FELICIDADES, JESUSITO (Frederik Pohl)
Publicado en
febrero 13, 2018
I
—Nos hemos visto antes —le dije a Haber—, en 1988, cuando llevabas el despacho de Des Moines.
Sonrió y levantó la mano: — ¡Hombre, caramba; claro que sí! Ahora lo recuerdo, Odin.
—No me gusta que me llamen Odin.
— ¿No? De acuerdo. Señor Gunnarsen...
—No. Señor Gunnarsen tampoco. Sólo Gunner.
—Es verdad, Gunner. Casi me había olvidado.
Le dije: —No, no te habías olvidado. Nunca supiste mi nombre en Des Moines. Ni siquiera sabías que yo existía, porque estabas demasiado ocupado haciendo que nuestro cliente perdiera las elecciones. Te saqué de aquélla lo mismo que te voy a sacar ahora de ésta.
Su sonrisa era un poco torcida, pero Haber había trabajado en la compañía durante mucho tiempo y no estaba dispuesto a darme facilidades para despedirle.
— ¿Qué quieres que te diga, Gunner? Te lo agradezco. Créeme, chico. Sé que necesito ayuda.
—No soy un chico. Haber, eras un holgazán entonces y sigues siendo un holgazán ahora. Para lo único que te necesito es, primero, para hacer una rápida visita a la oficina, y luego, para una reunión de todos los jefes de departamento, incluyéndote a ti, dentro de treinta minutos. Así que pide a tu secretaria que los reúna y empecemos la inspección.
Viniendo a Belport en el "Scatjet" había anotado en un cuadernito todo lo que tenía que hacer. El punto principal era:
1. Despedir a Haber.
De todos modos, la experiencia me ha enseñado que éste no es siempre el remedio más eficaz de apagar un fuego. Algunas verrugas se extirpan, otras se dejan secar en la oscuridad. M. & B. no me paga para hacer cirugía estética en sus Habers, sólo para cuidar de que el trabajo que deben hacer los Habers se cumpla.
Como encargado de una rama de relaciones públicas, Haber era una verruga, pero como guía de turismo no estaba mal, aunque le costaba sudores. Me condujo por toda la planta. Había cogido un local en uno de los principales centros comerciales, con puerta de cortina de aire y ventanas con bonitas colgaduras de seda gris. Parecía el mejor de los cuatro salones de una agencia de pompas fúnebres en un barrio bajo. En una ventana aparecía en letras doradas el nombre de la entidad:
MOULTRIE Y BIGELOW
Relaciones públicas División del Estado Northen Lake
T. Wilson Haber, Encargado de la División
—Las relaciones públicas —me informó— empiezan en casa. Saben que estamos aquí, ¿eh, Gunner?
—Me recuerda el despacho de Iowa —le dije. Y tropezó donde ni siquiera había un escalón.
Me refería a la campaña presidencial de 1988, en la cual Haber intentó que el candidato que había contratado nuestros servicios ganara las elecciones. Obtuvimos doce votos electorales en el último minuto porque habíamos enviado a Haber a descansar a Nassau y yo ocupé su puesto. Creo que la mujer de Haber había tenido acciones en la compañía.
Sin embargo, su plan en Belport era bastante bueno. Tenía cuatro cabinas de encuestas, cada una equipada con un Simplex 9.090 y un recepcionista en la sala de espera de los sujetos de encuesta. No se puede juzgar por las apariencias, pero los sujetos de encuesta que esperaban para ser interrogados daban la impresión de ser una buena muestra representativa —una buena muestra de sexos, edades y procedencias—, y con un poco de inteligencia se debería conseguir un estudio de opiniones aceptable.
El resultado del material obtenido en las encuestas era estudiado en una habitación al fondo. Reconocí a uno de los programadores y le saludé con un movimiento de cabeza: un buen hombre, iba siempre con el equipo de Telefax a las grandes fuentes de investigación, la británica, la biblioteca del Congreso, los servicios de noticias telegráficas, etcétera. Desde esta instalación el recepcionista podía componer un discurso, un anuncio 3-V, un programa o cualquier otra cosa, teniendo a su disposición líneas que le proveían de cualquier dato que necesitase; podía también comprobar la atracción en los sujetos. En la parte delantera del edificio había una cabina para grabar y un estudio. Todo era pequeño y manejable, pero de buena calidad; aquí se podía componer o editar una interviú 3-V tan bien como en la oficina central.
—Una instalación de primera clase, ¿eh, Gunner? —dijo Haber—, lo instalé yo mismo para hacer el trabajo.
—Entonces, ¿por qué no lo estás haciendo?
Haber se puso rígido. Sus ojos se volvieron más pequeños y más inteligentes, pero no dijo nada directamente. Me tomó del brazo y me llevó al cuarto de datos.
—Quiero presentarte a alguien —dijo.
Abrió la puerta, me condujo al interior y salió.
Una joven delgada y alta alzó la vista de la máquina de escribir.
—Hola, Gunner —dijo—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Hola, Candace.
Aparentemente Haber no era tan estúpido como yo creía, ya que había descubierto algo sobre mi vida privada antes de venir a esta oficina. El resto de la lista que había escrito en el "Scatjet" era: Necesito "gran mentira".
Investigar sobre los niños.
Investigar la proposición de los oponentes.
¿Casarme con Candace Harmon?
Era un trabajo relativamente pequeño para Moultry & Bigelow, pero de una importancia enorme. Era necesario ganar. El cliente era la Confederación Arcturiana.
En la oficina se decía que los arcturianos habían sido rechazados por dos o tres oficinas de relaciones públicas antes de que nosotros les aceptáramos. Nadie decía el porqué, pero la razón era perfectamente clara: eran la Confederación Arcturiana. No es en modo alguno ilegal o inmoral que una agencia de relaciones públicas represente una causa extranjera. Es cuestión de estatutos, cosa que la mayoría de la gente no se molesta en averiguar: el Acta de Smith-Macchibni de 1971. Y el tribunal decidió en 1985 que esto se aplicara tanto a los "extranjeros" extraplanetarios como a los terrestres, claro que entonces los únicos "extraños inteligentes" eran las momias de Marte. Desde luego, las momias no han contratado nunca a nadie en la Tierra para ningún trabajo. Pero fue precisamente el departamento de leyes de Moultry & Bigelow el que recurrió al tribunal para obtener la sentencia de 1985. Así es como trabaja M. & B. Algunas personas juzgan al hombre de relaciones públicas por su cliente. Así es la naturaleza humana.
A estas mismas personas no se les ocurrirá nunca criticar a un cirujano por extirpar un tumor maligno al enemigo público número uno, ni siquiera a un abogado por defenderle. Pero si estás encargado de presentar ante el público la imagen emotiva de un cliente, y esa imagen no gusta, parte de los disgustos recae sobre ti.
En M. & B. cobramos al final de cada mes una cantidad suficiente para que esto no nos importe. M. & B. tiene fama de encargarse de los casos difíciles —el único cigarrillo americano que sobrevive es nuestro. También nos ocupamos del gobierno castrista de Cuba en el exilio, que todavía espera conseguir algún día que el Departamento de Estado apoye su demanda de pagar los bonos que imprimió para subsistir. De todos modos, por dos razones, para que las cosas nos resulten más fáciles y porque es un método mejor, no divulgamos nuestra relación con los clientes impopulares. Especialmente cuando el trabajo va mal. Uno de los métodos más seguros para obtener una mala respuesta a una campaña es que el público sepa que una importante firma de relaciones públicas está trabajando en ella.
Por eso todas las cosas que Haber había hecho eran desacertadas. En esta ciudad era demasiado tarde para establecer cabinas de encuestas y M/R.
Me quedaban cinco minutos antes de la conferencia, y, a pesar de todo, los pasé en la sección de cabinas de encuestas. Me fijé en una maqueta tridimensional del planeta de nuestros clientes en la sala de recepción, donde los donantes estaban sentados esperando turno. Era muy seductora: mares anchos y tranquilos con montes de aire verticales sobresaliendo a intervalos.
Di media vuelta y salí de prisa, hirviendo de indignación.
Un hombre de la calle podría no darse cuenta de la cantidad de errores cometidos por Haber. El mismo proyecto de encuestas era probablemente un error. En primer lugar, para obtener algún resultado de las encuestas se necesitan entrevistas a fondo y personal muy preparado. Y para eso se necesitan sujetos de encuesta pagados, y muchos. Para obtenerlos hay que tener de dónde escoger.
Eso implica poner anuncios en los periódicos y contratar a una de cada veinte personas entrevistadas. Para conseguir una muestra satisfactoria en una ciudad del tamaño de Belport se necesita contratar alrededor de quinientos sujetos de encuesta. Para ello hay que hablar con un millar de personas, cada una de las cuales volverá a su casa y hablará con su mujer o con su madre o con sus vecinos.
En una ciudad como Chicago o Saskatoon se puede hacer eso. Con una buena técnica el sujeto de encuesta nunca sabe exactamente para qué está siendo entrevistado, aunque desde luego un buen periodista puede entrevistar un par de sujetos y trabajar empezando desde el estímulo y obtener resultados bastante exactos. Pero todo esto no era posible en Belport, donde no había habido una sucursal hasta ahora y donde todo el mundo sabía lo que estábamos haciendo, porque la campaña era el tópico número uno en todas las tertulias. Resumiendo: habíamos metido la pata.
Como dije, un aficionado podría no haberse dado cuenta. Pero Haber no tenía derecho a actuar como un aficionado.
Acababa de ver los gráficos de las tendencias también. El referéndum para ver si se concedían privilegios a nuestros clientes iba a ser votado dos semanas más tarde. Cuando Haber abrió la sucursal las pruebas demostraron que íbamos a perder por cuatro votos contra tres. Ahora, mes y medio después, el porcentaje había bajado de tres a dos y marchaba cada vez peor.
Creo que nuestro cliente se sentiría muy desgraciado, y probablemente se sentía desgraciado ya, si había conseguido descifrar los extraños informes terrestres que les habíamos ido enviando.
Y ésta era la clase de cliente que una agencia quiere tener contento. Quiero decir que cualquier otro cliente era poco importante en comparación. La Confederación Arcturiana es una cultura tan rica y poderosa como todos los países de la tierra juntos, y como los arcturianos no se molestan en tener divisiones sin sentido, como naciones o empresas privadas este cliente era... ¡Tan importante como todos los posibles clientes combinados!
Ellos decidieron que necesitaban tener una base en Belport, y M. & B., y especialmente yo, Odin Gunnarsen, estábamos encargados de que lo consiguiese.
Era una pena que hubieran estado en guerra con la Tierra hacía seis meses. En realidad, estábamos aún en guerra. Era sólo un armisticio, no una paz, lo que había hecho que cesaran los bombardeos de bombas H y que se retiraran las flotas espaciales.
Como ya dije, ¡M. & B. se ocupa de los casos difíciles!
Aparte de Haber, otras cuatro personas parecían estar al tanto de lo que ocurría: Candace Harmon, el programador de las encuestas y dos jóvenes T. A. Me senté a la cabecera de la mesa de conferencias sin preocuparme en dónde quería sentarse Haber, y dije: —Tenemos que darnos prisa, porque estamos en una situación difícil y no tenemos tiempo de presentaciones ni preámbulos. Tú eres Percy, ¿verdad?
El programador asintió con la cabeza.
— ¿Cómo dijo usted que se llamaba? —pregunté volviéndome al siguiente en la mesa.
Era el jefe de copias, un vejete calvo y larguirucho, llamado Tracy Spockman. Su asistente, uno de los T. A. en quien me había fijado, resultó llamarse Manny Brock.
Había escogido trabajos fáciles para los tontos, reservando a los inteligentes para lo que pudiera salir, así que empecé con el jefe de copias: —Spockman, vamos a abrir una agencia que se encargue de los asuntos arcturianos. Usted debe ser capaz de llevarla: si no me equivoco, dirigió el despacho de Duluth durante un año.
Dio una chupada a la pipa y me miró sin expresión.
—Bien, gracias, señor Gun…
—Sólo Gunner.
—Bien, gracias; pero como jefe de copias...
—Aquí hay muchos que pueden ocuparse de eso. Si recuerdo bien la manera en que usted llevó la operación Duluth, tiene ya una buena parte del trabajo hecha.
Probablemente era verdad. De todos modos no creo que hiciera ningún daño el dar oportunidad a otro de enredar un poco más las cosas. Entregué a Spockman la página de las "posiciones requeridas" del cuadernito que había cogido en el aeropuerto con una lista de notas que había preparado durante el viaje.
—Contrate a estas chicas que He señalado, alquile una oficina y mande algunas cartas. En la lista verá lo que quiero. Cartas a los agentes de la ciudad preguntándoles si pueden reunir una parcela de cinco mil acres en la zona cubierta por el referéndum. Una carta a todos los contratistas pidiéndoles presupuestos de edificios. Que hagan presupuestos separados de cada uno. Creo que son cinco edificios. Uno de ellos exoclimatizado, así que pida presupuestos también a los contratistas de calefacción y de tuberías. Otra carta a todos los proveedores para preguntarles si les interesaría abastecer de alimentos a la base arcturiana. Póngase en contacto con Chicago y entérese de lo que necesitan los arcturianos. No recuerdo bien, creo que no comen carne, pero sí muchas verduras. De todos modos, entérese bien e incluya los datos en las cartas. Póngase en contacto con las manufacturas electrónicas, los vendedores de muebles de oficina, las agencias de coches y camiones, etcétera. La lista completa está en este papel. Quiero que todos los hombres de negocios de Belport empiecen a calcular desde mañana por la mañana los beneficios que pueden obtener si se instala una base arcturiana. ¿De acuerdo?
—Creo que sí, señor... Gunner, estaba pensando. ¿Qué hay de los proveedores de papel, de los procuradores, de los C. P. A?
—No pregunte, actúe. Ahora, el que está al final... —Henry Dañe, Gunner.
—Henry, ¿qué hay de los clubs a las afueras de Belport? Me refiero a los grupos especializados. A los arcturianos les gusta mucho navegar y cosas de ese estilo. Mira a ver qué se puede hacer en los clubs de lanchas de motor, etcétera. Vi en el periódico que hay una exposición de flores en Armoury el sábado próximo. Es tarde, pero mete a alguien para que hable sobre los hongos arcturianos. Mandaremos una muestra. Me han dicho que los arcturianos son buenos jardineros cuando están en casa, les gustan las ciencias biológicas. Buenos chicos —dudé un momento y consulté mis notas—. Tengo algo apuntado sobre los grupos veteranos, pero nada concreto; si se les ocurre algo, díganmelo... ¿Qué pasa?
Henry parecía dudoso: —No me gustaría enfrentarme con Candy, Gunner. Entonces tuve que hacer un esfuerzo y volverme hacia Candace Harmon.
— ¿Qué ocurre, querida?
—Creo que Henry se refiere a mi Liga de la Amistad Arcturoamericana.
Resultó ser una de las ideas de las que Haber estaba más orgulloso. No me sorprendió. Después de varias semanas y de tres mil dólares habían conseguido cuarenta y un miembros. ¿Cuántos de éstos eran empleados de M. & B.?
—Bueno, todos menos ocho —admitió Candace rápidamente.
No sonreía, pero parecía divertida.
—No te preocupes —aconsejé a Henry Dañe—. Vamos a dejar de lado la Liga de la Amistad Arcturoamericana. Candace no va a tener tiempo para eso. Va a trabajar conmigo.
—Estupendo, Gunner —dijo—. ¿Qué tengo que hacer?
Una vez estuve a punto de casarme con Candace, y desde entonces me he arrepentido a menudo de no haberlo hecho. ¡Candace Harmon era maravillosa!
—Tienes que hacer lo que Gunner te mande hacer. Veamos. Primero, mañana recibiré quinientos animales domésticos arcturianos. No los he visto, pero me han dicho que son muy graciosos, parecen gatitos y duran mucho. Piensa en algún modo de distribuirlos rápidamente. Quizá una tienda de animales pueda venderlos a cincuenta centavos cada uno.
Haber protestó: — ¡Mi querido Gunner! El transporte solamente...
—Claro, Haber; traerlos hasta aquí nos ha costado cuarenta dólares cada uno. ¿Alguna otra pregunta? Muy bien. Quiero que al final de la semana haya quinientas familias que tengan uno, y si tuviera que pagar cien dólares a cada cliente para que se lo llevara, lo pagaría. Segundo, quiero que alguien encuentre un veterano, preferiblemente incapacitado y que actualmente esté envuelto en el bombardeo del planeta.
Tracé una docena más de planes de trabajo: una exposición de arte de bajos relieves arcturianos, que eran en parte para ser mirados y en parte para ser tocados; un cuadro 3-V sobre Arcturus que podríamos instalar en... la rutina de siempre. Ninguna de estas cosas serviría para nada, pero todas juntas ayudarían bastante hasta que consiguiera realizar mis planes. Luego pasé a los asuntos serios: — ¿Cuál es el nombre de este tipo que se presenta a consejero? ¿Connick?
—Eso es —dijo Haber.
— ¿Qué sabéis de él? —pregunté.
Me volví a Candace, que dijo rápidamente: —Tiene cuarenta y un años, metodista, casado, tres hijos propios y uno adoptado. Se presentó para senador el año pasado y perdió, pero Belport le votó. Se presenta este año en contra del referéndum. Es muy importante en la Cámara de Comercio y en el V. F. W.
—No pregunto eso. ¿Qué sabéis de él? —insistí.
Candace dijo lentamente: —Mira, Gunner, es una buena persona.
—Bueno, querida; eso ya lo sé. Leí su artículo en el periódico de hoy. Pero ahora dime todas las cosas sucias que no le convendría que se supiesen.
— ¡No sería justo destrozarlo para nada!
Dejé de lado la cuestión de si era justo o no.
— ¿Qué quieres decir con "para nada"?
—Sabes que no vamos a ganar el referéndum.
—Querida, tengo que darte una noticia; éste es el negocio mayor que se nos ha presentado nunca y me interesa. Ganaremos. ¿Qué sabes de Connick?
—Nada; realmente, nada —dijo en voz baja.
—Pero puedes enterarte.
Candace dijo, visiblemente molesta: —Desde luego, probablemente habrá algo...
—Desde luego. Entérate. Hoy mismo.
II
Pero no confiaba plenamente en nadie, ni siquiera en Candace. Puesto que Connick era la figura central de la oposición, tomé un taxi y fui a verle.
Era ya de noche, una noche fría y clara, y sobre las torres redondas del distrito comercial empezaba a asomar una media luna. La miré casi con afecto a pesar de lo que la había odiado cuando estuve allí. Al bajar del taxi dos niños equipados para la nieve se acercaron patinando para inspeccionarme. Dije: —Hola. ¿Está vuestro papá en casa?
Uno tenía alrededor de cinco años, pecas y brillantes ojos azules; el otro era más moreno, con ojos castaños y cojeaba. El de los ojos azules dijo: —Papá está abajo en el sótano. Mamá le dejará entrar si llama a la puerta. Apriete ese botón.
— ¡Ah! Así es como funciona, ¿eh? ¡Gracias!
La mujer de Connick resultó ser una rubia agradable y delgada, de unos treinta años, y los niños debían de haber corrido por la puerta de atrás y avisado al viejo, porque mientras que ella me quitaba el abrigo él apareció por el pasillo.
Le di la mano y dije: —Me doy cuenta por el olor que viene de su cocina que es la hora de cenar. No me quedaré mucho rato. Me llamo Gunnarsen, y...
—Y pertenece a la Moultry & Bigelow. Siéntese, Gunnarsen. Así que quiere usted saber por qué no pienso dos veces el asunto de la base arcturiana. No, señor Gunnarsen, no lo voy a hacer. Pero ¿por qué no toma una copa conmigo antes de la cena? ¿Por qué no se queda a cenar con nosotros?
Este Connick era un hombre directo. Tuve que admitir que me pillaba de sorpresa.
—Bueno, está bien —dije al cabo de un momento—; veo que sabe para lo que estoy aquí.
Connick preparaba las bebidas.
—Bueno, no exactamente. Señor Gunnarsen, no espera usted realmente convencerme, ¿verdad?
—No lo sé, hasta que usted me explique por qué se opone a la base. Eso es lo primero que quiero averiguar, Connick.
Me tendió una copa, se sentó enfrente de mí y bebió pensativamente. Era escocés bueno. Luego miró a ver si los niños podían oírle, y me dijo: —El caso es éste, Gunnarsen: si pudiera mataría a todos los arcturianos que existen, y si para eso tuvieran que morir unos cuantos millones de terrestres no me parecería un precio demasiado elevado. No quiero una base aquí, porque no quiero tener nada que ver con esos criminales.
—Bueno, es usted muy ingenuo —dije.
Terminé mi copa y añadí: —Si sigue en pie su invitación a cenar creo que la voy a aceptar.
Debo decir que era una familia muy agradable. He trabajado muchas veces en elecciones: Connick era un buen candidato porque era una buena persona. El comportamiento de los niños con él lo demostraba, y su comportamiento conmigo lo confirmaba. No le asustaba en absoluto.
Claro que esto no era necesariamente un inconveniente para mí. Connick cambió la conversación durante la cena, lo que me pareció bien, pero tan pronto como terminó y estuvimos solos, dijo: —Muy bien, puede empezar su jugada, Gunnarsen. Aunque no comprendo por qué está usted aquí en vez de estar en casa de Tom Schlith.
Schlith era el rival de Connick en las elecciones. Dije: —Me parece que no conoce usted estos asuntos. ¿Para qué le necesitamos? Ya está de nuestra parte.
—Y yo estoy ya en contra suya, pero parece que espera usted que cambie. Bien. ¿Cuál es su oferta?
Iba demasiado de prisa para mí. Fingí no entender.
—Realmente, señor Connick, yo no le insultaría ofreciéndole...
—No, ya sé que no lo haría. Porque es usted demasiado inteligente para saber que yo no aceptaría dinero. Así que no es dinero. ¿Qué es entonces?... ¿Que Moultry & Bigelow trabajase para mí en vez de para Schlith en la campaña electoral? Es una buena oferta, pero el precio es demasiado elevado. No lo pagaré.
—Bien —dije—, realmente nos gustaría...
—Sí, eso pensé. No sirve. De todos modos, ¿cree usted realmente que necesito ayuda para ganar las elecciones?
Eso era un buen punto, y tuve que admitirlo. Lo reconocí.
—No, no lo necesitaría si estuvieran en igualdad de condiciones. Ya ahora lleva usted ventaja, como puede verse en sus encuestas y en las nuestras, pero lo que pasa es que no estarán en igualdad de condiciones.
—Con eso quiere usted decir que van a ayudar al viejo Schlith. Bien, así esto se convierte en una carrera de caballos.
Levanté mi vaso y lo volví a llenar. Le dije: —Señor Connick, hace un rato le dije que no entendía usted esos asuntos, y ahora se lo vuelvo a repetir. No es una carrera de caballos, porque usted no puede ganarnos.
—Pero, desde luego, puedo intentarlo. De todos modos —terminó su bebida pensativamente—, sus lavadores de cerebro van a tener mucho trabajo, creo yo, Todo el mundo sabe lo poderosos que son ustedes, y no han tenido que demostrarlo mucho últimamente. Me pregunto si el emperador va a ir por ahí desnudo.
— ¡Oh, no, señor Connick! Nunca se ha visto un emperador mejor vestido que éste, se lo juro.
Connick frunció el ceño, y dijo: —Creo que tendré que averiguarlo yo mismo. A pesar de todo, creo francamente que la gente tiene ya su opinión formada y que no van a poder cambiarla.
—No tenemos por qué cambiarla —dije—. ¿Sabe usted por qué la gente vota de la manera que lo hace, Connick? No votan según sus ideas. Votan llevados por actitudes e impulsos. Francamente, preferiría trabajar para usted que contra usted. A Schlith se le puede derrotar fácilmente. Es judío.
Connick me contestó enfadado: — ¡No hay nada de eso en Belport!
— ¿Que no hay antisemitismo quiere usted decir? Desde luego que no. Pero si un candidato es judío y resulta que hace quince años no pagó una multa de aparcamiento —y siempre se puede encontrar algo, créame, Connick—, entonces votarán contra él por no haber pagado las multas. Eso es lo que llamo votar llevados por actitudes. El votante — ¡oh!, no todos, pero sí los suficientes para cambiar el rumbo de una elección— entra en la cabina de votar influido. No tenemos que cambiar sus ideas. Sólo tenemos que ayudarle a pulsar uno de los dos botones.
Le dejé llenarme el vaso de nuevo y bebí un poco. Me daba cuenta de que empezaba a hacerme efecto.
—Por ejemplo, usted, Connick —dije—, suponga que es usted demócrata y que va a votar. Sabemos a quién va a votar para presidente: va a votar al candidato demócrata.
Connick dijo, no muy convencido: —No necesariamente, pero sí probablemente.
—No necesariamente, de acuerdo. Y ¿por qué no necesariamente? Porque a lo mejor conoce usted a ese tipo que se presenta en el partido demócrata, o quizá alguien que usted conoce tiene algo en contra de él: no pudo obtener el puesto de jefe de correos que quería o se presentó a la convención en contra de sus delegados. El caso es que usted tiene algo en contra de él, porque su primer movimiento fue en favor de él. Entonces, ¿qué va a votar? Va usted a votar lo que sienta en el momento de votar. No lo que haya sentido en otro momento ni lo que le dicte un principio. Votará lo que sienta en ese momento preciso. No, no tenemos que cambiar las ideas de nadie, porque ¡casi nadie tiene ideas!
Se levantó y llenó distraídamente su propio vaso. No era yo el único que empezaba a sentir los efectos de la bebida.
—Odiaría estar en su puesto —dijo casi para sí mismo—No crea usted que es tan malo.
Movió la cabeza y luego dijo recobrándose: —Bueno, gracias por la lección, no lo sabía. Pero le voy a decir algo que no podrá conseguir nunca. Nunca conseguirá que yo vote en favor de los arcturianos en ningún asunto.
Sonreí desdeñosamente.
— ¡He aquí una mente abierta! ¡Un jefe del pueblo! ¡Resuelve todos los problemas objetivamente!
—De acuerdo. No soy objetivo. Apestan.
— ¿Prejuicio racial, Connick?
— ¡Oh! No sea tonto.
—Hay —dije— un aroma arcturiano. No pueden evitarlo.
—No dije "huelen", dije "apestan". No los quiero ver en esta ciudad, y nadie los quiere aquí. Ni siquiera Schlith.
—No tienen por qué verlos. No les gusta el clima de la Tierra, ¿sabe?, demasiado calor para ellos. Demasiado oxígeno. Vaya, Connick —le dije—, le apuesto cien dólares a que no ve un solo arcturiano durante un año. No lo verá hasta que la base esté construida y preparada. Y luego no creo que se molesten... ¿Qué ocurre?
Me miraba como si yo fuese un idiota, y casi empecé a sentir que lo era.
—Bien —dijo de nuevo en un tono que parecía más para sí mismo que para mí—, me parece que le he estado sobreestimando. Usted se cree Dios y yo he estado aceptando su propia calificación.
— ¿Qué quiere usted decir?
—Un trabajo de equipo inexplicablemente malo, Gunnarsen —dijo moviendo la cabeza—; debería estar contento. Pero no lo estoy. Me asusta. Con tanto poder como usted tiene no debería equivocarse nunca.
— ¡Suéltelo de una vez!
—Ha perdido usted su apuesta. ¿No sabía usted que ya hay un arcturiano en la ciudad?
III
Cuando volví al coche el teléfono estaba sonando y la luz de "mensaje registrado" se encendía y se apagaba. El mensaje era de Candace: —Una comisión del armisticio ha estado investigando las leyes del Estado para supervisar la elección, y escucha bien: ¡Uno de ellos es arcturiano!
El trabajo de la oficina no era tan malo después de todo. Sólo imperdonablemente lento. Pero eso no me consolaba mucho. Llamé al hotel y me pusieron con un miembro de la comisión. Esto fue lo máximo que pude obtener de los del hotel. El miembro resultó ser un coronel, que me dijo: —Sí, el señor Knafti está al tanto de su trabajo aquí, y específicamente no desea verle a usted. Esto es una comisión del armisticio, señor Gunnarsen. ¿Sabe usted exactamente lo que significa?
Me colgó. Bien, yo sí sabía lo que significaba: no meterse en nada. Sencillamente, no sabía que lo iban a interpretar de una manera tan rígida.
Era un golpe duro, lo mirase por donde lo mirase. Me había hecho quedar como un tonto delante de Connick, cuando me hubiera gustado asustarle. Porque, después de todo, los arcturianos apestan, y cuando el cliente apesta a ajos podridos a un kilómetro de distancia no se obtienen buenos resultados en relaciones públicas. Tenía que evitar que los votantes les oliesen. Sobre todo, por la conclusión a que llegaría cualquier tozudo votante de mente confusa: — ¡Eh! Sam, ¿has oído que tenemos a un arcturiano espiándonos?
—Sí, Charley; los muy asquerosos están prácticamente acusándonos de disfrazar la elección.
—Tienes razón, Sam. ¿Sabes otra cosa? Apestan, Sam.
Media hora más tarde recibí una llamada directa de Haber: — ¡Gunner, hijo! ¡Santo Dios! ¡Oh, esto es el maldito final!
Dije: —Parece ser que has averiguado que hay un arcturiano en la comisión.
— ¿Lo sabes? ¿Y no me lo habías dicho?
Bueno, había estado a punto de estrangularle por no habérmelo dicho él a mí. Pero estaba claro que no iba a servir de nada. Lo intenté de todos modos, pero él se refugió en su estúpida ignorancia: — ¡No me lo habían comunicado desde Chicago! ¿Cómo lo iba a saber? ¡Trata de ser justo, Gunner, hijo!
Gunner colgó con toda justicia.
Empezaba a tener sueño.
Durante un rato dudé en tomarme una píldora para despejarme, pero el atontamiento que me había dejado el licor de Connick era bastante agradable, y además se estaba haciendo tarde. Fui al hotel que Candace me había reservado y me arrastré hasta la cama.
Sólo tardé unos minutos en dormirme, pero estaba ligeramente consciente de un olor. Era el mismo hotel en el que se alojaba la comisión del armisticio. Realmente, no podía estar oliendo a ese arcturiano Knafti; era sólo mi imaginación, es lo que me dije, tratando de dormirme, y el olor se evaporó. El teléfono de la almohada zumbó, y la voz de Candace salió de él: —Despiértate y ponte decente, Gunnar, voy a subir.
Conseguí sentarme, sacudí la cabeza y tomé unas cuantas bocanadas de amphetamide. Como siempre, me despertaron instantáneamente, pagando el usual precio de sentir que no había dormido bastante. Luego me puse una bata y estaba preparándome el desayuno en el cuarto de baño cuando Candace llamó a la puerta.
—Está abierta —grité— ¿Quieres café?
—Claro que sí, Gunner.
Vino y se paró a la puerta, mirando cómo ponía a hervir el agua y llenaba dos tazas. Eché café en polvo y apagué la cafetera.
— ¿Zumo de naranja?
Cogió el café y movió la cabeza, así que sólo mezclé un vaso, me lo bebí de un trago, tiré el vaso a la papelera y me llevé el café al otro cuarto. La cama se había doblado automáticamente; ahora era un sofá, y me senté cómodamente en él.
—Muy bien, querida —dije—. ¿Qué has averiguado en contra de Connick?
Dudó un momento, luego abrió su bolso, sacó una fotocopia y me la tendió. Era la reproducción de una vieja placa de acero, encabezada: La Armada de los Estados Unidos, en caracteres antiguos, y que seguía:
"Se hace saber que: DANIEL T. CONNICK ASÍN AJ-32880515 ha sido en esta fecha separado del servicio de los Estados Unidos para la conveniencia del Gobierno, y sépase que el calificativo de su expulsión es DESHONORABLE."
—Bueno, ¿qué te parece? —dije—. ¿Ves, querida? Siempre se encuentra algo.
Candace terminó su café. Puso cuidadosamente su taza en el antepecho de la ventana y sacó un cigarrillo. Eso era muy propio de ella: nunca hacía dos cosas a la vez, tenía una mente muy ordenada que yo no podía seguir..., ni aguantar tampoco. Sin duda, sabía lo que yo estaba pensando, porque probablemente ella pensaba lo mismo, pero no había nostalgia en su voz cuando dijo: —Fuiste a verle anoche, ¿verdad? ¿Y todavía quieres apuñalarle?
Le dije: —Voy a intentar que pierda las elecciones, sí. Para eso me pagan a mí y a algunos otros.
—No, Gunner —dijo—; a mí no me paga M. & B. para eso, si es lo que quieres decir, porque no hay tanto dinero.
Me puse de pie y me acerqué a ella.
— ¿Más café? ¿No? Bueno, yo tampoco tomaré más. Querida...
Candace se levantó y cruzó el cuarto, sentándose en una silla de respaldo recto.
—Te has despertado de repente, ¿verdad? No cambies de tema. Estábamos hablando de...
—Estábamos hablando —le expliqué— de que nos pagan por hacer un trabajo. Muy bien, tú me has ayudado en parte porque has averiguado lo que yo quería saber sobre Connick.
Me interrumpí porque ella movía la cabeza.
—No estoy tan segura de haberte ayudado.
— ¿Por qué?
—Bueno, no está en el documento, pero sé porque le despidieron. "Deserción de un deber peligroso". En la Luna, en la Fuerza Espacial de las Naciones Unidas. En 1998.
Asentí porque comprendía a qué se estaba refiriendo. Connick no fue el único. La mitad de la Fuerza Espacial se había hundido aquel año. Un fuerte alud de meteoritos proviniendo de Leonid y una llamarada solar al mismo tiempo. Los altos mandos de la Fuerza Espacial decidieron que había que ser severos, y pidieron que el Ejército de los Estados Unidos formara consejo de guerra a todos los soldados que hubieran corrido a un refugio bajo tierra; el Ejército se sintió obligado a aceptar.
—Pero la mayoría obtuvo clemencia del presidente —dije—. ¿El no?
Candace negó con la cabeza.
—No la solicitó.
— ¡Hum! Bien, entonces aún sirve —cambié de tema—. Otra cosa, ¿qué hay de los niños?
Candace apagó su cigarrillo y se puso de pie.
—Para eso estoy aquí, Gunner. Estaba en tu lista. Así que... Vístete.
— ¿Para qué?
Sonrió.
—Para tranquilizarme la conciencia en primer lugar, y también para investigar sobre los niños, como tú dices. Tenemos una cita en el hospital dentro de cincuenta y cinco minutos.
Yo no sabía nada de los niños, sólo rumores. El bendito Haber no había creído necesario explicármelo. Y Candace dijo solamente: —Espera que lleguemos al hospital. Lo verás tú mismo.
El hospital general Donnegan tenía siete pisos de ladrillo de cerámica color crema, aire acondicionado, luz a través de las paredes y pequeñas lámparas azules en las aberturas de los conductos de la ventilación. Candace aparcó el coche en un garaje subterráneo, me condujo a un ascensor y luego a una sala de espera. Parecía conocer muy bien el camino. Miró al reloj y me dijo que aún faltaban unos minutos, luego me señaló un mapa que ocupaba toda la pared y que indicaba al visitante con luces de colores cualquier punto al que quisiera ir. En él se podía apreciar el impresionante tamaño del hospital general Donnegan. Tenía veintidós salas de operaciones totalmente ocupadas, un banco de trasplantes, departamento de rayos X y de radioquímicos, una sala de "cryogenics", la más completa instalación de prótesis de la Tierra, una sección de geriatría, incontables salas de O. T.
Y, sobre todo, un ala de pediatría, completamente equipada y llena.
—Aquí viene nuestro amigo.
Un oficial de Marina entraba en ese momento, con la sonrisa y la mano tendidas hacia Candace.
—Hola, me alegro de verte. Usted debe ser Gunnarsen.
Candace nos presentó, nos estrechamos la mano. Se llamaba comandante Whitling; ella le llamaba Tom.
—Tenemos que darnos prisa —dijo—; después de haber hablado con Candace ha habido un cambio en el horario. Tenemos una inspección de altos mandos a las once. No quiero meteros prisa, pero me gustaría terminar a esa hora... Esto es un poco irregular.
—Muy amable de haberlo arreglado —le dije—. Vamos.
Nos dirigimos a un ascensor y salimos en el último piso del edificio a un pasillo lleno de dibujos de Disney y de Mamá Oca. De una terraza salía el tintineo de una caja de música.
Tres niños que se perseguían a lo largo del pasillo nos adelantaron chillando. Corrían bastante, si se tiene en cuenta que dos de ellos usaban muletas.
— ¿Qué diablos haces aquí? —preguntó el comandante Whitling ásperamente.
Miré sorprendido, pero no se dirigía a los niños. Se dirigía a un hombre de cara joven, pero con una abundante barba negra que estaba de pie detrás de un pato Donald, con una expresión atontada y culpable.
—Hola, señor Whitling —dijo el hombre—. Caramba, debo haberme perdido otra vez buscando el P. X.
—Carhart —dijo el comandante amenazadoramente—, si vuelvo a pillarte en este ala no vas a tener que ocuparte del P. X. durante un año. ¿Me oyes?
—Muy bien, muy bien, señor Whitling.
El hombre saludó y se dio la vuelta, parecía ofendido. Noté que la manga izquierda de su bata estaba metida, vacía, dentro de un bolsillo: —No se les puede dejar salir —explicó Whitling extendiendo las manos—. Bueno, Gunnarsen, aquí estamos. Está usted viendo todo.
Miré cuidadosamente alrededor. Estaba lleno de niños, niños cojos, niños que se tambaleaban, niños pálidos, niños cansados.
—Pero, ¿qué estoy viendo exactamente? —pregunté.
—Está usted viendo los niños, Gunnarsen. Los que libertamos. Los que los arcturianos capturaron en Marte.
Entonces comprendí. Me acordé de la captura de la colonia terrestre en Marte.
La guerra espacial va siempre a paso de tortuga, porque se tarda mucho en ir de una estrella a otra. Las principales batallas de nuestra guerra contra los arcturianos se habían desarrollado en la superficie de Marte, y las flotas espaciales habían combatido en la órbita de Saturno. A pesar de todo, la guerra había durado once años, desde el ataque sorpresa a la colonia de Marte hasta la tregua firmada en Washington.
Recordé que había visto una película de la reconstrucción de ese ataque a Marte. Era un día de verano, muy caluroso, al mediodía, el hielo se deshacía en agua. El lugar era la colonia próxima a Southern Springs. Detrás del pequeño sol descendiente apareció una nave.
Era un cohete. Era de metal brillante y dorado, y bajaba con una aureola de radiaciones doradas alrededor de la punta. Aterrizó con un chasquido eléctrico en la fina arena anaranjada, y de él salieron los arcturianos.
Claro que entonces nadie sabía que eran arcturianos. Habían dado vueltas alrededor del Sol, describiendo una enorme órbita aneclíptica, observando y estudiando, y por fin habían escogido el pequeño puesto de Marte para dar el golpe. En la gravedad de Marte sólo tenían necesidad de usar dos de sus fláccidos miembros para sostenerse, y, por tanto, daban la impresión de ser bípedos, eran de la talla de un hombre y llevaban trajes dorados. Los colonos salieron a darles la bienvenida y fueron asesinados. Todos. Todos los adultos.
Los niños, sin embargo, no fueron asesinados, por lo menos no tan de prisa ni tan fácilmente. Algunos no habían muerto y estaban aquí, en el hospital general Donnegan.
Pero no todos.
Dije, empezando a comprender: —Entonces éstos son los supervivientes.
Candace, que estaba muy cerca de mí, dijo.
—Casi todos, Gunner. Los que no, están lo bastante bien para llevar una vida normal.
— ¿Y los otros?
—La mayoría no tienen familias. Los mataron, ¿sabes? Han sido adoptados por familias de Belport. Ciento ocho, creo. ¿No es eso, Tom? Y ahora quizá te des cuenta contra lo que tienes que luchar.
Había alrededor de cien niños en ese ala, y eso que no vi a todos. Algunos no podían verse. Whitling me habló de ellos, pero no pudo enseñarme el cuarto a temperatura de cuerpo humano donde vivían los casos más jóvenes y más desesperados. Tenían una atmósfera gnotobiótica, rica en oxígeno, un poco más húmeda que el aire del ambiente, más presión para ayudar a que sus débiles metabolismos repartiesen el oxígeno por las diferentes partes. A la derecha, un poco más lejos, estaban las pequeñas habitaciones individuales, donde se encontraban los casos peores. Los contagiosos. Los incurables. Aquellos cuya sola presencia era peligrosa para los demás. Whitling fue lo bastante amable como para abrir unas ventanillas polarizadas y dejarme mirar en algunos de esos cuartos donde estaban extendidos (o retorcidos, o de pie como palos) en soledad permanente. El más joven tenía tres años; el mayor, menos de veinte.
Formaban un grupo impresionante, y si no he explicado con más detalle mis sentimientos es porque lo que sentía es obvio.
¡Criaturas desgraciadas! Desde luego, los que habían sido enviados a la ciudad no impresionarían tanto como éstos. Pero a la gente se le encogería el corazón al verlos. ¡Hasta a mí se me había encogido! Y cada vez que un padre adoptivo, o el vecino de un padre adoptivo, o un señor de la calle sintiera su corazón encogerse, pensaría una sola cosa: ¡los arcturianos hicieron esto!
Porque después de haber matado a los peligrosos adultos habían encerrado a los pequeños y se los habían llevado para utilizarlos como valiosos conejos de Indias.
¡Y yo pensaba contrarrestar esto con quinientos animalitos arcturianos!
Whitling me conducía a través del ala y yo escuchaba en su voz el tono que tendría que combatir, porque él quería y compadecía a estos niños.
—Hola, Terry —dijo al llegar a la terraza, inclinándose sobre una cuna y acariciando la cabeza blanca como la nieve de su ocupante.
Terry le sonrió.
—No nos oye —dijo Whitling—. Le trasplantamos nervios auditivos hace cuatro semanas. Lo hice yo mismo, pero no han sobrevivido. Es el tercer intento, y, desde luego, cada intento es más peligroso: anticuerpos.
Dije: —No parece tener más de cinco años.
Whitling asintió.
—Pero el ataque a la colonia fue en...
—Ya entiendo lo que quiere decir —dijo Whitling—, pero es que a los arcturianos les interesaba también la reproducción. Ellen nos dejó hace un par de semanas, sólo tenía trece años, pero ya había tenido seis hijos. ¡Ah! Esta es Nancy.
Nancy tendría unos doce años, pero su paso y la coordinación de sus movimientos eran los de un bebé.
Venía tambaleándose detrás de una pelota. Se paró y me miró con desagrado y temor.
—Nancy es una de nuestras curas —dijo Whitling con orgullo. Siguió la dirección de mi mirada.
— ¡Oh! No le pasa nada —dijo—. Se crió en Marte y aún no se ha acostumbrado a la gravedad de la Tierra. No es que sea lenta, es que la pelota va demasiado de prisa para ella. Aquí tenemos a Sam.
Sam también tendría unos doce años y se reía en su cama al intentar lo que para él era un ejercicio extremadamente difícil: levantar la cabeza del colchón. Una enfermera voluntaria le marcaba el compás cada vez que tocaba la barbilla con el pecho. Uno, dos, uno, dos... Lo hizo cinco veces, y luego se dejó caer sonriente.
—El sistema nervioso de Sam es casi nulo —dijo Whitling cariñosamente—, pero estamos progresando. Regeneración de los tejidos nerviosos, aunque es muy difícil, y... —pero yo no le escuchaba. Estaba mirando la sonrisa de Sam, que dejaba ver unos dientes negros y partidos.
—Alimentación deficiente —dijo Whitling, que había vuelto a seguir la dirección de mi mirada.
—Muy bien —dije—. Ya he visto bastante, ahora quiero salir de aquí antes de que me pongan a cambiar pañales. Se lo agradezco, comandante Whitling. Creo que se lo agradezco. ¿Dónde está la salida?
IV
No quise volver a la oficina de Haber. Tenía miedo de lo que podría resultar una conversación. Pero tenía que meditar en lo que había quedado el trabajo y además necesitaba comer. Así que llevé a Candace a mi cuarto y pedí que nos subieran la comida.
Me paré delante de la ventana térmica, mirando a la ciudad, mientras Candace hablaba con la oficina. Ni siquiera escuché, porque Candace sabía lo que yo deseaba preguntar. Contemplé Belport a mis pies en un lunes medianamente aburrido. Belport era una ciudad radial con un centro compuesto por el núcleo de los edificios en forma de hongos que estaban de moda hace veinte años. El hotel donde estábamos era precisamente uno de ellos, y desde mi ventana podía ver otros tres destacándose por encima y por debajo de mí. A la derecha y a la izquierda. Y detrás surgían las espirales del distrito residencial. Veía la serpiente rampante que formaban los coches de alegres colores moviéndose en una de las autopistas, salpicada por el brillo de uno de nuestros desfiles en favor del referéndum. O de los de la oposición. Desde una altura de cien pies eso no parecía tener importancia.
—Sabes, cariño —le dije cuando terminó de hablar—, todo esto no tiene sentido. Reconozco que el caso de estos niños es muy triste. ¿Quién puede soportar ver sufrir a unos niños? Pero no tienen nada que ver con el problema de si los arcturianos deben o no instalar una base telemétrica en el lago.
Candace dijo: — ¿No eres tú el que me decía que la lógica no tiene nada que ver con las relaciones públicas?
Se acercó a la ventana y se sentó a mi lado, luego leyó las notas que acababa de tomar: —La encuesta muestra que hemos perdido otro medio punto. Haber me recomienda que te explique que eso es una victoria, porque hubiéramos perdido por lo menos dos puntos si no fuera por los gatitos arcturianos. Las cartas a los comerciantes han sido enviadas. Chicago aprueba el presupuesto espacial. Y eso es todo.
—Gracias.
Llamaron a la puerta y Candace me dejó para ir a abrir al botones que nos traía la comida. No tenía ganas de nada, excepto de una cosa que no estaba en el menú: la propia Candace. Pero intenté comer.
Candace no parecía estar ayudándome mucho a comer. En realidad, estaba haciendo algo que no iba nada con su manera de ser: durante toda la comida no paró de hablar, y el único tema que tocó fue el de los niños. Me habló de Nina, que tenía quince años cuando entró en el hospital Donnegan, después de haber soportado toda la ocupación, y que no quería hablar con nadie y que pesaba veinticinco kilos, y que chillaba si no la dejaban esconderse debajo de una cama.
—Y después de seis meses —dijo Candace— le dieron una marioneta, y finalmente aceptó hablar a través del muñeco.
— ¿Cómo sabes todo eso? —le pregunté.
—Me lo contó Tom. También hay niños que no tienen gérmenes... Y me habló de ellos y de la serie de inyecciones y trasplantes de medulas que habían sido necesarios para restituir la reacción inmune del cuerpo sin matar al paciente. También me habló de los que tenían destruidos los nervios auditivos y vocales, porque los arcturianos habían estado investigando el problema de si los seres humanos podían pensar en ausencia de sonidos articulados o no. De los que habían sido criados con glucosa puramente química para estudios de dietas; de los niños que no tenían sentido del tacto y de los que no tenían la musculatura desarrollada.
— ¿Tom te contó todo esto?
—Y mucho más, Gunner. Recuerda que éstos sólo son los supervivientes. Algunos de los niños fueron deliberadamente...
— ¿Cuánto tiempo hace que conoces a Tom?
Dejó el tenedor, puso azúcar al café y bebió un trago mirándome por encima de la taza.
— ¡Oh! Desde que llegué aquí. Hace dos años, antes de que llegaran los niños.
—Le conoces muy bien por lo visto.
—Sí, desde luego.
—Se ve que realmente le gustan estos niños. Y a ti también.
Bebí un poco más de mi café, que sabía a rayos, y encendí un cigarrillo, luego dije: —Puede que haya descuidado demasiado tiempo la situación aquí. ¿No crees?
—Bueno, Gunner —dijo ella lentamente—; quizá perdiste una oportunidad.
—Te diré lo que me parece, querida. Me parece que estás tratando de decirme algo, y que ese algo no tiene nada que ver con la proposición cuarta que va a votarse la semana próxima.
Ella dijo casualmente: —A propósito, Gunner, voy a casarme con Whitling el día de Navidad.
La envié a la oficina y me tendí en la cama, fumando y mirando cómo el humo era absorbido por los ventiladores. Todo estaba tranquilo y silencioso, porque había pedido que no me molestaran. No sentía nada en absoluto.
La perfección es tan difícil de obtener que es interesante encontrar un caso de perfecta equivocación a lo largo de todo un día.
Si hubiera sacado mi pequeña lista podría haber comprobado que no había hecho nada de lo que me había propuesto. En un sentido o en otro. No había despedido a Haber y ahora ya no quería despedirle, porque resultaba que no era peor que yo en este trabajo; los hechos lo demostraban. Había investigado sobre los niños —muy bien—, desgraciadamente un poco tarde. Había investigado sobre Connick, el oponente número uno a la proposición, y había encontrado algo que podía perjudicarle, de acuerdo, pero no veía para qué podía servirnos ya. Y ciertamente no iba a casarme con Candace Harmon.
Mirándolo bien, pensé, encendiendo otro cigarrillo con la colilla del anterior, había un quinto punto, y también éste lo había fallado.
Los clásicos de las relaciones públicas demuestran claramente lo poco que tiene que ver la razón con las relaciones públicas, y, sin embargo, yo había caído en la más vieja y más estúpida de las trampas. No hay más que recordar los golpes maestros de publicidad en la historia: "¡Los judíos apuñalaron a Alemania por la espalda!" "Setenta y ocho (o cincuenta y nueve o ciento tres) comunistas en el Departamento de Estado" "¡Iré a Corea!" No basta que un tema sea racional, sino que el ser racional es una equivocación si se quiere remover las glándulas humanas. Porque, sobre todo, debe parecer fresco y de una simplicidad tan revolucionaria que ilumine un enorme, confuso y desagradable problema con una luz fresca y esperanzadora, o por lo menos eso debe creer el hombre medio.
Ya que desde el momento en que ha pasado duras horas de preocupación buscando alguna clase de salvación personal frente a la bancarrota de Alemania o frente a una amenaza de subversión o frente a una guerra que no conduce a ninguna parte, ninguna solución racional puede convencerle..., puesto que él ya ha considerado todas las soluciones razónales posibles y ha llegado a la conclusión de que o no sirven para nada o cuestan más de lo que él está dispuesto a pagar.
Así que lo que yo tenía que haberme esforzado en encontrar en Belport era una salida brillante, irracional, diferente. La gran mentira, si se quiere. Y no había hecho más que apuntar una pequeña insinuación.
Era interesante reflexionar sobre la cantidad de equivocaciones que había cometido. Incluso la mayor equivocación de todas: haber perdido a Candace Harmon. Y estando envuelto en estos pensamientos, casi despreciándome a mí mismo, sonó el timbre de la puerta, la abrí, y allí estaba un tipo vestido con uniforme verde oliva de las Fuerzas Espaciales, diciéndome: —Venga usted, señor Gunnarsen. La comisión del armisticio quiere hablar con usted.
Durante un instante me hizo evocar la época de mis diecinueve años. Yo era entonces un hombre cohete 3/C, que guardaba en la Luna la base Aristarchus contra los invasores del espacio.
El tipo era un coronel llamado Peyroles, y me condujo por un pasillo a un ascensor privado que no había visto nunca, y que nos subió a una "suite" en la cúpula del hongo, que hacía que la mía pudiera compararse a una perrera en Old Levittown. El olor era muy fuerte. Por entonces ya me había librado de mi instintivo respeto a los galones, y saqué un pañuelo para taparme la nariz. El coronel ni siquiera me miró.
— ¡Siéntese! —rugió el coronel, y me dejó enfrente de una chimenea apagada. Algo ocurría. Oía voces que provenían del cuarto vecino: —... Quemamos la efigie de uno, y juro que quemaremos a uno de verdad... —... ¡Huele que apesta!... —... ¡Me revuelve el estómago! Y este último, quienquiera que fuese, tenía mucha razón, aunque unos segundos después de haber entrado en la "suite" casi me había olvidado del olor. Es curioso cómo se acostumbra uno a todo. Pasa como con el queso fermentado: las primeras vaharadas de olor te ponen enfermo, pero pronto los nervios olfatorios cogen el truco y preparan una defensa.
—... De acuerdo, la guerra ha terminado y tenemos que convivir con ellos, pero en la propia ciudad de uno...
Lo que se estuviese debatiendo en la otra habitación se discutía acaloradamente. Todo el mundo se irrita cuando hay arcturianos cerca, porque su olor pone los nervios de punta. A nadie le gustan los malos olores, no son agradables. Nos recuerdan el sudor y los excrementos, cosas contra las cuales hemos afianzado nuestras dudas, admitiéndolas como hechos personales y reales. Luego se oyó un fuerte grito militar llamando al orden —reconocí al coronel Peyroles—, y luego se oyó una voz apenas humana, aunque hablaba inglés. ¿Un arcturiano? ¿Cómo se llamaba? ¿Knafti? Yo tenía entendido que los arcturianos no podían emitir sonidos humanos.
Quienquiera que fuese, puso fin a la reunión. La puerta se abrió.
Por ella pude ver unas dos docenas de espaldas hostiles que salían por otra puerta. Hacia mí venían el coronel de las Fuerzas Espaciales, un joven de cara pálida y angelical que arrastraba una pierna e iba vestido de paisano... y, sí, también el arcturiano. Era el primer arcturiano que había visto de cerca, en un grupo tan pequeño. Se balanceó hacia mí, sosteniéndose sobre cuatro de sus seis miembros en forma de percha. Su tórax, jadeante, estaba encasillado en una coraza dorada, su cara de mantis religiosa y sus brillantes ojos negros me miraban fijamente.
Peyroles cerró la puerta detrás de ellos.
Se volvió hacia mí y dijo: —Gunnarsen..., Knafti..., Timmy Brown.
No tenía la menor idea de qué ofrecerle para estrechar y no sabía qué hacer. Knafti, sin embargo, se contentó con mirarme gravemente. El joven me saludó con un movimiento de cabeza. Dije: —Me alegro de conocerles, señores. Como ustedes probablemente sabrán, intenté obtener una cita antes, pero su gente me rechazó. Me alegro que las cosas hayan cambiado.
El coronel Peyroles frunció el ceño mirando hacia la puerta que acababa de cerrar —aún se oían ruidos—, pero me dijo: —Tiene usted razón. Esto era una reunión de los jefes del comité civil...
La puerta se abrió bruscamente y un hombre se asomó y gritó: — ¡Peyroles! ¿Puede esa cosa entender el idioma de los hombres blancos? Espero que sí. Espero que me oiga decir que me he propuesto descuartizarlo personalmente si sigue en Belport mañana a esta hora. Y si algún ser humano o alguien llamado ser humano, como tú, se pone en mi camino, le descuartizaré también.
Dio un portazo sin aguardar la respuesta.
— ¿Ve usted? —dijo Peyroles de mal humor—, cosas de éstas no debían de ocurrir nunca en las tropas bien entrenadas. Esto es de lo que quería hablarle.
—Ya veo.
Lo veía todo muy claramente, porque daba la casualidad de que el tipo que se había asomado a la puerta era el mismo con el que habíamos contado que llevase la bandera arcturiana. Era el viejo, ¿cómo se llamaba? El viejo Schilth, el hombre que intentábamos que fuese elegido para poder conseguir nuestro propósito.
A juzgar por el ruido que hacía la delegación ciudadana, se respiraba un ambiente de linchamiento. Ahora sabía por qué habían cambiado de actitud y me habían llamado antes de que las cosas se descontrolasen totalmente y terminasen en asesinato, si es que el matar a un arcturiano puede llamarse asesinato...
...Aunque, pensándolo bien, el linchar a Knafti podía no ser el peor sistema; quizá este hecho cambiaría la opinión pública.
Me quité ese pensamiento de la cabeza y empecé a hablar de negocios.
— ¿Qué desean exactamente? —pregunté—. Me imagino que quieren que me ocupe de su popularidad.
Knafti se sentó, si eso es lo que hacen los arcturianos, retorciéndose y entrelazándose. El joven pálido le murmuró algo y luego vino hacia mí.
—Señor Gunnarsen. Soy Knafti.
Hablaba marcando mucho las vocales y arrastrando el final de las frases, como si hubiese aprendido el inglés en un manual. No me costaba nada entenderle. Por lo menos no me costó entender lo que dijo, pero tardé un momento en comprender lo que quería decir. Entonces Peyroles me ayudó: —Quiere decir que en este momento habla por Knafti —dijo el coronel—. Intérprete, ¿comprende?
El joven movió los labios durante un momento —parecía que cambiase de marcha—, y dijo: —Eso es, yo soy Timmy Brown, el traductor y ayudante de Knafti.
—Entonces pregunta a Knafti qué es lo que desea de mí.
Intenté pronunciar Knafti de la manera que él lo había hecho: una especie de estornudo en la "k" y un indescriptible silbido en la "f".
Timmy Brown volvió a mover los labios y dijo: —Yo, Knafti, deseo que pare..., que se vaya..., que no continúe su trabajo en Belport.
Desde su asiento, retorcido, el arcturiano balanceó sus miembros fláccidos y chilló como una ardilla. El joven chirrió una respuesta, y dijo: —Yo, Knafti, le felicito por su efectivo trabajo, pero suspéndalo.
—Con lo cual quiere decir —rugió el coronel Peyroles—, ¡que pare todo!
—Váyase a combatir en el espacio, Peyroles. Timmy, quiero decir, Knafti, a mí me pagan por hacer este trabajo. La propia Confederación Arcturiana nos contrató. Recibo órdenes de Arthur S. Begelow Jr., y las obedeceré, me guste o no, Knafti.
Chillidos y chirridos entre Knafti y el joven cojo y pálido. El arcturiano dejó su asiento retorcido y se fue a la ventana, mirando al cielo y al intenso tráfico. Timmy Brown dijo: —No importan las órdenes recibidas. Yo, Knafti, le digo que su trabajo es perjudicial —dudó un momento hablando entre dientes, luego continuó—. No deseamos obtener nuestra base aquí a costa de la verdad —y miró implorantemente al arcturiano—, y es indudable que usted está tratando de cambiar la verdad. Dirigió unos chirridos al arcturiano, que desvió sus negros y ciegos ojos de la ventana y vino hacia nosotros. Los arcturianos no andan exactamente. Se arrastran con la parte inferior del tórax. Sus miembros son flexibles y finos, y los que no utilizan como soporte los utilizan para gesticular. Knafti estaba utilizando entonces un cierto número de los suyos mientras lanzaba una corta serie de chillidos al joven.
—Si no se hace así —concluyó Timmy Brown—, yo, Knafti, le digo que entraremos de nuevo en guerra. Tan pronto como estuve de vuelta en mi habitación mandé un mensaje a Chicago pidiendo órdenes y aclaraciones. Recibí la respuesta que deseaba: "Pare todo. Consultamos el asunto con A. S. B. Jr. Espere instrucciones".
Así que esperé. Mi manera de esperar fue llamar a Candace a la oficina y conseguir las últimas noticias. Le conté el alboroto en la "suite" de la comisión del armisticio y le pregunté qué sabía de ello. Candace movió la cabeza.
—Sabemos las citas que tienen, Gunner. Sólo pone: "Reunión con los jefes del comité civil", pero uno de los jefes del comité tiene una secretaria que va a comer con una chica que trabaja aquí, y...
—Y te vas a enterar. Muy bien. Hazlo. Y ahora, ¿cuál es la opinión general?
Empezó leyendo breves resúmenes e informes de campaña. Eran un poco confusos, pero no estaban mal del todo. Las encuestas de opinión mostraban una pequeña subida en favor de los arcturianos. No era mucho, pero era el primer cambio positivo que veía, y resultaba doblemente sorprendente después de la actitud de Knafti y de la reyerta con el comité civil. Pregunté: — ¿Por qué, querida?
La expresión de Candace en la pantalla era tan de asombro como la mía.
—Estamos todavía investigando.
—Muy bien. Sigue.
Había más puntos en favor. La exposición de flores había producido resultados sorprendentes entre aquellos que asistieron. Desde luego, no era más que una pequeñísima fracción de la población de Belport. Los gatos arcturianos nos estaban ayudando también. Donde estábamos perdiendo era en las decisiones tomadas en las reuniones de la Asociación de Padres y Profesores. También se habían producido dimisiones en la Liga de la Amistad Arcturoamericana de Candace. La asistencia a nuestras reuniones de café entre vecinos era muy pobre.
Ahora que ya sabía lo que buscaba veía claramente lo que nos habían hecho los niños. En todas las entrevistas realizadas en un ambiente familiar, las actitudes eran muchísimo peores que las realizadas en un ambiente no familiar: en el trabajo, parados en la calle, en un teatro.
La importancia de esto era lo que yo le había explicado a Connick. Ningún hombre es una entidad simple. Se comporta de un modo cuando se ve a sí mismo como cabeza de familia, de otro modo cuando está en un cóctel, de otro en el trabajo, y de otro cuando una chica guapa está sentada a su lado. Verdades elementales. Pero los chicos de M./R. habían tardado medio siglo en aprender a utilizarlas.
En este caso, la utilización era muy sencilla: rebajar las actividades familiares y aumentar las demás. Encargué más carrozas, más desfiles con antorchas y un concurso juvenil de belleza. Suprimí las catorce fiestas campestres que habíamos planeado y ordené que las reuniones de café cesaran por el momento.
Esto no era exactamente obedecer las órdenes de Chicago. Pero no importaba. Todo esto podría suprimirse con una sola palabra, y de todos modos no eran más que simples detalles.
La gran idea todavía se me escapaba.
Encendí un cigarrillo, pensé durante un momento, y dije: —Querida, búscame algunos extractos de las encuestas con los cabezas de familia, y especialmente con los de familias que tengan uno de los niños. No quiero las interpretaciones ni los análisis. Sólo me interesan las entrevistas.
Tan pronto como acabé con ella apareció un mensaje en el circuito de Chicago: "Pregunta de parte de A. S. B. Jr.: Si no ponemos límite al presupuesto y le damos entera libertad de acción, ¿puede usted garantizar, repetimos, garantizar que ganará el referéndum?"
No era la respuesta que había esperado de ellos.
De todos modos era una pregunta legítima. Me tomé unos minutos para pensarla.
Júnior Begelow ya me Había dado bastante libertad de acción, siempre me la daba. ¿De qué otro modo iba a trabajar un agitador? Si ahora recalcaba que me daba libertad de acción no era porque pensase que yo no lo sabía ya. Ni tampoco porque sospechase que podían estar reduciendo los salarios de las secretarias. Quería decir una sola cosa: Gane, sea como sea.
En esas condiciones, ¿podía hacerlo? Bien, desde luego que podía ganar. Sí. Con la condición de encontrar la gran idea. Siempre se puede ganar una elección, cualquier elección, en cualquier parte si se desea pagar el precio exacto.
Lo difícil era averiguar cuál era el precio. No hablo sólo de dinero. A veces el precio que hay que pagar es el de un ser humano, y hasta ahora yo había asignado ese papel a Connick. Ofrece un sacrificio humano a los dioses y tu ruego será escuchado...
Pero, ¿era Connick el sacrificio deseado por los dioses? ¿Sería de alguna utilidad derrotarlo, sabiendo que su contrincante era uno de los hombres que había estado chillando a Knafti en la reunión con la comisión del armisticio? Y si así fuera, ¿estaba mi navaja bastante afilada para sacarle la sangre?
Bueno, siempre lo había estado antes. Y si Connick no era la víctima indicada, yo encontraría al que lo fuese. Contesté con un mensaje corto y decisivo: "Sí".
Y en menos de un minuto, como si Júnior hubiera estado esperando al lado del receptor telefax aguardando mi respuesta, y ¡quizá lo había estado!, me llegó la respuesta: "Gunner, hemos perdido el trabajo para la Confederación Arcturiana. Van a comunicarnos la cancelación de nuestro contrato y hay rumores de que van a cancelar también el tratado de armisticio. No tengo que explicarle que los necesitamos. Puede ser que haya alguna posibilidad de que si obtenemos resultados fuertes en Belport se vuelvan atrás. Esta es la carta que tenemos que jugar. No economice ningún esfuerzo, Gunner. Gane la elección."
El circuito de la oficina se puso a zumbar. Probablemente era Candace, pero no tenía ganas de hablar con ella en aquel momento. Desconecté todas las comunicaciones, me metí en la ducha, la gradué para ponerla a toda potencia y dejé que el agua me golpeara. No quería pensar en ese momento. Necesitaba tiempo.
No quería pensar en: a) Si la guerra iba a volver a estallar o no, y si estallaba en qué medida tenía yo la culpa, b) ¿Qué iba a hacer con el simpático Connick? c) Si todo esto merecía la pena, d) ¡Cuánto me iba a odiar el día de Navidad! Sólo debía dejar que el chorro de agua espumosa y perfumada me anestesiara. Cuando mi piel empezó a ponerse pálida y arrugada, aunque no había llegado a ninguna conclusión ni encontrado ninguna solución, salí, me vestí y abrí los circuitos de comunicaciones, dejándoles sonar y encenderse todos a la vez. Empecé con Candace. Dijo: — ¡Gunner! Dios mío. ¿Sabes lo de la comisión del armisticio? Acaban de tomar una nueva decisión...
—Ya lo sé. ¿Qué más, querida? —buena chica, tenía una rapidez mental asombrosa.
—Luego tuvo lugar aquella reunión de los jefes del comité civil de la "suite" de la comisión del armisticio.
—Ya. Estaba informado de la decisión de la comisión de armisticio. ¿Qué más?
Miró los papeles que tenía en la mano, dudó, y luego dijo: —Nada importante. Gunner, ¡ah!..., aquel 3/V que tenías planeado para esta noche...
—Sí, querida.
— ¿Quieres que lo cancele?
—No. Tienes razón, no gastaremos el tiempo con la Liga de la Amistad Arcturoamericana o cualquier otra cosa que habíamos planeado; pero estás equivocada, lo usaremos de otra manera. Aún no sé cómo.
—Pero Júnior dijo...
—Querida —le dije—, Júnior dice muchas cosas. ¿Hay alguien que quiera desollarme vivo?
—Bueno —dijo ella—. Está Mr. Connick, pero no creía que quisieses verle.
—Le veré. Veré a todo el mundo.
— ¿A todo el mundo? —le había sorprendido. Volvió a mirar atentamente la lista—. Hay alguien de la comisión del armisticio...
—Recibiré al de la comisión del armisticio.
—... Y el comandante Whitling, del...
—Del hospital. Claro que sí, dile que traiga unos cuantos niños.
—Y... —se detuvo y me miró—, Gunner, ¿estás tomándome el pelo? Realmente no quieres ver a toda esa gente.
Sonreí, alcancé el teléfono-visión y acaricié la pantalla. Desde su puesto ella debió ver una enorme mano que tapaba toda la pantalla, pero sabía lo que yo quería decir. Le dije: —Te equivocas completamente, sí que quiero. Quiero verlos, cuantos más, mejor, y además quiero verlos en mi oficina a todos a la vez. Así que arréglalo, querida, porque voy a estar muy ocupado durante un rato.
—Ocupado, ¿con qué, Gunner?
—Ocupado tratando de averiguar para qué quiero verlos.
Cerré el teléfono-visión, me levanté y salí, dejando que las demás llamadas sonasen en el cuarto vacío. Lo que necesitaba era un largo paseo, y lo di.
Cuando me cansé de andar fui a la oficina y saqué a Haber de sus dominios. Le hice esperar de pie delante de lo que fuera su propia mesa mientras yo hablaba con Candace y me enteraba de que todas las citas estaban ya concertadas. Luego le dije que se marchase.
—Gracias.
Se detuvo en su camino hacia la puerta.
— ¿Gracias por qué, Gunner?
—Por tener un despacho agradable en el que matar el tiempo —señalé los muebles con un amplio ademán—; me estuve preguntando en qué te habías gastado el dinero cuando vi los recibos en la oficina de Chicago, y admito que pensé que podía haber alguna pequeña sisa. Estaba equivocado. Haber me contestó, herido: — ¡Gunner, hijo! Yo no haría nada así. —Te creo.
Pensé durante un segundo y le dije que me enviara algunos técnicos y que no dejara que nadie, recalqué el nadie, me molestara bajo ningún concepto. Le asusté bastante. Se fue tembloroso, un poco enfadado, un poco admirado, un poco anhelante por ver, creo, cómo el gran hombre saldría de esta situación. Mientras tanto, el gran hombre habló un momento con los técnicos, se echó una siestecita de diez minutos, se bebió los martinis de la bandeja y tiró el resto de la cena por los basureros automáticos.
Luego, como aún me quedaba una hora antes de acudir a las citas que Candace me había concertado, di vueltas alrededor del despacho del cerdo de Haber, buscando alguna diversión.
Había estado en sus archivos. Le eché un vistazo y los dejé. No había nada en ellos que me interesara, ni siquiera para comentar. Había libros en su estantería. Pero no me tomé la molestia de desembarazarlos de su capa de polvo que ni siquiera las máquinas de limpieza habían sido capaces de quitar. Había un mueble-bar y una colección de fotografías en el último compartimiento en el cajón de su mesa.
La espera se presentaba muy aburrida, hasta que el encargado del estudio me comunicó que había terminado los arreglos que había pedido y que el receptor de efectos de cintas magnetofónicas 3/V podía ahora ser controlado desde mi mesa de instancia. Entonces supe que tenía a mi alcance una manera agradable de matar el tiempo.
¿Ha jugado usted alguna vez con un receptor 3/V escondido detrás de una biblioteca llena de cintas magnetofónicas? Se siente uno casi tan poderoso como Dios.
Lo único que hace la máquina es coger las "video-tapes" almacenadas en sus estanterías y hacerlas funcionar. Pero también se puede manipular con el tamaño y la perspectiva o superponer unos a otros. Así que se puede, y de hecho yo lo he probado, poner la imagen de alguien a quien no se tiene simpatía en una posición embarazosa para él y proyectarla en una pantalla de montaje de tal modo que únicamente un técnico de estudio es capaz de encontrar los puntos de la muestra donde la parte sobrepuesta delata su presencia.
Esto era una clara salida para casi cualquier dificultad de propaganda, ya que es un juego de niños construir cualquier acontecimiento que se desee y darle la apariencia de realidad.
Desde luego, todo el mundo sabe que esto puede hacerse; así que la evidencia de lo que se ve ya no es suficiente, ni siquiera para un votante. La ley lo persigue también. Se me había ocurrido componer alguna espeluznante película sobre Connick, por ejemplo. Pero no hubiera dado resultado; hiciese lo que hiciese, el otro partido tendría tiempo de correr la voz de que había habido un fraude electoral, que siendo de tal magnitud llegaría en seguida a la primera página de los periódicos. Así que utilicé la máquina para algo mucho más interesante para mí: la utilicé como juguete.
Empecé conectando la base lunar de Aristarchus como fondo, luego encontré una escuadrilla de hombres cohetes, andando con el largo paso lunar, y superpuse mi propia cara en una de las figuras con casco, y la subí y la bajé con la cámara imaginaria, contemplando a Odin Gunnarsen R 3/C como a un chico de diecinueve años, un tonto asustado, pero que cumplía con su deber. Era un buen chico, pensé objetivamente. Me pregunté qué le había ocurrido para haberse estropeado tanto más tarde. Abandoné esto y busqué nuevas diversiones. Encontré algunas imágenes de Candace en las cintas de las estanterías y pasé un buen rato contemplando su cara. Su expresión, abierta y amistosa, prestaba una cierta dignidad a los fantásticos esqueletos de media docena de estantes 3/V. Pero también abandoné este juego de niños.
Busqué un campo de acción mayor. Extendí todo el panorama celeste en la pantalla de la máquina. Busqué el gancho de la punta de la Osa Mayor, tracé su arco a través de medio cielo, hasta que encontré el anaranjado Arcturus. Luego enfoqué la estrella, y al hacerlo, las otras estrellas más pequeñas aumentaban de tamaño y desaparecían del campo de visión. Busqué sus siete planetas de color gris verdoso y encontré cinco de ellos. Arcturus, el mundo acuático de donde procedía Knafti. Ordené al cerebro electrónico del interior de la máquina que reconstruyera los acontecimientos de un bombardeo en la órbita, y contemplé cómo las bombas infernales salpicaban el cielo arcturiano con la espuma venenosa de los enormes hongos, azotando las ciudades de las islas con olas que las iban cubriendo y ahogando a todos.
Luego destruí todo el planeta. Contemplé cómo salían los gases calientes de la esfera y rodeaban todo el planeta, cómo cocían sus mares, cómo sus ciudades se convertían en escoria..., y me encontré sudando.
Pedí otra bebida y desconecté la máquina. Entonces me di cuenta de que la luz azul pálida sobre la puerta del despacho de Haber brillaba insistentemente. Ya era la hora. Mis visitantes habían llegado.
Connick había traído a sus hijos, a tres de ellos. El enamorado del hospital Donnegan había traído a dos más. Knafti y el coronel Peyroles traían a Timmy Brown.
—Bien venidos al cuarto de jugar —les dije—. Este año, por lo visto, tenemos que linchar a gente joven.
Todos empezaron a gritarme al mismo tiempo, todos excepto Knafti, cuyos chillidos no alcanzaban el volumen necesario para competir con los demás. Les escuché, y cuando dieron muestras de irse calmando me acerqué al mueble bar del cerdo de Haber y me serví un whisky doble. Luego dije: —Muy bien, ¿cuál de vuestros terrores quiere manifestarse primero?
Volvieron todos a indignarse, mientras que yo bebía tranquilamente. Todos, menos Candace Harmon, que estaba de pie junto a la puerta y me miraba.
Así que añadí: —Muy bien. Usted primero, Connick. ¿Va usted a obligarme a difundir por todas partes que tuvo un despido deshonorable?... Y a propósito, ¿le gustaría conocer a mi ayudante chantajista? La señorita Harmon buscó algo que pudiera desacreditarle.
Su novio rugió, pero Candace siguió mirándome sin decir nada. No me volví hacia ella y continué mirando a Connick. Este achicó los ojos, se metió las manos en los bolsillos y dijo conteniéndose considerablemente: —Usted sabe que yo tenía diecisiete años cuando ocurrió aquello.
—Claro que sí. También sé más cosas. Usted sufrió una depresión nerviosa el año siguiente a su despido, una depresión espacial como lo llaman allí. En la Luna lo llamábamos fiebre amarilla.
Miró rápidamente a sus hijos, a los dos que eran suyos y al otro que no lo era, y dijo muy de prisa: —Usted sabe que podía haber pedido la clemencia presidencial.
—Pero no la pidió. El hecho significativo es que usted desertó. El hecho significativo es que usted estuvo loco. Y le aseguro que todavía lo está.
Timmy Brown tartamudeó: —Un momento. Yo, Knafti, le he pedido que cese...
Pero Connick le apartó: — ¿Por qué, Gunnarsen?
—Porque tengo la intención de ganar esta elección. No me importa el precio..., especialmente si el precio es usted.
—Pero yo, Knafti, le he dado instrucciones...
Este era Timmy Brown otra vez.
—La comisión del armisticio dio órdenes... —éste era Peyroles.
—No sé quiénes son peores, si ustedes o las moscas.
Este era el amiguito de Candace del hospital. De nuevo hablaban todos a la vez. Hasta Knafti vino arrastrándose hacia mí, en su burbuja babosa y dorada, chirriando y gritando. Timmy Brown sollozaba al tratar de explicarme que estaba equivocado; tenía que parar, decía, todo lo que estaba haciendo era en contra de las órdenes. ¿Por qué no desistía?
Grité: — ¡Cállense todos!
No lo hicieron, pero el volumen bajó considerablemente, y pude hacerme oír.
— ¿Qué diablos me importa a mí lo que cualquiera de ustedes quiera? Me pagan por hacer un trabajo. Mi trabajo consiste en hacer que la gente actúe de una manera determinada, y yo lo cumplo. Quizá mañana me paguen por hacer que actúen del modo contrario, y yo lo cumpliré. De todos modos, ¿qué diablo se creen ustedes que son para venir dándome órdenes a mí? Un insecto apestoso como usted, Knafti; un vulgar charlatán como usted, Whitling, o usted, Connick, un...
—Un candidato para un cargo público —dijo claramente. En vez de callarse me hablaba de frente—, y como tal tengo la obligación...
Pero yo le grité, más fuerte: — ¿Candidato? Será usted un candidato hasta el momento que yo le diga a los votantes que usted es un imbécil, Connick. Entonces se acabó. Y se lo diré, se lo juro. Si...
No tuve ocasión de terminar la frase, porque los tres hijos de Connick me atacaron, los dos propios y el otro. Empujaron los papeles de la mesa de Haber y rompieron un jarrón de cristal de roca, pero no me alcanzaron en la garganta, que era donde iban claramente dirigidos, porque Connick y Timmy Brown, les sujetaron con dificultad.
Me permití una burla: — ¿Qué prueba esto? Sus niños le admiran, lo admito..., aún el de Marte. El que los compatriotas de Knafti usaron para vivisección... Es más que probable que el propio Knafti trabajara en ello. Bonito cuadro, ¿eh?, su camarada, allí, destruyendo bebés, matando niños... ¿O no sabía usted que el propio Knafti fue uno de los jefazos en el proyecto de matar niños?
Timmy Brown chilló desesperado: — ¡No sabe usted lo que está diciendo! ¡Knafti no tuvo nada que ver!
Su faz cenicienta estaba ansiosa, sus dientes picados se descubrían en una mueca y estaba sollozando.
Si se calienta una sola molécula, saldrá pitando como un gato con una chispa debajo de la cola, pero no se sabe adónde va. Si se calienta una docena de moléculas, saldrán volando en todas las direcciones, pero tampoco se puede saber adónde irán. Sin embargo, si se calientan unos cuantos billones de moléculas, más o menos las que contiene un dedal de gas diluido, se puede saber exactamente adonde irán: se dilatarán. Acción de masa. No se puede saber lo que hará una sola molécula —llamémoslo el libre albedrío de la molécula, si se quiere—, pero las masas obedecen a leyes de masas. Masas de lo que sea, aunque sea una masa tan pequeña como el irritado grupo que se me enfrentaba en el despacho de Haber. Hasta Candace estaba frunciendo el ceño, oscureciendo la mirada y plegando los labios, aunque me miraba tan inmóvil y silenciosa como antes.
Connick fue el primero que reaccionó: — ¡Muy bien! —gritó—. ¡Escúchenme todos! Vamos a arreglar esto ahora mismo.
Se levantó con un niño agarrado a cada brazo, y el tercero, el más pequeño, atrapado entre él y la puerta. Me miró con tal agresividad que pude sentir su mirada...No me gustó, aunque no expresaba más odio del que yo esperaba. Dijo: —Es verdad. Sammy fue uno de los niños de Marte, quizá eso me ha hecho pensar cosas que no debía de haber creído... Es mi Hijo ahora, y cuando pienso que esos insectos apestosos cortaron... —se contuvo y se volvió hacia Knafti—; ahora me doy cuenta de una cosa: un hombre capaz de hacer una cosa así sería un demonio. Podría arrancarle el corazón con mis propias manos. Pero usted no es un hombre.
Ceñudo soltó a los niños y avanzó hacia Knafti.
—No puedo perdonarle. Que Dios me ayude, pero no es posible. Pero reprochárselo sería lo mismo que reprochar a un rayo el haber provocado un incendio. Creo que me equivoqué. Quizá me equivoco ahora. No sé sus costumbres, pero me gustaría estrecharle la mano, o como se llame lo que usted tiene ahí. He estado pensando en usted como un criminal pervertido y un asqueroso animal, pero ahora quiero decirle que prefiero mil veces trabajar con usted, para su base, para la paz o para cualquier otra cosa que podamos arreglar juntos que con algunos seres humanos que están en esta habitación.
No me quedé a observar la conmovedora escena que siguió. No me hacía falta, ya que las cámaras y las cintas magnetofónicas que todos los encargados del estudio habían preparado detrás de todos los espejos en la habitación la estarían observando por mí. Deseé tan sólo que no hubieran perdido una sola palabra ni un solo grito, porque no me encontraba capaz de repetir una escena como ésta.
Abrí la puerta suavemente y me fui. Al salir pillé al más pequeño de los Connick escurriéndose detrás de mí, me dirigí hacia la instalación 3/V de la sala de espera y alargué un brazo para detenerle.
— ¡Asqueroso! —silbó—. ¡Rata podrida!
—Puede que tengas razón —le contesté—, pero ahora vete a hacer compañía a tu padre. Sois personajes históricos hoy.
— ¡Porras! Siempre veo el "Doctor Zivago" los lunes por la noche, y va a empezar dentro de cinco minutos, y...
—Esta noche, no, hijo mío. Otra cosa que puedes tener en contra mía. Esta noche hemos reservado el espacio para un programa totalmente diferente.
Le acompañé al despacho, cerré la puerta, recogí mi abrigo y me fui.
Candace me esperaba en el coche. Conducía ella.
— ¿Llegaré al vuelo de las nueve y media? —pregunté.
—Claro, Gunner.
Se metió por la línea del auto-tráfico, puso el conductor automático y marcó la dirección del "scat-puerto". Luego se echó para atrás y encendió dos cigarrillos. Tomé el mío y miré por la ventanilla de mal humor.
Debajo de nosotros, por la línea del tráfico lento, pasaba un desfile de antorchas, luces y cerveza gratis en los pasos de peatones. Abrí la guantera, saqué unos gemelos y miré a través de ellos.
—Oh, no hace falta que lo compruebes, Gunner. Me ocupé de todo. Están proyectando el programa. —Ya lo veo.
No sólo llevaban pancartas anunciando nuestro programa, que empezaba ya a oírse, sino que también había carrozas con pantallas de proyección y amplificadores. No se podía mirar el desfile sin ver a Knafti, enorme y repugnante en su caparazón dorado, agarrando a los niños y protegiéndolos de ese monstruo de otro planeta: yo. Los del estudio habían hecho un trabajo maravilloso en muy poco tiempo. Toda la escena estaba en la cámara tan real como yo la había vivido.
— ¿Quieres oír?
Candace se inclinó y me pasó un auricular hiperboloide de larga distancia, pero yo no lo necesitaba. Me acordaba de lo que las voces estarían diciendo: Connick me estaría acusando, Timmy Brown me estaría acusando, los niños me acusarían, todos. El coronel Peyroles me acusaría, el comandante Whitling me acusaría, hasta Knafti me estaría acusando. Toda esa cantidad de odio apuntaba a un solo blanco: Yo.
—Seguramente Júnior te despedirá. Tendrá que hacerlo, Gunner.
Dije: —Necesito unas vacaciones. No tiene importancia. Tarde o temprano, cuando todo esto se calme, Júnior encontrará la manera de volverme a admitir. Cuando los pleitos se hayan resuelto. Cuando la comisión de armisticio haya terminado su trabajo. Cuando pueda ponerme en nómina con discreción y darme un trabajo discreto en un puesto discreto de la firma, con un futuro discreto.
Nos habíamos deslizado hasta la cumbre de la rampa en espiral y bajamos a los aparcamientos del "scat-port".
—Adiós, querida —le dije—, y feliz Navidad a los dos— ¡Oh, Gunner! Desearía...
Pero yo sabía lo que realmente deseaba y no la dejé terminar.
Dije: —Es un buen chico, Whitling, ¿sabes? Yo no lo soy.
No le di un beso de despedida.
El "scat-jet" estaba preparado. Metí mi billete en la máquina controladora, se encendió una luz verde al abrirse la puerta giratoria, entré en el avión y me instalé atrás, cerca de la ventanilla.
Se puede ganar cualquier causa si se paga el precio justo. Lo único que se necesita es una víctima humana.
Cuando el "scat-jet" empezó a rugir, trepidar y a dar vueltas sobre sí mismo había llegado a la conclusión de que esta causa estaba total y definitivamente pagada.
Vi a Candace de pie en la terraza, con la falda pegada por el viento. No me saludó, pero mientras pude verla permaneció de pie en la plataforma, sin moverse.
Luego, claro, se iría a su trabajo, y, más tarde, el día de Navidad, con ese simpático joven del hospital. Haber conservaría su puesto en esa rama de la oficina, que ya no sería importante. Connick ganaría la elección. Knafti despacharía su incomprensible negocio con la Tierra. Y si alguna vez alguno de ellos pensaba en mí, sería con odio, desprecio y aversión.
Pero ésta era la manera de ganar una elección. Hay que pagar el precio. Fue una jugarreta del destino que el precio fuese yo.
Fin