Publicado en
diciembre 25, 2017
Sección de Libros
Cuando nos dicen que alguien a quien amamos va a morir, parece como si el tiempo omitiera un instante, y al reanudar su marcha el reloj ya nada vuelve a ser igual. Chris Oyler recuerda el estupor en el que se hundió cuando le informaron que Ben, su hijo de siete años, estaba al borde de la muerte. Se dijo a sí misma que eso no podía ser; que Dios haría un milagro; que los médicos rectificarían el diagnóstico o encontrarían el remedio. Ben había vivido apenas 94 meses. Nunca había conducido un auto, ni asistido a un baile de fin de curso, ni estrechado en sus brazos a un hijo suyo... ¡y aseguraban que jamás lo haría! La muerte había sido hasta entonces algo muy ajeno, y de pronto allí estaba, como un asunto personal. ¡Muy personal!
Por Chris Oyler, en colaboración con Laurie Becklund y Beth Polson.
ESTÁBAMOS disfrutando de unas vacaciones con mis parientes, en Park City, Utah, durante la Pascua. Nuestros tres hijos acababan de conocer a algunos de sus primos, y esquiaban y jugaban en la nieve con ellos. Ahora que rememoro aquellas vacaciones me maravilla lo alegres y divertidas que fueron.
Una tarde, casi al final de la temporada, los adultos nos sentamos cerca de la chimenea a tomar chocolate caliente, y los niños se quedaron afuera, jugando con sus trineos en una cuesta. Salí al balcón, a verlos. Mis tres hijos, sonrosados por el frío, me recordaron a esos niños que aparecen en las cajas de cereales: Beau con sus pecas, Ben con su sonrisa pícara, y Aber con sus ojos chispeantes. Nunca teníamos tiempo de pensar en lo felices que éramos; simplemente, lo éramos.
El último día de asueto empezó como tantos de mi niñez: mi madre hizo la lista de las provisiones.
—¿Quieren algo especial? —preguntó a los niños.
—¡Alas de pollo! —le gritó Ben.
Tenía siete años. Era nuestro primogénito, nacido a los dos años de que contraje matrimonio con Grant Oyler.
Cada madre tiene un platillo especial que les encanta a sus hijos. El de la mía eran las alas de pollo marinadas, las cuales yo preparaba según la misma receta, pero me parecía que a Ben nunca le gustaban tanto como las que hacía su abuela. Por eso, cuando nos sentamos a la mesa, me extrañó que no probara bocado. "Me duele el estómago", explicó.
Al día siguiente concluyó nuestra estancia con los parientes, pero el dolor de Ben no cejó. Camino de regreso a casa, en Carmel, California, la criatura se sintió muy mal. Tenía una diarrea tan intensa que decidí llamar en seguida al médico de la familia.
El doctor Penn sabría qué hacer, sin duda. Había atendido a Ben desde que nació. A raíz de aquel primer parto me enteré de que soy portadora de la hemofilia. Mi hermano Scott era hemofílico, y mi hijo también resultó serlo. Las mujeres son portadoras de esta enfermedad, y los hombres la contraen. Con cada embarazo, los riesgos genéticos son los mismos: los niños tienen el 50 por ciento de probabilidades de padecer el mal, y las niñas, el 50 por ciento de ser portadoras del mismo.
Había una probabilidad entre cuatro de que tuviéramos un hijo hemofílico, y a pesar de ello nuestros dos hijos menores también padecían la enfermedad: Beau, de cinco años, y Abraham (Aber), de tres años. En la actualidad es posible, por suerte, administrar a los hemofílicos dosis muy concentradas de productos hemáticos que contienen la proteína que les hace falta para la coagulación, y así pueden llevar una vida relativamente activa.
Yo siempre había visto de cerca la hemofilia, por mi hermano, pero para Grant era algo nuevo. Por eso llegué a quererlo todavía más, al ver cómo se adaptó, y la facilidad con que aprendió a aplicarles a los niños las infusiones del factor VIII cuando tenían una hemorragia.
El doctor Penn examinó con mucha calma a Ben. Pensó que se trataría de algún parásito, y le recetó un antibiótico, aunque, para mayor seguridad, le tomó unas muestras de sangre. Nos dijo que sabríamos los resultados en una semana.
Yo esperaba que la medicina surtiera efecto, pero a Ben se le agravó la diarrea y tuvo frecuentes vómitos. Empecé a angustiarme. Al principio de la semana siguiente llevé al niño otra vez a ver al doctor Penn, quien le practicó más análisis y dijo que deseaba consultar al Hospital Infantil de Stanford, California. Nosotros conocíamos esa institución por la clínica para hemofílicos que allí funciona. El médico prometió llamarnos en cuanto tuviera noticias.
Llamó esa misma tarde, y sugirió que lleváramos a Ben a Stanford.
—Saldremos mañana a primera hora —le dije.
—Chris —insistió él—, es mejor que vayan ahora mismo.
Las dos semanas siguientes fueron un torbellino de análisis: muestras de orina, de materias fecales, de sangre. No me di cuenta de nada, hasta que nos llevaron a una sala de aislamiento. Una habitación privada, pensé, y me pregunté cómo habíamos corrido con tanta suerte. Entonces me fijé en que había baño privado. Claro, Ben lo necesitaba.
Al principio me alentó la actividad. Sin duda pronto nos comunicarían el diagnóstico. Pero los análisis resultaban negativos, y conducían a más estudios, con frecuencia dolorosos: una tomografía del cerebro; una punción lumbar; una muestra de médula ósea...
Y el estado de Ben seguía empeorando. Le aparecieron unas feas placas o zonas blancas en la lengua y la garganta, se le inflamaron los ganglios del cuello y, para colmo, le salió una erupción cutánea.
Por fin (ya era mayo de 1985) me informaron que los primeros resultados de los exámenes efectuados en los Centros de Control de Enfermedades en Atlanta, Georgia, llegarían esa semana; el viernes, aseguraron.
Beau y Aber habían ido a quedarse con los padres de Grant, y mi esposo pasaba cuatro horas diarias desplazándose en su auto para poder seguir en su trabajo, en una compañía constructora, e ir a vernos por la noche al hospital. Sin embargo, aquel viernes me telefoneó para avisarme que se demoraría, aunque iría lo más pronto posible. Estuve mirando todo el tiempo el reloj y el estacionamiento. ¡Ni señales de Grant! Aunque me horrorizara la idea, tendría que ver yo sola a los médicos.
Recuerdo que recorrí con la vista la sala de conferencias y pensé que había demasiada gente. No se necesitaba tal muchedumbre para dar una buena noticia. El doctor Bertil Glader, jefe de hematología pediátrica, me entregó los resultados del laboratorio. Ben tenía un parásito, en efecto, y las glándulas inflamadas, y presentaba un caso grave de candidiasis, infección de hongos por la cual se le habían formado las placas blancas en boca y garganta... ¡Pero todo eso ya lo sabíamos!
Judie Lea, la enfermera ayudante del doctor Glader, interrumpió para preguntarme:
—¿Preferiría usted esperar a Grant para oír lo demás, Chris?
—No —contesté, y me pregunté cómo creían que yo podría esperar más—. Prosigan, por favor.
—¿Chris, ha oído usted hablar del síndrome de inmunodeficiencia adquirida? —inquirió el doctor Glader.
—¿Se refiere usted al SIDA? ¿Ben tiene SIDA?
Todo se aclaró de pronto: la habitación privada, los análisis enviados a Atlanta, las infecciones.que el niño no podía combatir.
El doctor Glader siguió su explicación. Dado que Ben tenía siete años y que desde hacía mucho la sustancia hemática que se le aplicaba era tratada previamente con calor, resultaba probable que se hubiera infectado cuando era apenas un lactante. Había recibido unas 25 trasfusiones anuales de dicha sustancia, la cual se tomaba de una reserva de plasma procedente de más de 1000 donadores. Uno de ellos tenía el virus del SIDA.
Las palabras del médico se perdían entre el zumbido ensordecedor que sentía yo en los oídos. Me oí a mí misma interrogando sobre más detalles, medicamentos y todo lo que se me ocurrió... hasta que me interrumpió el doctor Glader.
—¿Comprende usted lo que esto significa, Chris?
Yo estaba aturdida, pero, ¡claro que lo comprendía!: el SIDA es mortal. Cuando nos dicen que va a morir alguien a quien amamos, parece que el tiempo omitiera un instante, y al reanudar su marcha el reloj ya nada vuelve a ser igual. La propia voz es la de un desconocido. La vista se entretiene con cualquier detalle insignificante: una mancha en las gafas del médico, uno de tantos puntos de color en el piso... Y si la persona que está muriéndose es un hijo, comprendemos que ya nada será igual, jamás, y que el dolor permanecerá para siempre en nosotros.
—¿Puede usted decirme cuánto le queda de vida? —pregunté.
—Lo único que sabemos es que, estadísticamente, el 85 por ciento de los enfermos de SIDA mueren en menos de un año —respondió el doctor Glader.
¡En menos de un año! ¿Cómo es posible?, me pregunté. Mi hijo sólo había vivido 94 meses. Acudieron a mi mente recuerdos de Ben recién nacido; de mí misma, arrullándolo; de los primeros pasos del pequeño...
—Lamento que no podamos informarle más —se disculpó el doctor Glader—, pero Ben es el primer caso para nosotros...
—También es el primero para mí —recalqué.
VIAJE SIN MAPA
ESPERÉ a Grant. Sabía que sólo él podría consolarme en esos momentos; sólo su pesar sería tan grande como el mío. Se me llenaron los ojos de lágrimas al darle la noticia, y advertí por su actitud que lo había sospechado desde el principio. ¡Cuántos largos viajes había hecho él a solas con sus temores, mientras me ahorraba unos días de agonía!
Asistimos juntos a otra reunión con el mismo equipo de médicos. Nos informaron que empezarían por atender los síntomas. La erupción comenzaba a ceder con los medicamentos. Además, las placas de la garganta de Ben estaban más más o menos controladas con una sustancia que le aplicaban con atomizador, y que él detestaba, pero tenía que aceptar. En cuanto al parásito que provocaba el peor de sus trastornos, posiblemente desapareciera con un nuevo fármaco experimental.
Grant y yo hicimos muchas preguntas respecto a los medicamentos, porque nos advirtieron que si aprendíamos a administrárselos no sería necesario que Ben permaneciera hospitalizado. En casa tendría a sus hermanos para animarse, a Darcy, el perro, para jugar, y a sus padres para apoyarlo en todo.
No obstante, me puse nerviosa al empezar a empacar las cosas de Ben para irnos. Ya en casa, estaría sola. Yo, Chris, una mujer de 29 años. Ese número me había parecido muy alto en mi último cumpleaños, y en aquel momento me parecía una edad muy corta, pues me sentía inexperta. Por lo menos, para aquello. Era ama de casa con tres hijos pequeños, y otro más en camino. ¿Cómo me las iba a arreglar?
Sabía lo que me diría mi madre: No te dejes abrumar. Sencillamente, acepta cada día como venga. ¡Eso era lo que tenía que hacer!
Cuando salimos del hospital, noté cuán hermoso era el día de principios del verano; por eso decidimos tomar nuestra ruta predilecta a casa, por un bosque de secoyas. Ben iba acostado en la parte posterior de la camioneta, en la cama que le preparamos, y se quedó allí un rato, contemplando por la ventanilla los colores rojo oscuro y anaranjado de los gigantescos árboles, así como el paisaje. Pero luego nos pidió que le permitiéramos pasar adelante y sentarse en mis piernas. En otro tiempo le habríamos dicho que era muy peligroso, pero en esa ocasión habría sido ridículo tal escrúpulo.
Él se acomodó torpemente junto a mi abultado abdomen, y apoyó la cabeza en mi hombro y los pies en las piernas de Grant.
—¿Qué tengo? —preguntó—. ¿Qué dijeron los médicos?
Grant y yo habíamos hablado de cómo se lo diríamos, aunque no preparamos las palabras. Yo siempre había sido capaz de consolar a mis hijos; sin embargo, no encontré nada apropiado en mi larga lista de frases maternales.
—Mira, mi vida, el doctor Penn acertó acerca del parásito en tu estómago. Por eso has tenido tanta diarrea.
Esperé otra pregunta, pero Ben también se quedó esperando una respuesta más amplia.
—La razón de que no acabes de aliviarte es que tienes algo más. Lo llaman SIDA. Esta enfermedad nos tiene un poco asustados, porque los médicos no saben todavía mucho de ella. Tú eres precisamente el primer niño que la tiene y al que ellos atienden, Benny.
—¿Ya te dijeron cuándo me voy a aliviar?
—De eso no están seguros —terció Grant—, pero nos dieron una medicina para que te sientas mejor. Son unas píldoras y un poco más de esa deliciosa sustancia amarilla del atomizador, que tanto te gusta.
Ben hizo una mueca y se agarró la garganta, como hacen los niños cuando fingen en sus juegos que están envenenados.
—Ahora vamos a casa —prosiguió Grant—; allí te sentirás mejor. ¿Por qué no pensamos en algo divertido que podamos hacer tu mamá, tú y yo solos?
Saqué un cuaderno y una pluma de mi bolso. Anotar los asuntos pendientes siempre me ha servido para sentir que soy organizada, aunque no es verdad.
—Hagamos una lista de cosas que deseamos —le sugería Ben—. Si pudieras dedicarte este verano a lo que quisieras, ¿qué harías?
—¡Iría a Disneylandia! —exclamó Ben—. ¡Y también a la reunión de la familia Oyler!
La familia de Grant celebra cada año una reunión en Lake Tahoe. Algo que ya entonces había aprendido en mi matrimonio es lo importante que puede resultar el apoyo de toda la familia, tanto en las buenas como en las malas. Esas celebraciones eran memorables. Ben, el mayor de 14 primos, era considerado el "jefe de la manada", y eso le encantaba. Aquel año se había pospuesto el encuentro, por su enfermedad.
—Llamaré a tu abuelo cuando lleguemos a casa —propuso Grant—. Ya veremos qué se puede hacer.
—¿Qué más te gustaría, hijo? —le pregunté.
—Conocer nuevos amigos cuando empiecen las clases, en septiembre.
—Tal vez vayas a una nueva escuela —le anunció Grant—. Estamos pensando en mudarnos antes de que nazca el bebé, en noviembre.
—¿Eso significa que ya no podré ver a Jessica?
—No te preocupes —lo tranquilicé—. No perderás amigos por ir a otra escuela.
—¡Qué bueno! ¿Podemos llamarla cuando lleguemos a casa, mamá, para ver si se siente mejor?
Asentí, pero me puse a pensar antes de anotar el nombre de la niña en la lista. Jessica era una condiscípula a quien Ben había conocido cuando tuvo que quedarse en su salón a la hora del recreo, porque tenía una hemorragia. Allí vio a "la niña sin pelo". Ella le explicó que se le había caído el cabello porque padecía de tumores en el cerebro y le estaban aplicando radioterapia.
Ben comprendía que Jessica podía morir. Grant y yo hablamos de eso con él una noche que nos telefoneó la madre de la muchachita. Aquella mujer sabía que ambos niños se habían hecho muy amigos, y no quería que Ben sufriera. Eso había ocurrido varios meses antes.
Al notar mi titubeo, Ben me arrebató la pluma y, debajo de "casa nueva" y "nueva escuela", escribió: "J-E-S-S-I-C-A"
—¡Oye, Ben! —intervino Grant, para cambiar de tema—. ¿Qué sucederá cuando cumplas ocho años?
—Me bautizarán. ¡Anótalo, mamá!
Entonces, el chico miró la creciente lista.
—Algo falta —observó—... ¡Mi hermanito!
—¿Chelsea? —lo corregí.
Me dirigió una amplia sonrisa. Él deseaba otro hermano, y yo, una niña.
—Ya veremos —dije, riendo—. Niño o niña, será bien recibido, ¿verdad?
Ben asintió, y yo escribí "bebé" al final de la lista.
Sentí que habíamos logrado algo. Por lo menos teníamos un punto de partida y algunas señales que nos indicarían dónde nos encontrábamos si perdíamos el rumbo. No existía mapa alguno que nos guiara. Lo único que yo sabía a ciencia cierta era que debíamos permanecer juntos.
FOTOGRAFÍAS EN EL CORAZÓN
LOS MÉDICOS habían pronosticado un año de vida para Ben; pero, ¿qué sabían ellos de nuestra familia? ¿Qué sabían de nuestra fe? Grant estaba convencido de que Dios sanaría al niño. "Los milagros realmente ocurren, Chris", me animaba. "Sólo se necesita tiempo para que los investigadores descubran el remedio".
Lo escuché y me sentí fortificada. Tal vez lográramos sacar adelante a Ben con todos nuestros recursos: el amor de la familia, la dedicación del médico y nuestra fe en Dios. Empecé a creerlo.
Las primeras semanas en casa fueron arduas. El trabajo de Grant consistía en remodelar baños y cocinas, y se había atrasado tanto por sus visitas al hospital, que necesitaba laborar de 12 a 14 horas al día para cumplir varios contratos.
En casa, con los niños, lo más difícil fue no dejarme absorber por una serie de tareas pequeñas, pero irritantes. Yo esperaba compensar en parte las circunstancias desagradables y los malos ratos llevando a mis hijos de paseo al acuario o al parque. Sin embargo, debido a la diarrea, Ben tenía que ir al baño cada hora o cada dos horas durante el día, y a veces también por la noche. Además, vomitaba con frecuencia. De repente me vi en la necesidad de despachar cinco cargas diarias de ropa sucia.
También la higiene era motivo de preocupación. No temíamos que ningún otro miembro de la familia contrajera el SIDA, pues nos habían explicado que la enfermedad se trasmite casi exclusivamente por contacto sexual o por intercambio de fluidos corporales, como en las trasfusiones sanguíneas. (Los análisis que nos practicaron más adelante a todos para determinar si teníamos SIDA resultaron negativos.) Pero las otras afecciones de Ben, sobre todo las placas en la garganta, eran contagiosas. Pusimos surtidores de jabón líquido y vasos desechables en el baño. No obstante, resultaba muy difícil seguirles la pista a Beau y a Aber, y cuidar de que no lamieran las paletas de Ben.
Empezamos a llevar a cabo juntos, cada vez con mayor frecuencia, actividades como, por ejemplo, trabajar en el jardín o hacer máscaras de papel. En ocasiones, cuando Ben se sentía fatigado, y yo extenuada por la preocupación y mi embarazo, simplemente nos acostábamos él y yo en el piso de la estancia, a dormir una siesta. Yo no había disfrutado de momentos así con Ben desde que era pequeño. Y eran esos sosegados y dulces ratos, aunque no muy frecuentes, los que me permitían seguir adelante.
Cierto día, en la tienda de abarrotes, me topé con el chofer del autobús escolar de Ben, quien me informó del fallecimiento de Jessica, unos días antes. Sentí que yo le había fallado a Ben; no había telefoneado a la madre de la niña desde que volvimos a casa, y ya era demasiado tarde.
Aquel mismo día, al atardecer, nos sentamos Ben y yo en el parque, al borde de una caja de arena. Beau y Aber jugaban por ahí.
—Tengo que hablarte de Jessica, Ben —empecé.
Él alzó la vista para mirarme; luego, se volvió hacia la arena y comenzó a hacer garabatos con el dedo.
—Es una mala noticia, ¿verdad?
Le rodeé los hombros con el brazo, y le dije:
—Sí; lo es. Jessica murió hace unos días.
Él completó un círculo.
—¿Por qué tuve que perderla tan pronto? Ni siquiera tenía mi edad.
—En realidad, nunca perdemos a quienes amamos, Ben —repliqué, no del todo segura de lo que estaba diciéndole—. Los llevamos siempre en el corazón.
Saqué mi billetera y le enseñé las fotos que allí tenía de él, de Beau, de Aber y de Grant.
—¿Sabías que tu corazón puede tomar fotografías? Son las mejores, porque las tomas en los momentos más importantes de tu vida. Además, esas fotografías no las tiene nadie más que tú.
—¿Irá Jessica al cielo?
—Sí.
—¿Volveré a verla algún día?
—Estoy segura de ello, Ben.
—¿Cuándo será eso, mamá?
—No lo sé. Nadie sabe exactamente cuándo va a morir. Por eso es tan importante amarnos, mientras estamos juntos.
Mantuve los ojos muy abiertos, para que no brotaran las lágrimas. ¿Por qué habré tenido la sensación de que él sabía que se estaba muriendo? Tuve el impulso de abrazarlo con fuerza, arrullarlo en mis brazos y llorar con él... pero no podía hacerlo. Debía ser fuerte y mostrarme alegre. De modo que nos quedamos allí, sentados; Ben con sus pensamientos, y yo con los míos. "Mami", dijo al fin, "¿me meces un rato en el columpio?"
Jugar con Jessica era una de las cosas en la lista de Ben que él ya no haría jamás. Pero sí fuimos aquel verano a Disneylandia. El padre de Grant convocó más pronto que nunca a los Oyler; seis ramas de la familia acudieron al parque de diversiones. Así pues, celebramos también nuestra reunión. Ben estuvo muy emocionado; todos lo estuvimos.
Pero poco después fue preciso que Ben regresara al hospital. Se había deshidratado a causa de la diarrea y de la falta de alimento. En cuanto le administraron otra vez las soluciones intravenosas, empezó a subir de peso. A la semana regresamos a casa con él; tenía el buen aspecto de siempre.
El día de su cumpleaños organizamos una comida campestre. Luego, en la noche, cuando estaba yo arropándolo en su cama, me dijo: "Ya tengo ocho años. ¿Recuerdas lo que ocurre cuando cumple uno ocho años?"
Yo había hecho a un lado todo pensamiento sobre el bautismo de Ben. Me parecía que bautizarlo sería como prepararlo a morir. Era una tontería, y yo lo sabía. ¿Qué esperaba lograr con esa especie de forcejeo con Dios por la vida de mi hijo? Dios estaba de nuestro lado.
Grant lo dispuso todo en la iglesia. Poco después celebramos lo que los mormones llamamos La Noche en Familia, una tradición importante para nosotros. Apagamos la televisión, desconectamos el teléfono y nos pusimos a contar cuentos y a cantar canciones, todos pensando en la familia y en nuestra fe. Hablamos, en particular, del bautismo de Ben.
—Es un día muy grande en tu vida —comenzó Grant—. ¿Sabes qué sucede?
—¡Te remojan! —contestó Beau.
—Así es —concedió Grant—. Pero, ¿sabes qué significa eso?
—Significa que le haces promesas a nuestro Padre Celestial, y Él te hace promesas a ti.
Ben había estudiado el tema del bautismo en las clases de religión, los domingos, y parecía comprender su significado. No obstante, le quedaban muchas dudas. ¿Hay árboles en el cielo? ¿Y calles? ¿Cuánto tiempo tarda uno en llegar allá? Sus preguntas me conmovieron, por su candor y su sentido práctico.
—¿Allá vive la gente en casas, papá? —preguntó Ben.
—Toda la gente vive en la casa de Dios, hijo —le respondió Grant—. No sabemos con exactitud qué aspecto tiene esa casa, pero llegar a ella nos parecerá como volver al hogar. ¿Sabes lo que se siente al regresar a casa después de haber estado ausente durante un tiempo? Es muy agradable, ¿verdad? Así será: como llegar a tu hogar.
El día del bautismo, Ben escuchó cada palabra pronunciada en la ceremonia. No apartó la mirada del obispo. Por su enfermedad, yo había advertido durante las últimas semanas que el cuerpo humano puede sufrir cambios increíbles, y en aquel momento me di cuenta de que también el alma puede cambiar.
Al terminar el ritual, me acerqué a Ben con una toalla. Jamás olvidaré el aspecto que tenía allí, de pie, con los pantalones y la camisa blancos empapados, como un angelito poderoso, aunque flaco. Su cuerpo estaba empequeñeciéndose, pero su alma crecía. Mi corazón le tomó una fotografía.
IRA
JUNIO dio paso a julio, y la niebla apareció en Carmel, como ocurre cada verano. Adquirimos una casa más amplia, con dos baños. Grant concluyó un trabajo de remodelación y estaba tratando de ponerse al corriente con otros. A Beau se le cayeron dos dientes. Aber ya estaba muy crecido para su triciclo; estrenó una bicicleta con ruedas adicionales para que aprendiera a usarla. Ben tuvo días buenos y días malos. En los buenos, celebrábamos cada carcajada y cada sonrisa; en los malos, suspirábamos por los buenos.
No había manera de compensar el sufrimiento de nuestro hijo, ni de dar marcha atrás a las manecillas del reloj para regresar a aquel día en que había recibido la fatídica inyección, al momento en que se pudiera deshacer lo que ya estaba hecho. Entonces el temor cedió a la ira. Era tan evidente que se había cometido una injusticia con mi hijo, y yo ansiaba encontrar a alguien a quien culpar. Una noche, Grant y yo estábamos en la cocina preparando la cena, y Ben entró para hacer una pregunta:
—¿Qué significa homosexual?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque lo oí en la televisión. Dijeron que Dios va a castigar a todos los homosexuales con el SIDA.
—No se refieren a ti, Ben —le aclaré.
Grant y yo nos miramos.
—¿Por qué no vamos a la estancia? —sugirió mi marido. Beau y Aber estaban jugando afuera, y la cena podía esperar.
El año anterior, Grant había tenido una plática parecida con Ben, para instruirlo sobre el sexo. El niño había oído en la escuela una palabra obscena que no entendía. Nosotros no queríamos hablarle todavía del tema, pero tampoco deseábamos que creyera que el sexo es algo sucio. Grant le explicó lo suficiente para que comprendiera cómo nacen los bebés, y que la actividad sexual forma parte normal de la relación amorosa entre marido y mujer.
En aquella nueva ocasión, Ben tenía motivos para preguntar sobre la homosexualidad.
—¿Recuerdas que te explicamos que contrajiste el SIDA por una inyección del factor de coagulación? Pues hay otras dos maneras de contraer la enfermedad. Los drogadictos pueden contagiarse al usar agujas sucias. Sin embargo, el modo más común es a través de la comunidad de los homosexuales. La palabra "homosexual" se refiere a personas del mismo sexo que se aman. Cuando la gente dice "homosexual", eso es lo que quiere decir, y si habla de enfermos de SIDA, se refiere principalmente a hombres.
Ben parecía confuso. Grant comprendió que debía aclarar más.
—Mira, hijo: a veces, los hombres se quieren igual que un hombre y una mujer.
Y siguió explicando que nuestra Iglesia enseña que esa clase de amor se reserva para marido y mujer.
—¿Por eso los está castigando Dios con el SIDA? —preguntó Ben.
—No, hijo. Dios ama a todos sus hijos; inclusive a quienes se comportan de manera que a Él no le agrada.
—¿Y tampoco Dios me está castigando a mí?
—No; no te está castigando. ¡Por favor, no pienses jamás que has hecho algo malo, porque no es así!
Le tendí los brazos y lo abracé. ¡Cómo anhelé poder evitarle tanto sufrimiento!
—Mira, Benny: tú pescaste un microbio —le dije—. Y cuando te da catarro, no crees que Dios te está castigando, ¿verdad?
Eso lo comprendió muy bien.
A los pocos días, Grant y yo estábamos preparándonos para nuestra "cita" de los viernes por la noche. Me complacía mucho que fuera viernes, y que Grant estuviera en casa. Las pocas horas que pasábamos solos nos daban la fortaleza que necesitábamos, y nos servían para recordar que juntos podíamos soportar todo aquello.
Cuando me estaba vistiendo, sonó el teléfono. Era mi madre; quería hablar con Ben. Abuela y nieto llevaban una relación muy especial, y yo sonreía, complacida, mientras escuchaba la parte de la conversación correspondiente a mi hijo.
En cuanto colgó, nos anunció que la abuela tenía todo listo, y él iría a visitarla a ella y al abuelo Ralph. Beau y Aber habían pasado una temporada con los padres de Grant durante la estancia de Ben en el hospital; por tanto, le tocaba su turno a él. Grant le aseguró que hablaríamos de eso a la mañana siguiente.
Mi marido y yo fuimos a un pequeño restaurante que yo deseaba conocer, y pedimos mesa en un rincón íntimo. Para nosotros era el máximo lujo: un candelabro, servilletas de tela, y la mutua compañía. Grant me tomó la mano.
Disfrutábamos realmente de la velada, y hablábamos de la posibilidad de alejarnos de todo unos cuantos días, mientras Ben permanecía con mi madre. En eso, la recepcionista asignó a dos homosexuales la mesa contigua. Al principio procuramos no prestarles atención, pero ellos empezaron a mostrarse afecto, y yo no pude soportarlo. Fue algo irracional, lo sé; sin embargo, me exasperó pensar que a donde mirara algo, me recordaba el SIDA. ¿No podría yo disfrutar por lo menos de mi noche del viernes? "¡Vámonos!", le dije a Grant.
Pagamos la cuenta a toda prisa y salimos del restaurante. Yo no culpaba a esos, dos hombres, pero estaba fuera de mí. No importaba a dónde fuéramos ni lo que hiciéramos: Ben seguía padeciendo el SIDA. Me enfurecía que no hubiera ningún lugar de este planeta al cual pudiéramos escapar.
UN PEQUEÑO MILAGRO
BEN FUE a visitar a sus abuelos; el resto de la familia fuimos a pasar unos días en la playa. Mi madre telefoneó para informarme que Ben estaba muy bien, y que ambos habían tenido una larga plática. Ella pensaba que el niño sabía de la inminencia de su muerte, y que temía que Grant y yo nos enojáramos por eso, pues lo habíamos tenido con nosotros mucho tiempo y lo queríamos mucho.
Pensé en lo difícil que debía de ser aquello para mi madre, y en lo mucho que la amaba. No era sólo a su nieto a quien veía padecer; también veía sufrir a su hija; a mí.
Después de los días que pasó con su abuela, llevamos a Ben de nuevo al hospital. No había podido comer, y estaba perdiendo peso otra vez. Aquella noche, después de que Grant y los niños regresaron a Carmel, me senté en el borde de la cama de Ben. "Te eché de menos", le dije. "Pero tú sabes que no podría enojarme contigo por haberte ido de viaje, ¿verdad? No me enojaría, aunque el viaje durara mucho, mucho tiempo. Sólo me sentiría triste porque no estaríamos juntos".
Ben se limitó a asentir con la cabeza, y nos abrazamos. Pensé que quizá debía decirle algo más, pero no pude. Al día siguiente me resultó más difícil que nunca alejarme de él, pero tenía que ir a casa, a empacar para la mudanza. Al mediodía me despedí con un beso.
Ya era jueves, y el cambio sería el sábado. No me había dado cuenta de la gran cantidad de cosas que debía empacar, aunque la casa era pequeña. A la hora de la cena, cuando recogí a Beau y a Aber en casa de una amiga, casi no había avanzado.
Me tendí en el sofá y cerré los ojos. Allí me quedé... con ocho meses de embarazo, abrumada por la confusión y el agotamiento. Sólo podía pensar en el trabajo pendiente y en mis siniestros temores. ¿Y si el nuevo bebé fuera varón? ¿Y si resultaba hemofílico? Siempre le había dicho a todo el mundo que podía arreglármelas, pero las cosas se dificultaban cada vez más, conforme los niños crecían y se hacían más activos. Yo no sabía cómo hacer lo que tenía que hacer. Por fin, tomé el teléfono.
—Mamá —dije, con voz tan patética que me pareció ajena—, ya no puedo pensar más. No sé qué hacer. ¡Ayúdame!
Me quité de encima la carga de todos los pendientes: la mudanza, la limpieza de la nueva casa, la comida de los niños, las llamadas telefónicas a Ben, las citas con los médicos...
—Cálmate, mi vida —me recomendó mamá.
—¡Pero tenemos que irnos de aquí el sábado!
—¡Muy bien! Te voy a dictar una lista de pendientes. Cuando acabes con ellos, te darás un gusto para recompensarte, o se lo darás a Grant, o a los niños. Primero, quiero que te vayas a dormir; así estarás fresca en la mañana. Cuando te levantes...
Puse la lista junto a mi cama, y en la mañana me apegué a ella como un robot: "Levántate. Vístete. Tiende la cama para que tengas un lugar arreglado para darte algún respiro. Prepara el desayuno. Empaca las cosas de la recámara, las del baño..."
El día de la mudanza fue poco después de las 7 de la mañana cuando oímos la bocina del automóvil de los Lacey. Joe Lacey era un coronel retirado del Ejército de Estados Unidos, miembro de nuestra Iglesia, y Mary, su esposa, una profesora jubilada. Ambos habían cuidado muchas veces a Beau y a Aber, mientras yo estaba en el hospital.
Salí al jardín del frente para saludarlos, pero no eran ellos solamente: ¡allí estaban también los Young y los Smith! Entonces vi una caravana de vehículos que daban vuelta a la esquina y se aproximaban. Eran miembros de nuestra Iglesia, amigos íntimos de buen corazón, que cada domingo, sin falta, nos preguntaban si podían servirnos en algo.
Los hombres empezaron a sacar cajas y muebles. Las mujeres me ayudaron a terminar la limpieza. Uno de mis ex alumnos de las clases de religión se encargó de Beau y de Aber. Al atardecer, ya estábamos instalados en la nueva casa, la cual se encontraba limpia. Había papel protector en los estantes de la alacena, y el refrigerador estaba lleno de guisos y postres.
La cama y la cómoda que había usado el abuelo Oyler cuando era niño se encontraban en la nueva recámara de Ben, en espera de que regresara a casa. Pegamos en la pared un cartel de La guerra de las galaxias, y colgamos del techo los dinosaurios de madera y los avioncitos de mi hijo. La habitación empezó a tener la personalidad de nuestro Ben.
Recuerdo que Grant y yo nos quedamos apoyados en la pared de la estancia mientras evaluábamos nuestra labor, y luego nos sentamos en el piso.
—¿Cómo se verían unos estantes de libros a los lados de la chimenea? —le pregunté a Grant.
—Tal vez debamos ampliar la cocina y construir otra planta —observó el—. Podríamos aprovechar el espacio adicional cuando llegue Chelsea.
Le di un beso. En ese momento advertí que estaba recuperando el control de mi vida. Grant y yo empezábamos nuevamente a hacer planes para el futuro.
Comprendí también que ya no me derrumbaría de un día para otro por el estado de salud de Ben. Se avecinaban tiempos todavía más difíciles, y yo tenía que prepararme para afrontarlos.
Unas semanas después llamé a mi madre y le pedí que fuera a visitarnos. En aquella ocasión no actué ya como una chiquilla que le pide ayuda a su madre, sino como una mujer madura que invita a la futura abuela a disfrutar de los preparativos para la llegada del bebé.
A nuestro cuarto hijo le pusimos por nombre Daniel Kimball Oyler. Pesó tres kilos al nacer, el 6 de noviembre de 1985.
El doctor Penn pasó esa tarde a vernos y a examinar al paciente más joven de la familia Oyler. Lucía una radiante sonrisa cuando entró en la habitación. "Acabo de recibir los resultados de los análisis", anunció. "El nene está completamente sano. ¡No tiene hemofilia!"
Una sensación de alivio me recorrió el cuerpo. Ben ya tenía su nuevo hermanito, y todos presenciábamos nuestro primer milagro.
PERMISO PARA MORIR
DURANTE mi embarazo, cuando estaba esperando a Daniel, la junta directiva de la escuela había dispuesto que Ben no debía asistir al tercer grado de primaria. Aunque aquello nos contrarió mucho, decidimos no impugnar públicamente esa disposición, pues con ello las cámaras de televisión no tardarían en invadir nuestro jardín.
Creo que Beau fue el más afectado por la resolución de la escuela. Él siempre había estado orgulloso de ser hermano de Ben Oyler, pero en su nueva escuela lo único que sus condiscípulos sabían de él era que su hermano tenía SIDA. No podía concentrarse en sus deberes escolares; yo lo encontraba en casa a veces con la vista fija en el vacío.
Una tarde me ocupaba de tender la ropa, cuando Beau llegó corriendo. Ben les había pedido a él y a Aber que no entraran en su recámara. ¿Por qué no podía jugar Ben con él, como antes? ¿Cuándo volverían a entretenerse juntos? ¿Cuándo se aliviaría su hermano? "Es posible que Ben esté enfermo durante mucho, mucho tiempo", le expliqué a Beau. "Debes tratar de jugar con él tranquilamente, sin correr ni hacer mucho ruido. Tenle paciencia, como él te la tuvo cuando eras pequeño. ¿Crees que podrás hacerlo?"
Beau estaba cabizbajo, pero advertí que empezaban a rodarle lágrimas por la nariz. Lo estreché en mis brazos y lo dejé llorar.
A la mañana siguiente, al salir Ben de la ducha tembloroso y con paso no muy seguro, me dio la espalda y me quedé impresionada al notar su delgadez. La piel se le veía flácida y sin vida sobre los huesos. ¿Desde cuándo se había convertido en un esqueleto? ¿Tanto deseaba yo que mejorara, que no había notado la gravedad de su enfermedad?
Tramitamos la readmisión de Ben en el Hospital Infantil de Stanford. Cuando llegamos, las enfermeras tuvieron que hacer una y otra vez el intento de insertarle la aguja de la solución intravenosa. Las venas de Ben estaban tan débiles que no había manera de lograrlo.
Al otro día concebí una esperanza al ver en el pasillo del hospital a un niñito que llevaba un catéter de Hickman; es decir, un tubito de goma insertado quirúrgicamente en una gran vena del tórax. Con él sería posible administrar a Ben medicamentos y alimentarlo con un líquido cuya composición se determinaría especialmente para su caso. Aquel recurso terapéutico no lo sanaría, pero por lo menos no pasaría hambre.
La operación no podría llevarse a cabo hasta octubre. En el ínterin, Grant y yo nos preguntábamos si sería realmente sensato dar ese paso, pues implicaba que Ben tendría que permanecer conectado a un aparato varias horas al día, además de que necesitaría mucha atención médica y vigilancia constante.
Por eso, Grant le pidió al obispo de nuestra congregación en Carmel, el doctor James Rasband, que fuera con su esposa Ester a vernos. Cuando llegáron, mi esposo los puso al corriente de la situación de Ben.
—No encontramos la forma de prolongarle la vida —observó Grant—; este catéter de Hickman parece ser el único medio.
—Quizá —admitió el doctor Rasband—; pero también puede prolongar el sufrimiento del niño. ¿Es eso lo que quieren?
Fue muy duro para Grant reconocerlo; el doctor Rasband había puesto el dedo en la llaga. Nosotros todavía estábamos esperando un milagro; teníamos la esperanza de que Dios lo resolviera todo. Ben, en cambio, no pretendía estar mejorando; quienes queríamos creerlo éramos sólo Grant y yo.
Ben contaba en el fondo de su corazón con algo que lo ayudaba a comprender, a aceptar y a no tener miedo. Nosotros temíamos el final; él, en cambio, vislumbraba un principio, y el consecuente alejamiento de nosotros, sí... pero para ir a un sitio que le habíamos enseñado a no temer.
No hay nada tan amargo para un padre como preparar a su hijo para la muerte y darle permiso para morir. ¿Acaso procurábamos conservarle la vida a Ben por no afrontar su muerte? ¿Nos faltaba aceptar la realidad, a diferencia del chiquillo? Y si todavía no la aceptábamos, .¿que esperábamos?
SEGUIMOS adelante con lo de la operación. Desde el día que se llevó a cabo, Ben empezó a mejorar. Un mes después, cuando lo llevamos a casa, habían desaparecido los huecos en sus mejillas. Ya no se le veía el esqueleto bajo la piel. Era como si el tiempo hubiera retrocedido. ¿Acaso habíamos superado ya lo peor? ¿Estábamos a punto de que se nos concediera el milagro tan anhelado? No; los médicos nos advirtieron claramente que el catéter de Hickman no constituía un remedio para el SIDA. Y yo tuve que recomendarme a mí misma: Disfruta a Ben mientras puedas, y no te hagas las ilusiones de conservarlo contigo, porque eso no es posible.
"QUIERO IRME A CASA"
DESPUÉS del nacimiento de Danny y de los días que pasé en el hospital, descansé por primera vez en meses. Grant se tomó unos días de asueto, y guisaba y cuidaba a los niños mientras yo atendía al bebé. Para que todo funcionara bien fue necesario que Grant, una enfermera y yo, trabajáramos en la casa de día y de noche.
Danny fue una bendición para toda la familia, pero especialmente para Ben. De todos los deseos que aparecían en su lista, este era el que verdaderamente le importaba. Mucho después de que a Beau y a Aber se les pasó el entusiasmo inicial de tener un bebé en casa, a Ben seguía encantándole tomarlo en brazos.
Pero a finales del otoño la salud de Ben volvió a deteriorarse. Se le presentó una fuerte tos crónica y le volvieron los retortijones. Además, parecía tambalearse un poco al caminar, por lo que empecé a temer que el SIDA le estuviera atacando el cerebro. Lo llevamos al hospital, a un examen neurológico, pero los médicos no descubrieron nada anómalo. Nos explicaron que con el SIDA sobrevienen muchos trastornos, "aparentemente sin causa".
Pensaba yo constantemente en Jessica. Ella había entrado en estado de coma antes de morir. ¿Le sucedería eso a Ben? No quería que el tiempo se nos viniera encima; teníamos que dejarle bien claro que creíamos en la otra vida.
Así pues, Grant y yo reunimos a los niños para otra Noche en Familia. La iniciamos con nuestro himno predilecto: "Las familias pueden estar juntas para siempre`'.
"Vamos a hablar de cuando Danny nació", empezó a decir mi esposo. "Antes era un espíritu... como esta mano".
Alzó la mano y movió los dedos. "Y, cuando nació..." Grant hizo una pausa para sacar de su bolsillo un guante, y ponérselo. "Cuando nació, su espíritu recibió un cuerpo, como este guante".
Movió otra vez los dedos.
"Fue su espíritu el que le dio vida a su cuerpo, así como mi mano le da vida a este guante. ¿Entienden?"
Los niños estaban fascinados.
"Y cuando uno muere", prosiguió Grant, "es como si el cuerpo volviera a retirarse".
Se quitó el guante y lo puso en la mesa. Los niños se quedaron mirando el objeto inerte.
"Pero el espíritu sigue", dijo, moviendo una vez más los dedos. "Aunque el cuerpo muera, el espíritu vivirá eternamente".
"Todo eso forma parte del plan de Dios", expliqué. "No deben tener miedo, porque la muerte es en realidad parte de la vida. Después de morir, sólo pasamos a una vida diferente en el cielo".
Ben se quedó callado. Yo me pregunté si sabría que la lección era para él.
El catéter de Hickman le permitió estar cuatro meses en casa, antes de que tuviéramos que llevarlo de nuevo al hospital. Ya llevaba más de siete meses con vómitos casi constantes y diarrea, y por esos días sufría un dolor intensísimo, el cual ya no se mitigaba con los medicamentos que le dábamos en casa.
Todavía pasaba días buenos, pero los malos eran mucho más frecuentes. Se había sentido tan bien, que la recaída fue muy descorazonadora. Si se entusiasmaba armando un nuevo avioncito, por ejemplo, de pronto empezaban a temblarle las manos; tanto, que ya no podía terminarlo.
Pasaron días... semanas. Grant y yo apenas nos veíamos: él trabajaba y yo permanecía en el hospital. Danny me acompañaba, por lo general. Beau y Aber se quedaban con parientes o amigos. Advertí que abrigaba yo infundados temores de que ellos también estuvieran enfermos. Ansiaba ver sus caras saludables y oír sus alegres voces.
Por fin, decidimos sacar de la escuela a Beau, para llevarlo a él y a Aber al hospital. Grant trabajaría martes, miércoles y jueves, y pasaría fines de semana de cuatro días en el hospital. Las jornadas de trabajo en esos tres días le resultaban increíblemente largas; a veces tenía que pasar la noche en vela.
Alquilé una habitación en un pabellón instalado en terrenos del hospital para alojar a bajo precio a los familiares de los pacientes. No se podía caminar por aquel dormitorio, pues las camas lo ocupaban de pared a pared. Pero para Beau y Aber estar allí era tan divertido como acampar fuera de casa. Además, tenerlos conmigo era un consuelo. Por fin estábamos otra vez juntos, en familia.
LA MAÑANA de un sábado, Grant cuidaba a Ben y yo caminaba un poco por los jardines cuando oí anunciar por el altoparlante: "¡Habitación doscientos cinco! ¡Urgencia!" Era la de Ben. No sabía qué significaba el llamado, pero el tono de la voz era apremiante.
Acudí a la carrera; entre una multitud de médicos y enfermeras alcancé a ver el cuerpecito de Ben acostado en su cama, presa de convulsiones. Nunca había visto un cuerpo agitarse con tal violencia.
El ataque cesó de repente y Ben se quedó exánime. Le tomé una mano, y Grant le tomó la otra, al otro ládo de la cama. El niño presentaba intensa palidez.
—Aquí estamos, Ben: tu papá y yo. Te queremos mucho —le dije.
—Mamá, quiero irme a casa. Su voz era apenas un susurro. Una enfermera me miró como dándome a entender que eso era imposible.
—Ten paciencia, mi amor.
—Quiero irme a casa, mamá.
Tuvo que repetirlo para que me diera cuenta de lo que quería decir. No se refería a Carmel, sino a lo que Grant le había enseñado: que morir es como ir a casa. El pequeño estaba preparado.
—¡Claro que sí, cariño! —le respondí—. Comprendo.
—¿Irás a visitarme allá?
—Sí, Ben, iré... algún día.
EL DOCTOR Glader nos informó que Ben había sufrido un ataque epiléptico, quizá porque el virus del SIDA le había invadido el sistema nervioso central. Era posible que esto tuviera como consecuencia una lesión cerebral o parálisis, pero también que no causara efectos ulteriores. El médico agregó un anticonvulsivo a la creciente lista de medicinas de Ben, y nos advirtió que probablemente el niño dormiría largo tiempo.
Fueron dos días completos. A la tercera mañana, Ben abrió los ojos: no se acordaba del ataque. Y a los pocos días, tal parecía que no hubiera ocurrido nada.
GRANT EN APRIETOS
CREO QUE Grant y yo nunca nos sobrepusimos al ataque de Ben. Llegué a tener miedo de dormir, y de alejarme de mi hijo. Grant volvió al trabajo, pero estaba tan preocupado, que se le dificultaba concentrarse.
Un día se suponía que iba a llegar al hospital, pero dieron las 11 de la noche y no había llegado. Por fin, sonó el teléfono: era él. Se le notaba tensión en la voz:
—No te preocupes, estoy bien.
—¿Qué pasó? —pregunté, presa del pánico—. ¿Dónde estás?
Llamaba de la casa de un amigo, en Carmel.
—Creo que me dio un ataque cardiaco —contestó.
Me contó que acababa de colocar el azulejo en una cocina cuando recordó que debía llegar a la ferretería a eso de las 9 de la noche. Por eso dejó lo que estaba haciendo y salió a toda prisa. Se comió una barra de chocolate en el camino de regreso, porque no había probado bocado desde el desayuno. Ya de vuelta en la cocina, empezó a quitar precipitadamente la lechada del azulejo, pues se secaba rápidamente.
—Entonces, lo sentí. Fue un dolor que me recorrió el brazo. Casi no podía respirar, y por poco me desplomo. Ahora estoy esperando a Jim Rasband; te llamaré en cuanto llegue. ¡Por favor, no te preocupes!
¿Que no me preocupara? Estaba tan asustada, que no podía moverme. Me quedé acostada en la cama, a oscuras, temiendo lo peor. Grant tenía sólo 31 años, pero la gente puede morir de un ataque cardiaco a esa edad.
Cuando volvió a telefonear, me comunicó buenas noticias. El doctor Rasband no encontró el menor signo de ataque cardiaco, y atribuyó el trastorno a que Grant había trabajado demasiado. A la mañana siguiente, cuando mi esposo llegó al hospital, se veía muy bien, guapo y saludable. Dijo que se sentía estupendamente, y yo quise creerle.
Pero a principios de junio le sobrevino otro ataque. Sintió que se asfixiaba, y el corazón le latía precipitadamente. Creyó que iba a desmayarse. Fue a dar a la sala de urgencias de un hospital.
El médico que lo atendió confirmó el diagnóstico del doctor Rasband. Sugirió que consultara a un psicólogo, tomara unas vacaciones y tratara de suprimir el estrés.
Entonces empecé a preocuparme de verdad. Grant había tomado muy a la ligera el primer incidente, pero no había manera de suprimir las causas de estrés, que sobraban en nuestras vidas.
Un día, al atardecer, llegué a casa con el bebé. Beau y Aber se acercaron a mí llorando. "¡Papá rompió la cuna!", me informó Aber.
Me llevaron a ver la cuna de Danny, la misma que Grant había usado de niño. Se veía un agujero del tamaño de un puño en la cabecera. ¿Grant había hecho eso? ¿Grant Oyler?
Tranquilicé a los niños y fui a nuestro cuarto. Encontré a Grant sentado en la cama, con la cabeza entre las manos. Le pedí una explicación.
—Los niños estaban discutiendo —me respondió—. No se apaciguaban, y yo... perdí el control y golpeé la cuna. ¡Lo siento!
—Olvídate de la cuna, Grant. Tú eres lo que me preocupa. Te necesito. ¡Necesito que me cuentes qué te pasa!
Grant alzó la vista; había lágrimas en sus ojos.
—¡Estoy tan asustado, Chris, y tan furioso, porque Ben está allá internado, muriéndose, y no hay nada que pueda yo hacer! ¿Sabes lo que me provoca eso? Yo vi siempre que mi padre era capaz de todo por nosotros. Cualquier cosa que andaba mal, él la enderezaba. ¡Y yo, cuando mi hijo me necesita, no puedo hacer nada!
Cerró el puño y empezó a golpearse con él la palma de la otra mano; luego se detuvo, me abrazó y soltó el llanto. Lo abracé lo más fuerte que pude, y lloré con él.
CREO QUE no fue hasta aquel día cuando Grant dejó de esperar un milagro. Su fe lo había sostenido por tanto tiempo en horas difíciles de soledad, lejos de su familia... Yo ya había abandonado la esperanza de que Ben mejorara, pero eso no significaba que la fe de Grant fuese más fuerte que la mía, ni que yo fuese más realista que él. Sencillamente, éramos dos personas diferentes que amábamos al mismo niñito y hacíamos por él cuanto podíamos.
Había llegado el momento de olvidar nuestro dolor; el momento de concentrarnos en nuestro hijo.
HORAS DE COMUNIÓN
BEN HABLA contraído herpes zoster la última vez que lo habían hospitalizado. Tenía escoriaciones dolorosísimas en la piel, sobre las terminaciones nerviosas, que le causaban un dolor muy intenso en la parte inferior de la espalda. En el hospital no pudieron hacer gran cosa para remediar aquello, pero las escoriaciones desaparecieron. Tiempo después volvieron, y entonces el mínimo roce lo atormentaba.
Llamé por teléfono a Judie Lea, la enfermera del doctor Glader. Me sugirió que llevara a Ben al hospital, pero vacilé. Grant y yo lo discutimos; luego, volví a llamar a Judie y le dije que habíamos decidido no moverlo. "Está muy mal", le expliqué. "Necesita quedarse en casa". Judie me aseguró que lo entendía.
Cierta vez, la directora del servicio de enfermeras a domicilio pasó a ver cómo marchaba todo. Ya teníamos enfermeras en casa prácticamente las 24 horas del día. Creo que una de ellas le había dicho a la directora que Ben se acercaba al final. Aquella mujer habló del horario de trabajo y me preguntó si había algo que necesitáramos en particular. Titubeé, y por fin le pregunté:
—¿Ha asistido usted a muchos moribundos?
—Sí.
—¿Qué debo esperar? ¿Qué sienten ellos?
Para empezar, me contó que había platicado con muchos pacientes que, después de verse a las puertas de la muerte, habían vuelto a la vida. Y casi todos narraban la misma experiencia:
—Dicen que los invade una sensación cálida, y que tienen la impresión de que su espíritu se separa de su cuerpo y se eleva. Además, ven una luz, por lo general. Algunos explican que esa luz se encuentra al final de un túnel oscuro, y otros la sitúan en el rincón de una habitación. Pero siempre hay una luz que los atrae. Se sienten indecisos; quieren ir hacia ella, pero se resisten a dejar atrás a sus seres queridos. Lo mejor que ustedes pueden hacer por Ben es convencerlo de que está bien que los deje, y recordarle que lo aman.
LOS RELOJES continuaban su marcha. Los periódicos no dejaban de llegar cada mañana a nuestra casa. Los meteorólogos seguían pronosticando el tiempo para el día siguiente.
Yo anhelaba detener las horas; detener al Sol en el cielo; pero no podía. Sólo faltaban tres días para el 4 de julio, Día de la Independencia de Estados Unidos.
Desde que decidimos no volver a llevar a Ben al hospital, Grant y yo le dedicábamos dos o tres horas cada tarde. Nos sentábamos junto a su cama, en su maravillosa habitación de niño, llena de carteles de temas deportivos y de avioncitos. Jugábamos, leíamos cuentos o simplemente charlábamos. En realidad, no importaba lo que hiciéramos. Lo importante era permanecer juntos.
Una tarde, al despertar Ben, casi sentí cómo la fuerza vital empezaba a abandonarlo.
—¿Puedes darle eso al abuelo Oyler, mamá? —preguntó.
Seguimos su mirada hasta un pequeño automóvil que estaba en su escritorio.
—¡Claro que sí, Ben! —le contestó Grant.
Noté que Ben quería hablar, pero se le dificultaba.
—¿Sabes lo que es un testamento, Ben? —le pregunté.
Meneó la cabeza.
—Bueno, mira: muchas personas, cuando mueren, desean dejarles a sus seres queridos las cosas que son muy especiales para ellas. Por eso, lo anotan todo, y firman la lista. A ese documento se le llama testamento. ¿Te gustaría hacer algo así?
Él asintió con la cabeza. Grant le sugirió:
—¿Qué te parecería que señalara yo los objetos de tu habitación que son muy especiales para ti? Tú me indicarás a quién de tus familiares quieres dejárselos.
Mientras yo anotaba, Grant recorrió la habitación. Ben señaló un jeep de juguete para Aber. Destinó algo a cada cual: a sus abuelos, a sus primos y a sus hermanos.
—Anota mi bicicleta, mamá, para Beau.
Mis lágrimas empezaron a mojar el testamento de Ben.
Cuando terminamos, él firmó el papel, fechado el 2 de julio de 1986. Estampó una rúbrica muy sencilla, propia de un niño, y al mismo tiempo vacilante, como la de un anciano.
EN UN ABRIR Y CERRAR DE OJOS
BEN PASABA la noche con dolores muy intensos. Yo oía una y otra vez que la enfermera abría el armario, tiraba de la cadenita de la luz, sacaba medicinas y cerraba. Aquellos ruidos, el de la puerta, el de la luz, y nuevamente el de la puerta, se me grabaron en la memoria.
Por la mañana no me aparté de mi hijo. Aumentamos la dosis de la medicina contra el dolor un poco cada hora. No fue hasta después del atardecer, el 3 de julio, cuando por fin se le calmó el dolor. Estábamos él y yo solos en su cuarto.
—Ya sientes que te acercas, ¿verdad, Ben? —le pregunté.
Él asintió.
—¿Me va a doler, mamá?
Con una caricia, le aparté el pelo de la frente y lo besé.
—No, Ben, no te dolerá; ya no. Te lo prometo. No hay nada que debas temer. Sólo sentirás como si regresaras a casa después de unas largas vacaciones. ¿Recuerdas? No será esta casa, pero te sentirás bien, a gusto, como aquí. Y cuando menos lo esperes, te alcanzaremos allá tu papá, Beau, Aber, Danny y yo. Te parecerá que en un abrir y cerrar de ojos ya estamos todos juntos otra vez, para siempre. Así de rápido será. Como un abrir y cerrar de ojos.
—Te... quiero... mucho... mamá —musitó.
Cerró los ojos, y yo me quedé ahí sentada, mirando su carita y acariciándole el pelo.
—Ya falta poco, ¿verdad? —le susurré a la enfermera cuando entró, minutos después.
—Sí —respondió—. Es difícil decir cuándo. Tal vez mañana.
Se lo dije a Grant. Él entró y se sentó en la cama de Ben. El niño se inquietó y abrió los ojos.
—Ben —comenzó Grant—, quiero que sepas que... me siento muy orgulloso de que seas mi hijo. Estaba llorando. Prosiguió:
—He tratado de ser un buen padre para ti, y de enseñarte a distinguir lo bueno y lo malo, pero eres tú quien me ha enseñado a mí. Quiero que lo sepas. He aprendido de ti a apreciar la vida en este mundo, a tener fe y confianza en el Señor, aunque oremos tan intensamente como podemos por un milagro que no se nos concede.
—Papá... Papacito, no necesitas... decírmelo... Yo... Yo lo sé.
Pero Grant siguió. No podía contener las lágrimas, ni siquiera por Ben.
—¿Sabes una cosa, Ben? Siempre quise ser padre. Lo deseé toda mi vida, desde que era niño, como tú. Luego, me casé con tu mamá, tú naciste y fuimos muy felices. Yo soñaba con que hiciéramos tantas cosas juntos... ¡Bueno! Parece que ya no vamos a poder hacer algunas de esas cosas. Y eso me va a hacer falta, hijo. No pasará ni un solo día sin que te eche de menos. Todos te extrañaremos, Ben, pero aun así, está bien que nos dejes. Lo digo sinceramente. De veras. Mas no puedo dejarte ir sin... sin decirte... ¡que te quiero mucho!
Grant se acercó a Ben y el niño lo rodeó con los brazos y lo estrechó. Grant seguía llorando.
—Te quiero mucho, papacito —dijo Ben—. Te quiero... Te quiero mucho.
Grant besó a Ben y salió. No soportaba estar junto al lecho de muerte de nuestro hijo. Yo, en cambio, no podía alejarme de ahí.
Ya estábamos Ben y yo solos otra vez. Yo sabía que sería la última en despedirme de él. Había llegado el momento, pero no hicimos más que mirarnos a los ojos. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra. No había nada que decir; todo lo habíamos vivido juntos.
Ben me apretó la mano. Ya tenía los ojos cerrados. Se quedó dormido; profundamente dormido.
Al rato, la enfermera llegó y me aconsejó que descansara un poco. "Necesitará toda su fuerza después", señaló. Le pedí que me llamara si ocurría cualquier cosa.
A eso de las cinco de la madrugada, Ben se sentó bruscamente en la cama. La enfermera nos llamó. Cuando llegamos a la habitación, ya estaba acostado de nuevo. Tenía los ojos cerrados. Me senté a su derecha, y Grant se sentó junto a mí. Abracé a Ben y le murmuré al oído: "Aquí estamos mamá y papá, Ben. Te queremos mucho, mucho".
Percibí que su cuerpo se relajaba.
"¿Ves la luz, Ben? ¿Ves una luz cálida y reconfortante? Relájate simplemente, y síguela. ¡Estarás bien!"
Su cuerpo se puso flácido, y sentí la abrumadora intensidad del dolor del que se estaba liberando. Abrió la mano, con la palma hacia arriba sobre la cama. Yo la sujeté instintivamente, como cuando él era pequeño y me daba miedo que se cayera.
Pero mi temor pasó tan rápido como me había asaltado. Volví a enderezarme y me apoyé en Grant. La habitación estaba llena de Ben. Se sentía su presencia hasta en el último rincón, cálida y amorosa. Él se demoraba un instante para decirnos adiós y recomendarnos que no nos preocupáramos, pues no había nada que temer, y jamás lo había habido.
Camina hacia la luz, Ben.
Camina hacia la luz.
LA VIDA NO TERMINA JAMÁS
BEN FALLECIÓ el 4 de julio de 1986. Y fue al día siguiente, el primero en nueve años que pasaba yo sin él, cuando me enfrenté al espantoso vacío. Me acosté en su cama para recordar su olor. Cerré los ojos muchas veces para evocar ciertas expresiones suyas que me encantaban.
No quisimos funerales formales; sólo algo que reflejara el carácter de la familia; nuestra vida. En vez de carroza y cortejo fúnebre, llevamos el ataúd de pino, hecho a mano, en la parte posterior de nuestra camioneta. En la capilla, llena de flores y de personas que habían querido a Ben y se reunían para despedirse de él, el sol de verano vertía chorros de luz a través de las ventanas.
El abuelo Oyler pronunció el responso. Y Grant también habló unos minutos. Su voz sonaba fuerte, pero le rodaban las lágrimas por la cara.
ME GUSTARÍA afirmar que desde entonces he hallado consuelo en mi marido y en mis otros hijos, pero no sería del todo cierto; al menos, no fue así al principio. A raíz de su_partida sentía un vacío abismal en mi interior, y nadie podía llenarlo.
Seguir adelante resultó especialmente difícil para Beau. Durante meses no durmió bien; a menudo lo despertaban pesadillas. Pero, por doloroso que haya sido para él, creo que todo lo que ha pasado lo hará un hombre más compasivo.
Grant reaccionó trabajando con ahínco. Su negocio marcha bien, y me siento orgullosa de él. Cuando el doctor Rasband se retiró del cargo de obispo, Grant fue elegido su sucesor. La gente recurre a él cuando necesita consuelo y consejo, como antes recurría al doctor Rasband.
En cuanto a mí, hice una lista que comenzaba así: "Determina qué te hace feliz". Cuando lo tuve claro, retorné a las cosas que antes me hacían feliz. Eso ocurrió cierto día, alrededor de año y medio después del fallecimiento de Ben, cuando regresábamos de un paseo. Miré en torno mío y advertí que todo el mundo sonreía, el cielo estaba azul, el Sol brillaba y no encontraba nada que pudiera considerar malo.
Esa sencilla toma de conciencia representó para mí un consuelo increíble. Yo tenía un futuro para vivirlo con tres pequeñines pecosos y vivaces, y con un esposo que me ama. No había nada malo en eso.
Todavía pienso en Ben. Aunque ya no está aquí, sigo siendo su madre. Hay una palabra para designar a la mujer cuyo marido ha muerto: "viuda". ¿Por qué no existe otra para la mujer cuyo hijo ha fallecido? Supongo que esto se debe a que nunca se deja de ser madre; ni siquiera después de la muerte de un hijo.
Una llevó a ese niño en sus entrañas, y vivió el milagro de la vida cuando él nació. Una sabe que toda esa energía y ese amor no pueden desaparecer sin más, sin dejar rastro. Por eso, porque soy madre, sé que la vida no termina jamás. La vida puede cambiar, alterarse, manifestarse de una nueva forma, pero no termina jamás.
Sé que algún día volveré a ver a Ben. Estoy segura de ello, como estoy segura de que toda mi familia se reunirá nuevamente. Sin embargo, como Ben sabe, esto no significa que no estaría yo dispuesta a renunciar al mundo tan sólo por abrazarlo una vez más.
CONDENSADO DE "GO TOWARD THE LIGHT", © 1988 POR THE POLSON COMPANY Y POR GRANT Y CHRIS OYLER. PUBLICADO POR HARPER ROW, PUBLISHERS, INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK. ILUSTRACIONES: DAN BROWN.