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diciembre 07, 2017
Vista del puerto de Parati desde el mar; al fondo, se destaca la iglesia de Santa Rita.
Nacido de las necesidades de un imperio en expansión, este puerto colonial portugués ha resistido airosamente los embates del tiempo.
Por Mark Holston.
PARATI es el más preciado de todos los regalos que se puedan hacer a nuestra era moderna: un recordatorio viviente de un estilo de vida obsoleto ya desde hace mucho por los avances de la tecnología y los caprichos de la historia; pero que, gracias a su aislamiento, se ha mantenido fresco y vívido como reliquia del pasado.
Aunque el viaje de tres horas a Parati, por carretera, recorriendo unos 145 kilómetros hacia el sur desde Río de Janeiro, es una tarea relativamente fácil para los aventureros de nuestro tiempo, este es el exuberante trópico de los sueños de Rousseau. La inabarcable vastedad de refulgentes playas desiertas se extiende por un mar azul aterciopelado, tachonado de docenas de frondosas islas de atractivo colorido. La perenne selva tropical se ve aquí engalanada con la rica policromía propia de las flores de la jungla, y su aire aromático vibra con los gritos de los guacamayos.
Al acercarse por la carretera Río-Santos, arteria vital de comunicación terminada en 1973 y conocida popularmente como la BR-101, es poco lo que mueve a pensar que la población próxima sea algo más que otro soñoliento villorrio olvidado. Un ejército de niños y perros domina las callejas alineadas con tiendas, hotelitos y humildes viviendas. Pero este es el Parati del siglo XX, que ha crecido en la periferia misma del corazón histórico de Brasil. Entrar al Parati legendario es cuestión, sencillamente, de traspasar las gruesas cadenas herrumbrosas que perezosamente ondean de un lado a otro de las calles de acceso al centro histórico, de arquitectura colonial.
Un artista callejero trata de captar la magia de la iglesia de Nossa Senhora do Rosário, construida para uso exclusivo de los esclavos negros.
El puerto, diseñado por ingenieros portugueses a principios del siglo XVII, nació de las necesidades de un imperio en expansión: había que facilitar el transporte del oro y de otras riquezas brasileñas desde los centros vitales de la nueva colonia hacia la metrópoli imperial, en Europa. Los portugueses buscaban un puerto que pudiese servir tanto de refugio seguro para su flota como de acceso directo a las minas auríferas en lo que hoy es el estado brasileño de Minas Gerais. El lugar, en el extremo sur de una extensa bahía que los portugueses llamaron Baía de Ilha Grande, parecía ideal. Aunque tiempo después sería opacado por otros puertos, como Salvador, Río y Santos, Parati desempeñó un papel decisivo en los comienzos de la historia brasileña.
El 24 de marzo de 1966, el presidente brasileño Humberto Castelo Branco declaró Patrimonio Nacional al centro histórico de Parati. Rígidas leyes federales prohíben el uso de vehículos automotores dentro del centro histórico, y los voluminosos códigos promulgados para preservar el estado original de los edificios impiden que se remodelen o se pinten en forma arbitraria.
Este sector histórico bien podría encajar en un área de diez manzanas, aunque su laberíntico trazado da la impresión de algo mucho más grande.
La arquitectura de entonces redujo las líneas estructurales a su más elemental forma tropical-colonial.
No obstante que la desalineada perspectiva de sus calles ofrece al turismo actual una experiencia singular de exploración urbana, los funcionarios portugueses de la colonia tuvieron en mente un tipo muy distinto de visitante cuando colocaron las primeras piedras de este complejo arquitectónico. Los ataques de piratas ávidos de oro constituían una tremenda amenaza a la seguridad pública, y la impresión inicial de callejones sin salida daba a los defensores de la plaza una importante ventaja estratégica sobre los invasores que, desorientados, no perpetraban con facilidad sus incursiones. Incluso el declive de las calles obedecía a un propósito. Al subir la marea, el agua del mar fluía hasta los puntos más alejados de la población; y al retroceder, con la bajamar, arrastraba la basura acumulada hacia la bahía. Resultado: Parati era una de las ciudades más limpias de su tiempo.
La misma composición de las serpenteantes ruas tiene relación directa con el periodo colonial. Los portugueses que llegaban descargaban toneladas de roca de las calas de sus barcos, reemplazando el lastre con lingotes del oro de Minas Gerais. Ese lastre, extraído de la campiña aledaña a Lisboa, se convertiría después en el revestimiento del creciente sistema de calles adoquinadas del puerto.
La arquitectura de la época simplificó los diseños estructurales a su más elemental forma tropical-colonial, reflejada con esplendor en las sencillas construcciones encaladas de uno o dos pisos de la Parati tradicional, adornadas con luminosas cenefas azules, amarillas, cafés, y rojas. Buena parte de los 35,000 habitantes de Parati viven en estas casas. Las iglesias de la ciudad son ejemplo del más avanzado desarrollo arquitectónico, pero aun en ellas los ornamentos son apaciblemente discretos. Uno de los templos más famosos, la iglesia de Nossa Senhora do Rosário, fue construido por los portugueses para uso exclusivo de los esclavos negros. En el extremo opuesto de la escala social, la iglesia de Nossa Senhora das Dores, de cara al océano, estaba reservada a la clase aristocrática, muy reducida, de la ciudad. Por otra parte, los mulatos reclamaban la iglesia de Santa Rita, que se ha convertido ya en un símbolo arquitectónico del Parati actual.
Se están extremando cuidados para conservar todo el centro histórico de Parati en su estado original, incluyendo sus calles adoquinadas.
Si bien los templos de Parati representan a una comunidad que en sus primeros tiempos vivió una marcada división de razas y clases sociales, los numerosos festivales son la esencia misma de su alma. Uno de ellos, el que los negros dedican a Nuestra Señora del Rosario, y que se celebra cada octubre, se originó porque no se les permitía participar en la fiesta de San Benedicto, antes de la Navidad, que era de suma importancia para la aristocracia colonial portuguesa.
Asimismo, el Carnaval se singulariza con arraigadas tradiciones locales que contrastan radicalmente con la concupiscente exuberancia de la famosa fiesta callejera de Río. Gigantescas figuras disfrazadas, llamadas boronofes, son la principal atracción del Carnaval al estilo de Parati. Una superestructura de aros y tablillas, cubierta con vestiduras colgantes de colores vivos, y rematada con una enorme cabeza de papel máché, crea una imponente figura hasta de tres metros de altura. Solos o en pequeños grupos, los boronofes se balancean por las calles de día y de noche, seguidos por niños curiosos. Pandillas de juguetones pilluelos, llamados mascaradinhos, se lanzan a las calles por la noche, vestidos con trajes descoloridos y disfrazados con policromas máscaras caseras. Burlonamente persiguen a otros niños, quienes a su vez se mofan de ellos con estribillos inveterados.
Talentosos artesanos locales cultivan variedades de arte regional originadas hace siglos. La confección de máscaras, sobre todo, se intensifica durante la temporada de carnaval. Otras florecientes artesanías peculiares de Parati son las jaulas de pájaros (ingeniosamente diseñadas para usarlas como macetas), las rabecas (primitivos violines para interpretar música folclórica), las canoas (canoas aborígenes talladas de troncos de cedro), y barcos en miniatura hechos a semejanza de las goletas de dos mástiles que dan servicio regular por las costas de la región.
Dos trabajadores transportan una de las gigantescas boronofes, primordiales en el carnaval de Parati.
La mejor manera de apreciar la población es comenzando temprano el recorrido. El sol matinal se alza lentamente sobre la bahía, esparciendo un efímero tinte dorado sobre las inmaculadas fachadas blancas del corazón colonial de la ciudad. Mientras el primer gallo se agita anunciando el nuevo día, José, un trabajador municipal, añade un solitario ritmo con su rastrillo a medida que limpia la estrecha playa de la acumulación nocturna de desperdicios arrojados por el mar.
Cerca, el pequeño mercado al aire libre recibe la primera entrega de carne y productos frescos. Ya entrada la mañana, la más reciente captura de pescado y camarón de la bahía está lista para su venta.
Mientras grupos de estudiantes en playera inician su lenta caminata hacia la escuela, los tenderos decoran sus escaparates con las artesanías de mayor atracción para los turistas argentinos que, de un momento a otro, llegarán en autobús.
Artesanías de confección local en exhibición, en las ventanas de casas convertidas en tiendas.
Quienes visitan este lugar, normalmente vienen aquí para armonizar sus mentes y sus almas con la casi espiritual atmósfera de este sitio singular. Pero Parati no es solamente ideal para quienes buscan adentrarse en el ambiente cultural de tiempos pasados. Su bahía es uno de los mejores sitios en Brasil para navegar en velero, y algunas de las playas más bellas del país están cerca, a un corto paseo en bote.
En años recientes Parati se ha convertido en una especie de Meca para los artistas brasileños, algunos de los cuales han abierto tiendas aquí. Y los ricos y famosos de Río y Sáo Paulo también son asiduos visitantes. Al cenar en alguno de los pequeños e informales restaurantes del pueblo, no es raro encontrarse en la mesa contigua con algún personaje famoso, desde la estrella de cine Sonia Braga hasta el sobrino nieto del emperador Dom Pedro II.
El mundo del espectáculo ha sabido apreciar las singulares características de la ciudad. Parte de la película brasileña Gabriela, Cravo e Canela se filmó aquí, y ese auténtico toque colonial enriqueció la adaptación cinematográfica del clásico de Jorge Amado. Incluso Mick Jagger, de los Rolling Stones, vino a Parati a filmar uno de sus videos musicales en las adoquinadas calles del puerto.
La aldehuela de la bahía ha vivido una larga historia. Casi olvidada durante mucho tiempo a causa del estancamiento económico y la falta de una carretera, Parati está ahora retomando el rumbo del desarrollo. El futuro dirá cómo habrán de influir el creciente impacto del turismo y el nuevo crecimiento económico en la tranquila vida del singular puerto. Sin embargo, con el respaldo oficial de su designación como patrimonio histórico, el centro tradicional de Parati soportará, sin duda, el paso de los tiempos con donaire. Como bien lo expresa uno de sus moradores: "Algunos lugares deben preservarse en su estado original, a fin de que nosotros y las generaciones futuras tengamos una pauta de comparación".
© 1987 POR MARK HOLSTON. CONDENSADO DE "AMERICAS" (ENERO Y FEBRERO DE 1988). PUBLICADO POR LA SECRETARIA GENERAL DE LA ORGANIZACIÓN DE ESTADOS AMERICANOS, EN WASHINGTON, D.C. FOTOS: MARK HOLSTON.