JÓVENES HÉROES DEL HOSPITAL ST. JUDE
Publicado en
febrero 11, 2018
De izquierda a derecha: Patrick Stebbins, Angelle Carty y Robert Day.
Tres valerosos guerreros, y su lucha por vencer la leucemia infantil.
Por Peter Michelmore.
ANGELLE CARTY, de 13 años, sintió una oleada de náusea cuando llegó a Nueva Orleans, Louisiana, en una excursión escolar. "Tengo el estómago un poco revuelto", le comentó a una de las encargadas de vigilar a los estudiantes.
Sin embargo, en la hora que duró el trayecto de regreso a su casa, situada en Baton Rouge, ni la bulla que hacían sus 60 condiscípulos logró evitar que la esbelta muchacha rubia cayera en un profundo sopor. Esa noche, le dijo a Lou Anna, su madre: "Me siento muy cansada y me duele la cabeza".
Lou Anna, mujer vivaz de 40 años y pelo oscuro, sospechó que se trataba de una infección viral e hizo que su hija se quedara en casa los cuatro días siguientes. A la quinta mañana, Angelle despertó profundamente cansada. No puedo perder otro día de clases, pensó.
Cuatro meses antes había muerto Bud, su padre, de un paro cardiaco. A causa de su pena, Angelle se había ausentado una semana de la escuela.
Incluso antes de la muerte de Bud, Lou Anna había visto cómo su única hija, de ser una chiquilla traviesa, se transformaba en una linda y tímida adolescente que hacía lo imposible por tomar las riendas de su vida. Ya habían quedado lejos los días en que Angelle escondía arañas de plástico en la ropa sucia para asustar a su madre.
Esta vez, cuando apareció Angelle vestida para ir a la escuela, Lou Anna insistió en que se tomara otro día de reposo. "No, mamá", protestó ella con firmeza. "¡Hoy sí voy!"
En la segunda clase del día, Angelle se quedó dormida sobre el pupitre. Al final de la jornada, se sentía tan débil que necesitó tomar un descanso en el camino a casa, a pesar de que no quedaba lejos. ¿Qué me pasa?, se preguntó.
Esa tarde, Lou Anna reparó en que, en la pantorrilla de su hija, parecían habérsele reventado miles de diminutos vasos sanguíneos debajo de la piel. Además, presentaba una erupción de color rojo vivo en el abdomen y en los muslos. "Voy a llevarte al doctor", le dijo.
En la sala de urgencias, un hematólogo llamó aparte a Lou Anna y le informó: "Voy a internar a Angelle. Estoy seguro, en un 90 por ciento, de que padece leucemia".
Tras confirmar su diagnóstico, el hematólogo telefoneó al Hospital Infantil de Investigación St. Jude, de Memphis, Tennessee, para tramitar la admisión de Angelle. Cuando Lou Anna le dijo que iría a casa a empacar algunas cosas, él replicó: "No hay tiempo que perder".
ANGELLE ingresó en el hospital el martes 3 de mayo de 1988, unos 26 años después de que el St. Jude había abierto sus puertas a los niños víctimas de enfermedades catastróficas. Haciendo caso omiso de la creencia de aquella época —de que la leucemia era incurable—, el hospital le había declarado una guerra sin cuartel a esta forma de cáncer.
En vez de recurrir a una terapia corta con medicamentos en dosis bajas, los médicos del St. Jude atacaban la enfermedad con radiación y una quimioterapia prolongada a base de medicamentos múltiples. Los tratamientos trastornaban lastimosamente a los niños, pero eran cada vez más los casos en que la enfermedad cedía por un tiempo largo o incluso desaparecía.
La más común de las leucemias infantiles es la linfoblástica aguda (LLA). En ella ocurre un trastorno en la producción, por parte del organismo, de los glóbulos blancos llamados linfocitos. Estos glóbulos, que se multiplican antes de madurar, se extienden a tal grado, que no les dejan lugar a otros componentes normales de la sangre.
En los primeros 20 años, la tasa de curación de la LLA en el St. Jude pasó del 15 por ciento a cerca del 50. Pocos pacientes habrían de participar más que Angelle Carty del sufrimiento y el heroísmo de esta guerra sin fin.
En la unidad de terapia intensiva, el doctor Gastón Rivera, oncólogo pediátrico, extrajo una muestra del líquido cefalorraquídeo de Angelle y encontró un número abundante de células leucémicas en su sistema nervioso central. "También le están fallando los riñones", le notificó con tristeza a Lou Anna. "Se encuentra muy grave. Puede morir en cualquier momento".
Primero sometieron a Angelle a diálisis y luego le inyectaron, por vía intravenosa y durante las 24 horas del día, medicamentos que le quemaban el estómago y le provocaban la caída del pelo. Vomitaba sin cesar.
Cuando sus riñones volvieron a funcionar, la tuvieron aislada tres semanas a fin de protegerla de las infecciones. Noche y día, las enfermeras le inyectaban medicamentos. Todos tenían desagradables efectos secundarios. La Vincristina, derivada de la planta de la vincapervinca, le causaba cólicos estomacales; una droga llamada ara-C le provocaba vómitos; otra, la VM-26, le producía una fiebre tan alta, que la chica temblaba; la prednisona, un esteroide, la hacía llorar sin control y le hinchaba la cara.
Un día, la concentración de azúcar en su sangre se elevó tanto, que los médicos hubieron de administrarle insulina para prevenir un coma diabético. Cuando le prohibieron los dulces, Angelle se puso furiosa: "No puedo hacer esto, no puedo hacer aquello... ¿Qué puedo hacer entonces?" Un dietista aceptó que el yogur no le haría daño. Poco después, al meter Angelle la cuchara en él, sonrió con aires de triunfo, como diciendo: "¡Llevo una a mi favor!"
La mayoría de los 358 niños que padecían LLA y que se habían inscrito junto con Angelle en un estudio de cuatro años que se iba a realizar en el St. Jude eran preescolares, menos devastados por la enfermedad en el momento del diagnóstico y con menos probabilidades de morir a causa de ella, que los adolescentes. Alrededor del 90 por ciento eran pacientes externos, que se trasladaban al hospital desde algún motel cercano.
Aunque también vivía en un motel, Angelle pasaba en el hospital casi todo el tiempo que estaba despierta. No tardó en encariñarse con las familias del St. Jude y, sentándose a los niños más pequeños en el regazo, se ponía a platicar con sus madres.
CONTRA LO QUE SE ESPERABA, Patrick Stebbins, de 12 años, había sobrevivido dos años y medio a la leucemia. Su padecimiento se debía a un cromosoma defectuoso, que casi siempre equivalía a una sentencia de muerte. Delgado, de cara afable y expresión franca, Patrick se había refugiado en la guitarra y la oración cuando se le diagnosticó la enfermedad, en septiembre de 1985.
"Mi mayor ilusión es grabar un disco en el Sun Studio de Memphis", le confió a Sandra, su madre, durante la quimioterapia inicial. "Pero eso vendrá después. Lo que quiero ahora es viajar a Francia para asistir a una misa en Lourdes".
Gracias a una campaña organizada por la Policía Estatal de Louisiana, el muchacho vio cumplido su deseo. En febrero de 1986, en la capilla de Nuestra Señora de Lourdes, situada en los Pirineos, Patrick le pidió a Dios que cuidara de los niños del St. Jude y oró por su propia curación.
En la primavera de 1988 se le suspendió el tratamiento en vista de que ya no mostraba ningún rastro de leucemia. Se metió de lleno en la música y los deportes: organizó su propio conjunto y fue seleccionado para formar parte de un destacado equipo regional de beisbol.
A mediados de julio acudió a que le extrajeran una muestra de líquido cefalorraquídeo y de médula ósea.
—Malas noticias, Patrick —le dijo el doctor David Kalwinsky—. La leucemia ha regresado.
—¡No puede ser! —se quejó Patrick.
Sandra percibió un gran abatimiento en los ojos de su hijo; pero esa noche, en el motel, el muchacho expresó con determinación: "Mañana empezaremos a combatir otra vez la enfermedad".
Ha vuelto la enfermedad. Era esta una frase muy temida en el St. Jude. Significaba que las sombras de la muerte acechaban más de cerca.
JANE STOCKWELL, maestra de escuela, se fijó en el aire vivaz y confiado de Angelle y pensó en Robert Day, su hijo de 16 años, a quien le habían diagnosticado LLA en febrero de aquel año y cuya enfermedad estaba ahora en remisión. Su manera de hacer frente a la leucemia —un estoicismo inquebrantable— lo mantenía apartado de los demás pacientes y de su familia. Me gustaría que conociera a Angelle, pensó su madre.
A la semana siguiente de la recaída de Patrick, Jane llevó a Robert al hospital para los análisis del líquido cefalorraquídeo. Si bien seguía en tratamiento, ya le estaba brotando de nuevo el pelo, y empezaba a recuperar su buen parecido. Esperaba con ansia divertirse de lo lindo durante ese verano.
Sin poder dar crédito, escuchó al doctor Víctor Santana anunciarle que había vuelto la leucemia. "Apenas empezaba a rehacer mi vida", protestó Robert en un estallido de furia.
Conoció a Angelle un lunes, cuando ambas familias se estaban registrando en el mismo motel. Los dos muchachos iban a someterse al día siguiente a una sesión de diez horas de quimioterapia. Angelle procuraba no pensar en ello; en cambio, Robert estaba temeroso. "Es un buen chico, pero no lo entiendo", le dijo Angelle a su madre. "Ya hay suficiente tristeza en el St. Jude. Si sonrío, me siento mejor y tal vez le alegre a alguien el día". Luego agregó: "Ya no estoy asustada, mamá". Lou Anna vio el brillo en los ojos de la chica y se le llenó de esperanza el corazón.
Robert tardó en vencer su reserva, pero el buen humor y la viveza de Angelle eran contagiosos. Hicieron muy buenas migas. "Cuando estamos juntos, actuando como personas normales, logramos escapar de la leucemia", decía Robert.
En octubre, tiempo después de que la enfermedad de Robert había vuelto a ceder, llegó el momento de hacerle a Angelle el primer análisis de médula ósea y líquido cefalorraquídeo después de su propia remisión. La muchacha se sentía optimista. Su piel estaba libre de erupciones y moretones, y nadaba en la piscina del motel con la energía de antes. Deseaba ansiosamente regresar a la escuela.
Una hora después de extraerle las muestras, el doctor Rivera se acercó y le tomó la mano:
—Mucho me temo que has recaído —le dijo.
Angelle permaneció un rato impasible. Se le escaparon algunas lágrimas y, al cabo, enderezó los hombros y declaró:
—Sigamos luchando.
Nuevamente la hospitalizaron para una prolongada quimioterapia. Un día en que Angelle se hallaba comiendo sola en su habitación, sintió un extraño entumecimiento en la mano derecha. Tomó un bocado con el tenedor, pero no pudo llevárselo a la boca. "¡Enfermera!", llamó.
Llegaron corriendo su madre y la enfermera Jackie Laneer. Se llamó al personal de urgencias. Se le había entumecido ya la otra mano y empezaba a entumecérsele también el rostro. "¡Ayúdenme!", gritó.
Todo su cuerpo se retorcía en un acceso convulsivo. ¡Se está muriendo!, pensó Jackie Laneer.
La joven echaba espuma por la boca. Por toda su piel se extendía el tinte azulado de la muerte. Actuando con rapidez, un médico le indicó a Jackie que le inyectara a la muchacha una buena dosis de tranquilizante. Angelle perdió el conocimiento y se quedó inmóvil de repente. Todos los presentes se quedaron quietos, con el corazón en la garganta. Lentamente fue desapareciendo el tinte azul de la cara de Angelle. Momentos después, la muchacha agitó los párpados y entreabrió los ojos; luego se quedó profundamente dormida. Esta chica tiene nueve vidas, dijo para sus adentros Jackie.
La amargura de Angelle por su recaída creció y decreció muchas veces en las siguientes semanas, aunque la chica encontró consuelo en un nuevo amigo, Patrick Stebbins. Los dos se entretenían horas enteras con juegos de mesa y escuchando música. Pero él nunca le hablaba de morirse. "Si abandonas la lucha, se acaba todo", le advertía.
Angelle le confió a Lou Anna: "Patrick y yo somos idénticos".
A FINES DE noviembre de 1988, Angelle regresó a casa, completamente recuperada del ataque, y Robert se sentía casi robusto, pero el recuento de glóbulos blancos de Patrick era bajo.
La mejor opción era un trasplante de médula ósea, pero en la familia no había ningún donador compatible. El nombre de Patrick se agregó a la lista nacional de pacientes que esperaban donadores compatibles.
A mediados de diciembre, el muchacho estaba en el hospital, recuperándose de una neumonía y de una operación exploratoria en un pulmón. Sandra le llevó la guitarra que tenía en su casa, pero Patrick no pudo hacer nada más que rasguear un poco las cuerdas.
En esa ocasión, el actor Dennis Quaid se hallaba de visita en el hospital y se detuvo junto a la cama de Patrick.
—¿Tocas la guitarra? —preguntó al ver el instrumento.
—Sí —respondió Patrick—. Mi mayor anhelo es tocar en el Sun Studio.
—¿Y si te consigo una sesión...? —sugirió Quaid.
Sandra Stebbins vio que su hijo se quedaba boquiabierto. Luego le dijo a Quaid, como queriendo proteger a su hijo:
—No haga promesas que no pueda cumplir.
Al día siguiente, mientras las grabadoras giraban en el Sun Studio, Patrick dirigió a Quaid y a otros dos músicos en una ejecución improvisada. Sandra miró a su hijo, apuntalado a base de analgésicos y con la cara radiante, y pensó que era el día más memorable de la vida del chico.
En enero de 1989, ya en casa con su familia, Patrick se agravó con rapidez. Trasladado con urgencia a un hospital cercano, con una temperatura de 39.5° C. y sintiendo que se acercaba el fin, le entregó a su madre el escapulario que llevaba como símbolo de su fe. "Si algo me ocurre", le dijo, "le das este escapulario especial a alguien que lo necesite".
La tarde del domingo, cuando el padre de Patrick telefoneó a la casa de las Carty para notificarles la muerte de su hijo, el rostro de Angelle no se alteró. Su mente se concentró en el funeral y en su último adiós al amigo tan querido.
Al otro día sonó el teléfono: era el médico con los resultados de la más reciente biometría hemática de Angelle:
"El recuento de glóbulos blancos es muy bajo", le informó a la señora Carty. "Lleve a su hija al hospital para que le hagan una transfusión, y manténgala alejada de las muchedumbres. De ninguna manera puede asistir al funeral".
Como estaba cerca, Angelle alcanzó a oír la conversación.
—¡No tienen derecho de gobernar mi vida! —gritó—. ¡Desde luego que voy a ir a la funeraria!
—No, no vas a ir —replicó Lou Anna con severidad—. No podemos correr el riesgo de que contraigas una infección.
Para Angelle, esa fue la gota que derramó el agua. Se le inundaron los ojos de lágrimas, y ya no hubo manera de contenerlas.
EN SEPTIEMBRE DE 1990, los análisis de Robert Day dejaron ver que había desaparecido del todo la leucemia, de modo que se le suspendió el tratamiento. Sabía que, durante años, tendría que someterse a exámenes periódicos para verificar que no hubiera una recaída, pero no pensaba en eso. Acababa de ingresar en la universidad y estaba decidido a ser médico.
Dos semanas después, en vísperas de cumplir 16 años, Angelle voló a Memphis en compañía de su madre, esperando recibir las mismas buenas noticias. La noche previa a los análisis, Angelle prendió con un alfiler el escapulario de Patrick a la parte superior de su pijama. Al otro día, una hora después de extraerle a Angelle el líquido y una muestra de médula ósea, apareció el doctor Rivera con una sonrisa en la cara: "¡Vete a casa!", le dijo. "No habrá más sesiones de quimioterapia".
La noticia se difundió por todo el St. Jude, y llegó a oídos de las enfermeras, los ayudantes, los técnicos y los choferes. Una muchedumbre se lanzó a la cafetería, donde el cocinero estaba decorando un pastel para la celebración. Escurriéndose entre la multitud, llegó un joven delgado, con el pelo oscuro muy corto.
"¡Bien hecho, nena!", exclamó Robert Day al tiempo que alzaba a Angelle en un apretado abrazo.
El doctor Rivera piensa alcanzar una tasa de curación del 73 por ciento para los 358 niños que participan en el estudio de cuatro años que se lleva a cabo en el St. Jude: será el mejor resultado obtenido hasta la fecha. Por sus recaídas, empero, Angelle y Robert no se incluyeron en el porcentaje citado. Pasarán diez años antes de que se sepa a ciencia cierta si han vencido a la enfermedad.
FOTOS: CORTESÍA DEL HOSPITAL INFANTIL DE INVESTIGACIÓN ST. JUDE