LA MISIÓN DE JAIME JARAMILLO
Publicado en
agosto 22, 2019
Desde hace años, este próspero hombre de negocios colombiano ha dedicado su tiempo, sus energías y buena parte de sus ingresos a ayudar a los niños abandonados de Bogotá.
Por Gustavo Gorriti.
EL 22 DE NOVIEMBRE de 1988, en una reunión de gala de la elite de Bogotá, se le entregó a Jaime Jaramillo, próspero hombre de negocios colombiano de 32 años, un premio por ser uno de los más importantes ejecutivos de su país. El público esperaba escuchar el típico discurso de aceptación. Sin embargo, lo que no sabían los asistentes era que Jaime Jaramillo llevaba una vida paralela, recorriendo por las noches los barrios más peligrosos de Bogotá, incluso las cloacas, para rescatar a niños abandonadós en la calle, que en Colombia se conocen como gamines. En el momento de recibir el premio, Jaime tenía reservada una sorpresa a sus oyentes. Les recordó que todos ellos habían visto a los gamines, pero que la mayoría jamás se había puesto a pensar en lo que significaba ser uno de ellos. "Permitan que un gamín se exprese por mi boca", pidió, y prosiguió:
"Apenas tengo 11 años. Nací en la miseria, el frío y la desnudez. Mis canciones de cuna fueron los insultos y el desprecio. Mi dieta balanceada dependía de la basura que a mi paso tiraban. Mi cobija era el periódico del día anterior. ¡Cuánto hubiera dado por una sonrisa y unas dulces palabras! El frío y la falta de cariño se sienten más en el alma que en el cuerpo. Por eso les digo que no me condenen, pues soy el resultado de lo que me dieron y, más aún, de lo que me quitaron". Algunos funcionarios del gobierno se quedaron mudos, escandalizados; pero la mayoría del público aplaudió entusiasmado.
APROXIMADAMENTE 5000 gamines deambulan por las calles de Bogotá, sobreviviendo día con día a base de limosnas, basura, del producto de sus hurtos, o de lo que ganan lustrando zapatos o vendiendo latas vacías o periódicos. Unos 200 de estos muchachos duermen en las cloacas de la ciudad. Se han refugiado allí para escapar de los escuadrones de la muerte: organizaciones clandestinas creadas para "limpiar" las calles ase-sinando a criminales notorios, a presuntos guerrilleros e incluso a enfermos mentales, homosexuales, prostitutas y gamines. Jaime ha dedicado mucho tiempo y gran parte de su fortuna a rescatar a los gamines y brindarles la oportunidad de llevar otra clase de vida.
Jaime creció en un hogar fervorosamente católico, donde ayudar a los menesterosos era parte importante de la vida cotidiana. Su padre poseía una ferretería en la ciudad de Manizales y una finca cafetalera en las afueras de la misma. Animados por él, Jaime y sus dos hermanos trabajaban en la ferretería todos los fines de semana, y destinaban sus ingresos a comprar juguetes y ropa para los hijos de los trabajadores de la finca. Su madre trabajaba de voluntaria en un hogar para ancianos pobres.
El padre de Jaime solía decirles a sus hijos: "Si ustedes creen que pueden lograr algo, sin duda lo lograrán". Jaime asimiló bien las lecciones de su padre, que luego reforzó cuando ingresó en los Niños Exploradores. Comenzó a ayudar a los menesterosos de Manizales con la misma energía que dedicaba a los deportes. Inteligente y dinámico —sus amigos lo apodaban "Machete" por su capacidad para derribar obstáculos—, Jaime se convirtió en un muchacho apuesto y robusto. En 1973 se fue a Bogotá a estudiar administración agrícola e ingeniería geográfica en la universidad.
La víspera de la Navidad de 1973 estaba comprando regalos en el centro de Bogotá cuando vio a alguien arrojar, desde un automóvil, una caja de muñeca, de brillantes colores. De pronto, una gamincita se lanzó corriendo, entre los vehículos en movimiento, a recoger la caja. Jaime vio, horrorizado, cómo un enorme camión embestía y arrollaba a la niña. Corrió hacia ella con la intención de ayudarla, pero ya era demasiado tarde. Después cruzó la calle y recogió la caja. Estaba.vacía: la pequeña había muerto en vano.
Reprimiendo un grito de rabia y dolor, Jaime comprendió de pronto cuál era su misión en la vida. Debo ayudar a los niños de la calle, pensó. Incapaz de alejar de su pensamiento la muerte de la gamincita, compró unos 300 regalos de Navidad y un traje de Santa Claus. De vuelta en la calle, abordó a la primera gamma con la que se encontró y le regaló un reluciente juguete. A través de la dureza y la desconfianza del rostro de la chiquilla vio brillar el asombro y la felicidad. Luego, conforme fueron llegando más gamines, Jaime repartió todos los juguetes.
En 1976 obtuvo una beca para estudiar geofísica y mineralogía en Mainz, Alemania Occidental. Dos años después regresó a Bogotá para casarse con Patricia, su novia de sus años universitarios, y luego la llevó a Austria, donde obtuvo un diploma en prospección y exploración petrolera. Regresaron a Bogotá en 1983 y, después de trabajar para varias compañías petroleras importantes, Jaime fundó su propia empresa de prospección, en la que tuvo mucho éxito. En sus ratos libres, llevaba comida y ropa a varios lugares en donde solían reunirse los niños de la calle, y sufragaba algunos de sus gastos médicos.
Un día, Jaime caminaba por la calle cuando vio a una pequeña tendida en el pavimento, presa de violentas convulsiones. Se arrodilló a recogerla y la llevó a un hospital. Los médicos le informaron que la niña había sufrido un ataque epiléptico. Se recuperó rápidamente y, al otro día, Jaime regresó a verla. Se llamaba Rebeca y tenía 11 años. Cuando se le preguntó dónde vivía, respondió:
—En las cloacas.
Cuando se dio de alta a Rebeca, Jaime pagó la cuenta y la llevó a "casa", a lo que ella llamaba su parche. Cuando llegaron a la calle donde vivía, Rebeca se metió en una alcantarilla. Mientras Jaime se asomaba a verla, pensó: Cueste lo que cueste, tengo que ayudarla. La noche siguiente llevó alimentos a Rebeca y a los demás ocupantes de aquel lugar.
Por fin, una noche bajó a la alcantarilla. Calzando botas de hule, Jaime caminó en medio de una pestilencia casi insoportable. "Al principio", recuerda, "sólo pude percibir la espantosa hediondez, el suelo resbaladizo y los excrementos de rata". El frío calaba hasta los huesos. Luego vio a unos niños sentados en angostas salientes encima de las aguas negras. "No podía entender cómo alguien podía permanecer allí siquiera una hora", comenta. "Sin embargo, ese era su hogar".
En aquella primera visita, Jaime conoció a siete niños de entre cinco y 12 años de edad. Uno de ellos, Jairo, tenía labio leporino; otro, Javier, padecía del corazón; y todos estaban desnutridos. La mayoría eran adictos al alcohol barato y a una sustancia llamada boxer, droga parecida a la benzina, que inhalaban para que les ayudara a sobrellevar la vida en la cloaca.
Consternado, Jaime les dijo a los niños:
—Voy a sacarlos de aquí y a buscarles un hogar.
Pero los chicos no le creyeron. A la noche siguiente Jaime regresó con ropa y alimentos. Poco a poco los convenció de que se salieran de las cloacas, y consiguió atención médica para Rebeca, Javier y Jairo. Luego, por medio de organizaciones de caridad, logró encontrar hogares para los siete niños.
Pronto descubrió que, aun cuando se les ofreciera ayuda económica, pocas familias estaban dispuestas a recibir a gamines, así que alquiló una casa en el barrio de la Perseverancia, en el centro de la ciudad, e instaló en ella a 47 gamines. Con la ayuda de un reducido personal, trató de inculcar en los chicos los principios de la filosofía de los Niños Exploradores, en particular los que tenían que ver con los deportes, el trabajo, la disciplina de grupo y las técnicas de supervivencia.
Pero la entrega de Jaime tenía un precio. Durante el día se dedicaba por entero a su trabajo de ejecutivo petrolero. Por las noches, dividía su tiempo entre la familia y los gamines. Desde luego, Patricia sabía que Jaime era "la bondad personificada, y que siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitara". Sin embargo, no sospechaba que su esposo se estuviera dedicando tanto a ayudar a los gamines. Creyendo que Patricia se opondría a su decisión, Jaime no le había hablado de sus esfuerzos. No obstante, en enero de 1984 la operación de rescate emprendida por Jaime había alcanzado tales dimensiones, que ya no le fue posible guardar su secreto. Una noche se lo contó todo a Patricia. Después de narrarle sus experiencias en las cloacas, le explicó que tenía la misión de rescatar a aquellos niños, y que la cumpliría.
Al principio ella se opuso, alegando que no podían darse el lujo de dedicar más del 60 por ciento de sus ingresos a los gamines. Además, a él le quedaba poco tiempo libre para atender a la familia. "Pero cuando me di cuenta de que no cedería", dice, "decidí colaborar con él". Patricia comenzó a administrar el hogar del barrio de la Perseverancia, y aunque deseaba que su esposo dedicara más tiempo a su hijo de cuatro años, Esteban, y a la pequeña Alejandra, de uno, no se ha arrepentido de su decisión. En 1986 se trasladó a los gamines a una casa más grande, de tres pisos, en el barrio de San Cristóbal. En menos de dos años, Jaime y Patricia fundaron otras dos casas hogar en las ciudades de Manizales y Tauramena. Por último, en 1988, su asociación quedó legalmente registrada con el nombre de "Fundación Niños de los Andes".
Mientras tanto, Jaime seguía adentrándose más y más en las cloacas de la ciudad, llevando á cuestas tanques de oxígeno por si se presentaba una inundación repentina, y un equipo completo de primeros auxilios. Una noche oyó gritos. En una saliente cercana, Liliana, de 15 años, estaba dando a luz. Jaime atendió el parto, y luego llevó a la muchacha y a su bebé a un hospital. Cuando llegaron, la madre y el hijo aún estaban unidos por el cordón umbilical. El espectáculo de un hombre vestido de buzo y salpicado de sangre impresionó incluso a los más curtidos profesionales de la medicina. En poco tiempo Liliana y su bebé, que recibió el nombre de John Jairo, salieron del hospital y se fueron a vivir a uno de los hogares de la fundación.
Durante ese tiempo aumentó el número de niños de las cloacas asesi-nados de noche por los escuadrones de la muerte de Bogotá. Colombia siempre ha sido un país asolado por la violencia. En 1988 la tasa de homicidios era de 47.8 por cada 100,000 habitantes (en comparación con 19.5, en México). Ante la impotencia del Estado para poner fin a la matanza o impartir justicia de manera eficiente, muchos individuos y grupos decidieron hacerse justicia por su propia mano, y los escuadrones de la muerte empezaron a rondar durante las noches las ciudades y el campo.
Jaime pasaba mucho tiempo en hospitales, identificando cadáveres; supo de más de 150 asesinatos de gamines en el transcurso de dos años. En octubre de 1989, un escuadrón de la muerte disparó contra seis gamines adolescentes que vivían en un "parche" en el centro de Bogotá. Sólo dos sobrevivieron al ataque: el "Negro" y Julián, cuyo hermano, Andrés, vivía en la fundación. Cuando Jaime acudió al hospital, encontró a Julián en muy mal estado, por lo que dispuso que lo trasladaran a otro pabellón, donde lo atenderían mejor. Luego se retiró, con la intención de regresar temprano al otro día. Esa noche, un hombre vestido con uniforme de la policía llegó al hospital y se identificó como oficial que trabajaba en la fundación. Dijo que tenía órdenes de trasladar a ambos muchachos a otro hospital, y preguntó por Julián. Por equivocación, el personal de turno le informó que Julián había fallecido. Entonces, el supuesto oficial se llevó al "Negro". Julián sobrevivió y más adelante se fue a vivir a la fundación. Nunca se volvió a saber del "Negro".
Dos meses después Jaime encontró a Huber en una cloaca del centro de la ciudad. El robusto muchacho negro de 16 años, había llegado en calidad de "refugiado", procedente de otro "parche", en donde cerca de 30 gamines habían sido asesinados en una sola noche. Huber estaba sentado en el piso de la alcantarilla, en estado casi catatónico por la ingestión de drogas, y todo lleno de excrementos humanos. Jaime lo llevó a vivir a la fundación. Allí, el muchacho pronto le encontró un propósito a su vida: se le confió la administración de la panadería.
El cuidado diario de las seis casas hogar y sus 300 residentes (desde bebés hasta muchachos de 18 años) es responsabilidad de 40 entusiastas voluntarios y de otros 40 empleados que trabajan arduamente. Nancy Ramírez, ex gamina, es la coordinadora de los talleres de la fundación. El director es Pedro Fernández, contador de la empresa de Jaramillo. "Jaime es un hombre de gran inte-gridad", asegura. "Inspira confianza e irradia energía positiva".
En la casa hogar, los gamines primero se desintoxican y descansan; luego se les envía a la escuela pública. Su convivencia con los niños de la escuela acarrea dificultades. Los chicos, me explicó Pedro cuando visité la fundación, son mucho más maduros que los niños que viven con sus familias, por lo que les resulta difícil relacionarse con muchachos de su misma edad. Constituyen un grupo cerrado, y se ayudan unos a otros cuando los ataca alguien que no sea gamín. "Tuvimos que explicarles la diferencia entre la escuela y el parche", precisa Pedro. Pero acabaron por entender. En el último año lectivo, dos de los niños de la fundación obtuvieron premios de excelencia académica, y otro ganó el primer lugar en un concurso de dibujo.
Cuando llega el momento de dejar la fundación, los adolescentes y adultos jóvenes rehabilitados suelen obtener empleo por medio de Jaime. Hasta la fecha, 100 ex gamines han sido contratados por las grandes compañías petroleras, y a la mayoría le ha ido muy bien. Hugo, por ejemplo, entró a trabajar en una compañía petrolera irlandesa en 1988, como miembro de un equipo de prospección. Mientras tanto, su esposa, Luz Mary, trabajó como tejedora en el taller de la fundación hasta que nació el hijo de ambos, en noviembre de 1989. Poco después abrieron su primera cuenta de ahorros para adquirir un apartamento.
A finales de 1989, Jaime comenzó a anotarse pequeñas victorias en su cruzada en favor de los gamines. La prensa extranjera empezó a publicar artículos que denunciaban la indiferencia con que algunos sectores del gobierno de Colombia veían la persecución y la matanza, y Jaime comenzó a recibir ayuda de muchos colombianos. El municipio de Tauramena, donde fundó una casa hogar y una pequeña escuela, organizó una ceremonia en su honor. Luego, en 1990, recibió el Premio Mundial de la Paz de manos de la Cámara Júnior Internacional en San Juan, Puerto Rico, evento que reseñó ampliamente la prensa colombiana.
A consecuencia de ello, el nuevo presidente de la nación, César Gaviria, escribió ofreciendo "apoyo incondicional". Fluyeron los donativos, que ahora representan el 100 por ciento del presupuesto de la fundación.
El 24 de diciembre de 1990, Jaime inauguró en Cajicá, en las afueras de Bogotá, una casa nueva y más grande (prestada por el departamen-to de bienestar social del gobierno).
Y en 1991 fundó un hogar para los niños de mayor edad en el barrio de Ciudad Jardín. La primera casa hogar de la fundación es ahora un centro de recepción inicial para los niños rescatados de las cloacas. Jaime ha emprendido una campaña de recaudación para que la fundación se vuelva autosuficiente, "de modo que, si algo me ocurre, los niños no se vean afectados".
Patricia se preocupa por Jaime, que está en constante peligro debido a su labor con los niños de la calle. Pero, se apresura a añadir: "parece que está protegido..., quizá por Dios".
"Si mi Dios quiere que muera, moriré; pero no puedo renunciar. Cuando tienes 300 niños en las casas y miles más en las calles a los cuales ayudar, no puedes dar marcha atrás. Pase lo que pase, tengo que seguir".
ILUSTRACIÓN: ÁNGEL DEL PALACIO