Publicado en
agosto 22, 2010
Título original: Cadbury, the beaver who lacked ©1987
Una vez, hace mucho tiempo, antes de que se inventara el dinero, cierto castor llamado Cadbury vivía en una exigua represa que había construido con sus propios dientes y patas, se ganaba la vida royendo arbustos, árboles y otras plantas a cambio de fichas de póquer de varios colores. Las fichas azules eran las que más le gustaban, pero se conseguían muy rara vez, generalmente sólo como pago de grandes encargos únicos y duros de roer. Durante los años en que había estado trabajando sólo había podido conseguir tres de esas fichas, pero intuía que debían existir más, y de cuando en cuando, durante los días de mordiente trabajo hacía una pausa por un momento, con la mirada fija en su taza de café instantáneo, y meditaba sobre las fichas de todas las tonalidades, incluyendo las azules.
Su esposa Hilda lo importunaba con consejos cada que tenía oportunidad.
—Mírate —le decía como de costumbre—. Realmente necesitas ver un psiquiatra. Tu montón de fichas blancas alcanza apenas la mitad del que tienen Ralf, Peter, Tom, Bob, Jack y Earl, los cuales viven y roen por los alrededores, y sólo porque estás tan ocupado y en las nubes por tus malditas fichas azules las cuales nunca conseguirás porque francamente y, si se expresa la verdad absoluta, te falta el talento, la energía y el impulso.
—Energía e impulso —contestaba Cadbury con malhumor—, significan la misma cosa. —Sin embargo percibía cuánto tenía de razón. Ese era el principal defecto de su mujer: invariablemente tenía la verdad de su lado mientas él tenía sólo aire caliente. Y la verdad, cuando se opone contra el aire caliente en la arena de la vida, generalmente lleva las de ganar.
Ya que Hilda tenía razón, Cadbury desenterró ocho fichas blancas que tenía en un escondite secreto especial para guardarlas, un agujero profundo que estaba detrás de una pequeña roca, y caminó dos millas y tres cuartos hasta el psiquiatra más cercano, un conejo de modales suaves y con cara inocente, con forma de bolo de boliche, que de acuerdo a su esposa ganaba quince mil al año, era exitoso y así por el estilo.
—¡Vaya si este es un claro día! —dijo el doctor Drat amistosamente, desenrollando y engullendo dos caramelos Tums y recargándose en su silla reclinable, densamente acolchada.
—No es realmente tan claro —respondió Cadbury— cuando sabes que no tendrás ni siquiera la oportunidad de mirar una ficha azul de nuevo, aunque trabajes duramente moviendo el culo cada día y, ¿para qué? Ella lo gasta más rápido de lo que lo gano. Aunque le hincara el diente a una ficha azul, se iría esa misma noche en algo bastante caro e inútil en el arreglo de nuestra casa, como por ejemplo, en una lámpara recargable y con la potencia de doce millones de velas. Con garantía de por vida.
—Eso si que es malditamente claro —dijo el doctor Drat—… eso que dice, esas lámparas auto recargables.
—La única razón por la que he venido a verlo —dijo Cadbury—, es porque mi esposa me hizo venir. Puede obligarme a hacer cualquier cosa. Si me dice que nade hasta el centro del río y me ahogue, ¿sabe lo que haría?
—Se rebelaría —dijo el doctor Drat, con su voz amistosa y sus patas saltarinas sobre la mesa de nudoso nogal.
—Le patearía su jodida cara —dijo Cadbury—. La roería hasta los huesos, hasta el tuétano, justo hasta el tuétano. Tiene toda la maldita razón. Quiero decir, no estoy bromeando; es un hecho que la odio.
—¿Qué tanto se parece su esposa —preguntó el doctor— a su madre?
—Nunca tuve una madre —dijo Cadbury con una actitud gruñona… una actitud que adoptaba de vez en cuando: una característica regular en él, como Hilda lo había puntualizado—. Me encontraron flotando en la corriente del Napa dentro de una caja de zapatos con una nota escrita a mano en la que se leía: Descubridores guardianes.
—¿Cuál fue su último sueño?
—Mi último sueño —dijo Cadbury— es, bueno fue, igual a los demás. Siempre sueño que compró un dulce de menta de dos centavos en la farmacia, una de esas pastillas planas de chocolate cubiertas de menta y envueltas en papel metálico verde, y cuando le quito el papel no es un caramelo ¿Sabe lo que es?
—Supongo que me lo dirá —dijo el doctor Drat, con un tono que sugería que realmente sabía que era pero nadie le pagaba para que lo dijera.
Cadbury dijo fieramente:
—Una ficha azul. O más bien, lucía como una ficha azul. Azul, plana, redonda y del mismo tamaño. Pero en mi sueño siempre digo: «Quizá es sólo un caramelo azul». Me imagino que debe haber ese tipo de cosas, como caramelos de menta de color azul. Cómo odiaría guardar algo así en mi escondite secreto de fichas, un hondo agujero bajo una roca ordinaria, para toparme con que en un cálido día, tiempo después, y queriendo recuperar mi supuesta ficha azul, la encuentro derretida porque realmente era un caramelo de menta y no una ficha azul. ¿Y qué hago? ¿A quién voy a demandar? ¿Al fabricante? Cristo; nunca me dijeron que era una ficha azul; claramente decía, en mi sueño, sobre la envoltura verde…
—Creo —interrumpió el doctor Drat con suavidad—, que nuestro tiempo se ha acabado por hoy. Bien podríamos hacer algunas exploraciones de este aspecto de su psique interna la próxima semana pues parece que nos va a conducir hacia algo.
Incorporándose, Cadbury dijo:
—¿Cuál es mi problema, doctor Drat? Quiero una respuesta; sea franco… lo puedo soportar. ¿Soy sicótico?
—Bien, usted tiene ilusiones —dijo el doctor Drat, después de meditar un rato—. No, no es sicótico; no escucha la voz de Cristo ni nada por el estilo diciéndole que salga y viole gente. No, son ilusiones. Acerca de usted mismo, de su trabajo, de su esposa. Puede haber más. Adiós. —Se levantó y, dando saltitos, se acercó a la puerta de su consultorio y de manera educada pero firme, la abrió, exponiendo el túnel hacia la salida.
Por alguna razón Cadbury se sintió engañado; sentía que apenas había comenzado a hablar y, curiosamente, el tiempo se había acabado.
—Apuesto —dijo—, que ustedes los hurgadores de cabezas consiguen un maldito montón de fichas azules. Debería haber ido a la universidad y haberme convertido en psiquiatra y ahora no tendría ningún problema. Con excepción de Hilda; creo que seguiría con ella.
Y como el doctor no hiciera ningún comentario, Cadbury caminó malhumorado las cuatro millas hacia el norte donde estaba su trabajo actual para roer, un gran álamo que crecía a la orilla del arrollo Papermill, y con furia le hincó el diente en su base, imaginándose que el árbol era una combinación del doctor Drat y de Hilda.
Casi en ese preciso momento un ave impecablemente vestida llegó graznando a través del follaje de los cipreses que estaban alrededor para posarse en una rama del ahora oscilante álamo al que ahora Cadbury roía.
—Su correo de hoy —le informó el ave, y dejó caer una carta que aterrizó justo en las patas traseras de Cadbury—. Correo aéreo, también. Se ve interesante, lo observe contra la luz y está escrito a mano, no mecanografiado. Parece que lo escribió una mujer.
Con sus afilados incisivos, Cadbury rasgó el sobre. Suficiente, el pájaro del correo había percibido adecuadamente: era una carta escrita a mano, claramente el producto de la mente de alguna mujer desconocida. La carta, muy corta, decía:
Querido Cadbury.
Te amo.
Cordialmente, y aguardando una respuesta.
Jane Feckless Foundfully.
Nunca en su vida había Cadbury escuchado sobre esa persona. Volteó la carta por el frente, y no vio nada más escrito, olfateó y olió, o imagino que olía a un leve y sutil perfume ahumado. No obstante, en la parte de atrás de la carta sí encontró más palabras escritas por Feckless Foundfully (¿era señora o señorita?): Su dirección remitente.
Esto excitó sus sentidos sin fin.
—¿Tenía yo razón? —preguntó el ave del correo, desde su rama elevada.
—No, es una cuenta —mintió Cadbury—. Hicieron que pareciera una carta personal. —Pretendió regresar a su trabajo, y después de una pausa el ave de correos, decepcionada, aleteó y desapareció.
De golpe, Cadbury dejó de morder, se sentó en una elevación del terreno, sacó su caja de rapé con cubierta de concha de tortuga, pensativo tomó una pizca de su mezcla favorita, Sra. Siddon No. 3 y 4, y contempló con gran profundidad, de la manera más aguda posible, si (a) debería responder la carta de Jane Feckless o simplemente olvidar que la había recibido, o (b) responderla y (b uno), o hacerlo de una manera burlesca o (b dos) enviándole un significativo poema de la antología de Undermayer sobre Poesía del Mundo más algunas anotaciones sugerentes de una naturaleza sensible de su propia invención, o posiblemente incluso (b tres) ir directo al grano y decir algo así como:
Querida Señorita (¿Señora?) Foundfully:
En respuesta a su carta le digo que de hecho la amo yo también y soy muy infeliz en mi relación marital con una mujer a la que no amo ni nunca amé realmente y estoy bastante desalentado e insatisfecho con mi empleo y estoy consultando al doctor Drat quien, honestamente, no parece capaz de brindarme ayuda en lo más mínimo, aunque con toda probabilidad no es su culpa sino debido a la severidad de mi perturbación emocional. Quizá podríamos encontrarnos en un futuro cercano y discutir tanto su situación como la mía y, así, hacer algunos progresos.
Cordialmente,
Bob Cadbury
(llámame Bob y yo te llamaré Jane,
¿estás de acuerdo?)
El problema, sin embargo, se dio cuenta, consistía en el hecho obvio de que Hilda armaría un escándalo y haría algo espantoso… no tenía idea de qué, sólo una intuición, melancólica por cierto, de su severidad. Y además, pero en segundo lugar como problema, ¿cómo sabía que le gustaría o que amaría a la señorita (o señora) Foundfully? Obviamente ella conocía su dirección de alguna manera de la cual él no estaba conciente o quizá había sabido de él por algún amigo mutuo; en cualquier caso parecía que sus emociones hacia su persona eran muy claras, así como sus intenciones, y eso era lo que importaba.
La situación lo deprimía. Porque, ¿cómo sabría si este era el camino de salida de su miseria o por el contrario un empeoramiento de la misma pero en una dirección diferente?
Aún sentando, y tomando pizca tras pizca de rapé, analizó las diferentes alternativas, incluyendo la de acabar con su vida, lo cual quedaba muy acorde con la naturaleza dramática de la carta de la señorita Foundfully.
Esa noche, después de que llegó a casa cansado y descorazonado de su trabajo, después de haber cenado y haberse encerrado en su cuarto de estudio lejos de Hilda, donde no pudiera ella saber lo que estaba a punto de hacer, sacó su máquina portátil de escribir Hermes, insertó una hoja, reflexionó largamente y ahondando en su alma, y entonces le escribió una respuesta a la señorita Foundfully.
Mientras yacía indolente, absorto en su tarea, su esposa Hilda irrumpió en su estudio cerrado. Trozos de la cerradura, puerta y bisagras, así como algunos tornillos, volaron en todas direcciones.
—¿Qué estas haciendo —demandó Hilda— enconchado sobre tu máquina Hermes como bicho raro? Pareces una horrible arañita desecada, es la forma como luces a esta hora de la noche.
—Estoy escribiendo a la rama principal de la biblioteca —dijo Cadbury, con una helada dignidad—, es sobre un libro que devolví y dicen que no.
—Mentiroso —dijo su esposa con ira frenética, habiendo mirado sobre su hombro y visto el comienzo de la carta—. ¿Quién es esta señorita Foundfully? ¿Porque le estás escribiendo?
—La señorita Foundfully —dijo Cadbury con gran arte— es la bibliotecaria que ha sido asignada a mi caso.
—Bien, sé que estás mintiendo —dijo su esposa—. Porque yo escribí esa falsa carta perfumada para probarte. Y estaba en lo cierto. Le estás contestando. Lo supe en el momento en que te escuche comenzar a picotear esta máquina barata y vulgar en la que te encanta escribir tanto. —Entonces le arrebató la máquina, con todo y carta, y la arrojó por la ventana del estudio de Cadbury hacia la oscuridad de la noche.
—Asumo entonces —se las arregló Cadbury para decir pasado un rato— que no existe ninguna seorita Foundfully, así que no tiene sentido que saque la linterna y me ponga a buscar afuera mi Hermes, si existe todavía, para finalizar la carta. ¿Estoy en lo correcto?
Con una expresión burlesca, pero sin rebajarse a contestarle, su esposa salió con pasos firmes de su estudio, dejándolo solo con sus suposiciones y con su lata de Boswell’s Best, una mezcla de rapé demasiado suave para una ocasión como esta.
Bien, pensó Cadbury para sí mismo, creo que nunca seré capaz de alejarme de Hilda. Me pregunto, pensó, cómo habría sido la señorita Foundfully si realmente hubiera existido. Quizá, aunque mi esposa la inventó, en algún lugar del mundo debe haber alguien que sea como pienso que debió haber sido la señorita Foundfully, o más bien como me imaginaba antes que era. ¿Me entiendes?, se preguntó a sí mismo. Mi esposa Hilda no puede ser todas las señoritas Foundfully del mundo entero.
El día siguiente en su trabajo, solo frente al álamo a medio roer, sacó una pequeña libreta y un lápiz, un sobre y estampillas, que se agenció de sacar de su casa sin que Hilda se diera cuenta. Sentado sobre una ligera saliente de tierra, inspirando de manera meditabunda pequeños pellizcos de Bezoar Fine Grind, escribió una pequeña nota de manera que fuera fácil de leer:
¡A QUIEN LEA ESTO!
Mi nombre es Bob Cadbury y soy un castor joven y bastante saludable con un amplio conocimiento en ciencias políticas y teología, aunque autodidacta, y me gustaría hablar contigo de Dios y del Propósito de la Existencia así como de otros temas por el estilo. O podríamos jugar ajedrez.
Cordialmente,
Y debajo firmó con su nombre. Por un rato estuvo meditando, inspiró una pizca extra grande de Bezoar Fine Grind, y agregó:
P.D. ¿Eres una chica? Si es así, apuesto que eres bonita.
Doblando la nota, la colocó en una lata de rapé casi vacía, selló la lata minuciosamente con cinta Scotch, y la dejó flotando en el río que se la llevó rumbo a lo que consideró era el noroeste.
Pasaron varios días antes que viera, para su excitación y regocijo, una segunda lata de rapé, y no la misma que había lanzado, ésta flotaba lentamente en el río rumbo a una dirección que consideró el sureste.
Querido Cadbury (comenzaba la nota dentro de la lata de rapé). Mi hermana y mi hermano son los únicos amigos verdaderos que tengo por aquí, si eres un amigo verdadero y no te comportas de la forma en que todos me han tratado desde que llegué de Madrid, estoy segura que me gustaría conocerte.
Había también una posdata.
P.D. Suenas realmente entusiasta e ingenioso, apuesto a que sabes mucho sobre Budismo Zen.
La firma de la carta apenas si se podía leer, pero por fin distinguió que decía Carol Stickyfoot.
En ese mismo instante despachó su respuesta:
Querida señorita (¿señora?) Stickyfoot,
¿Es usted real o alguien inventado por mi esposa? Es esencial que lo sepa de una vez, ya que en el pasado he sido engañado y ahora tengo que estar constantemente en guardia.
Envió la nota, flotando dentro de la caja de rapé con rumbo hacia el noroeste.
La respuesta, cuando arribó al día siguiente flotando en dirección al sureste en una lata de rapé Cameleopard No. 5, decía brevemente:
Señor Cadbury, si cree que soy una invención de la mente distorsionada de su esposa, va a cometer el error de su vida.
Sincera y verdaderamente suya,
Carol.
Bueno, ese sí que es un buen consejo, se dijo a sí mismo Cadbury mientras leía y releía la carta. Por otro lado, se dijo, era esa precisamente la manera en que esperaría que la mente distorsionada de su mujer actuara. ¿Qué probaba?
Querida señorita Stickyfoot (escribió de regreso),
La amo y creo en usted. Pero solo para asegurarme, quiero decir, desde mi punto de vista, ¿podría enviarme en un sobre separado, por paquetería si lo desea, alguna cosa, objeto o artefacto que probara más allá de cualquier duda razonable quién y qué es usted?, si no es mucho pedir. Intente entender mi posición. No me atrevería a cometer un segundo error como el desastre con la señorita Foundfully. Esta vez iría yo junto con mi máquina Hermes cuando fuera arrojada por la ventana.
Con adoración, etc
Envió el mensaje flotando rumbo al noroeste y se quedó aguardando una respuesta. Mientras tanto, sin embargo, tenía que volver a visitar al doctor Drat. Hilda había insistido en ello.
—¿Y cómo marchan las cosas río abajo? —dijo el doctor Drat con un tono jovial y con sus patas saltarinas y velludas sobre el escritorio.
La decisión de ser franco y honesto con el psiquiatra pendía sobre Cadbury. Seguramente no había peligro alguno en contarle todo a Drat; eso era para lo que le pagaba: para que escuchara la verdad con todos sus detalles, tanto los horribles como los sublimes.
—Me he enamorado de Carol Sticykfoot —comenzó—. Pero a la vez que mi amor es absoluto y eterno, tengo esta importuna ansiedad de que es una creación de la imaginación enfermiza de mi mujer, confeccionada como fue la señorita Foundfully, para revelarle mi verdadero yo, lo cual a toda costa deseo ocultar. Porque si mi verdadero yo emerge, acabaría con toda la mierda que es ella y la dejaría acabada.
—Hmm —dijo el doctor Drat.
—Y también a usted —dijo Cadbury, descargando de golpe todas sus hostilidades en un gran cesto.
El doctor Drat dijo:
—¿No confía en nadie, entonces? ¿Está separado de toda la humanidad? ¿Ha seguido una pauta de vida que lo ha conducido insidiosamente al aislamiento total? Piense antes de responderme; la respuesta puede ser sí, y esto puede ser difícil de encarar.
—No estoy aislado de Carol Sticykfoot —dijo Cadbury acaloradamente—. De hecho ese es el único punto; estoy intentando acabar con mi aislamiento. Cuando estaba preocupado por las fichas azules, entonces sí que estaba aislado. Encontrar y conocer a la señorita Sticykfoot puede significar el final de toda mi vida equivocada, y si acaso tiene usted alguna visión sobre mi persona debería estar condenadamente satisfecho que yo haya enviado flotando esa caja de rapé ese día. Condenadamente satisfecho. —Miró con malhumor y furiosamente al doctor de largas orejas.
—Podría interesarle saber —dijo el doctor Drat— que la señorita Stickyfoot es una antigua paciente mía. Se perturbó en Madrid y tuvo que ser enviada para acá dentro de una maleta. He de admitir que es bastante atractiva, pero tiene demasiados problemas emocionales, y su seno izquierdo es más grande que el derecho.
—¡Pero admite que es real! —gritó Cadbury excitado con su descubrimiento.
—Oh. Sí, es bastante real. Le concedo eso. Pero pronto puede estar bastante ocupado. Después de un tiempo puede desear volver con Hilda de nuevo. Sólo Dios sabe a dónde los conducirá a ambos Carol Stickyfoot. Dudo que Carol misma lo sepa.
Sonaba bastante bien para Cadbury, y regresó a su álamo virtualmente molido junto al río con el ánimo exaltado. Según su Rolex a prueba de agua, eran apenas las diez y media, así que tenía más o menos el día entero para planear lo que haría, ahora que sabía que Carol Stickyfoot realmente existía y no era solamente otra trampa ilusa manufacturada por su esposa.
Algunas regiones del río permanecían sin precisar en los mapas, y, debido a la naturaleza de su empleo, conocía estos lugares íntimamente. Le quedaban seis o siete horas antes de tener que reportarse a casa con Hilda; ¿por qué no abandonar temporalmente el proyecto del álamo y comenzar rápidamente a construir un cómodo y agradable refugio para Carol y él, lejos de donde el gran mundo pudiera identificarlos, reconocerlos y localizarlos? Había llegado la hora de actuar pues el tiempo de pensar ya había pasado.
Hacia el final del día, mientras trabajaba profundamente abstraído en levantar el pequeño y agradable refugio, una lata de Dean’s Own llegó flotando rumbo al sureste del río. Reaccionando con alarma, recorrió un buen tramo del río chapoteando antes de alcanzar la lata y evitar que se la llevara la corriente.
Cuando removió la cinta Scotch y abrió la lata encontró un pequeño paquete envuelto en papel de seda con una nota burlona.
Aquí está tu prueba. (Se leía en la nota).
El paquete contenía tres fichas azules.
Por cerca de una hora Cadbury apenas podía creerse capaz de morder adecuadamente, tan grande era el impacto de la prueba de autenticidad de Carol, la prenda que le había dado y todo lo que significaba. A punto de enloquecer mordió rama tras rama de un viejo roble, regando ramitas por todos lados. Un extraño frenesí se había apoderado de él. Realmente había encontrado a alguien, se las había arreglado para escapar de Hilda… el camino se extendía frente a él y sólo tenía que caminar… o más bien nadar.
Atando juntas varias latas vacías de rapé con un largo cordel, las arrojó hacia el río; las latas flotaron más o menos hacía el noroeste y Cadbury chapoteó detrás de ellas, respirando pesadamente y lleno de anticipación. Mientras chapoteaba, manteniendo perpetuamente a la vista las latas de rapé, compuso un cuarteto rimado para la ocasión de encontrarse con Carol cara a cara.
Hay pocos que dirán que te amo.
Pero esto, te diré, es la verdad:
Este hecho que tanto he anhelado
Es cierto y pleno, es la realidad.
No sabía con certeza lo que quería decir, pero le gustaba la forma en que las palabras rimaban.
Mientras tanto, las latas atadas lo conducían cada vez más cerca, o eso es lo que esperaba y creía, de la señorita Stickyfoot. ¡Qué felicidad! Pero entonces, mientras chapoteaba por el río, recordó los maliciosos y cuidadosamente casuales comentarios que el doctor Drat había hecho, las semillas de la incertidumbre sembradas con el estilo profesional del doctor Drat. ¿Sería capaz (él mismo, no Drat) de tener el valor, el poder y la integridad, la dedicación en su propósito, de hacer frente a Carol si, como declaraba Drat, tenía severos trastornos emocionales? ¿Y si resultaba que Drat tenía la razón? ¿Y si Carol resultaba ser más destructiva y difícil que Hilda, que había lanzado su máquina Hermes por la ventana y que tenía toda clase de manifestaciones de ira psicópata?
Ocupado en sus reflexiones, no se dio cuenta que las latas atadas se habían deslizado al margen del río silenciosamente. Reflexivamente, nadó hacia ellas y salió del río hacia la tierra firme.
Enfrente se encontraba un modesto apartamento con las persianas de las ventanas pintadas a mano y con un móvil abstracto colgando indolente por encima de la puerta. Y ahí, en el porche del frente, estaba sentada Carol Stickyfoot, secándose su cabello con una gran toalla blanca y mullida.
—Te amo —dijo Cadbury. Se sacudió el agua del río que se le había quedado en su piel y se movió inquieto, lleno de amor reprimido.
Volteando a verlo, Carol Stickfoot lo miró evaluándolo. Tenía unos grandes y amorosos ojos negros y el pelo largo y denso que brillaba al sol que se desvanecía con la tarde.
—Espero que hayas traído las tres fichas azules contigo —dijo—. Porque, verás, las pedí prestadas en el lugar donde trabajo y tengo que devolverlas. —Agregó—: Fue un gesto simbólico porque parecía que necesitabas seguridad. Los idiotas han estado molestándote, como ese hurgacabezas del doctor Drat. Es un verdadero idiota de la peor clase. ¿Gustas una taza de café instantáneo Yuban?
Mientras la seguía dentro de su departamento Cadbury dijo:
—Espero que hayas oído lo que dije al llegar. Nunca he sido más serio en toda mi vida. Realmente sí te amo, y de la manera más seria. No estoy buscando algo trivial o casual o temporal; estoy buscando la clase de relación más durable y seria que hay. Espero en el nombre de Dios que no estés jugando, porque nunca me había sentido más serio y tenso en toda mi vida, aún incluyendo las fichas azules. Si esto es solamente una forma de divertirte o algo por el estilo sería muy amable y piadoso de tu parte que ahora me hablaras directamente y lo diéramos por terminado. Porque la tortura de dejar a mi esposa y comenzar una nueva vida y encontrarte…
—¿Te dijo el doctor Drat que pinto? —Carol Stickyfoot le preguntó mientras ponía una cacerola con agua sobre la estufa de su modesta cocina y encendía el quemador debajo con una cerilla anticuada, grande y de madera.
—Sólo me dijo que se te botó el corcho en Madrid —dijo Cadbury. Se sentó junto a la pequeña mesa de pino y sin pintar que estaba frente a la estufa y miró con el corazón henchido de amor a la señorita Stickyfoot agregando unas cucharadas de café en un par de tazones de cerámica que tenían espirales patafísicas en su barniz horneado.
—¿Sabes algo sobre el Zen? —preguntó la señorita Stickyfoot.
—Solo que haces preguntas, koans, que son una especie de acertijos —dijo—. Y que respondes cosas sin sentido porque las preguntas son realmente idiotas en primer lugar, cosas como ¿Por qué estamos en la Tierra?, y así sucesivamente. —Esperó haberlo expresado adecuadamente y que ella pensara que realmente sí sabía algo sobre el Zen, como mencionaba en su carta. Y entonces se le ocurrió una muy buena respuesta Zen para su pregunta:
—El Zen —dijo— es un sistema filosófico completo que contiene preguntas para cada respuesta en el Universo. Por ejemplo, si tienes la respuesta «Sí», entonces el Zen es capaz de exponerte la pregunta exacta para ésta, como «¿Debemos morir para complacer al Creador, a quien le gusta que sus criaturas perezcan?» Aunque ahora que lo pienso más profundamente, la pregunta que iría más con esa respuesta ahora sería: «¿Estamos aquí en esta cocina a punto de beber café instantáneo Yuban?» ¿Estás de acuerdo? —Al ver que ella no respondía inmediatamente, Cadbury agregó de prisa—: De hecho el Zen diría que la respuesta «Sí» es la respuesta a esa pregunta: A si estás de acuerdo. Ahí tienes uno de los grandes valores del Zen; puede proponer una variedad de preguntas exactas para cualquier respuesta dada.
—Estás lleno de mierda —dijo la señorita Stickyfoot con desdén.
Cadbury dijo:
—Eso prueba que entiendo el Zen. ¿Lo ves? O, quizá el hecho es que realmente tú no entiendes el Zen. —Se sentía un poquito irritado.
—Quizá tienes razón —dijo ella—. Me refiero a mi no entendimiento del Zen. El hecho es que no le entiendo en lo absoluto.
—Eso es muy propio del Zen —puntualizó Cadbury—. Y yo también. Lo cual es también muy propio del Zen. ¿Lo ves?
—Aquí está tu café —dijo la señorita Stickyfoot; colocó sobre la mesa dos tazas llenas de hirviente café y se sentó frente a él. Entonces sonrió. Le pareció una sonrisa agradable, llena de luz y gentileza, una pequeña y tímida sonrisa maliciosa, con un sorprendente brillo de cuestionamiento, preocupación y maravilla en sus ojos. Eran realmente unos hermosos ojos negros y grandes, exactamente los más hermosos que había visto en su vida entera, y con toda certeza supo que estaba enamorado de ella; no era solamente lo que había dicho, era una realidad.
—Te das cuenta que estoy casado —dijo mientras tomaba unos sorbos de su café—. Pero estoy separado. He construido un cuchitril río abajo, en un lugar donde nadie jamás va. Y digo cuchitril para no darte la falsa impresión de que es una mansión o algo así; aunque realmente está muy bien terminado. Soy un artista experto en mi campo. No trato de impresionarte; es simplemente la verdad de Dios. Sé que puedo encargarme de nuestras necesidades. O podemos vivir aquí. —Miró a su alrededor, el modesto departamento de la señorita Stickyfoot, ascético y con buen gusto, como lo había arreglado ella. Le gustaba aquí; sentía que la paz llegaba a su ser, un desvanecimiento de sus tensiones. Por vez primera en años.
—Tienes un aura curiosa —dijo la señorita Stickyfoot—. Un tanto suave, borrosa y púrpura. Me gusta. Pero nunca había visto una igual. ¿Construyes trenes a escala? Parece la clase de aura que tendría alguien que construye modelos a escala de trenes.
—Puedo construir casi cualquier cosa —dijo Cadbury—. Con mis dientes, mis manos, con mis palabras. Escucha, esto es para ti. —Entonces le recitó el poema de cuatro líneas. La señorita Stickyfoot escuchaba resueltamente.
—Ese poema —decidió, cuando él hubo terminado—, tiene wu. «Wu» es un término japonés, ¿o es chino?, y, ¿sabes qué significa? —Hizo un gesto con irritación—. Simplicidad. Como un dibujo de Paul Klee. —Pero luego agregó—. Creo que no es muy bueno. Por otra parte.
—Lo compuse yo —explicó enojado—, mientras chapoteaba hacia aquí río abajo siguiendo mis latas de rapé atadas. Fue algo que surgió en ese momento, sin pensarlo. Puedo escribir cosas mejores en la paz de mi estudio con mi máquina Hermes. Si Hilda no está tocando la puerta. Puedes darte cuenta por qué la odio. Por sus sádicas intrusiones, el poco tiempo que tengo libre para algún trabajo creativo es mientras chapoteo o como mi almuerzo. Ese aspecto de mi relación marital explica por sí solo por qué tuve que romperla y venir a buscarte. Con una persona como tú a mi lado puedo acceder a un nivel totalmente nuevo de creatividad. Tendría fichas azules saliéndome por las orejas. Además, no tendría que lanzarme al olvido viendo al doctor Drat, a quien llamaste con toda exactitud el idiota número uno.
—Fichas azules —repitió la señorita Stickyfoot, haciendo eco a sus palabras, torciendo su cara con desdén—. ¿Es ese el nivel al que te refieres? Me parece que tienes las aspiraciones de un vendedor de fruta seca. Olvídate de las fichas azules; no dejes a tu esposa por eso: estás trayendo contigo todo tu antiguo sistema de valores. Has interiorizado todo lo que ella te ha enseñado, sólo que lo estás llevando un paso más adelante. Cambia de camino totalmente y todo irá bien contigo.
—¿Cómo el Zen? —preguntó.
—Sólo juegas con el Zen. Si realmente lo entendieras no habrías contestado mi nota viniendo aquí. No hay persona perfecta en el mundo, para ti ni para nadie más. No puedo hacerte sentir mejor de lo que te sientes con tu esposa; traes los problemas en tu interior.
—Estoy de acuerdo contigo, excepto en un punto —coincidió Cadbury, excepto en un punto—, mi esposa empeora mis problemas. Quizá contigo no se vayan totalmente, pero no pueden ser tan malos. Nada puede ser tan malo a partir de ahora. Al menos no arrojarás mi máquina de escribir por la ventana cada vez que te enojes conmigo, y además quizá no te enojes conmigo cada maldito minuto del día y de la noche, como ella. ¿Has pensado en eso? Mastica eso, como dice la expresión.
Su razonamiento no pareció pasar desapercibido para la señorita Stickyfoot; asentía como si estuviera de acuerdo al menos parcialmente:
—Muy bien —dijo después de una pausa, y sus grandes ojos negros se encendieron con un brillo repentino—. Hagamos el intento. Si puedes dejar por un rato toda tu cháchara obsesiva, quizá por primera vez en tu vida, lo haré por ti y para ti, lo cual nunca podrías haber hecho solo, lo que sea necesario hacer. ¿Está bien? ¿Tengo que acostarme contigo?
—Lo has comenzado a enunciar de una manera peculiar —dijo Cadbury, con una mezcla de alarma, sorpresa… y de maravilla creciente. La señorita Stickyfoot había comenzado a cambiar de una manera palpable ante sus ojos. Lo que hasta ahora le había parecido la belleza definitiva evolucionó ante su fija mirada; la Belleza, como la había conocido, anticipado e imaginado, se disolvió y fue arrastrada por los ríos del olvido, del pasado, de las limitaciones de su propia mente: fue remplazado, ahora, por algo nuevo, algo que lo sobrepasaba, que nunca había conjurado su propia imaginación. Excedía eso por mucho.
La señorita Stickyfoot se había convertido en varias personas, cada una de ellas relacionada con la naturaleza de la realidad, cada una hermosa pero no ilusoria, atractiva pero dentro de los confines de lo real. Y estas personas, vio, significaban mucho más, eran mucho más, porque no eran manifestaciones satisfaciendo sus deseos, productos de su propia mente. Una de ellas, una chica semi-oriental con cabello negro, largo y sedoso, lo miraba con ojos inteligentes, brillantes e impasibles, ojos que centelleaban con una quieta conciencia; la percepción de él dentro de su mirada, lúcida y correcta, impoluta por sentimientos de ninguna clase, piedad ni compasión… aunque sus ojos contenían una clase de amor: justicia, sin aversión ni repudio hacia él, tan consciente como estaba ella de sus las imperfecciones de él. Era un amor fraterno, que le compartía la evaluación analítica y cerebral de sí como de ella, y la unión de los dos en un enlace a partir de sus mutuos defectos.
La siguiente chica, sonriendo con tolerancia y perdón, ignorante de él, incapaz de fallarle en modo alguno… nada que él hubiera sido o no hubiera sido, nada que pudiera hacer o fallara en hacer la decepcionaría jamás ni disminuiría el afecto que le tenía, resplandeciente y ardiendo oscuramente, con una especia de calidez, triste y, a la vez, eternamente alegre en su felicidad; esta, su madre, su eterna madre que nunca desaparecería ni se iría, que nunca lo dejaría ni se olvidaría de él, que nunca le retiraría su protección, su manto abrigador que lo cubriría, llenándolo de calor e insuflándole la llama vacilante de una nueva vida cuando el dolor, la derrota y la soledad lo habían reducido casi a cenizas… la primera muchacha, su igual: su hermana, quizá; esta chica era su madre, suave y fuerte, a la vez que frágil y temerosa, pero sin demostrarle nada de esto.
Y, junto con ellas, una irritable chica malhumorada con mala cara, inmadura pero bonita en una forma estropeada, con ciertas manchas en la piel, usando una blusa demasiado adornada y brillante, una falda muy corta, con las piernas muy delgadas; sin embargo atractiva de una manera inconclusa. Lo miraba con decepción, como si él le hubiera fallado, como si siempre lo hiciera; y aun así su mirada era demandante, esperando todavía más, tratando aún de obtener más y más de él, todo lo que necesitaba y anhelaba: el mundo entero, el cielo, todo, pero despreciándolo porque nunca podría dárselo. Esta, se dio cuenta, era su futura hija, quien lo abandonaría finalmente, mientras que las otras dos no, que lo dejaría con resentida decepción para buscar la plenitud en otro hombre joven. La tendría sólo por poco tiempo. Y nunca podría complacerla totalmente.
Pero las tres lo amaban, y las tres eran sus chicas, sus mujeres, sus realidades femeninas nostálgicas, esperanzadas, tristes, azoradas, confiadas, sufrientes, cálidas, alegres, sensuales, protectoras y demandantes, su trinidad del mundo objetivo alzándose en oposición y a la vez completándolo, agregándole lo que no era ni sería nunca, lo que anhelaba, apreciaba y respetaba, lo que amaba y necesitaba más que nada en su existencia. La señorita Stickyfoot, cual tal, se había ido. Estas tres chicas quedaban en su lugar, y no se comunicarían con él de manera remota, a través de un vacío, con mensajes flotantes sobre el Río Papermill dentro de cajas vacías de rapé; le hablarían directamente, sus ojos intensos fijos en él de manera implacable, incesantemente concientes de él.
—Viviré contigo —dijo la chica de rasgos asiáticos con ojos calmos—. Como compañera neutral, positiva y encendida, mientras esté viva y estés vivo, lo cual no podrá ser para siempre. La vida es transitoria y usualmente no vale la pena joderla. A veces creo que los muertos están mejor. Quizá me una a ellos hoy, quizá mañana. Quizá termine matándote y te envíe con ellos o lo hagas tú. ¿Quieres venir? Puedes pagar los gastos del viaje, al menos si deseas que te acompañe. De otro modo, viajaré sola y gratis en un trasporte militar 707; tengo un reembolso regular por parte del gobierno por el resto de mi vida, que pongo en una cuenta de un banco secreto y va destinada a investigaciones semi legales secretas y cuya naturaleza más te conviene, por Dios, no descubrir nunca si sabes lo que es mejor para ti. —Hizo una pausa, mirándolo todavía de manera impasible—. ¿Bien?
—¿Cuál era la pregunta? —dijo Cadbury, perdido.
—Dije —le dijo fieramente, descalificando impacientemente sus limitadas facultades mentales—, que viviré contigo por un indeterminado período de tiempo, con resultados inciertos, si pagas lo suficiente, y sobre todo, y esto es obligatorio, si mantienes la casa funcionando adecuadamente, ya sabes, pagar las cuentas, limpiar, hacer las compras, preparar la comida, de tal modo que no me moleste. Así podré dedicarme a mis cosas, que es lo que importa.
—Está bien —dijo anhelantemente.
—Nunca viviré contigo —dijo la chica de los cálidos ojos tristes, la del pelo color humo, llenita y flexible, con su chaqueta mullida con borlas, vestida de cuero, sus cordeles sueltos y marrones, de botas y alzando un bolsa de piel de conejo—. Pero pasaré por tu casa de vez en cuando de camino a mi trabajo en la mañana para ver si tienes algo que compartirme, y si no tienes y estás deprimido, te llenaré de energía… pero no ahora. ¿Está bien? —Sonrió aún con más intensidad, sus amorosos ojos llenos de sabiduría y de la complejidad oculta de sí misma y de su amor.
—Seguro —dijo. Deseaba más, pero sabía que era todo; no le pertenecía, no existía para él: era ella misma, un producto y una parte del mundo.
—Es una violación —dijo la tercera chica, con los labios demasiado rojos y abundantes doblándose en una mueca maliciosa, pero al mismo tiempo con un gesto de diversión—. Nunca te dejaré, viejo sucio, porque cuando lo haga, ¿dónde diablos vas a encontrar a alguien más que quiera vivir con un abusador de niños que se va a morir de una embolia coronaria o de un infarto masivo cualquier día de estos? Después que me haya ido, se habrá acabado todo para ti, viejo sucio. —Repentina, brevemente, sus ojos se humedecieron de pesar y compasión… pero sólo por un instante que ya había pasado—. Esa será la única felicidad que tendrás. Así que no me puedo ir; tengo que quedarme contigo y posponer mi propia vida; aun si es para siempre. —Entonces perdió, gradualmente, toda su animación; una especie de negrura inerte, resignada y mecánica se instaló en sus rasgos inmaduros, chillones y atractivos—. Pero si tengo una oferta mejor —dijo fríamente—, la tomaré. Tengo que buscar y ver. Mirar cómo anda la acción allá en el pueblo.
—Al diablo con todo eso —dijo Cadbury, irritado, con resentimiento. Y experimentó en ese instante una terrorífica sensación de pérdida, como si ella ya se hubiera marchado, así de pronto; como si ya hubiera sucedido… esto, la peor de las cosas posibles en toda su vida.
—Ahora —dijeron las tres chicas a la vez, vigorosamente—, vayamos al meollo del asunto. ¿Cuántas fichas azules tienes?
—¿C-cómo? —tartamudeó Cadbury perplejo.
—Ese es el nombre del juego —sonaron las tres chicas al unísono, con los ojos brillantes y ásperos. Todas sus facultades combinadas habían despertado a la existencia con el tema; estaban individual y colectivamente completamente alertas—. Veamos tu chequera. ¿Cuál es tu saldo?
—¿Cuál es tu Producto Anual Bruto? —preguntó la chica asiática.
—Nunca te quitaría nada —dijo la chica sentimental, cálida, paciente y afectuosa— pero me podrías prestar un par de fichas azules? Sé que tienes cientos, tú, un castor importante y famoso.
—Saca algunas y cómprame dos cuartos de chocolate, leche, un paquete de donas de sabores variados y una Coca en Speedy Mart —dijo la chica irritable.
—¿Me puedes prestar tu Porsche —pidió la chica afectuosa— si le pongo gasolina?
—¡Pero no puedes conducir el mío —dijo la de lo rasgos asiáticos—, eso incrementaría el costo de mi seguro, el cual paga mi madre!
—Enséñame a conducir —dijo la muchacha malhumorada—, así podré llevar a uno de mis novios al autocinema mañana por la noche; sólo cobran dos dólares por carro. Pasan cinco películas, y podemos meter a un par de tipos y a una chica en la maletera.
—Mejor será que confíes tus fichas azules a mi cuidado —dijo la chica afectuosa—. Estas otras chavalas te van a limpiar.
—Jódete —dijo bruscamente la chica malhumorada.
—Si la escuchas o le das una sola ficha azul —dijo la muchacha asiática fieramente— te arrancaré tu jodido corazón y me lo comeré vivo. Y esta tipa sin clase tiene gonorrea; si te acuestas con ella quedarás estéril por el resto de tu vida.
—No tengo ninguna ficha azul —dijo Cadbury ansiosamente, temiendo que al conocer esto, las tres chicas se fueran—. Pero yo…
—Vende tu máquina de escribir Hermes Rock —dijo la chica asiática.
—La venderé por ti —dijo la chica afectuosa y protectora con su voz gentil—. Y te daré… —Calculó, minuciosamente, con lentitud y esfuerzo—. Lo dividiré contigo. Justamente. Nunca me gastaré lo que es tuyo. —Le sonrió, y él supo que era verdad.
—Mi madre tiene su propia máquina eléctrica IBM, con espaciador automático, el modelo compacto de oficina —dijo la chica irritable de manera arrogante, casi desdeñosa—. Tengo mi propia máquina de escribir y aprenderé a usarla para conseguir un buen trabajo, a menos que consiga más como desempleada en la asistencia social.
—Más adelante en el año… —comenzó Cadbury con desesperación.
—Te veremos después —dijeron las tres chicas que antes habían sido la señorita Stickyfoot—. O nos puedes enviar las fichas por correo, ¿te parece? —Comenzaron a desaparecer, colectivamente; ondulando y volviéndose insustanciales. O acaso…
¿Era Cadbury mismo, el Castor que Fracasó, el que se estaba volviendo insustancial? Tuvo la repentina y desesperante intuición que era esto último. Él se estaba desvaneciendo; ellas se quedaban.
Y aun así eso era bueno.
Podría sobrevivir a ello. Podría sobrevivir a su propia desaparición. Pero no a la de ellas.
Ya ahora, en el poco tiempo en que las había conocido, significaban más que él mismo. Y eso era un alivio.
Fuera que tuviera alguna ficha azul para ellas o no, y eso parecía ser lo que les importaba, sobrevivirían. Si no podían chantajearlo, robarle, pedirle prestado u obtener de él por cualquier medio fichas azules, lo conseguirían de alguien más. Si no de cualquier modo seguirían adelante felices. Realmente no las necesitaban; les gustaba tenerlas. Podían sobrevivir con ellas o sin ellas. Pero, francamente, no estaban interesadas en sobrevivir. Querían ser, intentaban ser, y sabían cómo ser, genuinamente felices. No se establecerían por la mera supervivencia; querían vivir.
—Espero verlas de nuevo —dijo Cadbury—. O mejor dicho, espero que me vean de nuevo. Quiero decir, espero reaparecer, al menos brevemente, de vez en cuando, en sus vidas. Sólo para ver cómo les va.
—Deja de hacer planes con nosotras —dijeron las tres al unísono, mientras Cadbury se volvía virtualmente inexistente; todo lo que quedaba de él, ahora, era un vestigio de humo gris, persistiendo quejumbroso en el aire casi exhausto que alguna vez le había proporcionado sustento.
—Volverás —le dijo la chica afectuosa y llenita, con su ropa de cuero y sus ojos cálidos, con certeza, como si supiera instintivamente que no podía haber duda—. Nos veremos.
—Eso espero —dijo Cadbury, pero ahora incluso el sonido de su voz se había vuelto vago; vacilaba como una señal de audio evanescente que proviniera de alguna estrella distante que mucho tiempo atrás se enfrió volviéndose cenizas, oscuridad y silencio inerte.
—Vamos a la playa —dijo la chica asiática mientras las tres se integraban, confiadas, seguras, sustanciales y vivas, a la actividad del día. Y hacia allá se fueron.
Cadbury, o al menos los iones que quedaban de él como una estela de vapor marcando su efímero paso por la vida, se preguntó si había, allá en la playa a la que iban, algunos árboles agradables que roer. Y si tendría nombre.
Haciendo una breve pausa, mirando hacia atrás, la chica compasiva y afectuosa, de cuero y con suaves borlas, dijo:
—¿Quieres venir con nosotras? Podríamos llevarte un rato, quizá esta única vez. Sabes cómo es.
No hubo respuesta.
—Te amo —dijo suavemente, casi para ella misma. Y sonrió con sus ojos húmedos, con una sonrisa feliz, apenada, comprensiva y llena de recuerdos.
Y salió. Un poco por detrás de las otras dos. Quedándose ligeramente, como si, sin hacerlo realmente, mirara hacia atrás.
FIN