¡ARRASTRADOS POR LA CORRIENTE!
Publicado en
octubre 30, 2019
Drama de la vida real
La caída de los excursionistas en la catarata fue sólo el comienzo de su aterradora aventura.
Por June Vigor.
AMANDA MILLIGAN estaba muy emocionada cuando detuvo su jeep rojo al filo de un escarpado cañón.
—Escucha —le dijo su amigo Brian Charles cuando la joven apagó el motor—: puedes oír las cataratas.
Amanda y Brian caminaron hasta el borde y contemplaron, abajo, una de las zonas más escabrosas del Bosque Nacional Cleveland, en el sur de California: el Tazón del Diablo. Empinados despeñaderos, salientes rocosas y laderas tupidas de chaparrales caían unos 300 metros, hasta el fondo del cañón.
Su destino, aquel domingo 2 de junio de 1991, era la cadena de cascadas conocida como las Tres Hermanas. Brian ya había estado allí, y contó a Amanda acerca de la piscina natural que se formaba debajo de las caídas más altas, donde podrían zambullirse en diáfanas aguas de seis metros de profundidad.
Brian, de 24 años de edad, y Amanda, de 20, eran excursionistas muy experimentados. En los cuatro años que llevaban de salir juntos, habían disfrutado de muchos reco-rridos por las colinas de la región.
Aquel día, para llegar hasta el cañón, habían tenido que apartar una barrera y conducir unos 800 metros por un camino de grava poco transitado. Era ya mediodía cuando Brian se sujetó a la cintura su cuchillo de monte y Amanda se puso el traje deportivo, de pantalón largo, a fin de no sufrir arañazos a su paso por los espesos matorrales. La muchacha llevaba el almuerzo de ambos en un saco de tela que se echó al hombro.
No había vereda, por lo que Brian caminaba con mucho tiento. El sudor escurría por el rostro de Amanda, y sus largos cabellos se enredaban entre las ramas.
—¡Este terreno es demasiado difícil! —le dijo a Brian.
—Si quieres, podemos regresar.
Pero el atractivo del agua fresca dominó en su ánimo, y Amanda decidió seguir adelante. Poco después se toparon con una vereda que los llevó hasta las cataratas.
Las Tres Hermanas habían sido esculpidas en macizas rocas de granito por la confluencia de dos riachuelos. Las cataratas más altas caían unos 12 metros hacia la gran piscina natural donde pensaban nadar. Desde allí, las aguas se vertían hacia una saliente, de donde en estrecha cascada irrumpían en una cuenca del tamaño de una piscina para niños, y luego caían a plomo casi 14 metros hasta el gran estanque del medio y, por fin, a una tercera cascada.
En la ribera opuesta a donde estaba la pareja había una soleada roca plana donde podrían almorzar. Lo único que tenían que hacer era vadear las aguas poco profundas desde donde la catarata se precipitaba hacia la saliente del primer estanque.
Amanda se quitó el traje deportivo y las botas y los metió en el saco. Eran las 3 de la tarde, la hora más calurosa del día, y el fresco rocío de la cascada se sentía vivificante.
Brian también se quitó las botas y, tras atar las agujetas, se las echó al hombro. Luego se metió al agua. Esta tenía apenas 30 centímetros de profundidad, pero el fondo estaba resbaloso. Se volvió para advertirle a Amanda que tuviera cuidado.
—La corriente va muy rápida... —empezó a decir la chica.
Sus palabras se convirtieron en grito al tiempo que perdía el equilibrio. Brian hizo el intento de sujetarla, y la asió por el cabello. Pero el peso de la joven le hizo perder el equilibrio y cayó al agua. La corriente los arrastró hasta el borde, y cayeron en el cauce. Se precipitaron unos ocho metros entre las aguas de la cascada, golpeándose los cuerpos con violencia contra las rocas.
Sólo tenemos una oportunidad, pensó Brian: ¡Tenemos que salirnos al llegar a la pequeña cuenca! Cuando la corriente los arrojó al estanque, él seguía asiendo a Amanda de los cabellos. Emergió pataleando desesperadamente, pero no podía luchar contra la corriente. Nos hundimos, pensó.
Soltó los cabellos de Amanda para evitar una colisión entre ambos al caer.
—¡Brian! —gritó la joven—. ¡Nos vamos a morir!
Apenas pudo oírla, por el rugido de las cataratas. Segundos después caían verticalmente por el borde, rebotando contra la accidentada superficie rocosa.
Cuando Brian llegó al estanque del medio, toneladas de agua lo azotaron contra el fondo rocoso. Sintió que algo se le desgarraba en la espalda, y se dobló por la cintura para lanzarse hacia adelante, impulsado por el dolor. Con la misma fuerza aplastante, Amanda se estrelló contra el suelo rocoso y sintió un agudo dolor en la espalda, como si algo se le hubiera roto. Sintió en el tórax una terrible opresión que le sacó todo el aire de los pulmones.
Ambos fueron zarandeados como frágiles ramitas en la turbulencia. Luego, de pronto, se sintieron empujados fuera de las cataratas, hacia la parte más quieta del estanque.
Brian emergió, tosiendo y arrojando agua por la boca. ¡Mis piernas!, se dijo. ¡No puedo moverlas! Se hundió, volvió a la superficie sintiendo que se asfixiaba, y se hundió de nuevo. ¡Me estoy ahogando!, pensó. Desesperado, se impulsó con los brazos para mantener la cabeza a flote. Amanda pudo patalear lo suficiente para no hundirse, pero el esfuerzo le provocó oleadas de intenso dolor. Aprovechando la corriente, alcanzaron con grandes esfuerzos la orilla del estanque, y allí, jadeantes y temblorosos, se asieron a una roca.
Sintiendo que el dolor lo vencía, Brian se trepó a la roca. Amanda, al borde del pánico, intentó subirse y volvió a caer.
—¡No puedo salir! —gritó llena de angustia.
No podía levantar la rodilla. Sintió que tenía algo enredado en la pierna; eran las botas de Brian. Con enorme esfuerzo, logró alzarlas.
Aullando de dolor, por fin pudo levantar la rodilla lo suficiente para subirse a la roca. Pero no sintió ningún alivio.
—¡Tengo la columna rota! —gritó, histérica.
—No temas —le dijo Brian para calmarla—. Saldremos de esto.
Sin embargo, él jamás se había sentido tan impotente. ¡Por favor, Dios mío, no me abandones! Pronunció las palabras en silencio. ¡Ayúdame!
Poco a poco, Brian recuperó las fuerzas y examinó la situación. Siendo domingo por la tarde, no era muy probable que llegaran al lugar otros excursionistas. El jeep se hallaba estacionado donde era imposible que alguien lo viera desde lejos. Los padres de Amanda los esperaban a cenar, pero cuando empezaran a inquietarse por la ausencia de los mu-chachos, ya habría caído la noche.
Se volvió hacia Amanda. El rostro de su compañera estaba desfigurado por el dolor. No resistirá mucho si entra en estado de choque. No puedo quedarme aquí, inmóvil...; moriríamos ambos, reflexionaba Brian.
Intentó nuevamente mover las piernas, y esta vez sí le respondieron. Haciendo acopio de toda su fuerza, se levantó y dio un paso. Podía caminar si arqueaba la espalda y tensaba el cuerpo para contrarrestar el agudo dolor que le corría de la espina dorsal a la pierna izquierda.
—Necesitamos ayuda —le dijo a Amanda—. Tengo que salir de aquí.
—¡No me dejes! —le suplicó ella—. ¡Por favor!
Le aterraba la perspectiva de estar sola, sin poder moverse.
—Tengo que hacerlo —replicó Brian, sereno.
Sabía que el ascenso sería difícil; pero si lograba llegar al jeep, el resto sería fácil. Como le dolían los pies, se ató fuertemente las botas mojadas para que le sirvieran de apoyo. Se ajustó bien el cinturón de su bolsita de excursionista, donde llevaba diversos artículos pequeños, para que hiciera las veces de soporte para su espalda. Aun así, el dolor era tan intenso que debía detenerse cada dos pasos a esperar que cediera un poco. Tardó unos 20 minutos en recorrer 60 metros. Se volvió a ver a Amanda, que, en pantaloncillos y blusa corta sin mangas, tiritaba a la orilla del estanque.
El cañón se llenaba de sombras; Brian sabía que la temperatura podría descender a mucho menos de 10° C. Se dijo: No podré salir de aquí a tiempo. Amanda quizá muera de frío.
En eso, una mancha de maleza seca llamó su atención. El humo podría atraer a los guardabosques. Brian intentó encender sus fósforos a prueba de agua, pero chisporroteaban y se apagaban. No te precipites, se dijo. Esparció los fósforos bajo el sol y esperó diez minutos. Luego volvió a intentarlo, pero la minúscula llama del único que se encendió se extinguió casi al instante.
¿Qué voy a hacer ahora?, se preguntó. Por un momento se sintió a punto de llorar. Poco a poco fue recuperando la entereza. Con gran esfuerzo regresó a donde estaba Amanda, y buscó un lugar protegido del viento para pasar la noche. Unos 15 metros ribera arriba divisó una profunda grieta en la colina.
Valiéndose de su cuchillo de monte, Brian cortó varios manojos de ramas y hojas y los esparció sobre el áspero suelo rocoso. Mientras lo hacía, pensaba en cómo trasladar a Amanda. Tan sólo el peso de las hierbas le provocaba fuertes dolores en la espalda. Tendrá que arrastrarse hasta aquí, resolvió.
—¡No puedo! —exclamó Amanda, cuando él se lo propuso—. ¡Me duele demasiado!
—¡Tienes que hacerlo! —le gritó Brian—. Morirás si te quedas aquí.
Para remontar aquella empinada ribera, la muchacha tuvo que recurrir a todas sus fuerzas. Exhausta y temblorosa, se tendió sobre el lecho de hierbas.
—Creo que voy a desmayarme —musitó.
—¡Tienes que resistir, Amanda!
Moviéndose con dificultad, Brian se acostó junto a ella y la abrazó. La ropa de la joven aún estaba húmeda, pero él la estrechó y por fin Amanda dejó de temblar.
LANETTE MILLIGAN preparaba platillos mexicanos, la comida preferida de Amanda. En general, a Lanette no le preocupaban las excursiones de su hija menor con Brian. Confiaba en el muchacho, quien trabajaba para Mike, su marido, en un negocio de contrataciones. Animado por Mike, hacía poco que Brian había obtenido su licencia de contratista.
Viendo que eran las 7 de la noche y que Amanda y Brian no regresaban, la familia cenó sin ellos. Después, Mike y Lanette vieron televisión, pero ella no estaba tranquila. A las 11 de la noche, no pudo más y le dijo a su esposo:
—Algo anda mal.
Lanette telefoneó a Pat Charles, la madre de Brian, quien también estaba preocupada.
—Llama al alguacil —propuso Pat.
ACURRUCADOS EN LA GRIETA, y demasiado adoloridos e incómodos para dormir, Brian y Amanda no dejaban de repetirse uno al otro que alguien los rescataría; pero cuanto más pensaba Brian en ello, más temía que nadie pudiera encontrarlos.
Hacia las 7:30 de la mañana, le dijo a Amanda que intentaría de nuevo salir. Escudriñó la pared del cañón y escogió su ruta. Era escarpada, y los breñales en algunos tramos parecían infranqueables; pero era el camino más corto hacia la cima. Esta vez lo lograré, pensó, al tiempo que trepaba con pies y manos.
El ascenso se le facilitó cuando se topó con un aluvión de tierra blanda. Pero este se fue angostando hasta rematar en una roca que le llegaba a la altura del pecho y qúe, además, estaba cubierta de espesos matorrales. Brian se quedó mirando aquel peñón, desalentado. Pensó: No veo cómo pueda pasar por allí..., pero tengo que hacerlo.
Haciendo caso omiso del intenso dolor, se esforzó por alcanzar una saliente de roca con la rodilla para, desde allí, poder subirse. Abriéndose paso entre los matorrales colgantes, logró trepar a la roca. Estaré bien cuando llegue a la cresta, se dijo, y redobló sus esfuerzos.
Ya casi en la cumbre, Brian oyó un fuerte zumbido. Un helicóptero se acercó al borde del cañón y descendió lentamente por el despeñadero. Jubiloso, el joven se quitó la camiseta e hizo señales con ella. Pero el helicóptero siguió de largo. Brian se dejó caer sobre una roca. Quizá regrese...
Esperó media hora antes de renunciar a toda esperanza. Luego, se dijo: Más vale que siga adelante, antes de que haga más calor.
A LAS 8 DE LA MAÑANA, el Departamento de Policía del condado de San Diego, en California, ya había iniciado una operación de búsqueda y rescate en gran escala. Volando en un helicóptero McDonnell Douglas 500D, ligero y muy maniobrable, el piloto Nick Saraceni y el paramédico Apolinar Echeverría peinaban la zona del Tazón del Diablo y escudriñaban cuidadosamente el terreno.
Más temprano aún esa mañana, a las 6, al no tener noticias de sus hijos, Mike Milligan y George Charles resolvieron no quedarse más tiempo con los brazos cruzados. Sin embargo, no sabían por dónde iniciar la búsqueda. Entonces, Lanette recordó un nombre: Mark Andre, un amigo de Brian con quien este había explorado las Tres Hermanas hacía varios años. Le telefoneó en seguida, y Mark recordó el camino de grava que llevaba hasta la cumbre. A las 9 de la mañana, los tres hombres hallaron el jeep de Amanda. Mark se adelantó corriendo al borde del cañón.
—¡Brian! —gritó—. ¡Brian! ¿Estás bien?
BRIAN SE DISPONÍA a escalar de nuevo cuando oyó el llamado de su amigo.
—¡Aquí estoy! —gritó—. ¡Aquí abajo!
Al mismo tiempo, los hombres que estaban en la cumbre avistaron el helicóptero que se alejaba. George Charles corrió hacia el jeep y empezó a enviar destellos con el espejo lateral. Echeverría vio la señal, y Saraceni se dirigió hacia ella.
Esto parece una escena de película, pensó Brian cuando el helicóptero se acercó al borde del cañón, listo para rescatarlo.
—Yo estoy bien —le informó a Echeverría con insistencia—. Pero Amanda está gravemente herida.
Siguiendo las instrucciones de Brian, Saraceni sobrevoló la grieta y avistó a Amanda, que desde adentro le hacía señales con los brazos. El piloto hizo descender varias veces un patín de aterrizaje para probar la firmeza del terreno, hasta que encontró un lugar sólido donde Echeverría pudo saltar sin peligro.
El paramédico actuó con presteza y le tomó a Amanda los signos vitales. La muchacha temblaba de frío, y Echeverría no podía encontrarle el pulso en los pies.
—Pide que traigan el Helicóptero Salvavidas —indicó Echeverría a Saraceni. El paramédico deseaba la presencia del helicóptero grande para poder administrar a Amanda una mejor atención.
El espaldar en que acostaron a Amanda no cabía a lo largo del helicóptero pequeño. Pero, sin las puertas, sí podría deslizarse transversalmente por el estrecho cuerpo del aparato. Amanda se aterrorizó al ver que la cabeza le salía por un lado, y los pies por el otro. ¡Me voy a caer!, pensó. ¡Me voy a caer al agua de nuevo!
Cuando el helicóptero se posó sobre la cumbre, su padre estaba allí.
—¡Sabía que me encontrarías! —le dijo Amanda, entre sollozos. Instantes después, a ella y a Brian los trasladaban a un hospital de San Diego.
En la mesa de operaciones, el cirujano ortopedista Lawrence Jenkins descubrió que Brian tenía una vértebra fracturada en la región dorsal media. La lesión era casi idéntica a la de Amanda, pero Brian tenía también ligamentos rotos en la parte superior de la espalda, además de un hueso fracturado en el pie derecho y otro en el izquierdo.
—Jamás había visto que alguien se pusiera de pie y escalara con lesiones como estas —declaró el doctor Jenkins—. Cada paso que dio este hombre lo puso en grave riesgo de quedar paralítico.
Por su parte, Amanda, quien, al igual que Brian, se recupera favorablemente, se mostró menos sorprendida por la hazaña de su compañero.
—Ahora sabemos que no podemos vivir el uno sin el otro —dice la joven—. Él es mi héroe; el mejor amigo que tengo en el mundo. El escaló esa montaña por mí.