INDÓMITO GUERRILLERO EN LAS FILIPINAS
Publicado en
diciembre 20, 2019
Sección de libros.
Hace 50 años, el presidente Franklin Roosevelt ordenó al general Douglas MacArthur abandonar a su ejército, sitiado por las fuerzas japonesas en Batán, y salir de las Filipinas. MacArthur partió el 12 de marzo de 1942, no sin antes hacer su célebre promesa: "Volveré".
El ejército aliado pronto tuvo que rendirse. Pero un puñado de soldados decidió no hacerlo. Se abrieron paso entre las líneas de ataque del enemigo, establecieron contacto con los insurgentes filipinos y formaron un ejército guerrillero. Durante dos años y medio, librando una guerra tan desesperada como heroica, este mal pertrechado ejército mantuvo vivas las esperanzas del pueblo filipino. He aquí la increíble leyenda de Ed Ramsey, el hombre que dirigió ese ejército.
Por Edwin Price Ramsey y Stephen Rivele
A PRINCIPIOS de enero de 1942, casi 100,000 soldados de las fuerzas aliadas estábamos apiñados en la abrupta península de Batán, en las Filipinas. Nos quedaban municiones y víveres para seis semanas, cuando mucho. Pero cada día se nos aseguraba que un convoy de buques venía en camino a auxiliarnos; sólo debíamos resistir. Que tal convoy no existiera —o que ni siquiera fuera posible enviarlo, dada la destrucción de Pearl Harbor—, era algo que se nos ocultaba.
En su cuartel general de la isla del Corregidor, el general MacArthur dirigía la última y desesperada defensa de Batán, al tiempo que bombardeaba a Washington con solicitudes de auxilio. Conforme se iban agotando las municiones y los víveres, disminuían nuestras raciones diarias, y tanto los hombres como las bestias estábamos cada vez más flacos.
Yo formaba parte de la caballería. Había llegado a las Filipinas a mis 24 años, pues siempre había soñado con un exótico puesto en el extranjero, rico en plantas tropicales, caballos para jugar al polo, sirvientes lisonjeros y mujeres de piel morena. En vez de ello, con la invasión japonesa me estaba enfrentando a la despiadada realidad de la guerra.
A mediados de enero me asignaron a una misión de reconocimiento de dos días, con mi pelotón, y fuimos abriéndonos paso por los vaporosos senderos de la jungla; sólo nos deteníamos lo suficiente para engullir un puñado de arroz y dejar que pacieran los caballos.
Como no había actividad en nuestro frente, emprendimos el regreso al cuartel general, donde el capitán John Wheeler, quien ordenó que se relevara a nuestra tropa, ya estaba planeando otra misión de reconocimiento. Me sentía verdaderamente exhausto; sin embargo, no sé cómo le dije a mi superior:
—He participado en muchos combates, pero aún no he obtenido ninguna medalla. ¿Le gustaría a usted que me quedara a ayudarle?
El capitán Wheeler me confió el mando del primer pelotón, compuesto de 27 fatigados exploradores filipinos. Aquella noche acampé con ellos, y a la mañana siguiente vigilé que nuestros caballos comieran y abrevaran. Luego, al mediodía, haciendo gran estruendo en un viejo sedán, llegó a nuestro campamento el teniente general Jonathan Wainwright, entonces comandante del I Cuerpo del Ejército.
El comandante estaba furioso porque la Primera División del Ejército de Línea de las Filipinas se había retirado de Morong. Esta aldea, declaró, proporcionaba una buena posición defensiva a lo largo del río que corría entre nosotros y la vanguardia japonesa. Quería que en seguida volviéramos a ocuparla.
Yo estaba de pie cerca del general. Este me vio con el rabillo del ojo y me reconoció.
—Usted es Ramsey, ¿verdad? —vociferó.
—Sí, señor.
—Hágase cargo de la avanzada —ordenó—. ¡En marcha!
Pedí a mis hombres que se desplegaran a lo largo del camino para no presentar un fácil blanco en caso de que nos atacaran, y tras una marcha de varios kilómetros llegamos a la orilla oriental de Morong.
La aldea parecía desierta, con sus techos de paja sobre pilotes de bambú. Avanzamos cautelosamente hacia el centro de la aldea; los caballos iban con las cabezas erguidas entre las chozas, y los hombres, alerta a cualquier movimiento. De pronto hubo una explosión. Nos estaban disparando con armas automáticas desde el otro extremo de la aldea, y las aves de la selva remontaron el vuelo entre graznidos.
Alcancé a ver también un gran número de soldados de infantería japoneses que, en trajes de faena pardos, disparaban desde el centro de la aldea; detrás de ellos, cientos más se aproximaban vadeando el río. En cuestión de minutos, el grueso de la fuerza enemiga se apoderaría de Morong.
En medio de aquel intenso tiroteo, empuñé en alto mi pistola. Una sarga de caballería era nuestra única esperanza de dispersar a las tropas japonesas y sobrevivir a su número aplastante.
Bajé el brazo y ordené:
—¡A la carga!
Casi tendidos sobre los cuellos de los corceles, nos lanzamos sobre la vanguardia japonesa abriendo fuego ante sus asombrados ojos. Unos cuantos respondieron al ataque, pero la mayoría huyó en desbandada; algunos vadearon el río, de regreso, y otros corrieron desaforados hacia los pantanos. Debimos de parecerles una visión fantasmal de otro siglo: caballos de mirada desorbitada que arremetían contra ellos, y jinetes que gritaban y disparaban desde sus monturas.
En realidad, esta acción bélica, realizada en Morong el 16 de enero de 1942, fue la última carga de caballería en la historia militar de Estados Unidos.
BAJAS ACEPTABLES
LA CARGA DE CABALLERÍA rompió la avanzada japonesa y la hizo huir hacia los pantanos. Teníamos granadas, pero no podíamos lanzarlas contra las endebles cabañas sin ponernos en peligro a nosotros mismos. Preferimos desmontar y avanzar de choza en choza, barriendo las paredes con disparos. En ese momento, los japoneses situados al otro lado del río disparaban obuses de mortero hacia la aldea.
Llegó un pelotón de los nuestros a reforzar a mis hombres en el río, y otro se incorporó a los que estaban combatiendo entre las chozas. El aire retumbaba con el zumbido de las balas y con el remolineo de los trozos de metralla, y en el río el tiroteo arreciaba y aquello se convertía en toda una batalla campal.
A mi alrededor caían soldados y animales a causa del fuego de obuses y de los francotiradores emboscados, mientras yo gritaba mis órdenes en medio de aquella batahola. En eso avisté a un oficial estadunidense que se guarecía junto a la iglesia.
—¡Eh, tú, gallina mal nacido! ¡Regresa aquí y pelea! —le grité, indignado.
Al parecer, el oficial se asustó más conmigo que con el fuego, porque desapareció rápidamente de mi vista. Iba a gritarle de nuevo cuando explotó un obús cerca de mí. Entretanto, Wheeler había llegado con el resto de la tropa, y nuestros hombres hacían retroceder al enemigo hacia la orilla opuesta del río. Pude ver cómo los japoneses se deslizaban por el talud de la ribera y desaparecían bajo las oscuras aguas cenagosas.
Finalmente, los refuerzos que aportó la Primera División de Infantería nos permitieron afianzar la aldea. Más tarde reuní a mis hombres e hice el recuento. Uno de ellos había muerto; seis más estaban heridos. Decenas de japoneses yacían exánimes por toda la aldea y en el campo, camino del río.
Con la ropa llena de sudor y polvo, Wheeler se acercó a mí y me dijo:
—Ramsey, tienes sangre en una pierna.
Miré hacia abajo y vi, en efecto, una mancha parda: la metralla me había perforado la rodilla izquierda. Me reí.
—¡Mira quién habla! —le dije al tiempo que apuntaba hacia él—. ¿Y cómo llamas a eso?
En su pantorrilla había un agujero muy visible, del que manaba sangre a través de su bota de montar.
En vista de que ninguno de los dos se encontraba grave, supervisamos el traslado de los heridos. Poco después, luego que me vendaron la rodilla, volví al campamento en busca del descanso que tanto necesitaba. Mientras, se llevaron a Wheeler al hospital.
Permanecimos en el campamento varios días, a la espera del siguiente asalto japonés. Empecé a sentirme muy débil, y se me pusieron amarillos los ojos y la piel. Era ictericia, consecuencia, sin duda, de la herida de metralla, y agravada por nuestra dieta, la cual consistía exclusivamente de arroz.
Me enviaron a un hospital en la punta más meridional de Batán. El hospital era un montón de camas destartaladas, provistas de mosquiteros y desplegadas bajo unos árboles que allá llaman lauan. No había transcurrido mucho tiempo cuando acudió a visitarme John Wheeler, quien se recuperaba ya de su herida.
—Pensé que tenías que saberlo —comentó—. Te han propuesto para la Estrella de Plata.
—¿Quién? —pregunté. Wheeler sonrió y añadió:
—¿Recuerdas a aquel oficial a quien llamaste "gallina"? Era el jefe del Estado Mayor de Wainwright. No estaba escondiéndose: había ido a presenciar el combate para informar. Él presentó tu candidatura.
—Supongo que soy el primer soldado a quien se le otorga una medalla por reprender a un oficial de Estado Mayor —comenté.
Luego, Wheeler mé preguntó si había algo que pudiera hacer por mí.
—Sólo te encargo que cuides a mi caballo —contesté.
—¡Vaya! Veo que no te has enterado —añadió, frunciendo el entrecejo y mirando a lo lejos—. El intendente requisó todos los caballos y los sacrificó para alimentar a la tropa.
—¿A todos?
—De todas maneras iban a morir. Ya no había forraje, y los hombres se estaban muriendo de hambre.
—Hizo bien —convine.
No me atrevería a lamentar la muerte de ningún animal, cuando había hombres heridos por doquier. Además, la caballería había pasado a la historia hacía mucho. El ejército lo sabía; sólo nosotros, los soldados de caballería, insistíamos en nuestro orgullo insensato. Ahora los caballos habían desaparecido, y a nosotros también nos borrarían del mapa.
Eché una ojeada a mis amarillentos brazos y piernas. Yo estaba ictérico, tanto física como moralmente. Aparté de mi pensamiento las muertes de los hombres y de las bestias. En el fondo, me estaba defendiendo contra la desesperanza y, al igual que la defensa de Batán, mi defensa era tan necesaria como predestinada al fracaso.
Para mí, aquello era el viejo problema de mi padre. Él se había sentido traicionado, desesperado, atrapado en una lucha perdida, y a la postre lo destruyó su amargura. Yo estaba resuelto a no seguir sus pasos.
DEFECTO MORTAL
MI PADRE HABÍA SIDO un alma trágica. Se había dedicado a buscar petróleo en zonas consideradas improductivas y, dado que no poseía instrucción formal, no le quedaba más futuro que partirse el lomo. Sin embargo, había poesía en él, y se percató de que en mi madre también la había. La galanteó con flores y con versos y con inagotables atenciones, y se la ganó en competencia con hijos de banqueros y de médicos. Ella era la gracia que le hacía falta a su vida de trabajador.
Pero era un hombre amargado y, cuando estaba lejos de casa, en los campos petrolíferos de Texas y Oklahoma, los celos lo atormentaban. Al volver a casa, cuando vivíamos en Wichita, Kansas, registró hasta el último rincón en busca de huellas de infidelidad. Insultó a mi madre y la acusó de serle infiel. Luego dio en golpearla.
Una noche, a mi hermana Nadine y a mí nos despertaron los gritos provenientes de la recámara de mis padres. Nos acercamos cautelosamente por el pasillo, y desde allí escuchamos. Era la voz de mi padre, que parecía más encolerizado que nunca. De repente, la voz de mi madre le suplicó que se detuviera, y entonces oímos la palabra "escopeta".
Mi padre estaba tratando de coger la escopeta que guardaba oculta detrás de la cama. Llamamos a mi madre, pero ella nos gritó que corriéramos. Lejos de irnos, Nadine y yo arremetimos contra papá. Yo tenía diez años, y Nadine, 15; a duras penas apartamos a mi padre.
El se nos quedó viendo con horror. Sus manos blancas y temblorosas asían el cañón de la escopeta. Miró el arma, profirió un gemido de angustia, la apartó y salió del cuarto a empellones. Mi madre yacía en la cama jadeando y llorando; en cuanto se repuso, Nadine llamó a la policía. Detuvieron a mi padre cerca de la casa, y nos informaron que lo tendrían encerrado esa noche. Al día siguiente lo encontraron colgado en su celda.
La muerte de mi padre nos trajo penuria. No había pensión ni seguro, así que los tres tuvimos que salir a ganarnos el pan. Mi madre se inscribió en una escuela de cosmetología y consiguió empleo en un salón de belleza. Pronto se hizo de numerosa clientela y compró el negocio.
A Nadine también la impulsaba una ambición muy bien definida. Dejó los estudios para ponerse a trabajar, y todas las tardes se metía subrepticiamente en un aeródromo para tomar lecciones de aeronáutica. Esa era su pasión; pero estaba tan mal visto en aquella época que una mujer piloteara un avión, que me hizo jurarle que no se lo contaría a mi madre. Nadine fue la primera mujer que obtuvo licencia de piloto aviador en Wichita.
Mientras tanto, entré en la adolescencia, con la consiguiente preocupación de mi madre. Le inquietaba ver que yo no tuviera ningún propósito en la vida. Por entonces descubrí el licor destilado ilegalmente y a las muchachas, pero eso no curó mi soledad.
Una noche, después de cenar, mi madre me llevó aparte para hablar.
—Camarada —así solían llamarme en casa—, estoy preocupada por tus calificaciones escolares y por otros informes que me han llegado con respecto a ti —después de una pausa añadió—: ¿No te gustaría ingresar en una escuela militar? He tomado informes en la Academia Militar de Oklahoma. Es una escuela de caballería.
Me encantaban los caballos; ella lo sabía.
—Lo pensaré —convine.
A mediados de ese verano le informé que aceptaba su proposición. Al parecer, mi decisión le quitó un peso de encima.
A partir de ese momento comenzó mi idilio con la carrera de las armas: la escuela militar, el uniforme, la caballería... Montar a caballo era un riesgo placentero, y en este riesgo encontraba yo la libertad que mi temperamento anhelaba. Era la oportunidad para escapar de una vida rutinaria.
EN SERVICIO ACTIVO
LA ACADEMIA MILITAR de Oklahoma era un baluarte del viejo ejército, con apego virtuoso a la tradición militar estadunidense encarnada en el caballo.
En la academia aprendí a montar correctamente. Aprendí a entrenar a mi caballo y a entrenarme a mí mismo, y luego a ambos hasta formar un solo ser. Estudié historia y ciencia militares, el manejo de las armas y de los hombres. Se esperaba que los oficiales de caballería fijaran el rumbo y el ritmo. No teníamos iguales; únicamente seguidores, porque la caballería iba siempre al frente, como el cortante filo del temple y la resolución.
También en la academia llegó a mi vida el polo, que antes yo consideraba con desdén. Lo veía como un pasatiempo de esnobs, de los ricos ociosos. Pronto comprendí que era el deporte para el que yo había nacido.
En el polo se trabaja en equipo y se tiene control de sí mismo, pero también se corren riesgos. A tal grado me apasionó el polo que, luego de graduarme, me inscribí en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oklahoma. Lo de menos era estudiar derecho: lo que de verdad me interesaba era que esa universidad tenía un equipo de polo.
Hacia septiembre de mi último año de derecho, Nadine había anunciado su decisión de ganarse la vida como aviadora. Poco después empezó a trabajar de piloto acrobático en California, y se convirtió en la primera mujer que transportó correo por vía aérea. Luego le habrían de pedir que representara a una compañía fabricante de aviones. En una mañana resplandeciente de 1940 llevó a un cliente potencial a dar un paseo. El pasajero le pidió que volara bajo al pasar por la casa de él.
Nadine voló en picado y descendió rápidamente hacia la azotea. Aquello sucedió en un instante. Una corriente de aire descendente atrapó al pequeño aeroplano y lo lanzó contra los árboles. La estructura se rompió y la cola se estrujó. El pasajero había muerto. Nadine, que quedó tendida entre las ramas, no dejó salir una sola lágrima.
—Camarada, acaba de ocurrir un accidente —me dijo mi madre por teléfono.
Me fui en auto a California. Cuando llegué, cuatro días después, Nadine aún se hallaba grave. Tenía el rostro tan magullado y herido, que resultaba difícil reconocerla. Se había lesionado la columna vertebral y fracturado casi todas las costillas. Había sufrido varias concusiones y le habían enyesado la pierna izquierda desde el tobillo hasta el muslo.
Con sus ojos café oscuro empañados por la medicación, Nadine me miró y me dijo entre gemidos:
—Sé que no podré pilotear de nuevo. Y, si no puedo volar, no quiero seguir viviendo .
Pero Nadine y yo poseíamos una misteriosa fortaleza frente a la adversidad. Le prometí quedarme con ella hasta que se recuperara de sus lesiones; el tiempo suficiente para que pudiera reanudar sus vuelos.
Interrumpí mis estudios y me mudé al apartamento de Nadine, a donde ella volvió para iniciar su larga convalecencia. Al principio era una inválida total, y fue difícil para ambos sobrellevar la situación. Pero hacia la Navidad ya podía andar, y a fines de enero de 1941 ya podía valerse por sí misma. Así pues, en una tarde gris de febrero la llevé a un aeropuerto y, con el pie enyesado y todo, alzó el vuelo. Era ella otra vez.
En cuanto a mí, ya era demasiado tarde para volver a la universidad. En circunstancias normales, hubiera esperado al otoño siguiente para concluir mis estudios; pero las circunstancias ya no eran normales. Había estallado la guerra en Europa, y yo tenía la seguridad de que seríamos arrastrados a ella. Por tanto, me di de alta en el XI Regimiento de Caballería, acantonado en la frontera entre California y México. Luego, en abril de 1941, poco antes de cumplir 24 años, me ofrecí como voluntario para que me transfirieran al XXVI Regimiento de Caballería, el de los Exploradores Filipinos. Los Exploradores tenían fama de ser duros en el campo de batalla, y también de contar con el mejor equipo de polo de las fuerzas armadas.
Como la mayoría de los estadunidenses, yo no estaba seguro de dónde se ubicaban las islas Filipinas. Cuando, bromeando, comenté esto con el oficial que tramitaba mi transferencia, él replicó con sarcasmo:
—Quedan endiabladamente cerca de Japón.
MARCHA MORTAL
LA HERIDA que había sufrido en Morong me puso fuera de combate todo febrero de 1942. Por órdenes del presidente Roosevelt, el 12 de marzo el general MacArthur escapó hacia Australia para hacerse cargo del mando supremo de las Fuerzas del Pacífico Sudoccidental. MacArthur había recibido instrucciones de organizar la ofensiva estadunidense contra Japón, nos explicó, y uno de los objetivos principales era la liberación de las Filipinas. "Volveré", prometió.
Para resistir hasta su prometido regreso, MacArthur dejó al general Wainwright al mando. Sin embargo, virtualmente todos estábamos ciertos de lo que ocurriría una vez que los japoneses organizaran su asalto final. Cuatro quintas partes de nuestros hombres estaban enfermos de paludismo; tres cuartas partes, de disentería, y un tercio, de beriberi.
Lo que había quedado de mi propio escuadrón, ya sin caballos, había sido asignado al capitán Joseph Barker; pero nuestra miserable ración de arroz y pescado enlatado había dejado a Barker casi en los huesos. El hambre era una hermandad que todos compartíamos.
El asalto japonés empezó a principios de abril. En los días siguientes, bajo el ataque de la infantería, la artillería y los aviones de caza del enemigo, andábamos de un lado para otro. La rendición sobrevino el 9 de abril, aunque a nuestra unidad nunca llegaron órdenes oficiales en este sentido. Técnicamente, éramos unos desaparecidos en acción, perdidos tras las líneas del enemigo. Teníamos dos opciones: rendirnos, o dividirnos en pequeños grupos y tratar de escapar, como esperanza máxima, a Australia.
Joe Barker y yo ya habíamos decidido intentar la huida, y los dos nos dispusimos a partir en seguida, Ilevando cada cual unas cuantas raciones de comida y una Colt automática de calibre 0.45. Nuestro primer objetivo era salir de Batán. Durante dos días nos abrimos paso por la jungla, siguiendo por los desfiladeros montañosos, dando traspiés, cayendo, y debilitándonos cada vez más. Por fin llegamos a lo que había sido el principal frente de batalla que dividía en dos a Batán. Debíamos cruzar el camino que corría a lo largo de la costa del mar Meridional de China hasta la bahía de Manila, pero sabíamos que estaría atestado de japoneses.
Antes del ocaso descendimos por la montaña. Desde allí oíamos el rugir de los motores y el ajetreo de las tropas. Después de un rato, avistamos el camino que buscábamos: era un ininterrumpido torrente de infantería y artillería japonesas. Estuvimos a la espera una hora, pero aquello parecía no tener fin. Retrocedimos a gatas a la ladera de la montaña.
—Esperemos a que oscurezca —sugirió Barker—. Para entonces quizá haya un paso libre.
Esa noche no hubo luna. A eso de las 10 nos arrastramos otra vez hacia el camino, explorando a derecha e izquierda hasta que dimos con un sitio donde podíamos ocultarnos. Allí nos tendimos pecho a tierra y nos dedicamos a medir los intervalos del paso de las unidades japonesas, mientras las botas y las ruedas pasaban a menos de cuatro metros de nuestras caras.
—Primero camiones, luego infantería y, unos segundos después, artillería —susurró Barker—. ¿Estás de acuerdo, Ed?
Asentí con la cabeza.
—Después de la siguiente columna de infantería, nos lanzamos —agregó.
Pasaron seis camiones, seguidos de una compañía de infantería. Si nuestras observaciones eran válidas, contaríamos con un intervalo de varios segundos. Barker se puso de pie.
—¡Ahora! —señaló, y se escurrió hacia el camino.
Agazapándome, lo seguí. Durante unos segundos quedamos al descubierto; luego nos dejamos caer casi encima uno del otro en el lado opuesto del camino, y allí nos quedamos, inmóviles, jadeantes. No nos habían descubierto.
Al amanecer, agachados, avanzamos poco a poco hacia el norte. Tras recorrer varios kilómetros, llegamos a un campo abierto lleno de arrozales altos. Allí, entre los pantanos, andaba un campesino filipino.
Aquel hombre nos llevó a su aldea. Mató el último de sus pollos y, mientras comíamos, conversamos, repitiendo las frases una y otra vez para poder entendernos. Nos comunicó que, durante varios días, miles de prisioneros de guerra estadunidenses y filipinos habían marchado a punta de pistola por la carretera de Batán. Muchos de ellos eran verdaderos esqueletos que a duras penas podían tenerse en pie; sin embargo, los japoneses los fustigaban sin descanso para que siguieran andando. Cuando alguno caía desfalleciente, allí mismo lo acuchillaban con la bayoneta. A quienes osaban detenerse a beber un poco en los inmundos charcos del camino, los mataban a tiros. Y a los civiles que les daban de comer o de beber a los prisioneros, los asesinaban.
La brutalidad y los sufrimientos de aquella marcha mortal habían impresionado tanto a la población local, que surgieron los primeros brotes de resistencia. El campesino nos informó que ya se estaban formando pequeños grupos de guerrilleros en las zonas rurales, y se ofreció a guiamos hasta uno de ellos.
Al día siguiente llegamos a una aldea donde nos dieron la bienvenida cuatro hombres: tres filipinos y un soldado estadunidense. Como nosotros, nuestro compatriota había optado por no rendirse; pero en vez de buscar la fuga, había resuelto quedarse y ayudar a organizar la resistencia. Nos habló de un ejército clandestino que estaba reuniendo el coronel Claude Thorpe, oficial de caballería a quien MacArthur había enviado desde Batán para fundar un movimiento guerrillero.
Hasta ese momento yo había considerado a las Filipinas sólo como un puesto militar; ahora empezaba a verlas como un lugar y como un pueblo. A lo largo de nuestra ruta de escape, los filipinos se habían deshecho en atenciones; habían compartido con nosotros la poca comida que tenían y habían arriesgado la vida por ayudarnos. Era muy cómodo escapar y dejarlos en medio de la guerra. Entonces me pregunté si debía yo unírmeles como voluntario.
Barker pensaba igual que yo, y deliberamos sobre lo que debíamos hacer. El meollo de la cuestión era nuestra condición de oficiales de un ejército que había capitulado.
—Jamás recibimos órdenes de rendirnos —razonó Barker—, de modo que aún tenemos el deber de seguir luchando.
Le hice ver que los soldados que seguían peleando después de una capitulación estaban sujetos a la ejecución sumaria.
Ponderamos con todo detenimiento la decisión; pero, al fin y al cabo, éramos soldados de caballería. No cuadraba con nuestra tradición volver grupas en una acción bélica.
—Entonces, ¿está decidido? —me preguntó Barker.
—Está decidido —afirmé—. Pelearemos con los guerrilleros como voluntarios.
SALVACIÓN MILAGROSA
SE ME HABÍA INFECTADO una llaga en el pie, por lo que, cuando Barker acudió al campamento del coronel Thorpe, tuve que quedarme. Poco después, los guerrilleros informaron que los japoneses planeaban efectuar incursiones en la zona. Por tanto, inicié la marcha hacia las apartadas laderas de las montañas.
Fue el 9 de mayo de 1942, día de mi vigésimo quinto cumpleaños, cuando regresé de los montes tras un prolongado ataque de paludismo. Elegí un paraje y comencé a construir nuestro cuartel general. Casi estaba terminado cuando el coronel Thorpe llegó a la zona. Nos explicó que las fuerzas guerrilleras se dividirían en cuatro partes. Una de las secciones —la planicie central de Luzón, que incluía Batán y la ciudad de Manila—, estaría ál mando de Joe Barker. Yo sería el subcomandante.
Empezamos por establecer contacto con los líderes civiles de cada localidad y encargarles que reclutaran a nuevos contingentes. Nos dimos cuenta de que la gran mayoría del pueblo era acendradamente antijaponesa y estaba muy dispuesta a colaborar con nosotros. Poco después, visitamos las aldeas para tomar el juramento a las nuevas unidades de combatientes.
Nuestra labor consistía en preparar el terreno para el prometido regreso del general MacArthur. Para ello, teníamos que afirmar nuestra credibilidad y ganar para la causa al pueblo. Evitaríamos los choques frontales con los japoneses. Nos concentraríamos en organizar a la gente, recabar información y sabotear al enemigo. Disponíamos de pocas armas y de mucho menos equipo. Era aquel, en verdad, un ejército de campesinos; un ejército al que animaban el espíritu patriótico y la firme voluntad de resistir.
El principal obstáculo que arrostrábamos, además del difícil terreno y del clima, era la falta de aparatos de comunicación. Los mensajes entre nosotros y Thorpe, o entre nosotros y nuestros reclutas, debían enviarse mediante mensajeros, procedimiento por demás lento y peligroso.
Viajábamos a pie, procurando no acercarnos a los caminos y poblaciones. Barker y yo tardamos mucho en acostumbrarnos a los insectos, las serpientes y el calor sofocante.
Un peligro más insidioso, empero, eran los huks, que constituían el brazo militar del Partido Comunista Filipino. Había sido nuestra intención considerarlos aliados nuestros y trabajar de común acuerdo con sus dirigentes. Incluso habíamos logrado que nos prestaran el manual sobre guerra de guerrillas de Mao Tsetung. Pero terminamos convenciéndonos de que eran indignos de nuestra confianza.
Para crear contingentes de guerrilleros en Manila, enviamos a dos agentes a esa ciudad. Pese a tratarse de una misión peligrosa, en cuestión de semanas ya se había formado una red por toda la ciudad, de la que formaban parte incluso muchos civiles que trabajaban para los japoneses. Estos valientes hombres y mujeres pronto empezaron a darnos vital información acerca de la fuerza, la organización y las intenciones de los japoneses.
A medida que se intensificaban nuestras acciones bélicas, crecía nuestra notoriedad, y los japoneses estuvieron más al tanto de nuestras andanzas. Nuestros agentes nos informaron que se había publicado una lista del estilo de "Se busca...", la cual encabezaba el coronel Thorpe e incluía a otros oficiales estadunidenses incorporados a la resistencia: a Joe Barker y a mí, entre ellos.
Joe y yo teníamos guardias personales a quienes confiábamos nuestra seguridad. Los míos eran Processo Cadizon y Claro Camacho. Yo no daba un paso sin ellos, y nadie podía acercárseme sin antes pasar la revisión de estos guardias, armados de machetes y metralletas.
Una tarde, al regreso de una asamblea de guerrilleros, Cadizon y yo nos detuvimos en una casa de campo. El granjero nos contó aterrorizado que hacía unos instantes un escuadrón de huks había entrado en la aldea cercana.
Con mi ingenuidad de entonces, creí que era una buena oportunidad de conocer a los dirigentes comunistas y llegar a un convenio con ellos. Cadizon y yo nos encaminamos hacia una choza, donde varios oficiales huks estaban acuclillados en torno de una lámpara. Asomé la cabeza adentro. Al notar aquellos hombres mi presencia, se produjo un silencio de azoro.
Sonreí y pedí hablar con el oficial de más alto grado. El teniente exigió que me identificara. Cuando Cadizon le explicó quién era yo, su sorpresa se convirtió en asombro.
—No se mueva de aquí —me ordenó—. Iré a buscar a mi superior.
Permanecí de pie en medio de aquellos hombres, haciendo esfuerzos por sobreponerme al entumecimiento que parecía dominarme. Sabía que no debía mostrar debilidad ante esa gente, mas la enfermedad y los viajes me habían agotado. Estaba a punto de desmayarme.
En seguida, desde afuera de la choza, me llamó el teniente. Salí y, de pronto, doce hombres emergieron de la oscuridad y me apuntaron con sus rifles. Los miré incrédulo, y en ese momento me desmayé.
Cuando recobré la conciencia, estaba tendido, con la cabeza sobre las piernas de Cadizon. Abrí los ojos cautelosamente y apreté el brazo de mi guardián para darle a entender que ya había despertado. De espaldas a nosotros, un centinela huk hacía guardia dentro de la cabaña. En eso, se armó afuera una discusión, y el guardia salió de la choza a ver de qué se trataba. Cadizon escuchó a hurtadillas.
—El teniente asegura que usted es un espía alemán —me susurró mi acompañante—. Dice que tiene orden de capturarlo y ejecutarlo.
Indiqué a Cadizon que debíamos fugarnos. Había una pequeña entrada detrás de la choza, y Cadizon me arrastró hacia ella. Luego me ayudó a llegar hasta un sembradío de caña de azúcar situado al borde de un claro del bosque. Seguimos por ahí con todo sigilo.
Las cañas nos azotaban a nuestro paso. Cada diez o doce metros debía detenerme y colgarme de Cadizon para no desmayarme. De pronto se oyeron varios gritos provenientes de la aldea. Habían descubierto nuestra fuga.
Yo oscilaba entre la náusea y el colapso. En eso, Cadizon cuchicheó:
—¡Allá, mire!
Me señalaba un río. Avanzamos de prisa y nos escurrimos en las aguas. Estas nos arrastraron y sacudieron con violencia, y luego nos arrojaron contra la orilla opuesta. Reptando, alcanzamos la ribera y nos ocultamos en la selva hasta que estuvimos seguros de que no corríamos peligro.
Algunos de los hombres que estuvieron al mando de Ed Ramsey. Processo Cadizon aparece en medio, en la fila de atrás.
EL MÁS BUSCADO
EMPECÉ A ENTENDER que mi colapso entre los huks había sido un leve ataque apoplético. Mientras me restablecía, Joe Barker llevó a cabo casi todos los viajes previstos y, hacia octubre, nuestro ejército sumaba ya más de 2500 efectivos.
Buscando recobrar las fuerzas, pasé varias semanas en un campamento donde había un médico estadunidense. Barker, entretanto, iniciaba los preparativos para un viaje a Manila, que emprendió a fines del mes.
No supe nada de él hasta diciembre. Se hallaba en la capital; tenía su base de operaciones en un barrio miserable lleno de refugiados y bandidos. Disfrazado de sacerdote católico, hacía incursiones de reclutamiento y de acopio de información por todo Manila.
Pero había malas noticias. Barker se enteró de que habían hecho prisionero al coronel Thorpe y de que lo estaban torturando sin piedad. Barker me escribió que reemplazaría a Thorpe en el mando de todas las fuerzas guerrilleras. Por tanto, quedaría a mi cargo la región centro-oriental. "Debería felicitarte", concluía su carta, "puesto que, según nuestros agentes, tú eres el número dos —después de mí— en la lista de condenados a muerte".
A pesar de que la ocupación japonesa se consolidaba y de que se recrudecía su brutalidad, se incrementó el volumen de información que fluía de nosotros hacia Australia, y nuestros contingentes comenzaron a intervenir en acciones de sabotaje. Cada vez que era posible aislar un convoy en las colinas, los guerrilleros lo atacaban y de inmediato se esfumaban en el campo. Los depósitos de municiones y suministros eran objetivos frecuentes; los vehículos y los aviones se inutilizaban siempre que se presentaba la oportunidad.
En enero de 1943, el general Baba, jefe del contraespionaje japonés, lanzó una enérgica ofensiva para aniquilarnos. Nuestros campamentos eran atacados sin cesar. Los soldados japoneses irrumpían en las aldeas, quemaban todo y detenían a medio mundo por el simple hecho de parecer sospechoso. El pueblo filipino, lejos de amedrentarse, siguió apoyándonos. Recuperado, casi del todo, recorrí la península de Batán reclutando hombres y nombrando nuevos oficiales. En Morong, donde había yo dirigido la carga de caballería, el alcalde y la población entera nos recibieron como a héroes. La resistencia se organizó en cuestión de semanas en toda la costa occidental de Batán. En adelante, ninguna nave podía entrar o salir de la bahía de Manila sin que lo supiéramos y sin que enviáramos a MacArthur los informes respectivos.
Estaba por finalizar enero cuando regresamos al campamento, donde nos esperaba un oficial proveniente de Manila. Pude advertir que era portador de malas noticias.
El 8 de enero habían capturado al guardaespaldas de Barker y lo habían torturado sin cesar durante tres días, hasta que reveló el paradero de uno de nuestros agentes, quien a su vez, junto con la mayoría de sus colaboradores más cercanos, fue hecho prisionero.
Barker había huido, y se había detenido a pernoctar en casa de uno de nuestros hombres. Pero, al rayar el alba, tropas fuertemente armadas rodearon la casa. Joe no tuvo la menor oportunidad de salir. Los soldados irrumpieron en la morada mientras dormía, y lo apresaron.
Ahora era yo el comandante de las fuerzas guerrilleras. Como tal, me había convertido en el hombre más buscado de la lista del general Baba. Se ofrecía por mi cabeza un cuarto de millón de pesos filipinos: unos 100,000 dólares.
ANGUSTIANTE VIAJE EN FERROCARRIL
NUESTRA RED de Manila había sufrido un tremendo revés. Yo deseaba ir allá de inmediato, pero me hubiera arriesgado mucho. En vez de ello, resolví trasladarme al norte. Hicimos el viaje a pie, principalmente de noche y bordeando los campamentos del enemigo.
En Bayambong, la aldea natal de mi guardaespaldas Claro Camacho, establecimos una nueva base, y avisamos de mi llegada al teniente Bob Lapham, uno de los dos oficiales estadunidenses que estaban al mando de la región. Era un joven bien parecido, de sonrisa franca y trato agradable. Sus hombres se dirigían a él como mayor, y yo le hice alguna broma al respecto. Entonces me informó que tanto él como yo éramos, en efecto, mayores. Antes de ser capturado, el coronel Claude Thorpe nos había propuesto para que nos ascendieran dos grados. "Tardamos varios meses en establecer contacto con Australia", explicó Lapham; "pero MacArthur confirmó el nombramiento. ¡Enhorabuena!"
Durante todo abril y mayo de 1943, ambos recorrimos las provincias del norte, reclutando más dirigentes civiles y formando nuevos cuadros de oficiales. En todas partes se nos hacía la misma pregunta: "¿Cuándo regresará MacArthur?" Su nombre era casi una invocación; una palabra sagrada de un poder extraordinario. Respondíamos con toda sinceridad que lo ignorábamos, pues carecíamos de equipo de radiocomunicación. No obstante, les asegurábamos que la invasión libertadora se llevaría a cabo algún día.
Una noche, en el campamento, Lapham me habló de un grupo de prominentes filipinos que había organizado una red clandestina de ayuda a los prisioneros y fugitivos de los campos de concentración japoneses. Una de sus más activas integrantes era una joven dama de la alta sociedad manileña llamada Ramona Snyder. Era viuda de un prisionero de guerra estadunidense muerto en cautiverio, y el año anterior se había encargado de atender a Lapham durante una de sus crisis de paludismo. Esta vez vendría desde Manila para acompañarlo en su cumpleaños.
En cuanto entró esta hermosa mujer, la lóbrega choza se transfiguró. Llevaba puesto un sencillo vestido blanco que realzaba su piel morena clara. Era de rostro ovalado y expresión franca, y sus oscuros ojos rebosaban de alegría.
No podía quitarle la vista de encima. Como yo, ella era una guerrillera, expuesta exactamente a los mismos peligros. Sin embargo, reía y charlaba tan amenamente como si estuviera en un viaje de placer. Saboreé cada momento de su compañía.
En los dos días que Mona se quedó con nosotros, nos puso al tanto de lo que ocurría en Manila. Cuando se disponía a partir de regreso, me ofreció enviarme información desde la capital. Era un lance sumamente arriesgado, pues hasta el rumor de haberse relacionado conmigo podría costarle muy caro; pero ese mismo verano volvió al campamento a darnos un informe. El vacío creado en el movimiento clandestino en Manila a causa de las incursiones japonesas de enero no se había llenado, así que decidí ir a esa ciudad.
Comenté mis planes con Claro Camacho. Sería un largo viaje. "Necesitaré un furgón", dije entre bromas y veras. Y al cabo de varias noches me consiguieron el vagón.
El 23 de noviembre a la medianoche nos dirigimos hacia un apartadero, en una aldea cercana. Llevábamos tres ametralladoras y comida para dos días. El furgón se encontraba entre la maleza. Corrimos la puerta y nos saludó el olor a hojas de palma frescas, que suelen emplearse como empaque de los cargamentos. Después de izar las ametralladoras y los trípodes, trepé al vagón junto con dos hombres que Camacho había escogido personalmente. Él viajaría en la locomotora.
Apilamos los embalajes de hojas de palma contra la puerta, a la altura del pecho. Luego, Camacho corrió la puerta y la cerró por fuera con candado. Así, no había manera de salir de allí a menos que alguien abriera la puerta desde el exterior. Si lo hacían los japoneses, tendríamos que abrirnos paso a sangre y fuego.
Era ya casi mediodía cuando llegamos al primer puesto de inspección. Minutos después se oyeron muy cerca voces de japoneses, señal de que habían rodeado el tren. Los tres nos quedamos como estatuas. Oímos que golpeaban las paredes del furgón y, luego, la hoja de una bayoneta penetró de pronto, tajante, entre las palmas adosadas a la puerta. Por poco me atraviesan una pierna. Hubo un gruñido de desaprobación afuera, y metieron otra bayoneta, y luego otra más. Las bayonetas no habían topado con ningún cargamento, y uno de los soldados nipones gritó algo. A la puerta del vagón se entabló una rápida conversación, y después oímos que los soldados corrían hacia el frente del convoy. Seguros de que había llegado el momento de luchar, nos incorporamos y cogimos las ametralladoras.
En eso, el tren se bamboleó y empezó a avanzar. No tardamos en alcanzar a los soldados, que seguían corriendo y gesticulando en dirección del furgón.
Durante las dos horas siguientes esperamos con creciente ansiedad, seguros de que los japoneses habían telefoneado a un puesto de más adelante. No había ninguna señal de Camacho, por lo que permanecimos sentados, con las ametralladoras listas para abrir fuego.
Luego de un rato, el convoy traqueteó y se detuvo, y los tres apuntamos a la puerta. Oímos voces que se acercaban y pasaban. Aguardamos cinco o diez minutos en espera de que rompieran el candado.
Los acoplamientos del tren chirriaron, y una vez más nos pusimos en movimiento. No habían registrado el convoy. Inexplicablemente, los japoneses no habían avisado al siguiente puesto, y dimos gracias al cielo por ello.
FARSA EXTRAVAGANTE
AQUELLA NOCHE establecimos nuestro cuartel provisional en una aldea de las afueras de Manila. Nada nos preocupaba tanto en ese momento como que yo no tenía documentos de identidad. El problema se había transferido a uno de nuestros colaboradores, un ciudadano suizo que se llamaba Walter Roeder y era el director técnico de la empresa Manila Gas Co. Aprovechando sus conocimientos sobre productos químicos y tintes, Roeder falsificó su pasaporte suizo incorporándole mi filiación.
El 20 de diciembre por la tarde, un viejo sedán pasó a recogerme; subí al vehículo y me instalé en el asiento trasero en medio de dos guardias. Todos llevábamos oculta una pistola automática. Por el camino fuimos pasando a varios soldados japoneses. Extrañamente, cuanto más me internaba en la ciudad, menos temor sentía. Ya faltaba poco para la Navidad; algunas tiendas estaban adornadas y la gente paseaba por las calles. Me sentí transportado a otro mundo.
En los días siguientes conferencié casi de continuo con varios líderes de la resistencia en Manila. La víspera de Navidad, Mona Snyder pasó por mí.
—¿Estás bien? —me saludó, y me miró sonriente con aquellos hermosos ojos color café.
Extendí los brazos como un espantapájaros y le dije:
—Tal como me ves.
Mona rió y replicó:
—Vamos a hacer algo al respecto. Estamos invitados a cenar en casa de unos parientes míos. Han organizado una fiesta navideña en tu honor.
Antes de que siquiera me presentara, las personas allí reunidas me recibieron con fuertes abrazos. No hubo formalidades, y de inmediato me hicieron sentirme como en mi casa. La cena estuvo deliciosa. Comimos, charlamos y bebimos vino hasta que Mona indicó que ya era hora de marchar. No podíamos arriesgarnos a andar en las calles después del toque de queda.
Seguí asistiendo a mis reuniones. Un día, Mona me llevó noticias perturbadoras. El general Baba no sólo sabía que estaba yo en Manila, sino que tenía una idea aproximada de en dónde me alojaba. Habían bloqueado todas las salidas de la ciudad; me urgía conseguir otro escondite. Mona y yo partimos de inmediato en un carruaje tirado por un caballo. Atravesamos la ciudad y nos refugiamos en casa de otro de sus parientes.
Esa tarde se presentó Walter Roeder. Se había trasladado en bicicleta desde la fábrica de gas, y traía otra bicicleta para mí. Su plan era audaz: yo me alojaría en su casa como huésped, ante las miradas de cientos de soldados japoneses acantonados en el complejo fabril de la empresa. Como Roeder era unos 20 años mayor que yo y en nuestros pasaportes aparecía el mismo apellido, me haría pasar por su hijo, que lo visitaba procedente de Zurich.
Roeder me preguntó si hablaba algo de alemán y le respondí que no.
—Bueno. Le enseñaré algunas palabras, ¿de acuerdo? Por favor, repita después de mí: so...
—So —pronuncié, a la inglesa.
— No; no so, sino zo.
—Zo —lo imité.
—Sí, eso está mejor —refunfuñó—. Ahora repita: wie...
Repetí la palabra.
—Muy bien. Ahora diga: Ja, so wie so.
—Ja —lo imité—, so wie so.
Me hizo repetirlo varias veces.
—Ahora —observó—, yo llevaré la voz cantante. Usted contribuirá con lo que sabe.
Tardamos mucho en llegar a la fábrica, y durante todo el recorrido Roeder habló conmigo en alemán, en tanto yo, como loro, repetía una y otra vez "Ja, so wie so", a manera de comentario a todo lo que él decía. Aquello era una farsa extravagante, aunque me pareció que su misma absurdidad era una salvaguarda.
Pero al avistar el complejo se me cayó el alma a los pies. Era un enorme sistema de maquinaria y equipo, de tanques de almacenamiento y casas, en el corazón mismo de Manila. Amontonadas por todas partes entre los edificios, había varias hileras de tiendas de campaña atestadas de soldados japoneses.
Cuando traspusimos las puertas, los centinelas nos saludaron con la mano, mientras yo, todo ese tiempo, secundaba el parloteo de Roeder con mi cantinela de "Ya, ja so". Pasamos por entre las tiendas y seguimos pedaleando hasta el porche de su casa. Segundos después nos hallábamos a salvo en la sala.
En los nueve días que siguieron, los japoneses me buscaron de modo tan sistemático, que Manila quedó casi aislada. Inspeccionaban todos los vehículos que salían de la ciudad y detenían peatones al azar. Hacia la primera semana de enero, nuestros informantes nos comunicaron que Baba, muy a su pesar, había llegado a la conclusión de que yo había logrado escapar de la ciudad, y comenzó a aflojar la vigilancia.
Al anochecer del 7 de enero de 1944, Walter Roeder y yo salimos en bicicleta. Una vez más, actuando en nuestra farsa de padre e hijo, conseguí huir hacia las zonas rurales.
UNA OFERTA TENTADORA
HACÍA MUCHO que no disponíamos de un cuartel general, y necesitábamos un puesto de mando que estuviera situado no muy lejos de Manila. Hacia el noreste de la ciudad se alzaba la selva de la Sierra Madre. Sus montes eran escarpados; su bóveda de árboles y maleza, impenetrable. Con todo, no quedaba muy lejos de la urbe, así que fuimos a explorar la zona.
Avanzamos con dificultad hasta un elevado claro e inspeccionamos el panorama. A nuestros pies, más allá de las laderas de las montañas y de las llanuras, se alzaba Manila. A nuestras espaldas se erguía una montaña de selva distante, con una catarata que se precipitaba por una cañada de rocas. Cerca de la parte superior de la cascada había un macizo de peñascos y, más allá, un valle boscoso.
—¿Qué monte es ese? —pregunté a nuestro guía.
—¿Ese? El Balagbag.
Era, ni más ni menos, lo que necesitábamos. La saliente rocosa era un estupendo puesto de defensa; el valle sería el asiento del campamento, y la eminencia que dominaba todo aquello, nuestra atalaya. Pasamos el resto del día explorando y al final escalamos el peñasco más alto.
—Aquí emplazaremos ametralladoras —dije.
En Manila me habían comunicado que un submarino había dejado en la isla de Mindoro un equipo de radio para nosotros. Pero... tendría que ir yo por él.
Tardé todo un mes en hacer el largo y difícil viaje; primero en bote, por la bahía de Manila; luego por tierra, a través del sur de Luzón, y finalmente hasta Mindoro, navegando por un estrecho. Llegué al campamento local. Varios días después salió de la selva un hombre que caminaba casi arrastrándose. Era el suboficial David Wise; iba desgreñado y sucio, con la piel llena de costras de polvo y sangre reseca. Los japoneses habían descubierto su puesto de avanzada, habían abierto fuego y habían matado a casi todo el destacamento. Wise logró escapar hacia la jungla, pero tuvo que dejar todos los pertrechos.
—¿Qué nos dice del radio? —le pregunté.
—Lo perdimos durante el ataque.
A la mañana siguiente, cuando nos preparábamos para irnos, recibimos un mensaje. Un submarino, con dinero y pertrechos para el movimiento guerrillero, llegaría dos semanas después a la purita meridional de Mindoro. Y había un mensaje personal para mí.
—El submarino puede sacarlo de aquí —me informó el comandante del campamento—. Pero tendrá que partir en seguida.
La oferta era tentadora, aunque yo bien sabía que no podía irme. Yo era el líder; mi gente contaba conmigo; esa guerra era tan mía como de ellos. Me había ofrecido como voluntario para esta misión, y no iba a desistir ahora.
—Dígales que no; que se lo agradezco —contesté.
El comandante sonrió y asintió.
—Yo no debería darle esto —añadió, al tiempo que me entregaba una hoja de papel doblada—. Recibí instrucciones de mostrárselo sólo en caso de que decidiera irse.
Extendí la hoja y leí. Provenía de Australia, y estaba dirigida a mí. De MacArthur, para Ramsey. Le pido que vuelva a Luzón y que tome el mando de sus fuerzas de resistencia. Firmaba MacArthur mismo.
A mi regreso al Balagbag me esperaban noticias trágicas. En diciembre anterior, los japoneses habían sacado de sus celdas a Joe Barker y a otros oficiales, y los habían llevado hasta un viejo cementerio de Manila. Allí, bajo la tormenta, los habían obligado a cavar sus propias tumbas y a arrodillarse junto a ellas. Luego los decapitaron, uno a uno.
Aquello había puesto fin a todo un año de crueles sufrimientos. Yo seguía con vida gracias a la fortaleza de ánimo de aquellos compañeros, pues cualquiera de ellos podría haber flaqueado y proporcionado información y nombres que hubieran traído como consecuencia mi muerte. Se habían comportado como soldados y muerto como mártires.
Recordé entonces una tradición de la caballería, según la cual nuestro elitismo se prolongaba hasta más allá de la muerte. Contaba la leyenda que, mientras los soldados de infantería marchaban penosamente al infierno, los de caballería disfrutaban de un último trago y de una última reunión con los amigos en Fiddler's Green, pradera que un poema anónimo sitúa en la frontera del infierno.
Salí de mi cabaña y, bajo el aguacero, miré al cielo y grité:
—¡Adiós! ¡Nos veremos en Fiddler's Green!
DESLUMBRANTE VICTORIA
FUE POR ESOS DÍAS dolorosos y aciagos cuando llegó al campamento un explorador procedente de las islas del sur. Su viaje de más de 1500 kilómetros había durado cuatro meses. Esquivando las patrullas enemigas, había atravesado varias de las regiones de terreno más accidentado de las Filipinas, tan sólo para llevarme un equipo de radio.
Aquello marcaba para nosotros el inicio de una nueva etapa de la guerra. Ya no habría más mensajeros que arriesgaran la vida, ni interminables demoras en recibir las respuestas.
El campamento del Balagbag se enorgullecía de contar con media docena de chozas de hoja de palma, además de un comedor bien ventilado y un hospitalito. Los altísimos árboles formaban un domo sobre nuestras instalaciones y las hacían invisibles desde el aire. Para llegar allí había que cruzar varias laderas selváticas de tupida vegetación, salvar algunas barrancas verticales y subir la vertiginosa catarata. En lo alto teníamos emplazadas dos ametralladoras de calibre 0.50 que habíamos recuperado de un avión de caza estadunidense derribado.
Mandé construir una cabaña de comunicaciones sobre el farallón que había detrás del campamento, al que bautizamos como la Colina de la Señal. Nuestros hombres tendieron el alambre de la antena entre los árboles, en tanto mi oficial de transmisiones colocaba la unidad de radio sobre una mesa de bambú, con el generador de energía muy a la mano. De repente, un agudo sonido entró con fuerza en el aparato, y al instante se transformó en una rápida sucesión de puntos y rayas. A partir de esa noche enviamos con regularidad informes secretos que eran retransmitidos al cuartel general de MacArthur.
Hasta ese momento nuestras fuerzas guerrilleras habían realizado las acciones de sabotaje con mucha cautela. Pero hacia mediados del verano de 1944 consideré que había llegado la hora de dar una demostración de fuerza. Envié a Manila órdenes secretas de preparar una ofensiva. A Walter Roeder le solicité que inventara un explosivo. Poco después se presentó en el Balagbag para mostrar el funcionamiento de su bomba, que constaba de dos cilindros de plomo, uno con la mezcla explosiva, y el otro con un cronómetro algo burdo.
Roeder mismo supervisó la construcción de los artefactos y el entrenamiento de los comandos de sabotaje. Di instrucciones de que se colocaran las bombas el 15 de julio, con las espoletas cronometradas para que explotaran a la medianoche.
El día 15, a eso de las 9 de la noche, Roeder se presentó a informarme que las bombas ya estaban colocadas en donde se había dispuesto. Sin embargo, le inquietaban los reguladores cronométricos.
—Tome en cuenta que no es un mecanismo de relojería suizo, mayor —comentó.
Le di unas palmaditas en el brazo para tranquilizarlo y le dije:
—Ja. ja. So wie so.
Cerca de la medianoche, Roeder y yo cogimos un telescopio y subimos a la Colina de la Señal. No había luna, por lo que nos sentamos en la oscuridad total. Llegada la media noche, miramos expectantes hacia la ciudad. Pasaron las 12:30; luego, la una de la mañana. Después de otra hora de espera, le pregunté a Roeder si era posible que no hubiera funcionado ninguno de los dispositivos.
De pronto se elevó por el cielo una columna de fuego. A esta siguieron varias explosiones, que hicieron cundir los estallidos y las llamaradas por toda la sobresaltada ciudad. El eco del retumbo de los estallidos llegaba al Balagbag, y luego regresaba a la bahía.
Roeder me arrebató el telescopio y lo enfocó hacia las llamaradas.
—Tanque —dijo sonriente.
"Tanque" era el principal depósito de combustible de los japoneses, y en ese momento estallaba como un abanico de fuegos de artificio, cada vez más ancho. Acto seguido se alzó un cerco de llamas en el otro extremo de la ciudad. Destellaban, una tras otra, unas como estacas anaranjadas que al instante se fundían en largas lenguas de fuego. Eran los vagones cisterna estacionados en los patios ferroviarios de Manila.
Detrás de mí, Roeder se puso a cantar una ruidosa canción folclórica alemana, dio un salto y empezó a bailar.
Las explosiones se sucedieron toda la noche. Poco antes del amanecer, unos tanques de la Philippine Manufacturing Co. volaron con un estruendo formidable y dejaron caer una lluvia de escombros ardientes por todo el río.
Al despuntar el alba hubo otra enceguecedora explosión en la bahía. Por unos instantes, mientras las llamas se elevaban hacia el cielo matutino, los muelles se transformaron en un altorrelieve ambarino. Uno de los artefactos explosivos, colocado en un tambor de petróleo, había sido llevado a bordo de un buque cisterna japonés, y ahora la enorme nave de 10,000 toneladas volaba en pedazos.
Cuando la onda sonora llegó a nosotros, sentimos su fuerza atronadora. Atracado junto a la nave que se hundía, estaba otro buque cisterna al que alcanzó el fuego y comenzó a retumbar. Luego los escombros hicieron arder una tercera nave.
Nos quedamos en la cima del Balagbag celebrando aquel espectáculo hasta las 8 de la mañana, y entonces iniciamos el descenso al campamento. Debajo de nosotros, mientras yo enviaba un mensaje cifrado a MacArthur, los incendios cundían por todo Manila.
CONTRAATQUE DEMOLEDOR
A RAÍZ DE este sabotaje empezaron a buscarnos con más insistencia. Por recomendación mía, Mona Snyder había tomado la precaución de integrarse a nosotros en las montañas; pero los japoneses cayeron arrolladoramente sobre muchos de nuesrros seguidores y los enviaron a engrosar la lista de víctimas de las torturas, que ya sumaban varios cientos. Pese a ello, los ánimos de la resistencia se levantaron gracias a los fuegos de artificio del 15 de julio, y nuestro pensamiento se concentró más que nunca en lograr la victoria.
Durante todo el verano de 1944, el cuartel general del Balagbag siguió intacto; pero mi salud sufrió otro revés. En septiembre tuve apendicitis aguda. Un médico me palpó la región abdominal, y yo aullé de dolor.
—Debemos operarlo inmediatamente —me indicó.
Pedí a Cadizon que fuera a mi habitación a traerme una botella de ron que había estado guardando para celebrar el regreso de MacArthur. Mi guardaespaldas volvió y me levantó la cabeza para que pudiera dar un trago.
En tanto Mona y Cadizon me sujetaban, el doctor me hizo una incisión por arriba de la ingle. Me retorcí de dolor. A continuación, el cirujano comenzó a cortar a través de los músculos del abdomen. Yo gritaba, y gemía, y mordía los brazos de Mona.
El facultativo metió la mano en mis entrañas. Pude sentir cómo sus dedos hurgaban entre mis órganos. Maldije y refunfuñé una y mil veces; luego, embotado por la fiebre, el dolor y el ron, ya no tuve ánimos ni para quejarme.
Al cabo de un rato, el cirujano localizó mi apéndice y lo cortó de un tajo. En seguida me espolvoreó sulfa en las entrañas, unió la carne con pinzas y procedió a suturar.
Convalecí una semana en mi choza y, atendido por Mona, poco a poco recobré las fuerzas. Al octavo día pedí a uno de los centinelas que cortara una vara que me sirviera de bastón y empecé a hacer ejercicio al aire libre. Tenía que estar en forma.
Los japoneses nos localizaron. por fin, el 2 de enero de 1945. Entre triangulaciones de radio y pistas obtenidas de nuestros agentes mediante tortura, Baba pudo deducir nuestra ubicación. De inmediato envió patrullas a batir la zona. Cuando el enemigo llegó a la catarata, abrimos fuego.
Los japoneses se retiraron. Nosotros, sin dejar de transmitir por radio, permanecimos a la expectativa y nos preparamos para partir. El 4 de enero regresó el enemigo. Esta vez era un batallón completo, con apoyó de morteros. Todo ese día y el siguiente prosiguieron el ataque, y lograron poner pie en las rocas.
A la mañana siguiente iniciaron la ofensiva de asalto. Los proyectiles estallaban entre los árboles, por encima de nosotros, y las balas rebotaban estrepitosamente entre las chozas. Mona, el doctor y un pelotón de guerrilleros comenzaron a trasladar a la jungla a los enfermos y heridos. Cuando ya todos habían salido, excepto los combatientes, envié órdenes a la Colina de la Señal de que empacaran el radio. Seguidamente, tras una última inspección, emprendimos la retirada.
Yo me apretaba el vientre con fuerza y apenas podía respirar por el dolor y el mareo. Avanzando bajo una lluvia de metralla, me interné en la selva, alcancé a mis oficiales de estado mayor, e iniciamos el penoso descenso por las laderas de las montañas. Luego tuvieron que ayudarme a caminar, y unos 60 kilómetros después ya no podía dar un paso. Ordené a los demás que siguieran adelante; yo esperaría a los ametralladoristas. Esperaba que, cuando ellos llegaran, yo hubiera reposado lo suficiente para poder continuar la marcha.
Permanecí tendido, a cubierto, escuchando la crepitación de la batalla. No había probado bocado hacía dos días, y no tenía fuerzas ni para sentarme. Por mi mente cruzó la idea de que acaso hubiera llegado mi fin. En cuanto salieran los del emplazamiento de ametralladoras, todos mis hombres estarían a salvo. Entonces podrían restablecer el cuartel general y continuar la lucha hasta que se llevara a cabo la invasión. Mi tarea ya estaba concluida, me dije mientras sentía que me vencía el sueño; simplemente, ya no me era posible proseguir.
Me despertó el ruido de unos pasos de botas en el sendero próximo. Saqué mi pistola y esperé a oír voces. Eran los ametralladoristas, y los llamé en seguida. El primer rostro que vi fue el de Cadizon, mi guardaespaldas.
—¿Está herido? —me preguntó mientras se acuclillaba a mi lado.
Le aseguré que no y le dije que no tenía fuerzas para seguir. Ordené a los ametralladoristas que se pusieran en marcha; pero Cadizon resolvió quedarse conmigo. Me levantó la cabeza y me dio a comer unos puñados de arroz.
—No pasaremos aquí mucho tiempo —comentó—. No tardarán en llegar los norteamericanos, y entonces todo habrá terminado.
Mientras caía la tarde, hablamos de las personas con quienes habíamos establecido estrechas relaciones en la resistencia. Recordamos a los amigos muertos. En algún momento, Cadizon me preguntó por mi madre y por mi hermana.
Pensé en ellas en voz alta: en cómo habían sobrevivido ambas a sus propias contiendas: mamá, luchando a brazo partido durante años para sostener a la familia; Nadine, sobreponiéndose a su accidente.
—Todos ustedes son combatientes —opinó Cadizon—. ¿Y su padre? El también debió de haber sido un luchador.
Jamás había hablado de él, y en toda la guerra no lo había recordado más que para hacerme una advertencia a mí mismo. Pero me di cuenta de que Cadizon estaba en lo cierto: mi padre también había sido un combatiente en su larga y solitaria batalla contra sí mismo. No importaba que al final hubiera sucumbido, presa de la desesperación.
Pedí a Cadizon que me ayudara, y me puse de pie. Ya se hacía de noche. Casi desfalleciente, di unos cuantos pasos y fui a asirme del hombro de mi guardaespaldas. De esa manera fuimos bajando e internándonos lentamente en la espesura. Aún no era yo un hombre acabado, y tampoco estaba solo.
LA BATALLA FINAL
EL 8 DE ENERO encontramos un nuevo emplazamiento para nuestro cuartel general, y nuestro radio funcionó de nuevo. Esa tarde recibí un mensaje urgente de MacArthur: había que destruir de inmediato los sistemas de comunicación del enemigo, las vías férreas, los aviones, las municiones y los depósitos de combustible y aprovisionamientos.
En la mañana siguiente, los acorazados y los aviones del general MacArthur ya martillaban la costa, y al amanecer del 10 de enero, el VI Ejército se encaramó a sus lanchas de desembarco.
Los japoneses se retiraron a las montañas, y nuestros soldados avanzaron en gran número tierra adentro, con escasa resistencia inicial. Aún habría muchos combates por librar en las montañas y en Manila misma, donde algunos japoneses intentaron oponer una última y desesperada resistencia.
Una vez terminado todo, me ordenaron presentarme ante MacArthur. Me condujeron al interior de su despacho, y desde el otro lado de la amplia sala una voz dijo:
—Así que usted es Ramsey...
Pese a que el general Douglas MacArthur era alto y de mirada penetrante, al momento hizo que me sintiera a gusto en su presencia.
—Jamás dudamos de que usted volvería, señor —comenté.
Asintió con la cabeza en señal de agradecimiento.
—Lamento haberme tardado tanto —dijo.
Conversamos más de una hora. Me hizo muchas preguntas acerca de mis fuerzas guerrilleras, los comandantes principales y los líderes civiles. Yo tenía especial interés en integrar a mis hombres a las fuerzas estadunidenses regulares.
—General, tengo el ferviente deseo de que mis hombres sepan que se han reconocido debidamente sus servicios y que se les tratará como a iguales —le dije.
MacArthur me aseguró que se ocuparía de eso.
—Hay una cosa más, mi general —proseguí—. He conferido muchos grados honorarios a mis hombres durante los últimos tres años; entre ellos, algunos grados de coronel...
—Supongo que no ha nombrado a ningún general —comentó al tiempo que se reía.
—No, señor; pero quisiera que se revalidaran esos nombramientos.
—¿Puede responder usted por esos hombres?
—Por todos y cada uno de ellos, señor.
—Entonces, le doy mi palabra de que así se hará.
Comenzaba yo a darle las gracias, cuando él me interrumpió:
—Ramsey, ustedes me ayudaron a cumplir mi promesa al pueblo filipino. Soy yo quien está en deuda con todos ustedes.
MacArthur cumplió todas sus promesas.
Mientras, a fin de auxiliar en los procedimientos de incorporación de los guerrilleros, y en su nuevo entrenamiento, trabajé todo abril y parte de mayo. Pesaba yo 40 kilos escasos, aún sufría de disentería y me sentía cada vez más fatigado.
El 9 de mayo de 1945, día de mi cumpleaños número 28, me despertaron las notas de una banda filipina y el espectáculo de coloridas banderolas que ondeaban entre los árboles contiguos a mi ventana. Vistiendo un flamante uniforme color caqui y estrenando sus insignias de capitán, Mona sonreía radiante y su mirada traviesa rezumaba alegría. Se había congregado mi estado mayor, llegaron dignatarios de la ciudad, y la banda tocó hasta muy entrada la noche. Bailé con Mona. Consumí buenas dosis de coñac y de ron, hasta que el mundo empezó a girar.
Luego amaneció. Me temblaba todo el cuerpo. Me puse de pie, pero me desplomé al suelo, con fuertes convulsiones. Camacho y Cadizon me llevaron al auto y me recostaron en el asiento trasero mientras de la garganta me salían una especie de gorgoteos.
Estuve hospitalizado diez días, y después pasé otros diez de convalecencia en Manila. De regreso en mi trabajo, en vano intenté reanudar mis actividades ordinarias, pues todo lo hacía mal.
El segundo colapso fue peor. Estaba sentado a mi escritorio cuando de pronto vi que el lápiz comenzaba a sacudirse en mi mano. Sentí que se disolvía mi espíritu. No había nada que pudiera hacer, excepto retirarme a un pequeño resquicio de conciencia que todavía quedaba en mi cerebro, y desde esa lucecita, como en un precario refugio, observar cómo se hacía añicos mi sistema nervioso.
Estuve varios días encamado en el hospital. Sin embargo, en lo más profundo de mi conciencia sentía ese pequeño resquicio de luz. Todos están a salvo, me decía; nadie corre peligro; no más ataques sorpresivos, no más escondites, no más alarmas. No me había rendido en Batán, ni tampoco había sucumbido a la enfermedad, ni al general Baba, ni a los dolorosos efectos de las muertes de mis amigos. Desde el miedo, la angustia y la muerte, había ayudado a las Filipinas a luchar por su liberación. Pero ahora tendría que luchar por salvarme a mí mismo.
El día que me dieron de alta por segunda vez en el hospital recibí órdenes de regresar a Estados Unidos. Anexa venía mi promoción al grado de teniente coronel.
El 13 de junio, en Manila, MacArthur hizo una breve escala para prenderme la Cruz al Mérito por Servicios Distinguidos, y para darme las gracias de nuevo. Tres días después les estreché las manos a cada uno de mis oficiales de estado mayor, y les agradecí la lealtad y el valor que habían demostrado. A Camacho y a Cadizon no pude decirles adiós. Tan sólo nos dimos un fuerte abrazo.
Mona me acompañó al aeropuerto. En el auto, cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Ella me tomó la mano.
—Ven a visitarme —le dije al llegar al aeródromo.
—Lo haré —repuso.
Luego acercó el fino rostro moreno al mío, y me besó.
—Recupérate —me dijo—. Sé feliz y cuídate.
Nadine fue a esperarme al aeropuerto de San Francisco. Su expreSión era más seria; su dureza se había tornado en seguridad en sí misma y porte sereno.
—¡Hola, Camarada' —me dijo al tiempo que me abrazaba.
Nadie me había llamado así durante años; sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Nadine también luchaba por contener el llanto.
—¿Ya está enterada mi madre? —le pregunté.
Desde la caída de Batán, yo figuraba en la lista de los perdidos en combate.
—Le telefonearon desde Washington hace varias semanas; supongo que cuando ya estabas a salvo.
—Y tú, ¿estás bien?
—Me ha ido de maravilla —contestó—. He estado llevando, de, las fábricas al ejército, aviones de caza y bombarderos. También he adiestrado a las tripulaciones.
En seguida, echándome una larga ojeada de soslayo, me preguntó:
—¿Y que hay de ti? ¿Estás bien?
—No lo sé —repliqué con entera sinceridad.
—Eres todo un héroe, y bien lo sabes. Pero, ¡por Dios!, ¿por qué adelgazaste tanto?
—Eso es largo de contar...
Poco después subimos a su avión. Mientras me abrochaba el cinturón de seguridad, empezaron a temblarme las manos. Nadine lo notó, pero no dijo nada.
—¿Todo listo? —me preguntó.
Yo asentí con la cabeza y traté de corresponder a su sonrisa. Despegamos, dio un amplio viraje al avión y enfilamos hacia el este.
Mi madre nos esperaba en el aeropuerto de Wichita. Nadine hizo rodar el avión hasta su auto. Bajé, y mi madre extendió los brazos.
—¡Oh, Camarada! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío, Camarada!
Después de pasar dos días en casa, me presenté en el hospital, en Topeka. Pesaba 42 kilos. Tras una serie de estudios, me informaron que sufría de paludismo, disentería amibiana, anemia, desnutrición aguda y colapso nervioso generalizado.
Sería necesario luchar 11 meses y recurrir a toda la fe y a todo el amor que había aprendido en Luzón; pero estaba resuelto a ganar también esta otra guerra.
Ed Ramsey llegó a ser vicepresidente de la compañía Hughes Aircraft, en la cual se hizo cargo de la región del Lejano Oriente. Actualmente está jubilado y vive con su esposa en Los Ángeles.
CONDENSADO DE "LIEUTENANT RAMSEY'S WAR", © 1990 POR EDWIN PRICE RAMSEY Y STEPHEN J. RIVELE, PUBLICADO POR KNIGHTSBRIDGE PUBLISHING CO., DE LOS ÁNGELES, CALIFORNIA. FOTO DE LA PORTADILLA: © BERND MULLER/THE STOCK SHOP. ILUSTRACIONES: JOHN SOLIE.