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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

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  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • Ancho igual a 1088
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  • + -

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    DÉJAME IR, MADRE (Helga Schneider)

    Publicado en diciembre 01, 2017

    A Daniela


    «El odio siempre me ha sido ajeno.»
    RUDOLF HÖSS
    (comandante del campo de exterminio de Auschwitz)


    Viena, martes 6 de octubre de 1998. En el hotel

    Hoy te vuelvo a ver, madre, después de veintisiete años, y me pregunto si durante todo este tiempo has sido consciente de cuánto daño has hecho a tus hijos. Esta noche no he pegado ojo. Ya es casi de día; he subido la persiana. Una luz mortecina se abre paso sobre los tejados de Viena.

    Hoy te vuelvo a ver, madre, pero ¿con qué sentimientos? ¿Qué puede sentir una hija por una madre que renunció a su papel de madre para integrarse en la perversa organización de Heinrich Himmler? ¿Respeto? Sólo por tu edad venerable. ¿Y aparte de eso?

    Es difícil decirlo: no siento nada. Al fin y al cabo, eres mi madre. Pero es imposible que sienta amor. No puedo amarte, madre.

    Estoy nerviosa, y recuerdo a mi pesar nuestro último encuentro, en 1971, cuando te volví a ver después de treinta años; me estremece recordar el espanto que sentí al descubrir que fuiste miembro de las SS.

    Y no te arrepentías. Seguías estando orgullosa de tu pasado, de haber sido una empleada modelo en aquella eficaz fábrica de los horrores.

    Son las seis, el cielo está plomizo; será un día lluvioso. Y hoy te vuelvo a ver, madre, por segunda vez desde que me abandonaste hace cincuenta y siete años: toda una vida. Siento una amarga inquietud, de anhelo impaciente. Porque, a pesar de todo, eres mi madre.

    ¿Qué nos diremos? ¿Qué me dirás? ¿Percibiré en ti alguna huella de amargura por el vacío que ha habido entre nosotras? ¿Me dedicarás esa caricia materna que deseo desde hace más de medio siglo? ¿O volverás a destrozarme con tu indiferencia?

    En 1971 yo vivía en Italia y tenía un hijo pequeño, Renzo; de repente, sentí la irrefrenable necesidad de buscarte. Te encontré. Y me precipité a Viena con mi niño para volver a abrazarte. Pero a ese nieto que te miraba con un entusiasmo lleno de curiosidad, tú lo trataste con frialdad, le negaste el derecho de tener una abuela, como me negaste a mí el de tener por fin una madre. Porque no querías ser madre; desde que nacimos, primero yo y luego mi hermano Peter, siempre nos confiaste a otros. Y, sin embargo, en el Tercer Reich la maternidad era incentivada de forma obsesiva, sobre todo por el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels.

    Hasta tu jefe, Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS, sostenía que sus miembros debían seguir siempre un principio: honestidad, lealtad y fidelidad a los que pertenecían a su misma sangre. Y tus dos hijos, ¿acaso no eran de tu misma sangre?

    No, tú no querías ser madre; preferías el poder. Delante de un grupo de prisioneras judías te sentías todopoderosa. Celadora de las desnutridas, exhaustas y desesperadas judías de cabeza rapada, de mirada vacía… ¡Qué miserable poder, madre!

    Miro el cielo inhóspito de Viena y me invade un impulso de rebeldía: me arrepiento de haber contestado con tanta solicitud a la llamada de una desconocida. Debería haberla ignorado, me digo, dejar que las cosas continuaran como en los últimos treinta años.

    He decidido viajar con demasiada precipitación.

    La carta llegó un día de finales de agosto y, por algún oscuro motivo, recelé de ella incluso antes de abrirla. ¿Qué podía contener aquel sobre de un empalagoso color rosa? No esperaba correo de Viena. Me fui de allí en 1963 y, desde entonces, había perdido el contacto con todas las viejas amistades.

    La autora de la carta se llamaba Gisela Freihorst y aseguraba ser una buena amiga de mi madre. Así fue como me enteré de que aún vivía.

    Sí, seguía viva, pero la habían trasladado hacía poco a un Seniorenheim, una residencia de ancianos, pues su estado de salud había empeorado: salía de casa y se perdía, se olvidaba de cerrar los grifos del agua o, peor todavía, la espita del gas, con lo que se arriesgaba a volar el edificio entero; en resumen, como se dice en estos casos, se había convertido en un peligro para ella y para los demás.

    Al principio la trataba el servicio de salud mental de su barrio: tenía que ir al centro de día tres veces por semana; para lo demás, se ocupaban de ella varias asistentas sociales, a las que siempre hacía huir desesperadas (era evidente que los años no le habían dulcificado el carácter, siempre receloso, huraño y rebelde). Pero al final habían decidido sacarla de su casa y llevarla a un lugar en el que pudiera estar controlada día y noche.

    «Su madre se acerca a los noventa años -terminaba la carta-, y podría irse en cualquier momento. ¿Por qué no considera la posibilidad de verla una vez más? Después de todo, sigue siendo su madre.»

    Aquellas palabras que quedaban entre lo sencillo y lo burocrático me conmocionaron profundamente. Después del decepcionante encuentro de 1971, había sepultado el recuerdo de mi madre en un rincón oscuro de la memoria; desde hacía muchos años vivía convencida de que, con el paso del tiempo, esa sepultura virtual se había transformado en una realidad. Imaginaba a mi madre inhumada en uno de esos encantadores cementerios de Viena, su ciudad natal y la de mi padre. Aquella Viena en la que había vivido de muchacha, en un colegio, sola y llena de rencor; la ciudad que había admirado pero no amado. Viena, la del inmortal orgullo imperial; la rigurosa, civilizada, verde, limpia y fría Viena.

    La Viena que ahora, con la perspectiva de veintisiete años, vuelvo a contemplar con una especie de cauta fascinación.

    Me había hecho ilusiones. Aquella carta metida en su empalagoso sobre rosa destrozó la confortable convicción de que mi madre había muerto, de que ya no tendría que enfrentarme al desgarramiento y al dolor por su culpa.


    •••


    Son las seis y veinte; empieza a lloviznar. El cielo sombrío aumenta mi inquietud.

    Debería haber ignorado la carta, cada vez estoy más convencida. Me habría inquietado durante unos días, pero luego la habría sepultado poco a poco junto a todo lo demás y me habría deslizado de nuevo hacia una aparente serenidad. Pero no. Me he dejado embaucar por las palabras afligidas de Frau Freihorst. O tal vez por la curiosidad: ¿qué aspecto tendrá ahora mi madre?

    ¿Es posible que estuviera renaciendo en mí una pequeña y estúpida esperanza? Quizá hubiera cambiado; quizá se hubiera arrepentido; tal vez la vejez le hubiera dulcificado el corazón; quizá hasta fuera capaz de un gesto maternal. Curiosidad, esperanza… y una especie de oscura atracción. Cedí y, casi como si temiese cambiar de idea, anuncié enseguida mi llegada a Frau Freihorst.

    Hoy te vuelvo a ver, madre, y me palpita el corazón. ¿Qué nos diremos? ¿Y si, como sucedió en 1971, sólo quieres hablar de ti y de tu pasado, de un pasado tan satisfactorio que te sentiste aniquilada tras el hundimiento del nazismo? ¿Intentarás, como entonces, elogiar a tus ex camaradas, entre los cuales me dijiste que había «intachables padres de familia»?

    Recuerdo que nombraste a Rudolf Höss. Alardeaste de haberlo conocido bien, así como a su mujer y a sus hijos. Dijiste que fue el mejor comandante de Auschwitz y que te disgustaste mucho cuando lo trasladaron. Ya no podrías ir a visitar a Frau Höss a su hermosa casita de la SS-Siedlung, fuera del recinto electrificado, contra cuya alambrada se lanzaban muchos prisioneros para encontrar una muerte rápida y liberadora. Ya no podrías recuperar las fuerzas en la idílica casita de los Höss, ya no podrías vencer el cansancio que de vez en cuando conseguía postrar hasta a una celadora irreductible como tú.

    Después tuve ocasión de leer las memorias que Höss escribió en los meses que precedieron a su juicio y ejecución, y recordé con incrédulo espanto tus enfáticas descripciones. Pero tal vez, madre, tal vez hayas cambiado. Es posible que ahora podamos hablar, como hablan una madre y una hija que no se han visto desde hace veintisiete años y que no han hablado en toda su vida.

    De una declaración jurada de Rudolf Höss, miembro de las SS y comandante de Auschwitz del 1 de mayo de 1940 al 1 de diciembre de 1943, procesado y condenado a muerte por un tribunal polaco:

    Las ejecuciones masivas en las cámaras de gas comenzaron el verano de 1941 y se prolongaron hasta el otoño de 1944. Yo supervisé personalmente las ejecuciones en Auschwitz hasta el 1 de diciembre de 1943 […].

    La «solución final» de la cuestión judía significaba el exterminio de todos los judíos de Europa.

    En 1942 recibí la orden de aumentar la eficacia de las ejecuciones en Auschwitz. En aquella época existían otros tres campos de exterminio en el Gobierno General: Belzec, Treblinka y Wolzec. Estos lager se encontraban bajo el mando de la policía de seguridad y del SD, el servicio de espionaje y seguridad del Reich.

    Fui a Treblinka para comprobar su método de exterminio. El comandante del lager me dijo que había aniquilado a 80.000 personas en seis meses, en su mayoría judíos del gueto de Varsovia. Utilizaba monóxido de carbono, aunque en su opinión el método no era muy eficaz. Cuando construí el barracón de exterminio de Auschwitz utilicé Zyklon B, un ácido prúsico cristalizado que introducíamos en las cámaras de gas a través de pequeñas aberturas. La muerte tenía lugar entre 3 y 15 minutos después. Cuando ya no se oían gritos sabíamos que todos estaban muertos.

    Otra mejora respecto a Treblinka fue la construcción de cámaras de gas con capacidad para dos mil personas, mientras que las diez cámaras de gas de Treblinka sólo podían contener doscientas.

    En Auschwitz, el método de selección de las víctimas era el siguiente: dos médicos examinaban a los nuevos prisioneros, que llegaban a un ritmo frenético. Los prisioneros desfilaban ante uno de los médicos, que indicaba su decisión con una señal. Los que estaban capacitados para trabajar eran enviados al campo; los otros, inmediatamente al barracón de exterminio. Los niños se exterminaban sin excepción, ya que no podían trabajar.

    Una mejora posterior con respecto a Treblinka fue la siguiente:


    Mientras las víctimas de Treblinka casi siempre sabían que iban a ser aniquiladas, en Auschwitz procurábamos engañarlas haciéndoles creer que íbamos a despiojarlas. Como es lógico, a veces intuían nuestras verdaderas intenciones y, como consecuencia de ello, teníamos que sofocar revueltas. A menudo, las madres intentaban esconder a sus hijos pequeños bajo los vestidos, pero los encontrábamos con facilidad y enseguida los enviábamos a la cámara de gas. Aunque debíamos efectuar el exterminio en absoluto secreto, el hedor pútrido y nauseabundo que producían las cremaciones ininterrumpidas se extendía por los alrededores, y la gente de los pueblos cercanos sabía que en Auschwitz se estaba llevando a cabo el exterminio…

    [Die Waffen-SS, Rowohlt, Berlín, 1998. Texto y documentación de Wolfgang Schneider.]


    Qué insoportable me resulta pensar en aquellos niños separados de sus madres para ser enviados, solos, a la cámara de gas.

    Qué insoportable me resulta pensar que mi propia madre fue cómplice de todo aquello.


    •••


    Cae una lluvia lenta y triste; el asfalto, delante del hotel, brilla trémulo a la luz de la farola todavía encendida.

    Poco a poco, mientras el amanecer incierto se va transformando en una mañana húmeda, empiezo a notar una gran debilidad; en cambio, tengo la mente muy despejada, aunque la atraviesan destellos de tortuosos pensamientos. Necesitaría un café, un buen café fuerte, a la italiana.

    Hoy vuelvo a verte, madre, y esa perspectiva me abre un abismo en la boca del estómago. Han pasado veintisiete años desde nuestro último encuentro. ¿Podremos salvar algo, madre? ¿No es demasiado tarde para todo, incluso para tratar de comprender, de perdonar, de iniciar una relación exigua y atrozmente tardía entre madre e hija?

    —Abre las manos -me dijiste.

    Nunca lo olvidaré. Me habías arrastrado del brazo, como para contarme un secreto, al dormitorio de tu pequeño apartamento en el barrio de Mariahilf, y abriste un cajón: un gesto antiguo, preludio de un regalo, ¿no es verdad, madre?

    —Abre las manos.

    Y me las llenaste de anillos, pulseras, gemelos, colgantes, alfileres, un reloj y un nudo de collares y gargantillas. Durante un segundo me quedé contemplando todo ese oro sin comprender. Y cuando comprendí, fue como si me quemase las manos. Abrí las palmas y las joyas tintinearon en el suelo. Me miraste desconcertada.

    —Quería hacerte un regalo -dijiste con un candor feroz-. Podrían servirte en caso de necesidad, en la vida nunca se sabe.
    —No lo quiero -contesté.

    Entonces empezaste a recoger las joyas una a una, con pesarosa meticulosidad. Cuando levantaste con delicadeza una cadenita, el corazón me dio un vuelco.

    Era una de esas cadenitas que se regalan a las niñas en su cuarto o quinto cumpleaños, una cosita de apariencia ligera pero de muy buena factura. En ese momento, mientras recuperabas tu oro, una imagen se superpuso a la tuya con absoluta nitidez: empujabas hacia la cámara de gas a la niña de la gargantilla. Todo se decidió en ese instante. De una cosa estuve segura: yo, a esa madre, no la quería.

    Esa madre que nunca me había buscado y que ahora ignoraba a mi hijo, solo en la sala de estar con un álbum para colorear.

    Todavía recuerdo tu despechada desilusión. ¿Cómo me permitía yo, tu hija, rechazar tal regalo? ¿Pero de verdad, madre, creías que podías resarcirme de tu larga ausencia con un puñado de oro?

    —¿Seguro que no las quieres? — dijiste por última vez.

    ¡Qué obtusa e irritante insistencia! Repetí mi negativa con dureza. Ni siquiera intenté explicarte las razones: habría sido inútil.

    Estoy preparada. Sólo tengo que bajar al vestíbulo, donde me espera mi prima Eva, que ha venido expresamente de Alemania para estar hoy conmigo. De repente, siento la tentación de anular la visita. Sin embargo, dudo que ella fuera cómplice de ese acto de pueril cobardía. Es una mujer de carácter dulce pero coherencia férrea.

    Eva es hija de la hermana de Stefan, mi padre; nos encontramos hace un par de años tras una larga separación.

    La última vez que la había visto había sido en 1942, en Berlín, donde sus padres poseían una espléndida villa a la que acudía la alta sociedad de la capital. Fue con ocasión de las segundas nupcias de mi padre con Úrsula, una joven y agraciada berlinesa que se convertiría en mi acérrima enemiga. No me quería, sólo aceptaba a Peter, mi hermanito. Y yo pagaba su rechazo con la misma moneda. Una reacción instintiva, animal.

    Mi padre conoció a Úrsula durante un permiso y, según me contaron, fue el clásico flechazo. Quizá, pero si se decidió a pedir el divorcio y celebrar una boda un tanto precipitada fue también porque quería dar una nueva madre a sus dos hijos, todavía pequeños. La otra, la verdadera, se había marchado un año antes, en otoño de 1941: yo tenía cuatro años, Peter, diecinueve meses. Nos abandonó para enrolarse en las SS. Como nos quedamos solos, nos acogió la tía Margarete, la hermana de mi padre. Sin embargo, debido a la precaria salud de la tía, sólo podía ser un arreglo temporal. La abuela habría sido feliz criándonos, pero era demasiado mayor, y juzgaron conveniente que los dos niños crecieran al lado de una mujer joven, con las energías todavía intactas. El razonamiento, impecable en teoría, resultó desastroso en la práctica.

    Después de ese blitz con fines matrimoniales, mi padre volvió al frente. Desde el principio, la convivencia con mi madrastra fue un infierno. Enseguida se desembarazó de mí recluyéndome en una institución para niños difíciles, una especie de depósito para los muchachos que las familias no querían tener en casa, y allí casi me dejé morir de hambre (no veía otro modo de huir de aquel lugar de horror y desesperación).

    —¿Cómo te encuentras? — me pregunta Eva. Desayunamos en una sala tranquila cuyas ventanas dan a un patio con árboles, sofocado por una humedad brumosa.
    —Muy mal -contesto, lanzando una mirada rabiosa a la máquina de café exprés de marca italiana, que hace de todo excepto café italiano-. Si al menos pudiese tomar un buen café…
    —Ya te has bebido tres -me recuerda.
    —Agua sucia -sentencio.
    —Es increíble lo apegados que estáis los italianos a vuestro café -bromea mi prima. A sus ojos yo ya soy «la italiana».
    —Y vosotros a vuestros würstel -replico, aunque sin acritud; quiero mucho a Eva: a pesar de los años transcurridos, sigue siendo como una hermana.
    —Ánimo -me exhorta-. Yo estoy aquí.
    —Me impresionará. Habrá envejecido mucho, quizá ni siquiera la reconozca.
    —Claro -confirma con afectuosa ironía-. Ya se sabe, las madres envejecen.

    Me rebelo con resentimiento.

    —¡Una cosa es ver envejecer a tu madre día a día y otra es ir a su encuentro casi por primera vez cuando tiene sesenta años y por segunda vez cuando tiene casi noventa!
    —Tienes razón -asiente ella con aire meditabundo, poniendo su mano solidaria sobre la mía-. Pero ya no puedes echarte atrás. Además, quién sabe si luego no te alegrarás…
    —Tengo náuseas -anuncio con desconsuelo.

    El taxi es puntual: lo hemos pedido con antelación porque la residencia se encuentra fuera de Viena.

    El taxista es un cuarentón, más ancho que alto, de prominente barriga. Los tres permanecemos en silencio escuchando una briosa polca de Smetana. Sigue lloviznando, hay un cielo plomizo. Los limpiaparabrisas rechinan en el cristal con monotonía. Vuelvo a pensar en el expediente de mi madre; Eva y yo lo sacamos ayer del Centro Wiesenthal. Su currículum es aún más estremecedor de lo que había previsto: activismo temprano en el Partido Nacionalsocialista, luego Sachsenhausen, Ravensbrück y, por último, Auschwitz-Birkenau. En el campo de concentración femenino de Ravensbrück colaboró en experimentos realizados con prisioneras; luego siguió un curso para formar a futuras celadoras de los campos de exterminio. A Birkenau enviaban a las más duras, a las más insensibles.

    Estamos atravesando un pueblecito de la periferia de Viena. De pronto, Eva le pide al taxista que se detenga frente a una floristería.

    —¿Flores? — le pregunto, con recelo.
    —No querrás presentarte con las manos vacías…
    —¿No te parece hipócrita?
    —A veces las formalidades son necesarias -declara con implacable dulzura.

    El taxista se detiene delante de una floristería. El interior de la tienda está revestido de madera clara y despide un fuerte olor a cementerio.

    —¿Qué flores te gustarían? — me pregunta Eva en tono práctico.
    —No he pensado en flores -replico, enfadada.
    —De acuerdo, yo me encargo.

    Elige unas sobrias y no demasiado vistosas, y cuando el ramo está preparado hace un gesto a la dependienta para que me lo dé a mí. Lo cojo casi con recelo, como si ocultara un peligro. Tengo la impresión de que me pincha los dedos.

    —Hay espinas -protesto.

    La dependienta, una mujer de intensos ojos azules y cabello color camomila sujeto en la nuca con una cinta de terciopelo, se muestra ofendida.

    —No hay espinas -contesta.
    —Pues… -refunfuño.
    —Basta de historias -me susurra Eva.

    Pagamos y salimos. Me vuelvo y veo que la florista nos observa a través de la puerta acristalada de la tienda.

    —Espinas… -Eva se ríe con una mezcla de afecto e ironía.

    Llegamos a la cita, fijada a las diez, con un cuarto de hora de adelanto.

    El taxista se detiene frente a un gran portal: al otro lado de un elevado muro entreveo un conjunto de edificios de color claro. El taxista nos abre la portezuela, nos desea «einen schönen Tag», mete de nuevo la prominente barriga en el automóvil y se marcha.

    Estamos a punto de entrar cuando, de repente, siento que me ahogo.

    —Espera… -jadeo.
    —¿Qué te pasa? — me pregunta Eva, preocupada.
    —Me falta el aire.
    —Aspira profundamente, eso es la emoción.
    —No estoy emocionada -aseguro. El pánico me paraliza.

    Me alejo del portal y me apoyo en el tronco de un viejo plátano. Estoy confundida y enfadada conmigo misma. Habría podido evitar todo esto ignorando la carta. Ahora, mientras poco a poco recupero el aliento, pienso en el modo de escabullirme, de volver sobre mis pasos.

    —¿Estás lista? — me pregunta Eva.
    —No -replico, propinándole una patada al árbol que me ha sostenido.

    De repente, me sobreviene un violento ataque de tos.

    —¿Qué… me… pasa? — sollozo.

    Abro el bolso para buscar un pañuelo, pero su contenido cae y se esparce por la hierba mojada. Estoy a punto de llorar.

    Eva se inclina para ayudarme a recoger mis cosas; de pronto, nos miramos a los ojos.

    —¿Recuerdas lo que me llamaste en mil novecientos cuarenta y dos, en Berlín, cuando nos vimos por última vez? — le pregunto, en equilibrio sobre los talones.

    Eva arquea las cejas.

    —Me parece que te llamé vaca estúpida.
    —Eso es. ¿Cómo te atreviste?
    —¡Es que tú me habías llamado a mí cabra estúpida! — protesta ella.

    Nos echamos a reír.

    —Han pasado cincuenta y seis años… -digo entre suspiros cuando las carcajadas se apagan. Me levanto con cierto esfuerzo, con una mano en la espalda-. Ya somos viejas…

    Cuando estoy de nuevo en pie, Eva me escudriña con expresión crítica.

    —¿Qué pasa? — le pregunto, con desconfianza.
    —Deberías retocarte el maquillaje. Tienes el carmín en los párpados y la sombra de ojos en los labios.
    —Wunderbar -digo, y saco lo necesario: espejo, barra de labios y polvos compactos.
    —¿Lista? — vuelve a probar Eva.
    —No.
    —Es igual -comenta ella, seca-. Sólo faltan unos minutos.

    En la portería preguntamos por Fräulein Inge, tal como me dijeron que hiciera cuando llamé por teléfono desde Italia para avisar de mi visita.

    El portero, un avispado gigantón con bigotito de rata, se pone en movimiento desde su impresionante centralita telefónica.

    —¿Ven ese edificio marrón claro que hay detrás de la fuente? Vayan allí y pregunten en recepción.

    La angustia, aliviada poco antes por la risa, me devora de nuevo, desnuda y opresora. Además, me siento ridícula con el ramo.

    —Mira cómo pincha -murmuro, sobre todo para comprobar que no me he quedado sin voz. Estoy ardiendo y me pica la planta de los pies-. Espera -le digo a Eva, tirándole de la manga del abrigo.
    —¿Y ahora qué pasa? — me pregunta, con la expresión de una hermana cariñosa que ha perdido la paciencia.
    —Tengo que quitarme los zapatos.
    —¿Los zapatos? — balbucea, consternada.
    —Me pica la planta de los pies… -imploro, pero Eva niega con la cabeza.
    —No pienses en ello. Pasará. — Me coge del brazo y me conduce hacia un amplio portal-. Llegamos puntuales, ya son las diez -advierte con satisfacción.

    Una vez atravesado el umbral, nos encontramos ante una jaula transparente ocupada por dos jóvenes con aspecto de azafatas. Una de ellas está trabajando frente al ordenador; me dirijo a la otra y, después de decirle mi nombre y apellido, pregunto si puede avisar de mi llegada a Fräulein Inge.

    La joven marca un número con las uñas pintadas de rosa.

    —Enseguida viene -me comunica luego con una amabilidad completamente profesional.

    Pero un instante después se gira y su sonrisa se apaga. Su colega le ha llamado la atención sobre algo que aparece en la pantalla del ordenador. Ambas observan con detenimiento, leen concentradas. Luego se vuelven y me miran de reojo. Creo entender. Soy la hija de la ex nazi.

    Noto una incomodidad que no me resulta nueva. Me acerco a la pared y finjo estudiar un grabado que reproduce un pueblo situado a orillas de uno de esos deliciosos lagos del Salzkammergut austriaco. Recuerdo aquella vez en Milán, hace dos años.

    Me habían invitado a participar en un acto que conmemoraba el cincuentenario de las leyes raciales. Entre los que intervenían en el teatro abarrotado había un historiador, un escritor, representantes de la vida cultural milanesa, dos deportadas a los campos de exterminio nazis y yo, la hija de una celadora de Auschwitz-Birkenau.

    Durante una pausa en las intervenciones, se me acercó una mujer, superviviente de Birkenau. Me miró fijamente a los ojos y luego explotó a quemarropa:

    —¡La odio!

    Por un instante me quedé sin habla.

    —¿Por qué? ¿Por qué me odia? — le pregunté cuando me hube recuperado.
    —Porque su madre era celadora en Birkenau y creo que la recuerdo. Era una rubia de mano de hierro que un día me arrancó los incisivos con una porra. Era así, ¿no? Una rubia fuerte… -Me miraba con una agresividad cargada de resentimiento.
    —No… no lo sé -balbucí.
    —¿No sabe si su madre era rubia o no? ¡Tendrá una foto, algo! ¡Quiero saberlo, quiero saber si aquella rubia de Birkenau era su madre!

    Me había agarrado de la muñeca y me apretaba con dedos nerviosos. Moví la cabeza, impotente.

    —No podría decírselo. Cuando mi madre estaba en Birkenau yo no tenía ningún contacto con ella. Yo… yo… -La voz se me ahogó en la garganta.
    —No importa. — La mujer me soltó, dejó caer la mano-. Perdone… -Se quedó callada y curvó los hombros en un gesto extraño y patético.

    Tendría unos setenta años, era pequeña y frágil, y su rostro estaba marcado por un sufrimiento antiguo e imborrable.

    Uno de los organizadores, que había observado la escena, se acercó.

    —Francamente, no me parece que…
    —Tiene razón -lo interrumpió la mujer, con los hombros cada vez más curvados-. Lo siento… Ha sido más fuerte que yo. Perdonen.

    Iba a volver al palco y entonces fui yo quien la retuvo por un brazo y la miró a los ojos.

    —No tiene que pedir disculpas -le dije-, pero no puede acusarme de nada. Cuando acabó la guerra yo tenía siete años y medio.

    Su rostro se suavizó un poco.

    —Siete años y medio… -repitió-. Tiene razón. Perdone otra vez. — Y se alejó.
    —Hay que comprenderlos -comentó el profesor que había intervenido en mi defensa mientras la seguía con la mirada-. Nunca podrán olvidar.
    —Lo sé -repliqué.

    Nadie que haya estado en los campos ha salido totalmente de ellos. Ningún superviviente de Auschwitz se ha curado por completo del Mal.

    —¿Las señoras me esperan? — pregunta una voz joven y clara. Fräulein Inge es una mujer de unos treinta años, de cara redonda, sonrosada y seráfica.

    Intercambiamos las primeras frases de cumplido.

    —Entonces, ¿hace veintisiete años que no ve a su madre? — Sonríe. En su tono no hay huella de reproche.

    Contesto haciendo un esfuerzo, tragando saliva. Es como si las cuerdas vocales se me hubieran paralizado.

    —Sí… Claro que hay motivos… Es decir, puede parecer extraño que una hija…

    Fräulein Inge mueve la cabeza con dulzura.

    —No tiene que justificarse, eso es un asunto estrictamente privado.

    Aprecio su discreción, pero al mismo tiempo me siento frustrada. Me habría gustado explicarle… Me pregunto qué saben aquí de mi madre.

    —Querría preguntarle una cosa -consigo articular por fin-. ¿Mi… mi madre oculta su pasado o…?
    —En absoluto -responde-. Pero no es ningún problema, créame.
    —Entonces, ¿mi madre habla de él con sus compañeras?
    —A veces.
    —Y…
    —¿Que cómo reaccionan? — Sonríe casi con ternura-. Muchas de ellas, al igual que su madre, tienen problemas de memoria. Al cabo de una hora ya lo han olvidado todo.
    —Me gustaría saber otra cosa. — El corazón me late con fuerza.
    —Por favor, continúe.
    —¿Cómo se expresa mi madre cuando habla de sus hijos?

    Fräulein Inge contesta con objetividad.

    —Cuando llegó aquí mencionó que sus hijos la habían abandonado, pero días después cambió de versión y dijo que ambos habían muerto. Y de ello parece convencida hasta hoy.

    Entreveo un destello de vil esperanza.

    —¿No puede ser peligroso para su mente verme aparecer como de la nada? — sugiero-. ¿No podría provocarle un shock?

    Una fina sonrisa juega con la boca de Fräulein Inge.

    —¿No ha hablado con el médico que trata a su madre? — me pregunta con discreción. No puedo negarlo.
    —Sí, lo he hecho. Y ha dicho que… no había contraindicaciones.
    —Bien -replica poniéndome una mano en el hombro-. Entonces, por mi parte tampoco las hay. La acompaño a verla.
    —Un segundo -digo enseguida. El pánico me oprime la garganta.
    —¿Desea preguntarme algo más? — Su tono diplomático me desarma: ha comprendido mi desesperada intención de ganar tiempo.
    —¿Cómo está? Quiero decir, físicamente.
    —Su madre está bastante bien… Claro que tiene la edad que tiene. Sufre algunos achaques, aunque en realidad son muy leves.
    —¿Y… mentalmente?
    —Va por días. Pero recibe un tratamiento. Intentan mejorar su memoria y favorecer su socialización.
    —¿Tiene dificultades de socialización?
    —Bueno…, su madre tiene un carácter algo difícil.
    —¿En qué sentido?

    Ahora Fräulein Inge nos invita a desplazarnos hasta una ventana: estamos obstaculizando el corredor.

    —A veces está alegre y bromea con las compañeras y con el personal. Habla del pasado, a menudo de los años que ha vivido con su amiga Frau Freihorst. También habla de la cárcel y…, sí, a veces siente la necesidad de recordar aquellos tiempos. Es decir…, los campos. Cuando aborda ese tema lo hace con extrema lucidez, aunque lo normal es que al día siguiente no recuerde ni una palabra de lo que ha dicho.

    Una pausa. El aire del corredor es caliente y un poco sofocante.

    —¿Puedo abrir un momento la ventana? — le pregunto jadeando a Fräulein Inge.
    —Por supuesto -contesta-. ¿No se encuentra bien?
    —Sólo son los nervios…

    Abre la ventana, una pesada y altísima del siglo XIX, y yo me asomo un momento y apoyo los codos en el amplio alféizar.

    El aire es húmedo pero no frío, y el perfume de la vegetación mojada me tranquiliza. Un mirlo se columpia en la rama de una picea joven mientras lo contempla un pájaro de plumas enmarañadas.

    Me reanimo, me aparto y cierro la ventana.

    —Estoy lista -declaro, aunque sin demasiada seguridad.

    Subimos al piso de arriba y llegamos a un largo corredor donde hay bastante movimiento. Enfermeras, médicos, parientes de visita, personal de servicio… A lo largo de una pared decorada con grabados de colores están dispuestos varios grupos de pequeños sillones y mesitas. Dos señoras charlan animadamente, otras leen el periódico o hacen punto y alguna habla por un teléfono móvil.

    Fräulein Inge detiene a una compañera y le pregunta si ha visto a mi madre. La otra, una muchachota mofletuda de aspecto infantil, abre los ojos, mira a su alrededor y exclama perpleja:

    —¡Acabo de verla hace un momento! A lo mejor ha ido al baño.
    —Perdonen un segundo -dice Fräulein Inge, y asoma la cabeza en un cuarto de baño y luego en otro. En ese momento la veo, en un corredor lateral.

    Más que reconocerla, «siento» que es mi madre. Que esa mujer es mi madre. Noto una especie de escalofrío entre los omoplatos y un violento vuelco del corazón.

    Cómo ha cambiado. La contemplo desde lejos. Cómo ha cambiado.

    —¿Qué pasa? — me susurra Eva.
    —La he visto -contesto, afónica.
    —¿Dónde está? — Señalo con la barbilla-. ¿Esa señora sentada al lado de la ventana?

    Entonces vuelve Fräulein Inge.

    —No me lo explico -dice, desorientada-, no la encuentro por ninguna… Ah… sí, es ella. — Y me roza el brazo en un gesto de comprensión.
    —Necesito recuperar el aliento -tartamudeo.
    —Tranquila, no hay prisa. Comprendo lo que siente.

    No puedo respirar y tengo la frente bañada en sudor. Eva me aprieta el brazo.

    —Ánimo, yo estoy aquí…

    Levanto los ojos, encuentro la fuerza para volver a mirar a mi madre.

    Está sentada en un sillón, absorta, con una postura de abandono que me llega al corazón. Es el abandono de una persona extraviada, perdida en un vacío átono e incoloro. Permanece inmóvil, casi como si temiera que el mínimo desplazamiento pudiera volver a sumirla en un abismo negro, sin fondo. Me siento turbada, conmovida, impotente.

    Contempla una hilera de plátanos a través de la ventana, pero su mirada está vacía. Mira, pero no ve.

    —Vamos, acércate, háblale -me exhorta mi prima con cariño.

    Sin embargo, yo estoy como paralizada: sólo noto el corazón, que me late desquiciado, y un fuerte temblor que me sacude las piernas. Tengo la respiración entrecortada y la visión nublada.

    No, no me lo esperaba. No esperaba que el solo hecho de ver a mi madre me afectara hasta ese punto. ¿Conseguiré alguna vez describir las sensaciones que se alternan en mí en este momento y que no logro dominar?

    Inspiro profundamente y trato de recuperar el control de mis nervios.

    —Vamos, acércate -insiste Eva.

    Doy unos pasos con esfuerzo. Luego aprieto los labios y avanzo con decisión hacia mi madre. Me detengo delante de ella para obligarla a que levante la vista hacia mí.

    Por fin nos encontramos cara a cara. Está vieja, delgada, es increíblemente frágil. No pesará más de cuarenta kilos. Hace veintiséis años todavía era una mujer sana, vigorosa, fuerte. No consigo reprimir un sentimiento de piedad infinita.

    De repente, clava en mí sus ojos de un azul intenso. No los recordaba tan azules. Son vítreos, gélidos, vacíos.

    Tiene la cara descarnada, la piel grisácea y transparente, la nariz pequeña y afilada. Y el cuerpo, aunque esté sentada, parece una cáscara vacía a punto de resquebrajarse. Los hombros son débiles, el pecho está hundido. De repente, este simulacro de mi futura senilidad me produce una angustia visceral, biológica.

    Me inclino un poco hacia delante, quiero romper el vacío que hay en su mirada. Permanezco con los ojos sumergidos en los suyos, en los ojos de mi madre.

    Después de unos instantes, en el fondo de esas pupilas empieza a despertarse algo, un brillo imperceptible, una llama incierta.

    De pronto escucho una voz que no recuerdo, una voz senil, de timbre seco y poroso.

    —Yo te conozco.

    El corazón me late desbocado.

    —¿Eres mi hermana? — pregunta, dirigiéndose más a sí misma que a mí; pero enseguida rechaza la idea-: No, mi hermana está muerta -declara, con un gesto sombrío que parece querer apartar ese pensamiento incómodo.
    —Soy tu hija.
    —¿Quién? — Y se inclina para acercar la oreja, como si intentase atrapar el eco de un sonido remoto. Después mueve resueltamente la cabeza y declara con voz dura-: Mi hija también está muerta.

    Inclina la cabeza, curva la espalda y se queda mirando los dedos con una atención exagerada, como si nunca los hubiera visto.

    Tiene las manos largas, blancas, huesudas y seniles. Siento una especie de repulsión hacia esas manos. Por un segundo me avergüenzo de ellas, pero no puedo hacer nada: no he aprendido a amarlas a medida que iban ajándose.

    —Soy tu hija -repito, mientras aparto la vista con esfuerzo de esas manos.
    —¡No! — se obstina ella-. Mi hija murió hace mucho tiempo.

    Entonces le levanto la barbilla y digo con firmeza:

    —Mí-ra-me, soy-tu-hi-ja.

    Y sin darle tregua, saco del bolso el osito y se lo pongo delante de los ojos.

    Ese osito raído, un patético recuerdo de mi niñez, me lo dio el día anterior Frau Freihorst, la amiga de mi madre, una mujer pequeña, redondita, con un aire serio y de buena persona, varios años más joven que mi madre, que olía a canela y a jabón de Marsella. Nos acogió a mi prima y a mí con una calidez embarazosa en su vieja casa vienesa, llena de muñequitos y centros de ganchillo.

    Conocía a Traudi (diminutivo cariñoso con el que llamaba a su amiga) desde hacía más de cuarenta años, y nunca la había juzgado por su pasado porque no le correspondía a ella juzgarla. En cambio, había seguido con creciente angustia su lento deterioro mental, y la inexorable progresión de la enfermedad la había impulsado a escribirme.

    Nos mostró, no sin malicia, muchas fotografías de ella y de mi madre en los años en que tenían un grupo de amigos, viudos, divorciados y hasta solteros recalcitrantes, como especificó con un guiño.

    Su amistad con Traudi era una de esas amistades, no tan raras, que se dan entre personas de temperamento muy distinto, por no decir opuesto: Frau Freihorst calificaba a mi madre de «terrible» y «loca de atar», pero la había querido de verdad, antes de que la vejez les empañara la vitalidad y la iniciativa.

    Ni siquiera sus historias tenían algo en común: frente al fanatismo de la una, la otra siempre había sido una ciudadana subordinada al deber, que había entregado a la guerra de Hitler un marido y dos hijos, y los había perdido a los tres. Luego había soportado con resignación y pasividad los acontecimientos que la arrollaron, a ella y a su país.

    —Lo quisimos -admitió con suave franqueza-. Yo también voté por la anexión de Austria, y cuando Hitler atravesó Viena en un Mercedes descubierto, le lancé un ramillete de flores.

    Se disculpó varias veces por haberme escrito. Pero lo había hecho por afecto, dijo. Quizá se había inmiscuido en cosas que no la concernían, pero…

    —Físicamente, Traudi todavía está sana -observó con lágrimas en los ojos-, aunque nunca se sabe. Podría quedarse dormida una noche y no volver a despertar. Y si no se ven al menos una última vez…
    —Se lo agradezco, créame -procuré tranquilizarla con el tono más convincente que pude encontrar.

    A continuación, me contó lo que había sucedido después de mi visita de 1971. Mi madre había empezado a tener sentimiento de culpa -sentimiento que antes le resultaba desconocido- con respecto a mí, a mi hermano y a nuestro padre. Al principio se irritaba y procuraba apartarlo; luego, poco a poco, como si un tumor le creciera en el cuerpo, empezó a comportarse de una forma muy extraña.

    —Es decir -prosiguió la mujer en tono afligido-, que le entró la manía de eliminar de su apartamento todo lo que tenía que ver con su ex marido y sus dos hijos. Fotografías, documentos, objetos…
    —¿Eliminar? ¿Qué quiere decir?
    —Los iba tirando a la basura junto con cosas nuevas, recién compradas.
    —¿Cosas nuevas recién compradas? — pregunté incrédula.
    —Sí, formaba parte del rito. Tenía que tirar sus cosas junto a objetos que compraba a propósito. Adquiría de todo, zapatos y libros, pijamas y vajillas, vestidos y manteles. Un día volvió a casa con un enorme cactus que acabó como lo demás. Ah, también tiró una cámara fotográfica, ¿sabe?, de esas que hacen las fotos instantáneas. Eso también acabó en la basura, y ya puede imaginarse lo que sucedió en el vecindario. Corrió la voz de que su madre tiraba cosas nuevas, y se desencadenó una triste competición por ver quién conseguía recuperar de los contenedores los objetos más interesantes y caros. Imagínese, el cactus se lo disputaron dos ancianas, y una de ellas acabó en el suelo y se hizo una herida muy fea en la cabeza. La acera estaba llena de sangre, un espectáculo lamentable. Llegó la ambulancia y se formó una multitud de curiosos. Y todo por un estúpido cactus.

    Frau Freihorst no era consciente de mi desconcierto.

    —No sé cómo se llama en psiquiatría el comportamiento de Traudi, pero, en mi opinión, fue un rito de enterramiento. En resumen, para eliminar su sentimiento de culpa, su madre les hizo a usted, a su hermano y a su padre unos funerales simbólicos. Los muertos no pueden pedir cuentas, ¿comprende?
    —Ninguno de nosotros pretendía pedirle cuentas de nada -objeté.
    —Pero ella no lo sabía. Quién sabe el caos que había en su pobre cabeza.
    —¿Luego se tranquilizó?
    —Sí, pero le pusieron un tratamiento. Yo la acompañaba. Tres veces por semana tenía que presentarse en el servicio de salud mental de nuestro barrio. Más o menos entonces empezó su manía por la limpieza.
    —¿Qué hacía?
    —Limpiaba su apartamento de la mañana a la noche. Limpiaba y limpiaba, volcaba cubos enteros por el suelo, tantos que a veces el agua llegaba hasta el rellano. Limpiaba con furia, y la intervención de los asistentes sociales no servía para nada.
    —¿Y eso qué significaba?
    —Quién sabe… -La mujer se encogió de hombros-. Quizá quería limpiar su pasado, digamos que aclarar… la fealdad. Esa fase duró alrededor de un año y luego se interrumpió de un día para otro. Pasó un periodo bastante tranquilo, parecía que había vuelto la Traudi que yo conocía. Pero después empezó a tener problemas con la memoria reciente… Ocurrió lo del azúcar.
    —¿El azúcar?
    —Sí. Lo compraba un día y al siguiente volvía a comprarlo, y al siguiente también. Podía acumular hasta diez kilos. Lo mismo pasaba con el pan. Un día descubrí en una alacena una cantidad desproporcionada: debió de comprar kilos, todos los días, por lo menos durante una semana. Pero después las cosas se pusieron aún peor. A menudo salía de casa y se perdía. Siempre llevaba en el bolso una hoja de papel en la que se decía que me llamaran por teléfono en caso de necesidad. ¿Sabe cuántas veces he ido a buscarla a los sitios más impensables? Un día, por ejemplo, se metió en una empresa de pompas fúnebres. Encargó un ataúd blanco para una niña, con todo lo necesario para el funeral. Y luego no quería salir de allí, se quedó sentada en una silla, callada y enfurruñada. Al cabo de un rato decidieron llamar a la policía. Entonces, ella sacó el papel con mi número de teléfono. Esa vez también fui a buscarla con un taxi… -y añadió con bondadosa indulgencia-: que nunca me reembolsó.

    Se quedó pensativa.

    —Prefiero recordar la época en que los problemas no eran tan graves… De vez en cuando me hacía reír. Después de los ritos de enterramiento, por ejemplo, empezó a hablar de sus hijos y de Stefan, su ex marido, en pasado. Decía: tal vez haya sido bueno que mi hija haya muerto tan pronto, no habría soportado ser la madre de una… -se interrumpió con una sonrisa incómoda-. No, no puedo decírselo.
    —Vamos -la animé.
    —Decía que no habría soportado ser la madre de una alte Schachtel, de un vejestorio.
    —¿Eso decía? — pregunté un poco herida.
    —Sí, su madre siempre ha sido una mujer un poco… vanidosa. No quería envejecer.


    •••


    Mi madre tiene la mirada clavada en el osito con una mezcla de estupor e incredulidad.

    Luego habla despacio, lloriqueando.

    —Es Zakopane, y usted debe de haberlo robado. Era de mi hija… ¿De dónde lo ha sacado?
    —No lo he robado -contesto-. Es mío.
    —¡Era de mi hija! — protesta con vehemencia.
    —Yo soy tu hija.

    Mueve la cabeza y durante un instante esconde la cara entre las manos. Por los movimientos espasmódicos de su cuerpo presumo que está llorando, pero no es así. Descubre el rostro y murmura, seria y consciente:

    —Se llama Zakopane porque Stefan y yo lo compramos en Zakopane, Polonia. Fuimos a buscar… -tiene dificultades-. Fuimos a buscar a dos personas…
    —Fuisteis a buscar a vuestros hijos -intervengo en su ayuda-. A vuestros hijos, Helga y Peter.


    Berlín, julio de 1941. Segundo año de guerra

    Mis abuelos administraban una granja en Polonia, por suerte en calidad de «austriacos anexionados» y no de nativos. Los nazis consideraban a los polacos una raza inferior, hasta el punto de que prohibían su enterramiento en tierra consagrada. Pero temían a la incómoda intelligencija local, de modo que decidieron exterminarla: un querido amigo de los abuelos, un político de tendencias radicales, fue asesinado cerca del municipio de Breslavia.

    Un día, mi abuela llegó a Berlín para hacernos una visita sorpresa y nos encontró al cuidado de una desconocida. La mujer le explicó que «la señora», es decir, mi madre, estaba siempre muy ocupada con sus obligaciones políticas y por eso la llamaba con frecuencia para que se ocupara de los dos «angelitos». Ciertamente, no era la primera vez que nos dejaba en manos extrañas, y la abuela, que lo sabía, se enfureció: pagó al instante a la renuente niñera y la mandó al infierno sin contemplaciones.

    Durante toda la tarde la abuela esperó en vano el regreso de mi madre. A las once de la noche se produjo una incursión aérea. Bajamos todos al refugio, atontados por el sueño.

    Al amanecer mi madre aún no había vuelto. Hacia las nueve la abuela nos preparó el desayuno: fue una suerte que hubiera traído de Polonia algunas provisiones, pues en casa la despensa estaba casi vacía. Había leche en polvo, y yo protesté porque la aborrecía. Recuerdo vagamente que la abuela trató de explicarme: la guerra, dijo, imponía ciertas restricciones… Más que sus palabras, que comprendí hasta cierto punto, fue su tono sereno y sin dramatismo lo que me tranquilizó. En aquella época la abuela, aunque detestaba al Führer del Tercer Reich con todo su corazón, todavía era optimista sobre el éxito de la guerra y no podía imaginar la catástrofe que se avecinaba.

    Después del desayuno pensó en distraernos leyéndonos un libro de cuentos; nos llevó al estudio de mi padre, que entonces ya estaba en el frente, para buscar alguno. No lo encontró aunque, en compensación, en el centro de la estancia se destacaba una gran caja llena de copias de Mein Kampf. Quizá le habían encargado a mi madre su distribución: en aquella época lo repartían entre el pueblo alemán, y los recién casados lo recibían como regalo de bodas.

    La abuela levantó uno de los volúmenes y, haciéndolo girar entre sus vigorosas manos de campesina, dijo con gran desprecio: «¡Puff!», un juicio que, expresado en público, le habría valido como mínimo una acusación de derrotismo.

    Cuando por fin mi madre volvió a casa, la abuela la recibió lívida de cólera y con los puños en alto. Se produjo una escena espantosa que hizo temblar las paredes. Mi madre salió de allí como paralizada: por enésima vez la había cogido en falta aquella suegra que nunca, desde los tiempos de noviazgo con mi padre, le había ocultado la aversión que sentía hacia ella. De nada sirvieron sus justificaciones; intentó sin resultado explicarle que, como era miembro de las SS, cuando el Reichsführer la convocaba debía presentarse enseguida.

    La abuela, que ya había preparado lo indispensable, nos llevó con ella a Polonia.

    De repente, mi madre me mira con expresión de cautela. Sonrío, pero ella permanece seria. Aprieta los brazos alrededor del pecho como en un gesto de miedo instintivo. Un temblor le recorre las extremidades; luego tensa los músculos de la cara y retuerce los labios en una serie de muecas.

    —¿Quién es usted? — me pregunta después, en tono sombrío, ansioso.
    —Soy tu hija -repito con serenidad.

    Con un movimiento sorprendentemente ágil, me arranca el osito de la mano y se lo acerca a la mejilla.

    —Lo compramos en Zakopane -murmura tras un lento y laborioso esfuerzo por recordar- junto a… otra cosa. — Se ha atascado.
    —Una ardilla de peluche para Peter. — Voy en su ayuda. Ella asiente como en sueños.
    —Sí, una ardilla. Fuimos a buscar a los niños. Se los había llevado mi suegra, ¿comprende? Y esa arpía telegrafió a Stefan. Y Stefan tuvo que pedir el permiso que le habría correspondido en Navidad para que fuésemos a buscar a los niños. Stefan estaba muy enfadado, pero la culpa era de su madre. Ella me odiaba y yo… la odiaba. Y luego…

    Dirige una última mirada al osito y se lo mete en uno de los bolsillos de su vestido de lana, cuyo color recuerda a los uniformes militares.

    —Peter está muerto -declara dirigiéndome una mirada torva.

    Por el momento, decido no desmentirla. Con un tono casi afligido le pregunto:

    —¿De verdad no te acuerdas de mí?

    Mueve la cabeza, tozuda, harta. Pero una sonrisita trémula empieza a fruncirle los labios.

    —¿Eres Helga?

    Asiento, conmovida.

    Me habría gustado poder contestarle «sí, mamá». Pero habría sido inútil intentarlo. No estoy acostumbrada. La llamé «mamá» por última vez cuando tenía cuatro años y desde entonces no he vuelto a pronunciar esa palabra, Mutti. Mi madrastra quería a toda costa que la llamara así. Gritaba: «¡Ahora yo soy tu madre y debes llamarme Mutti!» Pero era más fuerte que yo: aunque me esforzara, no conseguía pronunciar esa palabra. Y ella me castigaba. Me mandaba a la cama sin cenar: «Comerás cuando me llames Mutti.» O me encerraba durante todo el día, a oscuras, en el estudio de mi padre. O me pegaba con un bastón. Recurrió a todo, pero no logró que la llamara Mutti. Yo era testaruda y no la quería. No quería a la madrastra. Quería a la abuela, que se había ocupado de mí y de Peter cuando mi madre se marchó. Rechazaba a esa madrastra que, desde el primer momento, sólo había querido al pequeño e inconsciente Peter de pelo rizado, y nunca lo había ocultado. Ni siquiera en los instantes más difíciles quiso darme amor, ni siquiera cuando la situación en Berlín fue insostenible y nos vimos obligados a vivir durante meses encerrados en el sótano con los demás inquilinos del edificio, sin agua potable, sin luz, sin servicios higiénicos y con poco alimento, racionado y de pésima calidad.

    Una mañana, allá abajo en nuestro infierno, nos encontramos todos cubiertos de unas ampollas rojas. Descubrimos que los jergones estaban infestados de chinches. Incluso en esa situación mi madrastra me rechazó, demostrando hasta qué punto me aborrecía. Hizo lo imposible por evitar que yo usara la pomada que calmaba el terrible prurito: decía que tenía que bastar para todos los que estábamos en el sótano. Así, a diferencia de los demás, yo seguía rascándome con furia.

    Afortunadamente, se percató de ello su padre, mi abuelo adoptivo, al que yo llamaba Opa, abuelito. Se dio cuenta y se enfadó muchísimo; amonestó con severidad a su hija y utilizó con ella, por primera vez, palabras muy duras: la llamó «malvada» y «despreciable». Entonces la madrastra tuvo que curarme. De todos modos, fui la última que dejó de rascarse. Corrí un grave peligro y Opa se dio cuenta: en una situación como la nuestra, sin medicinas y en condiciones higiénicas desastrosas, aquellas heridas podían infectarse, con consecuencias mortales…

    —Helga también está muerta -dice mi madre, pero ahora su voz suena vacilante. Me mira-: ¿Tú-eres-Helga?
    —Sí -contesto por tercera vez-. Soy Helga, tu hija.

    De nuevo querría añadir «mamá», pero no puedo.

    La única persona a la que he llamado así fue Frau Heinze, la directora del colegio de Eden, donde la madrastra me encerró en plena guerra con el pretexto de mi carácter malicioso y rebelde. Nos permitían llamarla «mamá Heinze» y yo lo hacía con entusiasmo porque, aunque severa, era buena con nosotros. Por la noche nos cantaba la nana de Brahms:

    Guten Abend, gute Nacht
    mit Röslein bedacht,
    mit Näglein besteckt,
    schlupf unter die Deck'…


    De repente, mi madre se inclina hacia mí y abre los ojos. Me llega su olor de vieja. Su pelo huele a miel, será el champú. Luego me acaricia despacio una mejilla mientras su boca emite sonidos extraños, como si estuviera contando o repitiendo una lección a flor de labios.

    —¡Helga! — grita de pronto. Se ha echado hacia atrás-. ¡Es Helga! ¡Ha llegado mi hija! ¡Es ella, mirad! — anuncia con ímpetu. Y se estira y se agita y gesticula de forma incongruente, como una marioneta enloquecida-. ¡Venid!

    Ahora grita sin pudor; un buen número de curiosos se acerca a nosotras con discreción.

    Me señala, solloza y ríe, está aturdida y confundida; los curiosos sonríen un poco divertidos y un poco conmovidos.

    Súbitamente se calla, apoya la cabeza en el antebrazo y empieza a llorar con desconsuelo. Le tiembla el pecho. Llora con el abandono descarado y descuidado de una niña. Las caras de los que nos observan reflejan perplejidad y turbación. Intento distraerla.

    —¿Te acuerdas de Eva?

    Mi madre levanta la cabeza y deja de llorar inmediatamente, como si alguien hubiera apretado un interruptor.

    —¿Eva? — repite.
    —Mi prima -le explico.
    —¿Tu prima? — me pregunta con un gesto de viva incredulidad.
    —Eso es. Eva, de Berlín.

    Mi madre clava los ojos en ella. En su mirada no hay rastro de benevolencia.

    —Era gente muy rica -dice en tono antipático. Luego añade con más consideración, casi con respeto-: Él estaba en el partido.

    Reflexiona y sorprende a Eva con una pregunta:

    —¿Es cierto que tu padre estaba en el partido y que pertenecía a las SA desde la época de la asociación Stahlhelm?

    Eva está desconcertada. No esperaba un ataque tan directo. Sin embargo, responde con admirable presencia de ánimo.

    —No, mi padre nunca estuvo en las SA.
    —¡Pero estaba en el partido! — insiste mi madre.

    Eva hace un gesto imperceptible de asentimiento.

    —¡Y tenía un negocio a medias con un judío! — proclama mi madre en tono triunfante-. ¿Cómo se llamaba el judío?

    No me gusta el derrotero que está tomando la conversación, de modo que intento cambiar de tema.

    —¿Te acuerdas de la madre de Eva? ¿Sabes que Eva tiene una foto en la que también estás tú, con un sombrero precioso, en el jardín de su villa?
    —¿Estoy al lado de Margarete? — pregunta, alzando las cejas.
    —Sí.
    —Margarete nunca me tuvo mucha simpatía -afirma con rencor-. Pero ya se sabe…, entonces a las activistas de los partidos se las miraba con desconfianza.

    Piensa en sí misma, se entiende, pero decide no divagar y pregunta:

    —De todas formas, ¿cómo está? Ya será muy vieja.

    Eva calla, abrumada. Por otra parte, ¿qué podría contestar? ¿Que en la inmediata posguerra, en Berlín, su madre fue violada ante sus ojos por cuatro rusos? ¿Que aquello le produjo un daño psíquico irreparable, y que poco después se quitó la vida con cuarenta pastillas de Veronal?

    —¿Cómo está la vieja Margarete? — insiste mi madre-. ¿Con arrugas y dentadura postiza?

    Y lanza una risita cruel que me molesta. Un instante después se golpea la frente con la mano y chilla:

    —¡Silberberg! Se llamaba Silberberg el judío que tenía con tu padre un negocio de…, espera…, no recuerdo. ¿Tengo razón? — Su tono insinuante y maligno me repugna-. Después de las leyes de Núremberg tu padre lo echó del negocio, ¿verdad?

    Eva está pálida.

    —Entonces yo todavía no había nacido -consigue contestar. Admiro su dominio.
    —Pero echó a ese tal Silberberg, ¿no es así? Tu padre te lo habrá contado alguna vez. Era un fiel miembro del partido, no lo olvides nunca, querida.

    Se agita, desea ir al fondo de la cuestión. Me exaspera. Me pican las manos, y entonces recuerdo que con la izquierda aprieto todavía esas malditas flores. Se las doy.

    Parece estallar de júbilo: prorrumpe en una serie de grititos y muestra el ramo a los curiosos, que ahora ya son muchos. Tengo la sensación de estar en medio de un escenario como protagonista involuntaria de un melodrama decadente. La escena me parece vulgar y ridícula. Es muy distinto de como lo había imaginado. Querría estar en otro lugar, querría no haber venido nunca. Esta mujer, mi madre, no merece los esfuerzos que he hecho ni mis buenas intenciones.

    La miro: extrae del ramo algunas flores y las lanza a los curiosos. Senil y patética, cruel y romántica. Así eran los miembros del orden negro de Himmler, incluidas las mujeres como ella, las SS con faldita.

    Un sordo malestar me aprieta la boca del estómago. El ambiente está enrarecido, necesito oxígeno.

    Fräulein Inge debe de haberme leído el pensamiento: se acerca a una ventana y la abre. De repente mi madre se vuelve, mira a Eva y grita, radiante:

    —¡Ya sé dónde volví a ver a ese Silberberg! En el campo. Cuando llegó, se atrevió a dar mi nombre en la Aufnahmebaracke, ¿comprendes? — Mira a su alrededor como si esperase un aplauso-. ¡Dio mi nombre porque una vez nos cruzamos en vuestra villa -dice, lanzando a Eva una mirada acusadora-, con la esperanza de que le diera a su hija un trato especial, de que la salvara del raticida! — Y se ríe con estridencia, guiñando un ojo a los allí reunidos.

    Conozco la historia.

    Silberberg fue deportado a Birkenau con sus ancianos padres, su mujer, enferma de gravedad, y tres hijos de cinco, seis y trece años. La mayor, Edith, fue destinada a trabajos forzados en una industria bélica cercana al lager. Sobrevivió a Auschwitz y en 1968 Eva tuvo con ella un conmovedor encuentro en Berlín. En la posguerra se casó con un profesor de música que velaba dulcemente sus noches atormentadas por las pesadillas. El fantasma de Birkenau no la abandonaba. Durante mucho tiempo fue incapaz de retener alimento alguno y sufría graves ataques de pánico. Durante años se vio obligada a seguir terapia psicológica para encontrar algo semejante a la serenidad.

    Cuando llegaron a Birkenau, su padre fue enviado a uno de los temidos lager externos, donde murió. En muchos casos se trabajaba bajo tierra, pues tenían que abrir galerías en las paredes rocosas. La ropa y la comida eran escasas y de mala calidad, no había higiene, el riesgo de coger el tifus era muy elevado y el cólera y la fiebre petequial aniquilaban a sus víctimas en cuestión de meses. Los padres, la mujer enferma y los hijos pequeños de Silberberg murieron inmediatamente en las cámaras de gas.

    Estoy extenuada; lanzo una mirada abatida a Fräulein Inge y ella se hace cargo de la situación. Primero invita a los curiosos a alejarse y después intenta sorprender a mi madre para distraerla.

    —¿Me lo enseña? — le pregunta, señalando el osito que asoma del bolsillo.
    —¡No, es mío! — protesta mi madre en un arrebato pueril.
    —Sólo un momento -insiste la otra sonriendo.
    —¡No quiero! — repite ella, arisca.

    Y de pronto cambia de táctica. Se dirige a mí con una expresión dulce que desarma; sonríe, trata de enternecerme.

    —Me lo puedo quedar, ¿verdad? — me pregunta señalando el osito-. No, no quiero, no quiero dárselo a ella.

    Fräulein Inge finge que va a sacárselo del bolsillo, pero ella, con una rapidez que me sorprende, le inmoviliza el brazo.

    —¡Ah, ah, no puede engañarme, todavía no soy una vieja decrépita!

    En la confusión, el osito acaba en el suelo. Mi madre lo mira con ansiedad.

    —¡Que alguien lo recoja, lo quiero! Es mío, no quiero dárselo a nadie.

    Eva se inclina y se lo devuelve. Mi madre aprovecha para increparla:

    —¿Así que tú eres Eva, la hija de Ludwig y Margarete? — La mira de arriba abajo con insolencia-. Sí -concede-, de joven debes de haber sido muy guapa, pero ahora ya eres vieja.

    Siento una creciente irritación; deseo intervenir, pero no lo consigo.

    —Tu madre también era muy guapa -prosigue, parece haber recuperado la memoria de repente-, pero era vanidosa. Hizo que le redujeran el pecho, aunque entonces los médicos todavía no tenían mucha práctica en esas cosas. El cirujano era un cretino, le quedaron unas cicatrices horribles. Después de la intervención supuraba por todas partes.

    »Yo no lo necesitaba -ríe-. Y, además…, los hospitales siempre me han aterrorizado. — Inclina la cabeza y se humedece los labios violáceos. Cambia de tema-: ¿Qué fue de vuestra villa?

    —La bombardearon -contesta Eva.
    —Ah, sí, lo recuerdo: tu padre hizo que construyeran en vuestra propiedad el búnker de Speer.

    Es cierto; además, gracias al búnker de Speer se salvaron Eva, su madre, dos personas del servicio y la gata Berny. Se trataba de una construcción pequeña e ingeniosa, concebida para proteger a sus ocupantes del impacto de las bombas. El proyecto era de Albert Speer en persona, el arquitecto del Führer, más tarde ministro de Armamento e Industria de Guerra del Reich. Por supuesto, era muy caro, sólo los más pudientes podían permitírselo.

    Mi madre, que lo sabe muy bien, sonríe con malicia.

    —Si tu padre no hubiera sido rico, hoy no estarías aquí. — Y le propina a Eva una violenta palmada en el hombro. Frunce el entrecejo-. Ese traidor de Speer… -prorrumpe con rencor-. Tenían que haberlo colgado y, sin embargo, consiguió que lo metieran en la cárcel. — Cada vez parece más sombría, como si el caso todavía estuviera en los periódicos-. Quería asfixiar al Führer y con él a todos los ocupantes del búnker -continúa, rabiosa. Se ha sumergido en el pasado sin darse cuenta.

    Es verdad, Speer pensaba matar al Führer introduciendo gas letal en los conductos de aire. Y yo, cada vez que lo oigo, me echo a temblar al pensar que a principios de diciembre de 1944, gracias a los buenos oficios de la tía Hilde, la hermana de mi madrastra, que trabajaba en el Ministerio de Propaganda, mi hermano y yo pasamos unos días en ese búnker en calidad de «huéspedes especiales del Führer».

    Un momento después mi madre cambia otra vez de tema. Atraviesa a la pobre Eva con la mirada y vuelve a un asunto que obviamente la obsesiona.

    —¿Cuántos años tienes, querida? — Y cuando oye la respuesta, exclama con ostensible disgusto-: ¿Tan vieja eres?

    Esto es demasiado.

    —Eva y yo tenemos la misma edad, ya lo sabes -intervengo con cierta aspereza.

    Ella me contempla desilusionada, se le ensombrece la cara.

    —No es posible, no quiero. ¡No puedo tener una hija tan vieja! — Desliza la mirada por su cuerpo-. Yo todavía soy hermosa, no estoy tan decrépita. ¿Cómo puedo tener una hija que parece un vejestorio?
    —No debe ser descortés con sus invitadas -la reprende Fräulein Inge.
    —Sólo he dicho la verdad -replica ella, ofendida-. Sólo he dicho lo que pienso, ¿acaso está prohibido? — Tira las flores al suelo-. ¡Y no quiero estas flores! Todavía no estoy muerta, no quiero estas flores. Ni siquiera son mis preferidas, a mí me gustan las rosas amarillas.

    Calla con una mueca de enfado, sujetando el osito con la mano apretada. Luego me pregunta, muy comedida:

    —¿Te gusta mi vestido?

    Me ha cogido por sorpresa; asiento mecánicamente.

    —¿Te gusta el color?
    —Sí -miento.
    —Es del mismo color que mi uniforme -declara. Luego se acerca a mí y murmura-: Lo he enviado a los camaradas, ya sabes dónde, ¿no? — Me mira con aire de complicidad.

    Contesto con un gesto de la cabeza bastante ambiguo. En 1971 vi en casa de mi madre su uniforme de las SS. Lo sacó del armario con solemne nostalgia y me pidió que me lo probara. Yo me negué.

    —Todos mis vestidos son de este color -sigue ella, con desenvoltura-. Es el más bonito.

    Mientras tanto, Fräulein Inge ha recogido las flores y las ha puesto en un jarrón.

    —Ahora será mejor que se trasladen a la salita de los invitados, donde podrán hablar con tranquilidad.

    Mi madre protesta.

    —No, no quiero ir. Es una habitación fea, fea y fría.
    —No es fea ni fría -replica Fräulein Inge-, siempre va allí con su amiga.
    —¡Yo no tengo amigas!
    —¿Frau Freihorst no es amiga suya?

    Mi madre hace un gesto de desprecio.

    —Ella no es nada.
    —Así no se trata a las amigas fieles -la amonesta Fräulein Inge.
    —¡Uf! No voy a la salita porque un día me encontré mal, sufrí un infarto.

    Fräulein Inge sonríe en un gesto de indulgencia.

    —Gracias a Dios, nunca ha sufrido un infarto.
    —Pues sí. Estuve a punto de morir.

    Miro a Fräulein Inge perpleja y ella me explica:

    —Se empachó con un helado, fue una congestión.
    —¡No es verdad! — chilla mi madre, ofendida.
    —No debe decir mentiras -replica Fräulein Inge con severidad-. Y ahora, basta de caprichos, las acompaño a la salita. — Sujeta a mi madre por la muñeca y nos invita a Eva y a mí a que las sigamos.

    En cuanto entramos, mi madre clava los pies en el suelo como una mula y me interroga con aire torvo:

    —¿De dónde has sacado el osito?


    •••


    Cuando Frau Freihorst abrió la puerta del apartamento de mi madre, se me encogió el corazón. Había salido de él veintisiete años antes convencida de que nunca volvería a poner los pies allí; sin embargo, estaba cruzando el umbral otra vez.

    Entramos en el pasillo, luego en la sala de estar.

    Allí estaba la mesa ante la cual se sentó mi hijo, que entonces tenía cinco años, con los lápices y el álbum para colorear que le había dado mi madre junto a un vaso de leche y un montón de bizcochos de chocolate dispuestos en un gran plato de bordes decorados.

    Los mismos muebles de entonces y, en los sillones, telas blancas que me transmitían una sensación de frío. Miraba a mi alrededor con una mezcla de desasosiego y repulsión; y, no obstante, aquel lugar tenía algo oscuramente familiar. De golpe me pareció que me faltaba el aire. Frau Freihorst se precipitó a abrir una ventana. Respiré hondo y me distraje mirando el patio de abajo.

    Era un angosto patio vienés, desnudo. A él se asomaban, entre paredes surcadas de grietas, unas anticuadas ventanas del siglo XIX cuyos alféizares estaban adornados con algunas macetas de madreselva.

    Un viejo de pelo blanco y largo, sentado en el rellano de ladrillo bajo el que se encontraban los contadores del gas, comía un bocadillo envuelto en papel de periódico y de vez en cuando echaba las migas a un grupo de pájaros.

    —¿Va todo bien? — preguntó Eva a mi lado.
    —Estoy un poco aturdida -contesté.
    —¿Desea echar un vistazo al dormitorio? — oí que decía Frau Freihorst a mi espalda. Asentí.

    En cuanto entré percibí una atmósfera de fría soledad; sentí que me congelaba. Tenía la impresión de estar violando una propiedad privada. Y, efectivamente, así era: mi madre nunca se enteraría de aquella intrusión.

    En la habitación reinaba un orden maníaco, esa clase de orden pedante y estéril que se sabe definitivo, irrevocable. La dueña de la casa se había marchado, el polvo podía reinar, soberano.

    Con una mezcla de curiosidad y malestar miré a mi alrededor. Los muebles de mi madre, sus objetos. El armario en que guardaba su uniforme de las SS. Una cómoda con tres cajones grandes, un pequeño tocador de marquetería, una cama amplia cubierta por una colcha de felpa blanca y largas cortinas de buen paño en las dos ventanas. En una estantería de nogal había bastantes libros, entre ellos algunas obras excelentes. Frau Freihorst señaló que mi madre era una asidua lectora.

    —También leía en… -Se interrumpió, enrojeció un poco. La animé con una sonrisa algo forzada-. También leía en Birkenau. — Vaciló con la turbación de quien se arriesga a afirmar algo paradójico. Porque no puede decirse que leer en Birkenau no fuera una paradoja.

    No quise profundizar en la pasión literaria de mi madre. Di la espalda a la estantería y me fijé en un cuadro que representaba una puesta de sol sobre un lago. Me pareció de buena factura. Frau Freihorst me explicó, casi como si se tratase de una guía que acompaña a los visitantes de un museo:

    —Hace muchos años su madre invertía en arte figurativo. Poseía una decena de cuadros de cierto valor, pero un día entraron ladrones y limpiaron las paredes. La única obra que adquirió después es ésta. La compró y la aseguró, porque es de un pintor bastante cotizado.
    —Entonces no tenía problemas financieros -murmuré, casi sin darme cuenta.

    Frau Freihorst vaciló un momento y luego dijo:

    —Creo que es justo que lo sepa: desde que salió de la cárcel, alguien ingresa sumas regulares de dinero en la cuenta corriente de su madre.
    —¿Sabe de quién se trata?

    Ella negó con la cabeza.

    —No, nunca lo he sabido, era el único secreto que había entre Traudi y yo. Pero si desea informarse del estado económico de su madre, puedo indicarle una persona que…
    —No -la interrumpí-. No me importa, Frau Freihorst, créame.

    Bajó la cabeza.

    —Pero todo lo que tiene…
    —No -repetí-, déjelo, por favor.

    Asintió, resignada.

    —Bien -concluyó, haciendo un gesto con los brazos-, vuelvo allá, la dejo sola un rato. — Y se fue con Eva, que se había quedado en la sala de estar.

    Mi madre había dormido allí durante años y años sin preocuparse nunca por mí. Ese pensamiento me planteó una duda: ¿no faltaba yo también en mi papel de hija? ¿No habría sido mi deber comprender, perdonar? Reprimí el extraño impulso de acostarme en la cama de mi madre. ¿Era posible que la hubiera perdonado?

    La respuesta me maravilló: sí. Le había perdonado el mal que nos había hecho a sus hijos, a su marido… Pero en cuanto a las otras culpas que la manchaban, el derecho a la condena o al perdón pertenecía sólo a sus víctimas.

    Eva se asomó desde el umbral.

    —¿Vienes?
    —Entra -la invité.

    Al avanzar cruzó los brazos sobre el pecho de forma instintiva, como para protegerse de un viento helado. Luego miró a su alrededor con evidente turbación.

    —A pesar de todo, es mi tía -dijo con cierto estupor.
    —Sí -contesté-, es tu tía. Nunca hemos pensado en ello.
    —Siento curiosidad por volver a verla… -aseguró como si hablara para sí misma-. Ha pasado toda una vida desde entonces.

    Había abierto las ventanas y las cortinas se hincharon como velas.

    —¡Estoy tan triste! — dije. Eva me rodeó la cintura con el brazo.
    —Esta habitación me entristece a mí también. Volvamos.

    Salimos. Sabía que había entrado en aquella habitación por última vez. Mi madre tampoco volvería.


    •••


    En la sala de estar nos esperaba Frau Freihorst, una verdadera amiga que dudo que mi madre mereciera.

    Nos despedimos.

    —¿Puedo hacer algo más por usted?
    —Querría hacerle una pregunta -le dije, cauta-, pero es un poco delicada.
    —No se preocupe.
    —De acuerdo. Me gustaría preguntarle si sabe si ha existido una persona, es decir, un hombre, que en su momento hubiera podido influir en la decisión de mi madre de abandonar a su familia.
    —No sé si debería… -vaciló.
    —Si no se atreve, no importa -me apresuré a decir.

    Se mordió un labio. Parecía una niña en apuros.

    —Si no quiere contestar, no…
    —No, creo que puedo hablar. — Tomó aliento como si fuese a empezar una carrera-. No sé si la persona en cuestión es la que usted piensa, pero hay un hombre con el que su madre no ha perdido nunca el contacto. Es un antiguo camarada…
    —¿De las… SS?

    Asintió.

    —¿Y todavía vive?
    —Sí, pero no en Viena, en Berlín.
    —¿En Berlín?
    —Sí. Es más joven que su madre, de la promoción de 1915. Un tribunal aliado lo condenó a seis años de cárcel, pero sólo cumplió tres. No se casó, vive con una hermana que perdió al marido y a dos hijos en la guerra. — Hizo una pausa; le brillaban los ojos-. Nunca han dejado de escribirse -siguió al cabo de un momento-, y desde que su madre se encuentra en ese sitio… yo soy la intermediaria de las cartas. Heinrich… -Sonrió como cogida en falta.
    —¿Se llama Heinrich?
    —Sí. Ahora me envía a mí las cartas para que yo se las lleve. Pero últimamente su madre tarda mucho en contestar y escribe sólo si yo estoy con ella. No, ya no es la que era… -Se enjugó una lágrima-. Antes, él venía de vez en cuando a Viena… Yo lo conocía. A veces cenaba con ellos. Me inspiraba respeto…
    —¿Qué pensaba de Hitler, después de tanto tiempo?

    Desvió la mirada y cruzó los dedos.

    —Oh, en mi presencia no decía todo lo que pensaba…
    —¿Puede darme su dirección?

    Frau Freihorst dudó un momento antes de asentir. Buscó en un cajón, encontró un cuaderno de notas cuadriculado, arrancó una hoja y garabateó en ella un nombre y una dirección. Cogí la hoja, la doblé y me la guardé en el bolsillo sin mirarla.

    La última despedida. De pronto, se dio una palmadita en la frente.

    —¡Casi me olvidaba! — Fue a buscar el bolso que había dejado en un sillón y sacó algo de él con evidente regocijo y cierta solemnidad-. ¿Le recuerda algo? — me preguntó mientras me enseñaba un estropeado oso de peluche que tenía una oreja rota y al que le faltaba un ojo.

    Lo cogí y lo miré, enmudecida por la sorpresa. Al principio no me sugirió nada, pero de pronto se me iluminó la memoria.

    —No… no puedo creerlo -balbucí.
    —Su madre se lo llevó aquella noche en que los abandonó. Lo ha llevado siempre con ella, hasta cuando se fue a Ravensbrück, y allí lo guardó en una caja de seguridad con documentos, fotos, certificados…
    —No puedo creerlo -repetí, desconcertada.
    —Es suyo -dijo ella-. Siempre ha sido suyo. Cuando se lo quité a su madre fue un verdadero robo, créame, no sabía para quién lo salvaba. Pero no merecía acabar en el contenedor de basura, entre cáscaras de huevos y pieles de plátanos.
    —No sé qué decir -murmuré haciendo un esfuerzo-. Estoy conmovida…

    Pero ya no había nada más que decir. Era el momento de irse. Me sentía agotada, mucho más de lo que esperaba. Le tendí la mano a Frau Freihorst, casi para romper unos sutiles lazos que parecían querer retenerme. Miré a mi alrededor una vez más y sentí un nudo en la garganta. En un impulso, le di a la amiga de mi madre un rápido abrazo.

    —Gracias. Gracias de corazón.

    Eva y yo salimos de allí a toda prisa. Habíamos intuido que Frau Freihorst quería quedarse en el apartamento.

    Íbamos a cruzar el umbral cuando la oímos exclamar:

    —¡Lo olvidaba, se llama Zakopane!

    Me volví.

    —¿Quién?
    —¡El osito! Se llama así porque lo compró en Zakopane, en Polonia.
    —Gracias. — Sonreí-. Ahora recuerdo que la abuela me habló de él.

    Eva salió la primera; yo la seguí y me alejé de allí.


    •••


    —¿De dónde has sacado el osito? — El tono es ácido; la expresión, amenazadora.

    —Si me lo permiten, me ausentaré durante una hora -declara Fräulein Inge-. Imagino que querrán estar a solas.

    La salita es acogedora: un televisor, una estantería de mimbre llena de libros y hermosas plantas ornamentales. Junto a una de las tres grandes ventanas dispongo tres sillones.

    —Ven, siéntate -animo a mi madre, pero ella repite como un disco rayado:
    —¿De dónde has sacado el osito? ¡Quiero saberlo!

    Me acerco y alargo la mano.

    —¿Me lo devuelves, por favor?
    —¡No! — exclama, apretándolo contra el pecho. Intento utilizar la astucia. Abro el bolso y saco la barra de labios. Ella la mira, aturdida.
    —¿Hacemos un cambio?

    Frunce los labios. Me parece que trata de dominarse con todas sus fuerzas, porque un violento temblor empieza a agitarle la cabeza. Pronto la vence el deseo de poseer la barra de labios.

    —He perdido la mía -lloriquea-, la perdí hace mucho tiempo… Tenía un estuche dorado.
    —Problema resuelto -replico con una sonrisa para animarla-, yo te doy la barra de labios y tú me das el osito.
    —N-no -tartamudea. Pero como finjo que vuelvo a guardarla en el bolso, ella me la arranca de la mano y me devuelve el peluche. Bien, me digo satisfecha, podía haber ido peor.

    La barra de labios desaparece en el bolsillo del vestido y ella me lanza una mirada ansiosa.

    —¿Te quedas un poco más?
    —Sí. — Me ha sorprendido-. ¿Quieres que me quede?
    —Sí -dice, y en sus labios aparece una sonrisa trémula e indefensa-. Sí, quiero que te quedes.
    —Tengo tiempo -contesto, ligeramente enternecida. Y añado en tono amable-: Por favor, siéntate a nuestro lado.

    Se sienta y se alisa con cuidado el vestido sobre los delgados muslos. Durante unos instantes permanecemos en silencio.

    —¿Por qué no me cuentas algo? — la animo para romper el hielo-. ¿Cómo te encuentras aquí? ¿Has hecho amistades?

    No contesta enseguida. Exhala un suspiro largo, casi como un sollozo ronco, y declara con expresión sombría:

    —Stefan ha muerto.

    Sí, mi padre murió hace mucho tiempo, pero ella lo ha dicho como si hubiera sucedido ayer. Por su rostro se extiende algo semejante a la aflicción, aunque luego, poco a poco, aparece en sus ojos un destello de altivo malhumor.

    —¡Mejor que haya muerto! — exclama, cínica, rencorosa-. Era malo. ¡Sí, era malo! — se altera-. No hacía más que ponerme la zancadilla. No quería que me dedicara a la política, cada reunión era una tragedia. No quería que tuviera una carrera política, ¿entiendes? Pretendía que me quedara en casa limpiando, cocinando y ocupándome de los niños.
    —¿No te parecía bien ocuparte de tus hijos? — le pregunto, desconcertada.
    —Mis camaradas también tenían hijos, pero sus maridos no eran mezquinos y celosos como el mío. No podía soportarlo. No podía soportar sus celos y su cerrazón. No quería entender que yo tenía deberes, deberes concretos.
    —¿Qué tenías que hacer?
    —Adiestrar a las auxiliares. ¡Y me hacía respetar! Conseguía que fueran bien derechas. ¿Por qué mi marido no podía cuidar de la niña de vez en cuando?
    —Tenías dos hijos -le recuerdo. Me voy acostumbrando a llenar sus lagunas.
    —¿Dos? — se sorprende.
    —¿No te acuerdas de tu hijo Peter?
    —¿Peter? Oh, sí. Peter. — Se le ensombrece el rostro-. Pero él también murió. Hace mucho tiempo.

    Los ojos clarísimos parecen nublarse fugazmente. Esconde la cara entre las manos.

    —Mi hijo está muerto y no volveré a verlo -lloriquea a través de los dedos.
    —Peter está vivo -le digo. He sido imprudente: se echa a llorar.
    —¿Por qué me cuentas mentiras? Me pones enferma. Haces que me sienta tan mal que tendré que pedir las gotas.

    Eva me lanza una mirada perpleja. Le dedico un gesto de entendimiento: de acuerdo, procuraré no insistir. Pero mi madre ya aparta las manos de la cara y empieza a alisarse el cabello. No sé qué decir: siempre consigue desconcertarme.

    —¿Te gusta el color de mi pelo? — me pregunta con expresión cándida. Asiento de modo mecánico-. De joven era rubia -cuenta, melancólica-, pero aquí no puedo ir a la peluquería. ¿No podrías venir un día y acompañarme a la peluquería?

    Consulto, turbada, la mirada de mi prima, que me dirige un gesto imperceptible para sugerirme que le siga el juego. Así que contesto afirmativamente, sabiendo que es mentira.

    —¿De verdad? — exclama mi madre-. ¿Me lo prometes?
    —Claro -contesto sin demasiada firmeza.

    Mira a su alrededor, como si buscase algo.

    —¿Dónde están mis flores? — pregunta, nerviosa.
    —Se las ha llevado Fräulein Inge.
    —¿Por qué? — protesta-. ¡Son mías!
    —Las habías tirado al suelo.
    —¿En serio?-pregunta con incredulidad.
    —Sí.

    Reflexiona, busca una excusa.

    —Quizá porque no eran rosas amarillas. — Deja a un lado el tema de las flores y vuelve a hablar de mi padre-. Tuve que abandonarlo -recuerda con voz indiferente-, no tenía elección. Estaba tan ocupada… Y él me atormentaba. Mi suegra también me atormentaba, no querían que cumpliese con mi deber.
    —¿Qué deber? — le pregunto.
    —Con el partido. Además, había hecho un juramento, ya no podía echarme atrás.
    —¿Que habías hecho un juramento?
    —El juramento como miembro de las SS. Es normal, ¿no? Juré obediencia absoluta y fidelidad hasta la muerte.
    —¿Por qué juraste si sabías que tenías dos hijos que criar? — me arriesgo a preguntar. Levanta la cabeza de golpe.
    —¡Quería hacer el juramento! Quería ser aceptada como miembro de las SS, lo deseaba más que cualquier otra cosa.
    —¿Era más importante que tu familia?
    —Sí, pero tú no puedes entenderlo. Hoy nadie puede entender…

    Es cierto. Estoy desanimada. Me siento impotente.

    Por otra parte, ella no había sido más que una de los miles y miles de mujeres que se habían dejado engañar por la propaganda ideológica nazi. Aunque es cierto que no todas se habían implicado hasta el punto de entrar en la orden de Himmler.

    Se da cuenta de que me he quedado pensativa y me pregunta:

    —¿Estás triste? ¡No quiero! ¡No debes estar triste! — Se levanta y hace ademán de abrazarme. Apenas me da tiempo a detenerla: no lo soportaría, ahora no.
    —¿Por qué no me hablas de tus padres? — le propongo.
    —¿De mis padres? — repite, desorientada-. ¿Por qué tengo que hablarte de mis padres?
    —Eran mis abuelos -contesto con serena firmeza.

    En sus ojos hay un auténtico vacío.

    —Tus abuelos -murmura. No encuentra el hilo del ovillo. Por último, para atajar, lanza un bufido-: No te has perdido nada.
    —¿Por qué hablas así de ellos?
    —Estaban contra mí -refunfuña-. Votaron en contra en el plebiscito sólo por llevarme la contraria.
    —¿Qué plebiscito?
    —¡Para la anexión de Austria! — me refresca la memoria-. Mis padres no querían. No querían a los nazis y no querían al Führer. Siempre se opusieron a que yo perteneciera al partido. Me consideraban una fanática y una degenerada. Por eso votaron en contra en el plebiscito, ¿entiendes? Quizá creyesen que el partido me expulsaría, pero no fue así. Luego, cuando se enteraron de lo de Ravensbrück, me hicieron saber que renegaban de mí. Renegar de una hija, ¿te das cuenta?
    —¿Ravensbrück?

    De pronto me mira de soslayo, con expresión de estar en guardia, de vieja zorra desconfiada.

    —Quizá no lo sepas… -se escabulle-. No importa.
    —Sé que estuviste en Ravensbrück -contesto demostrando indiferencia-. ¿Por qué no me cuentas algo? Me interesa.

    Inclina la cabeza y me lanza una mirada astuta; luego parpadea e intenta esquivar la pregunta.

    —¿Sabes que cuando eras pequeña te llamaba Mausi? -Sonríe, parece enternecida-. Eras testaruda y desobediente, rebelde e inteligente. Y te gustaba saltar sobre una pierna -recuerda.

    Estoy trastornada; me maneja a su antojo. De repente, me pregunto: ¿de verdad viví cuatro años con mi madre? ¿Con mi madre biológica, con la que me trajo al mundo? ¿Con una verdadera madre, aunque demasiado ocupada para hacer de madre?

    Preferiría que volviera al tema de Ravensbrück, pero ella sigue con tozudez por donde le interesa.

    —Me apetece hablar de Berlín -se obstina-. ¿Sabes que vivíamos en un bonito apartamento en Niederschönhausen? A veces te llevaba a los jardines o al huerto de una amiga. — Cierra los ojos un instante-. Pero tu padre siempre estaba enfadado… Quería tenerme encerrada en casa, como en una jaula.

    Con esa agilidad repentina que ya he aprendido a reconocer, se desliza del sillón y se arrodilla a mis pies. Me mira con los ojos brillantes de lágrimas y apoya la barbilla en mi regazo.

    —Hija mía -repite dos o tres veces entre suspiros enfáticos-. ¿Volverás mañana? — Me sujeta las manos y empieza a besarlas con furia-. No me dejes sola -implora-. ¡Nunca más!

    Siento un terrible desconcierto. Y al intentar levantarla me da la impresión de que se reduce. Cierra los ojos y se desploma sobre mis rodillas como si no tuviera vida. Con la ayuda de Eva consigo volver a sentarla en el sillón. Voy a salir al corredor para llamar a alguien cuando oigo una voz burlona a mis espaldas:

    —¿Adónde vas? — Me doy la vuelta: tiene una sonrisa de mofa-. Estoy bien -sonríe con malicia-. Me has prometido que volverás. Y las promesas se mantienen. ¿Verdad que mantendrás tu promesa?

    Asiento; estoy aturdida, confusa.

    —Ya sé que eres honesta -intenta adularme-. Eres mi hija. Y mi hija es una persona honesta.

    Me pregunto cómo puede estar tan segura. No sabe nada de mí.

    Sigue sonriendo, está contenta, satisfecha. Se alisa el cabello, se mira las uñas: blancas, transparentes como el celofán, cortas. No deja de sorprenderme. ¿Qué ha ocurrido, ha sufrido un desvanecimiento o me ha tomado el pelo?

    De nuevo se lanza sobre mí con una serie de preguntas:

    —¿Volverás mañana? ¿Me traerás un helado? ¿Y otras flores? — Parece gozar ante la perspectiva de volver a verme, y por un momento me siento culpable.
    —No sé… -la esquivo.
    —¡Lo has prometido! — exclama. Se aprieta las sienes con la punta de los dedos en un gesto desesperado-. ¡Lo has prometido! ¡Lo has prometido!

    Sucede en ese momento. El cambio se produce. Algo en mi interior se rebela y me sugiere…

    —Mañana volveré y te traeré más flores… si me hablas de Ravensbrück.

    Un chantaje en toda regla. Capto la mirada de desaprobación de mi prima, pero la ignoro.

    —Quiero rosas amarillas -exige mi madre.
    —Las tendrás si me hablas de Ravensbrück.
    —¿Por qué quieres que te hable de Ravensbrück? No había nada interesante allí. — Me examina con atención. Esos ojos tan azules se han vuelto transparentes. Cándidos y transparentes.

    ¿De verdad, madre? ¿Los experimentos sobre la regeneración de los músculos o sobre los trasplantes óseos no eran interesantes?


    A algunas prisioneras se les extraía de vez en cuando un trozo de músculo de la parte inferior de la pierna para comprobar si debajo de la escayola se regeneraban gradualmente los tejidos. A otras víctimas se les amputaba una pierna, un brazo o un omoplato sanos, y un médico de las SS los empaquetaba para llevarlos en automóvil a Hohenlychen, al profesor Gebhardt, cuyos ayudantes, los doctores Stumpfegger y Schulze, se los trasplantaban a pacientes de su clínica. Las cobayas de Ravensbrück eran sacrificadas con una inyección letal.

    [Eugen Kogon, Der SS-Staat. Das System der deutschen Konzentrations-lager (1946), Kindler Verlag, Múnich.]


    —Sé que en muchos lager, incluido el de Ravensbrück, se efectuaban experimentos con cobayas humanas -digo con voz indiferente para no irritarla-. Seguro que sabes algo. Sería interesante conocer tu opinión.

    Me doy cuenta de que no estoy actuando de manera correcta, pero es como si un demonio interior obrara en mi lugar.

    —¿Cómo lo sabes? — me pregunta, desconfiada. No he conseguido dar a mi voz un tono lo bastante neutro, debo prestar más atención.
    —Bueno, está en los libros de Historia -contesto en una muestra de despreocupación. Pero ella no se lo traga.
    —Si esos temas son de dominio público, ¿por qué quieres que te lo repita?
    —Porque eres una testigo -respondo enseguida, adulándola ligeramente-. Los testimonios históricos son muy valiosos, procedan de donde procedan.
    —Valiosos… -Saborea la palabra como si fuera un bocado exquisito-. ¿Lo dices en serio?
    —Sí -contesto con una sonrisa casi meliflua. Sin embargo, ella se echa atrás.
    —Yo sólo era un peón irrelevante -dice con falsa modestia, como si buscara abiertamente mis lisonjas.
    —Oh, no, no lo creo. Estoy convencida de que en Ravensbrück te confiaron trabajos muy delicados, trabajos que sólo los mejores, los más fuertes y eficientes, podían realizar. ¿No es cierto?

    Durante una fracción de segundo me pregunto qué estoy haciendo…

    Ha sacado pecho y por su mirada comprendo que mis halagos han obtenido el efecto esperado.

    —Me encargaron prestar ayuda a los médicos -contesta deprisa, todavía con un residuo de reticencia. No le doy tiempo a que se lo piense.
    —¿Y qué hacían esos médicos?
    —Trataban a las prisioneras -contesta, vaga.
    —Y tus deberes, ¿cuáles eran? — Mis ojos han capturado los suyos, pero no los ablandan.
    —Tenía… que comprobar la fiebre -miente, probablemente guiada por un instinto remoto; pero yo no le doy tregua.
    —¡Acabas de decir que tenías que ayudar a los médicos! — le recuerdo con impaciencia. Pero enseguida me arrepiento: he sido demasiado dura, va a enfadarse.

    Se encierra en un silencio tozudo, aprieta los labios y me mira como una niña ofendida.

    —¿Entonces? — insisto; luego procuro dulcificar el tono-: ¿Qué otras obligaciones tenías como ayudante, además de comprobar la temperatura de las prisioneras?
    —Nada más -replica, huraña, despechada.

    Calma, sugiere el demonio; ejerce una ligera presión…

    —De acuerdo. — Finjo resignación-. Si no quieres hablar, mañana no vuelvo. No vuelvo a ver a una madre que no tiene nada que decirme.
    —Quiero las rosas amarillas -gruñe.
    —Nada de rosas amarillas -sentencio, mientras una vocecita, desde el fondo de la conciencia, me advierte: tiene la mente débil, la partida es desigual, tu juego es despreciable. Pero algo oscuro me impulsa a mantenerme implacable.

    Insinúa un par de sollozos que sofoca enseguida. Se enjuga los ojos con el borde del vestido de color militar.

    —Entonces, habla -la hostigo-. ¿Qué más hacías como ayudante?

    Traga saliva, luego contesta con una voz extraña y burbujeante.

    —Tenía que atar a las prisioneras a las camillas.
    —¿Para qué?

    En 1942, el doctor Ernst Grawitz, el médico que intervino en casi todos los experimentos realizados por las SS con cobayas humanas, ordenó que se infectara a algunas prisioneras del campo de concentración de Ravensbrück con estafilococos y con bacilos de la gangrena gaseosa, del tétanos y de cultivos de varios gérmenes patógenos para probar la capacidad curativa de las sulfamidas. Se encargó de ejecutar la orden el profesor Karl Gebhardt, catedrático de cirugía ortopédica de la Universidad de Berlín y director de la clínica de Hohenlychen, amigo y médico personal de Himmler, que delegó las operaciones en los médicos de las SS Schiedlausky, Rosenthal, Ernst Fischer y Herta Oberheuser sin llegar a ejercer una supervisión real y responsable de los procedimientos empleados.

    Inoculaban las bacterias en la parte inferior de las piernas de las prisioneras, que ignoraban la verdadera finalidad de las intervenciones a las que las sometían. Tal como demuestran las cicatrices de las pocas que sobrevivieron y como confirmaron los testigos, el corte a menudo llegaba hasta el hueso. En las heridas de las pacientes, además de los cultivos de bacterias añadían a menudo fragmentos de madera o esquirlas de cristal. Las piernas de las cobayas humanas pronto empezaban a supurar. Las víctimas, a las que no se administraba tratamiento alguno con la intención de observar el progreso del cuadro clínico, morían entre atroces dolores […]. Para cada serie de experimentos, que se repetía al menos seis veces, se utilizaban de seis a diez mujeres jóvenes, normalmente elegidas entre las más agraciadas.

    El profesor Gebhardt sólo iba de vez en cuando a Ravensbrück para comprobar los resultados y examinar las heridas de las «pacientes» que, atadas en fila a las camillas, tenían que esperar durante horas la llegada de Herr Professor.

    El profesor Gebhardt presentó los resultados en mayo de 1943 con el título Experimentos especiales sobre el efecto de las sulfamidas, en la tercera convención de médicos consejeros especialistas de la Academia de Medicina Militar de Berlín, en la que participaron, entre otros, los jefes del servicio sanitario de la Wehrmacht, del ejército, de la aviación, de la sanidad pública, etc., además de los directores de clínicas universitarias e institutos para el estudio y la investigación médica, el médico personal de Hitler, el doctor Karl Brandt, y un gran número de eminentes y honorables profesores del Reich alemán.

    El profesor Gebhardt, durante su intervención, no ocultó el hecho de que hubieran realizado los experimentos con prisioneras; al contrario, asumió expresamente toda la responsabilidad.

    Ninguno de los participantes planteó objeción alguna.

    —¿No te compadecías de esas cobayas humanas? — le pregunto a mi madre. Sin embargo, en el mismo instante en que lo hago, me doy cuenta de la inutilidad de la pregunta.

    Duda un segundo, baja la cabeza y fija la vista en sus manos. Luego la levanta y declara con una especie de obtusa arrogancia:

    —No, no sentía compasión por «ésas» -parece hacer hincapié en la palabra-, porque trabajábamos por el bien de la humanidad.
    —¿Qué quieres decir?
    —¿La ciencia no trabaja siempre por el bien de la humanidad? — me pregunta con énfasis.
    —Esos médicos sólo eran unos charlatanes -replico con desprecio-, unos sádicos seudomédicos y seudoinvestigadores.

    Se sobresalta como si hubiera recibido una bofetada injusta. Ahora sus ojos me miran con una claridad vítrea y estupefacta.

    —Qué tonta eres -rebate-, te equivocas. ¡Nuestros médicos eran excelentes profesionales y los resultados de sus experimentos se publicaban en las revistas de medicina más autorizadas de Alemania y también del extranjero!-Recupera el aliento, tiene los pómulos de un rojo encendido-. ¡Invitaban a nuestros investigadores a las más prestigiosas convenciones de medicina de todo el mundo! Tú no sabes nada. ¡Nada! — Y subraya la afirmación con un gesto de las manos terminante e impaciente-. Yo no tenía ningún derecho a sentir compasión, mi deber consistía únicamente en obedecer. Fidelidad y obediencia, nada más. ¡Debes saber que la fidelidad es un gran valor! — Agita delante de mi nariz un dedo blanco y severo.

    Una pausa. Dirige la mirada más allá de la ventana, hacia las copas de los viejos plátanos que se mecen en el aire nebuloso.

    —Ich habe doch eine Härteausbildung erhalten -murmura luego, como hablando para sí misma.

    «Me adiestraron en deshumanización»: ¿puede ser esto un intento casi inconsciente de justificarse?

    Sí, madre, lo sé, lo he leído en tu expediente. Os adiestraban para insensibilizaros ante las atrocidades que tendríais que presenciar en los campos de exterminio, y sólo destinaban allí a las más duras, a las más insensibles. Por eso te eligieron para Birkenau, el campo más selectivo.

    Silencio de nuevo. Tengo calor y cada vez estoy más cansada; pero el demonio que llevo dentro me incita a seguir.

    —¿No sentiste piedad por nadie? ¿Nunca, por ninguna de las prisioneras de Ravensbrück? ¿Ni siquiera por la más vieja, por la más enferma?

    Eva me propina un golpecito con el codo. ¿Qué estás haciendo?, parece decir. No le presto atención, algo en mi interior se irrita.

    Pregunta. Sigue preguntando. Quizá no puedas hacerlo nunca más.

    —¡No es divertido hablar con mi hija! — exclama mi madre tapándose los oídos-. Ya no te escucho.

    Eva aprovecha la ocasión para murmurarme:

    —La estás atormentando. ¿Por qué? ¿No ves que es inútil?

    No contesto. Mi madre me lanza miradas rencorosas. Fuera, el tiempo empeora. Un viento insistente lanza oleadas de lluvia contra los cristales de las ventanas.

    Me pregunto con irritación si es posible que esta mujer nunca haya tenido un sentimiento distinto de los que le inculcaron. Amor en lugar de odio, piedad en lugar de crueldad.

    —Una vez -oigo que dice de pronto.

    Le pido, con un gesto, que aparte los dedos de los oídos.

    —¿Una vez, qué? — le pregunto con curiosidad.
    —Una vez me desagradó… un poco.
    —¿Qué sucedió?
    —Un día asignaron a mi bloque a una detenida que conocía. Antes había sido una camarada, pero luego se había pasado a la Resistencia y la Gestapo la envió al campo. En cuanto me vio me escupió a la cara.
    —¿La mandaste al pelotón de ejecución? — pregunto instintivamente y con una buena dosis de cinismo, pero ella no lo capta.
    —La seleccioné para el burdel.
    —¿Qué burdel?

    Parece rebuscar un momento entre los recuerdos, luego recupera el hilo del discurso.

    —Sí, fue en mil novecientos cuarenta y tres. Habíamos recibido órdenes de establecer burdeles en los campos más grandes, y el primer lager en el que se organizó fue Buchenwald. Una mañana nos llegó la orden a todas las celadoras de que seleccionáramos en nuestros barracones a las detenidas más adecuadas para el traslado, y yo la seleccioné a ella.

    Su rostro se endurece, una sutil sonrisa de satisfacción aletea en sus labios.

    —Poco después me enteré de que había muerto de una grave enfermedad venérea -añade, y con un movimiento nuevo se retuerce los dedos, mientras se le nubla la mirada. Pero sólo es un segundo-. Al principio… sentí una especie de desagrado -admite, como si confesase una debilidad deplorable-, pero lo superé enseguida. No podía permitirme ese tipo de cosas, es decir, pena y remordimiento hacia quien merecía estar en un campo. Después de eso, ya no volvió a sucederme. Yo era de la Waffen-SS. No podía permitirme el sentimentalismo de la gente corriente.

    Había delegado en el Führer el control de sus sentimientos, y seguía defendiendo aquella derrota.

    En cambio, a cuántas mujeres había oído la Helga niña renegar de su Führer en el Berlín incendiado e impregnado del hedor de los cadáveres. Las mujeres berlinesas lucharon con uñas y dientes para defender a sus hijos, muchos de ellos paridos en los refugios o bajo las bóvedas del metro. Para alimentarlos, aquellas mujeres no dudaron en empuñar las armas y enfrentarse a los vigilantes de los pocos almacenes de alimentos que permanecían abiertos, los que suministraban a la Wehrmacht o al entorno de Hitler. Durante la huida de Prusia oriental, con el Ejército Rojo en los talones, llevaban con ellas cinco, seis, siete hijos, atados unos a otros con una cuerda de tender la colada para no perderlos. Durante la posguerra, viudas y sin un futuro previsible, apretaron los dientes y se acostaron con los hombres de las potencias vencedoras, pues preferían el epíteto de «putas» a la idea insoportable de ver cómo sus criaturas se morían de hambre. No sé cuántas berlinesas seguían amando a su Führer durante la batalla de Berlín…

    Aquellos días vivíamos en un caos total. ¿Solidaridad? Claro, pero sin sentimentalismos. El hambre había desbaratado todas las reglas, todos los principios. Si se podía robar para tener un poco de comida, nadie se echaba atrás: ni los niños, ni los viejos.

    Una noche, mi valiente abuelo adoptivo arriesgó la vida en la estación de Anhalt para robar un saco de guisantes secos. Disparó sin titubear -él, que era hombre de leyes- a las piernas de un individuo que lo perseguía. Había violado el Sperrstunde, el toque de queda impuesto por los aliados. Al que sorprendían en las calles de Berlín después de la hora fijada, los hombres de la intransigente policía militar lo fusilaban en el acto.

    Pero los berlineses querían sobrevivir, de modo que, con Sperrstunde o sin él, siempre andaban por ahí buscando algo, sobre todo comida.

    Una vez consumada la catástrofe, fueron las berlinesas -doy fe de ello- las que barrieron los cascotes de las calles y las que consolaron y alentaron a los soldados evacuados que poco a poco volvían exhaustos de la guerra de Hitler.

    Se ha quedado dormida. Ha apoyado la cabeza en el respaldo del sillón y se ha dormido así, de repente, sin haber mostrado signos de cansancio.

    Miro a mi anciana madre, a la que veo por segunda vez en medio siglo, y a pesar de todo no puedo evitar un arrebato de ternura.

    Duerme inmóvil, con la respiración apenas perceptible y un aspecto tan indefenso y perdido que no puedo soportarlo. Me atraviesa un nuevo pensamiento, seguido de una ansiedad profunda. Un día se quedará dormida así, quieta y en silencio, para no despertarse nunca más, y yo estaré lejos. Tal vez alguien me lo comunique con un telegrama cuando ya esté bajo tierra. Se me encoge el corazón. Sigue siendo mi madre y, cuando desaparezca, una parte de mí desaparecerá con ella. Pero ¿cuál? No encuentro respuesta a esta pregunta.

    —Mírala, parece una niña -me susurra Eva.
    —Sí, una pequeña sombra.
    —No la atormentes. No sé qué te ha pasado.
    —Tampoco yo lo sé… De alguna manera, me provoca. Me irrita y, al mismo tiempo, me conmueve. Estoy tan confundida…

    En ese momento mi madre se despierta, mira alrededor con ojos asustados y, al verme, farfulla con alivio:

    —Ah, sigues aquí… -Bosteza-. ¿De qué estábamos hablando?

    Evito recordarle el asunto de la detenida que envió al burdel de Buchenwald, y propongo:

    —¿Por qué no me cuentas algo de ti? Por ejemplo, ¿qué haces todos los días?

    Se pasa una mano por la frente.

    —En Birkenau ya no lo hacía -dice, como si quisiera justificarse de una afirmación anterior.
    —¿Qué es lo que no hacías en Birkenau? — Pese a mis buenos propósitos de hace un momento, no logro evitar el interrogatorio.
    —Atar a las mujeres a las camillas.

    Inclina la cabeza, pero me da tiempo a ver sus ojos: ¿están velados por las lágrimas o es mi implacable deseo de captar aunque sólo sea una sombra de arrepentimiento lo que me provoca esa ilusión?

    Se inclina de nuevo hacia delante y me coge las manos sin que pueda impedirlo.

    —No pienses que actué por iniciativa propia -dice enseguida, traicionando así una ligera inquietud. Sus manos, tan huesudas y frías, me desagradan.
    —¿De qué hablas? — Su proximidad me molesta. Con un gesto un tanto histérico me desembarazo de sus manos. Me siento aliviada, pero ella se las mira fijamente, como si alguien le hubiera quitado algo muy valioso.
    —Hablo… de Birkenau -contesta con voz lenta e insegura.
    —Has dicho que no actuabas por iniciativa propia -le sugiero.
    —¡Ah, sí! Mira… Me refería a… tratarlas con rigor.
    —¿A quién?
    —A las prisioneras de mi barracón. No iba a tratarlas con guante blanco, ¿no te parece? — Me sonríe buscando mi complicidad. Asiento mecánicamente-. Me ordenaron que las tratara con extrema dureza -dice exaltada-, y yo les hacía escupir sangre.

    Caen todas las máscaras de su rostro, se desvanece toda su cautela.

    —Hablo de esas holgazanas que trabajaban en las fábricas de munición, ¿comprendes? Siempre estaban cansadas y de mal humor, y por la noche lloriqueaban por sus muchachos, que se habían quedado en el camino.

    »¡Hacía que les hirvieran las posaderas! — añade satisfecha, y explica enseguida en tono técnico-: Es jerga militar, se decía así. Hacer que le hiervan las posaderas a alguien significaba agotarlo hasta el último aliento.

    Me mira: su mirada es la de entonces.

    —La disciplina era necesaria, ¿entiendes? Aquellas putas judías tenían que saber dónde se encontraban y, sobre todo, por qué. Y eso sólo se obtenía de una manera: disciplina, dura e inflexible disciplina. Ése era el secreto para tener el campo en un puño.

    Te miro, madre, y siento una dualidad terrible y desgarradora: la instintiva atracción hacia mi propia sangre y el irrevocable rechazo por lo que has sido…, por lo que sigues siendo.

    Basta, me impongo, has venido a verla por última vez, procura que acabe bien. Intento sonreír, pero los labios se me bloquean en una mueca rígida, dura como el cemento. El demonio vuelve a pincharme. ¿Por qué no ceder?

    ¿Cómo se alimentaban las celadoras de Birkenau? Mientras ella interpretaba el papel de íntegra SS, mi hermano y yo pasábamos hambre. Desde 1944, el avituallamiento regular de la población alemana cesó casi por completo. La gente comía un pan que se elaboraba con harina obtenida de colza, de cortezas de árboles o de bellotas, y que producía un dolor de vientre atroz, o unas terribles sopas de ortigas.

    —¿Os faltaba la comida? — le pregunto. Eva me lanza una mirada de desagrado; mi madre se ríe. La pregunta parece divertirla.
    —Teníamos de todo -se pavonea-, los camaradas se ocupaban de que no nos faltara de nada: café de verdad, conservas, mantequilla, vodka polaco, cigarrillos, jabón perfumado… Teníamos medias de seda y champaña auténtico, aunque esto sólo en Navidad.

    Tus camaradas, madre. Con qué profundo sentido de pertenencia hablas de ellos todavía, después de medio siglo, con qué incorruptible deferencia.

    —Por ejemplo, yo era una devoradora de libros -sigue animada-, y los camaradas, cuando volvían de Berlín, me traían siempre algo interesante que leer. — Saca pecho en un gesto de orgullo-. No era como esas camaradas que sólo leían periódicos populares, no, yo leía libros importantes, ¿sabes? Además, la lectura me servía para relajarme antes de conciliar el sueño. Yo también soy un ser humano, ¿no?

    No puedo contenerme:

    —¿Cómo podías conciliar el sueño sabiendo que a pocos metros de ti se quemaban día y noche miles de cadáveres?

    No necesito mirar a Eva para sentir su mirada atribulada. Pero ya está hecho. Mi madre, por su parte, contesta casi con desdén.

    —Nunca padecí insomnio en Birkenau y, como ya te he dicho, tuve un entrenamiento riguroso. No podía permitirme…

    Entonces sucede algo muy extraño: empieza a temblarle la mandíbula. Es un espectáculo grotesco, patético. Aprieta los labios con fuerza en un intento de dominar el temblor, pero éste aumenta en lugar de disminuir, se hace incontrolable, le altera los rasgos. Ahora su rostro está inerme y, al mismo tiempo, contraído por la ira.

    —Sólo se quemaba a la gentuza -proclama con desprecio-. Alemania tenía que desembarazarse hasta del último Stück, del último ejemplar de esa raza innoble.
    —¿Y tú estabas de acuerdo?
    —¿De acuerdo con qué? ¿Con la solución final? ¿Por qué crees que estaba en ese lugar, para disfrutar de unas vacaciones? — Se ríe, pero sus mandíbulas no dejan de temblar.
    —¿No te apiadabas de nadie, ni siquiera de los niños? — le pregunto. No me atrevo a mirar a Eva.
    —¿Por qué? — responde enseguida-. Un niño judío se transformaría en un judío adulto, y Alemania tenía que librarse de esa raza odiosa, ¿cuántas veces tengo que repetírtelo?

    Inspiro profundamente.

    —Pero tú eras madre -objeto-, tenías dos hijos. Cuando empujaban a los niños a las cámaras de gas, ¿nunca pensabas en nosotros?
    —¿Y eso qué tiene que ver?
    —¿Es que nunca pensaste que si hubiéramos sido niños judíos nos habría tocado la misma suerte?
    —¡Mis hijos eran arios! — exclama indignada-. Los arios no tenían nada que temer. ¡Mis niños eran perfectos y nadie les habría tocado un pelo!

    ¿Estás segura, madre? ¿De verdad crees que nosotros, los niños arios, lo pasamos bien en la gran Alemania de Hitler? Cuando, por ejemplo, en febrero de 1943, el ministro de Propaganda Joseph Goebbels promulgó durísimas restricciones de emergencia en el abastecimiento, ¿crees que fueron excluidos los niños arios?

    Y en cuanto a lo de no tocarnos un pelo, no nos enviaron a las cámaras de gas, de acuerdo, pero nos obligaron a pasar la más negra de las hambres: por la noche soñábamos con patatas. Y yo tuve que enfrentarme a todo eso sin ti. Porque tú no estabas, habías delegado en otros el papel de madre para seguir tu camino.

    En 1971, cuando vine a verte a Viena con mi hijo, no intentaste ni por un segundo recuperar el tiempo perdido, establecer alguna relación conmigo: sólo querías que me pusiera tu uniforme de las SS.

    Hoy tampoco he encontrado en tus ojos un destello de auténtico calor maternal.

    Te miro y recuerdo el diario que mi abuela paterna me entregó poco antes de morir. Mi padre lo había puesto en sus manos y ella quiso dármelo. Al leerlo comprendí que papá nunca te olvidó, aunque le habías destrozado el corazón. Nunca te olvidó a pesar de la joven y hermosa Úrsula, la muchacha «de buena familia» con la que se casó en segundas nupcias.

    Y yo tampoco he conseguido borrarte de mi vida. «Nadie les habría tocado un pelo»: nos hemos quedado ahí.

    —Durante la guerra, ¿nunca te preguntaste qué había sido de tus hijos? — Cuánto tiempo hace que me guardo esta pregunta. Mientras se la hago, observo con alivio que ya no le tiembla el mentón. Me atraviesa con una mirada vacía.
    —La guerra… -repite con expresión soñadora-. En Birkenau no me daba cuenta. Estaba tan ocupada… -Se arregla el cabello-. Luego llegaron los rusos. — La mirada se reanima, se tensa-. Fue en enero… Sí, hacía frío…

    El recuerdo se aviva.

    —Llegaron los rusos y nos trataron como a criminales. — Todavía arde en su voz la humillación-. Nos amenazaban con las armas y nos obligaban a quitarnos la chaqueta del uniforme. — Insinúa automáticamente el gesto de quitarse la chaqueta-. Querían ver la parte interna del brazo para comprobar si teníamos el tatuaje con el grupo sanguíneo.

    Ríe con un extraño rechinar de dientes.

    —Pero las mujeres de las SS no teníamos tatuajes, ¿sabes? — Se remanga y enseña el brazo-. ¿Ves?, nada de tatuajes. — Lo que veo es su piel arrugada y de un blanco pavoroso-. Claro que… llevábamos el uniforme -repite cada vez más quejumbrosa, más senil-, las celadoras llevábamos el uniforme de las SS. Una camarada intentó pasarse de lista y les dijo a los rusos enseñándoles el uniforme: «Odolzat! Odolzat!» Quería hacerles creer que lo había tomado prestado. Pero los rusos la golpearon gritando «Lguna!». Mentirosa, eso le dijeron.

    Se enjuga una lágrima.

    —Nos separaron a las camaradas de los camaradas. Estábamos tristes. Los camaradas nos gritaban desde los camiones «Heil Hitler!», y los rusos les pegaban con las ametralladoras, pero algunos seguían gritando «Heil Hitler!», aunque se arriesgaban a que los fusilaran de inmediato.


    •••


    Me distraigo. Mi pensamiento se centra todavía en las víctimas, en tantas historias que conozco, que he leído o que me han contado. También pienso, madre, que sólo odiándote conseguiría por fin arrancarme tus raíces. Pero no puedo. No soy capaz.

    Debo volver a ella. Se ha dado cuenta de que me he distraído, reclama mi atención.

    —¿Por qué no hablas? — me pregunta, enfurruñada.

    Me siento cansada y desilusionada. Casi resignada. Ya está, la he visto por última vez. Debo poner fin a este encuentro. Consulto el reloj.

    —Tengo tantas preguntas que hacerte -digo con prudencia-, pero veo que es tarde. Dentro de poco vas a comer, y nosotras…
    —Pregunta, sigue preguntando -dice ella en un tono apresurado y levemente ansioso.
    —Hablemos de tu salud -propongo-. ¿Qué te hacen aquí? ¿Sigues algún tratamiento?
    —Pregunta sobre Birkenau -me exhorta-. Porque eso es lo que te interesa, ¿verdad?

    Su mirada vuelve a ser límpida y consciente. Otro de esos cambios repentinos que no dejan de sorprenderme. Sin embargo, intento seguir el camino que me he impuesto.

    —Háblame de ti -insisto-. ¿Sigues un tratamiento? ¿Qué te dan?
    —Seguro que Fräulein Inge ya te ha dicho lo que me dan -corta-. Píldoras y jarabes, eso es lo que me dan. Y no estoy muy convencida de que sirvan para algo. Quieren mejorar mi memoria, pero ¿qué logro yo con eso? — Y añade con expresión astuta-: Porque lo que quiero recordar siempre lo encuentro en su sitio, y el resto no me interesa.

    Hay un momento de silencio, me sonríe como para infundirme ánimos.

    —¿Entonces? ¿No quieres saber más de Birkenau?

    Ahora que es ella la que me acosa, me doy cuenta de que ya no tengo más preguntas. En cambio, siento cierta angustia al pensar en la inminente separación.

    —¿En qué piensas?

    Lo pregunta con solicitud, casi con dulzura. Se inclina, vuelve a cogerme las manos. Pero yo no quiero obsequiarla con mi turbación y me centro en una de las historias que hace poco invadían mi cabeza. Me la contó su protagonista.

    —Pensaba en una persona que conozco…
    —¿Quién? — Esta vez es ella la que me mira directamente a los ojos, y yo le devuelvo la mirada.
    —Un amigo -contesto.
    —¿Por qué pensabas en él?
    —Fue deportado a Auschwitz cuando tenía dieciocho años; lo castraron. — Con un gesto rápido libero mis manos de las suyas. Ella se retrae y da un bufido de irritación.
    —¿Castrado en Auschwitz? — pregunta, despectiva e incrédula-. Te contó un cuento.

    Esta vez exploto:

    —¡Expusieron sus genitales a rayos X durante veinte minutos, lo que le provocó gravísimas quemaduras, y luego le cortaron los testículos para seccionarlos y examinarlos al microscopio! ¿Acaso vas a negar que en Auschwitz se hacían experimentos sobre la esterilización de seres humanos?
    —¡Es mentira! — insiste. Y precisa-: Ciertas cosas sólo se hacían en Ravensbrück.
    —¿Y Mengele? — le recuerdo-. ¿No te dice nada ese nombre?
    —¿Mengele? — repite como un eco, como si desplazara la palabra de un lado a otro de la boca-. Nunca lo había oído.

    Siento que me está provocando, que me toma el pelo.

    —¿Y Meyer, Kaschub, Langben, Heyde, Renno, Brandt? ¿Tampoco te dicen nada esos nombres?

    Hace con la boca un gesto duro y afilado.

    —Nunca los he oído, no sé de quiénes estás hablando. — Arquea las cejas, cruza los brazos-. Además, no quiero hablar contigo, estoy harta.

    Se levanta. De pronto se ha puesto de muy mal humor. Da unos pasos por la salita: camina erguida, parece bastante segura sobre sus piernas. Se acerca a una planta ornamental, empieza a arrancar las bayas rojas y luego las aplasta despacio entre los dedos.

    —Dile algo amable -murmura Eva-, debéis separaros en armonía.

    Tiene razón. Pero mientras estoy buscando algo agradable que decirle, oigo que refunfuña:

    —No me has llamado Mutti ni una sola vez. — Se limpia las manos con un pañuelo y repite-: ¡Dices que eres mi hija y ni una vez me has llamado Mutti!

    Se detiene a mi lado y me pregunta en tono sombrío y ofendido:

    —¿Es que no soy tu madre? — Y con cierta maldad se pone a pellizcarme las mejillas como si fuera una niña. Hago un gesto afirmativo y ella empieza a gritar-: ¡Entonces llámame Mutti! Los hijos de mis compañeras llaman Mutti a sus madres, y tú también debes llamarme Mutti. Quiero que lo hagas.

    Cruza los brazos sobre el pecho con expresión prepotente. Estoy desarmada, me ha cogido por sorpresa. No puedo llamarla Mutti. No lo consigo.

    —Estoy esperando -insiste, con el tono intransigente de quien está seguro de sus derechos. Podría contestar que, probablemente, los hijos de sus compañeras están acostumbrados a llamar Mutti a sus madres, pero temo que se enfade.
    —No puedo decirlo -admito por fin.
    —¿No puedes llamarme Mutti? -me pregunta con desprecio.
    —No estoy acostumbrada. — Me encojo de hombros.
    —¡Quiero que llames Mutti a tu madre! — exclama, alterada. Se trata de un capricho, nada más-. Si no lo haces saldré de aquí y no volveré ni siquiera para despedirme -me lanza un desafío, en venganza.
    —No puedo -concluyo, enfadada y aturdida. Pero ella, de repente, vuelve a cambiar de actitud. Oculta la cara entre las manos y empieza a gemir.
    —No entiendo por qué has venido a humillarme…, a humillar a una madre vieja que sólo pide que la llames Mutti.

    Y llora y solloza y tose: otra vez estamos en medio de un melodrama. Mi demonio interior me atormenta de nuevo: chantajéala, me sugiere. Dile que la llamarás Mutti sólo si es más sincera.

    Caigo en la tentación.

    —Quizá los hijos de tus amigas llaman Mutti a sus madres porque entre ellos no hay mentiras. — Escucho mi voz y no la reconozco, me parece la voz de otra.
    —¡Yo nunca miento! — afirma mi madre, resentida.
    —No es verdad. Has dicho que nunca has oído el nombre de Mengele.
    —Bueno, quizá lo había olvidado -reconoce con una sonrisa torcida.
    —Está bien -finjo-, pero no lo hagas más. No digas más mentiras. Es absurdo entre una madre y una hija, ¿entiendes?

    Me mira en silencio con el candor de una niña. Asiente. Entonces, aparece en su rostro una sonrisita pícara.

    —¿Si te cuento cosas que son verdad me llamarás Mutti?

    Sonrío para mis adentros.

    —De acuerdo -contesto. Y, sin dudarlo, vuelvo al tema que me interesa-. Antes te he hablado de ese amigo mío que castraron en Auschwitz… -Ella baja la mirada y mueve la cabeza-. ¿Sabías que en Auschwitz se hacían… esas cosas?

    Oigo el suspiro de mi prima, pero vuelvo a ignorarlo.

    —¡Claro! — exclama mi madre con impaciencia-. Claro que lo sabía, yo era de la Waffen-SS, y todos estábamos al corriente.
    —¿Conociste personalmente a alguno de esos médicos que experimentaban en Auschwitz sobre la esteril…
    —Brack -me interrumpe-. Conocía bastante bien al doctor Brack.

    Bien, pienso, ya hemos llegado.

    —¿De verdad? ¿Y hablasteis alguna vez de lo que él hacía… por el bien de la humanidad? — le pregunto usando sus mismas palabras.
    —Sí, una vez. En una fiesta…, una boda. Una colega mía se había casado con un camarada de las SS… Estábamos celebrándolo… Y él, Brack, había bebido un poco más de la cuenta, y entonces… -Me mira con expresión astuta-. Antes tienes que llamarme Mutti, luego te cuento lo que dijo Brack.
    —De acuerdo. — Me rindo, pero necesito hacer un gran esfuerzo para deletrear en mi interior la palabra Mutti.

    Mi madre me mira: está esperando. ¿Por qué le importa tanto después de medio siglo? No será más que un capricho senil, no querrá ser menos que sus compañeras.

    Mutti… No se lo merece. Nunca ha dado ni una pequeña muestra de amor maternal y ahora está ahí, rígida, a la espera perversa de mi «Mutti», su trofeo. Entonces recuerdo el pacto y lo que obtendré a cambio.

    —Mutti -articulo haciendo un esfuerzo.
    —¡Otra vez, otra vez! — Aplaude con júbilo.
    —Mutti.

    Entonces se abandona a un llanto impetuoso, demasiado agudo, demasiado estridente. Quizá lo note, note que no consigue enternecerme. Después se queda callada, se arrellana en el sillón, transforma su rostro en una máscara malhumorada y masculla:

    —No tengo ganas de hablar de ese antipático de Brack. Además, él no hablaba de ciertas cosas. No hablaba de lo que hacía en el barracón de los experimentos científicos… Era un secreto, ¿comprendes? Un secreto de estado.

    Mentirosa, oportunista, fanática, poco fiable: así la describe su expediente.

    En su Der SS-Staat, Eugen Kogon adjunta un informe referente a los experimentos preliminares sobre esterilización de seres humanos, redactado por el Oberführer de las SS Victor Brack y dirigido a Heinrich Himmler:

    El siguiente resultado puede considerarse seguro y científicamente probado:

    La esterilización permanente se consigue con rayos X, mediante exposiciones lo bastante prolongadas para producir una castración con todas sus consecuencias. Una radiación elevada destruye la secreción interna de los ovarios y de los testículos […]. Pero debido a que no es posible proteger con plomo los tejidos circundantes, hay que aceptar que éstos sufran daños, con la consiguiente aparición de las llamadas secuelas de Roentgen. En caso de radiación excesiva, en los días o semanas siguientes aparecen quemaduras en las zonas de la dermis expuestas a los rayos […]

    Puesto que se pretendía esterilizar individuos sin que éstos estuvieran informados, el doctor Brack avanzaba una propuesta:

    Un método para la ejecución práctica podría consistir, por ejemplo, en agrupar a las personas frente a una ventanilla, ante la que deberían permanecer unos tres minutos para responder a unas preguntas o rellenar unos formularios. El funcionario sentado al otro lado de la ventanilla accionaría el aparato radiológico de modo que se activaran los dos tubos de rayos X, dado que la radiación debe alcanzar ambos lados. Con un aparato de dos tubos podrían esterilizarse de 150 a 200 personas al día; con 20 aparatos, de 3.000 a 4.000 […]. Se podría iniciar con 2 o 3 millones de hombres y mujeres judíos en perfectas condiciones de trabajo […]. El hecho de que se enteren de que se han quedado estériles después de unas semanas o unos meses no tiene importancia.

    Si usted, Reichsführer, tuviera que optar por esta solución en interés del mantenimiento del material de trabajo, el Reichsleiter Bouler estaría dispuesto a poner a su disposición a los médicos y a todo el personal necesario para realizar el proyecto.

    —Ahora estás enfadada -asegura mi madre. Inclina la cabeza y me dirige una sonrisa de arrepentimiento-. Además, no conocía bien a ese Brack -admite débilmente.

    Me ha engañado y lo sabe. Siento frío por dentro.

    —De pequeña eras tan encantadora -intenta ablandarme-, tan encantadora que mis amigos insistían en que publicara tu fotografía en una revista racial.

    Sus amigos… Tengo que concentrarme.

    —¿A qué año te refieres?
    —¿Qué año? — repite. Hace un gesto como para retirar un jirón de niebla que tuviera delante de los ojos.
    —¿Todavía estabas… con papá? — le pregunto.
    —¿Con Stefan? — Se encoge de hombros.

    En cualquier caso, esos «amigos» debían de ser sólo suyos. De repente, me asalta un recuerdo.

    Una casa de veraneo en Kremmen, un pueblecito no lejos de Berlín. La base, de piedra; el resto, de madera. Muebles de verano, de mimbre y pino blanco.

    Las ventanas están abiertas; de la plaza del pueblo, bordeada por viejos castaños de Indias, llega el sonido de las campanas.

    Se accede a la casa por un jardín situado en la parte delantera, pero todo se desarrolla en la parte de atrás. En el patio, entre los tilos, aletea la oca de los vecinos, que corre detrás de mi hermano Peter para picarle.

    Una puertecilla fabricada con tablas abombadas y cruzadas conduce a un jardín del que recuerdo con nitidez colores, sonidos y perfumes: los jazmines, los saúcos, con cuyas bayas se puede preparar una sopa de un curioso color de orujo, y los rosales silvestres, con cuyos frutos se hace una mermelada sabrosa y dulce.

    Y el canto feliz de las alondras, las golondrinas bajo la cornisa y dos cigüeñas en el tejado de un granero cercano. Todavía no era consciente de que estábamos en guerra.

    La escena se desarrolla en la sala. Es por la tarde, el sol ya está bajo, la tierra del jardín emana un perfume húmedo y agradable.

    Hay gente. Mi madre se ríe mucho. Recuerdo a una mujer y tres hombres. Los invitados llevan uniforme, también la mujer.

    Mi madre levanta a Peter, que chilla y patalea. Quiere que les dé un beso en la mejilla a todos los invitados, pero él se niega. Cada vez que lo acerca a uno de ellos, Peter aparta a un lado su cabeza de rizos. Está molesto. Y no le apetece besar a extraños.

    Mi madre se pone nerviosa, lo llama con aspereza «pequeño rebelde». Pero él, harto, propina una patada en el vientre de un señor de uniforme en lugar de besar su rugosa mejilla. El destinatario lanza una risita divertida. Mi madre, desilusionada, deja en el suelo al pequeño rebelde, que empieza a arrastrarse a gatas por la sala emitiendo unos graciosos sonidos infantiles. Lo veo como si fuera hoy, avispado e inconsciente.

    No sospecho nada bueno e intento escabullirme, pero mi madre me agarra. Me toca a mí. La misma pretensión. Siento un calambre en el estómago. Tampoco yo quiero besar a los extraños. Pero ella me mira con severidad y yo me resigno a repartir besos contra mis deseos. Pero entonces llego ante un señor que me resulta antipático. Me resulta antipático desde el momento en que lo veo. Es alto y tiene unos ojos que me dan miedo. Son unos ojos muy claros, semejantes a los de los gatos siameses. Unos ojos que parecen lanzar fragmentos de cristal.

    Ya estoy delante de él. El señor se inclina, me dirige una sonrisa de hielo y se estira para recibir ese estúpido beso. Pero para mí ya es demasiado: le muerdo la barbilla.

    Se echa hacia atrás, sujetándose la barbilla con la mano. Mi madre me sacude y grita. Yo no lloro, pero los odio a todos.

    Un cuarto de hora después, en la sala ya no hay nadie. Peter ha encontrado el recogedor de la basura y lo vuelca alegremente. Luego se sienta encima como si fuera un pequeño trineo. Yo estoy acurrucada en el suelo y lo observo. Es un diablillo.

    De repente, alguien nos echa encima una red de pesca. No sabía que en casa hubiera una, y no comprendo por qué nos la han echado encima, pero siento un miedo terrible.

    Grito; Peter también grita, se agarra a mí y grita. Nos agitamos como dos locos, aunque cuanto más nos esforzamos en liberarnos de ese abrazo, más nos enredamos y gritamos.

    No vemos a los mayores. Quizá nos estén espiando detrás de la puerta, divirtiéndose con nuestra patética angustia, con nuestro terror desamparado.

    Somos como dos escarabajos que han caído de espaldas. Agitamos las piernecitas y gritamos. El sol se ha puesto y por la ventana penetran las sombras de la noche.

    Una trampa. Una trampa tendida por el mundo de los adultos, que de pronto se ha vuelto cínico y malo.


    (Mi madre nos había asustado otras veces, sobre todo cuando nos imponía sus implacables castigos. Si la consigna de la madrastra era «no debéis pensar, sino saber», la de mi madre era «sobre todo, obedecer». Era hipersensible a la desobediencia. No toleraba la menor rebeldía. Cada vez que yo, que tenía un temperamento poco dócil, manifestaba la más mínima agitación, me castigaba encerrándome en el cuarto oscuro. En Berlín, cuando vivíamos en el barrio de Niederschönhausen, teníamos uno con una ventanita minúscula que mi madre cubría con un cartón para que yo permaneciera en aquella completa oscuridad durante horas. Otro castigo, que yo ya consideraba grave a los cuatro años, consistía en suministrarme una ración triple de aceite de hígado de bacalao. Peter se orinaba encima cuando veía a mi madre más nerviosa y agitada de lo habitual, pues temía como al diablo aquella cuchara especial, y en cuanto la veía se ponía a gritar desesperado. Un día se defendió rechazando la cuchara con un gesto tan impetuoso que el aceite salpicó a mi madre en la cara. Ella montó en cólera y, después de darle la ración punitiva de aceite de hígado de bacalao, lo encerró en el gran armario de la habitación de matrimonio -en aquella época, mi padre ya se había incorporado al ejército-. Mi hermano estuvo a punto de ahogarse allí dentro: cuando ella le abrió la puerta, yacía en el fondo con la cabeza encima de una caja de zapatos. Aquel día mi madre se asustó mucho y se puso a sacudir como una loca al pequeño Peter, que parecía muerto o desmayado, aunque probablemente sólo estaba entumecido por la falta de oxígeno.)


    La pesadilla de Kremmen se dilata. Peter y yo no vemos a los adultos y seguimos prisioneros de esa horrible red de pesca. Peter grita, se aferra a mí y me clava las uñas en los brazos. La realidad desaparece. Nos sentimos catapultados a un mundo oscuro y desconocido donde una madre se ha transformado de pronto en una bruja que divierte a sus amigos con una broma estúpida y cruel.

    Empiezo a llamar a mi madre con voz aguda y suplicante, «Mutti! Mutti!», grito y sollozo y le imploro que venga a soltarnos. Por fin viene, se le saltan las lágrimas de la risa. Sus invitados también se ríen. Al parecer, se han divertido. Y yo, entre aliviada y rencorosa, los odio aún más a todos, pero en especial al hombre al que he mordido, que ahora se desternilla, enseñando unos dientes largos y afilados que me recuerdan a un tiburón con la barriga llena. Al final, mi madre nos libera de la red.

    Desde entonces, mi hermano y yo padecemos de claustrofobia.

    Peter nació en Berlín, en ese apartamento de la Nordendstrasse, en el barrio de Niederschönhausen.

    Cuando, pocos años después, la madrastra entró en nuestras vidas, mi hermano la aceptó enseguida, de forma instintiva y sin reservas. Tras el abandono de nuestra madre, la abuela se ocupó de nosotros durante casi un año, y cuando mi padre se casó con Úrsula, Peter parecía haberse olvidado por completo de su madre biológica. La madrastra nos obligó a decirle que ella era su madre; yo lo prometí y mantuve mi palabra. Nos inventamos que Úrsula había estado enferma durante mucho tiempo y que por fin había vuelto a casa desde un lejano hospital, y Peter quedó convencido de que ella era su verdadera madre. Al principio no dije nada porque temía a la madrastra, luego porque el engaño, andando el tiempo, se convierte en un hábito.

    Pero la cosa no acabó ahí.

    Una mañana de la inmediata posguerra, cuando todo era caos, extravío y destrucción, y cualquiera podía declarar lo que fuera a las nuevas autoridades aduciendo la pérdida de documentos -mucha gente los había perdido de verdad a causa de los bombardeos que habían derrumbado casas, oficinas y archivos-, nuestra madrastra solicitó un certificado de nacimiento de mi hermano y declaró que era su hijo biológico. La mentira se dilató durante años, hasta que Peter quiso obtener la documentación necesaria para su boda. Las autoridades austríacas (volvimos a Viena en 1948) le exigían una partida de nacimiento original, y la pidió al registro del censo de Berlín. El documento no tardó en llegar, y en la casilla «nombre de la madre», mi hermano leyó un nombre y un apellido absolutamente desconocidos.

    Su amadísima «madre» lo había engañado durante veintiséis años, con la complicidad de mi padre y la mía. Hasta nuestra abuela paterna había participado en el juego; cada vez que nos hablaba de la primera mujer de mi padre resultaba implícito que yo era la hija de «aquella bruja». Por lo tanto, Peter no perdió una madre, sino dos. La tardía revelación lo traumatizó profundamente y abrió entre la madrastra y él un abismo que nunca se cerró.

    La abuela me contaba que mi madre no quería celebrar la Navidad según la tradición cristiana. Por una ciega fidelidad a las SS, dejó de ir a la iglesia, y el 24 de diciembre celebraba el Sonnenwendfest, la festividad de la orden de Himmler. Las SS distribuían folletos con las instrucciones sobre cómo y cuándo honrar las fiestas.

    La abuela decía que en Navidad mi madre estaba muy ocupada preparando galletas en forma de runas, que para las SS simbolizaban la eternidad del mundo, en forma de corona, que significaba el perpetuo retorno, y también en forma de concha, que representaba el sol del que nace la vida en la tierra. Esos dulces debían ser el único adorno del abeto, porque el opúsculo prohibía todo lo demás: los hilos de plata, las bolas de colores y todas las chucherías románticas que los alemanes siempre han colgado en el árbol de Navidad.

    La abuela, que en aquellas fechas venía con el abuelo de Polonia para traernos regalos a Peter y a mí, se enfrentaba con dureza a mi madre y le decía que «sus extravagancias de SS» no debían privar a los niños de una fiesta tradicional que celebraba toda la «gente normal». Tuvieron furiosas discusiones, y en una ocasión la abuela llegó a tirar a la basura todas las galletas que mi madre había preparado. Entonces se pelearon y los abuelos precipitaron su regreso a Polonia.

    Más tarde me enteré de que mi padre, aunque desaprobaba el activismo político de su mujer, la defendía siempre ante su madre, lo cual desencadenaba la ira de la abuela, que desde el principio había sido hostil a esa exaltada que su hijo había querido llevar al altar a toda costa.

    En cuanto a la actitud fanática de mi madre, considero que era típica de la doble moral de las SS: una fachada austera de rigor, orgullo, moderación y templanza ocultaba abismos de desorden, fanatismo, soberbia… y una enorme sed de poder.

    Fräulein Inge se asoma a la puerta.

    —¿Qué tal? ¿Les apetece algo a las señoras? ¿Té, café, otra cosa? — Detrás de ella, alguien curiosea a hurtadillas.
    —¡A estas horas nunca me ofrece nada! — protesta mi madre con malicia.

    Fräulein Inge entra.

    —¡Pero hoy es un día especial! Sus invitadas vienen de tan lejos…

    Mi madre me lanza una ojeada, sorprendida.

    —¿Lejos? ¿De dónde vienes?
    —De Italia -contesto.
    —¿Por qué de Italia?
    —Porque vivo allí.
    —¿Desde cuándo?
    —Desde mil novecientos sesenta y tres.

    Está perpleja.

    —En Italia… -repite varias veces-. Mi hija vive en Italia.

    Fräulein Inge pregunta amablemente:

    —Entonces, señoras, ¿qué les apetece?

    Antes de que Eva y yo podamos responder, mi madre exclama, tiránica:

    —¡Quiero un zumo, de manzana!
    —Bien. ¿Y las señoras?

    Eva pide un café y yo la secundo, aun a sabiendas de que no estará a mi gusto.

    Cuando sale Fräulein Inge, mi madre permanece unos instantes en silencio. Se ha acercado a una de las grandes ventanas, lejos de mí, como si buscara refugio. Desde allí, con una expresión sombría, chilla:

    —¡No quiero que me interroguen! ¡Has venido desde Italia para interrogarme, pero yo no quiero!

    Estoy asustada: ¿me estará echando en cara una verdad que no estoy preparada para comprender?

    —No pretendo interrogarte -intento tranquilizarla. Pero ella se acurruca en un silloncito. Completamente encogida y con los ojos cerrados, grazna con una voz que parece venir del más allá:
    —Soy inocente. Yo no tengo la culpa. Sólo cumplía órdenes, como todos los demás. Todos cumplían órdenes. Todos mis camaradas y todos los alemanes, ¿por qué lo quieren negar? Hasta los niños obedecían ciegamente a sus profesores y se atenían con rigor a las órdenes superiores.

    »¡Tú también obedecías! — exclama, venenosa, agitando hacia mí un dedo tembloroso-. En la escuela te enseñaron a odiar a los judíos y tú odiabas a los judíos. ¡Atrévete a decir que no era así!

    Sus ojos proyectan chispas de desprecio, su actitud es amenazadora. Desde que he llegado no la he visto tan alterada y llena de odio.

    —¡Has venido de Italia para juzgarme, pero seré yo quien te juzgue a ti! — grita con una voz que vibra de maldad-. No permitiré que me interrogues, ¿entendido? ¡No te lo permitiré!

    Le cuesta respirar y en su cara cenicienta destacan los pómulos, de un rojo encendido.

    —Ahora todos escupen a Alemania -dice furiosa-, ¿y sabéis por qué? Porque perdimos la guerra. Si hubiésemos ganado, el mundo entero besaría los pies del Führer, y no sólo los pies. — Se echa a reír-. Y no sólo los pies -repite, satisfecha de la ocurrencia.

    Son palabras antiguas, palabras que oí pronunciar muchas veces en la posguerra a los berlineses supervivientes. Después de la capitulación de 1945, avergonzados por el coro internacional de odio y desprecio, no eran pocos los alemanes que creían recuperar algo parecido al orgullo diciendo esas cosas.

    Intercambio una mirada con Eva, pero mi madre repite la maligna acusación que ha expresado antes:

    —¡No me engañas, querida, no te hagas la inocente! ¿Puedes asegurar, con total honestidad, que nunca has odiado a un judío?

    Espero a que vuelva Fräulein Inge con el café, pero no lo hace.

    —¡Piénsalo bien! — grazna en falsete la voz de mi madre.

    Ha ganado ella. Un recuerdo desagradable aflora a mi reacia memoria.

    En 1943 me llevaron a un colegio de Eden, en las afueras de Orienburg. Vivíamos en una casa sólida con dormitorios debajo de los tejados, jardín y huertos de frutales. Pero incluso al pequeño Eden llegaba el aliento de violencia y muerte de la guerra.

    Me hacía sufrir haber sido alejada de Berlín, de mi hermano y de mi abuelo adoptivo, que me quería.

    Como ya he dicho, fue mi madrastra quien me envió allí. Sin embargo, en ese colegio encontré afecto y comprensión. Aprendí a querer a la directora, Frau Heinze, la única persona, repito, a la que he llamado Mutti después de que mi madre me abandonara.

    Los alumnos del colegio eran jóvenes excluidos de sus familias por distintos motivos que a menudo, como en mi caso, sólo eran pretextos. Hijos de matrimonios fracasados o de padres divorciados, huérfanos o rechazados por parientes que no deseaban acogerlos. Y la guerra hacía el resto.

    El sonido de la artillería enemiga se oía muy lejos, pero por la noche sembraba el terror. Al comienzo de la guerra, me dijeron, sólo morían los soldados, luego le había tocado también a la población civil. Los soldados no morían, «caían», y se erigían monumentos en su honor; los civiles no caían, morían, y nadie pensaba en erigir monumentos en su memoria ni en memoria de sus hijos, sus esposas o sus madres.

    Una vez superados los miedos de la noche, por el día teníamos los toboganes y los columpios, y nos encaramábamos arriba para ver al otro lado de la cerca la carretera flanqueada de viejos plátanos por la cual, entre una carretilla y un montón de estiércol, marchaban los soldados, los tanques y los carros de combate de la Wehrmacht, que hacían temblar la tierra.

    Cuando por la noche mamá Heinze repartía las escuálidas raciones de pan, yo siempre conseguía arrancarle una sonrisa y, a veces, una caricia. Para mí eran sensaciones nuevas y preciosas: me daban ánimos, me nutría de ellas como de una linfa vital.

    Aquella mañana, cuando salimos del colegio, el suelo estaba helado. La escuela se hallaba a unos trescientos metros, distancia que recorríamos solos: un rebaño de corderitos conducidos por los muchachos mayores de once o doce años. Nos llamaban «los muchachos de mamá Heinze». Estábamos muy unidos.

    Observamos que a unos cincuenta metros del edificio escolar se habían reunido muchas personas: estaban pegando con furia a alguien. Cuando nos acercamos vimos que se trataba de un hombre y una mujer. Nos quedamos allí, asustados y atónitos, observando aquella violencia ciega, hasta que un joven se destacó del grupo de brutos y nos explicó que era una pareja de judíos. Durante un tiempo habían vivido escondidos y protegidos por un amigo de la familia, pero luego a éste lo habían llamado a filas y ellos, tras sobrevivir casi sin víveres durante semanas, se habían visto obligados a salir a descubierto.

    El jefe de nuestro grupo dijo: «Volvamos al colegio.»

    Una niña lloraba: «¿Por qué pegan a esas personas?» Los dos pobrecillos, mientras tanto, apaleados y maltrechos, suplicaban que no los entregaran a la Gestapo.

    De repente, uno de los agresores nos gritó: «¡Vamos, muchachos, si sois nacionalsocialistas de verdad, echadnos una mano!» Sus camaradas se hicieron eco y empezaron a incitarnos.

    Ignoro cómo sucedió, lo que sé es que nos recorrió una especie de descarga eléctrica, como si una agresividad primordial y un odio contagioso se hubieran despertado en nuestro interior.

    Nos lanzamos en masa sobre aquellos dos desgraciados. Les propinamos patadas y puñetazos; unos les escupían, otros les pisaban las manos a esas dos víctimas indefensas tiradas en el suelo de tierra batida. Yo me incliné sobre la mujer y le tiré del pelo. Tiré con fuerza y grité: «¡Judía asquerosa!» Ella me miró, espantada y aturdida. Nunca olvidaré aquella mirada.

    La cabeza de la pobrecilla yacía encima de un montón de estiércol de vaca que le había ensuciado el cabello, pero no sentí por ella ni compasión ni piedad.

    Alguien había avisado a la Gestapo, y ésta llegó en un vehículo celular que me pareció gigantesco, en el que podrían haber entrado no dos, sino cincuenta judíos. Cinco o seis SS saltaron lanzando gritos histéricos junto a una horda de perros furiosos.

    Mientras me digo que ni siquiera yo puedo tirar la primera piedra, vuelve Fräulein Inge con los dos cafés y el zumo de manzana.

    Mi madre se abalanza con avidez hacia su vaso y lo vacía de un trago; luego lo deja en la mesita y me mira con expresión vacilante.

    —¿Qué estábamos diciendo?

    Yo espero que haya perdido el hilo, pero ella declara con seguridad:

    —No tienes nada de tu padre, te pareces en todo a mí.

    Tiene razón, pienso con amargura. Me habría gustado parecerme a mi padre, pero fue mi hermano el que heredó sus rasgos, mientras que yo soy el vivo retrato de mi madre.

    Debe de haber olvidado nuestras últimas palabras antes de la llegada de Fräulein Inge, aunque lo que acaba de decir tiene algo que ver.

    —Hasta tu padre aceptó el régimen -afirma con un atisbo de maligna ironía-. Él, que era tan puro, tan lleno de nobles ideales. Era un hombre de talento, un pintor excelente. Mira, cuando lo conocí se relacionaba con gente como Schlichter, Grosz, Klee, Dix, Nolde…

    Me lanza una mirada, como si dudase de antemano de mis conocimientos de Historia del Arte.

    —Aunque quizá no lo comprendas -acaba.

    Lo dejo estar, en parte porque sigue hablando.

    —Stefan se dedicó al neoclasicismo que quería el Führer -recuerda con claridad-. Empezó a pintar paisajes y retratos, puestas de sol y naturalezas muertas, campesinos e hilanderos, trabajadores, caballos y escenas de campo… También copiaba animales exóticos de los libros de ciencias naturales. Hacía exposiciones. Precisamente en una de ellas conoció a Hilde, que le compró un cuadro: Leones en la sabana. -Sonríe con malicia-. Y cuando me marché, la preciosa Hilde no perdió el tiempo: presentó a Stefan y a su hermanita.

    Estoy sorprendida, no conocía esos hechos.

    —Un personaje negativo -sentencia mi madre-. Hilde nunca me gustó. Se creía quién sabe qué porque trabajaba con el ministro de Propaganda, y sigo convencida de que estaba enamorada de él, aunque, como es natural, él no se daba cuenta. Era una mujer muy eficiente, no lo niego, pero Goebbels no se fijaba en ella como mujer… Tenía a todas aquellas actrices a sus pies, y además esa relación con la Baarova… No, Goebbels sólo la veía como una secretaria competente y fiable.

    La miro cada vez más sorprendida. Es capaz de cambiar en un momento, como un camaleón.

    No lleva joyas, ni siquiera un anillo. Nada. Lleva las uñas y el pelo en orden. Parece continuar sometida al rigor y a la disciplina militar de su época.

    El tema de mi tía adoptiva me interesa. Recuerdo a una Hilde fría y distante en el Berlín de los años cuarenta; siempre llegaba a casa corriendo para cambiarse y volver enseguida al despacho. A medida que la guerra se recrudecía, la veíamos cada vez menos; a menudo dormía en el búnker del ministerio o en el búnker privado de Goebbels, en la villa que poseía cerca del Tiergarten.

    Entonces sólo sabía que trabajaba para ese señor que gritaba por los altavoces de la calle o por los aparatos de radio; hasta mucho más tarde no supe quién era Joseph Goebbels y qué posición ocupaba en la escala jerárquica del Reich.

    Ahora mi madre calla, me ha despertado la curiosidad. Le hago otra pregunta sobre Hilde, pero de repente se enfada.

    —Tu padre ni siquiera esperó un año para casarse con esa… ¡Úrsula!
    —Tenía dos hijos y estábamos en guerra -objeto-. Quería darnos una madre.
    —¿Daros una madre? — clama-. ¡Qué tontería! ¿Qué necesidad tenía? El Reich se habría ocupado de vosotros. El Reich se habría ocupado de mis hijos mejor que una madrastra cualquiera.

    No replico. Por suerte, el Reich se derrumbó antes de poner sus garras sobre mi hermano o sobre mí. Todavía me estremezco cuando pienso en el peligro del que nos libramos.

    —Yo no quería a la madrastra, quería a la abuela -murmuro, casi para mí misma.

    Ahora mi madre me lanza una mirada que podría haberse considerado de sincera tristeza.

    —¿No te gustaba Úrsula? — me pregunta, sumisa.

    Vacilo. Preferiría no dilatarme en este tema.

    —No se portaba bien conmigo -contesto brevemente-. No me quería. Nunca me quiso.

    ¿Qué habría podido decir sobre mi segunda madre? ¿Que fue mi enemiga desde el día en que Peter y yo fuimos a vivir con ella? ¿Que después de enviarme primero a un correccional y luego al colegio de Eden, aprovechando que mi padre estaba lejos, logró convencerlo cuando acabó la guerra de que me encerrara en otro colegio?

    Permanezco en silencio, sumergida en mis recuerdos.

    —Mis pobres niños… -lloriquea-. Cuando eras pequeña te llamaba Mausi -recuerda por segunda vez-, y a Peter… -arquea las cejas-, ya no me acuerdo.

    Calla durante unos instantes, afligida, y luego sigue hablando.

    —Eras una niña vivaz, alegre como unas campanillas. Acariciabas todos los perros que encontrabas y eras muy testaruda. Robabas pan de la despensa y te gustaba saltar sobre una pierna. Nunca querías obedecer, y un día acabaste en el estanque.

    De la anécdota del estanque recuerdo la versión que contaba la abuela. Ahora puedo escuchar la de mi madre. Me ha despertado la curiosidad.

    —¿Qué pasó? — le pregunto.
    —Fue en Köstendorf -contesta sin vacilar-. Un día decidí llevarte para que tomaras un poco de aire sano. En Berlín sólo se respiraba polvo caliente.
    —¿Köstendorf, en Austria?
    —Sí. Allí estaba la finca de mi tío. Y había un estanque cubierto de hojas y de flores de nenúfares. Creíste que era un prado y te dirigiste hacia allí tan tranquila.

    Se está riendo. Estuve a punto de ahogarme y a ella le da risa cuando lo recuerda.

    —Y tú, ¿dónde estabas? — le pregunto.
    —No me acuerdo. — De pronto parece cansada y desvía la mirada.

    Querría cambiar de tema, pero es más fuerte que yo.

    —¿Cómo es posible? — digo, irritada-. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes? ¿Dónde estabas cuando me caí en el estanque?

    Me mira como extrañada y luego, con un brillo amenazador y enojado en los ojos, chilla en falsete:

    —¡No consiento que me interrogues! ¡No te lo consiento!

    Pero recuerdo muy bien el relato de la abuela.


    •••


    Tras la anexión de Austria, Adolf Eichmann fue enviado a Viena para organizar la emigración forzada de los judíos y estableció su cuartel general en el castillo de los Rothschild.

    Allí eran convocados los judíos austríacos: después, privados de la ciudadanía y de toda propiedad mueble o inmueble, se les entregaba un salvoconducto y se les notificaba su expulsión del país con la obligación de abandonarlo en el menor tiempo posible y de no volver a poner los pies en él.

    Mi abuela paterna, que fue siempre mi único lazo con el pasado, comentó en varias ocasiones que mi madre había tenido algún tipo de relación con Adolf Eichmann, aunque nunca dio detalles. Sin embargo, me dijo una cosa: que cuando estábamos en la finca de Köstendorf, Eichmann llamó a Viena a mi madre, creo que poco antes de que volvieran a trasladarlo a Berlín para que dirigiera la Oficina Central de Asuntos Judíos.

    La partida de mi madre hacia la capital la obligaba a dejarme con otra persona. Como era época de trabajos urgentes en el campo, nadie podía garantizar una vigilancia constante. Entonces pensó en Siegele, una muchachita de trece años que cuando hacía buen tiempo llevaba las vacas a pastar en unos terrenos, no muy lejos de la casa de campo.

    Me pusieron una especie de arnés con una correa y ordenaron a Siegele que no me soltara ni por un instante, pero una vez me soltó para ir a hacer sus necesidades y, cuando levantó la vista, yo ya no estaba: iba derecha hacia el estanque, y en un abrir y cerrar de ojos estaba dentro. Por suerte, no era muy profundo y me detuve donde había poca agua, de modo que me sacó de allí sin dificultad. Luego tuve dolor de garganta y a ella la castigaron con severidad, pero no hubo mayores consecuencias.

    Sin embargo, para mi abuela la cosa no acabó ahí: cada vez que quería remachar la ligereza con que su nuera se tomaba el papel de madre, se remitía al episodio del estanque.

    En cualquier caso, en la época de Köstendorf mi madre estaba embarazada de Peter: aunque respondió con prontitud a la llamada de Eichmann, no pudo aceptar el encargo que éste le propuso. Fuese cual fuese.

    Miro a mi madre con una sensación de resignado resentimiento. Lástima, ha vuelto a escapar de la verdad. Es astuta, desleal, incluso hipócrita. Pero es mi madre. Y ésta es la última vez que la veo…

    Busco su mirada con un escalofrío, pero ahora es inaccesible. Se contempla a sí misma, mira hacia su interior, sólo ve lo que quiere ver. Dios mío, pienso, ¿qué me quedará de este encuentro? ¿Qué verdad me ha ofrecido en estas dos horas, aparte del énfasis que da a los pocos segmentos de memoria que aún le quedan en el corazón y que se refieren al orgullo o a la vanidad? Insiste, por ejemplo, en hablar de Hilde, mi tía adoptiva. Del estanque de Köstendorf no quiere acordarse, prefiere desahogar su antiguo rencor con la que entonces presentó a mi padre y a la joven y bella Úrsula.

    —Si aquel día no hubiera ido a comprar Leones en la sabana -insiste-, no habría conocido a Stefan, al que enseguida sirvió en bandeja de plata a la hermanita.

    Sigo sin entenderla. Si tanto quería a su marido, ¿por qué lo abandonó en 1941?

    La dejo hablar: prefiero aprovechar y prepararme para la despedida. Durante unos minutos más, el objeto de su resentimiento será Hilde, la misma Hilde que en 1944 nos llevó a mi hermano y a mí al búnker de Hitler para que nos utilizaran, junto con otros muchos niños berlineses, en la enésima campaña de propaganda de Goebbels, dirigida a acreditar el embuste de un Führer humano y solidario que invitaba por turnos a centenares de niños al gran búnker situado bajo la Nueva Cancillería para ofrecerles cuidados, alimentos y comodidades.

    Fuimos al búnker. Yo no quería. No quería salir de un refugio para entrar en otro, aunque fuese mucho más grande, casi gigantesco: una especie de ciudadela que podía albergar a seiscientas o setecientas personas.

    Fue a principios de diciembre de 1944, poco antes de que las SS se ensañaran con todos los antifascistas y antinazis deportados de los países ocupados y les infligieran una muerte atroz. Fue la famosa operación «Noche y niebla». Antes de retirarse, los hitlerianos tenían que matar sin excepción a todos los prisioneros de guerra, además de a todos los antifascistas detenidos en las cárceles y en los campos de concentración. Fueron muchos los asesinados por simple derrotismo.

    Decía que mi hermano y yo fuimos al búnker. Una mañana vino un autobús camuflado y alimentado con carbón, uno de los llamados Kokskocher, subimos, volvió a ponerse en marcha y atravesó una ciudad que ardía como una pira. Y yo, con siete años cumplidos hacía un mes, iba sentada atónita junto a la ventanilla, observando el escenario que pasaba ante mis ojos.

    Ruinas sobre ruinas, ruinas ya apagadas o ruinas recientes que todavía ardían: las llamas se elevaban hacia el cielo. En las aceras, informes hileras de cadáveres; por todas partes, la destrucción más salvaje.

    En el búnker de Hitler recibimos alimentos y cuidados: pero no recuerdo haber recibido ni una brizna de consuelo. Enseguida nos pasaron consulta, sobre todo, imagino, para evitarle riesgos de contagio al Führer, que vendría a visitarnos. Nos suministraron vitaminas y el odiado aceite de hígado de bacalao; nos hicieron la prueba de la tuberculina y hasta nos pusieron bajo una lámpara de cuarzo para darnos una apariencia sana y vital: el Führer detestaba ver niños pálidos y desnutridos.

    Sí, conocimos al Führer del Tercer Reich. Llegó con su cuerpo de guardia y estrechó la mano a los niños de la primera fila, entre los que estábamos mi hermano y yo: una cuadrilla de pequeños infelices, trémulos de emoción y consumidos por la guerra.

    Miré, incrédula, al gran Führer. Visto con los ojos agudos de una niña, era un viejo arrugado de aspecto enfermizo. Arrastraba una pierna, tenía un brazo que parecía de yeso y un ligero temblor en la cabeza. Pero su mirada era todavía intensa y aguda: me sentí como hipnotizada por una serpiente.

    No advertí benevolencia en su pregunta: «¿Cómo te encuentras en el búnker?» No, a Adolf Hitler no le gustaban los niños, como no le gustaban a mi madre. Poco antes de la derrota, envió a cientos de miles de muchachos al encuentro de una muerte segura. Recuerdo a dos de aquellas jóvenes víctimas, que vi abandonadas al borde de un montón de escombros: los ojos cerrados, los cuerpos torturados. Lo que quedaba de sus uniformes de color gris azulado eran unos andrajos empapados en sangre; alrededor de la cintura todavía llevaban las cantimploras, algunas bombas de mano, munición de fusil y máscaras antigás. Era el día siguiente a la rendición.

    ¿Y mi madre? ¿Amó alguna vez, aunque fuese un momento, a sus hijos?


    1941. Berlín. Barrio de Niederschönhausen. Cerca de las seis de la tarde de un frío día de otoño.

    Mi madre me miró con severidad.

    —Ahora tienes que ser muy fuerte -dijo-, mamá tiene que marcharse. Dentro de poco vendrá a buscaros la tía Margarete. Iréis a su villa… Te gusta la villa de la tía, ¿verdad? Y estaréis con la prima Eva. ¿Prometes a mamá que serás valiente?
    —No quiero ir con la prima Eva -lloriqueé-. Siempre me llama vaca estúpida y no quiere que toque sus muñecas.
    —¡Pues irás! — se impacientó mi madre-. Y tu hermano también. Y seréis buenos y no volveréis loca a la tía Margarete. ¡Vamos, basta de tonterías! — Su tono era expeditivo-. ¡No llores! — me intimidó cuando vio que empezaba a torcer la boca-. ¡Siempre haces lo mismo!, ¿no puedes dejar de lloriquear?

    Estaba tensa, nerviosa. Tenía prisa.

    Aterrorizada, hice un esfuerzo por obedecer. Intuía que estaba sucediendo algo grave e irremediable. Miré a hurtadillas hacia la ventana, detrás de la cual se cernía la oscuridad, y con ella la obligada negrura.

    Odiaba esas horrendas persianas de cartón negro que un día un obrero viejo con un solo ojo (un regalo de la Primera Guerra, explicó) puso en todas las ventanas «por orden del gobierno». Cuando mi padre, que había combatido en una compañía antiaérea, volvió del frente, dijo que todo eso de poner persianas negras para ocultar la luz era ridículo: las escuadrillas de bombarderos de los aliados, siguiendo instrucciones que recibían por radio desde la base, podían apuntar a los objetivos aunque volaran a ciegas. Pero nadie se atrevía a decir que el oscurecimiento de la ciudad era del todo inútil: expresar tal opinión durante la guerra se habría considerado un acto de derrotismo.

    Mi madre me dio un beso rápido en la mejilla y se acercó a la maleta que había junto a la puerta de casa. Me dominó el pánico.

    —No te vayas -le supliqué.

    Ella volvió sobre sus pasos y me miró exasperada.

    —¿Así mantienes las promesas? Me has prometido que serías valiente y no dejas de lloriquear. Pero es inútil, Helga: tengo que irme, no me hagas las cosas más difíciles.

    Bajé la cabeza y, en un intento heroico de «ser valiente», apreté los dientes para no romper a llorar.

    Llevaba puesto algo de color claro, un impermeable, creo, y el pelo largo y suelto le caía a ambos lados de la cara. Cuando se inclinó para darme un último beso, me agarré por instinto con ambas manos a su cabello.

    —No te vayas, mamá, por favor, no me dejes sola -volví a suplicar.

    Ella se irguió bruscamente y siseó:

    —¿Qué haces? ¿Le tiras a mamá del pelo? ¡Siempre serás la misma, rebelde y mala! Merecerías un castigo.

    Pero no me castigó. Cogió la maleta y, al volverse, dijo con el dedo levantado:

    —Y cuando salga por la puerta no empieces a gritar y despiertes a tu hermano, ¿has entendido? ¿Me lo prometes?

    Cuántas promesas exigidas en tan pocos minutos… Me encogí de hombros, alelada.

    —Así está mejor. — Se dirigió a la puerta-. Entonces, auf Wiedersehen, meine Kleine.

    No contesté. Mi madre cerró la puerta detrás de ella. No volví a verla hasta treinta años después.

    Durante un momento estuve como paralizada. Sólo el corazón me latía con fuerza. Luego corrí al cuarto donde dormía Peter.

    Dormía tranquilo, con su carita angelical enmarcada por aquellos ricitos rubios que yo, con mis cabellos lisos como cuerdas, siempre le había envidiado.

    Me quedé contemplándolo y entonces me sobrevino una enorme tristeza: estallé en un llanto irrefrenable. Mis violentos sollozos lo despertaron: abrió los ojos y cuando se dio cuenta de que yo estaba llorando se puso a chillar, de pie, agarrado al borde de la barandilla de la cuna. Lo abracé. Temblaba. Permanecimos un rato abrazados y dominados por las convulsiones; luego recuperé el aliento, me deshice de su abrazo y lo saqué de la cama. Había que cambiarlo. Intenté llevarlo al cuarto de baño, pero se negó en redondo: quería que lo hiciera mamá, ella era la única que lo cambiaba.

    A costa de un enorme esfuerzo, conseguí cambiar a Peter. Me arañó por todas partes. Lo contemplé agotada, le murmuré «malo» y me fui a la cocina. Miré a mi alrededor, debilitada e indecisa. Cogí una silla, la acerqué a la ventana, levanté la persiana de cartón y eché un vistazo afuera.

    Había oscurecido, el aire era húmedo y cortante. Los pocos automóviles que pasaban por la Nordendstrasse llevaban los faros apagados. Todas las ventanas de los edificios de enfrente se veían negras y ciegas.

    Mi hermano alborotaba en el baño. Estaba enfadado y seguía llamando a mamá en tono unas veces suplicante y otras imperioso.

    Al cabo de un rato apareció en la cocina con los ojos encendidos por el llanto y la furia. Durante un instante me miró vacilando, luego empezó a darle patadas al armario de la despensa, y acompañaba cada golpe con un rabioso «¡mamá!». Observé su rabia con una sensación de frustrada impotencia.

    —¡Para ya! — intenté decirle una o dos veces, pero él se puso aún más nervioso. Lo dejé estar. Se cansará, pensé, y se dormirá. No veía el momento de que lo hiciera.

    Después alguien llamó a la puerta, y oí que gritaban:

    —¿Qué pasa? Hay que estar a oscuras, ¿por qué tenéis una ventana abierta?

    Reconocí la voz de la vecina y fui a abrir. Me miró desorientada.

    —¿Qué pasa, Helga?
    —Mamá se ha marchado -contesté, y empecé a llorar otra vez.
    —¿Cómo es que se ha marchado?

    Me encogí de hombros. Ella movió la cabeza, incrédula. Entró deprisa, cerró la ventana y bajó la persiana.

    —¿Cómo se te ha ocurrido abrir? ¿No sabes que podrían denunciarte? — me gritó. Luego se inclinó hacia mí-: ¿Dónde está mamá, Helga? No digas mentiras.
    —Se ha marchado -repetí, asustada.

    Siguió mirándome fijamente, pero ahora con una expresión distinta, extraña.

    —¿Qué te ha dicho cuando se ha marchado? — me preguntó despacio. No era vieja, llevaba una trenza alrededor de la cabeza.
    —Me ha dicho que sea valiente. Tenía una maleta y se ha marchado. Ha dicho que la tía Margarete vendría a buscarnos.
    —Ah, la tía Margarete… -repitió como un eco la mujer, todavía con aquella expresión pensativa, de desconcierto. Insinuó una sonrisa como para darme seguridad; luego cogió en brazos a mi hermano, que se había ido tranquilizando.

    Al cabo de unos minutos llegó la tía Margarete. La vecina fue a su encuentro, preocupada y ansiosa.

    —Helga ha dicho que su madre se ha marchado. ¿Qué es esa historia?

    La tía Margarete lo confirmó.

    —Pues es cierto -contestó con sequedad.

    Recogió enseguida nuestras cosas y nos llevó con ella a su villa en Tempelhof. La tía Margarete era rica. Su marido, un conde, estaba en la guerra, pero allí en la villa, adonde acudía lo mejor de la sociedad berlinesa, no faltaba de nada: en la mesa siempre había comida, mientras que fuera la gente común y corriente se moría de hambre. La prima Eva nos trataba a Peter y a mí como a unos pobretones y no quería que tocásemos sus juguetes. Al cabo de un tiempo, informada de la situación por la tía, llegó la abuela de Polonia y decidió sacarnos de allí.

    —No quiero que mis nietos crezcan aquí contigo -le dijo a su hija, sin pelos en la lengua-. Los estropearías, los transformarías en pequeños y altivos esnobs.

    Luego se enzarzaron en discusiones largas y ásperas, pero la abuela llevaba las de ganar y al final se instaló con nosotros en el apartamento de Niederschönhausen.

    Allí permanecimos hasta que, cuando aún no había pasado un año, mi padre volvió a casarse con la joven berlinesa. Y para mí empezó el infierno.

    Se ha producido un largo silencio. Una vez más percibo la tensión de la despedida inminente. Tensión inexplicable, ilógica: ¿acaso no he prescindido de mi madre toda la vida?

    Aparto la vista de la ventana y encuentro sus ojos.

    —¿En qué piensas? — Esta vez usa el tono de la madre preocupada, solícita.

    Las dos horas transcurridas me han vuelto desconfiada. He aprendido a no dejarme engañar por sus vertiginosos cambios de papel.

    —¿En qué piensas, Mausi? -El lejano diminutivo toca una fibra muy sensible de mi alma, pero ella va más allá. Se apoya en la mejilla el delgado índice y pide con voz casi cariñosa-: Ven a darle un beso a tu vieja Mutti.

    El estómago se me sube a la garganta. Me levanto, la beso. Parece sinceramente conmovida, se enjuga una lágrima.

    —¿Tu segunda madre te besaba? — me pregunta de improviso.
    —No -contesto.
    —¿Nunca?
    —No, nunca.

    Ahora se agita, casi solloza.

    —Debisteis quedaros con la madre de Stefan. No me caía simpática, fue una mala suegra. Pero seguro que habríais estado mejor que con esa… esa… -tuerce la boca-. Fue culpa de Hilde -termina, rencorosa.

    Se levanta y se acerca a la ventana. Ha dejado de llover, aunque el cielo sigue cargado y oscuro.

    —¡Hilde! ¡Hilde! — estalla, y lanza contra el cristal un puñetazo sin fuerza-. ¡Ojalá le hubiera caído una bomba en la cabeza! — gime-. ¡Así no habría podido ir a la galería y comprar Leones en la sabana!

    Vuelve a sentarse en el sillón, y cuando alza la vista hacia mí observo que la devora una curiosidad maligna.

    —¿Cómo ha acabado? — me pregunta. Decididamente, esa mujer la obsesiona.
    —¿Quién? — le pregunto a mi vez, para ganar tiempo.
    —Hilde. ¿No se ha casado? — dice muy atenta, ávida de información.
    —No. Cuando nos repatriaron a Austria, Hilde nos siguió, es decir, siguió a su hermana para estar a su lado.
    —¿Trabajaba?
    —Puso un negocio.
    —¡Mala hierba nunca muere! — Estalla en una risotada seca, chillona. No le digo que Hilde murió hace ya muchos años. No quiero hacerlo-. Eficiente sí que era -reflexiona-. Por eso trabajaba con Goebbels. Con él los ineptos tenían una vida breve. Él era un monstruo de la eficiencia. Ese hombre era un genio.

    Parece que se distrae, echa un vistazo a su vaso vacío.

    —Quiero otro zumo de manzana -manifiesta-. Llama a Fräulein Inge.

    Pero yo no soporto que se desperdicien así los últimos minutos de nuestra conversación. Le lanzo un anzuelo:

    —Conocí a Goebbels.
    —¿De verdad? — Lo muerde enseguida-. ¿Cuándo?
    —Fue…, a ver…, papá ya estaba casado con… -reflexiono.
    —¡Ahórrate los detalles! — me interrumpe.

    Otra vez esos absurdos celos. Después de cincuenta y siete años.

    Durante un momento permanece enfurruñada, luego la vence la curiosidad.

    —¿De verdad lo conociste? ¿Dónde?
    —En el Ministerio de Propaganda, en Wilhelmsplatz. Recuerdo que había muchas banderas ondeando en todos los edificios…
    —¿Y qué más?
    —Hilde nos llevó a su despacho. Era un despacho grande, con mucha luz. Me pareció alto y severo…
    —Goebbels no era alto -objeta.
    —Sí, pero yo era una niña y tenía que mirar hacia arriba para verle la cara. Estaba serio. Apenas me miró y enseguida se volvió hacia Peter. Alargó una mano como si fuera a acariciarlo, pero Peter apartó la cara. Entonces apareció en su rostro una media sonrisa. No se dignó mirarme mejor hasta que Hilde le dijo que me llamaba Helga, como su hija mayor.

    Mi madre se pasa la lengua por los labios con rapidez, un automatismo típico de los ancianos. Cada vez que lo hace no puedo reprimir las náuseas, el asco.

    —¿Y luego que pasó? — insiste. Parece que espere el final de un cuento.
    —Mi… -Me callo. Mejor que evite nombrar a la madrastra-. Bueno, nos dieron unos bonos para unas raciones suplementarias de alimentos.
    —¿Y Goebbels no os dijo nada más?
    —No lo recuerdo. Hablaban los mayores. Ah, sí, recuerdo que le pasaron una llamada telefónica, salimos sin poder despedirnos de él. — No es verdad. La historia de la llamada telefónica es pura invención.
    —¿Y los bonos?
    —Úrsula los obtuvo de una empleada. Una bajita, recuerdo. Una bajita y seria que llamaba Fräulein a Úrsula con cierta deferencia.
    —¿Y luego?
    —Ya está. Nos marchamos. Hilde se quedó porque todavía no había acabado el horario de oficina. Volvimos a casa justo a tiempo para correr al refugio. En la esquina de Friedrichsruherstrasse sonó la alarma.

    Se le apaga la mirada y la distancia que nos separa vuelve a ser infinita. Basta tan poco para que se sumerja de nuevo en «su tiempo»…

    —Goebbels era un genio -murmura para sí-, pero no me gustaba como hombre. En cambio, Hilde se desvivía por él, estoy convencida de que estaba enamorada en secreto… -Ésta es otra de sus obsesiones, es evidente. Su mirada me atraviesa sin verme, perdida en el pasado.

    En Berlín, poco después de la guerra, a mi hermano y a mí nos prohibieron expresamente que mencionáramos a Hitler o a Goebbels. «Desde ahora hay que mirar hacia delante -decían-, el pasado es el pasado, ahora empieza el futuro.»

    ¿Qué futuro? Veo con claridad el Berlín del año 45. Los niños jugábamos entre los escombros mientras los adultos, trastornados y guiados por un instinto casi animal, se esforzaban en cubrir las necesidades básicas: un mendrugo de pan, una ración de leche, un cristal para las ventanas… No, en aquellos días los berlineses no teníamos ojos para el futuro ni espacio para el recuerdo.

    Hasta 1949 no volví a oír a la tía Hilde hablar de Goebbels. ¿Había estado enamorada de él? No sabría decirlo. Pero es cierto que le dedicó palabras tristes que traslucían una gran emoción.

    Era Navidad. Papá, Úrsula, Peter y yo habíamos sido repatriados a Austria el año anterior -mi padre había nacido en Viena-, y nos instalamos de forma provisional en la casa de los abuelos paternos en Attersee, Salzkammergut. Los abuelos habían vuelto de Polonia hacía casi un año. Hilde vino de Berlín a pasar la Navidad con nosotros. Acababan de enterrar a mi querido Opa.

    Fue en Nochebuena. Después de cenar, gracias a alguna que otra botella de vino, la conversación se había animado un poco. Pero la tía Hilde parecía cada vez más seria y melancólica, hasta que de repente estalló en un llanto liberador. Yo me quedé estupefacta. La recordaba de Berlín, siempre tan arisca, contenida y reservada.

    Después de aquel desahogo, empezó a recordar los viejos tiempos, cuando todavía estaba lejos la derrota nazi y ella trabajaba junto a Goebbels en el palacete del Ministerio de Propaganda.

    Yo la escuchaba fascinada. A pesar de todo, aún llevaba Berlín en el corazón. De su relato me impresionó especialmente la descripción de la última vez que había visto a su jefe.


    Berlín, 21 de abril de 1945

    Goebbels había convocado a un pequeño grupo de incondicionales, las personas más próximas a él, en la sala privada de proyecciones de su villa junto al Tiergarten, donde solía presentar las películas de propaganda antisemita que encargaba a la industria cinematográfica alemana, de la que él era el amo indiscutible, a sus invitados más exclusivos, entre los cuales no era extraño encontrar al Führer en persona. Aquella mañana, sin embargo, el lugar aparecía vacío y helado, las ventanas estaban tapiadas, unas débiles lámparas difundían una luz pálida y del exterior penetraba el ruido ensordecedor de la batalla.

    Goebbels llegó con retraso. Estaba irreconocible: iba sin afeitar y tenía la expresión de un poseso; parecía un fantasma. Antes de que la invadiera la angustia, Hilde sintió pena por él.

    En lugar de impartir las habituales instrucciones para la jornada, Goebbels se puso a gritar y a maldecir al pueblo alemán, que no había sabido mostrarse a la altura de su Führer. Al día siguiente, el 22 de abril, en calidad de «comisario del Reich para la defensa de Berlín», amenazaría con un consejo de guerra a quien se atreviera a levantar una bandera blanca.

    Hilde no volvió a verlo. Pocos días después se enteró de su suicidio. Se había ido llevándose consigo a su mujer y a sus seis hijos. Aquello la trastornó más que el fin de Hitler.

    No sabría decir lo que Hilde había visto en su jefe. En aquella ocasión no pronunció ninguna palabra que sonara a crítica, sino que recordó las pequeñas atenciones que Goebbels tenía con sus empleados para las fiestas o en sus cumpleaños. Pero, en cuanto a los sentimientos que albergaba, se fueron con ella.

    Mi madre está meditando.

    —Peter apartó la cara -repite absorta-. ¿Quién era Peter?
    —Tu hijo -le aclaro una vez más. Ha pasado poco más de una hora desde que hemos hablado de él y ya lo ha olvidado por completo. Otra vez está indecisa, tiene la mirada nublada.
    —¿Cuál? — Escudriña en los recuerdos, arruga la frente.
    —Sólo tienes un hijo varón.
    —Es verdad… -admite con voz pastosa, aunque no está convencida; camina a tientas por su zona de sombras.
    —¿Nunca piensas en él? — me arriesgo-. ¿Nunca piensas en tu hijo?
    —No sé… -Inclina la cabeza-. Además, murió hace mucho tiempo.

    Pero su tono es vacilante, casi interrogativo. Recuerdo lo que ha sucedido antes y temo su reacción, aunque quisiera obligarla a aceptar la realidad. Ignoro el codazo con el que Eva intenta que desista.

    —Tu hijo está vivo -le digo con dulzura, en tono persuasivo, como si hablase con una niña.

    Se le vacía la mirada.

    —No es verdad -replica, sombría. Y la escena se repite, como en mis peores previsiones. Mi madre hunde el rostro en las manos, luego empieza a gemir-: Mi hijo murió hace mucho tiempo… No me digas mentiras… No me asustes…

    Es tan vieja, tan frágil. Otra vez me enternece, a mi pesar. Estoy a punto de marcharme y me temo que no conseguiré romper la atadura que me une a ella. He intentado hacerlo mil veces, de mil maneras diferentes. Hasta he renegado de mi lengua materna.

    Poco después de la visita a Viena de 1971, conocí en Bolonia a una compatriota que, como es natural, empezó a hablarme en alemán. Me bastaron unas cuantas frases para darme cuenta de que ya no podía hablar en mi idioma de forma correcta y fluida. Aquello me aterrorizó. Fue como darme cuenta de que había perdido un miembro del cuerpo sin haber sentido dolor. Como en la guerra, cuando alguien pierde una pierna y sigue corriendo hasta que cae, y sólo entonces comprende el motivo por el cual ya no se mantiene en pie.

    Ahora, después de más de cincuenta años, de haber buscado y encontrado a mi prima Eva, que no habla italiano, me he visto obligada a recuperar mi idioma. Aunque no ha sido fácil: ha sido como remontar, peldaño a peldaño y a gatas, una escalera alta y escarpada.

    Miro a mi madre: tan lejana, tan desconocida, tan incomprensible, tan irritante. Tan agotadora, por momentos.

    Levanta la cabeza y empieza a implorar:

    —Nunca más vuelvas a dejarme sola. Debes volver. Debes volver todos los días. Soy tu Mutti y nadie me quiere. Nadie me besa nunca y quiero que vuelvas. Porque eres mi Mausi. -Y me mira con un relámpago en los ojos que en cualquier otra mujer no dudaría en considerar una muestra de amor-. Mi pequeña Mausi -repite, y sonríe con dulzura, afectuosa.

    Pero es un segundo. Ahí está otra vez la mujer astuta, perversa.

    —Lástima que seas tan vieja -insinúa-. No me gusta tener una hija vieja. Hace que yo parezca decrépita. Menos mal que Peter está muerto, ¡no podría soportar tener dos hijos tan viejos! — Suspira-. Pero debes volver, aunque seas vieja. Mis compañeras de aquí dentro tienen hijas más jóvenes. Qué lástima.

    Algo se enfría en mi interior. Ya nos ha atormentado bastante a Eva y a mí con esa historia de la vejez. Basta, me digo. Que deje de hacerlo. Me ofende y me humilla. No se merece nada, es cruel, insensible, embustera. Vulgar. No debería haber venido. No debería haber escuchado a Frau Freihorst.

    ¿Por qué he venido corriendo a Viena? ¿Quizá porque, a pesar de todo, no consigo odiar a esta madre que no es una madre?

    ¡Haz que te odie, madre!

    Haz que te odie. Sería la solución apropiada. Di algo asqueroso de aquellas judías a las que maltratabas y de cuya vida y muerte eras dueña. El demonio que me tiene poseída me sugiere la jugada correcta. Consulto el reloj con un gesto exagerado.

    —¿No te irás ya? — Ha mordido el anzuelo.
    —Dentro de poco termina el horario de visita.
    —¡Quiero que te quedes!

    Muy bien, perfecto.

    —Me habría gustado saber muchas más cosas de ti -replico con falso disgusto-, pero no hablas mucho. No hablas mucho e interrumpes la conversación. No resulta muy agradable visitar a tu madre y no poder hablar con ella.

    Se inquieta, se levanta, gesticula.

    —¡Pero si yo quiero hablar!
    —Ahora ya es tarde…
    —¿Si te digo más cosas te quedarás?
    —Quizá -concedo sin concretar.
    —¿Qué quieres saber?

    Tiene que llegar ella sola.

    —¿De Birkenau? — insinúa. Porque en el fondo es el tema que más la atrae. Su carrera, su fe, sus arraigadas convicciones…
    —Si te apetece… -contesto en tono de inocencia-. Por ejemplo…, sí, me gustaría saber qué relación tenías con las prisioneras de tu barracón.

    Vacila sólo un instante. Su mirada, durante un segundo, es glacial.

    —¿Qué relación iba a tener con unos individuos que nuestro gobierno consideraba inferiores? Inferiores y peligrosos, por eso estaban encerrados en los campos. Ninguna relación, como no fuera la que se puede tener con un enemigo odioso.

    Vamos bien, me digo, pero todavía no es suficiente.

    —¿Creías eso porque te habían obligado a pensarlo -aventuro- o estabas convencida de que los judíos eran seres inferiores?
    —¿Quieres la verdad? — Me mira a los ojos.
    —Sí.

    Durante un momento permanece inmóvil y en silencio, luego se acerca a mí y sonríe.

    —Mausi… -murmura, casi con deferencia.

    Su proximidad me produce una sensación de malestar. De repugnancia, debo admitirlo. Siento su aliento, un aliento de vieja un poco ácido.

    Por suerte se echa hacia atrás, cruza las manos sobre las rodillas puntiagudas y dice de un tirón:

    —Si quieres saber la verdad, detestaba a esas judías. Me daban un asco casi físico, se me revolvía el estómago cuando veía todas aquellas caras perversas, caras de raza inferior. ¡Y qué unidas estaban, cómo se protegían unas a otras! Llegaban a tapar a las enfermas para evitar que acabaran con Klahr. Sí, pequeña Mausi, odiaba a aquellas malditas judías. Mala raza, créeme. Puff.


    •••


    Ya tengo lo que quería. Me he quedado de piedra y quizá se refleje en mi cara, porque me mira con cierta vacilación.

    —He sido sincera -declara-, no pienses mal de mí. Odiar a los judíos era condición indispensable para ser miembro de las SS, ¿comprendes? — Trata de explicar lo inexplicable.
    —¿Puede uno odiar porque se lo han ordenado? — le pregunto, con una especie de dolorosa ironía.
    —Sí, si está convencido del motivo -contesta muy seria.
    —¿Qué motivo?
    —El motivo por el cual debía aniquilarse al pueblo judío.

    Renuncio a profundizar. En cambio, le pregunto:

    —¿Por qué las prisioneras temían acabar con aquel…? ¿Klahr, has dicho?
    —Sí, he dicho Klahr -afirma con renovada dureza-. Todos tenían miedo de Klahr, les daba pánico.
    —¿Quién era?
    —Un sanitario. Digamos… un enfermero especializado.
    —¿Y por qué le tenían miedo?
    —Era el de las inyecciones.
    —¿Qué inyecciones?

    Hace un gesto seco y decidido, como si atravesara el pecho de alguien con un arma.

    —¿Qué quieres decir?

    Inspira y responde con aire indiferente:

    —Si una prisionera acababa en el Revier, la enfermería, o en el barracón hospital, y se le dictaminaba una enfermedad grave, no se andaban con contemplaciones.
    —¿Qué quieres decir? Explícate mejor.
    —Le ponían la inyección.
    —¿Qué inyección?
    —Un pinchazo de ácido fénico directo al corazón. ¡Zas! — Y repite el horrible gesto-. ¿Sabes qué es el ácido fénico?

    Sé qué es el ácido fénico. No con precisión, pero lo sé. Sin embargo, antes de tener tiempo para recuperarme, vuelve Fräulein Inge.

    —Es casi la hora de comer -le recuerda a mi madre con amabilidad, pero ella grita.
    —¡Hoy no como!
    —De acuerdo, ya veremos -consiente Fräulein Inge.
    —¿Cuánto tiempo nos queda? — le pregunto.
    —Antes de que todas las internas se hayan sentado y llegue la sopa, todavía pasará media hora -contesta amablemente-. Vendré a buscar a su madre en el último momento.
    —¡Yo no voy! — chilla de nuevo.
    —Ya lo sé -contesta Fräulein Inge, y me dirige un guiño. Admiro su paciencia.

    Me queda todavía media hora. La miro. Estoy convencida de que pronto me olvidará, quizá esta noche ya lo haya hecho. Como debió de suceder en 1971. Por otra parte, yo también hice lo imposible por alejarla de mis pensamientos.

    Qué triste pareja formamos, madre. Qué absurdo es lo que nos une. Nos estamos enterrando mutuamente.

    —¿Te quedas un poco más? — me pregunta con una lágrima en el rabillo del ojo derecho. A veces su voz es tan triste y humilde…
    —Sí -contesto.
    —No quiero comer -repite-. Quiero que te quedes conmigo. ¿Te quedarás mucho rato?
    —Me quedo… un poco más -respondo, sin concretar.
    —Dos horas más -lloriquea-. ¿Y me llamarás Mutti otra vez?

    Eva me hace una señal para que la satisfaga. Estoy agotada. Siento náuseas. Lo digo.

    —Mutti.

    Pero esa palabra no me despierta ningún eco… En cambio, provoca en ella una gran conmoción. Estalla en sollozos, me envía lacrimosos besos con la punta de los dedos. Hasta que se levanta de golpe, se acerca a mí y me besa en la frente.

    —Gracias… -susurra con la voz rota.

    Vuelve al sillón, se alisa el vestido sobre los muslos delgados y se tranquiliza. Poco a poco, su mirada vuelve a hacerse lejana.

    Me siento aturdida: este nuevo y fulminante distanciamiento me angustia. Trato de atraerla hacia mí.

    —Háblame un poco de ti -la exhorto por enésima vez-. ¿Cómo pasas los días?

    Pero la tentativa no tiene éxito, y estalla en un gesto de impaciencia.

    —Esperando a que llegue la noche.
    —Frau Freihorst viene a menudo a hacerte compañía, ¿no?
    —¿Gisela? — lo dice en un tono de velado desprecio-. Sólo viene porque en su casa se aburre sin mí.

    Como ha hecho antes con Fräulein Inge, conmigo también reniega de su amiga, de su única amiga.

    —Yo también me aburro aquí -añade-. Cuando era joven la vida resultaba más apasionante. — Aprieta los labios, busca entre los recuerdos-. Al principio, con Stefan, fue muy bonito. En Polonia montábamos a caballo y él pintaba puestas de sol. — Su expresión se vuelve amarga-. Luego cambió… Su madre me odiaba. Y también su padre. Mi suegro era todavía peor que mi suegra, me ofendía… Me llamaba Naziweib, «la nazi»… Mi suegra no era demasiado pesada, pero después nació la niña y se volvió insoportable…

    Por un momento parece que se queda bloqueada, pero sigue enseguida.

    —En cambio, en Birkenau el tiempo pasaba deprisa. Tenía mucho trabajo, sí, mucho. Pero no creas que no me concedían unas horas de libertad. Y yo las aprovechaba para ir a ver los trabajos de la sección de orfebrería donde trabajaban los prisioneros. Era muy interesante. Encargué que me confeccionaran un colgante con unas letras.

    Sección de orfebrería. El oro de los judíos. También el de los dientes de los judíos.

    —¿No quieres saber lo que hice grabar en él? — me pregunta mi madre. Asiento débilmente-. Heidkempe -contesta, seca.
    —¿Heid… kempe? ¿Qué significa?
    —¿No lo adivinas?
    —No. En absoluto.
    —Empieza con «He», ¿comprendes?, de Helga. Y continúa con las iniciales de Ida, Krista, Emile… y acaba con «Pe»… -calla.
    —¿Peter? — sugiero.

    Se ensombrece.

    —¿Quién es?
    —Tu hijo -respondo, agotada.
    —Mi… -Se pasa una mano por la frente-. Sí. — Después vuelve a la cantinela-: Hace mucho tiempo que murió. — Durante un segundo permanece pensativa, luego sigue-. Un Lagerführer encargó que le hicieran una nave vikinga toda de oro. Tenía alrededor de cuarenta centímetros de altura. — Suelta una breve carcajada-. Era un regalo, ¿sabes? Un regalo para su hijo, por su quinto cumpleaños.

    Continúa sin obstáculos, escoge los recuerdos con lucidez. Recuerda bien lo que quiere recordar. Posee una memoria sorprendentemente selectiva.

    —Una amiga mía del campo encargó un marco de oro para una fotografía de sus padres -continúa-, pero la envenenaron. La envenenaron dos prisioneras judías. Dos asquerosas carroñas judías. Aquellas dos putas quisieron vengarse de no sé qué. Claro que las descubrieron y acabaron delante del pelotón de ejecución. Desnudas. Pero antes pasaron quince días en el búnker de castigo. Un búnker pequeño para castigos especiales. Estuvieron a oscuras con unas ratas grandes como gatos que casi se las comieron vivas. Cuando salieron estaban locas de terror y no veían la hora de recibir el tiro de gracia.

    Ha hablado con los dientes apretados, demostrando el odio que todavía le hierve por dentro como un magma incandescente.

    Mientras tanto, yo experimento un desdoblamiento atroz. Una parte de mí está paralizada por el horror, y la otra, como si actuase bajo los efectos de la hipnosis, sigue preguntando, quiere saber.

    —Has dicho Heidkempe… ¿de quién eran los nombres de en medio? Ida, Krista y…
    —Emile -contesta con voz clara.
    —¿Quiénes eran?
    —Mis hermanas.

    Mis tías, por lo tanto. Tenía derecho a conocerlas, como a conocer a mis abuelos maternos. Cuántas cosas me has negado, madre.

    —Pero ellas ya no están -declara sin nostalgia-. Ya no tengo a nadie. Sólo las internas de este cuartel. Sí, cuartel. Aquí todos son insoportables, incluida Fräulein Inge. La detesto. Estoy muy sola y no tengo amigas. Ya no tengo a nadie.
    —Tienes a tu amiga Gisela -intento recordarle otra vez.
    —¿Gisela? — Mi madre vuelve renegar de Frau Freihorst-. Ella no cuenta.

    Un pensamiento me recorre como un rayo: en mí, en mis genes, hay algo de esta mujer. Siento repugnancia, inquietud, pero ella vuelve a reclamar mi atención. Los recuerdos la persiguen.

    —¡Escucha esto! ¿Sabes a quién encontré un día en el campo? A la mujer de un comerciante de telas que tenía la tienda en Niederschönhausen. ¿Recuerdas aquellos escaparates grandes llenos de piezas enrolladas?

    No, no lo recuerdo. Niego con la cabeza.

    —Se llamaba Guldenmann, y su mujer, Emma. Llegaron evacuados. A él lo enviaron a un Aussenlager y a ella a la lavandería del campo. La tenía en mi barracón. No lo creerás, pero nunca dormía por la noche, seguía lloriqueando por los tres hijos que le quitaron para llevarlos al búnker en cuanto llegaron a la rampa.
    —¿El búnker?
    —Así se llamaba la cámara de gas. — Lo dice con absoluta naturalidad.
    —¿No te impresionaba? — La voz me sale de la garganta con esfuerzo.
    —¿Qué? — Abre los ojos desmesuradamente, son de un azul casi blanco.
    —Aquella cámara…
    —No -contesta, tranquila, segura-. Cuando decidí seguir la Härteausbildung, sabía muy bien por qué lo hacía. Para ser capaz de evitar que me afectara la realidad de un campo de… -Me lanza una mirada cauta. No ha pronunciado la palabra «exterminio», quiero pensar que tal vez por una extraña delicadeza hacia mí. Me sorprende un poco. Por otra parte, es raro que haya estado a punto de escapársele esa expresión. «Ellos» no los llamaban así.
    —A veces me he preguntado… -murmuro.
    —¿Qué? — pregunta, solícita.

    Me digo: déjalo ya, dentro de poco tendremos que despedirnos.

    —¿Qué te has preguntado? — insiste. Se yergue en el sillón, adquiere ese aire atento y complaciente del que ya he aprendido a desconfiar. Pero me resulta imposible no contestar.
    —Me preguntaba… cuánto tiempo…, cuánto tiempo era necesario para que las víctimas de las cámaras de gas… -No puedo continuar.
    —El gas tardaba en hacer efecto entre tres y quince minutos -replica en tono técnico e indiferente.
    —¿Y es cierto que después se abrevió el tiempo de exposición?
    —¿Tan importante es? — me pregunta con repentina suspicacia.
    —Sí, me gustaría saberlo.

    Se apoya en el respaldo y su mirada se hace opaca.

    —No sabría decírtelo -contesta, evasiva.
    —¿No lo sabes o no quieres responder?
    —La medida se hizo casi indispensable -dice entre suspiros.
    —Entonces, ¿se abrevió?
    —¿Qué?
    —El tiempo de exposición al gas.
    —Bueno, tenían que despachar a doce mil Stücke al día, habían aumentado la cantidad.

    He perdido el uso de la palabra.

    —¿Qué piensas? — quiere saber.

    Muevo la cabeza, reacia.

    —¿Qué piensas? — insiste, humedeciéndose otra vez los labios con la lengua en ese gesto tan natural y tan repugnante.
    —Entonces podía suceder que al abrir las puertas de las cámaras de gas alguno todavía no estuviera muerto.

    Se pone rígida, sus ojos son de nuevo impenetrables.

    —¡Qué cosas piensas!
    —Contesta, si eres capaz -la apremio, con la voz dura como una roca.
    —No lo sé.

    Me levanto. Ella también.

    —¿Qué haces? No voy a comer -lloriquea.
    —En el vestíbulo hemos leído el horario de visitas -señalo-. El tiempo se acaba.

    Suspira. Ahora tiene el rostro tenso y lleno de ansiedad, cambia constantemente de expresión.

    —Sí, podía suceder -declara con los labios apretados.
    —¿Que algunos no estuvieran muertos?
    —¡Sí! — exclama con impaciencia-. A menudo ocurría con los niños. A veces aquellos pequeños Miststücke resistían al raticida más que los adultos -añade con una risita sarcástica. Aparto la vista de esa mueca burlona y miro a mi prima. Ella, sin embargo, no me devuelve la mirada.

    Hay una pausa, pero ya sé que no voy a poder detenerme. Percibo en mí una especie de fiebre, una fijación que no me da tregua.

    —Entonces, ¿los que todavía no estaban muertos acababan con los cadáveres en el crematorio, incluso los niños? — Tengo la frente perlada de sudor.
    —No sé… -responde con hostilidad. Su mirada se hace glacial, distante.
    —¿Cómo es que no lo sabes? — le pregunto, agresiva-. Creía que en el campo te consideraban una persona con autoridad y siempre estabas informada de todo lo que sucedía.

    El truco funciona.

    —Todos me respetaban -replica-. ¡Yo era una persona importante!
    —Entonces, ¿estabas informada de lo que sucedía en el campo?
    —Sí. — Luego corrige-: Bastante.
    —¿Y no sabías que a veces acababa en el crematorio alguien que todavía no estaba muerto?

    Tiene los ojos muy abiertos y mira al vacío. Esta cara es su pasado. Su único recurso en el tramo final de la vida. No tiene otra cosa, no se ha construido nada más.

    En este momento parece muy vieja y exhausta. Me mira y me pregunta con tristeza:

    —¿Qué quieres de mí? ¡Estoy tan cansada!

    No cedo y replico con aspereza:

    —¿No quieres contestarme?
    —¿A qué? — gime.
    —Si alguna persona todavía viva acababa con los cadáveres en el…
    —¿En el Krema?
    —¿Krema?
    —Llamábamos así al crematorio -explica. Reflexiona, me mira de soslayo, toma aliento como si se preparara para una zambullida-. Sí, es posible que sucediera -contesta con un suspiro de resignación. Y continúa con la expresión de quien habla sólo porque una pistola le apunta a la sien-: Por otra parte, no todos morían a la misma velocidad, algunos eran más resistentes al gas. Y luego había que tener en cuenta la edad, ¿no te parece? Los recién nacidos sólo necesitaban unos minutos, sacaban algunos que estaban de un azul casi eléctrico…

    Se detiene porque vuelve a temblarle la mandíbula. Ahora su mirada se hace tétrica, con una mano insegura intenta detener el temblor, impedir el lúgubre repiqueteo de los dientes. Es un espectáculo patético.

    Me levanto, doy unos pasos. Primero me acerco al televisor, luego a una hermosa planta ornamental. Acaricio mecánicamente una gran hoja dura y lustrosa.

    —¡Eres mala! — exclama mi madre desde su sillón, y estalla en un llanto violento y convulso. Estoy agotada. Consulto el reloj con angustia. Al parecer, no tolera ese gesto-. ¡Y no mires el reloj! — chilla-, ¡no quiero que te vayas!

    Continúa llorando, cada vez más sumisa. No sé qué decirle. Volver sobre el último tema está fuera de discusión. Ya no quiero decirle nada. Me siento como si me hubiera vaciado.

    Lo último que me esperaba es la pregunta que me hace de sopetón:

    —¿No tenías un hijo?

    Me caigo de la nube.

    —¿Lo recuerdas?
    —Vagamente… Era pequeño.
    —Sí, lo traje cuando vine a verte a Viena en el setenta y uno.
    —¿Tú, a Viena? ¿Con tu niño? ¿Cuándo?
    —Hace veintisiete años.
    —Veintisiete… -repite asustada-. ¿Tanto tiempo ha pasado?
    —Sí, tanto tiempo -contesto con amargura.
    —Y luego, ¿cuándo habéis vuelto?
    —Nunca hemos vuelto.
    —No han vuelto. — Mueve la cabeza-. No han vuelto… ¿Nunca?
    —No, nunca.
    —Pero yo soy una madre -declara de repente con una voz cargada de reproche.

    Y yo soy una hija, querría echarle en cara. Pero me quedo callada.

    Hay una pausa, ella fija la vista en un punto del vacío.

    —¿Por qué no has venido hoy con tu hijo? — me pregunta luego con una voz que expresa desilusión.
    —No podía venir por motivos de trabajo -contesto-. Ya es un hombre. Tiene treinta y dos años.

    Me mira desconcertada.

    —¿Treinta y dos? ¿Ya es tan mayor? — Parece atónita.
    —Sí. El tiempo pasa volando. — Me doy cuenta de que he utilizado una frase hecha, absurda en este contexto; me flaquea la mente.
    —¿Está casado?
    —Todavía no.
    —Y tú, ¿tienes marido?
    —Soy viuda.

    Reflexiona.

    —Probablemente era muy viejo -calcula.
    —Mi marido murió a los cuarenta y siete años.
    —¿De verdad? — pregunta incrédula. Se aprieta las sienes con dos dedos y lanza un profundo suspiro, como si todas esas revelaciones le oprimieran la cabeza-. ¿Y tienes suficiente dinero?

    Hago un gesto afirmativo. Recuerdo el oro que quería darme en 1971. «Podría servirte en caso de necesidad», me dijo. Y me perdió.

    —¿Habla de mí alguna vez? — La miro extrañada-. ¿Mi nieto me recuerda?

    No, no se da cuenta. No puede imaginar el trauma que Roberto sufrió aquel día en Viena. Tenía cinco años. La indiferencia de mi madre fue para él una decepción desgarradora. Se había hecho la ilusión de que iba a encontrar una abuela, porque la italiana prefería los nietos italianos a él, ese nieto medio austríaco. Y en cambio ella lo ignoró, si es que no lo rechazó. Nunca más volví a hablar con él de mi madre.

    —Sí -miento.
    —¿Me traeréis rosas amarillas?

    Quién sabe de dónde procede esta pasión por las rosas amarillas. ¿Serían el regalo habitual de su misterioso amigo de Berlín? Y ese hombre, ¿qué papel habrá tenido en su vida?

    Mientras seguía el curso de estos pensamientos he debido de hacer un gesto afirmativo involuntario, porque mi madre insiste.

    —¿Y tu hijo me llamará Oma?

    Orna. Abuela, abuelita. No, no creo que mi hijo la llamara nunca así. Miro por la ventana. El cielo sigue plúmbeo, vuelve a caer una lluvia ligera.

    —¿Tu hijo me llamará Oma? -repite su voz a mi espalda.

    Me doy la vuelta. Contemplo esos ojos azules que mi hijo ha heredado.

    —Sí, te llamará Oma…

    En ese momento suena el segundo aviso de la comida. Mi madre se sobresalta.

    —¡No quiero comer! — grita, asustada-. Quiero continuar hablando contigo.

    Tiene los ojos muy abiertos en una mirada implorante, pero ya no le tiembla la mandíbula. Se levanta, da unos pasos hacia mí.

    —¡No te vayas todavía, no te vayas todavía!

    Me agarra los brazos, se abandona como si quisiera caer de rodillas a mis pies. La sostengo, la vuelvo a llevar despacio al sillón.

    —¿Quieres que te cuente algo más? — Sabe que ése es el único modo de retenerme.

    Estoy de pie y para mirarme a la cara se ve obligada a torcer la cabeza. En esa postura, con el cuerpo enroscado y los brazos cruzados sobre el pecho, parece aún más frágil. En su mirada ha vuelto a encenderse una nueva llama.

    —¿Quieres que te cuente lo del cuarto? — me insinúa.
    —¿El cuarto? — repito de forma automática. Otra vez estoy atrapada.

    Mi madre se recompone, se alisa el vestido de lana militar sobre las rodillas; me lanza una mirada que parece jovial.

    —Bueno -digo con brusquedad-, ¿qué es eso del misterioso cuarto?
    —¿Si te lo digo te quedarás conmigo?

    Asiento.

    —¿Mucho tiempo?
    —Hasta que Fräulein Inge nos eche.
    —No te preocupes, no lo hará -dice con ostensible seguridad.
    —¿Entonces? — la exhorto.
    —El cuarto crematorio de Birkenau no tenía hornos -dice como si saborease las palabras, evidentemente satisfecha de haberme cogido en sus redes-, porque nunca lo terminaron. Sólo tenía un gran depósito con brasas encendidas. — Se inclina hacia mí-: El nuevo comandante de Auschwitz se divertía mucho allí. Ponía varios prisioneros alineados en el borde del depósito y ordenaba que les dispararan. Disfrutaba mucho viendo cómo caían dentro.

    Me gustaría no creerla, poder pensar que sólo ha inventado esa historia para retenerme. Pero sé que está diciendo la verdad. Una verdad que le brota de los labios sin que su tono denote la menor emoción.

    —Había otro -sigue diciendo- que disfrutaba de la misma manera, pero ése llevaba al depósito judías. Judías desnudas.
    —¿Quién era?
    —Moll, el responsable de los crematorios. Cuando las veía caer en las brasas se reía como un loco. No odiaba a nadie como a ellos, ni siquiera a los rusos.
    —¿Pero qué teníais todos contra los judíos? — se me escapa.
    —¿Todos, quiénes? — se rebela.
    —Pues… -me encojo- todos: Hitler, Himmler, el régimen, las SS…, en resumen, vosotros.
    —Eran culpables -contesta con voz resuelta.
    —¿De qué?
    —De todo. De la derrota en la Primera Guerra Mundial, de la traición continuada a Alemania, de las conjuras internacionales para desencadenar un nuevo conflicto… -Habla con absoluto convencimiento, pero es como si recitase una lección, una consolidada letanía.
    —Déjalo ya -la interrumpo. No puedo más. Tomo aliento y luego, más tranquila, añado-: Me duele que mi madre haya vivido con gente sádica y criminal.
    —Sádica y criminal -repite, sorprendida-. Resulta muy duro que una hija te diga eso.
    —Lo sé -repongo, seca.

    Se calla, parece reflexionar.

    —Quizá tengas razón -dice-, aunque sólo en parte. La guerra cambia a la gente, y nos cambió a muchos de nosotros.

    Justificados y absueltos. Intolerable.

    —¡La guerra no tiene nada que ver con el exterminio! — estallo-. ¡Las cámaras de gas no son guerra y los hornos crematorios no son guerra!
    —No fui yo quien decidió la solución final -replica a la defensiva-, yo sólo cumplía órdenes. Tenía que ser fiel a mi juramento porque un juramento es sagrado. Y quiero decirte una cosa, y si no quieres creerme, me da igual. Entre mis camaradas de las SS conocí a personas inteligentes, cultas, responsables, excelentes padres de familia, como Rudolf Höss… Hombres de honor, hombres inolvidables…

    Hombres de honor…, amantes de la naturaleza, del hogar, de los animales… El mediocre retrato del nazismo en todo su kitsch más nauseabundo.

    Miro a Eva. Está muy pálida. Me esfuerzo en mantener la calma. Busco la respuesta menos agresiva.

    —Perdona -digo sin énfasis-, pero, francamente, definir a los SS como «hombres de honor» me parece excesivo.

    Su reacción es fulminante, cortante.

    —Si es así para los hombres, eso quiere decir que tampoco había mujeres honorables. ¿Y yo qué soy? ¿De verdad me consideras una criminal, como sentenció el tribunal militar? A ver, ¿con qué ojos ves a tu madre? ¡Empecemos a hablar con claridad!

    Está fuera de sí. Espero unos segundos, luego replico procurando no levantar la voz:

    —¿Con qué ojos crees que puedo mirar a una madre que fue celadora en Birkenau?
    —Bueno, hija mía -no vacila ni un segundo-, te guste o no, no me arrepiento de haber pertenecido a la Waffen-SS, ¿está claro?

    Está muy claro, madre, no tenía ninguna duda.

    —Y entérate bien -prosigue con agresividad-, yo me presenté voluntaria a uno de esos campos. ¿Y sabes por qué? Porque creía en ello. Creía en la misión de Alemania: liberar a Europa de aquella… aquella raza repugnante.

    Levantarme, salir: ésa debería ser mi respuesta. Sin embargo, vuelvo a preguntarle, como he hecho antes:

    —¿Ni siquiera las madres que llevaban a sus hijos recién nacidos al cuello te conmovían cuando entraban en las cámaras de gas? ¿Ni siquiera los niños?

    Ya debería haber comprendido que no hay nada más que decir. Entonces, ¿qué es lo que quiero? ¿Por qué sigo haciéndole una y otra vez las mismas preguntas?

    Vacila un instante. Enfoca la mirada en el vacío. Su respiración pierde el compás, como si estuviera subiendo por una escalera muy empinada. Luego, de repente, se calma, levanta los ojos y me mira. Todo ha cambiado en ella, la expresión, la mirada, la voz. Todo me resulta nuevo.

    —De acuerdo -concede-. Ahora dime qué quieres que te conteste.

    Me desconcierta.

    —No comprendo.

    Tiene una mirada extraña.

    —¿No me has hecho una pregunta? Pues bien, dime qué quieres que te conteste.

    Está tranquila, lúcida como no la había visto hasta ahora. Su voz muestra una nota burlona que se mezcla con una especie de condescendencia casi afectuosa.

    Estoy desorientada de verdad. Tengo la sensación de que ahora es ella, gracias a un artificio sutil e indescifrable, la que dirige el juego.

    —¿Y bien? — insiste, todavía con ese tono ligeramente burlón-. ¿No sabes qué decir? ¿No sabes qué respuesta te gustaría para tu fea, maliciosa y taimada pregunta? — Hace ostentación de indulgencia, mueve la cabeza-. Mi pobre Mausi, la he dejado sin palabras.

    ¿Es posible que en el último momento me conceda una sombra de benevolencia, un atisbo de calor?

    La cabeza me da vueltas, ni siquiera estoy segura de recordar mi «fea, maliciosa y taimada pregunta». Sin embargo, replico como una autómata:

    —Quiero que contestes con sinceridad, sólo eso.

    Al diablo la pregunta. Estoy exhausta. Desearía estar ya en el taxi, de vuelta al hotel, y luego ir a cenar con Eva a un restaurante del centro. Me apetece la cocina típica vienesa, la cerveza oscura.

    —De acuerdo -dice mi madre-. Entonces, ¿quieres la verdad, sólo la verdad? ¿Estás segura?
    —Sí.

    Junta las manos, respira hondo, las arrugas de la frente blanca y ancha se relajan.

    —De verdad me gustaría poder decirte otra cosa, pero ya que quieres la verdad… Pues bien, la tendrás.

    De repente me sobreviene el impulso de interrumpirlo todo, de rogarle que se calle, de despedirme. Pero lo reprimo.

    —Para mí tenía que ser justo lo que era justo para el gobierno -empieza con voz firme-, no tenía derecho a pensar, a opinar o a tener sentimientos personales. Tenía el deber de obedecer sin discutir las órdenes superiores, y si esas órdenes preveían asfixiar en las cámaras de gas a millones de judíos, yo estaba dispuesta a colaborar. Para ello, créeme, no podía permitirme ni la más mínima debilidad ante las madres y los niños. Cuando veía entrar en el búnker a los más pequeños, lo único que pensaba era: van a quitar de en medio a esos niños judíos, recién nacidos que nunca se convertirán en horribles judíos adultos.

    Se detiene, lucha contra el incipiente temblor de la mandíbula, luego decide ignorarlo y prosigue. En este momento es muy fuerte. Me lanza una mirada clara y directa.

    —Yo estaba convencida de lo justa que era la solución final; por consiguiente, llevaba a cabo mi deber con gran diligencia y convencimiento. Después me trataron como a una criminal, pero ni siquiera cuando me detuvieron dejé de sentirme orgullosa y digna de haber pertenecido a la Alemania de nuestro gran Führer… ¿Sabes que en Birkenau leía a Kant?

    Le brillan los ojos. Se llevará sus errores a la tumba, pienso con un escalofrío.

    —El mundo no nos comprendía -añade con una voz exacerbada por el rencor-, y al final todos colaboraron en nuestra destrucción.

    Me mira con una amargura que se diría sincera.

    —Si esperabas que cambiara de idea, siento desilusionarte. Sigo siendo lo que fui. — Y concluye-: Te he dicho la verdad, toda la verdad. La verdad que tú querías.

    La verdad que yo quería…

    En la salita se ha instalado un pesado silencio. Mi madre parece perdida en su lugar remoto. ¿Ha sido sincera de verdad o ha dicho lo que creía que yo deseaba oír, algo que me ayudase a odiarla definitivamente, a liberarme de ella de una vez para siempre?

    Levanta la cabeza, me observa con los ojos entreabiertos, como si no pudiese verme con claridad. En los labios se le dibuja una sonrisa torcida, ambigua. Es sólo un segundo, luego se vuelve hacia la ventana y empieza a jugar con el borde del vestido. Poco a poco, sus movimientos se hacen más lentos y mecánicos, hasta que se queda inmóvil, con un trozo de tela retorcido alrededor de un dedo. Se ha deslizado a otro lugar. Me doy cuenta de que, si hasta ayer sentía su ausencia como una presencia obsesiva, ahora su presencia es una ausencia irrevocable. Siento angustia y una ternura irracional. Es mi madre, a pesar de todo es mi madre. ¿Debo avergonzarme si alguna vez el instinto, mi instinto de hija, prevalece sobre las razones de la moral, de la historia, de la justicia y de la humanidad?

    Eva me roza un brazo y me ofrece una sonrisa solidaria. Señala a mi madre con una expresión impotente. Comprendo que comparte mis sentimientos. Un segundo después vuelve Fräulein Inge.

    —En el comedor la están esperando -le dice a mi madre con desenvoltura profesional-. ¿Vamos?

    Mi madre parece despertarse de un breve letargo.

    —¡No voy! — proclama; de pronto se ha vuelto áspera y belicosa-. Hoy no como. Todavía tengo que hablar con mi hija.
    —El horario de visita ha terminado -trata de convencerla Fräulein Inge-, y tiene que venir a comer.
    —¡He dicho que no quiero! — Mi madre se levanta, con el rostro contraído-. ¡Vaya usted a comer si tanto le importa y déjeme sola con mi hija!
    —Yo creo que ahora debe despedirse de sus invitadas -replica Fräulein Inge con mayor firmeza-. Sea buena, deme la mano.
    —¡Sólo quiero la mano de mi hija! — grita mi madre-. ¡No quiero otra mano! — Y con un rápido gesto de rebeldía esconde la izquierda debajo de la axila, como una niña testaruda y caprichosa.

    Fräulein Inge coge con dulzura esa mano rebelde y la aprieta con la suya. Mi madre grita, furiosa:

    —¡Me hace daño! ¡Socorro, me hace daño! — Se debate, consigue liberarse, se precipita hacia mí-. ¡Cógeme tú! ¡Cógeme tú! — implora aferrando mi mano. Y me sonríe confiada.

    Siento una mezcla de pena y desconcierto, y un instintivo sentido de protección.

    —No te vayas…-me suplica mientras tanto-, no te vayas. — Sus dedos fríos y huesudos aprietan los míos espasmódicamente-. Estoy sola, nadie viene a verme…

    Fräulein Inge le recuerda otra vez:

    —¿No viene Frau Freihorst tres veces por semana a hacerle compañía?

    Mi madre impulsa hacia delante el labio inferior.

    —No me importa, sólo quiero a mi hija.

    Fräulein Inge mueve la cabeza, renuncia a contestar. Me hace una señal para que saque a mi madre de la salita. Obedezco, trastornada.

    En el corredor se oyen los ruidos típicos de la hora de comer: el choque de platos, las voces que se propagan, el personal del servicio que empuja carritos llenos de vasos, cubiertos, comida.

    Fräulein Inge nos precede hacia la puerta del comedor. Vamos a cruzar el umbral, cuando de pronto mi madre me suelta la mano y con un impulso se cuelga de mi cuello.

    —¡No me dejes! — solloza-. ¡No te vayas!

    A nuestro alrededor se hace el silencio. Sólo se escucha su llanto resonando bajo los arcos. Todos nos observan, consternados.

    Ahora mi madre aprieta su cabeza contra mi pecho y gime.

    —Quédate conmigo, quédate conmigo…

    Fräulein Inge trata de liberarme del apretón de esos brazos frágiles y secos que revelan, en ese abrazo trastornado, una fuerza inesperada. Mi madre solloza cada vez más, se debate, luego empieza a besarme por todas partes: me besa las mangas de la chaqueta, los botones, el collar de perlas, el prendedor de aguja que compré en Venecia un día de niebla. Me besa las palmas de las manos…, es terrible.

    Es como si se rasgara un velo. Ahora nuestra historia está toda aquí. La historia fallida de una madre y de una hija. Una no historia.

    Suéltame, madre.

    Por fin, Fräulein Inge consigue separarnos. Apoya las manos en los hombros de mi madre con gesto comprensivo.

    —Ahora debe ser razonable y despedirse de sus invitadas.
    —Dile que volveremos por la tarde -murmura Eva.

    Consiento.

    —Ve a comer y yo volveré por la tarde.

    Por los ojos de mi madre, todavía húmedos de llanto, pasa un rayo de júbilo.

    —¿Lo dices en serio?
    —Sí.
    —¿Me lo prometes?
    —Sí. — Me avergüenzo.

    Entonces mi madre se libera con un gesto de impaciencia de las manos de Fräulein Inge y declara, solemne:

    —Voy a comer porque mi hija ha prometido que volverá por la tarde. Y yo la creo porque mi hija es una persona de palabra. Mi hija no dice mentiras. Mi hija no es de esas personas que dicen algo y luego no lo mantienen. Ella es sincera. Es mi hija y yo la creo.

    Me observa un momento más con una intensidad dolorosa y luego, expresando una dulzura de la que no la habría creído capaz, me pregunta:

    —¿Me darías otro beso, Mausi?

    Siento una punzada en el corazón que me quema como una herida.

    Y la beso. Me inclino y beso la helada mejilla de mi madre. Cuánto tengo que inclinarme, cuánto se ha encogido. Querría llamarla Mutti, pero es como si la palabra se me atascara en la boca del estómago. Busco un gesto afectuoso, le aprieto un hombro torpemente. Quizá le haga daño, pero ella sonríe contenta.

    Incurable sensación de irrealidad. Una vez más me pregunto a quién tengo delante.

    ¿De verdad fuiste una nazi impenitente, madre? ¿O has dicho todas esas cosas horrendas para ayudarme a odiarte?

    Miro sus ojos confiados que se reflejan en los míos y pienso: no, no la odio. Sencillamente, no la quiero.

    —Es hora de irse -repite, tranquila pero firme, Fräulein Inge.

    Mi madre obedece con docilidad.

    —Hasta luego -me sonríe-. Hasta luego, hija. — Y se encamina hacia el ruido confuso del comedor.

    La sigo con la mirada. En el último instante, antes de atravesar el umbral, se vuelve y me envía un beso con la punta de los dedos. De nuevo hay en su rostro una expresión extraña. Y de nuevo la siento irrevocablemente lejana.

    Me he hundido en mis pensamientos y, cuando vuelvo a emerger, mi madre ya no está. Siento frío, vacío. Fijo la mirada en la puerta de batiente del comedor y tal vez insinúo un paso en esa dirección, porque Eva me sujeta por el brazo.

    —Tenemos que irnos… -susurra.

    Asiento y pienso: he perdido. He vuelto a perder.

    —Si lo desea, podemos hablar por teléfono -ofrece Fräulein Inge.

    Acepto, agradecida, y ella me entrega un papel con el número de teléfono de su casa.

    —Llame aunque sea tarde -dice amablemente.
    —La llamaré desde el hotel -contesto, conmovida.
    —Está en buenas manos -me asegura con una sonrisa de despedida.

    Mi prima me lleva del brazo por el corredor hacia las escaleras. Tengo un nudo en la garganta; me cuesta respirar.

    —Ya ha pasado -susurra Eva con afecto. Y yo me dejo llevar y empiezo a llorar.

    En la portería pedimos que llamen a un taxi. Las piernas no me sostienen bien. Continúa esa violenta sensación de irrealidad. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?

    Levanto la cara, una lluvia fina me refresca la frente.

    —Ya ha pasado -repite mi prima-. Ya ha pasado todo, relájate.

    Un cielo plomizo presiona las copas de los viejos plátanos; el aire es húmedo y pegajoso.

    El taxi se detiene delante del portal.

    Antes de subir, Eva se vuelve y me pregunta:

    —¿Piensas volver?


    Fin

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      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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