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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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  • Ancho igual a 1088
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  • + -

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


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    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


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    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


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    LLAMADA PARA EL MUERTO (John le Carré)

    Publicado en agosto 22, 2019

    Prólogo


    Llamada para el muerto (Call for the dead, 1961), que fue el primer libro de John Le Carré, comienza con un retrato de George Smiley, el personaje que reaparecerá continuamente en las demás novelas del autor, a menudo como protagonista. Lo primero que llama la atención en este inicio es que resulta desproporcionadamente matizado para un asunto de espías; es un hombre de los servicios secretos, desde luego, con un largo historial como agente que podía interesar resumir, y más adelante comprobaremos que su pasado era imprescindible para la comprensión de lo que se nos cuenta; pero el humor que hay en estas páginas no tiene nada de funcional, es un melancólico lujo de novelista. El preámbulo ha de servir para introducirnos en el tema, pero el despliegue de recursos sicológicos es excesivo, y la novela empieza casi, literalmente hablando, a la manera de Balzac.

    Muy pronto se saca a escena una muerte misteriosa, las pesquisas van revelando otros hechos inexplicables, tratan de matar al protagonista por dos veces, se descubre otro cadáver, ciertos alemanes del Este andan por Londres haciendo cosas poco claras. Son los esperados ingredientes del género, y John Le Carré ya en su primera novela los combina muy bien y nos tiene en vilo con un argumento urdido con mucha malicia que no decepcionará a nadie.

    Pero, ya metidos en sucesos oscuros y en emociones, la atención del lector vuelve una y otra vez a ese singular personaje retratado al comienzo. No es que nos interese lo que le pasa, sino más bien que todas estas vicisitudes sólo son fruto del ingenio y él en cambio tiene un espesor humano imprevisto que no es el de los héroes de papel. El intríngulis de los espías comunistas es un buen cebo para que no abandonemos la lectura, pero George Smiley está hecho de otros materiales que nos tocan más de cerca porque son también los nuestros, y se sobrepone a la ficción con su verdad.

    La voluntad de distanciarse del prototipo James Bond es tan obvia que no vale la pena insistir en ello. Smiley es un cincuentón bajo y robusto, de cara gordezuela y arrugada, al parecer con aire de batracio, miope e impenitentemente mal vestido, que sugiere en los que no le conocen la imagen de algo así como un jefe de negociado. Nada en él es pintoresco o atractivo, todo gris y vulgar. Y en su profesión se le conceptúa como un agente eficaz y poco brillante, un espía cansado, desgastado en una labor oscura, con una vida matrimonial rota cuyo recuerdo no deja de perseguirle.

    Este hombre frustrado y dolorido, que pasó por Oxford y que conserva como residuo intelectual su devoción por los poetas barrocos alemanes del siglo xvii y sus citas de Goethe y de Hermann Hesse, lucha contra el enemigo desde fuera de la organización oficial a la que pertenecía, ya que dimite al empezar a ocuparse del caso; y sin más ayuda que la de un amigo lleno de buena voluntad y un inspector de policía que acaba de jubilarse, y que es como él otro desecho de los servicios, con «reservas de paciencia, de amargura y de cólera».

    Tales héroes solitarios y prosaicos deambulan por esa Inglaterra ya tópica de John Le Carré, con perpetuo acompañamiento de frío, lluvia y niebla, y en la que tenemos la sensación de que casi siempre es de noche, o que al menos el escritor prefiere las escenas nocturnas o la media luz de los amaneceres y los crepúsculos. En este entorno sombrío y glacial, el decorado es deprimente, todo habla de vejez, de penurias y de mal gusto, a menudo de soledad reflejada en bibelots o en minúsculos pormenores de la vida cotidiana.

    Por encima de ellos, el consabido superior jerárquico insoportable de mundanidad y de aplomo satisfecho, antipático, frívolo y ambicioso, el hombre que llegará lejos y que sabe cómo explicar las cosas, con frecuencia invirtiendo interesadamente su significado, a las altas esferas. Enfrente, un cúmulo de horror que pertenece a la Historia -los judíos, los crímenes nazis- y del que brotan atormentadas figuras que «soñaban con la paz y la libertad y que se han convertido en asesinos y en espías».

    Como en El espía que surgió del frío, también aquí los judíos (accidentalmente nos enteraremos de que la madre de Smiley era así mismo judía) desempeñan un papel esencial, y tres de los personajes clave tienen en ese sentido un imborrable pasado. Este pasado, que no es ajeno a Smiley, despierta hasta tal punto sus simpatías y su compasión, su solidaridad con aquellos seres tan maltratados y derrotados como él mismo, que su perspicacia parece embotarse y luego casi duda sobre cuál es su deber. Hasta que una noche de espesa niebla, símbolo de su confusión moral, da muerte al adversario genial, idealista y romántico, que es también una impasible máquina de matar, y con él mata una parte principal de su bagaje de recuerdos y sentimientos.

    A partir de ahí la novela parece recaer en moldes más convencionales, y una vez resuelto el embrollo se prodigan las explicaciones didácticas y tal vez excesivas, como con miedo a que se nos escape algún detalle de la solución. Pero antes de concluir John Le Carré da todavía una última y amarga pincelada al retrato -siempre incompleta hasta hoy- de Smiley. Lo que el relato comporta de relativo triunfo exterior, aunque sobre algo que él considera muy propio y sensible, se borra con un desolado gesto de aceptar el fracaso y la humillación más íntimas. George Smiley está destinado a ser hasta el final un perdedor.

    Carlos Pujol


    I. Breve historia de George Smiley


    Cuando lady Ann Sercomb se casó con George Smiley, hacia el final de la guerra, lo describió a sus asombrados amigos de Mayfair como «tremendamente vulgar». Cuando, dos años después, lo abandonó por un cubano, campeón de carreras automovilísticas, declaró enigmáticamente que si no le hubiera dejado entonces nunca habría sabido cómo hacerlo, y el vizconde Sawley acudió especialmente a su club para observar que lady Ann «también había salido rana».

    Esta observación, que gozó de una corta popularidad como ocurrencia, sólo podían entenderla los que conocían a Smiley. Bajo, gordo y de carácter apacible, parecía gastar mucho dinero en trajes francamente mal cortados, que colgaban alrededor de su rechoncha figura, como la piel de un sapo encogido. Efectivamente, Sawley afirmó en un momento de la boda que «Sercomb se unía a una rana con impermeable». Y Smiley, que ignoraba este comentario, avanzó anadeando por la nave de la iglesia, en busca del beso que le convertiría en un lord.

    ¿Era rico o pobre, campesino o ilustrado? ¿De dónde lo había sacado ella? Lo que hacía aún más incongruente este matrimonio era la indudable belleza de lady Ann, y acentuaba el misterio el contraste entre el novio y la novia. Pero a los murmuradores les gusta ver a sus personajes en blanco y negro, y dotarlos de pecados y móviles fáciles de transmitir en la taquigrafía de la conversación. Y así Smiley, sin haber ido a una buena escuela, sin padres importantes, sin glorias militares ni profesión conocida, sin ser rico ni pobre, viajaba sin etiquetas en el furgón de equipajes del expreso social, y no tardó en convertirse en una maleta perdida, destinada, ya resuelto el divorcio a permanecer sin ser reclamada en el polvoriento estante de las noticias de ayer.

    Cuando lady Ann se marchó a Cuba con su campeón, dedicó un recuerdo a Smiley. Admirándole a su pesar, reconoció para sí misma que si en su vida hubiera un solo hombre, ése sería Smiley. Mirando hacia atrás, se sintió satisfecha de habérselo demostrado al unirse a él con el sagrado vínculo del matrimonio.

    El efecto que la marcha de lady Ann produjo a su primer marido no interesó a la sociedad, que, desde luego, nunca se preocupa por lo que sucede después de lo sensacional. Pero sería interesante saber lo que Sawley y su pandilla habrían imaginado sobre la reacción de Smiley: esa cara carnosa y con gafas, crispada en una enérgica abstracción al sumergirse en la lectura de los poetas menores alemanes, con las húmedas manos rechonchas apretadas bajo las mangas caídas. Pero Sawley, con el más ligero encogimiento de hombros, aprovechó la ocasión para decir Partir c’est mourir un peu, sin darse cuenta, al parecer, de que, aunque lady Ann acababa de escaparse, algo de George Smiley, efectivamente, había muerto.

    La parte de Smiley que sobrevivió era tan ajena a su aspecto físico como el amor, o como su afición a los poetas olvidados: era su profesión, a saber, agente de espionaje. Era una profesión con la que disfrutaba, y que, piadosamente, le proporcionaba colegas tan oscuros como él en cuanto a personalidad y orígenes. También le proporcionaba lo que, en otros tiempos, le había interesado más que nada en la vida: la ocasión de hacer incursiones teóricas en el misterio de la conducta humana, disciplinadas por la aplicación práctica de sus propias deducciones.

    Allá por los años veinte, cuando Smiley salió de su vulgar escuela media para andar con pesados pasos y como deslumbrado por los lóbregos claustros de su colegio universitario de Oxford, igualmente vulgar, había soñado con alguna beca y una vida entregada a las oscuridades literarias de la Alemania del siglo xvii. Pero su preceptor, que conocía mejor a Smiley, lo guió prudentemente apartándolo de los honores que sin duda habría conseguido. Una dulce mañana de julio de 1928, Smiley, desconcertado y más bien ruborizado, compareció ante una comisión del Comité Ultramarino de Investigaciones Académicas, organización de la que, inexplicablemente, nunca había oído hablar. Su preceptor, Jebedee, se había mostrado extrañamente vago en su presentación:

    —Puedes intentar, Smiley, que esa gente te acepte. Pagan lo bastante mal como para garantizarte unos colegas decentes.

    Pero Smiley se sintió fastidiado y así lo dijo. Le preocupaba que Jebedee, habitualmente tan preciso, fuera tan evasivo. Con un ligero enojo, acordó aplazar su respuesta al colegio de All Souls, mientras no viera a la «gente misteriosa» de Jebedee.

    No le presentaron a la comisión, pero conocía de vista a la mitad de sus miembros. Allí estaba Fielding, el medievalista francés de Cambridge; Sparke, de la Escuela de Lenguas Orientales; y Steed-Asprey, que estuvo cenando en la mesa rectoral la noche que le invitó Jebedee. Tuvo que reconocer que se sentía impresionado. Que Fielding saliera de sus habitaciones, cuando más de Cambridge, era en sí un milagro. Smiley recordaría siempre esa entrevista como una danza de los siete velos: una calculada serie de revelaciones, cada una de las cuales mostraba una parte diferente de una entidad misteriosa. Por último, Steed-Asprey, que parecía presidir, levantó el último velo, y la verdad quedó ante él en toda su deslumbrante desnudez. Se le ofrecía un puesto en lo que, a falta de mejor nombre, Steed-Asprey llamó ruborosamente el Servicio Secreto.

    Smiley pidió tiempo para pensarlo. Le dieron una semana. Nadie se refirió al dinero.

    Aquella noche se alojó en Londres en algún sitio bastante bueno y se permitió ir al teatro. Sentía su cabeza extrañamente ligera, y eso le preocupaba. Sabía muy bien que iba a aceptar, y que podía haberlo dicho en la entrevista. Se lo impidió sólo una precaución instintiva, y quizá un excusable deseo de coquetería ante Fielding.

    Tras su respuesta afirmativa, vino la instrucción: casas de campo anónimas, instructores anónimos, bastantes viajes, y, agigantándose cada vez más, la perspectiva fantástica de actuar completamente solo.

    Su primer puesto de actividad fue relativamente agradable: dos años como englischer Dozent en una Universidad provinciana en Alemania: conferencias sobre Keats y vacaciones en refugios bávaros de caza con grupos de estudiantes alemanes, serios y solemnemente entremezclados. Hacia el final de las dos vacaciones de verano, se llevó consigo algunos de ellos a Inglaterra, habiendo señalado ya cuáles podrían servir y enviando sus recomendaciones, por medios clandestinos, a una dirección en Bonn. Durante aquellos dos años no tuvo idea de si sus recomendaciones habían sido tenidas en cuenta o no. Carecía de medios para saber siquiera si se habían puesto en relación con sus candidatos. En realidad, ignoraba si sus mensajes habían llegado a su destino, y mientras permaneció en Inglaterra no tuvo ningún contacto con el Departamento.

    Sus emociones, al realizar su trabajo, eran variadas e inconciliables. Le intrigaba valorar desde una posición aparte lo que le habían enseñado a describir como «el agente potencial» que podía haber en un ser humano, y organizar minúsculos exámenes de carácter y conducta que pudieran informarle sobre las cualidades de un candidato. Sobre este particular se mostraba de una inhumanidad absoluta: en ese papel, Smiley era el mercenario internacional de su profesión, amoral y sin ningún estímulo ajeno a su satisfacción personal.

    Sin embargo, le entristecía comprobar en sí mismo la paulatina muerte de los placeres naturales. Siempre apartado, encontrábase ahora eludiendo las tentaciones de la amistad y la lealtad humanas, y defendiéndose hurañamente de las reacciones espontáneas. Gracias a la energía de su inteligencia, se obligaba a observar a la humanidad con objetividad clínica; pero, ya que no era ni inmortal ni infalible, detestaba y temía la falsedad de su vida.

    Con todo, Smiley era un hombre sentimental y el prolongado exilio fortaleció su profundo amor a Inglaterra. Se nutría ávidamente de recuerdos de Oxford, de su belleza, de su sosiego razonable y de la madura lentitud de, sus juicios. Soñaba con vacaciones otoñales en Hartland Quay, barrido por el viento y con largas caminatas fatigosas por las escolleras de Cornualles, el rostro tenso y acalorado frente al viento marino. Esa era su otra vida secreta, y comenzó a odiar la indecente intrusión de la nueva Alemania, los desfiles ruidosos de los estudiantes uniformados, sus caras con cicatrices, sus gestos arrogantes y sus respuestas de chulo vulgar. También le dolía el modo como la Facultad había alterado su asignatura: su querida literatura alemana. Y hubo una noche, una terrible noche del invierno de 1937, en que Smiley, tras la ventana, observó una gran hoguera en el patio de la Universidad. En torno a ella había centenares de estudiantes, cuyas caras, a la luz oscilante, resplandecían de entusiasmo. Y a esa pira pagana arrojaron centenares de libros. Él sabía de quiénes eran esos libros: de Thomas Mann, de Heine, de Lessing, y muchos otros más. Y Smiley, protegiendo con su húmeda mano el extremo del cigarrillo, observaba lleno de odio, pero sintiéndose triunfante porque, al menos, sabía quién era su enemigo.

    En 1939 estaba en Suecia, acreditado como agente de un conocido fabricante sueco de armas cortas, y cuyo contrato con la empresa llevaba fecha atrasada. Oportunamente, su aspecto había cambiado algo, pues Smiley llegó a descubrir que poseía, para tal papel, un talento que iba más lejos del rudimentario cambio de pelo y del añadido de un bigotito. Durante cuatro años representó ese papel, viajando, ida y vuelta, entre Suiza, Alemania y Suecia. Nunca se había imaginado que fuera posible tener miedo durante tanto tiempo. Empezó a experimentar una irritación nerviosa en el ojo izquierdo, que le duró quince años más; y la tensión grababa líneas en sus carnosas mejillas y en su frente. Aprendió lo que era no dormir nunca, no reposar jamás, sentir, a cualquier hora del día y de la noche, el incansable latir de su corazón, conocer los extremos de la soledad y de la compasión hacia sí mismo, el súbito deseo irracional de alguna mujer, de beber, de hacer ejercicio, de cualquier droga que atenuara la tensión de su vida.

    Sobre ese telón de fondo desarrolló su comercio auténtico y su trabajo de espía. A medida que pasaba el tiempo, la red aumentó, y otros países compensaron su falta de previsión y de preparación. En 1943 le llamaron a la patria. Al cabo de seis semanas, estaba deseoso de marchar otra vez, pero no se lo permitieron.

    —Se acabó para usted -dijo Steed-Asprey-. Forme agentes nuevos, tómese vacaciones. Cásese o haga lo que le dé la gana. Afloje la tensión.

    Smiley se declaró a la secretaria de Steed-Asprey, lady Ann Sercomb.

    Acabó la guerra. Le pagaron con una indemnización, y se llevó a su bella esposa a Oxford, para entregarse a las oscuridades de la literatura alemana del siglo xvii. Pero dos años después, lady Ann estaba en Cuba, y las revelaciones de un joven descifrador ruso en Ottawa dieron lugar a una nueva demanda de hombres que tuvieran la experiencia de Smiley.

    El trabajo era nuevo, la amenaza, remota, y al principio disfrutó con ello. Pero fueron llegando hombres más jóvenes, quizá con mentes más frescas. Smiley no era material apto para ascensos, y poco a poco empezó a darse cuenta de que había entrado en la edad madura sin haber sido nunca joven, y que del modo más delicado posible lo habían metido en conserva.

    Cambiaron las cosas. Steed-Asprey se había ido a la India, en busca de otra civilización, huyendo del mundo nuevo. Jebedee había muerto. En 1941 tomó un tren en Lille con su radiotelegrafista, un joven belga, y nunca más se oyó hablar de ninguno de los dos. Fielding estaba unido matrimonialmente a una nueva tesis sobre la Chanson de Roland: sólo quedaba Maston, el hombre de carrera, el recluta de tiempos de guerra, el consejero de los ministros sobre los problemas de Información, «el primer hombre», como había dicho Jebedee, que «había jugado al tenis del poder en Wimbledon». La alianza de la OTAN y las desesperadas medidas proyectadas por los americanos alteraron por completo la naturaleza del Servicio de Smiley. Habían pasado para siempre los días de Steed-Asprey, en los que, a lo mejor, uno recibía órdenes mientras tomaba un vaso de oporto en sus habitaciones del colegio de Magdalen en Oxford; el inspirado dilettantismo de un puñado de hombres de grandes cualidades y poca paga, había dejado paso a la eficacia, la burocracia y la intriga de un amplio departamento gubernamental, de hecho a la merced de Maston, con sus trajes caros y su titulo de lord, su distinguido pelo gris y sus corbatas con líneas de plata; Maston, que se acordaba hasta del cumpleaños de su secretaria, y cuyas buenas maneras eran proverbiales entre las señoras del archivo; Maston que, con aire de pedir excusas, extendía su imperio y, sintiéndolo mucho, se trasladaba a oficinas más amplias; Maston, que daba elegantes reuniones en su casa de Henley, y que se nutría del éxito de sus subordinados.

    Había sido llamado durante la guerra, funcionario profesional de un departamento impecable, hombre para manejar papeles y adaptar la brillantez de su personal a la enojosa maquinaria de la burocracia. A los grandes les confortaba tratar con un hombre a quien conocían, un hombre que sabía reducir todos los colores al gris, que conocía a sus amos y sabía moverse en medio de ellos. Y lo hacía muy bien. Les gustaba su reserva cuando se excusaba por las compañías que frecuentaba, su falta de sinceridad cuando defendía las extravagancias de sus subordinados, su flexibilidad cuando formulaba nuevos compromisos. Y él tampoco desperdiciaba las ventajas de un sicario malgré lui, hombre de capa y puñal, que lleva la capa ante sus amos y guarda el puñal para sus siervos. Aparentemente, su puesto era extraño: no era jefe nominal del Servicio, sino consejero de Información de los ministros, y Steed-Asprey lo calificó para siempre como el eunuco en jefe.

    Ese fue un nuevo mundo para Smiley: los pasillos brillantemente iluminados, los jóvenes elegantes. Se sentía pedestre y anticuado, nostálgico de la destartalada casa de Knightsbridge donde había empezado todo. Su aspecto parecía reflejar esa incomodidad en una especie de encogimiento espiritual que le hizo más encorvado y más parecido que nunca a una rana. Parpadeó más, y adquirió el apodo de el Topo. Pero su secretaria -una chica bien, que se había puesto recientemente de largo- lo adoraba, y aludía a él siempre coreo «mi querido osito».

    Smiley era ya muy viejo para ir al extranjero. Maston se lo hizo comprender claramente:

    —De cualquier modo, mi querido amigo, usted seguramente está destrozado después de todo el ajetreo de la guerra. Mejor es que se quede en casa, amigo mío, y que mantenga encendidos los fuegos del hogar.

    Lo que explica, en cierto modo, por qué George Smiley iba en un taxi londinense, a las dos de la madrugada del miércoles 4 de enero, de camino a Cambridge Circus.


    II. Nunca cerramos


    Se sentía seguro en el taxi. Seguro y caliente. El calor lo llevaba de contrabando desde su cama, conservándolo como un tesoro en la húmeda noche de enero. Seguro, a fuerza de irreal, porque era su fantasma quien recorría una tras otra las calles de Londres y tomaba nota de sus desdichados buscadores de placeres, refugiados bajo paraguas de porteros; y las fulanas, envueltas en plástico, como regalos. Era su fantasma, se dijo, que había subido trepando desde el pozo del sueño para interrumpir el sonido del teléfono en la mesilla... Oxford Street... ¿Por qué Londres era la única capital del mundo que perdía de noche su personalidad? Smiley, apretándose más el gabán, no pudo recordar ningún sitio, desde Los Ángeles a Berna, que tan fácilmente renunciara a su lucha diaria por la personalidad.

    El taxi dobló entrando en Cambridge Circus, y Smiley se incorporó sobresaltado en el asiento. Recordó por qué había llamado el funcionario de guardia, y este recuerdo le despertó brutalmente de sus fantasías. Volvió a él la conversación, palabra por palabra:

    —Soy el funcionario de guardia, Smiley. Le paso al consejero...
    —¿Smiley? Soy Maston. Usted entrevistó a Arthur Fennan el lunes en el Foreign Office, si no me equivoco, ¿verdad?
    —Sí..., eso es.
    —¿De qué se trataba?
    —Una carta anónima le acusaba de haber pertenecido al partido comunista en Oxford. Entrevista de rutina, autorizada por el director de Seguridad.

    («Fennan no puede haberse quejado -pensó Smiley-; sabía que yo le iba a dejar libre de toda acusación. No hubo nada irregular, nada.»)

    —¿Se metió usted con él en algo? ¿Fue la cosa hostil, Smiley? Dígamelo.

    («Dios mío, parece asustado. Fennan debe de habernos echado encima al Gobierno entero.»)

    —No. Fue una entrevista especialmente amistosa; simpatizamos, me parece. En realidad, me salí de mis atribuciones en un aspecto.
    —¿En qué, Smiley, en qué?
    —Bueno, más o menos, le dije que no se preocupara.
    —¿Le dijo qué?
    —Le dije que no se preocupara. Evidentemente, él estaba un poco alterado; así que se lo dije.
    —¿Qué es lo que le dijo?
    —Le dije que yo no tenía poderes y que tampoco los tenía el Servicio, pero que no veía ningún motivo para que siguiéramos molestándole.
    —¿Eso es todo?

    Smiley se detuvo un segundo: nunca había conocido así a Maston, nunca tan pendiente de algo.

    —Sí, eso es todo. Absolutamente todo.

    («Nunca me lo perdonará. Esto te pasa por la calma estudiada, por las camisas crema y las corbatas plateadas, por los elegantes almuerzos con ministros.»)

    —Dice que usted expresó sus dudas acerca de su lealtad, que se ha malogrado su carrera en el Foreign Office y que es víctima de delatores pagados.
    —¿Eso ha dicho? Tiene que haberse vuelto loco de atar. Sabe que se le ha dejado libre de toda acusación. ¿Qué más quiere?
    —Nada. Está muerto. Se ha matado esta noche a las diez y media. Ha dejado una carta para el secretario del Foreign Office. La policía llamó por teléfono a uno de los secretarios y obtuvo permiso para abrir la carta. Luego nos lo dijeron. Va a haber una investigación. Smiley, ¿está seguro, de veras?
    —¿Seguro de qué?
    —Bueno, no importa. Dese una vuelta por aquí en cuanto pueda.

    Había tardado horas en encontrar un taxi. Llamó por teléfono a tres paradas, sin obtener respuesta. Por último contestó la parada de Sloane Square, y Smiley esperó en la ventana de su alcoba, envuelto en el gabán, hasta que vio el taxi acercarse a la puerta. Se acordó de los bombardeos en Alemania: esa ansiedad irreal en plena noche.

    En Cambridge Circus hizo que se detuviera el taxi a unos cien metros de la oficina, en parte por costumbre y en parte también para despejar su mente, adelantándose al febril interrogatorio de Maston.

    Enseñó su pase al guardia de servicio y se acercó lentamente al ascensor.

    El funcionario de guardia le saludó con alivio al verle, y caminaron juntos por el iluminado pasillo color crema.

    —Maston ha ido a ver a Sparrow a Scotland Yard. Se ha armado un buen cisco, sobre qué departamento de policía se ocupa del caso. Sparrow dice que la Rama Especial, Evelyn que Contraespionaje y la policía de Surrey no sabe lo que se le ha venido encima. Vamos a tomar café en la covacha del funcionario de guardia. Es extracto, pero se puede beber.

    Smiley se alegró de que esa noche estuviera de guardia Peter Guillam. Era un hombre pulido y reflexivo que se había especializado en espionaje en los países satélites, ese tipo de hombre solícito que siempre tiene a mano un horario de ferrocarriles y un cortaplumas.

    —La Rama Especial llamó a las doce y cinco. La mujer de Fennan había ido al teatro y no lo encontró hasta que volvió, sola, a las once menos cuarto. Luego se decidió a llamar a la policía.
    —Vivía por ahí, por Surrey.
    —En Walliston, cerca del cruce de Kingston. Apenas se pasa el término metropolitano. Cuando la policía llegó, encontraron en el suelo, junto al cadáver, una carta dirigida al secretario del Foreign Office. El superintendente telefoneó al jefe de Policía, quien llamó al funcionario de guardia del Ministerio del Interior, que, a su vez, telefoneó al oficial de servicio del Foreign Office, y por fin consiguieron permiso para abrir la carta. Entonces empezó la broma.
    —Adelante.
    —El director de personal del Foreign Office nos telefoneó: quería el número del consejero, de su casa. Dijo que ésta era la última vez que la Seguridad se enredaba con los asuntos de su personal, que Fennan era un funcionario leal y de talento, bla-bla-bla...
    —Y lo era. Es verdad.
    —Dijo que todo el asunto demostraba francamente que la Seguridad se había excedido en sus atribuciones..., que utilizaba métodos de la Gestapo, que ni siquiera se excusaban ante una auténtica amenaza, bla-bla... Le di el número de la casa del consejero, y lo marcó por el otro teléfono mientras seguía delirando. Por un golpe de genio, logré dejar una línea para el Foreign Office y llamé por otra a Maston, dándole la noticia. Eso era a las doce y veinte. A la una, llegó Maston en avanzado estado de gestación; mañana por la mañana tendrá que informar al ministro.

    Permanecieron silenciosos un momento, mientras Guillam vertía en las tazas café concentrado y añadía agua hirviendo del cazo eléctrico.

    —¿Qué tipo era? — preguntó.
    —¿Quién, Fennan? Bueno, hasta esta noche habría podido decírselo. Ahora ya no hay quien le entienda. A simple vista, evidentemente judío. Familia muy decente, pero en Oxford se lo sacudió todo y se volvió marxista. Sensible, culto...; un hombre razonable. Se expresaba con cortesía y sabía escuchar. En resumen, buena educación, y con sobrados conocimientos. Quienquiera que fuese el que le denunció, tenía razón: era del partido.
    —¿Qué edad?
    —Cuarenta y cuatro. Pero realmente aparentaba más.

    Smiley siguió hablando mientras sus ojos erraban por el cuarto: Cara delicada..., un mechón de pelo oscuro y liso, peinado a la manera estudiantil, perfil de un muchacho de veinte años, piel fina, seca y muy pálida. Con muchas arrugas, además; arrugas por todas partes, cortándole la piel en cuadrados. Dedos muy delgados..., un tipo reconcentrado: de los que se bastan a sí mismos. Buscaba sus placeres solo. También sufrió solo, supongo.

    Se levantaron cuando entró Maston.

    —¡Ah, Smiley! Entre.

    Abrió la puerta y extendió el brazo izquierdo para permitir que Smiley pasara primero. El cuarto de Maston no contenía ni una sola pieza de propiedad gubernamental. En cierta ocasión compró una colección de acuarelas del siglo xix, y algunas de ellas colgaban en la pared. Lo demás no tenía carácter, decidió Smiley. En ese aspecto, también Maston era así. Su traje, un poquito demasiado claro para lo que conviene a la respetabilidad, el cordón de su monóculo atravesaba su invariable camisa crema. Llevaba una corbata de lana gris claro. Un alemán le llamaría flote, pensó Smiley. Chic si lo era: el verdadero caballero para la imaginación de una camarera.

    —He visto a Sparrow. Es un caso claro de suicidio. El cadáver ha sido retirado, y, aparte de los trámites de costumbre, el jefe de Policía no llevará a cabo acción alguna. Habrá una investigación dentro de uno o dos días. Se ha acordado, e insisto en ello con toda energía, que la prensa no ha de saber ni una palabra de nuestro anterior interés por Fennan.
    —Ya veo.

    («Eres peligroso, Maston. Eres débil, estás asustado. Sacrificarías el cuello de cualquiera antes que el tuyo, lo sé. Me miras como si estuvieras midiendo la soga para ahorcarme.»)

    —No crea que lo digo como crítica, Smiley; después de todo, si el director de Seguridad autorizó la entrevista, usted no tiene por qué preocuparse.
    —Salvo en lo que respecta a Fennan.
    —Claro está. Desgraciadamente, el director de Seguridad descuidó firmar la aprobación a su nota sugiriendo una entrevista. Sin duda la autorizó verbalmente, ¿no?
    —Sí. Estoy seguro de que lo confirmará.

    Maston volvió a mirar a Smiley de modo penetrante, calculador: algo empezó a atragantársele a Smiley. Sabía que se estaba manteniendo al margen, y que Maston quería que se acercara más, que fuese más conciliador.

    —¿Sabe que la oficina de Fennan se ha puesto en contacto conmigo?
    —Sí.
    —Se tendrá que abrir una investigación. Acaso ni siquiera sea posible evitar a la prensa. Ciertamente, lo primero que tendré que hacer mañana es ver al ministro del Interior. — («Asústame, inténtalo otra vez... Ya no soy joven..., hay que pensar en el retiro..., además, no encontraría otro empleo..., pero no participaré en tus mentiras, Maston»)-. He de tener todos los hechos, Smiley. Tengo que cumplir con mi deber. Si hay algo de esa entrevista que le parezca que debe contarme, algo que no haya anotado quizá, dígamelo ahora y permítame considerar su importancia.
    —En realidad, no hay nada que añadir a lo que ya consta en el expediente, y a lo que le dije anoche a primera hora. Tal vez a usted le convenga saber -(el «a usted» quizá un poco fuerte)- que la entrevista se desarrolló en una atmósfera excepcionalmente cordial. La acusación contra Fennan era bastante débil: que perteneció al partido en la Universidad allá por los años 30, y se habla vagamente de que actualmente simpatizaba. La mitad del Gobierno estaba también en el partido por los años 30. — Maston frunció el ceño-. Cuando llegué a su despacho del Foreign Office, tuve la impresión de que me metía en un sitio público: gente que entraba y salía continuamente, de modo que sugerí que saliéramos a dar una paseo por el parque.
    —Adelante.
    —Bueno, nos fuimos. Hacía un día frío y soleado, bastante agradable. Estuvimos mirando los patos -Maston hizo un gesto de impaciencia-. Pasamos una media hora en el parque: él habló todo el tiempo. Era un hombre inteligente, elocuente e interesante. Pero también nervioso y no sin motivo. A esa gente le encanta hablar de sí mismos, y creo que le gustó poder soltar lo que llevaba dentro. Me contó todo el asunto. Parecía muy contento de mencionar nombres, y luego nos fuimos a un espresso que estaba junto a Millbank.
    —¿Un qué?
    —Un espresso. Un bar. Dan una clase especial de café a chelín la taza. Tomamos café.
    —Ya veo. En esas... circunstancias anfitriónicas fue cuando usted le dijo que el Departamento no recomendaría que se emprendiera ninguna acción contra él.
    —Sí. Muchas veces hacemos eso, pero normalmente no lo anotamos.

    Maston asintió. Esa clase de cosas las entendía, pensó Smiley. Válgame Dios, en realidad es bastante despreciable. Era emocionante descubrir que Maston era tan desagradable como él había esperado.

    —Y ¿puedo suponer, por tanto, que su suicidio (y su carta, desde luego) le sorprenden completamente? ¿No encuentra usted ninguna explicación?
    —Sería difícil que la encontrara.
    —¿No tiene idea de quién le denunció?
    —No.
    —¿Sabía usted que estaba casado?
    —Sí.
    —No sé..., parece verosímil que su mujer pudiera llenar algunos de los huecos. Casi no me atrevo a sugerirlo, pero tal vez alguno del Departamento debería ir a verla, y, en la medida en que lo permitan los buenos sentimientos, preguntarle sobre todo esto.
    —¿Entonces? — preguntó Smiley mirándolo, inexpresivo.

    Maston estaba de pie junto a su gran mesa lisa, jugueteando con la cacharrería del hombre de negocios -plegadera, caja de cigarrillos, encendedor-; todo el instrumental químico de la hospitalidad oficial.

    Enseña dos dedos de manga crema, pensó Smiley, admirando la blancura de sus manos.

    —Smiley, comprendo lo que siente, pero a pesar de esta tragedia, debe tratar de comprender la situación. El ministro y el secretario del Interior querrán la explicación más completa posible de este asunto, y mi deber personal es proporcionársela. Sobre todo, cualquier información que se refiera al estado de ánimo de Fennan inmediatamente después de su entrevista con... con nosotros. Es posible que hablara de ella con su mujer. No debería haberlo hecho, pero tenemos que ser realistas.
    —¿Quiere que sea yo el que vaya?
    —Alguien tiene que ser. Es un aspecto de la investigación. El secretario del Interior tendrá que decidir sobre ello, desde luego, pero en este momento desconocemos los hechos. El tiempo apremia y usted conoce el caso; usted hizo las investigaciones básicas. No da tiempo a que otro se documente. Si va alguien, tendrá que ser usted, Smiley.
    —¿Cuándo quiere que vaya?
    —Al parecer, la señora Fennan es una mujer poco corriente. Extranjera. Judía, además, según creo, sufrió mucho en la guerra, lo que aumenta las dificultades. Es una mujer de ánimo fuerte, relativamente poco impresionada por la muerte de su marido. Sólo en apariencia, sin duda. Pero sensata y comunicativa. Me ha dicho Sparrow que está dispuesta a colaborar con nosotros y que probablemente le recibiría a usted en cuanto llegue. La policía de Surrey puede advertirle que irá, y lo primero que usted podría hacer por la mañana sería verla. Yo le telefonearé más tarde.

    Smiley se volvió disponiéndose a marcharse.

    —¡Ah...!, y Smiley... -Notó la mano de Maston en el brazo, y se volvió a mirarle. Maston mostraba la sonrisa normalmente reservada para las señoras viejas del Servicio-. Smiley, puede contar conmigo, ya sabe: puede contar con mi apoyo.

    Dios mío, pensó Smiley, realmente trabajas sin interrupción las veinticuatro horas del día. Eres un cabaret con el «Nunca cerramos».

    Siguió andando hasta la calle.


    III. Elsa Fennan


    Merridale Lane es uno de esos rincones de Surrey cuyos habitantes mantienen una batalla incesante contra los estigmas de ser de «las afueras». En todos los jardines, delante de las casas, hay árboles, abonados y mimados para que crezcan, que ocultan a medias las cursis «residencias pintorescas» que se acurrucan detrás de ellos. La rusticidad del barrio se acentúa con los búhos de madera que montan la guardia sobre los nombres de las casitas, y los desmigajados enanos que se inclinan infatigablemente sobre estanques con peces de colores. Los habitantes de Merridale Lane no pintan sus enanos, sospechando que ése es un vicio «de las afueras», ni, por idéntico motivo, barnizan los búhos, sino que esperan pacientemente a que los años doten a esos tesoros de una apariencia de antigüedad, a la intemperie, hasta el día en que las vigas del garaje puedan presumir de cucarachas y termes.

    La calle no es exactamente un callejón sin salida, aunque los agentes de la propiedad se empeñan en afirmarlo; el extremo desde el cruce de Kingston se estrecha ostensiblemente hasta convertirse en un sendero de grava, que a su vez degenera en un triste caminito enfangado a través de Merries Field, llevando a otra calle imposible de distinguir de Merridale Lane. Hasta poco antes de 1920 ese camino llevaba a la iglesia parroquial, pero ahora la iglesia queda en lo que prácticamente es una isla entre el tráfico adherido a la carretera de Londres, y ese sendero, que antaño llevaba a los fieles al oficio religioso, ahora proporciona un enlace superfluo entre los habitantes de Merridale Lane y los de Cadogan Road. La franja de campo llamada Merries Field ha conseguido ya una distinción muy por encima de sus propias aspiraciones: ha introducido una profunda cuña de discordia en el Concejo del Distrito, entre los partidarios del desarrollo y los conservadores, con tales repercusiones que, en una ocasión, quedó parada toda la maquinaria de la administración local de Walliston. Ahora se ha establecido una especie de transacción natural: Merries Field no está ni desarrollado ni preservado por los tres postes de acero situados a lo largo de él, a distancias iguales. En el centro, hay una especie de cabaña de caníbales con techo de bálago llamada «El Refugio Conmemorativo de la Guerra», que se construyó en 1951 en grata memoria de los caídos en las dos guerras, como puerto de refugio para los fatigados y los ancianos. Nadie parece haber preguntado qué tienen que hacer en Merries Field los fatigados y los ancianos, pero por lo menos las arañas han encontrado refugio en el techo, y, como lugar de descanso para los obreros que pusieron los postes de una línea de alta tensión, la cabaña resultó extraordinariamente cómoda.

    Smiley llegó allí, a pie, poco después de las ocho de la mañana, después de haber aparcado su coche ante la comisaría de Policía, que estaba a diez minutos andando. Llovía intensamente, una lluvia densa y fría, tan fría que parecía sólida al golpear en la cara.

    La policía de Surrey ya no se interesaba por el caso, pero Sparrow, por su cuenta y riesgo, había mandado a uno de la Rama Especial para que se quedase en la comisaría y, si era necesario, actuara como enlace entre la Seguridad y la policía. No cabía ninguna duda sobre el tipo de muerte de Fennan. Había recibido un balazo en la sien, a bocajarro, y el arma era una pequeña pistola francesa, fabricada en Lille en 1957, que se había encontrado debajo del cadáver. Todas las circunstancias concordaban con el suicidio.

    El número quince de Merridale Lane era una casa baja, estilo Tudor, con las alcobas en las mansardas, y un garaje de tabiques de madera. Tenía aire de descuido, incluso de desuso. Podrían haberla ocupado unos artistas, pensó Smiley. No parecía que Fennan se encontrara allí en su sitio. Fennan era para Hampstead y las chicas bohemias extranjeras.

    Levantó el pestillo de la verja y avanzó lentamente por el camino hasta la puerta de entrada, tratando en vano de distinguir alguna señal de vida a través de las ventanas emplomadas. Hacía mucho frío. Tocó el timbre. Elsa Fennan le abrió la puerta.

    —Me llamaron preguntando si tendría inconveniente en recibirle. No supe qué decir. Entre, por favor.

    Un indicio de acento alemán.

    Debía tener más años que Fennan. Era una mujer flaca, huraña, cincuentona, con el pelo muy corto, teñido de color de nicotina. A pesar de su fragilidad, daba la impresión de resistencia y de valor y los oscuros ojos que brillaban en su carita torcida tenían una intensidad asombrosa. Era una cara ajada, asolada, devastada hacía mucho tiempo, la cara de una niña envejecida por el hambre y el agotamiento, la cara de la eterna refugiada; cara de campo de concentración, pensó Smiley.

    Le tendía la mano: una mano rosada, gastada de fregar, huesuda al tacto. El se presentó.

    —Usted -dijo- es quien entrevistó a mi marido sobre su lealtad.

    Le condujo al cuarto de estar, bajo y oscuro. No había fuego. Smiley, de repente, se sintió asqueado, vil. Lealtad, ¿a quién, a qué? Ella no lo había dicho con resentimiento. Smiley era un opresor, pero ella se resignaba a la opresión.

    —Su marido me pareció muy simpático. Habría quedado libre de todo.
    —¿Libre de qué?
    —Era un caso de los que, a primera vista, hay que investigar: una carta anónima... Me encargaron el trabajo. — Se detuvo y la miró con sincera compasión-. Señora Fennan, ha sufrido usted una terrible pérdida... Debe de estar agotada. No habrá podido dormir en toda la noche...

    Ella no pareció corresponder a su comprensión:

    —Gracias, pero difícilmente voy a poder dormir hoy. El sueño es un lujo que me ha sido negado. — Bajó la mirada oblicuamente hacia su delgada figura. Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnos mutuamente veinte horas al día. Hemos vivido ya más tiempo que la mayoría de la gente... En cuanto a la terrible pérdida... sí, supongo que sí. Pero sepa usted, señor Smiley, que durante mucho tiempo sólo he sido dueña de un cepillo de dientes, que realmente estoy acostumbrada a no tener nada, ni siquiera al cabo de ocho años de matrimonio. Además, he aprendido a sufrir sin quejarme.

    Movió la cabeza indicándole que podía sentarse, y con un ademán curiosamente de otro tiempo, se remetió la falda por debajo y se sentó frente a él. Hacía mucho frío en aquel cuarto. Smiley dudó si debía hablar: no se atrevía a mirarla, sino que fijaba los ojos en el vacío, esforzándose desesperadamente en adivinar lo que ocultaba el rostro ajado y fatigado de Elsa Fennan. Le pareció que había transcurrido mucho tiempo hasta que ella volvió a hablar.

    —Decía usted que él le resultó simpático. Al parecer, usted no le dio esa impresión.
    —No he visto la carta de su marido, pero conozco su contenido. — La cara de Smiley, grave y llena de bolsas, se volvió ahora hacia ella-. La verdad, no tiene sentido. Yo, prácticamente, le dije que estaba..., que recomendaríamos que el asunto no siguiese adelante.

    Ella permanecía inmóvil, esperando oír más. ¿Qué podía decir él: «Lamento haber matado a su marido, señora Fennan, pero no hice más que cumplir mi deber»? (Deber ¿hacia quién, por Dios?) «Él estuvo en el partido comunista, en Oxford, hace veinticuatro años. Su ascenso reciente le permitía el acceso a informaciones altamente secretas. Algún entrometido nos escribió una carta anónima, y no tuvimos más remedio que darle curso. La investigación provocó en su marido un estado depresivo que le impulsó al suicidio.»

    No dijo nada.

    —Ha sido un juego -dijo ella de repente-, un estúpido conflicto de ideas: no tenía nada que ver con él ni con ninguna persona real. ¿Por qué se preocupa usted por nosotros? Vuélvase a Whitehall y busque otros espías en sus tableros de dibujo. — Se detuvo, sin mostrar otra señal de emoción que el ardor de sus oscuros ojos-. Es una vieja enfermedad la que sufre usted, señor Smiley -continuó, sacando un cigarrillo de la caja-, y he conocido a muchas víctimas que la sufren. La mente llega a escindirse del cuerpo; piensa sin ningún contenido real, reina sobre un reino de papel y proyecta sin emoción la ruina de sus víctimas también de papel. Pero a veces la separación entre su mundo y el nuestro es incompleta: a los expedientes les nacen cabezas y brazos y piernas, y es un momento terrible, ¿verdad? Los nombres tienen familias, además de informes, y razones humanas que explican sus tristes expedientes y sus pecados ficticios. Lo que ocurre entonces lo siento por usted.

    Se detuvo un momento, y luego continuó:

    —Es como el Estado y la Gente. El Estado es también un sueño, un símbolo que no quiere decir nada en absoluto, un vacío, una mente sin cuerpo, una partida que se juega con nubes en el cielo. Pero los Estados hacen la guerra, ¿no es verdad?, y encarcelan a la gente. Soñar con doctrinas, ¡qué limpio! A mi marido y a mí ya nos han limpiado, ¿verdad?

    Le miraba fijamente. Ahora se le notaba más su acento.

    —Usted se llama el Estado, señor Smiley: usted no tiene sitio entre la gente de verdad. Usted ha soltado una bomba desde el cielo. No baje aquí a mirar la sangre o a oír los gritos.

    No había levantado la voz; ahora miraba por encima de él, más allá.

    —Parece que le sorprende. Ahora yo debería estar llorando, supongo, pero ya no tengo lágrimas, señor Smiley. Soy estéril: los hijos y mi dolor han muerto. Gracias por haber venido, señor Smiley. Ahora puede marcharse. Aquí no tiene nada que hacer.

    Él se inclinó hacia adelante en la butaca, restregándose las nudosas manos contra las rodillas. Parecía preocupado y cargado de beatería, como un tendero que enumera el género del día. La piel de su cara estaba blanca y brillaba en las sienes y en el labio superior. Sólo tenía color debajo de los ojos: medias lunas malva cortadas por la pesada montura de las gafas.

    —Escuche, señora Fennan, esa entrevista fue casi un mero formulismo. Creo que su marido disfrutó con ella; creo que casi le satisfizo que se pusieran las cosas en claro.
    —¿Cómo puede usted decir eso, cómo puede decir ahora, eso...?
    —Le digo que es verdad. Ni siquiera nos vimos en un despacho oficial. Cuando fui a verle, el despacho de Fennan me pareció una especie de paso libre entre otros dos cuartos, así que salimos a pasear por el parque y acabamos en un café. Muy poca inquisición, ya lo ve usted. Incluso le dije que no se preocupara, se lo dije. La verdad es que no comprendo en absoluto la carta..., no encaja a...
    —No estoy pensando en la carta, señor Smiley, sino en lo que él me dijo.
    —¿A qué se refiere?
    —Le impresionó profundamente la entrevista: me lo dijo. Cuando volvió, el lunes por la noche, estaba desesperado, casi incomprensible. Se dejó caer en una butaca, y le convencí para que se acostase. Le di un sedante que le hizo efecto hasta medianoche. A la mañana siguiente, siguió hablando de ello. Le ocupó por completo el pensamiento hasta su muerte.

    En el piso de arriba sonaba el teléfono. Smiley se levantó.

    —Perdone..., será mi oficina. ¿Le importa?
    —Está en la alcoba de la fachada, justamente encima de nosotros.

    Smiley subió lentamente las escaleras sumido en el más completo desconcierto. ¿Qué demonios le diría ahora a Maston?

    Cogió el auricular, lanzando maquinalmente una ojeada al número del aparato.

    —Aquí Walliston veintinueve cuarenta y cuatro.
    —Aquí la Central de Teléfonos. Buenos días. Su llamada de las ocho y media.
    —¡Ah...! ¡Ah, sí! Muchas gracias.

    Colgó, agradecido por la momentánea tregua. Dirigió en torno suyo una breve ojeada por la alcoba. Era la propia habitación de Fennan, austera, pero cómoda. Había dos butacas frente a la chimenea de gas. Smiley recordó entonces que Elsa Fennan había estado en cama durante tres años después de la guerra. Probablemente, era lo que quedaba de aquellos años en que se sentaron al anochecer en la alcoba. Los huecos a ambos lados de la chimenea estaban llenos de libros. En el rincón más apartado, una máquina de escribir sobre una mesa. Había algo íntimo y conmovedor en el arreglo de toda la habitación, y. quizá por primera vez, Smiley se sintió invadido por la sensación directa de la tragedia de la muerte de Fennan. Volvió al cuarto de estar.

    —Era para usted. Su llamada de las ocho y media, de Teléfonos.

    Se dio cuenta de que se producía una pausa y la miró sin curiosidad. Pero ella le había vuelto la espalda y, de pie, miraba por la ventana, con su delgada espalda muy erguida e inmóvil, y sus rígidos cabellos cortos destacando sobre la luz de la mañana.

    De pronto, Smiley la observó fijamente. Se le había ocurrido algo, algo de lo cual debió haberse dado cuenta arriba, en la alcoba; algo tan increíble que por un momento su cerebro fue incapaz de aprehenderlo. Siguió hablando maquinalmente. Tenía que marcharse, huir del teléfono y de las preguntas histéricas de Maston, alejarse de Elsa Fennan y de su casa sombría e inquietante. Alejarse para pensar.

    —Señora Fennan, ya la he molestado demasiado, y ahora tengo que seguir su consejo y volverme a Whitehall.

    De nuevo la fría mano frágil, y las masculladas expresiones de condolencia.

    Cogió el gabán en el vestíbulo y salió al primer sol de la mañana. El sol invernal acababa de aparecer un momento después de la lluvia, y volvía a pintar con pálidos colores mojados los árboles y las casas de Merridale Lane. El cielo seguía gris oscuro, y el mundo, por debajo de él, estaba extrañamente luminoso, devolviendo la luz solar que había robado de no se sabía dónde.

    Avanzó despacio por el camino de grava, temiendo que ella le llamara.

    Regresó a la comisaría, poseído por turbadores pensamientos. Para empezar, no era Elsa Fennan quien había pedido a la Central de Teléfonos una llamada para las ocho y media de esa mañana.


    IV. Café de la Fuente


    El comisario principal de la Brigada Criminal de Walliston era un alma generosa y simpática que medía la competencia profesional en años de servicio, sin ver nada de malo en la costumbre. Por otra parte, el inspector Mendel, enviado por Sparrow, era un caballero delgado, con cara de comadreja, que hablaba muy de prisa por la comisura de la boca.

    —Tengo un recado de su departamento, señor Smiley. Ha de llamar en seguida al consejero.

    El comisario señaló su teléfono con una mano enorme y salió por la puerta abierta de su despacho. Mendel se quedó. Smiley le miró durante un momento como un búho, tratando de adivinar qué clase de hombre era.

    —Cierre la puerta.

    Mendel se acercó a la puerta y la empujó silenciosamente.

    —Quiero hacer una averiguación en la Central de Teléfonos de Walliston. ¿Con quién se puede hablar con mayor facilidad?
    —Por lo general, con el ayudante del supervisor. El supervisor siempre está en las nubes: el ayudante es quien hace el trabajo.
    —Alguien, de Merridale Lane número quince, pidió que la Central le llamara esta mañana a las ocho y media. Quiero saber a qué hora se hizo esa petición, y quién la hizo. Quiero saber si se trata de una petición de llamada fija por la mañana, y, si es así conocer todos los detalles.
    —¿Sabe el número?
    —Walliston veintinueve cuarenta y cuatro. Abonado Samuel Fennan, supongo.

    Mendel se acercó al teléfono y marcó la Central. Mientras esperaba respuesta, dijo a Smiley:

    —No quiere que nadie sepa esto, ¿verdad?
    —Nadie. Ni usted. Probablemente no habrá nada. Si empezamos a hablar de asesinato, entonces...

    Mendel estaba ya hablando con la Central y preguntaba por el ayudante del supervisor.

    —Aquí Walliston, la Criminal, despacho del comisario. Tenemos una investigación... Sí, claro... Llámeme aquí entonces... La línea exterior del servicio es Walliston veinticuatro veintiuno.

    Colgó y esperó a que le llamara la Central.

    —Una chica sensata -masculló, sin mirar a Smiley.

    Sonó el teléfono y él empezó a hablar en seguida.

    —Estamos investigando un robo en Merridale Lane, número dieciocho. Es posible que usaran el número quince como punto de observación para la casa de enfrente. ¿Hay algún modo de averiguar si ha habido llamadas con origen o destino en Walliston veintinueve cuarenta y cuatro durante las últimas veinticuatro horas?

    Hubo una pausa. Mendel puso la mano en el micrófono y se volvió a Smiley con una ligera sonrisa. A Smiley, de repente, le resultó muy simpático.

    —Va a preguntar a las chicas -dijo Mendel- y mirará los contadores.

    Volvió al teléfono y empezó a anotar cifras en el bloc del comisario. De pronto se quedó rígido y se inclinó sobre la mesa.

    —¡Ah, sí! — su voz era indiferente, en contraste con su actitud-. ¿Y cuándo lo pidió ella? — Otra pausa-. A las ocho menos cinco..., un hombre, ¿eh? ¿Está segura de eso la chica...? ¡Ah, ya veo! Bueno, eso lo arregla todo, muchas gracias. Bien, por lo menos ya sabemos dónde estamos... De ninguna manera, nos ha prestado usted una gran ayuda... Sólo una teoría, eso es todo... Tenemos que pensarlo otra vez, ¿verdad? Bueno, muchas gracias. Muy amable; no lo diga a nadie... Adiós.

    Colgó, arrancó la hoja del bloc y se la metió en el bolsillo.

    Smiley habló de prisa:

    —Hay café magnífico ahí abajo. Necesito desayunar. Vamos a tomar café.

    Sonó el teléfono. Smiley casi notaba a Maston al otro lado del hilo. Mendel le miró un momento y pareció comprender. Lo dejaron sonando y salieron rápidamente de la comisaría hacia High Street.

    El «Café de la Fuente» (propietaria, señorita Gloria Adam), era estilo Tudor, adornos de latón, y miel local a seis peniques más que en cualquier otro sitio. La propia señorita Adam servía el café más horrible que pueda haber al sur de Manchester, y llamaba a sus clientes «mis amigos». La señorita Adam no hacía negocio con sus amigos, sino que, sencillamente, les robaba, lo cual, no se sabe cómo, contribuía a la ilusión del distinguido dilettantismo que la señorita Adam ponía tanto empeño en conservar. Sus orígenes eran oscuros, pero a menudo hablaba de su difunto padre como «el coronel». Entre los amigos de la señorita Adam, a quienes les había costado especialmente cara su amistad, se rumoreaba que ese grado de coronel le había sido concedido por el Ejército de Salvación.

    Mendel y Smiley se sentaron en una mesa de un rincón, junto al fuego, esperando su desayuno. Mendel miró con aire extraño a Smiley:

    —La chica recuerda con toda precisión la llamada. Fue hacia el final de su turno: de cinco a ocho, anoche. Una petición de llamada a las ocho y media de esta mañana. La hizo el propio Fennan; la chica está segura de eso.
    —¿Cómo?
    —Al parecer, el tal Fennan había llamado a la Central en Navidad, cuando estaba de servicio esta misma chica: quería desearles a todas felices Navidades. Ella se quedó encantada; charlaron mucho. Estaba segura de que ayer era la misma voz la que pidió la llamada. «Un caballero muy bien educado», dijo.
    —Pero esto no tiene sentido. Escribió una carta diciendo que se suicidaba a las diez y media. ¿Qué pasó entre las ocho y las diez y media?

    Mendel cogió una vieja cartera ajada. No tenía cierre. Más bien era una funda de papel de música, pensó Smiley. Sacó de ella una carpeta amarilla corriente y se la pasó a Smiley.

    —Facsímil de la carta. El comi dijo que le diera a usted una copia. El original se lo mandan al Foreign Office, y otra copia a Marlene Dietrich.
    —¿Quién diablos es ésa?
    —Perdón, señor; así llamamos a su consejero. Es el mote que le hemos puesto a los servicios especiales. Lo lamento, señor.

    Qué estupendo, pensó Smiley, qué magníficamente estupendo. Abrió la carpeta y miró el facsímil. Mendel seguía hablando:

    —La primera carta de un suicidado que veo escrita a máquina en mi vida. Y por si fuera poco, la primera que he visto indicando la hora. Sin embargo, la firma parece la misma. Se ha confrontado en la Comisaría con un recibo que firmó una vez, de un objeto perdido. Tan clara como el agua.

    La carta estaba escrita a máquina, probablemente en una portátil. Como la denuncia anónima. Estaba firmada con la clara y legible firma de Fennan.

    Debajo de la dirección impresa en el membrete, figuraba la fecha a máquina, y debajo la hora: 10.30 de la noche.

    Querido sir David:
    Después de ciertas vacilaciones, he decidido quitarme la vida. No puedo pasar el resto de mis años bajo una nube de deslealtad y suspicacia. Me doy cuenta de que mi carrera está echada a perder, de que soy víctima de delatores pasados.

    Suyo afectísimo,
    Samuel Fennan


    Smiley la leyó varias veces, con la boca fruncida a fuerza de concentración y las cejas un poco elevadas, como sorprendido. Mendel le preguntaba algo:

    —¿Cómo supo eso?
    —¿El qué?
    —Lo de la llamada por la mañana.
    —¡Ah! Fui yo quien recibió la llamada. Creí que era para mí. No: era la Central con ese asunto. Tampoco entonces caí en ello. Supuse que era para ella, ya ve. Bajé y se lo dije.
    —¿Bajó?
    —Sí. Tienen el teléfono en la alcoba. En realidad, es una especie de alcoba y cuarto de estar... Ella había estado inválida, ya sabe, y supongo que no ha cambiado el cuarto desde entonces. Es como un estudio: en un lado libros, máquina de escribir, mesa y todo eso.
    —¿Máquina de escribir?
    —Sí, portátil. Imagino que la utilizó para escribir esta carta. Pero, ya ve, cuando recibí la llamada, no se me ocurrió que podía no ser para la señora Fennan.
    —¿Por qué no?
    —Sufre insomnio, según me dijo. Hizo de ello una especie de broma. Le dije que se tomara algún descanso y ella dijo solamente: «Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnos veinte horas al día. Hemos vivido ya más tiempo que la mayoría de la gente.» Hubo más: dijo que no disfrutaba el lujo del sueño. Entonces ¿para qué iba a querer una llamada a las ocho y media?
    —¿Y para qué la iba a querer su marido... ni nadie? Es demasiado cerca de mediodía. ¡Dios proteja a los funcionarios!
    —Exactamente. Eso también me desconcierta. Todos reconocen que en el Foreign Office empiezan a trabajar tarde: a las diez, creo. Pero aun así, Fennan antes de matarse tenía que vestirse, afeitarse, desayunar y tomar el tren a tiempo, si no se despertaba hasta las ocho y media. Además, es que su mujer podía haberle llamado.
    —A lo mejor es pura comedia eso de que no duerme -dijo Mendel-. Lo hacen mucho las mujeres, con el insomnio, la jaqueca y esas cosas. Hace que la gente crea que son nerviosas y tienen temperamento. Camelo, por lo general.

    Smiley movió la cabeza:

    —No, ella no pudo hacer la llamada: no volvió a casa hasta las diez cuarenta y cinco. Pero aun suponiendo que se equivocara sobre la hora de su regreso, no podía haber ido al teléfono sin antes ver el cadáver de su marido. Y no me dirá usted que su reacción al encontrar muerto a su marido fue subir las escaleras y pedir que la despertaran temprano.

    Durante un rato, tomaron café en silencio.

    —Otra cosa -dijo Mendel.
    —¿Eh?
    —Su mujer volvió del teatro a las once menos cuarto, ¿no?
    —Eso dice.
    —¿Había ido sola?
    —Ni idea.
    —Apuesto a que no. Apuesto a que tenía que decir la verdad en eso, y puso la hora en la carta para tener una coartada.

    La mente de Smiley volvió a Elsa Fennan, a su cólera, a su sumisión. Parecía ridículo hablar de ella de ese modo. No; Elsa Fennan, no. No.

    —¿Dónde se encontró el cadáver? — preguntó Smiley.
    —Al pie de las escaleras.
    —¿Al pie de las escaleras?
    —Cierto. Tendido por el suelo del vestíbulo. Con la pistola debajo.
    —¿Y la carta? ¿Dónde estaba?
    —A su lado, en el suelo.
    —¿Algo más?
    —Sí. Una taza de cacao en el cuarto de estar.
    —Ya veo: Fennan decide suicidarse. Pide a la Central que le llamen a las ocho y media. Se hace cacao y lo deja en el cuarto de estar. Sube al piso de arriba y escribe a máquina su última carta. Vuelve a bajar y se pega un tiro, dejando el cacao sin beber. Todo eso concuerda estupendamente.
    —Si, es extraño. Por cierto, ¿no sería mejor que llamara a su oficina?

    Miró a Mendel equivocadamente.

    —Éste es el fin de una hermosa amistad -dijo.

    Al acercarse a la caja de fichas, junto a una puerta con el rótulo de «Privado», oyó que Mendel decía:

    —Apuesto a que eso se lo dice usted a todos los muchachos.

    Sonreía, efectivamente, cuando pidió el número de Maston.

    Maston quería verle en seguida. Volvió a la mesa. Mendel removía otra taza de café como si eso exigiera toda su atención, y se comía un enorme brioche.

    Smiley se quedó de pie a su lado.

    —Tengo que volver a Londres.
    —Bueno, esto pondrá en marcha el lío. — La cara de comadreja se volvió repentinamente hacia él-. ¿O no?

    Hablaba con la parte delantera de la boca, mientras la trasera seguía arreglándoselas con el brioche.

    —Si Fennan fue asesinado, no hay poder en la tierra que logre impedir a la prensa apoderarse del cuento -y añadió para sí mismo-: No creo que esto le gustara a Maston. Preferiría el suicidio.
    —Sin embargo, tenemos que afrontarlo, ¿no?

    Smiley se detuvo, frunciendo el ceño gravemente. Ya le parecía oír a Maston burlándose de sus sospechas, desechándolas con risas impacientes.

    —No sé -dijo-, en realidad, no sé.

    De regreso a Londres, pensó, de regreso al Hogar Ideal de Maston, de regreso a la carrera mortal de echarse las culpas unos a otros. Y de regreso al absurdo de incluir una tragedia humana en un informe de tres folios.

    Llovía otra vez; ahora era una lluvia tibia e incesante, y se mojó mucho en la corta distancia entre el «Café de la Fuente» y la Comisaría. Se quitó el gabán y lo arrojó en el asiento trasero del coche. Era un alivio dejar Walliston, aunque fuera para ir a Londres. Al doblar en la carretera principal vio con el rabillo del ojo la figura de Mendel que avanzaba estoicamente por la acera hacia la estación, con su sombrerito tirolés gris sin forma y ennegrecido por la lluvia. No se le había ocurrido a Smiley que necesitara transporte hacia Londres, y se consideró ingrato. Mendel, sin alterarse por lo curioso de la situación, abrió la portezuela de atrás y entró.

    —Ha habido suerte -observó-. Me fastidian los trenes. ¿Va a Cambridge Circus? Me podrá dejar por Westminster, ¿no?

    Se pusieron en marcha. Mendel sacó una abollada lata de tabaco y se lió un cigarrillo. Iba a llevárselo a la boca, pero cambió de idea. Se lo ofreció a Smiley y lo encendió con un encendedor extraordinario que lanzaba una llama azul de un par de dedos.

    —Parece preocupadísimo -dijo Mendel.
    —Lo estoy.

    Hubo una pausa. Mendel dijo:

    —Es el demonio: no sabe qué le pasa.

    Cuatro o cinco millas después, Smiley condujo el coche hacia el borde de la carretera y se volvió hacia Mendel.

    —¿Le importaría demasiado que volviéramos a Walliston?
    —Buena idea. Vaya a preguntarle a ella.

    Dio la vuelta, regresó despacio hacia Walliston y entró en Merridale Lane. Dejó a Mendel en el coche y recorrió el sendero de grava, que ya conocía.

    Ella abrió la puerta y, sin decir nada, le hizo pasar al cuarto de estar. Llevaba el mismo traje, y Smiley se preguntó en qué habría pasado el tiempo desde que él la había dejado.

    ¿Habría dado vueltas por la casa, o se quedó sentada e inmóvil en el cuarto de estar? ¿O en la habitación de las butacas de cuero? ¿Cómo se veía a sí misma en su reciente viudez? ¿Podría tomarla ya en serio? ¿Estaba todavía en ese estado de secreta elevación que sigue inmediatamente al luto? ¿Se miraría en los espejos, tratando de distinguir el cambio, el horror en su propia cara, sin poder llorar?

    Ni él ni ella se sentaron: instintivamente, los dos evitaban una repetición del encuentro de la mañana.

    —Hay algo que hubiera debido preguntarle, señora Fennan. Lamento mucho tener que molestarla otra vez.
    —Supongo que sobre la llamada, esa llamada, desde la Central.
    —Sí.
    —Supuse que le intrigaría. Una insomne pide una llamada para despertarse.

    Trataba de hablar con animación.

    —Sí. Me pareció raro. ¿Va usted a menudo al teatro?
    —Sí. Cada quince días. Soy socia del Club Dramático de Weybridge, ¿sabe? Procuro ir a todo lo que dan. Tengo siempre un asiento reservado para el primer martes de cada nueva obra. Los martes mi marido trabajaba hasta muy tarde. Nunca me acompañaba; iba sólo al teatro clásico.
    —Pero le gustaba Brecht, ¿no? Pareció muy entusiasmado con las actuaciones del «Berliner Ensemble» en Londres.

    Ella le miró un momento, y luego sonrió de repente. Era la primera vez que él la veía sonreír. Era una sonrisa encantadora: toda la cara se le iluminaba como la de un niño.


    Smiley tuvo una visión fugaz de Elsa Fennan niña: una chiquilla retozona, estirada y ágil como la Petite Fadette de George Sand, medio mujer, medio duende, medio niña. La vio como una zalamera backfisch[1], luchando como un gato en defensa de sus derechos, y la vio también, hambrienta y encogida en el campo de concentración, inexorable en su lucha por la vida. Resultaba patético observar en esa sonrisa la luz de su primera inocencia, y un arma acerada en su combate por sobrevivir.

    —Me temo que la explicación de esa llamada es muy tonta -dijo-. Padezco una terrible falta de memoria, realmente tremenda. Voy de compras y se me olvida lo que iba a comprar; convengo una cita por teléfono y se me olvida un momento después de colgar. Invito a la gente a venir a pasar el fin de semana, y cuando llegan nos hemos ido. Algunas veces, cuando hay algo que no tengo más remedio que recordar, llamo a la Central y pido una llamada para unos minutos antes de la hora necesaria. Es como un nudo en un pañuelo, pero un nudo no puede tocar un timbre, ¿verdad?

    Smiley la miró atentamente. Tenía la garganta bastante seca, y tuvo que tragar saliva antes de hablar.

    —¿Y para qué era esta vez la llamada, señora Fennan?

    Otra vez la sonrisa encantadora:

    —Pues ahí tiene: se me ha olvidado completamente.


    V. Maston y la luz de las velas


    Volviendo tranquilamente a Londres, Smiley olvidó la presencia de Mendel.

    En otros tiempos, la simple ocupación de conducir un coche había sido un alivio para él. Entonces, en la irrealidad de un largo viaje solitario, encontraba un paliativo para su turbado cerebro, y la fatiga de conducir le permitía olvidar preocupaciones más graves.

    Posiblemente, uno de los más sutiles signos de la madurez era que ya no podía someter así a su mente. Ahora necesitaba medidas más radicales: incluso en una ocasión había intentado imaginarse un paseo a través de una ciudad europea; anotando, por ejemplo, las tiendas y edificios de Berna, ante los cuales pasaría yendo desde la catedral a la universidad. Pero, a pesar de tan enérgico ejercicio mental, los espectros del tiempo presente surgían como intrusos y desalojaban a sus sueños. Era Ann quien le había robado la paz; Ann, que en otro tiempo dio tanta importancia al presente y le enseñaba de tal manera el hábito de la realidad que, cuando se marchó, no quedó nada.

    No podía creer que Elsa Fennan hubiera matado a su marido. Su instinto debió de impulsarla a defender y resguardar los tesoros de su vida, construir en torno a ella los símbolos de una existencia normal. No había en ella agresividad, ni otro deseo que salvaguardar lo que poseía.

    Pero ¿quién podía asegurar nada? ¿Qué había escrito Hermann Hesse?: «Es extraño errar en la niebla: cada cual está solo en ella. Ningún árbol conoce a su vecino. Cada cual está solo.» No sabemos nada unos de otros, nada, reflexionaba Smiley. Por muy estrechamente que vivamos, en cualquier momento del día o de la noche en que nos sondeemos mutuamente con los más profundos pensamientos, no sabemos nada. ¿Cómo puedo juzgar a Elsa Fennan? Creo que comprendo su sufrimiento y sus mentiras dictadas por el miedo, pero ¿qué sé de ella? Nada.

    Mendel señalaba un poste indicador.

    —Por ahí vivo. Mitcham. No es mal sitio, realmente. Me harté de las residencias de solteros y compré un decente apartamento semiindependiente ahí abajo. Para cuando me retire.
    —¿Su retiro? Falta mucho para eso.
    —Sí. Tres días. Por eso me dieron este trabajo. No tiene nada de particular, sin complicaciones. Dádselo al viejo Mendel; él lo liquidará. — Bueno, bueno. Supongo que el lunes estaremos los dos sin trabajo.

    Llevó a Mendel hasta Scotland Yard, y siguió en dirección a Cambridge Circus.

    Al entrar en el edificio, se dio cuenta de que todos lo sabían. En su manera de mirar; algún matiz diferente en sus miradas, en su actitud. Fue directamente al despacho de Maston. La secretaria de Maston estaba en su mesa y levantó los ojos rápidamente al verle entrar.

    —¿Está el consejero?
    —Sí. Le espera. Está solo. Voy a llamar y a entrar.

    Pero Maston había abierto la puerta y le llamaba. Llevaba chaqueta negra y pantalones a rayas. Ahí viene el tipo de cabaret, pensó Smiley.

    —He tratado de ponerme en contacto con usted. ¿No recibió mi recado? — dijo Maston.
    —Sí, pero no me fue posible hablar con usted.
    —No acabo de entender.
    —Bueno, no creo que Fennan se suicidara..., creo que fue asesinado. No podía decírselo por teléfono.

    Maston se quitó los lentes y miró a Smiley con estupor.

    —¿Asesinado? ¿Por qué?
    —Bueno, si aceptamos la hora indicada en su carta, Fennan escribió la carta a las diez y media de anoche.
    —¿Y qué?
    —Pues que a las ocho menos cinco de la tarde había llamado a la Central pidiendo que le avisaran a las ocho y media de la mañana siguiente.
    —¿Cómo demonios lo sabe?
    —Yo estaba allí esta mañana cuando llamó la Central. Cogí el teléfono creyendo que podría ser el Departamento.
    —¿Cómo puede afirmar que fue Fennan quien solicitó la llamada?
    —Hice averiguaciones. La chica de la Central conocía bien la voz de Fennan. Asegura que fue él, y que había llamado a las ocho menos cinco de la noche anterior.
    —¿De manera que Fennan y la chica se conocían?
    —No, por Dios. Simplemente que alguna vez habían intercambiado alguna que otra broma.
    —¿Y cómo deduce de esto que fue asesinado?
    —Pregunté a su mujer sobre esa llamada...
    —¿Y?
    —Mintió. Dijo que la había pedido ella misma. Aseguró que era terriblemente distraída; que algunas veces, cuando tiene una cita importante, llama a la Central para que la avisen, como quien se hace un nudo en el pañuelo. Y otra cosa: un momento antes de pegarse un tiro, se hizo un poco de cacao. No se lo bebió.

    Maston escuchaba en silencio. Al fin sonrió y se levantó.

    —Parece que queremos llevarnos la contraria -dijo-. Le mando a usted allá para que descubra por qué se ha pegado un tiro Fennan. Vuelve y dice que no se lo pegó. No somos policías, Smiley.
    —No. A veces no sé lo que somos.
    —¿Ha oído hablar de algo que afecte nuestra posición, que explique el hecho? ¿Algo que justifique su carta?

    Smiley vaciló antes de responder. Lo había previsto.

    —Sí. La señora Fennan me ha hecho saber que su marido se mostró muy alterado después de la entrevista. — Igual daría que oyera toda la historia-. Estaba obsesionado, no podía dormir después de eso. Ella tuvo que darle un sedante. Su informe sobre la reacción de Fennan a mi entrevista justifica ampliamente la carta. — Permaneció en silencio durante un minuto, parpadeando con cierta estupidez al vacío-. Lo que trato de decir es que no la creo. No creo que Fennan escribiera esa carta, ni que tuviera ninguna intención de morir. — Se volvió hacia Maston-. Sencillamente, no podemos desdeñar las faltas de coherencia. Otra cosa -y se lanzó de cabeza-: no he pedido que se haga una comparación pericial, pero hay una semejanza entre la carta anónima y la de Fennan. El tipo de letra parece idéntico. Es ridículo, pero ahí está. Deberíamos avisar a la policía: darle a conocer los hechos.
    —¿Hechos? — dijo Maston-. ¿Qué hechos? Suponga que ella mintió. Es una mujer rara; según mis noticias, extranjera, judía. Dios sabe todo lo que sucede en su cerebro. Me han dicho que sufrió en la guerra, perseguida y demás. Quizá vea en usted al opresor, al inquisidor. Advierte que usted se empeña en algo, se asusta y le cuenta la primera mentira que le pasa por la cabeza. ¿La convierte eso en criminal?
    —Entonces ¿por qué Fennan pidió la llamada? ¿Por qué se preparó algo que tomar antes de acostarse?
    —¿Quién puede saberlo? — La voz de Maston ahora era más matizada, más persuasiva-. Si usted o yo, Smiley, nos viéramos llevados alguna vez a ese temible punto en que decidimos destruirnos, ¿quién puede decir cuáles serían nuestros últimos pensamientos en esta tierra? ¿Y qué ocurre con Fennan? Ve su carrera arruinada: su vida no tiene sentido. ¿No es concebible que, en un momento de debilidad o de indecisión, deseara oír otra voz humana, sentir de nuevo, antes de morir, el calor de un contacto humano? Fantasía, sentimentalismo, tal vez, pero verosímil en un hombre tan agotado, tan obsesionado como para quitarse la vida.

    Smiley tenía que reconocerle que representaba muy bien la comedia, y en este terreno no se sentía a la altura de Maston. De repente experimentó, en su interior, más allá de lo soportable, el creciente pánico del fracaso. Con el miedo, se apoderaba de él una furia incontenible contra aquel histrión sicofántico, mariquita repugnante de pelo gris y comedida sonrisa. El pánico y la furia subieron en una ola repentina, inundándole el pecho, envolviéndole de pies a cabeza. Se notó la cara caliente y enrojecida, las gafas empañadas, y asomaron las lágrimas a sus ojos, aumentando su humillación.

    Maston, que, piadosamente, no se había dado cuenta de nada, continuó:

    —Usted no puede esperar que, por esos indicios, sugiera al secretario del Interior que la policía ha llegado a una conclusión falsa. Ya sabe qué ínfimo es nuestro contacto con la policía. Por un lado tenemos su sospecha: en resumen, que la conducta de Fennan, anoche, no era compatible con su intención de morir. Su mujer, al parecer, le ha mentido a usted. Contra eso tenemos la opinión de expertos detectives que no han hallado nada inquietante en las circunstancias de la muerte, y poseemos además la declaración de la señora Fennan de que su marido quedó muy alterado a causa de la entrevista. Lo siento, Smiley, pero eso es así.

    Hubo un instante de absoluto silencio. Smiley se iba recobrando lentamente, y ese proceso le aturdía y dejaba sin voz. Se había quedado mirando con pasmada miopía, todavía roja de rubor su cara arrugada y llena de bolsas, y la boca abierta estúpidamente. Maston esperaba que hablase, pero él se sintió cansado y desinteresado de improviso, Sin mirar a Maston, se levantó y se fue.

    Llegó a su despacho y se sentó a la mesa. Maquinalmente, examinó el trabajo. La bandeja de su correo contenía poca cosa: algunas circulares interiores y una carta personal dirigida al señor G. Smiley, Ministerio de Defensa. La letra era desconocida: abrió el sobre y leyó la carta.

    Querido Smiley:
    Es importantísimo que almuerce con usted mañana en el Compleat Angler de Marlow. Por favor, haga lo posible por encontrarme allí a la una. Hay algo que tengo que decirle.

    Suyo,
    Samuel Fennan


    La carta, escrita a máquina, llevaba fecha del día anterior, martes, tres de enero. El matasellos era de Whitehall, 6 de la tarde.

    La miró obstinadamente durante varios minutos, sosteniéndola con rigidez ante sí e inclinando la cabeza hacia la izquierda. Luego dejó la carta, abrió un cajón de la mesa y sacó una sola hoja de papel en blanco. Escribió una breve carta de dimisión a Maston, y con un alfiler prendió en ella la invitación de Fennan. Tocó el timbre para que acudiera una secretaria, dejó la carta en su bandeja del correo de salida, y se dirigió al ascensor. Como de costumbre, estaba parado en el piso bajo con el carrito del té destinado al registro, y después de haber esperado un poco, empezó a bajar a pie. A medio camino recordó que se había dejado en su despacho el impermeable y algunas cosas. No importa, pensó; ya me los mandarán.

    Se sentó en su coche, en el aparcamiento, mirando fijamente a través del empapado parabrisas.

    No le importaba, le importaba un pito. Bien es verdad que le sorprendía. Le sorprendía que hubiera estado tan a punto de perder el dominio. Las entrevistas habían ocupado un lugar muy importante en la vida de Smiley, y desde hacía mucho llegó a considerarse inmunizado contra todas ellas: disciplinarias, académicas, médicas y religiosas. Su naturaleza reservada detestaba el carácter particular de todas las entrevistas, su intimidad opresiva, su ineludible realidad. Recordaba una cena delirantemente feliz con Ann en el «Quaglinos». Mientras cenaban, él le explicó el sistema Camaleón-Armadillo para derrotar al entrevistador.

    Habían cenado a la luz de las velas: piel blanca y perlas. Bebieron coñac. Los ojos de Ann, muy abiertos y húmedos, sólo para él. Smiley hacíase el enamorado y lo hacía admirablemente bien. Ann le quería y vibraba con aquella armonía mutua.

    —...Y así es como aprendí a ser un camaleón.
    —¿Quieres decir que te ponías a resoplar, reptil grosero?
    —No, es cuestión de color. Los camaleones cambian de color.
    —Claro que cambian de color. Se ponen en las hojas verdes y se vuelven verdes. ¿Te ponías verde, sapo?

    Él rozaba ligeramente las puntas de los dedos de Ann con los suyos.

    —Escucha, guapa, mientras explico la técnica Smiley Camaleón-Armadillo contra el entrevistador impertinente.

    Ann acercó mucho su cara a la suya, adorándole con los ojos.

    —La técnica está basada en la teoría de que el entrevistador, por no querer a nadie tanto como a sí mismo, será atraído por su propia imagen. Por consiguiente, uno toma exactamente el color social, caracterológico, político e intelectual de su inquisidor.
    —Pomposo sapo, pero inteligente amante.
    —Silencio. A veces este método fracasa ante la idiotez o la malevolencia del inquisidor. Entonces, uno se vuelve armadillo.
    —¿Y se envuelve en cinturones, sapo?
    —No, se le sitúa en una posición tan incongruente para que uno sea superior a él. A mi me preparó para la confirmación un obispo jubilado, Yo era todo su rebaño, y, mediadas mis vacaciones, recibí orientación espiritual suficiente como para dirigir una diócesis. Pero a fuerza de contemplar la cara del obispo y de imaginar que bajo mi mirada se cubría toda de una piel peluda, mantuve mi supremacía. Desde entonces aumentó mi habilidad: era capaz de convertirle en mono, de dejarle atascado en ventanas de guillotina, de enviarle desnudo a banquetes masónicos, de condenarle, como a la serpiente, a arrastrarse sobre la barriga...
    —Perverso amante-sapo.

    Y así había sido. Pero en sus últimas entrevistas con Maston, le abandonó su capacidad de desasimiento: se enredaba demasiado en el asunto. Cuando Maston hizo las primeras jugadas, Smiley se sintió demasiado cansado y asqueado para competir. Supuso que Elsa Fennan había matado a su marido, que tuvo alguna poderosa razón y no volvió a preocuparse más de eso. El problema ya no existía: sospechas, experiencia, percepción, sentido común. Para Maston, ésos no eran los órganos de los hechos. El papel sí lo era, los ministros eran un hecho, los secretarios del Interior eran hechos sólidos. El Departamento no se interesaba por las vagas impresiones de un solo funcionario, cuando entraban en conflicto con la policía.

    Smiley estaba cansado, profunda y abrumadoramente cansado. Avanzó lentamente hacia su casa. Cenaría fuera esa noche. Algo solemne. Ahora era sólo hora de almorzar: pasaría la tarde siguiendo al antiguo Oleario en su viaje hanseático a través de las tierras rusas. Luego cenaría en el «Quaglinos», y brindaría a solas por el afortunado asesino, por Elsa quizá, agradecido de que hubiese acabado con la carrera de George Smiley al mismo tiempo que con la vida de Sam Fennan.

    Se acordó de recoger su ropa en la lavandería de Sloane Street, y por último entró en Bywater Street, y encontró un lugar donde aparcar unas tres casas más abajo de la suya. Se apeó con el paquete de papel pardo de la ropa lavada, cerró el coche cuidadosamente, y, movido por la costumbre, le dio la vuelta, probando todos los cierres. Seguía cayendo una lluvia ligera. Le molestó que alguien hubiera vuelto a aparcar el coche delante de su casa. Afortunadamente, la señora Chapel había cerrado la ventana de su alcoba; si no, la lluvia habría...

    De repente se alertó. Algo se había movido en el cuarto de estar. Una luz, una sombra, una forma humana; algo, estaba seguro. ¿Era la vista o el instinto? ¿Le habría advertido la habilidad latente adquirida en su profesión? Algún sentido o nervio sutil, alguna remota facultad o sensibilidad le avisaba ahora, y él prestó atención al aviso.

    Sin pensarlo un momento, volvió a meterse las llaves en el bolsillo del gabán, subió los escalones hasta su propia puerta y tocó el timbre.

    Despertó agudos ecos por la casa. Hubo un momento de silencio, y luego llegó a oídos de Smiley el claro sonido de unos pasos que se acercaban a la puerta, firmes y confiados. El rechinar de la cadena, el chasquido del cierre Ingersoll, y la puerta se abrió, rápida y limpiamente.

    Smiley no le había visto jamás. Alto, rubio, apuesto, de unos treinta y cinco años. Traje gris claro, camisa blanca y corbata plateada: habillé en diplomate. Alemán o sueco. Su mano izquierda permanecía indolentemente hundida en el bolsillo de la chaqueta.

    Smiley le miró como pidiendo excusas.

    —Buenas tardes. Por favor, ¿está el señor Smiley?

    La puerta se abrió de par en par. Una ligera pausa.

    —Sí. ¿No quiere pasar?

    Vaciló una fracción de segundo.

    —No, gracias. ¿Tendría la bondad de darle esto?

    Le entregó la ropa de la lavandería, bajó los escalones y llegó al coche. Sabía que lo estaban observando. Puso en marcha el coche, giró y entró en Sloane Square sin mirar siquiera hacia la casa. En Sloane Street encontró sitio para aparcar, se metió en él y rápidamente anotó en su agenda siete números de matriculas. Eran las de los siete coches aparcados en Bywater Street.

    ¿Qué iba a hacer? ¿Avisar a un policía? Quienquiera que fuese, probablemente se habría ido ya. Además, había que tener en cuenta otras consideraciones. Volvió a cerrar el coche y cruzó la calle hasta una cabina telefónica. Llamó a Scotland Yard, pidió comunicación con la Rama Especial y preguntó por el inspector Mendel. Pero resultó que el inspector, después de haber dado sus informes al comisario, adelantó discretamente los placeres del retiro y se marchó para Mitcham. Tras una larga serie de mentiras, Smiley consiguió su dirección, y volvió al coche. Recorrió tres lados de una manzana para salir a Albert Bridge. Se tomó un bocadillo y un gran vaso de whisky en un bar nuevo que daba al río, y un cuarto de hora después cruzaba el puente camino de Mitcham, con la lluvia tamborileando siempre sobre su pequeño coche vulgar. Estaba preocupado, muy preocupado, en efecto.


    VI. Té y comprensión


    Seguía lloviendo cuando llegó. Mendel estaba en su jardín, con el sombrero más extraordinario que Smiley vio jamás. Había empezado la vida como anzac del ejército australiano y neozelandés, pero su enorme ala colgaba toda, de modo que a lo que más se parecía era a un hongo muy alto. Mendel estaba meditando sobre un tocón, con un hacha de perverso aspecto obedientemente blandida por su musculosa mano derecha.

    Miró un momento a Smiley con ojos penetrantes, y luego una sonrisa cruzó lentamente su cara delgada, mientras le tendía la mano.

    —Conflictos -dijo Mendel.
    —Conflictos.

    Smiley le siguió por el sendero hasta la casa, cómoda y de estilo muy «afueras».

    —No hay fuego en el cuarto de estar: acabo de volver. ¿Qué le parece una taza de té en la cocina?

    Fueron a la cocina. A Smiley le divirtió la extremada limpieza, la pulcritud casi femenina de todo lo que le rodeaba. Sólo el calendario de la policía colgado de la pared malograba la ilusión. Mientras Mendel ponía agua a hervir y se atareaba con tazas y platitos, Smiley contó con frialdad lo que había ocurrido en Bywater Street. Cuando terminó, Mendel le miró en silencio durante largo rato.

    —Pero ¿por qué le invitó a entrar?

    Smiley parpadeó y enrojeció un poco.

    —Eso es lo que yo me pregunté. Por un momento casi me hizo perder la serenidad. Fue una suerte que tuviera el paquete.

    Tomó un sorbo de té.

    —Sin embargo, no creo que se dejara engañar por el paquete. Tal vez sí, pero lo dudo. Lo dudo mucho.
    —¿No se engañó?
    —Bueno, yo no me habría engañado. Un hombrecillo que se apea de un «Ford» y entrega a domicilio paquetes de ropa blanca... ¿Quién podría haber sido yo? Además, pregunté por Smiley y luego no quise verle. Tuvo que pensar que era bastante raro.
    —Pero ¿qué buscaba? ¿Qué quería hacer con usted? ¿Quién supuso que era?
    —Ése es precisamente el asunto, eso es, ya ve Creo que era a mí a quien esperaba, pero desde luego no sospechó que fuese a tocar el timbre. Le pillé desprevenido. Creo que quería liquidarme Por eso me invitó a entrar. Me reconoció, pero sin estar demasiado seguro, probablemente por una fotografía.

    Mendel le miró en silencio durante un rato.

    —¡Demonios! — dijo.
    —Suponga que tengo razón en todo -continuó Smiley-. Suponga que Fennan fue asesinado anoche y yo haya estado a punto de serlo esta mañana. Bueno, a diferencia de su oficio, en el mío, normalmente, no salimos a asesinato por día.
    —¿Qué pretendía?
    —No lo sé. No sé nada en absoluto. Acaso, antes de seguir adelante, convendría que se informara sobre estos coches. Estaban aparcados en Bywater Street esta mañana.
    —¿Por qué no lo hace usted mismo?

    Smiley le miró desconcertado durante un segundo. Luego cayó en la cuenta de que no había hablado de su dimisión.

    —Perdón. No se lo dije, ¿verdad? Esta mañana presenté mi renuncia. Me las arreglé para hacerlo antes de que me pusieran en la calle. Así que estoy libre como el viento. Y poco más o menos sin trabajo.

    Mendel cogió la lista de números y fue al vestíbulo a telefonear. Volvió unos minutos después.

    —Me llamarán dentro de una hora -dijo-. Vamos allá. Le enseñaré todas mis posesiones. ¿Entiende usted algo de abejas?
    —Bueno, un poco, sí. En Oxford me picó la mosca de la afición a la historia natural.

    Iba a decir a Mendel cómo había luchado con los textos de Goethe sobre la metamorfosis de las plantas y los animales, con la esperanza de descubrir, como Fausto, «lo que sostiene el mundo en su punto más intimo». Quería explicar por qué era imposible entender la Europa del siglo xix sin un conocimiento eficaz de las ciencias naturales; se sentía grave y lleno de pensamientos importantes, y en el fondo sabía que era porque su cerebro luchaba con los acontecimientos del día, y estaba en plena excitación nerviosa. Tenía húmedas las palmas de las manos.

    Mendel le hizo salir por la puerta de atrás: tres colmenas bien cuidadas hallaban dispuestas -contra el bajo muro de ladrillo que corría a lo largo del extremo del jardín. De pie, bajo la llovizna, Mendel dijo:

    —Siempre he querido cuidarlas y ver de qué se trata todo eso. He leído montones de cosas. Me deja tieso de espanto, se lo puedo asegurar. ¡Curiosos bichos!

    Asintió un par de veces con la cabeza para corroborar su afirmación, y Smiley volvió a mirarle con interés. Su rostro era delgado, pero musculoso; su expresión, nada comunicativa. Llevaba el pelo, de color gris hierro, muy corto y erizado. Parecía indiferente a la intemperie, y la intemperie a él. Smiley conocía exactamente la vida que había detrás de Mendel. En policías de todo el mundo, vio siempre la misma piel de cuero, las mismas reservas de paciencia, de acritud y de cólera. Podía adivinar las largas e inútiles horas de vigilancia bajo cualquier estado del tiempo, esperando a alguien que a lo mejor no llegaría nunca... o que llegaría y se iría demasiado rápidamente. Y sabía hasta qué punto Mendel y los que eran como él estaban a la merced de personalidades: caprichosas y amenazadoras, nerviosas y versátiles, y de vez en cuando sensatas y comprensivas. Sabía cómo los hombres inteligentes pueden malograrse por la estupidez de sus superiores; cómo semanas de trabajo paciente, durante día y noche, podían ser dejadas de lado por alguien así.

    Mendel le llevó por el precario sendero hecho de piedras rotas hasta las colmenas, y, olvidándose en todo momento de la lluvia, empezó a desmontar una en piezas, enseñando y explicando. Hablaba entrecortadamente, con pausas muy largas entre las frases, señalando exacta y lentamente, con sus delgados dedos.

    Por último volvieron a la casa, y Mendel le enseñó los dos cuartos de abajo. En el cuarto de estar todo estaba adornado con flores: cortinas y alfombra de flores, fundas floreadas en el mobiliario. En una pequeña estantería de un rincón, había unos jarrones y un par de pistolas muy bonitas junto a una copa de tiro al blanco.

    Smiley le siguió al piso de arriba. En el descansillo se olía la parafina de la estufa, y se oía el malhumorado burbujeo del depósito de agua del retrete.

    Mendel le enseñó su alcoba.

    —Cuarto nupcial. Compré la cama en un saldo por una libra. Colchón de muelles. Es curioso lo que se puede encontrar. Las alfombras son ex reina Isabel. Las cambian todos los años. Las compré en un almacén de Watford.

    Smiley se quedó en el umbral, sin saber porqué, un poco cohibido. Mendel se volvió y se le adelantó para abrir la puerta de la otra alcoba.

    —Y éste es su cuarto. Si lo quiere. — Se volvió hacia Smiley-. Yo, si fuera usted, no me quedaría en su casa esta noche. Nunca se sabe, ¿verdad? Además, dormirá mejor aquí. El aire es más sano.

    Smiley empezó a protestar.

    —Allá usted. Haga lo que quiera. — Mendel se volvió huraño y cohibido-. Hablando con toda franqueza, no logro comprender su trabajo mejor de como usted comprende nuestra tarea de policía. Haga lo que quiera. Por lo que sé de usted, sabe cuidarse.

    Bajaron las escaleras. Mendel había encendido el fuego de gas en el cuarto de estar.

    —Bueno, por lo menos tendrá que darme de cenar esta noche -dijo Smiley.

    Sonó el teléfono en el vestíbulo. Era la secretaria de Mendel, por lo de las matrículas de los coches.

    Volvió Mendel y dio a Smiley una lista de siete nombres y direcciones. Cuatro de los siete podían descontarse: las direcciones registradas estaban en Bywater Street. Quedaban tres: un coche alquilado, de la empresa «Adam Scarr e Hijos», de Battersea, una camioneta de reparto de la «Compañía Ladrillera del Severn», Eastbourne, y el tercero figuraba como propiedad del embajador de Panamá.

    —Tengo un agente en la Embajada de Panamá. Allí no habrá ninguna dificultad: sólo tienen tres coches a disposición de la Embajada.
    —Battersea no está lejos -continuó Mendel-. Podríamos dejarnos caer por allí. En su coche.
    —No faltaba más, no faltaba más -dijo rápidamente Smiley- y podemos cenar en Kensington. Reservaré una mesa en el «Entrechat».

    Eran las cuatro. Charlaron un rato, sentados, de modo un poco inconexo, sobre las abejas y el cuidado de la casa. Mendel muy a gusto, y Smiley siempre preocupado y torpe, esforzándose para que su manera de hablar no pareciera demasiado suficiente. Podía suponer lo que hubiese dicho Ann sobre Mendel. Le habría tomado mucho cariño, le habría considerado una gran persona, y, adoptando una voz y una expresión especiales para imitarle, habría hecho una leyenda de él, hasta que encajara en sus vidas y dejase de ser un misterio. «Pero ¡quién hubiera pensado que podía ser tan de su casa! El hombre que menos habría imaginado que pudiese decirme dónde se compra barato el pescado. Y qué casita más mona, sin pretensiones. Forzosamente ha de saber que esos jarrones son abominables, y no le importa. Me parece delicioso. Sapito, tienes que invitarle a cenar. De veras: no es para reírse de él, sino para quererle.»

    Él no le habría invitado, desde luego, pero Ann se iba a poner contenta: habría encontrado la manera de tenerle simpatía. Y una vez hecho eso, lo hubiera olvidado.

    Eso era lo que necesitaba Smiley, en realidad: una manera de tomarle afecto. No era tan rápido como Ann en encontrarla. Pero Ann era Ann. Casi había asesinado una vez a un sobrino suyo que estudiaba en Eton, por beber clarete con el pescado. Pero si Mendel hubiera encendido la pipa mientras ella tomaba su crêpe suzette, probablemente no se habría dado cuenta.

    Mendel hizo más té y se lo tomaron. Cerca de las cinco y cuarto se pusieron en marcha hacia Battersea con el coche de Smiley. Por el camino, Mendel compró un periódico de la tarde. Lo leyó con dificultad, aprovechando la luz de los faroles. Al cabo de unos minutos, exclamó con repentino veneno:

    —Krauts, asquerosos krauts. ¡Dios mío, cómo les odio!
    —¿Krauts?
    —Krauts, hunos, teutones, los malditos alemanes. No daría seis peniques por todos juntos. Carnívoros borregos coloradotes. Otra vez dando patadas a los judíos. A todos nosotros. Se les derriba, se les pone en pie. Perdonar y olvidar. Me gustaría saber por qué demonios hay que olvidar. ¿Por qué olvidar el robo, el asesinato y la violación? ¿Sólo porque fueron millones quienes los cometieron? Señor, un pobre desgraciado, un empleadillo de Banco pellizca diez chelines y se le echa encima toda la policía. Pero Krupp y toda esa masa... ¡ah, no! Diablos, si yo fuera un judío en Alemania, me...

    Smiley se despertó de pronto por completo:

    —¿Qué haría usted? ¿Qué haría, Mendel?
    —Bueno, supongo que lo aguantaría. Ahora se trata de estadísticas, política. No es sensato darles bombas H; así que es política. Y ahí están los yanquis... Millones de judíos frescos en América. ¿Y qué hacen? Al cuerno todo: les dan más bombas a los krauts. Todos amigos y juntos... A volarse los unos a los otros.

    Mendel temblaba de cólera, y Smiley se quedó callado un rato, pensando en Elsa Fennan.

    —¿Cuál es la respuesta? — preguntó, por decir algo.
    —Dios lo sabe -dijo Mendel, con furia.

    Entraron en Battersea Bridge Road y pararon junto a un guardia que estaba inmóvil en la acera. Mendel enseñó su carnet de inspector.

    —¿El garaje de Scarr? Bueno, apenas si es un garaje; más bien una especie de solar. Sobre todo, negocia en chatarra, y coches de segunda mano. Si no sirven para una cosa, servirán para la otra, es lo que dice Adam. Tendrán que bajar por Prince of Wales Drive hasta llegar al hospital. Allí está metido, entre un par de casas prefabricadas. En realidad es un terreno bombardeado. El viejo Adam tapó los agujeros con unos escombros y nadie se ha presentado jamás para instalarse allí.
    —Parece saber muchas cosas suyas -dijo Mendel.
    —¡Cómo no! Algunas veces he tenido que pararle la mano. Hay pocas cosas en los códigos de justicia en que no haya andado metido el tal Adam. Scarr es uno, de nuestros reincidentes empedernidos.
    —Bueno, bueno.— ¿Ahora hay algo contra él?
    —No sabría decirle. Pero en cualquier momento se le puede meter a la sombra por apuestas ilegales. Adam, prácticamente, ya está bajo la ley.

    Marcharon hacia el hospital de Battersea. El parque, a su derecha, aparecía negro y hostil detrás de las farolas.

    —¿Qué es eso de bajo la ley? — preguntó Smiley.
    —¡Ah, es sólo una broma! Se refiere a los antecedentes penales, mientras uno se encuentra en arresto preventivo... Cuestión de años. Parece que es un tipo como hecho a mi medida -continuó Mendel-. Déjelo de mi cuenta.

    Encontraron el solar como lo había descrito el guardia, entre dos ruinosos edificios prefabricados, en una incierta fila de barracones construidos en el terreno bombardeado. Cascotes, escorias y basuras por todas partes. Trozos de amianto, madera y hierro viejo, seguramente adquiridos por el señor Scarr para reventa o aprovechamiento, se amontonaban en un rincón, apenas iluminado por el pálido fulgor que salía de la construcción prefabricada de más allá. Los dos hombres miraron a su alrededor en silencio durante un momento. Luego Mendel se encogió de hombros, se metió dos dedos en la boca y lanzó un agudo silbido.

    —¡Scarr! — llamó.

    Silencio. La luz exterior de la construcción se encendió, y tres o cuatro coches fabricados antes de la guerra, en diversos estados de deterioro, se hicieron vagamente perceptibles.

    Se abrió lentamente la puerta, y una chiquilla de unos doce años salió al umbral.

    —¿Está tu papá, guapa?— -preguntó Mendel.
    —¡Qué va! Se ha ido al «Prodi», supongo.
    —Muy bien, guapa. Gracias.

    Volvieron a la calle.

    —¿Qué diablos es el «Prodi», si se puede saber? — dijo Smiley.
    —«La ternera del hijo pródigo»: una taberna que hay al doblar la esquina. Podemos ir andando: está a unos cien pasos. Deje el coche aquí.

    Era justamente la hora de abrir las tabernas. La sala estaba vacía, y mientras esperaban a que apareciera el dueño, la puerta se abrió de un empellón y entró un hombre muy gordo vestido de negro. Se acercó derecho a la barra y golpeó el mostrador con una media corona.

    —¡Wilf! — gritó-, asoma la jeta: tienes clientes, tío con suerte. — Se volvió a Smiley-. Buenas tardes, amigo.

    Desde la trastienda de la taberna replicó una voz:

    —Diles que dejen el dinero en el mostrador y vuelvan más tarde.

    Durante unos instantes, el hombre gordo se quedó mirando en suspenso a Mendel y Smiley, y luego, de repente, lanzó una carcajada.

    —No son ésos, Wilf. Esos vienen en serio.

    La broma le hizo tanta gracia que se vio obligado a sentarse en el banco que corría a lo largo de un lado de la sala. Con las manos apoyadas en las rodillas, los anchos hombros sacudidos por la risa y las lágrimas corriéndole por las mejillas, de vez en cuando exclamaba:

    —¡Vaya, hombre, vaya! — Y tomaba aliento para otro estallido de hilaridad.

    Smiley le miró con interés. Llevaba un cuello duro blanco, muy sucio, con puntas redondeadas, una corbata roja con flores, prendida por fuera del chaleco negro, botas militares y un traje negro reluciente, muy ajado y sin vestigio alguno de raya en los pantalones. Los puños de su camisa estaban negros de sudor, mugre y aceite de motor, y sujetos con clips retorcidos en un nudo.

    Apareció el dueño para atender a los encargos. El desconocido pidió un whisky doble con vino de jengibre, y se lo llevó en seguida a la sala, donde ardía un fuego de carbón. El tabernero le miró con disgusto.

    —Ya está otra vez ese tío asqueroso. No quiere pagar los precios de mesa, pero le gusta el fuego.
    —¿Quién es? — preguntó Mendel.
    —¿Ése? Scarr. Se llama Adam Scarr. Dios sabe por qué Adam. Habría que verle en el Jardín del Edén. ¡Asquerosamente grotesco, eso es! Dicen por aquí que si Eva le diera una manzana se la comería con corazón y todo. — El tabernero se chupó los dientes y movió la cabeza. Luego gritó a Scarr-: Pero sigues valiendo para el negocio, ¿eh? ¿Verdad, Adam? Vienen desde muchas millas a verte, ¿verdad? Monstruo adolescente venido del espacio, eso eres tú. Ven y mira. Adam Scarr, una ojeada y firmas el contrato.

    Más carcajadas. Mendel se inclinó hacia Smiley.

    —Espéreme en el coche. Será mejor que no se meta en esto. ¿Tiene un billete de cinco?

    Smiley sacó cinco libras de la cartera, asintió con la cabeza y se marchó. No podía imaginar nada más terrible que tratar con Scarr.

    —¿Usted es Scarr? — dijo Mendel.
    —Correcto, amigo.
    —TRX cero ocho nueve uno. ¿Es su coche?

    El señor Scarr frunció el ceño sobre su whisky con jengibre. La pregunta parecía entristecerle.

    —¿Qué? — dijo Mendel.
    —Era, caballero, era.
    —¿Qué demonios quiere decir?

    Scarr levantó un poco la mano derecha y luego la dejó caer suavemente.

    —Aguas turbias, caballero, aguas muy turbias.
    —Oiga, tengo otras teclas que tocar y mucho más importantes que usted. No suelo tener mucha correa, ¿entendido? Me cisco en todo su tinglado. ¿Dónde está ese coche?

    Scarr pareció estimar en todo su valor esas palabras.

    —Ya veo por dónde va, amigo. Desea información.
    —Pues claro que sí, ¡nos ha fastidiado!
    —Estos tiempos son muy duros, caballero. El coste de la vida, amigo mío, es como una estrella ascendente. La información es un artículo, un artículo de comercio, ¿no?
    —Dígame quién alquiló ese coche y no se morirá de hambre.
    —Ahora no me muero de hambre, amigo. Quiero comer mejor.
    —Uno de cinco.

    Scarr terminó su bebida y dejó el vaso ruidosamente en la mesa. Mendel se levantó y le invitó a otro.

    —Me lo han birlado -dijo Scarr-. Hacía años que lo alquilaba sin conductor. Por el depo.
    —¿El qué?
    —El depósito. Un tipo necesita un coche para un día. Se le piden veinte pavos en billetes como depósito, ¿eh? Cuando vuelve, debe cuarenta chelines, ¿me sigue? Se le da un cheque de treinta y ocho pavos, se le inscribe en los libros en la columna de gastos, y la operación nos vale uno de diez. ¿Digiere la cosa?

    Mendel asintió.

    —Bueno, hace tres semanas llegó un tipo. Alto él, del Norte, con cuartos, eso es. Con bastón. Pagó el depósito, se llevó el coche y no he vuelto a verle a él ni al coche. Un robo.
    —¿Por qué no lo denunció a la policía?

    Scarr se detuvo y tomó un sorbo del vaso. Miró tristemente a Mendel.

    —Varios factores hablarían en contra de ello, caballero.
    —¿Quiere decir que usted también lo había robado?

    Scarr pareció escandalizado.

    —He oído más tarde rumores alarmantes sobre la persona de quien conseguí el vehículo. No quiero decir más -añadió piadosamente.
    —Cuando le alquiló el coche, llenó los impresos, ¿no? ¿El seguro, el recibo y todo eso? ¿Dónde están?
    —Falso, todo falso. Me dio una dirección en Ealing: fui allá y no existía. No cabe duda de que el nombre era también inventado.

    Mendel enrolló los billetes en el bolsillo y se los alargó a Scarr por encima de la mesa. Scarr los desenrolló y, sin la menor violencia, los contó a la vista de cualquiera que quisiera mirar.

    —Sé dónde encontrarle -dijo Mendel-, y sé unas cuantas cosas sobre usted. Si lo que me ha colocado es un petardo, le voy a partir su maldito cuello.


    Volvía a llover y Smiley lamentó no haberse comprado un sombrero. Cruzó la calle, entró por el callejón donde estaba el establecimiento del señor Scarr y se acercó al coche. No había nadie en la calle, y estaba extrañamente silenciosa. A doscientos metros más abajo, el Hospital General de Battersea, pequeño y nítido, lanzaba numerosos haces de luz a través de sus ventanas sin cortinas. El pavimento estaba muy mojado, y el eco de sus propios pasos era tenso e inquietante.

    Llegó a la altura del primero de los dos edificios prefabricados que limitaban el solar de Scarr. Allí había un coche aparcado, con los faros encendidos. Curioso, Smiley giró abandonando el callejón y se acercó a él. Era un viejo «MG» salón, probablemente verde, o de ese color pardo que tenían antes de la guerra. La matrícula estaba iluminada apenas y cubierta de barro. Se agachó a leerla, siguiendo los signos con el índice: TRX 0891. Claro; ése era uno de los números que había apuntado aquella mañana.

    Oyó unos pasos detrás de él y, se incorporó, volviéndose a medias. Había empezado a levantar el brazo cuando cayó de golpe.

    Fue un golpe terrible: creyó que el cráneo se le partía en dos. Al caer, pudo notar la sangre caliente corriendo libremente sobre su oreja izquierda.

    «¡Otra vez no, Dios mío, otra vez no!», pensó Smiley. Pero apenas sintió lo demás. Sólo una visión de su propio cuerpo, muy lejos, rompiéndose lentamente como una roca; agrietado y partido en fragmentos, y luego nada. Nada más que el calor de su propia sangre al deslizarse por su cara y caer sobre las escorias, y a lo lejos, los golpes de los picapedreros. Pero allí no. Mucho más lejos.


    VII. El relato del señor Scarr


    Mendel le miró preguntándose si estaría muerto. Vació los bolsillos de su propio abrigo y lo extendió suavemente sobre los hombros de Smiley; luego corrió, corrió como un loco hacia el hospital, empujó con violencia las puertas oscilantes del ambulatorio y penetró en el interior del hospital, brillante a todas horas. Estaba de guardia un joven médico de color. Mendel le enseñó su carnet, le gritó, lo cogió del brazo y trató de llevárselo calle abajo. El doctor sonrió pacientemente, movió la cabeza y telefoneó pidiendo una ambulancia.

    Mendel echó a correr calle abajo y esperó. Pocos minutos después llegó la ambulancia, y unos hombres recogieron hábilmente a Smiley, lo metieron en ella y se lo llevaron.

    «Enterradlo -pensó Mendel-. Se lo haré pagar a ese canalla.»

    Se quedó allí un momento, mirando estupefacto el húmedo lugar lleno de barro y escorias donde había caído Smiley; pero el rojo fulgor de las luces traseras del coche no le descubrió nada. No había esperanza de rastro porque el suelo había sido removido por los pies de los de la ambulancia y de unos pocos inquilinos de las casas prefabricadas, que habían llegado y se habían ido como buitres fantasmas. Había lío. No les gustaban los líos.

    —Canalla -susurró Mendel, y volvió lentamente al bar.

    El salón se iba llenando. Scarr pedía otra bebida. Mendel le agarró por el brazo. Scarr se volvió y dijo:

    —Hola, amigo, otra vez de vuelta. Tome un poco de este matarratas.
    —Cierre el pico -dijo Mendel-, quiero hablar con usted. Vamos afuera.
    —No puede ser, amigo, no puede ser. Estoy acompañado.

    Señaló con la cabeza a una rubia de unos dieciocho años, con los labios pintados casi de blanco y un pecho improbable, que estaba sentada inmóvil en una mesa de un rincón. Sus ojos pintados tenían una permanente expresión de susto.

    —Oiga -susurró Mendel-, dentro de dos segundos le voy a arrancar las orejas, embustero asqueroso.

    Scarr confió su vaso al cuidado del tabernero e hizo un mutis lento y digno. No miró a la muchacha.

    Entraron en el solar. El «MG» seguía allí. Mendel llevaba a Scarr firmemente sujeto del brazo, dispuesto, si era necesario, a retorcerle el antebrazo hacia atrás y romperle o dislocarle el hombro.

    —Bueno, bueno -exclamó Scarr, con aparente placer-, ha vuelto al seno de sus antepasados.
    —Robado, ¿eh? — dijo Mendel-. Robado por uno del Norte, alto, con bastón y que vive en Ealing. Muy decente por su parte devolverlo, ¿verdad? Un gesto amistoso después de tanto tiempo. Se ha formado una mala opinión de su cliente, Scarr. — Mendel temblaba de cólera-. ¿Y por qué están encendidas las luces? Abra la puerta.

    Scarr se volvió hacia Mendel en la oscuridad, golpeándose los bolsillos con la mano libre, en busca de las llaves. Sacó un llavero con tres o cuatro, las probó y por fin abrió la puerta. Mendel entró y encendió la luz del interior del techo. Metódicamente, empezó a registrar el interior del coche. Scarr se quedó fuera esperando.

    Registró de prisa, pero de modo completo: el compartimiento de los guantes, los asientos, el suelo, el borde de la ventanilla de atrás: nada. Metió la mano en la bolsa de los mapas de la portezuela y sacó un mapa y un sobre. El sobre era largo y aplastado, de color azul grisáceo, y al tacto parecía como de tela. Continental, pensó Mendel. No había nada escrito. Lo abrió rompiéndolo. Dentro había cinco billetes usados de cinco libras y un trozo de tarjeta postal sin ilustración. Mendel lo acercó a la luz y leyó el mensaje escrito con bolígrafo:


    ACABADO YA. VÉNDALO


    No había firma.

    Salió del coche y agarró a Scarr por los codos. Scarr se echó atrás rápidamente.

    —¿Qué problema tiene, amigo? — preguntó.

    Mendel habló suavemente.

    —No es un problema mío, Scarr, sino suyo. El mayor problema que nunca ha tenido. Conspiración de asesinos, intento de asesinato, delitos contra la ley sobre la seguridad del Estado. Y a eso puede añadir contravención a la ley de Tráfico de Carreteras, impago de impuestos y otras quince acusaciones que se me irán ocurriendo mientras usted reflexiona sobre su problema en la cama de un calabozo.
    —Un momento, poli, no nos vayamos al otro lado de la luna. ¿Qué cuento es ése? ¿Quién demonios habla de asesinato?
    —Escuche, Scarr, usted es un tipejo, que anda a remolque de los peces gordos, ¿no? Bueno, pues ahora usted es el pez gordo. Calculo que le va a costar quince años.
    —Oiga, cierre el pico, ¿quiere?
    —No, no quiero, desgraciado. Le han pillado entre dos grandes, ya ve, y usted es el cántaro. Y ¿qué voy a hacer yo? Me voy a reír hasta vomitar, mientras usted se pudre en la cárcel mirándose el mondongo. Ve el hospital, ¿eh? Ahí hay un tipo muriéndose, asesinado por su rubio del Norte. Lo han encontrado hace media hora sangrando como un cerdo en este solar. Hay otro muerto en Surrey, y, que yo sepa, hay uno en cada condado del país. Así que ése es su problema, pobre imbécil, no el mío. Otra cosa... Usted es el único que conoce quién es ese sujeto, ¿no? A lo mejor querrá darle una pasada, ¿no?

    Scarr dio la vuelta lentamente al coche.

    —Entre, poli -dijo.

    Mendel se sentó en el asiento del conductor y abrió desde dentro la otra puerta. Scarr se sentó a su lado. No encendieron la luz.

    —Por aquí no andan mal mis negocios -dijo Scarr en voz baja- y la ganancia es pequeña, pero fija. O, mejor dicho, lo era, hasta que llegó ese tío.
    —¿Qué tío?
    —Poco a poco, poli, no me apresure. Eso fue hace cuatro años. Yo no creía en Papá Noel hasta que le encontré. Holandés, dijo que era; del negocio de los diamantes. No voy a fingir que creyera que era un tipo decente, porque usted no se chupa el dedo y yo tampoco. Nunca pregunté lo que hacía y él nunca me lo dijo, pero supuse que era contrabando. Tenía dinero para dar y vender: se le caía de encima como las hojas en otoño. «Scarr -decía-, usted es un, hombre de negocios. No me gusta la publicidad, nunca me ha gustado, y entiendo que somos bichos del mismo pelo. Quiero un coche. No para quedarme con él, sino alquilado.» No lo dijo así, por la jerga, pero el sentido era ése. «¿Qué propuesta hace usted? — digo yo-. Venga una propuesta.» «Bueno -dice-, soy muy tímido. Quiero un coche del que nadie pueda saber nada, suponiendo que tenga un accidente. Cómpreme un coche para mí, Scarr, un bonito coche viejo que tenga algo bueno debajo del capó. Cómprelo a su nombre -dice-, y consérvelo envuelto para mí. Aquí tiene quinientos pavos para empezar, y veinte al mes por el garaje. Y además hay una prima, Scarr, por cada día que me lo lleve. Pero soy muy tímido, ya ve, y usted no me conoce. Para eso es el dinero, para que no intente conocerme», dijo. Nunca olvidaré ese día. Llovía a cántaros, y yo estaba inclinado sobre un viejo taxi que le había sacado a un tío de Wandsworth. Le debía cuarenta pavos a uno de las apuestas, y los polis estaban nerviosos con un coche que compré usado y había camuflado en Clapham.

    El señor Scarr tomó aliento y volvió a soltarlo con aire de cómica resignación.

    —Y ahí estaba, por encima de mí, como mi conciencia, echándome una lluvia de billetes viejos de una, como quinielas pasadas.
    —¿Qué aspecto tenía? — preguntó Mendel.
    —Era muy joven. Alto, un tipo guapo. Pero frío..., frío como un asilo. Nunca volví a verlo después de ese día. Me mandaba cartas con matasellos de Londres, a máquina, en papel blanco. Sólo: «Preparado el lunes por la noche», «Preparado el jueves por la noche», y así. Lo teníamos todo dispuesto. Yo dejaba el coche en el solar, con el tanque lleno de gasolina y todo arreglado. Nunca decía cuándo iba a volver. Simplemente, entraba hacia la hora de cerrar, o después, y dejaba las luces encendidas y las puertas cerradas. Metía dos libras en la bolsa de los mapas por cada día que había estado fuera.
    —¿Qué pasaba si algo salía mal; si a usted se le llevaban de aquí por cualquier causa?
    —Teníamos un número de teléfono. Me dijo que llamara y preguntara por un nombre.
    —¿Qué nombre?
    —Me dijo que yo eligiera uno. Elegí Rubiales. No le hizo mucha gracia, pero nos quedamos con él. Primrose cero cero nueve ocho.
    —¿Lo usó alguna vez?
    —Hace un par de años me fui a dar una vuelta por Margate, diez días. Pensé que sería mejor hacérselo saber. Una chica se puso al teléfono: holandesa también, por el acento. Dijo que Rubiales estaba en Holanda, y que ella tomaría el recado. Pero después de eso, ya no me preocupé.
    —¿Por qué no?
    —Empecé a darme cuenta de algunas cosas. Venía siempre una vez cada quince días, el primer y tercer martes de cada mes, excepto en enero y febrero. Esta ha sido la primera vez que ha venido en enero. Solía devolver el coche el jueves. Es raro que haya vuelto esta noche. Pero ya no se le verá el pelo, ¿verdad?

    Scarr tenía en su enorme mano el trozo de postal que le había dado Mendel.

    —¿Faltaba alguna vez? ¿Estaba fuera periodos largos?
    —En invierno venía con menos frecuencia. En enero nunca, ni en febrero, como he dicho.

    Mendel tenía todavía en la mano las cincuenta libras. Se las echó a Scarr en el regazo.

    —No crea que tiene suerte. Yo no quisiera estar en su pellejo ni por diez veces esta cantidad. Volveré.
    —No quería chivarme -dijo-, pero no tengo ganas de verme mezclado en nada, ya ve. No, si la vieja patria va a sufrir, ¿eh, caballero?
    —Ea, cierre el pico -dijo Mendel.

    Estaba cansado. Recobró la postal, salió del coche y se marchó andando hacia el hospital.


    No había noticias. Smiley seguía inconsciente. Se había informado a la Criminal. Sería mejor que Mendel dejara su nombre y dirección y se fuera a casa. El hospital telefonearía tan pronto como hubiese alguna nueva noticia. Tras mucho discutir, Mendel logró que la enfermera le diese la llave del coche de Smiley.

    Mitcham, decidió, era un sitio asqueroso para vivir.


    VIII. Reflexiones en una sala dehospital


    Detestaba la cama como quien se ahoga detesta el mar. Detestaba las sábanas que le habían aprisionado de tal modo que no podía mover ni pies ni manos.

    Y detestaba el cuarto porque le daba miedo. Junto a la puerta había un carrito con instrumentos, bisturíes, vendas y botellas, extraños objetos que, envueltos en lienzo blanco como para el Viático, llevaban consigo el terror de lo desconocido. Había tarros, unos altos, medio cubiertos con servilletas, erguidos como águilas blancas que esperasen desgarrarle las entrañas, otros pequeños, de cristal, con tubos de goma dentro, enroscados como serpientes. Lo detestaba todo, y tenía miedo. Tuvo calor, y el sudor le inundó; tuvo frío, y el sudor le aprisionó, serpenteando por sus costillas como sangre fría. Noche y día alternaron en él sin que Smiley los reconociera. Luchaba en una batalla inexorable contra el sueño, pues cuando cerraba los ojos, éstos parecían volver hacia dentro el caos de su cerebro, y cuando algunas veces, a fuerza de peso, sus párpados se juntaban, reunía toda su energía para separarlos a la fuerza y volver a mirar fijamente la luz pálida que oscilaba no se sabía dónde, en lo alto.

    Luego llegó un bendito día en que alguien debió descorrer las cortinas y dejar entrar la luz gris del invierno. Oyó el ruido del tráfico fuera, y supo por fin que iba a vivir.

    Así, el problema de la muerte volvió a ser, una vez más, algo académico, una deuda que aplazaría hasta que fuera rico y pudiera pagarla a su gusto. Era una sensación de lujo, casi de pureza. Su mente estaba prodigiosamente lúcida, destacándose, como Prometeo, sobre todo su mundo. ¿Dónde había oído esto: «La mente llega a escindirse del cuerpo; reina sobre un reino de papel...»? Le aburría la luz que tenía encima, y deseaba que hubiera algo más que mirar. Le aburrían las uvas, el olor de la miel y las flores, los bombones. Quería libros, revistas literarias. ¿Cómo no se iba a quedar atrasado en sus lecturas si no le daban libros? En realidad, se había investigado muy poco sobre el período que le interesaba, eran muy pocas las críticas constructivas sobre el siglo xvii.

    Tres semanas después permitieron a Mendel que lo viera. Entró con un sombrero nuevo y un libro sobre las abejas. Dejó el sombrero a los pies de la cama y el libro en la mesilla. Sonreía.

    —Le he comprado un libro -dijo- sobre las abejas. Son unos insectos muy listos. Quizá le interese.

    Se había sentado en el borde de la cama.

    —Tengo un sombrero nuevo. Elegante, de veras. Celebro mi retiro.
    —¡Ah, sí! Se me había olvidado. También usted está en conserva.

    Los dos rieron, y volvieron a quedar en silencio.

    Smiley parpadeó.

    —Me temo que no le veo muy claro en este momento. No me dejan usar mis viejas gafas. Me van a proporcionar otras nuevas. — Hizo una pausa-. No sabe quién me hizo esto, ¿verdad?
    —Quizá. Depende. Creo que tengo una pista. No sé bastante, eso es lo malo. Me refiero a su trabajo. ¿Le dice algo la Misión Siderúrgica de la Alemania Oriental?
    —Sí, creo que sí. Vinieron aquí hace cuatro años a intentar meter un pie en la Cámara de Comercio.

    Mendel le informó de sus tratos con el señor Scarr.

    —...Dijo que era holandés. El único modo que tenía Scarr de entrar en contacto con él era llamando a un número en Primrose. Busqué el abonado: la Misión Siderúrgica de la Alemania Oriental, en Belsize Park. Envié a un tipo a olfatear por ahí. Habían desaparecido. Nada en absoluto, ni muebles, ni nada. Sólo el teléfono, y lo habían arrancado de la conexión.
    —¿Cuándo se marcharon?
    —El tres de enero. El mismo día que mataron a Fennan.

    Miró enigmáticamente a Smiley. Smiley reflexionó un minuto y dijo:

    —Busque a Peter Guillam en el Ministerio de Defensa, y tráigale aquí mañana; aunque sea agarrado por el cuello.

    Mendel cogió el sombrero y se dirigió a la puerta.

    —Adiós -dijo Smiley-, gracias por el libro.
    —Hasta mañana -dijo Mendel, y se fue.

    Smiley volvió a recostarse en la cama. Le dolía la cabeza. Maldita sea, pensó, no le he dado las gracias por la miel. Y la ha comprado cara en «Fortnums».


    ¿Por qué la llamada telefónica de por la mañana? Eso era lo que le intrigaba más que cualquier otra cosa. Era una idiotez, sin duda, suponía Smiley, pero de todas las cosas inexplicables del caso, eso era lo que más le preocupaba.

    La explicación de Elsa Fennan había sido muy estúpida, evidentemente inverosímil. Ann, sí; ella hubiese puesto patas arriba a la Central de Teléfonos, si se le hubiera antojado, pero, Elsa Fennan, no. En aquella carita alerta e inteligente, en su aire de total independencia no había nada que apoyase la ridícula pretensión de ser aturdida. Podía haber dicho que la Central se había equivocado, que no era para ese día, cualquier cosa, Fennan, sí; ése sí que era distraído. Esa era una de las extrañas contradicciones de su carácter, que salió a la luz en las investigaciones efectuadas antes de la entrevista. Voraz lector de novelas del Oeste y apasionado jugador de ajedrez, músico y filósofo a ratos libres, era hombre de pensamiento profundo, pero distraído. Una vez hubo un lío terrible porque se había llevado unos documentos secretos del Foreign Office, y resultó que se los había metido en la cartera con el Times y el periódico de la tarde, antes de volver a su casa en Walliston.

    ¿Acaso Elsa, en su pánico, había tomado sobre sí el propósito de proteger a su marido? ¿O el motivo de su marido? ¿Habría pedido Fennan la llamada para acordarse de algo, y Elsa habría tomado prestado el motivo? Entonces, ¿qué necesitaría Fennan que le recordaran... y qué se esforzaba en ocultar su mujer con tanto empeño?

    Samuel Fennan. El mundo nuevo y el viejo se reunían en él. El eterno judío, culto, cosmopolita, con decisión propia, diligente y sensible; para Smiley, enormemente atractivo. Hijo de su siglo; perseguido, como Elsa, y expulsado de su Alemania adoptiva a la Universidad inglesa. A pura fuerza de capacidad, había apartado a un lado las desventajas y los prejuicios, para acabar entrando por fin en el Foreign Office. Fue un logro notable, debido solamente a su brillante personalidad. Y si era un poco vanidoso, un poco reacio a inclinarse a las decisiones de mentes más pedestres que la suya, ¿quién podía censurarlo? Hubo cierto alboroto cuando Fennan se declaró a favor de una Alemania dividida, pero eso lo hizo saltar todo: se le trasladó a un despacho de asuntos asiáticos, y se olvidó la cuestión. En lo demás, había sido generoso hasta el exceso, y favorito tanto en Whitehall como en Surrey, donde todos los fines de semana dedicaba varias horas a obras de beneficencia. Su gran afición era esquiar. Todos los años tomaba sus vacaciones de una sola vez y pasaba seis semanas en Suiza y Austria. A Alemania sólo había ido -lo recordaba Smiley- una sola vez, con su mujer, hacía unos cuatro años.

    Fue bastante normal que Fennan se uniera a la izquierda en Oxford. Era el gran período de luna de miel del comunismo con la Universidad, y las causas defendidas, bien lo sabe Dios, estaban muy cerca del corazón de Fennan. El crecimiento del fascismo en Alemania e Italia, la invasión japonesa de Manchuria, la crisis de América, y, sobre todo, la ola de antisemitismo que barría Europa: era inevitable que Fennan buscara un escape a su cólera y su indignación. Además, el partido era entonces respetable: el fracaso del partido laborista y del Gobierno de coalición había convencido a muchos intelectuales de que sólo los comunistas podían ofrecer una alternativa eficaz al capitalismo, y al fascismo. Estaba entonces candente aquella excitación, un aire de conspiración y camaradería que debió atraer a la vehemencia del carácter de Fennan y darle consuelo en su soledad. Se hablaba de ir a España. Algunos, en efecto, habían ido, como Cornford, de Cambridge, para no volver jamás.

    Smiley podía imaginarse a Fennan en aquellos días, inflamado y grave, aportando a sus compañeros la experiencia del sufrimiento real, veterano entre novatos. Habían muerto sus padres: su padre fue un banquero que tuvo la previsión de abrir una cuentecita en Suiza. No había mucho en ella, pero bastó para permitirle pasar por Oxford y protegerle del frío viento de la miseria.

    Smiley recordaba muy bien esa entrevista con Fennan; una entre tantas, pero diferente. Diferente a causa del lenguaje. Fennan era muy elocuente, muy rápido, muy seguro.

    —El mejor día -había dicho- fue cuando llegaron los mineros. Venían del Rhondda, ya sabe, y a los camaradas les pareció que el Espíritu de la Libertad bajaba con ellos desde las montañas. Era una marcha de hambrientos. Al grupo no pareció ocurrírsele jamás que los de la marcha pudieran tener hambre realmente, pero a mi se me ocurrió. Alquilamos un camión y las chicas prepararon toneladas de carne estofada. Un carnicero comprensivo nos proporcionó la carne barata en el mercado. Con el camión salimos a su encuentro. Se comieron el estofado y siguieron adelante. En realidad, no les caímos simpáticos, ya ve, no se fiaban de nosotros. — Se rió-. Eran tan pequeños- Eso es lo que mejor recuerdo..., pequeños y oscuros, como duendes. Esperábamos que cantasen, y cantaron. Pero no para nosotros; sólo para ellos. Esa fue la primera vez que conocía unos galeses. Creo que esto me hizo comprender mejor mi propia raza... Soy judío, ya sabe.

    Smiley había asentido.

    —Cuando se marcharon los galeses no supieron qué hacer. ¿Qué va a hacer uno cuando un sueño se ha vuelto real? Entonces se dieron cuenta de por qué al partido no le importaban mucho los intelectuales. Creo que se sintieron poca cosa, y avergonzados, sobre todo. Avergonzados de sus camas y sus cuartos, de sus panzas llenas y sus agudos ensayos. Avergonzados de su propio talento y de su sentido del humor. Siempre hablaban de cómo Keir Hardie había aprendido taquigrafía él solo con un trozo de tiza en la pared de carbón, ya ve. Estaban avergonzados de tener lápices y papel. Pero no sirve para nada tirarlos, ¿verdad? Eso es lo que acabé por aprender. Supongo que por eso dejé el partido.

    Smiley quería preguntarle qué impresiones había tenido el propio Fennan, pero Fennan continuaba hablando. No compartió nada con ellos: había llegado a comprenderlo bien. No eran hombres, sino niños que soñaban con las hogueras de la libertad, la música de los gitanos y con un solo mundo del mañana; que cabalgaban en caballos blancos para cruzar el golfo de Vizcaya, o, con placer infantil, compraban cerveza para invitar a unos galeses muertos de hambre; niños que no tenían fuerza para resistir el sol de Oriente, y, obedientemente, volvían hacia él sus cabezas despeinadas. Se querían mucho unos a otros y creían querer a la humanidad; se peleaban unos con otros y creían pelear contra el mundo.

    Pronto le parecieron cómicos y conmovedores. Le hubiese dado lo mismo que hicieran calcetines de punto para los soldados. La desproporción entre el sueño y la realidad le indujo a un examen cercano de ambas cosas: dedicó toda su energía a estudios de filosofía y de historia, y, con sorpresa suya, halló consuelo y paz en la pureza intelectual del marxismo. Saboreó su inexorabilidad intelectual, se excitó con su falta de miedo, con su teórica inversión de los valores tradicionales. Al fin, fue eso, y no el partido, lo que le dio fuerzas en su soledad: una filosofía que exigía sacrificio total a una fórmula inexpugnable, que le humillaba e inspiraba; y cuando, por fin, encontró éxito, prosperidad y aceptación social, volvió la espalda tristemente a un tesoro que se le había quedado pequeño y que tenía que dejar en Oxford con los días de su juventud.

    Así era cómo lo había descrito Fennan y cómo lo entendió Smiley. Tenía poco que ver con el relato de ira y resentimiento que Smiley había llegado a esperar de tales entrevistas, pero (quizá a causa de eso) parecía más auténtico. Había otra cosa en esa entrevista: la convicción de Smiley de que Fennan había dejado algo importante por decir.

    ¿Había alguna relación directa entre el incidente en Bywater Street y la muerte de Fennan? Smiley se reprochaba por haberse dejado llevar por su imaginación. Vistas las cosas en perspectiva, no había sino la sucesión de los acontecimientos, nada que sugiriese que Fennan y Smiley formaban parte de un solo problema.

    La sucesión de los acontecimientos, es verdad, pero también el peso de la intuición de Smiley, su experiencia o como quiera llamarse: ese sexto sentido que le había hecho tocar el timbre y no usar la llave; ese sentido, que, sin embargo, no le previno de que había un asesino en la noche, acechando con un trozo de tubería de plomo.

    La entrevista no había tenido nada de solemne, eso era cierto. El paseo por el parque le recordó más Oxford que Whitehall. El paseo por el parque, el café en Millbank... Sí, también hubo una diferencia de procedimiento, pero ¿qué había representado? Un funcionario del Foreign Office paseando por el parque, hablando seriamente con un hombrecillo anónimo... ¡A no ser que el hombrecillo no fuera anónimo!

    Smiley cogió un libro de bolsillo y empezó a escribir con lápiz en una guarda:

    «Supongamos lo que no está en absoluto demostrado: que el asesinato de Fennan y el intento de asesinato de Smiley están en relación. ¿Qué circunstancias vinculaban a Smiley con Fennan antes de la muerte de éste?
    »1.º Antes de la entrevista del lunes 2 de enero, yo nunca había visto a Fennan. Leí su expediente en el Departamento, e hice algunas averiguaciones preliminares.
    »2.° El 2 de enero fui solo al Foreign Office, en taxi. El Foreign Office concertó la entrevista, pero, lo repito, no sabía por adelantado quién la celebraría. Por tanto, Fennan no tenía conocimiento previo de mi identidad, ni nadie más, fuera del Departamento.
    »3.º La entrevista se dividió en dos partes: la primera en el Foreign Office, cuando la gente pasaba errando a través del despacho sin fijarse en nosotros, y la segunda fuera, cuando cualquiera podía vernos.»

    ¿Qué se deducía? Nada, a no ser...

    Sí, ésa era la única conclusión posible. A no ser que alguien que les viera juntos reconociera no sólo a Fennan, sino también a Smiley, y le inquietara violentamente verle juntos.

    ¿Por qué? ¿En qué resultaba peligroso Smiley? De repente sus ojos se abrieron mucho. Desde luego..., en una sola cosa, de un solo modo..., como agente de los servicios de seguridad.

    Dejó el lápiz.

    Entonces, el que mató a Sam Fennan, tenía empeño en que no hablara con un funcionario de los servicios de seguridad. Alguien del Foreign Office, quizá. Pero, esencialmente, alguien que también conocía a Smiley. ¿Alguien que Fennan hubiera conocido como comunista en Oxford, alguien que temiera ser descubierto, que pensara que Fennan iba a hablar, que acaso ya había hablado? Y si ya había hablado, entonces, desde luego, había que matar a Smiley; matarlo en seguida antes de que pudiera presentar su informe.

    Esto explicaría el asesinato de Fennan y el ataque contra Smiley. Tenía sentido, pero no mucho. Había construido un castillo de naipes hasta donde llegase, y todavía tenía cartas en la mano. ¿Y Elsa, sus mentiras, su complicidad, su miedo? ¿Y el coche y la llamada de las ocho y media? ¿Y la carta anónima? Si el asesino estaba asustado de que hubiera contactos entre Smiley y Fennan, difícilmente llamaría la atención hacia Fennan denunciándolo. ¿Entonces, quién? ¿Quién?

    Se recostó y cerró los ojos. Otra vez sentía dolorosos latidos en la cabeza. Quizá Peter Guillam podría ayudarle. Era la única esperanza. Le daba vueltas la cabeza. Le dolía terriblemente.


    IX. Puesta en limpio


    Mendel, con una amplia sonrisa, hizo entrar a Peter Guillam en el cuarto.

    —Le pesqué -dijo.

    La conversación fue difícil: tensa, al menos, por parte de Guillam, debido al recuerdo de la repentina dimisión de Smiley y la incongruencia de encontrarle en la habitación de un hospital. Smiley vestía una chaqueta de pijama azul; su pelo, híspido y desordenado, se salía por encima de las vendas, y todavía en la sien izquierda tenía huellas de una fuerte contusión.

    Después de una pausa muy embarazosa, Smiley dijo:

    —Mira, Peter, Mendel te habrá dicho lo que me ha pasado. Tú eres el experto; ¿qué se sabe de la Misión Siderúrgica de la Alemania oriental?
    —Limpia como el agua cristalina, muchacho, salvo su marcha repentina. Sólo había tres hombres y un perro en el asunto. Se habían metido en Hampstead, no sé dónde... Cuando llegaron, nadie sabía por qué estaban aquí, pero en estos cuatro años han hecho un trabajo decente.
    —¿Cuáles fueron sus actividades?
    —Dios lo sabrá. Creo que al llegar creyeron que iban a persuadir al Ministerio de Comercio para que levantara los embargos de acero enviado a Europa, pero les recibieron con frialdad. Luego se dedicaron a materiales consulares, sobre todo, máquinas-herramienta, productos manufacturados, intercambio de información industrial y técnica, y esas cosas. Nada que ver con lo que vinieron a hacer, pero bastante más aceptable, según tengo entendido.
    —¿Quiénes eran?
    —Bueno, un par de técnicos... Professor Doktor no sé cuántos, y Doktor no sé qué..., un par de chicas y un empleado para todo.
    —¿Quién era ese empleado?
    —No sé. Algún joven diplomático, para limar asperezas. Los tenemos fichados en el Departamento. Supongo que puedo enviarte los detalles.
    —Si no te importa.
    —No, claro que no.

    Hubo otra pausa difícil. Smiley dijo:

    —Me vendría muy bien hacerme con unas fotografías, Peter. ¿Podrías arreglar eso?
    —Sí, sí, claro. — Guillam apartó la vista de Smiley, un poco turbado-. En realidad no sabemos mucho de los alemanes orientales, ya sabes. Obtenemos cabos sueltos acá y allá, pero en conjunto son una especie de misterio. Si actúan, no lo hacen bajo la cobertura comercial o diplomática: por eso, si no te equivocas sobre lo de ese tipo, es muy raro que proceda de la Misión Siderúrgica.
    —¡Ah! — dijo Smiley, abrumado.
    —¿Cómo actúan? — preguntó Mendel.
    —Es difícil generalizar a partir de los poquísimos casos aislados que conocemos. Mi impresión es que manejan a sus agentes directamente desde Alemania, sin contacto entre el controlador y el agente de la zona de operaciones.
    —Pero eso debe limitarles terriblemente -exclamó Smiley-. A lo mejor tendrán que esperar meses hasta que el agente pueda viajar a un lugar de encuentro fuera del país. Quizá no tenga la cobertura necesaria para hacer ni siquiera el viaje.
    —Bueno, evidentemente eso le limita, pero sus objetivos parecen ser insignificantes. Prefieren manejar gente de otras nacionalidades, suecos, polacos, exilados, o lo que sea, en misiones a corto plazo, en las que no importan las limitaciones de su técnica. En casos excepcionales, cuando tienen un agente residente en el país fijado, actúan con un sistema de «correo», que corresponde al patrón soviético.

    Smiley escuchaba atentamente.

    —En realidad -siguió Guillam-, los americanos interceptaron hace poco un «correo», gracias al cual hemos aprendido lo poco que sabemos sobre la técnica de la República Democrática Alemana.
    —¿Por ejemplo?
    —Bueno, nunca esperan en una cita, nunca se reúnen en la hora indicada, sino veinte minutos antes; señales de reconocimiento: todos esos acostumbrados trucos de conjurador que dan lustre a la información de poca monta. También enredan con los nombres. Un «correo» a lo mejor tiene que entrar en contacto con tres o cuatro agentes: mientras que con controlador puede manejar hasta quince. Nunca se inventan ellos mismos nombres de cobertura.
    —¿Qué quieres decir? Seguro que tienen que hacerlo.
    —Hacen que el agente se los invente. El agente elige un nombre, cualquier nombre que le parezca bien, y el controlador lo adopta. Un truco realmente...

    Y se interrumpió, mirando sorprendido a Mendel. Este se había puesto en pie de un salto.


    Guillam se arrellanó en su asiento y se preguntó si estaría permitido fumar. De mala gana, decidió que no lo estaría. Le habría venido bien un cigarrillo.

    —¿Bueno? — dijo Smiley.

    Mendel había contado a Guillam su entrevista con el señor Scarr.

    —Encaja -dijo Guillam-. Evidentemente, en caja con lo que sabemos. Pero, por otra parte, no sabemos mucho de todo eso. Si Rubiales era un «correo», es excepcional (al menos según mi experiencia) que usara una delegación comercial como puesto de mando.
    —Dijo usted que la misión llevaba aquí cuatro años -intervino Mendel-. Rubiales se entrevistó con Scarr por primera vez hace cuatro años.

    Nadie habló durante un momento. Luego, dijo Smiley gravemente:

    —Peter, es posible, ¿no? Quiero decir que, en ciertas condiciones de actuación, podrían necesitar tener aquí una estación además de «correos».
    —Bueno, desde luego; si se proponían algo realmente grande, podría ser.
    —¿Quieres decir, que si tenían en juego un agente residente en un puesto elevado?
    —Sí, más o menos.
    —Y suponiendo que tuvieran un agente así, un Mac Lean o un Fuch, ¿es posible que establecieran aquí una estación bajo cobertura comercial sin más función que echarle una mano al agente?
    —Sí, es posible. Pero es una jugada de peso, George. Lo que sugieres es que el agente está manejado desde el exterior, asistido por un «correo», y el «correo» asistido por la misión, que también es el ángel de la guarda personal del agente. Tendría que ser un buen agente.
    —No, no sugiero eso precisamente..., sino algo parecido. Y acepto lo de que el sistema requiere un agente de alto nivel. No olvides que sólo tenemos la palabra de Rubiales en cuanto a que viniera del extranjero.

    Mendel intervino:

    —Ese agente ¿estaría directamente en contacto con la misión?
    —No por Dios -dijo Guillam-. Probablemente tenía un método de emergencia para entrar en contacto con ellos: una señal telefónica o algo parecido.
    —¿Cómo funciona eso? — preguntó Mendel.
    —Depende. Podría ser por el sistema del número equivocado. Uno llama al número en cuestión desde una cabina y pregunta por George Brown. Le dicen que George Brown no vive allí, de modo que uno pide perdón y cuelga. La hora y el lugar de la cita están convenidos previamente; el nombre por el que uno pregunta indica que el asunto es urgente. Alguien acudirá a la cita.
    —¿Qué más podría hacer la misión? — preguntó Smiley.
    —Es difícil decirlo. Pagarle, probablemente. Establecer un lugar para recoger los informes. El controlador efectuaría todos esos arreglos para el agente, desde luego, y a través del «correo» le diría cuál es su parte. Trabajan mucho con el sistema soviético, como te dije. Hasta los detalles más insignificantes están dispuestos por el controlador. A la gente en acción le dejan muy poca independencia.

    Hubo otro silencio. Smiley miró a Guillam y luego a Mendel, después parpadeó y dijo:

    —Rubiales no iba a ver a Scarr en enero y febrero, ¿no?
    —Eso es -dijo Mendel-, éste ha sido el primer año.
    —Fennan iba siempre a esquiar en enero y febrero. En cuatro años, ésta ha sido la primera vez que se lo perdió.
    —No sé -dijo Smiley- si debería ir, a ver otra vez a Maston.

    Guillam se desperezó voluptuosamente y sonrió:

    Siempre puedes probar. Le emocionará saber que te han partido la cabeza. Tengo la íntima convicción de que creerá que eso de Battersea está junto al mar, pero no te preocupes. Dile que fuiste atacado mientras andabas por el terreno particular de alguien... Comprenderá. Háblale también de tu atacante, George. No le has visto nunca, acuérdate, y no sabes cómo se llama, pero es un «correo» del Servicio de Espionaje de Alemania Oriental. Maston te respaldará. Siempre lo hace. Sobre todo, cuando tiene que informar al ministro.

    Smiley miró a Guillam y no dijo nada.

    —Después de tu golpe en la cabeza -añadió Guillam-, comprenderá.
    —Pero, Peter...
    —Ya lo sé, George, ya lo sé.
    —Bueno, déjame decirte otra cosa. Rubiales iba a buscar su coche el primer martes de cada mes.
    —Y ¿qué?
    —Ésas eran las noches en que Elsa Fennan iba al teatro Weybridge. Dijo que Fennan trabajaba hasta muy tarde los martes.

    Guillam se puso de pie.

    —Déjame hurgar por ahí, George. Adiós, Mendel. Probablemente esta noche te llamaré por teléfono. De todos modos, no veo qué podemos hacer ahora, pero sería estupendo saber algo, ¿no? — Llegó a la puerta-. A propósito, ¿dónde están las pertenencias de Fennan? ¿La cartera, la agenda y todo eso? ¿Las cosas que encontraron en el cadáver?
    —Probablemente están todavía en la Comisaría -dijo Mendel-. Estarán allí hasta que termine la investigación.

    Guillam se quedó mirando un momento a Smiley, sin saber qué decir.

    —¿Quieres algo, George?
    —No, gracias... Bueno, sí, hay una cosa.
    —¿Qué?
    —¿Podrías quitarme de encima a la Criminal? Me han visitado ya tres veces, y, desde luego, no han llegado a ninguna parte. ¿Podrías hacer que, por ahora, esto quedara como asunto del Intelligence Service? ¿Podrías ser misterioso y persuasivo?
    —Sí, creo que sí.
    —Sé que es difícil, Peter, porque no soy...
    —¡Ah, otra cosa! Sólo para animarte. Mandé hacer esa comparación entre la carta de suicidio de Fennan y la carta anónima. Las hicieron diferentes personas en la misma máquina. Diferentes presiones y espaciados, pero el mismo tipo. Hasta la vista, muchacho. Ataca las uvas.

    Guillam cerró la puerta al salir. Oyeron sus pasos resonando por el desierto pasillo.

    Mendel lió un cigarrillo.

    —¡Dios mío! — dijo Smiley, ¿no le tiene miedo a nada? ¿No ha visto a la enfermera que hay aquí?
    —No se puede morir más que una vez -dijo, metiendo el cigarrillo entre sus delgados labios.

    Smiley le miró mientras lo encendía. Sacó el encendedor, le quitó la tapa e hizo dar vueltas a la rueda con su sucio pulgar, protegió rápidamente la llama con la mano y la acercó cuidadosamente al cigarrillo. Igual podría haber estado soplando un huracán.

    —Bueno, usted es el experto en crímenes -dijo Smiley-. ¿Cómo nos las arreglamos?
    —Confuso -dijo Mendel-. Sucio.
    —¿Por qué?
    —Hay cabos sueltos por todas partes. No es trabajo de policía. No se ha comprobado nada. Es como el álgebra.
    —¿Qué tiene que ver el álgebra con eso?
    —Primero hay que demostrar lo que se puede demostrar. Encontrar las constantes. ¿Fue ella realmente al teatro? ¿Estaba sola? ¿La oyeron volver los vecinos? Si es así, ¿a qué hora? ¿De veras Fennan volvía tarde los martes? ¿Su mujer iba siempre al teatro cada quincena, como dijo?
    —Y a la llamada de las ocho y media, ¿puede encontrarle una explicación?
    —Tiene esa llamada metida en la cabeza, ¿verdad?
    —Sí. De todos los cabos sueltos, ése es el más suelto. Por más que le doy vueltas, ya ve, no le encuentro explicación. He repasado su horario de trenes. Era hombre puntual: muchas veces llegaba al Foreign Office antes que nadie, y abría su propio armario. Tenía que tomar el de las ocho cincuenta y cuatro, el de las nueve y ocho minutos, o, todo lo más, el de las nueve catorce. El de las ocho y cincuenta y cuatro llegaba a las nueve y treinta y ocho. Le gustaba estar en su despacho a las diez menos cuarto. No es posible que quisiera que le despertaran a las ocho y media.
    —Quizá le gustara oír el timbre del teléfono dijo Mendel, levantándose.
    —Y las cartas -continuó Smiley-. Diferentes mecanógrafos, pero la misma máquina. Aparte del asesino, sólo dos personas tenían acceso a esa máquina: Fennan y su mujer. Si aceptamos que Fennan escribió la carta de suicidio (y ciertamente la firmó) hemos de aceptar que fue Elsa quien escribió la denuncia. ¿Por qué lo hizo?

    Smiley estaba agotado: le alivió que se marchara Mendel.

    —Me largo. Intentaré encontrar las constantes.
    —Necesitará dinero -dijo Smiley, y le ofreció dinero de su cartera, que estaba junto a la cama.

    Mendel lo cogió sin ceremonias y se marchó.

    Smiley se recostó. La cabeza le latía locamente, abrasadora. Pensó en llamar a la enfermera, y la cobardía se lo impidió. Poco a poco, cesaron los latidos. Oyó la campanilla de una ambulancia que doblaba desde Prince of Walles Drive para entrar en el hospital.

    —Quizá le gustara oír el timbre -murmuró, y se quedó dormido.

    Le despertó el ruido de una discusión en el pasillo. Oyó que la enfermera levantaba la voz protestando; oyó pasos, y la voz de Mendel, llevándole la contraria con apremio. Se abrió la puerta de repente, y alguien encendió la luz. Él parpadeó y se incorporó, mirando el reloj. Eran las seis menos cuarto. Mendel le hablaba casi a gritos. ¿Qué trataba de decir? Algo sobre el puente de Battersea..., la policía del río..., ausente desde ayer...

    Se despertó del todo. Adam Scarr había muerto.


    X. El relato de la doncella

    Mendel conducía muy bien, con una especie de pedantería de maestra de escuela que a Smiley le habría parecido cómica. La carretera de Weybridge, como de costumbre, estaba atestada de tráfico. Dadle a un hombre un coche, y se dejará la humildad y el sentido común en el garaje. No importaba quién fuera: él había visto obispos revestidos de púrpura lanzados a setenta millas por hora en una zona edificada, enloqueciendo del susto a los peatones. Le gustaba el coche de Smiley. Le gustaba el modo cuidadoso con que había sido conservado, los accesorios sensatos, los espejos en el guardabarros y la luz para la marcha atrás. Era un cochecito muy decente.

    Le gustaba la gente que cuida de las cosas, que acaba lo que empieza. Le gustaban la exactitud y la precisión. Sin saltarse nada. Como ese asesino. ¿Qué había dicho Scarr?: «Joven, fíjese, pero frío, frío como un asilo.» Conocía esa mirada, y Scarr también la había conocido: la mirada de negación absoluta que hay en los ojos de un joven homicida. No es la mirada de un animal salvaje, no es el salvajismo con muecas del maniático, sino la mirada que surge de la suprema eficacia, probada y examinada. Era una actitud que superaba su experiencia de la guerra. Observar la muerte en la guerra acaba por embotar los sentidos; pero más allá de eso, mucho más allá, está la convicción de superioridad en el corazón del homicida profesional. Sí, Mendel lo había visto alguna vez: el que se apartaba de la pandilla, con ojos pálidos y sin expresión, el que interesa a las muchachas y de quien hablan sin sonreír. Sí, ése era bien frío.

    La muerte de Scarr había asustado a Mendel. Hizo prometer a Smiley que no volvería a Bywater Street cuando saliera del hospital. Por otra parte, con un poco de suerte, pensarán que está muerto. La muerte de Scarr demostraba una cosa, desde luego: el asesino seguía en Inglaterra, preocupado aún por dejar en orden las cosas.

    —Cuando me levante -había dicho Smiley la noche anterior-, tenemos que sacarle otra vez de su agujero: ponerle ratoneras con pedazos de queso.

    Mendel sabía quién iba a ser el queso: Smiley. Desde luego, si tenían razón en cuanto al motivo, habría también otro queso: la mujer de Fennan.

    «En realidad -pensó Mendel sombríamente no dice mucho a su favor el que no la hayan asesinado.» Se sintió avergonzado de sí mismo y dirigió su mente hacia otras cosas; por ejemplo, de nuevo a Smiley.

    Extraño miserable, el tal Smiley. A Mendel le recordaba un chico gordo con quien jugaba al fútbol en la escuela. No era capaz de correr, no sabía chutar, ciego como un topo, pero jugaba como un demonio, y no se contentaba hasta quedar destrozado. También boxeaba. No se cubría, balanceando los brazos, y se dejaba matar casi, antes de que el árbitro interviniese. Tío listo, también.

    Mendel se detuvo en un café situado junto a la carretera, a tomar té y un brioche, y luego siguió hasta Weybridge. El «Repertory Theatre» estaba en una calle de dirección única que salía a High Street y donde era imposible aparcar. Por fin, dejó el coche en la estación del ferrocarril y volvió a pie a la ciudad.

    Las puertas de la entrada principal del teatro estaban cerradas. Mendel dio la vuelta hasta uno de los lados del edificio, bajo un arco de ladrillo.

    Un palo mantenía entreabierta una puerta verde. Dentro tenía barras para empujarla y las palabras: «Puerta del escenario» garabateadas con tiza. No había timbre: un ligero olor de café salía desde el oscuro pasillo pintado de color verde oscuro. Mendel entró por la puerta y bajó por el pasillo, en cuyo extremo encontró una escalera de piedra con una barandilla de metal que subía a otra puerta verde. El olor de café se hizo más intenso, y oyó ruido de voces.

    —¡Ah, asqueroso, querido, al cuerno! Si los buitres culturales del bienaventurado Surrey quieren otros tres meses del Barrie en el cartel, hay que dárselo, digo yo. Si no es Barrie, será Un cuco en el nido tres años en cartel, y, para mí, Barrie gana por media cabeza... -decía una voz femenina de media edad.

    Una quejumbrosa voz masculina replicaba:

    —Bueno, Ludo siempre puede hacer Peter Pan, ¿no es verdad, Ludo?
    —Bribona, bribona -decía otra voz también masculina, y Mendel abrió la puerta.

    Se encontró entre bastidores. A su izquierda había un trozo de cartón duro con una docena de interruptores, montado sobre un panel de madera. Una absurda butaca rococó, con dorados y bordados, estaba al pie del cartón, para el apuntador y factótum.

    En medio de la escena había dos hombres y una mujer sentados en unos barriles, fumando y tomando café. La decoración representaba la cubierta de un barco. Un mástil con jarcias y escalerillas ocupaba el centro del escenario, y un gran cañón de cartón apuntaba desconsoladamente hacia un fondo de mar y cielo.

    La conversación se detuvo bruscamente cuando Mendel apareció en escena. Alguien murmuró:

    —Querida mía, el fantasma en el banquete -y todos le miraron con risitas.

    La mujer fue la primera en hablar: -¿Busca a alguien, muchacho?

    —Perdonen que les moleste. Quería hacerme socio del teatro. Inscribirme en el club.
    —¡Ah, bueno, sí, claro! ¡Qué simpático! — dijo, poniéndose en pie y yendo hacia él-, qué simpático.

    Le cogió la mano izquierda entre las dos suyas y se la apretó, echándose hacia atrás al mismo tiempo y extendiendo los brazos a todo lo largo. Era su ademán de señora del castillo: Lady Macbeth recibe a Duncan. Echó la cabeza a un lado y sonrió como una niña, y luego, sin soltarle de la mano, le llevó al otro lado a través de la escena. Una puerta daba a un diminuto despacho lleno de programas y viejos carteles, maquillaje para la cara, pelucas y prendas chillonas de indumentaria náutica.

    —¿Ha visto este año nuestra sensación? La isla del tesoro. Un éxito verdaderamente satisfactorio. Y con mucho más contenido social, ¿no cree?, que todos esos cuentos vulgares para niños.

    Mendel dijo:

    —¡Ah, claro que sí! — sin tener la menor idea de a qué se refería, y mientras tanto, sus ojos fueron a dar con un montón de facturas reunidas con bastante orden y sujetas con una gran pinza.

    La de encima estaba extendida a nombre de la señora Ludo Oriel, y tenía cuatro meses de retraso.

    Ella le miraba agudamente a través de las gafas. Era baja y morena, con arrugas en el cuello y mucho maquillaje. Las arrugas de debajo de los ojos estaban llenas de pomada, pero el efecto no había durado. Llevaba pantalones y un ancho jersey generosamente salpicado de pintura al temple. Fumaba sin cesar. Tenía una boca muy larga, y, al sostener el cigarrillo en la mitad, en línea recta bajo la nariz, sus labios formaban una curva exageradamente convexa, que le deformaba la mitad inferior de la cara y le daba cierto aire malhumorado e impaciente. Mendel pensó que sería difícil y lista. Era un alivio pensar que no podía pagar sus facturas.

    —Quiere usted inscribirse en el club, ¿verdad?
    —No.

    De repente, ella se puso furiosa:

    —Si es usted otro de esos malditos comerciantes, ya se puede marchar. He dicho que pagaré, y pagaré, pero no me fastidie. Si hace creer a la gente que estoy acabada, lo estaré y entonces ustedes se lo perderán, yo no.
    —No soy un acreedor, señora Oriel. Vengo a ofrecerle dinero.

    Ella esperó.

    —Soy un agente de divorcios. Tengo un cliente rico. Querría hacerle unas preguntas. Estamos dispuestos a pagarle su tiempo.
    —Demonios -dijo ella, con alivio-. ¿Por qué no lo dijo al principio?

    Los dos se echaron a reír. Mendel puso cinco libras encima de las facturas, contándolas una por una.

    —Bueno -dijo Mendel-, ¿cómo lleva usted su lista de abonados al club? ¿Cuáles son las ventajas de inscribirse?
    —Pues todas las mañanas a las once en punto damos café aguado en escena. Los miembros del club pueden mezclarse con los actores durante el intervalo, entre los ensayos, desde las once a las once cuarenta y cinco. Pagan lo que toman, desde luego, pero la entrada está estrictamente limitada a los miembros del club.
    —¡Ah, ya!
    —Eso es probablemente la parte que le interesa a usted. Parece que por las mañanas no conseguimos más que mariquitas y ninfómanas.
    —Es posible. ¿Qué más ocurre?
    —Cada quincena estrenamos una función diferente. Los socios pueden reservar asientos para un día determinado de cada obra: el segundo miércoles de cada serie de representaciones y así sucesivamente. Siempre empezamos las obras nuevas el primer y tercer lunes de cada mes. La función empieza a las siete y media y guardamos las reservas del club hasta las siete y veinte. La chica de la taquilla tiene el plano de los asientos y tacha cada asiento conforme lo va vendiendo. Las reservas del club están marcadas en rojo y no se venden hasta el final.
    —Ya veo; así que si uno de sus socios no ocupa su asiento de costumbre, se tacha en el plano de los asientos.
    —Sólo si se vende.
    —Claro.
    —Muchas veces no logramos el lleno, después de la primera semana. Estamos tratando de hacer una obra por semana, ya ve, pero no es fácil conseguir el... las facilidades. Realmente, carecemos de medios para hacer durar dos semanas las representaciones de cada obra.
    —Claro, claro. ¿Conserva usted los planos viejos de los asientos?
    —A veces, para las cuentas.
    —¿Y el del lunes tres de enero?

    Ella abrió un armario y sacó un montón de planos impresos.

    —Es la segunda quincena de nuestra pantomima navideña, por supuesto. ¡La tradición!
    —Claro- dijo Mendel.
    —Bueno, ¿quién le interesa a usted? — preguntó la señora Oriel, cogiendo un libro más grande de la mesa.
    —Una rubia bajita, de unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Se llama Fennan, Elsa Fennan.

    La señora Oriel abrió el libro. Mendel, desvergonzadamente, miró por encima del hombro. Los nombres de los socios estaban apuntados claramente en la columna de la izquierda. Una señal roja en el extremo izquierdo de la página indicaba que el socio había pagado su cuota. En el lado de la derecha había notas de reserva permanente para todo el año. Eran unos ochenta socios.

    —El nombre no me suena. ¿Dónde se sienta?
    —Ni idea.
    —¡Ah, si, aquí está! Merridale Lane, Walliston. ¡Merridale! ¡Hay que ver! Bueno, veamos. Un asiento de atrás en el extremo de una fila. Una elección muy rara, ¿verdad? Asiento número R2. Pero Dios sabrá si lo tomó el 3 de enero. Sospecho que ya no tenemos el plano, aunque en mi vida he tirado nada. Las cosas se evaporan simplemente, ¿no es cierto? — Le miró con el rabillo del ojo, preguntándose si se había ganado sus cinco libras-. Vamos a preguntar a la doncella. — Se levantó y se acercó a la puerta-. Fennan..., Fennan... -decía-. Un momento, eso me suena. No sé por qué. Vaya, que me ahorquen, claro: la cartera para las partituras de música. — Abrió la puerta-. ¿Dónde está la doncella? — dijo a alguien que estaba en la escena.
    —Sabe Dios.
    —¡Cerdo servicial! — dijo la señora Oriel, y cerró de nuevo la puerta. Se volvió hacia Mendel-: La doncella es nuestra blanca esperanza: una flor de Inglaterra, hija de un abogado de por aquí, loca por el teatro, medias llamativas, una mosquita muerta. La aborrecemos. De vez en cuando obtiene un papel, porque su padre paga los gastos de enseñanza. Algunas veces, cuando hay mucha gente, hace de acomodadora: ella y la señora Torr, la de la limpieza, que se ocupa del guardarropa. Cuando las cosas están tranquilas, la señora Torr lo hace todo, y la doncella enreda entre bastidores con la esperanza de que la primera actriz se desplome muerta. — Hizo una pausa-. Estoy absolutamente segura de que recuerdo lo de «Fennan». Condenadamente segura. No sé dónde estará esa vaca.

    Desapareció un par de minutos y volvió con una chica alta y bastante guapa, de alborotado pelo rubio y mejillas rosadas: buena para el tenis y la natación.

    —Ésta es Elizabeth Pidgeon. Quizá pueda ayudarle. Guapa, queremos encontrar a una tal señora Fennan, socia del club. ¿No me dijiste algo sobre ella?
    —¡Ah, sí, Ludo!

    Creía sin duda que tenía voz dulce. Sonrió vaporosamente a Mendel, echó la cabeza a un lado y entrelazó los dedos. Mendel, con una sacudida, adelantó la cabeza hacia ella.

    —¿La conoces? — preguntó la señora Oriel.
    —¡Ah, sí, Ludo! Está loca por la música. Por lo menos, creo que debe estarlo, porque siempre se trae su música. Es muy delgada y muy rara. Es extranjera, ¿no, Ludo?
    —¿Por qué rara? — preguntó Mendel.
    —Ah, bueno, la última vez que vino armó un terrible escándalo por el asiento que está al lado del suyo. Era una reserva del club, ya ve, y habían pasado muchas horas desde las siete y veinte. Acabábamos de empezar las sesiones de esa función y había millones de personas que querían asientos, así que vendí la butaca. Ella no hacía más que repetir que estaba segura de que ese hombre vendría, porque siempre venía.
    —¿Vino? — preguntó Mendel.
    —No. Me permití vender el asiento. Debía de estar de un humor terrible, porque se marchó después del segundo acto, y olvidó llevarse su cartera de música.
    —Esa persona de la que ella estaba tan segura que se presentaría -dijo Mendel-, ¿puede decirse que es un amigo de la señora Fennan?

    Ludo Oriel hizo un sugestivo guiño a Mendel.

    —Bueno, ¡caramba!, yo diría que sí: es su marido, ¿no?

    Mendel la miró unos momentos y luego sonrió:

    —¿No podríamos encontrarle una silla a Elizabeth? — dijo.
    —¡Caramba, gracias! — dijo la doncella, y se sentó en el borde de una vieja butaca con dorados, como la del apuntador entre bastidores. Apoyó en las rodillas sus grandes manos enrojecidas y se inclinó hacia adelante, sonriendo constantemente y emocionada de ser el centro de tanto interés. La señora Oriel la miró con aire envenenado.
    —¿Qué le hace pensar que era su marido, Elizabeth?

    En la voz de Mendel había una vibración de la que antes carecía.

    —Bueno, sé que llegan cada uno por su lado, pero pensé que, como tienen asientos separados de los que se reservan a los miembros del club, deben de ser marido y mujer. Y, desde luego, él también trae una cartera para las partituras de música.
    —Ya veo. ¿Qué más puede recordar de esa noche, Elizabeth?
    —Ah, bueno, muchísimo, en realidad, porque, ¿comprende?, me sentó muy mal que se hubiera marchado con ese humor, y luego, por la noche, telefoneó. Me refiero a la señora Fennan. Dio su nombre y dijo que se había ido temprano y que se le había olvidado su cartera de música. También había perdido el tiquet del guardarropa, y estaba fuera de sí. Me pareció que lloraba. Oí una voz en segundo término, y luego ella dijo que alguien pasaría por aquí a llevársela, si podía hacerlo sin el tiquet. Yo dije que desde luego, y media hora después vino el hombre. De muy buen ver, alto y rubio.
    —Ya veo -dijo Mendel-. Muchas gracias, Elizabeth; me ha sido muy útil.
    —Vaya, estupendo.

    Se levantó.

    —Por cierto -dijo Mendel-, el hombre que vino por su cartera..., ¿no sería por casualidad el mismo hombre que se sienta a su lado en el teatro?
    —Claro. Vaya, perdón, debí habérselo dicho.
    —¿Habló con él?
    —Bueno, sólo para decir que ahí tenía la cartera, y esas cosas.
    —¿Qué voz tenía?
    —Ah, extranjero, como la señora Fennan. Ella es extranjera, ¿verdad? A eso le eché la culpa de todo..., de su trastorno y su situación: temperamento extranjero.

    Sonrió a Mendel, esperó un momento, y luego salió, andando como Alicia en el País de las Maravillas.

    —Vaca -dijo la señora Oriel, mirando a la puerta cerrada. Sus ojos se volvieron hacia Mendel-. Bueno, espero que se haya cobrado el valor de sus cinco libras.
    —Creo que sí -dijo Mendel.


    XI. El club poco respetable


    Mendel encontró a Smiley sentado en una butaca y vestido del todo. Peter Guillam se había tendido cómodamente en la cama y sostenía en la mano, negligentemente, una carpeta de color verde pálido. Afuera, el cielo estaba negro y amenazador.

    —Entra el tercer asesino -dijo Guillam cuando entró Mendel.

    Mendel se sentó a los pies de la cama y, contento, movió la cabeza hacia Smiley, que parecía pálido, y deprimido.

    —Le felicito. Me alegra verle de pie.
    —Gracias. Me temo que si me viera de pie, no me felicitaría. Me siento tan débil como un gato recién nacido.
    —¿Cuándo le dejarán marcharse?
    —No sé cuándo suponen ellos que me voy a marchar...
    —¿No lo ha preguntado?
    —No.
    —Bueno, convendría que lo hiciera. Le traigo noticias. No sé qué significan, pero significan algo.
    —Bueno, bueno -dijo Guillam-, todo el mundo tiene noticias para todo el mundo. ¡Qué emoción! George ha estado mirando mi álbum familiar -levantó ligeramente la carpeta verde- y reconoce a todos sus viejos colegas.

    Mendel se sintió desconcertado y bastante desplazado al margen. Smiley intervino.

    —Se lo contaré todo cuando cenemos mañana juntos. Me voy de aquí por la mañana, digan lo que digan. Creo que hemos encontrado al asesino, y otras muchas cosas. Ahora vengan sus noticias.

    En sus ojos no había triunfo. Sólo una profunda preocupación.


    Pertenecer al club al que pertenecía Smiley no es algo que se cite entre las cualidades respetables de los que adornan las páginas del Quién es Quién. Lo formó un joven renegado del club «Junior Carlton», llamado Steed-Asprey, que había sido amonestado por el secretario, por blasfemar al alcance de los oídos de un obispo sudafricano. Este persuadió a su antigua patrona de Oxford para que dejara su tranquila casa de Holywell y tomase dos cuartos y un sótano en Manchester Square, que un pariente adinerado había puesto a disposición de Steed-Asprey. Había tenido antes cuarenta miembros, cada uno de los cuales pagaba cincuenta guineas al año. Quedaban treinta y uno. No había mujeres ni reglamentos, ni secretarios ni obispos. Uno podía tomar bocadillos y pagar una botella de cerveza, o podía tomar bocadillos y no pagar una botella de nada. Mientras que uno fuera razonablemente sobrio y se ocupara de sus propios asuntos, a nadie le importaba un pito cómo vistiera, o qué hiciera o dijese, o quién llevara consigo. La señora Sturgeon ya no seguía molestando en el bar, ni le servía a uno la cerveza incluso delante del fuego, sino que presidía con simpática comodidad los servicios de dos sargentos retirados de un pequeño regimiento de línea.

    Como era de esperar, la mayor parte de los socios eran aproximadamente coetáneos de Smiley en Oxford. Siempre se habían puesto de acuerdo en que el club serviría sólo para una generación, y que envejecería y moriría con sus socios. La guerra se había llevado su porción de Jebedee y otros, pero nadie había sugerido que eligieran nuevos socios. Además, el local era ahora de propiedad, se había resuelto el porvenir de la señora Sturgeon, y el club era solvente.

    Era un sábado por la tarde y había sólo media docena de personas. Smiley había pedido la cena, y les habían puesto una mesa en el sótano, donde brillaba un fuego de carbón en una chimenea de ladrillo. Estaban solos, había solomillo y oporto. Fuera, la lluvia caía sin cesar. Aquella noche, a los tres, el mundo les parecía un sitio decente y sin problemas, a pesar del extraño asunto que les reunía.

    —Para que tenga sentido lo que les voy a decir -empezó por fin Smiley, dirigiéndose sobre todo a Mendel-, tendré que hablar largamente de mí mismo. Como saben, soy agente secreto de carrera: estoy en el Servicio desde antes del Diluvio, desde antes de que nos mezclaran en la política del poder con Whitehall. En aquellos días, andábamos escasos de personal y de paga. Después del acostumbrado entrenamiento y prueba en Sudamérica y Europa Central, acepté un empleo de profesor en una Universidad alemana, localizando jóvenes talentos alemanes con potencial de agente. — Se detuvo, sonrió a Mendel, y dijo-: Perdone la jerga.

    Mendel asintió solemnemente y Smiley continuó. Se daba cuenta de que estaba poniéndose pedante, pero no sabía cómo evitarlo.

    —Fue poco antes de la última guerra, una época terrible entonces en Alemania: la intolerancia se había vuelto loca. Hubiera sido un chiflado si hubiese abordado yo mismo a cualquiera. Mi única posibilidad era parecer lo más gris posible, en lo político y lo social, y proponer candidatos para que otro los reclutara. Traté de traer algunos a Inglaterra durante los breves períodos de intercambio de estudiantes. Cuando vine por aquí, me cuidé de no tener contacto alguno con el Departamento, porque en aquellos días no teníamos idea de la eficacia del contraespionaje alemán. Nunca supe a quién abordaban, y, desde luego, así era mucho mejor. En el caso de que me hicieran saltar, quiero decir.

    »Mi relato empieza realmente en 1938. Una tarde de verano, yo estaba solo en mi cuarto. Había sido un hermoso día, cálido y tranquilo. Como si nunca se hubiese oído hablar del fascismo. Yo trabajaba en mangas de camisa en una mesa colocada junto a la ventana, pero sin trabajar mucho, porque era una tarde estupenda.

    Se detuvo, cohibido no se sabe por qué, y se entretuvo un poco con el oporto. En sus mejillas aparecieron dos manchas, rosáceas. Se sintió un poco embriagado, aunque había tomado muy poco vino.

    —Para continuar -dijo, y se consideró un asno-; lo siento, me encuentro un poco torpe de palabra... En fin, mientras yo estaba allí sentado, llamaron a la puerta y entró un joven estudiante. Tenía diecinueve años, pero parecía más joven. Se llamaba Dieter Frey. Era un alumno mío, un muchacho inteligente y de notable aspecto.

    Smiley volvió a hacer una pausa, mirando al vacío. Tal vez era su malestar, su debilidad, lo que le ponía tan vívidamente delante su recuerdo.

    —Dieter era un muchacho muy apuesto, de frente despejada y con una mata de pelo negro desordenado. Tenía deformada la parte inferior del cuerpo, creo que por una parálisis infantil. Llevaba bastón y se apoyaba mucho en él al andar. Naturalmente, resultaba una figura bastante romántica en una pequeña Universidad: le consideraban una especie de Byron, y cosas así. En realidad, a mí nunca me pareció un romántico. Los alemanes tienen una gran pasión por descubrir jóvenes genios, ya saben, desde Herder a Stefan George... Alguien los exhibe y maneja, prácticamente desde la cuna. Pero a Dieter no se le podía manejar así. Tenía una feroz independencia, una inexorabilidad que asustaba al más decidido patrocinador. Esa actitud defensiva de Dieter no procedía sólo de su defecto físico, sino de su raza: era judío. Nunca pude entender cómo demonios conservaba su puesto en la Universidad. Es posible que no supieran que era judío; su belleza podía haber sido meridional, supongo, italiana, pero realmente no veo cómo. Para mí, evidentemente, era judío...

    »Dieter era socialista. No mantenía en secreto sus opiniones, ni siquiera en aquellos días. Una vez estuve considerando su posible reclutamiento, pero parecía inútil hacer entrar a nadie tan evidentemente señalado para el campo de concentración. Además, era demasiado acalorado, demasiado rápido en sus reacciones, demasiado visible, demasiado vanidoso. Dirigía todas las sociedades de la Universidad: el club de discusiones, el político, el de poesía, y así sucesivamente. En todos los grupos atléticos tenía puestos honoríficos. Poseía, además, el valor de no beber en una Universidad donde uno demostraba su hombría pasándose la mayor parte del primer curso borracho.
    »Ése era Dieter; un lisiado alto, guapo, dominador, el ídolo de su generación: un judío. Ese era el hombre que fue a verme en aquella cálida tarde de verano.
    »Hice que se sentara y le ofrecí de beber, pero rehusó. Preparé café, me parece, en un hornillo de gas. Hablamos de modo caótico de mi última conferencia sobre Keats. Yo me había quejado de la aplicación de los métodos de la crítica alemana a la poesía inglesa, y eso había provocado alguna discusión (como de costumbre) sobre la interpretación de la “decadencia” en el arte. Dieter volvió a sacarlo todo a relucir y cada vez habló con más franqueza condenando a la Alemania moderna, y, por último, al propio nazismo. Naturalmente, me mostré cauto: creo que en esos días era menos tonto que ahora. Al final, me preguntó a bocajarro qué pensaba yo de los nazis. Respondí, subrayándolo mucho, que no tenía ganas de criticar a mis anfitriones, y que, de todos modos, me parecía que la política no era demasiado divertida. Nunca olvidaré su respuesta. Se puso furioso, se enderezó trabajosamente y me gritó: ¡Von Freude ist nicht die Rede! (¡No se habla de diversión!)

    Smiley se interrumpió y miró a Guillam, al otro lado de la mesa:

    —Perdona, Peter. Soy bastante prolijo.
    —Tonterías, chico. Cuenta el asunto a tu modo.

    Mendel gruñó su aprobación: estaba sentado ante él, bastante rígido, con las manos en la mesa. No había en el cuarto más luz que el claro fulgor del fuego, que lanzaba altas sombras sobre la pared sin desbastar que había a sus espaldas. La botella de oporto estaba vacía en sus tres cuartas partes, Smiley se sirvió un poco y lo pasó a los demás.

    —Se puso furioso contra mí. Sencillamente, no comprendía cómo podía yo aplicar un criterio independiente al arte y permanecer tan insensible a la política; cómo podía hablar tanto de la libertad artística cuando un tercio de Europa estaba con cadenas. ¿No significaba nada para mí que la civilización contemporánea muriera desangrada? ¿Qué tenía de sagrado el siglo o dieciocho para que yo pudiera despreciar el veinte? Había ido a verme porque le gustaban mis seminarios y me creía un hombre ilustrado pero ahora se daba cuenta de que yo era peor que todos ellos.

    »Le dejé marchar. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sobre el papel, de todos modos, era sospechoso: un judío rebelde con un puesto en la Universidad y, sin embargo, misteriosamente libre. Pero le observé. El curso casi había acabado y pronto iba a empezar las vacaciones de verano. Tres días después, en el debate final del curso, habló con temible franqueza. Realmente asustó a la gente, todos se asustaron y se quedaron silenciosos. Llegó el fin de curso y Dieter se marchó sin decirme una sola palabra de despedida. No esperé volver a verle nunca.
    »Unos seis meses más tarde le vi. Yo había ido a ver a unos amigos a Dresde, la ciudad natal de Dieter, y llegué con media hora de adelanto a la estación. En vez de vagar por el andén, decidí dar una vuelta. A unos doscientos metros de la estación había una casa alta del siglo diecisiete, más bien sombría. Delante tenía un pequeño jardín con altas verjas de hierro y una puerta de hierro forjado. Al parecer, la habían convertido en prisión temporal: un grupo de prisioneros rapados, hombres y mujeres, hacían ejercicios en este terreno, dando vueltas a su perímetro. En medio había dos vigilantes con ametralladoras. Al fijarme, observé una figura conocida, más alta que las demás, renqueando y esforzándose por mantenerse al paso de todos. Era Dieter. Le habían quitado el bastón.
    »Cuando volví a pensar en ello más tarde, me di cuenta, claro está, de que la Gestapo no habría detenido al miembro más popular de la Universidad mientras siguiera el curso. Me olvidé de mi tren, volví a la ciudad y busqué a sus padres en el listín telefónico. Sabía que su padre había sido médico, así que no me resultó difícil. Fui a la dirección y sólo encontré a su madre. Él padre había muerto ya en un campo de concentración. No tenía ganas de hablar de Dieter, pero resultó que no había ido a una prisión judía, sino a una general, y según parecía, sólo para “un período de corrección”. Esperaba que volviera dentro de unos tres meses. Le dejé un recado diciendo que todavía tenía unos libros suyos y me gustaría devolvérselos si iba a verme.
    »Me temo que los acontecimientos de 1939 me trastornaron, porque creo que no volví a acordarme de Dieter en todo aquel año. Poco después de volver de Dresde, mi Departamento me mandó regresar a Inglaterra. Hice el equipaje y salí en menos de cuarenta y ocho horas para encontrar Londres convertido en un torbellino. Me dieron un nuevo puesto que requería intensa preparación, documentación y entrenamiento. Tenía que volver en seguida a Europa y poner en acción a los agentes, casi sin probar, que se habían reclutado en Alemania para semejante urgencia. Empecé a aprenderme de memoria aquella docena de nombres y direcciones. Pueden imaginar mi reacción al descubrir entre ellos a Dieter Frey.
    »Cuando leí su expediente, encontré que, más o menos, se había reclutado él mismo irrumpiendo en el Consulado de Dresde y exigiendo saber por qué nadie levantaba un dedo para detener la persecución de los judíos. — Smiley hizo una pausa y se rió para sí mismo-: Dieter valía mucho para lograr que la gente hiciera cosas.

    Lanzó una ojeada rápida a Mendel y Guillam. Los dos tenían los ojos fijos en él.

    —Me parece que mi primera reacción fue algo quisquillosa. El muchacho había estado delante de mis narices y yo no lo había considerado apropiado. ¿Qué se proponía el burro que estuviera en Dresde? Y luego me alarmó tener en mis manos ese carbón encendido, cuyo temperamento impulsivo podía costarme la vida a mí y a otros. A pesar de los ligeros cambios de mi aspecto y la nueva cobertura bajo la que actuaba, evidentemente tendría que darme a conocer a Dieter como el mismo George Smiley de la Universidad, de modo que podía hacerme saltar por los aires. Parecía un comienzo bastante desgraciado, y casi me decidí a organizar mi red sin Dieter. Pero en la práctica resultó que estaba equivocado. Era un magnífico agente.

    »No trató de ser menos espectacular, sino que uso hábilmente de sus extravagancias como una especie de doble bluff. Su deformidad le dejó fuera de los servicios militares, y encontró un trabajo de empleado en ferrocarriles. En seguida se abrió paso hasta un puesto de auténtica responsabilidad, y fue fantástica la cantidad de información que obtuvo: detalles sobre transporte de tropas y munición, su destino y fecha de tránsito. Después informó sobre la eficacia de nuestros bombardeos, y seleccionó blancos clave. Era un estupendo organizador y creo que eso fue lo que le salvó. Trabajaba admirablemente en los ferrocarriles, se hizo indispensable, de servicio a todas horas del día y de la noche, y se volvió casi inviolable. Incluso le dieron una condecoración civil por méritos excepcionales, y supongo que la Gestapo creyó conveniente perder su expediente.
    »Dieter tenía una teoría que era Fausto puro. El pensamiento solo no tenía valor. Había que actuar para que el pensamiento tuviera realidad. Solía decir que la mayor equivocación que había cometido el hombre era distinguir entre el espíritu y el cuerpo: una orden no existe si no es obedecida. Solía citar mucho a Kleist: “Si todos los ojos estuvieran hechos de cristal verde, y todo lo que parece blanco fuera realmente verde, ¿quién podría saberlo?” Algo así.
    »Como digo, Dieter era un agente estupendo. Incluso llegó a disponer que ciertos trenes de mercancías circularan en las noches propicias para ser volados por nuestros bombarderos. Tenía trucos completamente suyos: un genio natural para todo el instrumental del espionaje. Parecía absurdo suponer que pudiera durar, pero los efectos de nuestros bombardeos tenían a menudo un radio de acción tan grande que habría parecido pueril atribuirlos a la traición de una sola persona, cuanto menos de un hombre tan notoriamente sincero como Dieter.
    »Donde intervenía él, mi trabajo era fácil. Dieter, en realidad, viajaba mucho: tenía un pase especial que le llevaba a todas partes. La comunicación con él era juego de niños en comparación con otros agentes. A veces, incluso nos reuníamos a hablar en un café, o iba a buscarme en un coche del Ministerio y me llevaba a lo largo de sesenta o setenta millas por una carretera, como si me hiciera un favor. Pero más frecuentemente hacíamos un viaje en el mismo tren y nos cambiábamos las carteras en el bolsillo, o íbamos al teatro con paquetes y, nos cambiábamos los tiquets del guardarropa. Rara vez me daba informes efectivos sino simplemente copias al carbón de órdenes de tránsito. Hacía trabajar mucho a su secretaria: la obligaba a tener un registro especial que “destruía” cada tres meses vaciándolo en su cartera a la hora del almuerzo.
    »Bueno, en 1943 me hicieron volver. Mi cobertura comercial, para entonces, era bastante pobre, según creo, y me creaba demasiados problemas.

    Se detuvo, y cogió un cigarrillo de la pitillera de Guillam.

    —Pero no perdamos de vista a Dieter -dijo Era mi mejor agente, pero no el único. Yo tenía muchos quebraderos de cabeza por mi parte: manejarle a él era una diversión comparándolo con otros. Cuando acabó la guerra, traté de averiguar por mi sucesor qué había sido de Dieter y de los demás. Algunos se habían instalado en Australia y Canadá; otros, sencillamente, habían vuelto a la deriva a lo que quedaba de sus ciudades de origen. Creo que Dieter vaciló. Los rusos estaban en Dresde, y quizá se le presentaron algunas dudas. Al fin, fue allá: tenía que ir, realmente, por su madre. De todas maneras, odiaba a los americanos. Y, desde luego, era socialista.

    »Después oí decir que había hecho carrera allí. La experiencia administrativa que había adquirido durante la guerra le consiguió algún trabajo gubernamental en la nueva república. Supongo que su fama de rebelde y el sufrimiento de su familia le despejaron el camino. Debe de habérselas arreglado muy bien él mismo.

    —¿Por qué? — preguntó Mendel.
    —Estuvo aquí hasta hace un mes dirigiendo la Misión Siderúrgica.
    —Eso no es todo -dijo rápidamente Guillam-. Sí cree usted que ya tiene bastante, Mendel, le diré que le he ahorrado otra visita a Weybridge esta mañana y he visto a Elizabeth Pidgeon. Fue idea de George. — Se volvió hacia Smiley-. Es una especie de Moby Dick, ¿verdad? La ballena blanca devoradora de hombres.
    —¿Y qué? — dijo Mendel.
    —Le enseñé un retrato de ese joven diplomático llamado Mundt, que habían dejado para recoger los restos. Elizabeth le reconoció en seguida como el hombre guapo que fue a buscar la cartera de música de Elsa Fennan. ¿No es divertido?
    —Pero...
    —Ya sé lo que va a preguntar, tío listo. Quiere saber si George le reconoció también. Pues, sí. Es el mismo tipo asqueroso que trató de hacerle entrar en su propia casa en Bywater Street. ¿Verdad que se movía bien?

    Mendel condujo el coche hasta Mitcham. Smiley estaba muerto de fatiga. Llovía otra vez y hacía frío. Smiley se envolvió en su gabán, y, a pesar de su fatiga, observó con silencioso placer cómo pasaba la atareada noche de Londres. Siempre le había gustado viajar. Incluso ahora, si le daban a elegir, prefería cruzar Francia en tren antes que volando. Todavía respondía a los mágicos ruidos de un viaje nocturno por Europa, las campanadas extrañamente cacofónicas y las voces francesas despertándole de repente de sus sueños ingleses. A Ann le había gustado también, y habían viajado dos veces por el continente para compartir los dudosos goces de ese incómodo viaje.

    Cuando estuvieron de vuelta, Smiley se metió en la cama en seguida, mientras Mendel hacía té. Lo tomaron en la alcoba de Smiley.

    —¿Qué hacemos ahora? — preguntó Mendel.
    —Creo que yo podría ir mañana a Walliston.
    —Usted debería pasar el día en la cama. ¿Qué quiere hacer allí?
    —Ver a Elsa Fennan.
    —No está seguro de sus propias fuerzas. Sería mejor que me dejara ir a mí. Yo me quedaré en el coche mientras usted habla. Ella es judía, ¿no?

    Smiley asintió.

    —Mi padre era judío. Pero nunca armó tanto alboroto acerca de ello.


    XII. Sueño en venta


    Ella abrió la puerta y se le quedó mirando un momento en silencio.

    —Podía haberme avisado de que iba a venir -dijo.
    —Me pareció más seguro no hacerlo.

    Volvió a quedarse callada. Al fin, dijo:

    —No sé qué quiere decir.

    Pareció costarle mucho.

    —¿Puedo entrar? — dijo Smiley-. No tenemos mucho tiempo.

    Parecía envejecida y cansada, quizá más rígida. Le llevó al cuarto de estar y le indicó una butaca con una expresión algo parecida a la resignación.

    Smiley le ofreció un cigarrillo y cogió uno. Estaba inmóvil junto a la ventana. Al mirarla, él observó su respiración rápida, sus ojos febriles, y se dio cuenta de que casi había perdido la capacidad de defenderse.

    Cuando habló Smiley, su voz fue amable, conciliadora. A Elsa Fennan debió de parecerle una voz que llevaba mucho tiempo anhelando, irresistible, ofreciendo toda la fuerza, el consuelo, la compasión y la seguridad. Poco a poco se apartó de la ventana, y su mano derecha que se había apretado contra el alféizar, se deslizó reflexivamente a lo largo de él, y luego se desplomó vertical con un ademán de sumisión. Se sentó enfrente de él, con los ojos fijos en Smiley reflejando una absoluta confianza, como los ojos de una enamorada.

    —Debe de haber estado terriblemente sola -dijo él-. Nadie lo puede soportar para siempre. Hace falta valor, además, y es muy difícil ser valiente a solas. Ellos no lo entienden nunca, ¿verdad? Nunca saben lo que cuesta: los sórdidos trucos de mentira y engaño, al quedar aislados de la gente corriente. Creen que uno puede correr con su mismo combustible: las banderas agitadas y la música. Pero uno necesita otra clase de combustible cuando está solo, ¿no? Hace falta odiar, y se necesita fuerza para odiar durante todo el tiempo. Y lo que uno tiene que amar es algo muy remoto, muy vago, cuando uno no forma parte de ello.

    Hizo una pausa. «Pronto -pensó-, pronto vas a derrumbarte.»

    Deseó desesperadamente que ella le aceptara, que admitiera su consuelo. La miró. Pronto se derrumbaría.

    —Dije que no teníamos mucho tiempo. ¿Sabe lo que quiero decir?

    Ella había cruzado las manos en el regazo y se las miraba. Smiley vio las raíces oscuras de su pelo amarillo y se preguntó por qué se lo teñiría. Ella no pareció haber oído su pregunta.

    —Cuando la dejé, aquella mañana, hace un mes, fui a mi casa de Londres. Un hombre trató de matarme. Aquella noche casi lo consiguió: me golpeó brutalmente en la cabeza. Acabo de salir del hospital. La verdad es que tuve suerte. Luego, estaba el hombre del garaje donde él había alquilado el coche. La policía del río sacó su cadáver del Támesis no hace mucho. No había señales de violencia: simplemente, estaba lleno de whisky. No lo pueden comprender: llevaba años enteros viviendo junto al río. Pero estamos tratando con un hombre competente, ¿verdad? Un experto homicida. Parece que trata de eliminar a todo el que pueda relacionarle con Samuel Fennan. O con su mujer, desde luego. Después está esa chica rubia del «Repertory Theatre»...
    —¿Qué dice usted? — susurró ella-, ¿qué trata de contarme?

    Smiley, de repente, sintió deseos de hacerle daño, de romper los últimos restos de su voluntad, de eliminarla por completo como enemiga. Ella le había obsesionado durante tanto tiempo, como un misterio y una fuerza, mientras él yacía inerme.

    —¿A qué cree que están jugando ustedes dos? ¿Se imagina que puede coquetear con un poder como el de ellos, dando un poco sin darlo, todo? ¿Se imagina que puede detener el baile... dominar la fuerza que usted les da? ¿Qué sueños ha abrigado, señora Fennan, para que el mundo tuviese en ellos tan escaso papel?

    Ella sepultó la cabeza en las manos y Smiley vio correr las lágrimas entre sus dedos. Su cuerpo se estremeció con grandes sollozos, y sus palabras fueron dichas lentamente, como arrancadas a la fuerza.

    —No, nada de sueños. Yo no tenía más sueño que él. Él tenía solo un sueño, sí, solo un gran sueño. — Siguió llorando, inerme, y Smiley, medio triunfante, medio avergonzado, esperó a que hablara otra vez. De repente levantó la cabeza y le miró, con las lágrimas todavía deslizándose por sus mejillas. — Míreme -dijo-: ¿Qué sueño me dejaron? Soñé con un pelo largo y dorado, y me afeitaron la cabeza; soñé con un cuerpo hermoso, y me lo estropearon a fuerza de hambre. He visto lo que son los seres humanos: ¿cómo podía yo creer en una fórmula para seres humanos? Se lo dije, se lo dije mil veces: «No hay que hacer leyes, ni bonitas teorías, ni juicios, y entonces a lo mejor la gente se querrá. Pero en cuanto se les da una teoría y se les deja inventar una consigna, el juego empieza otra vez.» Se lo dije. Noches enteras nos pasamos hablando de eso. Pero no, ese chiquillo tenía que conseguir su sueño, y si había que construir un mundo nuevo, Samuel Fennan tenía que construirlo. Yo le dije: «Escucha, te han dado todo lo que tienes, una casa, dinero y confianza. ¿Por qué obras así para con ellos?» Y él me dijo: «Lo hago en su provecho. Soy el cirujano, y un día comprenderán.» Era un niño, señor Smiley, y lo manejaron como a un niño.

    Él no se atrevía a hablar, no tenía valor para añadir nada a la prueba.

    —Hace cinco años conoció a Dieter. En un refugio de esquiadores junto a Garmisch. Freitag nos dijo luego que Dieter lo había planeado de esa manera. De todos modos, Dieter no podía esquiar, por sus piernas. Nada pareció real entonces: Freitag no era nombre real. Fennan lo llamó Freitag, «Viernes», como al indígena Viernes de Robinsón Crusoe. Dieter lo encontró muy divertido, y después nunca más hablábamos de Dieter, sino siempre del señor Robinsón y de Freitag. — Se interrumpió agotada, y le miró con una levísima sonrisa-: Lo siento -dijo-, no soy muy coherente.
    —Comprendo -dijo Smiley.
    —Esa chica... ¿Qué ha dicho de esa chica?
    —Está viva. No se preocupe. Siga.
    —Fennan le apreciaba a usted, ya sabe. Freitag trató de matarle a usted..., ¿por qué?
    —Porque volví, supongo, y le pregunté a usted sobre la llamada de las ocho y media. Usted se lo dijo a Freitag, ¿no?
    —¡Dios mío! — dijo ella, con los dedos en la boca.
    —Le llamó por teléfono, ¿verdad? En cuanto yo me fui, ¿no?
    —Sí, sí. Estaba asustada. Quise avisarle que se fueran, él y Dieter, que se marcharan y no volvieran jamás, porque sabía que usted lo averiguaría. Si no hoy, algún día, pero estaba segura de que acabaría por averiguarlo. ¿Por qué nunca no me dejaban sola? Tenían miedo de mí, porque sabían, que yo no tenía sueños, que sólo quería a Samuel, que deseaba que estuviera a salvo, para quererle y cuidarle. Contaban con eso.
    —De modo que usted le llamó en seguida -dijo-. Primero probó el número en Primrose, y no pudo comunicar.
    —Sí -dijo ella, vagamente-. Sí, es verdad. Pero los dos números eran de Primrose.
    —Así, que llamó al otro número, al de reserva...

    Volvió, derivando, hacia la ventana, repentinamente agotada y tambaleante. Ahora parecía más contenta. La tormenta la había dejado reflexiva, y, en cierto modo, más satisfecha.

    —Sí. Freitag siempre andaba con planes de reserva.
    —¿Cuál era el otro número? — insistió.
    —¿Por qué quiere saberlo?

    Smiley se acercó y se puso a su lado, junto a la ventana, observando su perfil. De pronto, su voz se hizo áspera y enérgica.

    —Dije que la chica estaba sana y salva. Usted y yo estamos vivos también. Pero no crea que eso va a durar.

    Ella se volvió hacia él con un destello de miedo en los ojos, le miró un momento y luego inclinó la cabeza. Smiley la llevó del brazo hasta una butaca. Ella se sentó maquinalmente, casi con la ausente expresión de la locura incipiente.

    —El otro número era noventa y siete cuarenta y siete.
    —Y dirección..., ¿tenía alguna dirección?
    —No, ninguna dirección. Sólo el teléfono. Con trucos por teléfono. Sin dirección -repitió, con énfasis poco natural, hasta el punto de que Smiley la miró con asombro.

    De pronto, se le ocurrió algo: el recuerdo de la habilidad de Dieter para la comunicación.

    —Freitag no la vio a usted la noche que murió Fennan, ¿verdad? ¿No fue al teatro?
    —No.
    —Ésa era la primera vez que faltaba, ¿verdad? Usted sintió pánico y se marchó antes del final.
    —No..., si, sí, sentí pánico.
    —¡No, no lo sintió! Se marchó pronto porque tenía que hacerlo: eso era lo convenido. ¿Por qué se marchó temprano? ¿Por qué?

    Ella se tapó la cara con las manos.

    —¿Sigue estando loca? — gritó Smiley-. ¿Sigue creyendo que puede dominar lo que ha hecho? Freitag la matará a usted; matará a la chica: matará, matará. ¿A quién trata usted de proteger, a una muchacha o a un asesino?

    Ella lloraba sin decir nada. Smiley se acurrucó a su lado, sin dejar de gritar.

    —Yo le diré por qué se marchó antes de terminar el espectáculo, ¿quiere? Le diré lo que pienso. Era para alcanzar el último correo de esa noche desde Weybridge. El no había ido, usted, obedeciendo sus instrucciones, no cambió con él el ticket del guardarropa, ¿verdad? Le mandó el ticket por correo, y tiene una dirección, no escrita, sino recordada, recordada para siempre: «Si surge algún problema, si no voy, ésa es la dirección.» ¿Es eso lo que él dijo? ¿Una dirección para no usar nunca ni hablar siquiera de ella; una dirección olvidada y recordada para siempre? ¿Es verdad? ¡Dígame!

    Ella se levantó, sin mirarle, se acercó a la mesa y buscó un papel y un lápiz. Las lágrimas seguían deslizándose por su cara. Con angustiosa lentitud escribió la dirección; la mano le temblaba y casi se detenía entre las palabras.

    Él le quitó el papel, lo dobló cuidadosamente por la mitad y se lo metió en la cartera.

    Entonces él quiso hacerle té.

    Parecía una niña salvada del mar. Se sentó en el borde del sofá sosteniendo apretadamente la taza en sus frágiles manos, estrechándola contra su cuerpo. Sus delgados hombros se encorvaban hacia adelante; sus pies y tobillos se juntaban fuertemente. Smiley, al mirarla, comprendió que había roto algo que no debió haber tocado jamás, porque era muy frágil. Se sintió convertido en un chulo obsceno y grosero, con su ofrecimiento de té como recompensa fútil por su tosquedad.

    No encontraba nada que decir. Al cabo de un rato, ella dijo:

    —Él sintió simpatía por usted, ya sabe. De veras, resultó simpático... Dijo que usted era un buen hombre, muy listo. Era una gran sorpresa que Samuel llamara listo a alguien. — Movió lentamente la cabeza. Tal vez aquella reacción fue lo que la hizo sonreír-. Decía con frecuencia que había dos fuerzas en el mundo, la positiva y la negativa. «¿Qué hacer entonces», me solía preguntar, «dejarles que echen a perder su cosecha porque me dan pan? La creación, el progreso, el poder, todo el futuro de la humanidad aguarda a sus puertas. ¿No voy a dejarlos entrar?» Y yo le decía: «Pero, Samuel, a lo mejor la gente es feliz sin esas cosas.» Pero usted sabe que él no imaginaba gente así.

    »No pude detenerlo. ¿Sabe la cosa más rara de Fennan? A pesar de tanto pensar y tanto hablar, había decidido hacía ya mucho tiempo lo que iba a hacer. Todo lo demás era poesía. No era un hombre coordinado, eso es lo que yo solía decirle...

    —Y usted le ayudaba -dijo Smiley.
    —Sí, yo le ayudaba. Quería ayuda, así que yo se la daba. Él era mi vida.
    —Ya veo.
    —Fue un error. Era un chiquillo, ya ve. Se olvidaba de las cosas igual que un niño. ¡Y tan vanidoso! Cuando había decidido lo que iba a hacer, lo hacía muy mal. No pensaba en ello como usted o como yo. Sencillamente, no pensaba en ello de ese modo. Era su trabajo, y eso era todo.

    »Empezó de un modo muy sencillo. Una noche trajo a casa el borrador de un telegrama y me lo enseñó. Dijo: “Creo que Dieter debería verlo.” Eso fue todo. Yo no podía creerlo... que fuera un espía, quiero decir. Porque lo era, ¿no es verdad? Y poco a poco me fui dando cuenta. Empezaron a pedir cosas especiales. La cartera de música que traía, devuelta por Freitag, empezó a contener órdenes, y a veces dinero. Yo le dije: “Mira lo que te mandan; ¿quieres esto?” No sabíamos qué hacer con el dinero. Al final, regalamos la mayor parte, no sé por qué. Dieter se puso muy furioso aquel invierno cuando se lo dije.

    —¿Qué invierno fue ése? — preguntó Smiley.
    —El segundo invierno con Dieter: el cincuenta y seis, en Mürren. Le habíamos conocido en enero del cincuenta y cinco. Fue entonces cuando empezó. Y ¿quiere saber una cosa? Hungría no representó ninguna diferencia para Samuel. Dieter entonces estaba preocupado por él; lo sé porque me lo dijo Freitag. Cuando Fennan me dio las cosas para llevar a Weybridge aquel noviembre, yo casi me volví loca. Le grité: «¿No puedes ver que es lo mismo? ¿Los mismos cañones, los mismos niños muriendo por las calles? Sólo el sueño ha cambiado: la sangre es del mismo color. ¿Es eso lo que quieres?» Le pregunté: «¿Harías eso también por los alemanes? Si fuera yo quien cayera en el arroyo, ¿les dejarías que me lo hicieran a mí?» Pero él dijo solamente: «No, Elsa, esto es diferente.» Y yo seguí llevando la cartera de música. ¿Comprende?
    —No sé. No sé. Quizá sí.
    —Él era todo lo que yo tenía. Él era mi vida. Me protegí a mí misma, supongo. Y poco a poco me convertí en una parte de eso, y luego ya era demasiado tarde para detenerse... Y luego, ¿sabe? — dijo en un susurro-, había veces en que me alegraba, veces en que el mundo parecía aplaudir lo que hacía Samuel. No era un bonito espectáculo para nosotros la nueva Alemania. Volvían viejos nombres, nombres que nos asustaban de niños. Volvía el terrible orgullo pomposo; se podía ver hasta en las fotografías de los periódicos: marchaban con el antiguo ritmo. Fennan también lo notaba, pero, él no había visto lo que yo.

    »Nos habían llevado a un campo de concentración junto a Dresde, donde vivíamos. Mi padre estaba paralítico. Lo que más echaba de menos era el tabaco, y yo le liaba cigarrillos con cualquier basura que pudiera encontrar en el campo... sólo por fingir. Un día, un vigilante que lo vio fumando se echó a reír. Llegaron otros y también se rieron. Mi padre tenía el cigarrillo en su mano paralítica, y le quemaba los dedos. No se daba cuenta, ya ve.
    »Sí, cuando les dieron cañones otra vez a los alemanes, y les dieron dinero y uniformes, entonces, a veces, sólo por un rato, me gustaba lo que había hecho Samuel. Somos judíos, ¿sabe usted?, y por eso...

    —Sí, lo sé, lo comprendo -dijo Smiley-. Yo también vi algunas cosas.
    —Dieter -dijo que usted había visto.
    —¿Dijo eso Dieter?
    —Sí. A Freitag. Le dijo a Freitag que usted era muy listo. Una vez usted había engañado a Dieter, antes de la guerra, y sólo al cabo de mucho tiempo lo descubrió: eso es lo que dijo Freitag. Dijo que usted era el mejor de cuantos había conocido.
    —¿Cuándo le dijo eso Freitag?

    Ella le miró durante largo rato. Smiley nunca había visto en ningún rostro una aflicción tan desesperanzada. Recordó cómo le había dicho en otra ocasión: «Los hijos de mi dolor han muerto.» Ahora lo comprendía, y lo oyó en su voz cuando por fin ella habló:

    —Pues ¿no está claro? La noche en que asesinó a Samuel. Esa es la gran broma, señor Smiley. En el mismo instante en que Samuel podía haber hecho tanto por ellos (no un poco aquí y un poco allá, sino todo el tiempo, muchas carteras de música), en ese momento, su propio miedo les destruyó, les convirtió en animales y les hizo matar lo que habían hecho.

    »Samuel siempre decía: “Ganarán, porque saben, y los otros perecerán porque no saben: los hombres que trabajan por un sueño, son capaces de trabajar para siempre.” Eso es lo que dijo. Pero yo conocía el sueño de ellos, y sabía que nos destruiría. ¿Qué sueño no ha destruido? Hasta el de Cristo.

    —Entonces ¿fue Dieter quien me vio en el parque con Fennan?
    —Sí.
    —Y pensó...
    —Sí. Creyó que Samuel le había traicionado. Dijo a Freitag que matara a Samuel.
    —¿Y la carta anónima?
    —No sé. No sé quién la escribió. Alguien que conocía a Samuel, supongo; alguien de la oficina, que le observaba y sabía. O de Oxford, o del partido. No sé. Samuel tampoco lo sabía.
    —Pero la carta de suicidio...

    Ella le miró con el rostro descompuesto. Casi lloraba otra vez. Inclinó la cabeza.

    —La escribí yo. Freitag trajo el papel, y yo la escribí. La firma ya estaba. Era la firma de Samuel.

    Smiley se acercó a ella, se sentó a su lado en el sofá y le cogió la mano. Ella se volvió hacia él con furia y empezó a chillarle:

    —¡Quíteme las manos de encima! ¿Cree que estoy con ustedes porque no soy de ellos? ¡Váyase! Váyase a matar a Freitag y a Dieter. Mantenga animado el juego, señor Smiley. Pero no crea que estoy de su parte, ¿me oye? Porque soy la judía errante, la tierra de nadie, el campo de batalla para vuestros soldaditos de juguete. Me puede dar patadas y pisotearme, vea, pero nunca, nunca tocarme y decirme que lo siente mucho, ¿me oye? ¡Ahora váyase! Váyase a matar.

    Seguía sentada, tiritando como de frío. Al llegar a la puerta, él miró hacia atrás. No había lágrimas en sus ojos.

    Mendel le esperaba en el coche.


    XIII. La ineficacia de SamuelFennan


    Llegaron a Mitcham a la hora del almuerzo. Peter Guillam les esperaba pacientemente en su coche.

    —Bueno, chicos, ¿qué noticias hay?

    Smiley le alargó el trozo de papel que había sacado de la cartera.

    —Había también un número de urgencia: Primrose noventa y siete cuarenta y siete. Sería mejor que lo miraras, pero tampoco he puesto muchas esperanzas en eso...

    Peter desapareció en el vestíbulo y empezó a telefonear. Mendel se atareó en la cocina y volvió diez minutos después con cerveza, pan y queso en una bandeja. Guillam volvió y se sentó. Parecía preocupado.

    —Bueno -dijo por fin-; ¿qué dijo ella, George?

    Mendel se llevó la bandeja con los restos cuando Smiley acababa el relato de su entrevista de la mañana.

    —Ya veo -dijo Guillam-. ¡Qué desagradable! Bueno, eso es, George; tendré que ponerlo hoy por escrito, y tendrás que ver a Maston en seguida. Cazar espías muertos es realmente un mal juego... y ocasiona muchas insatisfacciones.
    —¿Qué acceso tenía en el Foreign Office? — preguntó Smiley.
    —Últimamente, mucho. Por eso les pareció necesario hacer la investigación que ya conoces.
    —¿Qué clase de material, principalmente?
    —Todavía no lo sé. Hasta hace pocos meses, estuvo en un despacho de asuntos asiáticos, pero su nuevo trabajo era diferente.
    —Si no recuerdo mal, cuestiones americanas -dijo Smiley-. ¿Eh, Peter?
    —Sí.

    Peter, ¿has pensado por qué tenían tanto empeño en matar a Fennan? Quiero decir, suponiendo que él les hubiera traicionado, como creían, ¿por qué matarle? No tenían nada que ganar.

    —No, no, supongo que no. Pensándolo bien, no tiene explicación, a menos que... suponte que Fuchs o MacLean les hubieran traicionado a ellos, ¿qué habría pasado? Suponte que tuvieran razones para temer una reacción en cadena (no sólo aquí, sino en América, en todo el mundo): ¿no le matarían para evitarlo? Hay muchas cosas que no sabremos nunca.
    —Como lo de la llamada de las ocho y media -dijo Smiley.
    —Adiós. Espera por aquí hasta que te llame, ¿quieres? Maston estará interesado en verte. Correrán por los pasillos cuando les dé las gratas noticias. Tendré que emplear la sonrisa especial que reservo para dar las informaciones realmente desastrosas.

    Mendel le acompañó hasta la puerta y luego volvió al cuarto de estar.

    —Lo mejor que puede hacer es tumbarse -dijo-. Parece también bastante trastornado, de veras.


    «O Mundt está aquí, o no está -pensó Smiley, echándose en la cama en mangas de camisa, y juntando las manes debajo de la cabeza-. Si no está, estamos apañados. Será cosa de Maston decidir qué hay que hacer con Elsa Fennan, y estoy convencido de que no hará nada.
    »Si Mundt está aquí, habrá venido por una de estas tres razones: A, porque Dieter le dijo que se quedara a ver cómo se posa el polvo; B, porque está considerado como sospechoso y tiene miedo de volver; C, porque tiene un trabajo que terminar.
    »A es improbable, porque no es propio de Dieter correr riesgos sin necesidad. En cualquier caso, es una idea poco clara.
    »B es poco probable porque, aunque Mundt tenga miedo de Dieter, también es de suponer que tendrá miedo de que le acusen de asesinato aquí. Su plan más prudente sería irse a otro país.
    »C es más probable. Si yo estuviera en el pellejo de Dieter, me habría puesto malo de pensar en Elsa Fennan. La chica Pidgeon no tiene importancia: sin Elsa para rellenar los huecos, no ofrece serio peligro. Ella no era ninguna conspiradora y no hay razón para que recuerde especialmente al amigo de Elsa en el teatro. No; Elsa constituye el peligro auténtico.»

    Desde luego, había una última posibilidad, que Smiley era en absoluto incapaz de juzgar: la de que Dieter tuviera ahí otros agentes que controlar por medio de Mundt. En conjunto, se sentía inclinado a desecharlo, pero, sin duda, ese pensamiento había pasado por la mente a Peter.

    No, seguía sin tener sentido: no estaba claro. Decidió volver a empezar.

    «¿Qué sabemos?» Se incorporó buscando lápiz y papel, y en seguida la cabeza le empezó a latir. Tercamente, se levantó de la cama, y sacó un lápiz del bolsillo interior de su chaqueta. Había un bloc en la maleta. Volvió a la cama, mulló las almohadas a su gusto, se tomó cuatro aspirinas del tubo que había en la mesilla, y se recostó en las almohadas, con sus cortas piernas estiradas ante él. Comenzó a. escribir. Primero escribió el encabezamiento, con letra clara de escolar y lo subrayó:


    «¿Qué sabemos?»


    Luego, empezó a repasar paso a paso, tan desapasionadamente como pudo, la sucesión de los acontecimientos ocurridos hasta entonces:

    «El lunes 2 de enero, Dieter Frey me vio en el parque hablando con su agente, y dedujo...» Sí, ¿qué había deducido Dieter? ¿Que Fennan había confesado, que iba a confesar? ¿Que Fennan era agente mío? «...y dedujo que Fennan era peligroso, por razones aún no sabidas. La tarde siguiente, primer martes de mes, Elsa Fennan se llevó los informes de su marido, en una cartera de música, al “Weybridge Repertory Theatre”, según el modo convenido, y la dejó en el guardarropa a cambio de un ticket. Mundt había de acudir con su propia cartera de música y haría lo mismo. Luego, Elsa y Mundt se cambiarían los tiquets durante la representación. Pero Mundt no apareció. Por consiguiente, ella recurrió al sistema de urgencia, y envió por correo el ticket a una dirección previamente convenida, después de marcharse del teatro antes de que terminara el espectáculo, para alcanzar el último correo de Weybridge. Volvió después a casa en su coche, y allí fue recibida por Mundt, que ya había matado a Fennan, probablemente por orden de Dieter: tan pronto como le encontró en el vestíbulo, disparó contra él a quemarropa. Conociendo como conozco a Dieter, sospecho que, desde hacía mucho tiempo, había tomado la precaución de conservar en Londres unas cuantas hojas de papel en blanco con muestras, auténticas o falsas, de la firma de Sam Fennan, por si alguna vez era necesario comprometerlo o hacerle chantaje. Suponiendo que haya sido así, Mundt llevaba consigo una hoja para escribir la carta de suicidio por encima de la firma, con la propia máquina de Fennan. En la espectral escena que debió de suceder a la llegada de Elsa, Mundt se dio cuenta de que Dieter había interpretado mal el encuentro de Fennan con Smiley, pero confiaba en que Elsa conservaría la reputación de su marido muerto, para no mencionar su propia complicidad. Por tanto, Mundt estaba razonablemente seguro. Mundt hizo que Elsa escribiera la carta, quizá porque no se fiaba de su propio inglés. (Nota: Pero ¿quién diablos escribió la primera carta, la de la denuncia?)
    »Probablemente, Mundt pidió luego la cartera de música que no había recogido, y Elsa le dijo que había seguido instrucciones preestablecidas, dejando la carta en el teatro y enviando por correo el ticket del guardarropa a la dirección de Hampstead. La reacción de Mundt fue significativa: la obligó a telefonear al teatro y disponer que él recogería la cartera esa noche de vuelta a Londres. Así pues, o la dirección a que se había enviado el ticket ya no era válida, o Mundt, en ese momento, pensaba volver a su país a la mañana siguiente temprano, lo que no le daba tiempo de recoger el ticket y la cartera.
    »Smiley acude a Walliston a primera hora de la mañana del miércoles 4 de enero, y durante la primera entrevista, recibe una llamada para las ocho y media de la Central que (sin duda ninguna) Fennan había pedido a las 7.55 de la noche anterior. ¿Por qué?
    »Esa misma mañana, más tarde, S. vuelve a ver a Elsa Fennan para preguntarle sobre la llamada de las ocho y media... que sabía (según su propia confesión) que “me preocuparía” (no hay duda de que la lisonjera descripción de mis facultades hecha por Mundt había producido su efecto). Después de contar a S. una estúpida historia sobre su mala memoria, pierde la cabeza y llama a Mundt.
    »Mundt, probablemente provisto de una fotografía o de una descripción dada por Dieter, decide liquidar a Smiley (¿por encargo de Dieter?), y a última hora de ese día casi lo consigue. (Nota: Mundt no devolvió el coche al garaje de Scarr hasta la noche del 4. Eso no demuestra necesariamente que Mundt no tuviera planes para salir en avión a una hora anterior del día. Si en principio hubiera pensado tomar el avión por la mañana, podría muy bien haber dejado antes el coche en el garaje de Scarr e ir al aeropuerto en autobús.)
    »Parece bastante probable que Mundt cambiara sus planes después de la llamada de Elsa. No está claro que los modificase a causa de su llamada.» ¿Realmente le habría contagiado Elsa el pánico a Mundt? ¿Hasta el punto de verse obligado a quedarse y matar a Adam Scarr?, se preguntó.

    El teléfono sonaba en el vestíbulo...

    —George, soy Peter. No hemos sacado nada ni con la dirección ni con el número del teléfono. Vía muerta.
    —¿Qué quieres decir?
    —El número del teléfono y la dirección son del mismo sitio: un piso amueblado en Highgate Village.
    —¿Y qué?
    —Alquilado por un piloto de «Lufteuropa». Pagó la renta de sus dos meses el cinco de enero y no ha vuelto desde entonces.
    —¡Maldita sea!
    —La dueña recuerda muy bien a Mundt, el amigo del piloto. Dice que era un caballero muy bien educado, para ser alemán; muy generoso. Muchas veces dormía en el sofá.
    —¡Ah, Dios mío!
    —Repasé el cuarto con un peine. Había una mesa en el rincón. Todos los cajones vacíos, menos uno, que contenía un ticket de guardarropa. No sé de dónde habría venido... Bueno, si quieres reírte, date una vuelta por Cambridge Circus. El Olimpo entero está bullendo de actividad. ¡Ah!, por cierto...
    —¿Qué?
    —Me di una vuelta por el piso de Dieter. Otro que tal. Se marchó el cuatro de enero. No se lo dijo ni al lechero.
    —¿Y qué de su correo?
    —Nunca recibía, salvo facturas. También eché una mirada al nidito del camarada Mundt: un par de habitaciones encima de la Misión Siderúrgica. El mobiliario con el resto del material. Lo siento.
    —Ya veo.
    —Pero te diré una cosa rara, George. ¿Recuerdas que pensé que podía echar una ojeada a los objetos personales pertenecientes a Fennan, la cartera, la agenda, y demás? Que estaban en la policía...
    —Sí.
    —Bueno, pues su agenda tiene el nombre completo de Dieter en la sección de direcciones, y al lado el número de teléfono de la Misión. ¡Qué caradura!
    —Es algo más que eso; es una locura. ¡Dios mío!
    —Luego, en el cuatro de enero, está apuntado: «Smiley C. A. Llamada a las ocho treinta.» Lo cual queda confirmado por un apunte del día tres que dice «Pedir llamada para miérc. mañana.» Ahí tienes tu llamada misteriosa.
    —Sigue sin explicación.

    Una pausa.

    —George, he mandado a Félix Taverner al Foreign Office, a hurgar un poco. En un aspecto, la cosa está peor de lo que temíamos, pero mejor en otro sentido.
    —¿Por qué?
    —Taverner ha metido mano en las fichas del registro de los últimos dos años. Ha podido averiguar qué expedientes habían ido a la sección de Fennan. Cuando esta sección pedía especialmente un expediente, se rellenaba un impreso de solicitud.
    —Te escucho.
    —Félix encontró que, por lo general, los viernes por la tarde había tres o cuatro expedientes señalados para enviar a Fennan, y volvían a entrar el lunes por la mañana. La deducción es que se llevaba a casa el material durante el fin de semana.
    —¡Dios mío!
    —Pero lo raro es, George, que en los últimos seis meses, es decir, desde su nuevo nombramiento, tendía a llevarse a casa material no secreto que no podía interesar a nadie.
    —¡Pero si durante los últimos meses fue cuando empezó a tratar sobre todo con documentos secretos! — dijo Smiley-. Se podía llevar a casa cualquier cosa que se le antojara.
    —Ya lo sé, pero no lo hizo. En realidad, uno diría casi que procedía deliberadamente. Se llevaba a casa material de poco valor, sin relación apenas con su trabajo diario. Sus colegas no pueden comprenderlo, ahora que lo piensan. Incluso se llevó algunos documentos que trataban de asuntos que nada tenían que ver con su sección.
    —Y no secretos.
    —Eso es... Y no cabe imaginar que tuvieran interés desde el punto de vista del espionaje.
    —¿Y antes, antes de desempeñar su nuevo trabajo? ¿Qué clase de material se llevaba entonces a casa?
    —Mucho más de lo que podrías imaginarte: documentos que había usado durante el día, política y cosas así.
    —¿Secretos?
    —Algunos sí, otros no. Según venían.
    —Pero ¿nada inesperado... ningún material especialmente delicado que no le correspondiera?
    —No. Nada. Tenía de sobra muchas oportunidades a mano, y no las empleó. Supongo que estaba chiflado.
    —Tenía que estarlo si puso el nombre de su controlador en su agenda.
    —Y entiende esto como quieras: arregló en el Foreign Office tomarse como día libre el cuarto, el día después de su muerte. Al parecer, algo sorprendente en él, porque era un hombre que trabajaba como una bestia.
    —¿Qué hace Maston con todo esto? — preguntó a Smiley, tras hacer una pausa.
    —En este momento recorriendo los archivos y entrando precipitadamente a verme cada dos minutos con preguntas idiotas. Creo que allá dentro se encuentra completamente desamparado a solas con los hechos.
    —Ah, no te preocupes, Peter; podrá con ellos.
    —Ya está diciendo que todas las acusaciones contra Fennan se apoyan sólo en las declaraciones de una neurótica.
    —Gracias por llamar, Peter.
    —Hasta la vista, chico. No te dejes ver mucho.

    Smiley colgó y se preguntó dónde estaría Mendel. Había un periódico de la tarde en la mesa del vestíbulo, y lanzó una vaga ojeada al titular «Linchamiento: Los judíos protestan», y, debajo, la noticia del linchamiento de un tendero judío en Düsseldorf. Abrió la puerta del cuarto de estar: Mendel tampoco estaba allí. Luego lo vio a través de la ventana. Llevaba un sombrero de jardinero y daba golpes salvajes con un hacha en un tocón, en el jardín de delante. Smiley le observó un momento y luego subió a descansar otra vez. Cuando llegaba a lo alto de la escalera, el teléfono empezó a sonar de nuevo.

    —George..., perdona que te moleste otra vez. Es acerca de Mundt.
    —¿Qué?
    —Se fue anoche a Berlín en avión, por la «BEA». Viajaba con otro nombre, pero la azafata le reconoció fácilmente. Eso es todo. Mala suerte, amigo.

    Smiley apretó un momento con la mano el soporte del auricular, y luego marcó Walliston 2944. Oyó el zumbido del timbre al otro lado: luego se interrumpió y, en su lugar, la voz de Elsa Fennan:

    —Diga..., diga..., ¿diga?

    Lentamente, colgó. Estaba viva.

    ¿Por qué demonios ahora? ¿Por qué Mundt volvía ahora a Alemania, cinco semanas después de haber asesinado a Fennan, tres semanas después de haber asesinado a Scarr? ¿Por qué había eliminado el peligro menor -Scarr- y había dejado intacta a Elsa Fennan, neurótica y amargada, capaz en cualquier momento, de tirar por la borda su propia seguridad y contarlo todo? ¿Qué reacción podría desencadenar en ella aquella terrible noche? ¿Cómo era posible que se fiara Dieter de una mujer sobre la que ejercía ahora tan poca influencia? Ella no podía ya salvaguardar el buen nombre de su marido. ¿Acaso, en Dios sabe qué racha de arrepentimiento o de venganza, no se sentiría dispuesta a echar fuera toda la verdad? Evidentemente, habría de transcurrir algún tiempo entre el asesinato de Fennan y el de su mujer, pero ¿qué acontecimiento, qué información, qué peligro obligó a Mundt a tomar la decisión de regresar anoche? Al parecer, se había arrojado a un lado, sin terminar, algún inexorable y complejo plan para conservar el secreto de la traición de Fennan. ¿Qué había ocurrido ayer que Mundt pudiera conocer? ¿O la oportunidad de su partida se debía a una coincidencia? Smiley se negaba a creer que lo fuera. Si Mundt se quedó en Inglaterra después de los dos asesinatos y el ataque a Smiley, lo había hecho de mala gana, esperando alguna oportunidad o algún suceso que le permitiera marchar. No se quedaría ni un momento más de lo necesario. Pero ¿qué había hecho desde la muerte de Scarr? Escondido en algún cuarto solitario, aislado de la luz y las noticias. Entonces ¿por qué se había ido volando tan repentinamente?

    ¿Y Fennan? ¿Qué espía era ése que elegía información inofensiva para sus amos cuando tenía al alcance de los dedos verdaderas joyas? ¿Acaso un cambio de propósito? ¿Habría cedido su intención? Entonces ¿por qué no se lo contó a su mujer, para quien su delito era una constante pesadilla, y que se habría alegrado de su conversación? Ahora parecía que Fennan nunca había mostrado ninguna preferencia por documentos secretos: sencillamente, se había llevado a casa cualquier expediente que tuviera entre manos. Ciertamente, un debilitamiento en su intención explicaría la extraña cita para almorzar en Marlow, y la convicción de Dieter de que Fennan le traicionaba. Y ¿quién escribió la carta anónima?

    Nada tenía sentido, nada. El propio Fennan -brillante, elocuente, y atractivo- había engañado con tal naturalidad, con tal experiencia... A Smiley le pareció verdaderamente simpático. ¿Por qué, entonces, este experto en engañar había cometido la increíble pifia de poner el nombre de Dieter en su agenda y de demostrar tan poco juicio o interés en la selección de informaciones?

    Smiley subió la escalera para empaquetar los pocos objetos suyos que Mendel le había llevado de Bywater Street. Todo había terminado.


    XIV. El grupo de Dresde


    Se detuvo en el umbral y dejó en el suelo la maleta, buscando a tientas el llavín. Al abrir la puerta, recordó a Mundt allí, mirándole con aquellos ojos de azul palidísimo, calculadores y firmes. Era extraño pensar en Mundt como discípulo de Dieter. Mundt había actuado con la inflexibilidad de un mercenario bien entrenado: eficaz, constante, mezquino. No hubo nada original en su técnica: en todo fue una sombra de su maestro. Era como si los trucos brillantes e imaginativos de Dieter se hubieran condensado en un manual que Mundt se hubiese aprendido de memoria, añadiendo sólo la sal de su propia brutalidad.

    Smiley, adrede, no había dejado dirección, y en el felpudo de la puerta había un montón de cartas. Lo recogió, lo puso en la mesa del vestíbulo y empezó a abrir puertas y a mirar a su alrededor, con una expresión de desconcierto y desamparo. La casa le resultaba extraña, fría y mohosa. Al pasar lentamente de un cuarto a otro, empezó por primera vez a darse cuenta de cuán vacía se había quedado su vida.

    Buscó cerillas para encender la chimenea de gas, pero no había. Se sentó en una butaca en el cuarto de estar y sus ojos erraron por los estantes de libros y los objetos dispersos que había reunido en sus viajes. Cuando le dejó Ann, había empezado a eliminar rigurosamente todo rastro suyo. Incluso se quitó de encima sus libros. Pero poco a poco dejó que volvieran a afirmarse los pocos símbolos que quedaban vinculando su vida a la de Ann: regalos de boda de amigos íntimos que representaban demasiado para regalarlos a cualquiera. Había un esbozo de Watteau, regalo de Peter Guillam, y un grupo de porcelana de Dresde, de Steed-Asprey.

    Se levantó de la butaca y se acercó al armario del rincón donde estaba el grupo. Le gustaba admirar la belleza de aquellas figuras, la diminuta cortesana rococó en traje de pastora, con las manos extendidas hacia un enamorado adorador y volviendo la carita hacia otro. Se sintió incongruente ante esa frágil perfección, como se había sentido ante Ann al empezar la conquista que tanto asombró a la sociedad. No se sabe cómo, aquellas figurillas le consolaban: era tan inútil esperar fidelidad de Ann como de esa diminuta pastora en su fanal de cristal. Steed-Asprey compró el grupo en Dresde antes de la guerra: había sido la joya de su colección, y se lo regaló a ellos. Quizá adivinó que un día Smiley necesitaría la sencilla doctrina que presentaba.

    Dresde: de todas las ciudades alemanas, era la favorita de Smiley. Le había gustado su arquitectura, su extraña mezcla de edificios medievales y clásicos, a veces recordándole a Oxford, sus cúpulas, sus torres, sus agujas, sus tejados de cobre verde reluciendo bajo un cálido sol. Su nombre significaba «ciudad de los habitantes de los bosques», y allí fue donde el rey Wenceslao de Bohemia protegió con regalos y privilegios a los poetas ministriles. Smiley recordó la última vez que había estado allí, visitando a un conocido de la Universidad, un profesor de filosofía al que encontró en Inglaterra. En esa visita fue cuando vio a Dieter Frey dando vueltas penosamente al patio de la prisión. Todavía le parecía verle, alto y colérico, monstruosamente cambiado a causa de su cabeza afeitada, demasiado grande, no se sabe cómo, para esa pequeña prisión. Dresde, recordó, era el lugar de nacimiento de Elsa Fennan. Se acordó de haber echado una ojeada a sus datos personales en el Ministerio: Elsa, de soltera Freimann, nacida en 1917 en Dresde, Alemania, de padres alemanes: educada en Dresde: en prisión 1938-1945. Trató de situarla sobre el telón de fondo de su hogar, la distinguida familia judía que llevaba adelante su vida entre insultos y persecuciones. «Soñaba con un largo pelo dorado, y me afeitaron la cabeza.» Comprendió, con exactitud que le hizo sentir náuseas, por qué se teñía el pelo. Quizá había sido como esta pastora, linda y de pecho firme. Pero el cuerpo había sido tan quebrantado por el hambre que quedó frágil y feo, como los restos de un pajarillo.

    Se la imaginaba en la terrible noche en que encontró al asesino de su marido al lado del cadáver. Él la oía explicar, sollozante y sin aliento, por qué Fennan había ido al parque con Smiley: y Mundt, sin conmoverse, discutiendo y razonando, obligándola finalmente a conspirar una vez más contra su voluntad en el más terrible e innecesario de los crímenes, arrastrándola al teléfono y haciéndola llamar al teatro, y por último, atormentada y agotada, dejarla que hiciera frente a las investigaciones que tenían que seguir, e incluso forzándola a que escribiera esa inútil carta de suicidio con la firma de Fennan. Era más inhumano de lo que se pudiera creer, y un riesgo fantástico para Mundt, añadió Smiley para sí.

    Desde luego, en el pasado ella se había mostrado una cómplice bastante digna de confianza, fría, e, irónicamente, más hábil que Fennan en las técnicas del espionaje. Y bien sabía Dios que, para una mujer que había pasado una noche como aquélla, su actuación en el primer encuentro con Smiley había sido una maravilla.

    Al quedarse contemplando a la pastorcita, eternamente suspensa entre sus adoradores, se dio cuenta con una especie de desasimiento de que había otra solución completamente diferente para el caso de Samuel Fennan, una solución que encajaba con todos los detalles de las circunstancias y reconciliaba las irritantes inconsistencias del carácter de Fennan. Esto comenzó a adquirir forma como un ejercicio académico, sin hacer referencia a personas concretas: Smiley manipuló los personajes como piezas de un rompecabezas, dándoles vueltas a un lado y a otro para que encajaran en la compleja estructura de los hechos establecidos. Luego, en un momento, la figura quedó repentinamente formada con tal firmeza que ya dejó de ser un juego.

    Su corazón latió más de prisa, cuando Smiley se repitió con creciente asombro la historia entera, reconstruyendo escenas e incidentes a la luz de su descubrimiento. Ahora sabía por qué Mundt se había marchado de Inglaterra ese día, por qué Fennan había elegido documentos de tan poco valor para Dieter, por qué había pedido la llamada de las ocho y media, y por qué su mujer escapó del salvajismo sistemático de Mundt. Ahora sabía, por fin, quién escribió la carta anónima. Vio cómo se había dejado burlar por sus sentimientos, y cómo había hecho trampas al poder de su inteligencia.

    Se acercó al teléfono y marcó el número de Mendel. En cuanto terminó de hablar con él, llamó a Peter Guillam. Luego se puso el sombrero y el gabán, salió y dobló la esquina, hasta Sloane Square. En un pequeño quiosco de periódicos, junto a Peter Jones, compró una postal con la vista de la Abadía de Westminster. Bajó a la estación del Metro y se dirigió al Norte, hasta Highgate, donde salió. En la estafeta de Correos compró un sello y escribió la postal en rígidas mayúsculas de estilo continental, dirigiéndola a Elsa Fennan. En el espacio para la correspondencia escribió con letra puntiaguda: «Querría que estuvieras aquí.» Echó la postal y anotó la hora, después volvió a Sloane Square. No podía hacer más.


    Aquella noche durmió tranquilamente, madrugó a la mañana siguiente, sábado, y dobló la esquina para comprar unos croissants y café en grano. Se hizo mucho café y se sentó en la cocina a leer The Times, mientras tomaba el desayuno. Se sentía curiosamente tranquilo, y, cuando por fin sonó el teléfono, dobló el periódico cuidadosamente antes de subir a contestar.

    —George, soy Peter -la voz era apremiante, casi triunfal-; George, ¡Elsa ha picado, de veras!
    —¿Qué ha pasado?
    —El cartero llegó exactamente a las ocho treinta y cinco. A las nueve y media bajaba rápidamente por la calle, completamente equipada. Fue derecha a la estación y cogió el tren de las nueve cincuenta y dos para la estación Victoria. Metí a Mendel en el tren y yo salí disparado en coche, pero no llegué a tiempo de alcanzar el tren en el final.
    —¿Cómo te vas a poner en contacto de nuevo con Mendel?
    —Le he dado el número de «Grosvenor Hotel» y ahí estoy ahora. Me va a llamar tan pronto como encuentre una oportunidad y yo iré a buscarle donde esté.
    —Peter, tómalo con tranquilidad, ¿eh?

    Tranquilo como el aceite, muchacho. Creo que ella está perdiendo la cabeza. Corre como un galgo.

    Smiley colgó. Buscó el Times y empezó a examinar la cartelera teatral. Tenía que estar en lo cierto..., tenía que estarlo.


    La mañana pasó con angustiosa lentitud. A veces, Smiley se paraba junto a la ventana y miraba a las zancudas chicas de Kensington que iban de compras con guapos jóvenes con jerseys azul pálido, o a la brigada de la limpieza de coches trabajando alegremente delante de las casas, luego marchando a la deriva para hablar de coches, y por último desapareciendo calle abajo, ansiosos, hacia la primera pinta de cerveza del fin de semana.

    Al fin, tras lo que pareció una tardanza interminable, sonó el timbre de la puerta y entraron Mendel y Guillam, sonriendo animados y hambrientos como lobos.

    —Ha picado el anzuelo -dijo Guillam-. Pero que te cuente Mendel: él ha hecho la mayor parte de la faena. Yo llegué sólo para darle remate.

    Mendel contó su relato con precisión y exactitud, mirando al suelo un poco por delante suyo, con la delgada cabeza ligeramente ladeada.

    —Tomó el de las nueve cincuenta y dos para Victoria. Yo me mantuve distante de ella en el tren y la seguí cuando salió. Cogió un taxi hacia Hammersmith.
    —¿Un taxi? — exclamó Smiley-. Debe de haber perdido el juicio.
    —Está chiflada. Sin embargo, anda muy de prisa para ser mujer, fíjese, y casi salió corriendo por el andén. Se apeó en Broadway y fue al «Sheridan Theatre». Empujó las puertas de contaduría, pero estaban cerradas. Vaciló un momento, luego dio una vuelta y fue a un café a unos cien pasos más abajo. Pidió café y lo pagó en seguida. Unos cuarenta minutos más tarde, volvió al «Sheridan». La taquilla estaba abierta, y yo fui detrás de ella, poniéndome en la cola. Reservó dos asientos de atrás para el próximo martes, fila T, veintisiete y veintiocho. Al salir del teatro, metió una entrada en un sobre, lo cerró y franqueó. Luego lo echó al correo. No pude ver la dirección, pero el sobre llevaba un sello de seis peniques.

    Smiley permanecía inmóvil.

    —No sé -dijo-, no sé si él irá.
    —Alcancé a Mendel en el «Sheridan» -dijo Guillam-. Él, después de verla entrar en el café, me llamó, y luego entró.
    —También yo tenía ganas de tomar un café -continuó Mendel-. El señor Guillam se reunió conmigo. Yo le dejé allí cuando salí para la cola del teatro, y él salió del café poco después. Ha sido un trabajo decente, sin problemas. Ella está trastornada, estoy seguro. Pero no sospecha nada.
    —¿Qué hizo después de eso? — preguntó Smiley.
    —Volvió directamente a la estación Victoria. La dejamos en paz.

    Quedaron un momento en silencio, y luego, Mendel dijo:

    —¿Qué hacemos ahora?

    Smiley parpadeó y miró gravemente el rostro gris de Mendel.

    —Sacar entradas para la función del martes en el «Sheridan».


    Se fueron y él quedó solo otra vez. Todavía no había mirado la gran cantidad de correo que se había acumulado en su ausencia. Circulares, catálogos de Blackwell, facturas, y la cosecha acostumbrada de vales para jabón, cupones para guisantes en conserva, quinielas de fútbol y unas pocas cartas personales, permanecían aún sin abrir en la mesa del vestíbulo. Se lo llevó al cuarto de estar, se instaló en una butaca y empezó por abrir las cartas personales. Había una de Maston, y la leyó con cierta sensación de rubor:

    Mi querido George:
    Sentí mucho lo de su accidente, Guillam me lo hizo saber, y espero ya que se haya recuperado del todo.
    Quizá recuerde que, en la agitación del momento, antes de su desgracia, me escribió una carta de dimisión, y quería simplemente hacerle saber que, desde luego, no la tomo en serio. A veces, cuando los acontecimientos nos abruman, disminuye nuestro sentido de la perspectiva. Pero unos veteranos como nosotros, George, no vamos a abandonar tan fácilmente el sendero de la guerra. Espero volver a verle con nosotros en cuanto se encuentre bastante fuerte, y mientras tanto, seguimos considerándole como un antiguo y leal miembro personal.


    Smiley la dejó a un lado y pasó a la carta siguiente. Por un momento, no reconoció le letra: por un instante miró con aire inexpresivo el sello suizo y el elegante papel de cartas de un hotel. De repente se sintió ligeramente mareado, se le nublaron los ojos y apenas sintió fuerza en sus dedos para abrir el sobre. ¿Qué quería ella? Si era dinero, podía llevarse todo lo que él tenía. El dinero era suyo, de Smiley, y podía gastarlo como quisiera: si le causaba placer derrocharlo echándoselo encima a Ann, lo haría así. No le quedaba nada más que darle: ella se lo había llevado todo hacía mucho tiempo. Se llevó su valor, su cariño, su compasión, se lo llevó alegremente en su pequeño joyero, para acariciarlos alguna vez, algunas tardes, cuando el tiempo se detuviera pesadamente bajo el sol cubano, quizá para exhibirlos ante los ojos de su amante más reciente, comparándolos con joyas semejantes que le habían dado otros, antes o después.

    Mi querido George:
    Quiero hacerte un ofrecimiento que ningún caballero podría aceptar. Quiero volver a tu lado.
    Estaré en el Baur-au-Lac, en Zurich, hasta fin de mes. Dime algo.

    Ann


    Smiley cogió el sobre y lo miró por detrás: «Madame Juan Alvida.» No, ningún caballero podría aceptar el ofrecimiento. Ningún sueño podía sobrevivir a la luz del día de la marcha de Ann con su sacarinoso latino de sonrisa de piel de naranja. Una vez, en un documental, Smiley había visto a Alvida ganando una carrera en Montecarlo. Recordaba que, lo más repelente de él era el vello de sus brazos. Con las gafas, el aceite de motor y la ridícula corona de laurel, parecía exactamente un mono antropoide caído de un árbol. Llevaba una blanca camiseta de tenis de mangas cortas, que, no se sabe cómo, se había conservado impecablemente limpia a lo largo de la carrera, destacando con repulsiva claridad esos brazos negros de mono.

    Así era Ann: «Dime algo.» Redime tu vida, mira si es posible vivir otra vez, y dime algo. He aburrido a mi amante, mi amante me ha aburrido a mí: voy a destrozar otra vez tu mundo: el mío me fastidia. Quiero volver a tu lado... Quiero, quiero...

    Smiley se levantó con la carta todavía en la mano, y volvió a quedar inmóvil ante el grupo de porcelana. Allí permaneció varios minutos, mirando fijamente a la pastorcilla. ¡Qué hermosa era!


    XV. El último acto


    La adaptación en tres actos de Eduardo II en el «Sheridan» se iba a representar con un lleno total. Guillam y Mendel estaban en asientos contiguos, en el extremo del arco del entresuelo, que formaba una gran U ante la escena. Desde el lado izquierdo del arco se podían ver las últimas butacas del patio, que, por lo demás, quedaban ocultas. Un asiento vacío separaba a Guillam de un grupo de jóvenes estudiantes impacientes por la expectación.

    Miraron pensativamente un inquieto mar de cabezas que subían y bajaban y programas agitados, removiéndose en súbitas oleadas cuando los que llegaban más tarde ocupaban sus asientos. La escena recordaba a Guillam una danza oriental, en la que levísimos movimientos de un pie o una mano animan un cuerpo inmóvil. De vez en cuando, lanzaba una mirada hacia los asientos del fondo, pero seguía sin haber señal de Elsa Fennan ni de su invitado.

    Precisamente, al terminar la música grabada para la introducción, volvió a echar una rápida mirada a los dos asientos vacíos de la última fila, y el corazón le dio un brinco repentino al ver la leve figura de Elsa Fennan, sentada en posición erguida e inmóvil, mirando con fijeza la sala, lo mismo que un niño que aprende buenas maneras. El asiento a su derecha, el más próximo al pasillo, seguía vacío.

    Afuera, en la calle, se amontonaban apresuradamente los taxis ante la entrada del teatro, y elegantes representantes de la sociedad pudiente, y también de la poco pudiente, daban a toda prisa propinas excesivas a sus taxistas y perdían cinco minutos buscando sus localidades. El taxi de Smiley le llevó más allá del teatro y lo dejó en el «Clarendon Hotel», donde se dirigió al bar restaurante.

    —Espero una llamada en cualquier momento -dijo-. Me llamo Savage. Me avisará, ¿verdad?

    El barman se volvió al teléfono que tenía detrás y habló con la centralilla.

    —Y un whisky corto con soda, por favor. ¿Quiere usted otro?
    —Gracias, señor, nunca lo pruebo.


    Se levantó el telón sobre un escenario a media luz, y Guillam atisbando hacia el fondo de la sala, no consiguió al principio penetrar la repentina oscuridad. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron al débil fulgor de las luces de emergencia, hasta que pudo apenas distinguir a Elsa en la media luz, y el asiento a su lado seguía vacío.

    Sólo un tabique muy bajo separaba los asientos posteriores y el pasillo que corría al fondo de la sala: detrás había varias puertas que daban al vestíbulo, al bar y al guardarropa. Se abrió una de ellas, y por un instante un haz oblicuo de luz cayó, como adrede, sobre Elsa Fennan, iluminando con una delgada línea un lado de su rostro, y ennegreciendo sus huecos en el contraluz. Inclinó la cabeza ligeramente, como si escuchara algo detrás de ella, se levantó a medias en el asiento, pero luego se volvió a sentar, decepcionado, y adoptó otra vez su postura anterior.

    Guillam notó la mano de Mendel en el brazo, se volvió y vio la cara demacrada de su compañero inclinada hacia delante, mirando. Al seguir la mirada de Mendel, observó, a la altura de las butacas de la orquesta, una alta figura que avanzaba lentamente hacia las últimas filas: era un espectáculo impresionante aquella figura erguida y hermosa, con un mechón de pelo negro caído sobre la frente. Eso era lo que miraba Mendel con tal fascinación, a ese apuesto gigante que renqueaba pasillo arriba. Había en él algo peculiar, algo impresionante y turbador. A través de sus gemelos, Guillam observó su avance lento y deliberado y admiró la gracia y la medida de su paso irregular. Era un hombre insólito, un hombre para recordar, un hombre que hace sonar profundamente una cuerda en nuestra experiencia, un hombre con el don de la familiaridad universal. Para Guillam, era una mezcla viva de todos los sueños románticos: estaba ante el mástil de un buque junto con Conrad, buscaba la Gracia perdida con Byron, y visitaba con Goethe las sombras de los infiernos clásicos y medievales.

    Al andar, echando hacia delante su pierna sana, había tal desafío, tal aire imperativo en él, que no podía pasar inadvertido. Guillam vio cómo las cabezas se volvían hacia él y los ojos le seguían como subyugados.

    Abriéndose paso con un empujón, al otro lado de Mendel, Guillam salió rápidamente por la puerta de incendios al pasillo de atrás. Bajó unos escalones, siguió el pasillo, y llegó por último al vestíbulo. La contaduría estaba cerrada, pero la cajera seguía escudriñando con desesperanza una hoja de cifras laboriosamente anotadas, cubierta de enmiendas y tachaduras.

    —Perdone -dijo Guillam-, pero tengo que usar su teléfono... Es muy urgente, ¿me permite?
    —¡Chissst!

    Ella agitó un lápiz con impaciencia, sin levantar los ojos. Tenía pelo de ratón; su piel grasienta brillaba con la fatiga de los trasnochadores y de los que se alimentan de patatas fritas. Guillam aguardó un momento, preguntándose cuánto tardaría en encontrar una solución a aquella jungla de números de araña que tenía que cuadrar con el montón de billetes y monedas que había en la caja abierta a su lado.

    —Escuche -apremió-, soy un funcionario de la policía. Ahí arriba hay un par de héroes que quieren su dinero. ¿Me deja usar ahora ese teléfono?
    —¡Ah, Dios mío! — dijo ella con voz cansada, y le miró por primera vez.

    Llevaba gafas y era muy fea. No se alarmó ni se impresionó.

    —Ojalá se llevaran de una vez ese dinero. Me está fastidiando.

    Echando a un lado las cuentas, abrió una puerta lateral de su garita y Guillam se deslizó en el interior.

    —No es nada decente, ¿eh? — dijo la chica, con una sonrisa.

    Tenía una voz casi bien educada: probablemente una estudiante de la Universidad de Londres que ganaba algún dinero para sus gastos, pensó Guillam. Llamó al «Clarendon», y preguntó por el señor Savage. Casi inmediatamente oyó la voz de Smiley.

    —Está aquí -dijo Guillam-. Estaba aquí desde el principio. Debe de haber reservado otra entrada: estaba en las filas de delante. Mendel lo vio que subía de repente renqueando por el pasillo.
    —¿Renqueando?
    —Sí, no es Mundt. Es el otro, Dieter.

    Smiley no contestó, y un momento después dijo Guillam:

    —George, ¿sigues ahí?
    —Me temo que nos hemos engañado, Peter. No tenemos nada contra Dieter Frey. Despide a los agentes: no encontrarán a Mundt esta noche. ¿Ha terminado el primer acto?
    —Debe faltar muy poco para el entreacto.
    —Estaré ahí dentro de veinte minutos. Pégate a Elsa como su sombra. Si se marchan y se separan, que Mendel siga a Dieter. En el último acto, quédate en el vestíbulo por si se fueran antes de terminar el espectáculo.

    Guillam colgó y se volvió hacia la muchacha.

    —Gracias -dijo, y le puso cuatro peniques en la mesa.

    Ella los reunió a toda prisa y los apretó fuertemente en su mano.

    —Por el amor de Dios -dijo-, no me cree más problemas.

    Guillam salió a la calle y habló con un agente de paisano que vagaba por la acera. Luego volvió apresuradamente y se sentó junto a Mendel mientras caía el telón del primer acto.


    Elsa y Dieter estaban sentados juntos. Hablaban contentos, Dieter risueño y Elsa animada y elocuente como un muñeco que ha cobrado vida por obra de su dueño. Mendel les observaba con fascinación. Ella se reía de algo que le decía Dieter, se inclinaba hacia delante y le ponía la mano en el brazo. Vio sus delgados dedos sobre su smoking, vio que Dieter inclinaba la cabeza y le susurraba algo, haciéndola reír otra vez. Mientras Mendel observaba, las luces del teatro se oscurecieron, disminuyó el ruido de las conversaciones y el público se preparaba rápidamente para el segundo acto.


    Smiley salió, del «Clarendon» y avanzó lentamente por la acera hacia el teatro. Pensándolo ahora, se dio cuenta de que era bastante lógico que fuera Dieter, y que habría sido una locura enviar a Mundt. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que Elsa y Dieter descubrieran que no era Dieter quien la había citado a ella, que no era Dieter quien había mandado la postal con un mensajero de confianza. Pensó que sería un momento interesante. Todo lo que ahora ansiaba era la oportunidad de una nueva entrevista con Elsa Fennan.

    Minutos después, se deslizó silenciosamente en el asiento vacío junto a Guillam. Hacía mucho tiempo que no veía a Dieter.

    No había cambiado. Era el mismo romántico inverosímil con la magia de un charlatán: la misma figura inolvidable que se había abierto paso sobre las ruinas de Alemania, implacable en su propósito satánico en el cumplimiento, oscuro y veloz como los dioses del Norte. Smiley les había mentido aquella noche en el club: Dieter estaba fuera de toda comparación, con su astucia, su vanidad, su energía y sus sueños. Todo superaba el tamaño natural, sin que hubiese sufrido la influencia moderadora de la experiencia. Era hombre que pensaba y actuaba en términos absolutos, sin paciencia ni compromiso.

    Aquella noche, al sentarse en el teatro oscuro y ver a Dieter a través de una masa de caras inmóviles, los recuerdos volvieron a Smiley, recuerdos de peligros compartidos, de confianza mutua, cuando cada cual tenía en sus manos la vida del otro... Por un momento Smiley se preguntó si Dieter le habría visto. Tuvo la sensación de que tenía sobre él la mirada de los ojos de Dieter, observándole en la penumbra.

    Smiley se levantó cuando el segundo acto se acercaba a su término. Al caer el telón, se dirigió rápido a la salida lateral y esperó discretamente en el pasillo hasta que sonó el timbre para el último acto. Mendel se reunió con él antes de que finalizara el entreacto, y Guillam se deslizó a su lado para asumir su puesto de vigilancia en el vestíbulo.

    —Han surgido dificultades -dijo Mendel-. Están discutiendo. Ella parece asustada. No hace más que repetir algo, y él solamente mueve la cabeza. Creo que ella tiene pánico, y Dieter parece preocupado. Ha empezado a mirar a su alrededor por el teatro como si hubiera caído en una trampa, tomando medidas al sitio, haciendo planes. Ha lanzado una mirada al lugar donde estaba usted sentado.
    —No la dejará sola -dijo Smiley-. Esperará y saldrá con la gente. No se marcharán antes del final. Probablemente supone que está rodeado. Tratará de esquivarnos separándose de ella de repente en medio de la multitud..., perdiéndola simplemente.
    —¿A qué jugamos? ¿Por qué no podemos bajar ahí y cazarlos?
    —Estamos esperando no sé exactamente qué. No tenemos pruebas. No hay pruebas de asesinato ni de espionaje, hasta que Maston decida hacer algo. Pero recuerde lo que le digo: Dieter no sabe esto. Si Elsa está nerviosa y Dieter preocupado, harán algo... Eso es seguro. Mientras piensen que el juego está en marcha, tenemos una probabilidad. Que se disparen, que tengan pánico, cualquier cosa. Lo importante es que hagan algo...

    El teatro estaba a oscuras, pero, con el rabillo del ojo, Smiley vio que Dieter se inclinaba sobre Elsa y le susurraba algo. Con su mano izquierda, la había cogido del brazo, y su actitud era la de una persona que trata apremiantemente de convencer y tranquilizar.

    La obra avanzaba lentamente. Los gritos de los soldados y los chillidos del rey enloquecido llenaban el teatro, hasta el terrible momento de su turbia muerte, en el que un suspiro audible subió del patio de butacas. Dieter tenía ahora el brazo en torno de los hombros de ella. Le había envuelto el cuello con pliegues de su fino chal y la protegía como si fuera un niño dormido. Siguieron así hasta que cayó el telón final. No aplaudieron. Dieter miró buscando el bolso de Elsa, le dijo algo tranquilizador y se lo puso en el regazo. Ella inclinó la cabeza muy ligeramente. Un redoble de tambores anunció el himno nacional y el público se puso de pie. Smiley se levantó instintivamente y notó con sorpresa que Mendel se había desvanecido. Dieter se levantó lentamente y entonces Smiley comprendió que había ocurrido algo. Elsa seguía sentada y aunque Dieter intentaba amablemente que se levantara, ella no reaccionaba. Había algo extrañamente dislocado en su forma de estar sentada, en el modo en que la cabeza se apoyaba sobre su hombro...

    Comenzaba el último verso del himno cuando Smiley se precipitó hacia la puerta, corrió por el pasillo y bajó los escalones de piedra hasta el vestíbulo. Llegaba tarde por un instante: encontró la primera multitud de ansiosos espectadores que se precipitaban a la calle en busca del taxi. Miró locamente entre la multitud en busca de Dieter y comprendió que ya no había esperanza, que Dieter había hecho lo que hubiese hecho él mismo, eligiendo una de entre la docena de salidas de incendio que llevaban a la calle y a la seguridad. Poco a poco, hizo avanzar su gruesa figura entre la multitud hasta la entrada al patio de butacas. Al ir de un lado a otro, incrustándose a la fuerza entre los cuerpos que salían, observó a Guillam, en el borde de la corriente, buscando desesperadamente a Dieter y a Elsa. Le gritó y Guillam se volvió de prisa.

    Tras un largo esfuerzo, Smiley se encontró por fin junto a la baja división y pudo ver a Elsa Fennan, sentada inmóvil, mientras a su alrededor los hombres se levantaban y las mujeres buscaban sus bolsos y abrigos. Luego oyó el chillido. Fue repentino, breve, y mostraba totalmente el horror y la repugnancia. Una muchacha se había parado en el pasillo y miraba a Elsa. Era joven y muy bonita. Se había llevado a la boca los dedos de la mano derecha y tenía la cara mortalmente pálida. Su padre, un hombre alto y de color cadavérico, se detuvo detrás de ella. La agarró por los hombros y la hizo retroceder en seguida al observar aquel horror que tenía delante.

    El chal de Elsa había resbalado de sus hombros y tenía la cabeza caída sobre el pecho.

    Smiley había tenido razón. «Que se disparen, que tengan pánico, cualquier cosa... Lo importante es que hagan algo...» Y eso era lo que habían hecho: aquel cuerpo roto era testigo de su pánico.

    —Mejor será que llames a la policía, Peter. Me voy a casa. Déjame al margen de esto, si puedes. Ya sabes dónde encontrarme. — Asintió con la cabeza, como para sí mismo-. Me voy a casa.


    Había niebla y caía una fina lluvia cuando Mendel salió disparado a través de Fulham Palace Road en persecución de Dieter. Los faros de los coches surgían súbitamente de la húmeda neblina a veinte pasos de él: el ruido de la circulación era intenso y nervioso, y él avanzaba a tientas por su inseguro camino.

    No tenía más remedio que seguir a Dieter, a una docena de pasos todo lo más, detrás de él. Cafés y cines habían cerrado, pero los bares y los cabarets seguían atrayendo a ruidosos grupos que se agolpaban en las aceras. Dieter avanzaba renqueando delante de Mendel, que observaba su avance de farola en farola, viendo perfilarse de repente su silueta cada vez que entraba en el siguiente haz de luz.

    Dieter avanzaba de prisa, a pesar de su pierna. Al alargar el paso, su cojera se hacía más pronunciada, de modo que parecía echar la pierna izquierda hacia adelante mediante un súbito esfuerzo de sus anchos hombros.

    Había una curiosa expresión en la cara de Mendel, no de odio ni de propósito férreo, sino de franca repugnancia. Para Mendel no significaban nada las emociones de la profesión de Dieter. No veía sino el crimen, la miseria de un delincuente, la cobardía de un hombre que pagaba a otros para que cometieran por él sus asesinatos. Cuando Dieter se apartó suavemente del público y se dirigió a la salida lateral, Mendel vio lo que esperaba: el acto furtivo de un vulgar criminal. Era algo que adivinaba y comprendía. Para Mendel sólo había una clase delincuente, desde el carterista y el ladronzuelo hasta el empresario industrial que hace malabarismos con las leyes sobre sociedades anónimas. Estaban fuera de la ley y su vocación, desagradable, pero necesaria, era ponerlos a buen recaudo. Este daba la casualidad de que era alemán.

    La niebla se espesó y se volvió amarilla. Ninguno de los dos llevaba abrigo. Mendel se preguntó qué haría ahora la señora Fennan. Guillam se ocuparía de ella. La mujer ni siquiera había mirado a Dieter cuando se escurrió. Era muy rara, hecha toda ella de piel y huesos y buenas obras, a juzgar por su aspecto. Viviría de tostadas secas y jugo de carne.

    Dieter dobló de repente por una bocacalle de la derecha, y luego por otra de la izquierda. Llevaba casi una hora andando y no daba señal de decidirse a acortar el paso. La calle parecía vacía. Ciertamente, Mendel no podía oír más pasos que los suyos, tensos y breves, con el eco distorsionado por la niebla. Estaban en una estrecha calle de casas victorianas con fachadas estilo Regencia levantadas a toda prisa, macizos pórticos y ventanas de guillotina. Mendel supuso que estarían cerca de Fulham Broadway, quizá más allá y más cerca de King’s Road. Sin embargo, Dieter no aflojaba el paso, con la sombra encorvada hacia delante en la niebla, confiada en su camino, apremiante en su propósito.

    Al acercarse a una calle principal, Mendel volvió a oír el quejumbroso gemido del tráfico, casi obstruido por la niebla. Luego, en lo alto, una farola amarilla lanzó un fulgor pálido, con el contorno claramente trazado, como el halo de un sol de invierno. Dieter vaciló un momento en la acera, y luego, arriesgándose al tráfico espectral que se abría paso ante ellos saliendo de la nada, cruzó la calle y se hundió de repente en una de las innumerables bocacalles que daban -Mendel estaba seguro- al río.

    Mendel llevaba la ropa empapada, y la fina lluvia le corría por la cara. Debían de estar ya cerca del río. Por un momento creyó que Dieter se había esfumado. Avanzó rápidamente, casi tropezó en un bordillo, volvió a avanzar, y vio ante él las balaustradas de la orilla. Unos escalones subían a una verja de hierro de las barandas, que estaba ligeramente abierta. Se detuvo ante la verja y miró abajo, hacia el agua. Había una recia pasarela de madera y Mendel oyó el eco desigual de Dieter que, oculto por la niebla, seguía su extraño camino hacia el borde del agua. Mendel esperó, y luego, cauto y silencioso, bajó por la pasarela. Era una construcción permanente, con pesados pasamanos de pino a ambos lados. Mendel calculó que llevarla allí mucho tiempo. Junto al extremo inferior de la pasarela había una larga balsa hecha de latas de aceite y chapa de madera. Tres destartalados lanchones con vivienda se destacaban entre la hierba, meciéndose suavemente en sus amarras.

    Evitando todo ruido, Mendel se deslizó hasta la balsa, y examinó uno por uno los lanchones. Dos estaban juntos, unidos por una tabla. El tercero había sido amarrado unos cinco metros más allá, y tenía una luz encendida en la cabina delantera. Mendel volvió a la orilla y cerró cuidadosamente detrás de él la verja de hierro.

    Caminó lentamente por la calle, todavía inseguro de su paradero. Al cabo de cinco minutos, la acera dobló bruscamente a la derecha y el suelo se elevó poco a poco. Comprendió que estaba en un puente. Sacó el encendedor, y su larga llama lanzó un fulgor sobre la pared de piedra de su derecha. Moviendo de un lado a otro el encendedor, encontró por fin una placa de metal, mojada y sucia, con las palabras «Puente de Battersea». Volvió a la verja y se quedó inmóvil un momento, orientándose con precisión a la luz de ese dato.

    En algún sitio, por encima de él y a la derecha, se escondían en la niebla las cuatro enormes chimeneas de la planta térmica de Fulham. A su izquierda estaba Cheyne Walk, con su fila de elegantes y pequeñas embarcaciones, que llegaban al puente de Battersea. El sitio donde se encontraba ahora era la línea de división entre lo elegante y lo mísero, donde Cheyne Walk se encuentra con Lots Road, una de las calles más feas de Londres. El lado sur de esa calle consiste en enormes almacenes, muelles y fábricas, y el lado norte presenta una línea ininterrumpida de casas sucias, típicas de las bocacalles de Fulham.

    A la sombra de esas cuatro chimeneas, quizá a unos metros del embarcadero de Cheyne Walk, era donde Dieter Frey había encontrado su refugio sagrado. Sí, Mendel conocía bien el lugar. Estaba sólo a unos doscientos metros más arriba de donde se habían arrebatado de los brazos inexorables del Támesis los restos mortales del señor Adam Scarr.


    XVI. Ecos en la niebla


    Fue mucho después de la medianoche cuando sonó el teléfono de Smiley. Se levantó de la butaca ante la chimenea de gas y subió a su alcoba, la mano derecha apretando fuertemente la baranda al subir. Era Peter, sin duda, o la Policía, y tendría que hacer una declaración. O acaso la prensa. El asesinato había tenido efecto con el tiempo justo para alcanzar los periódicos del día, y misericordiosamente, un poco tarde para las noticias de la noche de la radio. ¿Cómo titularían esto? «Asesino maniático en un teatro», «Crimen con clave: nombre de mujer». Odiaba la prensa, como odiaba los anuncios y la televisión, odiaba los medios masivos, el inexorable adoctrinamiento del siglo xx. Todo lo que admiraba o quería había nacido de un intenso individualismo. Por eso odiaba ahora a Dieter, y odiaba más que nunca lo que él defendía: el fabuloso absurdo de renunciar al individuo a favor de la masa. ¿Cuándo las filosofías de las masas habían producido beneficios o sabiduría? A Dieter no le importaba nada la vida humana: soñaba sólo con ejércitos de hombres sin rostro ligados por sus más bajos denominadores comunes: quería dar forma al mundo como si fuera un árbol, podando lo que no se ajustara a la imagen correcta: para eso formaba autómatas vacíos y sin alma como Mundt. Mundt no tenía cara, como el ejército de Dieter, era un asesino de profesión y de nacimiento.

    Cogió el teléfono y dijo su número. Era Mendel.

    —¿Dónde está?
    —Junto al río, en Chelsea. En una taberna llamada «El Globo», en Lots Road. El dueño es un amigo mío... Le he hecho levantarse... Escuche, el amigo de Elsa está metido en una gabarra junto al molino de harina de Chelsea. Un verdadero milagro en la niebla, eso es. Habrá encontrado el camino por el sistema Braille.
    —¿Quién?
    —El amigo de ella, el acompañante del teatro. Despierte, señor Smiley. ¿Qué le pasa?
    —¿Usted siguió a Dieter?
    —Claro que sí. Eso es lo que usted le dijo al señor Guillam, ¿no? Él tenía que pegarse a la mujer, y yo al hombre... Por cierto, ¿cómo se las arregló el señor Guillam? ¿Adónde se fue Elsa?
    —No se fue a ningún sitio. Estaba muerta cuando se marchó Dieter. Mendel, ¿me oye? Vamos a ver, ¿cómo le puedo encontrar? ¿Dónde está ese lugar? ¿Lo sabrá la policía?
    —Lo sabrá. Dígales que él está en una vieja lancha de desembarco que se llama Puerto de Poniente. Está amarrada al lado este del muelle Sennen, entre los molinos de harina y la planta térmica. Lo sabrán..., pero la niebla es muy espesa, téngalo en cuenta, muy espesa.
    —¿Dónde puedo encontrarle?
    —Bajaré derecho al río. Le encontraré donde el puente de Battersea llega al lado norte.
    —Iré en seguida, en cuanto llame a Guillam.

    Tenía una pistola en algún sitio, y por un momento pensó en buscarla. Luego, no se sabe por qué, le pareció inútil. Además, se dijo sombríamente, si la usaba se produciría un escándalo terrible. Llamó a Guillam a su piso y le dio el recado de Mendel:

    —Y además, Peter, tienen que vigilar todos los puertos y aeropuertos. Da una orden de vigilancia especial sobre la circulación en el río y las embarcaciones que se dirijan al mar. Ya saben ellos cómo.

    Se puso un viejo impermeable y unos guantes gruesos de cuero, y se deslizó rápidamente en la niebla.

    Mendel le esperaba junto al puente. Se saludaron con la cabeza y Mendel le llevó de prisa a lo largo de la orilla, manteniéndose junto a la balaustrada del río para evitar los árboles que crecían a lo largo de la avenida. De repente, Mendel se detuvo y agarró a Smiley por el brazo para avisarle. Se quedaron inmóviles, escuchando. Luego, Smiley lo oyó también; era el sonido de unos pasos en el suelo de madera, hueco, irregular, como el caminar de un hombre lisiado. Oyeron el rechinar de una verja de hierro, su chasquido al cerrarse, y luego otra vez los pasos, ahora firmes en la acera, haciéndose más sonoros, acercándose a ellos. Nadie se movió. Más sonoros, más cercanos; luego vacilaron, se detuvieron. Smiley contuvo el aliento, tratando al mismo tiempo desesperadamente de ver un poco más en la niebla, de atisbar la figura al acecho que sabía que estaba allí.

    Luego surgió de repente, precipitándose como una enorme bestia feroz, abriéndose paso a través de ellos como una explosión, separándoles de un golpe como niños y corriendo hacia adelante, perdido otra vez con el eco irregular disipándose a lo lejos. Se volvieron en su persecución, Mendel delante y Smiley siguiéndole como podía, fija en su mente la vívida imagen de Dieter, pistola en mano, saliendo de la niebla nocturna para precipitarse contra ellos. Delante de él, la sombra de Mendel dobló repentinamente a la derecha y Smiley le siguió a ciegas. Luego, de repente, el ritmo cambió en el estrépito de una pelea. Smiley corrió y oyó el sonido inconfundible de un arma pesada golpeando un cráneo humano, y luego llegó a ellos. Vio a Mendel en el suelo y Dieter agachado sobre él, levantando el brazo para volver a golpearlo con la pesada culata de una pistola automática.

    Smiley estaba sin aliento. Su pecho ardía de la agria niebla rancia; su boca caliente y seca estaba llena de un sabor parecido al de la sangre. Sin saber cómo, tomó aliento y gritó desesperadamente:

    —¡Dieter!

    Frey le miró, hizo un movimiento de cabeza y dijo:

    —Servus, George -y dio a Mendel un golpe brutal y violento con la pistola. Se incorporó despacio, manteniendo la pistola hacia abajo y usando ambas manos para sostenerla.

    Smiley corrió ciegamente contra él, olvidando la escasa habilidad que siempre había tenido, haciendo girar sus cortos brazos y golpeando con las manos abiertas. Su cabeza dio contra el pecho de Dieter y empujó, golpeando la espalda y los costados de Dieter. Estaba loco, y descubriendo en sí mismo la energía de la locura empujó a Dieter aun más atrás, hacia la balaustrada del puente. Mientras Dieter cedía después de haber perdido el equilibrio y estorbado por su pierna débil, Smiley comprendió que él le iba a golpear, pero el golpe decisivo seguía siempre sin llegar. Gritaba a Dieter:

    «¡Cerdo, cerdo!», y al echarse Dieter más atrás, Smiley sintió libres sus brazos y una vez más le golpeó en la cara con torpes golpes infantiles. Dieter se inclinaba hacia atrás, y Smiley vio la limpia curva de su garganta y su barbilla. Echó atrás con toda su fuerza la mano abierta y sus dedos se cerraron en la mandíbula y la boca de Dieter, empujando cada vez más. Las manos de Dieter se habían agarrado a la garganta de Smiley, pero de pronto se dirigieron a su propio cuello para salvarse, mientras se hundía despacio hacia atrás. Smiley le golpeó frenéticamente los brazos, y luego quedó libre, y Dieter caía, caía en la niebla que se arremolinaba bajo el puente, y hubo un silencio. No hubo ni grito ni salpicadura. Había desaparecido: ofrecido, como en un sacrificio humano, a la niebla de Londres y al sucio río negro que se extendía bajo ella.

    Smiley se inclinó sobre el puente, con la cabeza latiéndole locamente, echando sangre por la nariz, y con los dedos de la mano derecha como rotos e inútiles. Había perdido los guantes. Miró abajo, al río y no pudo ver nada.

    —¡Dieter! — gritó con angustia-. ¡Dieter!

    Volvió a gritar, pero su voz se ahogó y se le llenaron de lágrimas sus ojos.

    —¡Ah Dios mío, qué he hecho! ¡Dios mío! ¿Por qué no me detuviste, Dieter, por qué no me diste con la pistola, por qué no disparaste?

    Se estrujó la cara con las manos, probando la sangre salada mezclada en sus palmas con la sal de sus lágrimas. Se apoyó en el parapeto y lloró como un niño. Allá, debajo de él, un lisiado se deslizaba por el agua sucia, perdido y agotado, cediendo por fin a la negrura hedionda hasta que se apoderó de él y lo arrastró al fondo.


    Despertó y encontró a Peter Guillam sentado a los pies de la cama, sirviéndole té.

    —¡Ah, George! Bien venido al hogar. Son las dos de la tarde.
    —¿Y esta mañana...?
    —Esta mañana, muchacho, estabas danzando por el puente de Battersea con el camarada Mendel.
    —¿Cómo está... Mendel, quiero decir?
    —Oportunamente avergonzado de sí mismo. Se recupera de prisa.
    —Y Dieter...
    —Muerto.

    Guillam le dio una taza de té y unas pastas de Fortnums.

    —¿Cuánto tiempo llevas aquí, Peter?
    —Bueno, hemos venido en una serie de desplazamientos tácticos. El primero fue al hospital de Chelsea donde te lamieron las heridas y te dieron un sedante bastante bueno. Luego volvimos aquí y te metí en la cama. Eso fue poco agradable. Luego hice una serie de llamadas telefónicas, y, como quien dice, me di una vuelta con un chuzo para poner en limpio el jaleo. De vez en cuando venía a mirarte: Cupido y Psique. Tú roncabas como un lirón, o recitabas Webster.
    —¡Dios mío!
    —La Duquesa de Amalfi, creo que era: «Cuando estaba trastornado y sin juicio te mandé que fueras a matar a mi mejor amigo, ¡y tú lo hiciste así!» Me temo que eran terribles tonterías, George.
    —¿Cómo nos encontró la policía..., a Mendel y a mí?
    —George, es posible que no lo sepas, pero estabas insultando a Dieter como si...
    —Sí, claro. Lo oísteis.
    —Lo oímos.
    —¿Qué hay de Maston? ¿Qué dice Maston de todo esto?
    —Creo que quiere verte. Tengo un recado suyo pidiéndote que te pases por allí en cuanto te encuentres en condiciones. No sé qué piensa de ello. Nada en absoluto, diría yo.
    —¿Qué quieres decir?

    George sirvió más té.

    —Usa la mollera, George. Los tres personajes principales de este pequeño cuento de hadas han sido devorados por los osos. En los últimos seis meses no se ha puesto en peligro ninguna información secreta. ¿De veras crees que Maston quiere entrar en detalles? ¿Crees de verdad que está muriéndose de ganas de contar al Foreign Office las buenas noticias... y reconocer que sólo cazamos espías cuando nos tropezamos con sus cadáveres?

    Sonó el timbre de la puerta, y Guillam bajó a contestar. Smiley, alarmado, oyó cómo dejaba pasar al visitante, y luego un ruido atenuado de voces y de pisadas, escaleras arriba. Después, un golpe en la puerta y entró Maston. Llevaba un ramo de flores ostentosamente grande y parecía como si viniera de una garden-party. Smiley recordó que era viernes: sin duda se iba a Henley aquel fin de semana. Sonreía. Debía de haber subido todas las escaleras sonriendo.

    —¡Bueno, George, otra vez en la guerra!
    —Sí, eso parece. Otro accidente.

    Se sentó en el borde de la cama, recostándose a través, apoyando un brazo al otro lado de las piernas de Smiley.

    Hubo una pausa y luego dijo:

    —¿Recibió mi carta, George?
    —Sí.

    Otra pausa.

    —Se ha hablado de una nueva sección en el Departamento, George. Nosotros (su Departamento, mejor dicho) comprendemos que tenemos que dedicar más energía a la investigación técnica, con una dedicación especial al espionaje de los países satélites. Celebro decir que ésa es también la opinión del Ministerio del Interior. Guillam ha accedido a actuar como consejero. No sé si usted aceptaría ocuparse de esto por nosotros. Quiero decir dirigirlo, desde luego, con el necesario ascenso y la opción de prolongar su servicio después de la edad reglamentaria del retiro. Nuestra gente de Personal me apoya plenamente en esto.
    —Gracias... Tal vez podría pensarlo, ¿no?
    —Desde luego..., desde luego -Maston parecía algo desconcertado-. ¿Cuándo me lo dirá? Quizá sea necesario hacerse con un personal nuevo, y además tenemos el problema del espacio... Emplee el fin de semana para pensarlo, ¿quiere?, y déme una respuesta el lunes. El secretario estaba a favor de usted...
    —Sí, ya le daré una respuesta. Es usted muy amable.
    —No tiene importancia. Además, yo soy sólo el consejero, ya sabe, George. Esta es realmente una decisión de orden interno. No soy más que el portador de buenas noticias: mi acostumbrada misión de chico de recados.

    Durante un momento, Maston miró fijamente a Smiley, vaciló y luego dijo:

    —He metido a los ministros en el asunto... en la medida en que es necesario. Hemos discutido qué acción habría que tomar. El ministro del Interior estaba también presente.
    —¿Cuándo ha sido eso?
    —Esta mañana. Se plantearon algunas cuestiones muy graves. Consideramos la posibilidad de protestar a los alemanes orientales y pedir la extradición de Mundt.
    —Pero no hemos reconocido a Alemania del Este.
    —Precisamente ésa es la dificultad. Sin embargo, es posible presentar una protesta por medio de un intermediario.
    —¿Igual que Rusia?
    —Sí. Sin embargo, en este caso concreto, se oponen algunos factores. Hemos pensado que la publicidad, en cualquiera de las formas que adopte, repercutiría, en definitiva, en los intereses de la nación. Ya hay en este país una actitud popular lo suficientemente hostil con respecto al rearme de la Alemania Occidental. Se ha pensado que cualquier declaración de intrigas alemanas en Inglaterra, inspiradas o no por los rusos, podría estimular esa hostilidad. Ya ve, no tenemos pruebas positivas de que Frey actuara a favor de los rusos. Al público se le podría hacer pensar que actuaba por su cuenta o en favor de una Alemania unida.
    —Comprendo.
    —Hasta ahora poquísimas personas están al tanto de los hechos. Por parte de la Policía, el ministro del Interior ha acordado, en principio, que harán lo que puedan por echar tierra al asunto... Y ese Mendel, ¿qué tal es? ¿Es de fiar?

    Smiley odió a Maston por atreverse a decirlo.

    —Sí -dijo.

    Maston se levantó.

    —Bueno -dijo-, bueno. Bien, tengo que marcharme. ¿Quiere alguna cosa, algo que pueda hacer por usted?
    —No, gracias. Guillam me cuida admirablemente.

    Maston se acercó hasta la puerta.

    —Bueno, buena suerte, George. Coja el empleo si puede. — Lo dijo de prisa, con voz sorda y, con una sonrisa de perfil muy bonita, como si para él significara mucho.
    —Gracias por las flores -dijo Smiley.


    Dieter estaba muerto, y era él quien lo había matado. Los dedos rotos de su mano derecha, la rigidez de su cuerpo y el mareante dolor de cabeza, la náusea de la culpabilidad, todo ello lo atestiguaba. Y Dieter le dejó hacer, no había disparado su pistola, se acordó de su amistad cuando Smiley ni la recordó siquiera. Habían luchado como en una nube, en la corriente del río, en el claro de un bosque sin tiempo: se habían encontrado, eran dos amigos que volvían a verse y habían luchado como bestias. Dieter se acordó y Smiley no. Llegaron de diferentes hemisferios de la noche, de distintos mundos de pensamiento y conducta, Dieter, vivaz, absoluto, había luchado por construir una civilización. Smiley, racionalista, protector, luchó por impedírselo.

    —¡Ah Dios mío! — dijo Smiley en voz alta-, ¿quién fue entonces el caballero...?

    Trabajosamente, se levantó de la cama y empezó a vestirse. Se encontraba mejor levantado.


    XVII. Querido consejero


    Querido consejero:
    Por fin puedo responder a la oferta que me hizo Personal sobre un cargo más elevado en él, Departamento. Lamento haber tardado tanto en hacerlo, pero, como usted sabe, últimamente no me he encontrado muy bien, y además he tenido que hacer frente a cierto número de problemas personales fuera del alcance del servicio.
    Como no estoy por completo recuperado de mi indisposición, creo que sería poco juicioso por mi parte aceptar esa oferta. Tenga la bondad de transmitir esta decisión a Personal.
    Estoy seguro de que usted lo comprenderá.

    Suyo,
    George Smiley


    Querido Peter:
    Adjunto una relación sobre el caso Fennan. Es el único ejemplar. Por favor, pásasela a Maston cuando la hayas leído. Creí que sería útil anotar los acontecimientos... aun cuando oficialmente no ocurrieron,

    Tuyo,
    George


    «EL CASO FENNAN


    »El lunes 2 de enero hice una entrevista a Samuel Arthur Fennan, funcionario del Foreign Office, para poner en, claro ciertas acusaciones hechas contra él en una carta anónima. La entrevista se efectuó con arreglo al procedimiento acostumbrado, es decir, con el consentimiento del Foreign Office. No teníamos nada contra Fennan, aparte de sus simpatías hacia el comunismo mientras estuvo en Oxford en los años treinta, a lo que se le daba poca importancia. Por tanto, la entrevista fue, en cierto sentido, una mera formalidad.
    »El despacho de Fennan, en el Foreign Office, resultó ser poco apropiado y acordamos continuar nuestra discusión por el parque St. James, aprovechando el buen tiempo.
    »Se supo luego que fuimos reconocidos y observados por un agente de los Servicios de Información de Alemania Oriental, que había cooperado conmigo durante la guerra. No está claro si había sometido a Fennan a cierto tipo de vigilancia, o si su presencia en el parque fue casual.
    »La noche del 3 de enero, la policía de Surrey dio la noticia de que Fennan se había suicidado. Una carta escrita a máquina, firmada por Fennan, aseguraba que había sido perseguido por los servicios de seguridad.
    »Sin embargo, durante la investigación se pusieron de manifiesto los siguientes hechos, que sugirieron la posibilidad de algún turbio asunto:
    »1.º: A las 7.55 de la noche de su muerte, Fennan había pedido a la Central de Teléfonos de Walliston que le llamara a las 8.30 de la mañana siguiente.
    »2.º: Fennan se había preparado una taza de cacao poco antes de su muerte, y no se lo había bebido.
    »3.º: Al parecer, se había disparado un tiro, en el vestíbulo, al pie de las escaleras. La carta fue encontrada al lado del cuerpo.
    »4.º: Parecía poco lógico que hubiera escrito a máquina su última carta, ya que raramente usaba la máquina, y aún más extraño que bajara las escaleras para suicidarse en el vestíbulo.
    »5.º: El mismo día de su muerte me envió una carta invitándome, en términos apremiantes, a almorzar con él en Marlow al día siguiente.
    »6.º: Después se supo que Fennan había solicitado día libre para el miércoles 4 de enero. Al parecer, no se lo dijo a su mujer.
    »7.º: También se observó que la carta de suicidio estaba escrita con la propia máquina de Fennan, y que contenía ciertas peculiaridades mecanográficas semejantes a las de la carta anónima. Sin embargo, el informe del laboratorio dedujo que las dos cartas no habían sido escritas por la misma mano, aunque sí procedían de la misma máquina.
    »La señora Fennan, que había ido al teatro la noche en que murió su marido, fue invitada a explicar la llamada de las 8.30 de la Central, y aseguró falsamente que la había pedido ella misma. La Central afirmó decididamente que no era así. La señora Fennan aseguró que su marido había estado nervioso y deprimido desde la entrevista, lo que corroboraba lo dicho en su última carta.
    »La tarde del 4 de enero, después de haber dejado horas antes a la señora Fennan, volví a mi casa en Kensington. Al observar a alguien en la ventana, toqué el timbre de la puerta. Abrió la puerta un hombre que luego ha sido identificado como miembro del Servicio de Información de la Alemania Oriental. Me invitó a entrar en la casa, pero yo rehusé y volví a mi coche, tomando nota de las matrículas de los coches aparcados allí.
    »Esa misma noche visité un pequeño garaje de Battersea para averiguar el origen de uno de esos coches que estaba inscrito a nombre del propietario del garaje. Me atacó un asaltante desconocido y quedé sin sentido a consecuencia de los golpes. Tres semanas después, el mismo propietario, Adam Scarr, fue hallado muerto en el Támesis, junto a Battersea Bridge. Parece ser que estaba borracho en el momento de ahogarse. No hubo señales de violencia y se sabía que era un gran bebedor.
    »Es importante reseñar que, durante los últimos cuatro años, Scarr hubiera proporcionado a un extranjero anónimo el uso de un coche, recibiendo por ello generosas recompensas. Estas estaban destinadas a ocultar la identidad de quien lo tomaba en préstamo, incluso ante el propio Scarr, que sólo conocía a su cliente por el alias de Rubiales, y únicamente podía comunicarse con él mediante un número de teléfono. El número de teléfono es importante: era el de la Misión Siderúrgica de la Alemania Oriental.
    »Mientras tanto, se había investigado la coartada de la señora Fennan en la noche del crimen, y salió a luz una interesante información:
    »1.º: La señora Fennan iba dos veces al mes al “Weybridge Repertory Theatre”, el primero y tercer martes. (N. B.: El cliente de Adam Scarr iba a buscar su coche el primero y tercer martes de cada mes.)
    »2.º: Siempre llevaba una cartera para las partituras de música y la dejaba en el guardarropa.
    »3.º: En el teatro se encontraba siempre con un hombre cuyo aspecto correspondía al de mi agresor y cliente de Scarr. Incluso, alguien del personal del teatro suponía equivocadamente que ese hombre era el marido de la señora Fennan. También llevaba una cartera de música y la dejaba en el guardarropa.
    »4.º: En la noche del crimen, la señora Fennan se había marchado del teatro, antes de que terminara el espectáculo, pues su amigo no llegó, y ella olvidó reclamar su cartera de música. Más tarde, esa misma noche, telefoneó al teatro para preguntar si podía ir a buscar la cartera en seguida. Había perdido el ticket del guardarropa. La cartera la recogió el acostumbrado amigo de la señora Fennan.
    »Fue entonces cuando el desconocido pudo ser identificado como un empleado de la Misión Siderúrgica de la Alemania Oriental, llamado Mundt. El jefe de la Misión era Herr Dieter Frey, que durante la guerra colaboró con nuestro Servicio y poseía gran experiencia como agente secreto. Después de la guerra entró a colaborar con el servicio del Gobierno en la zona soviética de Alemania. Debo hacer constar que Frey había actuado conmigo durante la guerra en territorio enemigo y fue siempre un agente competente y hábil.
    »Entonces decidí tener una tercera entrevista con la señora Fennan. Esta se desmoralizó y confesó haber actuado como enlace de espionaje para su marido, que había sido reclutado por Frey durante unas vacaciones esquiando, hacía cinco años. Ella había cooperado de mala gana, en parte por lealtad a su marido y en parte por protegerle de la negligencia de que daba pruebas en su trabajo de espía. Frey había visto que Fennan hablaba conmigo en el parque. Suponiendo que yo actuaba como agente del Servicio, dedujo que Fennan era sospechoso o un agente de doble juego. Instruyó a Mundt para que liquidara a Fennan, y su mujer fue obligada a callar coaccionada por su propia complicidad. Fue ella quien escribió la carta de suicidio en la máquina de Fennan, con una muestra de la firma de su marido.
    »El medio por el cual pasaba a Mundt la información recibida debe ser considerado con atención. Ponía notas y documentos copiados en una cartera de partituras de música, que llevaba al teatro. Mundt llevaba una cartera semejante, que contenía dinero e instrucciones, y, lo mismo que la señora Fennan, la dejaba en el guardarropa. No tenían más que cambiarse los tiquets del guardarropa. Cuando Mundt dejó de aparecer en el teatro en la noche en cuestión, la señora Fennan obedeció instrucciones ya establecidas y envió por correo el ticket a una dirección en Highgate. Se marchó temprano del teatro para alcanzar el último correo de Weybridge. Cuando esa noche, más adelante, Mundt pidió la cartera de música, ella le dijo lo que había hecho. Mundt se empeñó en recoger la cartera aquella misma noche, pues no quería hacer otro viaje a Weybridge.
    »Cuando yo me entrevisté con la señora Fennan a la mañana siguiente, una de mis preguntas (la de la llamada de las 8.30) la alarmó tanto que telefoneó a Mundt. Eso explica el ataque de ese día contra mí, horas después.
    »La señora Fennan me proporcionó la dirección y el número de teléfono que usaba para ponerse en contacto con Mundt, a quien conocía por el nombre de cobertura de Freitag. Ambos correspondían al apartamento de un piloto de «Lufteuropa», que a menudo recibía a Mundt y le proporcionaba acomodo cuando lo necesitaba. El piloto (probablemente un enlace del Servicio de Información de la Alemania Oriental) no ha vuelto a este país desde el 5 de enero.
    »Éste es, pues, el resultado de las revelaciones de la señora Fennan, que, en cierto sentido, no conducían a ninguna parte. El espía estaba muerto y sus asesinos se habían esfumado. Faltaba sólo comprender el alcance del daño ocasionado. Se informó entonces oficialmente al Foreign Office, y el señor Félix Taverner recibió instrucciones para calcular, según los registros, qué información se había puesto en peligro. Esto implicaba repasar todos los documentos a que había tenido acceso Fennan desde su reclutamiento por Frey. Lo notable es que esto no reveló ninguna apropiación sistemática de documentos secretos. Fennan no había sacado documentos secretos, salvo los que le correspondían directamente a él en su trabajo. En los últimos seis meses, cuando su acceso a documentos delicados fue más fácil, no se llevó de hecho ningún documento secreto. Los documentos que se llevaba a casa en ese período eran de interés muy escaso y general, y algunos se referían a temas ajenos a su sección. Esto no estaba de acuerdo con el papel de Fennan como espía. Era posible, sin embargo, que hubiera perdido el gusto por su trabajo, y que la invitación a almorzar que me hizo fuera el primer paso hacia la confesión. Teniendo en cuenta esto, quizá también hubiese escrito la carta anónima que podía servir para ponerle en contacto con el Departamento.
    »A este respecto, han de mencionarse dos hechos más. Bajo nombre ficticio y con pasaporte falso, Mundt se marchó del país en avión el día después de que la señora Fennan hiciese su confesión. Escapó a la atención de las autoridades del aeropuerto, pero, retrospectivamente, le identificó la azafata. Segundo: la agenda de Fennan contenía el nombre y apellido y el teléfono oficial de Dieter Frey; un flagrante quebrantamiento de la más elemental regla de espionaje.
    »Era difícil entender por qué Mundt había esperado tres semanas en Inglaterra después de asesinar a Scarr, y más difícil aún conciliar las actividades de Fennan, según las describió su mujer, con la selección de documentos, evidentemente no planeada e improductiva. El repaso de los datos conocidos lleva repetidamente a la conclusión de que la única evidencia de que Fennan fuera un espía procedía de su mujer. Si los hechos eran como ella los describía, ¿por qué se le había permitido a ella sobrevivir a la decisión de Mundt y Frey de eliminar a los que tuvieran conocimientos peligrosos?
    »Por otra parte, ¿no podría ser espía ella misma?
    »Eso explicaría la fecha de la partida de Mundt: se marchó tan pronto como la señora Fennan le convenció de que yo había aceptado su ingeniosa confesión. Esto explicaría la nota en la agenda de Fennan: Frey era un conocido ocasional de la montaña, visitante, de vez en cuando, en Walliston. Esto daría sentido a la selección de documentos de Fennan: si Fennan deliberadamente eligió documentos no secretos en un momento en que su trabajo era sobre todo secreto, sólo podía haber una explicación: había llegado a sospechar de su mujer. De ahí que me invitara a almorzar en Marlow, a consecuencia, naturalmente, de nuestro encuentro del día anterior. Fennan había decidido contarme sus temores y había pedido un día libre para hacerlo, hecho del que al parecer su mujer no se había dado cuenta. Eso también explicaría por qué Fennan se denunció a sí mismo en una carta anónima: quería ponerse en contacto con nosotros como preliminar para denunciar a su mujer.
    »Continuando esta suposición, resultaba curioso que en los asuntos de nuestro trabajo, sólo la señora Fennan fuera eficaz y consciente. La técnica empleada por ella y por Mundt recordaba la de Frey durante la guerra. El recurso de emergencia para enviar por correo el ticket del guardarropa si no se verificaba el encuentro, era típico de su escrupulosa planificación. La señora Fennan, al parecer, había actuado con una precisión difícilmente compatible con su afirmación de ser parte reacia de la traición de su marido.
    »Aunque lógicamente ahora la señora Fennan resultaba sospechosa de espionaje, no había razón para creer que su relato sobre lo que había ocurrido en la noche del asesinato de Fennan fuera necesariamente falso. Si hubiera conocido la intención de Mundt de asesinar a su marido, no habría llevado la cartera de música al teatro, ni enviado por correo el ticket del guardarropa.
    »No parecía haber modo de probar la cuestión contra ella a no ser que fuera posible poner otra vez en marcha la relación entre la señora Fennan y su controlador. Durante la guerra, Frey había urdido un ingenioso código para comunicaciones de emergencia, por medio de postales con fotos. El tema de la fotografía constituía el mensaje. Un tema religioso, como la pintura de una Madonna o una iglesia, significaba la petición de reunirse cuanto antes. El destinatario enviaba como respuesta una carta insustancial, preocupándose en poner la fecha. Una reunión tenía efecto en lugar y hora preestablecidos, cinco días después de la fecha de la carta.
    »Posiblemente Frey, cuyo modo de trabajar, evidentemente, había cambiado muy poco desde la guerra, hubiera conservado ese sistema, que, después de todo, sólo raras veces iba a necesitar. Confiando, pues, en ello, envié a Elsa Fennan una postal que representaba una iglesia. La postal fue enviada desde Highgate. Mi esperanza, un tanto aventurada, era que ella supondría que le había llegado por mediación de Frey. Reaccionó en seguida enviando a una dirección desconocida, en el extranjero, una entrada para una función de teatro en Londres, cinco días después. La comunicación de la señora Fennan llegó a Frey, que la aceptó como convocatoria urgente. Sabiendo que Mundt estaba comprometido por la “confesión” de la señora Fennan, decidió acudir él mismo.
    »Por tanto, se encontraron en el «Sheridan Theatre, Hammersmith», el martes 15 de febrero.
    »Al principio, cada cual supuso que el otro había preparado el encuentro, pero cuando Frey se dio cuenta de que les habían reunido con un engaño, tomó una resolución tajante. Tal vez sospechó que la señora Fennan lo había atraído a una trampa, o advirtió que estaba vigilado. No lo sabremos nunca. En cualquier caso, la asesinó. El método que utilizó está descrito por el informe del forense en el sumario: “Una presión aislada se aplicó a la laringe, especialmente a los cuernos del cartílago tiroides, lo que produjo la muerte casi inmediata. Parece ser que el atacante de la señora Fennan no era lego en estos asuntos.”
    »Frey fue perseguido hasta un lanchón amarrado junto a Cheyne Walk, y, durante la violenta resistencia que opuso a su detención, cayó al río, de donde su cuerpo ha sido recuperado.»


    XVIII. Entre dos mundos


    El club poco respetable de Smiley solía estar vacío los domingos, pero la señora Sturgeon no echaba la llave a la puerta por si acaso se le antojaba aparecer a alguno de sus caballeros. Adoptaba hacia sus caballeros la misma actitud severa y posesiva de sus días de patrona en Oxford, cuando imponía a sus afortunados huéspedes más respeto que toda la reunión de profesores y decanos. Una vez hizo que Steed-Asprey echara diez chelines en el cepillo de los pobres por haber llevado siete invitados sin avisar, y después les dio una cena inolvidable.

    Se sentaron en la misma mesa que la otra vez. Mendel parecía un poco más consumido, un poco más viejo. Apenas habló durante la comida, manejando el cuchillo y el tenedor con la misma cuidadosa precisión que aplicaba a cualquier tarea. Guillam agotó la mayor parte de la conversación, pues también Smiley se mostraba menos hablador que de costumbre. Se encontraban a gusto en compañía y ninguno sentía demasiado la necesidad de hablar.

    —¿Por qué lo haría ella? — preguntó Mendel de pronto.

    Smiley movió la cabeza lentamente:

    —Creo que lo sé, pero sólo podemos conjeturarlo. Creo que soñaba con un mundo sin conflictos, ordenado y defendido por la nueva doctrina. Una vez la irrite y me gritó: «Soy la judía errante -dijo-, la tierra de nadie, el campo de batalla para vuestros soldaditos de juguete». Al ver la nueva Alemania reconstruida a imagen de la antigua, vio que volvía de nuevo el orgullo pomposo, como dijo, y creo que eso fue demasiado para ella. Creo que consideró la inutilidad de su sufrimiento y la prosperidad de sus perseguidores, y se rebeló. Cinco años antes, me dijo, conocieron a Dieter durante unas vacaciones, esquiando en Alemania. En aquellos días, el restablecimiento de Alemania como importante potencia occidental estaba ya muy avanzado.
    —¿Era comunista?
    —No creo que le gustaran las etiquetas. Supongo que quería ayudar a construir una sola sociedad que pudiera vivir sin conflictos. La paz se ha vuelto una sucia palabra, ¿no? Creo que ella perseguía la paz.
    —¿Y Dieter? — preguntó Guillam.
    —Dios sabe lo que quería Dieter. Honor, creo, y un mundo socialista. — Smiley se encogió de hombros-. Soñaban con la paz y la libertad. Ahora son asesinos y espías.
    —¡Dios Santo! — dijo Mendel.

    Smiley volvió a quedar callado, mirando el interior de su vaso. Por último dijo:

    —No puedo esperar que lo comprendáis. Sólo habéis visto el final de Dieter. Yo vi el comienzo. Ha recorrido el círculo entero. Creo que nunca superó la idea de haber sido un traidor en la guerra. Tenía que compensarlo. Era uno de esos edificadores del mundo que parece que no hacen otra cosa más que destruir: eso es todo.

    Guillam intervino oportunamente:

    —¿Y qué hay de la llamada de las ocho y media?
    —Creo que es bastante evidente. Fennan quería verme en Marlow y se había tomado un día libre. No pudo haberle dicho a Elsa que se iba a tomar un día libre. De lo contrario, ella habría tratado de explicármelo con una mentira cualesquiera. Pidió una llamada telefónica con objeto de tener una excusa para ir a Marlow. Esto es, sin embargo, lo que yo supongo.

    El fuego chisporroteaba en la ancha chimenea.

    Smiley tomó el avión de medianoche para Zurich. Era una noche hermosa, y a través de la ventanilla, a su lado, observó el ala gris, inmóvil sobre el cielo iluminado por las estrellas, un atisbo de eternidad entre dos mundos. Esta visión le tranquilizó, calmó sus temores y sus dudas, le hizo sentirse fatalista respecto al inescrutable designio del universo. Todo parecía importar muy poco: la patética petición de amor, o el regreso a la soledad.

    Pronto se hicieron visibles las luces de la costa francesa. Al mirarlas, empezó a sentir allá abajo, en otros, la vida estática: el olor rancio de las «Gauloises Bleues», del ajo y la buena comida, las sonoras voces en el bistro. Maston estaba a un millón de millas, encerrado entre sus áridos papeles y sus relucientes políticos.

    Smiley ofrecía una extraña figura a sus compañeros de viaje: un hombrecillo gordo, más bien sombrío, que de repente sonrió y pidió una bebida. El joven rubio que iba a su lado le examinó atentamente con el rabillo del ojo. Conocía muy bien ese tipo de hombre: el cansado burócrata que se va al extranjero a divertirse un poco. Le pareció bastante repugnante.


    Fin


    [1] Teen-agers, en alemán. Es decir, muchachos y muchachas de quince a diecinueve años.

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      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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