JOHN ROBERT Y EL HUEVO DEL DRAGÓN (Thomas N. Scortia)
Publicado en
marzo 02, 2018
En un cálido y soleado día de finales de junio, John Robert se dirigía a través de las polvorientas plantaciones de tabaco de la granja de su tío Ben hacia la sucia casa blanca, que no tenía más de cuatro habitaciones, llevando un huevo de dragón envuelto en su amplia camisa azul.
Era consciente de que en sus ocho años de vida nunca le había sucedido algo tan maravilloso. Ni tan siquiera cuando se rompió aquel camión que transportaba un carrusel en St. Basile, enfrente del almacén de Beauchamp, y el conductor le había dejado fisgonear los esmaltados y dorados caballos de madera a través de las pesadas tablas de sus embalajes de pino.
Ni siquiera el juego imposible de montar uno de aquellos grandes garañones negros y dorados habría sido tan maravilloso como lo que le estaba sucediendo en aquel momento.
La primera persona con quien John Robert se topó mientras daba la vuelta al ruinoso edificio doble que servía de cocina y granero, fue el abuelo Riley, que se hallaba sentado en el porche trasero, meciéndose y fumando su olorosa pipa negra.
—John Robert —le dijo el anciano, quitándose la pipa de la boca—. ¿Qué estás haciendo sin tu camisa? Van a salirte ampollas en la espalda y luego tu tía Bess va a enfadarse contigo.
—No tengas miedo —dijo John Robert—. Ya estoy suficientemente moreno. Mira —dio lentamente la vuelta, mostrando la espalda.
—Como un rollo de tabaco —admitió el abuelo—. ¿Qué llevas en la camisa, John Robert?
—Es un huevo de dragón —contestó John Robert con orgullo.
— ¿Qué dices? No recuerdo haber visto nunca ninguno —dijo el anciano, mientras se inclinaba hacia adelante en su mecedora—. Destápalo y deja que le eche una mirada —le pidió.
John Robert apartó cuidadosamente los pliegues de tela azul. El huevo tenía unos diez centímetros de largo y se parecía mucho a un enorme huevo de gallina, a no ser por el detalle de que su superficie estaba arrugada y brillaba como cuero mojado.
—¡Huy!, es como verdoso —observó el abuelo Riley—. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo he encontrado en el pantano..., en la orilla, dentro de una especie de nido de barro.
—Pues será mejor que no se lo digas a tía Bess. Te ordenó que no te acercaras a ese pantano. Va a echarte una buena bronca.
— ¿Qué es lo que no tiene que decirle a tía Bess? —preguntó tía Bess, cuya delgada figura había aparecido en la puerta.
Luego salió fuera, guiñando los ojos a causa de la luz del sol.
—Ahora te la vas a cargar —murmuró el abuelo.
—John Robert, ¿qué es lo que llevas en tu bonita camisa limpia? —le preguntó ella.
John Robert vio cómo se llevaba las manos a las caderas en aquel familiar gesto de disgusto.
—Un huevo de dragón —respondió con un hilo de voz.
—¡Bah! Más bien diría yo que es un sucio huevo de caimán.
—No lo es —replicó él—. Había huellas a su alrededor. Huellas enormes hechas por garras.
Tía Bess frunció el ceño y el abuelo Riley inició un movimiento de retirada.
—Huellas de dragón —añadió John Robert triunfalmente.
—Huellas de caimán —insistió tía Bess—. Pa —añadió levantando la voz—, vuelve aquí, coge a este crío y haz que se deshaga de ese sucio huevo.
—Es que ahora iba a...
—No me importa lo que fueras a hacer. Deshazte de ese sucio huevo. —Abrió la puerta y entró de nuevo en la cocina, refunfuñando—: ¿De dónde habrá sacado este crío ese...? —y sin volverse, gritó—: Pa, ahora obedece.
Oyeron cómo su voz se iba perdiendo hasta convertirse en un susurro de queja casi inaudible.
—Bien, John Robert —dijo el abuelo Riley. Se metió la pipa en la boca tan bruscamente que John Robert pudo oír cómo chocaba contra sus dientes.
— ¿Tenemos que hacerlo?
—No puedes quedarte con él.
—Yo quería incubarlo —John Robert se mordió el labio—. Ella no tiene por qué saberlo.
— ¿Y dices que eran auténticas huellas de dragón? —la voz del abuelo Riley se convirtió en un susurro y los bordes de sus ojos se arrugaron.
—Ajá..., con tres dedos y garras.
—Sí, claro, los huevos de caimán son ásperos, no suaves y arrugados como éste.
El abuelo interrumpió sus pensamientos, tomó a John Robert por un brazo y le llevó hasta la desierta cocina, adosada al granero.
—Voy a decirte lo que vamos a hacer, John Robert —añadió.
Aquella noche, durante la cena, John Robert se sentó en silencio enfrente del abuelo Riley y fue aplastando lentamente con el tenedor las patatas hervidas que había en su plato, mientras meditaba grandes cosas. De vez en cuando lanzaba una mirada furtiva al abuelo y pensaba en el tesoro cuidadosamente oculto en un nido de franela, en un cálido rincón del gallinero.
El abuelo no estaba seguro de si el huevo necesitaba un ambiente cálido o si podría empollarse sin calor extra, como los huevos de tortuga o los de caimán. Sin embargo, puesto que no tenían nada que les sirviera de incubadora, habían decidido envolver el huevo en un viejo camisón de franela de tío Ben y colocar el envoltorio allí donde el sol pudiera darle durante la mayor parte del día a través de una o dos ventanas del gallinero.
A John Robert le había cogido una especie de excitación nerviosa, y pese a que tía Bess estuvo quejándose de manera cansina durante la cena porque el tío Ben había regresado tarde de la fábrica de algodón, apenas la oyó.
—Mira ese chico —dijo enojada—, jugueteando con su magnífica comida que cuesta tan cara. —Tío Ben soltó un fatigado gruñido y continuó comiendo—. Desde que murieron su mamá y su papá, que Dios tenga en su gloria, no hace más que soñar y holgazanear todo el tiempo. ¿Me creerías si...?
Y trajo a colación el incidente del huevo de dragón. El abuelo Riley lanzó a su hija una mirada de dolor y atacó su comida con renovado vigor.
Más tarde, después de que se hubiera encendido la lámpara de aceite en la cocina y hubieron lavado y secado los platos, John Robert se sentó en el porche, contemplando la encendida ceniza de la pipa del abuelo Riley y escuchando el crujido de la mecedora mezclándose con la música chirriante de los grillos. Tío Ben se sentó dentro, junto a la mesa de la cocina, y se puso a leer el periódico mientras tía Bess, que nunca salía fuera después del anochecer a causa de los mosquitos que venían del pantano, se sentaba frente a él y se ponía a coser la colcha de matrimonio que estaba haciendo. De vez en cuando, John Robert oía su voz agria cuando hacía algún comentario.
— ¿Ha sido tía Bess alguna vez feliz? —preguntó Robert.
—Bueno, yo recuerdo que antes era diferente..., tal vez incluso como tu cuando era pequeña, John Robert.
— ¿Y qué pasó?
El abuelo Riley dio una amplia chupada a su pipa.
—Supongo que simplemente creció —dijo.
Permanecieron sentados en silencio, saboreando el aire pesado de la noche.
—Abuelo —preguntó John Robert, finalmente—, ¿de dónde vienen los dragones?
—Oh, de todas partes, John Robert.
— ¿De dónde?
—De China, Japón, Arabia y de otros lugares de los que ni tú ni yo hemos oído hablar nunca. Tal vez lugares de los que nadie en la Tierra ha oído hablar nunca.
—Oh —John Robert permaneció en silencio durante un momento; luego dijo—: Puede que después desee volar allí de nuevo.
—Tal vez... si es del tipo de los que vuelan.
—Claro que sí. Va a ser del tipo de los que vuelan —insistió John Robert—. y puede que...
—John Robert —la voz de tía Bess cortó sus palabras—, levántate de ahí, lávate los pies y vete a la cama.
John Robert pasó muy excitado el resto de la semana, visitando su lugar secreto y oculto en cuanto se le presentaba la menor oportunidad para observar el progreso del huevo. En seguida se hizo evidente que se trataba de un huevo poco común. La propia cáscara parecía ser elástica, y a medida que pasaban los días de la semana, su arrugada superficie se llenó y el tamaño del huevo aumentó con sorprendente rapidez, hasta que adquirió la apariencia de un balón de circo, lleno de agua hasta reventar. Además se produjeron también otros cambios más sorprendentes.
—Es la primera vez que veo un huevo de color púrpura y dorado —señaló el abuelo Riley con excitación.
Efectivamente, el huevo había cambiado de color, perdiendo su original verde bilioso. El viernes, las profundas sombras de su color moteado de púrpura y oro habían adquirido un brillo iridiscente y la superficie parecía captar la luz para devolverla a los ojos como una lluvia de colores.
—Es como las alas de una mariposa —observó el abuelo—. Tiene el mismo color que un cometa púrpura.
A tía Bess no le pasaron inadvertidas la creciente tensión y las furtivas visitas al gallinero y como aquel compartimiento del granero no se utilizaba más que para almacenar un barril de queroseno destinado a las lámparas de la casa, se preguntaba por qué John Robert y el abuelo Riley andaban remoloneando por allí. Por una vez, el abuelo Riley consiguió mantener un aire inocente mientras tía Bess le acosaba a preguntas, y después de unos momentos, ella encontró algo más urgente en qué ocupar sus pensamientos.
El huevo se abrió el sábado.
—Bueno —admitió el abuelo—, lo que es seguro es que no se trata de un caimán.
—No es en absoluto lo que yo esperaba —dijo John Robert, colocando aquel reptil de largos pies en su regazo y acariciándolo suavemente. El animal emitía un suave gemido de placer cada vez que los dedos del niño recorrían el suave y carnoso lomo, desde la frente hasta la punta de la cola.
Una fina lengua bífida salió para lamer la mano de John Robert.
—Bueno, yo ya te advertí que podía no ser del tipo de los que vuelan —dijo el abuelo.
—Puede que estas cosas sean después las alas —dijo John Robert, con un tono esperanzador, tocando las protuberancias que, semejante a dos saquitos, le salían a cada lado del carnoso cuello.
—Tal vez —admitió el abuelo—. ¿Cómo vamos a llamarle?
— ¿Te acuerdas de aquel libro que yo tenía, el de las tapas verdes?
El abuelo se rascó la barbilla.
— ¿Te refieres al Dragón sonriente de Oz?
—Ese. Le llamaremos Ozzie. ¿Te gusta, abuelo?
—Hum... —el abuelo quedó pensativo—. Sí, claro.
—Pero va a tener que crecer un poco para que le vaya bien ese nombre.
Ozzie lanzó un gritito de indignación.
—Va a ser muy grande —dijo acaloradamente John Robert—. Sé que lo será.
—Es probable que crezca como el tabaco, teniendo en cuenta lo rápido que aumentó el huevo —admitió el abuelo—. ¿Qué debe de comer?
— ¿Gente? —aventuró John Robert.
—Es demasiado pequeño para eso, ¿no crees? Además, no sé cómo podríamos conseguírsela.
El problema de qué era lo que comía el joven Ozzie demostró ser menos difícil de resolver de lo que temían. John Robert le ofreció unas zanahorias. Ozzie se las comió con hojas y todo.
El abuelo probó a darle pieles de patatas. Ozzie las engulló feliz y luego dejó limpia la caja en que el abuelo las había traído desde la cocina.
En veloz sucesión, Ozzie demostró que le gustaban los granos de café, los botones, el heno, los pañuelos, el tabaco de pipa, la crema de cacahuetes y los bocadillos de gelatina. Creció rápidamente a base de aquella variada dieta y hacia el final de la segunda semana medía más de ochenta centímetros desde su redonda nariz hasta la punta de su cola en forma de flecha.
El gallinero se estaba haciendo rápidamente demasiado pequeño para Ozzie, el cual, a medida que iba creciendo, se iba volviendo más inquieto. John Robert y el abuelo estudiaron la posibilidad de trasladarlo al taller, situado en la mitad posterior del granero. Esto, por supuesto, aumentaba las probabilidades de que tía Bess descubriera su secreto. Finalmente, la decisión se impuso sobre ellos.
El miércoles de la tercera semana del nacimiento de Ozzie, John Robert y el abuelo se deslizaron dentro del gallinero. Ozzie les recibió con un débil quejido. La causa de su dolor era fácil de adivinar.
Había devorado casi metro y medio, con clavos y todo, de la parte inferior de los tablones que constituían una de las paredes del gallinero.
—Debía de tener un gran apetito —observó John Robert. Ozzie restregó su brillante lomo contra las piernas de John Robert y gimió. Enterró su hocico en las manos del muchacho y eructó suavemente.
—Condenación —dijo el abuelo—. ¿Hay algo que no puedas comer?
Ozzie le miró en tono de reproche e inclinó la cabeza.
—Condenación —repitió el abuelo Riley, retirando el pie cuando Ozzie comenzó a mordisquear el cuero de la punta de su zapato izquierdo. Por uno de los escamosos agujeros de su nariz comenzó a manar un chorro de humo gris.
—Esto lo decide todo —dijo el abuelo—. Tendremos que utilizar el cobertizo de las herramientas y Bess va a colgarnos si lo encuentra. Suerte que los cimientos alcanzan un metro de altura. —Y añadió, observando el humo—: ¿No irá a comenzar a escupir fuego ahora?
Ozzie quedó instalado en su nueva casa, y a medida que iba creciendo, John Robert y el abuelo Riley estaban cada vez más agradecidos de que el cobertizo tuviera los cimientos de piedra. Ozzie, según la dieta que seguía, echaba humo y, de vez en cuando, pequeñas lenguas de fuego. Sin embargo, no mostraba signo alguno de la legendaria fiereza de los seres de su especie. Los abultamientos de su espalda habían aumentado hasta convertirse en sacos coriáceos, con la apariencia irregular de unas velas acolchadas. No compartían los cambiantes colores de su cuerpo, sino que continuaban siendo de un tono gris sucio. Cuando estaba por acabar el mes de julio eran tan grandes como cestas y crecían día a día. Ozzie había alcanzado para entonces más de cuatro metros de largo, su piel estaba moteada de color dorado y era cada vez más difícil retenerle en el cobertizo de las herramientas. Resultaba inevitable que tía Bess lo descubriera.
Sucedió el primer domingo de agosto, justo un mes antes de que John Robert tuviera que volver al colegio. Tía Bess, que todavía llevaba puestos su vestido y sus zapatos de ir a la iglesia, había cogido la vieja medida de metal con la que llenaba las lámparas de petróleo y se había dirigido al cobertizo en busca de queroseno. John Robert y el abuelo Riley estaban en el porche, con los dedos cruzados, cuando escucharon un aullido que rápidamente se convirtió en un gorgoteo inarticulado. Tía Bess huyó despavorida. Sus ojos se movían locamente y había perdido un zapato.
—Salió de la pared —gimió—. Estaba llenando el recipiente cuando sacó la cabeza a través de la pared.
Cayó sin fuerzas en el porche mientras tío Ben sacaba la cabeza por la puerta.
— ¿Qué demonios está pasando ahí fuera? —preguntó.
—Hay un monstruo en el granero —gritó tía Bess—. Está bebiéndose mi petróleo.
—Oh, no —dijo John Robert.
—Condenación —dijo el abuelo, y ambos corrieron hacia el granero.
Dentro encontraron a Ozzie, inclinado sobre el bidón de queroseno y lanzando fuera su bífida lengua y metiéndola en un charco, cada vez mayor, que se estaba formando bajo el grifo abierto. El saco carnoso de su cuello era de un tono rojo inflamado. Levantó la vista cuando John Robert y el abuelo aparecieron y les lanzó una mirada inquisitiva.
—Saquémoslo fuera antes de que eructe —aulló el abuelo, y ambos se dirigieron hacia la cola del dragón.
John Robert se la agarró cuidadosamente con las manos y luego tiró de ella con fuerza. Ozzie se resistió débilmente y luego comenzó a moverse vacilante hacia las puertas abiertas.
—Mira —chilló John Robert—. Ha mordido la pared y ha hecho un agujero.
—Eso no es todo —dijo el abuelo, mientras Ozzie hacía su aparición en el patio y tía Bess lanzaba otro prolongado lamento—. El maldito se ha bebido todo el petróleo.
Siguieron a Ozzie a la salida y le condujeron rápidamente hacia los campos de tabaco. Justo mientras lo hacían, el dragón hipó de forma aterradora.
Luego lanzó un monstruoso eructo. Un chorro de humo y llamas de metro y medio de longitud salió disparado contra los surcos. Ozzie se derrumbó sobre el áspero suelo y emitió un débil gemido.
—Huy, huy —dijo el abuelo—, vaya un dolor de estómago que vas a tener.
—Apartaos —gritó tío Ben, corriendo hacia una de las esquinas del granero y levantando por encima de su cabeza una escopeta de dos cañones—. Apartaos, que voy a disparar.
—¡No! —aulló John Robert.
—Tú no vas a hacer nada de eso —dijo el abuelo, poniéndose delante de tío Ben.
—Hic —hizo Ozzie, y una ligera nube de humo oleosa le envolvió la cabeza.
Les costó más de veinte minutos a John Robert y al abuelo convencer a tío Ben de que Ozzie era inofensivo. Para entonces, el dragón ya había consumido su carga de queroseno. De vez en cuando emitía un débil gemido, mientras una bocanada de humo negro, que parecía proceder de un fuego que se estuviera consumiendo, salía de su nariz.
— ¿Pretendes decir que este animal infernal es como un perrillo faldero? —preguntó tío Ben.
—Efectivamente —dijo el abuelo, con orgullo—. John Robert y yo lo hemos sacado de un huevo.
—Es realmente amable y honesto —dijo John Robert—. Un joven auténticamente educado.
— ¿Esto? Pero si abulta como cuatro caballos.
—Pues no es más que un cachorrito —insistió el abuelo—. No tiene más que dos meses.
— ¿Y cómo lo alimentáis? ¿A base de una vaca diaria?
—No. Se ha alimentado de heno y de hierba durante tres semanas.
— ¿Se ha ido ya? —preguntó tía Bess, metiendo la cabeza en el granero.
Vio a Ozzie y comenzó a gritar. Tío Ben se dirigió hacia ella.
—Ven aquí, Bess —le dijo—. Tenemos un honesto dragón.
Aquella noche llovió por primera vez después de varias semanas, una llovizna lenta y monótona que formó charcos en el patio y convirtió el campo de tabaco que se extendía detrás de la casa en un pantano de barro amarillento. John Robert y el abuelo Riley se pasaron la mayor parte de la noche, después de cenar, en el granero cuidando a Ozzie. El dragón estaba débil y tembloroso y sus escamas habían adquirido un tono amarillento y sin brillo. Los enigmáticos sacos de su espalda palpitaban débilmente, y al tocarlos se dieron cuenta de que estaban blandos. Cuando el abuelo Riley se dio cuenta de que no podían hacer nada más por él, dejaron a Ozzie sumido en un sueño inquieto.
Al día siguiente, tío Ben anunció que no iría a trabajar. Había proyectado ausentarse durante algunos días para ir a Nueva Orleáns a visitar a un conocido suyo. Tía Bess le preparó algo de comer y se lo metió en una caja de zapatos, y tras una conversación mantenida en voz baja en un rincón de la cocina, durante la cual lanzaban de vez en cuando miradas furtivas en dirección a John Robert y al abuelo Riley, ella acompañó a tío Ben a la puerta.
Poco después, John Robert pudo oír cómo el ronroneo del motor del viejo camión de tío Ben se perdía en la distancia.
Unos minutos después de las diez, el abuelo Riley llamó a John Robert al granero.
—Realmente sorprendente —dijo mientras introducía a John Robert en la parte trasera.
John Robert apenas podía creer lo que veían sus ojos. Ozzie estaba tendido sobre un montón de paja, tomando el sol que penetraba a través de una ventana. Los grandes sacos se habían roto durante la noche liberando dos masas membranosas que, bajo los efectos secantes del sol, estaban tomando forma y rigidez.
—Es del tipo de los que vuelan —dijo John Robert, en un auténtico éxtasis—. Te lo dije.
—Sí, así parece —admitió el abuelo.
Tras discutirlo un rato, decidieron desafiar las iras de tía Bess y sacar a Ozzie al patio a fin de que pudiera tomar mejor el sol.
Las alas eran amplias y crujían como cuero húmedo cuando Ozzie las movía. Bajo la luz directa del sol perdieron su anterior transparencia y se volvieron rápidamente opacas, adoptando el brillo de la coloración de sus escamas. Aquella noche ya había hecho algunas tentativas de vuelo, y John Robert estaba maravillado de los potentes músculos que se flexionaban en el pecho de Ozzie a cada movimiento.
La cena fue silenciosa, llena de tensiones y excitación. Tía Bess estaba sentada sin decir palabra frente a John Robert, pensativa y con el rostro tirante.
—Bess, pareces muy nerviosa —señaló el abuelo.
—Bueno, ¿y cómo no iba a estarlo con esa cosa en el granero? —dijo ella, mordiéndose el labio.
—Mira, Bess. Ozzie no es «una cosa» No es más que un animal doméstico.
—Bueno, ya no molestará más la semana que viene —dijo ella.
John Robert levantó la vista alarmado.
— ¿Qué significa eso? —preguntó el abuelo.
—Yo... Bueno, vosotros tendréis que enteraros también —dijo lentamente tía Bess—. Ben dice que un dragón puede interesar mucho a algunas personas, y que si uno es astuto puede sacar bastante dinero por él. Ha ido a ver a un hombre de un circo que él conoce. Supone que sacaremos lo suficiente como para comprar incluso un coche nuevo.
John Robert se puso en pie de un salto.
—No podéis hacer eso —protestó—. Ozzie no es vuestro.
—Mira, muchacho —dijo tía Bess nerviosa—, tienes que ver las cosas del lado práctico. Además, ¿qué es lo que quieres hacer con un dragón?
—John Robert tiene razón —dijo el abuelo—. No podéis vender a Ozzie porque no es vuestro.
—Tú no te metas en esto, Pa —la voz de tía Bess se hizo cortante y firme—. La vida es demasiado dura como para permitirnos el lujo de mantener fantasías como las tuyas o las de John Robert. Alguien tiene que pensar en cómo lograr el pan para esta casa.
Además, Ben es el cabeza de familia. El es quien paga las cuentas y yo no puedo hacerle cambiar de idea. Ni aunque quisiera —añadió después de un momento.
Y luego comenzó a hablar de la cantidad de cosas que podrían comprar cuando hubieran vendido a Ozzie en el circo.
John Robert tuvo poco que decir el resto de la noche. A veces se daba cuenta de que tía Bess le miraba con una extrañísima expresión y se preguntó qué sería lo que podría estar pensando tras esos ojos silenciosos y distraída. Se dio cuenta de que tenía una expresión casi compungida, como si de alguna manera sintiera un poco lo que estaba haciendo.
Pero sabía que aun en el caso de que sintiera alguna pena por ello, no iba a interferir con las acuciantes exigencias de su vida, que le decían que debía vender a Ozzie.
Cuando finalmente llegó el momento de acostarse, él permaneció despierto, tumbado en su colchón sobre el suelo de la cocina. Podía escuchar el crujido de la cama del abuelo en el salón y se dio cuenta de que el anciano debía tener tantas dificultades como él para conciliar el sueño.
Finalmente cayó en un sopor, pero volvió a despertarse de madrugada, antes del amanecer, cuando la brillante luz amarilla de la luna llena entraba todavía por la ventana de la cocina. Estaba tumbado pensando en Ozzie, que estaba en el granero, y recordó de pronto la excitante libertad de sus nuevas alas. Se lo imaginó encerrado en la jaula de un circo, con unos barrotes de hierro que le separaban de la libertad del aire exterior, y sintió que sus párpados se humedecían.
Oyó un «psst» y se incorporó. El abuelo Riley estaba entrando de puntillas por la puerta y llevaba los zapatos en la mano. Estaba totalmente vestido.
—Abuelo —le preguntó John Robert—, ¿qué haces levantado?
—No grites tanto —siseó el abuelo—. ¿Sabes? —siguió en voz muy baja—. He estado pensando.
—Yo también —dijo John Robert—. En Ozzie. No va a ser agradable para él.
—John Robert —dijo el abuelo lentamente—, creo que realmente aquí no hay lugar para un jovencito como tú y para un anciano como yo. Bess es una buena persona, pero... En fin, ella no ve las cosas como tú y yo.
—Sí, lo sé —dijo John Robert—. Yo la quiero, y también a tío Ben, pero me da la impresión de que ella ya no disfruta de la vida.
—Tal vez sea porque la vida le ha arrebatado algo... —dijo el abuelo—. ¿Sabes lo que pienso? —agregó al cabo de un momento el anciano—. ¿Por qué no hacemos tú y yo un pequeño viaje? No nos echarán de menos después de una semana o dos.
John Robert se puso en pie de un salto y comenzó a vestirse. Salieron silenciosamente y atravesaron el patio, bañado por la luz de la luna, en dirección al granero. Despertaron a Ozzie y lo sacaron fuera.
— ¿Crees que podrá llevarnos a los dos? —preguntó el abuelo.
—Pues claro que puede. Ozzie es el dragón más fuerte de toda la creación.
Le llevaron al húmedo campo de tabaco.
—Necesita una buena pista —dijo el abuelo—. Aunque sea fangosa.
— ¿Adónde iremos? —preguntó John Robert riendo—. ¿A la India? ¿A Arabia?
—Bueno, iremos a un lugar muy lejano donde nunca antes había habido seres humanos —dijo el abuelo—. El sabe dónde es.
Montaron sobre el dragón, el abuelo delante, fuertemente cogidos a la espalda de Ozzie. Este se dio cuenta de lo que se esperaba de él y una gran excitación le inundó el cuerpo. Los grandes músculos se tensaron, sus pies provistos de garras se asentaron firmemente sobre el fangoso suelo, comenzó una firme carrera y, de repente, con la suavidad de un patinador sobre hielo, empezaron a elevarse cada vez más y más, sobre la pequeña casa y el insignificante granero, sobre los campos bañados por la Luna.
El viento azotó los cabellos de John Robert, que apenas podía respirar mientras se apretaba contra el delgado cuerpo del abuelo Riley.
—¡Egipto, y África, y Arabia, y todos esos lugares lejanos que nadie excepto él y los de su raza conocen! —gritó con todas sus fuerzas John Robert al viento—. ¿Qué van a decir tía Bess y tío Ben?
—Nunca se lo dirán a nadie. Porque nunca adivinarán la verdad —gritó el abuelo, y su voz fue veloz al oído de John Robert.
—Oh, sí. Sí que lo sabrán. Lo sabrán —gritó John Robert—. Mira.
Señaló hacia abajo mientras viraban en redondo y volvían a pasar sobre la pequeña casa. Incluso a la velocidad que llevaban pudieron ver claramente la línea de las huellas profundas que primero iban hacia el campo de tabaco iluminado por la luz de la luna y luego se adentraban en la plantación para desaparecer misteriosamente al final.
Y pudieron ver también la delgada figura humana que estaba junto a la casa, con la cabeza levantada hacia arriba y los ojos cubiertos por un brazo desnudo.
—¡Adiós! —aulló el abuelo Riley.
—Adiós, adiós, adiós —gritó John Robert en el frío viento.
Y debajo la pequeña figura movía los brazos de forma insegura, apenada.
Después el campo, la casa, el terreno moteado de campos de labor y de pequeños edificios se disolvieron en un nebuloso caleidoscopio amarillo brillante, mientras el gran animal alado completaba su vuelta y se dirigía rápidamente hacia el Este, que ya comenzaba a iluminarse.
Fin