SABRE: HISTORIA DE UNA ORCA
Publicado en
noviembre 08, 2017
Sección de libros.
La orcinus orca, llamada orca en español y conocida por muchos como "ballena asesina", es temida por todas las demás criaturas del mar: desde los calamares y las anguilas, hasta las ballenas de mayor tamaño. Veloz y devastadora, de mente calculadora y fino "radar acústico", la orca es una potente arma mortífera. Sin embargo, también ella, para sobrevivir, debe luchar con desesperación contra los elementos, el hambre, el frío y la implacable codicia del hombre, que ya ha llevado al borde de la extinción a muchas especies de cetáceos.
En su lucha, la orca revela los vínculos de lealtad y de amor que llenan de oprobio a sus cazadores humanos. He aquí la apasionante historia de una de ellas.
Por Jeremy Lucas.
UNA GAVIOTA solitaria sobrevolaba las crestas de las olas en dirección a la tierra purpúrea, brumosa, que flotaba sobre el lejano horizonte. Oía el batir de sus propias alas y el interminable tumbo de las aguas que fluían vertiginosas debajo de ella.
Dos sombras irrumpieron en la superficie, una al lado de la otra. Las olas se rompieron y dos resplandecientes lomos saltaron al aire. Ambos estaban armados con una aleta, una mucho más alta y más erguida que la otra. El ruido de un súbito resoplido ronco, hondo y cavernoso, se elevó al cielo matutino cuando las dos orcas arrojaron al unísono sendos chorros de agua. El vapor de sus alientos cálidos se condensó en brillantes arco iris que remolinaban y danzaban sobre, el mar. Luego, desaparecieron.
Sabre nació aquel amanecer. La impresión que le causó su helada cuna atlántica lo obligo a respirar por primera vez, espurreando, el frío aire de la mañana, luego de que su madre, Nightshadow, lo empujara suavemente a la superficie. Poco a poco su respiración se volvió más pausada y firme, y las olas lo mecían menos a medida que aprendía a mover las aletas y la cola. La madre se volvió sobre un costado cuando notó que el recién nacido estaba relajado y seguro de sí.
El instinto lo guió al sitio preciso, y su boca se llenó de exquisita leche mientras la voz suave de su progenitora lo tranquilizaba. Fugazmente, otro sonido llamó la atención del infante de dos metros y medio; era el padre, Orión, que nadaba en las cercanías, fuera del alcance de su vista.
La familia permaneció varios días en la zona, disfrutando de las postrimerías de la calma veraniega. Percibían las orcas un gusto rancio en las corrientes que llegaban zigzagueando por el Minch del Norte, el ancho brazo de mar que separa a Escocia de las Hébridas Exteriores. Sobre las orcas, las aves migratorias cubrían el cielo; provenían del mar abierto y oscurecían la faz acuática cuando sobrevolaban los bajos costeros.
De noche, las orcas se dirigían a las ensenadas. Sabre tomaba muchos litros de leche y oía el choque de las olas contra las rocas. Después de tres días con sus noches había adquirido fortaleza bastante para que Orión lo guiara a él y a Nightshadow de regreso a las rápidas corrientes de marea, y luego hacia el norte, cruzando las aguas del Atlántico del Noreste.
Era una región de costas escabrosas y de mareas volubles; millones de aves marinas se congregaban en ella, así como focas, delfines y ballenas que acudían a alimentarse de los abundantes cardúmenes. Los cazadores nunca estaban lejos de los bancos de peces, ya fuera entre las corrientes de marea o en las turbulentas aguas profundas, en los tranquilos litorales arenosos o en el oscuro suelo rocoso.
Pronto la pequeña familia rodeó al cabo Wrath, situado en el extremo noroeste del territorio escocés. Cinco kilómetros mar adentro, lejos de las enormes olas que daban contra las rocas del cabo, enrumbaron al este, con lentitud, hacia las islas Orkney. Nadaban paralelamente a la costa, manteniéndose más o menos en la línea de las treinta brazas, donde Orión se zambullía en busca de alimento.
Sabre oía los extraños ruidos de la caza que se producían abajo: el rítmico nado de Orión cerca del fondo, los sonidos secos y leves del sistema de localización por eco, y los gemidos largos y quedos que le indicaban la cercanía de su madre. A veces se oían los sonidos de la muerte repentina: el patético crujido de carne y huesos al golpear contra la roca o al ser destrozados por las potentes mandíbulas de Orión, el siseo que hacía el nado a gran velocidad y las violentas vibraciones al acelerar el enorme animal. Los bacalaos y otros peces se encontraban de pronto en el foco del sonido de localización por eco; era la obertura de la muerte. En la profunda oscuridad, Orión los indultaba. Luego aparecía de súbito; su descomunal figura blanquínegra alarmaba a Sabre, hasta que la voz materna lo apaciguaba.
El mar se sosegó en la neblina otoñal y los cardúmenes se dispersaron hacia el sur. Después se fueron las aves, y cada día los acantilados estaban menos poblados. Las orcas permanecían porque en esta época del año las focas, agrupadas en colonias en las playas, se descuidaban, y porque en las aguas profundas aún había otros alimentos en abundancia. Con una cría recién nacida, Orión no dejaría este año las aguas que le eran familiares. En los últimos meses del invierno habría escasez, pero con suerte lograría sostener a su familia hasta que la primavera hiciera de nuevo la vida fácil.
LUCHA POR LA SUPERVIVENCIA
GRANDES cúmulos de nubes negras llegaban del oeste. Unas gaviotas extraviadas se dirigieron de prisa a la costa, mientras el Atlántico se encrespaba con violenta celeridad. Los relámpagos se clavaban en la superficie repentinamente trastornada por el viento.
Cuando la tormenta estalló, las ballenas estaban solas en las olas veteadas de blanco, en altamar. Sabre, que sólo tenía una semana de edad, se vio forzado a resoplar cada vez con más frecuencia al tiempo que se esforzaba por avanzar a través de la interminable sucesión de hondas depresiones entre las olas. Sus padres iban junto a él, uno a cada lado, con Orión del lado del viento. Sin embargo, toneladas de agua azotaban el lomo de Orión y caían en Sabre, quien giraba tratando de tomar aire. Nightshadow lo llamaba, rogándole que la siguiera, que se zambullera, pero su voz se perdía en la furia de la tormenta.
Luchando con desesperación se encaminaron a las islas Orkney, a varios kilómetros de distancia en la dirección del viento. Focas, marsopas, delfines y ballenas, pescadores y barcos patrulleros de la OTAN convergieron en las islas desde todos los puntos cardinales, abriéndose paso con dificultad por las múltiples entradas hacia Scapa Flow, refugio de navegantes desde tiempos inmemoriales.
La tormenta alcanzó su apogeo al caer la noche. Sabre, completamente exhausto, dependía del todo de sus padres para mantenerse a flote. Poco a poco, Nightshadow también se fatigaba; las aguas la alejaban de Sabre y por momentos se perdía en las olas. Presa del pánico, cada vez lo buscaba y volvía a encontrarlo.
Orión y Nightshadow bregaron toda la noche para poner a su cría a salvo de la tormenta. Bajo el primer manto gris del amanacer llegaron a Scapa Flow. Paulatinamente, como sí despertara de un sueño, Sabre se dio cuenta de que la tempestad había terminado. Toda la mañana, mientras Orión cazaba vorazmente en aquellas aguas generosas, el pequeño bebió litro tras litro de leche y olvidó por un momento su experiencia, adquirida a tan temprana edad, sobre la violencia del océano.
DE ESTA manera Sabre conoció la vida en los crueles mares del norte. Durante todo ese largo invierno observó a sus padres cazar focas y delfines, y los siguió a las profundidades, a los restos de naufragios y a los arrecifes en el fondo del mar, donde cazaron bacalaos y calamares, langostas y anguilas, todo lo que satisficiera su enorme apetito. Todavía demasiado joven para cazar, Sabre llenaba con leche su cada vez más exigente estómago, siempre que su madre se lo permitía.
Creció rápidamente, de modo que hasta el mar más turbulento apenas lo molestaba. A medida que el frío septentrional se agudizaba, la vida de las orcas se regía por la menguante existencia de alimentos. Algunas veces por accidente, otras con mortal propósito, cruzaban los caminos de otros viajeros errantes; y en estos encuentros Sabre supo de las muchas extrañas criaturas con las que compartía el mar.
Un día era un cardumen de bacalaos rumbo al sur, que se revelaban difusamente en el sonar de Orión. Quince metros más abajo, justo sobre la oscuridad oceánica, las ballenas se encontraban con formas umbrosas que nadaban lenta y vigorosamente después de la alimentación estival. Las orcas engullían las vivificantes proteínas.
Otro día eran enormes anguilas, arrebatadas de sus refugios entre los arrecifes y las grietas del lecho marino, donde se escondían como pitones. Otros días no habría nada, con excepción, quizá, de una gaviota que no se percataba de la sombra de Orión. En esos periodos de hambre se veían obligadas a buscar en el fondo y a comer aves y focas muertas que flotaban después de una tormenta. Era un mundo difícil, y las orcas debían sobreponerse al frío a expensas de otras criaturas vivientes.
A medida que se acercaba la primavera, Sabre también conoció al hombre y a sus máquinas. Oyó el chirrido de las hélices, el ronroneo de los motores, los gritos de los pescadores, el estrépito de las redes y las boyas al caer al mar. Cazar resultó más fácil a medida que la primavera conjuraba el frío invernal. Las macarelas nadaban otra vez en cardúmenes hacia el norte. Llegaron los cazones con su forma de torpedo y ágiles mandíbulas. No muy lejos, detrás, iban los tiburones azules y otros, muy voraces, que salían furtivamente de la oscuridad y luego desaparecían al sentir la presencia amenazadora de Nightshadow y de Orión. El aire se llenó de bandadas de aves que escapaban del calor del Atlántico Medio y de los efectos abrasadores del Sáhara.
En posición vertical, las mandíbulas sobre las olas, Sabre los veía llegar a todos. Observó cómo Orión mataba o ahuyentaba a los tiburones que se atrevían a acercarse demasiado. Una vez lo vio atacar furiosamente a una orca intrusa; era un macho joven que andaba solo. Se acercó a Nightshadow mientras Orión cazaba en los profundidades. El intruso huyó, dejando una fina estela roja en su retirada.
Ese verano, Sabre dejó de alimentarse de la leche materna. Comenzó a perseguir las macarelas hasta las regiones oscuras, o trataba de atraparlas cuando saltaban sobre la superficie. Al principio era un cazador desesperadamente ineficiente, pero a medida que pasaba el verano se tornaba más hábil.
También el salmón regresó a los mares de Escocia, saboreando las aguas repletas de turba de sus ríos de origen. La familia de orcas esperaba en los estuarios y las bahías a los cardúmenes que seguramente llegarían: bastaría un aguacero para que crecieran los ríos y los peces se dirigieran a sus sitios de reproducción.
Desde lejos, Orión los localizó. Tras alcanzar la rompiente al amanecer, las tres ballenas permanecieron erguidas en el agua, observando con atención sobre el oleaje salpicado de blanco. A mediodía encontraron la bahía que buscaban y oyeron el siseo de un denso banco de salmón que iba hacia el río.
Nadaron sobre el fondo arenoso. Arriba de ellos, en algunas partes, los salmones estaban tan juntos que casi formaban un techo sólido. A una orden de Orión, las ballenas se alzaron y comenzó el festín. Los salmones saltaron al aire; como flamas sobre las quietas aguas, sus cuerpos plateados reflejaban el brillo del sol vespertino. Las ballenas saltaban desenfrenadas entre los peces; semejaban demonios de blanco y negro dando volteretas en las llamas, con los vientres de color de rosa encendido, los lomos resplandecientes y oscuros, las grandes aletas dorsales cortando el aire. Luego volvían a caer entre los salmones y devoraban los cuerpos contorsionados.
LOS PRIMEROS vientos del otoño señalaron la estación. Pronto se fueron el salmón y la macarela, y los grandes mares del norte recordaron a las orcas que el verano era un lujo efímero. Sabre, ya de un año y más de tres metros y medio de largo, arremetía despreocupado contra las olas; el agua se le deslizaba por el lomo. Fue un verano generoso, de abundancia. ¿Será siempre así la vida?
LA MUERTE DE UN CAZADOR
EL COLONO y su esposa vivían en la isla de las Focas (nombre ficticio), fortín desolado en el linde de las Hébridas Exteriores, con un puñado de ovejas, una vaca y dos perros collies. A menudo, el hombre contemplaba el océano con sus ojos azul pálido. Parecía que él y las focas eran criaturas posadas en el borde de la supervivencia. También las observaba mientras jugaban en las olas o cazaban entre los arrecifes.
Esa ínsula era un refugiq de focas grises. Cada otoño, sus playas se reanimaban con las colonias que se formaban para el apareamiento. En septiembre, las primeras hembras cargadas elegían hoyos cálidos en la arena o se instalaban debajo de salientes rocosas que protegerían a sus vulnerables pequeñuelos durante los primeros días. Para mediados de octubre, la playa, superpoblada y estrepitosa, estaba repleta de cientos de espumosos cachorros de amarillo y blanco.
Luego llegaron las orcas.
Una mañana, el colono se inquietó cuando vio que una forma sin vida flotaba sobre las olas. Era el cadáver de una foca hembra. Cada año, los rigores impuestos por el alumbramiento cobraban su cuota, pero el hombre se afligió porque el cuerpo estaba decapitado, con una desagradable herida larga en el vientre, donde habían desgarrado la carne.
A la mañana siguiente, sentado en el farallón que era su puesto de vigía, vio a una foca macho salir con trabajo, débilmente, de las olas. Después de jadear durante diez mínutos, el animal se arrastró dolorosamente hasta la playa, dejando un brillante rastro escarlata. Le habían arrancado parte de la cola.
La forma en que el animal se precipitó hacia la playa, sin aliento, indicaba que lo perseguían. El hombre miró al mar y divisó a Orión, cuya aleta dorsal cortaba la superficie, resoplaba camino de la playa. Se acercó tanto que el colono hubiera jurado que el gran vientre negro de la ballena rozaba los guijarros. Por fin se volvió y se alejó. El hombre vio que la oscura silueta iba flanqueada por dos sombras más pequeñas.
Esa noche se quedó mirando fijamente las brasas del fuego de turba en su granja. Recordaba historias de ballenas asesinas, y supo que los nuevos visitantes de la isla eran estos animales, que comen focas y marsopas después de aplastarlas contra las rocas y los acantilados de las Hébridas Exteriores. Los pescadores aseguraban que las orcas eran en cierto modo una bendición. Mataban muchas focas que, de seguir vivas, arruinarían las redes y diezmarían los cardúmenes; sin embargo, los pescadores nunca se aventuraban en un bote pequeño cuando sabían que había orcas en los alrededores. Se contaban espeluznantes historias de estas ballenas como verdugos de seres humanos.
El colono se durmió con la esperanza de que las ballenas no regresarían. Esa tarde la oscuridad llegó temprano, y el viento arreció mientras la lluvia y el granizo azotaban el páramo. En la playa, las focas hembra protegían como podían a sus vulnerables y gimientes crías, pero aun así tres cadáveres blancos, velludos, brillaban a la luz del alba cuando el hombre recorrió presuroso la playa.
Vio de inmediato las amenazantes aletas negras y su corazón latió con fuerza. Las olas que llegaban a la arena estaban teñidas de rojo. Las focas adultas gritaban y miraban ansiosamente al mar. Tras de observar a las ballenas desaparecer entre las ondeantes montañas de agua, el colono supo que debía ahuyentarlas o aniquilarlas.
Al día siguiente llegó al farallón antes del amanecer. Las focas dormían; había unas cincuenta desparramadas en la playa como si fueran sacos traídos por la marea. Mientras él vigilaba, los animales comenzaron a moverse; los cachorros se acercaban a los flancos maternos. En lo alto de las olas, muy cerca de la orilla, el colono vio la cabeza de una gran foca macho que se asomaba de vez en cuando para vigilar a su harén, alerta ante la presencia de cualquier otro macho que intentara robarle una de sus hembras.
Orión atacó desde la dirección del Sol, su mortal proximidad disimulada por el ígneo resplandor. Escudriñando el mar por el norte, el colono no vio a la ballena, que nadaba velozmente. En los últimos cuatrocientos metros Orión avanzó sumergido por completo. La foca vio muy tarde el relámpago blanco.
La aleta dorsal de Oríón le pegó en un costado, haciéndola girar y sacando de golpe el aire de los destrozados pulmones. La gran cola de la ballena se movió bajo el indefenso sultán de la playa, arrojándolo al aire en medio de una nube de rocío. La foca estaba muerta antes de caer en las olas.
Orión se la tragó y esperó, feliz, haciendo caso omiso de la ruidosa increpación de las hembras de la víctima y desatendiendo a las gaviotas que volaban sobre él. Reanudaría la caza cuando cesara el disturbio que él había creado.
Muy despacio, el colono levantó el rifle. Fijó la vista en Orión, que retozaba en las olas con el inmenso dorso sobre el agua y se movía con lentitud. El hombre podía ver cada detalle en el agua poco profunda: las grandes aletas redondeadas y hasta la mancha blanca atrás de los ojos de la orca.
La bala dio en el cuello de Orión y atravesó fácilmente la capa de grasa. Las vértebras se hicieron astillas. Unos trozos de hueso perforaron un pulmón. Orión saltó convulsivamente y con la cola azotó las olas por última vez. Exhaló el aire que había tomado al resoplar, en un largo grito submarino. La sangre y el aire salieron expulsados por el orificio nasal y flotaron como espuma en la superficie. Se dirigió con debilidad hacia el mar abierto, dejando una estela de sangre.
Sabre y su madre estaban a unos ochocientos metros de la playa cuando oyeron el aterrador grito. Ambos enfilaron hacia Orión sin tener en cuenta el peligro que significaba acercarse. Cuando llegaron a él, yacía en el fondo, envuelto en una mancha de sangre. Orión tenía el doble de tamaño de madre e hijo juntos, pero lo llevaron a la superficie hasta que el lomo estuvo fuera del agua; la enorme aleta dorsal golpeaba las olas al bambolearse como un ebrio. Luego, mientras lo empujaban con suavidad hacia el santuario que son las aguas profundas, la aleta desparramaba agua y formaba un abanico bermejo.
No advirtió el colono cuando el rifle cayó a las rocas; miraba aquella escena azorado, incrédulo. Los conejos y los venados huyen de sus compañeros heridos. ¿Cómo podía actuar así una criatura que mataba de manera tan cruel? ¿Por qué no escaparon las dos sombras que se dirigían a la playa? Con la mirada perdida, el hombre bajó tropezando. Esa noche las olas destrozaron el rifle olvidado.
Durante aquel largo día de horror, Sabre y Nightshadow mantuvieron a Orión en la superficie. A veces, cuando lo tocaban con demasiada fuerza en su lucha por sostenerlo, él gritaba y Nightshadow daba voces de consuelo en respuesta.
Al ponerse el Sol, la ballena herida emitió un leve grito de despedida y desapareció cayendo de espaldas, en su último viaje al fondo del mar. Nightshadow y Sabre siguieron rumbo al crepúsculo.
LA GRAN FAMILIA
LA MUERTE de Orión dejó un vacío en la existencia de Nightshadow. Al paso de los años había llegado a depender demasiado de él, quien la había orientado y defendido de otros machos errantes.
Paulatinamente, Sabre asumió el papel del cazador. No sin renuencia, se salió de la protectora capa de paz y silencio que lo había cubierto desde la muerte de Orión, y comenzó a valerse de su sonar. Dejaba escapar largos sonidos leves y luego escuchaba los ecos. Las ondas sonoras se propagaban a gran distancia. En las profundidades remotas rebotaban en el fondo y volvían a él, revelándole que abajo, en la gélida oscuridad, había un fin, un límite. Horizontalmente, tras un giro de 360 grados, regresaban ecos distorsionados. Al principio parecían sólo murmullos que podían indicar cualquier cosa, desde cardúmenes hasta arrecifes, o posibles "bolsas" de agua, de temperatura distinta, de los mares circundantes. Todo era indeterminado e insustancial. Y la vista no le aclaraba nada: sólo veía burbujas.
Pero sin los agudos sentidos de Orión para guiarlo, el sonar de Sabre se volvió más penetrante. Aprendió a "oír" a los delfines antes de que ellos lo localizaran a él. Descubrió que podía acortar la distancia entre él y su presa pegándose al fondo del mar o cabalgando en la cresta de una ola hasta que llegara el momento de atacar. De constitución fuerte y casi tan largo como su madre, que medía 4.25 metros, Sabre era capaz de nadar con ella jornadas enteras, aunque aún no podía lograr las fantásticas aceleraciones de Orión. Con la proximidad de la adolescencia, su aleta comenzaba a enderezarse y a crecer para convertirse en la formidable arma enhiesta de un macho adulto.
Ágil, veloz para matar, Sabre estaba alerta y notaba muchos más sonidos y murmullos vibrantes que cuando Orión los guiaba. Pero, igual que su madre, sentíase solo. En la tranquilidad de la noche, ambos percibían el susurro del mar y recordaban días diferentes.
Al llegar los vientos de octubre, los dos iban hacia las Feroes, y mientras el telón del invierno caía sobre la ignota vastedad del océano, a mitad del camino entre Shetland e Islandia oyeron los sonidos del pasado. Al principio no eran más audibles que las corrientes agitadas al pasar sobre las rocas, debajo de Sabre; sin embargo, lo despertaron y pusieron a trabajar su ágil cerebro. Se hundió más y escuchó. Nightshadow lo siguió; ella también había oído aquellos sonidos breves y agudos: el llamado de las orcas.
Luego, al despuntar la primera luz del día, cuerpos de blanco y negro danzaban a su alrededor. A Sabre y a su madre les complacía ser el centro de la atención y observaban el círculo de hembras, pequeños y adolescentes que cantaban alegres. De pronto, la danza de las orcas se hizo más lenta, hasta que se detuvo. En el límite de su alcance visual, Sabre divisó la forma gris, fantasmal, inmensa, que merodeaba en silencio en la periferia del grupo. Se formó un corredor entre las ballenas, y la enorme figura del macho se oscureció y agrandó a medida que se acercaba.
Con grandes cicatrices y la aleta dorsal desgarrada por un arpón, era el amo y señor de la Gran Familia. Se llamaba Forkfin. Con valentía instintiva, Sabre se colocó, amenazador, entre su madre y el macho. Pero Sabre era demasiado pequeño para constituir una amenaza. Dentro del cráneo del formidable animal, la decisión ya estaba tomada; aceptó a las dos orcas en la Gran Família.
Madre e hijo ya no estaban solos. El viejo líder llamó con voz suave y las ballenas enrumbaron al sur en desordenada formación: eran largas procesiones de aletas, y la aleta desgarrada surcaba arrogante las aguas, al frente de todas...
Forkfin era una ballena del Ártico alto. Nació bajo las alturas majestuosas de los blancos témpanos y aprendió muy pronto a sobrevivir en las aguas heladas. Apenas lo hubieron destetado, su familia murió aplastada por una oleada de hielo contra un iceberg. Él quedó como único superviviente, y su carácter fue cincelado por el ambiente ártico.
Con el tiempo dejó las regiones cubiertas de hielo cuando ya era un adulto poderoso y despiadado. Juntó su primer grupo en el verano, en el cabo Norte de Noruega. Durante años, feliz y seguro en los mares de abundancia, guió a su familia cada vez más numerosa entre Islandia y Noruega; pero un día terrible los balleneros lo siguieron hasta un fiordo. Perdió a la familia entera. Un arpón le abrió un canal en un costado, y otro le destrozó la aleta dorsal; pero no pudieron atraparlo, Solo por segunda vez, se marchó de la costa noruega dejando para siempre los fiordos de muros escarpados y el hielo.
Luego formó la Gran Familia. Algunas veces sus inmaduros discípulos no lo comprendían, pero siempre lo obedecían. El lejano ronroneo de hélices que giraban a gran velocidad era suficiente para que condujera a todos al océano silencioso; sentía inseguridad cerca de la costa. Contra todas las probabilidades, pocos miembros de la Gran Familia se perdieron en aquel mar inclemente.
Sabre era más delgado que la mayoría de los adolescentes de su edad, pero más fuerte y largo. Sobre las olas, las juguetonas crías se perseguían entre sí, mordisqueándose la cola. En las noches iluminadas por la Luna, en tanto los integrantes de la Familia dormían y sombreaban las profundidades, Sabre solía nadar entre los rayos lunares; se escabullía entre ellos emitiendo chasquidos. De los machos jóvenes, Sabre era el único que no temía a Forkfin. Casi nunca se daba cuenta de la atención que el gigante le prestaba mientras nadaba, sin que lo vieran, fuera de los contornos de la Familia. Pero los recuerdos de su propia juventud, antes de la muerte de su familia, pasaban como relámpagos por la mente del viejo patriarca mientras observaba al despreocupado joven cuyo tamaño era apenas la mitad del suyo.
Aunque Orión hubiera vivido, nunca habría podido enseñar a Sabre las artimañas de una colonia de orcas, porque tiempo atrás la sombra de un ballenero había caído sobre su propia colonia y sólo Nightshadow y él habían escapado. Forkfin, en cambio, era capaz de convertir a la Gran Familia en un grupo organizado de lobos marinos con un solo llamado enérgico cuando los necesitaba.
En la época en que escaseaban los alimentos, hacía formar a sus ballenas dejando un espacio entre cada una, como un arco extendido por kilómetros de océano. De esta manera el alcance de su sonar aumentaba y, siguiendo un curso en zigzag, cubrían un área mayor que si viajaran en formación al azar. Cuando no encontraban comida, el Maestro los hacía nadar en formación de punta de flecha: cada orca se deslizaba en la estela de la que iba adelante. Podían nadar así durante días, ahorrando energía, hasta que una nueva presa cruzaba su camino.
Un frío día de marzo, una hembra descubrió un naufragio en el fondo del mar. Forkfin marcó el alto. Luego, las orcas descendieron en parejas para ver qué encontraban.
Los restos eran de un barco de guerra que navegaba en el Atlántico Norte. Una noche sin luna, la víspera de la Navidad, un submarino lanzó un torpedo para destrozarle las entrañas. Ahora la quilla cavernosa y los aparejos de metal retorcidos albergaban nueva vida. Allí había coral y moluscos; cangrejos y langostas invadían el suelo marino en su alrededor, y los pulpos trepaban por las cubiertas. Peces y calamares encontraron refugio. Los bacalaos entraban y salían de allí como saetas.
El amo del lugar, un enorme congrio negro, vivía en las profundidades del espacioso boquete que el torpedo había hechó, donde en otro tiempo algunos hombres habían comido, y soñado con el fin de la guerra. Ningún animal lo atacaba; ni siquiera los tiburones, que aquel verano visitaron brevemente el lugar, osaron entrar en su madrigera.
A salvo en la oscuridad, el congrio oía los ruidos del sonar y los gritos de caza de las ballenas, y olía la sangre que llegaba a donde él estaba. Por fin, los ruidos y olores de la muerte violenta lo obligaron a actuar; se deslizó al fondo. Cuando llegó al fondo vio los cangrejos y las langostas que destrozaban peces muertos. Engulló todo lo que encontró, indiferente a las langostas que se aferraban a su gruesa piel.
Durante largo rato recorrió las ruinas. Luego, una hembra joven descubrió la enorme figura que se escurría sobre las rocas. El congrio sintió la proximidad de la orca. Se enroscó, balanceando suavemente la cabeza como si fuera un alga; era un movimiento seductor e hipnótico, que se completaba con la abertura de la boca y los diminutos ojos despiadados. La orca vaciló al sentir el peligro, pero abrió la boca al mismo tiempo que se impulsaba hacia adelante.
No vio ningún movimiento, pero sintió un ardiente dolor en la boca. Gritó y se lanzó a la superficie, dejando un trozo de lengua en las mandíbulas sonrientes del congrio y varios litros de sangre flotando a su paso. El silencio cayó sobre las aguas mientras que la Gran Familia suspendía la cacería y acudía en su ayuda.
Dejando a la ballena que gemía al cuidado de las hembras mayores, Forkfin se zambulló y siguió hasta el fondo el rastro de sangre. Se posó en las rocas, taladrando las sombras con fiera mirada. De repente, una de las sombras se movió. Forkfin vio el grueso contorno del congrio con la boca abierta, preparada para atacar. Surgió un relámpago en la oscuridad, se alzó un hongo de arena y se percibió un ruido sordo. La arena se asentó y ante la mirada amenazadora del Maestro apareció Sabre, con el congrio sin vida colgando de la boca. Un instante antes de que el líder atacara, Sabre se revolvió y se lanzó contra el enemigo. No hubo señales de elogio por parte del Maestro; pero, al modo de las ballenas, Forkfin estaba impresionado. .. y hacía años que no se impresionaba.
SOLITARIO
TRES INVIERNOS y dos veranos después de que Sabre se uniera a la Gran Familia, llegó el momento de marcharse. Con el calor de la nueva primavera que se acercaba, las hormonas generaban fuego en los machos adolescentes más grandes. Luchaban entre ellos con una chispa de ira en sus fingidas batallas: mostraban los dientes y azotaban con la cola a su objetivo, no sin malicia. Forkfin detenía las peleas antes de que hubiera heridas de consideración. Por lo general, un llamado enérgico era suficiente; si no, un fuerte empellón de la cabeza gris del Maestro en los flancos pronto disminuía la furia del macho joven. La paciencia de Forkfin comenzaba a agotarse.
Ahora Sabre tenía edad más que suficiente para independizarse, una aleta dorsal demasiado larga, el lomo muy ancho, y el celo le corroía las entrañas. Su retozo con las hembras se volvió más que un juego, y en la quietud de la noche bramaba y se tornaba agresivo. Al principio Forkfin parecía no advertirlo, pero una madrugada de abril, cuando Sabre despertó, vio aproximarse la cabeza gris, llena de cicatrices.
Las nuevas hormonas enviaron resentimiento y amargura al cerebro de Sabre, de modo que después no podía recordar el choque de cabezas ni los coletazos y la blanca espuma arremolinada. Forkfin resistió todos los ataques de Sabre y devolvió un poco más: a diferencia del joven, sabía con exactitud lo que hacía. Su batalla no se debía al desasosiego del macho en celo, sino a una estrategia calculada, producto de la experiencia y la sabiduría.
Al final Sabre se volvió y nadó hacia la lejanía verde jade, dejando detrás a la Familia. Su madre y Forkfin lo miraron partir y oyeron sus ruidos hasta mucho después de que la distancia y las olas se hubieron tragado el eco.
POR PRIMERA vez en su vida, Sabre estaba completamente solo. Llamó, en espera de respuestas inmediatas de sus amigos, pero sólo estaban la inmensidad del agua y los colores brillantes de la naciente primavera. En su interior sintió el débil impulso de seguir el curso hacia el norte; allí, en algún lado, bajo la estrella polar, algo lo reclamaba.
El mar de Noruega lo recibió, frío y embravecido. Olas largas marcharon impetuosas junto a él, y se encrespaban y espumaban por sobre el impulso de su cola. Aunque estaba bien alimentado y fuerte, comenzó a resentirse bajo las constantes tensiones del viaje. Encontraba poco alimento en la superficie. Bajo la influencia del hambre, resopló con fuerza y se zambulló a la oscuridad del Atlántico, en el borde de la plataforma continental.
Descendió de prisa, casi verticalmente, a la calma de terciopelo de las profundidades. Con cada braza que bajaba sentía aumentar la presión, pero su organismo estaba diseñado para soportar estos efectos hostiles. La caja torácica se le comprimía más y más a mayor hondura; le dolían los pulmones y el sonar repiqueteaba con suavidad. Pronto desaparecieron estos fenómenos.
Se colocó sobre la roca cubierta de cieno. Protegido por la lobreguez, comenzó a navegar deteniéndose de cuando en cuando a merodear utilizando su radar acústico. Ese territorio se convirtió en su coto de caza.
Se alimentó de calamares que viajaban con lentitud por la penumbra submarina y le arrojaban tinta a la cara para que no pudiera seguirlos. Una vez, los tentáculos de un ejemplar excepcionalmente grande se enrollaron con delicadeza, como serpientes, en el cuerpo de Sabre, engañosos por la suavidad del abrazo. Antes de que pudiera reaccionar, una fuerza tremenda lo retuvo y se sintió arrastrado hacia las rocas. Agitaba la cola en vano; pronto quedó inmóvil en virtud de la potencia del abrazo. El cerebro se le nubló por el horror de la claustrofobia impotente. En un estallido de fuerza inducido por la desesperación, se las ingenió para revolverse y atacar al calamar. Por largo rato luchó con furia, consumiendo el preciado aire, antes de que los tentáculos lo liberaran. Aturdido, huyó hacia arriba.
La agonía de su ascenso sin oxígeno le pareció eterna. La presión le oprimía como con tenazas la cabeza a medida que se precipitaba arriba, sintiendo cómo, lenta y dolorosamente, la presión se disipaba.
El mar estaba plagado de enemigos, y él se hallaba solo.
HACIA EL POLO
SABRE cruzó el círculo polar ártico en dirección al océano del sol de medianoche. Ahora no había estrella polar que lo guiara; en cambio, siguió las débiles corrientes tibias que venían del sudoeste. Aquí, bajo el sombrío cielo anaranjado de medianoche, descubrió los primeros icebergs: pilares bronceados, gigantescos, que rompían las olas y llegaban a cientos de metros abajo de la superficie. Dos días después llegó al borde del hielo polar. Aquí, donde Forkfin perdió a su familia, se deslizó por los canales submarinos y comenzó su verano en el infinito páramo blanco del techo del mundo.
Había viajado muchos kilómetros para llegar a este desierto glacial, quizá en busca de los recuerdos de los tiempos pasados con sus padres en las aguas de Escocia, ricas en alimento. Ahora no había vestigios de lo que lo atrajo al norte, así que esperó atento a las voces que flotaban en la marea.
Él era sólo uno de los innumerables visitantes de la masa de hielo aquel verano. El plancton abundaba en estos mares. Con el deshielo, grandes bandadas habían llegado de las regiones templadas del sur. Aquí y allá, algún oso polar solitario recorría el territorio; otros, en familia pescaban con garras ágiles entre los islotes flotantes. Bruñidas, resplandecientes al Sol, las focas se agrupaban en las pendientes heladas sobre el oleaje, con el latido impaciente de la nueva vida pulsando en su interior.
Muy a menudo, la explosiva tos del cañón de un ballenero, estruendosa en el aire diáfano del Ártico, era seguida por los gritos submarinos de las ballenas. De hecho, este océano del norte estaba repleto de ruidos: los icebergs se cuarteaban y partían bajo el Sol; avalanchas de trozos de hielo caían al mar siseando; chorros de agua se elevaban a gran altura, rugientes, y luego caían sobre los témpanos recién aparecidos.
Fue un verano de caza fácil. Moviéndose furtivamente debajo del techo de hielo y escondiéndose en cuevas submarinas, Sabre estaba atento al sonido que producían los pájaros al zambullirse para pescar, al rumor de los cardúmenes de bacalao al pasar por debajo, a los juegos de las focas en el oleaje. Se concentraba en los ruidos, localizaba por eco y calculaba. Luego se dirigía a su objetivo al impulso de su cola. Escondido por el hielo hasta el último instante, les daba a sus víctimas muy pocas oportunidades de escapar. A menudo no había salvación para ellas a causa del hielo mismo. Una mácula de color o un oscurecimiento de tono en el techo blanco revelaba la posición de una infortunada criatura que tomaba un descanso bajo el resplandor del sol de mediodía. En seguida la ballena atacaba a la sobresaltada presa.
Cazando, matando y creciendo, Sabre alcanzó casi los ocho metros de largo; se había convertido en un macho fuerte, ágil y letal. Sus aletas eran grandes y redondeadas; la dorsal tenía casi dos metros de altura; la cola era ancha y curva. Había en su cuerpo cicatrices, algunas largas y finas causadas por el hielo y las piedras filosas, otras grises e irregulares sufridas en batallas con calamares, congrios y otras ballenas: enormes cachalotes de dientes cónicos y machos de su especie que encontró en su largo viaje al norte.
El breve verano ártico continuó; un verano en que la soledad se hacía cada vez más intensa. Sabre lanzaba llamados lastimeros. A veces oía los cánticos angustiosos de otras especies de ballenas solitarias, pero no de una orca. En aquella helada solitud, sus notas rebotaban de todas direcciones, como burlándose de él.
El Sol se ponía por más tiempo cada día. Las ventiscas azotaban las planicies de hielo. Las aves, en bandadas, se batían en retirada al sur. El océano se agitaba, los témpanos crecían y vibraban al hincar el invierno sus garras en el Ártico.
Sabre no hizo caso de aquellos signos. Una noche tomaba un breve descanso en una saliente de hielo bajo el agua, con la cabeza sobre la superficie acuática y el corazón latiendo tranquilo. Sobre él se alzaba un gran risco de hielo azul cuya parte inferior había derretido el sol constante del verano. Un crujido, que por su cercanía sonó áspero y violento, sacudió a Sabre. En un movimiento reflejo se puso de costado.
Al caer, el hielo le pegó con fuerza en el flanco, destrozándole las costillas y llevándose la luz de sus ojos. No lo tiró al mar; se habría ahogado. Sabre yacía ladeado; un hilo de sangre manaba de una grave herida cerca del orificio nasal; la piel se le arrugaba y se tornaba gris al contacto con el aire. Su respiración era superficial y accidentada; el pecho le temblaba; debajo suyo, el hielo se vencía bajo el peso. El dolor lo arrastraba una y otra vez a la inconsciencia.
Después de un tiempo, el hielo cedió y Sabre resbaló al agua. El instinto lo hizo agitar la cola con debilidad y sus aletas lo mantuvieron erguido. El dolor lo conservaba despierto. Llamó con voz queda y sollozante; luego gritó a la vez que se hundía bajo la capa de hielo. Una enorme ballena de otra especie oyó el grito y sólo reconoció el horror que significaba.
Muy lentamente, Sabre batió la gran cola y se impulsó hacía el muro de un témpano inclinado. Mordió un trozo de hielo y así se sostuvo para no hundirse; su energía estaba casi agotada. Una ola le cubrió el lomo y el agua entro en el orificio nasal; tosió, y el dolor le abrasó el tórax, haciéndolo gritar. Pero aún respiraba y resistía.
SPRAYLASH
MUCHOS kilómetros al sur de allí andaba un grupo de once orcas recorriendo el límite de la región de hielo. El jefe, un macho joven, pequeño, había reemplazado al viejo maestro, muerto hacía medio año. Pero el nuevo líder tenía escaso control sobre los otros; la débil voz con que emitía sus mandatos no despertaba confianza en los demás. Sólo dos de las hembras tenían crías.
Una hembra de seis metros de largo, con hermosas y grandes manchas blancas, se mantenía alejada del resto del grupo. Su nombre era Spraylash. No estaba cómoda en el océano Ártico y añoraba sus aguas natales: los fiordos profundos y tranquilos y la amplia franja de océano entre Noruega y las Feroes.
La joven orca se alimentaba de un cardumen cuando oyó el grito. Se detuvo de inmediato al reconocer la voz de una orca macho en apuros. Gritó dentro del laberinto blanco para anunciarle que ya iba, e instarlo a que resistiera. Luego subió a la superficie y respiró profundamente varias veces, preparándose para la penosa aventura. Sumergió el cuerpo bajo el hielo y gritó nuevamente mientras aumentaba la velocidad.
Sabre no la oyó. El cuerpo colgaba flácido, pero aún se sostenía con los dientes; seguía con el orificio nasal al aire y todavía sollozaba pidiendo ayuda. Luego, el témpano se rompió. Sabre cayó a las tinieblas, la cola en primer lugar; una sucesión de burbujas de plata manaba de su respiradero, burbujas que llevaban el último llamado, hondo, sin esperanza.
Pero Spraylash lo percibió y se impulsó con desesperación. El límpido Ártico se agitaba a su paso. Bajó más y más... hacia el lugar de donde procedía el llamado, Valiéndose del sistema de localización por eco detectó que algo de gran tamaño estaba casi encima de ella. Al descender más el hermoso macho, lo empujó por el vientre. A continuación, con aquel cuerpo sobre su lomo, lo llevó suavemente a la superficie.
Allí permanecieron juntos por largo rato, aferrados a la vida entre los icebergs. Ella le hablaba de continuo, con dulzura; y algo debió de haber comprendido Sabre pese al estado comatoso en que se encontraba, pues al día siguiente se quejó muy quedo y apoyó una aleta sobre el lomo de su compañera. Adora el sueño reemplazaba el letargo inconsciente, pero el cuerpo se estremecía con pesadillas crueles, haciéndolo gritar, y el dolor en el pecho retornó a medida que se disipaba el sopor.
Después de descansar varios días en el mismo lugar le llegó el primer signo de conciencia, y sus nublados ojos se abrieron. Entonces Spraylash surgió desde abajo de él. Vio el ancho lomo de la hembra y el brillo chispeante de sus ojos. Ella volvió a colocarse debajo de él y lo levantó. Al respirar hondo, Sabre dejó de sentir frío. Luego durmió, y cuando el dolor en el costado lo despertaba, Spraylash lo inducía a seguir durmiendo.
El agua se congelaba a su alrededor. Spraylash recordó una vez más su costa noruega bajo el resplandor del otoño. Tendría que arreglárselas para escapar antes de quedar atrapados para siempre en ese lugar gélido, olvidado.
Empujó a Sabre para que avanzara, pero estaba demasiado débil para cruzar por el hielo. Debía detenerse a menudo y descansar sobre el suave cuerpo de ella mientras recuperaba fuerzas para los siguientes, dolorosos coletazos. Spraylash abría camino para ambos con la cabeza, o saltando para caer con fuerza y romper los trozos más gruesos de hielo. Así consumía la energía y hería su cuerpo, extenuado y hambriento. Pero logró el propósito que la alentaba. Al final, sólo el océano mediaba entre ellos y Noruega.
Poco a poco, Sabre sanaba. Las costillas soldaron de un modo tosco, pero fuerte, y la hemorragia interna se detuvo. Le cicatrizó la herida del costado. Su mente tardó más en reponerse. Después de que dejaron el hielo, durante un mes sólo dormía o nadaba con debilidad en la dirección que Spraylash le señalaba.
NUEVA VIDA
DOS SEMANAS después cruzaron el círculo ártico y entraron en los fiordos del sur de Noruega. Sabre ya estaba totalmente restablecido. Cazaban de día, y con frecuencia el anochecer los sorprendía mientras jugaban en la superficie haciendo olas. Se mordisqueaban uno al otro; se tocaban; retozaban. Aquí, en medio de una noche larga, se aparearon retorciéndose en la oscuridad, unidas las aletas, bañados los cuerpos en el imperceptible movimiento de la marea en los fiordos.
La primavera conmovió la tierra y el mar. Los glaciares se cuarteaban y crujían, y las avalanchas rugían en las montañas lejanas. Los ríos, blancos con el agua del deshielo, se agitaban y caían, espumosos, mar adentro. La vegetación siempre verde se sacudió la nieve. El salmón llegó en grandes cardúmenes desde el mar, perseguido por las focas. La pareja de orcas percibía a ambos con el sonar, y Spraylash comía desaforadamente para saciar el nuevo y voraz apetito que había dentro de ella.
Con el arribo de los días largos, los fiordos se convirtieron gradualmente en un lugar muy transitado. Los hombres flotaban sobre las aguas profundas; la aguda queja de las hélices se difundía por las olas; las redes de pesca azotaban el agua; los grandes motores diesel vibraban. Sabre y Spraylash dejaron los fiordos y el ruido, y nadaron hacia el mar abierto bajo los cielos ardientes del verano. El hielo y Noruega les habían dado nueva vida, y los remordimientos de Sabre lo hacían guiar a Spraylash hacia el oeste, a los cómodos mares de su infancia.
Una noche sin niebla ni nubes, de luna llena, Spraylash gimió y se detuvo, apoyando el pesado cuerpo en el oleaje aceitoso. El vientre grande y redondo ondeaba espasmódicamente, y ella arqueó el cuerpo una, dos, tres veces. Apareció una colita, brillante a la luz de la Luna. Con un movimiertto deliberado, Spraylash se dobló, luego se enderezó... y nació la cría; era una hembra de grandes manchas blancas, como su madre. Recibió el nombre de Glowchin.
La pequeña orca resolló en el fresco aire del Atlántico al empujarla Spraylash por la superficie. La madre se volvió hasta poner sobre las olas el vientre, y muchos litros de leche fluyeron a la ansiosa boca de Glowchin.
Sabre observaba maravillado la pequeña figura escondida bajo la aleta anterior de Spraylash.
EL ASESINO MÁS FEROZ
CUANDO, por fin, comenzaba el invierno, el trío se alejó hacia el sur, bordeando las amplías playas de Cornualles del Norte; a continuación se dirigieron a las soleadas aguas de las Azores. Sabre y Spraylash cazaban entre los naufragios y los arrecifes submarinos, comiendo toda la carne que podían. Glowchin perseguía lenguados por los bajos arenosos, pero aún dependía totalmente de la leche de su madre; para ella, cazar era sólo un juego.
Estos días fueron felices para la pequeña familia. Pero otro asesino (artero, con hélices dobles y alta y afilada proa de acero) acechaba feroz por las Azores. Un ballenero ágil, capaz de tragar quinientas toneladas de carne de ballena antes de regresar a la costa, había cazado, a todo lo ancho del Atlántico Norte, orcas de Noruega, y otra especie de cetáceo cerca de la costa de África. Se llevó cachalotes, delfines y peces piloto.
La superficie oscilaba por el calor, pero el vigía vio el chorro brillante de Sabre recortado contra una isla cercana. En dos minutos el ballenero había cambiado el rumbo y aumentado la velocidad. Los hombres se precipitaron a la cubierta, abrieron la bodega, prepararon las sogas y las poleas para atar la presa a la quilla. Tres hombres corrieron hacia el cañón situado en lo alto de la proa, llevando un arpón.
Con los motores rugiendo, el barco avanzaba cortando la superficie; parecía un tigre con un hueso blanco en los colmillos. El cañonero esperaba de pie, sintiendo el fluir del aire al desplazarse el barco a su máxima velocidad.
El cañonero era diestro y muy admirado. Pero ayer había fracasado. Avistó una curiosa pareja de ballenas: eran de dos especies distintas. Ambas se habían perdido y ninguna había encontrado otro ejemplar de su especie. Se estaban acompañando en las soledades del Atlántico en dirección a las Azores, y pasaban con la boca abierta por la espesa sopa de plancton.
El ballenero las persiguió y les dio alcance con facilidad; pero esa vez había otro visitante en las mismas aguas: un barco británico destinado a la conservación de recursos naturales. Representaba a la nación que, irónicamente, fue la primera en mostrar al mundo las abundantes ganancias que se podían obtener de la caza comercial de la ballena, pero que ahora, junto con otros países, actuaba de conciencia del resto del mundo e intentaba detener el asesinato de las ballenas que quedaban.
La tripulación del barco británico, de nombre Gladiador, vio la persecución y envió dos botes de caucho con motor fuera de borda para que se colocaran entre el ballenero y los animales. Durante más de una hora la posición fue, para usar la jerga del ajedrez, de "tablas por rey ahogado": dos ballenas, dos botes de caucho y la mortífera silueta del ballenero, con Gladiador a 1,500 metros de su popa. En dos ocasiones, el navío cazador disparó el arpón, y cada vez lo interceptó un bote de caucho que se movía dentro de la línea de fuego. Al atardecer, el ballenero se vio obligado a suspender la persecución. Pero hoy, mientras cercaba a Sabre y su familia, no había conservacionistas en el horizonte deformado por el calor.
Sabre advirtió los chirridos de las hélices sobre los sonidos del océano. Todavía estaban lejos y no sonaban más amenazadores que los de otros barcos con que se encontraban. Pero algo en el cerebro de Sabre reaccionó al peligro. Gritó una orden y viró en dirección a la isla y a los bajos del este. Las orcas resoplaron al unísono; luego se zambulleron a diez metros de profundidad, donde aceleraron, a través de las aguas moteadas por los rayos solares, hacia el lejano sonido en la costa.
Las hélices del ballenero giraron al máximo de revoluciones, y un gran velo de brillante rocío formó un arco desde la proa. El aumento en la intensidad del ruido del propulsor, por fin, forzó a Sabre a preocuparse de veras. De no haber sido por la orden anterior y por la capacidad de nadar a gran velocidad, en este momento los cazadores estarían sobre ellos.
Pero el ballenero era un navío diseñado para atrapar a las ballenas más veloces. Sus motores eran capaces de mantener la fuerza motriz al máximo hasta que la más rápida de las criaturas del mar se extenuara. A cada segundo se acortaba la distancia entre el ballenero y las orcas.
Glowchin fue la primera en cansarse. Se alzaba con torpeza sobre las olas, resoplando tres veces antes de zambullirse de nuevo. Los motores del ballenero forjaban un sonsonete mortal, y las orcas oían ya el ruido de la proa. Sabre y Spraylash alentaban a Glowchin para que siguiera, pero la pequeña no podía mantener el ritmo inicial; la isla estaba demasiado lejos, y los motores rugientes, demasiado cerca. Sabre debía darle tiempo. Resopló con agresividad, exponiendo la mitad de su cuerpo a los cazadores.
Es costumbre de los viejos balleneros no perseguir al macho que trata de actuar de señuelo para proteger a su familia. Si se persigue a las hembras, el macho siempre regresa. Así pues, el ballenero dejó a Sabre y se apresuró a seguir a las dos figuras que nadaban lentamente hacia la isla.
Sabre nadó cuatrocientos metros antes de notar que la voz del barco se hacía más débil. Casi un kilómetro lo separaba de su familia, que todavía no alcanzaba los bajos, y el barco seguía acercándose a ella. Adivinó la terrible amenaza de aquella voz mecánica y su curso resuelto. Spraylash estaba debajo de la proa, y él muy lejos.
Con un rugido, se zambulló. A bordo del barco, muchos ojos estaban fijos en la sombra oscura que venía en su dirección como un enorme torpedo negro obstinado en destruirlos. Sin salir a respirar ni una vez, y acelerando en todo el trayecto, Sabre recorrió la distancia que lo separaba del navío. Cuando estuvo cerca, salió a la superficie y ellos vieron la ancha cola y la aleta, más alta que un hombre; luego sintieron el choque, cuando la enorme cabeza del cetáceo golpeó contra la proa de estribor.
Pero ni una ballena asesina macho que se desplaza a 65 k.p.h. puede dañar un casco de hierro construido para abrirse paso por el hielo compacto. Hizo a Sabre a un lado como si fuera sargazo. Aturdido, el animal se ladeó mientras cedía el dolor del cráneo y la furia se apoderaba otra vez de él.
Se colocó en posición vertical y se lanzó en persecución del ballenero. La tripulación se agrupó en la barandilla al aproximarse Sabre, impresionada porque una ballena pudiera nadar a esa velocidad. Los había embestido y se había repuesto. ¡Ahora los estaba rebasando para alcanzar a su familia!
Nadie estaba más sorprendido que el cañonero. Pero el día anterior había disparado dos arpones sin lograr hacer blanco. Esta era su oportunidad de recuperarse. Debía disparar en los próximos segundos, porque los bajos estaban cerca; y debía ser un tiro certero, en medio del lomo.
Las orcas oyeron el sonido del arpón y un chapaleo. De repente apareció una soga, y una nube de sangre se esparció por el mar. Sabre sintió la estocada un momento después de oír el ruido del arpón al herirlo, pero este no le dio en el lomo, sino que le dibuljó una canaleta roja en un costado. Todavía estaba con vida y tenía dominio de sí. Los pocos minutos necesarios para recargar el cañón fueron suficientes. Habían llegado a los bajos de la amplia bahía; el barco se acercó lo más que pudo, pero no alcanzó a sus presas.
Durante la noche, al bajar la marea, las ballenas pasaron por los arrecifes y enrumbaron al mar abierto. Pronto el rumor del oleaje reemplazó el estrépito en la rompiente. Sabre guió a su familia al norte, hacia Gran Bretaña. En adelante estaría más atento a los sonidos del mar y, sobre todo, al chirrido de las hélices al girar a gran velocidad, que oiría antes de que el sonar detectara el bulto de bajo calado de un ballenero. Ese ruido sería el peligro real.
BIENVENIDA Y ADIÓS
EL SABOR del océano del norte era fresco. Lejos, al este, las azules montañas de las Hébridas se encorvaban sobre el mar. Los ruidos, sabores y olores cargados de turba de las islas escocesas inundaron los sentidos de las orcas. Este era su hogar.
Cayó la noche y el mar dormía, pero bajo la superficie había muchos sonidos. Las Corrientes murmuraban entre los bosques de algas ondulantes; los cardúmenes siseaban al pasar; una langosta hacía chirriar las tenazas; un cangrejo grande escandalizaba sobre las rocas. El sonar de las ballenas y los delfines, el sonido más sutil y extraño de todos formaba una red sonora bajo la superficie.
Toda la noche, Sabre permaneció despierto, pero tranquilo. Con lentítud se orientaba por las estrellas y por los reconfortantes rumores y sabores del hogar. Desde su nacimiento había viajado cientos de kilómetros, conocido a muchos amigos y perdido algunos. Había sido rescatado de la muerte por la hembra que ahora lo acompañaba y le había dado a Glowchin. Pero todo comenzó aquí, donde su padre nació y murió.
Permanecieron en el estrecho durante un mes. Pero un día, hacia fines de junio, el mar se quedó vacío repentinamente: los animales del lugar habían aprendido que el castigo por no hacer caso de los pescadores era la muerte. Había llegado el momento de marcharse. Sabre guió a Spraylash y a Glowchin a altamar. Nadaron hacia el oeste y luego hacia el noreste, con las corrientes tibias tras ellos.
Durante su estadía en el estrecho, Spraylash se había vuelto lenta y pesada. Ahora, en el mar abierto, casi no nadaba, sino que se dejaba llevar por la marea. Sabía que el pequeño ser alojado en su vientre necesitaba que ella descansara.
La estación cambió, y en el paisaje sacudido por una tormenta nació el ballenato. Su nombre era Thunder. Lo sostuvieron hasta que la tempestad pasó, manteniéndolo a salvo al escalar las olas y al caer juntos por la pendiente blanca del oleaje. Al amainar el temporal, Spraylash se ladeó y el pequeño se acercó, por instinto, a tomar su primer alimento.
Se dirigieron sin prisa al sudoeste. Glowchin, ya una hembra madura, nadaba con Thunder siempre que este se separaba de Spraylash. Su cuerpo eclipsaba al del pequeño cuando nadaban juntos. Pero las travesuras con Thunder no duraban mucho, y terminaba por irse a las profundidades, emitiendo llamados en el gran abismo. Sabre y Spraylash oían el canto solitario y le contestaban, pero la voz de sus padres no era lo que Glowchin deseaba oír.
Ahora estaba tan intranquila como las mareas de las Hébridas. Se quedaba atrás y jugaba cada vez menos con Thunder. En su vientre se había formado una gran cueva de anhelo, y supo que no pertenecía a los mares de Escocia.
En la última cacería con Sabre engulló cuanto calamar encontró. Luego volvió a la superficie en tanto su padre permanecía en lo profundo, matando, en medio de la oscuridad. Pasó unos minutos con Spraylash, luego llamó alegremente a Thunder y se alejó en dirección al oeste. El pequeño la siguió, pero no pudo alcanzarla, y pronto el sonido de la agitada estela se perdió entre los indescifrables murmullos de las olas. Nunca más la vieron.
REUNIÓN, MUERTE Y RENOVACIÓN
UNA INVOCACIÓN se difundió por el océano, en la capa de agua serena que separa las frías honduras de la superficie cálida. El llamado era tan débil, que ni los sensibles oídos de Spraylash lo captaron. Sabre se hundió bajo la turbulencia de las olas; escuchó largo rato, por si el sonido se repetía. Luego se alzó en silencio y acarició con la boca un costado de Spraylash. Sabía lo que había oído, y comprendía su significado.
Seguro del rumbo, nadó despacio hacia el este, con Spraylash y Thunder atrás de él. Tres veces usó el sistema de sonar, y cada vez las tres orcas percibieron con el oído la proximidad de un cuerpo grande. Cuando estuvo muy serca, Sabre se detuvo y esperó.
Se oyó una nota, cada vez más alta, más intensa, hasta que saturó el mar. Luego una descomunal sombra gris se materializó frente a ellos: tenía el cuerpo lleno de terribles cicatrices; la piel cuarteada y vieja; casi no tenía dientes; los ojos estaban apagados; la gran cola redonda, partida y desgarrada, colgaba fláccida, en reposo; la formidable aleta dorsal estaba aplastada, torcida y dividida en dos.
F'orkfin y Sabre se miraron igual que cuando Sabre era un joven pequeño y desafiante. Muchos años y aventuras mediaban desde el tiempo que Sabre pasó en la Gran Familia, mas eran inolvidables las lecciones, los amigos y aquellas largas jornadas. Forkfin le había enseñado muchas cosas, pero ante todo cómo ser el caudillo. Ahora el anciano gigante agonizaba.
La fuerza de Forkfin había durado hasta la noche anterior. Logró conducir a la Gran Familia hasta las aguas nativas de Sabre, cerca de las costas de Escocia. Pero luego su fortaleza se había derrumbado, y tres jóvenes machos lo echaron. Sin embargo, ninguno de ellos era bastante recio o maduro para asumir el mando absoluto. Con la Gran Familia en peligro de desbaratarse, Forkfin se marchó, llamando y buscando al único que él sabía era capaz de guiar a la Familia.
No intercambiaron ningún sonido. Forkfin comprendió que su tarea había terminado, y Sabre, que la suya apenas comenzaba. La gran mole de Forkfin se volvió sin prisa, soñolienta, hasta tomar de vuelta la ruta que había seguido para llegar. Su cola se alzó y la vieja ballena partió con Sabre a su lado. Respetuosos, Spraylash y Thunder los siguieron a cierta distancia.
Forkfin no moriría solo. Nadó el último, doloroso kilómetro, no con la Gran Familia, sino con una orca que había conocido mucho tiempo antes y que habría de continuar su tarea. Nadaron más despacio y se detuvieron. Luego, Forkfin se dejó caer en silencio. Pero su presencia permaneció con la otra enorme figura, inmóvil en la superficie.
SABRE apareció en medio de la Gran Familia surgiendo desde abajo, lanzándose raudo por entre todos hasta la superficie y al aire. Luego su colosal masa cayó nuevamente al mar, y las orcas que lo rodeaban se quedaron en silencio. Observaron su tamaño, el lomo oscuro marcado con las cicatrices de los años. Vieron las marcas en su vientre y en los costados, la extraordinaria dorsal, las aletas grandes, curvas, y la cola. Sus ojos sostuvieron la mirada de todos, y ellos lo reconocieron como líder.
Sólo tres machos se negaron a aceptar al nuevo maestro. Dos de ellos se abalanzaron sobre él, gritando furiosos. Sabre los dominó con facilidad. El tercero, el más grande de los tres que habían echado a Forkfin, no lo atacó. Observó la batalla de Sabre con los otros dos y se quedó mirando al recién llegado antes de volverse y alejarse. Él era el peligroso, el que tal vez regresaría un día, más grande y más fuerte y con más conocimiento. Los dos machos derrotados, uno sangrante, lo siguieron hacia la lejanía.
Para Sabre el futuro era más seguro. Desde este momento, cada orca de la Gran Familia dependería de él. Si fracasaba, podría perderlas a todas. Había escapado una vez de los balleneros, pero existían otros peligros: cachalotes furiosos (cuyas mandíbulas podían partir por la mitad a una orca adulta), calamares gigantes y anguilas, restos de naufragios en el fondo del mar en que una ballena podía quedar atrapada hasta ahogarse, tiburones y tormentas, arrecifes y bajos en que podía encallar la familia entera al bajar la marea. Tendría que estar alerta.
Nadó entre sus discípulos, tocándolos y oyendo sus voces... hasta que encontró a una que debía estar ahí. Vieja y cansada, Nightshadow contempló al macho que ella había parido y cuidado en este mismo rincón del Atlántico.
El silencio reinó mientras Sabre y su madre hablaban de cosas que sólo ellos entendían. Pronto llegó Spraylash, con el anonadado Thunder a su lado. Igual que Sabre, ella nadó entre todos, tocándolos y emitiendo dulces voces de amistad. Desde el principio, Spraylash fue aceptada con beneplácito.
La brisa tibia del océano se volvió difusa, hasta desaparecer. Las gaviotas volaban muy alto, aprovechando los últimos rayos solares. Sobre el horizonte encendido de color naranja, una aleta surcaba, autoritaria, la superficie. Se oyó un llamado y el mar se inflamó al resoplar al unísono los miembros de la Gran Familia. La aleta viró hacia el norte con un movimiento fluido y controlado, en dirección al cabo Wrath, y las orcas siguieron la ruta que les señalaba el nuevo caudillo.
CONDENSADO DE "WHALE". © 1981 POR JEREMY LUCAS. PUBLICADO EN ESPAÑOL POR EMECÉ EDITORES, DE BUENOS AIRES. ILUSTRACIONES: JOHN BESWICK.