MARTIRIO DE UN SACERDOTE RUSO
Publicado en
febrero 28, 2018
Tenía el poder de la fe... y pagó el precio.
Por Lawrence Elliott.
ESE DOMINGO, muy de mañana, el padre Alexandr Men cierra suavemente tras él la puerta del frente de su casa, para no despertar a su esposa, y cruza el portón de la empalizada. Con paso vivo atraviesa la calle y toma un sendero arbolado que conduce al pueblo. El Sol apenas asoma sobre el horizonte, y el bosque está oscuro y frío.
Más de mil veces ha hecho este recorrido dominical: caminar siete minutos hasta la estación de ferrocarril para alcanzar el tren local de las 6:50 a Moscú; apearse en Pushkino, el pueblo donde está el mercado, para tomar el autobús número 24, que lo lleva a su parroquia, situada en el poblado de Novaya Derevnia; por último, llegar a tiempo para el servicio de las 8 de la mañana.
Pero hoy no. Hoy, 9 de septiembre de 1990, sus feligreses esperarán en vano.
El padre Alexandr, de 55 años, es de complexión fuerte; tiene ojos oscuros y tristes, y una barba tupida que se le está poniendo gris. Lleva una cartera con papeles eclesiásticos, apuntes para su sermón, un lápiz y un libro; en sus bolsillos trae varios documentos de identificación, algunos rublos y sus anteojos de lectura: nada por lo que valga la pena matar. Ahora bien, lo que lleva en su corazón y en su alma es otro cantar.
Alexandr Men no es un sacerdote del montón. Está surgiendo como líder espiritual de la Iglesia Ortodoxa rusa en la lucha de esta por liberarse de siete desgarradoras décadas de comunismo. Es un predicador fascinante y un estudioso que fue amigo del científico Andrei Sajarov y consejero espiritual del escritor Alexandr Solyenitsin. Actualmente da 20 conferencias al mes sobre teología, historia, cultura y valores morales, tomando siempre el partido de la hermandad y la tolerancia religiosas. Por todo ello, es uno de los sacerdotes más conocidos y respetados de la URSS.
Pero a las fuerzas lóbregas de este país Alexandr Men inspira temor y aversión. Él defiende la reforma, la redención y la autodeterminación, conceptos que estas fuerzas impugnan con verdadera rabia. Así, en conformidad con el lado siniestro de la historia rusa, no podían faltar quienes decidieran asesinarlo.
EL MINISTERIO del padre Alexandr abarcaba dos mundos, y ambos estaban representados ese domingo por la gente congregada en la pequeña iglesia de madera y cúpula azul que se yergue en un pinar, junto a la única calle pavimentada de Novaya Derevnia. Los lugareños —trabajadores de las granjas colectivas, pensionados y viudas ancianas— ven en él a un pastor incansable que trae el consuelo de Dios a sus vidas, insoportablemente difíciles y vacías.
Georgi Petrovich, encargado de cuidar de la iglesia y de su lodoso cementerio, refiere: "El comunismo era mi religión. Pero, cuando uno llega a viejo y se encuentra con que no tiene con qué reemplazarlo, no sirve de consuelo darse cuenta de que todo fue una mentira. Desesperado, acudí al padre Alexandr. Él me salvó la vida. Me ayudó a encontrar a Dios dentro de mí".
Junto a estos aldeanos incultos se hallaban algunos moscovitas, entre los cuales figuraban escritores, artistas, médicos y científicos. Habían ido allí, afirmó uno de ellos, para encontrar el verdadero norte en la brújula de.su existencia.
CUANDO, al llegar al poder en 1917, Lenin declaró una "guerra sin cuartel" contra la religión, había unas 55,000 iglesias ortodoxas en la Unión Soviética. Para 1935, año en que nació Alexandr Men, quedaban menos de 1000. Al resto las habían ahogado con impuestos, las habían convertido en almacenes, las habían demolido o abandonado. Muchos miles de fieles murieron asesinados; otros más fueron enviados a Siberia.
Lo que quedó fue una Iglesia sólo de nombre, coludida con la policía secreta. Por primera vez en la historia humana, un Estado se había propuesto erradicar el concepto mismo de Dios. El bolchevismo se había transformado en la religión nacional, y los iconos sagrados del credo ortodoxo fueron sustituidos por los santos que designaba el Politburó. Se trataba de santos sublimes e infalibles, y sus nombres eran Lenin, Stalin, Khrushchev, Brezhnev.
En esta difícil época y en estas circunstancias tan desfavorables, Alexandr Men abrazó la fe. Sus padres eran judíos, religión perseguida más cruelmente que el cristianismo. Pero su madre, que anhelaba una identidad rusa, encontró refugio espiritual en el culto ortodoxo. Cuando Alexandr cumplió siete meses de vida, madre e hijo fueron bautizados, y al niño se le crió como cristiano en la "iglesia de las catacumbas", una red de creyentes que se reunían en secreto para evadir a la policía ideológica de Stalin.
Dice Pavel Men, hermano menor del padre Alexandr: "A los 12 años, Alexandr decidió ser sacerdote, y empezó por desempeñar las funciones de acólito. Buscaba literatura religiosa en cualquier lugar donde pudiera hallarla. Recuerdo muy bien cómo, en un mercado de Moscú, se enfrascó en la lectura de obras de grandes filósofos religiosos. Esos libros me vacunaron contra la peste de Stalin, me dijo en una ocasión. Yo temblaba mientras los leía".
Alexandr se inscribió en la carrera de biología, persuadido de que un sacerdote moderno debía tener experiencia de la vida antes de tomar las sagradas órdenes, y se le envió a estudiar a Irkutsk, en Siberia. Ahí conoció a Gleb Yakunin, quien había perdido la fe a los 12 años por influencia de la propaganda comunista. A menudo se pasaban la noche conversando, sentados ante una mesa de cocina atestada de libros. Las convicciones de Alexandr ayudaron a su compañero de estudios a volver a Dios, y los dos empezaron a prepararse para el sacerdocio.
En 1960, casado y con dos hijos, Alexandr Men recibió las órdenes y fue enviado a una parroquia que quedaba 50 kilómetros al sur de Moscú. Desde el principio, la KGB lo señaló como alguien a quien había que vigilar. Su iglesia y su hogar estaban abiertos a todos: los fieles, los escépticos, las almas desorientadas que se debatían entre ambos extremos. Los servicios de culto, a los que al principio asistía tan sólo un puñado de ancianas, no tardaron en llenarse de personas atraídas por el erudito sacerdote, que dejó atrás el dogma oscurantista y abrió un camino claro hacia Dios.
Dice Natalia Men, esposa del padre Alexandr: "Venían de Moscú en tren. Eran jóvenes rebosantes de ideas de las que no se atrevían a hablar en ningún otro sitio. Esto enfadaba a los obispos y a los funcionarios locales del partido".
Era 1964, cuando se iniciaba el represivo régimen de Leonid Brezhnev. El padre Alexandr recibió instrucciones de mudarse a otra parroquia, situada 30 minutos al norte de Moscú. Pero nada cambió. De inmediato, la nueva iglesia —anteriormente vacía— se atestó de jóvenes y de intelectuales moscovitas. Primero, el padre Alexandr organizó clases de Biblia. Después hubo reuniones de oración y una escuela dominical, a pesar de estar todo ello estrictamente prohibido.
La noticia se difundió, y el padre Alexandr volvió a pagar el precio. Había informantes, por lo que en 1968 lo transfirieron a Novaya Derevnia. Allí habría de pasar 22 años memorables, y allí habría de morir.
EL ASESINATO del padre Alexandr levanta una airada protesta. Moscú envía un equipo de investigadores. Estos echan una ojeada en torno suyo, formulan una que otra pregunta y luego anuncian que el móvil del homicidio fue el robo: falta la cartera del sacerdote. Pero hay algunos hechos que no encajan con esa teoría.
¿Qué ladrón se ocultaría en un bosque frío y húmedo a las 6:30 de la mañana de un domingo, esperando sorprender a alguien que por casualidad pasara por allí con una billetera abultada? Y quienquiera que estuviera esperando concretamente al padre Alexandr, sabría que este no portaba nada que valiera la pena robar. ¿Y por qué sus anteojos (los cuales sólo usaba para leer) quedaron en el suelo, donde lo derribaron?
Más adelante, los investigadores recrean los últimos minutos de la vida del padre Alexandr. El asesino está escondido entre los árboles; se deduce viendo lo pisoteado de la maleza. No hay lucha; toma por sorpresa al sacerdote y, desde atrás, le entierra el filo de un hacha en la base del cráneo. Luego, tras recoger la cartera, el asesino pone tierra de por medio.
Un rastro de sangre queda como huella de los últimos pasos del padre. Después de caer al suelo, se levanta tambaleante. Impulsado por el instinto, se dirige al andén del ferrocarril, hacia su iglesia y su deber.
El hacha le ha abierto una enorme herida en la cabeza, y la sangre le escurre por la espalda. Da media vuelta y emprende el regreso a su casa. A tropezones logra recorrer los 300 metros que lo separan del portón. Con las fuerzas que le quedan, toca el timbre; luego se derrumba.
El timbre despierta a Natalia Men. Desde la ventana ve un bulto informe en el suelo, junto a la cerca. Suponiendo que se trata de un borracho, llama a la ambulancia. Cuando esta llega, la mujer sale y se entera de que el bulto es su esposo, que ha muerto desangrado.
ESA MAÑANA, la congregación empezó a inquietarse; luego se preocupó. Nadie recordaba que el padre Alexandr hubiera llegado tarde alguna vez. En vista de que pasaba el tiempo, otro sacerdote ofició, pero aun así pocas personas regresaron a sus casas. Tenían un presentimiento; no querían retirarse. Era como si decidieran esperar juntos la terrible noticia.
Comenta Ekaterina Genieva, vicedirectora de la biblioteca estatal de literatura extranjera de Moscú: "Su muerte constituyó para mí la Mayor pérdida de mi vida. No sé si podré recuperarme algún día".
Y Vladimir Archipov, quien durante 11 años fue asistente laico del padre Alexandr y se ordenó sacerdote después del asesinato, observa: "¡Cuántos de nosotros éramos almas desorientadas cuando llegamos a esta iglesia! A algunos los salvó del divorcio; a otros, de la depresión, del alcoholismo, incluso del suicidio. Era nuestro faro".
Todo el mundo se mofó de la conjetura de la policía de que el asesino había sido un ladrón común y corriente. "Esa teoría le viene de perlas a la KGB", afirma uno de los feligreses. "No desean husmear entre la gente que lanzó improperios contra Alexandr Men, porque descubrirían a muchos de sus propios hombres. ¿Y a quién le sorprendería que uno de ellos lo hubiera hecho?"
A los amigos y parientes del padre Alexandr los sometieron a rigurosos interrogatorios. ¿Mostraba un interés especial por alguna mujer de su parroquia? ¿Mantenía correspondencia con alguna persona de Occidente? ¿Con quiénes había trabado amistad en el movimiento disidente? Natalia Men intentó contarles de las amenazas por carta que su esposo había recibido en el último año, pero el asunto no les interesó. Parecía que los habían mandado no a desenmascarar al asesino, sino a descubrir las trasgresiones del sacerdote.
La verdad sea dicha, el padre Alexandr nunca constituyó una amenaza para el sistema soviético. Jamás firmó peticiones ni se volvió a Occidente en busca de ayuda. No censuró a su Iglesia por haberse coludido con los militantes ateos del Kremlin, ni criticó al gobierno por atacar a los fieles. Su trabajo era de índole espiritual.
No era disidente, aunque tenía varios amigos cercanos que sí lo eran, y él era su pastor. Sin embargo, la política quedaba fuera de su campo de acción.
Desde luego, en una sociedad atea la fe religiosa constituye una forma de disidencia, y el crimen de Alexandr Men consistió en conquistar a numerosos creyentes nuevos que le volvieron la espalda al único credo sancionado por el Estado: el comunismo. La KGB no podía creer que este hombre reuniera a toda esa gente únicamente para escuchar la palabra de Dios, y no para tramar alguna acción sediciosa. Por ello comenzaron a vigilar cada vez más de cerca sus actividades hasta que, a principios de la década de 1980, se pusieron a seguirlo y a registrar su casa.
Un amigo del sacerdote, consciente del creciente peligro, le propuso emigrar a Occidente. "¿Por qué?", repuso Men. "Si Dios no me ha abandonado, debo quedarme y servirle. Y, si me ha abandonado, ¿dónde podría yo ocultarme?"
ES CIERTO que la perestroika, el concepto de renovación de Mikhail Gorbachov, aún tiene que rehacer a la Unión Soviética; pero también es cierto que cambió la vida de Alexandr Men. Cuando disminuyeron las restricciones a las prácticas religiosas, Alexandr le confesó a su hermano Pavel que se sentía como "una flecha que al fin salía disparada del arco": ya podía predicar sin temor.
"La gente ve en la perestroika una especie de panacea", le comentó a un grupo de jóvenes profesionales. "¡Miren! ¡He aquí la solución de todo! Pero las cosas no son tan sencillas. Estamos viviendo con las secuelas de una colosal patología histórica. Nuestra Iglesia, nuestra Rusia, han sido virtualmente destruidas, y el daño perdura en el alma del pueblo, en la ética de trabajo, en la familia y en la conciencia.
"Como hombre de Dios, sostengo que el bien triunfará sobre el mal. Pero sólo si ustedes y yo pasamos de las palabras a los hechos, podremos presenciar esta victoria".
El padre Alexandr parecía hallarse en todas partes: la prensa lo entrevistaba, daba conferencias, hablaba en la televisión y la radio. Ese septiembre en que murió, iba a asumir el rectorado de un nuevo instituto cristiano de Moscú. Alguien le preguntó de dónde sacaba el tiempo. "Yo me ofrezco de voluntario; Dios provee el tiempo", contestó.
Así como el sacerdote ganaba amigos para la Iglesia, también se buscaba enemigos personales: los rabiosos antisemitas de Pamyat, para los que nacer judío es una maldición eterna; los fanáticos reaccionarios de la Iglesia Ortodoxa; los miembros del partido, que tenían la religión del ateísmo y ahora presenciaban la reversión de más de 70 años de esfuerzos antirreligiosos gracias a la obra de un apóstol de la glasnost cristiana.
¿Mató alguno de ellos al padre Alexandr? Es casi seguro que la respuesta sea afirmativa, y a nadie extrañaría que lo hubiera hecho con la participación de un sector descontento de la KGB. Por mucho que la policía se aferre a su teoría del ladrón solitario, las pruebas indican algo del todo diferente:
Conociendo las actividades diarias del sacerdote, dos hombres aguardan: uno está escondido; el otro se halla de pie en el camino, quizá leyendo las instrucciones para llegar a algún lugar de la aldea. "¿Sabe usted cómo llegar aquí?", le pregunta al apresurado clérigo.
El padre Alexandr saca sus anteojos de lectura, se los coloca y estudia el papel. El segundo hombre sale y lo ataca. Los anteojos caen al suelo; los asesinos corren, llevándose la cartera para simular un robo. Pero ellos pretendían asesinar, no hurtar.
El hacha da testimonio de ello. Es un horrendo símbolo histórico de la venganza, el arma asesina que se utilizó cuando Stalin mandó matar a León Trotski hace medio siglo.
EL MARTES 11 de septiembre, día de las exequias del padre Alexandr, casi 3000 almas se congregan en el pequeño cementerio que se extiende junto a la iglesia; millones de personas más están allí en espíritu. En algún lugar, los asesinos y sus jefes se regodean. Pero quizá ya se han percatado de algo que ha demostrado la historia: quien crea un mártir cristiano, perpetúa su obra.
Junto a la tumba, el padre Gleb Yakunin, recién elegido para formar parte del Soviet Supremo de Rusia, dice: "El padre Alexandr era el único hombre que podría haber saneado la Iglesia; el único que hubiera podido ayudarnos a sacudirnos décadas de podredumbre. Él tenía la luz".
No obstante, cuando bajan el ataúd a la tumba, su presencia se percibe de una manera poderosa. Más de un doliente recuerda el sermón que el padre Alexandr pronunció hace unos domingos. "Hoy más que nunca", dijo en esa ocasión, "resuenan las palabras de San Juan el Teólogo: Estaba muerto, y he aquí que vivo para siempre".