EL CAMBIO (Domingo Santos)
Publicado en
diciembre 08, 2017
A menudo las cosas insignificantes no son más que el heraldo de otras mucho mayores. Un dolor de cabeza al despertarse por la mañana, una coloración algo distinta del rostro, la lengua sucia…, todo puede no ser más que el indicio de un cambio importante que no tardará en llegar.
Aquel día Joaquín se despertó con un ligero cosquilleo mordisqueándole en la nuca y sintiendo la cabeza como vacía. Aquél fue el primer indicio del cambio. Al mirarse en el espejo, mientras se afeitaba, notó que su rostro presentaba unas ojeras más profundas que de costumbre, que sus pómulos parecían más pronunciados de lo habitual, que su piel tenía como una tonalidad más cerúlea. Sin embargo, apenas le concedió importancia al hecho. He dormido mal esta noche, pensó; eso pasará. Sin preocuparse excesivamente, terminó de arreglarse, se vistió y salió.
Fue mientras desayunaba en el bar cuando empezó a darse cuenta de que algo iba mal.
—Tiene mal aspecto, don Joaquín —le dijo el chico de la barra—, ¿Le ocurre algo?
—No, nada que yo sepa. ¿Por qué?
—No sé, pero le veo distinto esta mañana, como si no fuese el mismo de siempre. Tiene algo en la cara…
Joaquín se miró en el gran espejo que había al otro lado de la barra y se palpó instintivamente el rostro, pero la cosa no pasó de ahí. Luego, en la oficina, su secretaria, el encargado del archivo y el jefe de personal le hicieron también sendas observaciones sobre su aspecto. Aquello le convenció de que sí le ocurría algo, aunque no supiera el qué.
Al mediodía le encontró un sabor extraño a la comida. Se puso a discutir con el camarero sobre el mal servicio del restaurante, y entonces se dio cuenta de que estaba anormalmente excitado e irascible. Debo dominarme, pensó; si sigo así voy a tener que ir al médico. Pagó la cuenta sin terminar su comida y se fue con gesticulantes muestras de irritación, ante la expectación del resto de los comensales.
Aquella tarde no pudo concentrarse en su trabajo. Seguía sintiendo la cabeza como vacía y el hormigueo en la nuca era más profundo que aquella mañana. Se la frotaba a menudo, pero el hormigueo no desaparecía, sino que al contrario se hacía más intenso. Notaba como si tuviera los ojos inflamados. Se los palpó. Era una sensación subjetiva, se dijo; no debía preocuparse. Sin duda se trataba de alguna estúpida afección pasajera. Pronto se libraría de ella.
Pero se sentía extraño dentro de sí mismo.
Aquella noche estaba citado con Marta a la salida de la oficina, pero no tenía ganas de ver a nadie. La llamó por teléfono para darle una excusa cualquiera y anular la cita; ella no le creyó demasiado, a juzgar por la frialdad de su despedida, pero no le importó mucho, cosa que en otras circunstancias no hubiera dejado de sorprenderle, ya que siempre había sentido hacia ella un interés muy particular. Apenas salió del trabajo fue directamente a su casa y se acostó sin cenar.
Aquella noche se despertó varias veces, sobresaltado, él que siempre había dormido como un tronco. Tenía la sensación de que había alguien en la habitación que jadeaba pesadamente. Hay alguien en el cuarto, pensó. Hubiera deseado ser más valiente y encender la luz, pero nunca lo había sido. Se mantuvo inmóvil unos intantes, escuchando…, aguardando. Entonces se dio cuenta de que los jadeos eran suyos.
Buscó a tientas el interruptor y encendió la lamparilla de la mesita de noche. Allí estaba su habitación, su vieja y querida habitación, como siempre: intacta, todo en orden. Se levantó, notando que el jadeo se hacía más intenso. Se dirigió al cuarto de baño y se miró al espejo.
Necesitó unos instantes para convencerse de que el rostro que le miraba desde el otro lado del cristal azogado era el suyo. Tenía los ojos notablemente hinchados y las ojeras eran mucho más pronunciadas que aquella mañana. Sentía todo el cuerpo abotagado, y parecía como si no se hubiera afeitado en tres días. Se pasó la mano por el mentón, y lo notó como un cepillo de cerdas duras.
Regresó al dormitorio. Algo iba mal, murmuró. Bueno, debía haber comido algo que le había producido una fuerte reacción alérgica, o quizá había pillado alguna infección o cualquier otra cosa parecida. Sería cuestión de unos pocos días de descanso. Mañana no iría a trabajar; llamaría al médico y le pediría que le recetara algo. Con este pensamiento reconfortante, volvió a meterse en la cama y apagó la luz.
Pero no pudo dormir durante todo el resto de la noche, y el obsesivo jadeo le acompañó hasta el amanecer.
Así empezó todo.
Al día siguiente, el jefe de su empresa no se sorprendió demasiado de que llamara por teléfono para decirle que durante algunos días no iría a trabajar. Ya lo imaginaba, respondió: lo había sospechado al verle en aquel estado el día anterior. Le deseó que se aliviara, y Joaquín contestó con un gruñido. Colgó.
El médico acudió a media mañana. Escuchó atentamente la explicación de todos sus síntomas, dejó escapar varios «hums» inconcretos, le auscultó, le hizo toser, le tomó la presión, le examinó la lengua y los ojos, y finalmente se encogió de hombros.
—No veo ninguna anomalía clara —dijo—. Una cierta irritación general, sí, pero nada más. Tal vez se trate de una alergia. Sería conveniente hacer unos análisis.
—Entonces, ¿no sabe lo que me pasa?
—Bueno, hay ocasiones en que diagnosticar una enfermedad no es tan fácil como parece. Y más cuando se aparta de lo corriente. No todo son gripes y resfriados.
Joaquín tuvo una contestación acre en la punta de la lengua, pero no la soltó. Su cabeza seguía como vacía, y aquello no le permitía pensar con claridad. El médico le dio una tarjeta y le pidió que acudiera al día siguiente al centro de análisis, en ayunas. Joaquín gruñó algo inconcreto por lo bajo, pero aceptó. El doctor le examinó aún unos momentos, luego se fue.
Joaquín permaneció en la cama todo el resto de la mañana. No sentía hambre, pese a no haber cenado el día anterior ni desayunado éste. Observó que el vello de sus manos se había oscurecido un poco. ¿O tal vez había aumentado? Quiso levantarse, y tuvo que agarrarse fuertemente a la cabecera para no caer. Fue al cuarto de baño y volvió a mirarse al espejo. Su aspecto no era muy agradable, se dijo: pómulos blanquecinos, ojos hinchados y profundas ojeras amarillentas, labios como tumefactos y mejillas encendidas. Imaginó que tenía fiebre. Era una infección en la sangre, sí. Y aquel cosquilleo en la nuca…
Al mediodía llamaron por teléfono. Era Marta. Había llamado a la oficina y le habían dicho que estaba enfermo. ¿Qué tenía? Bueno, no importaba: aquella misma tarde iría a verle.
—No, no lo hagas —dijo él apresuradamente. En otras circunstancias se hubiera sentido dichoso de que ella aceptara acudir a su casa—. Por favor.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Por unos momentos no supo qué decir. Aquel dolor de cabeza…
—Bueno, pues… —se palpó el rostro—, es que no estoy muy presentable, ¿sabes?
—Oh, bueno, eso me importa un comino. Estás enfermo, ¿no? Y la misión de los amigos es acudir a visitar a los enfermos y ayudar en lo que puedan. Pasaré esta tarde, cuando salga del trabajo. Adiós.
No tuvo fuerzas para insistir en su negativa. Bueno, se dijo, al fin y al cabo, hasta el día siguiente no tenia que ir a los análisis, y así al menos aquella tarde no se aburriría tanto. Llamó al bar para que le subieran algo de comida, pues aunque no tenía nada de apetito se daba cuenta de que necesitaba comer algo. El chico que se la llevó le miró de una forma rara, pero no dijo nada. Comió con desgana y luego se echó de nuevo en la cama, esforzándose en leer algo. Sin darse cuenta, se quedó dormido.
Marta llegó a las siete y media. Tras despertarse e intentar leer un poco más, se había adormilado de nuevo cuando llamaron a la puerta. Se levantó sobresaltado, y necesitó unos minutos para darse cuenta de lo que ocurría. Se puso el batín y fue a abrir. Marta hizo un gesto extraño al verle pero no dijo nada. Él se apartó a un lado y la dejó entrar.
—Hola —dijo ella—, ¿Cómo te encuentras?
Fatal, estuvo a punto de decir, pero se contuvo.
—Bien, bien… —Vaciló, pensando en la mirada de ella cuando abrió la puerta—. Ya te dije que no estaba muy presentable.
Ella intentó disimular aquella primera impresión. Miró a su alrededor. Nunca había estado en su casa.
—Tienes un piso muy bonito —dijo.
En otras circunstancias… Joaquín meditó en aquellas palabras: en otras circunstancias. Bueno, ¿qué era lo que había cambiado? Estaba un poco enfermo, nada más. ¿Acaso esto variaba la situación?
Sí, la variaba.
Marta le estaba observando de una forma que le hacía sentirse incómodo, y eso lo ponía cada vez más nervioso.
Intentó hablar de mil vulgaridades para despejar la atmósfera, pero no resultó. Comprendió que Marta también se sentía incómoda, y se dio cuenta de que para él aquella visita, que en otras circunstancias le hubiera encantado, ahora le desagradaba. Pretextó no encontrarse demasiado bien y dar así pie para que ella se fuese, i Marta aprovechó rápidamente la ocasión y se marchó tan precipitadamente que pareció casi una huida. Joaquín intentó aparentar indiferencia, pero aquella apresurada despedida le irritó aún más, sin saber exactamente por qué. Fue al lavabo y se miró de nuevo al espejo. Ciertamente, tuvo que reconocer, su aspecto no era demasiado agradable. Sintió deseos de romper el cristal. Tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.
Al día siguiente fue al centro de análisis. Tomó un taxi para evitar ir andando por la calle, y durante todo el trayecto observó que el taxista no dejaba de mirarle por al rabillo del ojo a través del espejo retrovisor. Terminó soltando un exabrupto. El taxista enrojeció y clavó la mirada al frente. Joaquín se dio cuenta de que, decididamente, algo iba mal en él. Siempre había sido un hombre de naturaleza apacible, era incomprensible aquella súbita irritabilidad. Parpadeó, asombrado consigo mismo. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Se subió el cuello del gabán, aunque ya hacía buen tiempo, e intentó hundir todo lo posible su rostro en él.
Los análisis fueron totalmente negativos. Los médicos no hallaron nada que pudiera ser la causa de lo que le ocurría. Hablaron entonces de hormonas, de características hereditarias, de influencias. Pero no había mucho convencimiento en sus palabras.
El médico de cabecera, en su segunda visita, ojeó el resultado de los análisis y se mostró perplejo. Joaquín esperaba una explicación, exigía una explicación. Pero el hombre no sabía dársela. Reflexionó, aventuró hipótesis, intentó hallar correlaciones. Joaquín terminó enviándolo al diablo, y el médico vio algo en sus ojos que le hizo recoger precipitadamente su maletín y marcharse. Joaquín se dijo que debía dominar sus nervios, pero ya era demasiado tarde.
Marta llamó por teléfono para preguntar cómo se encontraba. Joaquín contestó más secamente de lo que hubiera deseado y, tras unas cortas palabras dichas casi a la fuerza, ella colgó. No volvió a llamar.
Aquella noche, antes de acostarse, volvió a mirarse al espejo. La hinchazón de los ojos parecía haberse detenido, pero los labios habían iniciado desde aquella mañana un proceso semejante. Al mismo tiempo, el pelo de su rostro había adquirido una tonalidad gris pálida, y le era imposible afeitarse ya que su piel, en todo el rostro, estaba extremadamente tensa y sensible, y el menor roce era como una sacudida. Además, le crecía mucho más aprisa de lo que era natural. Intentó cortarlo con unas tijeras, pero el resultado era aún peor. Decidió dejarlo crecer: al fin y al cabo, intentó consolarse con un cierto humor, siempre había acariciado la idea de dejarse barba. Sin embargo, los pelos crecían desmañadamente, y no podía ni siquiera peinarlos, porque cada tirón le hacía dar un grito de dolor.
Aquella noche durmió poco y mal. Tuvo algunas pesadillas, en las que él era un hombre lobo y salía a la calle durante la noche y atacaba a las personas que se cruzaban con él. La primera era siempre Marta, que chillaba de terror al verle, adoptando la misma expresión que cuando fue a visitarle a casa. Cuando despertó, de madrugada, se sintió ridículo y miserable. Pero los dientes le castañeteaban y su cuerpo estaba bañado en sudor.
El médico le había recetado una serie de medicamentos, casi todos ellos antialérgicos. Sin comprender exactamente por qué, sabía que no le producirían ningún efecto, pero decidió tomarlos. Cuando salió a la farmacia para comprarlos, todo el mundo, por la calle, le miró con una expresión extraña, y aquello le hizo sentirse aún más diferente. Al entrar en la farmacia, un cliente le miró con fijeza, se echó a reír y dijo impulsivamente: «¡Qué, amigo! ¿Preparando ya el carnaval?» Luego se dio cuenta de la mirada que le dirigió Joaquín, borró la sonrisa de su rostro, enrojeció, carraspeó fuertemente y se fue con prisas. Joaquín tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no detenerlo y partirle los labios de un puñetazo.
Cuando volvió a su casa decidió formalmente no salir a la calle hasta que todo hubiera pasado, y llamó por teléfono al bar para que le subieran cada día la comida, hasta nueva orden. A la tercera vez que vio la cara que ponía el chico que subía con la bandeja, mezcla de curiosidad, extrañeza y repugnancia, cada vez que se hallaba frente a él, decidió dejar una nota escrita sobre la mesa indicando que dejara la bandeja allí, y colocar el dinero al lado para que cobrara. Así, cada día, cuando llamaba, se escondía en el lavabo y gritaba que pasara, que la puerta estaba abierta. Pronto empezaron a correr por el barrio algunos rumores al respecto, propalados a buen seguro por el muchacho, y cuando llegaron a sus oídos sintió, sin poder contenerse, deseos de aplastarle violentamente la cabeza contra el suelo.
Se dijo que, al fin y al cabo, todo aquello no era más que algo temporal, que muy pronto pasaría, y que después se reiría a mandíbula batiente de todas aquellas angustias. Pero casi instantáneamente le asaltó un pensamiento de tipo contrario. ¿Se trataba realmente de algo sólo temporal?
Al quinto día después de que aparecieran los primeros síntomas, su rostro se había convertido en algo que podría confundirse con una grotesca máscara china, con ribetes a los Boris Karloff. Era preciso reconocer que su aspecto no era nada agradable: los ojos hinchados, los labios tumefactos, las mejillas amarillentas y fláccidas y la pelambrera estropajosa que le colgaba por toda la cara. Toda la piel de su rostro estaba congestionada y altamente sensible, y cualquier roce o contacto le producía un intenso dolor. Sus orejas desprendían un ligero pus amarillento mezclado con serosidades, que exhalaba un fuerte y desagradable olor acre.
Y no era ya sólo su rostro. Su cuerpo entero, en general, había sufrido como una hinchazón que hacía que los trajes, las camisas, los pantalones, le vinieran estrechos. Al mismo tiempo se había desarrollado en todo él una vellosidad gris y estropajosa que le daba una extraña apariencia. Sus manos se habían abotagado, sus uñas se habían vuelto quebradizas, y todos sus procesos hormonales parecían profundamente alterados, acelerándose considerablemente muchos de ellos. El médico estaba perplejo ante aquella profunda transformación. Sus análisis no mostraban nada; sus ensayos, tampoco. No podía hacer otra cosa más que repetir que se trataba de un caso insólito para la profesión médica; y rápidamente añadía que lo más sensato sería internar a Joaquín en una clínica apropiada donde pudiera quedar bajo constante observación. A Joaquín no le gustaba en absoluto la idea de convertirse en un cobaya, viendo a los médicos inclinados ansiosamente sobre él, en busca de algo apasionante que hasta entonces desconocían. Además, le repugnaba pensar que allí estaría sometido a la morbosa curiosidad de las enfermeras, de todo el mundo. Sin saber cómo, lentamente, paralelamente a su transformación física, había ido naciendo en él un fuerte complejo de misantropía, y sobre todo de misoginia; el solo hecho de pensar que una mujer pudiera verle en aquel estado le hacía estremecerse. Al menos en su casa estaba solo y podía ocultarse de las miradas de los demás.
El médico fue recetándole nuevos medicamentos, en un desesperado afán por dar con algo que fuera efectivo. Joaquín los aceptó al principio como una posibilidad, como quien espera la aparición de un milagro. Ya no iba a buscarlos: telefoneaba a la farmacia y pedía que se los subieran. Dejaba la puerta entreabierta y, sobre la mesa, bien visible, una tarjeta con el dinero. Escondido en el lavabo, a través de la rendija de la puerta, observaba fijamente. Y sólo se atrevía a salir cuando la habitación había quedado nuevamente vacía.
A la semana de aparecer el primer síntoma acudieron a verle algunos de sus compañeros de oficina. Joaquín hubiera deseado no recibirlos, pero no tenía otro remedio que dejarles entrar. En todos los rostros vio reflejada la estupefacción ante su aspecto. «Cielos, ¿qué te ha pasado?» Hablaron un poco, pero advirtió, al igual que había advertido antes con Marta, que se sentían profundamente incómodos ante su presencia, sin saber dónde dirigir sus ojos ni de qué hablar. Pensó que tal vez fuera porque no encontraban palabras adecuadas ante su situación, pero había algo más, una cierta sensación de desagrado. Les repugnaba su aspecto.
Repulsión: ésa era la palabra. Estaba seguro de ello. Él mismo la sentía a veces, cuando se veía reflejado en el espejo del lavabo: una inmensa repulsión. Y al ver en los ojos de sus antiguos compañeros una expresión idéntica a su propia expresión, sin saber cómo, se excitó. Empezó a alzar el tono de la voz, y aquello le dio nuevas fuerzas. Cuando se dio cuenta exactamente de lo que estaba pasando sus compañeros se hallaban todos en pie ante él, mirándole entre sorprendidos y amedrentados, y él gritaba, gritaba muy fuerte, profiriendo los peores insultos que jamás se hubiera atrevido a pensar siquiera. Uno de ellos se le acercó con la intención de calmarle, y él, en un arrebato, le golpeó.
Nunca hubiera creído que su brazo pudiera llegar a tener tanta fuerza. El hombre salió violentamente despedido hacia atrás y chocó conta la pared. La sangre empezó a manar abundantemente de su boca y nariz. Los demás retrocedieron asustados, sujetando al caldo entre varios. Joaquín seguía gritándoles e insultándoles, sin saber por qué lo hacía, sin saber siquiera lo que les estaba diciendo, pero con un profundo tono de excitación en la voz. Los demás retrocedieron hasta la puerta. Uno de ellos intentó decirle algo, pero a las dos palabras decidió callar. Abrieron la puerta y salieron.
—Vámonos —dijo uno—. Ni que se hubiera convertido en una bestia.
La puerta se cerró tras ellos. Joaquín siguió vomitando aún gritos e insultos durante un buen rato. Luego, poco a poco, fue calmándose, su voz decreció en volumen. Lentamente, las últimas palabras pronunciadas por sus antiguos compañeros de trabajo fueron calando en su cerebro. Una bestia, habían dicho. Se había convertido en una bestia. La realidad fue infiltrándose en su consciencia, y sintió un escalofrío. No, musitó. Oh, cielos, no.
Se dejó caer en una silla y hundió la cabeza entre las manos. Hubiera deseado llorar. Pero de pronto se dio cuenta de que no tenía lágrimas.
Hay veces en que uno intenta combatir algo, pero comprende su impotencia, y todos sus esfuerzos resultan vanos ante algo que está por encima de sus fuerzas y de su voluntad.
Joaquín se dio cuenta, horrorizado, de que, paralelamente a su cambio físico, se iba produciendo en él un profundo cambio mental. Se dio cuenta de ello a raíz de la visita de sus antiguos compañeros de oficina. Primero habían sido tan sólo unas frecuentes jaquecas, duras y persistentes. Luego, unos constantes estados de irritabilidad. Se sentía agresivo, casi tanto como apacible y tranquilo había sido antes. Cualquier incidente le ponía fuera de sí, incluso contra sí mismo. Al principio se decía para tranquilizarse que era una irritabilidad propia de su estado transitorio, pero ni él mismo lograba convencerse de aquello. Se daba cuenta de que había algo más.
Su misantropía iba en aumento, y era algo contra lo que no podía luchar. No era ya solamente que sintiera vergüenza o temor de salir a la calle y ofrecerse a la vista de otras personas en aquel estado, sino que empezaba a sentirse a gusto estando solo y aislado de los demás. Llegó un momento en el que no abrió absolutamente a nadie, sólo al chico de la comida, al mozo de la farmacia y al médico. Y cuando llegaban los dos primeros se escondía en el lavabo para que no le vieran. Los dos conocían ya el sistema: dejaban lo que llevaban sobre la mesa, cobraban y se iban. Consideraban todo aquello un poco extraño, pero como sabían más o menos lo que le ocurría a Joaquín no le daban excesiva importancia: Pobre hombre, se encierra para que no le vea nadie, debe de ser horrible lo que le está sucediendo.
Pronto empezó a darse cuenta de que le hacía daño la luz. Por entonces ya no sabía cuántos días habían transcurrido desde que empezara todo, había perdido la cuenta del tiempo. Un mes tal vez, o quizá dos. Sentía que sus ojos protestaban airadamente ante la claridad, fuera la del sol o la de cualquier lámpara. Se acostumbró a permanecer en su habitación con las cortinas corridas durante todo el día, y tan sólo con una lejana luz indirecta en un rincón durante la noche. Intentó pasar el tiempo leyendo, pero siempre, apenas llevaba leídas cuatro o cinco páginas, se irritaba y rompía el libro en mil pedazos. Así, en una semana, liquidó toda su biblioteca. Los periódicos no le importaban, no sentía ningún interés por lo que pasaba en el mundo. La radio le molestaba con su sonido, no podía soportar la luminosidad de la pantalla de televisión. Se dio cuenta muy pronto de que cada vez amaba más la soledad, la oscuridad y el silencio. Y aquello, lejos de entristecerle o alarmarle, le alegró.
Llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie. Las dos últimas veces que el médico fue a visitarle no le abrió, y a la tercera decidió enviarle una carta diciéndole de manera definitiva que no le necesitaba y que prescindía de sus inútiles servicios. Se dio cuenta así, al tomar esa decisión, de que progresivamente había ido aceptando lo que le sucedía como algo normal y definitivo, y que pese a todo la idea no le horrorizaba ni le desesperaba, como hubiera sido lógico. Examinó fríamente aquella idea. Bien, si la cosa era así, ¿para qué desesperarse? Tomó papel y pluma y empezó a escribir: Muy señor mío. La pluma trazó un informe garabato sobre el papel, y se detuvo.
Vaciló. Algo le estaba ocurriendo. Lo intentó de nuevo, lo volvió a intentar, probó una cuarta y una quinta vez. Su mano no reaccionaba como debería. Ya no sabía escribir.
La idea no le sorprendió demasiado, y mucho menos le preocupó. Lo aceptó como una cosa natural. Tomó otra hoja y la puso en la máquina de escribir. Le costó encontrar las teclas adecuadas, hilvanar la carta, redactarla; sus manos eran torpes y su cerebro también. Hizo numerosas tachaduras, faltas de sintaxis, incluso de ortografía, pero le tuvo sin cuidado. Firmó con un garabato, metió la hoja dentro de un sobre con la dirección, lo cerró, y lo depositó sobre la mesa junto con una nota, escrita también a máquina, para el chico que le llevaba la comida: «Échala al buzón.»
Afortunadamente, pensó, cuando había empezado a ocurrirle todo aquello, y en previsión de tener que pasar una temporada encerrado en casa, había ido al banco y había retirado en efectivo todo el saldo de su cuenta. Si no, ahora, con su aspecto y sin saber firmar, vaya problemas hubiera tenido. Rió quedamente.
Ya no hacía falta telefonear cada día para que le llevaran la comida, aquello se había convertido desde hacía ya tiempo en un hábito. Por eso ya no hablaba en absoluto, ni siquiera por teléfono. Mejor así. ¿Para qué servía hablar? No tenía ningún objeto. Y para confirmar su opinión al respecto, cada vez que pensaba en ello emitía un gruñido de satisfacción.
Así, todo fue bien durante un par de meses más. Sin saber exactamente la razón —en realidad, sin preocuparse demasiado por averiguarla—, Joaquín se sentía cada vez más a gusto de aquella forma. Se pasaba el día tendido en la cama, al principio pensando en sí mismo y en su situación, luego divagando sobre cosas abstractas, después sumido en pensamientos cada vez más oníricos, y finalmente no pensando en absoluto. De tanto en tanto gruñía de satisfacción, de disgusto o de hastío. Por las noches dormía (¿o era durante el día?), comía regularmente…, ¿qué otra cosa podía apetecer?
Sin embargo, hubo una serie de circunstancias que trastocaron aquel idílico equilibrio que se había establecido en su universo particular. En primer lugar, la asistenta, a la que había echado del apartamento hacía ya mucho, al principio del proceso, se había quejado al propietario del inmueble, propalando además falsedades entre el vecindario. La empresa donde trabajaba, por su parte, y ante el certificado del médico que le había atendido —en el que se especificaba que Joaquín Borrás había prescindido sin ningún motivo fundamentado y de un modo completamente arbitrario de sus servicios médicos, y que aparentemente no sufría ninguna enfermedad que le incapacitara para su trabajo—, exigió que se reintegrara inmediatamente a su puesto o se diera definitivamente por despedido, por incomparecencia en su lugar de trabajo. En tercer lugar, el muchacho de la comida empezó a divulgar muy pronto entre amigos y clientes que el apartamento de Joaquín Borrás olía asquerosamente mal, lo cual era en cierto modo comprensible, teniendo en cuenta que hacía ya tres meses que no se había limpiado ni ventilado.
Así, en torno a aquello empezó a tejerse toda una sórdida historia. Alguien avisó a las autoridades de que era preciso tomar cartas en el asunto, y una pequeña patrulla apareció un día en el apartamento, con la pretensión de entrar en él. Joaquín, tendido en la cama, a oscuras, ni siquiera se molestó en abrir la puerta. Ante aquello, los policías echaron por debajo de ésta un citatorio para el día siguiente a las once de la mañana, hora en que acudirían de nuevo con una orden judicial de inspección y registro, forzando la puerta si no les era franqueada la entrada.
Aquello hizo gruñir con enfado a Joaquín. ¿Por qué vendrían a molestarle? ¿Qué les había hecho él para que no le dejaran en paz? Pensó que tenía que irse de allí, debía marcharse antes de que volvieran los policías y le hicieran algo… alguna cosa, no sabía qué. De día no podía marcharse, le molestaba la luz. Bien, sería aquella noche.
A las dos de la madrugada, abrió la puerta y salió fuera de su apartamento, por primera vez en meses. Descendió a oscuras las escaleras, sin tropezar ni una sola vez, y llegó a la calle. Estaba desierta. Echó a andar. No le preocupaba adonde ir, en realidad aquel pensamiento ni siquiera había pasado por su cabeza, era algo que estaba más allá de su capacidad actual de raciocinio Las luces de la calle le dolían en los ojos, e instintivamente fue buscando los lugares más oscuros. Los faros de un automóvil, al tomar una curva le hicieron gemir de dolor. Se ocultó en un portal y aguardó a que pasara. Lo maldijo interiormente, con palabras que nunca habían estado en su vocabulario.
Anduvo al azar durante varias horas, hasta que el cielo empezó a clarear. Entonces alzó la vista hacia la naciente luz y gruñó sordamente. No había pensado en aquello. Empezó a buscar rápidamente un lugar donde ocultarse de la luz. Encontró una casa vacía, medio en ruinas, que pronto iba a ser derribada, con la puerta y la ventana tapiadas aunque rotas por muchos lados. Pensó por un momento que allí estaría bien, pero la luz se filtraba por todas las grietas y en ninguna parte pudo hallar una confortable oscuridad. La recorrió toda de arriba a abajo, gruñendo palabras inconexas, y volvió a salir a la calle. La luz era más intensa, y empezaban a verse algunas personas. Eso le produjo pánico. No quería que le viesen, no debían verle. Buscó desesperadamente un lugar donde ocultarse mientras durara la claridad.
Entonces vio, en medio de la calle, la redonda tapa de metal. Para él fue una revelación. La alzó y miró abajo. Oscuridad y abrigo. No había escalera, pero no importaba. Saltó. Sus pies chapotearon en un inmundo lodazal. Anduvo unos metros y miró a su alrededor. Oscuridad y silencio, abrigo y protección. Sí, estaría bien allí.
Se sintió a gusto por primera vez desde que abandonara su casa.
La entrada de las autoridades en el apartamento de Joaquín Borras no armó demasiado escándalo. El lugar era una pocilga, desde luego, pero su propietario lo había abandonado, y eso cerraba el asunto. El apartamento fue clausurado por orden judicial, y el propietario inició inmediatamente los trámites de desahucio.
Sin embargo, hubo un periodista curioso, ávido de sensacionalismo y deseoso de lograr un éxito dentro de su profesión, que supo de todos los rumores que circulaban en torno al caso. Acompañó a la policía en su recorrido por el piso, y luego describió con todo realismo la inmunda letrina que había encontrado allí, en lo que describió como un horrible cubil. Interrogó al muchacho que llevaba cada día la comida, al chico de la farmacia, al médico, a los antiguos compañeros de trabajo de Joaquín, a Marta. Poco después publicaba un sensacional reportaje sobre lo que bautizó como el caso del hombre—monstruo, logrando un éxito multitudinario y la expectación, por un cierto tiempo, de un sector del público. Sin embargo, la gente olvida pronto, y cuando las autoridades, después de las investigaciones de rutina, cerraron el cáso, los ecos se apagaron casi inmediatamente.
Joaquín Borras, por su parte, se iba sintiendo cada vez más feliz dentro de su nuevo imperio, solo y con todo un mundo de su propiedad. Las ratas no le importunaban, y el lejano rumor del mundo superior le arrullaba en su onirismo. Durante el día permanecía bajo la superficie, y por las noches salía al exterior a buscar su comida entre la basura. Y se sentía feliz así.
Fue de este modo como empezó a tejerse por toda la ciudad la leyenda del extraño monstruo que recorría las calles por la noche. Lo habían visto algunas mujeres públicas, algunos noctámbulos, algunos borrachos, algunos policías. En ocasiones había llegado a atacar a alguien cuando había sido descubierto, y los testigos estaban casi todos de acuerdo en afirmar que era un ser horrible y monstruoso, sucio y maloliente. La policía hizo algunas redadas sin poder descubrir su cubil.
Hasta que un día, en una de sus rondas, un policía vio una sombra confusa inclinada sobre unos cubos de basura. Le dio el alto. La sombra se volvió, y el policía se halló frente a una deforme figura de ojos fosforescentes que le miraba con una fijeza alucinante.
Joaquín apenas tenía ya un vago recuerdo de su lejana vida anterior, pero en ese borroso recuerdo la figura de los policías estaba clasificada como algo malo. En la casi completa oscuridad de la calle para él inundada de una luz personal, vio al policía llevarse una mano al cinto: malo. El policía no tuvo tiempo de sacar su arma: Joaquín se le echó encima con una fuerza incontenible, y ambos rodaron por el suelo.
Así forcejearon confusamente durante un buen rato. El policía, comprendiendo que había una fuerza inhumana en aquella horrible y pestilente forma que luchaba sobre él, gritó. Joaquín captó turbulentamente aquel grito que hería de un modo agudo y doloroso sus sensibles tímpanos, y trató frenéticamente de ahogarlo. Los dos rostros estaban muy juntos. El policía sentía el vaho fétido de un horrible aliento sobre él, y gritaba desesperadamente en demanda de ayuda. Joaquín, con las manos ocupadas en mantener inmóvil aquel flexible cuerpo que trataba de eludirle y se debatía bajo su presión, sólo vio una posibilidad y un medio de acallar aquel grito. El cuello del policía estaba ante sus ojos. Inclinó la cabeza y mordió furiosamente la garganta que vibraba emitiendo aquel horrible sonido.
Se oyó un brusco crujido y el grito se ahogó bruscamente en un gorgoteo. Joaquín siguió apretando los dientes, y su boca se llenó de pronto de un líquido caliente, espeso y dulzón, que le inundó de repente con un placentero sabor desconocido
Y aquello le gustó.
Fin