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enero 01, 2012
FOTO: © MARTY KATZ/GAMMA-LIAISON; FOTO DE LA ESTRELLA DE BRONCE: CORTESÍA DE LA ARMADA DE ESTADOS UNIDOSRobert Stethem no se doblegó ante los aeropirátas, y sólo Dios sabe cuántas vidas salvó con su valor silencioso.
Por Henry HurtERA UNA radiante mañana de primavera, suficiente motivo de alegría para Ruth Henderson y sus padres al llegar al aeropuerto de Atenas para tomar el vuelo 847 de Trans World Airlines (TWA) con destino a Roma. La muchacha, al término de sus vacaciones, tenía muy frescos sus recuerdos de las islas griegas bañadas de sol. Era el 14 de junio de 1985.
El Boeing 727, con 153 pasajeros y la tripulación a bordo, despegó como de costumbre. Siguiendo la ruta establecida para ese vuelo, el capitán, John Testrake, piloto con 30 años de experiencia, enfiló hacia el oeste. Ruth, de 16 años, pelo oscuro y ojos grises, iba en un asiento de la fila 12. De pronto alzó la mirada del libro que estaba leyendo. "Oí cierta agitación en la parte posterior del avión, y luego unas pisadas muy fuertes", recuerda. "Dos hombres pasaron corriendo. Con el rabillo del ojo, vi una pistola. Comprendí que estábamos en apuros".Blandiendo la pistola y una granada de mano con el seguro quitado, dos aeropirátas llevaron a empellones a los pasajeros de primera clase hasta la sección de clase turista, y obligaron a todos a agacharse y mantener la cabeza baja todo el trayecto hasta Beirut. Golpearon con las pistolas algunos cráneos que no les parecieron suficientemente bajos.Minutos después de despegar de nuevo, esta vez de Beirut y con destino a Argel, los secuestradores ordenaron a Uli Derickson, la sobrecargo de los tripulantes, que recogiera todos los pasaportes. Varios estadunidenses que llevaban pasaportes oficiales o identificaciones militares fueron llamados a la sección de primera clase.Algunos de ellos dieron datos vagos respecto a su identidad, pero un joven manifestó sin reservas que servía en la Armada de Estados Unidos. Era de estatura mediana, complexión robusta y musculosa, pelo negro y fisonomía agradable, con pómulos salientes. Si Robert Dean Stethem estuvo asustado en aquel momento, Uli Derickson no podría asegurarlo.Según cuenta la sobrecargo, los secuestradores comenzaron a gritarle a Stethem, refiriéndose al barco de guerra USS New Jersey, que había bombardeado las colinas cercanas a Beirut, un año antes. El marino fijó sus impasibles ojos negros al frente, en actitud resuelta.NACIDO en el seno de una familia de marinos (su padre, su madre, hermanos y tíos habían prestado servicio en la Armada de Estados Unidos), Rob creció en bases navales instaladas en diversos lugares del mundo.
Los niños Stethem (Rob, sus dos hermanos y una hermana mayor) aprendieron que al anochecer, cuando el clarín anunciaba el final de la jornada y se arriaba la bandera, todo el mundo suspendía lo que estuviera haciendo. En ocasiones se ponían una mano sobre el corazón imitando a su madre; otras veces, como su padre, hacían el saludo militar. Para ellos todo esto era tan natural como respirar.A pesar de la confusión provocada por ocho mudanzas, los niños Stethem crecieron sin problemas. Les habían inculcado valores básicos: el afán de esforzarse y de servir a los demás y a su patria.Como su sueldo era el de marino sin rango de oficial, el padre de Rob, Richard Stethem, a menudo desempeñaba otros trabajos para sostener a su familia. "Nunca tuvimos mucho dinero", comenta, "pero mi esposa Patricia y yo convinimos en que ella no debía trabajar. Considerábamos que no podríamos darles a nuestros hijos lo que necesitaban si ambos estábamos fuera de casa".Su familia, amigos y profesores hablan en términos muy elogiosos de la forma de ser de Rob Stethem; de su fortaleza, bondad y efervescente buen humor. "Dar" es la palabra que usan con más frecuencia. El muchacho no era un atleta destacado, pero eso no lo inhibía, relata su entrenador de fútbol en la secundaria. "Rob se quedaba en la banca, esperando pacientemente su oportunidad, y cuando llegaba, él salía a dar lo mejor de sí mismo por el equipo".En mayo de 1981, a los 19 años, Rob se enroló en la Marina. Dos años después entabló amistad con Marie Quirante, quien trabajaba en la base naval de Norfolk, Virginia. El hermano de Marie fue uno de los 241 hombres que perdieron la vida en el ataque terrorista al cuartel de la Infantería de Marina estadunidense en Beirut, en octubre de 1983. Ella se deprimió tanto a raíz del suceso, que casi dejó de hablar con la gente. "Rob me sacó de la depresión", relata. "Se dio cuenta de mi estado de ánimo, y me ayudó sólo porque vio en mí a una persona perturbada. Frecuentemente me aconsejaba que tuviera fe en Dios". Durante aquellas largas conversaciones, Marie y Rob hablaron a menudo acerca del horror del terrorismo.Hacia el otoño de 1984, el joven había ingresado a un batallón de buzos especializado en erigir instalaciones navales en zonas costeras de combate, unidad que sólo constaba de 100 elementos. (Rob aprendió a nadar a los tres años, y a los ocho ya era un magnífico clavadista). Su batallón viajó por todo el mundo, pues participó en diversos proyectos de construcciones submarinas del Gobierno norteamericano.El joven marino pasó la navidad de 1984 con su familia. Un sábado, él y su madre conversaron acerca del reciente secuestro de un avión de la aerolínea de Kuwait, llevado a cabo por musulmanes chiítas, secuestro durante el cual los pasajeros fueron torturados, y dos norteamericanos murieron. "Si eso ocurre alguna vez en un avión en el que vayas tú", aconsejó Patricia a su hijo, "procura no llamar la atención".Rob tomó la Biblia que estaba estudiando para el servicio religioso del día siguiente, y replicó: "Yo sé a dónde voy. Son los terroristas quienes tienen que cuidarse".Tiempo después, a miles de kilómetros de su hogar, Robert Stethem se enfrentaba a ese tipo de criminales. Seguramente pensó en su familia y en aquella conversación con su madre. También, sin duda, en Marie Quirante. Y habrá sentido que Dios estaba de su parte.EN LA sección de primera clase, los terroristas le vendaron los ojos a Rob y le ataron las manos a la espalda. Luego lo arrastraron hasta la puerta de la cabina de mando y comenzaron a golpearlo en la cara y en la cabeza con el brazo que habían desprendido de una butaca. No contentos con la reacción de Rob, los rufianes empezaron a saltar de manera que caían sobre él con todo su peso. Después, uno de ellos se sujetó del marco de la puerta para poder pisotear con toda su fuerza la cara y el cuerpo del joven.
Este brutal trato se prolongó por lo menos dos horas, pero Stethem no gritó ni una sola vez, subraya el capitán Testrake. "Se negaba a darles ese gusto. Era un joven increíblemente valiente".Estaba del todo consciente, pero el único sonido que profería era el de su resuello, al compás de los puntapiés y el pisoteo."Él los miraba a los ojos, y nunca pidió clemencia", cuenta Uli Derickson, y supone que los terroristas escogieron a Rob porque parecía el más fuerte de todos los militares que iban a bordo. Mientras él yacía en el piso, uno de esos tipos le dijo a Uli: "¡Mire al norteamericano, tan grandote! ¡Así ya no parece tan impresionante!" El silencio de Stethem, y su renuencia a reprimir su hostilidad hacia los secuestradores, quizá le sirvió para atraerse la furia de aquellos fanáticos, en vez de que la desahogaran en los demás rehenes.Después de golpear al marino casi hasta hacerle perder el sentido, los terroristas permitieron a Uli desatarle las manos y ayudarlo a sentarse. Mientras ella lo llevaba por el pasillo, Rob apoyó la ensangrentada cabeza en el hombro de la sobrecargo. Uli lo ayudó a acomodarse junto a una ventanilla, al lado de Ruth Henderson."El pobre se desahogó entonces", relata Ruth. "Empezó a temblar violentamente, y sangraba. No hizo ruido, pero se le salían las lágrimas, y respiraba con dificultad".Al principio, Ruth no se atrevió a tocarlo. "Tenía miedo de lastimarlo", dice. Trató de hablar en voz baja con él, pero Rob sacudía la cabeza enérgicamente. Más tarde, le explicó a la chica que le preocupaba que ella, tuviera dificultades por tratar de ayudarlo. "Parecía decidido a soportar todo lo que le hicieran los terroristas", recuerda Ruth.La muchacha se deslizó un poco en su asiento y se acercó a Rob, para poder hablarle sin que la observaran. Le frotó las manos, que tenía entumecidas, porque las habían atado con fuerza.Rob le contó que oyó cómo se le rompían las costillas cuando los hombres le brincaban encima, y que también le habían aporreado las rodillas. Confesó que mientras el avión permaneció en Beirut, él fingió estar desmayado. Como yacía cerca de la puerta abierta, habría tenido la oportunidad de rodar hacia el exterior y escapar. "Eso habría sido un error", reflexionó. "Si hubiera huido de ese modo, los secuestradores se habrían desquitado con el resto de los pasajeros"."Rob me dijo una y otra vez", continúa Ruth, "que si alguien tenía que morir, más valía que fuera él. Creía que era quien tenía menos que perder. Todos sus compañeros estaban casados o comprometidos formalmente. Si me matan, comentó, quizá liberen a los demás. Esperaba que con una muerte se satisficieran los terroristas".Así SE formó un estrecho vínculo entre la joven de 16 años y el hombre de 23. Ella deseaba con todas sus fuerzas consolarlo, pero él era de natural tan generoso que sólo pensaba en los demás. Ruth recuerda: "Me prometió llevarme a los arrecifes Bárrier, frente a la costa de Australia, para enseñarme a bucear, si sobrevivíamos".La respiración de Rob se volvió cada vez más entrecortada. Necesitaba con urgencia ir al sanitario.Por fin, uno de los terroristas lo tironeó hacia el pasillo, lo registró aporreándole el ya maltratado cuerpo, y luego lo empujó al retrete.Cuando Rob regresó a su asiento al lado de Ruth, los aeropirátas arrastraron a otro militar a la parte delantera de la nave, lo golpearon y trasmitieron sus gritos por el sistema de intercomunicación. Rob empezó a llorar en silencio, y a sacudir la cabeza, desesperado ante la situación y ante su propia impotencia. Ruth lo asió nuevamente, y rezaron juntos.El avión se dirigía una vez más a Beirut. Los secuestradores ordenaron a Uli Derickson que sirviera de comer. En vista de que Rob no podía usar las entumecidas manos, Ruth le ayudó a tomar el alimento.Cuando la nave se aproximaba a Beirut por segunda vez aquel día, uno de los aeropirátas se acercó a la fila 12. Ruth y Rob, que estaban acurrucados muy juntos y tomados de las manos, dejaron de hablar en voz baja. El rufián apuntó con su pistola hacia Stethem. "¡Venga!" , le ordenó. Ruth ayudó a su amigo a ponerse de pie."No nos despedimos, porque Rob no quería que el secuestrador pensara que éramos amigos", explica la chica. El delincuente empujó el maltratado cuerpo del joven por el pasillo, hacia la sección de primera clase. "Yo sabía que nunca lo volvería a ver", agrega Ruth.Aterrizaron en Beirut. Desde la cabina de mando, la tripulación vio lo que luego sucedió. Los secuestradores empujaron a Rob hacia la puerta de la parte delantera, y le ordenaron al piloto que se detuviera en medio de la pista. Se enfrascaron en una acalorada discusión por radio con la torre de control. Uno de los terroristas, enfurecido, agarró a Rob Stethem y lo llevó a empellones hasta la puerta. "¡Oh, Dios mío!" , murmuró el norteamericano. Se oyó un disparo. Una bala le perforó el cerebro, "¡Oh, Dios mío!" , volvió a musitar el joven. El secuestrador lo arrojó al suelo de concreto. Algunos minutos después, Rob falleció."Cuando oí el disparo", comenta Ruth Henderson, "cerré los ojos y recé".Aquel terrorífico vuelo 847 de TWA atrajo la atención del mundo entero durante 17 días. Cuando terminó, el capitán Testrake y su tripulación habían recorrido cerca de 16,000 kilómetros bajo amenazas constantes de muerte por parte de los fanáticos chutas. Robert Stethem fue el único rehén asesinado.
Más de tres años después, el Gobierno germanoccidental llevó a juicio a uno de los secuestradores, Mohamed Alí Hamadi, después de haberlo aprehendido en el aeropuerto de Francfort y de haber descubierto que llevaba explosivos. En mayo de 1989, aquel sujeto, oriundo de Líbano, fue juzgado por piratería aérea y homicidio, y sentenciado a cadena perpetua, la pena máxima que prescriben las leyes de Alemania Occidental.
EL SOL brillaba a través de una fina llovizna en el Cementerio Nacional de Arlington, cerca de Washington, D. C, el 20 de junio de 1985, cuando Robert Stethem era sepultado entre distinguidos guerreros y guardianes de la paz de su país. Un clarín entonaba suavemente el toque de silencio. Casualmente, el hermano de Marie Quirante estaba enterrado a sólo unos cuantos metros de allí.
Robert Dean Stethem fue honrado por su país con la Estrella de Bronce, medalla al heroísmo en combate, y con el Corazón Púrpura, concedido a los miembros de las fuerzas armadas heridos en acción. Con todo su prestigio, estas condecoraciones en modo alguno pueden pagar un acto de supremo patriotismo como el de Robert. Porque él adquirió aquel aciago día una categoría muy superior a la del desconocido elemento de un batallón de buceo de la Armada estadunidense; pasó a ser mucho más que un hombre desafortunado. Su valor indoblegable demostró al mundo que están vivas las tradiciones que su país cultiva con mayor orgullo: la fortaleza de ánimo, el altruismo, la inquebrantable fe en Dios y el amor a la Patria.