Publicado en
enero 21, 2010
A la memoria
de Abel Boisselier,
a quien debo todo.
¡Qué día, mi Dios, qué día!
¿Pero puede llamarse a esto un día? ¿Cuando ya no hay ni alba ni crepúsculo, ni mediodía en la mitad del cielo? Es necesario dar un nombre a las fracciones del tiempo que pasa… A pesar de todo, no es posible exclamar: “¡Qué fracción, mi Dios, qué fracción!”.
La señora Jonas se sentó en el borde de la fuente de piedra, después de haber alzado un poco su vestido con ambas manos.
Pero ¿puede llamarse a esto un vestido? Es una especie de bolsa, totalmente recta, sin mangas, con dos agujeros para los brazos y uno para la cabeza. Es vasta y amplia, no pesa nada, esconde todo, y permite meterse cualquier cosa debajo, o nada de nada.
Esto no plantea problemas, es justo lo necesario para el calor. No, no hace verdaderamente demasiado calor. Pero nunca hace frío. A veces se extraña.
Vestido o bolsa, día o fracción, recibir al despertar semejante noticia es como para perturbar el espíritu y trastornar las costumbres, por más estrechamente ligadas que estén en el corsé inquebrantable del Arca.
Ella jamás había usado un corsé, por supuesto, pero había visto la imagen en la reproducción de un viejo catálogo, junto a botitas abotonadas y la bañadera que se calienta con leños. Un corsé aprieta el talle, hace subir el estómago hasta la boca, yergue lo que a uno le gustaría dejar caer, obliga… Es indispensable que esto no reviente.
Pero la señora Jonas se sentía lista para reventar y expandirse. Cuando encontró a Jim tranquilamente dormido bajo el sauce llorón, estuvo a punto de gritar como ante un lobo. Era su hijo, sin embargo, su hijo querido… ¿Y adónde estaba Jif? Aún no la había visto… Iban a encontrarse todos en seguida, para examinar juntos la situación. Los hijos no sospechaban nada, por supuesto… Y sin embargo lo que habían hecho ponía en cuestión su vida o su muerte, y la de todo el mundo. Así de simple…
¡Oh Dios mío, qué día, Dios mío! ¿Qué será de nosotros?
Miraba a Jim que dormía como si no pasara nada, en su lugar favorito, sobre la hierba, bajo el sauce. Estaba casi desnudo, como de costumbre, sólo con su viejo short de color cuero que le iba quedando chico. ¿Por qué no lo cambiaba? Su piel era de color miel, y sus cabellos del de una castaña al sol. ¿Qué edad tenía? ¿Quince años? ¿Dieciséis años? ¡Ya!
Los pájaros cantaban, la fuente de estanque redondo dejaba correr por las bocas de sus tres delfines el agua clara y fresca que cantaba también.
¡Qué hermoso era, dorado sobre la verde hierba! ¿Por qué no cambiaba su viejo short? Era fácil, no obstante; bastaba con apretar el Botón… Ella cambiaba siempre de vestido para el desayuno. No daba ninguna indicación antes de apretar el Botón. Prefería la sorpresa. La forma seguía siendo la misma, pero el color era diferente cada vez y el estampado también. Al menos eso era un poco distinto, cuando todo el resto era siempre igual. Hoy, el vestido era color ciruela con pintitas blancas…
El sauce no había cambiado desde hacía años. Ni una hoja más, ni una menos. Era de plástico. La hierba también. Los muros ocres y la bóveda del cielo difundían los cantos de los pájaros. Pero eran tan naturales como lo natural… Y una brisa ligera hacía ondular por momentos las largas ramas del árbol. Y la hierba y la espuma se sentían frescas y dulces bajo los pies desnudos. Las piedras de la fuente eran de cemento, pero el agua verdadera…
Jim, él, sí, él había cambiado… Ahora que ella sabía, se daba cuenta de que había cambiado desde hacía algunos… ¿Algunos qué? Ya no hay meses, ya no hay años, el tiempo se desliza, se desliza, nada lo marca aparte del estúpido reloj de salón, que dice cualquier cosa…
¡Oh! Mi Jim, mi querido… ¿qué has hecho? ¿Es posible? Tú…
Qué hermoso es… ¿Qué edad tiene, verdaderamente? Ya no lo sé. ¿Cómo podría saberlo? Ya no hay calendario, ya no hay año nuevo, ya no hay aniversarios… ¿Dieciséis años?… ¡Tiene dieciséis días! ¡Dieciséis segundos! Es mi pequeñín, acabo de hacerlo…
Bajo las ramas pendientes del sauce, que parecían estirarse hacia él con el deseo de tocarlo con la punta de sus largas hojas, era la imagen misma del reposo feliz; acostado sobre la espalda, todos sus finos músculos distendidos como los de un gato, su rostro vuelto de perfil, rodeado por su brazo derecho, los dedos en los bucles de sus cabellos…
Y desde la distancia en que se encontraba, ella podía ver la curva de sus pestañas dibujarse en lo alto de su mejilla. ¿De quién sacaba pestañas semejantes? ¿Y el color de sus cabellos? Su padre era rubio, ella pelirroja caoba… ¿De qué antepasado en la noche de los tiempos sacaba él ese perfil de dios, esa nariz recta que prolongaba la frente, sobre los labios perfectos? Y esos ojos que no terminaban nunca…
Ella había visto una vez un rostro parecido, cuando estaba embarazada. En un dibujo de Gustave Moreau. Era el de Neso raptando a Deyanira. No pudo impedirse desear: “¡Oh, quisiera que mi hijo se le pareciese!”. Pero enseguida se retuvo, con miedo: ¡Neso era un centauro! No tenía deseo de fabricar un cuadrúpedo… Pero quizás había quedado algo de su deseo. Bien se dice que una mujer encinta que tiene antojo de fresas, se arriesga a dar a luz un recién nacido con manchas rojas.
Gracias a Dios, Jim no tenía manchas en ninguna parte… Jif tampoco. Los había examinado bien cuando nacieron. Su piel era tan suave…
Jim abrió los ojos, vio a su madre y sonrió. Sus ojos, como sus cabellos, eran marrones con un reflejo de oro. Su mirada era una luz. Él daba alegría, y la guardaba en una fuente inagotable. La señora Jonas no podía recibirla sin derretirse de felicidad. Amaba a su hija también, por cierto, pero su hijo era algo más. Así sucede con muchas madres. Es natural.
El muchacho se levantó de un salto, ágil, totalmente disponible. Siempre se despertaba así. En dos pasos estuvo junto a ella, la tomó en sus brazos y le besó las mejillas, los labios, la nariz, la frente… Ella lo rechazó, enojada… Más afligida que enojada, en verdad…
—¡Déjame! ¿Cómo te atreves a besarme, después de lo que has hecho?
—¿Qué he hecho?
—Dios mío, es verdad —gimió ella—. Ni siquiera sabe que ha hecho mal…
—¿Yo hice mal? ¿A quién? ¿Te he hecho mal? ¿A ti?
—¡No has hecho un mal, muchacho estúpido! ¡Has hecho el mal! Pero aún no sabes lo que es…
—¡Sí, lo sé!
Se pellizcó el antebrazo izquierdo con fuerza. Gritó “ay” y se puso a reír. Dijo:
—Esto es el mal…
Ella bajó la cabeza, enternecida hasta el fondo de su corazón.
—¡Mi cordero! ¿Cómo has podido hacer una cosa semejante, tú que eres más inocente que el corazón de una rosa?
Él se mostró grave, se arrodilló ante ella, alzó hacia su rostro la mirada donde ardía el sol de todos los amores, y le preguntó muy suavemente:
—¿Qué es una rosa?
Formular preguntas era todo lo que hacía. Cuando oía una palabra nueva, preguntaba. ¿Qué es esto, un guijarro? ¿Qué es el mar? ¿Cómo explicárselo? Su mismo padre renunciaba a veces a hacerle entender. Era agotador. ¿Qué es una rosa? Ella se irritó:
—¡Busca! ¡Déjame tranquila, me cansas, vete!
Él se fue corriendo, riéndose. Gritó:
—¡Se lo preguntaré al Rey!
Saltó al corredor que llevaba al piso de los animales. El Rey era el león. Él nunca lo nombraba de otra manera. Le planteaba todas las preguntas a las cuales su padre o su madre no sabían o no querían responder. Pero el león tampoco respondía; dormía tendido junto a su leona adormecida también. Todos los animales dormían desde dieciséis años atrás.
Jim se recostó sobre el piso transparente. El Rey estaba justo debajo de él. No se movía jamás. Jim le preguntó:
—¿Qué es una rosa?
Estaba seguro que recibiría la respuesta junto con todas las demás, cuando el león se despertara.
Ella deploraba, una vez más, no tener sino un solo libro para darle a leer: La Fontaine. Era todavía una suerte que lo hubiese llevado en su cesto de esparto, dieciséis años atrás, el día de la gran manifestación. Su institutriz se lo había dado cuando dejó el Curso Preparatorio, haciéndole prometer que lo leería. Ella había prometido pero no lo había leído aún; nunca encontró el tiempo necesario. Lo conservaba siempre al alcance de su mano, por si acaso contaba con cinco minutos. El día de su casamiento lo llevó a la iglesia. El cura creyó que era un libro de misa. Durante la gran manifestación estaba en su cesto, naturalmente, con su tejido. ¡Felizmente! ¡Si no fuera por eso no tendría ningún libro aquí, ni uno solo! Un olvido semejante era increíble…
El señor Gé decía que él lo había hecho adrede, que los libros transportaban todos los venenos del mundo, las ideas falsas, la violencia, la estupidez. Y que la ciencia lo había destruido todo. Había que olvidar, empezar desde cero. Puesto que los niños iban a reconstruir el mundo, a ellos les tocaría escribir nuevos libros. Lo que afirmaba no era enteramente falso, ella se daba cuenta: Jim y Jif habían aprendido a leer en La Fontaine, y como es natural creían que los animales hablaban. Como en el libro. Y Jim pensaba seriamente que el león respondería a sus preguntas cuando estuviera despierto. ¡El león, su Majestad el Rey de los Animales! Pobre inocente…
Jif es quizás menos ingenua. En todo caso, no formula preguntas. No intenta imaginar lo que no puede conocer. Se conforma con aprovechar bien lo que su pequeño universo pone a su disposición. Como un bebé que aún no camina y que, sentado sobre su trasero, explora todo lo que hay al alcance de sus manos. Sin buscar correr o escaparse volando. Jim, mi querido, es como un pájaro en una jaula. Le duelen las alas.
La señora Jonas golpeó a la puerta del taller de su marido, pero no intentó entrar. Él la había disuadido hacía mucho tiempo. No dejaba entrar a nadie a la pieza donde ella había percibido una vez el desorden indescriptible de útiles, de estantes sobrecargados, de hilos eléctricos multicolores corriendo en todos los sentidos, de bancos de carpintería donde giraban máquinas minúsculas, y un muro tapizado de pantallas fluorescentes alrededor de un gran pizarrón polvoriento. Ella no había insistido. Era un dominio que le resultaba extranjero y donde sentía más bien miedo. Recordaba su máquina de tejer Super 2000 y todos los fastidios que le había causado. Querida máquina, era sin embargo gracias a ella que se habían conocido, y todo lo que sucedió después.
Él abrió la puerta y salió. ¿Por qué se había dejado crecer la barba? Si fuera por lo menos una barba grande y bella. Pero se trataba tan sólo de unas briznas colgantes. Barba de mandarín rubio…
Ella le dijo una vez más:
—Estabas mucho mejor sin tu barba.
—-Lo sé, lo sé, me la cortaré mañana.
—¡Dices eso todos los días! Una de estas noches, mientras duermas, tomo las tijeras y ¡clic!
Él la miró con una gran ternura, un poco burlona. Le dijo en voz baja:
—Sabes hacer tan bien lo que es importante mientras duermo…
Ante ese recuerdo una bola enorme de felicidad y de pena se le subió a la garganta, y ella se arrojó contra él llorando.
—Henri, mi Henri, mi Henri…
—Bueno, mi amor, bueno…
—Todo lo que nos ha pasado… Todo esto, todo esto…
—¿Acaso no es maravilloso? ¡Comenzó tan bien gracias a ti! Y hubiera podido ser tan malo.
Ella sorbió por la nariz. Él sacó del bolsillo de su blusa blanca un pequeño destornillador, después un trapo lleno de polvo de tiza, y le enjugó los ojos y le pellizcó la nariz.
—¡Sopla!
Ella sopló.
—¡Te llené de blanco! Pareces un Pierrot…
La besó con amor sobre todos los rastros de tiza. Ella sonreía, feliz. Pero volvió a ponerse seria. Dijo:
—Y ahora, con lo que nuestros chicos han hecho, ¿estamos verdaderamente en peligro?
—Sí, por supuesto. Pero no te preocupes, encontraremos una solución.
—Sé que la encontrarás. ¡Eres tan inteligente! Siempre me pregunté por qué cargabas con una pobre mujer como yo.
—Porque eres la más bella del mundo.
Siempre se lo había repetido. Ella sabía muy bien que no era verdad. Pero le gustaba.
Y ahora era casi verdad. Porque en el mundo no había sino dos mujeres: ella y Jif.
Jif estaba en su habitación y se despertaba suavemente. Al contrario de su hermano, necesitaba largos minutos para recuperar la plena conciencia. Prolongaba como una gata aquel estado de duermevela, en el cual no estaba del todo despierta y sabía no obstante que ya no dormía. Era un estado muy agradable. Sólo sentía de su cuerpo la tibieza, un cuerpo presente y ausente a la vez, ligero y pesado, casi no le pertenecía, estaba posado, extendido sobre la sábana y ella estaba metida en su interior, pero hubiera podido estar fuera, con el agua de la fuente o contra el vientre de la cierva dormida, o sobre las rodillas de mamá que le canta una canción con voz dulce para adormecerla, adormecerla, adormecerla… Pero en ninguna parte estaba tan bien como en su cuerpo bien reposado y posado contra la sábana azul. Estaba bien, bien, bien. De haber sido verdaderamente una gata hubiera ronroneado, los ojos cerrados. Pero nunca había oído ronronear a un gato. El gato y la gata dormían, con la familia de lauchas dormida entre sus patas.
—Jif —dijo la voz del señor Gé— debe despertar, mi pequeña. Debo hablar con todos en el salón, cuando el reloj marque las once. No les queda mucho tiempo…
—¡Oh! —gimió Jif—. Tengo sueño.
—Pero no, usted no tiene nada de sueño —dijo la voz del señor Gé, gentil pero con evidencia indiscutible.
Ella abrió un ojo, después el otro. Eran azules. Como los de papá, decía mamá. Su habitación era de un rosa liviano, un poco ocre. Sin otro mueble que la cama, con una abertura hacia la sala de baño y el W.C., y la puerta del corredor, que ella no cerraba jamás.
Bostezó un poco y se desperezó, por enfurruñamiento, para demostrar que verdaderamente aún tenía sueño. Pero no sabía si el señor Gé, que podía hablar por todas partes, podía también ver por todas partes. Suponía que sí. Preguntó:
—¿Qué dice el reloj ahora?
—Reloj ¿qué hora es? —preguntó la voz del señor Gé.
—Es hora de levantarse —dijo el reloj con su voz regañona—. ¡Se hace tarde!
—¡Oh, ése! ¡Si una lo escuchara estaría siempre apurada!
Le sacó la lengua y cerró los ojos. Pero no tenía realmente sueño. Y el muro olía tan bien…
Se sentó y alzó la almohada para apoyar la espalda, abrió el muro y corrió sobre la cama la bandeja deslizante sobre la cual humeaba una gran taza de café con leche acompañada por dos medialunas calientes y doradas. Naturalmente, no eran ni café ni leche, pero ella no podía saberlo. Y las medialunas, después de todo, tenían el gusto de las medialunas con manteca. Nunca había visto manteca…
Con el dorso de la mano sacudió las miguitas que se habían adherido a su pecho, y sus pequeños senos, encantadores, elásticos, temblaron un poco. Empujó la bandeja, cerró el muro y corrió hacia la bañera llena. ¡Plaf! Millones de burbujas remontaron desde el fondo. Ella se volvió y se revolvió en el agua. Glu glu glú… Rió, las burbujas le hacían cosquillas. Rubia en el agua azulada, era toda entera del mismo color que la madera de pino, pero nunca había visto un pino, ni entero ni en planchas. Rubia de pies a cabeza, sus cabellos cortos y lacios, en mechas locas, su piel, los pequeños rizos del bajo vientre. Sólo la punta de los senos un poco más caramelo. Cerró los ojos y se dejó flotar sobre el agua y las burbujas.
Se preguntó dónde estaría Jim. Seguramente aún con los animales… Cuando el señor Gé dejara de hablar —¿qué sería lo que querría decirles?— tomaría a Jim de la mano y recomenzarían…
La primera vez, aquello había ocurrido curiosamente. Estaban en el piso de los animales, tendidos sobre el césped, mirando una gacela, tan bella con sus largas pestañas adormecidas. La hierba verde dibujaba senderos y redondeles entre las superficies transparentes, a través de las cuales podían ver a los animales. La gacela era vecina del león; un poco más lejos estaba la vaca con sus ubres hinchadas de leche congelada, junto al enorme caballo percherón con su yegua y la gallina negra con doce pollitos amarillos desparramados.
Tendidos en la hierba, lado a lado, miraban la gacela, la miraban todos los días, no se cansaban de hacerlo. Era blanca y rojiza, con manchas, y largas, largas patas finas que daban ganas de verla correr. Sus cuernos cortos dibujaban dos arabescos puntiagudos, y sus inmensos ojos cerrados estaban bordeados de largas pestañas rubias.
—Tiene los ojos azules, como yo —observó Jif.
—¡No es verdad! Son marrones como los míos —dijo Jim.
Discutieron, se empujaron; él le daba puñetazos, ella le tiraba de los cabellos; lanzaban gritos, reían, rodaban el uno sobre el otro y de golpe ella había dicho, sorprendida:
—¡Oh! ¿Qué te pasa?
Y, para saberlo, había puesto la mano sobre su short.
—¡Oh!
Jif le había quitado el short para ver mejor y, de rodillas en la hierba, habían mirado y tocado, ambos, lo-que-le-sucedía-a-él. ¡Era raro! Y más raro aún lo que eso le había causado a ella. Todo su interior se había trastornado y ardía, su pecho, su vientre, su cabeza… Ella no recordaba en absoluto cómo todo se había encadenado después, pero, en un abrir y cerrar de ojos, lo-que-le-sucedía a Jim había encontrado la manera de venir a instalarse en ella, justo en el interior de un lugar que parecía hecho expresamente para eso.
.La primera vez había resultado más bien curioso. Pero habían recomenzado y las otras veces aquello se volvía cada vez mejor, mejor, mejor…
Era necesario que hablase del asunto con mamá. Mamá quizás no sabía que uno podía utilizar ese lugar de semejante modo. No, no debía saberlo, puesto que jamás se lo había dicho.
Dieciséis años atrás… no, diecisiete años… si uno le creyera al reloj del salón, que decía cualquier cosa, viejo loco, pero con exactitud; diecisiete años atrás Lucie, que aún no era la señora Jonas, acababa de terminar su jornada en alguna parte por el lado de Laprugne, en los confines de Auvergne y el Bourbonnais. Hacía una semana que trataba de vender a los últimos campesinos del centro la más perfeccionada de las máquinas de tejer: la Super 2000, con lana líquida y colorantes incorporados. Era una maravilla de la química, de la mecánica y de la electrónica. Su teclado la asemejaba a una máquina de escribir posada sobre cuatro patas de garza, a la cual se hubieran agregado algunos tubos de órgano truncados: los depósitos de lana y colorantes. Se componía el modelo sobre el teclado, se apretaba el botón M, la máquina empezaba a ronronear y se veía descender por entre sus cuatro patas el pulóver o el par de medias encargados, coloración y secado instantáneos. Un suéter de talle grande era tejido en diecisiete segundos.
Pero a veces había problemas. Durante su última demostración, media hora antes, ante una vieja campesina desconfiada, la máquina se había bloqueado. Nerviosa, Lucie la había sacudido, y la Super 2000 escupió bruscamente debajo de ella una especie de monstruo de pura lana, una masa esponjosa color seta, gorda como una damajuana, tocada con una boina-calzón amarilla, encorbatada de zoquetes y sembrada de una multitud de dedos de guantes color rosa y tamaño infantil.
La vieja campesina había mirado el objeto con sorpresa, después con desconfianza, luego con un creciente terror. Lucie había reembalado muy rápidamente su material y corrió hacia su pequeño autogiro posado en el prado vecino. Estaba descorazonada. Bertrand, su jefe de ventas, le había asegurado sin embargo que ella “causaría una desgracia”.
—Usted no lo creerá, pero existen aún en Francia trescientas setenta y una verdaderas granjas que cobijan verdaderas familias del campesinos. ¡Sí, es verdad! En el fondo de la campiña o en lo alto de los montañas. Esa gente no ha sido aún prospectada, está demasiado lejos. Nosotros la hemos detectado. Usted se meterá entre ellos, les venderá nuestra maravilla. Trabaje a las abuelas. ¡Se le arrojarán encima! Esto las divertirá como locas durante las tardes de invierno, todas tienen televisión… ¡Y con todo lo que ven allí! Venderá por lo menos doscientas. ¡Quizás más! Y si ellas quieren pagar en napoleones les hace un descuento… Diez por ciento… ¡Veinte! ¡Vaya, si puede usted llegar a treinta! Tienen plata, todas tienen plata. ¿Vio como tambalea el franco suizo? ¡Es increíble! Uno se pregunta adónde vamos… Con ese ruido de bombas… ¡Están locos! ¡El mundo está loco!
No había vendido ni una. Y acababa de comprender la muy simple razón de su fracaso: ¿por qué esas mujeres iban a comprar una máquina tan complicada y tan cara si para tejer un pulóver les bastaba con un par de agujas?
Le quedaban aún por prospectar doce granjas en el centro, antes de dirigirse a la Bretagne. Pero estaba segura del resultado: cero. Su autogiro sobrevolaba los tristes paisajes borboneses con sus campos de pastoreo desiertos, y las fábricas de animales polivalentes cuyos cuadriláteros de cemento desollaban las suaves curvas de las colinas.
Ella había visitado una al principio de su gira, guiada por un entusiasta ingeniero agrícola. Había visto, alineadas en hileras de boxes estrechos, inmovilizadas por camisolas de nailon, vacas, vacas y más vacas… En el morro de cada una se hundía un tubo alimenticio, hasta el fondo del estómago. Durante las veinticuatro horas del día echaba, en el cuarto bolsillo digestivo, la hierba prerrumiada, con adición de un polvo de algas. En el otro extremo del animal, un tubo ventosa aspiraba todos los desechos sólidos y líquidos, y los libraba a un convertidor que los transformaba de inmediato en alimento granulado. Correas sinfín lo distribuían en los comederos de las gallinas ponedoras biológicamente aceleradas que, sin cesar, comían por un extremo y ponían huevos por el otro.
Las ubres de las vacas eran permanentemente succionadas por la ordeñadora-transformadora, que entregaba a la salida la manteca ya envuelta y millones de potes de yogur.
La leche sobrante corría hacia la máquina amasadora de la porqueriza, adonde llegaba también por otra parte la ola continua de gallinas fuera de postura. Llegadas a su último huevo, vacías de todas sus reservas, no les quedaba nada más que los huesos, un poco de piel desollada, un pico usado y dos o tres plumas. La amasadora mezclaba esto con la leche sobrante, y el triturador hacía de la mezcla un caldo con el cual se regalaban los cerdos.
Todo terminaría en salchichas.
En su máquina voladora casi silenciosa, presa de la melancolía y la soledad, Lucie tuvo la brusca revelación de que ella se parecía a los animales de las fábricas; oprimida en una cadena inepta de trabajo sin alegría y que sólo tendría fin con su propio fin.
A los treinta y dos años no había encontrado aún ni el amor verdadero ni una tarea que le gustara. Largo tiempo esperó hallar razones para vivir pero, en ese minuto, se preguntaba si tales razones podían realmente existir, y si lo normal no era resignarse.
Haber sido joven para nada…
No tener deseos de seguir siéndolo…
Dejarse empujar por el tiempo a la usura de la edad, sin resistencia, el tubo en la boca y la ventosa en el traste, hasta el último yogur… A menos que un día u otro la nueva bomba viniera a poner un final fulgurante a tan tremendo absurdo.
Se preguntaba si no haría mejor dejándose caer bruscamente con su pequeño biplaza naranja en el Aller, crecido, que sobrevolaba en ese momento. Y en ese preciso momento su motor se detuvo, el autogiro empezó a deslizarse sobre un flanco. Lucie reencontró de golpe el gusto maravilloso por la vida, y se aferró a los comandos. El motor se rehusaba a marchar, y el aparato descendía rápidamente, sostenido por su rotor libre. Lucie retomó una corriente ascendente coronada por un minúsculo nimbus, rebotó en él y se posó finalmente sin daños en el estrecho valle de Ardoisière, sobre el césped de la Fábrica FA 27.2.
Cuando puso el pie en tierra, estaba muy lejos de imaginar que en ese mismo lugar, y dentro de muy poco tiempo su destino cambiaría de manera fabulosa.
La FA 27.2 frente a la cual Lucie acababa de aterrizar, era la 272a Fábrica de Alimentos, recientemente puesta en marcha por el Ministerio de Agroalimentación. Sus picos colgantes, con jardines suspendidos, cubrían uno de los flancos del valle por kilómetros y kilómetros, mientras el otro lado había sido conservado en su estado natural. El trigo sembrado en el piso superior, en cubas hidropónicas, crecía y maduraba en pocos días, era cosechado, triturado, amasado y cocido en pocos minutos, y terminaba en la planta baja con forma de rebanadas de pan rectangulares, empaquetadas por docenas, y entregadas por medio de tubos automáticos a las aglomeraciones urbanas. Los tubos automáticos estaban calefaccionados. El pan llegaba fresco.
El funcionario director de la fábrica acababa de llamar en consulta a Henri Jonas, un experto polivalente conocido en todo el mundo pese a su juventud. Estaba exponiéndole la grave situación que soportaba la fábrica.
De pie ante la puerta-ventana del despacho del director, que se abría hacia una terraza cubierta de petunias multicolores, Jonas escuchaba sonriendo y meneaba la cabeza. Parecía sobrepasar apenas los veinte años. Sus cabellos de un rubio pálido, más bien ralos, estaban cortados bastante bajo, quizás por él mismo, y separados hacia la izquierda por una raya indecisa. Sus ojos eran azules.
Alzó la mano derecha y señaló algo afuera, sin decir palabra: era el autogiro que descendía.
—En fin, señor, ¿me escucha usted o no? —preguntó el director, irritado.
—¡Por supuesto, por supuesto! —dijo con mucha amabilidad Jonas, volviéndose hacia él con una sonrisa.
Y su sonrisa en la mirada azul, era el sol de mayo en el cielo.
—Bien, bien. Resumo —gruñó el funcionario. Pero… ¿cómo confiar en ese muchachito?—. Desde hace diecisiete semanas la fábrica ha comenzado a producir rebanadas de diez milímetros de espesor en lugar de nueve, lo que hace que la empresa se vuelva deficitaria, y arriesga destruir el equilibrio del presupuesto de todo el noveno plan. Ninguno de los ingenieros de la fábrica, de la región, del Ministerio, de las firmas constructoras e instaladoras, ni de los ciento doce servicios posventa ha logrado descubrir la causa de este problema…
—Sí, sí, sí… —dijo suavemente Henri Jonas.
Estaba vestido con una chaqueta, arrugada por el viaje en avión, y con un pantalón con la raya borrada, todo en color tabaco inglés; y una camisa sin cuello un poco azul, un poco verde. Era bastante alto, delgado, caminaba mirándose los pies, lo que le daba un aspecto encorvado. En realidad no miraba sus pies sino lo que tenía en la cabeza. Y tenía mucho. Era un genio de la electrónica, y al mismo tiempo el rey de los inventores de cualquier cosa. También había cursado medicina y era dueño de algunos diplomas en biología animal y vegetal, porque pensaba que las máquinas vivientes eran mucho más eficaces que las máquinas fabricadas.
Se inclinó sobre el esquema general que el director había desplegado sobre su escritorio de vidrio y madera de amaranto, lo miró con atención durante algunos minutos, siguiendo las líneas con un dedo y murmurando palabras sólo para sí mismo, luego dio la espalda al plan y se puso a caminar alrededor de la vasta habitación, la cabeza baja y las manos en los bolsillos de su chaqueta. A cada rato se daba de narices con un funcionario que entraba o salía, o con el mismísimo director a quien la inquietud impulsaba a caminar no en redondo sino en zigzag. Entonces se detenía, alzaba la cabeza y sonreía con el encanto asombrado de un niño que se despierta frente a un conejito.
Dijo finalmente:
—Creo, quizás, que…
Después salió de la pieza con decisión, subió hasta el séptimo piso por la escalera, dos peldaños a la vez, seguido por el director, los subdirectores y todas las secretarias llevando como dijes colgantes sus minigrabadores.
Entró solo en el compartimiento de aire acondicionado, que contenía la memoria central de la fábrica, y cerró la puerta detrás de sí.
En la viva luz y el silencio, la memoria destellaba en el centro de la pared del fondo. Era un rectángulo de metal amarillo, liso, no más grande que un sello postal. Contenía millones de instrucciones y millones de combinaciones posibles entre sus componentes moleculares. Era el centro, el punto de partida y de llegada de una multitud de circuitos impresos que tapizaban la pared y se extendían por toda la fábrica a través de los muros.
Jonas sacó del bolsillo derecho de su chaqueta un pequeño destornillador de mango amarillo transparente, cuya hoja estaba algo torcida y el extremo usado como el de un escarbadientes que hubiera servido demasiado, colocó la punta en alguna parte hacia el borde noreste de la memoria, rascó ligeramente, se irguió, salió del compartimiento y dijo al director:
—Ahora debería marchar.
Dos minutos más tarde, el director medía una rebanada de pan calentita.
—¡Nueve milímetros! —dijo, con una voz estrangulada por la emoción—. Gracias, señor Jonas…
Habiendo firmado en seis ejemplares del mismo tenor la orden N° 91.742 B 72 bis, que le permitiría cobrar dentro de un año o dos, Henri Jonas salió de la fábrica y cerró de inmediato los ojos, deslumbrado: el sol estaba ante él, allí, a dos metros, casi entre sus manos.
Alzó de nuevo los párpados, lentamente, sabiendo lo que vería: un trasero femenino en un short amarillo, iluminado por el sol poniente. El busto que debería encontrarse arriba estaba sumergido en el compartimiento del motor de un autogiro. Lo que seguía debajo, hasta la hierba, daba gusto verlo. Jonas lo miró con placer, pero sin concupiscencia.
A los veintiocho años no conocía aún físicamente a una mujer y eso no lo trastornaba. En su organismo funcionaba sobre todo el cerebro. Su sexualidad se mantenía en una especie de hibernación por la invasión de su genio electrónico y mecánico.
Oyó que la cabeza que se encontraba en el extremo del busto invisible gruñía, maldecía, gritaba “¡ay!” y la vio aparecer sobre el motor en compañía de una mano cuyo dedo succionaba. La cabeza estaba aureolada de cabellos casi rojos. Él se acercó, ofreció sus servicios y sonrió.
Lucie lo miró sin pensar en quitarse el dedo de la boca; ni siquiera se le ocurrió responder. Respiraba aún porque eso se hacía, gracias a Dios, sin necesidad de pensar.
Al fin recuperó el uso de la palabra. Sacó el dedo de su boca y surgieron los vocablos.
—¡Oh, sí!… ¡Sí, sí, gracias!
—No debe ser muy grave —dijo él.
Sacó de su bolsillo el pequeño destornillador y se zambulló a su vez en el motor. De pie cerca de él, ella lo miraba trabajar y aprovechaba cada vez que se erguía para examinarlo, bien de frente, con un asombro que no intentaba disimular.
Había conocido algunos hombres, y vivido durante más o menos tiempo con dos o tres. Fugitivos o temporarios, no eran particularmente tontos ni egoístas, sólo como todo el mundo. Habían pasado o vivido cerca de ella sin estar con ella, la habían mirado sin verla, oído sin escucharla, hablado sin decirle nada, pasado sobre ella como un martillo taladrador trepidante; habían partido tan rápido, como un pajarito, dejándola sedienta y tiritante como si lo que ellos llamaban amor no fuera sino una ráfaga de viento invernal.
Este aquí, cuyo nombre no sabía, del cual ignoraba todo; éste aquí no se les parecía, estaba segura. Cuando le había sonreído vio, en el azul inocente de sus ojos, toda la frescura de un alma de niño que seguiría igual hasta la muerte, y aún después.
Cuando él se inclinaba sobre el motor ella se decía que no era posible, un hombre semejante no existe… Y cuando alzaba la cabeza y la miraba de nuevo con su sonrisa, ella recibía una vez más el golpe de la evidencia: no podía engañarse, él era límpido como el agua…
La tarde caía, las ranitas verdes, del valle lanzaban entre la hierba húmeda su canto de amor ridículo, abriendo sus bocas hasta el vientre. Lucie se estremeció, sintió que sus piernas se ablandaban, y se apoyó en su aparato para no caer. Jonas se erguía, decía que estaba arreglado, que todo iba bien…
En dos segundos ella recuperó su sangre fría y tomó su decisión. Ese hombre era un tesoro único, sin duda no tenía igual en el mundo, no lo dejaría retornar a lo desconocido de donde había surgido, iba a tomarlo y a guardarlo, sería su marido, su amante, su hijo; ella lo protegería, lo acunaría, lo defendería, lo amaría…
Y desgarraría los miembros y el rostro de cualquier mujer que se le acercara. Era más joven que ella, y hay tantas jóvenes panteras dispuestas a saltar sobre los muchachos inocentes…
¡Dios, qué joven era! ¡Qué locura! Estaba segura de que él nunca todavía… ¡Y bien, viva la locura! Había sido demasiado razonable hasta ese día. Es cierto que nunca había encontrado la ocasión de volverse loca. ¿Cómo se le había escapado hasta ahora? ¡Loca, loca, loca!… ¡Un ángel! ¡Un inocente! ¡Un cordero!
—¿Adónde va usted? —pregunto bruscamente.
Sabía que su pregunta era estúpida: lo encontraba en el fondo de la campiña, no tenía ni equipaje ni casco: verosímilmente vivía allí y no iba a ninguna parte. Sin embargo, él respondió sin asombrarse:
—A París.
—¡Yo también! ¡Perfecto, lo llevo!
Treinta segundos más tarde volaban y reencontraban el sol a diez mil pies. Riendo de alegría ella renuncio al Limousin, a la Bretagne y a todas las provincias poniendo proa al norte. El sol se puso definitivamente. Ella vio el Loira en el horizonte, en un suspiro de bruma rosa y declaró que tenía hambre. Había por allí, cerca de La Chanté, un excelente albergue…
Después de su baño Lucie se cepilló los cabellos, se perfumó en todos los rincones, volvió a cepillarse los cabellos y los dientes en todos los sentidos, dispersó sobre el piso el contenido de su valija buscando el deshabillé transparente que —bien lo sabía— no estaba allí, y después se sentó, desnuda, sobre el borde de la cama y se rindió a la evidencia: era el pánico.
Su corazón latía a ciento veinte, sus manos estaban mojadas, sus mejillas ardientes, y sus cabellos se erizaban alrededor de su cabeza como los de un Pantera Negra de 1970. Se puso de pie, obligándose a realizar movimientos respiratorios para calmarse. El espejo del armario estaba frente a ella. Se vio y se sintió un poco reconfortada. ¿Qué necesitaba aquel buen señor? Ella era lo suficientemente delgada como para parecer muy joven, y bastante redondeada como para no parecerse a esas chiquilinas que atraviesan las sábanas con sus nalgas. Lindos senos, bien plenos, bien redondos. Pero quizás a él le gustaran más pequeños… ¡No! ¡Basta de pánico, basta de pesimismo! ¡Sería bien difícil! No se encuentran senos así al por mayor. ¡Perfectos! ¡Son perfectos! Cintura fina, suaves caderas, pequeño vientre ligeramente curvado… ¿Y qué? Un vientre no es un plato sopero entre dos huesos, un embudo cuyo agujero es el ombligo. ¡Una mano de hombre debe poder descansar aquí como sobre un fruto, y no buscar el fondo! ¡Está perfecto este vientre! El pequeño sexo invisible bajo su jardincito dorado, muslos juntos entre los cuales no pasaría ni el ala de una mosca… ¡Se abrirán, amor mío, se abrirán si tú quieres, son tuyos, todos estos tesoros son tuyos, ven a buscarlos, ven a tomarlos, ven, ven, ven!
Pero ella sabía bien que él no vendría. Que debería tomar la iniciativa. Era terrible, nunca se había encontrado en una situación semejante, sino más bien tratando de defenderse, sin parar, contra los apurados que la acostarían a una en cualquier parte, ¡en un escalón del subte, sobre una pelota de alfileres! ¡Y después, aire! Pero eso tenía al menos una ventaja: ninguna necesidad de preguntarse ¿Cómo hago?. Mientras que con este tipo…
Después de la cena había declarado que tenía miedo de volver a París en vuelo nocturno. Si a él no le molestaba dormir aquí, seguirían mañana. Él había respondido que no le molestaba en absoluto, sin dejar entender para nada que estaba encantado. Pero ¿dónde diablos lo habían educado?
Les habían dado, naturalmente, habitaciones comunicadas. Ella había golpeado en seguida para entrar en la de él, con cualquier pretexto. Le había pedido un lápiz: él tenía tres en su bolsillo interior: un marcador, uno a bolilla y uno eléctrico, con un pequeño carnet espiral. Era todo su equipaje. Así recorría el mundo, comprando objetos según sus necesidades, sembrando detrás de él en los hoteles la ropa y las cosas usadas. Todos sus expedientes estaban en su memoria.
Ella no sabía qué hacer con un lápiz. Cuándo él se lo dio, dijo “gracias” y se quedó allí, de pie, inmóvil, muda, esperando que él la tomara en sus brazos o que hiciera un gesto. Antes de entrar había abierto un poco el cierre relámpago de su pulóver, apenas lo suficiente como para no parecer provocativa, pero aún así… Se había quitado el corpiño. Sentía que las puntas de sus senos comenzaban a hacer cine en relieve a través del pulóver. ¡Pero el idiota ni siquiera las miraba! ¡También él estaba de pie frente a ella, a un paso, sólo tenía que darlo! ¡Pero no lo hacía! La miraba gentilmente, no decía nada, no se movía, sonreía, ella sentía que se volvía estúpida… ¡Tenía ganas de morderlo!
Entonces dijo “Buenas noches” con una voz ahogada porque, de haberlo hecho más fuerte, hubiera estallado en sollozos. Se había vuelto a su habitación con ganas de golpear la puerta comunicante, pero a último momento tuvo un buen reflejo y cerró con suavidad, lentamente, para que él se diera cuenta de que la puerta sólo estaba entornada y sin cerrojo.
¡Y de eso hacía ya una hora! ¡Y él no se había movido! ¡Y mañana por la mañana volverían, se separarían en París, y ella no lo vería nunca más!
Se dijo al principio: “Vendrá mientras me esté bañando, yo simularé sorpresa y diré ¡oh! Cruzaré mis brazos sobre mis pechos pero mal, cuestión de no esconderlos del todo, en fin… Y quizás deje que uno se me escape entre la espuma, estaré confundida”. ¡Nada! Él no había hecho nada, no haría nada. Y si no quería perderlo tenía una única solución: ir hacia él.
¿Pijama? No, no compliquemos… ¡Sí! Seamos correctos: la chaqueta. Es corta y se abre por delante, un solo botón… ¿Qué parezco? ¿Qué pareceré cuando entre a su pieza? ¡Una puta! ¡Soy una puta! ¡Estoy loca! ¡No voy nada!
¡No quiero perderlo! ¡Voy!
Apagó todas las luces y se puso en cuatro patas para mirar por debajo de la puerta: estaba a obscuras también del otro lado. Suspiró, aliviada, y se irguió, hizo girar el picaporte con tanto miedo a un chirrido como un ladrón en su primera hazaña. Empujó la puerta un centímetro y escuchó. Percibió una respiración larga y serena, apenas perceptible. Dormía… Mi Dios, con tal de que tenga el sueño bastante profundo… No demasiado, con todo… El tiempo justo para llegar junto a él.
Llegó sin tropezar con nada, en la negrura absoluta; él había corrido las cortinas sobre la noche. Lucie se dirigía hacia la respiración, inclinada, extendiendo la mano derecha. Tocó con la yema del mayor el dorso de la mano de Jonas posada en el borde de la cama. Estuvo a punto de aullar. Él dejó de respirar. Lucie hizo lo mismo. Pero él debía oír su corazón como el tambor más grande de la orquesta de la Valkyria.
Hubo una eternidad de asfixia completa, después él recomenzó su larga respiración. No había cambiado el ritmo, no se había movido, no se había despertado.
Lucie rodeó la cama y empleó otra eternidad en deslizarse bajo las sábanas sin hacer ruidos ni alboroto… Estaba allí. Listo. ¡Cerca de él! Jonas estaba a pocos centímetros, quizás menos, tendido a su lado… era milagroso… fantástico… ¡Fuera lo que fuese que sucediera ahora, ella ya habría gustado de esta felicidad!
Se relajó y se tornó pesada para hundirse en ella enteramente. Sentía el calor del muchacho a lo largo de todo su costado izquierdo, estaba bien, como nunca en la vida había estado bien; podría quedarse así sin moverse, en ese calor junto a él, hasta el día de su muerte. Porque ella no quería sobrevivirle, moriría el mismo minuto que él dentro de mucho tiempo, después de una muy larga vida de dicha única en el mundo, como hoy esta noche en este momento.
Pero… ¿y si él estaba casado? Un terror helado la invadió. Estaba tan turbada, tan ocupada diciendo cualquier cosa durante la comida, que ni siquiera había pensado en preguntárselo. Cuando un hombre y una mujer se encuentran por primera vez, el hombre mira primero las piernas, los senos o los ojos, según su grado de espiritualidad o de educación; la mujer mira primero los dedos para ver si llevan una alianza. Ella había mirado. La alianza no existía, pero…
No, no, no era un simulador, no con esos ojos y esa sonrisa de niño. Estaba vestido de cualquier modo, con un traje demasiado grande, usado, viejos zapatos sin lustrar… No, no era un seductor, no buscaba gustar. ¡No estaba casado y no había mujer en su vida!
Sonrió, tranquilizada. Había ahuyentado de nuevo el pánico. Reencontró su calor y hasta un poco más: comenzó a tener demasiado calor. Se preguntaba… Él no tenía valija… Por lo tanto, tampoco tenía pijama… ¿Camisa, entonces? Lenta, lentamente su mano derecha comenzó a explorar. Después de la travesía del desierto, el dorso de sus dedos tocó la cadera tibia. Estaba desnudo. No se despertó.
Entonces la pierna de ella siguió el mismo camino y fue a colocarse contra la de él, con tanta precisión como un petrolero arrimándose al muelle.
Jonas dejó de respirar. Ella también. Hubo un instante de silencio, después de un ruido de sábanas, y Lucie sintió que una mano liviana se posaba sobre su muslo. Interrogativa. Siguió respirando y posó su mano sobre aquella mano que pareció vacilar, inmóvil, como un animalito sorprendido que cree hacerse olvidar dejando de moverse. Después ella se volvió sin brusquedad y enfrentó la mano posada sobre la suya, y se cerraron la una sobre la otra…
Ella suspiró. Era aceptada. Pero la menor palabra, ahora, podría quebrarlo todo, traer consigo lo ridículo o lo odioso. Le hablaría mañana…
Se irguió sobre el codo y con la otra mano comenzó el reconocimiento. ¡Vaya! No era tan flaco como parecía. Sus hombros eran musculosos y sus brazos también, aunque un poco delgados… No tenía pelos en el pecho. Ella sonrió de placer en la obscuridad, sentía horror de los torsos velludos, en cambio éste era largo, la cintura fina, y… ¡Oh, el querido pequeño pájaro acurrucado que nunca había volado y tenía miedo! Lo tranquilizó suavemente, le hizo con su mano un nido, después un techo, después un estuche, después lo dejó para no asustarlo. Volvió a acostarse de espaldas, condujo hacia la chaqueta de su pijama la mano que estaba en su mano y la abandonó sobre el botón. El ojal era muy grande y el botón se deslizó en seguida… ¡Listo! ¡La había desvestido!
A la vez audaz y tímida, la mano liviana se deslizaba bajo un costado de la chaqueta, descubría una maravilla, primero la rodeaba, después ascendía y allí reposaba antes de partir al descubrimiento de la maravilla simétrica. La mano de ella había vuelto al pájaro acurrucado que comenzaba a tomar valor. Lo rodeaba de calor y de ternura, le daba impulso, sentía que poco a poco se convertía en un adulto soberbio y, con delicadeza, lo conducía hasta la puerta del mundo.
Un mes más tarde ella se llamaba señora Jonas, dos meses más tarde estaba embarazada, seis meses más tarde su ginecólogo, doctor Sésame, le declaraba que tendría gemelos. Ella no pensaba que hubiera sobre la Tierra, o en ninguna parte del universo si sus millones de planetas estuvieran habitados, una pareja más feliz que la formada por ella y él, él y ella, ella con él.
Cuando en la famosa noche del albergue junto al Loira condujo a Jonas hasta ella, supo que era el milagro en el instante que sintió que la penetraba dulcemente. Y él, entre el instante en que comenzara a penetrarla y aquel en que llegara al fondo de su profundidad, vivió los siete días de la creación. Y cuando estuvo allí no hubo de él sino aquella pequeña parte redonda en el extremo y en el centro de ella; él íntegro en aquel extremo que sentía, y que ella tenía encerrado en el hueco de su cuerpo.
Hubiera querido no salir nunca de ahí, pero el gran movimiento universal trepaba por las raíces y se había puesto, lentamente, a recular, a volver, a explorar con precaución porque temía romper algo… Y en la noche cálida en ese mundo desconocido al que había entrado entregó, para ella y desde el extremo de sí mismo, alegrías milagrosas, interminables, inimaginables, que ella ni siquiera suponía pudieran existir. No lo creía… ¡No era verdad! ¡No era posible! ¡Jamás! ¡Jamás!… ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!
Fue así como comenzó a hablarle, sin entender lo que decía pero sabiendo que ya nada podía ser ridículo. Había hablado, después había gemido, gritado; después había callado.
Cuando él se retiró, deslumbrado y agradecido por la felicidad que había dado y recibido, la dejó plena y apaciguada como un mar soleado, toda su carne llena del calor de los veranos, ese que hace madurar los trigos y los duraznos. Y nunca más tuvo frío ni sed ni miedo de nada. Y él siempre se le aproximó con el mismo deslumbramiento y la misma dulzura.
Ella continuaba mirando TV, recibiendo las noticias del mundo; sabía que pasaban cosas graves, se indignaba, firmaba solicitadas y peticiones pero, inmediatamente después, volvía a sonreír, era demasiado feliz para aceptar la inquietud. No podía concernirles a ella y a Jonas.
Había rejuvenecido, se agrandaron sus ojos y titilaban, sus cabellos revoloteaban y, sobre sus mejillas y su nariz, las pecas se habían convertido en un pueblecito en recreo. Le parecía que tenía la boca demasiado grande, el mentón demasiado redondo y la nariz demasiado puntiaguda, pero él la encontraba perfecta y ella no pedía otra cosa a Dios. Jonas le decía que pronto volvería a tener quince años. Lo decía para hacerla feliz, pero casi lo creía y el asunto se convertía casi en verdad.
Las lágrimas se desprendían de sus ojos verdes como los árboles. Las enjugó con el puño, resopló y empezó a reír. Acababa de pelar cebollas. Las llevó hasta el fregadero cantando “alondra-te-desplumaré”, y volvió para poner sobre la mesita un repasador esponja ilustrado que representaba una puesta de sol en el puerto de Séte, aquí-te-desplumaré-la-cabeza, el mar rosa y el cielo anaranjado, con una barca azul en primer plano, aquí-te-desplumaré-el-costado. Era feliz. Sabía bien que el mundo estaba chiflado, que crujía por todas partes y que iba a reventar, pero eso no podía impedirle ser feliz y para colmo, alegre, aquí-te-desplumaré-la-nariz. Estaba encinta de nueve meses ahora.
Extendió sobre la puesta de sol un kilo de zanahorias, y se sentó de perfil para empezar a rasparlas. Su vientre redondeaba entre ella y el mundo un obstáculo que a sus brazos les costaba cada vez más franquear. Estaba orgullosa de él, como si hubiera sido la torre Eiffel. Se lo había hecho el hombre más maravilloso del mundo, su marido, su Henri, su Jonas. Tanto amor la había vuelto liviana como un globo aerostático. Cada día se dilataba más.
Nunca se había sentido tan alegre, a pesar de su ausencia. Él estaba en Sidney desde ayer por la mañana. Esperaba volver esta noche, no le gustaba ya dejarla por mucho tiempo, quería estar cerca cuando diera a luz. Ella le había prometido que lo esperaría. No temía nada, sabía que pensaba en ella y que la protegía, de cerca o de lejos. Estaba plena de él hasta estallar, su amor la precedía en el espacio, se desplazaba cantando por el departamento, chocaba con el vientre por todas partes, aquí-te-desplumaré-el-cuello. No había ningún riesgo allí adentro, ningún peligro para sus queridos pequeños. El doctor Sésame le había hecho escuchar, con su aparato en los oídos, los dos corazoncitos que latían como corazones de pájaros. Sabía que nada podía pasarles mientras los tuviera allí. Los setenta y dos pisos del inmueble podían desmoronarse sobre ella con todas sus familias y sus máquinas de lavar-los-pies-la-ropa-la-vajilla: los pequeños saldrían intactos. Esperaba que Jonas no se demorara. Sentía que llegaba al límite, que no se desarrollaría más, que se abriría como una flor o que iba a volarse…
Llamaron a la puerta.
Dejó la zanahoria y el cuchillo, se levantó como una burbuja, desanudó y dejó caer sobre el cielo y el mar su delantal que representaba una pradera verde tierno iluminada con botones de oro y fue a abrir. Se encontró frente a un vestido rojo casi tan grueso como ella, decorado con una inmensa dalia azul.
—¿Estás lista? —preguntó Roseline.
Era una Roseline negra, nacida en Martinica.
—¡Jesús! —dijo la señora Jonas—. ¿Es hoy?
—¿Te habías olvidado?
—Olvidado no, pero creí que era mañana. Entra, ven a sentarte, ya me visto.
Roseline entró y tomó asiento con precauciones en el borde de un sillón, en el rincón salón de la cocina, y la señora Jonas pasó a cambiarse detrás del cerramiento del rincón de dormir. Porque ganaba mucho dinero, Jonas había podido regalarse ese vasto departamento, situado en el piso sesenta de la torre Saint-Germain-des-Prés, escalera R, corredor sudeste, puerta 6042, compuesto de una sola pieza con dos cerramientos móviles y muebles rodantes. Bastaba con apretar botones para desplazarlos en todos los sentidos. Era el método nuevo para luchar contra la monotonía del medio ambiente. Cada día era posible construirse un hábitat nuevo. A través del muro de vidrio se descubría, muy abajo, el Sena y los techos de la mitad norte de París, parecidos a una tropilla de carneros grises, con las torres que habían surgido por todas partes entre ellos, como álamos.
Se puso un vestido rojo como el de Roseline, florecido con un gran girasol que desparramó sus pétalos de oro sobre su vientre glorioso. Trató de arreglarse los cabellos en un pequeño rodete en la cúspide de la cabeza, para parecer más seria y tener menos calor, pero se evadieron todos juntos de un golpe. Renunció, los alborotó, viva la libertad, y cuando se unió a Roseline parecía tocada con otro girasol. Tomó de paso su canasto-espuma y lo colgó de su codo. Salieron del departamento, caminaron doscientos metros por el corredor hasta llegar al ascensor central, y tomaron la cabina directa que las depositó directamente en el andén del subte.
Aunque tuviera un cuarto de sangre blanca en las venas, Roseline brillaba como un zapato negro bien lustrado. Se sostenía con las dos manos de la barra vertical del vagón y, sin que nadie se diera cuenta, frotaba en ella su ombligo que le picaba y que formaba bajo su vestido una delicada excrecencia rosada empujada hacia afuera de la piel negra por la presión interna. Roseline había conocido a la señora Jonas en el policlínico, en el subsuelo de la torre Saint-Germain, donde seguían los cursos de preparación para el parto natural. Se querían mucho. Habían engordado juntas.
La señora Jonas estaba también de pie, sólidamente aferrada al picaporte de la puerta. Bien hubiera querido Roseline sentarse, pero todas las banquetas estaban ocupadas por mujeres encintas. Era una rama especial que las llevaba al desfile. La cita era en la Concorde. Las mujeres embarazadas llegaban sin cesar a la plaza en helicópteros, autocares, autobuses y subtes. Fueron pronto más de cien mil que se arremolinaban lentamente, esperando la partida hacia l'Étoile.
Las organizadoras habían decidido, para facilitar las cosas y porque sería más alegre, vestir a las mujeres de un mismo color según sus meses de embarazo. Las que estaban encintas de nueve meses, como Roseline y la señora Jonas, de rojo y con una gran flor a su elección. Los ocho meses eran en naranja ornados con un cuadrúpedo: gato, perro, chinchilla o hasta un toro, jirafa o elefante; los siete meses amarillos con un pájaro, los seis meses verdes con un pez, los cinco meses azules, etc., hasta los tres meses que terminaban el arco iris con el violeta y una fruta. Los dos meses eran blanco y el mes o semana en negro con una legumbre en color. Esta presentación tenía otra ventaja: la de recordar a todas esas mujeres, y a todos aquellos y aquellas que las vieran desfilar, los rostros de la naturaleza casi olvidados, algunos ciertamente a punto de desaparecer o ya desaparecidos.
La inmensa multitud de la Concorde se clasificaba a sí misma, los colores se buscaban, se juntaban y se colocaban en orden: el rojo a la cabeza, frente a los Champs-Élysées. Sobre París flotaba el velo permanente de la bruma acre salida de los millones de anos de la ciudad, fijos o automóviles, escupidores de vientos envenenados cada vez más variados, abundantes y corrosivos. Sólo las grandes tempestades del oeste desgarraban a veces ese velo mortal, arrojando sus jirones sobre los suburbios y el campo, fulminando a los cuervos, últimos pájaros del cielo, que caían como guijarros negros.
Los rayos del sol de julio atravesaban la bruma traslúcida, y concentraban sus calorías bajo su tapadera. La plaza de la Concorde, a la cual no dejaban de llegar contingentes multicolores, calentaba como una marmita. Las precavidas habían llevado cocas y cervezas, alcohol de menta y hasta vino, y unos triciclos eléctricos distribuían jugos de frutas helados. Pero la fatiga del amontonamiento se hacía pesada con la humedad, y las de menos de tres meses e incluso las de tres semanas —de las que algunas no estaban seguras— comenzaban a desmayarse a montones. Los coches de bomberos de nueve ruedas, estrechos, rápidos, articulados como ciempiés, se deslizaban entre la multitud ¡pin, pon, pin, pon!, rodeaban a los grupos y transportaban los enfermos a los hospitales rodando por las aceras.
La señora Jonas, en el centro de un remolino de vestidos rojos, sintió que el desaliento se contagiaba de una a otra como un resfrío, y le hizo frente empezando a cantar a grito pelado su canción favorita, que se extendió poco a poco hasta la calle Royale, la de Rivoli y los muelles, e incluso atravesó el puente. Toda la plaza de la Concorde se puso a desplumar la alondra, quién por el pico, quién por las patas, pobre alondra que desplumamos desde hace tanto tiempo en detalle con semejante aplicación. La señora Jonas ni siquiera hubiera desplumado a una mosca.
Por el fin el cortejo se encarriló en dirección a l'Étoile, los rojos a la cabeza y en la primera fila las más gordas, entre ellas Roseline y la señora Jonas, sus redondas proas hacia adelante buscando el Arco de Triunfo, todo a lo largo de los Champs-Élysées, y diminuendo detrás, de mes en mes, de color en color, de flores a legumbres, hasta las de quince días y las esperanzas aún planas. Era un arco iris que remontaba la avenida, y también un ramo de flores y una macedonia de legumbres, un arca y una selva, todas las formas de la vida y de la luz.
Nadie blandía bandera alguna, los ginecólogos lo habían desaconsejado, pero el mundo entero conocía el motivo del desfile. En todas las capitales, manifestaciones semejantes tendrían lugar hasta la caída de la noche, en guirnalda a lo largo de los husos horarios. Era una protesta de las mujeres de todas las naciones contra la bomba U. Reclamaban con su razón, su corazón y su vientre, que se prohibiera la fabricación de la Bomba, y la destrucción de stocks.
La cabeza roja del arco iris llegó al Rond-Point y continuó hacia George-V, seguida de su cuerpo multicolor. Por sobre el cortejo volaba un autogiro familiar, pintado con una torre Eiffel acostada sobre la cual trepaban enredaderas en efecto de trompe-l'oeil. Transportaba a la organizadora en jefe, profesora de sociología en Nanterre, madre de cinco hijos y madura del sexto, y un coro de mujeres que escandía slogans alrededor de un micrófono. Una pequeña emisora direccional los enviaba a la avenida, donde eran aullados por todos los transistores de las manifestantes, aliviando así la fatiga de sus gaznates.
La señora Jonas había puesto su transistor en su canasto-espuma colgado del codo, se había puesto bolitas Quiés en las orejas y caminaba tejiendo una camisita amarillo canario. Por supuesto, había tejido todo en doble, una ropita amarilla y una verde claro, para que fueran alegres desde su nacimiento sus pajaritos queridos. Y continuaba canturreando la alondra, dos derechos un revés, aquí-te-desplumaré-el-brazo. Tenía una maravillosa máquina de tejer en un placard, regalo de su ex patrón, con doble portabobinas y depósito de seguridad, pero nunca la había usado para sus pequeños. Les tejía sus nidos con sus manos y su amor. Las orejas tapadas, los ojos fijos en el tejido, caminaba sonriendo a sus recuerdos. Queridas máquinas, gracias a ellas lo había encontrado en el césped de l'Ardoisiére… Maravillosa noche a orillas del Loira… Y tantas otras después… Queridas máquinas… Había continuado revoloteando sobre Francia durante los seis primeros meses de su preñez, para tratar de venderlas, por puro agradecimiento… Maravillosas máquinas… Ellas le habían tejido su Jonas.
Roseline le dio un codazo en la cadera y le gritó, tendiendo los brazos hacia la avenida:
—¡Mira!
A la altura de George-V era el bochinche. Contramanifestantes desembocaban de todas las calles y atacaban al servicio del orden.
—¡Los pelados! —gritó la señora Jonas—. ¡Cerdos!
Su voz resonó en sus orejas como en un pozo tapado. Recordó las bolitas Quiés y se las sacó. Entonces oyó la batalla de slogans. Otros dos grupos de contramanifestantes, los más jóvenes, subían por los Champs-Élysées desde ambos lados del cortejo, gritando:
¡Hagan la guerra en lugar de hacer chicos! ¡Hagan la guerra en lugar de hacer chicos!
Los transistores del cortejo respondían:
¡La paz, la vida por nuestros hijos! ¡La paz, la vida por nuestros hijos!
Los pelados contestaban:
¡Nodrizas al hogar! ¡Nodrizas al hogar!
Los llamaban los pelados porque se afeitaban el rostro y el cráneo en reacción contra sus padres, los pacíficos barbudos de los años setenta, a quienes les había hecho falta poco tiempo para convertirse en viejos barbados.
La nueva generación estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, la revolución, el incendio, el crimen, la guerra, con tal de que aquello se conmoviera. Muchachos y chicas, por horror a la pelambre paternal, se depilaban el sexo desde la aparición del primer plumón. Eran castos, eran violentos y duros. Se entrenaban golpeándose la cabeza con ladrillos, para endurecerse contra las cachiporras de la policía. Tenían el cuero cabelludo brotado de bultos y de cicatrices. Algunos eran capaces de hundir un tabique arremetiendo con la cabeza hacia adelante.
Los que remontaban la avenida por las aceras eran muchachos de menos de quince años, y sobre todo chicas, que conservaban uno o dos centímetros de cabellos por una leve preocupación de distinguirse, más que por coquetería. Se aplastaban el busto con bandas de tela y se comprimían las nalgas con lonjas de caucho; parecían camiones. Con los varones componían el coro: eran las vociferantes. Las más duras descendían por la avenida con los pelados de choque, al enfrentamiento con el cortejo. Se decía que algunas se hacían cortar los senos.
El cordón policial que se oponía a la progresión de los violentos fue empujado pero contraatacó, dando tiempo para permitir que los helicópteros pesados de la Prefectura de Policía volcaran a la calzada agentes con cascos amarillos, que se arrojaron a la pelea blandiendo sus cachiporras blindadas. Hubo un torbellino atroz a la altura de la calle de La Boétie. A pesar de los aullidos de la organizadora, que ordenaba por todos los transistores que el cortejo se detuviera, éste continuó corriendo a su modo, cada mes empujado por el mes menor y empujando hacia el superior. Así los nueve meses, con todo el peso de los meses inferiores sobre las espaldas, se encontraron pronto apretujados contra la refriega como queso contra un rallador giratorio.
La bomba U. Se la llamaba la “Bombú” como abreviatura de “bomba universal”, con una especie de familiaridad aterradora, como podría ser la familiaridad con el diablo. Había relegado al rango de petardos las antiguas bombas A, H y N. Pero, más que su poder fabuloso, lo que constituía su peligro era la facilidad de fabricación y la relativa modestia de su precio de costo. Empujados por la ola creciente de conocimientos, los grandes físicos, espantados, habían puesto a punto su fórmula en todas partes y al mismo tiempo; después los físicos medianos la habían descubierto a su vez con estupor, y finalmente ella había llegado a los profesores de los colegios y sus alumnos. Las pequeñas naciones se le habían lanzado encima. Todas aquellas que habían firmado el tratado de no proliferación de armas nucleares porque no tenían medios para fabricarlas, empezaron alegremente a parir las Bombú. Los tiempos de humillación ante las grandes potencias habían terminado. Los coristas, ahora, cantaban tan alto como el tenor y la prima donna, la disuasión actuaba en todos los peldaños de la riqueza. A la India le seguía faltando arroz pero poseía bastantes bombas como para arrasar la China; Santo Domingo se había convertido en un gigante que amenazaba a los Estados Unidos; Córcega y Bretaña fabricaron la bomba y obtuvieron su independencia, que las estorbó enormemente; Milán y Sicilia amenazaron con arrasar a Roma; por precaución el Vaticano la fabricó también y Suiza rellenó con ella sus montañas. La C.G.T., para celebrar el 1° de Mayo, paseó una docena entre la Bastille y Nation, las Pequeñas y Medianas Empresas la tenían también, como los viñateros del Sudoeste, Nogent y Pontoise, y el Arzobispado de París. Una gran firma de productos de limpieza estaba edificando fábricas en los cuatro continentes para producirla en cadena y venderla al por menor.
Contra esto se manifestaban al mismo tiempo las mujeres embarazadas de todos los países. Se negaban a dar a luz niños en un mundo que corría el riesgo de saltar de un momento a otro. Si la Bombú no era reducida a la impotencia antes del otoño, amenazaban ellas —las que aún estuvieran encintas y las que lo estuviesen para ese entonces—, practicarían todas juntas el aborto el primero de octubre.
Después de las vacaciones…
La señora Jonas habría parido antes. Desfilaba por solidaridad y convicción pero, con o sin Bombú, nunca abortaría…
Los transistores no gritaban ya ninguna orden: se había pedido que el autogiro de la organizadora se fuera porque molestaba las evoluciones de los aparatos policiales. La cabeza del cortejo se detuvo pero las otras mujeres, desde las naranjas hasta las negras y blancas, continuaron avanzando. No sabían exactamente lo que pasaba y querían saberlo, querían ver. Bajo la lenta y enorme presión el cuerpo del cortejo se hinchó, hizo estallar los servicios del orden laterales, sumergió las aceras, absorbió a los curiosos y a los pequeños gritos de slogans, hundió las vitrinas, llenó las tiendas y los corredores, se deslizó en los sótanos y refluyó hacia los pisos superiores, desde donde desbordó por las ventanas.
Ante la cabeza roja detenida remolineaba la batalla. Los pelados daban cabezazos hacia adelante contra los vientres de las mujeres, los policías los aplastaban con sus cachiporras blindadas, ellos volvían a levantarse, aullaban gritos de guerra y recomenzaban.
La señora Jonas gritó algunas órdenes a sus compañeras. Ante su voz, las nueve meses no se formaron en cuadro sino en círculo, la fila exterior vuelta hacia la interior, irguiendo la muralla de sus traseros contra los agresores y sus objetivos. La señora Jonas permaneció frente al enemigo, desafiándolo e insultándolo, haciendo girar —arma irrisoria— su canasto cargado con el transistor que cantaba “Háblame de amor”. Un pelado gigantesco, de músculos de acero, cráneo de piedra, ya tres veces castigado, se levantó con el cuero cabelludo tajeado y sangrante, los dientes rotos, una oreja caída, los ojos encapotados. Se abrió los párpados con los dedos, vio a la señora Jonas en una nube roja, volvió a cerrar los ojos y se lanzó hacia ella, cabeza baja, lanzando un grito de dinosaurio. Un hombre vestido con una blusa blanca surgió de golpe, le hizo una zancadilla y lo empujó. El pelado aterrizó sobre su nariz ante la señora Jonas. Ella se apartó para dejarlo pasar, él se deslizó bajo la selva de pies de mujeres embarazadas, el círculo se volvió a cerrar, se movió lentamente en su sitio como una ameba que digiere algo invisible. Lo que quedaba del pelado fue evacuado cuatro minutos más tarde por una brecha momentáneamente abierta. Aquello no se parecía ya en nada a un guerrero: aquí-te-desplumaré-los-pies.
Los pelados, obedeciendo a los silbatos de sus jefes, rompieron el contacto y refluyeron en masa hacia la plaza de l'Étoile donde se habían posado tres helicópteros de la policía. Bajo el granizo de golpes de los agentes que los cazaban, se aferraron a los aparatos, los sacudieron, los arrastraron, los empujaron hacia el Arco de Triunfo. El primero chocó con la pilastra de la derecha donde rompió su rotor, se balanceó sobre la llama del Soldado Desconocido y se incendió. Los otros dos se estrellaron contra él: la nafta estalló. Los pelados aullaron de alegría. El calor hizo retroceder a la policía. Los pelados corrían alrededor del fuego como los Sioux y arrojaban a él todo lo que encontraban: cachiporras, cascos, kepis, barreras, tachos de basura, automóviles; después comenzaron a desvestirse y a arrojar allí sus ropas. Las llamas resquebrajaban los nombres de las diez mil batallas inscriptas en la piedra, y subían tres veces más arriba que la altura superior del Arco. Los jóvenes demonios chillaban girando alrededor de ellas, muchachos y chicas desnudos y lampiños como estatuas, alimentando el fuego con su furor y su fervor hacia todos los guerreros muertos, cuya gloria en apoteosis el Arco conmemoraba. Tres muchachos, del brazo, se arrojaban al fuego. Una chica los siguió. Un clamor de alegría subió de la multitud de adolescentes desnudos. De todos lados varones y mujeres se desprendían de la ronda, corrían hacia el brasero y saltaban al corazón de las llamas. Era el holocausto, el sacrificio puro, por nada y para nada. El viento del oeste arrastraba sobre París el humo negro y el olor a nafta, a caucho y a carnes quemadas con las jóvenes almas muertas.
Los helicópteros-cisterna habían ahogado el fuego y dispersado a los chicos desnudos bajo trombas de agua helada. Los policías los habían atrapado, apilado en los camiones blindados y amontonado en las calles adyacentes. La avenida y la plaza despejadas, el cortejo empezó a disolverse. Para apresurar su dislocación, un doble puente rodante de ómnibus se llenaba de mujeres en las dos extremidades del cortejo, y las llevaba a las estaciones de subte Auber y Defense, porque las de Champs-Elysées y de Étoile a Neuilly no alcanzaban a absorber la multitud. Las ambulancias recogían a las mujeres desvanecidas o heridas, y a los recién nacidos que habían sido empujados prematuramente a la salida. Entre ellos se encontraba la hija de Roseline, malva como una petunia.
Toda la circulación se había trabado hasta las puertas de París. El embotellamiento tentacular se extendió hasta Orleans, Lille, Le Mans; luego alcanzó Lyon y Strasbourg, después Marsella y toda la Costa Azul, y comenzó a deslizarse a Alemania y Bélgica. En algunos lugares hubo enervamientos y riñas. También se jugó a los naipes y a la petanca. Y cuando cayó la noche hubo, en los autos inmóviles o en las zanjas de las autopistas, algunos gestos de amor.
Fueron los últimos.
La señora Jonas fue conducida en ómnibus a la Defense. Guiada, empujada, ayudada, alzada, se encontró finalmente metida en una escalera mecánica que descendía hacia las profundidades del subte expreso.
Se sentía muy cansada pese a su coraje. Además de su propia fatiga, la de sus compañeras la había ganado poco a poco desde los pies hasta los hombros, como una marea. Suspiró. Su buen sentido le decía que todas esas manifestaciones no servían sino para exasperar a todo el mundo, y para multiplicar el espíritu de agresividad contra el cual se habían organizado. Pero era imprescindible hacer algo, aunque fuera inútil. Era mejor conducirse como un rebaño de ovejas que como un montón de guijarros. ¿Y quién sabe? ¿Por qué no? Probablemente Alguien, Allá Arriba, oiría sus balidos e intervendría…
Un optimismo enganchado al terrible egoísmo de las mujeres, y que nada justificaba, le inspiraba la certeza de que, por otra parte, sucediera lo que sucediese, nada sucedería a sus hijos. Ni a Jonas ni a ella, porque entonces… ¿quién velaría sobre los pequeños?
La escalera mecánica la depositó en lo alto de una batería de otras escaleras, entre las mujeres encintas que la precedían, que la seguían y que la rodeaban. Su lenta masa era poco a poco tragada por las escaleras de abajo. La señora Jonas fue absorbida a su vez. Se sostenía con la mano derecha de la rampa móvil, no sabía dónde estaban sus pies, desde hacía muchas semanas no le era posible verlos. Por sobre su vientre soberbio veía llegar, debajo de la escalera, la gran sala subterránea, plana, aplastante, uniformemente gris en las paredes y los cielorrasos. Parecía construida en dos dimensiones. La multitud de mujeres embarazadas se desplazaba en ese universo plano, viniendo de un borde y apresurándose hacia otros bordes, como una población de pulgas entre dos hojas de papel gris.
Para reconfortarse, la señora Jonas miró el girasol impreso en su vestido rojo. Él la miró a su vez con su gran ojo amarillo y le llenó los ojos con la alegría del sol. Atravesando el rumor y el vapor de la multitud, la voz de los altoparlantes de la sala plana repercutió veinte veces de las paredes al cielo raso y llegó a sus oídos.
—Se solicita la presencia de la señora Jonas en Informaciones… Se solicita con urgencia a la señora Jonas… Se ruega a la señora que se presente en Informaciones…
El corazón de la señora Jonas dio un salto y continuó latiendo a grandes golpes sobre los de sus hijos. ¡Jonas! ¡Le debía haber pasado algo a Jonas!
La escalera rodaba. No quedaban sino algunos escalones antes de llegar al piso horizontal. La señora Jonas no veía sus pies, no veía el girasol, no veía sino una bruma amarilla, azul y gris. Se sintió muy mal, un dolor violento le apretó de pronto el vientre como dos manos gigantes. Gritó. La voz hueca de los altoparlantes insistió:
—Se solicita a la señora Jonas en Informaciones…
Ella no sabía donde quedaba, tenía ganas de acostarse, de acostarse y de abrirse. ¿Se puede parir en la oficina de Informaciones? El último escalón la depositó rudamente en el piso inmóvil. Ella arrancó y se tambaleó hacia adelante. Un hombre vestido con un blusón blanco la sostuvo y le impidió caer. Era muy fuerte y muy cortés. La condujo a Informaciones. Era muy cerca. La hizo entrar, y nadie de este mundo la volvió a ver jamás.
El señor Jonas volvía de Sydney a bordo de un Super Concorde directo. Ciento ochenta pasajeros. Le gustaban esos viajes aéreos mucho más allá de las nubes, donde los paisajes no vienen a arrancarnos los ojos. Horizonte ausente, silencio casi perfecto, vecinos indiferentes, buenas condiciones de trabajo. Había depositado sobre la mesilla, delante de él, su pequeño anotador, y con una escritura precisa trazaba en él la pista de un problema que lo obsesionaba desde que había salido de París. La voz apacible del comandante anunció en francés, y después en un inglés con acento de colegio, que el aparato sobrevolaba el Mar Rojo. Un pasajero se inclinó hacia la ventanilla. No vio ni mar ni rojo, sólo un piso vaporoso y blancuzco muy abajo, muy abajo. La Tierra era alguna cosa allá abajo, con sus mares y continentes convertidos en abstracciones.
Dos azafatas encantadoras, una verde y otra amarillo canario, empujando y arrastrando su carrito, proponían bebidas. El señor Jonas suspiró y pidió champagne. El champagne era para él parte de la euforia del viaje aéreo. La azafata verde le tendió una copa burbujeante, con una sonrisa. Jonas le devolvió una sonrisa dos veces más grande. Era feliz: en una semana, quizás antes, sería padre… Silenciosamente deseó a la azafata verde, y también a la de amarillo, que tuvieran muchos hijos. Quizás ni ellas mismas lo desearan tanto.
Bebió la mitad de la copa y, pocos segundos después, se durmió. Despertó en un diván de cuero color habano, en una pieza desconocida y desierta…
Nada sorprende a un hombre de ciencia. Lo que era inexplicable se explica cuando lo desconocido se hace conocer. El señor Jonas no se asombró. ¿Cómo había llegado aquí? ¿Por qué? Lo sabría cuando llegara el momento. Casi podía responder ya a la pregunta “¿Dónde estoy?” porque, a través de una pared de vidrio veía, muy cerca, el techo más alto de la Basílica del Sacré-Coeur, como el cráneo de un vecino calvo detrás del vidrio.
Se levantó y fue a mirar. Vio, detrás del Sacré-Coeur, a París que descendía hacia el Sena y luego se elevaba hacia Meudon. Se veía humo en el Arco de Triunfo. Pensó que debía encontrarse en alguno de los pisos superiores de la Torre Montmartre, recientemente terminada sobre la vertiente norte de la Butte.
Pero… ¿en casa de quién?
Dio media vuelta y miró la habitación, vio algunos muebles discretos pero antiguos, de gran valor, y tres sillones y el diván modernos, muy cómodos. Algunas revistas científicas y otras más banales, colocadas con un desorden casi perfecto, sobre una mesa baja en falso mármol italiano, sobre la superficie del cual habían sido incorporadas hojas secas, como si el otoño, aquella noche, hubiera pasado por allí. Erguido en el rincón de dos paredes, un colmillo de narval en marfil retorcido, amarillento por los siglos, tocaba casi el cielo raso. Sobre la chimenea blanca estilo Belle Époque, dos dientes de mamut petrificados encuadraban una cabeza de dios griego con la nariz rota y la boca desportillada. Esos diversos objetos hicieron pensar al señor Jonas que se encontraba en la sala de espera de un dentista de lujo. ¿Había sido víctima de una brutal infección dental que le hiciera perder el conocimiento? Lo dudó. Sus dientes eran excelentes. Se tocó las mandíbulas. Nada le dolía…
Escuchó.
A través de la puerta más cercana le llegaba un rumor ahogado, toda la vida del piso filtrada por los cerramientos. Muy cerca, pero apenas audibles, los ronroneos de máquinas electrónicas, los hola-quién-habla y briznas de conversaciones telefónicas esbozadas, interrumpidas. Una sala de secretarias…
Hizo girar el picaporte pero la puerta no se abrió. Golpeó con los puños y después con los pies. Sin cólera, sino para hacerse oír. Nada. Las dactilógrafas continuaron dactilografiando, y las telefonistas llamando y contestando al misterio. Las otras dos puertas tampoco quisieron abrirse. Al señor Jonas le pareció descortés que lo hubieran encerrado, y tomó el colmillo de narval para abrirse una salida con él. Su extrema liviandad sorprendió a sus músculos, que se habían tensado para un gran esfuerzo. Miró el colmillo de cerca. En la textura del marfil dorado por el tiempo brillaba un polvillo como de diamantes.
Una voz de hombre, muy calma, habló detrás de él:
—Mírelo bien, señor Jonas…
Se volvió, pero seguía estando solo en la habitación.
La voz continuó:
—Usted nunca ha visto nada igual: no es un colmillo de narval sino un auténtico cuerno de unicornio. Es mucho más antiguo que cualquier cosa que pueda usted imaginar. Póngalo allá, si no lo rompería porque las puertas son de acero. Sé que a usted no le gustan los razonamientos y los esfuerzos inútiles, porque su intuición los hace absurdos. En pocos minutos todo le será explicado.
El señor Jonas, de pie, sosteniendo el arma frente a un acuario en el que se desplazaba con displicencia un pez suntuoso como un emperador al que se va a coronar, se dio cuenta de que parecía un guardia suizo de civil. Dejó el cuerno en el rincón de donde lo había tomado. Preguntó:
—¿Quién es usted?
—También lo sabrá. Me excuso por haberme visto obligado a traerlo aquí sin pedirle su consentimiento. Era para ganar tiempo. El cofre de corsario, frente a usted es un refrigerador. Allí encontrará algo de beber, sandwiches y salchichón. Ya sé que le gusta más que el caviar. La señora Jonas está bien.
La voz calló. El señor Jonas no formuló más preguntas puesto que era inútil, comió porque tenía hambre, bebió para levantar el ánimo y esperando, ya que era necesario esperar, abrió el Scientific American.
Un inmenso ramo de mil flores diversas brotaba de un gran vaso de China colocado sobre una alfombra persa llena de personajes, al pie del muro de vidrio. Sobre la alfombra, la moquette espesa tenía el color, la suavidad y la frescura de la espuma. El señor Gé se acercó a una rosa rosada tan grande como él, le sonrió, aspiró su perfume cerrando los ojos de placer, posó sus labios sobre los labios de ella, reabrió los ojos y miró a París a través de los racimos amarillos de una rama de cítiso. El sol se reclinaba hacía el oeste en una bruma roja, y teñía de rosa los techos de la ciudad estrafalaria, en cuclillas sobre sus tesoros. Todo aquello, lo efímero y lo irremplazable, iba a desaparecer. Y el resto también, antes de que hubiera terminado el día. Era el señor Gé quien lo había decidido así, con algún remordimiento. No demasiado. No podía hacer otra cosa. Ni esperar más.
Se sentó ante su escritorio. Era un óvalo de caoba desnudo, con un asiento en forma de media luna. A la derecha de su mano derecha, en la madera de un rojo sombrío, algunas manchas redondas, de colores diversos, destellaban con una luz débil. Apoyó la yema del índice sobre la mancha roja.
La voz de su primer secretario respondió de inmediato, interrogativa:
—¿Sí, señor?
—¿Está usted bien, Harold? ¿Se siente feliz?
Doce pisos más abajo, solo en su oficina insonorizada, sentado ante siete teléfonos amplirrepetidores y un teclado de ciento cuarenta y dos comandos, dando la espalda al muro de vidrio, Harold se permitió tomar una expresión ligeramente asombrada, pero no la dejó traslucir en su voz.
—Sí, señor. Se lo agradezco.
—Está bien, Harold, muy bien. Estoy satisfecho…
Hubo un corto silencio. Harold esperaba. El señor Gé demoraba un segundo y algunas décimas el momento de pronunciar las primeras palabras de la nueva situación, que empezarían a abrir el abismo entre lo habitual y lo definitivo. Por sobre el ramo de flores, el rojo del cielo daba de paso una mejilla rosada al Sacré-Coeur, entraba e iluminaba las margaritas, orlaba de naranja al cítiso, exaltaba las rosas y emocionaba delicadamente la chaqueta blanca del señor Gé, abotonada hasta el cuello.
—Harold…
—¿Sí, señor?
—No quiero que me molesten, no me llame más, corte todos los circuitos, apague los receptores, déjeme solamente el contacto con mi casa.
—Bien, señor. Pero esperamos un llamado del Premier británico, y uno del Vaticano. El Papa desearía obtener su ayuda para…
—Que se dirija a Dios, Harold. ¿El equipo de la noche ha llegado?
—Por supuesto, señor.
—Mande a todo el mundo a su casa.
—Pero…
—Una semana de vacaciones. Y diga a todos que doblo las remuneraciones… Y triplico las suyas, Harold…
—Señor, yo… Yo no sé cómo…
—No diga nada. Cuando uno se cree obligado a expresar su gratitud, pierde la mitad de su alegría. ¿Estima usted que es demasiado?
—Oh, ¡jamás es demasiado!
—Ya ve usted… Haga dar a cada uno una prima de seis meses, que la cobren antes de irse. ¿Hay bastante dinero líquido en caja?
—Ciertamente… ¿Puedo hacerle una pregunta, señor? ¿Está usted festejando un acontecimiento agradable? ¿Le ha pasado algo?
—No, Harold, todavía no. Gracias…
—Se sentirán muy felices, señor, ¡pero el trabajo se va a retrasar enormemente!
—No tiene ninguna importancia, Harold. Lo importante es que haya la mayor cantidad de gente feliz esta noche.
—Yo comienzo a inquietarme…
—Nunca trate de ser demasiado inteligente… Tome lo que se presenta. Si es una flor, recójala. Si el lobo viene después, siempre hay tiempo para dejarse morder. Corte todo. ¡Buenas tardes, Harold!
Las pequeñas manchas redondas coloradas en el acajú del escritorio se extinguieron. Salvo una, azul, un poco apartada de las demás. El señor Gé la rozó con la punta del dedo. Una parte del escritorio se deslizó, descubriendo una pantalla de televisión. En la pantalla apareció una muchacha de largos cabellos dorados, que dormía desnuda sobre una cama de piel verde pálido, con pelos muy cortos. Ella se había dormido de perfil, las dos manos bajo una mejilla, las rodillas desparejamente alzadas hacia su pecho, descubriendo con candor el sexo cerrado como la puerta de una casa decente.
El señor Gé tenía domicilios siempre prestos a recibirlo en todo el mundo, y por lo tanto varios en París. Prefería entre todos el que llamaba “mi casa”. Había comprado el parque Saint-Cloud y había hecho construir en él algo incomparable en el misterio de los árboles, con prolongaciones sobre la colina, un puente privado para franquear el Sena y un claro florido para recibir sus aviones y sus helicópteros silenciosos.
En el corazón de la casa la muchacha de la noche aún dormía, y la del día ya estaba dormida también. Aquella era japonesa, la otra una finlandesa. Los colaboradores del señor Gé le elegían mujeres en todos los continentes, conociendo sus gustos: él las deseaba —cualquiera fuera su raza— jóvenes, delgadas pero no flacas, con una piel suave, senos bien mantenidos y lindo rostro. Las cambiaba cada día para no apegarse a ellas. A menudo no tenía siquiera tiempo de mirarlas, pero le gustaba —cuando disponía de un cuarto de hora— encontrar una a mano, tibia, lisa, bien pagada, sin curiosidad ni avidez. Le hablaba dulcemente y la acariciaba como a una piedra pulida que se ha calentado al sol. Si ella hablaba, él escuchaba sonriendo. Le decía “shhh” cuando ella hablaba en voz muy alta. Lo que dijera no tenía ninguna importancia. Podía hablar en cualquier lengua, el señor Gé la comprendería. A veces encontraba una excepcionalmente bella y luminosa. Entonces, para agradecerle por ser lo que era, el señor Gé le hacía el amor, para ella, rápidamente porque él nunca tenía tiempo, pero sin apuro. La joven salía de la cosa enloquecida, transformada en cuerpo y alma, le parecía que aquello había durado semanas, nunca había conocido trastorno semejante, cualesquiera fuesen sus experiencias precedentes. Le hubiera gustado recomenzar en seguida y sin descanso, hasta la eternidad. El señor Gé la hacía regresar de inmediato, no sin cierta melancolía.
Venían de todas partes del mundo, y las diferencias horarias perturbaban su sueño. Algunas no alcanzaban a cerrar los párpados, y pasaban su día descubriendo la casa, sus guardarropas vastos como salones, con cantidades enormes de abrigos de piel y de vestidos de seda y oro. Se probaban veinte, cien; había tantos que el deseo se apagaba. Se les decía que podían llevarse todo lo que quisieran. La mayoría estaba demasiado confundida como para elegir bien. Algunas los usaban con discernimiento. Las que habían hecho el amor no se llevaban nada. Al contrario. Se las arreglaban para dejar algo de ellas: un pañuelo, un slip que llevaba su perfume, en el dormitorio, en un rincón de la cama, en un cajón, cerca de un espejo… Con la esperanza de que el señor Gé los encontrara, se acordara, las llamara…
Pero nunca se utilizaba la misma habitación.
La casa del señor Gé era muy grande. Las que quisieron conocerla entera no lo lograron. Se paseaban desnudas, interminablemente, por alfombras o mosaicos, entre espejos, cuadros, estatuas, ventanas que se abrían sobre parques donde cruzaban ciervos, sobre céspedes llenos de mirlos y explosión de flores ahogadas de color. Atravesaban jardines interiores, piscinas en suave declive cuyas aguas tenían la tibieza de su piel; encontraban frutas y alimentos exquisitos sobre mesas vestidas de encaje, sobre chimeneas de mármol, sobre la bandeja de un valet que no decía nada y tampoco las miraba. Siempre había otra habitación con muebles, plantas y pájaros, otra piscina de otra forma y otro color, un gran perro acostado que agitaba la cola a su paso como si las conociera desde siempre, lentas escaleras que no ascendían porque había demasiado que ver sin necesidad de subir… Nunca encontraban el final de la casa. Un poco fatigadas pero no desanimadas, abrían aún una puerta: era la de la habitación a la cual llegaba el señor Gé.
Otras pasaban su tiempo durmiendo. Sufrid, la finlandesa, fue despertada por la voz del señor Gé que hablaba en su idioma. Ella se irguió, miró alrededor, no lo vio y se asustó un poco.
—No te inquietes —le dijo el señor Gé—. Hablo desde mi oficina. Escúchame bien, tenemos poco tiempo. Escúchame y responde: ¿hay algo que tengas ganas de hacer, un deseo loco, y que nunca pudiste hacer?
Sufrid, asombrada, un poco adormecida, vaciló, hizo una mueca y dijo que no.
—¡Despiértate! ¡Reflexiona! Una cosa que no te has atrevido a hacer ahora puedes hacerla, ¡y debes hacerla rápido, rápido, rápido!
—Pero… ¿qué?
—¡Romper todos los espejos! ¡Incendiar la casa! ¡Hacer el amor con tu perro danés!
—¡Usted está loco! ¡Eso es repugnante!
—Eres una niña prudente. Bueno… ¿Tienes a pesar de todo un deseo secreto? ¿Joyas? ¿Oro? ¿Diamantes?
—Si quiere usted darme aún una cosita, preferiría dólares…
—¿Para qué los quieres?
—Deseo montar una granja modelo. Necesitaría por lo menos quinientas vacas…
—¡Señor! ¡Vacas! —dijo el señor Gé.
—Leche… —dijo Sufrid, maravillada.
Distraídamente, por inconsciente asociación de ideas, ella se rascó el pezón derecho.
—Demasiado tarde para la granja; no puedo hacer nada por ti —dijo el señor Gé—. Adiós, paloma mía.
—¡Espere! ¡Hay algo que deseo! ¡Se me acaba de ocurrir!
El señor Gé la veía, sentada como una pequeña diosa sobre la piel verde, los brazos alrededor de las rodillas, el mentón posado sobre ellas, la cabeza un poco inclinada, con los largos cabellos que caían sobre el lado derecho. Pero ella no lo veía, y le resultaba molesto hablar a un ser invisible. Entonces habló para sí misma, suavemente:
—Perlas… —dijo en un susurro.
—¡Bravo! —exclamó el señor Gé—. Eso sí puedo… ¿Ves el cuadro frente a ti, en la pared?
Era La Primavera, de Botticelli. El original. Aquel de Florencia era una buena copia.
—Sí, lo veo —dijo Sufrid—. Ya lo conocía por las estampillas…
—¿Te gusta?
―Puf…
El señor Gé invisible sonrió.
—Acércate al cuadro.
La muchacha se incorporó y descendió del lecho.
—Eres muy bella… Sabes caminar desnuda… Pocas mujeres lo saben… O tienen miedo y se encorvan, o son como pasta que ha perdido el molde.
—¿Usted me ve?
Instintivamente ella se cubrió el pecho con un brazo y con el otro el bajo vientre.
—Veo todo —dijo el señor Gé—. ¡No te cubras! ¡Déjame verte por última vez! ¡Siempre tienen que esconder algo de ustedes! La cabeza, el corazón, el sexo o las tres cosas… Creen que así se protegen… Y sólo logran herir a los hombres que las aman. Los obligan, para conocerlas, a convertirse en conquistadores. Entonces ellos fabrican Bombas… No quieren destruir al mundo, sino el muro detrás del cual ustedes se esconden…
Sufrid escuchaba aquel discurso sin comprenderlo. Había llegado frente al cuadro. Ahora que se sabía contemplada, no atinaba qué hacer con sus manos. Las dejó colgar, después las cruzó detrás de su espalda.
—Bueno —dijo el señor Gé—. Ni siquiera me entendiste… Cuando se le dice a una mujer que sea abierta y verdadera, es como hablar a un pájaro con el lenguaje de los peces. Ni siquiera les entra en las orejas. Las tuyas son encantadoras, cuando se las ve. Todo esto no tiene por otra parte ninguna importancia. Ni tus orejas, ni lo que les digo. Hace siglos que no hablaba tanto con una mujer. Date vuelta, que te miro un poco más… Eres la última por mucho tiempo… Pon tus manos sobre tu cabeza, como las flores… Gira suavemente… Eres bella. Te lo agradezco… Ahora ven y colócate frente a la dama que lleva un vestido estampado de flores, y coloca tu dedo sobre el dedo gordo de su pie…
―Pero…
—¡Colócalo! Ahora empuja…
Ella lo hizo. Sintió un pequeño estremecimiento bajo su dedo, luego el cuadro se alzó sin ruido hacia el cielo raso. En el muro despejado se abrió una puerta, una luz suave y blanca se encendió iluminando una piscina en forma de huevo cortado a lo largo por la mitad. Era bastante ancha y larga como para que se pudiera nadar un poco, pero demasiado pequeña para la intimidad. La pared en bóveda sobre ella formaba la otra mitad del huevo. Estaba revestida de mosaicos blancos y crema, con manchas de oro.
La piscina estaba llena de leche.
Al menos Silfrid creyó al principio que era leche, porque su espíritu no aceptaba la imagen que le enviaban sus ojos. Cuando comprendió dijo “¡oh!”, como si recibiera un golpe, y cayó de rodillas.
—Son las perlas que mis antepasados han coleccionado desde la Torre de Babel —dijo el señor Gé—. Son para ti. Ámalas pronto…
Sufrid apoyó las palmas de sus manos en las perlas. Las sintió frescas, tibias, redondas como sémola sobre la lengua. Lentamente se estiró y se acostó sobre ellas, los brazos tendidos, como si se hubiera zambullido. Las perlas se apartaron con ternura alrededor de sus senos, para hacerles un lugar entre ellas. Sufrid flotaba en un mar de leche y de luz. Lo acarició con una mejilla, con la otra, se volvió de costado, sobre la espalda, llevó sus brazos a los lados del cuerpo. Comenzó a hundirse lentamente, por los talones. Tomó las perlas a manos llenas, las hizo correr sobre su vientre y lo acarició suavemente con ellas; las hizo correr sobre su rostro, sobre sus labios, sobre sus ojos cerrados. Estaban tibias, estaban frescas, hacían el ruido de un arroyo ligero, olían de lejos el aroma del mar, como traído por el viento sobre un desierto de arena virgen y de agua, desde diez mil años atrás. Abrió los ojos e irguió un poco el busto, para mirarlas haciéndolas rodar sobre sus hombros y su pecho. Algunas rebotaban sobre la punta dura y tierna de los senos. La mayoría eran rosadas como leche al alba, otras azulinas como el blanco del ojo, o doradas como la extremidad del dedo chiquito de su pie derecho. Las había obscuras, casi negras o casi rojas, como una brasa extinguida en la noche, como la sombra de la sombra en lo bajo de su suave vientre liso.
Se estiró de nuevo, cerró los ojos y hundió sus manos en las perlas hasta que sintió que la dulzura y la frescura se cerraban alrededor de sus puños, después alrededor de sus codos. Suspiró de felicidad. La llevaba una nube. Todo su cuerpo se relajaba, cada parcela de sí misma reposaba sobre una gota de luz. Supo que dormiría como nadie en el mundo había dormido jamás. El pueblo de perlas dulcemente se apartaba bajo su nuca, bajo sus caderas; se redondeaba bajo sus redondeces, rodaba debajo de ella y, poco a poco, rodaba sobre ella.
Jonas entró y vio primero un gran ramo salpicado de rojo por el sol poniente, junto al cual se encontraba un hombre vestido de blanco. El hombre estaba orlado de rojo y las flores eran tan grandes como el hombre.
—Mírelas bien —dijo—. Son las últimas…
Con un gesto de su brazo mostró el muro de vidrio:
—Vea… Se diría que París ya ha desaparecido.
Los rayos del sol que se ocultaba no lograban atravesar la bruma y, visto desde lo alto de la Torre, París parecía hundido bajo el humo de su propio incendio, perforado sólo por las cimas macizas de las otras torres y, puntiaguda, la cúspide de la más vieja y más liviana, la Torre Eiffel, la abuela.
El hombre de blanco señaló un sillón a Jonas y fue a sentarse detrás de su escritorio.
—Señor Jonas, usted es inteligente y por eso lo he elegido… Le pido que me escuche con su inteligencia, dominando sus reflejos emocionales. ¿Me reconoce? ¿Sabe quién soy?
Jonas lo miró con más interés.
—Me parece que sí… Pero no soy muy fisonomista.
—Soy el señor Gé —dijo el señor Gé.
—¡Ah, en efecto!
Lo reconocía. Como todo el mundo, había tenido ocasión de ver su foto en los diarios o en las revistas. Su barbita blanca y redonda era única en el mundo. El señor Gé era el hombre que vendía uranio, petróleo, ejércitos, la cosecha íntegra del trigo de Ucrania, flotas, repúblicas, loteos en la Luna. Era más rico que las naciones más ricas, más poderoso que las más poderosas.
—Soy un comerciante —dijo el señor Gé—. Vendo lo que mis clientes me solicitan. Pan o bombas. Desde hace un tiempo me piden sobre todo bombas… Por mi situación y mis corresponsales estoy en condiciones de saber, mejor que nadie en cualquier Servicio Secreto, cuántas hay en el mundo.
—Hay muchas… —dijo el señor Jonas.
—Pronto habrá demasiadas. Usted sabe que nunca se ensayaron las Bombas U. Su poder es teóricamente tan grande que se teme que una simple experiencia cause catástrofes.
—Ah… —dijo el señor Jonas que sabía todo eso.
—La catástrofe sería peor de lo que se piensa. ¿Tuvo usted conocimiento del informe To-Hu?
—Ah… ah… —dijo Jonas—. No es algo serio.
—¿Qué sabe usted de eso?
—No estoy ni a favor ni en contra del Zen, pero no es científico… To-Hu pretende que las Bombas U son yin, y tan yin que si una de ellas explota liberará todo el yin de las demás, que explotarán a su vez… Es algo infantil… Ya no estamos en los tiempos de los samurais….
El señor Gé sonrió, se levantó y, displicentemente, cortó una rosa del ramo. El sol tocaba el brumoso horizonte, que tomaba el color del hierro fundido y se aplastaba como la yema de un huevo pasado por agua.
—En términos científicos —dijo el señor Gé—, eso podría significar que la explosión de una bomba haría entrar en cadena las otras bombas, o al menos aquellas que se encontraran en las cercanías. Y que las explosiones se sucederían una tras otra…
—Es posible suponer todo lo que se quiera, pero es imposible verificar nada.
—La verificación es posible con microbombas…
—Fabricarlas costaría diez mil veces más que fabricar bombas normales.
—Normales… si se las puede llamar así —dijo el señor Gé, oliendo la rosa.
Jonas sonrió. Lo hacía feliz encontrarse frente a un hombre inteligente. No temía a nada en el mundo tanto como a los imbéciles, y encontraba muchos de ellos, aun en los más altos niveles del conocimiento. Para un espíritu inteligente, sin mezquindades, sin prejuicios, lleno de curiosidad y de humor, y que comprende a la centésima de segundo, es una grande y rara satisfacción relacionarse con otro espíritu de la misma calidad. Habían bastado algunas palabras, una sonrisa, para que el señor Jonas se diera cuenta de que la inteligencia del señor Gé era sin limitaciones y quizás, como la bomba universal.
Estaba encantado. Había olvidado las circunstancias de su llegada, no tenía ninguna importancia; había olvidado que volvía rápidamente de Sydney porque su mujer estaba a punto de dar a luz, había olvidado que estaba casado…
—Verifiqué —dijo el señor Gé.
Se sentó en el borde de su escritorio, frente a Jonas, y acariciaba con la rosa la palma de su mano izquierda redondeada alrededor de la flor.
―¿Usted?
—Yo era sin duda el único en el mundo que podía hacerlo. Dispongo de los medios… Mis colaboradores fabricaron dos microbombas de un quilate, hicimos explotar una en un silo de plomo de tres metros de espesor. Fue volatilizado con la montaña que lo resguardaba. Era un monte del Ko-i-Baba, en Afganistán. La segunda microbomba, hundida bajo cincuenta metros de cemento, a noventa kilómetros de la primera, saltó cinco segundos más tarde. Toda aquella región del globo quedó un poco estremecida. Fue en el último abril…
—¿Aquel temblor de tierra del 12 de abril? ¿Era eso?
—Eso era…
Jonas miró al señor Gé con un poco de asombro. Lo veía de repente bajo otra luz. Murmuró:
—Ciento veinte mil muertos…
—No se deje dominar por la emoción, señor Jonas. O déjese llevar, imaginando cuando las Bombas U estallen. Cuando estallen todas. Porque To-Hu tiene razón…
Jonas palideció. Se pensó de pronto con su mujer y sus hijos aún no nacidos pero ya tan presentes. Hizo el gesto de estrecharlos contra sí, de cerrar en torno a ellos el abrigo de sus brazos. El peligro aterrador no concernía solamente a toda la humanidad sino también, dentro de ella, a los suyos, a los que amaba…
Uno se imagina siempre que el cataclismo se detendrá a pocos metros y que si alguien escapará será uno, con los que ama y forman parte de uno mismo. Pero esta vez no escaparía nadie, ni uno…
—No quedará ni siquiera una brizna de hierba, ni siquiera una hormiga. Pero… ¿por qué habrían de explotar? Haría falta un loco…
—No faltan —dijo el señor Gé, serenamente—. Usted lo sabe bien… Y aún sin ellos: bastaría un accidente. Las leyes de la probabilidad lo hacen más y más inevitable a medida que el número de bombas se acrecienta. Pero el cataclismo total que usted imagina no es lo peor… Si las bombas explotan hoy, todos los rastros de vida desaparecerán de la tierra, los continentes serán socavados y vitrificados, los océanos entrarán en ebullición, las aguas hirvientes sumergirán las tierras, los parisienses serán cocidos en caldo después de haber sido asados. Pero alguien escapará…
―¿Quién?
—La Tierra —dijo el señor Gé—. Será rallada, encendida, se balanceará quizás, hará piruetas, cambiará de rumbo pero subsistirá. Y un día u otro, cuando se haya estabilizado sobre un nuevo itinerario celeste, cuando se hayan colocado de nuevo en su lugar sus aguas y sus tierras coronadas por aire fresco, cuando las radiaciones se hayan extinguido, un día, la vida podrá recomenzar… Pero estamos en el último límite de esa posibilidad. El número de bombas aumenta cada día y, a partir de una cierta cantidad la Tierra misma será destruida, rota en pedazos, desperdigada en migas y en polvo sobre su viejo camino del cielo. Mañana la usina australiana de la G.P.A. comienza su reproducción. Mire…
El señor Gé hizo un gesto hacia una pared. Una pantalla se iluminó, mostrando en primer plano una especie de ano rojo, un gigantesco culo de gallina en plástico blanco, vertical, que ponía a intervalos regulares esferas verdosas del tamaño de una cabeza de hombre. Salió con un ruido mojado, obsceno, pfchluit… pfchluit…, caían sobre una alfombra de espuma elástica y rodaban hacia un agujero azul noche que las aspiraba: fhup… fhup…
—¿Bombas? —preguntó el señor Jonas azorado.
—Artificiales —dijo el señor Gé—. Repetición de la cadena de fabricación. Pero mañana por la mañana a las seis, hora local, la producción verdadera comenzará. En medio día habrá bastantes como para que la Tierra esté condenada a la dispersión y la resurreción de la vida sea imposible. Mañana por la noche será definitivamente demasiado tarde… Por eso he decidido hacer explotar las bombas hoy.
Jonas dio un salto en su asiento. El señor Gé lo calmó con un gesto hecho con la rosa.
—No me diga que estoy loco, sería muy convencional… Y sobre todo sería falso: estaría loco si, teniendo la posibilidad de salvar la Tierra, la dejara destruirse… El mes último la república independiente de la isla de Tasmania, al sur de Australia, me compró una Bomba U. Esta bomba explotará cuando yo apoye mi dedo aquí…
El señor Gé sacó de un bolsillo de su chaqueta un objeto que parecía un estuche de cigarrillos extraplano en oro. Lo abrió y lo colocó sobre su escritorio. Jonas vio en lugar de los cigarrillos dos botones rectangulares, uno verde y uno rojo, rodeados de terciopelo negro.
—Sobre éste —dijo el señor Gé.
Y colocó su dedo sobre el botón rojo. Jonas se irguió, pálido.
—¡Cuidado!
—Ya está hecho —dijo el señor Gé, tranquilamente—. Saltó. La ola de explosiones va a extenderse a una velocidad de mil kilómetros por minuto. Estamos en las antípodas: veinte mil kilómetros en línea recta…
—¡Curva! —dijo Jonas.
El señor Gé asintió sonriendo:
—Para nuestros ojos de rampantes, en esta escala, es lo mismo. La Bomba que el Arzobispado ha depositado en el tesoro del Sacré-Coeur, con las reliquias de Juan XXIII y el pabellón de las Hijas de María en seda natural saltará dentro de veinte minutos.
La señora Jonas dormía. Dos hombres de blanco la habían conducido, a través de la oficina de Informaciones, hasta un ascensor, después a un helicóptero ambulancia. A sus preguntas respondieron que la conducían a la clínica de partos y que allí se encontraría con su marido; él mismo los había enviado a buscarla. Por otra parte, ellos así lo creían.
La señora Jonas se tranquilizó. Jonas, su Henri, estaba allí, había pensado en ella, había previsto todo, era maravilloso… ¡Ayyy! Una nueva contracción le retorcía el vientre. Hizo la práctica de jadeo, como se lo habían enseñado. Se esforzó por pensar en otra cosa. ¿En qué? ¡Fácil es decirlo! ¡Ayyy!
—Le daré una inyección —dijo uno de los hombres de blanco, el que tenía la nariz roja y gruesas cejas negras—. Para demorarla un poco.
—Sí, por favor… ¡Ahhh! —exclamó la señora Jonas—. No tengo deseos de dar a luz aquí…
Su vestido no tenía mangas. El hombre de blanco acercó a su brazo una pistola de inyecciones. Hubo un ruidito, ella no sintió nada, pero de golpe se encontró mejor. Su vientre se distendió, se sintió extraordinariamente aliviada, y se adormeció en el zumbido del motor del gran insecto.
El helicóptero se posó en la cúspide de la torre Montmartre. Los dos hombres hicieron rodar la camilla hasta el ascensor privado del señor Gé, cerraron la puerta quedándose en el exterior, volvieron a subir al helicóptero y volaron hacia la suerte común que ni siquiera sospechaban. La señora Jonas descendió suavemente cinco pisos sin despertarse.
—No comprendo por qué estoy aquí —dijo Jonas— pero puesto que es usted tan poderoso, supongo que tiene la posibilidad de hacerme llevar rápidamente a casa. Deseo morir junto a mi mujer…
—¿Quién le habla de morir, señor Jonas? Si lo hice conducir hasta aquí sin consultarlo, y le ruego que me disculpe, no es para dejarlo morir sino para salvarlo.
—¿Salvarme? ¿A mí? ¿Por qué yo?
—El Arca lo necesita.
Apuntó con el índice de su derecha hacia el suelo.
—¡Enterrada! Bajo tres mil metros de rocas, de arena, de acero y de oro. ¡No se imagina usted lo que ha costado! Ningún gobierno era bastante rico para construir lo que yo he construido.
—Todos hicieron construir refugios…
—¡Menudencias! Algunos metros de cemento y algunas toneladas de conservas, con plegarias para que el viento empuje las radiaciones a casa del vecino… Si tienen tiempo de entrar saldrán a los pocos meses… ¡y estarán fritos! ¡No es algo serio! Los hombres de Estado no tienen ni el tiempo ni la costumbre de prever. Viven al día, todos los acontecimientos los sorprenden, y los problemas que se esfuerzan en resolver son los de la víspera o de la antevíspera, que por otra parte aún no han comprendido. Para los mañanas más amplios es necesaria la iniciativa privada.
»El Arca va a partir para un largo viaje inmóvil. Todo es automático a bordo. Es un navío que no necesita tripulación. Pero le hace falta un capitán lo bastante calificado como para hacer frente a los incidentes y que, a la llegada, presida la redistribución de la vida en el desierto y el caos. ¿Eso no lo tienta?
Jonas meneó con suavidad la cabeza, de arriba hacia abajo, con un pequeño mohín. Eso quería decir que estaba efectivamente tentado, pero que reflexionaba. Preguntó:
—¿Qué duración ha previsto?
—Cuando lo haya encerrado en el Arca, permanecerá allí veinte años.
—Me parece un buen lapso… Con un margen apenas suficiente.
Veinte años… De golpe advirtió que sólo le quedaban diez minutos para encontrar a su mujer.
—¡Mi mujer!
…y morir con ella.
Se puso a gritar:
—¡Me importa un pito su refugio! ¡Hágame llevar junto a mi mujer! ¿Por dónde se sale de aquí? ¡Un helicóptero!… Usted me ha… Usted me ha… Sin usted yo estaría… ¡Lucie!
Gritaba, se volvía hacia todas las paredes, buscaba una salida imposible… ¡Demasiado tarde! No tendría tiempo de encontrarla, ella moriría sin él, en un atroz terror repentino… ¡Este puerco! ¡Esta basura! ¡Este mercachifle! Buscó un arma, algo para romperle la cabeza, pero no había nada a mano… Salvo rosas…
—Usted imaginará, sin embargo —decía serenamente el señor Gé—, que si he puesto en el Arca al burro con su burra y al gallo con sus gallinas, no iba a embarcar al hombre completamente solo. Su mujer es tan necesaria como usted. Y en su estado… más preciosa todavía.
Colocó su mano derecha sobre la pared detrás de su escritorio. El muro se deslizó, descubriendo el interior de una pequeña pieza rectangular acolchada en satén amarillo canario. Un filodendro, trepando fuera de una maceta turquesa modern style, cubría casi enteramente los muros con sus hojas recortadas. Los delicados colores de un tapiz de seda chino relucían suavemente en el piso. Sobre el tapiz estaba colocada una camilla y sobre la camilla la señora Jonas dormía tendida, con una pequeña sonrisa en los labios, las manos cruzadas sobre el girasol.
—¡Shhh! —dijo el señor Gé a Jonas, que iba a gritar el nombre de su mujer—. No la despierte.
—Pero… ¡hay que transportarla! ¡Ponerla en resguardo! No nos queda más tiempo… ¿Dónde está el Arca?
—Allá vamos —dijo el señor Gé—. ¿Quiere usted entrar? Éste es el ascensor…
En el momento en que Jonas franqueaba la puerta de la pequeña pieza, una luz fulgurante lo hizo volverse hacia la pared de vidrio. Al sudoeste el horizonte ardía con una inmensa luz verde hirviente. Millares de esferas burbujeaban, verdes, blancas, pálidas, escarlatas, arremolinándose lentamente; se inflaban, se penetraban, estallaban en silencio, engendraban esferas más pequeñas que engrosaban, burbujeaban, se arremolinaban, estallaban… El infierno se expandía sobre la mitad del cielo. El escritorio se había convertido en el interior de una esmeralda estriada de sangre. De reojo, Jonas veía a su lado al señor Gé verde como una planta, rojo como un desollado. Aterrado, se volvió hacia él.
―¿Ya? ―dijo―. ¿Orly?
—No —contestó el señor Gé—. Jerusalén.
Empujó suavemente al señor Jonas a la pieza amarilla y entró a su vez. En su mano derecha sostenía siempre la rosa. Una sirena empezó a aullar sobre París, después otra, toda la jauría de perros de hierro espantados, aullando a la muerte fantástica que acudía al golpe de fuego. El muro acolchado se cerró y cortó todos los ruidos del mundo.
Las hojas del filodendro hicieron un ruido de papel fresco bajo la mano del señor Gé, que las acariciaba al entrar. Jonas temblaba, toda su carne temblaba, sus huecos temblaban, sus dientes, sus manos, sus cabellos temblaban y en su cabeza que temblaba sentía temblar el caos de pensamientos hirvientes y como torbellinos, iguales al cielo que acababa de ver. No era miedo, era más que terror, era una reacción primitiva, absoluta, de cada fibra viviente a la cual los hombres no habían tenido oportunidad de dar un nombre porque ninguno de ellos, justamente, había visto comenzar el fin del mundo.
Sintió bajo sus pies la cabina que arrancaba y aceleraba su descenso. Experimentó de golpe un sentimiento de seguridad total. Como un pollito que piensa que será devorado por el gato y que consigue justo ―¡cric!— encerrarse en el huevo.
Aspiró una gran bocanada de aire, se volvió hacia su mujer, se arrodilló, aferró fuertemente con sus manos que temblaban un poco el borde de la camilla, se inclinó y posó los labios sobre la mejilla que se ofrecía a él. Lucie suspiró de felicidad en su sueño y los bordes de su sonrisa hendieron la multitud de pecas. Jonas hizo una pequeña mueca, aspiró el aire una o dos veces y retrocedió ligeramente: su mujer traía alrededor un capullo del olor del cortejo.
La pieza amarilla descendía a una velocidad vertiginosa, acelerando sin cesar. Jonas sentía que el vacío se hundía bajo sus rodillas y detrás de su ombligo. Su mujer lo sintió también, se despertó, lanzó un grito y trató de retener su vientre que se escurría Dios sabe dónde.
—Lucie… Estoy aquí… ¡No temas nada, estoy aquí!
Ella volvió la cabeza, vio a su marido de rodillas a su lado y se derritió de felicidad.
—¡Henri!
Después vio un hombre de blanco que le sonreía sosteniendo una rosa, vio una hermosa planta verde extendida sobre muros amarillos, alegres, y se tranquilizó de inmediato. Por otra parte ya no sentía aquella curiosa sensación en su vientre.
El viaje vertical había terminado, la cabina se inmovilizaba con suavidad en el último milímetro. Detrás de ella, veintiuna puertas de cemento, de agua y siete aleaciones de acero, espesas como una montaña, se habían cerrado sin ruido. Por sobre las puertas, en la superficie, París no era sino un inmenso agujero lleno de llamas y de furia. Sufrid había muerto sin darse cuenta, todas las perlas fundidas a su alrededor como una sola perla de sol.
El muro canario se abrió, revelando una gran habitación abovedada, parecida a un barco colocado al revés. Un barco de oro. Al menos la materia de la cual estaban hechos los muros, que se unían como manos juntas, tenía el color y el aspecto de un oro mate, de tinte cálido.
Hacia la izquierda una fuente provenzal con tres delfines de piedra corría cerca de un ciprés, cuyo dedo puntiagudo rascaba la juntura de los arcos.
—Henri —preguntó la señora Jonas—. ¿Dónde me has hecho traer? ¡Esta no es la clínica de las Hermanas del Buen Socorro!
—No te preocupes, todo va bien… Ya voy a explicarte.
—¡Ahhh! —aulló la señora Jonas aferrándose a los bordes de la camilla—. ¡No me dejes, Henri, no me dejes!
—¡No te dejo! ¡Todo va bien, querida mía, todo va muy bien!
―¡Ahhh!
—Respira, respira como te lo han enseñado. ¡Respira! ¡Relájate!
—¡Relájate! ¡Cómo se ve que no te pasa a ti! ¡Aaaaah! ¡No me dejes! ¡Dame tu mano!…
Él le tendió su derecha. Ella la aferró hundiéndole sus diez uñas.
Gritaron juntos:
―¡Aaaaah!
Jonas retomó aliento, se volvió al señor Gé y le preguntó en voz baja:
—¿Ha previsto usted un partero?
—Usted es médico —respondió el señor Gé, inclinándose hacia la camilla.
Apretó un botón y la camilla rodó suavemente de la pieza amarilla a la pieza de oro. Se detuvo cerca de la fuente.
—Es agua esterilizada —dijo el señor Gé—, más pura que el agua hervida… En todas las películas que he visto hacen hervir el agua cuando una mujer da a luz. Yo no sé para qué sirve eso, pero supongo que debe ser útil. ¿Prefiere que lo deje o me necesita?
—¿Quién es? —preguntó la señora Jonas, gimiente—. ¿No es un doctor? ¿Dónde está el doctor Sésame?
Gritó:
—¡Henri! ¿Adonde me has traído? ¡Aaaaah!
Jonas lamía su mano sangrante y miraba con horror a su mujer que se arqueaba sobre la camilla. Se sentía totalmente incapaz, incompetente, sobrepasado, inservible.
—¡Henri! —gritó la señora Jonas—. ¡Ya llega! ¡Ayúdame! ¡Ya… ya llega!
Jonas aspiró una gran bocanada, se dejó caer de rodillas, tomó maquinalmente las tijeras que le tendía el señor Gé, hendió el girasol hasta el mentón, hendió el calzón estampado con flores y el corpiño.
La madre no necesitaba ya la ayuda de nadie, no necesitaba ya a nadie. Desde el fondo de millones de años el conocimiento primitivo había llegado de repente a ella. Pujaba, se detenía, descansaba, pujaba de nuevo, sentía a su hijo vacilar en el momento de separarse de ella, lo empujaba suavemente hacia afuera, hacia la vida, lo animaba sin decir nada, se comprendían, él no tenía miedo, él se decidía…
En el momento en que pasó la cabeza, cuando su padre arrodillado lo recibió en las palmas de sus manos, el señor Gé tocó con su dedo una tecla del teclado dibujado en la pared. Pájaros comenzaron a cantar en el ciprés, y en el sauce llorón, la fuente y las paredes, el ruiseñor de la noche y la alondra lejana, el mirlo de la mañana, la torcaza y el zorzal y otros pájaros del mundo, con la brisa en lo alto de los árboles y la risa de los arroyos cosquillosos, el olor de los tilos y de la verbena, del tomillo recalentado y del musgo mojado, de la pradera cortada y del bosque que incuba sus hongos. Así el primer grito del niño nacido no fue de dolor, sino una nota de vida que tomó su lugar en el concierto viviente venido de todas partes.
Antes de mirarlo él mismo, Jonas había alzado al bebé para que lo viera la madre. Ella vio que era una niña, que era rubia y que se parecía a su padre. Cerró los ojos de felicidad y se adormeció. Despertó un cuarto de hora más tarde para hacer el segundo. Era un varón, aun más bello que la niña, y no se parecía a nadie.
Y los recién nacidos se convirtieron en niños de pecho alimentados en el seno de su madre, uno a la izquierda, otro a la derecha, y alternativamente viceversa. Después fueron bebés consumidores de biberones provistos por el Distribuidor. Después niños adaptados al régimen del pollo asado.
Crecían en el Arca, sin conocer otra cosa que el interior del Arca y sin poder imaginar otra cosa. No se construye un mundo imaginario sino con materiales tomados del mundo conocido. La imaginación es memoria molida y reconstituida en rompecabezas diferentes. Un ser humano que hubiera sido educado únicamente en el rojo, detrás de vidrios rojos, no podría jamás imaginar el azul.
Y Jim y Jif, a pesar de todo lo que les contaban sus padres, sobre todo su madre, no podían hacerse idea de lo que era el exterior, el espacio. El Arca era su universo, su universo tenía dimensiones exactas y un límite redondo: el muro en el cual todo estaba contenido.
—¿Qué hay detrás del muro? —preguntaba Jim.
—Tierra —decía la señora Jonas.
—¿Y qué es tierra?
La señora Jonas no sabía qué contestar. Hubiera sido necesario que le mostrara un puñado, humus muy gordo, el terrón de un surco brillante aún por el beso del arado. No había tierra en el Arca. Había musgo y hierbas artificiales, árboles de plástico, agua prefabricada, animales inmóviles, tabiques, y un muro de metal acolchado que, para los dos niños, contenía todo lo que existe. El resto, aquello que su madre les explicaba con palabras vagas y exclamaciones de impaciencia; lo que su padre intentaba precisar con términos técnicos, era del dominio del sueño, del mito, de lo imposible.
La señora Jonas hubiera querido mostrarles, para apoyar sus afirmaciones, imágenes, grabados, fotos del exterior. No había nada de eso en el Arca. El señor Gé le había explicado:
—Usted les daría una idea absolutamente falsa del mundo que encontrarán cuando abramos el Arca. Nada de lo que usted hubiera podido mostrarles existe ya. No hay más ciudades, no hay más paisajes… Los edificios han sido pulverizados, las montañas rotas, los ríos desparramados, el agua vaporizada. Y todo se ha vuelto incandescente… Lo que van a encontrar es, probablemente, una llanura de cenizas por todas partes, por todos lados, hacia más allá de todos los horizontes… O barro, si como es probable y lo espero, llueve. Sólo la lluvia puede permitir que la vida renazca. En alguna parte, quizás, ya algunos granos hundidos, salvaguardados, habrán germinado. Quizás encontrarán en el desierto un matorral, una flor, un árbol joven… Por eso puse la reproducción del ciprés y del sauce llorón.
Sobre todo para sí misma, la señora Jonas contaba —Jif se cansaba enseguida— su vida desvanecida y su mundo borrado… Cerraba los ojos y hablaba, y revivía París, el subte, la Auvernia, el autogiro, la Beauce, el océano, la cocina eléctrica, el guiso de cordero, las cerezas…
Cuando abría los ojos Jif ya no estaba allí pero Jim, boquiabierto, escuchaba, escuchaba la lluvia, las nubes, los viajes del autogiro que subía hacia el cielo.
—¿Qué es el cielo?
Y la señora Jonas meneaba la cabeza y se sonaba la nariz, reteniendo sus lágrimas. ¿Qué es el cielo? ¡Vaya una a encontrar las palabras para decirlo!
Una mañana —era de mañana cuando la luz azul se apagaba y se encendía la luz blanca—, Jim, que entonces tenía catorce años, se acercó a su madre muy excitado:
—¡Mamá, mamá! ¡Ya sé cómo es allá arriba, en la Superficie! ¡Lo he visto en sueños anoche!
—¡Oh mi querido! —exclamó la señora Jonas trastornada—. ¿Cómo era, cómo lo has visto?
—Bueno, yo estaba allá arriba, afuera, y el cielorraso era altísimo. ¡Tan alto que no hubiera podido tocarlo ni subiéndome sobre la mesa!
—¿El cielorraso? ¿Qué cielorraso?
—¡El cielorraso de afuera! ¡Y el muro estaba lejos, lejos! ¡Por lo menos tres veces más lejos que el del salón!
—¿Qué muro?
—El muro de afuera.
—¡Afuera no hay muros! Cuando uno está entre muros, es porque está adentro. Afuera no hay… En fin, sí, hay, pero… pero no en todas partes… Y se puede pasar al lado…
―¿Al lado?
Jim abrió los ojos azorados.
—¡Por supuesto! Si no, ¿adónde iría uno? Y en el campo no existen para nada…
—Pero, entonces, ¿qué hay en el límite?
—¿En el límite de qué?
—¡En el límite! ¡Siempre hay un muro en el límite!
—¡Afuera no hay límites!
Tal afirmación dejó a Jim en un absoluto desconcierto, tanto que su madre sintió miedo. Cuando relató la escena a su marido le explicó sus temores: “Cuando salgamos y vean que no hay límites ni muros… ¡nuestros chicos tendrán vértigo! ¡Un vértigo horizontal!”
Jim se había repuesto y continuaba con el relato de su sueño:
—El muro estaba lejos, lejos, y yo corría para llegar, corría, corría, y de golpe el sol se apagó. Era de noche…
La señora Jonas no dejaba pasar una ocasión sin rectificar el vocabulario de sus hijos. Dijo:
—El sol no se apaga: se pone.
—¿Se pone? ¿Y cómo se pone? —preguntó Jim desconcertado.
—¡Se pone, eso es todo! ¡El sol se pone! ¿Qué otra cosa quieres que haga?
—Pero tú me dijiste que era una gran luz…
—Sí… Y bueno…. ¡Bueno, es una gran luz que se pone! Es simple ¿no?
Jim no insistió. Cuando se trataba de “allá arriba” chocaba siempre con misterios incomprensibles. Y su madre le decía: “Ya verás… Ya verás cuando estés allí… Es muy simple… Ya verás”.
Y a medida que el tiempo pasaba él sentía más y más ganas de ver. El deseo de salir del Arca lo sublevaba. Se le repetía que debía tener paciencia. Se abriría el Arca cuando él tuviera veinte años. Pero a falta de cambios visibles traídos por las estaciones, él no comprendía muy bien lo que era un año, y a qué correspondía aquello que llamaban su edad. Cuando le daba el frenesí de salir hubiera querido atravesar el cielorraso con su cabeza, convertirse en una herramienta que se hundiría girando en la pared y en aquello que estaba detrás, la “tierra” desconocida, que contenía “guijarros” y que lo separaba de las increíbles y maravillosas promesas del exterior.
Entonces aseguraba a su madre:
—¡Tengo veinte años, mamá! ¡Te juro que tengo veinte años! ¡Lo tengo que saber mejor que tú!
Ella lo estrechaba contra su corazón, lo besaba.
—Paciencia, mi pollito… Aún no tienes veinte años pero ya llegarán, vamos, ya llegarán…
Sobre papel y con lápices de colores, el señor Jonas intentó explicar a su hijo lo que eran el Sol, la Tierra, los planetas… Pero cuando Jim vio el enorme redondel del sol amarillo y el pequeño redondel marrón de la Tierra, no comprendió cómo esa enorme máquina podía pasearse por el cielorraso de una bolita.
Su padre advirtió que se había equivocado tratando de representar la exactitud científica; que era preferible atenerse a la exactitud aparente. Trazó una larga curva casi plana, representando una porción del suelo terrestre, y dibujó encima la pequeña linterna amarilla del sol.
—Pero finalmente —dudó Jim— ¿el sol es grande o pequeño?
—Es muy grande, pero como está lejos se lo ve pequeño…
Una vez más Jim cayó en un abismo de perplejidad. Sus ojos no conocían sino perspectivas cercanas, nunca habían visto un objeto o un animal que se alejaran, y su espíritu no podía concebir que algo cambiara de dimensiones. Su padre suspiró y dijo una vez más: “Ya verás…”
—¡Ya se verá! —decía Jif.
Su desinterés no era sino el magnífico buen sentido que siempre mantuvo a las mujeres en contacto con la realidad. Ella no se planteaba problemas. Cuando estuvieran afuera, ya verían. Los hombres sueñan, se fabrican mundos ideales y dioses. Las mujeres aseguran la solidez y la continuidad de lo real.
Jif tampoco compartía la veneración de su padre por el señor Gé. Siempre se les había dicho que el señor Gé había hecho construir el Arca y todo lo que estaba adentro, los muebles, los árboles, el Distribuidor, el Agujero, el reloj y Santa Aria, adonde concurrían a veces a través de los ojos de buey de la maquinaria para ver moverse elementos extraordinariamente complicados, relucientes y humeantes.
Jif no trataba de saber más. Pero para Jim, que no podía tener ni la menor idea del modo como habían sido construidos cien lugares diferentes, y luego transportados y armados; ni del número y la diversidad de inteligencias y la mano de obra que habían colaborado, era el señor Gé quien había hecho todo por sí mismo. No podía explicárselo, pero tampoco podía encontrar otra explicación. Un día preguntó a su madre:
—¿El señor Gé hizo el Afuera y el Sol?
—¡Oh! —se indignó la señora Jonas—. ¡Tampoco es cuestión de tomarlo por el Buen Dios!
—¿Qué es el Buen Dios?
La señora Jonas se quedó boquiabierta, después recuperó su aliento y dijo:
—Eso, francamente, no sé decírtelo…
Acababa de darse cuenta, de repente, de que para su hijo el señor Gé, el Todopoderoso, era efectivamente Dios, y el Afuera equivalía al Paraíso. Paraíso maravilloso, inexplicable, inimaginable, que se le había prometido y que él esperaba con todas sus fuerzas aunque a veces dudara de la posibilidad de alcanzarlo. Dios carnal, presente, a quien podía ver, oír, interrogar, y que a veces incluso se atrevía a tocar; que había creado el mundo y de quien dependía la vida de cada uno. Desde ese momento ella luchó sin cesar por destruir en el espíritu de su hijo aquella grotesca herejía. Era impensable: ¡el señor Gé como el Buen Dios! Ella bromeaba… ¿Pero quién ha podido destruir jamás la fe de un verdadero creyente? Sobre todo cuando tiene a Dios tan a la mano…
El Arca era un cilindro de acero hundido verticalmente en la tierra. Su altura era de ciento veinte metros y su diámetro de treinta. Se componía de varios pisos superpuestos. El más alto estaba reservado a los humanos.
En el centro de ese piso se encontraba el gran salón redondo, lugar de reunión, al cual se abría el Agujero y donde desembocaba el Distribuidor. Era raro que estuviese vacío; todos lo atravesaban o se instalaban allí a cualquier hora del día. Su mueble principal era el gran diván en forma de media luna, que reposaba contra la curva del muro con sus grandes almohadones acolchados de cuero falso, suaves, muelles, sólidos, indestructibles. El resto del mobiliario reunía piezas de estilos diversos, heteróclitos, pero bien elegidas y que armonizaban entre sí. Un corredor circular rodeaba el salón. Alrededor del corredor estaban situados los cinco dormitorios, el estudio del señor Jonas, el jardín de césped con la fuente y la sala de gimnasia. Es decir ocho habitaciones dispuestas como los lados de una corona.
Alrededor de ellas corría un segundo corredor del cual partían los ascensores, escaleras y deslizadores, zambulléndose hacia los otros pisos.
Debajo del de los humanos se encontraba el de los animales. Era el más espeso. Las bestias en hibernación reposaban solas, o en parejas o en familias, en estancos separados, herméticos; diez a lo largo, diez a lo ancho, diez a lo alto. Algunas jaulas —pocas— tenían en lo alto un cielorraso transparente, para distracción de los pasajeros del Arca.
Debajo de los animales un trozo circular del Arca contenía una enorme reserva de granos, rizomas, tubérculos, estolones, esquejes, vainas, pepinos, carozos, raíces, injertos, brotes, acodos y todos los otros elementos de reproducción de árboles, arbustos, plantas y plántulas, conservados cada uno en condiciones convenientes, congelados o deshidratados o en un gas neutro o en un envase de plástico, o simplemente en la obscuridad y en seco. Ese ejército silencioso debía partir a la conquista de la Tierra y reinstalar en ella la vida vegetal, antes de que fuera posible despertar a los animales.
El fondo del Arca contenía el piso de la maquinaria. Era el señor Jonas quien lo cuidaba. Su trabajo no era demasiado absorbente. La computadora y sus anexos electrónicos, mecánicos y fisicoquímicos funcionaban tan perfectamente que, en la práctica, no había que hacer otra cosa que mirarlos, y reemplazar cada tanto una pieza usada por una nueva. Poseía un stock previsto para durar por lo menos cien años. Todos los circuitos y todos los mecanismos esenciales habían sido instalados en cuatro ejemplares, susceptibles de reemplazarse automáticamente en caso de falla. La energía inagotable provenía de una pila universal, o pila U, o más simplemente pilú. Era el corazón del Arca. Esas pilas habían sido el corazón de las bombas que habían arrasado la Tierra. La pilú del Arca, superpotente, era del tamaño de una sandía.
En fin, debajo de la maquinaria, el pañol guardaba una cantidad de máquinas y de herramientas como arados, carretas, sierras, rejas, barcas, carpas, barracas, etc., que serían necesarias para las primeras generaciones. Todas eran sin motor.
Santa Ana tableteaba, ronroneaba, ritmaba el tiempo del Arca, el tiempo interminable. La señora Jonas contaba, tejía. El señor Jonas arreglaba menudencias, el señor Gé sonreía, los niños crecían.
Así cumplieron dieciséis años.
Aquel día el señor Gé salió de su habitación tan impecable como el primer día en que la cerraran, blanco de pies a cabeza. Aquellos estaban descalzos, única concesión que él hacía a la temperatura. Por lo demás, permanecía totalmente abotonado e inmaculado hasta el mentón.
La señora Jonas decía que para estar sempre tan virgen de mancha alguna, de la más mínima traza de polvo o de transpiración, él debía cambiar de vestimenta al menos dos veces por día. Quizás tres. O más. Y como nunca ella ni nadie lo habían visto apoyar el dedo en el botón, concluía en que él disponía de un Distribuidor para su uso exclusivo. Bien le hubiera gustado echar una ojeada en su habitación. A menudo había intentado empujar la puerta cuando estaba segura de que el señor Gé se encontraba afuera. Pero la puerta, que no tenía cerradura aparente, permanecía cerrada. Inconmovible.
El señor Gé se dirigió al salón, donde el señor Jonas, la señora Jonas y los niños esperaban que viniese a decirles lo que tenía que decir. Les había pedido que se reunieran y estaban allí, esperaban sin impaciencia, tenían tiempo, el tiempo interminable…
La señora Jonas tejía, el señor Jonas trabajaba en sus menudencias, los gemelos traveseaban. El señor Jonas, sentado sobre la moquette frente a la mesa baja, había dispuesto sobre ella tres pequeñas piezas desarmadas de Santa Ana, una plana en forma de T, una esférica nimbada de hilos, y una cúbica, agujereada, en la cual trabajaba con su destornillador.
La señora Jonas, sentada en el sillón amarillo, tejía algo de color rosa, echando a cada rato una negra mirada a los dos adolescentes que se revolcaban sobre el diván. No pudo soportarlo más y gritó:
—¡Jim! ¿Quieres dejar tranquila a tu hermana?
—Demasiado tarde —dijo el señor Gé con una pequeña sonrisa.
—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó Jim.
—¡Pronto vas a saberlo, desgraciadito! —dijo su madre.
—¿Por qué desgraciadito?
—¡Oh! —exclamó la señora Jonas exasperada—. ¡Has hecho que se me escape un punto! Deberé empezar de nuevo toda la hilera… Uno dos tres, uno dos tres cuatro cinco…
Jim vino a arrodillarse a su lado y le preguntó con voz tierna:
—¿Qué estás tejiendo hoy? Es más ancho que ayer…
—Ayer era una media, hoy es un pulóver.
Él dijo, afligido:
—¡Jamás sabré lo que es una media! ¡Nunca las terminas!
—¿Y para qué las quieres? Aquí caminamos descalzos… Tejo porque debo ocuparme de algo… No hay que cocinar, no hay que lavar platos, no hay TV, no hay teléfono, no hay vecinas… ¡Si no tejo me volveré loca! Y destejo porque lo que hago no sirve para nada… Con veintiocho grados de temperatura todo el tiempo, se desea menos un abrigo que una corriente de aire…
—Tengo buen tabaco… —canturreó la musiquita del Distribuidor, anunciando así que Santa Ana entregaría un pollo.
—¡Bárbaro! ¡Tenía hambre! —exclamó Jim.
Se irguió, saltó sobre la mesa baja china y se detuvo junto al muro que estaba abriéndose como el ojo de un pájaro, a través de la ranura de dos párpados perpendiculares.
Se abría en redondo, en cuadrado o en triángulo, según la forma y dimensiones del objeto a entregar. Para el pollo la cavidad era en forma de cúpula, con una base horizontal para la bandeja. Para una fresa no se abría más grande que una boca. Pero solamente había entregado una sola fresa y una sola vez, a pedido de la señora Jonas. Ésta nunca había renovado su pedido, porque había recibido una fresa de plástico. El Distribuidor no entregaba otros alimentos que café con leche y medialunas y pollo asado.
Jim tomó la bandeja y la colocó sobre la mesa baja, frente a su padre. Sobre la bandeja se encontraba un plato de plata, y sobre el plato un pollo humeante, dorado, a punto, que olía muy bien. Junto al plato, una pequeña pila de servilletas blancas. Cuatro servilletas: el señor Gé no comía jamás.
—¡No come, lo que prueba que no es como nosotros! —decía Jim con una mirada que expresaba su veneración.
—Prueba solamente que no le gusta el pollo —replicaba la señora Jonas—. ¡El pollo es bueno para nosotros! ¡Pollo asado, pollo asado, siempre pollo asado, cada día, todos los días, día tras día! ¡Es para volverse locos! ¡Él, en su habitación, seguramente se hace distribuir un buen gigot! ¡Guiso de liebre! ¡Salchichón! ¡Papas fritas!
Tenía lágrimas en la boca.
—¿Qué son papas fr…?
―¡Shhhh!
Su excitación retumbaba, volvía a tragar su saliva. Terminaba por olvidar que hubieran podido existir otros alimentos que pollo asado.
—Dame un muslo que tengo hambre —dijo, tendiendo una mano hacia Jim.
Él arrancó un muslo y se lo dio sobre una servilleta doblada. Distribuyó los otros miembros del ave y arrojó los huesos, con la fuente y el plato, en el Agujero.
El Agujero hizo primero “¡cling!”, después “¡gluf!”. El cling acusaba la recepción, el gluf la deglución. La digestión se hacía más abajo, en las entrañas de Santa Ana.
No se sentaban a la mesa para comer. No había horarios de comida. Los pollos asados llegaban en cualquier momento. Si no tenían hambre los tiraban al Agujero. Si tenían hambre comían con los dedos y arrojaban los huesos y las servilletas. También podía conseguirse pollo en cualquier momento, apretando el Botoncito. Era un pequeño botón aparte, por sobre el Botón mayor. Solamente servía para el pollo asado.
Sentada en el borde del diván, Jif miraba con aire asqueado el ala de pollo colocada sobre la servilleta, dispuesta a su vez sobre sus rodillas desnudas. Se decidió a tomarla, la llevó a sus labios, tuvo una náusea, volvió a colocarla sobre la servilleta y se enjugó los dedos en su corpiño.
—¡Eres repugnante! —dijo su madre—. ¿Qué costumbre es esa de limpiarte en tu ropa? Tienes una servilleta ¿no? ¿Para qué sirve?
Y agregó unos minutos después:
—¿No comes?
—No tengo hambre —dijo Jif con voz quejosa—. Ni el café con leche me pasa…
—¡No me sorprende, pequeña desgraciada!
—¿Por qué desgraciada? —preguntó Jim.
—¡Tú harías mejor en callarte!
La señora Jonas abandonó sobre la moquette el muslo mordisqueado y envuelto en la servilleta, se levantó, se acercó al diván, se detuvo frente a Jif y la miró. Y Jif miraba sobre sus rodillas el ala de pollo como si fuera el objeto más repugnante que hubiese visto jamás. Lo envolvió en la servilleta y se lo tendió a su madre. La señora Jonas, meneando la cabeza, lo arrojó en el Agujero.
Cling, gluf.
Jif, desanimada, continuaba mirando sus rodillas ahora descubiertas, y la señora Jonas, de pie ante ella, continuaba mirándola con asombro, con amor y con reprobación. Sumergida en ternura se sentó a su lado, le tomó la cabeza con ambas manos y la besó.
—¡Mi pajarito, mi pollito!
Se enjugó la nariz y la comisura de un ojo.
Cling, gluf. El señor Jonas acababa de arrojar el hueso del muslo. Eran pollos simplificados, no tenían sino un hueso por cada miembro.
El Agujero se hallaba frente al Distribuidor, en el muro redondo del salón. Estaba permanentemente abierto. Tenía más o menos las dimensiones y la apariencia de una ventana abierta. Pero no se veía nada detrás, salvo la tintura símil cuero amarronada, siempre limpia e intacta, sobre la cual los objetos que arrojaban iban a rebotar antes de caer en las profundidades de Santa Ana.
El Agujero y el Distribuidor constituían los dos extremos principales del Sintetizador-Analizador. Abreviando, el señor Gé lo había denominado Sint-Ana. Y la señora Jonas lo había convertido en Santa Ana…
Había, efectivamente, algo de milagroso en aquel organismo que reunía las funciones de cerebro, de pulmón, de tubo digestivo, de creador, que no sólo digería los restos sino que los reconvertía, renovaba el aire, daba luz, y también alimentaba la hora en el reloj, suministraba agua a la fuente, y todo lo que, siendo artificial, podía ser fabricado. Lo que entregaba el Distribuidor tenía a veces la apariencia de un producto natural. Pero únicamente la apariencia. Su pollo asado, por ejemplo, era en efecto asado… pero no pollo.
En realidad era, disimulado bajo el gusto y la consistencia del pollo asado, un alimento completo que comprendía todo lo que se necesitaba para el mantenimiento de los seres humanos vivientes en un espacio confinado, comprendiendo vitaminas, enzimas, oligoelementos y bacterias programadas. Sin una caloría de más… Cosa que había permitido a la señora Jonas permanecer esbelta. En fin… casi.
Hubiera sido más fácil entregar ese alimento en forma de caldo de picadillo o de mermelada. Pero el señor Gé había considerado preferible darle una apariencia que abriera el apetito.
—Será necesario que hablemos muy seriamente —dijo—. Pero primero debemos festejar, con un poco de anticipación, un acontecimiento. Reloj: ¿qué hora es?
El Reloj se encendió casi en la cúspide del cielo raso en cúpula. Nunca estaba en el mismo lugar. Se desplazaba del Distribuidor al Agujero en doce horas, invisible salvo cuando se lo interrogaba. Para contestar se iluminaba en un amarillo vivo durante las “horas del día”, y de blanco pálido durante las “horas de la noche”, cuando reinaba en el Arca la penumbra azul. Su cuadrante redondo no tenía ni cifras ni agujas sino un rostro en proyección, a veces el de la Venus de Botticelli, o de un personaje de Durero o de Hyeronimus Bosch. Santa Ana los elegía según lo que tenía que decir.
Fue la Gioconda, amable, quién respondió al señor Gé:
—Son exactamente las once horas veintitrés minutos, señor.
—No, no es esa la que quiero saber. Quiero saber la hora total desde el instante en que el Arca fue cerrada.
—Bien, señor.
La Gioconda desapareció, reemplazada por el autorretrato de De Vinci con su gran barba, imagen misma del tiempo sereno y sin emociones. Dijo, con voz de bajo:
—No garantizo los segundos, amigo mío, desde que no recibo el top…
—No es nada.
—Bueno: son exactamente quince años, nueve meses, cuatro días, quince horas, treinta y dos minutos. En cuanto a los segundos, yo…
—¡Ya sé, gracias! —dijo el señor Gé.
De Vinci se extinguió.
—Sí —retomó el señor Gé—, dentro de menos de tres meses hará dieciséis años que entramos al Arca, y esos dos niños al mundo… Por esa doble intrusión, que las circunstancias me obligan a festejar con cierta diferencia de tiempo, el Arca se ha convertido en un grano fecundado, llamado a germinar y a lograr que la vida se expanda de nuevo sobre la Tierra. Pero esa germinación acaba de ser cuestionada por el comportamiento de dos inocentes, comportamiento muy natural y que sin embargo no supe prever…
—¡De eso me gustaría mucho estar segura! —dijo la señora Jonas.
El señor Gé estaba acostumbrado a las ácidas observaciones de la señora Jonas. Cuando supo la situación, después de su parto, al principio estuvo perdidamente agradecida. Después, sufriendo el enclaustramiento, era al señor Gé a quien hacía responsable de todo, de la situación general y de las mil pequeñas molestias de su vida de reclusos.
—¿Qué inocentes? —preguntó Jim.
—Ustedes… Jif y tú… Ustedes dos…
—¿Qué hemos hecho?
—Lo que hacen siempre sobre el león y la gacela.
—¡Oh! —exclamó Jif recuperando su sonrisa—. ¡Es tan agradable!
—Por cierto —dijo el señor Gé.
—¡Desgraciadita! —gritó la señora Jonas—. ¡Con tu hermano! ¡Es horrible!
Se puso a sollozar y se dejó caer en el sillón amarillo, el rostro entre las manos. Jim y Jif la miraban con sorpresa. Su marido se sentó en el brazo del sillón y le habló dulcemente.
—Cálmate, querida mía… Reflexiona un poco.
—Reflexione, señora Jonas —dijo el señor Gé—. Examine claramente la situación: sus dos hijos se encontrarán pronto en el exterior, solos en el mundo, con la misión de repoblar la Tierra.
—¡Oh la lá! —exclamó la señora Jonas.
—¿Cómo pretende que lo hagan? ¿Cómo cree que lo hicieron los hijos de Adán y Eva? Se vieron obligados a “conocerse”, como dice la Biblia, entre hermanos y hermanas, para dar nacimiento al género humano…
—¿Usted cree?
—Por supuesto, mi querida —dijo dulcemente el señor Jonas.
—Es evidente —observó el señor Gé.
—¿Y nuestros nenes harán como ellos?
—Estarán obligados. No encontrarán otros compañeros.
—Como obligación no parece resultarles muy pesada —gruñó la señora Jonas.
Se enjugó la nariz y los ojos con el pañuelo de su marido y se volvió hacia sus hijos, esforzándose por verlos desde una nueva perspectiva.
Estaban sentados uno junto al otro en el borde del diván, ella rubia, él castaño, como dos matices de la misma luz, delgados, aún no del todo terminados, en pleno impulso hacia su forma perfecta, muy inocentes y muy bellos. Con los ojos muy abiertos miraban y escuchaban a los adultos con un poco de inquietud, tratando de encontrar sentido a aquel diálogo que les concernía y del cual no comprendían nada. Jif se sintió invadida por un malestar que la estremeció. Se aproximó a Jim y se apretó contra su cuerpo. Jim extendió su brazo y lo colocó alrededor de los hombros de su hermana.
La señora Jonas lanzó un gemido:
—¡Nunca me haré a la idea!
—Pero sí —dijo el señor Gé—, se hará. Cuando lleguemos arriba tendrá que enfrentar problemas mucho más graves. Sobre todo si volvemos antes de lo previsto…
Jim se levantó de un salto:
—¿Cuándo?
—Pronto, quizás. Todos ustedes tendrán que decidirlo… Ya expliqué la situación a sus padres; ahora ustedes dos deben saber lo que han desencadenado. Después, entre los cuatro, tomarán la decisión.
—¡Ya está tomada! —gritó Jim—. ¡Salimos mañana! ¡Ahora! ¡Salimos, salimos!
Se puso a saltar por encima de los muebles, a hacer cabriolas sobre la moquette, alzó a su madre del sillón y la apretó con todas sus fuerzas junto a su corazón.
—¡Salimos, mamá! ¡Salimos!
—¡Ay! ¡Me haces mal! ¡Déjame! ¡Qué bruto eres! ¡Qué fuerte, mi tesoro!
Él se detuvo frente al señor Gé y le preguntó, reteniendo el grito por respeto:
—¿Cuándo salimos? ¿Cuándo?
—Ya veremos… Venga, por el momento sáqueme esto de encima. Es un regalo por su cumpleaños.
—¿Un regalo?
El señor Gé le tendía un paquete que tenía bajo su brazo, envuelto en papel de Navidad, anudado con una larga cinta enrulada que formaba un repollo y bucles.
—¡Oh, gracias! ¿Qué es?
—Y bueno, mire…
Jim tomó el paquete y comenzó a intentar desanudar la cinta sin arrugarla.
—¡Qué tonto eres! —dijo Jif—. ¡Córtala!
Lo había visto agitarse con un mohín de reprobación. Iban a salir. Bueno, bueno. ¿Y después? No valía la pena saltar hasta el techo. Verdaderamente no se sentía bien. Se levantó, el rostro fruncido, se quitó el corpiño manchado y lo arrojó al Agujero.
Cling, gluf.
Se acercó al Distribuidor para hacerse entregar otro. En el momento en que pasaba frente al señor Gé, éste dijo suavemente su nombre:
―Jif…
―¿Sí?
—También tengo un regalo para usted.
La muchacha se detuvo, volviéndose hacia él.
—Jif —gruñó su madre—. Primero ve a vestirte.
—Sí, mamá…
Se acercó al muro, frente al teclado empotrado, tocó con un gesto habitual “vestimenta Jif”, apoyó un dedo en el Botón, se desprendió el short de la víspera y dejó que se deslizara hasta sus pies junto con su slip, mientras el Distribuidor se abría, descubriendo una bolsita de papel dorado de la cual sacó un corpiño color durazno, un short haciendo juego y un slip de un blanco nevado.
Jif se vistió de nuevo, dejó sus ropas abandonadas y volvió al señor Gé sin apresurarse. La idea de un regalo no la excitaba en absoluto.
—¡Jif! —gritó su madre—. ¡Qué desorden! ¿Para qué sirve el Agujero?
—Sí, mamá —dijo Jif y retornó para recoger sus ropas y arrojarlas al agujero (cling-gluf), volvió al señor Gé, se plantó frente a él y esperó.
Sus cortas mechas rubias, lisas, lacias, le escondían las orejas y le abreviaban la frente, brillantes y suaves como agua color miel de tilo. Debajo de su flequillo irregular, sus ojos azules miraban al señor Gé sin avidez ni impaciencia. Tenían la limpidez serena de un lago de montaña que refleja el cielo y no pide otra cosa.
Su madre se le acercó, más curiosa que ella. El señor Gé sacaba lentamente su mano derecha del bolsillo de su chaqueta blanca. Sus largos dedos pálidos no terminaban de aparecer. Cuando llegaron las yemas del índice y del mayor sostenían, apretada entre ambos, una delgada cadena de oro. En el extremo de la cadena pendía una cruz de forma insólita: la parte superior de su barra vertical era reemplazada por un asa hacia lo alto. La joya tenía alrededor de siete centímetros de altura, y era a la vez maciza y fina, esbelta y sólida, perfectamente equilibrada en su forma y en sus proporciones.
—¡Oh, qué bonito! —exclamó Jif.
—Una cruz egipcia… —murmuró la señora Jonas.
Era evidentemente muy antigua. El tiempo había suavizado sus aristas y pulido las superficies, parecidas a una epidermis viva y familiar. Daban ganas de tocarla…
El rostro de Jif se había iluminado, sus ojos brillaban y casi sonreía. Tendió la mano.
—No —dijo el señor Gé—. Vuélvase.
Le prendió la cadena alrededor del cuello. Era justo lo bastante larga como para que la cruz pendiera al ras del corpiño, entre los senos.
—Es una cruz ansada —dijo—. El símbolo más antiguo de la vida y de la resurrección. Le conviene porque la vida renacerá sobre la Tierra gracias a usted. La cruz tiene más de cinco mil años. Fue llevada por tres reinas de Egipto que, como usted, habían desposado a sus hermanos. Por lo tanto le conviene doblemente.
Jif no escuchaba. Bajaba la cabeza y miraba la cruz, de la cuál sólo veía el extremo. La tomó en su mano y la alzó para verla. Dijo en voz baja:
—Está tibia…
Se volvió bruscamente y besó al señor Gé en las dos mejillas.
—¡Un La Fontaine! —gritó la voz triunfante de Jim—. ¡Un La Fontaine!
Había terminado con los nudos y los bucles y, exultante, blandía el contenido del paquete.
Corrió hacia su madre para mostrarle su regalo sublime. Olvidaba que había hablado de salir.
—¡Un La Fontaine! ¡Mira qué grueso es!
—No todos los libros son La Fontaine, muchacho… Es un diccionario…
La señora Jonas había reconocido a la primera mirada un Pequeño Larousse Ilustrado, el amigo de los estudiantes y de la familia, no más familias, no más estudiantes, no más casas, no más peces, no más sardinas que hirvieron, no no y no, no había que pensar en todo eso; ella volvió a sentarse en el sillón amarillo, Jim se acuclilló a sus pies.
—¡Y es un diccionario ilustrado! ¡Por fin vas a ver figuritas! ¡Mira, París!
Incapaz de resistirse a la idea de volver a ver París, se apoderó del Larousse y lo abrió nerviosamente. Y de repente vio que, en todas partes y en lugar de ilustraciones, había rectángulos blancos.
Desazonada echó al señor Gé una mirada cargada de tal furor que hubiera debido convertirlo, a distancia, en un montoncito de cenizas humeante y venenoso.
―¡Oh, usted!
El señor Gé le sonrió. Dijo a Jim, que había retomado su libro:
—Podrá usted encontrar la respuesta a la mayoría de las preguntas que no cesa de formular o de formularse. Las palabras están clasificadas en orden alfabético. ¿Conoce usted el alfabeto?
—A, be, ce, de, e, efe, gé, hache, i, jota, kaeleemeene-eñeerreeseteuvé, doble ve, equis, ye, zeta.
Lo largó orgullosamente, a toda velocidad.
—Olvidó usted opecuere —dijo el señor Gé—. No es nada, busque guijarro, por ejemplo. Cien veces preguntó: ¿qué es un guijarro? Bien, busque ahora…
Jim, encantado, hojeó el diccionario torpemente y apresurado. Por fin llegó a la G.
—Guijarral, guijarrete, guijarrazo, guijarreño… ¡Ah! Guijarro: piedra de pequeña dimensión…
Alzó la cabeza, inquieto, y preguntó a su madre.
—¿Qué es una piedra?
La señora Jonas se encogió de hombros.
—¿Y qué quieres que sea? Es un guijarro grande.
— ¡Voy a buscar otra cosa! —gritó Jim—. ¡El mar! ¡Voy a buscar el mar!
Buscó el mar, el mar, el mar…
Mar: vasta extensión de agua salada.
Agua extendida… ¿Sobre qué? ¿Extendida cómo? ¿Con qué? ¿Y por qué salada? ¿Quién la saló? Hay saleros en el Arca, sobre los muebles, para salar el pollo si uno quiere. Yo no lo salo… ¿Por qué salar el agua extendida? ¿Para beberla? No se sala el agua de la fuente… Quizás sería mejor así… Será necesario que pruebe. Vasta extensión. Muy vasta extensión. ¿Extendida hasta dónde? ¿Hasta el muro de afuera? Más lejos que el muro… ¿Qué hay detrás del muro? ¿El mar? El mar extendido… El mar en el muro, el mar, el muro…
—Ya ha soñado bastante —dijo el señor Gé—. He aquí cuál es la situación.
Jif estaba acostada de perfil sobre el diván, la cruz encerrada entre sus dos manos contra su mejilla, sus párpados bajos sobre una luz de oro que iluminaba el interior de su cuerpo todo entero. Abrió los ojos y escuchó.
—La situación es simple y grave —dijo el señor Gé—. El Arca ha sido concebida para abrigar a cinco personas. Es decir que Santa Ana, como la llama vuestra madre, sabe reciclar los desechos de cinco personas y el aire que respiran, para proveerlas de aire nuevo convenientemente oxigenado, y de los alimentos y ropa que necesitan. Tanto se usa como se recibe y se devuelve. Nada se pierde, nada se crea. Es un equilibrio delicado, pero Santa Ana se adapta perfectamente a su tarea desde que las puertas del Arca se han cerrado. Ahora bien: este equilibrio está amenazado y se romperá…
—¿Por qué? —preguntó Jim.
—Porque vamos a ser seis.
—¿Seis?
—¿Quién?
—¿Dónde?
—¿Cómo?
Los dos muchachos se habían erguido, en el colmo de la excitación.
—¿De dónde viene el sexto? —preguntó Jif.
—¡Viene de la Tierra! ¡Viene del Cielo! —exclamó Jim—. ¡Ha atravesado el muro!
—No se exalten —dijo el señor Gé—. Nadie puede atrevesar el muro. El sexto, en realidad, ya está aquí.
—¡Lo sabía! —dijo Jif—. Ayer, al pasar frente al taller, oí que papá decía “Margarita, respóndeme”, “Margarita respóndeme”.
—¿Qué? —la señora Jonas había aullado, saltando de su sillón. Miró a su marido, después a su hija, se ponía roja, se sofocaba.
—¿Y ella respondió?
―Sí.
—¿Qué respondió?
—“Henri, no me sacudas”.
—¡Aaaaaah!
Volvió a caer en su sillón, se ahogaba, su grito había terminado en un chillido de laucha. Jonas se precipitó hacia ella, se arrodilló.
—¡Mi querida! ¿Qué es lo que crees? No es…
La mujer se levantó, recobrando todo su vigor.
—¿Qué es esa criatura?
―Yo…
—¡Cállate! ¿Por qué la sacudías? ¿Eh? ¿Para qué la sacudías? ¡Y se tuteaban! ¿Hace dieciséis años que la escondes? ¡Qué horror! ¡Hoy he visto de todo! ¡Ellos primero y después tú! ¡Tú, mi Henri! ¡Tú!
Lloraba despacito. Él quiso tomarla en sus brazos, ella lo rechazó con furioso vigor.
—¡Ve a buscarla!
―Pero…
—¡Ve a buscarla! ¡Expliquémonos! ¡Ah, conque la sacudías! Y bien, ella todavía no ha visto nada…
—Señora Jonas —dijo el señor Gé—, puedo asegurarle que…
—¡Usted no se mezcle en esto! ¡Es asunto mío!
—Margarita es un robot. Su marido se divierte fabricándola con las piezas usadas de Santa Ana…
—¿Un robot?
—Sí —dijo el señor Jonas con una tímida sonrisa.
—¿Y por qué no me hablaste de eso?
—Bueno, yo pensaba…
—¿Y por qué la llamas Margarita?
—Porque…
—¿Por qué no Alfredo?
—Yo no sé…
—¡Y bien, yo sí que lo sé! Es el nombre de tu prima, con la que flirteabas cuando tenías quince años… ¡Me contabas que iban juntos justamente a cortar margaritas! ¡Te reconstruyes a tu prima! ¡Aquí, bajo mis narices!
―¿Qué es una prima? —preguntó Jim.
―Tengo buen tabaco ―dijo el Distribuidor. El muro se abrió presentando un pollo.
La señora Jonas se consoló mordiendo un ala. El señor Gé le había afirmado que el robot fabricado por su marido se parecía menos a una star que a un horno de gas.
—Si él es el sexto que nos pone en peligro, basta con destornillarlo —señaló Jim, que apuntó de lejos al Agujero con el hueso del muslo.
Cling, gluf.
—No es él, por supuesto —dijo el señor Gé.
—¿Y entonces quién es? —preguntó Jif.
Su padre la miró, su madre la miró, el señor Gé la miró, y viendo que todo el mundo la miraba Jim la miró también. El señor Gé, que estaba cerca de ella, adelantó su blanca mano y posó las yemas de dos dedos finos sobre el vientre adolescente.
—Él está aquí
—¿Aquí? ―asombrada, se tocó el vientre a su vez.
—¿No comprendes? —dijo la madre limpiándose las manos con la servilleta—. ¿Hay que ponerte los puntos sobre las íes?
—¿Cómo quiere usted que ella comprenda? —dijo el señor Gé—. Usted jamás abordó esos temas ni con ella ni con su hermano.
—¡A mí mi madre nunca me dijo nada y yo sabía todo!
—Lo supo por sus compañeras, casi ya en la secundaria. Pero… ¿dónde hay compañeras aquí?
Jif se ponía nerviosa. Golpeó sobre la mano del señor Gé que se demoraba sobre ella.
—¿Me va a decir lo que significa esto, finalmente?
Su madre gritó:
—¡Significa que estás embarazada! ¡Eso! ¿Lo sabes ahora? ¿Estás contenta? ¿Estás orgullosa de ti?
Pero Jif seguía sin entender nada.
—¿Qué quiere decir embarazada?
—Pregúntale a tu hermano… Que mire en su diccionario —dijo la señora Jonas, fuera de sí.
Jim se sentó en el diván y se puso de inmediato a hojear el diccionario:
—Hematosis, hematozoario, hematuria, hembra…
—No —dijo el señor Jonas—. Sin hache.
—¿Sin qué?
—Sin hache. Una e, una eme, una be…
—Ah, bueno…
—¡Apúrate! —dijo Jif.
Se sentó cerca de él, se inclinó sobre el libro y alzó la cabeza hacia su padre.
—¿Tú sabes lo que es, papá?
—Pero sí, claro…
—¿A ti te sucedió?
—¡No!… En fin… De algún modo sí. No era a mí, pero era algo mío…
—¿Algo tuyo? ¿Qué era?
—Eras tú.
—¡Oh, están todos locos hoy!
—¡Ya está! Encontré una parecida —gritó Jim—. Embarazo: impedimento, dificultad.
—¿Yo soy una dificultad? —preguntó Jif, azorada.
—Mi pobre pollito, la desgracia es que realmente lo eres —dijo su madre—. ¿Eso es todo, Jim?
—Espera… Más arriba está embarazada: “Dícese de la mujer que lleva un niño en su seno”.
Jif se irguió, asustada.
—Mamá ¿por qué llevo algo en mi seno? ¿En cual de los dos? ¿Se nota?
Abrió su corpino y miró sus senos, uno después del otro. Su madre se apresuró para colocar la prenda en su sitio.
—¿Quieres cubrirte? De todos modos no es allí. ¡Ahora no debes desvestirte así como así, ante todo el mundo!
—¿Por qué?
—Porque ya no eres una niña.
—¿Ya no soy una niña, pero llevo uno dentro de mí?
—Exactamente.
—¿Uno o una?
—Es lo mismo.
—Pero ¿qué es esto?
—Es como cuando tú eras pequeña.
—¡Cuando era pequeña no tenía senos!
—No los necesitabas.
—¡Ahora tampoco!
—Los necesitarás.
—¿Para llevar un niño?
—No, para alimentarlo.
—Pero los senos no son pollos…
—No se trata de comer.
—¿Entonces para qué?
—Para que beba leche.
—¡Oooooh!
La señora Jonas, exasperada, alzó los brazos al cielo y gritó:
—¡Me vuelvo loca! ¡Pregúntale a tu hermano! ¡Pregúntale al diccionario! ¡Yo renuncio!
—Creo —dijo tranquilamente el señor Gé— que habría que comenzar por el principio.
El señor Gé explicó todo, con dibujos sobre un pizarrón blanco que hizo entregar por el Distribuidor. Mostró el emplazado de las glándulas masculinas y femeninas, habló del óvulo que esperaba, novia solitaria en la tibieza de su castillo, y del formidable ejército de pretendientes, ochocientos millones de espermatozoides, que partían en su conquista cada vez que Jim se unía a Jif sobre el león y la gacela.
—¡Oh! —dijo Jim maravillado.
—¡Oh! —dijo Jif aterrada.
—Y el óvulo elige a uno —señaló el señor Gé—, no se sabe por qué justamente ése, lo llama, lo atrae, se abre, lo traga, lo digiere y de ahí en adelante los dos son una sola cosa. Ese dos-igual-a-uno va a transformarse en el vientre materno, y convertirse en un nuevo ser humano, que saldrá cuando esté listo…
Jif, como alucinada, miraba su pequeño vientre plano, en el interior del cual un misterioso corpúsculo, invisible a primera vista ―había dicho el señor Gé― estaba en trance, sin pedirle permiso, de convertirse en alguien. Lentamente posó sobre él sus dos manos. Para tomar contacto. Para que él supiera que ahora ella también sabía.
La señora Jonas gimió un poco. No lograba creerlo.
—¿Está usted completamente seguro? —preguntó al señor Gé.
—No hay ninguna duda. Por medidas de vigilancia sanitaria, Santa Ana analiza cada día los excrementos sólidos y líquidos de cada habitante del Arca. Día tras día, desde hace tres semanas, ha confirmado la fecundación del óvulo. El pequeño número seis está allí y en ocho o nueve meses, quizás antes, comenzará a respirar. Ni yo ni mis ingenieros habíamos previsto su parte de oxígeno; el aire que tomará no será reemplazado. Al principio no será muy grave, pero sin embargo todo será perturbado. Debemos ser muy económicos y exactos, para una duración tan larga… Piensen que si hoy una lauchita se metiera a hacer funcionar sus pulmones aquí, todo el equilibrio del Arca se vería sutilmente fisurado, después dañado hasta el derrumbe…
—Tengo buen tabaco…
—¡Puf! —dijo la señora Jonas—. ¡Henri, échalo al Agujero!
—¡Pero yo tengo hambre! —protestó Jim.
Comió. Comieron. Era maquinal. El pollo maquinal. El señor Jonas salaba mucho. Cling-gluf. Cling-gluf. El señor Gé continuaba. Los chicos lo escuchaban con intensidad, los padres con resignación, así eran las cosas, no se podía hacer nada…
—Al cabo de pocos días después del nacimiento del sexto, la vida en el Arca se tornará difícil, después imposible, pues el desequilibrio de oxígeno afectará a los otros equilibrios y los desequilibrará a su vez…
—¿Y usted no podía prever semejante cosa, con semejante cerebro? ¡Usted es malvado, verdaderamente! El señor Gé, el rey de los negocios, el emperador de la inteligencia… ¡no pudo prever al sexto! ¿Y si por una vez yo me hubiera olvidado de tomar mi píldora?
—La toma usted siempre sin saberlo, con el desayuno. ¿Quiere dejarme terminar mi exposición? Discutiremos después, si lo tiene usted a bien…
—¡En mi desayuno! Pero ¡qué caradura! ¿Y si no hubiera desayunado?
—Había un producto anticonceptivo en el agua de su baño y en la tela de sus vestidos… Y su mismo marido, sin darse cuenta, había sido vuelto estéril. Todas estas precauciones desaparecerán, por cierto, con la apertura del Arca, y ustedes podrán también colaborar en la repoblación de la Tierra.
—Demasiado tarde —suspiró la señora Jonas.
Era un poco temprano para ser demasiado tarde; ella tenía apenas cuarenta y nueve años, pero quizás le faltara alguna vitamina sutil.
—Los planteos del problema son netos y claros —prosiguió el señor Gé—. El nacimiento del pequeño sexto hace imposible la vida en el Arca. Hay dos soluciones: o suprimir al sexto o suprimir el Arca, es decir abrirla…
—Las dos soluciones me parecen malas —dijo el señor Jonas—. Usted había previsto una permanencia de veinte años en el Arca a causa de las radiaciones. Hay que darles tiempo para apaciguarse o extinguirse. Y veinte años es un lapso que no me parece muy largo, más bien justo.
—Muy justo —señaló el señor Gé.
—Por lo tanto, si abrimos el Arca ahora, luego de menos de dieciséis años… ¿no nos condenamos quizás todos a muerte?
—Es un riesgo que correríamos. Hay que contar con las lluvias diluvianas, que sin duda están limpiando la Tierra.
—Quizás. En cuanto a la segunda solución, suprimir nuestro nieto antes de que haya nacido…
—¡Jamás! —aulló la señora Jonas.
—Por desgracia, no hay una tercera solución —dijo el señor Gé.
Se aproximó al teclado encastrado en la pared y posó un dedo sucesivamente sobre algunas teclas.
—Para que tengan muy presente en sus espíritus la gravedad de la situación, voy a concretarla ante vuestros ojos.
Apretó el Botón.
Una voz femenina dijo “¡Ohhh!” con tono de profunda sorpresa y aterrada. La voz parecía venir de un pozo muy hondo, húmedo y negro como el miedo. Una trampa se abrió en el cielo raso y, con ruido de cremallera, descendió un objeto que se detuvo hasta que pendió a una altura de cuatro metros, fuera del alcance de un brazo alzado. Todas las miradas estaban fijas en ella. Era una empuñadura roja en el extremo de una cadena. Se parecía a las señales de alarma de los antiguos trenes terrestres, pero diez veces más grande. Uno hubiera podido colgarse de ella con ambas manos.
—¿Qué es eso? —preguntó Jim.
—Es la empuñadura U. Está destinada a poner fin a una situación insostenible, si por ejemplo estuviéramos encerrados aquí, sin posibilidad de abrir, sin aire, sin agua, sin alimentos. Abreviaría nuestra agonía. Si alguien tira fuertemente de ella, transforma nuestra pila U en bomba, que estalla de inmediato pulverizando el Arca y abriendo un cráter hasta la superficie.
—¡Usted está loco! —gritó la señora Jonas—. ¡Está loco! ¡Puede tragarse su empuñadura! ¡No queremos saber nada con ella! ¡Y nadie quiere sus dos soluciones! Mi Jonas va a encontrar otra. ¡Es un genio! ¡Y es abuelo! ¡Y yo soy abuela! ¡Y no lo dejaremos asesinar a nuestro nieto!
—Si encuentra otra, tanto mejor. Pero hay que actuar rápidamente.
—¡Tenemos todo el tiempo! ¡Ocho meses! ¡El pequeño todavía no se está tragando su oxígeno!
—No, pero cada día que pase les quitará la posibilidad de decidir objetivamente. Se volverán pasionales… Ustedes hablan ya de “su nieto”, cuando ni siquiera se trata de un embrión, apenas una semilla imponderable, invisible, fácil de neutralizar antes de que haya comenzado a vivir.
—¡Asesino! —gritó la señora Jonas.
—Les doy un lapso de venticuatro horas a partir de este momento.
—Y si no nos decidimos, ¿decidirá usted, como siempre?
—No, yo no me meteré por nada del mundo. Es Santa Ana quien decidirá, con su objetividad de máquina. Ella ha compilado todos los datos en su noveno cerebro. Pesará los “pro” y los “contra” y dará la diferencia, sin que intervengan emociones o sentimientos. Y actuará de inmediato. A ustedes les toca decidir antes que ella, si tienen voluntad suficiente. Reloj, cuenta el tiempo. A partir de ahora es la hora cero.
—Sí señor…
El reloj se iluminó casi en el medio del cielorraso. Su rostro era un rostro de piedra, el del Balzac de Rodin, duro como el destino.
—Cero horas, cero minutos, diez segundos… ¡TOP! Cero horas, cero minutos, quince segundos… ¡TOP! Cero horas, cero minutos, veinte segundos… ¡TOP!
—A las veinticuatro horas cero minutos, Santa Ana actuará, no lo olviden ―dijo el señor Gé volviéndose a la señora Jonas.
Balzac calló, suspiró y desapareció.
Todo estaba listo para la tragedia. Unidad de tiempo, unidad de acción y unidad de lugar herméticamente cerrado en todas las dimensiones. Y en en aquella caja metálica soldada, cuatro seres humanos obligados a hacer una elección entre dos destinos detestables por igual, a menos de sufrir un tercero todavía más fatal.
Discutieron, se enfrentaron y comieron tres pollos. Para Jim una sola solución era buena, exaltante y triunfante: ¡salir! La señora Jonas no lo quería a ningún precio, pero tampoco quería la otra. El señor Jonas vacilaba, calculaba las chances de sobrevida, no quería decidirse aún. Jif estaba dividida entre la atracción que experimentaba por el pequeño ser invisible instalado en ella, y el miedo que le inspiraba. Tenía ganas de conocer el exterior, pero se encontraba muy bien en el Arca.
El reloj se iluminó en el cénit, sin que le preguntaran nada. Tenía la cara de Einstein.
—Es mediodía —dijo—. Me parece que ustedes no avanzan mucho. ¿Quieren el top?
—¡Su abuela! —gritó la señora Jonas.
Y le lanzó un cuarto de pollo en el ojo.
—¡Oh! —dijo Einstein, extinguiéndose.
Hacia las dos de la tarde, el señor Gé, que se había retirado a su habitación, retornó al salón.
—Si quieren, puedo ayudarlos —dijo—. ¿En qué estaban?
—¡Usted lo sabe muy bien! —rezongó la señora Jonas—. Tiene micrófonos por todas partes…
—¡Salimos! ¡Salimos! —dijo Jim.
—¡No salimos nada! —exclamó la señora Jonas—. Esperaremos cuatro años, diez años, veinte años si hace falta… No quiero que mi nietito trague radiaciones y salga de su madre con patas de pato o una oreja en la punta de la nariz. ¡Y tampoco quiero que se sacrifique aquí dentro! ¡Quiero que viva y vivirá!
―¿Y usted, Jif?
La muchacha vaciló, sacudió la cabeza y sus cabellos danzaron.
—Yo no sé… —dijo.
—Tú vienes conmigo. ¡Salimos! —afirmó Jim.
Jif mantenía su mano izquierda apretada en torno a la cruz y, con la cabeza baja, miraba su vientre con una perplejidad un poco angustiada.
—¡Tú siempres estás apurado! ¡Ya se ve que no eres el que lo lleva en su seno! Déjame reflexionar… Primero, mamá: ¿por qué te haces tanta mala sangre sólo por un nieto? ¡Te haremos otros! ¡Jim está lleno!
—¡Ochocientos millones y otra vez ochocientos millones!… ¡Tengo millones y billones y trillones!… ¡Te haremos tantos como quieras! ¡Ven, Jif, vamos a hacer uno ahora!
La tomó de la mano y salieron del salón corriendo, él la empujó por el deslizador y se lanzó detrás. Reían… Y la gacela recibió de nuevo un sueño de alegría lleno de tiernos empujones exquisitos y de brotes que se abrían. Y el león en su sueño tenía ganas de revolcarse sobre la arena cálida y de rascarse el lomo en las ásperas hierbas de la sabana, las cuatro patas al aire…
Después Jif se durmió a su vez, laxa, feliz. Ella era la hierba y la arena, y la hoja y el pimpollo.
—¿Y usted, señor Jonas?
—Me pregunto si Jim no tiene razón…
—¡Henri! No lo puedo creer…
—Mi querida: pienso que si decidimos no abrir, nos veremos obligados a sacrificar el embrión.
—Todavía no es un embrión, señor Jonas… Apenas un huevo y no mayor que un huevo de pulga.
—De acuerdo. Lo que no impide que si salvamos nuestras vidas a expensas de la suya, si nos encerramos aquí con el recuerdo de lo que le hemos hecho, pesará sobre nosotros tanto como un elefante. No sería soportable… Nos pudriríamos. Quizás sea mejor arriesgarnos… ¡Ah, si uno pudiera informarse sobre lo que sucede en la superficie! ¿No hay ningún medio de saberlo?
—Todos los instrumentos de medida que había dispuesto en la Tierra y vinculados con el Arca, fueron destruidos el primer día. Incluso los mejor protegidos…
—Sí, sí… Entonces quizá sea necesario abrir, aún sin saber…
—Pero… ¡Henri! ¿Estás enfermo? ¡No puede ser!
—Bueno, entonces déjame pensar… Tenemos aún un poco de tiempo; quizá haya otra solución.
Preocupado, la espalda un poco curvada, acariciando maquinalmente su larga y rala barba blanca, el señor Jonas fue a pasos lentos a su taller, donde se encerró. Se puso también maquinalmente a hurguetear en Margarita, sacándose de la cabeza soluciones que, lo sabía de antemano, no valían nada.
Comparando a Margarita con un horno de gas, el señor Gé se había mostrado muy aproximativo. Parecía una cocina eléctrica. El señor Jonas había utilizado la carcasa del hornillo del taller. La había montado sobre dos cortas y gruesas patas que terminaban en pies con ruedecitas. De su superficie superior, en lugar de las placas para cocinar, se elevaban cuatro cuellos metálicos brillantes, largos y flexibles, y en el tope de cada uno de ellos una cabeza de Margarita.
El señor Jonas era un mecánico genial, pero un artista mediocre. Renunciando a modelar rostros había simplemente dispuesto del plástico a su alcance para confeccionar cuatro masas esféricas, del tamaño de un cráneo, que había pintado de rosa, y sobre las cuales había dibujado luego los ojos, las narices, las bocas y las orejas, como dibujan los chicos del jardín de infantes. La pupila de cada ojo derecho era un miniobjetivo electrónico que otorgaba a cada cabeza una visión independiente. El señor Jonas había pintado también los cabellos: una cabeza morena, otra rubia, una castaña y una pelirroja. Los cuatro rostros de Margarita eran ingenuos y encantadores. Cada uno expresaba una emoción diferente. La rubia soñaba, la morena lloraba, la castaña sonreía y la pelirroja reía, la boca de oreja a oreja sobre dientes dibujados como los de un rastrillo. Y la voz de Margarita salía de aquella de sus cabezas cuyos rasgos correspondían a la emoción del momento.
—¡Margarita! ¡Margarita, dame una idea!
—Ya sabes hasta dónde me tienen tus ideas —dijo la cabeza rubia.
—Ya sé, ya sé… —suspiró el señor Jonas—. Pensé en fabricar oxígeno suplementario, es fácil, pero habría que prenderlo a otro cuerpo químico que desaparecería. Se rompería un eslabón y toda la cadena de supervivencia se vería puesta en peligro.
—Si no tienen qué respirar… pues no respiren —dijo la cabeza pelirroja.
—¡Eso parece muy simple! —exclamó el señor Jonas, amargo.
Pero de golpe su rostro se iluminó.
—¡Vaya, sí que es simple! ¡Tienes razón! ―Llamó―: ¡Señor Gé! ¡Señor Gé!
—Sí, señor Jonas —dijo la voz del señor Gé.
—¡Es muy simple! ¡Usted no tiene más que meter uno o dos de nosotros en hibernación hasta que se cumplan los veinte años! ¡Y así alcanzará para que respiren los otros, incluido el sexto!
—Créame que lo he pensado, señor Jonas. Pero el material de puesta en hibernación no podía entrar en el Arca. Es toda una fábrica. Quedó en la superficie. Se cocinó.
—Ah… tanto peor. Margarita, tu idea no era buena.
—Lo siento mucho, Henri.
Él le dio dos golpecitos en el flanco. Hizo “bum bum”.
—No es nada, mi gordita… No llores.
El problema que el señor Jonas tenía que resolver por el momento, además del del Arca, y que le ocupaba superficialmente el espíritu mientras que las profundidades de su conciencia y de su subconsciencia trabajaban con todos sus recursos en el drama, era el problema del cuarto sombrero de Margarita.
Había coronado a la soñadora con una rueda dentada a manera de aureola, colocó sobre la sonriente el pistón de un compensador que, inclinado hacia el costado, podía pasar por la gorrita de un botones, puso sobre los cabellos obscuros de la triste una triple corona tejida con ramas del sauce llorón. Pero no tenía nada para poner sobre la cabeza de la reidora.
—Te quedarás en cabeza —le dijo—. Te queda muy bien.
—¡No estoy de acuerdo! Las otras tres van ensombreradas, no veo por qué yo he de quedar con la cabeza descubierta. Siempre estoy de buen humor y tú me desprecias… ¡Sólo te ocupas de las lloronas! ¡Déjame pasar, me voy a buscar un sombrero!
Y Margarita arrancó como un esquiador de fondo: pierna izquierda, pierna derecha… en dirección a la puerta. Frrr, frrr… hacían las rueditas, y las cuatro cabezas ondulaban sobre sus cuellos flexibles.
El señor Jonas abrió la puerta y Margarita salió al corredor. Fshhh, fshhh… Sobre la moquette no rodaba tan bien.
El señor Jonas volvió a sentarse en una silla de hierro frente al pizarrón, tomó un trozo de tiza y permaneció inmóvil, fijo. El problema del Arca no podía plantearse en ecuaciones matemáticas.
Sentada en el sillón amarillo, la señora Jonas ponía a punto su plan de acción. Había tenido un momento de desaliento al darse cuenta de que era la única en rechazar las dos soluciones propuestas por el señor Gé. Todos capitulaban, dispuestos a sacrificar ese pobre tesorito amoroso precioso querido. Hasta su indigna madre, en cuyo interior él se acurrucaba, creyéndose al abrigo…
La cólera le devolvió todo su impulso. Lo primero era convencer a los otros de no abrir. Luego ganar tiempo obteniendo del señor Gé un lapso más largo, ocho días quizás, antes de la aplicación de la segunda solución. En fin: durante esos ocho días encontrar un medio de salvar al querubín. ¡Si esos hombres no encontraban nada, con sus cerebros excepcionales, ella lo encontraría con su propia cabecita! Sentía ya que una vaga esperanza brotaba en alguna parte de su cráneo, en la obscuridad; no era aún una idea, pero bastaría reflexionar sobre eso, llegado el momento, para darle forma. Como cuando uno abre un armario y encuentra alguna vestimenta colgada, lista, esperando.
Se levantó para enfrentar lo inmediato y empuñó su canasto. No le costaría mucho convencer a Henri de no abrir. Era necesario ocuparse primero de los chicos. ¿Dónde podían estar? No tenía ganas de sorprenderlos en el momento en que… No por ellos, por supuesto, que encontraban esos modos tan naturales, pero… ¡No, ella nunca se acostumbraría!
En la puerta del salón se encontró bruscamente con Margarita, que llegaba fshh, fshh… Retrocedió, los ojos muy abiertos, un obstáculo la detuvo y cayó sentada sobre la mesa baja.
Margarita esquió hasta ella, se detuvo e inclinó sus cuatro cabezas. La señora Jonas quiso pedir socorro, pero el miedo le cortaba la voz. Abría la boca y decía “baba… ba-ba” con un sonido imperceptible. Oyó que el monstruo le hablaba amablemente:
—¡Buenos días! Yo soy Margarita. ¿Y usted quién es?
—Mar… Mar… ¿Margarita? ¿Usted es Margarita?
—Sí, señora.
—¡Oh, bien podría avisar! ¿No tiene claxon?
—No conozco esa palabra. No sé lo que es. ¿Y usted quién es? Ya se lo he preguntado.
—Soy la señora Jonas.
—¡Ah! ¿La mujer de Henri? ¡Qué alegría conocerla! Henri no para de hablarme de usted… Seguramente podrá ayudarme: busco un sombrero… ¡Oh, pero aquí está lo que necesito!
La puerta del horno de la cocina se corrió, dos largos brazos a resorte salieron, terminados en pinzas. Una de ellas tomó el tejido de la señora Jonas que pendía del canasto, la cabeza desnuda bajó hasta el extremo de su largo cuello y los dos brazos le encasquetaron el tejido alrededor del cráneo, en forma de un turbante fijado por las dos agujas.
La cabeza se levantó, satisfecha. Las otras tres la miraron.
—¡Te queda muy bien!
—¡Estás formidable!
—¡No podías encontrar nada mejor!
Los dos brazos se replegaron, la puerta del horno sonó, las cuatro cabezas dijeron al mismo tiempo:
—¡Gracias Louise!
—¡Gracias Louise!
—¡Gracias Louise!
—¡Gracias Louise!
—¡Me llamo Lucie! —gritó la señora Jonas, saliendo al fin de su estupefacción—. ¡Y devuélvanme mi tejido!
Trató de recuperar su pertenencia. La cabeza la esquivó y las cuatro lanzaron exclamaciones divertidas:
—¡Atrápame! ¡Vamos, Louise! ¡Dale, dale! ¿A que no me corres?
Margarita partió en slalom entre los muebles hacia la puerta del corredor, fshh, fshh, chocó contra el marco, bum, maldijo con voz de hombre, viró sobre una pierna, desapareció.
La señora Jonas renunció a perseguirla. Por otra parte, no era necesario: estaba ligada a ella por el hilo de lana. El ovillo se hallaba en su canasto. Lo sacó y se puso a tirar del hilo para volverlo a formar.
Encontró a Jim en su habitación, boca abajo sobre la moquette, copiando sobre un papel las palabras del diccionario con su definición. Sus ojos brillantes devoraban el libro. No, aquí ella no encontraría ninguna debilidad…
―¿Dónde está Jif?
—No lo sé. Abajo, quizás…
Ni siquiera había alzado la cabeza para responderle.
Jif estaba tendida en la hierba, el rostro debajo del cielo raso de mariposas. El señor Gé había elegido tan sólo los machos de ciertas especies, y las hembras de algunas otras, los ejemplares más hermosos y más bellos. Llamados a la vida, no podrían reproducirse. El señor Gé no tenía ganas de ver los jóvenes árboles del mundo nuevo devorados por las orugas. Las mariposas no vivirían sino unas horas, el tiempo suficiente para que los pasajeros del Arca pudiera verlas volar, el tiempo de un ligero fuego de artificios y de gracia y de colores, el tiempo de una breve alegría y un largo recuerdo.
Había allí varios miles, inmóviles, mantenidas en pleno vuelo por un fluido transparente congelado al frío absoluto. Una iluminación cambiante animaba sus colores y casi sus alas. Jif les hablaba dulcemente. Su madre se sentó al lado de ella.
—¿A cuál le hablas, querida mía?
Jif murmuró:
—A aquélla.
La señaló con el dedo. Tenía el tamaño de la mano de un niño. Sus alas eran azules al centro y en los bordes, con una corona de manchitas de un blanco de nieve. Detrás el azul se hacía casi negro, con otra corona de manchitas azafrán, y dos pequeños lunares rojos en los extremos.
—¡Qué hermosa es! ¿Qué le dices?
—Le mostré mi cruz para que la ponga en su canción.
—¿Qué canción?
—Le pedí que me cantara una canción cuando despierte… Como cuando tú cantas “La alondra”. ¿Crees que ella cantará?
—Sabes, una mariposa no tiene una gran voz…
—¡Oh, si se pusieran a cantar todas al mismo tiempo! ¿No sería lindísimo? ¿Conocerán “La alondra”?
—Francamente, me sorprendería.
—Y bueno, entonces cantarán otra cosa. Cuando yo canto, canto lo que sea…
—Sí, mi pajarito… Como un pajarito…
—¡Oh, mamá! ¿Sabes que hicimos otro bebé? ¡No te puedes imaginar cómo es de agradaaable!
—Sí, sí… ¡Me lo imagino muy bien! Pero no vale la pena decirlo cada vez que ustedes lo hacen.
—¿Por qué?
—Y bueno, porque… ¿Cómo decirlo? Mejor dejémoslo así… O más bien, ya que hablamos del asunto, ¿te gustaría que Jim hiciera chicos, así como hace contigo, a otras mujeres? ¿Te gustaría ver a Jim rodeado de tantas chicas como mariposas hay allá arriba?
—¡Es imposible! ¡Sólo estamos tú y yo!
Pero la voz de Jif, a pesar de su negativa, había cambiado de registro, perdido la despreocupación, encontrado de repente la inquietud. La señora Jonas lo percibió perfectamente y se sintió satisfecha. Eso iba a andar…
—¿Sólo tú y yo? ¿Y quién puede saberlo? El señor Gé asegura, ¡pero él no sabe nada de nada! ¡Todos sus instrumentos en la superficie han reventado! Si se abre el Arca, es probable que allá arriba esté lleno de vivos.
—¿Vivos? ¿Hombres? ¿Muchos hombres?
—¡Mujeres, sobre todo! ¡Las mujeres son mucho más resistentes! Trabajan dos veces más, dentro y fuera de la casa, eso endurece todo, los embarazos, el subte, la vajilla, el marido… ¡No me extrañaría que hayan sobrevivido a la Bombú! Debe estar lleno de mujeres allá arriba, de todas las razas, amarillas, negras y… ¡hasta parisienses!
Jif comenzaba a sentirse espantada. ¿Mujeres negras? ¿Mujeres amarillas? ¿Parisienses?
—¿Qué son las parisienses?
—¡Vampiros! Ni bien ven un hombre lo atrapan y se hacen hacer chicos sin parar, noche y día.
—¡No quiero! ¡Él es mío! —gritó Jif saltando, todas las garras en exhibición.
La señora Jonas lanzó un gran suspiro de satisfacción. ¡Por fin Jif tenía una verdadera reacción de mujer! Podría contar con ella…
—Y bien, mi preciosa, si no quieres que las otras mujeres te lo arranquen a pedacitos o todo entero… hay que guardarlo en casa. El lugar ideal para un marido es el placard. Pero no es fácil, hace falta que él salga a trabajar… O debes dejarlo salir a comprar cigarrillos, y apenas ha puesto él los pies afuera hay una mujer, o dos, o tres, que le saltan encima… Y a veces no lo vuelves a ver.
Jif no comprendía todo, no sabía lo que era salir, ni comprar cigarrillos, pero el sentido general lo entendía perfectamente: había en alguna parte, allá arriba, mujeres devoradoras que querían quitarle su Jim.
—¡No hay que dejarlo salir! —dijo su madre—. ¡No hay que abrir el Arca! Aquí no hay ningún peligro, ellas no podrán alcanzarlo…
—¡Pero él sólo piensa en salir! Copia del diccionario todas las palabras de afuera…
—Escúchame, palomita. Un hombre cree que manda, pero siempre es la mujer quien decide. Tú vas a decidirlo a no abrir…, pero para eso hace falta que él te ame y que lo sepa. Para que lo sepa, es necesario que te lo diga. ¡No te pongas tan nerviosa! Siéntate aquí, a mi lado… Vas a pedirle que te diga que te ama.
Jif aspiró profundamente para calmarse y se dejó caer en la hierba plástica, cerca de su madre.
—Y cuando lo haya dicho —continuó la señora Jonas—, no podrá negarte nada.
—¿Eso es el amor?
—Eso es el amor.
—¿Pero cómo voy a pedírselo?
—No es complicado… Le dices: “Jim, dime que me amas”. Porque mientras no te lo diga, él no lo sabe. Y si él no sabe que te ama, no te ama. Repite conmigo, tiernamente: “Jim, dime que me amas”…
La señora Jonas se derretía de ternura recordando cómo Henri se lo había dicho la primera vez, de madrugada, después de la cálida noche en el albergue a orillas del Loira. Ella dormía, hundida por completo en una felicidad extenuada, y había sido despertada, muy dulcemente, por una voz que murmuraba en su oreja: “Lucie, te amo… te amo… te amo”. El sol naciente, glorioso, entraba por la ventana. Las lágrimas perlaron sus ojos. Jif la miró con sorpresa, después carraspeó y lanzó una clarinada:
—¡Jim, dime que me amas!
—¡Oh no, no! —dijo la señora Jonas afligida—. ¡Así no!
Después de una hora de repetición la cosa iba mejor. Jif comenzaba a sospechar lo que era el amor.
Jim seguía tendido sobre la moquette de su habitación, la nariz sobre el Larousse, al lado de su hoja cubierta de inscripciones. Jif se arrodilló a su lado.
—¿Qué copiaste?
Él no la había oído llegar. Se volvió hacia ella, exaltado:
—¡La superficie! ¡Y arriba! ¡Todo lo que está allá arriba! ¡Está lleno de cosas formidables! Escucha…
Tomó la hoja, se incorporó y leyó:
—Sol: astro luminoso en el centro de las órbitas de la Tierra y de los planetas…
—¿Astro? ¿Qué es un astro?
—Astro: cuerpo celeste luminoso…
Él alzó la cabeza hacia el cielo raso y preguntó:
—¿Señor Gé?
—Sí, Jim.
—Cuando yo salga, ¿mi cuerpo se convertirá en celeste y luminoso?
—Después de lo que pasó no es imposible… ¡Pero no es deseable!
—¡Oh sí, sí, sí!
Jim saltó con los pies juntos sobre su cama, botó y rebotó hasta el cielo raso.
—¡Me convertiré en un astro e iré a hacerle un hijo al Sol!
—¡No! —gritó Jif—. ¡No! ¡Yo no quiero! ¡Todos los hijos son para mí!
Jim dejó de hacer acrobacias y miró a Jif quien, de pie, apretaba sus pequeños puños, lista a combatir contra el universo. Él preguntó, asombrado:
—¿Todos mis ochocientos millones?
—¡Sí! ¡Que el Sol encuentre otro! ¡Los tuyos son para mí!
Él saltó al pie de la cama. Le parecía que aquella pretensión era exagerada.
—Eso no tiene sentido. ¡Tengo demasiados para ti sola! ¿Acaso te comes todos los pollos?
—¡A los pollos no los haces tú, sino Santa Ana! ¡Que Santa Ana le haga hijos a quien se le ocurra, pero no a ti! ¡Los tuyos son para mí!
—¡Me fastidias! ¡Mis ochocientos millones y ochocientos millones y ochocientos millones son míos! ¡Y yo los meto donde más me gusta!
—¡No! ¡No quiero, no quiero!
La muchacha empezó a llorar y se tiró de panza sobre la cama, el rostro entre sus manos, sollozante.
Jim estaba estupefacto. Se sentó a su lado, la rozó con las yemas de sus dedos. Jif se sacudió para que él retirase la mano. Cosa que él hizo, como si ella lo hubiera quemado. No comprendía.
—¿Por qué lloras por semejante tontería? ¡Qué idiota! ¡Vamos, para de llorar!
La joven respondió algo que él no comprendió. Jif tenía la nariz congestionada y la boca en la almohada. Él se inclinó:
—¿Qué dijiste? Vamos, no llores más.
Jif desprendió su boca de la almohada y repitió con cólera:
—¡Vamos, dime que me amas!
―¿Qué?
—¡Dime que me amas!
Se había dado vuelta, erguida, y se enjugaba los ojos con la sábana floreada, y lo miraba con una esperanza ardiente. Él reflexionaba, fruncía las cejas.
—¿Que yo te amo?
―Sí.
Jim se encogió de hombros.
—Amo los pollos…
—¡Oh, eres estúpido!
—¿Qué quieres que te diga? ¡Me gustan los pollos! ¡No puedo decirte que no amo al pollo!
—¿Y a mí no me amas?
Jif se levantó, se plantó ante él, a dos pasos, sacudió sus cabellos de luz:
—Mírame. ¿No eres feliz cuando me miras?
―Oh, sí…
La muchacha dijo con voz muy dulce:
—Ven… Ven hacia mí…
Él se levantó lentamente. Se sentía torpe, sus piernas eran de plomo, su corazón latía. Cuando estuvo muy cerca ella le tomó la mano. Susurró:
—¿Sientes qué calentita está mi mano?
—¡Transpiras!
—Tú también. Dime “te amo”.
—Yo… Yo no puedo…
—¿Por qué?
Jim se llevó una mano al cuello.
—Se me… se me hace una bola aquí… No puede pasar…
—Cierra los ojos.
Ella se quitó el corpiño y se apretó contra él para tocarlo con las puntas exquisitas de su cuerpo. Entonces él pasó sus brazos alrededor de Jif y la estrechó, pecho contra pecho, y, los ojos cerrados, sintió que una alegría inmensa lo fundía en ella y a ella en él; ya no eran dos sino uno solo, único, ligero, sin límites, radiante. Quizá eso era ser un cuerpo celeste luminoso… Y las palabras salieron solas de su boca, sin esfuerzo, sin problemas. No podía retenerlas:
—Te amo… te amo… te amo…
Y mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo después, estaban el uno contra el otro extendidos en la cama, bañados en una única felicidad, y era ella quien tenía los ojos cerrados, su cabeza rubia reposando contra el hombro de Jim. Y él, con los ojos muy abiertos, miraba el cielo raso y, a través del cielo raso, todo lo que estaba más allá, arriba.
Y decía, dulce, lentamente:
—Todos mis hijos son para ti… Nada más que para ti…
Incapaz de hablar, ella apretó un poco más su mano posada sobre el muslo de Jim, para decir: “Ya te oí, ya sé”.
Y él continuaba:
—Haremos muchos, muchos… Iremos a plantarlos en todas partes… En el cielo, en el sol y sobre la Tierra, por todas partes…
Ella apretó un poco más su mano para decir: “sí… por todas partes… donde tú quieras… todo el tiempo… te amo”.
El amor no siempre pasa por los caminos previstos. Mientras la señora Jonas creía, gracias a él, haber ganado a Jim, el amor había logrado que perdiera a Jif. La señora Jonas había convencido fácilmente a su marido, pero cuando se reencontraron todos en el salón, llamados por la señal del pollo, ella se dio cuenta al cabo de pocas palabras, que ahora estaban divididos en dos campos iguales: dos en pro de la apertura del Arca y dos en contra.
—Entonces será Santa Ana quien decida —dijo el señor Jonas—. Y si decide no abrir no nos dejará ningún plazo, actuará de inmediato, hará absorber a Jif un producto abortivo sea por la boca, por la nariz, por la piel, por los ojos, yo no sé cómo, nosotros no lo sabremos, Jif no se dará ni siquiera cuenta y la suerte estará echada.
La señora Jonas lo escuchaba, aterrada. Jim y Jif no escuchaban. Comían. Tenían un hambre soberbia, estaban sentados en el diván violeta, comían mirándose, susurrándose nimiedades y riendo con las risitas que hace florecer la felicidad de amar y de estar juntos.
—¡Tengo sed! —dijo Jim—. Ven a la fuente…
El corazón destrozado por la preocupación, su madre los miró salir. Iban de la mano. Jim estaba alegre, Jif compartía su alegría. Era feliz con él, de él. Lo seguiría a todas partes, de eso no cabía duda alguna. Para ella sólo contaba él. Su hijo le importaba un bledo. ¿Qué es un bledo? La señora Jonas no sabía nada de eso…
Apretó los dientes, se volvió hacia su marido, lo miró como si fuera un objeto, sacudió la cabeza para recuperar su sangre fría y dijo en voz baja, con una resolución terrible:
—¡Se abra o no se abra, no dejaré matar a ese pequeño!
Fue entonces cuando, en una súbita iluminación, se le apareció la tercera solución. ¡Era tan simple! ¿Cómo no lo había pensado antes? Abrió la boca para participársela a su marido, pero la cerró de inmediato, miró alrededor con desconfianza, después se aproximó al señor Jonas en puntas de pie, se detuvo frente a él y le habló sin emitir un sonido.
Articulando lenta y exageradamente, le formuló una simple pregunta. Sus labios dibujaban enormes sílabas mudas. Las acompañaba con gestos que ella consideraba expresivos y claros como la evidencia. Pero el señor Jonas miraba su boca y sus manos con asombro y no comprendía nada.
Después de haber repetido tres veces la misma frase, le gritó en silencio: ¿Estás taponado o qué?
Después le hizo señas para que se inclinara un poco y le repitió su pregunta en el oído. Él se mostró asombrado y le señaló con el dedo el salero de cristal colocado sobre la mesa baja, después al que brillaba sobre el pequeño escritorio de tejo inglés.
Ella preguntó, muda: ¿Los saleros?
Él respondió con un signo de la cabeza: afirmativo…
¡Ella nunca lo hubiera imaginado!
En puntas de pie los tomó a los dos y los echó al Agujero. Cling-gluf. La pregunta que ella había formulado era: ¿Sabes dónde esconde él sus micrófonos?
—Bueno, ahora podemos hablar… Tenía que ser uno de sus trucos eso de esconder los micrófonos en los saleros. Hay por todas partes…
—No están en los saleros… Los saleros mismos son emisores. Son de cuarzo. Vibran…
—¿Por qué nunca me lo dijiste?
—No hace mucho que estoy seguro. Y además, ¿qué importancia tiene? No tenemos nada que disimular.
—Shhh… Ven aquí.
Ella se sentó en el diván y él a su lado. La señora Jonas habló en voz baja. Nunca se sabe… Tal vez también los muros vibraran. O las patas de la mesa.
—Escucha, es simple: el señor Gé dijo que cinco está bien pero que seis es demasiado, ¿de acuerdo?
―Sí.
—¿Y que hay que suprimir al sexto?
—Sí, eso es…
—Pues bien, vamos a suprimirlo.
—¿Qué? —dijo el señor Jonas—. ¿Has cambiado de opinión?
—¿Por quién me tomas? No a nuestro pequeño. ¡Vamos a suprimirlo a él!
—¿A quién?
—¡Al señor Gé!
—¿Estás loca?
—¿Por qué? ¿Acaso no es tan sexto como ese pobre inocente? ¡Y ni siquiera forma parte de la familia! ¿Para qué sirve? ¿Quién se ocupa de las máquinas y todo el lío de Santa Ana?
—Yo, pero…
—¡Ya ves! ¡Es un inútil y se bebe el aire del pequeño! ¡Le vamos a cerrar la canilla!
—Pero… ¡él nos salvó la vida!
—Justamente. No tiene derecho de retomárnosla… A ninguno de nosotros, aunque sea más chiquito que una pulga todavía.
El argumento era de una lógica discutible, pero el señor Jonas comenzaba a examinar, sin horror, el proyecto de su mujer. Sabía, de todos modos, que esta vez también, como siempre, él haría lo que ella quisiera. Pero ¿qué tendría que hacer ahora?
—Haría falta un arma…
—¿No hay en tus reservas?
―No.
—¡Pensar que no hay ni siquiera un buen cuchillo de cocina!
—¿Lo utilizarías?
—No, por supuesto, pero… ¡Sí! ¡Para salvar a mi pequeño usaría cualquier cosa! ¡Trata de tener una idea!
—Tenemos tan poco tiempo…
—¡Eres un genio! ¡Vas a encontrarla!
—Es difícil meterse en la piel de un asesino cuando uno no tiene la costumbre…
Pensativo, serio, él se puso a ennumerar las imposibilidades, abriendo uno a uno, con su derecha, los dedos de su izquierda, cerrados:
El pulgar: no se lo puede envenenar porque no come.
El índice: no tenemos armas de fuego.
El mayor: no tenemos armas blancas.
El anular: podríamos intentar aplastarlo, pero es grande… ¿Y con qué?
—¿No puedes encargar a Margarita que lo ejecute?
—¡La pobre! ¡Es dulce como un corderito! Sólo veo una posibilidad: una bomba.
—¿Una bomba? ¡Pero eso causa mucho daño!
—Podría fabricar una pequeñita… Trataríamos de deslizarla en su bolsillo…
—¡Hablas como si él fuera a permitirlo!
―O bien podríamos…
El Distribuidor lo interrumpió.
―Tengo buen tabaco…
Automáticamente, el señor Jonas obedeció al reflejo y, con el espíritu preocupado por la busca de un medio infalible pero humano de eliminar al señor Gé, fue pensativo a buscar el pollo, volvió a sentarse cerca de su mujer, desprendió un muslo y lo saló con un salero que sacó inocentemente del bolsillo de su blusa. La señora Jonas miró el objeto con horror:
—¡Henri! ¿Lo tenías contigo, en tu bolsillo, todo el tiempo?
—Bueno… yo… Sí —dijo el señor Jonas, confuso.
—Pero… ¿qué pasa en tu pobre cabeza? ¿Te estás volviendo gagá? Con eso seguramente nos ha oído… ¡Todo está arruinado!
Reflexionó un instante, tomó el salero y habló en él como por un micrófono:
—¿Nos oyó, señor Gé?
—Por supuesto, señora Jonas…
El señor Gé, sonriente, entraba al salón. La señora Jonas se irguió, acercándosele, se detuvo, le dio la cara, feroz, resuelta.
—¡Y bien, tanto mejor! No me gustan los golpes a escondidas. No me gusta actuar por debajo. ¡Así que cuídese! Usted es quizás muy inteligente, pero yo peleo por mi sangre. ¡Yo soy la abuela!
Se golpeó el pecho con los dos puños, como King-Kong. No hizo ningún ruido cavernoso. Estaba bien acolchada.
—Yo la estimo mucho, señora Jonas. Me felicito todos los días, y aún en este momento, por haberla escogido… Usted es el verdadero fermento de vida, irreductible, en este grano que es el Arca. Sin usted, ella quizá se hubiera podrido. Y será quizás usted quien fije su destino…
Había rodeado a la señora Jonas. Delicadamente, siempre hablando, recogía las servilletas y los restos del pollo precedente, que los chicos habían abandonado sobre la mesilla de nácar Napoleón III. Sosteniendo el paquetito con el extremo de sus largos y finos dedos, fue a arrojarlo al Agujero.
Cling, gluf.
Entonces la señora Jonas, en un relámpago, comprendió que ya no era tiempo de buscar, de discutir, de querer, de vacilar… ¡sino de actuar! Se dobló en dos, se convirtió en búfalo, bulldog, misil, y avanzó derecho frente a ella rugiendo con toda la garganta, empujó con la cabeza al señor Gé en el medio del cuerpo, y el señor Gé voló como una pelota de rugby y desapareció en el Agujero.
¡Cling! Gl…gl…gl…
Aquello no pasaba.
El señor y la señora Jonas, inmóviles, tiesos, los ojos muy abiertos, miraban el Agujero vacío.
¡Gl…gl… glu… gluf!
—¡Uf! —dijo la señora Jonas.
Después de haber bebido en la fuente, Jim y Jif corrieron a la sala de gimnasia y prosiguieron su carrera en las dos pistas paralelas de musgo verde, suave para los pies, sembrada de una multitud de florecillas no más grandes que lentejas. Todo de plástico, naturalmente.
Cada pista, móvil, se desplazaba con más rapidez cuanto más aceleraba el corredor. Y se volvía más lenta al mismo tiempo que él, y se detenía si él se detenía.
Lado a lado, Jim y Jif, corriendo sobre el mismo sitio y riendo, trataban de pasarse el uno al otro, pero no lo lograban y nunca lo habían logrado. Jif, de costumbre, corría tan rápido como Jim, pero ahora se sentía un poco laxa y se dejaba ir con ritmo displicente. Jim aprovechó para ensayar un sprint rápido, esperando sorprender a la mecánica, pero no lo consiguió. Exasperado se echó sobre Jif, cayó con ella sobre la alfombra, se levantó, golpeó el trampolín con ambos pies, giró en el aire, cayó sobre las manos, se restableció, se sacó el short y el slip, corrió hacia la ducha, la atravesó tres veces, se quedó, alzó su rostro hacia el agua, cerró los ojos, abrió la boca, lanzó un clamor gorgoteante, rodó sobre el suelo esponja y recomenzó a correr para ir a buscar su diccionario.
Cuando volvió, lentamente, el libro abierto en las manos, la mirada perdida en sus páginas, preguntó a Jif:
—¿Sabes lo que es el Paraíso? Mamá nos dijo siempre que arriba, antes del Arca, estaba el Paraíso. Escucha: “Paraíso: lugar de delicias…”
―¿Qué? ―gritó Jif.
Estaba a su vez bajo la ducha. Ésta caía del cielo raso a través de ramas símil hiedra, en una pequeña cascadilla irregular, una gota tibia, una gota helada, estremeciente, conversadora. Y Jif, con las orejas chorreantes, no oía. Sacó fuera del agua su cabecita mojada y repitió:
—¿Qué es lo que dices?
—¡Escucha! “Paraíso: lugar de delicias donde Dios colocó a Adán y Eva. Sitio de los bienaventurados. País encantador”. ―Cerró el libro haciendo ruido y lo alzó con ambas manos por sobre su cabeza gritando, exaltado—: ¡Abriremos el Arca para ir al Paraíso!
En ese momento oyeron el enorme gluf eructado por el Agujero. Bajo sus pies y alrededor de ellos el Arca tembló. Y se apagó la luz.
Una negrura total llenaba el Arca. Las “noches” habituales estaban bañadas por una débil luminosidad azulada, dispensada por las lámparas que no se extinguían jamás, ni siquiera en los dormitorios. Se podía reducir la luminosidad hasta volverla casi imperceptible, pero no suprimirla. El señor Gé había querido evitar, por este dispositivo, el nacimiento del miedo a la obscuridad absoluta, y de la claustrofobia que hubiese resultado de él.
Las lámparas blancas se habían extinguido, todas de golpe, y las otras no se habían encendido.
—¿Ya es de noche? —exclamó Jif, sorprendida.
Jim abría muy grandes sus ojos para intentar comprender. Apretó el diccionario bajo su brazo izquierdo y tendió lentamente su mano derecha ante él, la palma hacia adelante. Para tocar. ¿Tocar qué? No lo sabía. Algo duro o algo blando. Lo negro.
Jif, en quien crecía la angustia, lo llamó:
—Jim… ¿estás ahí? ¿Dónde estás? ―Había salido de la ducha pero no se atrevía a alejarse de allí—. ¿Jim? ¡Por favor, acércate! ¡No me dejes! ¡Qué noche tan rara! ¡Es negrísimo!
—Es más que la noche —dijo Jim—. Es la desgracia… ¡Ha sucedido una desgracia!
Su voz se alzó hasta el grito:
—¡Señor Gé! ¡Ha sucedido una desgracia! ¡Señor Gé! ¡Una desgracia! ¡Todo está NEGRO!
El señor Gé no respondía. El silencio pesaba sobre lo negro. La voz de Jif lo traspasó, voz pequeñita, aterrada, temblorosa.
—¡Jim, no me dejes! Ven cerca de mí… ¡No me dejes!
—Ya voy. No te muevas. ¿Dónde estás?
—Al lado de la ducha.
—Voy… No te muevas… Te amo…
¡Bum!
―¡Ay!
—¿Qué fue eso?
—La empuñadura fija…
Jif estalló. La risa echó al miedo. Él también se puso a reír. Colocó su libro sobre el piso y, con ambas manos tendidas, avanzó hacia Jif. La encontró. Estaba mojada. Colocó sus manos sobre ella en la obscuridad. Las caderas, la cintura. En la obscuridad un seno, un hombro. Él no la veía, la tocaba, negra. Dijo asombrado:
—¿Estás desnuda?
Ella lo tocó a su vez. Las dos manos planas sobre el pecho, la cintura, las caderas, en la obscuridad, una mano, el sexo…
Jif dijo, inquieta:
—¿Tú también?
Desde hacía dieciséis años vivían tan a menudo sin ropas como con ellas. Fuera de la luz, por primera vez, se daban cuenta de que estaban desnudos.
La noche había caído sobre la señora Jonas como plomo fundido y helado. Eso no era muy posible en la realidad, pero describe muy exactamente lo que ella experimentó: el ardor de su espíritu, extinto de un solo golpe, su corazón brutalmente apretado, su cuerpo paralizado.
Comenzó a mover las puntas de los dedos, después se apretó las manos una contra otra y se preguntó con voz ansiosa:
—Henri… ¿dónde estás?… Henri, ¿estás allí?
—Aquí estoy, mi querida, aquí estoy…
Estaba muy cerca, su voz tranquila entibió a la señora Jonas, ella tendió la mano hacia la de él y encontró la de él que venía hacia la suya. La tomó y se aferró.
—¡Oh, qué desagradable esta negrura! ¿Qué pasa? ¡Aún no es de noche!
—No lo creo. Reloj, ¿qué hora es?
El reloj no respondió.
—Es un accidente —dijo el señor Jonas—. Los cuatro disyuntores han debido saltar al mismo tiempo… Los cuatro circuitos están cortados… Será necesario que reestablezca uno en seguida, o sobrevendrá el desastre.
—¿Crees que es a causa de… hummm… gluf?
—Sin duda. Era un pedazo grande… Pero teóricamente no hubiera debido cortar sino un circuito, como máximo… Quizás tenía algo en su bolsillo. Algo que hizo reventar todo.
—¡Llevaba tantas cosas en sus bolsillos! ¡Siempre! Era amigo de tapujos… ¡Un dictador!
Trataba de recuperar la cólera para justificar su acto, mientras que su marido, preocupado pero sereno, la arrastraba con precaución hacia la puerta. Del bolsillo de su camisa había sacado su pequeño destornillador, y apuntaba con él hacia la obscuridad, como una cabeza buscadora.
Al llegar frente al taller, oyeron las cuatro voces de Margarita que llamaban:
—Henri ¿dónde estás?
―¿Henri?
—¿Dónde estás?
—¡Henri, contéstame!
Después hubo un gran ruido de cosas empujadas que caían y se rompían. El señor Jonas perdió su calma y gritó:
—¡Margarita, quédate tranquila!
—¡Ah, Henri!
—¡Estás allí!
—¡Ven rápido!
—¡Tengo miedo!
—¡En la obscuridad!
―¡Ven!
―¡Ven!
―¡Ven!
―¡Ven!
El señor Jonas ya hacía girar la llave en la cerradura. Su mujer lo tenía por un faldón de la camisa. El hombre ordenó:
—¡Cállate, Margarita! ¡No te muevas! ¡Duerme!
Las cuatro voces que gemían callaron al mismo tiempo.
El señor Jonas abrió la puerta, y después de pedirle a su mujer que se quedara quieta en su sitio, se hundió en las tinieblas. Conocía muy bien su taller. Su memoria excepcional recordaba el emplazamiento de cada mueble, de cada objeto, de cada herramienta, en lo que parecía un bochinche inextricable. Pero ¿dónde estaba Margarita? ¿Y qué es lo que ella había volteado?
—Margarita, despiértate…
—Henri, yo…
—Henri, yo…
—Henri, yo…
—Henri, yo…
―¡Cállate! ¡Duerme!
El señor Jonas la había situado, la contorneaba, caminó sobre restos que crujieron, tocó el borde de un estante, alzó la mano hacia el estante superior, tanteó, reconoció un tarro, dos tarros, tres tarros llenos de cositas, apartó al cuarto y tomó, detrás, un objeto al que sacudió y levantó en el extremo de su brazo. La señora Jonas lanzó un suspiro de alegría:
—¡Aaaah!
Era un pequeño frasco de vidrio a medias lleno de aceite. En el aceite se sumergía un trozo de fósforo del tamaño de un carozo. Sacudiéndolo, provocó el milagro habitual: todo el frasco se volvió fosforescente. Su débil luz verde recalentó el corazón de la señora Jonas y permitió a su marido ver vagamente a Margarita con sus cuatro cabezas adormecidas que pendían, evaluar los daños —que no eran demasiado graves— y alcanzar la consola de comando.
Rozó con las puntas de los dedos las teclas que comandaban la resistematización de los disyuntores.
Uno: nada.
Dos: la luz blanca volvió por todas partes a la vez.
—¡Aaah!
Y se apagó de inmediato.
—¡Ooooh!
Tres: nada.
Cuatro: las lámparas blancas guiñaron, se apagaron, los plafones azules se encendieron, las lámparas blancas se volvieron a prender, los plafones se apagaron.
El señor Jonas, inmóvil, con el índice tendido sobre las teclas, esperó unos instantes, después se volvió a su mujer que permanecía en el corredor:
—Parece que va a andar… Voy a bajar a las máquinas para ver qué pasa. Busca a los chicos, vayan todos al salón, siéntense y si todo se apaga de nuevo quédense sentados, sobre todo no se muevan.
—Se diría que la luz es menos intensa que de costumbre —dijo la señora Jonas.
—Sí, es exacto… Voy a tratar de restablecer el primer circuito.
Pasó junto a Margarita y le golpeó amigablemente el flanco. Bum bum. Sus cuatro cuellos pendían cada uno por su lado, las cuatro cabezas casi a la altura de las piernas.
—¡Margarita! ¡Derecha! ¡Puedes dormir sin desplomarte!
Las cuatro cabezas suspiraron, los cuellos se irguieron blandamente y se enroscaron juntos, formando una especie de columna vertical terminada por un ramo de cabezas que dormían con los ojos abiertos. La reidora seguía sin sombrero. Después que la señora Jonas le destejió su turbante, no había hecho ninguna tentativa para reemplazarlo. Su temperamento optimista había primado, y se encontraba muy hermosa sin un cubrecabeza.
La señora Jonas llamó:
―¡Jim, Jif! ¿Dónde están ustedes?
La voz excitada y trastornada de Jim le respondió:
—¡Mamá, ven a ver! ¡Papá, ven! ¡Vengan a ver! ¡Vengan rápido!
Encontraron a Jim y a Jif frente a la habitación del señor Gé. Jim se había puesto de nuevo el short, y Jif estaba envuelta en su sábana floreada, de pies a cabeza. Se había hecho un nudo en el pecho y otro en la cintura para cubrirse por completo. Se tenían de la mano y miraban la puerta de la habitación. Y la puerta estaba enteramente abierta.
—¡Oh! —exclamó la señora Jonas.
Y se precipitó para entrar por fin en aquel lugar prohibido al que no defendían ya ni el señor Gé ni la puerta. Jif le trabó el paso con su brazo.
—¡No! ¡Al señor Gé no le gustaría! No entres, pero mira… ¿Qué es eso? ¡Mira!
La habitación estaba totalmente vacía, sin un mueble, ni siquiera un asiento. Parecía que nadie hubiera pisado jamás la moquette verde. En el medio de la pieza, sobre una pequeña alfombra de seda china, cuadrada, azul, gris y verde pálido, yacía algo que Jim señalaba con el dedo.
—¡Una rosa! —dijo la señora Jonas, estupefacta—. ¡Es una rosa!
—¡Oh! Se diría… —balbuceó el señor Jonas— aquella que él… Tú sabes, hace dieciséis años, cuando entró en el ascensor… ¡Llevaba una rosa!
—Una rosa… —dijo Jim dulcemente, maravillado.
—Lo recuerdo —dijo la señora Jonas—. Yo estaba dormida, acostada en la camilla, abrí los ojos y vi a un hombre alto de blanco que sostenía una rosa. No puede ser la misma, evidentemente… Pero ¿de dónde la sacó? ¡Te apuesto que es de plástico!
—No —dijo el señor Jonas—. Huele…
El perfume de la rosa llenaba la habitación y se deslizaba por el corredor.
—¡Qué agradable! —exclamó Jif—. ¿Es la rosa?
—Sí —respondió el señor Jonas.
—¡La quiero! ¡Jim, dámela!
—No —dijo Jim—. No, es del señor Gé, ni pienso tocarla.
—¡Tú me amas! ¡Ve a buscarla!
―¡No!
—¡La quiero!
La muchacha soltó la mano de Jim y dio un paso hacia la puerta abierta. Jim se arrojó delante de ella y le hizo frente, sus brazos separados apoyados en el marco e impidiéndole pasar.
—¡Jim! —dijo su madre—. ¡No se debe negar nada a una mujer embarazada! ¡Déjala entrar!
—¡No! ¡Es del señor Gé! ¡Que se la pida al señor Gé!
—Señor Gé —pidió Jif—, ¿me daría usted la rosa?
Jim y Jif esperaban la respuesta, el rostro algo alzado hacia el cielo raso, como siempre cuando hacían preguntas al señor Gé ausente. Pero el señor Gé no respondía.
La señora Jonas, incómoda, empezó a preguntarse cómo haría para decirle a Jim lo que había hecho, y cómo lo tomaría él.
—¡Señor Gé! —repitió Jif, impaciente—. Respóndame. ¿Me dará la rosa o no?
—¡Oh! —dijo la señora Jonas.
Y tendió hacia el interior de la habitación un dedo que temblaba un poco. Todos miraron.
Sobre la preciosa alfombrilla, la rosa acostada se deshojaba. Se abría como una mano cansada. Sus pétalos se separaban, se despegaban uno a uno y caían suavemente alrededor.
—¡Es una desgracia! —dijo Jim, con la voz estrangulada. Y se puso a gritar―: Señor Gé, ¡sucede una desgracia! ¡Responda, señor Gé! Señor Gé, ¿dónde está usted?
Empujando a Jif ya sus padres, empezó a correr por el pasillo, llamando al señor Gé y gritando la desgracia.
—¡Mamá! —exclamó Jif, aferrándose a su madre.
—No tengas miedo, chiquita —dijo la señora Jonas—. Es una rosa que se deshoja. A todas las rosas les sucede. Pero… ¿cómo te has vestido? ¿Qué es ese aparato a tu alrededor?
—Estaba desnuda —contestó Jif. Y llamó—: ¡Jim, espérame! ¡Jim!
Y empezó a correr, con un trozo de sábana detrás de ella.
—Bueno —dijo el señor Jonas—. A nuestro muchacho esto no le gustará nada. ¿Cómo vas a decírselo?
—¡No le diré nada! ¡No tienen necesidad de saber! El señor Gé habrá desaparecido, eso es todo. Algo que hace juego con su personaje…
La pregunta de su marido le había sugerido, en el mismo instante, la solución. Se sintió aliviada de un enorme peso.
Pero Jim y Jif estaban comprendiendo, y muy exactamente, lo que acababa de pasar.
Jim entró al salón gritando el nombre del señor Gé. Jamás, pero jamás el señor Gé había permanecido sin responder a un llamado. Algo grave había sucedido. Quizás estaba enojado, quizás había partido, había salido solo hacia lo alto, había atravesado el muro y los guijarros… ¿Los habría abandonado?
Ante ese pensamiento Jim sintió que sus piernas se fundían. El señor Gé había hecho el Arca y el Arca era el mundo; el señor Gé todo lo sabía, todo lo podía; el señor Gé les daba el aire, la luz y los pollos de cada día. El señor Gé era bueno. El señor Gé los amaba, velaba sobre ellos, había salvado a su padre y a su madre y había hecho crecer a Jif y a él mismo; el señor Gé abriría el Arca hacia el Paraíso, sin él no podían hacer nada, sin él ya no eran nada…
Jim se sintió tan miserable que los llamados no pudieron salir de sus labios. Se dejó caer al borde del diván, atontado; tenía frío, estaba interiormente vacío y tiritaba.
El reloj se iluminó. Era el rostro de Juan XXIII, lleno de gravedad.
—Dios ha muerto —dijo.
―¿Dios?
—Quiero decir, el vuestro: el señor Gé.
—¡No es posible! ―Jim se levantó como un resorte e interpeló al reloj—: ¡El señor Gé no puede morir!
No sabía muy bien lo que significaba la muerte, morir, pero adivinaba que era algo definitivo y terrible. ¡Algo que no podía aplicarse al señor Gé!
—¡Ay! —exclamó el reloj—. Es bueno que sea usted puesto al corriente. Aquí llega su hermana. Siéntense los dos, y miren…
El rostro de Juan XXIII se borró y toda la superficie del cielo raso reflejó como un espejo los acontecimientos que se habían desarrollado bajo él un poco antes.
Jim y Jif vieron y oyeron al señor y a la señora Jonas discutir con las cabezas bajas, igualmente observaron que el señor Gé entraba, alzaba los restos del pollo, los llevaba al Agujero. Vieron que la señora Jonas lo empujaba y al señor Gé hundirse en las profundidades de Santa Ana.
Gran gluf.
Ante la puerta cerrada de la habitación de Jim, la señora Jonas se lamentaba.
—¡Ven, Jim! ¡Sal de tu pieza, ven!
La confusión después del golpe instintivo que la había proyectado a la acción, y el temor con respecto a Jim, le habían dejado húmedas las palmas de las manos. Las secó en sus caderas, sobre su vestido a lunares. Le parecía que llevaba esos lunares desde la eternidad. Y sin embargo, hacía pocas horas que los había sacado del Distribuidor.
—¡Jim! ¡Mi pollito! ¡Queridito! ¡Ven! ¡Sal de tu habitación! ¡Ven a comer!
Una madre siempre se imagina, cualquiera sea la edad de su hijo, que si lo llama para comer él va a precipitarse como en las épocas del biberón. Pero Jim no se movía y permanecía mudo…
—¡Ven! ¡Hay pollo!…
Había pollo, pero era pollo frío. Por primera vez desde que distribuía, el Distribuidor lo había entregado así.
Jif lo había gustado con desconfianza, masticando un poco.
—Es raro…
Al segundo bocado sonrió:
—No es malo…
—Sería mejor con una mayonesa —dijo el señor Jonas con una neblina de nostalgia en el fondo de su voz.
Una mayonesa. Para hacer una mayonesa hace falta un huevo… Santa Ana no fabrica huevos. El huevo debe ser puesto. Por una gallina. Hay gallinas en el zoo. Duermen. Cuando se las despierte pondrán huevos. Dentro de cuatro años.
Una mayonesa dentro de cuatro años…
Atención: también hace falta aceite. Olivas. Hay plantas de olivo en las reservas. “A los cien años, un olivo es un niño” decía el abuelo campesino. Mejor el maní, que es anual. Pero haría falta África. ¿La colza, el girasol? Hay semillas en las reservas. Sembraremos, cosecharemos…
Una mayonesa dentro de cinco años. Pero para obtener el aceite hace falta un molino. Construiremos un molino.
Un molinito.
Nada de madera, puesto que no hay árboles. Un molinito todo de piedras y de metal. Para tallar las piedras hacen falta herramientas. Para forjar el metal, fabricar las herramientas, hay que encontrar minerales y carbón, hacer fuego…
¿Para cuándo la mayonesa?
El señor Jonas se dio cuenta de que no volvería a comer mayonesa en su vida. La mayonesa era fruto de toda una civilización. Sus biznietos probablemente podrían probar una. Con la indicación de no perder ni un solo día desde que se abriera el Arca. Sería necesario de inmediato sembrar, plantar. Ni los animales ni los hombres pueden vivir sin los vegetales. Sin la hierba. Sin la madera. La hierba crece rápido, pero nada obliga a que los árboles se apresuren. Obligadísima estaría a esperar la nueva civilización.
Cuando se reabriera el Arca…
Esta apertura planteaba un problema que solamente conocía el señor Jonas. No había hablado de eso con nadie. De aquí a cuatro años encontraría la solución. Mucho antes, sin duda.
Había abandonado su visita a las máquinas subiendo las escaleras, dándole a todo el mundo instrucciones de no utilizar más los ascensores, para no arriesgarse a quedar bloqueado en ellos. Había encontrado la maquinaria en perfecto estado. Nada explicaba la cuádruple disyunción. Y justamente eso era lo que le inquietaba. El primer circuito se había puesto a funcionar con normalidad cuando había reciclado los disyuntores a mano. Todo era perfecto, totalmente normal.
Pero… ¿ese pollo frío?
Al volver del taller, la señora Jonas se había cruzado con Jim que corría hacia su habitación, los ojos enloquecidos. La miró con horror, después se encerró y no quería salir. Todo su universo se había desplomado de golpe. El señor Gé y su madre eran los dos pilares de su alma. Les debía la vida y los adoraba por igual. A su madre con ternura, al señor Gé con veneración, y he aquí que, de repente, el señor Gé estaba muerto y era su madre quien lo había matado.
—¡Lo hice por tu hijo! —gritaba la señora Jonas a través de la puerta.
Jif, sin emoción alguna, le había dicho lo que el cielo raso les había mostrado.
—¡Si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría! ¡Y el mismo señor Gé, si pudiera hablar, te diría que hice bien! ¿Quiere que ustedes repueblen la tierra? Pues bien, ¡no van a repoblar nada matando a sus hijos! Vamos, ven… Ven a comer…
Esperó, escuchó. Nada… Inquieta, hizo de memoria el inventario de todo lo que se encontraba en la habitación de Jim. O en sus bolsillos. O con qué hubiera intentado dañarse. Felizmente, él no tenía siquiera un cortaplumas.
Volvió al salón. Jif, después del muslo, se había comido el ala.
—¿Y para tu hermano? ¿Pensaste en él? —dijo su madre.
—Tengo hambre —dijo Jif—. Él no tiene sino que pedir otro pollo y listo.
—Es cierto que es necesario que comas por dos, ahora… Tienes razón. Ve a buscar a Jim. Quizás tú consigas hacerlo salir. ¿Dónde está tu padre?
—Bajó de nuevo a las máquinas, está buscando…
―¿Qué?
—No sé…
—¡Deja de roer ese hueso! Dámelo. Ve a buscar a tu hermano.
Jif enjugó sus labios y sus dedos con su sábana peplo, dio a su madre la servilleta y los huesos, se levantó y se volvió a ensabanar para buscar a Jim. La muerte del señor Gé no la había afectado. Le parecía que su madre había dado muestras de coraje. No la aprobaba del todo, pero admiraba su espíritu de decisión. En cuanto al señor Gé, nunca lo había querido demasiado. Su mirada la avergonzaba. Él veía en su interior. Ella no tenía nada que esconder, pero a uno le gusta sentirse protegido por las cortinas, aun cuando el departamento está limpio.
La señora Jonas, preocupada, dejó la servilleta y los huesos sobre la fuente de plata, la tomó y se dirigió hacia el Agujero. Se acercaba a él sin temor. No experimentaba ningún remordimiento. Sólo la pena de haber tenido que llegar a eso. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Su preocupación era Jim. ¿Lograría que comprendiera? ¿Y admitir lo inevitable?
Arrojó la fuente al Agujero. Cling.
El Agujero ya no hacía gluf.
Volvió a su familiar sillón amarillo, husmeando el aire varias veces. ¿Era sólo una idea, o realmente había olor a…?
Se alzó de hombros. Sin duda su imaginación.
Cuando Jim entró seguido de Jif, llevaba su diccionario delante de él, con las dos manos, firme, un dedo metido entre las páginas para encontrar el lugar que había marcado. Se detuvo y miró a su madre fijamente.
—¡Jim!
La señora Jonas se levantó con lentitud. Temblaba. ¡Ese no era su pequeñín! La mirada dura, el rostro trágico, las mandíbulas crispadas… El muchacho avanzó hacia ella y, cuando estuvo muy cerca, abrió el diccionario y leyó.
—Asesino: aquel que mata con premeditación o por traición. ―Alzó los ojos hacia su madre y dijo con una voz helada—: ¡Asesina!
Sofocada, ella encontró en el fondo de su desesperación y de su amor el reflejo salvador. Le dio una soberana bofetada. Dos. ¡Paf, paf! En las dos mejillas.
—¡Toma! ¡Yo te enseñaré a hablar con tu madre!
Azorado, Jim abrió los ojos y dejó caer el diccionario. Tan estupefacta como él, su madre se miró la mano con la que le había pegado. Era la primera vez. Jamás lo había hecho. Ni sobre sus mejillas ni sobre sus nalgas de muchachito. La garganta se le oprimió. Fue como si ella hubiera recibido las dos bofetadas que acababa de dar, además de la palabra atroz que él le había endilgado. Se puso a llorar y luego a sollozar con grandes sollozos, de pie, rígida, inmóvil. Y pensaba que lloraba mucho desde hacía un tiempo, y que no era verdad que llorar hace bien, llorar desgasta, y ella merecía la palabra que le había dicho su pequeñín, era la verdad, era lo que ella había hecho, con premeditación y a traición. Y no pensaba con claridad todo aquello, no tenía verdaderamente la fuerza de pensar con las ideas brotando unas después de otras, estaba todo mezclado, confuso, era pesado, tenía demasiada pena…
—¡Mamá! —gritó Jim.
Y se echó en sus brazos.
El señor Jonas volvía del fondo del Arca con aire preocupado. Tenía su pequeño destornillador en la mano izquierda.
—¿Encontraste lo que buscabas? —preguntó Jif.
—No, no…
Meneaba la cabeza mirando a su mujer y a su hijo, y su larga y rala barba ondulaba un poco, como la cuerda para saltar de una niñita que juega a la serpiente.
Jim se había deslizado de rodillas frente a su madre y la aferraba con ambos brazos, el rostro escondido en su falda. Y era él quien lloraba ahora pidiendo perdón. La señora Jonas sonreía en medio de sus lágrimas que rodaban, y acariciaba los cabellos de su pequeñín con las dos manos, resoplando.
—Habría que liquidar esta historia de una vez por todas —dijo el señor Jonas—. Y que no se hable más… Jim, lo que tu madre ha hecho es lamentable en un sentido, pero en otro sentido es genial. Los ha liberado de una alternativa cuyas dos únicas opciones eran malas. Yo no hubiera tenido el coraje de hacer lo que ella hizo. Cuando arriba vivan ustedes una verdadera vida, verás que es siempre la madre quien se encarga de las tareas desagradables: lavar el traste de un bebé, limpiar el piso, desplumar la gallina o desollar el conejo para la comida. Y eliminar al señor Gé. Para que tu hijo nazca y viva. Cuando esté aquí y lo veas sonreír por primera vez, agradecerás a tu madre y la bendecirás…
—¿No huelen ustedes? —dijo Jif, olfateando varias veces.
—Sí —dijo el señor Jonas—. Es el perfume de la rosa…
—¡Yo creía que ella había muerto!
—Una rosa muerta no cesa de expandir su perfume —dijo el señor Jonas—. Pero ésta realmente embalsama…
—¡Oh, voy a verla! —Jif corrió hacia la puerta. La musiquita del Distribuidor la detuvo—. ¿Qué le pasa a la música?
No llegaba a completar sus notas. Se paraba en la segunda: “Tengo buen… Tengo buen…”
—Tartamudea —dijo el señor Jonas preocupado.
Una anomalía más.
El muro se abrió. Jif tomó la bandeja y se la llevó a Jim. La dejó sobre el pequeño escritorio y tomó el pollo para despegar un muslo.
—¡Aaah!
Lo dejó con una exclamación de asco.
—¿Qué tiene este pollo? —preguntó el señor Jonas, agachándose para tomarlo―. Oh la lá… ¡Está crudo! ¡Es un pollo crudo!
—¿Qué es un pollo crudo? —preguntó Jim.
El pollo crudo parecía ser un verdadero pollo crudo. El señor Jonas sentía entre su pulgar y su índice todos los delicados huesos de la fina extremidad del ala por la cual sostenía al ave pendiente. Llegó a una evidente conclusión:
—Habría que cocinarlo.
—¿Qué es cocinarlo? —preguntó Jim.
La señora Jonas sentía que su corazón se volvía liviano, liviano; reencontraba a su pequeño Jim normal: él volvía a formular preguntas. El muchacho encontró la respuesta en el diccionario.
―COCINAR: usualmente por cocer. Preparar los alimentos por medio del fuego.
No había fuego en el Arca, ni manera alguna de prepararlo. Era el enemigo número uno en el cual el señor Gé había pensado al hacerla construir. No solamente por temor a incendios; el fuego en un espacio cerrado hubiera consumido el oxígeno, perturbado el equilibrio y comprometido las oportunidades de supervivencia. Era una de las múltiples razones que le habían hecho elegir a la pareja Jonas: ninguno de los dos fumaba. Ni cigarrillos ni encendedores. Ni fósforos…
Pero en su taller el señor Jonas tenía un crisol eléctrico. Encerró al pollo en él. Lo sacó en una nube de vapor maloliente, una masa carbonizada, agujereada, de la cual chorreaba un jugo viscoso. No pudieron desprender los trozos. Trataron de morder adentro, unos después de otros. Era repugnante. Jif fue la única en obstinarse. Contorneó el ave, bocado a bocado. Su rostro estaba negro y chorreante de jugo. Tenía demasiada hambre. Sus padres y su hermano la miraban devorar. Se detuvo cuando llegó a la parte cruda.
—¡Muy bien, mi querida! —dijo la señora Jonas—. ¡Al menos tú te defiendes! ¡Hay que alimentar a ese tesorito!
Le sacó de las manos los restos del pollo y los tiró al Agujero.
Cling. Ningún gluf.
El señor Jonas apretó el Pequeño Botón, para ver. Quizás el Distribuidor necesitaba un arreglo.
Cuando el muro se abrió, las cuatro miradas descubrieron sobre la fuente…
—¡Una gallina! —gritó Jim.
Una gallina negra, con todas sus plumas, parecida a la que dormía a pocos pasos del león.
Cuando llegó la noche azul, se habían comido la gallina negra. La señora Jonas había reencontrado el gesto ancestral de desplumarla a mano, bajo los curiosos ojos de sus hijos. Metía las plumas en su canasto. Pelusillas grises volaban por todas partes.
Después la había vaciado, luego de abrirla con sus tijeras. Las tripas fueron a parar al agujero. Cling.
Por fin había logrado cocerla a punto en el crisol eléctrico. Se acostaron saciados.
Jim y Jif se durmieron en seguida, como de costumbre, cada uno en su habitación; Jif envuelta en su sábana tiznada.
El señor Jonas encontró a su mujer en la cama, lo que no le sucedía desde tiempo atrás. Hicieron el amor por inquietud, para olvidar. La señora Jonas no estaba ya muy segura de haber actuado bien. Su marido se planteaba preguntas muy exactas acerca de Santa Ana. Estaba programada para fabricar productos sintéticos, imitaciones, nada natural. Nunca lo había hecho. Teóricamente aquello era imposible. Ahora bien: el pollo crudo y la gallina negra eran incuestionablemente un verdadero pollo y una verdadera gallina.
Al empujar al señor Gé hacia el Agujero, la señora Jonas le había entregado algo viviente. Y Santa Ana parecía haber utilizado ese nuevo material para franquear un nuevo peldaño en la complejidad de sus creaciones. El señor Jonas no se había atrevido a pedir nada al Distribuidor. Había disuadido a Jif, que quería una sábana limpia. Mañana se vería… Mañana…
Se durmió. Se beneficiaba aún con la gracia infantil del sueño que no impide ninguna preocupación.
La señora Jonas no dormía. Con los ojos muy grandes abiertos en la obscuridad azul, rumiaba un pensamiento que le hacía subir a los labios el poco alimento que había tragado. Su Henri le había explicado cien veces el principio del circuito cerrado: lo que entregaba el Distribuidor se fabricaba con aquello que era arrojado al Agujero. Esa noche, comiendo la gallina negra, se habían comido al señor Gé.
Habitualmente era el olor de la medialuna crocante lo que despertaba a Jif. Esta vez fue un olor diferente. Lo identificó antes de abrir los ojos. La rosa…
El perfume entraba por la puerta siempre abierta, en grandes bocanadas redondas que se expandían en la habitación, rodaban hacia Jif, se deslizaban en su interior a cada inspiración, la llenaban de paz y de dulzura.
Permaneció algunos minutos respirando ese perfume y distendiéndose, en un suave bienestar. Le parecía que no pesaba sobre su cama; flotaba, era liviana y se extendía, como el perfume. Nunca hubiera pensado que una rosa, viva o muerta, pudiera tener un olor tan perdurable: la habitación del señor Gé se encontraba frente a la de ella, al otro lado del salón.
El hambre le devolvió su peso. Se sentó y abrió el muro. La bandeja del desayuno avanzó hacia ella, sobre su cama, pero la taza estaba vacía y, en lugar de la medialuna, el platito le presentaba una especia de tortilla de pasta grisácea que resbaló bajo su dedo cuando ella la tocó.
La invadió una gran pena, una pena de niñita a quien se le niega una golosina. No era solamente la glotonería frustrada, era el placer perdido, el rito alegre de la mañana congelado de repente.
Su hambre insatisfecha se redobló. Se levantó y corrió al salón; quizá hubiera pollo.
Encontró a sus padres y a Jim reunidos frente al Distribuidor. Nadie había recibido su desayuno. El señor Jonas vacilaba antes de apretar el Pequeño Botón. Su hijo y su mujer lo presionaban para que lo hiciera. Jif unió su voz a las de ellos.
—¡Anda! ¡Apoya! ¿Qué esperas?
—Bueno —dijo el señor Jonas—, ya vamos a ver qué pasa.
Y apretó.
Hubo una especie de estremecimiento detrás del muro, después ruidos extraños que se parecían a una voz aguda cortada en pedacitos. Bruscamente, el muro se abrió y una explosión de colores y de gritos furiosos salió de él, golpeó el rostro del señor Jonas, voló por encima de las otras cabezas y se posó sobre el pequeño escritorio, que crujió bajo su peso.
—¡Un gallo! —exclamó la señora Jonas.
Era un gallo vivo, enorme. Grande como un ternero. Y soberbio.
Azorado, aterrado, no sabiendo qué era ni lo que era real alrededor, nacido en ese mismo momento, adulto sin pasado, miraba con un ojo, después con el otro, las curiosidades que lo rodeaban. Bajo su erguida cresta roja y dentada, su cabeza era de un azul real con reflejos verdes, y blanco el redondel de sus ojos. Tenía un collar de plumas azules, un plastrón de fuego, el vientre azafrán, el lomo y las alas de un negro en moiré, y las largas plumas de su cola componían un ramo restallante de todos esos colores y algunos más.@@@
—¡Bienvenido, señor Gallo! —dijo Jim, avanzando hacia él.
—¡Kroook! —exclamó el gallo.
El primer instinto que se le despertó fue el de la defensa y la agresividad. Con su ojo izquierdo vio algo que se le aproximaba, volvió la cabeza para mirar con su ojo derecho, lanzó su grito de guerra y se abalanzó contra el enemigo. Tenía alas y creía poder servirse de ellas, no sabía exactamente cómo; era tan pesado como un avestruz, cayó sobre la mesa china, rompió la lámpara cuya bombilla estalló. Espantado voló al cielo raso, y chocó de paso con la empuñadura roja que empezó a balancearse.
Pero ya había caído nuevamente, volaba y corría en todos los sentidos.
—¡Oh, señor! —dijo el señor Jonas—. ¡Ojalá no quede prendido al techo!
—¡No es un gallo, es un toro! —gritó la señora Jonas—. ¡Hay que atraparlo!
El gallo corría y revoloteaba de aquí para allá.
—¿Cómo atraparlo? —preguntó el señor Jonas, saltando por encima del sofá amarillo.
—¡No lo sé! ¡Ve a buscar algo para atraparlo! ¡Con eso podemos comer al menos quince días!
—¡Señor Gallo! —gritaba Jim—. ¡Cálmese usted! ¡Señor Gallo, no queremos hacerle ningún mal! ¡Lo queremos mucho!
Jim estaba maravillado por la velocidad de aquel primer animal al que veía moverse. Pero ¿por qué tenía tanto miedo, que no llegaba a hablar de manera coherente? Jif se había echado sobre el diván y de a ratos alzaba la cabeza para mirar, ocultándola rápidamente cuando el torbellino de plumas se aproximaba.
Agotado, el gallo se posó sobre el respaldo del sofá, abrió el pico, sacó la lengua y empezó a jadear con cara de estúpido.
—Señor Gallo…
—¡Shhh! ¡Cállate! —dijo la señora Jonas—. No lo excites. ¡Henri, apúrate!
El señor Jonas se desplazó lentamente hasta la puerta y, una vez en el corredor, corrió hacia el taller. Margarita seguía durmiendo, sus cuatro cabezas reunidas en la cúspide de sus cuatro cuellos juntos. Al señor Jonas se le ocurrió una idea.
—Margarita, duermes… Duermes profundamente…
—Sí, Henri mío, duermo.
—Duermes y me obedeces…
—Sí, Henri mío, te obedezco.
—Bien, muy bien… ¡Margarita, eres una gallina!
—¿Una gallina? ¿Por qué una gallina?
—¡Porque sí! ¿Me obedeces o no?
—Sí, te obedezco. Soy una gallina.
—Habíame como gallina.
—Croc croc croc croc… —dijeron las cuatro cabezas.
—Muy bien. Eres una bellísima gallinísima, una gallina muy amable. En el salón hay un gallo que te espera, lo vas a ver, lo llamarás tiernamente…
—Croc croc croc croc…
—¡Muy bien! Él vendrá hacia ti. Cuando esté bien cerca lo atrapas y le retuerces el cuello.
—Pero… ¿por qué, si es un lindo gallo?
—¡No me discutas! ¡Me obedeces! ¿Entendido?
—Sí, te obedezco, mi Henri querido… Croooc… Croooc…
—Eso es, eso es… Ahora despiértate y a trabajar… ¡Adelante!
Los cuatro cuellos se desenroscaron y Margarita se dirigió a la puerta lanzando gritos gallináceos.
Siempre posado en el sofá, el gallo la oyó llegar, cerró su pico, irguíó la cabeza, se levantó sobre los dedos de sus patas y clarinó el primer cocorocó de su vida. Fue un ruido espantoso, que parecía salir de una trompeta gigante llena de arena gruesa.
A Margarita le pareció sublime.
—¡Croooc, croooc! —dijo entrando al salón.
Se aproximó, fscht, fscht, el pie izquierdo, el pie derecho. Luego se detuvo. Croooc, croooc.
El gallo saltó al piso y se le acercó, henchido, vanidoso, no sabiendo qué instinto lo poseía pero listo a saciarse si era posible. Era la primera hembra que veía. La encontraba absolutamente espléndida pero, pero… ¿Por dónde hacerlo? Dio vueltas alrededor de ella, se detuvo y rascó la moquette con las dos patas.
—¡Kro! ¡Kro! —dijo.
—Sí, Henri mío. ¡Te obedezco! —dijo Margarita.
—Qué hermoso sombrero —suspiró la cabeza pelirroja.
Las dos pinzas se cerraron juntas alrededor del cogote del gallo y dieron un tirón rápido y seco.
El gallo lanzó un aullido de freno de camiones de treinta toneladas que choca contra un plátano, corrió hacia la puerta y salió por el corredor, perseguido por el dolor de su cuello desplumado y por toda la familia Jonas. Rebotó de una pared a otra, corrió, voló, atravesó la sala de gimnasia, franqueó la ducha, gritó más fuerte, corrió más rápido, cayó en un deslizador y desapareció. Se oyeron sus ko-ko-ri-kó desvaneciéndose. Después no escucharon nada.
—¡Felicitaciones por tu Margarita! —exclamó la señora Jonas.
—Es por la cuestión del sombrero —dijo el señor Jonas—. Debí hacerle uno. Parecía resignada, pero tenía un peso en el corazón… ¡Es tan sensible!
—¡Mamá, tengo hambre! —gimió Jif.
—-¡Ve a vestirte! Ya encontraremos algo que comer…
Jif se dio cuenta de que estaba desnuda, escondió sus senos con las manos y corrió hacia su habitación.
Jim vaciló un segundo, después se lanzó en el deslizador donde había desaparecido el gallo.
—¡Señor Gallo, espéreme!
—¡Cuidado, mi pollito! —gritó su madre—. ¡No te le acerques! ¡Te hará daño!
—¡Allí voy! —dijo el señor Jonas.
—¡Eres tan idiota como tu hijo! ¿Qué pretendes hacer con tus manos vacías a ese animal? ¡Primero tienes que fabricar un arma!
Frrr, frrr, un pie delante, un pie detrás, en medio del taller Margarita hacía la ronda solita y sola, cantando a cuatro voces:
¡Ah, mi lindo sombrerito!
¡La-ra-lira-lara-lá!
¡Ah, mi lindo sombrerito!
¡La-ra-lira-lara-ló!
Con un hilo eléctrico había fabricado para su cabeza pelirroja una corona ornada con las más hermosas plumas de gallo. Y como le sobraban, había plantado otras en los tocados de sus otras cabezas. Daba vueltas sobre el mismo lugar, frrr, frrr, como un tiovivo multicolor, sus cuatro rostros mirando hacia el interior y ondulando en el extremo de los cuatro cuellos flexibles. La cabeza rojiza se inclinó fuera del círculo, hacia el señor Jonas:
—¡Henri, dime que soy hermosa!
Frrr, frrr…
Pero el señor Jonas no tenía tiempo para mirarla. Acababa de aserrar en bisel el extremo de una varilla de acero de dos metros de largo y la había afilado con la piedra esmeril. Probó el filo con el dedo. ¡Una navaja!
—Con esto —dijo— conseguiré ensartar a tu enamorado.
Salió del taller con la lanza en ristre, como un caballero andante. No encontró a nadie junto al deslizador; la señora Jonas, inquieta, había descendido para impedir que Jim cometiera alguna imprudencia. El señor Jonas se deslizó a su vez.
El piso de los animales estaba constituido por diez cuchetas superpuestas y cerradas por puertas transparentes y corredizas. Las cien cajas de cada cucheta estaban unidas por cinco corredores de sur a norte y cinco de este a oeste, cortándose en ángulo recto, lo que daba como resultado veinticinco cruces de caminos por cucheta, o sea doscientos cincuenta para todo el piso. Los corredores terminaban, por un extremo u otro, en una de las dos rampas helicoidales que se enrollaban de lo alto a lo bajo como un doble pasaje alrededor del piso, y desembocaban en la superficie de la cucheta superior. La evacuación de los animales despiertos podría hacerse pues con rapidez y sin obstáculos. En ciertos corredores, unas plataformas eléctricas, ahora inmóviles, esperaban ser utilizadas para el transporte de bestias pesadas o de peces en sus recipientes de agua descongelada. Y las diez cuchetas se comunicaban entre sí por una escalera y un deslizador en cada corredor.
En ese laberinto Jim buscaba al gallo, la señora Jonas buscaba a Jim y el señor Jonas buscaba a los tres.
Jim llamaba:
—¡Señor Gallo! ¡Contésteme!
La señora Jonas gritaba:
—¿Jim, dónde estás? ¡Espérame!
El señor Jonas no decía nada, se apresuraba ya hacia una voz, ya hacia la otra, el eco las cortaba en fragmentos, las enviaba de vuelta, las superponía y las repetía. Las voces llamaban de todas partes. Al llegar al centro de la quinta cucheta, llamado desde la derecha, desde la izquierda, desde adelante, desde atrás, desde arriba, desde abajo, el señor Jonas se inmovilizó y esperó, con el arma a sus pies.
La casualidad generosa hizo que al mismo tiempo llegaran Jim y su madre por los dos extremos de un corredor de la décima cucheta. Se juntaron y dejaron de gritarse. El señor Jonas, sin esperar nada más, empezó a caminar.
Terminaron por encontrarse, pero no hallaron al gallo.
De vuelta en su habitación, Jif había tratado de comer la tortilla de pasta entregada por el muro en lugar de una medialuna. Pero se había descascarado, era dura como madera. La tiró con asco. El muro se tragó su bandeja.
Jif volvió al salón, se aproximó al Distribuidor, tendió la mano hacia el Pequeño Botón pero no osó llegar al término de su gesto. Temía que el muro se abriera todavía sobre algún monstruo. Se sentó en el piso y esperó la musiquita que le entregaría un maravilloso pollo asado; esperó que todo recomenzara como antes, cuando uno tenía comida cada vez que sentía ganas y aun cuando no tenía…
Se había envuelto de nuevo en su sábana, que caía en hieráticos pliegues alrededor de su figura en cuclillas. Sólo emergían de la tela floreada su cabeza rubia y sus manos apretadas en torno a la cruz. Inmóvil, con la mirada azul fija en el muro cerrado, parecía una pequeña divinidad oriental de la juventud y de la esperanza.
De escalón en escalón, los tres cazadores volvían con las manos vacías.
—¿Dónde pudo esconderse ese perdido animal? —dijo la señora Jonas.
—No se escondió —señaló el señor Jonas—. Simplemente no se encontraba en el lugar donde estábamos nosotros al mismo tiempo que nosotros… Lo que debemos hacer es ir los cuatro, tomar dos galerías a la vez por los dos extremos. De este modo…
—¡Cállate!… Huele… —dijo la señora Jonas—. ¡Huelan!
Husmearon silenciosamente: hush, hush, hush…
El rostro de Jim se iluminó. Gritó:
—¡La rosa!
—Sí… —suspiró la señora Jonas.
—¿Entonces quiere decir que una rosa tiene mejor perfume cuando más muerta está? ¿Es lo mismo con la gente?
—No exactamente —señaló la señora Jonas—. ¿Y si fuéramos a ver?
—Vamos a ver —dijo el señor Jonas, preocupado—. Esto no es normal.
Estaba cada vez más inquieto. No se atrevía a hacer notar a los suyos que el “sexto”, el perturbador, ya estaba allí bebiéndose el oxígeno: un gallo respira. Por el momento respiraba la parte del señor Gé, pero era necesario no demorar demasiado en cerrarle la canilla también a él.
Además del gallo, esa rosa que olía como todo un rosedal lo exacerbaba. Siguió a su nariz, hush, hush… Jim lo pasó corriendo y se detuvo petrificado en el umbral de la habitación del señor Gé. Cuando su padre y su madre lo alcanzaron, él miraba hacia el interior. Su rostro expresaba estupefacción y temor.
—Nunca vi nada semejante… —dijo la señora Jonas en voz baja.
Sobre la preciosa alfombra china, la rosa se había reducido a un fino polvillo. De ella no quedaba sino una silueta gris y pálida, delicada, casi sin espesor, con todos los detalles bien dibujados, el diseño de las hojas, una espina sobre el tallo debajo a la izquierda, y el relieve plano, bosquejado, de los pétalos desparramados…
El perfume era quizás menos fuerte que en la puerta del ascensor. Parecía que la rosa hubiera lanzado un llamado hacia ellos. Y Jim comprendió.
—Sé lo que ella quiere —dijo con certeza—. Desea encontrarse con el señor Gé.
Entró a la habitación, se arrodilló, pasó con precaución sus dos manos bajo la alfombrilla, y se levantó lentamente sosteniéndola delante de sí. Sus padres se apartaron para dejarlo salir y siguieron sus pasos. Jim marchaba con gravedad, sus antebrazos en posición horizontal sosteniendo la frágil reliquia yacente que no dejaba de mirar. Detrás de él iba la señora Jonas, un poco aturdida, asustada, no sabiendo por qué lo seguía de ese modo; después el señor Jonas que buscaba, sin encontrarla, una explicación racional a la larga vida y a la súbita reducción de la rosa a su polvo esencial. El perfume los envolvía y acompañaba.
Cuando entraron al salón, Jif se levantó de un salto para gritar su hambruna, pero se quedó muda, la boca semiabierta. Jim, sin mirarla, se dirigió hacia el Agujero seguido de su madre, después de su padre y finalmente de Jif que ya no pensaba más en su hambre.
Jim se detuvo frente al Agujero y se arrodilló.
—Señor Gé —dijo—, le devolvemos su rosa… y le pedimos perdón. Lo que mi madre hizo no lo hizo por maldad, sino para salvarnos a los cuatro y a todos los hijos que yo le he hecho a Jif y ella lleva en su seno. Perdónenos a todos, señor Gé, estamos muy tristes al no verlo más con nosotros… He aquí su rosa.
La señora Jonas, trastornada, había caído de rodillas y lloraba una vez más. Y pensaba: “Pobre inocente, mi lindo inocente, mi corazón de rosa… ¿Por qué tengo que llorar todavía? Yo no era así, es la edad… Señor Gé, usted sabe muy bien que yo no lo detestaba… Espero que no haya sufrido”.
Jim se levantó, metió sus brazos en el Agujero y los apartó. La alfombra y la rosa hecha polvo cayeron hacia lo negro.
Hubo un pequeño cling y una grande y súbita bocanada de perfume, como un relámpago para las narinas. Después el olor se desvaneció y Jif reencontró su preocupación. Gritó:
—¡Mamá, tengo hambre!
—Ya sé, ya sé, mi cervatilla —dijo tristemente la señora Jonas—. Ten un poco de paciencia, todos tenemos hambre. Bajaremos adonde están los animales, vendrán con nosotros, entre los cuatro terminaremos por encontrar a ese gallo imbécil, tu padre lo matará y tendrás para comer…
—¡No! —gritó Jim—. ¡Se lo impediré! ¡Ustedes ya mataron al señor Gé que nos había hecho bien, y quieren matar también al primer animal viviente que nos ha sido dado! Llamemos las cosas por su nombre: ¡ustedes son peores que la peste! Yo buscaba al gallo para defenderlo, no para ayudarlos. ¡Les impediré que lo maten!
La señora Jonas suspiró.
—Es muy bueno ser gentil, mi pollito, pero no hay que ser idiota… A los gallos siempre se los ha matado, para eso están hechos. Aunque sean un poco duros con salsa de vino pasan, pero hay que cocerlos largo tiempo; entonces se prefiere matarlos cuando aún son pollos. Y uno los mata, ¿entiendes? ¡Estamos obligados a matarlos para comerlos!
Casi había gritado la última frase, y Jim por un instante vaciló. Pero se aferró a lo que para él era la realidad y la evidencia:
—¡Hasta ahora siempre hemos comido, y no hemos matado nunca! ¡Fuiste tú la que comenzaste con el señor Gé! ¡Fuiste tú la que descompuso todo!
—Es posible que me haya equivocado al hacer lo que hice, pero de todos modos no hubiera durado. Cuando estemos arriba todo se volverá normal, y lo que no es normal es que un pollo salga de la pared completamente asado. ¡Para ser cocido, primero tiene que estar crudo! ¡Y hay que matarlo cuando está vivo! ¡Métetelo bien en la cabeza! Se mata al pollo, se mata al ternero, se mata al carnero, se mata al buey, se mata al cerdo… ¡y uno se los come! Así son las cosas…
—¡Es odioso! —dijo Jim—. ¡Es horrible! ¡Yo no comeré!
—No comerás durante dos días o tres, al cuarto tendrás tal apetito que te comerías un pollo sin siquiera desplumarlo…
—No te trastornes, Jim —dijo el señor Jonas con suavidad, y se aproximó a su hijo, que temblaba—. Es desdichadamente la ley de la vida: el vivo se como al vivo para vivir. La muerte sostiene a la vida. Incluso si fueras una vaca y comieras hierba, sería la misma cosa. Sobre la tierra la hierba está viva. No es de plástico, como aquí. Es la primera cosa que haremos crecer, para alimentar a la vaca, que será el primer animal al que despertaremos. Comerá la primera hierba viva del mundo nuevo. Y un día nos comeremos a la vaca.
—¡Tengo hambre! —gritó Jif—. En lugar de tantas palabras, ¿quién va a matar finalmente a ese pollo?
—Ahí tienes: tu hermana ha comprendido —dijo la señora Jonas—. ¡Vamos, adelante!
El reloj se iluminó.
Era el rostro de Jean Rostand.
—Comerás, niñita —dijo—. Santa Ana ha llegado al comienzo del ciclo y les ofrece su obra maestra. ¿Quieren el top?
—¡No! —dijo la señora Jonas.
Jean Rostand se extinguió. Y la musiquita del Distribuidor resonó: “Tengo buen tabaco”. Había reencontrado sus notas. Para todos fue música celestial. Se volvieron hacia el muro, ansiosos, el corazón galopante. Y el muro se abrió.
Sobre la bandeja de plata había una capa de paja, y sobre la paja dorada brillaba la blancura de una cosa curva, de formas exquisitas y perfectas.
—¡Un huevo! —dijo la señora Jonas, estupefacta.
—¿Y eso se come? —preguntó Jim.
—¡Por supuesto que se come, tesoro mío! ¡Y hay para todos!
Porque era un gran huevo, tan grande como un melón de España. La señora Jonas lo tomó con delicadeza, con ambas manos, y lo sopesó con los ojos brillantes.
—Lo voy a cocer en agua hirviendo. En el crisol… ¡El rey de los huevos duros! ¡Pesa por lo menos dos kilos!
Al contrario de lo que pensaba el señor Jonas, el gallo se había escondido. Involuntariamente.
Después de la agresividad y el impulso sexual, el tercer instinto que despertó en él fue el de alimentarse. Pasando ante la puerta transparente de una caja, vio en el interior algo redondo que brillaba, y decidió que se lo comería. Era algo minúsculo en relación a su apetito, pero las gallináceas en libertad se alimentan así, de pequeñas semillas o de insectos ínfimos que picotean entre el polvo o las briznas de hierba. Necesitan mucho. Por eso están tan ocupadas todo el día.
Lo que había despertado el reflejo del picoteo del gallo era el ojo del camello que dormía, acostado de perfil y con los párpados abiertos. El gallo proyectó su cabeza y su pico hacia el ojo apetitoso, y su pico chocó contra la puerta transparente. Ésta, irrompible, no sufrió ningún daño. Sin ver el obstáculo con el que tropezaba, el gallo ignoró su existencia, y estúpido como todo gallo recomenzó y recomenzó y recomenzó a intentar comerse el ojo del camello. Y entre los golpes violentos de su pico formidable, varios alcanzaron la placa de apertura, la deformaron, la hundieron y la apretaron.
De modo que la puerta se deslizó hacia un costado.
El impulso del picotazo siguiente proyectó al gallo hacia el interior de la caja. El frío total lo aferró y, en un instante, se congeló en bloque. Pero, sin las precauciones del caso, el frío hizo estallar cada una de sus células. Totalmente destruido, se murió sin darse cuenta, después de una corta e incomprensible vida, llena de estupefacciones y vacía de satisfacciones.
Duro como una piedra, cayó sobre el camello y se deslizó detrás de él.
Estropeada la cerradura, la puerta quedó abierta, y el camello comenzó a recalentarse.
Un accidente semejante, aunque muy improbable, había sido previsto. Un recalentamiento por la temperatura ambiente hubiera sido interminable, y mortal a causa de su lentitud, estando el corazón todavía congelado mientras las capas externas del cuerpo, y el cerebro, descongelados, hubieran reclamado sangre caliente.
Para salvar al camello, el mecanismo de despertar inmediato se desencadenó. Una ola de ondas ultracortas lo recalentó instantáneamente, en todo su espesor y a su temperatura normal de camélido. Entonces lanzó un gran suspiro de camello, cerró los ojos y se durmió con un sueño normal, del cual saldría al cabo de pocas horas, totalmente dispuesto.
La rama del programa de despertar puesta en funcionamiento de ese modo no le concernía sino a él. Y, por supuesto, a sus tres camellas. Y a las veintiséis ovejas con su carnero.
Todo ese ganado no hubiera debido ser despertado sino mucho más tarde. Cuando el primer hijo de Jim y Jif hubiera sido lo bastante grande como para cuidar de los corderos.
Flic y Floc, la pareja de perros pastores, también fueron despertados de inmediato. Y esos treinta y tres animales, después de dieciséis años de inmovilidad, durmieron un sueño tierno y reparador. Respirando profundamente.
El señor Jonas abrió la puerta del taller y se deslizó para dejar entrar a su mujer, que llevaba el huevo con las dos manos, con el terrible temor de dejarlo caer.
—¿De qué es este huevo? ¿Qué te parece?
—De nada… —dijo el señor Jonas—. O mejor dicho es de Santa Ana, ya que ella lo ha puesto…
—¡Qué gallina tan curiosa! —dijo la señora Jonas.
―¡Lara-lira-lá! ―cantaba Margarita, que continuaba su ronda.
Cuando el huevo pasó cerca de ella en las manos de la señora Jonas, uno de sus ojos lo apercibió. Dejó bruscamente de bailar y de cantar.
—¡Huevo!
—¡Un huevo!
—¡Croc, croc, croc, croc!…
Apuntó sus cuatro cabezas hacia el objeto en cuestión.
—¡Croooc!
—¡Voy a incubarlo!
—¡Dámelo!
—¡Incubar!
—¡Incubar!
—¡Incubar!
—¡Incubar!
Sacó sus pinzas y se precipitó hacia la señora Jonas, Frrr, frrr, arrullando. ¡Croc, croc, croc!
La señora Jonas retrocedió, apretando el huevo contra su pecho, en la fortaleza de sus manos y sus antebrazos.
—¡Henri, me lo va a romper! ¡Está loca! ¡Detenla!
—¡Margarita, duerme! —ordenó el señor Jonas.
—¡Lo puedo incubar durmiendo! ¡Dámelo!
—¡Margarita, duerme!
―Yo…
—Yo puedo…
―Yo…
—¡Dame!
―¡Duerme!
Las cuatro cabezas se inclinaron lentamente en el extremo de sus largos cuellos.
—¡Compórtate bien!
Los cuatro cuellos se irguieron y se enroscaron en vertical, juntando sus cabezas en un ramo de plumas amarillas, rojas, verdes, anaranjadas, negras y azules, que se inmovilizaron estremecidas de frustración.
No hubo otro incidente, y la señora Jonas pudo cocer el huevo en el crisol, primero con el botón grande y después con el botón chico, porque no tenía un botón solo todo entero.
Comieron la mitad de inmediato, y la otra mitad antes de acostarse. Los chicos encontraron ese alimento bastante raro pero aceptable. Los padres reconocieron con emoción el gusto olvidado. La yema era muy harinosa, tuvieron que tomar mucha agua para hacerla bajar. La clara era un poco elástica, pero delicada. “Con unas cucharadas de mayonesa…”, pensó el señor Jonas. “Bueno, mejor no pensar en eso. En todo caso, esto alimenta”.
Jif se sentía saciada. El interior del medio de su cuerpo estaba bien lleno y calentito.
—Tendrías que tratar de conseguir otro —dijo la señora Jonas—. Mientras todo está tranquilo.
El señor Jonas vaciló. Pero su mujer tenía razón: era necesario saber en qué situación estaban, si Santa Ana se había vuelto normal o no y, en este último caso, qué sorpresa les reservaba.
Fue la peor.
El señor Jonas apretó el Pequeño Botón, la pared se abrió y presentó una bandeja. La bandeja estaba vacía.
Zoa, la camella más joven, se despertó antes que las demás. Tenía largas pestañas blancas e incisivos amarillos casi horizontales, de diez centímetros de largo.
Salió de su jaula, resopló sacudiendo sus dos jorobas y su cuello curvado y gritó. Es decir que lanzó un alarido como el que haría un globo aerostático si fuera la bocina de un automóvil. Ese grito significaba: “¿Dónde estoy?”
Las otras dos camellas y el camello se despertaron, también el carnero y sus ovejas, e igualmente Flic y Floc. Todos salieron a los pasillos, las ovejas buscaron algo que comer, no encontraron nada y empezaron a balar. Flic y Floc, viendo que su rebaño se dispersaba, trataron de juntarlo ladrando y dando vueltas alrededor, como deben hacerlo los buenos perros pastores. Pero no es fácil correr alrededor de algo en un lugar entrecortado por veinticinco ángulos rectos. Las ovejas escapaban por todas las esquinas. Y al juntarse todas las esquinas, todos los corredores y todas las ovejas, la perra y el perro de color tabaco moreno y rubio mezclados, con sus pelos en los ojos, ya no se veían, corrían más, ladraban, sacaban la lengua. Y cuanto más corrían, más tenían la impresión de llegar al mismo lugar.
Finalmente Floc, la perra, se encontró frente al carnero, Jao, que bajaba la cabeza con el peso de sus cuernos en espiral. Aún un poco somnoliento, se preguntaba por qué debía llevar esas dos enormes máquinas que le tiraban la cabeza hacia abajo y no servían para nada, ni siquiera para pelearse.
—¡Eres un idiota! —ladró Floc—. ¡Los cuernos son para hacerte hermoso! ¡Y para indicar que eres el macho! ¡Tienes un cerebro como una nuez, pero hermosos cuernos. ¡Eres el carnero! ¡El jefe! ¡Haz tu oficio de jefe! ¡Junta a tus mujeres!
—¡Bééé! —dijo Jao. Eso quería decir: “¿Dónde?”
—¡No sé! —dijo Floc—. ¡Y no tiene importancia! ¡Vamos!
Y para darle impulso se colocó detrás de él y le mordió un muslo. Jao saltó hacia adelante y sonó su clarín. Era una bella campana de bronce, fijada a su cuello por un collar de castaño.
Todas las ovejas trotaron hacia el ruido, llenaron el corredor donde se encontraba el carnero y, con la cabeza baja, siguieron a Jao quien, empujado por ellas, terminó por desembocar en la rampa tirabuzón y comenzó a subir, sonando y balando, seguido de su rebaño y de los perros que mordisqueaban de a ratos a las últimas ovejas, por hábito y por deber: nadie debe quedar último.
Zoa, la camella rubia, había reencontrado su camello y colocado tiernamente la cabeza entre sus dos jorobas. Las dos otras camellas llegaron. Eran mayores, más duras, en plena forma. Hubo una explicación entre las tres mujeres a dentelladas, voló pelo de camello por todas partes, pero al fin no fue nada grave.
El macho, filosóficamente, se levantó despacio. Ellas lo siguieron. Él caminaba. Había caminado mucho desde que existía. Esa era su función. Una vez más empezaba a caminar, puf, puf, puf, puf, sobre sus cuatro patas blandas. Sus jorobas se movían, su cabeza permanecía fija, el ojo apuntando al horizonte. Era el extremo del corredor.
Cuando llegó se encontró frente a un camino que, por una parte, subía, y por otra parte bajaba. Los camellos con dos jorobas, cuyo origen es montañés, tienen las patas de adelante mucho más cortas que las de atrás, lo que los incita a subir. De modo que subió, seguido por sus tres camellas. Las treinta y tres bestias subían ladrando, balando, sonando, gritando, y respirando cada vez con mayor dificultad. Comenzaba a faltarles el oxígeno. Aun era de noche, pero para acompañar su despertar se había encendido la luz blanca en los cincuenta corredores y las dos rampas helicoidales.
La señora Jonas dormía mal. Oprimida, despertaba a cada rato, se acostaba primero del lado izquierdo y después del derecho o a la inversa; volvía a dormirse, se despertaba de nuevo, ensayaba la posición de espaldas o de panza, respiraba profundamente para relajarse y nada iba mejor: tenía la impresión de estar encerrada en el fondo de un placard, bajo una pila derrumbada de ropa blanca.
Y de pronto, saliendo de un corto sueño agitado, oyó… ¿Era posible? ¡Soñaba!
―¡Uah, uah, uah!
―¡Guau, guau, guau!
―¡Bééé, bééé, bééé!
―¡Ding-dong, ding-dong!
Se levantó de un salto y se sofocó. Su corazón latía contra sus costillas.
―Pero… ¿qué pasa? ¿Henri?
Entró a la habitación de su marido, contigua a la suya, y encendió la lámpara de cabecera. El señor Jonas dormía, cubierto de sudor, respirando en pequeños y rápidos jadeos. Ella lo enjugó con una punta de la sábana. El hombre despertó y la descubrió inclinada hacia él. Ella dormía desnuda y así había venido. El señor Jonas vio, suspendidos sobre su rostro, sus senos muy redondos, muy dulces, muy ricos, ofrecidos como frutas. Y alrededor de ellos se ordenaban las curvas perfectas de los hombros, de los brazos, del vientre. Pensó que no había nada tan bello en el mundo como su mujer. Le sonrió de felicidad.
—¡Qué hermosa eres, Lucie! ¡Ven!
Se apartó para hacerle lugar en su cama.
—¡No es el momento! ¿Acaso no oyes?
Él oía, pero creía que era el resto de un recuerdo soñado. Se sentó vivamente, y ese simple esfuerzo lo hizo jadear.
—¡Mi Dios! ¡El oxígeno!
En ese momento estallaron las trompetas del camello y de las tres camellas, que protestaban contra la falta de aire.
—¡Qué es eso? —preguntó la señora Jonas azorada.
—No lo sé… ¿Vacas?
—Seguramente no. Las vacas que oí en Auvergne decían “muuu”.
Su imitación de la vaca le cortó el aliento.
—¿Qué hay en el aire? Siento como que no pue… no puedo respirar…
—No es lo que hay. Es lo que no hay… Los animales se despiertan. Respiran… Bombean el oxígeno…
—¡Hay que hacerlos dormir de nuevo, basuras!
—Es imposible, no tenemos con qué…
—¡Mamá! ¡Mamá!
Jif gritaba, aterrada. Su llamado terminó en toses.
La señora Jonas se puso rápidamente su vestido a lunares y fue al encuentro de su hija. Jim ya estaba junto a ella.
—¡Mamá! ¿Que son esos ruidos? No puedo respirar…
—Son los animales… Se despiertan… Beben el oxígeno… No tengan miedo… Papá va a encontrar la manera de…
Jim hinchó sus pulmones, recomenzó y recomenzó otra vez, furioso ante los resultados mediocres.
—¿Un medio? —dijo—. ¡Sólo hay uno, abrir el Arca! ¡Rápido! ¿Dónde está papá?
―En el taller…
El señor Jonas manipulaba un generador de oxígeno. Sin esperanzas. Podría quizás fabricar algunos litros por hora, mientras hubieran sido necesarios metros cúbicos con todos esos pulmones de animales que devoraban el fluido de la vida. Por otra parte, no era lógico, no era normal. Aun con todos los animales despiertos, el oxígeno no debería faltar con tanta rapidez. Era quizás Santa Ana quien lo absorbía. El equilibrio del Arca estaba destruido.
Otro signo era el calor, que aumentaba. El señor Jonas transpiraba, tenía sed. Tomó una copa de vidrio e hizo girar un grifo. El agua no salió. La cañería susurró y después calló. La luz blanca se encendió en todas partes. El día comenzaba.
Jim había tirado su short y su slip. Hubiera querido sacarse la piel para tener menos calor. El sudor le corría todo a lo largo del cuerpo. Dejaba una huella húmeda sobre la moquette del corredor. La curiosidad privaba por sobre todos sus otros sentimientos. Antes de ver a su padre quería ver a los animales. Se los oía menos, sus gritos se tornaban plañideros. Pero ninguno se quejaba con palabras que se pudieran comprender. ¿Cuál era la voz del Rey? ¿Era él quien producía ese enormísimo ruido ronco?
De paso, se zambulló en la fuente. El agua no salía de la boca de los delfines de piedra, pero el estanque estaba lleno. Bebió el líquido tibio y se mojó la cabeza. Se arrastró hasta el deslizador y se dejó ir.
El león seguía inmóvil junto a su leona, y la gacela continuaba durmiendo. Los gritos plañideros provenían de la rampa. Allí encontró Jim a las ovejas acostadas, tal como las había visto a menudo en sus compartimientos. Pero aquí se movían un poco, trataban de levantarse y renunciaban. No habían podido subir hasta la punta. Jao el carnero había posado su cabeza a través de una oveja, y su boca abierta alentaba dulcemente entre sus cuernos ornamentales.
—Ovejas, ovejas —dijo Jim— no tengan miedo… ¡Valor! Vamos a abrir el Arca. Podrán respirar de nuevo, ¿entendieron?
―¡Bééé, bééé!
Esperaba una respuesta mejor. Tanto peor. Charlarían más tarde. Había que apresurarse… y abrir. Subió por el ascensor.
Desplomados en la cabecera del rebaño, Flic y Floc habían oído la voz del hombre y aspirado su olor. Encontraron bastante fuerza para gemir de amor.
Los camellos se habían detenido más abajo. El gran macho había bloqueado oblicuamente la pendiente, los ojos plenos de prudencia, y esperaba la continuación (o el fin) de los acontecimientos rumiando una vieja mata de hierba conservada en un rincón de su estómago desde hacía dieciséis años.
Margarita continuaba durmiendo en el Atelier, pero el señor Jonas no estaba allí. Jim lo encontró en el salón, con los otros. Jif, tendida en el diván, se quejaba suavemente. Su madre trataba de calmarla. El señor Jonas, en el sillón amarillo, los ojos apagados, parecía aplastado, se hundía en un rincón del asiento, hubiera querido desaparecer allí, era el único en saber que no cabía ninguna esperanza, y sería necesario decirlo, y no tenía valor. Jim le dio la oportunidad.
—¿Qué esperamos para abrir? —preguntó—. ¿Qué estás esperando?
El señor Jonas se irguió, trató de contestar serenamente:
—Yo… yo no puedo…
—¿Por qué?
—No sé cómo se hace… Sólo el señor Gé sabía cómo abrir el Arca.
Jim, estupefacto, trastornado, se volvió hacia su madre. Era ella quien, por su acto abominable, había creado esa situación sin salida. Iba a gritarle su cólera y su desesperación, pero la vio tan afligida que calló…
Ella no sabía… Se había enterado al mismo tiempo que él… Estaba sumergida en el horror. Estaba parada cerca del diván y miraba a Jim como si él fuera su juez, pero era ella quien los había condenado a muerte. No sabía… Sus mandíbulas temblaban, abría y cerraba sus manos. Quería retroceder, quería, ¡quería! ¡Que aquello no hubiera sucedido! ¡Que nunca hubiera hecho eso!
—Lo que está hecho… está hecho. —dijo el señor Jonas—. Ella no sabía. Perdónala…
La señora Jonas había empezado a caminar como alucinada. Marchaba hacia el Distribuidor. Se le había ocurrido una idea. Quizás fuera posible. Debía intentarlo.
¡Que volviera el señor Gé! Apretó, letra tras letra, sobre el teclado: S.E.Ñ.O.R. G.É.
Pero mientras tecleaba sabía que eso no se podría lograr. La substancia viviente del señor Gé había sido utilizada por Santa Ana para fabricar el pollo crudo, la gallina con plumas, el gallo y después el huevo. El señor Gé no era pesado, no debía quedar gran cosa disponible de él en el circuito cerrado.
A pesar de todo, apretó el Botón.
El muro se abrió lentamente. Desde que empezó a ampliarse la hendidura, el perfume de la rosa llenó el salón. Después la hendidura se ensanchó, pero su altura era más que insuficiente para la estatura de un hombre, aún sentado. Cuando la abertura llegó al máximo, la señora Jonas y Jim, que había adivinado y miraba también, vieron en el nicho una bandeja, un poquito más grande que las del pollo asado.
Sobre la bandeja resplandecía la blancura de las vestimentas del señor Gé, cuidadosamente planchadas y dobladas, su chaqueta sobre el pantalón y, sobre éste, como una delicada flor funeraria, un pequeño slip celeste.
La señora Jonas se desplomó. Jim escondió el rostro en sus manos.
El muro volvió a cerrarse: Santa Ana retomaba lo que había ofrecido. Era la primera vez que actuaba así. Aquello significaba: “No puedo darles lo que me han pedido. Esto es lo más que puedo hacer. Sé perfectamente que no los satisface. Mil perdones”.
Y el perfume de la rosa se desvaneció.
El reloj se encendió en medio de su ascensión. Preguntó:
—¿Quieren saber la hora?
No recibió ninguna respuesta.
—¿No? Tienen razón… ―Después de un breve silencio añadió―: Ya no hay más hora.
Tampoco tenía rostro. Era un redondel que se apagó.
Jim y Jif, extendidos uno junto al otro en el diván, desnudos, de la mano, los ojos cerrados, brillaban de sudor, parecidos a yacentes de oro mojado. Respiraban poquito, lo menos posible. El señor Jonas había recomendado a todos que no se movieran, que no hablaran, que respiraran apenas para hacer durar el oxígeno. Hacerlo durar… ¿para qué? Sabía que eso solamente serviría para prolongar su agonía, que todos iban a morir, pero lo que uno debe hacer en tal caso es tratar de que la vida dure. Durar…
Desplomado en el sillón, el espíritu neblinoso, había renunciado a toda búsqueda de una solución imposible. Pronto terminaría todo. La paz…
Oyó un ruido, alzó los párpados, y vio a su mujer que se le aproximaba en cuatro patas sobre la moquette. Al llegar junto al sillón, ella se irguió sobre las rodillas.
—Henri… Nuestros chicos… Van a morir… en pecado. ¡Debemos casarlos!
—No… tenemos… ningún cura…
—Tú eres el capitán del Arca… Puedes casarlos… ¡Y yo te declaro cura! ¡Yo soy el Papa!
—¡Estás delirando!
—Sí… así es, en verdad… Ven…
Se levantó, lo tiró levemente de la mano para obligarlo a alzarse también. Temblequeando fueron hasta el diván.
—Jif Jonas… —dijo el señor Jonas.
Jim y Jif abrieron los ojos y miraron a sus padres de pie a su cabecera, en sus ropas mojadas de sudor, los cabellos chorreantes, los ojos enrojecidos, temblando, cada uno parecía sostener al otro con las manos.
—…consiente usted… —continuó el señor Jonas.
—¡No, así no! —dijo la señora Jonas—. Cásalos… ¡pronto!
El señor Jonas aspiró una gran bocanada de aire inerte y ardiente:
—En el nombre de Dios… y del Presidente de la República… en virtud de los poderes que me han sido conferidos…
Agotado cayó de rodillas, se aferró al borde del diván y continuó con las pocas fuerzas que le quedaban…
—…los declaro… unidos… por los lazos del matrimonio.
Y se estiró como una cinta sobre la moquette.
Una sonrisa de felicidad iluminó el rostro de la señora Jonas.
—¡Muy bien! Ahora… podemos morir. Adiós, hijos míos… Los amo… Se irán… al Paraíso.
Cayó al lado de su marido. Jim y Jif volvieron a cerrar lentamente los ojos.
En ese mismo momento se oyeron ruidos y gritos en el corredor:
—¡Henri! ¡Henri! ¿Dónde estás?
La angustia había despertado a Margarita, haciéndole desobedecer la orden de dormir. Henri, su Henri, estaba enfermo, estaba segura de eso, la necesitaba. Había golpeado la puerta del taller, la había roto y corría chocando con todo cuanto encontraba a su paso.
—Henri, ¿dónde estás? Henri… ¡Ohhh! ―Lo vio tendido, inerte, mudo, y tuvo miedo—. ¡Henri! ¿Qué tienes? ¿Qué haces? ¿Por qué duermes así?
Sacó sus pinzas en forma de puño, lo tomó delicadamente por los brazos y lo sacudió un poco. El hombre gimió. Envalentonada, ella lo sacudió más fuerte. La boca del señor Jonas se abrió y la lengua pendió hacia un costado.
—¡Henri! ¡Eh! ¡Despiértate!
Lo alzó y lo sacudió como a un árbol frutal. Sus cuatro cabezas lo miraban y, en su agitación, perdían las plumas, que volaban por el salón y se posaban sobre los muebles.
—Pero ¡qué calor tienes! ¡Estás empapado! Voy a refrescarte. Ven…
Lo tomó de la mano y quiso arrastrarlo. Henri cayó, Margarita lo tomó de un pie y lo arrastró hacia la fuente haciéndolo chocar con todos los obstáculos.
Jim había seguido vagamente la escena con un ojo entreabierto. Era horrible, era absurdo, no tenía ninguna importancia. Morir… ¿Qué es morir?
Jif empezó a gemir.
Cada una de sus cortas respiraciones era un ruego desesperado que penetraba como un cuchillo en el pecho de Jim y lo atravesaba.
—¡Jif! ¡No, no! Jif, no, te lo suplico…
Él se tapó los oídos, pero todo su ser oía. Lo que le quedaba de vida oía y no hacía otra cosa que eso: oír. No podía soportarlo, no podía…
Su madre, un poco más abajo, en el suelo, cerca del diván, se ahogaba.
Entonces la mirada de Jim encontró la empuñadura roja, y recordó… En caso de situación desesperada… para abreviar la agonía… tirar de la empuñadura roja… ¡Hacer saltar el Arca!
Pero estaba tan alta… ¿Cómo hacer?
Besó los labios mojados de Jif.
—Te amo…
Del borde del sofá cayó sobre la moquette, cerca de su madre. Descansó un instante a su lado, su mejilla contra la inmensa dulzura de su seno que recibía su pena a través del vestido mojado.
—Mamá… Adiós.
Se puso nuevamente en movimiento, avanzó sobre manos y rodillas hasta el medio del salón, se acostó de espaldas, miró la empuñadura sobre él. Inaccesible. Habría que arrastrar el gran escritorio hasta allí, poner sobre el grande el más pequeño, subirse al más pequeño, alzar los brazos…
Logró ponerse de pie y aferrarse al escritorio grande, trató de arrastrarlo, no lo movió ni un milímetro pero perdió su aliento y cayó al pie del mueble ahogándose.
¡Bing! ¡Bang! en el corredor.
—¡Henri, Henri mío! ¿Qué tienes? ¡Estás todo colorado!… ¡Oh, Henri mío, háblame!
Margarita volvía, arrastrando al señor Jonas del otro pie. Él chorreaba, lleno de sangre y de agua. Ella lo había metido en la fuente. Le sangraba la nariz, que había chocado contra un delfín.
Jim se levantó sobre un codo.
—Margarita… Álzame.
Le tendió una mano. Ella la tomó con un golpe seco y lo puso de pie. Él se agarró a uno de sus codos.
—¡Mi Henri! ¿Qué tiene mi Henri? ¡No se mueve más!
—Voy a curarlo… No le dolerá nada… Ayúdame…
―Sí. ¡Sí, sí, sí!
—Levanta… tus cabezas… lo más alto que puedas… Empújame hacia arriba…
Feliz de recibir órdenes, feliz de obedecer, ella lo levantó como a una pluma, juntó sus cuatro cabezas y, sentado él sobre ellas, lo alzó.
—Parado… Sosténme las piernas…
Jim se ahogaba, el aire le quemaba la garganta y no le aportaba una gota de vida. A cada inspiración tenía la impresión de llenarse de agua hirviendo. Tenía que terminar. Oía a Jif sufrir… Tenía que lograrlo. Lentamente, movilizando en sí las fuerzas que le restaban, jadeando y babeando, chorreante de sudor, alzó sus pies, los posó sobre las cabezas de Margarita, se irguió, se encontró de pie, los tobillos sólidamente apretados por los tentáculos de las pinzas. Alzó los brazos.
¡No alcanzaba!
Tuvo fuerzas para gritar:
—¡Lánzame!
―¿Qué?
—¡Lánzame al aire! ¡Derecho! ¡Con todas tus fuerzas!
Margarita estaba hecha para recibir órdenes y para obedecer. Para obedecer exactamente. Lo tomó por los tobillos y lo lanzó por el aire, derechito, con todas sus fuerzas.
La cabeza de Jim repercutió en el cielo raso. Al caer tomó la empuñadura roja con las dos manos y se aferró a ella.
Ábrete, Tierra
Hiéndete, Tierra
Que yo vaya a reunirme con mi rey.
Era el reloj que cantaba, encendido en el cenit. Tenía el rostro de la Luna.
Y la Tierra se abrió, la Tierra se hendió. El rey Sol, arriesgando su ojo en la comisura de una nube, vio subir hacia él un hongo de polvo y de llamas. Había visto alzarse muchos otros desde la Tierra, años antes. Pero después todo había quedado tan tranquilo…
En el Arca, el choque de la enorme explosión desplazó los muebles y fue seguido por un gruñido inmenso.
Jim abrió sus manos crispadas sobre la empuñadura, cayó y se afirmó sobre las puntas de los pies. De repente todo se había vuelto distinto: ¡respiraba!
Respiraba un aire tibio, normal, maravilloso, que le llenaba los pulmones de alegría y también el corazón. ¡Respiraba! Gritó:
—¡Respiro! ¡Respiro!
Tosió, tosió y aspiró nuevamente, se llenó de aire hasta los dedos de los pies.
El señor Jonas respiraba, glu-glú, a través de su nariz obstruida de sangre y de agua. La señora Jonas respiraba y roncaba. Jif ya no gemía.
El señor Jonas, extendido entre el piso y el pequeño escritorio y el sillón, recobró el conocimiento y se sentó. Margarita lanzó gritos de alegría por sus cuatro cabezas.
—¡Quédate tranquila! —ordenó el señor Jonas.
Se sonó la nariz con una punta de su camisa mojada, respiró a fondo, gustó el aire con su lengua, lo masticó, miu-miu-miu, escuchó. Un ronroneo regular había sucedido a la explosión y al gruñido. Una ola de aire tibio entraba por la puerta del salón. Olía el polvo y el aceite caliente, pero aportaba toda su ración de oxígeno, del bueno, no demasiado puro pero total.
—¡Quise hacer saltar el Arca! —dijo Jim, mostrando la empuñadura roja que pendía ahora un poco más bajo, y a través.
—¡La has abierto! —dijo el señor Jonas—. ¡El Arca está abierta, ven a ver!
Se levantó con todo su vigor recuperado. Ensangrentado y sudoroso, corrió seguido por Jim. Sabía adónde se encontraba la puerta, aquella puerta que él no había sabido cómo abrir. Llegó un poco cansado a la sala de la fuente. El muro del fondo y la porción del corredor que le correspondía habían desaparecido, dando lugar a una pequeña habitación rectangular acolchada de seda amarilla. Y el señor Jonas reconoció, con emoción, el interior del ascensor dentro del cual, dieciséis años antes, Lucie y él habían descendido al Arca en compañía del señor Gé. En su maceta turquesa el filodendro estaba siempre allí, intacto e idéntico. De plástico, evidentemente… Y el delicado color del tapiz de seda chino, que parecía el abuelo de aquel de la pieza del señor Gé, relucía con suavidad en la luz difusa.
—¡El ascensor! ¡Está aquí! ¡El ascensor!
Hablaba en voz baja. Apenas se atrevía a creerlo.
—¿Para subir hasta arriba? —preguntó Jim.
—Sí… sí… —dijo el señor Jonas en un suspiro.
Jim se precipitó al interior de la pieza amarilla.
—¡Cuidado! —gritó el señor Jonas—, ¡no puedes salir así! ¡Tienes que vestirte, quizás hace menos calor arriba, quizás hace frío! Debes cubrirte, y proteger los ojos y la piel, contra el sol y tal vez contra las radiaciones…
Pero Jim no escuchaba nada. Buscaba febrilmente, bajo la seda de las tres paredes, los botones de comando como los que servían a los ascensores de los pisos inferiores. Pero no los vio por ninguna parte.
Gritó a su padre que había quedado afuera, incapaz de avanzar un paso más:
—¿Dónde están los comandos? ¿Cómo se hace? ¡Quiero subir!
Hubo un chirrido y luego una voz descendió desde el cielo raso:
—Un poco de paciencia. El ascensor está momentáneamente fuera de servicio. Los trabajos de arreglo se están realizando. Un timbre sonará cuando la cabina esté de nuevo en estado de funcionar.
Jim gritó hacia el cielo raso:
—¿En cuánto tiempo? ¿Cuánto va a demorar?
La voz retomó:
—Un poco de paciencia, el ascensor está momentáneamente fuera de servicio. Los trabajos de arreglo…
—Habrá que tener paciencia y tomar precauciones —dijo el señor Jonas, inclinando la cabeza.
De vuelta al salón, comenzó a explicar a Jim, a Jif y a Lucie despiertos, lo que había debido pasar.
La señora Jonas lo interrumpió mostrándole la empuñadura roja.
—El señor Gé se ha burlado de nosotros una vez más. ¡Dijo que eso era para hacer saltar el Arca, no para abrirla! Si Jim no hubiera tenido el coraje de querernos hacer morir… ¡estaríamos todos muertos!
—No, no nos engañó —observó el señor Jonas—. Recordemos exactamente lo que dijo: la empuñadura estaba destinada a hacer saltar el Arca, en caso de situación desesperada, si no había ninguna posibilidad de abrir. Quiere decir que había la posibilidad de abrir. No sabíamos cómo hacerlo, Santa Ana lo sabía. Cuando Jim tiró de la empuñadura, Santa Ana tuvo que elegir entre la destrucción o la apertura. La apertura es el riesgo de las radiaciones, pero también la posibilidad de que no las haya. Una chance sobre dos, contra ninguna chance frente a la destrucción. Naturalmente, ella eligió abrir…
—Pero… ¿y la explosión que oí? —preguntó Jim.
—Se produjo arriba. Estaba prevista en el programa de apertura, para pulverizar los restos, las ruinas, todo lo que se hubiera acumulado en la superficie, encima de nosotros. No era la Bomba U. Sólo una bombita H propia. Seguramente aventó todo. Ahora el excavador automático termina el trabajo, después se abrirán las veintiuna puertas, y la caja del ascensor, replegada como un telescopio, se desplegará, y la campana sonará para llamarnos. El aire que respiramos ahora es el que estaba encerrado en los mil metros de la caja del ascensor más allá de las puertas. Cuando éstas sean abiertas, recibiremos el aire de afuera, y quizás con él las radiaciones… Pero no todo ha terminado.
Sin embargo, todo había sido previsto. El señor Jonas fue a buscar al taller las cremas antisolares, la ropa antirradiactiva, los contadores Geiger, las máscaras, las antiparras, todo el material que esperaba desde hacía dieciséis años en un amplio placard. Hizo la distribución y explicó la utilización. Recomendó a cada uno que se pusiera su ropa interior recalentante. Después de haber permanecido durante años encerrados en una temperatura constante de veinticinco grados, corrían un gran riesgo si se encontraban con quince o aun con veinte en la superficie. Y quizás encontraran menos de cero grado…
—Pero no nos podemos enfermar de nada —exclamó la señora Jonas―. ¡Todos los microbios fueron asados!
—A los microbios los llevamos nosotros —dijo el señor Jonas—. ¡Estamos llenos! El cuerpo humano es una verdadera pasta de microbios. Los tenemos por todas partes: en el intestino, en el hígado, en la sangre, en la piel, en los huesos, en el cráneo, en la vesícula, ¡por todos lados! Y cada una de nuestras células es susceptible, si las condiciones se prestan, a convertirse en virus.
»Todo ese pequeño mundo burbujeante vive de nosotros, y nosotros no podríamos vivir sin él. Se mantiene honestamente en su lugar, tranquilo, mientras estamos bien. Pero cuando nos debilitamos, cuando comemos poco o demasiado, cuando por imprudencia, torpeza, negligencia o accidente nos tornamos peligrosos o sin interés para el porvenir de la especie, entonces trabaja el mecanismo automático encargado de eliminarnos: una categoría de microbios se desencadena, se multiplica, ocupa el terreno… ¡Y nos come crudos!
»Durante más de un siglo, después de los descubrimientos de un santo hombre un poco simple llamado Pasteur, la medicina creyó que los microbios eran causantes de las enfermedades… cuando en realidad, las enfermedades son las que causan los microbios. Espera a que te dé un golpe de aire, allá arriba donde no hay microbios… ¡y verás lo que tus neumococos hacen con tus pulmones!
—Con todo sería más simple saber cómo vestirse —dijo la señora Jonas—, si uno supiera en qué estación estamos…
El reloj se encendió. Su rostro era el del Ángel de la Sonrisa de la catedral de Reims. Se oyó una música extraña, resonante, aérea, que llenó el pecho de Jim y le hinchó el corazón.
—¡Las campanas! —exclamó la señora Jonas, extasiada.
—Estamos en 21 de abril —dijo el Ángel—. Es domingo de Pascuas y hay buen tiempo. ¡Felices fiestas!
El muro les ofreció un pollo asado y un huevo. De chocolate.
Los camellos se habían levantado antes que las ovejas. Con sus largos y plácidos pasos empezaron a subir, el macho a la cabeza y las tres camellas detrás, cada una según su rango. La más joven, severamente mordida durante la batalla, caminaba con modestia al final.
Encontraron la rampa obstruida por el rebaño que balaba. Se detuvieron. No estaban apresurados. Pero Flic y Floc, que nunca habían visto animales parecidos, y que habían recuperado sus fuerzas y su instinto de vigilancia, vieron en esas grandes maquinarias un peligro para las dulces criaturas que debían cuidar. Hicieron frente a los monstruos, mostraron los dientes y gruñeron, cosa que dejó a los camellos completamente indiferentes. Entonces Flic ladró con ferocidad su cólera, avanzó y mordió la primera pata que encontró. Dicha pata se elevó y lo mandó de paseo a diez metros, con tres costillas luxadas. Cayó aullando sobre el lomo del carnero, que se enloqueció y partió al galope hacia lo alto de la rampa, su cencerro sonando al cuello. Una parte de las ovejas lo siguió a la misma velocidad, otra parte retrocedió pasando entre las patas de los camellos. Floc las volvió a reunir, las sobrepasó, se volvió contra ellas y las hizo subir. Flic trataba de realizar la misma maniobra en sentido contrario con la otra mitad. Un buen perro pastor no debe dejar nunca que el rebaño se separe en dos. Pero el carnero topaba, cabeza baja, y las ovejas seguían al carnero. Desembocaron fuera de la rampa, Flic saltó, arrinconó a las ovejas y las juntó. Jao, el carnero, continuaba subiendo y se había trabado en una escalera. Flic se trabó a su vez.
—¡El timbre! ¡Es el timbre! —gritó la señora Jonas.
—No —dijo Jim—. Es el cencerro del carnero…
Los cuatro estaban de pie en medio del salón, vestidos con sus escafandras antirradiactivas y tocados con cascos. Las ropas eran de colores vivos, para ser vistas de lejos en caso de necesidad. Rojas las del señor Jonas, amarillas las de su mujer, anaranjadas las de Jim y blancas las de Jif. Estas dos últimas, previstas para talles de veinte años, eran un poco grandes y formaban pliegues, pero eso no tenía importancia…
¡Ding ding ding ding! ¡Bééé bééé! ¡Ouah, ouah! ¡Guau, guau! ¡Béee, béee!
El tumulto animal se acercaba. Una serie de choques sordos y lejanos estremeció al Arca. Las puertas de oro, de acero, de cemento y de bronce comenzaron a abrirse.
—¡Las puertas se abren! —dijo el señor Jonas—. ¡Pónganse las máscaras!
Se pusieron las máscaras que pendían de sus cuellos. Para poder ponerse la suya, el señor Jonas se había cortado la barba.
¡Béee, béee! Balando y tintineando, el carnero desembocó en el salón, cabeza baja, atropello la mesa china y la pulverizó. Y continuó derecho, atravesó la habitación y saltó al Agujero.
Gran gling. ¡Gluf!
Flic iba a seguir el mismo camino cuando algo lo detuvo súbitamente: ¡el olor a hombre!
Se volvió, miró las cuatro siluetas extrañas en medio de la pieza y, a pesar de sus hocicos de lechones asados, reconoció seres humanos. Su corazón amoroso le llenó la cabeza y el cuerpo. Se acercó a ellos moviendo la cola tanto que ondulaba hasta la punta de su nariz.
—¡Perro! ¡Perro lindo! —dijo la señora Jonas.
Y comprendió lo que al animal le faltaba, lo que buscaba: un rostro, una mirada. Tanto peor por las radiaciones. Se sacó la máscara. Ladrando de dicha, el perro saltó en sus brazos, ella lo alzó y él le lamió la cara del mentón a la frente, a toda velocidad varias veces, sin olvidar las mejillas y las orejas. Todo el rebaño de ovejas, perseguido por Floc, entró en el salón remolineando, subió al diván y a los sillones… Bééé Bééé…
¡Rinnn! ¡Rinnn! ¡Rinnn!
Ahora sí: el timbre.
—¡El timbre, esta vez es el timbre! —gritó la señora Jonas.
—Bonte la báscara —dijo su marido.
Lo que quería decir: “ponte la máscara”. Ella comprendió y lo hizo.
El señor Jonas alzó la mano que tenía el contador Geiger y miró…
Había radiaciones. Imposible decir que no las había. No era muy peligroso, pero no podía afirmarse que dejara de serlo. Hubiera podido ser peor. De todos modos, la suerte estaba echada. Una sola actitud era posible: ¡avanzar!
El señor Jonas mostró la puerta del salón, y se puso en camino avanzando estilo slalom a través de las ovejas, seguido por su familia. ¡Rinnn, rinnn, rinnn! continuaba sonando el timbre. Y el Distribuidor respondía: “Tengo buen tabaco en mi tabaquera”. Esta vez había llegado al final de su frase, cosa que no había sucedido nunca.
El muro se abrió.
Se hendió de arriba a abajo y en la abertura, sonriendo, apareció el señor Gé, todo vestido de blanco, sosteniendo en su mano derecha una rosa.
Jim cayó de rodillas.
Se habían quitado las máscaras siguiendo los consejos del señor Gé. La cantidad de radiaciones era lo bastante débil como para no causar efectos inmediatos. Quizás tuvieran una influencia sobre la evolución de la raza, pero quién sabe si eso era para mal… Quizás podría resultar mejor que antes. Era lo que el señor Gé esperaba. Puesto que había sido necesario recomenzar…
En el ascensor que los llevaba a la superficie, la señora Jonas, que no había dicho ni una sola palabra al señor Gé desde su regreso, le preguntó bruscamente:
—Me gustaría mucho saber quién es usted: ¿Dios o el Diablo?
—Ni el uno ni el otro —dijo el señor Gé—. Pero usted debe reconocer que a veces es difícil hacer la distinción…
—¡Usted ha resucitado! —exclamó Jim.
—¡Pero no! Es el circuito cerrado. Santa Ana había utilizado una parte de mi substancia, pero pudo reconstituirme gracias a la substancia del carnero. Daba el peso justo gracias a los cuernos…
—¡Ojalá le crecieran! —dijo la señora Jonas.
—Nos va a hacer falta para fecundar a las ovejas —señaló el señor Jonas.
—No —dijo el señor Gé—. Hay reservas de esperma de machos de todas las especies en la heladora número 7. Ustedes aprenderán a practicar la fecundación artificial. Es mejor dejar actuar a la naturaleza, pero no podemos permitirnos perder una especie por haber perdido al macho desde el principio.
—¿También hay semen… humano?
—Por supuesto.
—Pero entonces, para Jif, hubiéramos podido… No había necesidad de Jim. Se hubiera evitado…
—¿Usted cree? ¿Y no piensa que es mejor así?
El señor Gé, con un movimiento del mentón, señaló a los dos adolescentes apoyados contra el muro de seda, al abrigo del filodendro. Jim tenía a Jif en sus brazos y le hablaba en voz baja, mostrándole el cielo raso del ascensor, hablándole de la altura, la Superficie, el porvenir…
El señor Jonas suspiró.
—Quizás.
—¡Ahora están casados! —dijo la señora Jonas—. ¡No hay más problemas! Su inseminación es una cochinada… Usted, que todo lo sabe: ¿será un varón o una niña?
—Un varón. Y una niña —dijo el señor Gé. Sonreía como de costumbre.
El ascensor se detuvo. Había tardado diecisiete minutos para subir desde tres mil metros de profundidad. Había ralentado, después acelerado, después ralentado de nuevo y, hacia el final, raspando un poco la pared, se había detenido dos segundos antes de reemprender muy lentamente su ascensión. Ahora estaba arriba.
El cielo raso habló con una voz asexuada:
—Han llegado. Cuidado con la apertura de la puerta. Quieran tener a bien permanecer agrupados en medio de la cabina, por favor…
—¡Mamá! —dijo Jim.
Estaba de frente a la puerta y sostenía a Jif junto a él, la joven también miraba hacia adelante, acurrucada contra Jim quien la estrechaba entre sus brazos. El muchacho la aferraba tan fuerte que Jif gimió:
—¡Me haces mal!
Hubo un ronroneo y dos ruiditos.
La puerta se abrió. El azul invadió la cabina. El cielo…
Con los ojos muy abiertos, Jim temblaba. No había muros. Y más lejos… ¡tampoco muros! ¡Y más lejos, y más lejos todavía… tampoco muros! ¡Tampoco muros! ¡Tampoco muros!
Aulló:
―¡Paraíso!
Empujó a Jif, corrió, cayó, rodó por tierra riendo, sollozando, sofocado por una alegría inimaginable.
Con las piernas inmovilizadas por el espectáculo que estaba contemplando, la señora Jonas debió sentarse en el umbral de la cabina. A la derecha, a la izquierda, adelante, hacia todos los horizontes, se extendía un inmenso desierto amarillo y gris, uniforme, con vallecitos parecidos a pequeñas olas, desgastado aquí y allá por el chorrear de las lluvias, en el momento ardiente de sol, sin ningún rastro de la presencia y la actividad milenaria de los hombres. De París no quedaba nada, ni siquiera una ruina, ni siquiera una brizna, ni siquiera su lugar. El Sena ya no estaba allí.
Jim enterró sus manos en el polvo, lo besó, lo sintió, lo mordió, lo masticó, lo escupió, estalló de risa, se frotó el rostro con él.
—¡La tierra! ¡La tierra!
La señora Jonas tomó un puñado de aquello que constituía el suelo y lo examinó. Era una mezcla de cenizas y de guijarros reventados, semivitrificados, con un resto de verdadera tierra que había logrado —¿por qué milagro?— conservar su aspecto desde el fondo de los tiempos. Alzó su mano abierta hacia su marido, de pie junto a ella.
—Las cenizas son fértiles —dijo el señor Jonas.
—¡Sembraremos trigo sobre París! —exclamó la señora Jonas con una negra amargura.
Y arrojó ante ella, al voleo, los guijarros y la ceniza.
El señor Gé se acercó a Jif que tambaleaba, giraba, cuidándose los ojos con la mano. La tomó del brazo y la condujo hacia Jim que permanecía sentado en el suelo, mirando alrededor, vacilando antes de levantarse, aplastado por la inmensidad de la revelación del mundo.
Jim murmuró con fervor:
—Tierra: planeta habitado por el hombre… ¡Está en el diccionario!
—Depende de ustedes que eso se convierta en algo verdadero —dijo el señor Gé.
Jim se levantó de un salto y extendió sus brazos en cruz con todas sus fuerzas, como si quisiera tocar a la vez los dos horizontes opuestos.
—¡Nunca llegaré al final! ¡Nunca!
—No hay final —dijo el señor Gé—. Hay que comenzar y continuar siempre. ¡Atención! ¡Póngase esto para mirar!
Tendió anteojos ahumados a Jim, que acababa de alzar la mirada y crispar los párpados sobre los ojos deslumbrados.
Al abrigo de los cristales y de sus lágrimas, miró de nuevo al Sol de oro, al Sol ardiente, al Sol redondo, tan perfectamente redondo, redondo como una gota, como el ojo de la gallina, como el seno de Jif… Alzó ambos ojos hacia él y gritó:
—¡Sol! ¡Te quieeeroooo!
Preguntó:
—¿Iré allá arriba?
—Sí —contestó el señor Gé.
Jim se quitó los anteojos y contempló la Tierra. Su Tierra. Su tarea. Planeta habitado por el hombre… Comenzaba a serenarse. La alegría se había mezclado ahora con su sangre y latía en su cuerpo todo entero.
Una nubecita desmelenada que venía desde el oeste dejó caer un breve chaparrón. Jif alzó su rostro hacia las gotas frescas y tibias.
—¡Oh, la ducha! —exclamó, encantada.
La señora Jonas se puso de pie para mirar mejor. ¿El Sena no sería acaso aquella cinta brillante que se dirigía hacia el sur? Se la mostró a su marido.
—¿Crees que ahora desemboca en el Mediterráneo?
—¿Por qué no? —repuso el señor Jonas. Y agregó―: Si es que todavía existe el Mediterráneo…
—¿Y por qué no? —repuso la señora Jonas—. Sólo que quizás el Mediterráneo llega ahora a Dijon…
Calló, prestó oídos durante algunos segundos y susurró:
—¡Escucha!
―¿Qué?
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¡Jamás oí semejante silencio!
Era el silencio de la ausencia de todo. El aire estaba vacío. Desnudo. Ni un pájaro, ni un insecto. La transparencia de un espacio totalmente desocupado, que esperaba ser llenado de nuevo. El viento, que pasaba sin ruido a falta de obstáculos, traía olor a tierra quemada y mojada.
—No está completamente desierto —dijo el señor Jonas—. Mira hacia allá…
Hacia el este y el sur, sobre el suelo gris y amarillo, veían placas verdes de vegetación. Hierba y matorrales, sin duda.
—Podremos despertar una vaca o dos, y hacer subir a las ovejas. Margarita las cuidará.
—¡Un árbol! —exclamó la señora Jonas señalando a la derecha—. ¡Naturalmente, el Paraíso! ¡No podía ser sino un manzano!
Era un árbol pequeño, joven pero ya bien formado, más esbelto que redondo. El señor Gé, que tenía una vista excepcional, rectificó:
—No es un manzano. Es un cerezo. La primavera debió ser cálida, las cerezas adelantaron… Pronto podrán cortarlas.
—¡Cerezas!
La señora Jonas aplastó una lágrima en la comisura de su ojo derecho. Su primera felicidad en la Tierra recuperada. Miró de nuevo el gran paisaje, suspiró. Tanto espacio… Tanto que hacer…
—¡Y bueno! ¡Vamos a tener que transpirar de lo lindo!
La mujer preguntó, dirigiéndose al señor Gé:
—¿Por dónde empezamos?
Pero el señor Gé no la oyó. Caminaba hacia el oeste, ya estaba lejos, parecía alejarse más rápido que el ritmo de sus pasos, se volvía pequeño velozmente, fuera de cualquier llamado, a lo lejos, quizás cerca.o muy lejos de un viejo o nuevo océano…
—¡Señor Gé, señor Gé! —gritó Jim.
El señor Gé ya era casi imperceptible.
—¡Señor Gééé!
—¡No grites así! —dijo Jif, tapándose las orejas—. Ya volverá si quiere…
El viento que había pasado sobre él trajo una gran bocanada de perfume, redonda toda entera, que se abrió y se expandió alrededor de ellos.
—¡Se lleva la rosa! —dijo la señora Jonas con voz sorda—. ¿Adónde va?
El señor Jonas vio en la mirada de su mujer, fija en la silueta minúscula, miedo, arrepentimiento y un poco de tristeza. Le pasó un brazo alrededor de los hombros. Le dijo:
—Hay rosales en el Arca. Los plantaremos antes de sembrar el trigo de primavera.
FIN