COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS (Robert Sawyer)
Publicado en
julio 27, 2019
La transferencia se desarrolló suavemente, como un bisturí abriéndose paso por la carne. Cohen estaba emocionado y decepcionado a la vez. Le apasionaba estar aquí: quizá la juez había estado en lo cierto, quizá realmente perteneciera a este lugar. Pero a su emoción le faltaba algo de atractiv o, ya que no estaba acompañada de los signos fisiológicos propios de la excitación: palmas sudorosas, corazón galopante, respiración acelerada. ¡Oh, sí!, había un corazón, desde luego, sus latidos un atronador ruido de fondo, pero no era el corazón de Cohen.
Era el del dinosaurio.
Todo era del dinosaurio: Cohen veía ahora el mundo con los ojos de un tiranosaurio.
Los colores parecían estar equivocados. Seguramente, aquí en el Mesozoico, la clorofila de las hojas de las plantas también las hubiera hecho aparecer de color verde, pero el dinosaurio las veía azul marino.
El cielo era de color lavanda; el suelo que pisaba, gris ceniza.
Estas antiguallas tenían conos diferentes, pensó Cohen. Bueno, ya se acostumbraría. Después de todo, no tenía otra elección. Iba a acabar sus días como un observador en el interior del cerebro de un tiranosaurio. Vería lo que la bestia viera, oiría lo que ésta oyera, sentiría lo que ella sintiera. No podría tomar el control de sus movimientos, según le aseguraron, pero podría experimentar todas las demás sensaciones.
El rex continuaba su marcha.
Al menos Cohen esperaba que la sangre siguiera siendo roja.
No sería lo mismo de otro color.
* * *
—¿Y qué fue, Sra. Cohen, lo que su marido dijo antes de dejar su casa la noche de autos?
—Dijo que salía a cazar humanos. Pero yo pensaba que se trataba de una broma.
—Evite las interpretaciones, Sra. Cohen. Simplemente repita ante este tribunal, tan fielmente como pueda recordar, las palabras exactas de su marido.
—Dijo: «Salgo a cazar humanos» -Gracias, Sra. Cohen. Aquí concluye el caso de la Corona, Señoría.
* * *
El tosco bordado que adornaba la pared de las dependencias de Su Señoría Amanda Hoskin era obra de su marido. Recogía unos de sus versos favoritos de El Mikado, y mientras preparaba la sentencia a menudo levantaba la vista y posaba su mirada sobre ellos, releyendo:
Mi objetivo sublime lograré con el tiempo:
Hallar el castigo acorde al crimen.
El castigo acorde al crimen.
Éste era un caso difícil, un caso horrible. La juez Hoskins siguió dándole vueltas.
* * *
No sólo los colores resultaban extraños. La visión desde el interior del cráneo del tiranosaurio también resultaba diferente en otros aspectos.
El tiranosaurio sólo tenía una visión estereoscópica parcial. Había una zona en el centro del campo de visión de Cohen en la que podía juzgar las distancias relativas. Pero debido a la disposición algo lateral de los ojos de la bestia, el panorama abarcado por ésta era mucho más amplio que el de un humano, una especie de Cinemascope sauriano cubriendo 270 grados.
El amplísimo campo de visión oscilaba de un lado a otro a medida que el tiranosaurio escrutaba el horizonte.
En busca de un presa.
En busca de algo que matar.
* * *
El Heraldo de Calgary, edición del Jueves, 16 de Octubre del 2042: El asesino en serie Rudolph Cohen, de 43 años de edad, fue sentenciado ayer a la pena capital. Antiguo miembro prominente del Colegio de Médicos y Cirujanos de Alberta, el Dr. Cohen fue encontrado culpable de las 37 acusaciones de homicidio en primer grado que se le imputaban.
En su espeluznante testimonio, el Dr. Cohen admitió, sin ningún asomo de remordimiento, haber aterrorizado a sus víctimas durante horas antes de cortarles el cuello con utensilios quirúrgicos.
Es la primera ocasión en los últimos ochenta años que se dicta una sentencia a muerte en este país.
En la lectura de la sentencia, Su Señoría Amanda Hoskins sostuvo que el Dr. Cohen era «el mayor y más brutal asesino de sangre fría que había asolado el Canadá desde que el Tyranosaurus Rex poblara sus praderas* * *”
* * *
De entre un grupo de secuoyas, diez metros más adelante, emergió un segundo tiranosaurio. Cohen sospechaba que los tiranosaurios habrían sido fieramente territoriales, ya que cada animal precisaba grandes cantidades de carne para su supervivencia. Se preguntó si el animal en el que se encontraba atacaría al otro individuo.
Su dinosaurio ladeó la cabeza para mirar al otro rex, que se les ofrecía de perfil. Pero al hacerlo, casi toda la imagen mental del dino se disolvió en un vacío blanco, como si al intentar concentrarse en los detalles el minúsculo cerebro de la bestia perdiera la imagen global.
Al principio, Cohen pensó que su rex estaba mirando a la cabeza del otro dinosaurio pero pronto la parte superior del cráneo del otro animal, el extremo de su hocico y la parte posterior de su poderoso cuello se difuminaron en una nada blanca. Todo lo que quedó fue una visión de su garganta. Bien, pensó Cohen. Un buen mordisco en ese lugar podría acabar con el animal.
La piel de la garganta de la otra bestia era de aspecto liso y de un tono gris verdoso.
Desconcertantemente, el rex de Cohen no se lanzó al ataque. Giró la cabeza y volvió a escudriñar el horizonte.
En un ataque de inspiración, Cohen cayó en la cuenta de lo que había pasado. Otros chicos del barrio habían tenido perros y gatos como mascotas. Él tuvo lagartos y serpientes -carnívoros de sangre fría, un hecho al que los psicólogos que actuaron como testigos expertos dieron bastante significación-. Algunos tipos de lagartos machos desarrollaban una papada en forma de saco que les colgaba de cuello. El rex que habitaba -un macho, según la opinión de los paleontólogos del Tyrrell- había inspeccionado al otro animal y había visto que su garganta era lisa y, por lo tanto, una hembra. Algo con lo que aparearse, tal vez, no algo a lo que atacar.
Quizá se aparearan pronto. Cohen nunca había experimentado un orgasmo salvo durante el acto de matar. Se preguntó cómo sería.
* * *
—¿Hemos gastado mil millones de dólares desarrollando el viaje en el tiempo, y ahora me dice que el sistema no vale para nada?
—Bueno
* * *
—¿Eso es lo que está diciendo, no, profesor? Que la cronotrasferencia no tiene aplicaciones prácticas -No exactamente, Ministro. El sistema funciona. Podemos proyectar la conciencia de un ser humano hacia atrás en el tiempo, superponiéndola en la mente de alguien que vivió en el pasado.
—Sin forma alguna de romper el vínculo. Maravilloso.
—No es cierto. El vínculo se rompe automáticamente.
—Correcto. Cuando la persona histórica a la que se ha transferido la conciencia muere, el vínculo desparece.
—Precisamente.
—Y entonces la persona de nuestro tiempo cuya conciencia ha sido transferida muere a su vez.
—Admito que esa es una consecuencia desafortunada de unir dos mentes tan estrechamente.
—¡O sea que estoy en lo cierto! Esta jodida cronotransferencia no sirve para nada.
—Oh, eso no es así, Ministro. De hecho, creo que he encontrado la aplicación perfecta para ella.
* * *
El rex proseguía su camino. Aunque la atención de Cohen se había centrado en la peculiar visión de la bestia, empezaba ahora a calibrar también otros de sus sentidos. Podía oír el ruido de la pisadas del rex, de ramas y plantas apisonadas, de pájaros o pterosaurios cantando, y permeando todo ello, el zumbido incansable de multitud de insectos. De todas formas, los distintos sonidos le llegaban bajos y apagados; las sencillas orejas del rex eran incapaces de captar los agudos, y aquellos sonidos que llegaban a detectar se discernían con pocos matices. Cohen suponía que el Cretácico tardío debió haberse sido toda un sinfonía de tonalidades varias, pero parecía estar escuchándola con orejeras.
El rex continuaba hacia delante, todavía buscando. Cohen fue siendo consciente de otras muchas sensaciones, tanto del mundo exterior como del interior, incluyendo el intenso sol de la tarde que caía sobre él y una enojante sensación de hambre en el estómago de la bestia.
Comida.
Era lo más cercano a un pensamiento coherente que había detectado en el animal, una imagen mental de trozos de carne iniciando su camino garganta abajo.
Comida.
* * *
Acta de Preservación de los Servicios Sociales del 2022: El Canadá se articula sobre el principio del Servicio de la Seguridad Social, una serie de derechos y programas diseñados para asegurar un alto nivel de vida para todos sus ciudadanos. Sin embargo, la creciente esperanza de vida junto con la rebaja constante de la edad de jubilación obligatoria han acarreado un peso insoportable para nuestro sistema de bienestar social y, en particular, para su piedra angular: el cuidado sanitario universal. Ante la perspectiva de la jubilación a los 45 años de la mayoría de los contribuyentes y una esperanza media de vida de 94 (varones) o 97 años (mujeres), el sistema está a un paso del colapso total. Por ello, a partir de este momento, todos los programas sociales estarán sólo disponibles para aquellos contribuyentes menores de 60 años, con una excepción: todos los canadienses, independientemente de su edad, podrán acogerse, con cargo a fondos públicos, al programa de eutanasia por cronotransferencia esponsorizada por el gobierno.
* * *
¡Allí! ¡Enfrente! ¡Algo se mueve! Es enorme, sea lo que sea: una silueta indistinta visible sólo a ratos detrás de un puñado de abetos.
Un cuadrúpedo de algún tipo, su parte trasera vuelta hacia él / hacia el dinosaurio / hacia ellos.
Sí, allí. Ahora se gira. La visión periférica del rex se disuelve en una nada albina en cuanto se concentra en la cabeza.
Tres cuernos.
Un Triceratops.
¡Magnífico! Cohen había pasado horas de niño devorando libros sobre dinosaurios, en busca de escenas de carnicería. No había mejores batallas que aquellas en las que el Tyranosaurus Rex se enfrentaba a un Triceratops, un tanque mesozoico de cuatro patas con un trío de cuernos proyectándose desde su cara y una coraza de hueso dispuesta sobre la parte posterior de su cráneo para proteger el cuello.
Y, sin embargo, el rex seguía su marcha No, pensó Cohen. ¡Gírate, maldito bicho! ¡Gírate y ataca!
* * *
Cohen recordaba cuando había empezado todo, aquel decisivo día tantos años atrás y tantos años en el futuro de su ahora. Debería de haber sido una operación rutinaria. Supuestamente el paciente estaba correctamente sedado. Cohen llevó su bisturí hasta el abdomen, y, entonces, con pulso firme hizo la incisión. El paciente emitió un grito ahogado. Había sido un sonido maravilloso, un sonido bello.
Anestesia Insuficiente. El anestesista se apresuró a reajustar la dosis.
Cohen supo que tenía que escuchar de nuevo ese sonido. Tenía que hacerlo.
* * *
El tiranosaurio prosiguió su marcha. Cohen no podía ver sus patas, pero podía sentir cómo se movían.
Izquierda, derecha, arriba, abajo.
¡Ataca, estúpido!
Izquierda.
¡Ataca!
Derecha.
¡Ve por él!
Arriba.
¡Ve a por el Triceratops!
Abajo
* * *
La bestia dudó un instante aguantando el equilibrio sobre un solo pie, su pata izquierda en el aire.
¡Ataca!
¡Ataca!
Y en ese momento, por fin, el rex cambió de rumbo. El ceratopsio apareció en la región tridimensional del campo de visión del tiranosaurio como un objetivo en el punto de mira de un arma.
* * *
«Bienvenido al Instituto de la Cronotransferencia. ¿Sería tan amable de permitirme ver su tarjeta de la Seguridad Soc ial, por favor? Bien, siempre hay un final para todo, ¿no es sí? Bueno, ahora que ha llegado el momento, seguro que le agradará una muerte excitante. El problema es encontrar a alguien interesante que no se haya usado ya. Verá, solo podemos superimponer una mente en un personaje histórico dado.
Todos los más obvios están ya agotados, me temo. Todavía recibimos una docena de llamadas cada semana pidiendo a Jack Kennedy, pero él fue uno de los primeros en dejarnos, por así decirlo. Si puedo hacerle una sugerencia, sin embargo, tenemos catalogados miles de oficiales de las Legiones Romanas.
Tienden a proporcionar unas muertes bastante satisfactorias. ¿Qué le parece algo bonito de la Guerra de las Galias?”
* * *
El Triceratops levantó la vista, su gigantesca cabeza elevándose de entre las enormes hojas de gunnera que había estado mascando. Ahora que el rex había centrado su atención en el herbívoro, parecía realmente decidido.
El tiranosurio pasó a la carga.
El triastado estaba de lado con respecto al rex. Empezó a girarse para interponer entre ambos su cabeza acorazada.
El horizonte oscilaba brutalmente a medida que el rex corría. Cohen podía oír el corazón de la bestia resonar atronadoramente, rápidamente, como una ráfaga de fuego muscular.
El Triceratops, sin tiempo de completar su giro, abrió su pico de loro pero no produjo sonido alguno.
Las gigantesca zancadas acortaban la distancia entre los dos animales. Cohen notó abrirse las mandíbulas del rex hasta el límite, hasta prácticamente desencajarse.
El rex hizo presa en el lomo del caricuerno, sobre sus hombros. Cohen vio cruzar su campo de visión dos de los colmillos del propio rex arrancados por la violencia del impacto.
Saboreó la sangre caliente que manaba de la herida* * *
El rex se retiró dispuesto a asestar un nuevo bocado.
El Triceratops acabó de girar su cabeza. Se abalanzó hacia delante y logró clavar el largo cuerno que coronaba su ojo izquierdo en una de las patas del rex* * *
Dolor. Exquisito y bello dolor.
El rex rugió. Cohen lo oyó dos veces, una, reverberando dentro del cráneo del animal, y otra segunda cuando las colinas distantes devolvieron su eco. Una bandada de pterosurios remontaron el vuelo. Cohen los vio desparecer de la imagen, cuando el dinosaurio decidió eliminarlos de la escena. Distracciones irrelevantes.
El Triceratops reculó, retirando el cuerno del muslo del rex.
La sangre, observó Cohen con fruición, seguía siendo de color rojo.
* * *
—Si la juez Hoskins hubiera ordenado la silla eléctrica -dijo Axworthy, el abogado de Cohen- podríamos haberla rebatido en base a los supuestos de Charter. Castigo cruel e inusual, y todo eso. Pero lo que ha hecho ha sido autorizar para usted el acceso completo al programa de eutanasia por cronotransferencia -Axworthy hizo una pausa-. La juez dejó claro que simplemente quería verle muerto.
—Qué considerado por su parte -dijo Cohen Axworthy ignoró el comentario.
—Estoy seguro de que puede elegir lo que guste -dijo-. ¿A quién querría ser transferido?
—No a quién -dijo Cohen-, sino a qué.
—¿Cómo?
—Esa maldita juez dijo que yo era el peor asesino de sangre fría que había hecho su aparición en Alberta desde el Tyranosaurus rex.— Cohen hizo un ademán negativo con la cabeza-. Idiota. ¿Acaso no sabe que los dinosaurios eran de sangre caliente? De cualquier forma, eso es lo que quiero. Quiero ser transferido a un T. Rex.
—¿Estará bromeando?
—Bromear no es mi fuerte, John. Matar, sí lo es. Quiero saber quien era mejor en ello, si el rex o yo.
—La verdad es que no sé si puede hacerse algo así -dijo Axworthy.
—Pues averígüelo, maldita sea. ¿Para qué cree que le pago?
* * *
El rex se echó a un lado, moviéndose con sorprendente agilidad para un animal de su volumen, y de nuevo hincó sus terribles dientes en el hombro del ceratopsio. El herbívoro no dejaba de perder sangre, como si un millar de sacrificios se hubieran ofrecido en el altar de su lomo.
El Triceratops ensayó una nueva embestida, pero se estaba debilitando rápidamente. El tiranosaurio, astuto a su manera a pesar de su cortísimo intelecto, se limitó a retirarse tranquilamente una docena de grandes pasos. El caricuerno dio un paso tentativo hacia delante, y luego otro, y, con gran y laborioso esfuerzo, un tercero. Pero entonces el tanque-dinosaurio se tambaleó, y al tiempo que sus párpados empezaban a cerrarse, cayó pesadamente de lado.
Cohen, momentáneamente sorprendido, se apasionó al oírlo caer al suelo con un sonoro splash* * * no se había dado cuenta de la cantidad de sangre que había manado por la enorme herida que el rex había abierto en la espalda del animal.
El tiranosaurio se acercó, levantó su pata izquierda y la hizo caer sobre el vientre expuesto del Triceratops. Sus tres afiladas garras abrieron el abdomen de la bestia esparciendo sus entrañas al duro sol de la tarde. Cohen pensó que el rex rugiría ahora victorioso, pero no lo hizo. Simplemente hundió su hocico en la bestia caída y metódicamente se aplicó a engullir trozos de su carne.
Cohen estaba algo decepcionado. El enfrentamiento entre los dinosaurios había estado bien, la puesta en escena había estado bien diseñada, y, desde luego, no había faltado abundante sangre* * * pero no había habido terror. No había sentido que el Triceratops temblara de miedo, no había escuchado petic iones de clemencia. No había sentido el poder, el control. Había asistido al enfrentamiento de dos bestias cortas y salvajemente ciegas moviéndose en la forma preprogramada en sus genes.
No era suficiente. Bastante menos que suficiente, de hecho.
* * *
La juez Hoskins miró al abogado desde el otro lado de la mesa de su despacho
—¿Un Tyranosaurus, Sr. Axworthy? Yo hablaba figuradamente.
—Lo entiendo, Señoría, pero no dejaba de ser una observación apropiada, ¿no cree? He contactado con la gente de la Cronotransferencia, y dicen que puede hacerse si se tiene un espécimen de rex concreto con el que trabajar. Tienen que retropropagarse a partir de material físico real para lograr unas buenas coordenadas temporales* * *
A la juez Hoskins le impresionaba tan poco la jerga científica como la jerga legal.
—Exponga su caso, Sr. Axworthy.
—He llamado al Museo Tyrrell de Paleontología en Drumheller y he preguntado por los fósiles de Tyranosaurus existentes en todo el mundo. Resulta que sólo hay un puñado de esqueletos completos, y me han hecho llegar una lista indicándome, hasta donde han podido, las causas probables de la muerte de cada uno de ellos -comentó Axworthy, e hizo deslizar una hoja impresa sobre la mesa.
—Deje esto conmigo, abogado. Ya lo haré llamar Axworthy dejó el despacho, y la juez Hoskins paseó la vista por la breve lista. Se hundió en su silla de cuero y por enésima vez releyó la leyenda del bordado de la pared:
Mi objetivo sublime lograré con el tiempo.
* * *
Leyó esa línea otra vez, moviendo ligeramente los labios al subvocalizar las palabras: "lograré con el tiempo".
* * *
La juez devolvió la mirada a la lista de los hallazgos de tiranosaurios. Ajá, este servirá. Sí, éste es perfecto. Pulsó el botón de su intercomunicador.
—David, mira a ver si puedes localizar al Sr. Axworthy.
* * *
Había habido algo inusual en el ataque al Triceratops, algo que intrigaba a Cohen. La cronotransferencia se había llevado a la práctica en incontables ocasiones; era una de las formas más populares de eutanasia. En algunas ocasiones, el cuerpo físico del transferido había dejado escapar algún comentario sobre lo que estaba experimentando, algo así como hablar dormido. Quedaba claro por esos testimonios que los transferidos no podían ejercer control alguno sobre los cuerpos de los que eran huéspedes.
Es más, los físicos afirmaban que dicho control era imposible. La cronotransferencia funcionaba en primer lugar porque el transferido no podía ejercer ninguna influencia, y se limitaba a observar cosas que ya habían sido observadas antes. Como no tenían lugar nuevas observaciones, no se producían distorsiones mecánico-cuánticas. Después de todo, sostenían los físicos, si hubiera posibilidad de control, podría cambiarse el pasado. Y eso era imposible.
Y, sin embargo, cuando Cohen había deseado que el rex alterara su rumbo, eso es exactamente lo que parecía haber pasado.
¿Acaso el rex tenía tan poca sesera que los pensamientos de Cohen podían controlar a la bestia?
Era un locura. Una locura de increíbles consecuencias.
Y, aun así.
* * *
Tenía que averiguar si estaba en lo cierto. El rex se encontraba adormilado, echado sobre su vientre, ahíto de carne de ceratopsio. Parecía tener intención de permanecer en esa postura un buen rato, disfrutando de las primeras brisas del atardecer.
Arriba, pensó Cohen. ¡Arriba, maldito!
Nada. No hubo respuesta.
¡Levántate!
La mandíbula inferior del rex descansaba sobre el suelo. La superior la tenía en alto, la boca bien abierta. Pequeños pterosaurios entraban y salían de sus fauces abiertas, picoteando pedazos de carne de caricuerno entre los dientes curvados del rex con sus picos semejantes a largas agujas.
Levántate, pensó Cohen de nuevo. ¡Arriba!
El rex se removió.
¡Arriba!
El tiranosaurio se incorporó empleando su cortos miembros superiores para evitar resbalar hacia delante mientras empujaba con sus poderosos cuartos traseros hasta ponerse en pie.
Adelante, pensó Cohen. ¡Adelante!
Notaba algo diferente en el cuerpo del animal: tenía la tripa a punto de reventar.
¡Adelante!
Con pasos trabajosos, el rex inició la marcha.
Era maravilloso. ¡Estar al mando otra vez! Cohen sintió el viejo gusanillo de la caza.
Y sabía exactamente lo que iba a hacer.
* * *
—La juez Hoskins está de acuerdo -dijo Axworthy-. Ha autorizado su transferencia a ese nuevo T. rex que tienen aquí mismo en Alberta, en el Tyrrell. Dicen que se trata de un adulto joven. A juzgar por el aspecto del esqueleto parece que murió de una caída, probablemente se despeñó por una fisura. Las dos patas y la columna están fracturadas pero el esqueleto en su conjunto se ha mantenido casi totalmente articulado, lo que sugiere que los carroñeros no pudieron llegar hasta él. Desgraciadamente, la gente a cargo de la cronotransferencia dice que debido a la gran distancia de retropropagación sólo podrán transferirle unas pocas horas antes de que tenga lugar el accidente. Pero, en cualquier caso, podrá ver cumplido su deseo: va usted a morir en la piel de un tiranosaurio. Ah, aquí están los libros que pidió: un compendio completo sobre la flora y fauna del Cretácico. Va a tener tiempo de sobra para examinarlo: los de la cronotransferencia van a tardar un par de semanas en tenerlo todo listo.
* * *
Cuando el atardecer prehistórico empezó a convertirse en noche, Cohen encontró lo que buscaba escondido entre unos matorrales: grandes ojos marrones, morro alargado, de cuerpo menudo y ágil y cubierto de un pelo que a los ojos de tiranosaurio aparecía de color marrón azulado.
Un mamífero. Pero no cualquier mamífero. Purgatorius, el antiquísimo primer primate, de cuya existencia en el final del Cretácico existían vestigios en Montana y Alberta. Una miniatura de tan sólo diez centímetros sin contar su cola de rata. Criaturas raras en estos tiempos: una población contada y valiosa.
La pequeña bola de pelo podía correr rápido para su tamaño, pero un solo paso del tiranosaurio equivalía a más de un ciento del mamífero. No tenía escapatoria.
El rex se inclinó hacia delante y lo examinó de cerca, permitiendo a Cohen estudiar la cara de esa bola peluda: era lo más cercano a un semblante humano que podría verse hasta que no pasaran otros sesenta millones de años. Las facciones del animal se desencajaron de terror.
Puro y duro temor.
Terror de mamífero.
Cohen vio a la criatura aullar.
La oyó aullar.
Fue un momento precioso.
El rex acercó su boca abierta al pequeño mamífero, inspirando con tal fuerza que lo succionó hacia su interior. Normalmente, el rex se lo hubiera tragado de un bocado, pero Cohen lo impidió. Simplemente lo obligó a no hacer nada, a esperar mientras el pequeño primate correteaba muerto de pánico por la gran caverna de la boca del dinosaurio, rebotando en sus paredes carnosas y en sus dientes gigantes, resbalando en la seca y masiva lengua.
Cohen saboreó sus chillidos de pavor. Se recreó en la penosa situación del animal, muerto de miedo, moviéndose en el interior de su prisión viviente.
Al cabo de un rato y con sumo deleite, Cohen liberó al animal de su miserable agonía permitiendo que el rex lo engullera, lo que le produjo una grata sensación cosquilleante a medida que la bola de pelo resbalaba garganta abajo.
Era como en los viejos tiempos.
Como cazar humanos.
Y entonces a Cohen se le ocurrió algo maravilloso. Si mataba bastantes de esas pequeñas y lloriqueantes bolas de pelo, no tendrían descendientes. Nunca habría un
Homo sapiens. En un sentido bastante literal, Cohen advirtió que estaba cazando humanos: todo ser humano que alguna vez pudiera existir.
Por supuesto, unas pocas horas no serían suficiente para acabar con demasiadas de esos bichos. Sin duda la intención de la juez Hoskins al autorizar la transfererencia había sido buscar un acto de justicia poética: enviarlo al pasado para acabar en una fosa* * * maldita.
Y estúpida. Ahora que controlaba el cuerpo de la bestia no iba a permitir que muriera joven. Sólo tenía que* * *
Allí estaba. La fisura. Un desgarrón en la tierra de bordes desdibujados. Maldición, era realmente difícil de ver. Las sombras arrojadas por los árboles vecinos delineaban un intrincado patrón que disimulaba su abertura irregular. No era de extrañar que el poco ingenioso rex la hubiera pasado por alto hasta ser demasiado tarde.
Pero no esta vez.
Gira a la izquierda, pensó Cohen.
Izquierda.
Su rex obedeció.
En un futuro debería evitar este área en particular y mantenerse siempre en el lado seguro. Además, había un extenso territorio por cubrir. Afortunadamente, este era un rex joven: apenas un chaval. Tenía décadas para dedicarse a su caza particular. Cohen estaba seguro de que Axworthy conocía bien su trabajo: una vez que fuera evidente que el vínculo duraba más de unas pocas horas, pleitearía durante años para paralizar cualquier intento de desenchufarle.
Cohen sintió la vieja pasión acrecentándose en su interior, y en el del rex. El tiranosaurio proseguía la marcha.
Esto era mejor que los viejos tiempos, pensó. Mucho mejor.
A la caza de la humanidad entera.
El resultado sería maravilloso.
Se concentró en cualquier signo de movimiento entre los matorrales.
FIN