LA LETRA DE LA LEY (Alan E. Nourse)
Publicado en
noviembre 20, 2017
El lugar era oscuro y húmedo y olía a hojas enmohecidas. Meyerhoff siguió al enorme guarda altaireano, parecido a un oso, a través del corredor de resbaladizas baldosas, mientras aspiraba con disgusto el aire con olor a moho. Tiritaba y se envolvió todo lo que pudo en su elegante chaqueta terrestre, evitando mirar los negros y abiertos agujeros de los calabozos ante los que pasaba de cuando en cuando. Sus pies resbalaban a veces sobre las finas baldosas. Finalmente, se detuvo para limpiarse el barro seco que tenía en una pernera de su pantalón.
—¿Falta mucho para llegar? —preguntó con enfado.
El guarda hizo un vago ademán con su garra, ademán que se perdió en la negrura que se abría más allá. De pronto el corredor se torció en una aguda curva y el altaireano se detuvo, produciendo un enorme ruido de llaves, las que debían hallarse en algún oscuro pliegue de su vellosa piel.
—No veo ninguna razón para tal jaleo —gruñó, con voz ofendida—. Le hemos tratado como a un hermano.
Una de las enormes puertas de acero se abrió, haciendo chirriar sus quejumbrosos goznes. Meyerhoff contempló las sombras del interior, distinguiendo una vaga forma humana que se delineaba contra la pared del fondo.
—¡Harry! —dijo vivamente.
Se oyó una exclamación de asombro y un huesudo y nudoso hombrecillo apareció ante la luz que llevaba el guarda. Era como un grotesco y retorcido fantasma que surgiera de la oscuridad. Unos anchos y azules ojos miraron a Meyerhoff por debajo de unas desiguales cejas negras, y de pronto, el rostro del hombrecito se dilató en una lastimosa sonrisa.
—¡Paul! Así que le han enviado a usted. Yo sabía que podía contar con ustedes…
Hizo una profunda reverencia seguida de un ademán, invitando a Meyerhoff a que penetrase en el oscuro cubículo.
—No tengo mucho que ofrecerle —añadió tímidamente—. Pero es lo único que puedo hacer, dadas las circunstancias.
Meyerhoff hizo una mueca y se volvió hacia el guarda.
—Tenemos que quedarnos solos, si hace usted el favor. Normas interplanetarias. Y déjenos la luz.
El guarda gruñó algo, pero salió por la puerta.
—¡Ya era tiempo de que viniera usted! —exclamó el hombrecito—. ¡Este es un gran día! Es una suerte que le hayan enviado a usted, compañero. Estoy aquí desde hace años…
—Escuche, Zeckler. Me llamo Meyerhoff y no soy compañero de usted —replicó el visitante—. Y está aquí hace sólo dos semanas, tres días y aproximadamente cuatro horas. Por lo que hace a la verdad, tergiversa usted tanto las cosas como sus amables guardianes.
A la débil luz, Meyerhoff observó al prisionero. El rostro de Zeckler se hallaba oscurecido por la barba de una semana y sus ojos inyectados en sangre desmentían la penosa sonrisa de sus labios. Sus ropas, cubiertas con grandes manchas de fango y musgo, estaban húmedas. La expresión de Meyerhoff se suavizó un tanto.
—Así que Harry Zeckler está de nuevo en un aprieto —añadió—. A deducir por su aspecto, parece que, en efecto, le han tratado como a un hermano.
El hombrecito lanzó una exclamación de desprecio.
—Esos pequeños osos no saben lo que significa la hermandad, ni siquiera poseen el menor asomo de humanidad. Me han estado dando pan y agua, nada más, y esto si se dignaban a traérmelo. —Tomó asiento con ademán de cansancio en el banco de roca que había a lo largo de la pared—. ¡Creí que nunca llegarían ustedes aquí! El primer día que fui detenido apelé al consulado terrestre. ¿Y qué sucedió? Quiero decir que todo lo que tenían que hacer era enviar aquí a un hombre, obtener la firma en los papeles de extradición y enviar un transporte planetario para mí. ¿Por qué tardaron tanto tiempo? Me he estado pudriendo ahí sentado…
Se interrumpió en mitad de la frase y miró fijamente a Meyerhoff.
—Ha traído usted los papeles, ¿no es verdad? Quiero decir… ¿nos podremos marchar ahora mismo?
Meyerhoff miró al hombrecito con una mezcla de piedad y disgusto.
—Es usted un loco de cuidado —dijo finalmente—. ¿Sabía usted eso?
Zeckler abrió mucho los ojos.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que soy un loco de cuidado? He pasado un par de semanas en esta trampa para coger neumonías. ¡Pero el convenio valía la pena! He logrado tres millones, que están depositados en el consulado terrestre de Altair Cinco, donde me esperaban para dármelos. Un capital de tres millones, ¿oye usted? ¡Eso es suficiente para vivir boyante toda la vida!
Meyerhoff asintió con un sombrío movimiento de cabeza.
—Si acaso vive lo suficiente para llegar hasta allí y cogerlos —dijo.
—¿Qué quiere decir con eso?
Meyerhoff tomó asiento en la húmeda celda.
—Quiero decir que en estos momentos usted está prácticamente muerto —contestó—. Puede que no lo sepa, pero lo está. Cae usted en un planeta recién abierto al tránsito, provisto de su pequeño saco de trucos inteligentes; se pasea por aquí con un pasaporte dudoso y sin llevar un permiso seguro, no posee conocimientos sobre los nativos a excepción de dos frases llenas de generalidades sacadas de la Guía del Explorador, y a pesar de todo ello, no se contenta con venir aquí a vender algo legítimo, algo que los nativos puedan usar. No, eso es demasiado sencillo para usted. Ha tenido que hacer de nuevo de las suyas. Y esta vez, amigo, tendrá que pagar los platos rotos.
—¿Quiere decir que no harán valer conmigo la extradición?
Meyerhoff sonrió sin amabilidad.
—Eso es precisamente lo que quiero decir. Usted ha cometido aquí un crimen… uno de importancia. Los altaireanos se muestran muy resentidos, y el consulado terrestre no está dispuesto, para sacarle a usted del apuro, a echar por la ventana todas las posibilidades de comerciar con los naturales de aquí. Ha sido sometido a un proceso, y esos nativos harán todo lo posible por anularle. Personalmente, creo que acabarán lográndolo.
Zeckler se puso en pie con ademán airado.
—No crea usted todo lo que le dicen los nativos —dijo, intranquilo—. Son unos embusteros patológicos. ¡No podría imaginarse lo que intentaron venderme a mí! Jamás he conocido a unos mentirosos como estos. Probablemente —acabó, mirando a Meyerhoff— me apretarán un poquito y luego me dejarán marchar.
—Apretarán un poquito su cuello —repuso Meyerhoff, sonriendo con ironía—. Ha cometido usted el más horroroso crimen que esos seres pueden concebir, y si cree que no van a hacérselo pagar, está en un error. Creo, amigo mío, que su vida de estafador ha terminado.
Zeckler buscó en el bolsillo de su interlocutor hasta que encontró un cigarrillo, lo sacó y lo encendió con mano temblorosa.
—Así que el asunto está mal —dijo finalmente.
—Eso es: está mal.
La sombra de una tímida sonrisa, apenas perceptible, se insinuó en el rostro del pequeño estafador.
—Bien, de todos modos me alegro de que le enviaran a usted —dijo débilmente—. Nada mejor que un buen abogado para manejar una causa judicial.
—¿Abogado yo? No. Lo siento, pero no. —Meyerhoff sonrió—. Le daré consejos, pero nada más. Estoy aquí para que usted no empeore las cosas para la Comisión de Comercio, eso es todo. De ningún modo querría verme mezclado en un enredo con esos seres. —Sacudió la cabeza—. Usted habrá der su propio abogado, Mr. Supervendedor. Todo es cosa suya. Y será mejor que saque cuanto antes las castañas del fuego, pues su caso está más perdido que ningún otro del mundo.
Meyerhoff observó el pálido rostro del hombre y sacudió la cabeza tristemente. En cierto modo, pensó, produce lástima contemplar esta transformación. Antes, Zeckler era un hombre con las mejillas sonrosadas, apuesto, engreído, que hablaba rápidamente y que se había metido y luego logrado salir en más apuros de los que podía contar. Era casi inevitable que en cuanto se descubría un lugar rico y sin explotar, fuera él quien primero caía allí para llevarse la primera presa del negocio.
El comercio hizo nacer revendedores, y estos revendedores habían salido de la Tierra con la primera ola de exploración. Eran los listos estafadores que hablaban deprisa y que trabajarían en los nuevos territorios sin que les molestaran las restricciones legales que existían ya en los planetas que sufrían desde hacía tiempo la explotación. Los primeros hombres que llegaran a los nuevos planetas serían pronto los más ricos, y con curiosa inocencia, creían que podían contar siempre con la protección terrestre, fueran cuales fuesen los métodos que emplearan.
Pero de vez en vez se producía algún conflicto, cuando la civilización y las prácticas de las sociedades extranjeras hacían que resultase poco prudente tratar de engañarles. Altair I fue reconocido inmediatamente por la Comisión de Comercio como un centro comercial de tremendo valor, y los primeros informes advertían ya del peligro que suponía comerciar fraudulentamente con el pequeño y húmedo planeta parecido a una jungla, con sus desgarbados habitantes de tres ojos. Advertían claramente contra la táctica basada en el abuso de confianza, empleada con tanta frecuencia.
Pero siempre hay alguien, reflexionó amargamente Meyerhoff, que no hace caso de las advertencias.
Zeckler seguía dando nerviosas chupadas a su cigarrillo. Su delgado rostro denotaba una concentrada preocupación.
—¡Pero si yo no he hecho nada! —exclamó finalmente—. Sólo empleé un viejo truco. ¿Por qué se ponen tan mal? Me hice con unos miles y traté de llevar a cabo un negocio rápido. —Se encogió de hombros elocuentemente y extendió las manos con desesperación—. Todo el mundo lo hace. Ellos mismos lo hacen, los unos a los otros, sin pestañear. Tendría que ver usted a esos seres comerciando. Mi pequeño plan resultaba una fruslería comparado con lo que acostumbran.
Meyerhoff sacó una pipa del bolsillo y empezó a llenar la cazoleta con infinita paciencia.
—Y… ¿qué clase de truco era el de usted? —preguntó tranquilamente.
Zeckler se encogió de hombros de nuevo.
—El más sencillo e inocente truco para producir dinero. ¿Recuerda usted el viejo cuento del tío sobre el puente de Brooklyn? Pues lo mismo. Sólo que estos seres no quieren puentes. Quieren tierra… ese pegajoso y resbaladizo pantano que ellos llaman “tierra de granja”. Así que les di lo que deseaban: les vendí tierra.
Meyerhoff asintió fieramente con la cabeza.
—Claro que lo hizo usted. Un centenar de kilómetros cuadrados. Sólo que usted vendió el mismo centenar de kilómetros cuadrados a una docena de indígenas distintos. ―De pronto, Meyerhoff echó hacia atrás sus manos y lanzó una exclamación—. De todas las cosas que usted no debía de haber hecho… —empezó a decir.
—Pero… ¿qué es un trozo de tierra? —inquirió Zeckler.
Meyerhoff sacudió la cabeza, desesperado.
—Si no se hubiera mostrado tan codicioso, habría estudiado, antes de empezar el negocio, lo que representa un trozo de tierra para esos nativos. También habría podido usted observar otras cosas en ellos. Por ejemplo, que a pesar de todos sus enredos y sus ganas de pelear, no son tan tontos como parecen. Se habría dado usted cuenta de que son marsupiales, y que dos de cada cinco saltan de la bolsa de su madre antes de tener edad suficiente para sobrevivir, y de que tienen que empezar a luchar por sus derechos individuales casi desde que nacen. Cualquier cosa sirve mientras les beneficie como individuos.
Al llegar aquí, Meyerhoff sonrió ante el horrorizado rostro del hombrecito.
—Nunca se había detenido a pensar en todo esto, ¿verdad? —continuó Meyerhoff—. Y tampoco en otras cosas. No se ha enterado de que aquí hay demasiados altaireanos en relación a la comida que el planeta puede proporcionar, y de que son tan melindrosos que no pueden sobrevivir con alimentos que no se produzcan aquí. Consecuentemente, la tierra es el principal factor de su economía; la tierra, no el dinero. Nada más que la tierra.
»Obtener tierra es tener con qué vivir, y perder la tierra significa hambre. Todo su sistema legal y monetario se basa en semejante principio. Han creado el más confuso e imposible sistema de intercambio que se pueda imaginar, enfocado hacia la supervivencia del individuo, con tierras como valor para responder del crédito. Esto explica lo de las mentiras, ¿no? ¡Claro que han de ser embusteros poseyendo una economía como esta! Han olvidado completamente el concepto de la verdad.
»¿Que eso es patológico? ¡Si apuesta usted a que eso es patológico, se luce! Sólo un tonto diría la verdad cuando su vida depende de ser un poco más embustero que el vecino. Mentir es su tradición, una tradición honrada por el tiempo, consecuencia de todo el sistema legal que les envuelve.
Zeckler hizo un ademán de desprecio.
—Pero… ¿cómo es posible que tengan un sistema legal? Quiero decir, ¿no reconocen la verdad cuando ésta les salta a la vista?
Meyerhoff se encogió de hombros.
—Tal como nosotros entendemos un sistema legal, creo que no tienen ninguno. Poseen tan sólo una nebulosa idea de lo que la verdad representa, y esta idea la han anulado por imposible e inútil. —Sonrió con malicia—. Entonces usted vino, encontró un trozo de terreno en las tierras altas y la vendió por separado a una docena de indígenas hambrientos y concentrados en sí mismos.
»¿Sabe usted? El abuso de confianza en un asunto de propiedad privada es en esta planeta motivo justificado para el asesinato, y doce nativos, armados hasta los dientes, fueron al mismo tiempo al mismo trozo de tierra. —Meyerhoff suspiró—. Tiene usted sobre sus hombros a doce altaireanos locos de ira, a todo un planeta loco de ira. Mientras tanto, el más valioso filón de uranio de que la Tierra ha dispuesto en cinco siglos amenaza con desaparecer, a menos que la gente de aquí vea la sangre de usted formando un amplio río.
Zeckler estaba visiblemente afectado.
—Escuche —dijo débilmente—, yo no soy tan listo. ¿Qué puedo hacer? ¿Va usted a permanecer sentado mientras me entregan al verdugo? ¿Cómo voy a poder defenderme en un tinglado legal como éste?
Meyerhoff sonrió fríamente.
—Creo que va a tener que devanarse los sesos de estafador —repuso en voz baja—. De acuerdo con los Reglamentos Interplanetarios, tienen que celebrar el juicio contra usted siguiendo la forma legal terrestre… es decir, con juez, jurado, proceso, etc. Los nativos toman eso como una gran broma. Después de todo, ¿qué significa para ellos un juramento judicial? Pero se muestran de acuerdo. Ahora bien, están dispuestos a ahorcarle a usted, caso de que les falle el proceso judicial. Así que lo mejor que puede hacer es pensar en algo para salir del atolladero…
»Ahora bien, si intenta usted complicarme a mí, aunque sea lo más mínimo, me marcharé de aquí con tanta rapidez que no sabrá usted lo que ha sucedido.
Tras de decir esto, Meyerhoff se dirigió hacia la puerta. Abrió ésta violentamente y dos guardianes dieron de bruces en el suelo.
—¡Creo haber dicho en privado! —gruñó.
Luego empezó a atravesar el resbaladizo corredor.
Por lo menos, aquello parecía una sala de audiencia. En el lugar principal de la larga y húmeda habitación de piedra había una mesa con un sillón tras ella y una silla más pequeña a la derecha. A la izquierda se alzaba un estrado con doce sillones… unos sillones amplios que tenían por delante una barandilla.
El resto de la habitación se hallaba ocupado por asientos colocados de cara a la mesa. Zeckler, moviendo la cabeza con ademán de aprobación, siguió al despeinado guardián hasta el interior de la habitación.
—No está mal —dijo el procesado—. Han asimilado pronto la idea.
Meyerhoff se limpió el sudor de su frente y dedicó al pequeño estafador una mirada de piedra.
—Por lo menos ha logrado usted una sala de audiencia, un juez y un jurado, que desatarán todo este lío. Más allá de eso… —y se encogió de hombros elocuentemente—, no puedo hacer ninguna promesa.
En la parte de atrás de la habitación, una puerta se abrió con gran estrépito. Se oyeron fuertes y roncas voces al tiempo que media docena de enormes altaireanos intentaban penetrar a la vez. Zeckler conectó su casco traductor sin dejar de observar con creciente alarma el escándalo de la antecámara. Finalmente, la cuestión de quién tenía que pasar primero pareció ponerse en claro, y en la sala penetró un grupo por orden de estatura. Los recién llegados, que vestían flotantes togas negras ―en lo alto de las cuales surgían sus rostros con narices de porra―, atravesaron la habitación con aires de importancia, acomodándose en el palco preparado para el jurado. Pero antes de sentarse gruñeron y se pelearon unos con otros, pues todos pretendían ocupar los asientos de primera fila.
El juez ocupó también su sillón tras de la mesa de madera, con patente satisfacción. Finalmente, apareció el fiscal flanqueado por dos escribientes, que se sentaron junto a él. El fiscal miró a Zeckler con fría malevolencia y luego, mirando al juez, hizo a éste un tímido guiño.
Un momento después se oyó en la habitación un rumor de gente. Enormes seres parecidos a osos se empujaban los unos a los otros y se peleaban por los asientos, sin dejar de gruñir y de quejarse. Dos pequeñas batallas estallaron en la parte de atrás, pero fueron rápidamente sofocadas por el grupo de gendarmes que guardaba la puerta. Por último, el juez miró a Zeckler con sus tres ojos y luego dio golpes con la maza de madera hasta que el rumor de las peleas fue apagándose. Los jurados se movieron intranquilos en sus asientos, cambiando guiños entre sí, pero al cabo dedicaron su atención a la parte principal de la sala de audiencia.
—Vamos a juzgar el caso que presenta el pueblo de Altair I —dijo el juez en alta voz— contra el llamado Harry Zeckler…
Hizo una pausa que duró un largo e impresionante momento y añadió:
—Terrestre.
Toda la habitación estalló inmediatamente en un gruñido de ira, tanto que el juez tuvo que golpear la mesa con su maza cinco o seis veces más.
—Este… esta criatura —empezó el juez— está acusado de los siguientes crímenes: conspiración para derribar al gobierno de Altair I; brutal asesinato de diecisiete honrados ciudadanos a las tres de la madrugada durante su segundo período de vida en el planeta; profanación del templo de nuestra bienamada diosa Zermat, reina de la cosecha; conspiración con los dioses menores para originar una sequía sin precedentes en nuestro bello mundo; obscena exposición de las marcas de su bolsa en una plaza pública; cuatro separados y distintos cargos de soborno y evasión de la cárcel. —Al llegar aquí, el juez volvió a golpear la mesa pidiendo orden—. Espionaje en favor de la maldita horda de Altair II, que prepara una invasión interplanetaria.
La mandíbula del pequeño estafador se relajaba cada vez más, y el color huía de su rostro. Con los ojos muy abiertos, se volvió hacia Meyerhoff y luego de nuevo al juez.
—El presidente del jurado leerá el veredicto —dijo sucintamente el juez.
El pequeño nativo que se encontraba en medio del jurado se alzó como un muñeco accionado por un muelle.
—Consideramos culpable al procesado de todos los cargos —dijo.
—¡El procesado es culpable! La sala pronunciará la sentencia…
—¡Espere, espere un minuto! —pidió Zeckler puesto en pie, con ojos de loco—. ¿Qué clase de mojiganga…?
El juez, desconsolado, miró a Paul Meyerhoff.
—¿Aún no? —preguntó con disgusto.
—No —contestó Meyerhoff, retorciendo nerviosamente sus manos—. Aún no, señoría. Más tarde, señoría. Primero se hace el juicio.
El juez parecía un niño a quien le hubieran quitado los bombones.
—Pero usted dijo que yo podría pronunciar el veredicto.
—Más tarde. Tienen ustedes que hacer el juicio antes de pronunciar el veredicto.
El altairano se encogió de hombros con indiferencia.
—Bien… Pues más tarde —murmuró.
—Que el fiscal llame a su primer testigo —dijo Meyerhoff.
Zeckler, con el rostro color de ceniza, se inclinó hacia él.
—¡Esos cargos! —murmuró—. ¡Están locos!
—Claro que lo están —le contestó Meyerhoff.
—Pero… ¿qué puedo yo hacer…?
—Tenga paciencia. Dejémosles que presenten las cosas.
—Pero esos cargos… Son unos mentirosos, todos lo son…
Se interrumpió al ver que el fiscal pronunciaba un nombre a voces.
El desgarbado bruto que subió al estrado llevaba un sombrero de color púrpura brillante inclinado graciosamente sobre una oreja. Mirando al fiscal, sonrió. Es decir, enseñó los dientes en un gesto de hambre, cosa que era lo equivalente de una sonrisa para los altairianos. Luego se aclaró la garganta y comenzó:
—Este sinvergüenza terrestre…
—El juramento —murmuró el juez—. Tiene usted que prestar juramento.
El fiscal asintió con un movimiento de cabeza, y cuatro nativos se adelantaron llevando hasta el estrado unos enormes trozos de mármol con algo escrito en ellos. Uno por uno, los trozos de mármol fueron reverentemente apilados a los pies del testigo. Éste colocó una enorme pata peluda sobre el montón y el fiscal dijo:
—¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo jura usted ante…? —El juez hizo una pausa, echó una ojeada al papel que tenía en la mano y acabó la frase con entonación misteriosa—: ¿Ante la diosa?
El testigo retiró su pata del montón de mármol el tiempo necesario para rascarse una oreja.
Luego la volvió a colocar y en tono dolido contestó:
—Naturalmente.
—Entonces diga a la sala todo lo que ha visto referente a las actividades de este abominable sinvergüenza.
El testigo se dejó caer de nuevo en su silla, clavó uno de sus ojos en el rostro de Zeckler, otro en el fiscal, y cerró el tercero como si meditara.
—Creo que la cosa sucedió la cuarta noche del séptimo cruce con Altair II… que la diosa mande la mayor sequía a ese planeta… ¿O era tal vez la séptima noche del cuarto cruce? —El testigo sonrió al juez en son de disculpa—. Yo atravesaba mi pueblo camino de mi bendito trozo de tierra pensando en mis propios asuntos, señoría. Después de semanas de trabajo, había llegado el tiempo de recoger la cosecha. De pronto, de la sombra que proyectaba el edificio salió este ser… —señaló con una de sus patas a Zeckler—, el cual me detuvo dando un terrible grito. Llevaba un arma que yo nunca había visto antes, y sin que yo pudiera decir nada, hizo que me acercara a la pared. Pude ver por el cruel brillo de sus ojos que en su corazón no había ni cordialidad ni simpatía y que yo estaba…
—¡Protesto! —exclamó lastimeramente Zeckler poniéndose en pie—. El testigo no puede ni siquiera recordar en qué noche sucedió lo que cuenta.
El juez pareció sorprendido. Luego revolvió inquieto su puñado de notas.
—Denegada la protesta —dijo de pronto—. Continúe, haga el favor.
El testigo miró a Zeckler triunfante.
—Como estaba diciendo antes de esa tonta interrupción —murmuró—, pude darme cuenta de que me encontraba cara a cara con el más desesperado de los criminales, incluso entre los terrestres. No hay más que fijarse en la forma de su cabeza, en la flojedad de sus orejas. Yo estaba petrificado por el miedo. Entonces, indefenso como me hallaba, este abominable ser de dos piernas empezó a amenazar mi bendito hogar y a decirme que envenenaría mi tierra a menos que yo le dijera dónde se hallaba el lugar en que descansa nuestra bendita diosa…
—¡Jamás le he visto en mi vida! —gimió Zeckler, dirigiéndose a Meyerhoff—. ¡Ya le ha escuchado usted! ¿Por qué diablos tenía yo que preocuparme por el lugar donde su diosa…?
—La diosa rige las cosas de aquí. Ella hace que llueva. Y si no llueve, es que alguien la ha insultado. Es muy sencillo.
—Pero… ¿cómo puedo yo luchar contra un testigo como ese?
—Dudo que pueda usted luchar contra algo.
Zeckler miró al jurado, cuyos componentes escuchaban extasiados al segundo testigo, que ya había subido al estrado. Este testigo declaraba a propósito del asesinato de dieciocho personas —“¿O eran veintitrés? ¡Oh, sí, veintitrés!”—, todas ellas mujeres y niños, cosa que había sucedido en el suburbio de Karzan. Al parecer, aquel pogrom había sido llevado a cabo con una enérgica arma que abría grandes agujeros en las paredes de los edificios. Un tercer testigo subió al estrado, continuando los cargos contra el acusado, mientras en toda la sala se notaba hervir la ira y se oían amenazas. Zeckler estaba cada vez más pálido y sus ojos se vidriaban al oír las acusaciones que sin cesar amontonaban contra él los testigos.
—Pero todo eso es… mentira —murmuró, dirigiéndose a Meyerhoff.
—¡Claro que lo es! ¿No comprende usted? Esa gente no tiene la menor consideración a la verdad. Para ellos, decir la verdad es algo estúpido, tonto, una prueba de inteligencia inferior. La única cosa que respetan en el mundo es a un mentiroso más grande y más hábil que ellos.
Zeckler miró de pronto a su alrededor al oír pronunciar su nombre.
—¿Tiene el acusado algo que decir antes de que el jurado pronuncie su veredicto?
—Sí, tengo algo que decir.
Zeckler, cuyas pálidas mejillas se habían encendido súbitamente con un brillo de fiebre, cruzó la habitación como un relámpago. Luego tomó asiento con el mayor cuidado en la silla de los testigos, enfrente del juez. Sus ojos brillaban de miedo y excitación.
—Señoría, yo… yo debo hacer una declaración que tiene mucho que ver con este caso. Debe usted escuchar con la mayor atención. —Miró rápidamente a Meyerhoff y luego de nuevo al juez—. Su señoría —añadió con voz misteriosa— se halla en grave peligro. Todos ustedes lo están. Sus vidas están en peligro… Su mundo lo está también.
El juez entornó los ojos y revisó rápidamente sus notas mientras en la sala se alzaba un murmullo.
—¿Nuestra tierra? —preguntó el juez.
—Sus vidas, su tierra, todo lo que ustedes aprecian más… ―añadió rápidamente Zeckler, pasándose nerviosamente la lengua por los labios—. Debe usted intentar comprenderme en seguida —continuó, mirando escamado por encima de su hombro—, porque a lo mejor no vivo lo suficiente para repetir lo que tengo que decirle…
El murmullo se aquietó y todos los oídos se aguzaron dentro de los cascos de auriculares para escuchar sus palabras.
—Esos cargos —continuó Zeckler—, todos ellos, son la pura verdad. Por lo menos, parecen ser perfectamente ciertos. Pero en todas las ocasiones a que se refieren trabajaba con toda mi alma, arriesgando mi vida, por el bienestar del bello planeta de ustedes.
Se produjo un largo siseo en el fondo de la sala. Zeckler frunció el ceño y se frotó las manos.
—Tuve la desgracia —continuó— de equivocarme la primera vez que vine a Altair procedente de la Tierra. Yo… yo desembarqué en Altair II, un grave error, pero que ha resultado ser, en realidad, un error afortunado. Porque al intentar comerciar en aquel feo lugar, establecí ciertos contactos. —Su voz tembló y bajó de tono—. Me enteré de las cosas horribles que esos bárbaros planean contra este planeta. La conspiración la realizan ellos, no yo. Ellos han sobornado a la diosa de ustedes, la han halagado y le han mentido, coaccionándola para que su todopoderosa fuerza se ponga de parte de sus malvados intereses, preparándola para el día en que puedan al fin persuadirla de que sentencie a esta tierra a sufrir el fiero horno de una sequía que dure diez años…
Alguien que estaba situado en medio de la sala estalló en risas. Los nativos se dieron codazos el uno al otro y todos se pusieron a gritar y a reír, hasta que el ruido fue tan fuerte que apagó las palabras de Zeckler.
—Es obvio que el acusado miente —gritó el fiscal por encima de aquel pandemónium—. Cualquier tonto sabe que la diosa no puede ser sobornada. ¿Cómo podría ser diosa si fuera así?
Zeckler palideció.
—Pero …pero quizás ellos son muy listos…
—¿Y cómo pueden halagarla si ella sabe, sin la menor duda, que es la más exquisita y radiante criatura de todo el Universo? ¡Y usted se atreve a insultarla, a arrastrar su nombre por el barro!
Los siseos se hicieron más fuertes, más beligerantes. En la sala se oyeron frases como: “¡Matadle! ¡Quemadle las tripas!” El juez, cuya mirada era iracunda, golpeo con la maza pidiendo silencio.
—A menos que el acusado quiera seguir robando nuestro precioso tiempo con sus ridículas mentiras, el jurado…
—¡Espere! Señoría, pido un corto aplazamiento con objeto de poder presentar mi alegato final.
—¿Un aplazamiento?
—Sí, unos cuantos minutos para ordenar mis pensamientos, para preparar mi caso.
El juez se echó hacia atrás lanzando una exclamación de disgusto.
—¿Debo concederlo? —preguntó a Meyerhoff.
Meyerhoff asintió con la cabeza. El juez se encogió de hombros, señaló la antecámara por encima de su hombro y dijo:
—Puede usted entrar ahí.
Como pudo, Zeckler bajó del estrado de los testigos, atravesó la habitación en medio de risas y siseos y penetró en la antecámara.
Zeckler dio voraces chupadas a su cigarrillo y miró a Meyerhoff con ojos de alucinado.
—Esto… esto no se presenta bien —murmuró.
Los ojos de Meyerhoff reflejaban también la mayor preocupación. Por alguna razón había sentido admiración y piedad por el desgraciado estafador.
—Se presenta peor aún de lo que yo pensaba —admitió sombríamente—. Ha dado usted con una buena salida, pero el caso es que no sabe lo suficiente sobre ellos y sobre su diosa. —Tomó aliento con ademán cansado—. No sé qué pueda hacer. Piden su sangre y la obtendrán. No le creerán a usted, por más gorda que sea la mentira que diga.
Zeckler permaneció silencioso durante unos momentos.
—Ese asunto de las mentiras —dijo finalmente—, ¿cómo funciona?
—Pues que vence el mentiroso más grande y con más poder para convencer. Ya ve si es sencillo. No importa lo inverosímil que sea la mentira que se les diga. A menos, naturalmente, que crean que ellos son aún más mentirosos. Y eso es lo que ahora ha pasado. No tiene la menor importancia lo que se les diga… mientras se les haga creer.
—¿Y cómo consideran al… al más gran mentiroso? Quiero decir… ¿qué es lo que sienten hacia él?
Meyerhoff se agitó intranquilo.
—Es difícil de explicar. Según mis informes, le respetan en alto grado… quizás incluso le temen un poco. Después de todo, el más convincente mentiroso gana siempre en cualquier transacción, obteniendo más tierra, más comida, más poder. Sí, creo que el mayor mentiroso puede ir a donde le plazca sin que nadie se meta con él.
Zeckler se había puesto en pie. Sus ojos mostraban el brillo de la excitación.
—Espere un instante —dijo con voz tensa—. Hay que decirles una mentira que tengan que creer… una mentira que no puedan por menos de creer… —Se volvió hacia Meyerhoff con las manos temblorosas—. Al pensar, ¿proceden de la misma manera que nosotros? Quiero decir, ¿con lógica, pesando la causa y el efecto, examinando las pruebas y sacando conclusiones? Si se les muestran ciertas pruebas, ¿sacarían las mismas conclusiones que sacamos nosotros?
Meyerhoff entornó los ojos.
—Bien… Sí. ¡Oh, sí! Son perfectamente lógicos.
Los ojos de Zeckler relampaguearon y una enorme sonrisa dilató sus hundidas mejillas. Su delgado cuerpo sufría estremecimientos. Permaneció un rato pensando, apoyándose ora en un pie, ora en otro, en tanto miraba sin ver con expresión idiota.
—Si yo pudiera acordarme… —murmuró—. Algo… algo que he leído…
—¿De qué está usted hablando?
—Creo que se trataba de un escritor griego…
Meyerhoff le miró fijamente.
—¡Vamos! ¿Es que se ha vuelto usted loco del todo? ¡Piense que tiene usted un gran problema entre las manos, hombre!
—¡No, no! El problema lo tengo ya en el saco —contestó Zeckler, con las mejillas llameantes—. Volvamos a la sala. Creo que he dado con la solución.
La sala se aquietó en el mismo instante en que ellos abrieron la puerta. El juez golpeó la mesa con la maza pidiendo silencio. En cuanto Zeckler hubo tomado asiento en el estrado de los testigos, el juez se volvió al presidente del jurado.
—Y ahora —dijo con alegría—, el jurado…
—¡No siga! ¡Sólo un minuto más!
El juez miró a Zeckler como si éste fuera un gusano colocado sobre una roca.
—¡Ah, sí! —dijo—. Usted tiene algo más que decir. Bien, pues hágalo.
Zeckler echó una rápida mirada a la apaciguada sala.
—Ustedes me quieren dar por convicto con todos los agravantes, ¿no es cierto? —dijo suavemente.
Todos los ojos se clavaron en él. El juez mostró una maligna sonrisa.
—Así es.
—Pero ustedes no pueden darme por convicto hasta que no hayan considerado atentamente todo lo que yo diga en mi propia defensa. ¿No es así?
El juez pareció sentirse incómodo.
—Si de verdad tiene algo que decir, dígalo de una vez.
—Tengo tan sólo que declarar una cosa. Breve y tajante. Pero ustedes han de escucharla y pensar cuidadosamente sobre ella antes de decidir si realmente tienen deseos de declararme convicto. —Hizo una pausa mientras mirada insidiosamente al juez—. Ya se que ustedes, al parecer, no aprecian mucho al que dice la verdad. Pues bien, entonces retengan en la memoria la frase siguiente: todos los terrestres —su voz sonó clara y fuerte en la silenciosa habitación— son absolutamente incapaces de decir la verdad.
En los rostros del jurado se produjeron fruncimientos de extrañeza. Algunos cambiaron entre sí miradas de asombro, en tanto que la sala se mantenía completamente silenciosa. El juez miró al acusado, luego a Meyerhoff y, por último, de nuevo al primero.
—Pero usted… —tartamudeó—. Usted es…
Se detuvo en mitad de la frase con la mandíbula relajada.
Uno de los del jurado dejó escapar un pequeño graznido y se desmayó. En general, todos los demás tardaron unos diez segundos en comprender lo que el procesado había dicho.
Entonces el pandemónium volvió a estallar en la sala de justicia.
Harry Zeckler se arrellanó cómodamente en el sillón de la cabina de control del cohete interplanetario y sonrió al ver que la forma de Altair IV se iba ensanchando por momentos en la pantalla del visor.
—En realidad —dijo con altivez—, la cosa era tan obvia que me sorprende que no se me ocurriera en el primer momento.
Paul Meyerhoff, con los labios fuertemente apretados y una expresión de enfado en su rostro, miraba fijamente el tablero de mandos.
—Al menos debía de haberme dicho lo que estaba planeando —dijo.
—¿Y correr el albur de ser oído? No sea tonto. La cosa tenía que caer como una bomba. Yo tenía que presentarme como un mentiroso, el más mentiroso de iodos, pero tenía que contar la suerte de mentira con la que ellos no podían competir. Algo que les sumiera en tal confusión que no se atrevieran a darme por convicto.
Mirando a Meyerhoff, Zeckler sonrió con ironía.
—La paradoja de Epiménides de Creta. La cosa les dejó completamente fríos. Ellos sabían que yo era un terrestre, lo que significaba que mi afirmación de que los terrestres son mentirosos era una mentira, lo que significaba a su vez que quizá no era yo un mentiroso, en cuyo caso… ¡Oh, fue algo muy bien urdido!
—Sí, seguramente lo fue —contestó Meyerhoff con desprecio.
—Bien, eso me convertía en un mentiroso de un rango con el que ellos no podían competir, ¿no es cierto?
El rostro de Meyerhoff era de color púrpura debido a la ira.
—¡Oh, por supuesto! Y colocaba usted a todos los terrestres exactamente en el mismo plano…
—Sí, pero… ¿qué es el honor entre los ladrones? Salí del aprieto, ¿no le parece?
Meyerhoff se volvió fieramente hacia él.
—¡Sí, salió usted del aprieto de manera brillante! Les dejó patidifusos. Quedaron como al que le pasa la corriente y piensa que jamás volverá a acercarse a lo que pueda producir un cortocircuito. Usted ha cortado para siempre toda esperanza de establecer una alianza comercial con Altair I, y eso incluye al uranio. Les ha asustado tanto que ya no querrán nada con nosotros.
Zeckler acentuó su sonrisa y se arrellanó voluptuosamente en su asiento.
—Sí, claro —contestó—. El punto de mira de usted era solamente el acuerdo comercial, ¿verdad? ¡Qué lástima! ―Chasqueó la lengua con tristeza—. Yo, por mi parte, tengo una fortuna esperándome en el consulado… lo suficiente para vivir forrado durante una temporada, por así decirlo. Creo que me voy a tomar unas hermosas y largas vacaciones.
Meyerhoff se volvió hacia él y una expresión de maligna alegría apareció en sus ojos.
—Sí, creo que se las tomará usted. En realidad, estoy seguro de ello. Y también de que no le costarán a usted nada.
—¿Eh?
Meyerhoff sonrió con ironía. Se quitó de su solapa una mota imaginaria y miró a Zeckler con expresión de astucia.
—Ese… bueno, llamésmole juicio. Los altaireanos no estaban muy deseosos de celebrarlo. Lo que querían era su dinero. Pensaban que un juicio es algo estúpido… pero permitieron que se celebrara cuando ya habían recobrado su dinero. No demasiado. Sólo tres millones.
Zeckler se tornó blanco.
—Pero… ¡ese dinero estaba en un banco, en custodia!
—¿De veras? ¡Dios mío! ¿Suponía usted que iban a perder esos papeles? —dijo riendo Meyerhoff—. Y de paso, le diré a usted que está arrestado.
Un ruido como de ahogo brotó de la garganta de Zeckler.
—¡Arrestado!
—¡Oh, sí! ¿No se lo había dicho? Conspiración para socavar la autoridad de la Comisión de Comercio Terrestre. Una acusación muy seria. Sí, creo que cuando lleguemos a la Tierra pasaremos juntos unas bonitas y largas vacaciones. Y creo también que tendrá usted que enfrentarse con un juicio.
Zeckler explotó:
—¡No hay pruebas! ¡No tiene ni una prueba! ¿Qué clase de acusación está usted tramando?
—Una hermosa acusación. Resulta una jaula hermética y usted queda encerrado dentro. Y esta vez…
Meyerhoff golpeó su pulgar con un cigarrillo en un ademán de alegre decisión.
—Y esta vez —continuó—, no creo que encuentre usted una salida.
Fin