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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


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    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    EMILY L. (Marguerite Duras)

    Publicado en marzo 02, 2018

    Empezó con el miedo.

    Habíamos ido a Quillebeuf, como a menudo aquel verano.

    Llegamos a la hora de costumbre, al caer la tarde. Como siempre, nos rezagamos a lo largo de la barandilla que rodea los muelles desde la iglesia, a la entrada del puerto, hasta su salida, el camino abandonado que se supone lleva al bosque de Brotonne.

    Miramos la otra orilla, el puerto petrolero, y a lo lejos, los altos acantilados del Havre y el cielo. Luego miramos la barcaza roja que cruza, la gente que pasa, las aguas del río. Y siempre esa barandilla que protege su acceso, frágil y blanca.

    Vamos a sentarnos luego a la terraza del hotel de la Marine, en el centro de la plaza, cara a la rampa de la barcaza.

    Las mesas están a la sombra de los edificios del hotel. El aire está inmóvil, no hay viento.

    Yo te miro. Tú miras el lugar. El calor. Las aguas lisas del río. El verano. Y luego miras más allá. Con las manos juntas bajo el mentón, muy blancas, muy bellas, miras sin ver. Sin moverte en absoluto, me preguntas qué pasa. Yo digo, como de costumbre, que no pasa nada. Que te miro.

    Primero no te mueves en absoluto, y después, desde donde estoy, veo una sonrisa en tus ojos. Dices:

    —Te gusta este lugar, algún día figurará en un libro, la plaza, el calor, el río.

    Yo no contesto a lo que dices. No lo sé. Te digo que no lo sé por anticipado, que al contrario, raramente lo sé.

    La plaza está vacía. La barcaza transporta muchos turistas. Es el final del valle del Sena, la última barcaza después de la de Jumiéges. En cuanto la barcaza parte de nuevo, la plaza vuelve a quedar vacía. Fue entre dos llegadas de la barcaza, en este vacío de la plaza, cuando llegó el miedo. Miro en torno nuestro y he aquí que hay hombres, allá, en el fondo de esta plaza, a la salida del camino abandonado, en un lugar donde no tendría que haber nadie. Están parados y miran hacia nosotros. Son quince, todos vestidos de blanco. Se trata de una misma persona indefinidamente multiplicada. Dejo de mirar.

    Miro de nuevo. Veo que me he equivocado. Todavía están ahí, pero han avanzado. Algunos hablan. Aún no se oye nada pero yo lo sé: existen. Veo detalles. Para mí son claramente asesinos, pero es este un miedo que reconozco, mientras que del primero no sé nada. Estas personas parecen no tener más que un único y mismo rostro, por este motivo son aterradoras. Llevan el pelo a cepillo, tienen los ojos oblicuos, el mismo aspecto risueño, la misma corpulencia, la misma talla. Pero sólo se trata de esto, algo inhabitual, desde luego, pero catalogado. Digo:

    —¿Por qué hay coreanos en Quillebeuf?

    Te vuelves bruscamente hacia mí, ya sólo por la alteración de mi voz, de pronto, sin duda has debido presentir el miedo.

    —¿Dónde ves coreanos?
    —Les das la espalda, mira detrás de ti, en el extremo del muelle.

    Te volviste, te detuviste el tiempo de comprender lo que eso significaba para mí. También tú tenías miedo de que volvieran a aparecérseme aquellas cosas de la noche. Buscabas cómo contestarme, y también entendí eso de ti.

    Dijiste:

    —Son asiáticos, en efecto, pero ¿por qué tendrían que ser coreanos?
    —No lo sé. Nunca he visto coreanos.

    De pronto te ríes. Yo me río contigo. Dices:

    —Como no los has visto nunca, tienes tendencia a creer que los asiáticos que no reconoces son coreanos, ¿no es así?
    —Así es.

    Miraste hacia los coreanos. Luego te volviste hacia mí y me miraste con una atención profunda y tan intensa que te impedía verme. De pronto la idea de mi existencia se apoderó de tu espíritu. Me miraste como si me amaras. A veces te sucedía.

    Digo que nada puedo contra este miedo, que no puedo evitarlo, que no puedo conocerlo.

    Tú no escuchas lo que digo. Sigues mirándome con aquella mirada que nunca he visto más que en ti.

    Los coreanos se han acercado a nosotros, se han sentado en otras mesas. Nos miran como nosotros los hemos mirado un momento antes. Sonríen con una sonrisa cruel, que de pronto deja paso a una tristeza de la que parece no podrán recobrarse. Pero de nuevo la sonrisa cruel vuelve a su rostro. Y se queda allí, clavada en sus ojos, en la boca entreabierta. Era aquella sonrisa lo que daba miedo, era ella la que anunciaba las masacres que yo me esperaba. Yo, la mujer de este relato, la que está en Quillebeuf esta tarde concreta contigo, este hombre que me mira.

    Yo seguía sintiendo miedo, incluso aunque no dijera nada de ello. Tú lo sabías y eso te divertía. Me habías dicho: Especie de racista de tres al cuarto. Dije que era verdad. Dije lo que creo. No podía evitar reír, por otra parte. Dije:

    —La muerte será japonesa. La muerte del mundo. Vendrá de Corea. Así lo creo. A ti quizás te dará tiempo a verla en acción.

    Dijiste que podía ser.

    Como los coreanos permanecían en las mesas de la terraza, me dijiste que sería mejor que entráramos en el café. Te dabas perfecta cuenta de que yo observaba los gestos de los coreanos, de que el miedo seguía; sabías también que ninguna lógica hubiera podido dar razón de ello, y que yo seguía siendo, lo diría más tarde en un libro, lamentable y desesperante por tonterías. Te seguí al café. Te seguía siempre, por dondequiera que fueras.

    No había casi nadie aquella tarde en el café de la Marine. Estaban los habituales, los clientes de la región de Quillebeuf, y algunos jóvenes que habían llegado con la barcaza. Conocíamos de vista a la mayoría. Estaban en la sala grande de la Marine rodeando a la encargada y a una mujer joven, sin duda alguna su hija. Muchos de aquellos jóvenes eran empleados del puerto petrolero de la otra orilla, debían de pararse en la Marine antes de llegar a los pueblos de la marisma donde vivían. Había también turistas, de Ceylan dijiste, y también otros de nacionalidades diversas. Algunos entendían vagamente el francés y se reían educadamente de las bromas de los jóvenes. Otros, estaba claro, no conocían una sola palabra y miraban los menús del hotel, el lugar y las personas del mismo modo, con la misma sonrisa perdida. Era una pena aquel ruido de conversación obscena, dada la circunstancia de aquellas gentes de paso, tan desamparadas. Pero aparte de esto, el bar del hotel de la Marine era un lugar tranquilo.

    A ellos los habíamos visto en el bar de la Marine del mismo modo que habíamos visto a los clientes de la sala, a la encargada y aquella mujer joven que estaba junto a ella, durante un rato largo; estaban ya allí cuando entramos en el café, sin motivo, y bruscamente debimos de verlos. Sin duda los miramos sin verlos para luego verlos bruscamente. Para después ya no poder hacer otra cosa.

    Primero uno a uno. Después juntos. Fundidos juntos en un solo color, una sola forma. Una sola edad.

    Habían ido por sí solos a la parte del bar reservada a los clientes de paso. Los clientes habituales quedaban al otro lado, cerca de la sala. Estaban solos. Perdidos. Solos en el verano. En el desierto. Perdidos en medio de la luz que enviaba el río hacia la plaza, los muros, los acantilados de creta, la doble puerta del bar abierta de par en par hacia el exterior. No veían nada, a nadie. Ni aquella luz de verano. Ni aquel río.

    Delante de ellos hay lo que toman los bebedores anglosajones: la Pilsen negra para él y para ella el bourbon doble.

    Encaramados en los taburetes, casi sin moverse, con la cabeza inclinada hacia adelante, oscilando, resultaban un poco ridículos. Se hubiera dicho que eran plantas o algo así, una cosa intermedia, una especie de vegetales, de plantas humanas, apenas nacidas o ya algo agonizantes, apenas vivas y ya muertas. Sí, cosas inocentes y castigadas.Árboles. Árboles privados de agua y de tierra, castigados. Condenados a retraerse como seres humanos, allí, bajo nuestra mirada.

    Al principio había creído que aquella mujer del bar dormía. Ahora ya no lo creo. Creo que cerraba los ojos pero a la vez levantaba la cabeza para oír mejor las voces de su alrededor, sobre todo las que llegaban de la sala, entre ellas las de Inglaterra. Escuchaba el sonido de aquellas voces y también lo que decían en aquel inglés.

    También ellos eran ingleses de Inglaterra. Cuando los silencios se abrían paso, en la sala se oía el inglés que hablaban entre sí y se reconocía. No podía entenderse todo lo que decían. No hablaban de un modo continuado, sino de tarde en tarde y tan bajo que bastaba cualquier cosa, el ruido de una voz lejana, para tapar la suya. Pero por lo poco que se oía parecía que estaban contrariados debido a que algo les impedía marcharse del lugar, una avería en el motor de un vehículo no definido. A menos que se hubiera tratado de un viaje proyectado que aquella avería hacía caducar. Su conversación estaba a veces llena de palabras técnicas, en las que ellos mismos se perdían un poco. Y, pronto, abandonaban.

    Sin embargo, en un determinado momento, habían hablado de un barco.

    Y, en otro momento, habían hablado del mar.

    Una ráfaga de viento cruzó el puerto, unos instantes apenas, y se diluyó. El había dicho que era la marea que cambiaba. The turn of the tide… y que el mar debía de estar maravilloso, como ciertos días de verano. The sea must be marvellously calm. As it is sometimes in summer.

    Ella escuchaba. Sonreía, contenta de aquello, de que hubiera buena mar, en calma.

    ¿De dónde venía la fascinación, la gracia, aquella palabra del instante, del verano, de aquellas personas? Imposible saberlo. No lo sé. Sin duda, de aquella humildad ante la muerte, seguro. Pero también de aquella indecencia. De aquel acontecimiento. Del conjunto de cosas y de cada una de ellas por sí misma. Sin que se pueda decir por qué ni cómo. De aquel río también, de aquella luz en la que todo se bañaba, de aquella blancura por todas partes esparcida desde los acantilados blancos. De la blancura de la creta. De la de los acantilados y la de la espuma. De aquella del azul desleído, de las aves del mar. Y también de la del viento.

    No se puede saber su edad. Lo que se ve es que ella es sensiblemente mayor que él. Pero que él se ha hecho con su lentitud. Que se niega a avanzar más de lo que ella puede, desde hace años. Que para ella se acabó, y, sin embargo, todavía está allí, en los parajes de aquel hombre, que su cuerpo está aún al alcance del suyo, de sus manos, en todas partes, de noche, de día.

    Se veía que se había acabado y a la vez que ella estaba todavía allí. Se veía. Y también que si él la hubiera dejado, ella se hubiera muerto en el mismo sitio en que él la hubiera abandonado.

    Así había empezado, para nosotros, las personas del bar, con aquella inmovilidad en la que se mantenían. El, que miraba hacia ella, o a veces hacia el espejo de detrás de la estantería del bar cuando la barcaza roja llegaba y los pasajeros pasaban por delante del hotel. Ella que sólo miraba al suelo.

    En el bar, delante de ellos, está la botella vacía de Pilsen negra fuerte y el vaso de whisky, en el cual ahora el hielo se deshace. Sin duda habían bebido ya bastante antes de nuestra llegada al café de la Marine.

    Yo te hablé. Te dije que había decidido escribir nuestra historia. No te inmutaste. Continuaste mirando a aquella mujer como si no hubieras comprendido que era a ti a quien hablaba.

    Repetí lo que te había dicho, que iba a escribir la historia que habíamos vivido juntos, aquélla, aquella que aún estaba ahí y no acababa de morir.

    Miraste hacia afuera, hacia el río, sin ver nada, mucho rato, receloso.

    —Esta historia, aún… No es posible…
    —Yo no he decidido nada… No es eso. No puedo impedirme escribir. No puedo. Y esta historia, cuando la escribo, es como si te recuperara… como si recuperara los momentos en que aún no sé lo que sucede, ni lo que sucederá… ni quién eres, ni qué será de nosotros…

    Por lo ojos pasa la astucia, el miedo y, a lo lejos, el goce loco de vivir. Dices:

    —Estoy seguro de que es esto lo que estás escribiendo en este momento, no lo niegues. — No, no lo creo… Pero hace tanto tiempo que pienso en ello, dos años por lo menos… Ya no sé. A decir verdad, no sé, esto es… Pero no creo que sea nuestra historia lo que escriba.

    Cuatro años después, no puede ser la misma… No es ya la misma ahora. Y más adelante seguirá siendo distinta. No… lo que escribo en este momento es otra cosa en la que puede estar incluida, perdida, algo mucho más amplio quizá… Pero la historia, directamente, no, se acabó… yo ya no podría… No me miraste. Forzaste el tono. La violencia de tu mirada se ahogó en una especie de desdicha. Dices: -No hay nada que contar. Nada. Nunca hubo nada.

    Te contesto con retraso:

    —Algunas veces, cuando hablamos juntos, es tan difícil como morir.
    —Es verdad.
    —Me parece que cuando esté en un libro será cuando ya no haga sufrir… cuando no sea ya nada. Quedará borrado. Descubro esto con esta historia que tengo contigo: escribir es también eso, sin duda, es borrar. Sustituir.
    —Es cierto que la muerte no borra nada. Cuando mueras, la historia se hará fabulosa, evidente…

    De nuevo te miro. Has palidecido levemente, ahí, en torno a la boca. Muy poco. Pero ha sucedido.

    Te dejo. En el mismo instante dejo de hablarte para siempre y te hablo por primera vez.

    —Debería existir un medio de decir, de recuperar lo que dices… esta certeza… el que te guste tanto pensar que nunca hubo nada, nada. Una vez sentada como base esta certeza, se podría ver aparecer lo que la envuelve, acoger lo que no hubieran captado los dos amantes a la vez. Por ejemplo, que no tenías deseo alguno de mí pero que a la vez… a la vez.
    —En ese momento es cuando deberíamos saber si se puede hacer algo o no con lo que hubo -sonríes- o con lo que no hubo.

    Te miro. Te digo:

    —Es curioso que no comprendieras. En este momento, que lo que queda proceda de lo que hubo o de lo que se cree que hubo, es equivalente… No hay nada que nos pueda diferenciar -me río a mi vez-, estamos en el mismo punto.
    —Quieres decir… Hablas de lo que queda ahora… en este período… este verano… de lo que pudimos inventar una vez, ahora hace años.

    Te miro. Tú no lo sabes, digo, te lo digo, te lo hago saber:

    —Hubo algo el primer día.

    Dudas. Y después lo dices:

    —No, nada. Nunca. Nunca hubo nada.
    —Tú no lo supiste.

    Callamos.

    Miramos el río.

    La barcaza está casi vacía. El calor se comprime de pronto, se apelmaza. La ausencia de viento se hace difícil de soportar. Dices:

    —Tú inventaste por mí. Yo no tengo nada que ver con la historia que viviste conmigo. — Dijiste lo contrario, una vez, al principio.
    —Digo cualquier cosa, y después olvido. Tú lo sabes -sonríes-, pero yo sigo a tu lado en la desesperación que te procuro. — Lo sé. Sé también que, para mí, aunque lo hayas dicho sin pensarlo, para complacerme, es igual que si lo hubieras dicho para siempre. Ahí está. Que alguien dijera aquello aquel día hará que este libro se escriba. El libro será sincero. Que lo hubiéramos dicho nosotros, o que lo hubiéramos oído decir a través de un muro, a otro distinto que tú dirigiéndose a otra que no soy yo, sería equivalente en cuanto al libro, puesto que tú lo habrías oído al mismo tiempo que yo, en el mismo lugar. En un mismo espanto. Callamos. Te pones a mirar el río, y luego de nuevo la sala y aquella mujer del bar que mira al suelo. Dices:
    —No hay que hacerme caso. No escribas más.
    —Hago caso de todo lo que dices, las cosas más falsas, tus mentiras. Creo en la totalidad de lo que expresas, en todas las palabras, en tus distracciones, en tus imbecilidades. Incluso creo en tu sinceridad trascendental en medio de ese fárrago.
    —No escribas más.
    —Cuando escribo, ya no te quiero.

    Nos miramos. Dejamos de hacerlo. Digo:

    —Son palabras que dan miedo.
    —Sí.
    —Es increíble lo cerca que está la desesperación… Cuando hablamos, quiero decir.
    —Sí.

    Sonríes. Has palidecido de nuevo, levemente, de nuevo ahí, encima de los labios, pero ha ocurrido. Te digo:

    —No te quiero ya. Eres tú quien me quiere. No lo sabes.

    Vamos hasta la barandilla. Miramos el río.

    —Es complicado.
    —Sí.

    Volvemos al bar. La dueña de la Marine está sirviendo una Pilsen negra y un bourbon doble a los viajeros ingleses. Nos quedamos a la entrada, lejos de ellos, de pronto, lejos de todo. Durante aquel verano, tres o cuatro veces por semana íbamos a Quillebeuf. Cada día salíamos. El amor estaba demasiado cerca o demasiado lejos, ya no lo sabíamos, tenía que ocurrir un día el no saber ya. Íbamos a Quillebeuf también por esto, para no estar encerrados juntos en una casa con la desesperación.

    Al principio teníamos varios caminos para ir a QuILlebeuf, cuatro o cinco. Después, al final, nos habíamos quedado con uno solo, el que pasaba por Pont-Audemer. Atravesábamos las plazas de esta ciudad y, a la salida, en vez de subir derecho por la carretera que cruza la planicie, tomábamos hacia la izquierda, hacia el oeste. Era una carretera pequeña que rodeaba la planicie y bordeaba el Risle. En cuanto salíamos de Pont-Audemer, el verano empezaba para nosotros, con agua por todas partes, el río, los canales, los prados empapados, los pescadores de anguilas, los cobertizos para las barcas y, a lo lejos, delante de nosotros, color de luna, el estuario del Risle. Después del agua,alcanzábamos la colina por un camino oscuro, casi aterrador debido al bosque muy denso.

    A veces encendíamos los faros.

    Se empieza a estar en Quillebeuf a partir del ascenso a la planicie gredosa. A cada revuelta se sale del bosque oscuro y se atraviesan zonas de estallido solar. Espacios que han quedado sin árboles, parcelados, en mitad del bosque, para el ganado en los años malos. Luego se abandona la luz para volver de nuevo a la noche. Se grita de felicidad porque también es allí donde empieza el verano. En las alternancias de la noche y la luz. En el fluir de las aguas. En las marismas bañadas por las fuentes. Fértiles como jardines. Es aquí, en el lugar en que se encuentran los campos, los olmos grises, donde se produce la inundación cotidiana. Esto sucede en la desembocadura turbulenta. El joven río ya estaba allí. El mar se apoderaba del total de las aguas saladas y de las aguas dulces. Pulía los muros. El recorrido de las olas al viento, ¿quién lo diría?

    Las aguas eran entonces semejantes. Niveladas y visibles. Pero con frecuencia también subterráneas. Su fresco hocico vuelto en dirección al sol cuando progresaban en altura a través de la tierra negra.

    A la salida del bosque se llegaba a una región árida, una gran planicie a pleno viento, desnuda, una pradera seca, pelada, que se extendía hasta perderse de vista. América, decían. El bosque recubre el flanco sur de la planicie, pero en la planicie misma hay muy pocos árboles. Los pueblos son pequeños, están vacíos, un café de cada tres cerrado, una lechería comunal y la iglesia, alta y robusta como una fortaleza. Alrededor, el cementerio, tres siglos de muertos, ocupa él solo la mitad del pueblo. No hay árboles, excepto perales raquíticos por las esquinas de los campos. No crecen, debido a la creta. La pradera es pobre, como los campos. Es la creta. No retiene el agua.

    Quizá debido al viento del mar, por el este la creta de la planicie está desnuda. Se llega a un vacío, se baja hacia las marismas divididas por los canales de riego, los terraplenes de arcilla, los rectos corredores de las aguas desecadas, las rectas hileras de árboles de hojarasca gris. El viento los prende y los levanta cada vez que pasa. Al final de las marismas, junto al Sena, entre los acantilados, al pie de estos acantilados, allí está el puerto petrolero de Quillebeuf-sur-Seine.

    De pronto miramos a estas personas que tenemos delante. Vienen de tan lejos. Es incalculable. Llegadas allí, al final del último viaje, al final de la vida. Está claro, manifiesto.

    Allí, con aquella humildad de antes de la muerte, esos viajeros entregados a nosotros.

    No sabemos cómo dejar de mirarlos ni cómo componer con esto, con este cansancio, esta lentitud ahogada que constantemente evita deshacerse, el milagro de cada instante. No sabemos por qué queremos seguir viéndolos así, ni cómo retenerlos en nosotros. Tampoco sabemos decir qué es. Ni cómo denominar lo que hay en ellos y atraviesa al tiempo.

    Lo que podíamos hacer era volvernos a este lado de la sala sin señalar nada con la mirada, como si allí no hubiera nada que ver y nos hubiéramos retirado a nuestros propios pensamientos.

    La encargada de la Marine se había acercado a él, el viajero inglés. Le había hablado en inglés. Le había preguntado cómo había ido el viaje. Le llamó Captain. Glad to see you, Captain. El Captain había dicho que el viaje había ido bien. Yes, we had quite a good trip. El Captain había sonreído a la encargada de la Marine. Se conocían bien. Glad to see you too, Madame…

    Fue en este punto cuando vimos que el Captain llevaba un traje blanco de patrón de yate. El chaquetón y la gorra estaban colocados en un taburete, a su lado.

    Ella, la mujer del Captain. Mira al suelo. Su cuerpo oculto se ha hecho visible. Es visible que es mortal. Este cuerpo viste como una jovencita, ropa usada de su juventud, y, en los dedos, los diamantes y el oro de los parientes de Devon. La muerte está desnuda bajo los vestidos, la piel, también bajo los ojos, bajo su mirada salvaje y pura. De vez en cuando la risa cubre la mirada y ella se recobra de aquella risa asustada de haberla cometido. Entonces es al Captain a quien mira para saber. Y es en este punto cuando una desorientación cruza su rostro y da que pensar.

    La encargada no se va a la sala. Se queda allí, pegada al servicio del bar, descansando, se diría, dejando vagar la mirada en dirección al río, a la fosa profunda de las aguas azules y negras.

    Todavía es bella la encargada de la Marine, con los ojos oscuros y una piel de porcelana blanca, sonrosada en la parte de las mejillas y los labios. De vez en cuando mira al Captain, pero evita mirar a aquella mujer que es la mujer del Captain. Duda, quisiera hablar de nuevo al Captain, luego se calla. Se diría que el Captain no quiere que ella le hable, pero al final ella lo había hecho. Con una especie de osadía tímida, había dicho: I want to tell you… el año que viene no nos veremos. Me voy de aquí pasado el verano, en septiembre… Quería decírselo.

    El Captain emite un gemido de dolor. Como un grito sordo, trágico. Dice: Oh… It's too sad… too much… Se vuelve a su mujer y exclama bajito: She's leaving in September… Ella ha levantado la cabeza, también ella ha gemido, moviendo la cabeza. Oh, no… no…

    Hay lágrimas en los ojos de la encargada. Dice: También yo… uno se apega a la gente sin saberlo… no es a los que se ve con más frecuencia… El Captain dice: Ya ve usted, señora, esto es lo malo de esta vida que llevamos en el mar, esas personas de los cafés y los restaurantes que conocemos tan bien, que son nuestros amigos y que nos dejan, abandonan el lugar o mueren, yes… es cierto… se lo juro… mueren… that happens too… no es soportable… Perdóneme.

    Y luego le volvió a pedir excusas. Y luego se quedaron ahí los tres sin hablarse ni un instante. Y luego el Captain preguntó a la encargada qué iba a hacer cuando hubiera dejado el café de la Marine. Se iba al África negra con su marido. Se hacían cargo de un gran dancing con restaurante cerca de Abidjan. Parecía un asunto interesante. Iban de prueba durante un año. En espera de su decisión definitiva, su hija la sustituiría. Llamó a ésta. Era la que habíamos visto con ella en la sala. La joven encargada llegó, era más bella que su madre, pero del mismo tipo, con la misma extraordinaria dulzura en la mirada.

    La encargada presentó a su hija al Captain y a su mujer. El Captain le elogió la belleza de su hija. Ella alzó la cabeza y dijo sonriendo que en efecto era muy guapa. El Captain dijo también:

    —Queremos mucho a su señora madre.

    La encargada volvió a la sala. Fue cuando la chica se quedó sola cerca de nosotros cuando nos pareció, durante un breve instante que, de todos modos, ella era distinta de su madre. Que era menos sutil que ella, que estaba menos capacitada para leer en el alma de las personas, que, desde luego, le faltaba poco, pero que, a pesar de todo, aquellas cosas que hacían su presencia deliciosa se habían ido para siempre con ella, la madre. Esto es lo que había sucedido. No sólo la joven dueña habló enseguida al Captain, como si fuera fácil hablar al Captain, sino que le dijo que ella lo conocía desde siempre, como si le hubiera interesado al Captain que ella lo conociera o no. Había dicho:

    —Cada verano le veía cuando volvía a venir de viaje. When I was little… Every year, every summer… I used to see you…

    El Captain sonrió educadamente a la joven encargada de la Marine. Parecía estar un poco sorprendido, y ella, por su parte, se cercioró de su derecho a molestarle con su propia existencia. Era visible que quería saber más del Captain y su mujer que su misma madre. Y he aquí que lo que su madre nunca había preguntado, ella lo pregunta:

    —Así que ustedes viajan sin parar.

    Había sido un momento muy desagradable para todos nosotros.

    Se hace un silencio entre el Captain y la muchacha. El Captain está sorprendido pero conserva una sonrisa amalle para la hija de su amiga la encargada. Y ella, ella no puede saber a qué se debe su sorpresa. Pero quizás, en aquel momento ella se da cuenta de que hubiera debido presentir que los viajes que hacían aquellas personas no tenían nada que ver con lo que había imaginado siempre y que no hubiera debido hacer preguntas. Al lado del Captain, aquella mujer que miraba al suelo levantó la cabeza y miró a la joven encargada. Y entonces, de pronto, la joven encargada comprendió algo y se ruborizó de confusión.

    —Excuse me.

    El Captain sonrió a la joven encargada. Todo el mundo había temido que ella pudiera hacer otra pregunta. Pero no tuvo tiempo. Y el momento difícil había pasado.

    El Captain dijo que, en efecto, viajaban mucho, que vivían mucho en el mar.

    La joven encargada, sin dejar de sonrojarse, y como excusándose, dijo que los viajes le interesaban mucho. Que ella todavía no había hecho ninguno.

    Pero no se va; espera. De pronto la vimos mejor: era alguien que no podía renunciar a lo que había decidido. Preguntó además adonde iban. A qué lugar del mundo, por qué océanos. Pero lo hizo como una niña, una pequeña obstinada, una pequeña metepatas también. Todo como si le correspondiera saberlo. Luego se paró, asustada de haberse atrevido. El Captain vio esto y comprendió también que ella estaba en su papel, y empezó a gustarle la joven encargada como le había gustado su madre. El Captain rió. Dijo: God… How can I possibly tell you… La que mira al suelo ha levantado la cabeza y ríe con su marido. También nosotros reímos.

    El Captain habló de sus viajes recientes, de los últimos. Habló de Malasia, de Malaca, de las islas de la Sonda. Sonda Islands. ¿Había oído hablar de ellas? Ella dijo que conocía los nombres, Java, Sumatra, Singapur, pero que desde luego no las ubicaba, o muy mal. Excepto Malaca tal vez, debido al estrecho, que había visto en el mapa. Precisamente, ¿no era Malasia aquel lugar del mundo donde había tantas islas que en el mapa parecía un continente… cómo decirlo? ¿hecho trizas por una explosión? El Captain dijo: Así es. Esa es la palabra. That's it. Son los volcanes de dentro del mar los que lo han hecho… Te has fijado en las pequeñas islas lanzadas a puñados en the Pacific… Eso es, the Pacific, un océano lleno de volcanes y de tiburones… He aquí lo que es el Pacífico…

    La joven encargada dijo también que todo el mundo conocía el barco en Quillebeuf, por haberlo visto pasar una y otra vez; que era un gran yate. El Captain dijo que se necesitaba un barco grande y muy sólido para los viajes largos, las grandes travesías sin escala, for instance the sea of Ornan, o bien the bay of Bengal, o si se quería por ejemplo subir de nuevo hacia Manila, o al contrario, bajar a Australia… Luego el Captain dijo:

    —Ya ves… ésta es la historia…

    Y no habló más.

    La joven encargada fue a reunirse con las personas del lugar al otro extremo del bar. Y nosotros cambiamos de sitio y nos volvimos hacia el río, las aguas lisas y azules.

    De pronto oímos cantar al Captain una melodía triste que no reconocíamos, probablemente una especie de viejo fox-trot inglés.

    Y ella volvió a mirar al suelo.

    Yo los miro. Te digo:

    —Vivir el amor como la desesperación.

    Sonríes y yo te sonrío a mi vez.

    —Huir de todas partes como los criminales.

    Me preguntas por la profundidad de los pequeños mares malasios. Te dije que eran bajos, que tenían de ciento cincuenta a doscientos metros de profundidad, pero que en aquellas regiones era donde se hallaban fosas abisales de diez kilómetros de profundidad. Eran, sin duda, los cráteres de los volcanes que habían hecho trizas el primer continente. Pero yo creía que de aquellas fosas abisales, las más profundas estaban por Corea, los archipiélagos de islas en collar que se remontaban hasta la proximidad de los polos. Dije que aquellos largos viajes en barco que duraban semanas, meses, para quienes los habían vivido eran los momentos más extraordinarios de la vida. Que ya había dicho esto en los libros, que volvía a decirlo, que se había acabado, que nunca volvería. Como la edad de una cosa o de un ser viviente, que dura un tiempo determinado y que nunca regresa.

    Volvemos a mirarlos. Están los dos con los ojos bajos sumidos en un reposo que da vértigo. Habitan el mundo en su viaje interminable, el del mar. Está escrito en sus rostros quemados por la reverberación del sol, el viento.

    Habían llegado allí aquella tarde, como al final de un ir y venir, al final del viaje pasado, en los inicios del que viene. Estaban allí, delante de nosotros, y a pesar de ello todavía en los gigantescos afanes de un gran amor.

    Dices que algo les ha sucedido. Una circunstancia exterior a su historia, un accidente tal vez, un miedo que, de pronto, ha hecho que se pregunten qué tiempo era aquél durante el cual se suponía que se vivía el amor. ¿No era acaso un tiempo siempre remitido a más tarde? Un tiempo mutilado de esperanza. Aquel tiempo que pasaban en aquel mismo momento en Quillebeuf, allí, delante de nosotros, en el café de la Marine, aquel tiempo inmenso, de nada, de no hacer nada, era el que habían hallado para vivir su historia.

    —El tiempo.
    —Sí.

    Pero el Captain, ¿estaba tal vez allí para ocultarse en el mar? ¿Tras un asesinato? Y ella, ¿se ocultaba tal vez de una creencia, o de un miedo que ahogaba en whisky cada día al llegar la noche?

    Lo que se presentía era que habían debido de vivir juntos una determinada adversidad y que a través de ella habían debido de conocerse hasta encontrar un ser común en el bien y en el mal, en el crimen y en la inocencia, y que lo habían vivido hasta la consecuencia extrema de una muerte común, siempre evitada, poco importaba por qué.

    Lo que no sabíamos era hasta dónde había llegado el acontecimiento de semejante amor, qué profundidad había alcanzado la mentira divina antes de que fuera percibida la diferencia de la primera traición por parte de uno u otro de los amantes.

    Ella, la mujer del Captain. Mira al suelo, ya oculta en la muerte. Te entra como una especie de exaltación, apetece coger las manos, el rostro, mirar en los ojos el color azul que se ha disuelto en una especie de bruma clara.

    Ha levantado la cabeza, ha mirado a la encargada de la Marine, la que se marcha a Costa de Marfil, le ha hecho un signo con la mano como un adiós y le ha sonreído. Luego, de nuevo, ha mirado al suelo.

    Todo volvió a caer en el silencio y la inmovilidad. Quedaba el rumor espaciado de las conversaciones de la sala. La acompasada melodía que cantaba muy bajo el Captain. Y la emoción extendida por todas partes en aquel lugar por ese error en el que había estado a punto de incurrir la joven encargada respecto a la naturaleza del viaje de aquellos transeúntes del mar.

    La joven encargada. Se mantiene un poco apartada de su madre y de las demás personas. Mira hacia el Captain. No volverá a acercarse a él en todo el resto de la tarde.

    En el muelle alguien ha gritado.

    Salimos a la plaza. Otras personas salieron del café. Había ya algunas que estaban paradas. Era hacia el río hacia donde miraba la gente.

    La barcaza rojo vivo, con sus cuatro brazos en alto, cruza el Sena, mientras aparece un petrolero gigante que llega de alta mar.

    El petrolero avanza directo en dirección a la barcaza. Esta se halla a unos veinte metros de aquél. No parecen verse, como si se lo impidiera su diferencia de tamaño.

    La barcaza sigue avanzando hacia el petrolero. El petrolero también sigue avanzando hacia la barcaza.

    Es una especie de edificio blanco, un ser de acero de pronto aterrador.

    El petrolero avanza con un movimiento tan lento que no es posible percibirlo, sino en relación con las líneas rectas de los surtidores de petróleo y los árboles de la orilla. Tiene los puentes cargados de contenedores rojos y blancos. Quizá también amarillos.

    La barcaza ha pasado por delante y luego ha desaparecido tras el petrolero.

    El petrolero sigue avanzando.

    La barcaza reaparece en la estela del petrolero. Valiente como de costumbre, ha girado ya hacia el embarcadero de la orilla derecha del río. El peligro ha pasado. En la plaza, las personas que se habían parado a mirar han reemprendido su camino hacia la calle comercial del puerto.

    Los coreanos no habían contemplado el cruce de la barcaza y el petrolero. Te digo:

    —Mira qué indiferentes son.

    Contestas que deben de estar acostumbrados a ver la barcaza del Sena jugar con los mastodontes del petróleo, que debía de hacer, pues, mucho rato que estaban ahí, acostumbrados ya a ver aquellos incidentes, que en realidad no causaban miedo más que a las gentes de paso.

    De pronto no quise oír nada más de ti.

    Volvimos al café, al mismo lugar de la sala, detrás de los clientes habituales, para dejar solas a las personas del bar, a aquellos viajeros ingleses. Y fue ahí donde no quise escuchar nada más de nadie. También a mí me sucedía esto. Dije que no merecía la pena desviar la conversación. Te reíste pero me daba igual. Dije que conocía a los asiáticos, que eran crueles, que en las carreteras se divertían atropellando con sus coches a los perros moribundos de la llanura de Kampot. Hablé del mar gris de los trópicos, plano. Y después de Siam, una vez más, detrás de la montaña. Como cada vez que venían a mí estos recuerdos, me alejaban de todos vosotros, de ti, del mismo modo que lo hubiera hecho el recuerdo de una lectura de la que no hubiera podido consolarme, la de la parte de mis propios escritos referida a cierto período de mi juventud, y pensaba que era necesario que os abandonara para volver a escribir sobre Siam y otras cosas que ninguno de vosotros había conocido, pero sobre todo que volviera incansablemente sobre Siam, aquel cielo de encima de la montaña, y aquellas otras cosas que había pensado entonces que hubiera debido pasar sobre ellas en silencio y de las que ahora creía todo lo contrario, que hubiera debido permanecer en ellas mi vida entera.

    De pensar lo que había sido mi vida, se me creaba un entumecimiento en todo el cuerpo, una tristeza, y creía que me aburría a tu lado. Sabía que estabas inquieto cuando me callaba demasiado rato y hacía un esfuerzo para volver a ti. Tú nunca hacías nada para provocar ese regreso hacia ti.

    No podíamos mentir en ningún punto respecto a aquel sentimiento que nos había unido y nos unía aún sin duda, pero del que ya nunca hablábamos. No sabíamos de qué estaba formado ahora, de qué clase era. No queríamos saberlo.

    Me dejaste callar mucho rato, a pesar de tu deseo de saber por qué me callaba.

    Mirabas a los coreanos. Nadie parecía fijarse en su presencia, tan evidente sin embargo en la terraza del hotel de la Marine.

    Varios de ellos se habían puesto a correr, a jugar a alcanzarse. Algunos más habían llegado por el camino abandonado de la orilla del río, idénticos a los primeros. Eran hombres redondos, precozmente afectados de obesidad. Cuando corrían, rebotaban en el suelo, ligeros como pelotas, grandes como bebés. Se me ocurrió la idea de que nos iban a encerrar en la sala de la Marine, poner cerco a la plaza. No te dije nada. No era miedo, sino un temor soportable. Te pedí tu opinión: ¿quiénes eran aquellas gentes? ¿Un colegio? ¿Una cofradía religiosa? ¿Soldados? ¿Agentes de la policía? ¿O aviadores? La edad también era indistinta. Aquellas personas debían de tener entre quince y cuarenta años. Te dije que todo aquello no tenía nada que ver con lo que ya conocíamos de la vida. Así, por ejemplo, ¿lo habías observado?, no había ninguna mujer entre ellos, pero de tal manera que era como si estuviera instituido el que no las hubiera.

    Te he dicho que se me había ocurrido que era, tal vez, una sociedad de eunucos jóvenes, aunque su atuendo y su deportividad parecían indicar que pertenecían a la navegación. Te ríes mucho, mucho. Digo:

    —O bien el personal de un petrolero. ¿Pero por qué en traje de deporte?

    Me miras con insistencia.

    —¿Por qué eres la única, en todo el puerto, que tiene miedo de esta gente?

    Te he sonreído. Te digo:

    —Me han dicho que probablemente son las colonias, mi infancia allí, y el alcohol. Que no es nada, pero que nunca pasará del todo.
    —Nunca me hablaste de ello como de algo que podía volver.
    —Me decía que era mejor ser la única en saberlo. Dejarte a buen recaudo de este horror.

    Te ríes conmigo. Digo:

    —Es de ti de quien tengo miedo.

    Apenas te asombras, eso te da ganas de reír.

    —¿De qué de mí?
    —De ti.

    Te sigo hablando del miedo. Intento explicarte. No lo consigo. Digo: Está en mí. Segregado por mí. Vive con una vida paradójica, genial y celular a la vez. Está ahí. Sin lenguaje para expresarse. Como mucho, es una crueldad desnuda, muda, de mí a mí, albergada en mi cabeza, en el calabozo mental. Hermética. Con boquetes abiertos a la razón, la verosimilitud, la claridad.

    Me miras y me dejas. Miras más lejos. Dices:

    —Es el miedo. Lo que acabas de expresar es el miedo. Es esto, no hay otra definición.
    —Una cosa mentale.

    No contestas. Y luego dices que es el caso de todo tipo de miedos.

    Digo que el miedo es mi referencia capital. Causar miedo es el mal. Así lo creo. Muchos jóvenes también lo creen.

    Digo que el miedo a la noche y el miedo a Dios y el miedo a los muertos son miedos enseñados para asustar a los niños insumisos. Digo también que a veces veo las ciudades como objetos de espanto y, en torno a ellas, murallas llenas y vigiladas. También de este modo veo los gobiernos. El dinero. Las familias ricas. Estoy llena de resonancias de la guerra, y también de la ocupación colonial. A veces, cuando oigo proclamar órdenes en lengua alemana, siento necesidad de matar.

    No escuchas lo que digo sobre el miedo porque eres alguien que tiene miedo y cree que nadie puede saber cuál es su miedo propio. Eres alguien que no habla nunca de su miedo.

    No escuchas, por otra parte, porque crees que en lo que digo hay algo que comprender. Así que no escuchas. Las explicaciones te aburren por encima de todo.

    Me preguntas cómo me dan miedo aquellas personas, aunque sean el personal de un petrolero en traje de deporte. Digo que es porque ignoran que contienen en sí la causa de este miedo. En la llanura de Kampot, cuando mataban los perros a bastonazos, se quedaban sonriendo, como niños. Miraban morir a los perros con sonrisas espontáneas, miraban, divirtiéndose, las muecas y los gestos de agonía de los perros esqueléticos. Digo que yo no podía ser igual que los franceses de Francia tras aquella niñez.

    De vez en cuando mirábamos a la gente del bar. El Captain, sin duda, debía de vernos mirarle en el espejo de la barra. Después mirábamos el río. Y después, de nuevo, a aquellas personas. De pronto no hablé más. Me dijiste aún que era aterrador hasta qué punto la gente quedaba marcada por la guerra.

    Como de costumbre, lloré.

    Habíamos hablado de ellos, de la gente del bar. Habíamos dicho: ella está tan cerca de la muerte. Y él se quedará solo. La encargada fue hacia ellos. Les sirvió una Pilsen negra y un bourbon. Ellos se dijeron algo y sonrieron y miraron hacia la sala donde se hallaba la hija de la encargada.

    Dices que también en aquel caso, el de aquellas personas, algo había debido de suceder en su juventud y había decidido el curso de su vida. La encargada dijo la hora. Eran las cinco.

    El Captain dijo a su mujer: It's five o'clock. Ella dijo muy bajo: Already. Y preguntó cuándo se marcharían. El Captain no contestó.

    Ella, la mujer del Captain, esperaba siempre, aquí como en cualquier parte. Dices que, sin duda, toda su vida debió de esperar algo como lo esperaba allí, en aquel bar, la liberación de una insoportabilidad desconocida. Dices:

    —La solución del viaje por mar debe de estar relacionada con algo parecido a aquella impaciencia que tú dices, insostenible.

    Dices también:

    —Al verla, incluso a través de esta edad increíble, se pueden captar los motivos que se hubiera podido tener para amarla.
    —El Captain es otra cosa.

    Dices que, en efecto, tiene menos edad que ella, menos eternidad.

    Señalé a los coreanos.

    —Míralos. Hace un momento he creído que iban a rodear el café y proceder a nuestro exterminio. Como te he dicho, esta gente es muy cruel. La más cruel que genera la tierra.

    Los coreanos miraban los coches, las ruedas, los tableros de mando, las marcas, los números de matrícula. Tú los seguías con los ojos pero ya no te interesaban. Era a mí a quien mirabas. Me preguntas:

    —¿Por qué escribir esta historia?
    —De lo contrario no tengo nada que escribir. Creo que nuestra historia me impide escribir otra cosa. Pero no es verdad. Nuestra historia no estará en ningún sitio, nunca estará realmente escrita.

    Me preguntas si es éste el destino de ciertas historias.

    No lo sé. No entiendo bien lo que quieres saber de mí. Digo lo que sé, que determinadas historias son inasibles, que están constituidas por estados sucesivos sin nexo entre sí. Que son las historias más terribles, las que nunca se confiesan, las que se viven sin certeza ninguna, nunca.

    Bajamos los ojos. Tal vez lloraríamos si nos miráramos. Tu atención es siempre enorme cuando abordamos este tema de la escritura.

    —Lo que me impide escribir eres tú. Y tú eres muy desgraciado debido a ello. Porque tú no escribes. No escribes porque lo sabes todo sobre esto, esta cosa trágica, escribir, hacerlo, o no hacerlo, no poder escribir, no poder hacerlo, lo sabes todo. Es porque eres escritor por lo que no escribes. Eso puede ocurrir.

    Te ríes con una risa un poco molesta, estás emocionado. Sin duda he hablado al borde de las lágrimas. No te miro.

    —Tú lo sabes. Lo que digo al decir esto, lo sabes.
    —No, yo no sé nada. Pero lo sabía también, tú sabes cómo es… -te ríes-, si te pones así, puede durar mucho… No, no sé nada en realidad. Tengo ese aspecto, pero no sé nada.
    —Puede que además lo de no escribir te suceda siempre, toda la vida.
    —¿Crees que es el miedo?
    —No lo sé. Sería como una creencia en una prohibición de hacerlo. También yo tengo el aspecto pero tampoco sé nada, no lo sé.

    Volvemos a mirar más allá de las palabras, del momento. Miramos el río, la plaza, el verano

    que duerme. Me preguntas:

    —A ti, ¿qué te sucedió?
    —La imbecilidad, sin duda… Se necesita la imbecilidad para empezar a creer que es posible. Pero esto no es una contestación. Cómo llega a ocurrir, no lo sé tampoco, ni por qué. Sabes, nadie sabe por qué. Se empieza. Y luego sucede, se escribe, se continúa. Y luego hete aquí, ya está.
    —Eras muy joven, eso debió de contar.
    —Sí, seguro… Todavía estaba en el colegio, debió de producirse a los doce años. No me preocupé… hasta ahora. Pero no sé nada… cómo sucede en la escuela o fuera de la escuela, cómo no sucede, no sé nada.
    —Es una cuestión de orgullo.
    —Respecto al primer libro, sin duda, sí. En ciertos escritores, hombres, sólo existe eso. Pero después del primer libro no es ya exactamente el orgullo, es después cuando resulta impresionante, cuando se instala a lo largo de toda tu vida, pero es también una cuestión de miedo, seguro… puede que proteja de cierto miedo… en fin, quiero decir… podría ser. No lo sé.
    —Ser escritor no es saberlo.
    —No, eso no es suficiente, pero se dice tanto que debe haber algo de cierto. Escribir es también no saber qué se hace, ser incapaz de juzgarlo, hay también un poco de eso en el escritor, un brillo cegador. Y además está también el que es un trabajo que toma mucho tiempo, que exige muchos esfuerzos, y también esto es un incentivo. Es una de las poquísimas ocupaciones que siguen siendo interesantes. Podríamos parar aquí.

    Nos reímos, y la cuestión queda ahí, en efecto. Dijiste: Qué vida. Volviste a mirar hacia afuera y volviste a empezar:

    —¿Por qué decírmelo, eso de que ibas a escribir esta historia?
    —Porque sí. Te lo digo todo. Si no puedes soportarlo, puedes marcharte cuando quieras, esta noche, mañana por la mañana. Vuelve a París y llévate tus cosas de tu habitación. Márchate.

    En el Sena se sucedían los petroleros, volvían de Rouen, el mar estaba quieto. Están vacíos, son muy altos, frágiles de pronto, ligeros.

    —No sabes adonde ir, por eso no te quieres marchar.
    —No sólo por eso. Me gusta mucho el piso, y mi habitación. No veo por qué tendría que irme de la habitación que ocupo.
    —Es verdad, no tienes ningún motivo para hacerlo.

    No dijiste nada más durante un largo rato. Te habías vuelto hacia el río. Al sol, tu pelo era muy rubio. Pensé que eras un hombre rubio. Te lo digo: Eres un hombre que tiene el pelo rubio; eso es lo que destaca de ti en primer lugar, así se te percibe primero, por este color rubio.

    Tardas rato en contestarme. Estás furioso. Luego te ríes.

    —Me importa un pimiento lo que escribas, es algo que te concierne a ti.
    —Sí, me concierne a mí, a mí sola. De todos modos haré lo que quiera.
    —Sí, de todos modos. Sólo haces lo que decides, tienes este defecto.
    —No tengo elección. No me dejas otra elección. Tampoco yo te dejo más.
    —Menos. Me dejas menos.
    —Es cierto.

    Seguimos hablando así. Y luego dijiste:

    —Lo que preferimos es escribir libros el uno sobre el otro.

    Y nos reímos.

    Yo te decía que creía que había un medio de recuperar esta historia. Que en mi opinión era eso lo que había que hacer. Que sería a partir de ahí, de la resistencia que nos opondría, como sabríamos lo que había que hacer con ella.

    No mirábamos nada. Pediste un té. Dijo:

    —A veces creo que todo está ahí. A veces creo que está acabado. Más acabado de lo que podemos imaginar. Sólo la idea de la muerte despierta.
    —Eso es. La muerte. No se puede soportar. Pero para ti no es nada. Ponte en mi lugar.

    Volvemos a reírnos de la muerte. Miramos el puente de Tancarville, el rosa por encima del mar.

    Dijiste:

    —Habremos venido mucho a Quillebeuf este verano.
    —Mucho. ¿Sabes tú por qué nos gusta hasta ese punto? Yo no lo sé.
    —Yo lo sé un poco, pero saberlo del todo es imposible.
    —Es cierto, es imposible. Algo que está ahí en pleno rostro, que te ciega y que no se ve.

    De pronto mirabas la plaza, dijiste:

    —Los coreanos se han marchado.

    La plaza estaba de nuevo vacía, excepto por dos niños en bici que llegaron también por el camino abandonado. La sombra había alcanzado la otra orilla. Una parte de cielo se tiñó de color plomizo por el norte. Todavía no era de noche. Era una tormenta. Cruzaba el cielo por encima de la bahía. Estaba muy alta, era lenta. Estaba muy oscuro y la gente dijo que era por aquella tormenta que iba a estallar. Y entonces, por el contrario, bajo el cielo plomizo, volvió el pleno sol. Todas las instalaciones petroleras, los aceros, los brillos, destellaron.

    Durante unos segundos fue como un misterio. Buscamos el sol.

    Estaba muy bajo en la parte despejada del cielo e iluminaba el campo y el puerto por debajo de la tormenta. El estuario se iluminó hasta el mar. Y aquel cielo de tormenta fue atrapado por la ola de luz. La tormenta permaneció allí, sin extenderse ya por el cielo, sin estallar, inmutablemente oscura, una capa de piedra negra. Seguimos mirando.

    Miramos la barandilla blanca a lo largo de las riberas del Sena, su tamaño ridículo para su función, la de impedir el acceso al río. Dije que para mí el blanco de aquella barandilla a lo largo del agua era un problema sin fin, sin fondo. Dijiste que el río estaba dividido y retenido por la reja de aquella barandilla -las aguas negroazuladas y el blanco lácteo- como el azul por el blanco en las últimas pinturas de Nicolás de Staël.

    Volvimos al bar, pedimos unos refrescos y miramos a las personas del bar. Los bromistas, las gentes del lugar. La encargada. Y su terrible hija, tan encantadora. Y ellos, aquellos viajeros ingleses. Volví a hablar de los asiáticos. Dije que eran crueles y jugadores de cartas y ladrones e hipócritas, y locos: que recordaba bien los animales de Indochina, todos esqueléticos y llenos de sarna como en el sur de España y en elÁfrica negra. Dije que estos recuerdos de animales eran los más dolorosos de todos, porque los niños no soportan el sufrimiento de los animales, prefieren que mueran las personas en su lugar, en lugar de los perros, los elefantes, las ciervas, los tigres y los monos.

    Mientras te hablo, miro los dos vasos colocados en el bar, junto a los nuestros. En uno de ellos había cerveza fuerte, la Pilsen negra, en el otro un bourbon on the rocks doble como un momento antes, pero los vasos ahora estaban llenos. Así que los habían vuelto a llenar mientras nosotros mirábamos fuera.

    Me volví hacia ti y te dije muy bajo el nombre de un escritor norteamericano. Muerto. Suicidio. Hiciste un gesto: Sí. Era eso.

    Ahora, se diría que los viajeros hablan. Dicen frases incompletas, muy espaciadas, y también, de vez en cuando, palabras inconexas. Pero poco a poco llegamos a saber de qué hablan.

    —What a shame… I was longing to go home…
    —Don't think about it, dear… please…
    —Oh dear, I’m so tired. Exhausted… Such a pity… Especially now, just when…
    —Yes, yes, my dear. Don't think about it. There's nothing to be done.
    —No… I’m not… It's just that…
    —All right, darling… You're so sweet… Do forgive me.

    El barco del viaje, era de esto de lo que hablaban. De aquel barco que debía de estar en el muelle, en un pequeño puerto del Sena esperándoles. Y también de pases, de permisos de desembarco, de permisos de estancia. No podían sin duda marcharse enseguida porque no tenían todas las autorizaciones que se necesitaban para dejar Francia y volver a Inglaterra. Podía ser que fuera eso. Aquellas autorizaciones eran para ellos o para el barco, no se sabía. Debía de ser frecuente que lo olvidaran todo de todo. Y pedir la autorización necesaria. Ella quería hacer caso omiso, decía que era posible volver a Inglaterra si lo querían, dado que eran ingleses. Y en esto era él quien no estaba de acuerdo. En ella, era como si se hubiera tratado de un último deseo, muy súbito, muy brutal. Parecía que él no debía de saber nada aún. Quería abandonar Francia, este país, y aquella misma noche.

    La inmensidad del amor surge con mucha fuerza cuando ellos se abandonan al silencio de una ira contenida o al atontamiento de la embriaguez. Esta noche hay entre ellos un problema evidente que no se puede saber, descifrar. Se miran, un poco enfadados, llenos de dolor.

    Luego desvían los ojos hacia el suelo, hacia la nada, al paso de la gente por la plaza, las llegadas y las salidas de la barcaza, roja.

    Se miran de nuevo en un amor naciente.

    Contemplas el río. El sol del ocaso ha entrado en la sala del café. Está en tus ojos sonrientes. Dices:

    —Son los viajeros de las mayores distancias de la tierra. Su morada es el mundo en su viaje más largo.

    Las palabras te encantan.

    Te digo que en Venecia deben de tener una habitación, deben de pasar por ahí, como todos los viajeros del mundo que vuelven a su país natal. Digo también que deben de pasar por Quillebeuf antes de regresar a Inglaterra. Que sin duda no deben de poder hacer otra cosa. ¿A qué parte de Inglaterra? No se sabe.

    Este año las fechas debían de coincidir con las que habían previsto.

    Este año era el tiempo el que se había retrasado, pero ellos habían llegado en hora.

    Te sonrío, te digo: Estamos en junio, el mes para volver.

    La encargada de la Marine vuelve de nuevo hacia el bar y habla de nuevo con el Captain. También ella dice que junio es un buen mes, para volver a Europa. Que este año el verano será bueno. Le pregunta si van a volverse a marchar. Ella siempre puede preguntárselo todo al Captain. Podría hacerle hasta las preguntas prohibidas, las de principio, que molestan tanto al Captain. Pero no lo hace nunca. Are you going away again, Captain? El Captain dice que depende de ella, de su mujer. Explica a la encargada de la Marine: It depends on her. Sometimes she wants to go, sometimes she doesn't… It's a long way, you see, a very long way indeed… Dice que, sin duda, ahora se hallan en uno de los últimos de aquellos largos viajes, que deben de quedar algunos aún que quizá podrían planearse y que serían más cortos, pero no es seguro.

    Luego el Captain se calla.

    Ella había mirado de nuevo al suelo, avergonzada por tener que morir.

    El Captain cierra los ojos. Busca las palabras francesas que sin duda supo en otro tiempo. Pero las ha olvidado. El Captain dice: She's just like a child… Se para. Busca a la encargada para que le escuche. La encargada ya no está allí. Sigue el relato para nosotros y las demás personas. A veces, sí, ella quiere volver a Inglaterra. A veces no quiere oír hablar de ello, de Inglaterra. Está muy cerca, está la isla de Wight que puede tocarse con la mano. Una noche de barco y hemos llegado. Ahí está.

    Yes… yes… El Captain cuenta con una voz entrecortada, baja. Es ahí donde está la casa de la familia, yes… No nos lo cuenta a nosotros, se lo cuenta a la pequeña iguana. Todavía está el guarda. Sí. Uno se pregunta qué puede guardar, pero de todos modos está ahí. El primer guarda se había quedado hasta una edad inmensa, casi cien años. Había muerto ahí. Luego hubo uno muy joven que se fue al cabo de tres o cuatro años. Actualmente había un tercer guarda de una vejez normal. Aparte de esto, todo el mundo había muerto ahora, los vecinos, los otros parientes. Sólo estaban ellos dos ahora, con aquel guarda. Quedan algunos muebles sólo, los que los camiones de traslados no se han podido llevar o los que no han sido robados. Queda la casa, y aquellos bosques famosos a la orilla del mar. La pequeña iguana ha levantado los párpados. Escucha la enumeración de los hechos. El padre estaba en contra de su boda. Esperaron a su muerte para celebrarla. La madre murió primero, luego el padre. Tuvieron que esperar mucho tiempo. Yes… Diez años. El, el Captain, había sido contratado para que se ocupara del barco. Tenía veintidós años en el momento de aquel contrato. Ella tenía veintiséis en aquel momento, bella… my God… so amusing… so witty… my

    God… my God… How far away it all seems…

    Cuando el padre había muerto, él tenía treinta y dos y ella treinta y seis, única heredera de los bienes. En cuanto tuvo lugar la boda, se fueron enseguida. Fue ella quien quiso. Yes… yes… Esto es. El calla. La mira. Ella ha vuelto un poquito la cabeza hacia él. El levanta un poco el tono.

    Sabe que ella escucha aquella historia. Es necesario, cada noche, por ella, en su lugar, hablar un poco.

    Digo que el Captain no ha debido nunca de comprender del todo a aquella chica de la isla de Wight. Aquella mujer a la que amó. Y que ella debe de saberlo.

    Que él debía de estar al corriente de las crisis que ella sufría de vez en cuando, contra el barco, el viaje, incluso aunque no le hablara de ello. Pero él decía que era mal humor, que aquello se producía durante el regreso de cada viaje. Cada vez más, ella creía haberlo olvidado todo de aquella casa durante el viaje, cómo era el salón y su habitación y el camino para ir al mar y al jardín y aquel bosque a la orilla del mar, aquellos eucaliptos que habían plantado el día que naciera. Y quería saber incluso acerca de aquel alojamiento de encima de los cobertizos de los barcos. Este era el motivo por el que quería volver a verlo todo, a comprobarlo. El Captain no quería ni oír hablar de aquellas cosas. La dejaba hablar sin escucharla. No quería saber más que las generalidades. Se negaba a entrar en los detalles de aquel mal humor.

    A decir verdad, en cada uno de sus regresos a aquella región, el Captain debía de temer lo peor, que fuera la última vez, que fuera el final.

    Ahora lo sabemos. Lo que dicen gira en torno a los primeros años de su amor. Generalmente se paraban una hora delante de la casa de la isla de Wight. Ella miraba el parque y algunas habitaciones, con frecuencia sin entrar, desde la puerta. Luego, al caer la tarde, ella quería partir de nuevo: Escapar antes de la noche, decía. Habían adquirido aquella costumbre de ir a un determinado hotel de Newport. La ciudad. Siempre había vuelto a ella con la misma ilusión. Pero eso no quiere decir que una mañana próxima, en la habitación del hotel de Newport, le diga que no volverá al mar, que se ha terminado, del todo, y para siempre.

    Aquella noche, el Captain tenía miedo. Esta vez ella no dice por qué quiere ir a dormir a la casa de la isla de Wight. El no quiere ceder a aquel deseo, le parece exagerado, poco razonable. Es casi una incorrección para con él insistir de aquel modo, ella, por lo general tan educada, tan encantadora. She carries things to extremes… dice el Captain. She goes too far… Cambia siempre de idea. She's always changing her mind…

    A ella no le interesa lo que él dice de ella.

    —Es sin duda en el curso de esos diez años pasados en espera de la muerte de los padres cuando algo sucedió, algo que les decidió a pasar el tiempo del amor en un viaje por el mar para no hacer nada con aquel amor y, a la vez, a pesar de todo, retenerlo.

    Para ella el Captain había sido su primer amante. Había sucedido muy pronto, una vez contratado para ocuparse del barco.

    Habían intentado despegarse el uno del otro pero no lo habían conseguido. Al ver que les era imposible dejar de amarse, fue ella quien anunció a sus padres su deseo de casarse. Los padres se negaron. No. Mientras estemos vivos, no. Había vivido con ellos toda su juventud. Nunca hubiera podido imaginar que podían oponerse a la felicidad de su hija. Y al contrario, provocar su desgracia, construirla día a día, piedra a piedra.

    Ellos, los padres, nunca cedieron. Nunca se arrepintieron. Ni en el momento de la muerte. Y ellos, los chicos, tampoco, nunca cedieron, nunca se arrepintieron.

    Si nunca despidieron al Captain, fue porque ella le hubiera seguido, ella, su hija, por lejos que se hubiera ido. Conocían a su hija, sabían que se hubiera dado muerte si le hubieran privado de su amante. El padre, sobre todo él, el padre, conocía a su hija tan profundamente como es posible conocer a un ser humano aquí abajo. Aquel conocimiento se remontaba al que tenía de su mujer, la madre de su hija, y ella participaba de él, lo alcanzaba. Eran mujeres que no se separaban nunca del cuerpo de sus amantes, fuera de noche o de día, en espíritu o en acto. Y aquella dependencia en la cual se hallaban respecto a éstos hacía que tampoco éstos pudieran separarse de ellas. El padre sabía que aquél era el caso de su hija y el Captain. En su decisión de hacer que se quedaran junto a ellos a lo largo de aquellos diez años contaba también -el padre estaba seguro- la preocupación por preservarlos de sus propios errores. Los padres no sólo habían mantenido al Captain en sus funciones sino que le habían concedido una pensión suficiente para que pudiera vivir allí, en el alojamiento de servicio del Captain, en el parque de la villa, cerca de ellos. De modo que aún pudieran ver pasar a su hija de vez en cuando a lo largo de los muelles o por la playa, con el rostro vuelto hacia el mar.

    Esto duró diez años.

    Fue, pues, en las dos habitaciones de encima de los cobertizos de los barcos donde vivieron aquellos diez años.

    Fue allí donde empezaron a beber, a jugar a las cartas con los criados de la villas vecinas, con quienes hacían camping en verano. Poco a poco, ella dejó de ir al templo, abandonó el protestantismo de Inglaterra en el cual la habían educado.

    Pero, aparte de esto, todos los demás sentimientos permanecieron en su lugar.

    Conservó un gran amor por su padre y por su madre. Muy pronto, ella y el Captain dejaron de estar resentidos con ellos, del todo. Ni uno ni otro hablaban ya de aquella historia. El crimen de los padres era tan terrible que eran inocentes de él, como si también ellos hubieran sido sus víctimas. El modo de entender el bien de su hija les había rebasado y había que olvidarlo. La cosa se supo en la isla y la gente había hecho lo mismo, había olvidado. Decían que los padres habían pagado su deuda con su sufrimiento. Ella, su hija, lo achacaba al destino, a la mala organización de lo que había creído el equilibrio divino de la vida. Y él, el Captain, no pensaba nunca que fuera el caso de echar nada en cara a nadie, nunca.

    Un día, hacía entonces cuatro años que vivía con el Captain en aquel alojamiento de encima de los cobertizos, ella había escrito poesías. No era la primera vez. Siempre las había escrito antes, siempre, pero tras su encuentro con el Captain había permanecido varios años sin hacerlo. Y luego he aquí que había vuelto a empezar.

    Esto duró un año.

    Ella había escrito poesías. Quince. Quince poesías.

    Sucedió que una de ellas había aparecido en una revista especializada de Newport.

    Ella decía al Captain que en sus poemas ponía a la vez toda su pasión por él, el Captain, y toda la desesperación de cada ser vivo.

    El Captain no creía que en sus poemas pusiera lo que ella decía poner en ellos. Lo que ponía en realidad, el Captain lo ignoraba. He aquí en qué situación se hallaba el Captain cara a los poemas que escribía su mujer.

    El Captain había sufrido. Una verdadera condena. Como si ella le hubiera traicionado, como si ella hubiera tenido otra vida paralela a aquella que él había creído suya, allí, en el alojamiento de los cobertizos. Una vida clandestina, oculta, incomprensible, vergonzosa tal vez, más dolorosa aún para el Captain que si ella le hubiera sido infiel con el cuerpo, aquel cuerpo que antes de las poesías hubiera sido lo único en el mundo que le hubiera llevado sin duda a suprimirla si ella lo hubiera entregado a otro hombre.

    Una vez, él le había hablado de aquello, del sufrimiento al que le lanzaban aquellas poesías porque no los comprendía. Ella debió de equivocarse respecto al sentido de su confesión. Le dijo, en efecto, que si aquellas poesías le hacían sufrir, era que, sin duda, había empezado ya a leerlos, a comprenderlos.

    Y después, un día, al borde de la desesperación, el Captain fue a ver al padre. Nunca dejó de tratarse con aquellas personas, los padres.

    Iba de vez en cuando de visita a la suntuosa villa. El padre y el Captain siempre se habían tenido en mutua y gran estima. El padre nunca pedía noticias de su hija, pero sabía que el Captain iba para dárselas, que lo hacía abundantemente cada vez. Durante aquellas visitas hablaban también del parque, de las reparaciones de la casa, de la salud, de la vida social.

    Aquella vez, el Captain había comunicado al padre su inquietud y sufrimiento a raíz de aquellas poesías. Y al padre había parecido hacerle feliz. Una sonrisa misteriosa se había situado en su rostro y había permanecido allí durante toda la visita del Captain. El padre no había hablado en absoluto del sufrimiento del Captain ni de su inquietud. Le había pedido que copiara aquellas poesías y que se las llevara. El Captain lo había prometido.

    Hizo aquello sin decíselo a ella. Tomó la totalidad de las poesías que había en aquel momento en la carpeta negra que estaba encima de la cómoda de la habitación, las copió cuidadosamente y se las llevó al padre.

    El padre leyó las poesías en presencia del Captain. Luego los leyó de nuevo. Lloró. No dijo una palabra, excepto que se excusaba de llorar. Dijo: de felicidad. De llorar de felicidad. Y dijo que había esperado un acontecimiento como aquél desde que su hija era una niña pequeña.

    El Captain volvió a casa. Se encontraba solo. Fue poco después cuando el poema apareció en una revista especializada de Newport.

    Ella intentó comprender un poco cómo aquella publicación había sido posible. Y luego, extrañamente, había renunciado a saber. Así se había inclinado ante lo imponderable de la circunstancia. La inmanencia del poema, su penetración de las almas, era en el fondo tan misteriosa como aquélla. Ella creía que cuando se escribían poemas en un país determinado muy pronto se extendían a otras partes, propulsados por su mera evidencia, su mera existencia, que rebasaba las distancias, los cielos, los mares, los continentes, los regímenes políticos, las prohibiciones. Tenía tendencia a pensar que en todas partes se escribía el mismo poema bajo formas diferentes. Que sólo había un poema que lograr a través de todas las lenguas y todas las civilizaciones.

    Por aquel entonces -había escrito diecinueve poesías, el otoño había terminado- dejó de hacerlo.

    Luego atravesaron un período terrible.

    Ella perdió una hija durante el parto en una clínica de Newport. Había querido morir. Había querido marcharse. Robar el barco de su padre y marcharse. Por la noche había emitido gritos ininteligibles, había pedido auxilio, pronunciado nombres y nombres desconocidos. Y a su madre y a su padre también les había gritado su amor y su odio. Y luego había dejado de gritar. Solamente lloró, durante noches seguidas, días. Pero también esto pasó, como los poemas. Pidió al Captain que mirara con detenimiento a la niña muerta para poder contar luego a sus padres cómo era, si reconocían algo de ella. El Captain lo hizo. Fue a ver a los padres y les describió los ojos descoloridos, inmensos y grises, y el pelo de Irlanda, tan negro.

    El verano llegó y la razón volvió a ella, la había recuperado casi por entero, una mañana al despertar, y el Captain la había reconocido. Y después, he aquí lo que había sucedido:

    Aunque ella no había escrito más poemas durante todo el verano siguiente y durante el otoño, un día de enero había vuelto a empezar. Era un poema sobre la luz que hay algunas veces, algunas tardes durante los inviernos muy fríos y muy oscuros. No se lo había dicho al Captain.

    Fue un día en que ella había salido. El Captain la esperaba. Vio el poema por casualidad. Sin buscarlo. No estaba guardado en la carpeta negra de encima de la cómoda de la habitación donde dormían. Una hoja blanca, sobresalía de la carpeta negra. El Captain tiró de la hoja hacia sí y la hoja salió entera. Y el poema estuvo allí, delante de él, manifiesto como un crimen. Esto ocurría después de aquel largo período durante el cual ella no había escrito nada, el período que había sucedido a la muerte de su hija durante aquella terrible noche en Newport.

    Y él, el Captain, que había pensado que se habían terminado aquellos caprichos de juventud.

    El Captain se había sentido apuñalado por la verdad. Había sentido que se equivocaba respecto a ella, que vivía con una desconocida. Nada se decía sobre la niña muerta ni sobre él. No aparecía nada de su vida, de su amor, de su felicidad.

    Aquel día, el invierno estaba en su momento más frío. Era a finales de enero. Sí, hacía seis meses que ella había dejado aquello, esas porquerías.

    El poema no estaba terminado. Este era el motivo por el cual no lo había guardado dentro de la carpeta negra. Era el centro del poema lo que no estaba terminado. El principio, en cambio, estaba acabado, era definitivo. Allí la escritura era más firme que en el resto. El centro del poema, con sus distintas versiones, ocupaba la mitad de la página. Todo estaba tachado en aquella parte. Al principio se trataba, precisamente, de la terrible luz de ciertas tardes de invierno. Aquella luz era la misma de aquel día. Una luz de un amarillo yodo, sangrante. Desteñía en los parques de la isla de Wight, los horizontes del invierno y los barcos clavados en el hielo de las dársenas náuticas. Era como si ella acabara de escribirlo en aquel mismo momento.

    Aquel poema parecía haber sido escrito para hacer daño al Captain. Peor aún: en el poema se ignoraba al Captain. El Captain se devanaba los sesos. También aquel día pensó qué había podido hacer para desmerecer hasta aquel punto a los ojos de su mujer, y también qué es lo que hubiera debido hacer para que su existencia se indicara en el poema, aunque fuera de un modo alusivo y muy lejano. Y después descubrió la verdad, a sus ojos abominable, a saber: que en el universo de aquella mujer, él nunca había existido ni existiría nunca.

    El Captain leyó el poema a través de las tachaduras y las zonas claras de la escritura. Estas le parecían más ajenas que aquellas en las que ella había dudado. A través de las tachaduras decía que determinadas tardes de invierno los rayos de sol que se infiltraban por las naves de las catedrales oprimían de la misma forma que las cadencias sonoras de los grandes órganos.

    En las zonas de escritura clara decía que las heridas que nos causaban aquellas mismas espadas de sol era el cielo quien nos las infligía. Que no dejaban huella ni cicatriz visible, ni en la carne de nuestro cuerpo ni en nuestros pensamientos. Que no nos herían ni nos aliviaban. Que era otra cosa. Que era en otra parte. En otra parte y lejos de donde hubiéramos creído. Que aquellas heridas no anunciaban nada, no confirmaban nada que hubiera podido ser objeto de una enseñanza, de una provocación en el seno del reino de Dios. No, se trataba de la percepción de la última diferencia: aquélla, interna, situada en el centro de los significados.

    Hacia el final del poema, las zonas de escritura se volvían oscuras, indecisas. Se decía, o casi se decía, que aquella diferencia interna se alcanzaba mediante la desesperación soberana de la que era en cierto modo el sello.

    El poema se perdía luego en un viaje aéreo, en los últimos valles ya próximos a las cimas, la fría noche de verano, la aparición de la muerte.

    El Captain tiró el poema al fuego de la estufa. Lo hizo para no sufrir más. Eso es lo que se dijo a sí mismo. Luego esperó, no sabía qué, en aquella estancia donde estaba la estufa por la que ella tenía que pasar para ir a la habitación. Sin sufrir ya, en efecto, esperó, durante un largo rato, a que ella regresara de fuera.

    Fue en aquella tregua que sucedió a la desaparición del poema cuando otra imagen de su mujer se ofreció a los ojos del Captain. Fue en aquel punto, una vez aniquilado el poema, cuando el Captain tuvo conocimiento de lo que acababa de hacer, y cobró miedo.

    De este modo descubrió la inocencia de su mujer, pasando por la ignorancia que ella tenía de él, el Captain. En un instante volvió a ser para él la que no sabe, la que ignora la fuerza de su poder sobre él, el Captain. Aquella inocencia incluía la escritura de esos poemas, de los que ella ignoraba que su valor residía en su propia oscuridad. Había que proteger a aquella criatura contra sí misma, contra aquella oscuridad que, a sus ojos, era tan legible que ella la confundía con su propia naturaleza.

    Ella volvía de dar un paseo por las pequeñas carreteras de los alrededores de la villa. Había dicho que hacía un frío espantoso, que daba miedo. Luego habían tomado una taza de té. Y ella se fue a la habitación. No había cerrado la puerta. Sin duda fue al cabo de un momento cuando se dio cuenta de la desaparición del poema. Buscó y después preguntó al Captain si había visto una página escrita que andaba por encima de la cómoda.

    El Captain dijo que no había visto nada semejante.

    Buscó durante parte de la tarde y de la noche. Sacó los cajones de lo alto de la cómoda y los vació. El se quedó en el comedor y la dejó buscar. De vez en cuando le preguntaba si lo había encontrado. Ella decía que no. Y al final había pisoteado y roto los dos primeros cajones de la cómoda para estar segura de que el poema no se había deslizado al interior del cuerpo del mueble. No había nada. Entonces entró en la habitación donde estaba el Captain, se sentó delante de él, lo miró y dijo:

    —He buscado por todas partes. No lo encontraré. Se acabó. Era un poema de un tipo diferente -añadió-, me hubiera gustado enseñarte ese poema, pero sólo porque te doy a leer todo lo que escribo, no porque pensara que te fuera a gustar. Creo, por el contrario, que te habría inspirado miedo por mí debido a mi cabeza aún enferma a causa de la muerte de nuestra hija. Al fin y al cabo, quizá es mejor así.

    El Captain miró a su mujer y le dijo que, en efecto, sin duda no habría comprendido mejor aquel poema que el resto de sus poemas.

    Ella dijo que le hubiera gustado terminarlo, pero que no había que pensar más en ello. Se quedaron silenciosos los dos y luego fueron a acostarse. Hacía frío, él la estrechó contra sí para calentarla, le dijo que la amaba más que a nada en el mundo y ella le dijo que le creía.

    Escuchaste la historia. Dijiste a tu vez que estaba bien lo que había sucedido entre ellos. Que habías reconocido el poema y la luz de invierno que hacía aquel día. E igualmente aquella precipitación del poema, de pronto, hacia la ininteligibilidad de la verdad.

    Permanecimos largo rato callados.

    Luego hablamos del tiempo que había transcurrido desde aquel día de invierno hasta ese instante, aquella noche, en ese puerto francés.

    Debió de ser después de la pérdida de aquel poema cuando descubrió el viaje por mar, cuando ella decidió perder su vida en el mar, no hacer otra cosa de sus poemas y de su amor que perderlos en el mar.

    A continuación, sin duda, entre ellos no se trató de nada más, de ninguna otra coyuntura, ningún otro modo de resolverla, nunca, excepto de aquella manera de puro pasar el tiempo. Todos los demás usos de su amor habían sido rechazados. La felicidad había sido rechazada. La escritura, desterrada.

    Ya nos resultaba difícil volverlos a ver como los habíamos visto un momento antes por primera vez. Excesivamente próximos a ellos, nos asfixiábamos. Había que alejarse un poco para verlos juntos, para hacernos con ellos. Habíamos abandonado aquella parte del bar.

    Te acercaste a mí.

    Los coreanos no habían vuelto. La plaza seguía vacía. La noche había empezado a caer. Los acantilados ya no eran los mismos. Parecían desnudos, de un blanco menos puro.

    Es desde lejos como los vemos para no olvidarlos nunca. Es difícil escucharlos, casi imposible. Se entiende el inicio de las frases y algunas palabras. Eso es todo. Cuatro Pilsen negras, el Captain, y ella tres bourbons. No saben exactamente de qué hablan. Sin duda de todo y a la vez. Empiezan a hablar entre sí y luego olvidan que se hablan. Muy pronto dejan de hablarse. Se cuentan cosas a sí mismos, se lamentan. El, a veces, llora un poco. No vale la pena oír lo que dicen. Sabemos que gira todavía en torno al barco, a la noche que entierra el valle salvaje. A este río de orillas desiertas. A esta región, de este país francés sin albergue organizado para los barcos en peligro, los viajeros de las largas distancias de la tierra. Su apego a aquel barco había llegado a ser como una creencia que hubiera conducido a que, sin él para retenerlos en los mares, se hubieran perdido el uno al otro para siempre.

    Los miramos durante largo tiempo. Ellos no prestaban atención a nada, a nadie. Hubiéramos podido mirarlos toda la noche sin que se dieran cuenta, sin que lo notaran. Tan solos estaban en el mundo, que nada sabían ya de la soledad.

    La presencia de sus cuerpos ha invadido ahora la gran sala del café de la Marine. Uno los mira a pesar de ellos, a pesar de sí mismo. Uno se pregunta cómo es posible semejante inocencia; la que los lleva, los protege como un vestido.

    Se callan. Olvidan, se duermen, se despiertan. Y después vuelven a empezar. Hablan.

    Ella, era ella quien volvía a empezar: él contestaba en seguida y ella, acto seguido, tardaba un tiempo inmenso en volver a hablar, a decir otra frase, otra palabra, y él se desanimaba. Así es.

    Respecto al barco y a aquello que daba tanto miedo al Captain, sobre lo que no sabía si ella había decidido o no, ambos se hallaban en un estado de preocupación que los separaba de las personas más aún de lo que lo hubiera hecho una lengua extranjera.

    Ella estaba muy sola, con aquella idea del barco en la cabeza. Más sola que él. Bebía muy, muy lentamente el bourbon doble. Era él quien le impedía beber más. El bebía la cerveza, la Pilsen negra, como agua. Estaba atento a cuando ella tomaba el vaso de bourbon. Después de un trago, colocaba su mano sobre la de ella y ella paraba. Volvía a dejar el vaso.

    La patrona había dicho que al llegar la noche marineros de su barco acudían a recogerlos para llevárselos a bordo. Que no había por qué inquietarse.

    Ella no podía aceptar quedarse allí de nuevo aquella noche, no podía hacerlo. Pero ya no era ella, era él quien se ocupaba del barco ahora, y aquellos marineros que iban a venir, estaban a sus órdenes, era sólo él quien los mandaba. Sin duda también ella se había ocupado de vez en cuando de ello. Llevaba el timón en las aguas tranquilas a lo largo de las costas y aquello le gustaba mucho. Pero ahora ya no tenían confianza en ella, ni él ni los marineros. Nadie hablaba de esto, pero ella sabía que ahora le fallaba la fuerza. El dinero, eso había sido otra cosa. Al principio él dijo que nunca se ocuparía de ello, que era suyo, así que fue ella quien se ocupó y esto duró mucho tiempo, años y años. Ahora tenía que controlarlo, pero solamente de tarde en tarde, pues se dormía haciéndolo.

    Lo que prefería ella era dormitar en cubierta.

    Había algo que lamentar y era que él, el Captain, empleaba con ella una deferencia siempre un poco excesiva, y esto debido a la diferencia de su cuna. Sucedía con demasiada frecuencia, y a ella esto le irritaba. Pero el Captain estaba orgulloso de los orígenes de su mujer, tan puros, decía, tan remotos, e incluso algunos de sus ancestros, se decía, estaban enterrados en los cementerios de las catedrales de Inglaterra.

    En el bar. El Captain. Permanece con los ojos bajos mucho rato, luego, de pronto, la mira largamente como se haría con un paisaje turbador e inalcanzable, el del vacío del mar o el del vacío de un cielo.

    El problema que debió de plantearse fue sin duda el del tiempo que él tenía por vivir. Esto sin quitar un solo día, una sola hora, un solo lugar, una sola frase.

    Dices:

    —Uno se pregunta si la irrealidad de su presencia procede del vacío que acompaña el viaje, del único defecto de esta perfección, el viaje.

    El Captain. Se ha moderado mucho por la pasión que siente por ella, aún tan secreta como durante el primer verano. Se ha moderado también, el Captain, por el espesamiento de su sangre, la disminución del correr de su sangre por el cuerpo a causa del alcohol.

    La encargada volvió de nuevo a hablar con el Captain. Le preguntó por un perro, en voz baja, siempre en inglés: Captain, tell me… What happened your little black dog? El Captain dijo que había muerto. Dead. An accident. Yes… a month ago… yes… It's very sad for her. Señaló a la mujer de los ojos cerrados. Miraba al suelo.

    Había oído a la encargada del café. Se sentía azorada, debido al perro muerto.

    Yo miro a ella, la mujer del bar. Pienso que hubiera podido coger su bourbon y bebérmelo. Ella, o bien no habría visto nada, o bien habría visto y, como le hubiera parecido natural, habría permanecido como estaba, mirándome beber, medio dormida en el taburete del bar, con una sonrisa muy leve en los labios. El, el Captain, tal vez se habría dado más cuenta, por ella y por él. Tal vez entonces me habría sonreído primero y después me habría dicho: Gracias por beberlo en su lugar, porque a ella le hace tanto daño, es espantoso, no puede usted imaginar… It's difficult to explain… Tal vez habría llorado.

    Son cosas en las que no pensé hasta después: en aquel momento fue enseguida demasiado tarde. No sé bien por qué habría hecho aquello, que hubiera sido peligroso para mí. Tal vez el deseo de aquella piel de sal, del olor marino y agrio de su boca en el vaso.

    No cogí el vaso. No tuve en la boca el trago de bourbon, el sabor del barniz de barco, ni en el pecho el estallido de la violencia alcohólica. Su corriente solar a través de mi cuerpo.

    El, el Captain, la mira en todo momento; ella no, ella no lo hace con nadie. El, en realidad, no aparta los ojos de ella, nunca. La quiere aún con toda su fuerza sexual. Ella no; ella está vinculada ya a otras cosas, un poco con la muerte, un poco con la risa también y Dios sabe con qué más. Así que no tiene fuerza bastante para elegir un hombre por sí misma. Pero cada noche le deja hacer. Hurgar a su gusto en su vientre y gozar con las pin-up de las islas. El compra las revistas en el puerto de Singapur.

    Cuando él miraba a otra parte, era el suelo lo que miraba para volver enseguida a ella, para comprobar que seguía sólida en su taburete, riendo muy dulcemente en silencio, no se sabía muy bien por qué, de qué imagen; o bien llamando a aquel perro muerto con aquellas palabras cariñosas que le hacen saltar las lágrimas. My little one… little Brownie…

    Una vez, no tardaría ahora en ocurrir, cuando se volviera hacia ella, él lo sabía, el Captain, ella se habría deslizado hasta el suelo. Darling… Darling…

    Que aquello se acercaba a él como una tierra invisible en la noche de los océanos, también lo sabía el Captain. Darling… My poor little girl…

    La otra orilla es la que recibe el poniente. El reflejo rojo ha entrado en la sala del café de la Marine. Pasa por las paredes, por el espejo. Por las personas, por sus formas inmóviles, aquellas que no miran nada, ni a ti ni al sol.

    El Captain. Por todo su cuerpo, de pronto la desesperación que pasa. Se ha enderezado, ha buscado aire y ha vuelto a caer. Es muy breve, mucho, lo deja reventado. Mira a los french con antipatía. Ya no los quiere, se diría. Refunfuña. ¿Qué podría hacer con los french? El Captain no intenta interesarse, no intenta escuchar lo que los french dicen en torno al bar. Se siente atado entre estos french, con el cuerpo embutido, allí, entre los french. Sólo ella puede verle, ella, la iguana. Ha vuelto la cabeza hacia él, el Captain, ha abierto los ojos, le ha mirado: What's the matter?

    Apenas se ha oído. De nuevo ella ha mirado al suelo. La voz había refunfuñado, pero apenas, como cuando Brownie. Y ella había vuelto a aquel amor donde sin duda se sumían ahora los afectos por los perros desaparecidos y las cosas de la infancia, de la familia, y todas aquellas pasiones… las pasiones sin crimen sobre todo… My God… todos aquellos veranos perdidos como la sangre… aquella criatura muerta también… Y aquellos poemas… aquel dolor que abate… aquella luz enrojecida de sangre del lugar donde ella entraba sola, en la inocencia y el mal. My God, toda aquella inocencia y todo aquel mal en torno a ella… cuando se piensa… Todos aquellos peligros. El corazón del Captain volvía a temblar recordando la vida.

    El sol poniente sigue ascendiendo a lo largo de las paredes. Ha abandonado el espejo.

    Por encima del pasadizo del río, las gaviotas pasan volando con el viento. Locas. Bajo sus alas, la blancura de los acantilados.

    Te digo:

    —No quiere que ella muera, él le prohibe morir, en cierto modo, porque no quiere la muerte de ella en su propia vida, nada de eso, nunca.

    Era normal que el Captain buscara un sentido a su vida, apoyado en la de aquella mujer; ella vivía a su lado en aquel barco desde hacía mucho tiempo, no podía contar ya los años.

    A veces el Captain debía de preguntarse cómo había sobrevivido a todos aquellos problemas que venían de ella, su carácter difícil pero también aquella diferencia de cuna. El Captain achacaba a ésta todo lo que no había podido comprender de su mujer, sus lecturas, su locura y también sus incongruencias, aquellos poemas temibles en los que ella no pensaba ya nunca, de eso él estaba seguro y daba gracias a Dios. El Captain nunca había olvidado aquella diferencia de cuna que él veía entre ellos como una diferencia sólida, definitiva. El debía de haber sufrido por ella, porque había hecho una boda que no la honraba, y creía sufrir aún. Pero, ¿quién sabe?, tal vez se planteaba el tema por primera vez en la vida durante aquella cala obligada en el pequeño puerto del Sena. Los franceses de en torno al bar la miraban de tal modo que esto pudo motivar la idea. A ella no podía hablarle de esto, se negaba. Al principio la había divertido, pero después no.

    De vez en cuando, el Captain emite una ligera sonrisa dirigida a nosotros, nos la indica con los ojos, aunque apenas. Es muy leve, casi nada, apenas la indicación de los ojos, de la mano: Mírenla… Look at her… She's my wife… yes… My wife… mi mujer, ¿ma femme, dicen ustedes en francés?… ¿Es esto?… She's a character… Yes… Se ríe… But she doesn't know what she wants…

    No.

    Se calla.

    No vale la pena.

    No intenta ya oír lo que dicen muy bajo en torno al bar. No sirve para nada. Sólo para sufrir.

    De vez en cuando ella debe de contarle historias, decirle que se volvería a marchar una vez más a dar la vuelta al mundo. El estrecho de Malaca, volver a verlo, Ismailía, los muelles a lo largo del canal. Tal vez era él, por el contrario, quien pretendía que ya no era posible, que había terminado definitivamente, que era peligroso un barco para alguien de su edad, siempre con aquel mismo tono igual y aquella misma dulzura que tenía con ella y que confundía. Ella le dejaba hablar de los viajes, eso parecía, que ella le dejaba hablar. Pero vete a saber lo que pensaba en realidad.

    El tiempo pasaba en torno a ellos. Tanto, era tanto el que había pasado, que a veces no debían de saber en qué punto se hallaban. Dices:

    —Y además está el alcohol, que hará que las cosas se confundan cuando se acerque el final, la ebriedad y el desatino.

    Pero tal vez no, tal vez nos equivocábamos. Tal vez cada noche, donde quiera que estuvieran, ella quería volver a ver Newport y aquella isla. Así era sobre todo desde hacía algunos años; cada noche de cada día, con aquella dulzura agonizante, aquella increíble delicadeza del continente inglés, ella pedía morir.

    Unos clientes se fueron. Otros clientes llegaron.

    El crepúsculo. La luz del crepúsculo lo ha invadido todo. Las calles, los buques del puerto. Las salas de la Marine. Es una luz dorada, rosa y oro que reflejan los brillos del puerto petrolero de la otra orilla.

    Aquellas personas del bar, aquellos bebedores, durante largos momentos no miran las luces, el puerto, no quieren saberlo. Y luego se despiertan.

    En un momento dado, el Captain ha señalado a la gente. El río. La plaza. El cielo. Su mano ha trazado como un círculo y en voz muy baja ha injuriado a la gente, a los dioses, al río, al cielo.

    Injuria, el Captain. No quiere ver nada, ni el verano, ni este país, ni este tiempo, ni estas gentes. Sólo a ella en el mundo, my darling.

    Es demasiado grande para ellos ahora, una noche de verano, era demasiado, era demasiado lejos de la orilla de los ríos, del barco, era demasiado lejos, ya no era posible. Había que abandonar aquello ahora, y seriamente, los baños de mar también, las caminatas por el bosque, las paradas en los bares. Hay que abandonarlo. Ella está demasiado cansada ahora, sin fuerzas ya para ir y venir, sin cabeza. Por otra parte, ya no tiene zapatos. Los zapatos que lleva los tiene desde hace diez años y están acabados. La clase de zapatos que quería, los que había llevado siempre, poco a poco, sin darse cuenta de ello, cada vez se encontraban menos en las tiendas. Ahora no se encontraban en absoluto. Antes de aquel modelo de zapatos corrientes que habían encontrado en los almacenes durante diez años, ella llevaba zapatos a medida hechos en Southampton, los mejores de su vida. Además, recordaban mucho al modelo corriente que tanto le gustaba. Pero la casa de Southampton había quebrado. Tal era la situación. Ahora se hubieran podido hacer a medida en un sitio que no fuera Southampton, de acuerdo, pero ¿dónde conseguir aquellos zapatos? Durante un año, el tiempo que se necesitaba para hacerlos, ¿dónde meterse para esperarlos? En cuanto a la ropa, era distinto, pero en el fondo lo mismo, nada le iba ya, y ella no quería entrar en las tiendas. ¿Entonces? ¿Entonces, qué? Entonces, nada. Era así ahora, ya está. Por otra parte los zapatos nuevos le habrían herido los pies, que se habían vuelto frágiles con la edad. Ahora se pone pequeñas sandalias de niña. El Captain se tranquiliza. Sonríe.

    El no es igual, dice el Captain. El todavía tenía fuerza, y zapatos para dar y vender. Lo que le pasaba era que sin ella, sin su mujer, no, sin ella perdía el gusto de la vida. Era a ella a quien quería consigo, en todas partes, incluso en Buckingham Palace.

    Ella, la pequeña iguana, ríe mirando al suelo, ríe mucho. Dice algo que él oye y que le hace reír a su vez, una broma entre ellos. Reímos con ellos. Tú te inclinas hacia mí, ríes en mi pelo.

    Luego, ella empieza a gemir de nuevo, a causa de Brownie, que se escapó del barco. Y que se ahogó.

    El Captain deja de reír.

    Ha mirado el revoltijo de telas y pelos teñidos y reteñidos, y las uñas rotas y los dientes rotos por todas aquellas caídas que sufría por la noche en el barco, cuando intentaba saber dónde podía él poner el whisky. Ha vuelto la cabeza, el Captain, y ha dejado de mirarla.

    Estaban mal sentados en aquellos taburetes, pero lograban mantenerse encima tres horas cada día, fuera en el bar del barco, fuera en los bares de las islas, allá abajo, en el calor húmedo, bajo el cielo gris de las regiones tropicales.

    Tú, el hombre de los ojos reidores, dijiste: Ella quiere morir. That's the point. Es esto lo que ella pide, un capricho como cualquier otro.

    Yo dije que sin duda era un capricho querer morir así, sin estar enferma, siendo, por el contrario, feliz.

    Ella masculló algo, volvió a hablar del perro, dijo claramente que pensaba cada vez más en aquel perro muerto… l'm thinking of him… poor little boy… Era al Captain a quien ella hablaba.

    Pero el Captain gritó que le dejara tranquilo. Ella se calló.

    Tú dices que también era debido a que quería tanto al Captain por lo que, a veces, quería dejarlo.

    El Captain nos mira. Sabe cuándo hablamos de su mujer. Sonríe, está intimidado. La francesa le hace una señal. Le pregunta muy bajo cómo se llama su mujer, su nombre de pila. En voz muy baja, también él, el Captain, dice el nombre, como con cierta aprensión. Ella lo ha oído, levanta la cabeza, mira. Muy bajo pregunta: What's the matter? El señala la francesa. Nothing… This lady wants to know your name…

    Ella mira a la mujer que ha preguntado su nombre. Emite una risa breve, muy viva, muy burlona. Por ser todavía nombrada. Luego se ausenta de nuevo mirando al suelo.

    Vuelves a hablar de esta mujer del bar. Dices que esta mujer del Captain lleva en sí la fuerza de la clarividencia.

    Unos coches se van de la plaza, otros llegan. Algunas personas entran en el café, se dirigen hacia la gran sala, se les oye pedir bebidas nocturnas.

    Te digo:

    —Lo que nunca ha vuelto es la creencia en Dios.

    El padre murió sin haber tenido conocimiento del poema sobre la luz de invierno.

    Los diecinueve poemas habían sido publicados, todos, por el padre. Primero en una revista especializada de Londres y después en un cuadernillo con su nombre de soltera. Ella nunca lo supo. El Captain creía que ya nunca lo sabría. Era demasiado tarde.

    El nuevo guarda de la villa dijo al Captain que había llegado correo a nombre de ella, the lady, y que él lo había reexpedido a la dirección del editor de Londres, como le había pedido el padre que hiciera antes de morir. Había dicho también que algunos jóvenes habían ido a verla, a ella, the lady, desde el primer año de la publicación. Y que cada año eran más. Y que cada año los había nuevos.

    Aquel guarda había sido contratado por el padre poco antes de su muerte. Le había hablado de la historia de su hija, de lo más importante.

    Cuando la Lady iba, ella no preguntaba nunca nada. Un día, el guarda de la villa preguntó al Captain por qué existían todos aquellos secretos en torno al libro de la Lady. El Captain dijo que era porque aquellos poemas los había escrito cuando era joven, que había dejado de hacer poemas desde entonces, e incluso habían dejado de interesarle.

    El guarda recibió un ejemplar de prensa del cuadernillo enviado por error con motivo de una reedición. Leyó los diecinueve poemas. Dijo al Captain que le habían parecido demasiado difíciles para él. Que no los había entendido. Pero que de todos modos le habían parecido de una gran belleza, de una belleza impresionante. El Captain no contestó al joven guarda. Por instinto, éste ocultó el cuadernillo en su habitación de encima de los cobertizos de barcos.

    Los poemas fueron traducidos en dos o tres países de Europa. Pero adonde ellos iban, a las islas de los mares malayos, los poemas no habían llegado todavía.

    Cierto verano, durante su visita anual, el joven y atrevido guarda de la villa aprovechó la ausencia momentánea del Captain -debía de estar en el parque viendo las plantaciones nuevas- para enseñar a la Lady el cuadernillo de poemas. Al principio ella no había comprendido y después había preguntado cuánto tiempo hacía que el librito se había publicado.

    —Cuatro años.

    Ella todavía era joven. Era hermosa. Tenía una mirada gris muy grande, muy profunda. Morena del sol, con traje de verano blanco y azul. Miraba el libro sin comprender, sin adelantar la mano para cogerlo. Sin coger. Como si no debiera hacerlo por motivos que se le escapaban.

    —¿Cómo ha sucedido?
    —Por su padre. El se ocupó de todo.

    Ella no comprendía:

    —¿Cómo que mi padre, si él no sabía nada?

    El, el guarda, sí sabía: el Captain había llevado los poemas a su padre para que los hiciera publicar. La Lady sonrió. Dijo que el Captain era verdaderamente maravilloso con ella: He is so good to me. Mira al guarda, tiene su edad, la adora. Ella sonríe, baja la voz y pregunta:

    —¿Cuántos poemas hay?
    —Diecinueve.

    Reflexiona. Vacila. Y luego le pregunta:

    —¿Hay uno sobre las tardes de invierno?

    El guarda piensa.

    —No. Creo que no… ¿Ese es el título?
    —Sí. Hubiera sido así, este título. Sí, seguro…

    El guarda repite: Las tardes de invierno.

    Ella lo mira, lo mira. El dice:

    —No. No está.

    Ella repite como él que no está.

    Mira el parque. Luego al guarda que tiene los ojos puestos en ella. Dice:

    —No estaba segura…
    —¿Cómo?
    —Creía haberlo puesto sobre una cómoda… me acuerdo. Estaba segura… mire, es así… segura de haberlo puesto debajo de un cuaderno negro. Me fui a pasear y, cuando volví, no estaba allí. Nunca lo encontré.

    El dice:

    —¿Cree usted que lo escribió?
    —¿Pude haberlo imaginado solamente, según usted?
    —No lo sé. ¿Recuerda de qué quería usted hablar?
    —De esos rayos de sol, en invierno, que entran allí por donde pueden, las mínimas grietas de las bóvedas, las pequeñas aberturas de la nave que los hombres hacen adrede para la luz, para que penetre en la catedral hasta la noche negra de los suelos. En invierno, el sol es de un amarillo yodado, sangrante… Decía que aquellos rayos de sol herían como espadas celestes, que atravesaban el corazón… y ello, sin dejar cicatrices, nada, ninguna huella… excepto… lo he olvidado y era lo principal. Excepto la…

    Se recupera, dice de una tirada:

    —«Excepto la de una diferencia interna en el corazón de los significados».

    Dice:

    —Después, ya no sé más. El resto del poema no había empezado a escribirlo.

    Los dos bajan los ojos. El dice:

    —Tal vez sabía usted tan bien lo que quería escribir… que creyó haberlo escrito realmente…

    Ella no contesta. El repite la frase inglesa:

    —But internal difference, Where the Meanings are.

    Ella no se mueve. Dice:

    —No puedo evitar pensar que lo he escrito. Creo recordar el momento en que sucedió; si cierro los ojos, siento todavía el esfuerzo de mi mano para escribir deprisa, para no olvidar, el papel se escurría, y con mi otra mano intentaba retenerlo, pero lo hacía con demasiada fuerza y se desgarraba…¿Qué piensa usted?

    El baja los ojos y dice:

    —No lo ha escrito. Creo que usted no lo ha escrito… En los sueños se tienen esas dificultades que usted cuenta… se pierde todo… en todo momento… Nunca se tiene todo lo necesario…

    Ella se echa a llorar sin darse cuenta.

    —Es imposible pretenderlo, usted no lo ha escrito.

    También él llora por tener que mentir.

    Ella vuelve a caer en el sillón donde se había sentado. Empieza a temblar, a tener miedo de todo lo que ve en aquel saloncito del primer piso. Dice:

    —Perdóneme… Es la primera vez que me hablan de lo que escribo.

    El se acerca a ella y con su aliento le calienta las manos.

    Y después todo pasa, el miedo, el frío, bajo la presión de los párpados sobre sus ojos durante un largo rato. Luego, ella vuelve a mirarle, dice:

    —Lo que sucedió fue que debía de tener aún enferma la cabeza en aquel momento… Estaba segura de haber hecho tal o cual cosa, y en cambio no… Uno no se da cuenta… del todo… Esas cosas que uno cree haber dicho o haber vivido y que no han sido… No imagina usted hasta qué punto pueden trastornar cuando uno se entera de que…

    Ella coge el cuadernillo y lo mira.

    El pregunta:

    —Las tardes de invierno, ¿ése hubiera sido el título del poema?
    —Sí. Winter Afternoons. Hubiera sido también el título del cuadernillo.

    Se miran. Ella dice:

    —Tiene usted razón, no está con los demás. No hay nada que se parezca a eso.

    Ella se levanta, recorre el salón. No toca nada, vuelve a colocar el cuadernillo. Dice:

    —Sólo hoy estoy segura de no haberlo escrito. Y justo le conozco a usted hoy. Tengo que olvidarle, a usted y al poema. Creía haber muerto aquel día de mis veinticuatro años, pero no, me había equivocado. De pronto he sentido deseo de su boca como si usted fuera mi primer amante.

    El se ha llevado las manos hacia el rostro en un gesto de defensa.

    Ella le pregunta:

    —¿Qué edad tiene?
    —Su edad.

    La mira fijamente y ella se encuentra a gusto en aquella mirada.

    —Quisiera que se llevara un ejemplar de este libro que ha escrito.
    —No. El único poema verdadero es necesariamente el que ha desaparecido. Para mí, este libro no existe.

    Ella mira a su alrededor, el parque, los céspedes, por las ventanas abiertas. Dice:

    —Hubiera querido decirle una cosa para que fuera dicha… pero algo me impide hacerlo…
    —¿Una cosa que no ha dicho nunca?
    —Nunca. Pero no merece la pena. Usted sabe esa cosa tan bien como yo.
    —Creo además que no merece la pena.

    Ella sonríe. Olvida.

    —Era usted amigo de mi padre, ¿verdad?
    —Sí -él duda-, me contó la historia. El lo sabía todo.

    Ella sigue pensando.

    —Yo no sé. No creo que sea posible saberlo todo. No sé qué sabe el Captain. Sabe usted, yo miento cuando hablo de determinadas cosas, de las cosas de las que nunca se habla… es casi obligado…

    Se acerca a él, posa los labios sobre sus ojos cerrados. Dice:

    —Me hubiera gustado quedarme aquí con usted hasta la noche.

    Se endereza y se inclina y posa los labios en los suyos, largamente. Se quedan así, inmóviles, el tiempo de conocerse para siempre. Luego ella retira los labios de los suyos. Y él se queda como le ha dejado, con el rostro en las manos, los ojos cerrados. Ella dice:

    —Yo había proyectado seguir buscando en esta habitación de encima de los cobertizos, pero no hubiera sido razonable.

    El le recuerda que esta habitación es la misma en que él vive a su vez. Dice que la rehicieron del todo el año antes de su llegada, las paredes, el suelo. Y que no se encontró nada semejante.

    —¿Quiere usted decir que, incluso sin saber nada de la historia, si usted lo hubiera encontrado, fuera antes o después de la muerte de mi padre, estaría en este libro? ¿Que, incluso incompleto, estaría en este libro?
    —Eso creo, sí, incluso incompleto -se echa atrás-, aunque no estoy seguro… no estoy seguro de nada… pero me parece que lo habría enviado al editor de Londres.

    En la planta baja de la villa, el Captain llama a su mujer. Quiere dar una vuelta por el norte de la isla, le pregunta si ella viene con él. Ella dice que no, que se quedará allí, en la villa y en el parque.

    Sale por la puerta interior de la villa. El joven guarda está en la ventana. Aquí está. Aparece. Cruza el césped. En el centro del parque se vuelve hacia el primer piso. El joven guarda está en la ventana, cara a ella. Ella le sonríe. Reemprende la marcha. Va, sin duda, hacia el bosque de eucaliptus. El no intenta saber dónde reunirse con ella. No piensa en reunirse con ella. Quiere quedarse solo para saber, para pensar en ella, amarla.

    Dejaron la isla a la mañana siguiente, sin que el joven guarda hubiera vuelto a ver a aquella a la que dio luego el nombre que había aflorado en sus labios, una noche de aquel mismo verano, Emily L.

    La noche llegaba lentamente, como tras los días de gran sol. Del río subía la frescura, que tenía el olor a pescado y a fresa, como suelen tenerlo las aguas fluviales junto a las desembocaduras.

    Todavía llegaban clientes, que iban directamente a la sala del restaurante del hotel. Dices:

    —La fuerza que ella lleva en sí, debe de experimentarla como una especie de inteligencia perdida que ya no le sirve de nada.
    —¿Quieres decir, como un terrible defecto que hubiera cogido fuera de su vida, no se sabe cuándo, ni cómo, ni de quién, ni de qué…?
    —Un defecto que se habría albergado ahí, en lo más hondo de su cuerpo, y que a lo largo de toda su vida ella habría acallado para quedarse donde quería permanecer, esas regiones pobres de su amor por el Captain.

    Digo:

    Permanecieron tres años sin ir a la isla de Wight después de aquella escena en el pequeño salón de invierno, su boca posada sobre la del joven guarda durante un tiempo tan largo como el de un amor. El joven guarda de la villa esperó durante tres veranos el regreso de aquella a quien él invocaba sólo para él, a fin de burlar la curiosidad de los que hubieran podido conocer su verdadera identidad.

    La noticia fantástica de la pasión del joven guarda por Emily L. se extendió por toda la isla de Wight, primero entre los residentes de los alrededores de la villa y después hasta Newport, entre una cierta sociedad aristocrática de la que formaba parte el que llevaba los negocios de la familia de Emily L, notario en Newport. Fue este hombre quien contrató al joven guarda cuando el de la familia murió. Se veían dos o tres veces cada trimestre para todo lo que se refería a su trabajo y su salario. Y también para hablar de Emily L.

    El único a quien el joven guarda podía hablar de su encuentro con ella en el saloncito de invierno de la villa era el notario de Newport. Desde que hablaban de aquella mujer, cuando el notario recibía postales del Captain y de aquella a quien a su vez llamaba Emily L, las daba a leer al joven guarda.

    Estaba, además, aquella reputación creciente de los poemas de Emily L, de la que sólo juntos podían hablar. Ni uno ni otro entendía del todo aquella gloria. Por ello se sentían a la vez felices y abrumados. Sobre todo felices, debido al hecho de que los poemas cada año ganaban nuevos ámbitos de lectores, y abrumados porque ella no sabía nada de eso. Se preguntaban cuándo se enteraría Emily L. de aquel acontecimiento sobre sí misma, su fama. Los dos estaban persuadidos de que el Captain había decidido rondar por los mares malasios porque allí, sin duda, la fama de los poemas de Emily L. no había llegado todavía.

    Hablaban menos de los poemas que de aquel misterio, de aquella irrefrenable expansión de su lectura llevada a cabo por otras personas más competentes que ellos, decía el notario. Y de ese otro misterio, aquella imposibilidad de Emily L. de escribir otros poemas desde la desaparición de uno solo de ellos, el que trataba de la luz de invierno en el parque de la isla de Wight.

    También hablaron de la desaparición de aquel poema. Según el joven guarda, Emily L. debía de saber cómo había desaparecido la luz de invierno. El joven guarda estaba seguro igualmente de que era ella, Emily L, la que estaba allí, en la habitación, escribiendo, cuando el poema se hizo. Como había estado allí o en otra parte, de día o de noche, y en la estación del año que fuera, cuando los otros poemas se hicieron. El joven guarda no podía hablar de otro modo de los poemas que Emily L. escribió durante la juventud de los dos. Dice, como ella, ver de nuevo su mano agarrada al lápiz negro, y dice que incluso si fuera durante el sueño cuando aquello hubiera sucedido y así lo hubiera visto ella, como separado de sí, ella era el autor. El notario tenía una opinión distinta, o más bien no se expresaba como el joven guarda. Sonreía debido al modo de hablar del joven guarda. Decía que, de todos modos, se necesitaba un autor para todos los poemas. Que no se era más o menos autor de un poema. Que se era autor completamente, siempre. Pero el joven guarda permanecía irreductible en sus posiciones. Un día había sido brutal cuando el notario le había dicho que debía ser más simple en su manera de ver. Dijo a gritos que la simplicidad era criminal en el caso de Emily L, que estaba loca. Dijo a gritos también esto: que el criminal que había asesinado a Emily L, era el Captain. El notario no había reprochado al joven guarda su furor.

    Permanecieron mucho rato sin hablar en la penumbra del despacho. Después, el notario le preguntó cómo lo había sabido. Pero el joven guarda se excusó, nunca había sabido nada con absoluta certeza. Era por sí mismo como había llegado a aquella conclusión: que el Captain había asesinado de modo perfecto el poema sobre la luz de invierno, echándolo al fuego. Decía que no había más que dos explicaciones sobre la desaparición del poema, la del gesto del Captain o la de la locura de Emily L. que creía haberlo escrito. Si el poema había existido materialmente, si había sido escrito en papel, prevalecía la tesis del crimen del Captain.

    El notario preguntó al joven guarda si creía que ella había pensado en ello. Dijo que lo había pensado, que era inevitable, pero que sin duda había descubierto inmediatamente después que no tenía que juzgar aquel acto del Captain, pues expresaba el límite de su inteligencia terrestre más todavía que el acontecimiento de su propia muerte.

    Lo que a los dos amigos más abrumaba de Emily L. era que no había vuelto a escribir después de aquel drama. El notario tenía dudas al respecto. Creía que ella seguía escribiendo, pero ocultaba los objetos criminales que eran sus poemas. El joven guarda creía que se había acabado para siempre, que nunca más escribiría. A veces, el joven guarda lloraba delante del notario, sin vergüenza alguna. Estaba casi seguro de que era él el único, él, que no entendía nada de poesía, en haber hablado a Emily L. de lo que había escrito. Era un pensamiento torturante, insostenible. Del mismo modo que aquél del cuadernillo que representaba -lo sabía ya- todo lo que ella pudo haber escrito durante su vida.

    Pasados tres años, al final del tercer verano, el joven guarda estaba persuadido de que ella lo había olvidado. Del mismo modo que creía ver confirmado lo que había imaginado era su existencia en las islas de la Sonda.

    Poco antes de la partida del joven guarda, por la isla corrió el rumor de que ella había muerto en aquella región de las islas de la Sonda.

    Había sido para el joven guarda como una forma de esperanza.

    La noticia se desmintió.

    El joven guarda dejó la isla de Wight al final del tercer verano, como había decidido. Amaba todavía a Emily L. con un amor desesperado.

    El Captain y su mujer habían vuelto a la isla de Wight regularmente durante los años que siguieron a la partida del joven guarda, hasta aquél en cuyo verano estuvimos juntos en Quillebeuf, ellos y nosotros.

    La noche que llega siempre, lenta, por capas sucesivas, tras las hileras de farolas, a lo largo de las carreteras de la otra orilla del Havre. Y sobre el río que se vuelve negro.

    Se ha producido una pausa en las llegadas de los clientes. Los de la región ya están ahí. Se espera todavía a turistas, siempre en retraso respecto a los horarios franceses. El comedor está lleno. A determinados clientes, por motivos incomprensibles, los mandan a otros restaurantes de la región. Es sobre la hija de la encargada sobre quien recae esta tarea. La encargada está en la cocina, se oye su voz. Anuncia los pedidos.

    Permanecíamos con aquellas personas. No les habíamos hablado excepto para saber el nombre de ella, no habíamos intentado hablarles. Era imposible franquear el silencio que les separaba de las otras personas.

    Seguían allí, solos en el bar, sin duda la encargada les aislaba de los recién llegados para que estuvieran tranquilos hasta la aparición de los marineros del barco. El había pedido otra Pilsen negra, la había bebido. La última, había dicho: The last one. Ella no volvió a tomar bourbon.

    Por mi parte te hablo de ella. Te digo que hay en ella una evidente disposición para la vida. Y también una mayor disponibilidad del espíritu que la hacía más viva que al Captain, más pronta a comprender, a reír, a olvidar, y que el conjunto de estas ligeras diferencias entre ella y el Captain, debía al final de constituir aquélla, notable, de la presencia toda.

    El hombre de los ojos reidores y el pelo rubio. Mira a esta mujer del bar. En sus ojos, la sonrisa infinita. Lo miro. Le digo que ella le recordará como un hombre de pelo rubio y ojos reidores, como lo haría de un amante de Newport. Tal vez se lo dirá al Captain sin nostalgia ninguna — se acabó la nostalgia-, pero con la voz cantada del último exilio: «…como de un posible amante cuando era joven en Newport…».

    Dices:

    —De ti, ella no dirá nada.
    —La mirada es tan aguda cuando mira a la gente… Tal vez… no se puede saber… lo ha comprendido todo desde hace cien años.
    —Tal vez.

    Sigues hablando de esta mujer que mira al suelo. No puedes evitarlo. Dices: Es como si me la hubieras entregado. Dices también:

    —La lógica ciega del viaje alrededor de la tierra, es ella quien la ha descubierto.

    La miras. Debe de dormir. Despertarse. Dormir de nuevo. Dices:

    —Forzosamente resultaba más frágil que él. Menos razonable pero más graciosa quizá, más divertida como compañía y, curiosamente, con menos miedo que él ante la vida. Más pesimista que él. Y con menos miedo ante la muerte.

    Te digo que los mires: también aquí están en el barco. También aquí se trata del paso del tiempo, de la travesía del mar. Como de costumbre, a esta hora están borrachos.

    Dices que sólo les quedaba resolver el problema de la muerte. Que lo resolverían una tarde como ésta. Que decidirán acerca de un lugar para hacerlo. Que se atendrán a esta decisión. ¿Tienes una idea del lugar? Dices: El estrecho de Malaca. Es repentino. Una noche. ¿Todavía viajará ella, pues? Sonríes:

    —Corre el rumor, sí.

    Miramos fuera el día que se consume. Todo un convoy de petroleros desciende hacia el mar, han aprovechado la marea descendiente. Dices:

    —Os parecéis, ella y tú -sigues mirando el río, no sonríes. Siempre resultan conmovedores los parecidos entre mujeres que no se parecen.

    Digo que experimento hacia ella una especie de deseo. Dices que tú también, dices que tienes algo así como ganas de estrecharla, su delgadez de pájaro contra tu piel.

    No nos vamos. El Captain ha terminado su Pilsen negra. Ya habla solo. Ella sigue buscando a Brownie, lo llama bajito. Here, boy. Llora. Luego olvida, ríe por cosas que pasan por su mente. Luego vuelve a llamarlo. A veces, el grito es agudo y acalla las voces de la sala. Ella no se da cuenta de nada. Vuelve a sus inmersiones hacia el suelo sin fondo.

    Me preguntas si Emily L. volvió a ver al joven guarda de la isla de Wight.

    No creo que lo haya vuelto a ver. Preguntó al notario de Newport qué había sido de él. El notario no lo sabía. Le dijeron que había abandonado la isla.

    Lo que sé es que ella pidió con insistencia al notario que intentara saber cómo encontrarlo. Le escribió, efectivamente, una carta, pronto haría cuatro años de ello. No halló ningún medio de encontrarlo, todavía conservaba aquella carta, aquel sobre cerrado. Habló un poco de aquella carta al notario. Había escrito al joven guarda para decirle que hubiera podido amarlo, quería que lo supiera. Desconocía el sentimiento que él tenía por ella, ¿cómo hubiera podido saberlo? Pero lo que ella sabía era que había empezado a amarlo ya durante la hora que habían pasado en el salón de invierno. ¿Sabía esto el notario?

    El notario lo sabía, en efecto. E incluso le dio a conocer el nombre que el joven guarda le había puesto: Emily L. Ella había repetido el nombre en voz baja, luego lo había aprobado: Emily L., yes.

    Primero él se había negado a coger la carta. Decía que le resultaba difícil, que era amigo del Captain y también, sobre todo, del joven guarda. Sí, sobre todo del joven guarda, antes de conocer al cual nunca había creído que pudiera existir un ser tan puro. Contestó a Emily

    L. que conocía bien la historia de amor que el joven guarda había vivido con ella. Conocía aquella aventura de una hora en el pequeño salón de la villa. Y también la otra, aquella que había ocupado tres años de su vida transcurridos a la espera de Emily L.

    El notario había dicho a Emily L. que estaba dispuesto a intentar encontrar su rastro, pero con una sola condición: que la carta no fuera susceptible de devolverle la esperanza que ya no tenía.

    Emily L reflexionó. Luego dijo al notario que leyera aquella carta cuando ella hubiera dejado el despacho, que la leyera e hiciera lo que le pareciese, que juzgara él mismo si su lectura era buena o mala para el joven guarda. En lugar de enfadarse por ello, se lo pidió como un gran favor que ella le agradecería que le hiciera. Dudó, y después le dijo que había perdido la confianza que tenía en sí misma. Que había cometido algunos errores escribiendo, que la escritura se la había llevado hacia regiones peligrosas donde nunca hubiera debido ir. Que acudía a él para saber si eso había sucedido también en aquella carta.

    El notario se dejó vencer por una gran emoción y sus ojos se llenaron de lágrimas. Y de aquello no dijeron nada, ni él ni EmilyL

    El notario aceptó intentar dar con el joven guarda para entregarle la carta de Emily L. ¿Qué debía hacer con la carta si no encontraba al joven guarda? Emily L. dijo que la quemara, que ese era el medio más seguro de hacerla desaparecer para siempre.

    Tal como había prometido, el notario leyó aquella carta dirigida por Emily L. al joven guarda. La consideró inofensiva. Decía esto:

    «He olvidado las palabras para decírselo. Las sabía, y las he olvidado, y aquí le hablo en el olvido de esas palabras. Contrariamente a todas las apariencias, no soy una mujer que se entregue en cuerpo y alma al amor de un solo ser, ni siquiera a aquel que más quiere en el mundo. Soy un ser infiel. Me gustaría mucho encontrar las palabras que había guardado para decirle esto. Y he aquí que me acuerdo de algunas. Quería decirle lo que creo, que había que conservar siempre ante uno -he aquí la palabra, me acuerdo- un lugar, una especie de lugar personal, eso es, para estar solo y para amar. Para amar no se sabe qué, ni a quién, ni cómo, ni cuánto tiempo. Para amar -he aquí que de pronto me acuerdo de todas las palabras…-, para conservar en sí el lugar de una espera, nunca se sabe, de la espera de un amor, de un amor quizá sin destinatario todavía, pero de esto y sólo de esto, del amor. Quería decirle que usted era esta espera. Usted se ha convertido por sí solo en la cara exterior de mi vida, aquella que nunca veo, y así permanecerá, en el estado de este desconocido por mí en que se ha convertido. No me conteste nunca. No conserve esperanza alguna de verme, se lo suplico. Emily L».

    El notario encontró una dirección en América del Sur. Envió la carta. La carta volvió. La envió a todas las embajadas de Gran Bretaña en los países del continente americano. La carta volvió siempre. No la quemó.

    Miramos todavía ese día que cae durante largo rato.

    Dices:

    —Lo que encierra esta carta no puede ser comprendido por el lector. Esa carta debió ser leída una sola vez por un autor que creyó haberla comprendido y que la puso en un libro. Luego fue olvidada por él.
    —Sí, creo que hay cosas así, como esas cartas, que forman parte de los libros de un autor, que están al lado de cosas conocidas y queridas por él, que son indiscernibles de las demás cosas del libro y que a pesar de ello son ajenas a él.

    Te lo digo:

    —Te amaba con un amor pavoroso.

    La desconfianza vuelve a tus ojos. Tu mirada huye dejando atrás los acantilados. Dices:

    —Es tan falso decir esto como decir que yo no te amo.

    Te miro. Intento verte. No consigo mirarte.

    —Se me ocurre pensar que tal vez no te amo. Y nada acude con claridad a contradecirme en este momento. Creo, sinceramente, que hubiera podido no amarte. Luego se repite. Tú te equivocas del mismo modo, pero al revés. Debe de pasarte por la cabeza alguna vez que quizá me amas. O más bien que en el sentimiento que experimentas por mí, a veces, podría haber huellas de este amor, por imposible que pueda parecer. Creo que hablo sin decir nada, creo que cuando te suceda, si te sucede, no lo sabrás.
    —Lo sabré de un modo u otro.
    —Como los héroes de Henry James, tendrás conocimiento de la historia cuando esté terminada. Te enterarás de la existencia del sentimiento por el exterior de tu vida. Pasará mucho tiempo antes de que llegue a tu conciencia. Todo se modificará en torno a ti, y tú, tú te preguntarás aún por qué. No reconocerás nada. No sabrás nada. Hasta el día en que transformes a tu vez esta situación en un libro o en una relación personal.
    —Según tú, ¿yo no hubiera podido comprender la carta de Emily L?
    —Imaginar otro amor que el que yo vivía por ti, no habrías podido soportarlo ni entenderlo.
    —Y a ti te faltaba esta contradicción, la de hallarte en un amor que te llenaba y pedir auxilio a otro.
    —No exactamente… ni pedir auxilio, ni esperarlo. Solamente escribirlo.
    —Puedo comprender.
    —Todos los escritores pueden.

    Te miro. Me preguntas qué pasa, siempre un poco alerta cuando te miro. Te digo que no pasa nada, que te miraba por gusto: -No sé si el amor es un sentimiento. A veces creo que amar es ver. Es verte.

    Hay una interrupción en el ruido, la luz, un detenerse de la llegada de coches o de su partida. La cadencia de las barcazas es distinta. Por la noche hay menos travesías. Casi todo el mundo está en el restaurante. La encargada del bar ha venido a cobrar sus consumiciones y las nuestras. Nos ha dicho que tenemos todo el tiempo que queramos, que está en la cocina para ayudar.

    Después de su partida hubo un largo rato de silencio. Y ella, la mujer del bar, se puso de nuevo a hablar de Brownie. Decía que era una pena que hubiera muerto aquel perro. El Captain gritaba, le suplicaba que olvidara a Brownie. Please, forget about Brownie. Ella decía que era la encargada de la Marine quien había hablado primero de él. Empezó a hablar de nuevo sobre el tema. Brownie era un perro maravilloso, el más encantador que habían tenido, eso era lo que ella pensaba. The nicest one we ever have. Que él mismo lo decía, el Captain: el perro más encantador de Inglaterra. El Captain rugió: My God… Y ella volvió de nuevo a Brownie. Era una pena que se escapara siempre en cuanto estaban en un muelle. Había que reconocerlo, Brownie guardaba muy mal el barco. He was no good at guarding the boat, poor Brownie. El Captain se echó a reír. Dijo que Brownie era demasiado pequeño para guardar nada. Se rieron mucho los dos. Luego, ella dijo al Captain que él tendría que dejar de hablar de Brownie de vez en cuando, que de aquel modo ella acabaría por sufrir menos por ello.

    Cierra los ojos. Evita llorar.

    Contemplo su cuerpo inmóvil. El estado de sus piernas, todavía bellas… Sus pies no, están muy reducidos, atrofiados. Ha dejado caer las pequeñas sandalias de niña de algodón rosa, planas. Sus vestidos son ropa vieja de falso satén o seda japonesa, para jóvenes. Están un poco sucios. Su pelo tiene el color del polvo, se lo ha teñido con alheña en los puertos, las raíces son grises.

    En los dedos de la mano izquierda lleva todos los anillos, oro y diamantes de los parientes de Devon. Con esta mano es con la que coge el bourbon. Un trago.

    Con los ojos cerrados, ella se acerca a él. Sin una palabra. El se mantiene muy derecho, hasta que sus cuerpos se tocan. Ella se queda allí, quieta. El bebe la Pilsen negra; no mira ya hacia donde estamos. Ella toma un trago de bourbon. Vuelve a colocar el vaso. El vacía de nuevo la jarra de cerveza negra. Ella, no, esta vez no ha tomado el bourbon. Entre ellos, para encontrarse de nuevo el uno al otro, este pasadizo del alcohol. El, un poco trivial, un poco aburrido quizá, pero apenas, por su insistencia respecto al barco y aquella ligera disconformidad de ella en colocar su cuerpo junto al suyo, a su edad, ante aquella gente.

    Dijiste: Ella está en el final de su vida.

    Cuando volvimos al día siguiente, ya no estaban allí. No preguntamos nada a la gente del bar.

    Fue una vez en el coche cuando dijiste:

    —Los coreanos, es un título de libro.

    Te dije que te quería. Tú nunca contestabas a este tipo de locura.

    Después volví a hablar de ellos. Después, después de haber dejado Quillebeuf, pero no sé en qué momento. Lo que sé es que fue durante el viaje de regreso. Hablé de volverlos a ver. Dije que era posible que volviéramos a ver a aquellas personas, que tal vez volvieran de nuevo a Quillebeuf, una última vez, y que de nuevo nos las encontraríamos, bien en aquel café de la Marine, bien en la plaza. Que no podíamos, por lo tanto, no volver a Quillebeuf, auque sólo fuera por comprobar que no estaban allí. Te dije más: que tenía la impresión que no podríamos dejar de ir a verlos si nos enterábamos de que pasaban por Quillebeuf, del mismo modo que pasaban por Venecia y quizá a veces por la isla de Wight. Eso si ella no había muerto aquella noche.

    Te dije: De todos modos, uno se pregunta qué podían hacer los coreanos en Quillebeuf. Te expliqué: Dado que Quillebeuf apenas estará señalado en las guías turísticas, que es de acceso difícil, que hay que conocer los caminos y no hay grandes hoteles, ni piscina, ni casino, uno se pregunta qué podían hacer los coreanos sino el mal. Pero tú no escuchabas. Y yo dejé de hablar de ello. Fue el final de los coreanos. Dejaron de existir tanto para ti como para mí.

    Hablamos de la gente en general. Dijimos que todas las personas que veíamos en los bares, los barcos, los trenes, eran inolvidables, incluso si después las olvidábamos. No las de las fotografías de periódicos, ni las de las películas, sino quienes estaban solos en los autobuses o en los bares, de noche, trabajadores o no semejantes todos, derrengados por la jornada transcurrida, igualmente sumidos en la oscura exaltación de la vida interior.

    Tú ya no me querías en aquella época. Sin duda no me habías querido nunca. Pensabas abandonarme, para ti era una cuestión de dinero, de ganar dinero -nunca decías ganarte la vida. Y yo andaba ya metida en aquel proyecto del que te había hablado aquel día, el de escribir esta historia, impedida aún por su absoluta presencia debido al amor que te profesaba todavía, pero de todos modos, orientada ya en aquella dirección, la de hacerlo un día. Y tú, que lo sabías todo de este proyecto y de este sentimiento, nunca me hablabas de ello.

    Como siempre que volvíamos de Quillebeuf, hablamos de la luz de la planicie. No lográbamos saber por qué era tan hermosa, tan particular. A aquella hora había perdido su destello, no se discernía del todo de la sombra, se volvía sobrenatural.

    Estábamos ya lejos de la planicie. En lugar de encaminarnos a la autopista en Pont-Audemer, torcimos hacia Foulbec y Berville, queríamos pasar por la bahía. En Berville fue donde bajamos hacia el antiguo puerto de Rouen. La llegada a la bahía es brutal. Tras un amontonamiento de maleza, se llega al vacío de lo que llamamos la fábrica alemana, inmensa, vaciada, con los cristales destruidos. Esta noche no la atraviesa el silbido del viento. Nos paramos.

    El Sena está ahí, donde la fábrica. Los tres cauces. Los dos canales y en el centro el cauce del río.

    Es un lugar donde nos paramos con frecuencia. El suelo está sembrado de trozos de cristales. Vamos hasta el pontón de hierro viejo retorcido donde los barcos alemanes acudían a coger materiales para sus diques y fuertes, los bloques de granito, los ladrillos rojos. A lo lejos, el faro de Sainte-Adresse a través de la bruma de verano. Estás vuelto de cara a las luces del Havre. Callas. Tal vez lloras, no lo sé. Pero tal vez lo haces. Me dices que quisieras saber más de las personas de la isla de Wight. Te digo que no sé casi nada más. Dices que es verdad, que tampoco tú sabes casi nada más. Un último petrolero pasa delante de nosotros. Sus puentes están iluminados como en plena noche. Dices que la historia de amor ha ocupado el lugar del viaje por mar.

    Un día, el joven guarda llegó a casa del notario de Newport. Se alegraron mucho de volver a verse. El notario entregó al joven guarda la carta que Emily L. le había escrito hacía entonces ocho años y que había dado la vuelta a las Américas varias veces antes de regresar a Newport. No la había echado al fuego, como ella había pedido que hiciera en caso de no encontrar al joven guarda. El notario pidió al joven guarda que le siguiera a un salón contiguo a su despacho donde las personas iban a leer los testamentos de sus difuntos. El joven guarda permaneció largo rato encerrado con aquella carta.

    Los dos fueron a dar un paseo alrededor de la villa de Emily L. No hablaron de aquella carta. Era otoño, hacía muy buen tiempo, anduvieron largo rato por los caminos de la joven Emily L El notario dijo al joven guarda que el Captain y su mujer ya no iban cada año a la isla de Wight. Al joven guarda le gustaba aquella idea, la de que ella hubiera abandonado la isla de Wight casi al mismo tiempo que él. Entraron en la casa para volver a ver el saloncito de invierno. Muchos objetos habían sido robados o se los habían llevado los visitantes, y a aquel joven guarda y al notario les gustaba eso, el saqueo de la vida personal de Emily L.

    El joven guarda habló de su vida. Hacía ocho años de aquello, sucedió el mismo año en que ella le escribió la carta, se fue a los pequeños mares malasios para buscar el rastro de Emily L, raptarla y llevársela consigo para no devolverla, tal vez matarla. Alquiló un barco de recreo con dos marineros de Java, recorrió todos los puertos de Borneo, de Java, de Malaca. Dijo que buscaba a una inglesa que vivía todo el año con su marido en aquellos parajes de los trópicos, en un yate que arbolaba bandera británica. Durante tres meses dio vueltas por los pequeños mares del Pacífico sur, alrededor de las islas, bajó por la costa indochina desde la punta de la península malasia hasta Sumatra. Allí fue donde buscaron fundamentalmente, en el mar de Java, en las curvas de las Cyclades indonesias, y después por Pontianak y en el archipiélago de Natuna, en los confines del mar de China. Era una zona donde la gente llevaba de día y de noche la misma existencia irregular. Había muchas personas despiertas durante la noche en los barcos de aquellos archipiélagos, en los yates, en los juncos, en los buques de línea también; el ecuador estaba cerca y en los buques de línea siempre se festejaba su travesía. El joven guarda había asistido a muchas de aquellas fiestas durante la noche inmóvil de los trópicos. La neblina envolvía los sonidos, la música, y convertía el mar en un lugar de connivencia, del cual debía de ser difícil deshacerse tras haberlo habitado. Fue en un carguero australiano que remontaba hacia Corea donde el joven guarda vio a Emily L. entre unas veinte parejas que bailaban en la plataforma de la cubierta superior. Bailaba con un oficial de a bordo. Llevaba su viejo vestido blanco y azul. El joven guarda no intentó ver al Captain. La miró a ella, solamente. Reconoció las largas piernas quemadas por el sol, la sonrisa naciente detenida en la profunda dulzura, aquel modo de ser, protegida en su soledad con los ojos entornados. El joven guarda se quedó mirando la pista donde ella bailaba, sin moverse, hasta las primeras luces del día. En aquel momento la orquesta dejó de tocar y el joven guarda huyó. Regresó a su barco de alquiler y se quedó allí escondido, bajo el techo de paja, durante varios días. Esperando, creía, ir hacia ella por el muelle de un puerto. Cuando se decidió a salir, el joven guarda no volvió a ver el buque de línea ni las demás embarcaciones pequeñas de alrededor. El puerto se había vaciado. Entonces el joven guarda se acostó en la cubierta del barco de alquiler y pidió que llevaran su cuerpo a Singapur. Durante varios días quedó muerto, allí, sobre la cubierta del barco. Le robaron los papeles y el dinero. La policía de Singapur lo encontró en el barco abandonado y lo hizo repatriar a una ciudad de la América latina cuyo nombre había pronunciado durante el sueño. El se encontró todavía con vida en aquella ciudad cuyo nombre había pronunciado. Y fue allí donde se quedó, donde se casó, donde montó una tienda, donde tuvo hijos. Fue después de aquel despertar cuando Emily L. quedó muerta para él durante más de un año. Perdió la historia. Perdió sus ojos, su voz, sus ojos cerrados contra su boca, luego sus labios contra los suyos, sus manos también, pero sobre todo sus ojos cerrados. Los ojos de Emily L. se habían quedado abiertos y sin mirada durante meses y meses. Y luego, cierta noche, se despertó y la historia estaba allí de nuevo. Había reemprendido su curso entre ella y él, sin llegar a ser, de todos modos, tan frágil como la carta de Emily L. ni, como ella, más fuerte que la muerte.

    Era curioso, no sabíamos ya si era de noche. Sobre el Sena, el cielo se había iluminado de nuevo como si el crepúsculo hubiera recuperado fuerza.

    Dijimos que aquel verano sería esplendoroso.

    Todas las aguas estaban tranquilas, las del mar y las del río. Las aguas dulces corrían, habitualmente, más despacio en su descenso al mar, debido a lo que yo llamaba los grandes cordones lisos del oleaje, que de una orilla a otra impedían el acceso al mar. Aquella noche no. El río se hundía en el mar hasta perderse de vista. Se hubiera dicho que los movimientos de las aguas eran regidos por el sueño. No cabía duda, no nos habíamos equivocado, aún era de día. Aquella claridad del cielo procedía aún del sol, no era la de la noche. La noche que se acercaba sería la de un comienzo de verano. Todavía fresca hacia el alba. Era junio.

    No recuerdo ya si cenamos.

    No recuerdo ya lo que hicimos desde que dejamos el canal hasta que nos acostamos.

    Recuerdo cierta tranquilidad que se extendía por todas partes, en el mar y en nosotros.

    Aquella noche no saliste a recorrer los grandes hoteles y las colinas. Te quedaste allí. Yo fui a acostarme.

    Tu cuerpo y el mío estuvieron en el mismo lugar, encerrados. Tu sueño acudía siempre antes que el mío, dormías bien, lo que me tranquilizaba siempre, porque la noche te llevaba al olvido de aquella existencia que llevabas conmigo y deseabas abandonar.

    Y luego me desperté. Te llamé, no me contestaste. Entonces me levanté. Me fui a tu puerta y grité, tal vez dormías, no lo sé, no pensé en ello. Acabaste por decir: ¿Qué pasa? Dije: Quería decirte que no bastaba escribir bien o mal, realizar textos bellos o muy bellos, que eso no bastaba para que fuera un libro que se leyera con una avidez personal y poco corriente. Que tampoco bastaba escribir así, presumir de que se hacía sin control alguno, guiado sólo por la mano, del mismo modo que era excesivo escribir con sólo el pensamiento, que vigila la actividad de la locura. Es demasiado poco el pensamiento y la moral y también los casos más frecuentes del ser humano, los perros por ejemplo, es demasiado poco y es mal encajado por el cuerpo que lee y que quiere conocer la historia desde los orígenes, y a cada lectura ignorar siempre lo anterior a lo que ignora ya.

    Te dije también que había que escribir sin corrección, no necesariamente deprisa, a toda velocidad, no, sino según uno mismo y según el momento que atraviesa uno mismo, en aquel momento, lanzar la escritura fuera, maltratarla casi, sí, maltratarla, no quitar nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con el resto, no enjuiciar nada, ni rapidez ni lentitud, dejarlo todo en su estado de aparición.


    Fin

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      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
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      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
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      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
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              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
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      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
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      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
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      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
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      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

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                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
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      BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar




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      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

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