pero los cambios genéticos son azarosos, como los albinos, o el trébol de cuatro hojas, por ejemplo. Piense qué grande tiene que ser el número total de tales cambios, para producir las correspondientes alteraciones en el macho y la hembra, durante estos tres años pasados. Piense en cuántos, cuantísimos recesivos tiene que haber, solamente en los esquemas de los genes hasta que se manifiestan. Debemos tomar nuestras disposiciones sobre algo que está acumulándose. No podrá conocerse hasta demasiado tarde.
—El polvo radiactivo... —farfulló el general Robinson.
—Así es —confirmó Drummond—. Es coloidal. Incontables otros radiocoloides se formaron al estallar las bombas; la suciedad y el polvo corriente, con la ayuda del aire, lo tomaron en forma de isótopos inestables en la proximidad de los cráteres formados por las explosiones. El peligro se halla extendido por todo el mundo, sin excepción, impulsado y transportado por el viento. La concentración no es suficientemente alta para la vida en general, se encuentra bastante cerca del límite de seguridad; y lo más seguro es que se propague el cáncer de forma impresionante. Pero es igual por todas partes. En cada bocanada de aire que respiramos, en cada bocado de alimento que ingerimos, en el agua, en cada lugar en que ponemos el pie al caminar, allí se encuentra la radiación. Se encuentra allá arriba en la estratosfera, y en todas partes. No hay escape posible, el daño ya lo tenemos en nuestro organismo.
»Las mutaciones fueron raras antes, porque una partícula cargada tiene que hallarse muy cerca de los genes y moverse rápidamente antes que sus efectos elec- tromagnéticos causen daño y el cambio químico correspondiente, y que, después, el cromosoma particular entre en reproducción. Pero ahora, las partículas cargadas de radiación y los rayos gamma, que producen aún mayor efecto, están por todas partes. Muchísimos genes contienen en sí mismos átomos radiactivos. Incluso a concentración comparativamente baja, las condiciones son tales para un organismo dado con gran cantidad de células cambiadas, que al menos una dé oportunidad a un mutante, cuando se reproduce. Existen, no obstante, oportunidades para que haya un gran número de fac- tores recesivos en la primera generación. Pero nadie está libre, no hay lugar seguro.
—El geneticista —dijo Robinson, casi mecánicamente—, cree que continuarán, a pesar de todo, bastantes humanos verdaderos y normales.
—Creo que serán muy pocos, probablemente. Después de todo, la radiactividad no está demasiado concentrada y va consumiéndose lentamente. Pero se llevará de cincuenta a cien años hasta quedar reducida a un valor insignificante, y para entonces la reserva «pura» se hallará de todas formas en la completa minoría. Sin contar con los factores recesivos, que esperan a manifestarse.
—Tiene usted razón. Nunca debimos haber impulsado a la Ciencia. Nos ha traído el fin de la raza.
—Yo nunca dije eso, general. La raza trajo su propia destrucción con el abuso de la ciencia. Nuestra cultura era de todas formas científica, en todo, excepto en una base psicológica. Nos corresponde a nosotros dar este último y más duro paso. Si lo hacemos, el hombre (o los descendientes del hombre) pueden sobrevivir todavía.
Drummond empujó gentilmente al viejo general hacia la entrada de la habitación.
—Está usted deshecho, general —dijo—. Mañana lo verá de forma distinta. Vaya y quédese con Elaine. Dele mis recuerdos más cariñosos y después descanse bastante antes de recomenzar el trabajo. Sigo creyendo que tendrán ustedes un chico magnífico.
Mecánicamente, el Presidente de los Estados Unidos, de facto, dejó la habitación. Hugh Drummond se le quedó mirando un momento y salió a la calle, levantándose el cuello de pieles de su chaquetón para protegerse del intenso frío.
Fin
2[2] La cita corresponde al famoso libro de Spengler. Der Untergang des Abendlandes (La decadencia de Occidente). (N. del T.)
3[3] Herrenvolk. Una palabra alemana que significa «pueblo de señores», expresión que simboliza la trágica y fanática discriminación de la supremacía de la raza aria que Hitler pretendía, consecuencia de la filosofía del «superhombre» de Federico Nietzsche y que condujo a los horrores cometidos contra el pueblo judío en la Segunda Guerra Mundial. En alemán en el original. (N. del T.)