IDILIO CON LA SELVA AFRICANA
Publicado en
marzo 02, 2018
Delia Owens mide los dientes de una leona, a la que previamente se ha aletargado.
Mark y Delia Owens renunciaron a un futuro de comodidades por desafiar a la selva... y a los hombres armados que podían destruirla.
Por MaryAnne Vollers.
ES LA HORA de las sombras largas, cuando el sol anaranjado desciende detrás de las montañas, y el húmedo aire de agosto se torna frío. En noches como esta, los sonidos llegan muy lejos. Es un buen momento para llamar a los leones.
¡Iiiaaaggg! juuj, juuj!
Mark y Delia Owens se agazapan entre la maleza y difunden por los altoparlantes, a todo volumen, la grabación de unos rugidos de leones. Los dos biólogos estadunidenses buscan con ello atraer a un león, al que aletargarán con un dardo de somnífero y luego le pondrán un collar con un radiotransmisor. Sin embargo, los leones recelan, porque ya en otras ocasiones les han disparado los cazadores furtivos. "Si hace usted ruido después de que le clave yo el dardo a uno, podríamos tener a otro león aquí con nosotros, en el escondite", le susurra Mark a un visitante; hace una pausa y, riendo entre dientes, agrega: "Si eso ocurre... ¡sálvese quien pueda!"
De repente, cesan los efectos de sonido debido a un fallo en el sistema de bocinas. Delia suspira y empieza a empacar el equipo. No habrá leones esa noche.
Mark es un tipo delgado, de 46 años de edad. Mide 1.88 metros de altura, tiene barba rubia y ojos azul oscuro. Delia tiene 42 años, mide 1.63 metros y es trigueña y muy delgada. Juntos escribieron el éxito de librería de 1984 Cry of the Kalahari, ("El grito del Kalahari"), en el que recuerdan los siete años que pasaron en el desierto de Botswana estudiando a las hienas y a los leones.
Actualmente viven en otro paraje remoto de África: el Parque Nacional del Norte de Luangwa, en Zambia. Mark y Delia han ido allí con el propósito de expulsar a los cazadores furtivos y crear, en 6200 kilómetros cuadrados de selva virgen, un parque que sirva de refugio a los animales salvajes.
Los Owens viven en una casita de madera en medio de un grupo de cabañas de piedra y paja, a orillas del río Lubonga. Ellos y los ocho integrantes de su personal son los únicos residentes que se pasan todo el año en el parque, a cuya mayor parte sólo pueden llegar a pie o en el monoplano Cessna de Mark. El pueblo más cercano queda a seis horas, y el viaje resulta agotador.
Sin embargo, ni la espesura de esa selva sin veredas ni los ríos crecidos detienen a los cazadores furtivos que, armados con rifles automáticos, se cuelan buscando colmillos de elefante y carne de animales de caza mayor. En los últimos 20 años, esta gente ha matado al 95 por ciento de los rinocerontes negros de África y a la mitad de los 1.3 millones de elefantes que había en el continente.
MARK Y DELIA se conocieron en la universidad en 1971. Ella estudiaba zoología y compartía con Mark, estudiante graduado en pedagogía de las ciencias, el sueño de estudiar a los animales africanos que se hallaban en peligro de extinción. Se casaron en 1972 y, al año siguiente, remataron todas sus pertenencias y partieron rumbo a Africa con dos pasajes de avión, una tiendita de campaña, una muda de ropa y 6000 dólares.
Se establecieron en el Valle del Engaño, del Kalahari, cuya superficie es poco menor que la de Panamá, pero sin agua ni caminos, habitado sólo por unos cuantos nómadas dispersos. Poco faltó para que murieran de hambre y sed. En la temporada de lluvias, las borrascas destruyeron su campamento, y durante los meses de la sequía, cuando la temperatura ascendía hasta 49° C., los incendios estuvieron a punto de consumirlo.
No obstante, los jóvenes científicos realizaron una investigación de pioneros en una región donde nunca se había estudiado a los animales. Además, cuando criticaron el trato que el gobierno de Botswana daba a los ñus —los cuales necesitaban agua—, se ganaron la enemistad de mucha gente poderosa, y un día recibieron órdenes de salir del país.
En ese momento, los Owens, famosos ya por su libro y por un programa especial de televisión, habrían podido encontrar con facilidad cómodos empleos de maestros en Estados Unidos. En cambio, se instalaron en Zambia, nación subdesarrollada que cuenta con 7.5 millones de habitantes y se encuentra en la región centro-meridional de África.
Durante los últimos 20 años, las reservas de la fauna salvaje de Zambia han sido territorios de caza de rinocerontes y elefantes. En 1986, el Parque Nacional del Norte de Luangwa era una reserva sólo de nombre. Cuando llegaron los Owens, en julio de ese año, vivían siete guardabosques mal equipados en los límites de la reserva: carecían de vehículos y de equipo para acampar y, con frecuencia, no recibían salario. Sobrevivían cazando algo en el parque. "Todo el mundo nos recomendó que nos olvidáramos del Norte de Luangwa, porque no había esperanza", recuerda Delia.
A pesar de los cazadores furtivos, el valle seguía alojando a muchos búfalos, impalas, cebras, kudúes, leopardos y leones, y a cerca de 5000 elefantes. Por su exuberante vegetación, su agreste zona de plantas espinosas y sus doradas praderas, era una región que muchos turistas extranjeros pagarían por ver. A los Owens se les ocurrió un plan: expulsar a los cazadores furtivos y desarrollar al mismo tiempo el turismo con miras a impulsar la economía de Zambia. De esta manera, los animales iban a valer más vivos que muertos.
Ahora, después de cinco años, su plan está dando frutos. Cuatro guías de turistas organizan safaris y, por primera vez en muchos años, está disminuyendo la caza furtiva.
"Los Owens llegaron muy a tiempo", opina un funcionario del Servicio de Parques Nacionales y de la Fauna y Flora Silvestres. "Sin ellos, habríamos tenido que renunciar al mejoramiento del Parque Nacional del Norte de Luangwa".
Mark y Delia están más complacidos con la respuesta de los aldeanos de la región. "Imagínenos entrando en estas aldeas", me dice Delia, "donde los niños padecen hambre, para advertirles: Si dejan de cazar animales salvajes, vendrán turistas, y ustedes tendrán empleos y comida. Al principio nos vieron con suspicacia y hostilidad; pero ya han comprendido".
Un cráneo de elefante le sirve de escritorio a Mark.
MARK ENFILA SU Cessna hacia una improvisada y pequeñísima pista de aterrizaje. Esta mañana está cambiando de turno a varios grupos de sus 31 exploradores, que le ayudan a combatir a los cazadores furtivos.
"¡Mwapoleni!", saluda Mark en chibemba, el dialecto local. Se asoman cosa de seis exploradores, seguidos por tres cautivos esposados: son un anciano, un joven y un niño de 12 años, descalzos y harapientos todos ellos. En el mercado negro, les pagaron cinco dólares por cazar hipopótamos durante una semana.
"Si los traficantes del mercado negro acaban con la fauna", observa Mark, "privarán de su porvenir a estos aldeanos". Mientras sermonea sobre el tema a los cazadores furtivos, el anciano dormita y el joven observa con rostro ceñudo.
El gobierno de Zambia ha nombrado a los Owens guardias honorarios, lo cual significa que pueden efectuar arrestos y portar armas. Delia lleva un revólver cuando se desplaza en su vehículo; Mark lleva consigo una pistola de nueve milímetros. Ya les han advertido que los cazadores furtivos desean matarlos, pero hasta ahora no los han atacado. Apostan guardias de día y de noche junto a la avioneta y conservan en secreto sus planes de viaje, para que no los vayan a emboscar. Y procuran no pensar en eso.
Hay muchas maneras de morir en este valle, por supuesto. Los mosquitos transmiten el paludismo. Los cocodrilos acechan en el río. Las serpientes mambas y las cobras se descuelgan de las vigas del techo. Así y todo, lo que más asusta a Delia es la avioneta de su marido. Mark es un piloto magistral; pero, cuando persigue animales o cazadores furtivos, a menudo vuela a ras de las copas de los árboles, y en esas circunstancias una burbuja en el tubo del combustible o el choque de algún buitre con la hélice puede resultar letal. "No me atrevo siquiera a pensar en lo que haría si le pasara algo a Mark", me confía Delia con un estremecimiento. "Estamos tan unidos... Es como si formáramos una sola persona".
Nunca es fácil la vida en el norte de Luangwa. El agua del cenagoso río se debe filtrar y hervir durante 20 minutos para prevenir la disentería. Los alimentos se cuecen sobre una fogata o en una estufa primitiva. Y resulta difícil conseguir provisiones.
El trabajo de los Owens comienza a las 5 de la mañana, cuando las hienas aúllan todavía en el oscuro valle. Unas baterías solares alimentan las luces de la choza y dos computadoras en las que Mark y Delia trabajan hasta las 7, que es cuando llega el personal. A partir de esa hora, la mayor parte de la energía de los Owens se consume en despachar documentos para la tortuosa burocracia gubernamental, reparar el equipo averiado y dar ánimos a los exploradores, que se resisten a trabajar porque los cazadores furtivos están más fuertemente armados que ellos.
Los Owens han sacrificado mucho por África. Su carrera científica ha cedido el lugar a la conservación. Hace muchos años que han venido postergando la continuación de su libro. Desde que llegó el matrimonio, han muerto el padre de Delia y los progenitores de Mark. Delia no pudo asistir a la boda de su hermano gemelo ni a la mayoría de los bautizos, funerales y reuniones que mantienen unida a la familia.
¿Han pensado alguna vez en dejar todo esto? "Si la gente como nosotros se rinde", señala Mark, "el mundo entenderá que ya no hay esperanza".
EN OTRA noche fría se instalan los altoparlantes recién reparados, y Delia selecciona una mezcla de rugidos y gruñidos para atraer a los leones. Minutos después, unos ojos amarillos brillan en el proyector y, con toda calma, una leona hace su aparición.
¡Poc! Mark le clava detrás del hombro un dardo anestésico. La leona vacila, salta y corre hacia el río.
Si llega al río o cae en la maleza, podría ahogarse o ser presa de las hienas. Por suerte, luego de correr un poco sobre montículos y agujeros de jabalíes, la encuentran tambaleándose, como si estuviera ebria. Poco tiempo después se desploma.
Mark y Delia la miden, determinan su edad basándose en el desgaste de los dientes y le ponen un collar de goma en el cual está oculto un radio-transmisor. Desde lejos, varios leones observan. Uno de ellos se acerca, pero un ayudante lo espanta con un reflector; el animal retrocede. Mark y Delia trabajan en silencio, absortos en su labor. No advierten en qué momento se funde la bombilla del reflector. El reflector de repuesto no funciona, y lo único que queda para mantener a distancia a la manada es una lámpara de pilas.
A la mañana siguiente, los Owens deciden localizar leones en la espesura. Mark atraviesa trotando una zona en que la maleza alcanza los 2.5 metros de altura; se encarama en un banco de arena y encuentra dormido a un hipopótamo, que despierta bramando. "¡Calma, niño!", le dice Mark al tiempo que retrocede y el hipopótamo se aleja gruñendo. Más adelante, Mark se topa con dos leones soñolientos, que le gruñen en forma amenazante antes de retirarse hacia la espesura.
Por la tarde, Mark y Delia se lavan el polvo en las aguas poco profundas del río, siempre en actitud alerta, por los cocodrilos. De pronto, divisan el humo de una fogata en la espesura.
" ¡Cazadores furtivos!", exclama Mark disgustado.
Mientras pasea por la espesura con Delia, Mark lleva al hombro un fusil que nunca ha disparado contra ningún animal.
UNA HORA antes del amanecer, Mark acelera la Cessna en la pista, despega y enfila hacia el sudeste. A la luz del día, los cazadores pueden esconderse del avión. Algunos creen que ciertas pociones mágicas los hacen invisibles. Pero, en las noches frías y en un valle lleno de leones, hasta los cazadores furtivos necesitan encender fogatas.
Mark asciende a 1500 metros, y al cabo de unos 15 minutos los localiza: hay una docena de fogatas, dispuestas como un collar de rubíes en la negra llanura. Se pasa los días siguientes organizando la búsqueda. Los exploradores capturan a tres cazadores, pero la banda principal escapa con los colmillos de cuando menos cinco elefantes.
Los Owens creen que esto forma parte de una nueva racha de caza ilegal de elefantes. Por tanto, emprenden una campaña, en la que ofrecen una recompensa y un empleo bien remunerado a todos los cazadores que entreguen su fusil. Contratan informantes en varias aldeas. Los cazadores furtivos, al parecer, toman represalias: destrozan con metralla la casa de un informante. Como siempre, los Owens duermen con las armas cargadas junto a la cama.
PARA MARK Y DELIA, la batalla nunca termina. Ciertamente, sueñan con edificar algún día una cabaña de troncos en las montañas Rocosas de Estados Unidos, pero Mark hace notar que eso se hará "cuando estemos demasiado viejos para arrastrarnos hasta la espesura". Todavía tienen mucho trabajo por delante.
Al final de otro día, la pareja contempla una familia de cebras que abrevan en el Lubonga. En algún momento, un elefante sale de la alta maleza. "¡Es Sobreviviente!", susurra Delia.
La mayoría de los elefantes del parque huyen en cuanto olfatean a un ser humano; pero este macho solitario —al que los Owens han bautizado con mucho tino— ha hecho regularmente acto de presencia en los últimos meses.
"Esta es nuestra recompensa", declara Mark sonriendo, mientras el elefante mete la trompa en el lodoso río. "Parece que, cuando andamos medio alicaídos y creemos estar hartos, siempre ocurre algo mágico. Entonces, Africa nos vuelve a robar el corazón".
CONDENSADO DE "SPORTS ILLUSTRATED" (17-XII-1990), © 1990 POR THE TIME INC. MAGAZINE CO., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. FOTOS: © WILLIAM CAMPBELL/SPORTS ILLUSTRATED