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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

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    APAGADAS ESTÁN LAS LUCES (Richard Laymon)

    Publicado en noviembre 20, 2017

    Apagadas…, apagadas están las luces…, ¡todas ellas! Y sobre cada temblorosa forma, cae el telón, palio funeral, con la acometida de una tormenta. Y los ángeles, pálidos y tenues, alzándose sin velos, afirman que la obra es la tragedia Hombre, y el héroe, el Gusano Conquistador.
    EDGAR ALLAN POE


    Prólogo

    —¿Estás segura de que no es visitada por los fantasmas? — preguntó Ray.

    La casa de estilo Victoriano, curtida por la intemperie, arrojaba su sombra sobre el patio delantero lleno de malezas y el Trans Am de Ray.

    —¿No sería estupendo? — dijo Tina-. Nunca he visto un fantasma.
    —Esta puede ser tu gran oportunidad.

    Ray tiró de la manija de la portezuela, pero vaciló y volvió a mirar por el parabrisas. Se mordió el labio inferior.

    —¿Prefieres que no nos quedemos? — preguntó Tina-. Quiero decir, sólo porque Todd se ofreciera a permitirnos usarla, no estamos obligados a quedarnos. Podemos buscar algún otro lugar si quieres. Un motel o algo así.
    —Creo que servirá-dijo Ray.
    —Simplemente es vieja. Me dijo que no esperara demasiado. La compró para acondicionarla.
    —¿Y cuándo piensa empezar?

    Tina sonrió.

    —Puede que sea maravillosa, una vez estemos dentro.
    —No me gustan esos barrotes en las ventanas.
    —Ha tenido unos cuantos problemas con los gamberros. Esto está tan aislado…
    —Sólo espero que no se produzca un incendio. Un lugar viejo como éste ardería como papel. Y esos barrotes… No sé, Tina. Me da mala espina.
    —Has visto demasiadas películas, ese es tu problema.
    —¿De veras?
    —Echemos al menos una mirada dentro.
    —¿Por qué no?

    Salieron del coche. En la sombra, la brisa del océano puso carne de gallina en la desnuda piel de Tina. Echó hacia delante el asiento trasero del coche, y rebuscó algo detrás.

    —Deja la comida y las cosas hasta que hayamos echado una mirada.
    —Estoy buscando mi blusa -dijo Tina.

    La encontró metida detrás de la cesta de picnic que habían usado en la playa, y tiró de ella.

    Ray hizo una mueca de disgusto mientras se la ponía.

    Tina sonrió.

    —No quiero que los fantasmas me vean en bikini -dijo.
    —No hay nada peor que un fantasma lascivo.

    Mientras ella se abrochaba la blusa, Ray metió una mano por la parte de atrás del sucinto pantaloncito de su bikini. La piel de Tina estaba húmeda aún del baño. Ella agradeció aquella mano cálida y seca.

    Él empezó a retirarla.

    —Ohhhh, sigue…

    Ray le dio una palmada en el trasero.

    —Tempís is fugitating. Echemos una mirada al interior, y luego vayámonos. Hay un buen trecho hasta el motel más cercano.
    —Quizá después de todo te guste.
    —Bueno, el precio no está nada mal. ¿Tienes la llave?
    —Aquí.

    Alzó su bolso del suelo del coche, y se lo colgó del hombro.

    Cruzaron el patio lleno de maleza y subieron media docena de escalones hasta un porche cubierto que se extendía a lo largo de toda la parte frontal de la casa. Mientras rebuscaba en su bolso, Tina vio el pesado llamador de bronce de la puerta…; una calavera.

    —Aquí tienes a tu Todd -dijo, sonriendo-. No es extraño que comprara el lugar. Es tan él.

    Ray no pareció divertido.

    —¿Qué crees que es Todd, un comecadáveres? — comentó.
    —Realmente hay que reconocer que es apuesto.
    —¿De veras?

    Ella siguió buscando la llave, vuelta hacia la puerta para ocultar su sonrisa. Ray podía ser tan infantil a veces… Era divertido lanzarle el cebo de tanto en tanto, pero sabía también cuándo debía parar. Si iba demasiado lejos, él podía aplicar su tratamiento de silencio.

    Encontró la llave.

    —¿Listo?
    —Como siempre.

    La metió en la cerradura, y la hizo girar. El pestillo se descorrió con un clac. Empujó la puerta, gozando con el chirrido de sus goznes.

    —Naturalmente, chirrían -murmuró Ray.
    —Les echaremos un chorro de aerosol lubricante antes de irnos. Eso lo arreglará.

    Aquello hizo sonreír a Ray.

    «Todo está bien», pensó ella.

    Entró en el vestíbulo sumido en la penumbra, captó con el rabillo del ojo a alguien a su lado, y se echó bruscamente hacia atrás. Colisionó con Ray.

    Riendo, él la sujetó entre sus brazos.

    —¿Quién es el nervioso ahora? — preguntó, y señaló con la cabeza hacia el espejo de la pared-. Mira que asustarte de tu propio reflejo…

    Ella tiró del elástico de los bermudas de Ray y luego lo soltó.

    —Bien por ti -dijo. Luego se apartó de él y miró a su alrededor-. El lugar es más bien deprimente -admitió.

    Ray accionó un interruptor. La luz del techo se encendió.

    —Al menos hay electricidad.

    Tina avanzó hasta el pie de la escalera. Los peldaños eran estrechos y empinados. En un descansillo a medio camino, giraban a la derecha y desaparecían.

    —El dormitorio debe de estar ahí arriba -dijo.
    —Ve tú delante, yo esperaré aquí.
    —Ja, ja, ja.
    —¿Prefieres que abra yo camino?
    —Por favor.

    Él cerró la puerta de entrada, y empezó a subir la escalera delante de ella.

    —Cuidado -advirtió-. Espejo al frente.

    Ella tiró hacia abajo de sus bermudas.

    —¡No lo hagas! — protestó Ray sujetándoselos a la altura de sus rodillas-. ¿Quieres que tropiece?
    —Entonces no seas tan listo.
    —Lo siento, lo siento-dijo él, volviendo a subirse los bermudas.
    —Eres un tonto -dijo Tina.
    —Gracias.
    —Y un chiflado, creo.

    En lo alto de la escalera, llegaron a un estrecho pasillo. Las dos únicas ventanas, una a cada extremo, estaban cubiertas por pesados cortinajes rojos.

    —Encantador -dijo Tina.
    —Tu amigo es un gran decorador.

    Ray encontró un interruptor. Débiles bombillas cobraron vida en candelabros a lo largo de las paredes.

    Probó una puerta. Estaba cerrada.

    —Estupendo -murmuró.
    —Espero que no sea el cuarto de baño.

    Ray probó otra puerta al otro lado del pasillo, y miró a Tina cuando el pomo giró. Empujó la puerta y la abrió. La habitación estaba desnuda.

    Tina se alzó de hombros.

    —Tiene un gusto más bien austero en cuanto a muebles.
    —Yo diría que sí.

    Encontraron otras dos habitaciones completamente vacías, luego el cuarto de baño.

    —Hemos tenido suerte -dijo Tina.

    Entraron. Cuando vio la enorme bañera, Tina sonrió extasiada.

    —Es magnífica.
    —No hay ducha.
    —¡Pero mira su tamaño! Incluso tiene patas. Debe de ser realmente antigua. ¡Muchacho, no puedo esperar!
    —¡No pretenderás quedarte aquí!
    —Miremos si hay algún dormitorio.
    —Si no hay ningún dormitorio, ¿nos iremos?
    —Entonces podremos irnos.

    Salieron del cuarto de baño. Tina avanzó apresuradamente delante de Ray, y abrió la última puerta de la derecha.

    —Voilá!
    —Mierda -murmuró él.

    Llegó hasta el final del pasillo, y miró dentro.

    —Bien, no se puede decir que sea miserable, ¿verdad?
    —No, está bien -admitió Ray.

    Tina se quitó las sandalias con un par de golpes de talón, y caminó cruzando la suave blandura de la moqueta.

    —En absoluto miserable.

    Se subió a la enorme cama de matrimonio y caminó sobre el colchón, observando el amplio tocador, el armario, y su propia imagen en los grandes espejos de la pared.

    Ray la contempló, dejando que una sonrisa aflorara lentamente en su rostro.

    —Creo que esto nos irá estupendamente -dijo ella-. ¿No lo crees tú también?
    —No está mal.
    —Mejor que cualquier mugriento motel, ¿correcto?
    —Correcto.

    Se dejó caer, brazos y piernas abiertos, sobre el colchón. Sonriendo lánguidamente, se desabrochó la blusa.

    —Quizá será mejor que vayamos a echar una mirada abajo -dijo Ray.
    —¿Ahora mismo? — Quitándose la blusa, rodó boca abajo. Se apretó contra el suave edredón. Llevándose las manos a la espalda, se soltó la parte superior del bikini-. ¿En este preciso momento? — insistió, arrastrando las palabras.

    Y sonrió al cálido contacto de las manos de Ray.

    Tina se apartó del cálido cuerpo dormido de Ray. Se sentía reacia a abandonar la cama, pero la habitación estaba casi a oscuras, y tenía hambre. Ray probablemente se despertaría hambriento también. Sería bueno tener la cena caliente cuando se levantara.

    Si había alguna forma de calentarla.

    Saltó de la cama, tomó su blusa, y se dirigió silenciosamente hacia una de las ventanas. A través de la reja, miró al coche de Ray. Podía traer las bolsas de la comida, y dejar que el equipaje esperara.

    De todos modos, sería mejor que subieran también pronto las maletas. Un denso y gris banco de niebla estaba avanzando desde la costa. Colgaba ya entre los árboles cercanos a la carretera. Cuando llegara allí, era probable que quisieran ponerse algo más de abrigo.

    Se apartó de la ventana y miró a Ray. Seguía dormido, su bronceada espalda una mancha oscura contra las blancas sábanas. Se puso las sandalias. Con la blusa en la mano, se encaminó a la puerta.

    Antes de salir al pasillo, miró hacia ambos lados. Se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y se llamó idiota. ¿Qué esperaba, por el amor de Dios, vehículos circulando?

    Se dirigió hacia la escalera. Ray había dejado las luces encendidas. Las bombillas en forma de vela en los candelabros de las paredes arrojaban débiles sombras mientras caminaba por el pasillo, sombras dentro de sombras, superponiéndose y persiguiéndose las unas a las otras a lo largo de ambas paredes. Al observarlas agitó los brazos y dio vueltas sobre sí misma. Las sombras se volvieron locas. Pateó y giró, agitando alocadamente la blusa por encima de su cabeza.

    Un sonido bajo, como un lamento, la inmovilizó de pronto. Se mantuvo quieta cerca de la escalera, escuchando.

    El sonido, reflexionó, había procedido de detrás de la puerta…, la primera puerta junto a la escalera, aquella que habían encontrado cerrada.

    Sintiéndose bruscamente tímida y vulnerable, se puso la blusa. La abrochó, con los ojos fijos en la puerta.

    Su mano se cerró en el pomo.

    ¿Y si ahora no estaba cerrada?, pensó.

    Apartó la mano.

    Retrocedió, observando la puerta, y sintiendo que algo aferraba su estómago, casi como si esperara que la hoja se abriera de golpe. Luego se dio la vuelta y echó a correr hacia el dormitorio.

    —¿Ray? — llamó en la oscuridad. Su mano tanteó la pared en busca de un interruptor-. ¡Ray!
    —¿Eh?

    Lo encontró, y una brillante luz brotó encima de la cama. Ray se sentó, parpadeando.

    —¿Qué demonios estás haciendo? — preguntó.
    —Salgamos de aquí.
    —Creí que…
    —He oído algo.

    Él apartó las sábanas, se sentó al borde de la cama, y recogió sus bermudas del suelo.

    —¿Qué has oído?
    —Sonaba como un lamento.
    —¡Jesús!
    —Puede haber sido mi imaginación, supongo.
    —Pero ¿y si no lo fuera?
    —Lo sé.

    Rebuscando entre las sábanas, encontró su bikini. Se puso rápidamente el brevísimo slip, metió la parte superior en su bolso, y se apresuró detrás de Ray.

    Él se detuvo en el umbral.

    —¿Dónde lo has oído?
    —Al final del pasillo. Junto a la escalera. Creo que salió de la habitación que tenía la puerta cerrada.
    —¡Cristo, eso significa que vamos a tener que pasar por delante!
    —Quizá no sea nada.
    —Vamos a ir corriendo. Correremos todo el pasillo, y luego escalera abajo, y luego fuera de la casa. — Tomó las llaves de su coche del pequeño bolsillo lateral de sus bermudas-. ¿Preparada?
    —Creo que sí.
    —De acuerdo entonces. ¡Adelante!

    Corrió delante de ella por el pasillo. Tina corrió tras sus talones, intentando no quedarse atrás, pero Ray estaba ya a una docena de pasos por delante de ella cuando la puerta junto a la escalera se abrió de golpe.

    Un hombre surgió, su negra capa ondulando, sus colmillos desnudos.


    1


    —Perderéis vuestras cabezas. La dan en el Palacio Encantado, cerca de Lincoln. Ya sabes, ese cine que estuvo tanto tiempo cerrado. Antes se llamaba el Elsinor.

    Connie asintió. Recordaba el Elsinor. Había ido muchas veces a él, antes de que cerrara. Era un viejo lugar, edificado hacía mucho tiempo, en los días en que los cines no parecían salas de conferencias…, largos, bajos y desérticos, cinco o seis en un mismo edificio. El interior de éste tenía paredes cubiertas de hiedra, y almenas y torres, como un castillo, y un alto techo azul salpicado de estrellas. Había sido bien bautizado. El Elsinor, el castillo de Hamlet.

    —¿Puedo ir contigo? — preguntó.
    —Si quieres… -dijo Dal-. Pero no es el tipo de película que te guste, de todos modos. Tengo entendido que es horriblemente sangrienta.

    :-Bueno… -«Quiere ir solo», pensó. Se obligó a sonreír-. Es probable que tengas razón. Ve tú.

    —¿Estás segura?

    «Desea dejarlo bien claro. Debe de remorderle la conciencia, aunque no lo suficiente como para que importe.»

    —Sí -dijo-. Estoy segura. De todos modos, esta noche quería lavarme el pelo.
    —Bueno, está bien-dijo él, reluctante.
    —¿Cuánto vas a estar fuera?
    —Supongo que volveré a medianoche. Es una sesión doble.

    La besó rápidamente, y ella captó el olor de la colonia que le había regalado por su cumpleaños.

    —Vas a ser el tipo que mejor huela del cine -le dijo.

    Por un instante, él pareció confuso.

    —Ah, eso.
    —¿Me traerás unos caramelos?
    —Desde luego.
    —De menta.
    —De acuerdo, si tienen. Te veré luego.
    —Diviértete. Y no te asustes demasiado.
    —¿Yo?

    Parpadeó, y se fue.

    Connie se quedó junto a la puerta, decepcionada y preguntándose qué iba a hacer. Parecía extraño, tener que pasar la velada sola. Extraño y triste, casi como en la época anterior a Dal.

    De lo cual no hada mucho tiempo, realmente. Hacía tan sólo seis meses que se habían conocido, y se habían ido a vivir juntos dos meses después de eso. Habían estado juntos casi todas las noches desde entonces.

    Bueno, también se merecía una noche para ella sola. No debería importarle. Era saludable estar a solas algunas veces.

    Él estaba rodeado de gente todo el día, en el trabajo. Obligado a ser educado con todo el mundo, incluidos esos asquerosos que iban a la tienda de tanto en tanto…, esos asquerosos, le decía a ella con los labios apretados, y los ojos entrecerrados por la irritación.

    Connie no tenía que sufrir nada de eso. Sola en su apartamento todo el día con la máquina de escribir, sólo se encontraba a los asquerosos que ella misma se inventaba. Luchaba despiadadamente con ellos, y gozaba con esa lucha. Cuando llegaban las tres, sin embargo, estaba agotada. Las siguientes tres horas las pasaba en una solitaria espera.

    Espera de ver el rostro de otro ser humano, el único rostro que importaba ya en su vida.

    Fue al dormitorio, y empezó a desvestirse para tomar un baño.

    «Paso mis días en solitario -pensó-, mientras que Dal los pasa entre una enloquecedora multitud. Por la noche, cada uno de nosotros necesita una cura distinta. No debería reprocharle el que desee un poco de tiempo para sí mismo. No debería sentirme rechazada… Pero me siento rechazada.»

    Su bata de satén era suave sobre su piel desnuda. Se ató el cinturón y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se llenaba la bañera, dejó que la bata cayera. Se metió en el agua. Ésta rodeó sus tobillos, casi demasiado caliente. Al primer momento, cuando se sentó, sintió un hormigueo en la piel.

    La bañera estaba llena. Cerró los grifos. Con un suspiro, se echó hacia atrás. El agua ascendió sobre ella, caliente y relajante, hasta que tan sólo su rostro y sus rodillas quedaron por encima de la superficie.

    «Esto no está tan mal», pensó.

    Cerró los ojos.

    Mejor que estar sentada en un repleto y sofocante cine. Mucho mejor.


    Dal condujo más allá del Palacio Encantado, y siguió conduciendo. El volante resbalaba un poco en sus sudorosas manos. Los sobacos de su camisa estaban empapados.

    ¡Bueno, maldita sea, ella bien valía sudar un poco! Jamás había conocido a una mujer a la que deseara tanto.

    Desde que la había visto entrar en Lañe Brothers aquella tarde, Dal no había podido apartar sus ojos de ella. Avanzó hacia él, con una sedosa falda plisada acariciando sus piernas, los pechos obviamente Ubres bajo la suelta chaqueta de velludillo, agitándose apenas cuando se movía. Su exuberante cabello castaño le caía sobre los hombros, rozando los lados de un rostro tan impresionante que Dal sintió una punzada de dolor.

    Se detuvo ante él. Él se quedó mirando fijamente sus verdes y claros ojos.

    —¿Puedo ayudarla en algo? — preguntó.
    —Sí. — Ella hizo una pausa, como dejándole saborear el líquido susurro de su voz-. Quiero una colonia para hombre.
    —¿Algo en particular?
    —La quiero masculina, pero sutil.

    Él asintió.

    —¿Quiere venir por aquí?

    Avanzando de lado hacia el mostrador, dejó que sus ojos resbalaran hasta las manos de la mujer. No llevaba anillo de casada.

    —Tenemos un nuevo aroma llamado Ram -le dijo-. Es muy popular.
    —Me gusta el que usted lleva.

    Él sonrió, y la sangre afloró a su rostro.

    —¿Mi colonia?
    —Sí.
    —Es… -Carraspeó-. Se llama Rawhide. Es nueva, de…
    —Déjeme -dijo ella.

    Rozándole ligeramente el pecho con los dedos, se inclinó hacia él. Su rostro se acercó al cuello del hombre. Dal notó su respiración.

    —Sí-decidió-. Eso es precisamente lo que quiero.

    Dal se humedeció los resecos labios.

    —¿Alguna otra cosa?
    —Sí.

    Los labios de la mujer rozaron su cuello, y susurró:

    —A usted.

    Pensando en todo aquello mientras conducía hacia la casa de ella, Dal apenas podía creer que hubiera ocurrido. Era casi como un sueño.

    «Suerte que no me desmayé», pensó. Se echó a reír nerviosamente.

    Durante todo el día había estado reviviendo aquellos momentos con ella, los había analizado, preguntándose de tanto en tanto si no sería tan sólo un juego cruel. Pero ¿quién idearía algo como aquello? Tenía que ser real. ¡Tenía que serlo!

    «Por favor, Dios mío, haz que sea real.»

    Esperando en un semáforo, sacó su billetero y encontró el trozo de papel: Elizabeth Lassin, Altina, 522. Volvió a guardarlo.

    La calle Altina se hallaba a medio camino subiendo una boscosa colina en los Highland Estates, un área rica al norte de la ciudad, un área que estaba completamente fuera de su alcance financiero.

    Pero no necesariamente fuera del de Connie. Si su próxima novela histórica de aventuras románticas («violaciones épicas» las llamaba ella) se vendía como las anteriores, podía empezar a considerar aquella zona como un lugar para vivir.

    Dal había planeado seguir con ella…, casarse con ella, si era necesario.

    Hasta hoy.

    Hasta Elizabeth. Por ella, abandonaría a Connie de buen grado. Dios, ¿qué no abandonaría por ella?

    Incluso por una noche con ella.

    ¡Incluso por una hora!

    Encontró la dirección, y giró por un largo camino privado circular. Mientras conducía hacia el iluminado porche, echó una ojeada a la casa. Tenía el aspecto de una mansión colonial sureña; un poco más pequeña quizá, pero pese a todo elegante. Una casa que encajaba con una mujer como Elizabeth.

    Estacionó el coche. Salió. Caminó hacia la puerta. Adelantó una mano hacia el iluminado botón del timbre.

    Y se detuvo.

    «Apuesto a que ella no vive aquí -pensó-. Me dio la dirección como una broma. Dejemos que el tipo se ponga nervioso, juguemos un poco con él., y luego, montones de risas.»

    ¡Maldita sea! Si le había hecho algo así…

    Pulsó el timbre.

    Sonó.

    «Dios, ¡probablemente esta es su casa!»

    Se frotó las sudorosas manos en las perneras del pantalón.

    «Sin duda se ha reído de mí.»
    «Cristo, ¿y por qué no le he traído nada? ¿Flores, una botella de vino…?»
    «Porque soy un lelo.»
    «Oh, mierda, ¿por qué no pensé…?»

    La puerta se abrió, y ella apareció en el débilmente iluminado vestíbulo, sus pies desnudos sobre el suelo de mármol, su cuerpo envuelto en un traje blanco de gasa que la arropaba como un tenue velo, y que la suave brisa haría ondular contra su piel. Sus labios estaban húmedos y ligeramente entreabiertos; sus ojos con un brillo intenso, casi ansioso.

    —Bésame -dijo.

    «Estoy soñando», pensó Dal, y cruzó el umbral.


    2


    La cola frente al Palacio Encantado se movió rápidamente cuando se abrió la taquilla. Pete Harvey avanzó con los demás. Brit se apretaba contra él, una mano metida en el bolsillo de atrás de los téjanos del hombre, un pecho presionando suavemente contra su brazo.

    Era un poco lapa para el gusto de Pete, pero se lo permitía. Si una chica se te pega, es que tiene alguna razón. Simplemente, está un poco más asustada que otras ante la posibilidad de quedarse atrás.

    En la taquilla, compró dos entradas a una quinceañera con el pelo negro y lacio y el rostro maquillado de blanco. «Se supone que debe parecer una vampira», imaginó. Llevaba una camiseta negra con la leyenda: CUIDADO CON SCHRECK.

    —¿Tu peluquero? — preguntó Pete.

    La chica se echó a reír.

    —Es una peluca, y pica como un demonio.

    Pete siguió adelante. Entregó las entradas a un hombre gordo que llevaba unos pantalones y una camiseta manchados de rojo, y la cabeza enfundada en una media de nailon. Su rostro, pálido y extrañamente desdibujado, resultaba lo bastante grotesco como para hacer que Pete se sintiera intranquilo.

    Brit le apretó el brazo.

    —Te ha asustado, ¿eh?
    —Se parece a alguien que conozco.
    —¿Ah, sí?

    Pete asintió, y deseó no haber mencionado aquello.

    —¿Qué te parecen unas palomitas de maíz o unos caramelos o algo así? — le preguntó para disimular-. Eres toda piel y huesos.

    Ella se reclinó contra él, presionando de nuevo con aquel pecho.

    —¿Las prefieres llenitas?
    —Llenitas y jugosas. Yo tomaré unas palomitas y una Pepsi. ¿Y tú?
    —Un perrito caliente.

    Pete se echó a reír.

    —¿Lo dices en serio?
    —Un llenito y jugoso perrito caliente. — Se lamió los labios-. Ya casi puedo sentir su sabor.

    Compró las cosas a otra chica pálida con la camiseta de Schreck.

    La sala estaba débilmente iluminada.

    —Oye, parece un castillo -dijo Brit.
    —El Palacio Encantado.
    —Es delicioso.
    —¿Dónde quieres sentarte? — preguntó Pete.
    —Un poco más adelante, creo.
    —¿Te va la fila después del pasillo? Me gusta poder estirar las piernas. — Se puso a hablar a lo W. C. Fields-: Hazles la zancadilla a esos pequeños bastardos mientras tantean en la oscuridad.
    —¡Eres terrible!

    Riendo, le sacudió el brazo.

    —No me lo arranques.
    —Oh, vamos.

    Tiró de él hacia un asiento.

    Se dejó llevar, divertido pero irritado. Si seguía saliendo con ella después de esta noche, tendría que dejar bien sentadas algunas cosas. Por ahora, de todos modos, no diría nada, a menos que ella se pusiera realmente insoportable. Tirar de él como si tirase de un perro por la correa casi podía calificarse de insoportable, pero se contuvo.

    —¿Estamos bien aquí? — preguntó ella, una vez se hubieron acomodado.
    —Perfecto.

    La chica desenvolvió su perrito caliente.

    —Ahora cuéntame. ¿A quién te ha recordado ese hombre gordo?
    —Me ha recordado al pájaro. Al pájaro negro, y a una hermosa dama, y…
    —De acuerdo, hediondo Bogart.

    Las luces se apagaron, salvando a Pete de tener que dar una respuesta.

    En la pantalla apareció un bosque envuelto en la niebla. Un terrible grito rompió el silencio del cine. Algo se movió entre los árboles. Lentamente, la imprecisa figura del nombre apareció. Cojeaba por entre la niebla.

    El hombre gordo que recogía las entradas.

    Llevaba los mismos pantalones tostados, la misma camiseta sin mangas. Estaban asimismo manchados de sangre. En su mano derecha sostenía una hachuela, de la que goteaban cuajarones. Una media de nailon distorsionaba su rostro.

    —Buenas noches -dijo-. Bienvenidos al Palacio Encantado.
    —Qué original-susurró Brit.
    —Soy su anfitrión, Bruno Sangre.

    Risas entre el público.

    —Cada noche, les ofreceré a ustedes un festín de horribles delicias, historias de horror que les harán encogerse y gritar. Podrán ver todo lo mejor dentro de la diversión más espeluznante. No solamente las últimas joyas del morbo satánico, sino también los grandes clásicos del pasado.

    »En próximas semanas, les ofreceré platos tales como Halloween, Freaks, Las colinas tienen ojos, La matanza de Texas y La noche de los muertos vivientes.

    Silbidos y aplausos dieron la bienvenida a aquel anuncio. Alzó su hachuela reclamando silencio, como si previera la reacción del público.

    —¡Y más! — aulló. Con voz suave y amenazadora, prosiguió-: Como complemento, un plato especial, disponible tan sólo en el Palacio Encantado. Una especialidad. Cada noche, además de los filmes normales, podrán presenciar ustedes los perversos y diabólieos logros de Otto Schreck, el loco… Cada semana, una nueva y distinta depravación.

    El público rugió con gritos, silbidos y aplausos. Un montón de clientes fijos, imaginó Pete.

    —Ese Schreck debe de ser todo un tipo -susurró Brit en su oído.

    Pete se alzó de hombros.

    —Y ahora -dijo Bruno-, prepárense para la función de esta noche. Apóyense bien en el respaldo de sus asientos, tomen la mano de su amigo o amiga, y… -Sonrió-. No miren para ver quién está sentado detrás de ustedes.

    El público se volvió loco de entusiasmo mientras Bruno se daba la vuelta y, cojeando lentamente, se alejaba hasta desaparecer entre la niebla.

    La pantalla quedó vacía.

    —¿Primero viene lo de Schreck? — preguntó una chica detrás de Pete.
    —Está en medio -susurró un muchacho-. Perderéis vuestras cabezas primero, luego Schreck, y luego Reptantes de la noche.
    —¿Tres películas?
    —Lo de Schreck es corto. Diez o quince minutos. De todos modos, tú espera y verás. Va a ser algo fabuloso.

    La primera película empezó. Brit tiró el papel de su perrito caliente al suelo, sonrió a Pete, y se apretó contra su muslo.


    3


    Tomando la mano de Dal, Elizabeth lo condujo a través del pasillo hasta un dormitorio. Cerró la puerta tras ellos.

    La habitación estaba a oscuras, excepto por las luces de la piscina de atrás.

    —¿No es maravilloso? — dijo ella-. Luego iremos a nadar, si quieres.

    Él la observó mientras cruzaba la moqueta y abría las puertas correderas de cristal. La brisa entró en la habitación, agitando el vaporoso traje de la mujer. Las luces de la piscina lo atravesaban, haciéndolo casi transparente. Incapaz de respirar, Dal contempló el oscuro y esbelto contorno de sus piernas y nalgas.

    —Eres hermosa -susurró.

    Ella le miró por encima del hombro, volviéndose ligeramente, sus pechos visibles a través del tenue velo del tejido.

    —Ven aquí -dijo.

    Avanzó hacia ella.

    Elizabeth se volvió por completo hacia él.

    —No te muevas-dijo.

    Lentamente, sus dedos desabrocharon los botones de su camisa. Sus manos se deslizaron dentro, acariciando ligeramente su pecho.

    Le quitó la camisa. Le acarició el pecho con la boca, besando, lamiéndole los pezones, mientras con las manos le desabrochaba el pantalón. Cuando lo hubo soltado, exploró en su interior.

    Dal gimió ante el frío contacto.

    —Eres tan grande… -dijo Elizabeth-. Tan grande y duro…

    Se arrodilló, haciendo que los pantalones se deslizaran hacia abajo, a lo largo de las piernas del hombre. Con la lengua lamió la parte inferior de su verga.

    A Dal aquel contacto le hizo dar un respingo.

    Retrocedió.

    —¿Qué ocurre? — preguntó ella.
    —Nada -jadeó-. Nada Sólo que… es demasiado. No quiero…, al menos no tan rápido.
    —Habrá mucho más -dijo ella.

    Adelantándose un poco, aferró las nalgas del hombre. Lo atrajo hacia sí, y lamió, y chupó, haciéndole penetrar muy profundamente en su boca.


    Connie, sola en su apartamento, se sentía inquieta. Después de bañarse, se lavó el pelo y se puso rulos. Aquello iba a llevarle algo más de una hora.

    Calentó un poco de café, lo llevó a la sala de estar, e intentó leer. Aunque sus ojos recorrían las palabras, su mente seguía vagando hacia otros lugares.

    Hacia Dal.

    Se sentía engañada por haber sido dejada sola de aquella manera. Especialmente la noche del viernes.

    Desde los tiempos de la escuela superior, las noches de los viernes habían sido siempre un tiempo de citas y diversión, de juegos, de fútbol, de bailes en el gimnasio, fiestas, bolos, cine, o simplemente haraganear con los amigos pasando un rato agradable. Las noches de los viernes traían consigo una terrible urgencia de libertad después de una semana de confinamiento, una necesidad de salir y hacer algo.

    «Y aquí estoy», pensó.
    «Sola en casa, con el pelo lleno de rulos…; encerrada aquí la noche del viernes sin nada que hacer excepto lamentarme de mi inútil destino.»

    Nunca permitiría que Sandra Dane se encontrara en tan miserable situación. Sandra Dane, la hermosa dueña de la plantación El Roble Blanco, con su pelo color ala de cuervo, no se quedaría allí sentada, quejándose. Saldría corriendo a los establos, montaría en su garañón, y cabalgaría alocadamente por el campo a la luz de la luna, a pelo, con el viento azotando su rostro.

    Y no tendría la cabeza llena de rulos.

    Connie se levantó del sofá. Quitándose la bata, se dirigió al dormitorio.

    «¿Dónde voy a ir? — se preguntó-. Puesto que no tengo ningún garañón…»

    Un buen paseo.

    Abrió el armario, y sacó su chandal azul.

    El Siete-Once está abierto toda la noche.

    Se puso los pantalones. Eran blandos y cómodos.

    «Está muy lejos -pensó-, pero está en Pico. Un bulevar tan transitado como Pico no será peligroso, ni siquiera de noche.»

    Se puso la chaqueta del chandal, subió la cremallera hasta media altura, y se contempló en el espejo.

    «Así es como lo llevaría Sandra Dane -pensó-. Pero Sandra, por supuesto, es proclive a la violación.»

    Proclive a la violación. Mierda. Aquello no era nada divertido.

    Al inclinarse para atarse los zapatos, vio que su chaqueta se combaba, revelando todo su pecho izquierdo.

    No.

    Se subió la cremallera hasta la garganta, y se dirigió a la puerta. Con el bolso colgando del hombro, salió.

    Desde el porche cubierto que unía toda la planta, vio que alguien en los bajos estaba celebrando una fiesta. Todos los demás apartamentos estaban a oscuras.

    La gente había salido a divertirse.

    Mientras trotaba escalera abajo, se alzó la capucha del chandal para ocultar los rulos.

    Una buena forma de pasar el viernes por la noche, pensó.

    Hubiera debido ir con Dal, quisiera él o no.


    Elizabeth se inclinó sobre la cama y apartó el cobertor. Se tendió sobre las blancas sábanas, brazos y piernas abiertos.

    —Esta vez quiero mirarte -dijo.

    Uno de sus brazos hizo algo en la cabecera de la cama. Directamente encima se encendió una luz…, un foco como los que Dal había visto en las piscinas. Aunque dejaba el resto de la habitación en sombras, arrojaba una suave luz sobre la cama, y sobre Elizabeth.

    Dal trepó al extremo de la cama. Se arrastró lentamente, deslizando las manos por la suave lisura de las abiertas piernas de la mujer, mientras la miraba. Sus solemnes e intensos ojos, la dolorosa belleza de su rostro. Su esbelto cuello, y el hueco sobre el arco de las tensas clavículas. Sus pechos, tan llenos cuando estaba de pie, aplastados ahora contra su cuerpo, por la gravedad y por tener los brazos abiertos. Los pezones tenían un color marrón oscuro. Apretó con los dedos la firme piel. Elizabeth se agitó. Dal deslizó los dedos por la firmeza de sus pechos, descendió por las costillas, y los detuvo sobre un pálido reborde de la piel.

    Una cicatriz.

    Unos quince centímetros de largo, cruzando diagonalmente el vientre.

    Dal la acarició suavemente con los dedos.

    —¿Una operación? — preguntó.
    —Sin los beneficios de un cirujano -dijo ella.
    —¿Qué quieres decir?
    —Mi marido, bendito sea su corazón, me rajó con un cuchillo de trinchar.
    —Dios mío -susurró Dal.
    —Creyó que le era infiel. — Dobló las manos detrás de la cabeza y miró al techo, frunciendo el ceño-. Era un hombre tan celoso… Era bastante mayor que yo, e increíblemente rico, así que llegó a la conclusión de que yo sólo me había casado con él por su dinero. Lo cual no era en absoluto cierto. Le amaba, realmente le amaba, pese a que hizo de mi vida algo insoportable.

    »Cuanto más intentaba convencerle de que le quería, más seguro estaba él de mi infidelidad. Me seguía, me vigilaba. Veía pruebas de mi engaño en todas partes, en todo lo que yo hacía. En un momento determinado contrató a un detective privado; luego acusó al detective de haber tenido una aventura conmigo.

    —Debió de ser horrible -dijo Dal.
    —No fue agradable. Me pegaba constantemente. Con los puños, con su cinturón. Su látigo favorito era un alargador eléctrico.
    —¿Por qué no lo abandonaste?
    —Le amaba. Siempre creí que algún día, de alguna forma, llegaría finalmente a darse cuenta de que no había ninguna razón para sus celos. Pero las cosas no terminaron así.

    Se alzó apoyándose sobre un codo, y miró a la oscuridad.

    —Una noche intentó matarme. Era nuestro sexto aniversario de boda. Yo había dado el día libre al ama de llaves, a fin de que pudiéramos estar solos. Le esperaba en casa a las siete. Era abogado, y de los famosos, como puedes ver por todo esto.

    »Debían de ser las seis, cuando me di cuenta de que no teníamos champaña. Así que me puse una ropa de estar por casa, y conduje hasta Vendóme. Por el camino, vi una ambulancia por el retrovisor. Me salí de la carretera para dejarla pasar. El arcén no estaba en muy buenas condiciones, y creo que fue allí donde se me clavó el clavo.
    »Conduje hasta Vendóme, y compré el champaña. Pero cuando regresé al aparcamiento mi rueda delantera derecha estaba deshinchada.
    »Uno de los empleados la cambió por mí. Sin embargo, cuando llegué de vuelta a casa, Herbert estaba ya en ella, aguardándome furioso.
    »Allí estábamos los dos, en nuestro aniversario; yo sólo había salido a comprar algo que a él le gustaba, y él tuvo la osadía de acusarme de adulterio.
    »-¿Con quién has estado jodiendo hasta ahora? — dijo.
    »Aquello fue demasiado. Dejé caer las botellas de champaña, y se hicieron añicos contra el suelo. Herbert me abofeteó y siguió chillando:
    »-¿Con quién? ¿Con quién estabas jodiendo?
    »-No sé su nombre -le respondí-. Pero era joven y guapo, y jodia como un caballo.
    »Herbert se dio la vuelta. Supe que le había hecho daño, y me alegré de ello. Había ido ya demasiado lejos. Entonces le oí llorar. Estábamos en la cocina, y él sollozaba como si se le hubiera roto el corazón. Me acerqué. Estaba de espaldas a mí. Le puse las manos sobre los hombros. Antes de que pudiera decir una palabra, él se volvió en redondo y me clavó el cuchillo.

    Dal vio que los ojos de Elizabeth descendían hasta la herida de su vientre; siguió mirando allí mientras hablaba.

    —Corrí. Me persiguió escalera arrriba con aquel cuchillo. Pero teníamos cuadros en las paredes. Cuadros enmarcados. Cuando llegué arriba, descolgué uno y se lo tiré. La esquina del marco le golpeó en pleno rostro, y cayó escalera abajo.

    »Fui hacia él, pero no se movió. Se quedó tendido allí, mirándome. La caída… Se había roto el cuello.

    —¿Murió? — preguntó Dal.

    Adelantando las manos, ella lo aferró, y lo guió hacia la suave humedad de entre sus piernas.

    —No hables. Jódeme. Jódeme ahora. Méteme tu verga, y jódeme hasta que grite.


    Connie disfrutó del largo paseo hasta el Siete-Once. Era agradable estar al aire libre en medio de la noche, caminando enérgicamente, a veces demorando el paso para mirar el escaparate de alguna tienda cerrada. En ocasiones llegó a olvidar a Dal, olvidó que la había abandonado por un par de películas de terror.

    En el Siete-Once, se detuvo ante el expositor de libros de bolsillo. Lo hizo girar, mirando las portadas, hasta que descubrió Furor berebere…, «un sensual relato de pasión en alta mar». Echó hacia delante el ejemplar, y vio que solamente quedaba otro detrás. Sólo dos. La semana pasada había cuatro.

    No estaba mal, no estaba mal.

    Alguien le dio unos golpecitos en el hombro. Se dio la vuelta.

    —Oh, lo siento -dijo el muchacho.

    Exhibía una amistosa sonrisa y un pálido, casi invisible bigote.

    —No se preocupe -dijo Connie.
    —Pensé que era otra persona.
    —No, sólo soy yo.

    Él se echó a reír.

    —De espaldas se parecía usted a… Bueno, creí que era una vieja amiga mía.
    —Lo siento -dijo Connie.

    El muchacho se alzó de hombros.

    Connie se volvió de nuevo al expositor de libros y, durante un minuto, examinó los libros de bolsillo. Cuando miró otra vez a su alrededor, el muchacho estaba de pie al final de una cola, con un cartón de seis cervezas bajo el brazo.

    «Debe de ser mayor de lo que aparenta», pensó.

    Estaba aún en la cola cuando Connie abandonó la tienda. Cruzó la calle y miró hacia atrás. Una chica con pantalones cortos y un jersey sin tirantes salió, con una bolsa en la mano.

    Connie se alejó.

    ¿Había intentado el muchacho ligar con ella?, se preguntó. Si era así, no había sido muy insistente.

    «Tenías que haber probado un poco más, chico.»

    Esta noche se hubiera sentido bien dispuesta. Así le hubiera devuelto la pelota a Dal.

    Siguió caminando. Alejándose más y más del apartamento. Sin ningún destino en mente, hasta que recordó la tienda de licores cerca de Safeway. Podía pararse allí, ver si les quedaba todavía algún ejemplar de su libro.

    Caminó durante varias manzanas. Finalmente, llegó a la tienda de licores. Pero no entró. Se quedó en la acera, mirando al otro lado del cruce, a la iluminada marquesina de un cine en la siguiente manzana.

    El Palacio Encantado.


    Dal empujó y empujó, agitándose dentro de ella. Elizabeth se contorsionaba alocadamente debajo de él, jadeando, alentando sus embestidas, clavando los dedos en su espalda. Sus sudorosos cuerpos chasqueaban rítmicamente.

    Rodaron, y ella estuvo encima. Él aferró sus pechos, los estrujó y los sobó. El rostro de Elizabeth estaba sudoroso y contorsionado sobre él. Se retorcía como si intentara clavar aquella lanza aún más profundamente dentro de ella, empalarse, darle más cabida en su prieta vaina.


    Connie contempló los anuncios de las películas, las siniestras fotos a color sobre ellos. La chica en la taquilla estaba leyendo un periódico.

    «Efectivo, eso de vestirla de vampira», pensó Connie.

    Miró el cartel con los horarios.

    ¿Una sesión triple?

    No, la película central, Schreck el vampiro, era un corto.

    Miró su reloj de pulsera.

    Schreck el vampiro iba a empezar pronto.

    ¿Se sorprendería Dal si ella entraba y se sentaba silenciosamente a su lado?

    Puede que no le gustara, de todos modos.

    ¿Y si no estaba solo, si lo encontraba sentado rodeando con su brazo a una chica…?

    No. El no haría eso.

    Pero el temor fue suficiente para impedirle entrar.

    Miró de nuevo el horario. Reptantes de la noche venía a continuación, después de esa cosa del vampiro. Luego de nuevo Perderéis vuestras cabezas, a las 11.20.

    «Démosle cinco minutos para conducir de vuelta a casa.»

    Así que podía esperarle de regreso a las 11.25 o así. Mientras se alejaba, se preguntó si él se estaría acordando de ella en aquel momento.


    —¿Vamos a nadar un poco? — preguntó Elizabeth.
    —Eso sería estupendo. Pero creo que primero voy a ir al cuarto de baño.

    Elizabeth sonrió de una forma extraña. Se sentó en la cama, y señaló a las sombras al otro lado de la habitación.

    —¿Ves esa puerta?
    —Creo que sí.
    —Está al otro lado.

    Dal saltó de la cama. Cruzó la gruesa y suave moqueta hacia la mancha de oscuridad más profunda que el resto de las sombras.

    —Cuidado, no tropieces -dijo Elizabeth.

    La miró por encima del hombro. La cama y Elizabeth estaban más cerca de lo que había esperado, tan iluminadas y nítidas a la luz de la lámpara de encima que podía ver las marcas rojas que su boca había dejado en la piel de ella.

    —Intentaré no hacerlo -dijo.

    Cruzó la puerta, que estaba abierta, tropezó con una forma oscura, y retrocedió tambaleándose.

    —¿Qué demonios?
    —Espera, déjame guiarte el camino.

    Elizabeth saltó de la cama. Se apresuró al lado de Dal, le dio una palmada en la nalga, y pasó junto a él. Inclinándose junto a la puerta, accionó algo.

    Luego se volvió a las brillantes luces fluorescentes del cuarto de baño.

    —¡Jesús! — jadeó Dal.

    El marchito y calvo hombre en la silla de ruedas parpadeó.

    Elizabeth sonrió.

    —Dal, quiero presentarte a mi marido, Herbert. Le gusta mirar. Sé cuánto disfruta haciéndolo. — Palmeó la mejilla del viejo. La palmeó fuertemente-. Disfrutas mirándonos, ¿verdad, Herbert?


    JOYAS DEL TERROR
    PRESENTA A
    OTTO SCHRECK
    EN
    SCHRECK EL VAMPIRO


    Cerca de la cabecera del ataúd arden dos velas negras. Están en las manos de piedra de una estatua. De las velas sólo quedan unos cortos cabos. Las manos de la estatua están manchadas de negro. La boca, abierta en una silenciosa agonía. Las órbitas de los ojos varías.

    El suelo del sótano está cubierto de huesos. Pequeños, frágiles huesos de roedores. Otros huesos mayores. De perros y gatos. De seres humanos.

    En un oscuro rincón del sótano, una caja torácica humana se estremece. Una rata, dentro de ella, trepa por la espina dorsal. Se acurruca bajo las clavículas, hace una pausa, luego sigue subiendo por el cuello y se encarama en la pálida y colgante mandíbula.

    La mandíbula se suelta y cae. La rata también. Inicia de nuevo su camino hacia el cráneo, pero se detiene y alza la cabeza ante el débil y zumbante sonido de un motor.

    El motor calla de pronto.

    Frente a la casa, una mujer sube los escalones del porche. Es joven y hermosa, con el rubio cabello agitado por el viento, y las piernas desnudas bajo los faldones de una blusa a cuadros.

    Un hombre delgado de pelo oscuro la sigue escalones arriba.

    Sonriendo, la mujer busca en su bolso y saca una llave.

    —¿Listo?

    Abre la puerta, entra, y retrocede contra el hombre. Él la abraza, riendo.

    —¿Quién es el que está caliente ahora? — pregunta.

    Ella da un tirón al elástico de los bermudas de él.

    —¿Tú no?

    La mujer se vuelve hacia la escalera.

    —El dormitorio debe de estar ahí arriba.

    Sigue al hombre escalera arriba. Mientras suben, ella le baja de pronto los bermudas. Caen de sus pálidas nalgas.

    —¡No lo hagas! — Los sujeta-. ¿Quieres que tropiece?
    —Entonces no seas tan terriblemente apuesto.
    —Lo siento, Mary.

    Se sube los bermudas, y sigue escalera arriba.

    —Bonito culo -dice ella.
    —Gracias.

    Al final del pasillo de arriba, ella abre una puerta.

    —Voilá!

    Él se apresura a reunirse con ella.

    —Bien, no se puede decir que sea miserable, ¿verdad?
    —No, está bien -dice él.

    Dejando sus sandalias en la moqueta, ella dice:

    —En absoluto miserable. — Y salta sobre la cama. Da unos pasos sobre el colchón, las manos en las caderas, dándose la vuelta para contemplar la habitación-. Creo que esto nos irá estupendamente. ¿No lo crees tú también?

    El hombre sonríe.

    Mary se deja caer de espaldas, rebotando ligeramente cuando golpea el colchón. Con una sonrisa seductora, se abre la blusa.

    El hombre avanza hacia ella.

    Una vez quitada la blusa, ella se vuelve boca abajo en la cama y se desabrocha la parte superior del bikini.

    El hombre se inclina sobre ella. Le acaricia la espalda. Le da un beso entre los omoplatos.

    En el sótano, goterones de cera negra caen de las manos de la estatua. Las velas están casi consumidas. Sus llamas oscilan y se alargan, como luchando para no morir.

    La rata se acurruca junto al ataúd, mordisqueando un trozo de carne cruda.

    Unos dedos se engarrian en el borde de la tapa del ataúd, la alzan, y la deslizan hacia un lado.

    La rata se inmoviliza ante el ruido del roce de la madera.

    Una mano la agarra del suelo. La rata chilla mientras Schreck, sentándose en el ataúd, la alza hasta su rostro.

    —La sangre es la vida -susurra.

    Arranca la cabeza de la rata de un mordisco, y la escupe. Alza el cuerpo de la rata por encima de él, como una botella de vino, y la sangre salpica su rostro, cayendo en su boca abierta, trazando oscuros hilillos que bajan por sus mejillas y mentón.

    En el oscuro dormitorio, Mary permanece tendida, despierta, junto al hombre dormido.

    Los peldaños de madera de la escalera del sótano crujen mientras Schreck los sube lentamente. Arriba, abre una puerta. Su mano deja una huella de sangre en la madera.

    Mary salta de la cama y cruza silenciosamente la moqueta en dirección a una ventana. Mira afuera.

    Schreck sube la escalera de la casa. Cuando llega arriba, se queda contemplando el largo pasillo débilmente iluminado.

    Mary cruza el dormitorio. Hace una pausa junto a la puerta y mira hacia su derecha.

    Schreck, viéndola, se desliza cruzando una puerta. Por un momento, la contempla. Está desnuda. Agita los brazos y salta, bailando a lo largo del pasillo, alzando la blusa por encima de su cabeza.

    Schreck cierra silenciosamente la puerta. Apoyándose contra ella, mira al techo y se pasa la lengua por los resecos labios. Gime.

    Mary se detiene. Mira hacia la puerta. Rápidamente, se pone la blusa y se la abrocha. Adelanta una mano hacia el pomo, luego la retira bruscamente y echa a correr. Corre por el largo y penumbroso pasillo, agitando las desnudas piernas, los faldones de su blusa azotando suavemente sus nalgas.

    Cruza la puerta del dormitorio.

    —¡Eh! ¡Eh!
    —¿Qué pasa?

    Se enciende la luz. El hombre se sienta en la cama, protegiéndose los ojos contra la repentina iluminación.

    —¿Qué demonios estás haciendo?
    —Salgamos de aquí.
    —Creí que…
    —He oído algo.
    —¿Qué has oído? — pregunta él, poniéndose los bermudas.
    —Sonaba como un lamento.
    —¡Jesús!
    —Puede haber sido mi imaginación, Arthur.
    —Pero ¿y si no lo fuera?

    Mientras se dirige rápidamente hacia la puerta, Mary recupera su bikini de la revuelta cama. Se pone el slip, y mete la parte superior en su bolso.

    —¿Dónde lo has oído?
    —Al final del pasillo. Junto a la escalera.
    —¡Cristo, eso significa que vamos a tener que pasar por delante!
    —Quizá no sea nada.

    Schreck, en la oscura habitación, sonríe ante el sonido de pasos corriendo. Abre la puerta de golpe. Saltando al pasillo, aferra la garganta del hombre que corre y lo arroja contra la pared.

    La aterrada mujer se detiene. Simplemente, se le queda mirando, horrorizada, mientras Schreck agarra de nuevo al hombre y lo arroja por encima de la barandilla.

    Con una sonrisa, camina hacia ella.

    —Tú serás mi novia.
    —¡No! ¡Oh, no!
    —Vagaremos juntos por la noche, tú y yo…, todas las noches de la eternidad…, deleitándonos con la sangre de los inocentes.

    Mientras se adelanta para sujetarla, ella penetra en la habitación. Intenta cerrar la puerta, pero Schreck la bloquea con sus brazos. Luego atraviesa la frágil madera y aferra la garganta de la mujer. La empuja hacia atrás. Penetra en la habitación tras ella.

    La arrastra al pasillo. Desgarra su blusa, abriéndola. Con los dedos engarriados sobre sus opulentos pechos, inclina la cabeza. Lame la sangre que brota de las heridas que las astillas han hecho en el rostro de ella.

    Besa un lado de su cuello.

    Muerde. La sangre brota de la vena seccionada, manchando su rostro, salpicando la pared más cercana. Aprieta con fuerza la boca contra la herida, y traga furiosamente.

    Falto de aliento, alza la cabeza. La sangre sigue manando con intensas pulsaciones. Forma copa con las manos para recoger el flujo.

    Cuando sus manos están llenas, las alza por encima de su cabeza.

    —La sangre es la vida -dice.

    Se baña el rostro con ella.

    Luego carga con el desnudo cuerpo de la mujer escalera abajo, hacia el sótano. La piel de ella está muy pálida a la débil luz.

    La introduce en su ataúd.

    Enciende dos velas negras, y las clava enhiestas en las manos de la estatua. Mientras el rostro de piedra carente de ojos parece mirarle, Schreck se mete en su ataúd. De rodillas sobre el cadáver, susurra:

    —Mi novia.


    FIN


    4


    El público silbó, abucheó, aplaudió y lanzó vítores. Las luces de la sala se encendieron.

    Pete se volvió hacia Brit.

    —¿Qué te ha parecido?
    —Vulgar. Pero es curioso, ¿sabes? La chica que interpretaba el papel de Mary se parece a una de mis mejores amigas. Una de las mejores -puntualizó.
    —¿Lo era?
    —Supongo que no. Los títulos de crédito decían que su nombre era Wilma Payne. La voz tampoco era la de Tina.
    —Bueno, se dice que todos tenemos un doble en algún sitio.
    —De todos modos, es algo realmente extraordinario. Quiero decir que son idénticas. Incluso la forma en que actuaba y caminaba…, ya sabes, sus peculiaridades. Y el tipo de cosas que decía… Era como si fuera su fantasma, ya me entiendes.
    —¿Tina no es actriz?
    —Da clases de historia en la universidad de Pacifica Coast. Allí es donde fui yo, ya sabes. Compartíamos una habitación; ella regresó después de graduarse, y obtuvo ese trabajo. Bueno, todo lo que tengo que hacer es llamarla mañana. Probablemente la cosa no le haga ninguna gracia.
    —Bruno dijo que el corto solamente se exhibía aquí.

    Brit se alzó de hombros.

    —Bueno, quizá pueda desplazarse para verlo. La universidad está a tan sólo un par de horas costa arriba.
    —Si realmente se parece a la chica de la película, no me importaría en absoluto conocerla.
    —¡Oye! — Brit le dio un puñetazo en la rodilla-. ¿Por qué no vas a buscarme unas chocolatinas antes de que termine el descanso?


    5


    Elizabeth empujó la silla de ruedas hacia la cama. — Ayúdame a ponerle en ella.

    —¿Ahí? — preguntó Dal.
    —Es su cama.

    Dal agitó su cabeza. Se sentía como a punto de vomitar.

    —¿Lo hemos hecho en su cama, y con él mirando?
    —No te culpes por ello, cariño. No tenías forma de saberlo.
    —Es repugnante.
    —Pero ¿no te excita, ahora que lo sabes?
    —Creo que será mejor que me marche.

    Ella sonrió, como divertida por la timidez de él.

    —¿No me vas a ayudar antes? No querrás que el pobre Herbert se pase la noche en su silla de ruedas, ¿verdad?
    —Puedes hacerlo tú sola -dijo.

    Las palabras sonaron rencorosas, e inmediatamente las lamentó.

    —Por supuesto que puedo -dijo Elizabeth-. Pero no creo que lo haga, de todos modos. Si quieres ser responsable de que el pobre hombre se pase toda la noche…
    —Ayudaré.
    —Herbert te lo agradecerá.
    —¿Dónde están las sábanas?
    —En la cama.
    —¡Pero están hechas un revoltijo! Y además, húmedas y sucias. No podemos ponerlo encima de ellas.

    Elizabeth palmeó el hombro del inmóvil Herbert.

    —Por supuesto que podemos. Herbert comprende, ¿verdad, cariño?


    Un coche disminuyó la marcha y avanzó a la altura de Connie. Con el corazón latiéndole apresuradamente, ella aceleró la marcha. El coche mantuvo su paso.

    «Tú te lo has buscado», pensó, rabiosa consigo misma pese a su miedo.

    Le echó una mirada al coche. Un Mustang de color claro. La ventanilla del lado del pasajero fue bajada. Dentro, vio las oscuras formas de dos hombres.

    Un brazo le hizo señas desde la ventanilla.

    —No estoy interesada -dijo ella.

    El coche aceleró. Al final de la manzana, giró a la derecha y desapareció.

    —Oh, mierda -murmuró Connie.

    Debían de estar esperándola. Lo sabía. Ya le había ocurrido una vez. Era una noche de verano hacía cinco años, en Tucson.

    Sólo que, entonces, ella no estaba sola.

    Repentinamente, las lágrimas le escocieron en los ojos, haciendo que las luces de la calle oscilaran y se emborronaran.

    Aquellos bastardos.

    Aquellos malditos y sucios bastardos.

    Nunca volvería a encontrar a ningún hombre como Dave, y ellos… Dos de los tres llevaban navajas. Todavía podía oír el ruido que había hecho uno de los chicos al clavar su hoja en el vientre de Dave, un ruido como de un puñetazo, y luego el de Dave al expeler bruscamente el aliento. Fue lo último que oyó ella en su vida antes de que el tercero, el que llevaba la llave inglesa, la golpeara haciéndole perder el conocimiento.

    Secándose las lágrimas del rostro, cruzó la calle en mitad de la manzana.

    «Si me quieren -pensó-, van a tener que trabajar para conseguirme.»


    —¿Ahora puedo irme? — preguntó Dal, apartándose de la cama.
    —Puedes, si quieres. — Elizabeth se le acercó. Sus pezones rozaron el pecho del hombre. Agarró entre sus dedos su flaccido pene-. ¿No preferirías, de todos modos, meterte primero conmigo en la ducha? A menos que quieras llevarte contigo a casa tus olores acusadores. Puede que tu querida Connie sospeche algo, si lo haces.
    —Supongo que sí. Pero tampoco puedo irme con el pelo mojado.
    —Mi secador se encargará de eso.


    Connie miró hacia la esquina a través de la calle. Había un coche aparcado allí. Un Mustang color claro, con las luces apagadas.

    Con un poco de suerte…

    Empezó a cruzar la intersección. El Mustang hizo un giro en U y avanzó a buena marcha hacia ella. Connie echó a correr cruzando la calle, y saltó a la otra acera en el momento en que el Mustang frenaba.

    La portezuela del lado del pasajero se abrió de golpe. Un muchacho de unos quince años saltó fuera.

    Connie retrocedió, mirándole fijamente. Mirando su camiseta blanca, sus pantalones tostados, su pelo negro y su nerviosa sonrisa.

    Exactamente igual que los otros. Como un jodido clon de los que habían matado a Dave, y luego la habían golpeado y violado a ella.

    —Mantente lejos de mí-dijo.

    Otro joven salió tras él. Este era más robusto que el primero, pero llevaba el mismo uniforme.

    —Ven a que te…

    No pudo captar el resto de la frase.

    —Sí -dijo el primero-. Tengo hambre. Quiero comerme algún conejito.
    —Tu madre -le espetó Connie.
    —¡Puta!-gritó el muchacho en español.

    Sacó, una navaja de resorte.

    Connie retrocedió hasta la entrada de una tienda de zapatos.

    —¡No nombres a mi madre! — siguió el muchacho.

    Connie se detuvo, la espalda contra la pared.

    —Aquí no, Joe -dijo el otro-. Demasiado tráfico, hombre.
    —¡Mi madre no es ninguna puta!
    —No más que tu hermana -dijo Connie.

    Joe rugió y lanzó el cuchillo en un golpe hacia delante. Esquivando a un lado, Connie le aferró la muñeca y el codo. Su rodilla partió disparada hacia arriba, golpeando contra el antebrazo de Joe. Mientras éste caía, ella se volvió ligeramente y lanzó una patada. Su pie se encajó en los genitales del otro hombre, quien cayó de rodillas, agarrándose la parte lastimada. La siguiente patada le dio de lleno en la frente. Cayó boca abajo.

    Connie recogió el cuchillo.

    —¿A quién le habéis robado el coche? — preguntó a Joe.
    —¡A nadie! Comprueba la licencia, coño.

    Le dio una patada en el brazo roto.

    El muchacho seguía sollozando cuando Connie se dirigió al Mustang. Subió a él, lo puso en marcha, y se alejó.


    —Casi seco -dijo Elizabeth, pasando los dedos por el pelo de Dal al tiempo que agitaba el chorro de aire caliente del secador-. Tu chica nunca sospechará que has estado copulando a sus espaldas.
    —Espero que no.
    —¿Qué haría?
    —Decirme que me largara, supongo.
    —Sería una lástima.
    —Sería un desastre. ¿Tienes idea de lo que tendría que pagar por un apartamento en esta ciudad?
    —Una cantidad considerable, imagino. De todos modos, si eso es lo peor que tienes que temer, tienes muy poco que temer.
    —Bueno, no creo que ella sea de las que te clavan un cuchillo, si te refieres a eso.
    —¿Te quiere?
    —¿Quién sabe? Supongo que sí.
    —Entonces será mejor que vayas con cuidado. La venganza de una mujer a menudo es considerablemente salvaje.
    —Acabo de darme cuenta.

    Ella se rió.

    —Herbert no está peor de lo que se merece. Ahórrate tu compasión.

    Connie condujo el Mustang hasta el Siete-Once. No podía pasar junto al expositor de libros sin comprobar Furor berebere. Tras ver que nadie había comprado ningún ejemplar en la última media hora, entró.

    Compró un destornillador, una lata de cerveza, otra de líquido para encender barbacoas, y un paquete de Marlboro.

    El empleado dejó caer dos carteritas de cerillas en su bolso.

    Connie bebió la cerveza mientras conducía. Estaba prohibido, lo sabía. Pero esta noche ella hacía sus propias leyes.

    —Legalizo a partir de ahora el consumo de bebidas alcohólicas en los vehículos a motor robados -dijo.

    Sabía muy bien lo que hacer.

    Estacionó el coche en el aparcamiento del Safeway. El supermercado estaba cerrado, el aparcamiento desierto, excepto por un Volkswagen solitario en un extremo. Parecía vacío.

    Connie dejó el motor en marcha. Con el destornillador, abrió varios agujeros en la tapa de la lata de líquido para encender barbacoas. Vació la lata, esparciendo el contenido sobre el asiento de atrás, el suelo, los asientos delanteros.

    Salió del coche y echó una rápida mirada a su alrededor. Nadie cerca.

    Arrancó la tapa de una de las carteritas de cerillas. Encendiendo una, la arrimó a la cabeza de todas las demás. Prendieron rápidamente. Arrojó la carterita en llamas sobre el asiento delantero.

    Lentamente, el fuego fue esparciéndose.

    Cerró la portezuela y se alejó caminando, sorbiendo su cerveza.

    Unas luces rojas centellearon en el espejo retrovisor de Dal. Una sirena aulló.

    ¡No, por favor!

    Una multa. Exactamente lo que necesitaba. En ella constaría el lugar, la fecha y la hora. Si llegaba a manos de Connie, sabría que no había estado en el cine.

    Entonces vio que las luces pertenecían a un coche de bomberos.

    Gracias a Dios.

    Se apartó y lo dejó pasar. Aún temblando, condujo unas cuantas manzanas más. Aparcó en una calle lateral, y caminó hacia el Palacio Encantado.

    —Reptantes de la noche acaba de empezar -dijo la chica de la taquilla.

    Su aspecto era horrible. Dal necesitó unos instantes para darse cuenta de que su apariencia era intencionada.

    Entregó su entrada a un hombre gordo que llevaba unas ropas llenas de supuesta sangre. El rostro del hombre estaba horriblemente contorsionado bajo una media de nilón.

    —Se ha perdido el Schreck de esta noche -dijo el hombre.

    Dal se alzó de hombros.

    —Otra vez será.

    En el mostrador del bar, compró un paquete de caramelos de menta.


    6


    Connie estaba en la cama cuando Dal llegó a casa. Respiraba lenta y pesadamente, fingiendo estar dormida. No deseaba decirle lo que había hecho.

    No deseaba decírselo a nadie, nunca.

    Sentía remordimientos por haber hecho daño a aquellos chicos. Quizás se lo merecieran, pero ¿y si les había dañado de forma permanente? ¿O matado a uno? El chico aquel al que le había dado la patada en la cabeza…

    ¿Y si algún bombero resultaba herido intentando apagar el fuego del Mustang? Si el depósito estallaba…

    Dal se metió en la cama. La besó ligeramente en la mejilla. Ella murmuró algo inconcreto, como perturbada en mitad de su sueño. Dal se apartó.

    Connie permaneció despierta durante largo rato. Se dio la vuelta boca abajo, boca arriba, de lado. Su almohada estaba mojada de sudor, de modo que le dio la vuelta. Apartó las sábanas a un lado, se quitó el empapado camisón, y se quedó mirando al techo.

    Cuando despertó, bañada por la luz del sol matutino, se sintió vagamente sorprendida de haberse quedado dormida.

    Se levantó cuidadosamente de la cama, procurando no despertar a Dal. Encontró su camisón en el suelo. Un regalo de él.

    Un «regalo de quita y pon», lo había llamado él. Reflejaba perfectamente sus gustos: era corto, escotado, y transparente. No podía salir afuera con él, ni siquiera por un instante para recoger el periódico. Se lo puso, de todos modos. Antes de salir de la habitación, tomó su bata del armario.

    Mientras se la ponía, vio una cajita de caramelos de menta sobre la mesa del comedor.

    Dal no lo había olvidado.

    Sintió una cálida oleada de afecto hacia él. Sólo duró un momento. Luego su ansiedad volvió. Se dirigió apresuradamente hacia la puerta de entrada, y la abrió.

    El periódico estaba sobre el felpudo de «Bienvenidos». Lo recogió rápidamente. Volvió a entrar en casa, arrancando la faja de papel.

    Dejándose caer de rodillas, desplegó el periódico sobre la alfombra. Se inclinó sobre él, recorriendo rápidamente con los ojos la primera página.

    Nada allí.

    Nada sobre los dos chicos.

    Nada sobre el Mustang incendiado.

    Pasó la página. Otra, y otra. Buscó en la primera y segunda secciones. La tercera sección era la deportiva y financiera. La pasó de largo. Tampoco podía estar en la de espectáculos. Sólo quedaban los anuncios por palabras. Sintiéndose aliviada, volvió a cerrar el periódico, arregló bien las páginas, y lo depositó sobre el sofá.

    Ninguna mención de lo que había hecho.

    Probablemente los chicos se habían guardado el incidente para sí mismos. Si habían ido al hospital -lo cual tendrían que haber hecho-, sin duda habían inventado una falsa historia para explicar sus heridas.

    El incendio del Mustang debía de haber sido considerado como algo demasiado rutinario para ser mencionado. No había habido heridos allí. No le había estallado a nadie en la cara, después de todo.

    Lo mejor era olvidarlo todo.

    Con un suspiro, se puso de pie. Se dirigió a la cocina, y empezó a preparar una cafetera.

    Podía olvidarlo todo, a menos que se encontrara con aquellos chicos de nuevo.

    Tomó la lata abierta de café de la nevera, y retiró la tapa de plástico. Llevándola hasta la encimera, se la acercó a la nariz y olió. No había olor más maravilloso que el de un buen café.

    Siempre le había gustado aquel olor. Le recordaba cuando era niña, y se quedaba tendida en la cama a primera hora de la mañana, escuchando el rítmico burbujear del café procedente de la cocina. Le gustaría poder oír de nuevo ese ruido. Pero ya nadie lo oía. Ya nadie utilizaba ese sistema. Las nuevas cafeteras eran mucho más rápidas, más eficientes. El progreso.

    Al menos el café seguía oliendo a café.

    Echó una cantidad dentro del filtro de papel.

    Una mano palmeó su trasero. Dio un salto, asustada, derramando un poco de café.

    —¡Dal!

    El hombre sonrió.

    —Buenos días.

    La abrazó y la besó.

    —¿Qué tal estuvieron las películas? — preguntó ella.
    —No estuvieron mal. Las he visto mejores, pero no puedo quejarme. ¿Qué hiciste tú ayer por la noche?

    Connie se alzó de hombros.

    —Me lavé el pelo y leí.
    —No suena muy excitante.

    Volvió a alzarse de hombros.

    —Bueno, mi viejo amigo Joe se dejó caer también por aquí, y estuvimos jodiendo un ratito.
    —Oh, ¿de veras? — preguntó Dal.

    Aunque sonreía, su rostro se empurpuró.

    —¡Oye, sólo estaba bromeando!
    —Lo sé, lo sé.

    Se dio la vuelta, y salió de la cocina.


    7


    Freya pulsó el botón de la caja del control remoto, observando cómo la pantalla de la televisión cambiaba canal tras canal.

    Nada interesante, sólo mierda.

    El pato Lucas, Los teleñecos, una vieja reposición de El llanero solitario.

    Ironside, por el amor de Dios.

    Alzó su taza de té de encima de la Guía de TV, tomó un sorbo, y repasó la programación. Sí, aquello no estaba mal. Dies minutos más de porquería, y luego algo llamado El monstruo camina. Un thriller de 1932, con Rex Léase, Vera Reynolds y Sheldon Lewis.

    Podía estar bien.

    Habría hecho mejor yéndose a la playa, en un fantástico y soleado sábado como aquel. Últimamente había habido tantas mañanas nubladas… El tiempo típico de junio en Pacifica Coast. Pero los negocios eran los negocios. Iba a tener que pasar muchos más fines de semana encerrada en casa si no tenía suerte y encontraba una nueva compañera de apartamento.

    No era fácil el verano en una ciudad universitaria.

    Un montón de vacantes.

    Y la mayoría de las chicas que habían estado preguntando durante las últimas tres semanas no eran muy aconsejables precisamente.

    Sonó el timbre.

    Cristo, al menos podían tener la decencia de telefonear antes.

    Se levantó del sofá. Mientras caminaba hacia la puerta de entrada, tiró de sus apretados shorts y se ajustó el jersey sin tirantes, que siempre tenía la mala costumbre de deslizarse hacia abajo. Obligó a su rostro a exhibir una sonrisa, y abrió la puerta.

    —¡Hola! — dijo la chica.

    Tenía el pelo color zanahoria, y pecas a juego. Llevaba unas gafas gruesas con montura metálica. Sus rechonchas mejillas daban la impresión de contener cada una una ciruela no comida. Su silueta era parecida a la de una patata, y sus ropas acentuaban esa impresión: unos ceñidos téjanos y una camiseta. La camiseta estaba decorada con un buitre que miraba de soslayo. Decía: «Paciencia, y un huevo…, voy a matar algo». Increíblemente, no llevaba sujetador. Sus pechos colgaban dentro de su camiseta como bailoteantes balones de agua.

    —¿Puedo ayudarte en algo? — preguntó Freya.
    —He venido por lo del apartamento. ¿No eres la que está buscando una compañera para compartirlo?
    —No. Yo soy la nueva compañera.
    —Pero el periódico de esta mañana…
    —Vine ayer por la noche. La otra no tuvo tiempo de retirar el anuncio.

    La chica se alzó de hombros.

    —Bien, qué le vamos a hacer.
    —Sí, lo siento. Encontrarás pronto alguna cosa.

    Freya cerró la puerta.

    Miró la televisión. Slim Claymore estaba en pantalla, su sombrero Stetson echado hacia atrás, sonriendo como un idiota.

    —Si está buscando usted un coche usado, venga a la Chevrolet de Slim, donde recibirá un servicio cortés y las mejores oportunidades…

    El teléfono repiqueteó. Freya corrió a la cocina y alzó el auricular.

    —¿Sí?
    —Hola. — Era una voz de mujer joven-. ¿Está Tina?
    —No, no está. ¿Desea dejarle algún mensaje?
    —¿Cuándo la espera de vuelta?
    —¿Quién es usted, por favor?
    —Soy Brit Anderson. Una amiga de Tina. Fuimos compañeras de cuarto en la universidad.
    —Ah, sí, ella me ha hablado de ti.
    —Supongo que eres su compañera de ahora, ¿verdad?
    —Llevamos compartiendo este apartamento desde hace un par de meses.
    —Bien… ¿Tienes idea de cuándo va a volver?
    —Probablemente estará fuera todo el fin de semana.
    —Oh, es lógico. — Brit se echó a reír-. Tina siempre estaba fuera, en algún sitio.
    —¿Quieres que le diga que te llame cuando regrese?
    —Por favor, te lo agradeceré.

    Le dio a Freya su número de teléfono.

    Freya lo apuntó.

    —¿Has dicho Brit qué?
    —Anderson.
    —De acuerdo. Le daré tu mensaje. Ha sido un placer hablar contigo.
    —Gracias. Adiós.
    —Adiós.

    Freya colgó. Volvió a la sala de estar. El monstruo camina ya había empezado.

    —Maldita sea -murmuró, y se dejó caer en el sofá.

    La pantalla quedó vacía por un momento.

    —¡Hola, amigos! Slim Claymore os invita a que vengáis a ver… -Cambió de canal-. Os invita a que vengáis a ver…

    El mismo anuncio, ligeramente desfasado en el tiempo con respecto al otro.

    Cambió de nuevo, esta vez a Bugs Bunny. Era preferible a Slim. Contempló unos instantes a Elmer siendo atosigado por el conejo, luego volvió al canal de la película.

    —… donde los precios son tan bajos que pueden estar seguros de que van a hacer muy buen negocio.

    La película volvió a la pantalla.

    Estaba a punto de terminar, una hora más tarde, cuando el teléfono sonó de nuevo.

    —¿Sí? — preguntó.
    —Hola. Llamo por lo del apartamento. Vi el anuncio esta mañana, y me preguntaba si todavía estaría vacante.
    —Por supuesto que lo está -dijo Freya-. ¿Quieres echarle un vistazo?
    —Me encantaría. ¿Cuándo te parece que pase?
    —Cuanto antes, mejor.
    —Estupendo. Estaré ahí en unos quince minutos. Me llamo Nancy.
    —Muy bien. Nos veremos, entonces.

    Pasaron exactamente quince minutos antes de que sonara el timbre de la puerta. Freya abrió.

    —Hola, soy Nancy.

    Nancy llevaba unas gafas de sol perchadas sobre su cabeza, descansando ligeramente en una masa de rubios rizos. Sus ojos eran brillantes, su piel clara, su nariz ligeramente respingona.

    Una chica encantadora, pensó Freya.

    Llevaba un mono de manga corta color azul pálido. Su cremallera, abierta varios centímetros, revelaba una larga V de pálida garganta y pecho.

    —Soy Freya. Entra.
    —Gracias.
    —¿Eres nueva en Pacifica Coast?
    —Llevo aquí unos cuantos días. Estoy en el Travel Inn hasta que encuentre un lugar más permanente.
    —Bueno, quizá éste lo sea.
    —Quizá sí.

    Le mostró a Nancy la sala de estar, luego la cocina.

    —¿Eres estudiante? — preguntó.
    —Tengo la sensación de que siempre he sido una estudiante.
    —¿En qué campo?
    —Psicología.
    —Lista para ser una remiendacabezas, ¿eh?

    Nancy se echó a reír.

    —Espero que sí.
    —Pareces… demasiado madura para ser estudiante de primer curso.
    —Bueno, me he trasladado de la universidad de Santa Mónica. Tengo que conseguir tres notas este verano, y empezaré como júnior.
    —¿Es la primera vez que estás fuera de casa, Nancy?
    —Oh, he ido de acampada, y cosas así. Ya sabes. Pero nunca he vivido por mí misma antes, si te refieres a eso.
    —¿Vivías con tus padres en Santa Mónica?

    Asintió.

    —Ése sería tu dormitorio, el de aquí.

    Entraron en la habitación inundada de sol.

    —Está amueblada, como puedes ver.

    Nancy dio una vuelta por la habitación, mirando dentro del armario, dejándose caer sobre el colchón, observando a través de las ventanas.

    —Es muy bonita.
    —Tú también -dijo Freya con voz muy baja-. Eres… muy bonita.

    Adelantó la mano hacia el cierre de la cremallera de Nancy.

    —¡Eh! — Nancy la apartó de un manotazo-. No, gracias. ¡Uf! — Meneó la cabeza-. No me gustan ese tipo de cosas.
    —¿Lo has probado alguna vez?

    Enrojeciendo, Nancy negó con la cabeza.

    Freya tiró hacia abajo de su jersey sin tirantes. Sus pechos saltaron libres.

    —¡No!
    —Vamos, querida, toca.
    —¡No!

    Nancy salió corriendo de la habitación.

    La puerta de entrada resonó al cerrarse.

    Adiós Nancy.

    Freya volvió a subirse el jersey, regresó a la sala de estar, y tomó la Guía de TV.

    Suspiró.

    Cristo, estaba empezando a cansarse de aquello.

    Si no era una cosa, era otra.

    Más pronto o más tarde, sin embargo, aparecería la chica adecuada. Una chica perfecta en todos los sentidos. Una chica sin familia cercana. Una chica como Tina.


    8


    Brit telefoneó a Pete y recibió como respuesta una grabación.

    —Aquí Pete Harvey, Investigaciones Privadas. Estoy hablándole, pero no me encuentro aquí. Si quiere dejar un mensaje, me pondré en contacto con usted tan pronto como me sea posible. Al oír la señal, empiece a hablar.

    La señal hizo biiip.

    —Olvídalo -dijo Brit, y colgó.

    No deseaba aguardar a que él la llamara. Lo deseaba ahora. No tenía la menor idea de dónde podía estar. Así que era mejor olvidarlo. Iría sola.

    Quizá fuera mejor de esa forma. Si le pedía a Pete que fueran juntos, podía pensar que estaba tomándose las cosas demasiado en serio con respecto a él. Parecía un hombre poco propenso a dejarse involucrar en esas cosas.

    Con ella, al menos.

    Tres citas ya, y todavía no se había acostado con ella. Bueno, a algunos les gusta tomarse las cosas con calma.

    Metió unas cuantas cosas en su maleta y bajó al coche.

    Mientras conducía en dirección a la costa, empezó a pensar acerca de ir sin Pete. Era un buen hombre para tenerlo a su lado si surgían problemas. Había algo definitivamente raro acerca de Tina y el filme. Y su compañera de apartamento.

    Cuanto más se acercaba, más nerviosa se ponía. Finalmente, se detuvo en un Denny's y utilizó el teléfono público. Respondió la grabación de Pete.

    —¡Maldita sea!

    Colgó el receptor con un golpe seco.

    Al diablo con él.

    Atravesó la puerta como una tromba y cruzó el aparcamiento a largas zancadas. Puso en marcha el motor. Por un momento, pensó en volver a casa.

    Todo aquello tenía que ser una tontería.

    De todos modos, ya casi estaba en Pacifica Coast. En media hora estaría allí.

    Dios, había pasado cuatro años en aquella pequeña ciudad. No tenía nada que temer.

    Probablemente ni siquiera era Tina la de aquella película. Y aunque fuera ella, ¿qué? Sólo era una película.

    Por el amor de Dios, se suponía que las películas tenían que parecer reales. Mira si no El exorcista, donde conseguían que la cabeza de Linda Blair girara sobre sí misma. Aquello parecía real. O La profecía, donde un trozo de cristal rebanaba en seco la cabeza de David Warner. Eso parecía real también. Exactamente tan real como la sangre de Tina chorreando y manchándolo todo.

    Había visto a Linda Blair en montones de filmes después de El exorcista. Lo mismo podía decir de David Warner. Sabía con toda certeza que habían sobrevivido a esas filmaciones. Demonios, sólo se trataba de efectos especiales.

    Tina era diferente.

    «Sólo porque la conozco.»

    Brit salió del aparcamiento y se encaminó hacia Pacifica Coast.

    «Sólo porque conozco a Tina», pensó. Y porque el cine era tétrico. Y porque la película tenía un toque torpe y de aficionado que la hacía parecer barata y de mala calidad, como algunos de esos filmes porno que acostumbraba a ver con Willy.

    El extraño Willy.

    Le gustaba practicar lo que veía en pantalla. Ella lo fue aceptando, hasta que él empezó a mostrarse demasiado violento. El látigo fue la última gota.

    El extraño Willy. Su gran ambición en la vida era ver una «película-verdad».

    «Dios tenga piedad de su chica, si alguna vez llega a ver una de esas…»

    ¿Películas- verdad?

    El pensamiento la golpeó como un puñetazo en el estómago.

    —Ridículo -dijo en voz alta.

    Pero se dio cuenta de que la idea había estado en su mente desde hacía rato, agazapada allí, susurrando su advertencia. Por eso había telefoneado a Tina, aquella mañana.

    Por eso la voz de su compañera de apartamento, Freya, le había ocasionado un estremecimiento de terror. Porque, incluso a través del teléfono, había reconocido la voz.

    La voz del personaje de Tina en el filme.

    Doblada sobre la auténtica voz de Tina.

    Brit condujo hasta el centro de Pacifica Coast y aparcó frente a la estación de policía.

    Se le revolvió el estómago.

    «¿Qué voy a decirles?»
    «Vi a mi amiga siendo asesinada en una película, y creo que puede tratarse de algo real.» «Por qué cree eso?» «Porque no utilizaron su verdadero nombre en los títulos de crédito, y además no era su voz.» «¿Está segura de que era su amiga?» «Estoy casi convencida. Ha desaparecido, y…» (Freya dijo que estaba fuera el fin de semana…, pero Freya debía de estar metida en ello.) «¿No podemos comprobarlo?», insistiría.

    Entonces la policía la conduciría hasta el apartamento de Tina, y Tina abriría la puerta.

    Sería mejor asegurarse primero.

    Dejó el coche y caminó hasta una estación de servicio en la siguiente manzana. Metió diez centavos en el teléfono público y marcó el número.

    El corazón le latía alocadamente. El negro auricular resbalaba en su mano.

    —¿Sí?
    —Hola, Freya.
    —¿Quién es, por favor?
    —Brít Anderson. Llamé esta mañana.
    —Ah, sí.
    —¿Está ahí Tina?
    —Sí. Un momento, por favor.

    Brit cerró los ojos y suspiró. Se secó las temblorosas manos en las perneras del pantalón.

    Gracias a Dios.

    Todo había sido una mala pasada de su imaginación. Era otra la de la película. No Tina, en absoluto. Alguien que se le parecía, con una voz como la de Freya.

    —¿Hola?

    La voz de Freya.

    —¿Sí?
    —Tina está en la ducha en este momento. ¿Quieres que te llame cuando salga?
    —Bueno…, es que llamo desde un teléfono público. Estoy aquí en la ciudad, sin embargo. Puedo dejarme caer por ahí en unos diez minutos.
    —Estupendo. Se lo diré.


    Brit aparcó al otro lado de la calle, frente a la casa de apartamentos. Salió del coche. El sol de la tarde llegaba cálido a su rostro, pero soplaba una fresca brisa del océano.

    Cruzó la calle con piernas débiles. ¡Dios, qué día! Se sentía agotada, emocionalmente exhausta, pero exaltada.

    Se había sentido así, durante todo el día, después del terremoto del 72.

    Una vez pasado el desastre. Con amigos, familiares, y ella misma, milagrosamente intactos.

    Cruzó una chirriante verja, pasó junto a la desierta y resplandeciente piscina, y subió los escalones hasta el porche cubierto que corría a lo largo de todas las puertas.

    Apartamento 210.

    Llamó a la puerta.

    Fue abierta por una esbelta rubia estropajo que llevaba unos ceñidos shorts y un jersey sin tirantes.

    —¿Brit? — dijo la mujer.
    —Sí.
    —Soy Freya. Entra.

    Entró. Las cortinas estaban corridas.

    —Le diré a Tina que estás aquí.

    Freya cruzó la habitación. Sus shorts eran demasiado pequeños. Pálidas medias lunas de nalga asomaban bajo los bolsillos. Desapareció. Brit la oyó llamar.

    —Tina, tu amiga está aquí.

    Freya regresó.

    —Saldrá en un minuto. Cristo, se pasa una eternidad ahí dentro. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Un poco de vino, quizá?
    —Sería estupendo.
    —¿Blanco o tinto?
    —Blanco, por favor.

    Se sentó en el sofá. Momentos más tarde, Freya regresó con dos vasos de vino blanco.

    —¿Así que tu eres la vieja compañera de habitación de Tina en vuestros días universitarios?
    —Sí.

    El vino estaba frío y era afrutado, y no demasiado dulce.

    —¿Vives cerca de aquí?
    —En Los Ángeles.
    —¿Ah, sí? Yo vivía allí. ¿Te gusta?
    —Hay demasiada gente. Ese es el único problema. Pero hay montones de cosas que hacer. — Sintió las mejillas como entumecidas-. Me gusta el cine.
    —A mí también. Especialmente los thrillers.
    —Igual que a mí. Ese…, ese es en parte el motivo de que esté aquí. — Oyó un ruido extraño, como un distante rugir. Pero procedía del interior de su cabeza-. Pensé que había visto a Tina… en un filme.

    Freya sonrió.

    —¿En el Palacio Encantado? — Aja.

    Intentó dejar su vaso vacío, pero se le cayó de entre las manos.

    —Pues sí, la viste.
    —Schregue… l… vimp…
    —Schreck el vampiro.

    Brit se dio cuenta, vagamente, de que su rostro estaba a punto de golpear contra la mesita de café.

    Lo hizo.


    9


    El miércoles por la mañana, Connie se dirigió al edificio principal de la biblioteca pública de Santa Mónica. Tomó el autobús.

    Aunque odiaba conducir cerca de los autobuses, y consideraba a sus conductores unos locos que intentaban cortarle el paso a todos los coches que tenían cerca, se dio cuenta de que disfrutaba yendo en ellos. En el interior del autobús podía relajarse. No tenía que vigilar la calle ante ella, o eludir a los maniacos conductores de autobuses.

    Cuando llegó a su parada, avanzó por el pasillo hacia la parte delantera. El pasillo estaba libre, excepto por un muchacho con un enmarañado pelo a lo afro. Apoyada en el hombro llevaba una radio tan grande como un maletín. Sonrió y se echó a un lado para dejarla pasar.

    En la acera, observó cómo el autobús se ponía en marcha y se abría hacia la izquierda, ignorando el coche que tenía allí. Las luces de freno del coche destellaron. Se clavó para dejar pasar al autobús, y estuvo a punto de que una camioneta se le empotrara por detrás.

    —Encantador-murmuró Connie.

    En la biblioteca, encontró cuatro libros relativos a los barcos fluviales del Mississippi. Los pidió, sin preocuparse de curiosear en el apartado de ficción o ver si sus propios libros estaban allí. En otros tiempos había hecho ambas cosas. Los resultados habían sido decepcionantes. Ahora utilizaba la biblioteca únicamente para documentación.

    Con los cuatro libros en su bolso, caminó bajando el bulevar Santa Mónica hacia las viejas galerías. Pasó un largo rato en la librería especializada en libros de bolsillo. Tenían sus dos títulos. Satisfecha, compró cinco libros que prometían ser interesantes, y abandonó la tienda.

    Miró hacia el otro lado de las galerías, a Lane Brothers, luego observó su reloj de pulsera. Las doce menos cuarto.

    ¿Por qué no?

    Dando un amplio rodeo para evitar el contacto con un mugriento pordiosero, se dirigió hacia la puerta de la tienda de ropas. Entró. Descubrió a tres hombres jóvenes y bien vestidos entre las estanterías, pero no a Dal.

    Uno de ellos se le acercó.

    —¿En qué puedo servirla?
    —¿Está Dal?
    —No, pero estoy yo. Me llamo Ken.

    Había oído historias acerca de Ken. Parecía tan acicalado y artificial como Dal lo describía.

    —¿Acaso Dal ha ido a comer? — preguntó.
    —No. De hecho, hoy no ha venido. Ha pillado un microbio, como se dice. Pero estoy seguro de que yo puedo servirla igualmente.
    —Gracias-dijo ella, y se marchó.

    Fuera, empezó a andar. Miraba directamente al frente. Le dolía el estómago. Sentía deseos de acurrucarse, apretarse con fuerza el vientre y cerrar con rabia los ojos. Deseaba encerrarlo todo fuera de ella…, todo aquel maldito mundo.

    Primero Dave.

    Ahora Dal. Lo había perdido. Sabía que lo había perdido; porque ¿qué otra razón podía tener para llamar a su trabajo diciendo que estaba enfermo, mientras se lo mantenía en secreto a ella?

    Dios, creía que eran felices juntos.

    Alguien sujetó el brazo y la echó hacia atrás. Un coche pasó a toda velocidad, casi rozándola. Se volvió hacia el hombre, que seguía sujetando su brazo.

    —¿Se encuentra bien? — preguntó él.

    Sus azules ojos parecían amables y preocupados.

    —Creo que debería mirar por dónde ando, ¿verdad?
    —A menos que desee hacer de adorno sobre la capota de algún coche.

    Ella se echó a reír. — Bueno, creo que le debo algo.

    —Estoy a la expectativa. ¿Qué es lo que cree que me debe? — preguntó él.
    —¿Qué le parecería un Bloody Mary?
    —Aceptado.
    —Me llamo Connie -dijo ella, y le ofreció su mano.

    Él la estrechó.

    —Yo Pete.
    —Ven el miércoles -le había dicho Elizabeth el viernes por la noche.
    —No sé -había dicho Dal.
    —El miércoles -había repetido ella-. Eso nos dará tiempo para echarnos de menos el uno al otro.
    —Pero está Connie. No puedo desaparecer así como así el miércoles por la noche, sin darle ningún tipo de excusa.
    —Si no quieres levantar sus sospechas, ven durante el día, cuando se supone que estás trabajando.
    —Sólo tengo una hora para comer.
    —Tómate todo el día. Pásalo conmigo.

    Él meneó la cabeza.

    —No sé, Elizabeth. Es…, es correr un gran riesgo.
    —Si no quieres venir, no vengas. — Le besó ligeramente en la boca-. Estaré aquí el miércoles, esperando.

    Durante aquellos días, él no había hecho más que pensar en su ofrecimiento. No deseaba ir. Tenía un trabajo decente, y una situación estable con Connie. Podía perder ambas cosas si seguía aquello con Elizabeth.

    Además, ella le asustaba.

    Si una mujer podía gozar jodiendo con otros hombres delante de su paralizado esposo…, ¿qué otras cosas no podría hacer también, o desear que Dal hiciera?

    Finalmente, decidió permanecer alejado de ella. Sería mucho mejor si no volvía a ver a Elizabeth de nuevo.

    Se sintió complacido con su decisión. Se sintió limpio, decente y aliviado.

    Estaba a medio camino hacia su trabajo, el miércoles por la mañana, cuando, de repente, cambió de opinión. Llamó a Lane Brothers desde casa de Elizabeth. Cuando Ken respondió, le explicó que había tenido que meterse en la cama con una terrible diarrea.

    —No hace falta que la traigas como muestra -dijo Ken, y se echó a reír ofensivamente.
    —Espero poder ir mañana -dijo Dal.

    (Elizabeth le bajó la cremallera de los pantalones.)

    —Tómate un día de vacaciones -dijo Ken.

    (La mano de la mujer se introdujo y acarició.)

    —En todo caso, mi culo -acotó Dal.

    Más risas de Ken.

    (Elizabeth liberó su pene.)

    —Está bien, nos veremos mañana, Ken.

    (Ella lo introdujo en su boca.)

    —Nos veremos, chico. Manten tu mierda unida.

    Dal colgó.

    —Misión cumplida -dijo con voz temblorosa. Elizabeth mugió algo. Mientras chupaba y lamía, Dal estrujó su suave pelo-. ¿No hay audiencia? — preguntó.

    Ella no respondió. Su boca siguió trabajando. Sus manos terminaron de soltar los pantalones de Dal, tiraron de ellos hacia abajo, y se aferraron a sus desnudas nalgas.

    Él vio a Herbert a su derecha. Fuera, junto a la piscina. La silla de ruedas pegada a la puerta cristalera. Mirándole con unos brillantes ojos muy abiertos.

    A Dal no le importó. Demasiado tarde para importarle. Solamente Elizabeth importaba; sus inquisitivos dedos, la suave cavidad de su boca.

    Herbert no importó hasta más tarde.

    —¿Tiene que mirar? — preguntó Dal.
    —Por supuesto.
    —Eso es repugnante, Elizabeth.

    Ella sonrió.

    —Lo sé. ¿No resulta delicioso?

    Se sentaron junto a la piscina, con Herbert frente a ellos, y bebieron Burgundy. Dal llevaba sus shorts de boxeo. Elizabeth no llevaba nada.

    —¿Puede oír lo que decimos?
    —Todo. Oye, ve, piensa. Respira, traga y defeca. Y esos son todos sus logros. ¿No es así, Herbert?

    Le pellizcó la mejilla. Sus dedos dejaron una marca roja.

    —¿Puede sentir eso?
    —¿Puedes, Herbert? No seas tímido, habla francamente… ¿Qué ocurre? ¿Se te ha comido la lengua el gato?
    —¿No tiene una enfermera ni nada?
    —Cielos, no. Me tiene a mí. Yo velo por sus necesidades. A veces es una carga terrible, pero creo que es lo menos que puedo hacer por él.
    —Deberías proporcionarle una enfermera.
    —¿Debería? Oh, no lo creo. No queremos malgastar nuestra fortuna con tales lujos, ¿verdad? No iba a quedar mucho para mí, si hiciéramos eso. Herbert, después de todo, no va a vivir eternamente. Odio decir esto frente al pobrecito, pero creo que su tiempo es limitado. No, no imagino que Herbert siga con nosotros mucho más. — Terminó su vaso de vino-. Vamos a darnos un chapuzón. Y por el amor de Dios, quítate esos estúpidos shorts.
    —¿Cuánto tiempo hace que es sorda? — preguntó Pete.
    —Así que se ha dado cuenta.
    —¿Se supone que es un secreto?

    Connie removió su Bloody Mary con el tallo de apio.

    —No exactamente -dijo-. No voy proclamándolo a todo el mundo con quien me tropiezo, pero lo digo apenas se me presenta la ocasión. No capto todo lo que se me dice. Si la gente no sabe que soy sorda, puede pensar que soy simplemente estúpida.
    —Me preguntaba cuál de las dos cosas sería.

    Connie se echó a reír.

    —Uno no se encuentra cada día con mujeres que caminen directamente hacia bocinantes coches -dijo Pete.
    —¿Estaba bocinando? Me sorprende que no me diera cuenta.
    —¿No es usted completamente sorda?
    —Sólo casi. Existe todavía una cierta audición conductiva. Capto las vibraciones de los sonidos, siempre que sean lo bastante fuertes. Algo así como la bocina de un coche, por ejemplo.
    —Sospeché que no la había oído usted. Mientras entrábamos aquí, dije un par de cosas con la cabeza vuelta hacia otro lado.
    —Debería ser detective.
    —Lo soy.
    —Está bromeando.

    Él tomó una tarjeta de su billetero.

    Connie dio un sorbo a su bebida. Estaba fuerte de tabasco, y los ojos le lagrimearon. Parpadeando, leyó la tarjeta.

    —Pete Harvey. Investigaciones privadas. — Llevaba su dirección y su número de teléfono-. ¿Puedo quedármela? — preguntó.
    —Por supuesto.
    —Una nunca sabe cuándo puede necesitar a un detective privado.
    —Espero que no tenga que saberlo nunca. No dentro de mi capacidad profesional, al menos.

    Ella metió la tarjeta en uno de sus libros de bolsillo, considerando brevemente si debía darle una de sus tarjetas a Pete, y decidiendo que no. No deseaba tener que empezar a hablar de su trabajo. No en aquel momento.

    —¿Cuándo perdió el oído? — preguntó él.
    —Hace cinco años.
    —¿Una enfermedad?
    —Un accidente.
    —Qué lástima.
    —Hubiera podido ser mucho peor.
    —¿Cómo ocurrió? — preguntó él.
    —Un golpe en la cabeza.
    —Debió de ser un buen golpe.
    —Puede decirlo. Estuve tres semanas en coma.

    Pete meneó la cabeza.

    —Bueno, salí con bien -prosiguió ella-. Pese a quedarme sorda… No es tan malo como puede parecer. Al menos he gozado de veintiún años de poder oír. Sé como suena el mundo, y puedo hablar.
    —Habla usted estupendamente.
    —Gracias.
    —Y lee los labios como una profesional. Podría utilizar a alguien así en mi nómina, excepto por una cosa.
    —¿Cuál?
    —Tengo una regla estricta: no quiero sentirme interesado en las personas que trabajan para mí.
    —¿Qué? — preguntó ella, sintiendo que enrojecía.
    —No querría que esto terminara cuando salgamos de aquí.
    —Oh. — Ella sonrió-. Yo tampoco.


    JOYAS DEL TERROR
    PRESENTA A
    OTTO SCHRECK
    EN
    SCHRECK EL INQUISIDOR


    Ella está atada a una silla en el centro de una habitación desnuda, frunciendo los ojos ante la brillante luz mientras intenta ver quién hay detrás.

    Su joven rostro está asustado.

    —¿Quién está ahí? — pregunta-. Por favor, sé que hay alguien ahí. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
    —Soy el Gran Inquisidor. Quiero hacerte unas cuantas preguntas.

    Ella deja escapar un gruñido.

    —Por favor, ¿qué significa todo esto?
    —Tú tienes información que yo necesito.
    —¿Quién es usted?

    El da unos pasos desde detrás de la luz. Lleva un atuendo negro, con capucha.

    —Oh, Jesús.
    —No pronuncies el nombre del Señor en vano, hereje.

    Ella dobla el cuello, intentando ver más allá de él.

    —Ted, ¿estás aquí, en algún sitio? ¿Ted? ¿Es esto alguna especie de…?
    —¿Quién es ese Ted? ¿Uno de tus amigos herejes?
    —¿Qué es toda esa tontería de herejes?
    —Hablame del aquelarre.
    —Oh, Dios…

    Las manos del hombre se agitan. La abofetea; los secos bofetones lanzan el rostro de ella hacia un lado y luego hacia el otro. Se echa a llorar.

    —Las lágrimas no van a ayudarte, bruja. — Agarrándola del pelo, le echa la cabeza hacia atrás-. Hablame del aquelarre.
    —¿Qué aquelarre? — grita ella, con voz estremecida.
    —Ah, quieres jugar un poco, ¿eh? — Tira de un mechón de su largo pelo negro-. ¿Quieres perder tu precioso pelo?
    —¡No!

    Él saca unas tijeras del bolsillo de su atuendo.

    —Entonces, dame los nombres de los participantes en tu aquelarre.
    —No sé nada de ningún aquelarre.

    Ella grita, como presa del dolor, cuando él empieza a cortarle el pelo. Corta cerca del cráneo, y arroja grandes puñados a la oscuridad, más allá de la pequeña área de luz. Pese a que ella grita y suplica, y agita la cabeza de un lado para otro, él sigue trabajando febrilmente, y no se detiene hasta que no queda nada excepto cortas e irregulares cerdas.

    Schreck da un paso atrás y asiente en señal de aprobación.

    —¿Estás preparada, ahora, para darme la información?
    —¡Bastardo! — chilla ella-. ¡Dios te enviará al infierno, sucio y jodido bastardo!
    —¿Te atreves a hablarme a mí de infierno y de condenación? ¿Tú? ¿Una hermana del diablo?
    —¡Maldito pervertido!

    Una sonrisa maligna curva sus labios.

    La rabia abandona de repente el rostro de la mujer.

    —Lo siento -murmura-. Por favor, lo siento. Haré lo que usted quiera. Se lo diré todo. Pero no me haga daño. Por favor.
    —Dime los nombres.
    —John Brown y…
    —¿Me tomas por un estúpido?
    —¡No!
    —Puedo arrancarte las uñas. ¿Te gustaría eso?
    —No -solloza ella.
    —¿Quizá preferirías que te quemara los ojos, o te cortara los pezones?

    Ella niega con la cabeza, mientras llora suavemente.

    —Hay tantas formas de hacerte hablar de tu infernal hermandad… Romperte los huesos, abrir con el fuego agujeros en tu tierna carne, cortarla con un cuchillo, abrirla con un látigo, desgarrarla centímetro a centímetro con mis dientes. He hecho todo eso otras veces. Son métodos burdos, pero efectivos. ¿Qué debo hacer contigo?
    —Déjeme marchar -suplica ella-. Se lo prometo, nunca le diré nada a nadie.
    —Primero tienes que decirme algo a mí.
    —No sé nada de ningún aquelarre. Si lo supiera, se lo diría. ¡Se lo juro! No sé nada de aquelarres ni de brujas ni de herejes…
    —Entonces deberás sufrir.

    Ella está tendida en el suelo, desnuda, brazos y piernas abiertos, muñecas y tobillos sujetos a clavos en la dura madera.

    Schreck se inclina a su lado.

    —¿Ves a mis pequeñas amigas? — Lleva un frasco en la mano-. Sí, son arañas. Tres docenas de arañas. ¿Te gustan las arañas, mi pequeña bruja?
    —Por favor, no.

    Lentamente, él desenrosca la tapa.

    —Dime lo que necesito saber, y te ahorraré todo esto.
    —¡No sé nada!
    —Es una lástima.

    Schreck retira la tapa. Agitando el frasco, hace salir a las arañas. La muchacha cierra fuertemente los ojos y agita la cabeza mientras los bichos caen sobre su rostro. Caen, flotando como negros copos, poniendo motas negras en su pálida garganta, sus pechos, su vientre. Trepan por su rizado vello púbico. Se deslizan por sus muslos.

    La muchacha grita y se contorsiona.

    Schreck, inclinado a su lado, la observa con húmedos y protuberantes ojos.

    —Ahora debo dejarte; te daré unas cuantas horas para que las disfrutes como tus compañeras de juego.
    —¡No! ¡Quítemelas de encima! ¡Quítemelas!

    Él abandona la habitación.

    Una pequeña araña negra repta a lo largo de la frente de la muchacha. Trepa por el reborde de su ceja. Ella agita alocadamente la cabeza, intentando hacerla caer. La araña se detiene, como aguardando. Cuando la muchacha deja de agitar la cabeza, reanuda su marcha, avanzando por encima de su párpado.

    Su grito es interrumpido por el crepitar de un disparo.

    Un hombre entra corriendo en la habitación. Se deja caer de rodillas a su lado.

    —Dios mío, Susan.
    —¡Quítamelas de encima!

    El hombre deja su revólver en el suelo. Sus manos actúan rápidamente, arrojando lejos a las arañas.

    Cuando están fuera de su rostro, ella abre los ojos.

    —Oh, gracias a Dios. Pensé que…
    —Todo está bien. Schreck ha muerto. Estás a salvo.

    Sacando una navaja del bolsillo, empieza a cortar las cuerdas.

    —Oh, Ted, ¿cómo…, cómo me has encontrado?
    —Te lo contaré luego. — Termina de liberarla, y la ayuda a ponerse en pie-. Toma, ponte esto.

    Se quita la camisa.

    Susan se la echa por encima.

    —¿Le dijiste algo? — pregunta él.
    —¿Acerca de qué?
    —Del aquelarre.
    —No sé nada de ningún aquelarre. No he dejado de decírselo, pero él no ha querido escuchar. No sé qué es lo que quería. ¿Cómo me trajo hasta aquí? ¿Quién es ese horrible hombre? Él… ¡Oh, Ted, sácame de aquí! ¡Por favor!
    —¿No le dijiste el nombre de ninguno de los miembros del aquelarre?
    —¡Maldita sea, no sé nada de ningún aquelarre! Si lo supiera, se lo hubiera dicho inmediatamente, antes de que él… ¡Mira lo que le hizo a mi pelo! Y esas…, ¡esas horribles arañas! No le he dicho nada.

    El hombre se aparta de ella.

    Schreck entra en la habitación.

    —No sabe nada -le dice Ted a Schreck-. Estoy seguro de ello.

    Dejándose caer de rodillas, Susan agarra el revólver. Apunta a Schreck y dispara. El estampido de la detonación llena la estancia, pero Schreck no cae. En vez de ello, avanza hacia ella. Su delgado y huesudo rostro exhibe una terrible sonrisa. Susan dispara una y otra vez.

    —Es inútil, hereje.

    Ella mira a Ted, que le sonríe y se alza de hombros.

    —Me temo que tiene razón.

    Ted sale lentamente de la habitación, dejándola a solas con Schreck.

    —Ahora ya no me sirves de nada -dice éste. Sujeta un látigo de cuero. Lo hace restallar, cortando el aire con un sonido silbante-. Haremos que tu muerte sea lenta y agónica, como se merece alguien tan asqueroso como tú.

    Dándose la vuelta, Susan corre hacia una ventana. La golpea con el revólver. El cristal se rompe. Ella toma un trozo, largo y de bordes aserrados.

    —¡No siga avanzando! ¡O me mataré!

    Schreck ríe desdeñosamente mientras se acerca.

    —Si te gusta tanto el cristal, quizá te apetezca comer un poco. Puedo arreglar eso. Puedo arreglar muchos deliciosos entretenimientos con cristal.

    Con ambas manos, ella apoya bruscamente el trozo de cristal contra su propia garganta y lo desplaza hacia un lado, desgarrando una profunda brecha en su carne.

    Schreck llega a su lado. La sangre de la muchacha salpica su rostro y su atuendo.

    —Tenía tantos planes para ti…

    Da una patada contra el suelo, pisando sangre.

    —¡Los has estropeado!

    Alza el látigo.

    Antes de que tenga oportunidad de golpear, Susan cae de rodillas. Schreck se echa un poco hacia atrás mientras ella cae de bruces. Su rostro golpea contra el suelo.

    —¡Estropeado! — chilla Schreck.


    FIN


    10


    El viernes, Connie aguardó nerviosa a que Dal volviera del trabajo. Había deseado decírselo antes, pero no había sido capaz. Ahora ya se había terminado el tiempo.

    No más retrasos.

    ¡Dios, si tan sólo hubiera una forma de salirse de aquello!

    Finalmente, la puerta de entrada se abrió.

    Fue hacia Dal.

    —¿Cómo ha ido el día? — preguntó.
    —No demasiado mal, no demasiado mal.

    Arrojó la chaqueta de sport sobre el sofá y se volvió hacia ella, esperando un beso.

    Ella lo besó rápidamente.

    —¿Y cómo te ha ido a ti? — preguntó él a su vez.
    —No tan bien como me hubiera gustado.

    Había escrito muy poco a causa de las preocupaciones. Pero antes que dejar perder el día, había seguido pulsando obstinadamente las teclas, sin intentar obligarse a la concentración.

    Siguió a Dal a la cocina. Él empezó a prepararse unos martinis. Mientras se dedicaba a ello, Connie se puso un gimlet de vodka.

    —¿Quieres unas patatas fritas? — le preguntó.
    —Claro. ¿Qué hay para cenar?

    ¡Ahí estaba!

    Inspiró profundamente. Se sentía como entumecida.

    —Te he descongelado un bistec.
    —¿Sí? ¿Y para ti?
    —Yo…, yo salgo a cenar fuera.

    Dal pareció desconcertado.

    —Tengo una cita -explicó ella.

    Él enrojeció.

    —¿Una cita?
    —Lo siento, Dal. Hubiera debido decírtelo antes.
    —¿Con un hombre?

    Ella asintió.

    —¿De qué me estás hablando?
    —Lo conocí el miércoles. En la biblioteca. Me pidió que cenáramos juntos esta noche.
    —¡Mierda!
    —Lo siento, Dal.
    —¿Y qué se supone que debo hacer yo?
    —Hazte el bistec.
    —Oh, eso es precisamente lo que necesito, respuestas graciosas. ¿Crees que esto es gracioso?
    —En absoluto.
    —Bueno. Pensé… No importa. Bien, sal y pásatelo bien. ¿Deseas traerlo aquí luego, para seguir un poco más la juerga?
    —Dal, por favor.
    —Es un tiempo un poco corto para un desahucio, ¿no crees?
    —No tienes que irte.
    —Pero sería muy considerado por mi parte que lo hiciera.
    —Yo no he dicho eso.
    —Bien, entonces, ¿qué es exactamente lo que estás diciendo?
    —No lo sé. Tan sólo se trata de una cita, Dal.
    —Sí, y una mierda.

    Se dio la vuelta.

    —¡Dal!

    Ignorándola, él tomó la jarra de martini y abandonó la cocina. Ella lo siguió a la sala de estar. El hombre abrió la puerta delantera.

    —Dal, no te vayas.

    Él se volvió a medias.

    —Que te diviertas-dijo.
    —¿Adonde vas? ¡Dal!

    Salió y cerró la puerta de un golpe.

    Connie sintió el impacto del portazo.

    La puerta se abrió. Elizabeth se lo quedó mirando con sus profundos ojos verdes y sonrió.

    —¿A alguien le apetece un martini? — preguntó Dal.

    Ella llevó la jarra de cristal a sus labios y bebió.

    —Mmmm. Hubieras debido ponerle olivas. Entra. Herbert está fuera, junto a la piscina. ¿Por qué no vas a reunirte con él? Traeré cubitos de hielo y olivas.

    La observó dirigirse a la cocina. Iba descalza. Podía ver a través de la blanca y fina tela de su caftán. No llevaba nada debajo. Por un momento pensó en seguirla a la cocina, subirle el caftán por encima de la cintura, y apretar las firmes y suaves curvas de sus nalgas.

    Pero ella le había pedido que se reuniera con Herbert en la piscina. Era mejor hacer lo que ella decía. Habría mucho tiempo, luego, para lo otro.

    Salió a la piscina. La silla de ruedas de Herbert estaba frente a la mesa, casi como si no hubiera sido movida desde el miércoles. Sin embargo, él llevaba una camisa diferente. Una camisa estampada con brillantes flores rojas. Le hacía parecer un turista en Hawai.

    Un turista arrugado y paralizado. Más cadáver que hombre.

    Dal apartó la mirada de los escrutadores ojos. La piscina estaba todavía iluminada por el sol. Pensó en el miércoles y en la deslizante sensación de la piel de Elizabeth mientras se acariciaban bajo el agua.

    —¿Manteniendo una agradable conversación? — preguntó ella, apareciendo con una bandeja.

    En la bandeja había dos vasos largos, un bote de olivas verdes, y una quesera con brie y galletas saladas. Sus pechos se agitaban levemente mientras caminaba. Sus pezones eran oscuros bajo la tela. Se sentó al lado de Herbert.

    —Y bien -dijo-, ¿cómo has conseguido escaparte de Connie?
    —Hemos tenido una pequeña pelea.
    —Qué inteligente. Has agarrado la ocasión por los pelos, y has salido con aire ofendido.
    —Algo así.
    —Nada demasiado drástico, espero. ¿No le habrás dicho nada de nosotros?
    —No.
    —Eso está bien. Hubieras estropeado una oportunidad tan estupenda.

    Tomó unas cuantas olivas del bote y las dejó caer en los vasos vacíos.

    Dal echó los martinis.

    Tomaron los vasos.

    —Por ti y por Connie -dijo Elizabeth.
    —¿Por qué tenemos que brindar por eso?
    —Porque vas a casarte con ella, por supuesto.
    —¿De veras?
    —Naturalmente.
    —Estás bromeando.
    —Querido, tengo gustos muy caros, gustos que serías completamente incapaz de satisfacer con tu triste sueldo de vendedor. Si estás interesado en proseguir esta relación, tienes que ser capaz de subvenir a mis necesidades.
    —Pero tú eres rica.
    —Herbert lo es. Yo seré rica cuando… él fallezca. Eso, sin embargo, no te libera de la necesidad de subvenir a mis necesidades, cuando estemos juntos.
    —Pero aunque me case con Connie…, su dinero no será mío.
    —La mitad de él sí, creo. Piensa en ello. — Alzó de nuevo su vaso-. Por ti y por Connie, y por la riqueza.
    —No sé…
    —Tú me deseas, ¿verdad?
    —Más que ninguna otra cosa.
    —En ese caso, tu decisión no tiene que ser difícil.

    Dal dudó, luego chocó su vaso contra el de Elizabeth. Bebieron.

    —¿Cómo llegaste a convertirte en detective privado? — preguntó Connie.
    —Empecé en el Departamento de Policía de Los Angeles.
    —Debí figurármelo.
    —¿Por qué?

    Pete, al otro lado de la mesa en el Estación Victoria, sonrió mientras atacaba su chuleta con el cuchillo.

    —Bueno, todo tú respiras ese aspecto sano y confiable a lo Steve Garvey.
    —Exactamente igual que Reed y Molloy.

    Se metió un bocado de ternera en la boca.

    —¿Cuándo dejaste la policía?

    El masticó durante unos instantes, y empezó a responder.

    —No puedo entenderte -dijo Connie-. Si hablas y masticas al mismo tiempo, la cosa se convierte en un galimatías.

    Pete se echó a reír. Después de tragar, dijo:

    —¿Así va bien?
    —Estupendo. Yo comeré mientras tú hablas.
    —¡Gracias!
    —¿Cómo te saliste de la policía?
    —Hubo una desavenencia. Bueno, no, no realmente. Mis problemas no fueron con el departamento. Más bien con el público. Nos habíamos visto sometidos a mucha presión con respecto a eso de que la policía siempre estaba disparando. Ocurrió hace un par de años. Yo estaba patrullando por Sunset, una espléndida noche, y vi a aquella mujer negra corriendo por en medio de la calle con un cuchillo. Estaba persiguiendo a un muchacho. Mi primer pensamiento fue que el muchacho le había robado el bolso, o algo así. Pero el chico vino directamente hacia mi coche, pidiendo ayuda a gritos. Salí, y el muchacho casi se me echó a los pies. «Está loca, oiga», dice. Y la mujer está gritando también, diciendo no sé qué de cortarle las partes íntimas al chico. Yo estoy entre la mujer y el chico, y ella sigue avanzando. No obedece mi orden de detenerse. Y está ese cuchillo de caza que esgrime amenazadoramente. Así que saco mi arma y apunto hacia ella, y ella la ignora y sigue avanzando, y yo pienso en todos los problemas que se me van a venir encima por parte de todos los rectos y honestos corazones si disparo contra ella. Quiero decir, ella es negra, es una mujer, y va desarmada, excepto por el cuchillo que no parece demasiado peligroso. Así que me contengo y no disparo. Y mientras tanto ella lanza el cuchillo. Yo lo esquivo, y mata al chico. El muchacho, luego, resulta ser su hijo homosexual.
    —Así que tú eres ése -dijo Connie.
    —Lo soy.
    —Esposaste a la mujer al cuerpo…
    —Sí. — Sonrió-. Esposé sus manos a las manos del chico muerto, tiré la llave de las esposas, y me fui.
    —Cuando ocurrió me pregunté qué tipo de hombre podía hacer una cosa así.
    —Ahora ya lo sabes. Aquí está, Pete el Sucio. — Se inclinó sobre la mesa y estrechó su mano-. Ahora será mejor que comas, antes de que se te enfríe la cena.
    —De acuerdo. Comeré, y tú hablarás. ¿Cómo te convertiste en novelista?
    —Todo empezó con una podrida vida social.
    —Es muy simple, de veras -dijo Elizabeth-. ¿Nunca antes se lo propusiste?
    —No.
    —Debo decirte que me sorprende. Pareces tan impulsivo… Por favor, querido, sé amable y dame un empujón.

    Su colchoneta había derivado, los pies por delante, hacia uno de los lados de la piscina.

    Dal, sentado en la punta del trampolín, se puso en pie. Se dio la vuelta cuidadosamente y caminó hasta el suelo, sintiendo la tabla oscilar bajo sus pies. El cemento estaba aún caliente, pese a que el sol ya no llegaba hasta allí. Le gustó la sensación de la brisa en su rostro.

    Y le gustaba lo que le hacía a Elizabeth. Era la brisa, suponía, lo que hacía que sus pezones se mantuvieran erguidos.

    Miró al vaso de martini que ella mantenía en equilibrio sobre su estómago.

    —¿Quieres que te lo vuelva a llenar, mientras embarrancas?
    —Sería adorable.

    Alzó el vaso, lo inclinó hacia su boca, y sorbió la oliva.

    Dal empujó la colchoneta a lo largo del borde de la piscina, y tomó el vaso. Recuperó el suyo del extremo del trampolín, y los llevó los dos a la mesa.

    —¿Quieres uno, Herbie? — preguntó.

    Sonrió, dándose cuenta de que la silenciosa presencia del hombre ya no le ponía nervioso.

    —Herbie, eres un buen tipo-dijo.
    —Nunca ha sido eso -dijo Elizabeth.

    Dal terminó de servir las bebidas. Regresó a la piscina. Descendió los peldaños de cerámica en el extremo menos hondo, y vadeó en dirección a Elizabeth.

    Colocó el vaso sobre el estómago de la mujer.

    —Gracias, querido -dijo ella.
    —Pensemos un poco en todo eso.
    —Bien, supon que yo soy Connie.
    —¿Por qué debería hacerlo?
    —Vas a hacerme una proposición.
    —¿Eh?
    —Dijiste que nunca le habías hecho una proposición antes. Aquí está tu oportunidad.
    —Bueno, no sé.

    Elizabeth alzó ligeramente la cabeza de la almohada de la colchoneta, dio un sorbo a su martini sin derramar ni una gota, y volvió a depositar el vaso sobre su estómago.

    —Empiezas llevándola a un restaurante adecuado. Tomáis unas copas.
    —La someto con licor.
    —Exacto. Cenáis maravillosamente. Langosta, quizá.
    —No puedo comer marisco.
    —Un buen bistec, entonces. Un Chateaubriand sería ideal. Cuando terminéis, encargas algunas copas más. Coñac…
    —A Connie le gusta el café irlandés.
    —Estupendo. Un café irlandés entonces. Y ahora es el momento. Ambos os sentís realizados, un poco achispados, y felices.
    —De acuerdo.
    —Yo soy Connie.

    Empezó a alejarse ligeramente. Dal la sujetó por el pie, y tiró de nuevo hacia él.

    —Connie, quiero casarme contigo.
    —¿Casarte conmigo? ¡Oh, Dal! ¿Estás seguro? ¿Por qué querrías casarte con alguien como yo?
    —Porque Elizabeth me ha dicho que debía hacerlo.
    —Así no funcionará en absoluto.


    11


    Salieron del restaurante.

    —Fue estupendo-dijo Connie-. Gracias.

    Estrechó la mano de Pete.

    —La noche es joven. ¿Hay algo especial que quieras hacer?
    —De hecho, sí…
    —Suéltalo.
    —Vayamos al cine.
    —¿Al cine? — Se la quedó mirando, sonriente, como si pensara que era una idea más bien infantil-. ¿Algo en particular?

    Ella se alzó de hombros.

    —No me importa. Mientras esté oscuro.
    —¿Te gustan las películas de terror?
    —¿Te gustan a ti?
    —Son mis preferidas. Conozco el lugar ideal. No sé qué ponen esta noche; pero probablemente será bueno.
    —Apuesto a que sé dónde es. El Palacio Encantado.
    —¿Has estado allí?
    —No desde que cambió de manos. Antes se llamaba el Elsinor.
    —Ahora está muy lejos de eso.

    En la oscuridad del coche, no intentaron hablar. Connie se puso el cinturón de seguridad. Pensó que sería estupendo soltárselo, inclinarse sobre el asiento, y arrimarse a Pete. No había hecho nada así en años. Esta noche, sin embargo, se sentía tan ansiosa, atrevida e insegura como una quinceañera. Vaciló. Pete podía pensar que estaba actuando tontamente, o posesivamente. Por otra parte, se sentía tan alejada de él, atada a su asiento en su lado del coche…

    Con mano temblorosa, soltó el cinturón. Pete la miró y sonrió. Ella se deslizó hacia su lado del asiento. Él la rodeó con un brazo. Connie se apretó contra él, y apoyó una mano en su pierna.

    A una manzana del Palacio Encantado, Pete arrimó su coche al bordillo y aparcó. Caminaron hasta el cine, las manos juntas.

    En la marquesina, Connie vio que el programa estaba formado por Drácula en las antípodas y La ciudad que temía la puesta del sol.

    La chica de la taquilla sonrió a Pete.

    —¿Cómo se encuentra esta noche? — preguntó.
    —No demasiado mal. Veo que no ha encontrado un nuevo peluquero.

    Le tendió el dinero.

    —La ciudad que temía la puesta del sol acaba de empezar -dijo la chica-. Lástima que no hayan llegado media hora antes. Se han perdido el Schreck de esta noche.
    —Es un poco vulgar para mi gusto.

    La chica se echó a reír.

    —Oh, este le hubiera encantado…; se llama Schreck el inquisidor.
    —Suena atractivo.

    Dentro, Pete entregó las entradas a un hombre gordo vestido con unas ropas ensangrentadas.

    —Buenas noches, Bruno.

    Bruno gruñó detrás de la media de nailon que cubría su rostro.

    —¿Vienes aquí a menudo? — preguntó Connie.
    —Sólo he estado una vez -dijo Pete-. La semana pasada.
    —Es un poco vulgar.
    —También lo son la mayor parte de las películas. Pero resulta divertido.
    —Sí. Como un carnaval.
    —¿Unas palomitas de maíz?
    —No podría comer nada más en este momento. Quizá algo de beber.

    La sala del cine era exactamente igual a como Connie la recordaba: las paredes del castillo, los contrafuertes y las torres, el techo como un cielo estrellado.

    Había pasado mucho tiempo en los cines, después del incidente de Tucson. Demasiado tiempo. Primero en Tucson, luego en Los Ángeles.

    Difícilmente pasaba un día en el que no se descubriera sola en un oscuro cine, comiendo palomitas de maíz, perros calientes y caramelos, y mirando a la pantalla, donde una gente silenciosa se debatía en la tragedia, luchaba por sobrevivir, reía, y se enamoraba.

    Iba a los cines, aunque sabía que no debía hacerlo. Debía estar escribiendo más páginas que las dos o tres que conseguía diariamente. Debía estar leyendo. Y, sobre todo, debía salir al mundo, hacer algo, encontrarse con gente, no ocultarse en la oscuridad de un cine.

    Un día, hacía dos años, acudió a una sesión de mediodía de La isla. Cuando hubo terminado, se quedó en su asiento y vio Tiburón II, aunque ya la había visto antes. Cuando terminó, salió al vestíbulo para marcharse. Al otro lado de las puertas de cristal, la tarde era soleada. Una joven pareja pasó por su lado, las manos unidas, felices.

    Sintió un nudo en la garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

    Tras comprarse una Pepsi y una nueva bolsa de palomitas de maíz, regresó a su asiento. Vio La isla de nuevo. Vio Tiburón II de nuevo. Cuando La isla empezó por tercera vez, seguía en su asiento.

    Se sentía asqueada consigo misma. Era cobarde y autodestructiva. Pero era incapaz de obligarse a salir.

    Finalmente, un hombre se sentó a su lado. Olía fuertemente a sudor y a cebolla. Puso una mano sobre la rodilla de ella.

    Ella llevaba falda.

    La mano se movió debajo de la falda.

    Connie alzó aquella mano. El hombre le dirigió una sonrisa. Sus labios se movieron, arrojando una bocanada de pestilencia a su rostro.

    Le rompió el dedo índice, y salió del cine.

    Al día siguiente no fue al cine. Ni al otro día. Estaba segura de que si volvía a ir una sola vez, caería de nuevo en el mismo esquema. Era como un alcohólico, temeroso de tomar una sola copa porque esta la conduciría a otra y luego a otra.

    Leyó vorazmente.

    Terminó su novela La novia del río en tres meses.

    Tomó un curso de autodefensa de un duro y lleno de cicatrices ex marine que proclamaba haber sido mercenario… y que lo demostró a satisfacción de Connie desapareciendo un buen día. Supuso que había ido a Rhodesia. Nunca volvió a verle.

    Uno de los hombres de la clase le pidió salir con ella, y así descubrió que podía ir con toda seguridad al cine siempre que no fuera sola.

    Entonces conoció a Dal. El la llevó a menudo. Sabía cuánto le gustaba el cine, aunque ella nunca le contó sus años malos como adicta.

    Realmente, no había sido propio de él, dejarla en casa la semana pasada… Pero no quería pensar en Dal.

    No esta noche.

    Podría preocuparse al respecto más tarde… Pensar en lo que podría decirle…

    Tomó la mano de Pete, y no la soltó.

    Cuando terminó La ciudad que temía la puesta del sol, las luces se encendieron.

    —¿Te ha gustado? — preguntó Pete.
    —Seguramente tendré pesadillas.

    Él sonrió.

    —¿Quieres quedarte a ver la otra?

    Miró el reloj. Cerca de las once. Probablemente Dal estaría ya de vuelta en el apartamento, esperándola. No deseaba enfrentarse a él. Deseaba quedarse allí con Pete, sujetando su mano, y no marcharse nunca.

    —Claro, quedémonos -dijo.
    —¿Te apetecen ahora unas palomitas de maíz?
    —Me irían de maravilla.

    Drácula en las antípodas empezó inmediatamentae después de que Pete regresara.

    Era un filme italiano relativo a un vampiro entre los aborígenes australianos.

    —Oh, no -dijo Connie.

    Pete la miró.

    Ella meneó la cabeza.

    —Nada -susurró, y tomó un puñado de palomitas de la bolsa que tenía en su regazo.

    Estar con él era suficiente.

    No importaba que la película no tuviera sentido. Comió sus palomitas, y bebió su Pepsi, y prestó muy poca atención a la pantalla.

    Se reclinó contra Pete.

    Él le rodeó los hombros con un brazo.

    —¿Podemos volver a vernos mañana? — preguntó Pete, delante de la puerta del apartamento de ella.
    —Me encantaría.
    —Podríamos ir a la playa.
    —Estupendo. Prepararé una comida de picnic.
    —Yo traeré la cerveza. ¿O prefieres vino?
    —Cerveza.

    Se dieron un fuerte apretón de manos, y se besaron.

    —Ha sido un rato maravilloso -dijo Connie.
    —Para mí también.
    —Te diría que entraras, pero Dal…

    Pete meneó la cabeza.

    —En la primera cita, a lo máximo que llego es al beso.
    —¿De veras?
    —Miento, por supuesto.

    La atrajo hacia sí y la besó de nuevo. Su mano apretó suavemente el pecho de ella.

    Connie inspiró profundamente.

    —Oh, Dios, Pete.
    —Buenas noches.
    —Buenas noches. Nos veremos mañana.
    —¿A las diez? — preguntó él.
    —Estupendo.
    —Buenas noches.

    La besó otra vez.

    —Buenas noches.

    Tardaron un buen rato en separarse.

    Luego Connie entró en el apartamento sola. Se apoyó contra la puerta, demasiado débil para moverse, notando un extraño dolor que la hacía sentir deseos de llorar y reír a la vez.

    Mucho rato más tarde, revisó el apartamento. Dal no estaba allí, gracias a Dios.

    Puso la cadena de segundad en la puerta.

    Luego, sintiéndose culpable, la quitó.

    Luego volvió a ponerla. Si Dal regresaba a medianoche, no deseaba que se arrastrara hasta la cama con ella.

    No esta noche.

    No nunca más.

    Pete Harvey era su ahora.

    Pete el Sucio.

    Con un suave gemido de placer, se abrazó a sí misma y cruzó danzando la habitación.


    12


    Otro sábado echado a perder. Freya se sentó frente a la televisión con su té, y se quedó mirando a Popeye.

    Un infierno.

    El domingo, por el amor de Dios, era mejor que esto.

    ¡Ja! El domingo, por el amor de Dios. Qué divertido.

    Pero era cierto. El domingo por la mañana la TV ofrecía todo un desfile de cosas raras. Un auténtico circo. Algunos de esos evangelistas presentaban un show mejor que el del Pájaro Loco. Especialmente los curanderos. Dios, la forma en que reunían a la gente, y les quitaban las muletas a los impedidos, y metían sus dedos en las orejas de la gente sorda. «¡Fuera, demonios! ¡Fuera, Satán!» Sería una buena cosa si una mañana el dedo del tipo salía de una oreja con un buen tapón amarillento de cera.

    Bueno, mierda, no había nada tan bueno el sábado por la mañana. Sólo un puñado de asquerosos dibujos animados y reposiciones de porquerías que había visto hacía ya veinte años.

    Nada decente hasta las 10.30. El fantasma de la ópera. La versión de Claude Rains del 43. Nada podía compararse a Lon Chaney, con esos papanatas yendo de un lado para otro por los túneles con los brazos al aire para que el fantasma no pudiera arrojar lazos corredizos sobre sus cuellos. «¡Los lazos corredizos del fantasma son rápidos!», no dejaban de decir. ¡Vaya tontería! Bueno, la versión de Rains quizá estuviera un poco pasada de moda, pero seguro que ganaba a esa otra mierda de Heckle y Jeckle.

    La NAACP debería dejar de emitir Heckle y Jeckle. Juraría que esas urracas hablaban igual que Amos y Andy.

    Sonó el timbre de la puerta, sobresaltando de tal modo a Freya que derramó un poco de té sobre su pierna desnuda. Se lo secó con la mano, y se puso en pié. Su pierna estaba aún húmeda cuando cruzó la habitación. Se la frotó de nuevo. Se ajustó el jersey sin tirantes y abrió la puerta.

    —Hola.
    —Ah, hola -dijo Freya.

    Se obligó a exhibir una sonrisa.

    —¿Me recuerdas?
    —Te recuerdo. Veo que has cambiado de camiseta.

    La camiseta con el buitre había sido reemplazada por otra que decía: «Tranquilo, no te vuelvas loco».

    —Vi el anuncio en el periódico -dijo-. Pensé que debía volver.

    Como un billete falso, pensó Freya.

    —Bueno, me temo que el apartamento sigue sin estar disponible.
    —¿Por qué no?
    —Ya ha sido ocupado.
    —Esa es la historia que me contaste la semana pasada.
    —Que sigue siendo cierta hoy.
    —Entonces, ¿por qué está el anuncio en el periódico de hoy?
    —Debe de tratarse de un error -dijo Freya.
    —No, no lo creo. Creo que simplemente decidiste que yo no era una buena compañera para compartir el apartamento. ¿No es cierto?
    —Es cierto.
    —Porque soy un grueso pedazo de grasa, ¿correcto?
    —Correcto.
    —Pides doscientos al mes, ¿no es así?
    —Es así.
    —Supon que subo a doscientos cincuenta.
    —Estás terriblemente ansiosa.
    —Este lugar está tan sólo a una manzana del campus. Además, me gusta tu estilo. — Dirigió a Freya una descarada sonrisa-. Ahora, ¿qué te parece si me lo enseñas?
    —Admiro tu persistencia -dijo Freya, odiando a la muchacha un poco más a cada segundo-. ¿Cómo te llamas?
    —Chelsea.
    —Yo soy Freya. Entra.

    La chica entró, y arrugó la nariz.

    —Necesitas un poco más de luz aquí -dijo, y descorrió las cortinas-. Así está mejor.

    Freya se contrajo.

    —¿Eres de por aquí? — preguntó.
    —No -respondió Chelsea.
    —¿De dónde eres?
    —¿Importa eso?
    —Sólo es curiosidad. Si vamos a vivir juntas, ¿no crees que deberíamos saber un poco más la una de la otra?
    —¿Significa eso que me aceptas?
    —Estoy pensándomelo.
    —Bueno, si realmente quieres saberlo, soy de Oakland.
    —Ah. El hogar de los Ángeles del Infierno. ¿Vives con tu familia?
    —¿Qué es eso?
    —¿No tienes padres?
    —No, fui incubada. ¿No se me nota?
    —Sólo estaba preguntándome.
    —Bueno, pues no lo hagas. Simplemente muéstrame el apartamento, ¿quieres? Si deseo un tercer grado, ya te lo comunicaré.
    —Como quieras -dijo Freya.

    Le mostró a Chelsea la cocina, el cuarto de baño y el dormitorio disponible.

    —¿Cuándo puedo venir?
    —Tan pronto como me pagues.
    —Doscientos cincuenta.
    —Seiscientos -dijo Freya.
    —¿Cómo es eso?
    —Primero y último mes de alquiler. Eso hace quinientos.
    —Sé contar.
    —Más cien como depósito por posibles daños.
    —Eres una aprietatuercas.
    —Sólo estoy protegiéndome.
    —Crees que no podré conseguir seiscientos dólares, ¿verdad?
    —Oh, espero que puedas -dijo Freya.

    Realmente lo esperaba.

    —¿Vale un talón?
    —En efectivo.
    —Estamos a sábado.
    —Entonces puedes mudarte el lunes, después de que abran los bancos.
    —Estás intentando sacar algo.
    —En absoluto. Si puedes venir con el dinero hoy, puedes mudarte hoy mismo.
    —¿Qué te parece cincuenta ahora, y el resto el lunes por la mañana?
    —¿Y tú te mudas hoy?
    —Aja.
    —No, gracias. El lunes llegará en seguida.
    —Eres una tipa dura.
    —¿Nos vemos el lunes por la mañana, entonces?
    —Cuenta con ello-dijo Chelsea, imitándola.

    Cuando se hubo ido, Freya hizo una llamada telefónica.

    —¿Sí?
    —Buenos días, querido.
    —¡Princesa!
    —Tengo una para ti -dijo.
    —¡Maravilloso!
    —Es un poco diferente.
    —¿En qué sentido?
    —Es una cerdita.
    —¿Una cerdita? — preguntó el hombre, abandonando el tono de ligereza en su voz.
    —Sé que quieres bellezas, querido, pero esta tipa es maravillosa. Es fea, gorda y detestable.
    —Eso no formaba parte de nuestro plan, princesa.
    —Espera a que la veas.
    —¿Es horriblemente repulsiva?
    —Mucho.
    —Hummm. — Hizo una pausa de varios segundos-. Quizá podamos encajarla. Déjame trabajar en ello, y ya te llamaré.
    —Estupendo.
    —Mientras tanto, sigue buscando una belleza. Tina fue absolutamente maravillosa. Alguien como ella.
    —Mantendré el anuncio en el periódico.
    —Sí. Hazlo. Y ven esta noche, si puedes.
    —¿Conseguista otra?
    —Por supuesto que sí. Desgraciadamente, tiene dos voces femeninas, y no estoy seguro de cómo arreglar el doblaje, pero intentaré pensar en algo antes de que tú llegues.
    —¿A qué hora?
    —Bueno, a las ocho.
    —Estupendo. Te veré entonces.


    13


    Dal se detuvo en Conroy's, y compró una docena de rosas rojas en un florero. Llevó el florero hasta su coche. Sujetándolo bien en el asiento del pasajero, se encaminó al apartamento.

    Las rosas habían sido idea de Elizabeth.

    —Se sentirá emocionada por tu tacto y tu generosidad -le había dicho Elizabeth-. Lo olvidará todo acerca de vuestra pelea.

    Naturalmente, no le había explicado la auténtica causa de sus problemas con Connie. Era demasiado humillante. No sólo eso, sino que Elizabeth reconocería la cita de Connie como lo que era…, una señal de que había perdido su interés hacia Dal, una señal de que el matrimonio quedaba probablemente descartado. No deseaba que Elizabeth supiera eso, de modo que construyó una historia para satisfacer su curiosidad.

    —Se le quemó la comida -le dijo-. Teníamos esos dos hermosos solomillos, y los dejó en la parrilla demasiado tiempo. Los olvidó por completo. Cuando volvió a acordarse de ellos, ya eran puro carbón. Le dije: «No esperarás que me coma esto, ¿verdad?».

    Y luego seguí insistiendo sobre lo mismo. Le dije que me pasaba trabajando todo el día, y que regresaba a casa pensando en una buena cena, y que lo menos que ella podía hacer era no estropearla de aquel modo.

    —Sonaste positivamente abominable.
    —Me echó a cajas destempladas.
    —¿Me chillarías a mí de ese modo si quemará tu comida?
    —Jamás.
    —¿Por qué no?
    —Porque te quiero.
    —¿Y no quieres a Connie?
    —Es una buena chica. Pero no la quiero.
    —Tienes que aprender a actuar como si la quisieras. Hazle sentir que es el mundo entero para ti, que tu vida sería un pozo de cenizas sin ella.
    —Lo intentaré.
    —Debes hacer algo mejor que intentarlo. Debes conseguirlo. Quiero que te cases con ella dentro de este mes.
    —¡Dios mío, eso sólo me deja tres semanas!
    —Estoy segura de que encontrarás una forma.

    Ese era el momento de mencionarle el nuevo amigo de Connie. Pero no consiguió forzarse a decírselo. No tuvo el suficiente valor.

    Tres semanas. Imposible.

    A menos… Quién sabe, quizá terminara odiando al tipo que la había llevado a cenar la pasada noche.

    No había muchas posibilidades de ello.

    Condujo por el sendero que llevaba a la parte de atrás de la casa de apartamentos, y aparcó cuidadosamente el coche en su lugar reservado. Cargó con el florero de rosas cruzando el patio y escalera arriba hasta la puerta del apartamento.

    Abrió la puerta con su llave.

    La cadena de seguridad restalló al tensarse.

    —¡Mierda!

    Pateó la puerta. La cadena la devolvió contra él, cerrándola con un golpe sordo. Avergonzado, miró a su alrededor para comprobar si alguien lo había observado. No vio a nadie.

    Sintió deseos de echar la puerta abajo.

    Aquello le permitiría entrar, pero lo situaría mucho más lejos de su objetivo.

    De modo que, en vez de ello, llamó al timbre. No sonaba; encendía luces en todas las habitaciones. Pulsó de nuevo el botón, y de nuevo, haciendo parpadear las bombillas.

    Sonó la cadena. La puerta se abrió.

    —Dal.

    Aunque sonreía, los ojos de Connie parecían turbados.

    —Esto es para ti.
    —Oh, son preciosas. Gracias.
    —¿Puedo entrar?
    —Claro.

    ¿Claro? Entonces, ¿por qué la cadena?

    —¿Estás sola? — preguntó.
    —Naturalmente que estoy sola.

    Connie tomó las flores y las colocó sobre la mesa del comedor.

    Dal la observó en silencio. Llevaba una falda cruzada. Su blusa blanca iba abotonada por delante, dejando al descubierto una franja en su estómago. Era su traje playero.

    Volvió junto a él.

    —Respecto a lo de la otra noche -dijo Dal-, quiero pedirte disculpas. Me comporté como un asno.
    —Tenías derecho a molestarte, Dal.

    Se dirigió hacia la brillante ventana, y él se volvió para seguir mirándola de frente. «Quiere que la luz me dé en los labios -pensó-. Siempre hace eso.»

    —Hubiera debido ser más razonable -dijo-. Quiero decir, tú no me perteneces. Tienes todo el derecho del mundo a acudir a una cita. Es sólo que…, bueno, duele, supongo. El pensamiento de que tú estás con otro hombre… fue simplemente algo insoportable.
    —Lo siento -dijo ella.
    —¿Me perdonas?
    —No hay nada que necesite ser perdonado. No podrías haberte sentido mal si no te preocuparas por mí. No puedo culparte por ello.
    —Es más que preocuparme por ti, Connie. Te quiero.

    Ella parpadeó, como si él la hubiera abofeteado.

    —No es cierto.
    —Sí lo es. Te quise desde el primer momento en que te vi.

    Se adelantó para abrazarla. Connie, meneando la cabeza, sujetó sus muñecas y le hizo bajar los brazos.

    —No lo hagas.
    —¡Connie!
    —Lo siento, pero… Hemos pasado buenos momentos…, me caes bien, Dal, y siempre te estaré agradecida. Pero creo que todo ha terminado entre nosotros.
    —No.
    —Sí. Me gustaría que te buscaras algún sitio donde ir. No tienes que irte hoy mismo, por supuesto, pero cuanto antes encuentres tu propio apartamento, mejor para los dos.
    —Connie, no puedes estar hablando en serio.
    —Estoy hablando en serio.
    —Debiste de pasártelo muy bien anoche.

    Ella alzó la vista de sus labios y la clavó en sus ojos.

    —Si las cosas hubieran ido mejor entre tú y yo, nunca habría aceptado esa cita. De hecho, nunca lo hubiera conocido. Fui a Lane Brothers el miércoles por la mañana.

    Las palabras hicieron que de pronto a Dal le dolieran las tripas.

    —Pensé que podríamos ir a comer juntos, pero tú no estabas allí.
    —Yo…
    —No tienes que decirme dónde estabas. Lo sé.
    —¿Qué?
    —Estabas con una mujer.
    —No es cierto.
    —No tienes que mentir. Ahora ya no importa.
    —No estaba con ninguna mujer.
    —Estuviste con ella el viernes pasado por la noche en el cine, y todo el día el miércoles, y probablemente ayer por la noche.
    —¡Eso es una mentira!

    ¿Cómo podía saberlo?

    —Es la verdad. Fui al cine el viernes por la noche. Pensé que te daría una sorpresa. Pero fui yo la sorprendida. Te vi sentado con ella, rodeándola con tu brazo.

    «Todo es un farol -se dio cuenta él-. No sabe nada. Simplemente está haciendo suposiciones.»

    —Eso fue un buen truco -dijo Dal-. Si estuve sentado junto a alguna chica, acabo de enterarme. Ahora bien, si quieres que lo crea, sigue adelante. Estoy seguro de que tu conciencia se sentirá mejor si puedes convencerte a ti misma de que yo soy el culpable. Estaba solo en ese cine. Estuve solo el miércoles, a menos que quieras contar a los empleados con los que hablé mientras estaba comprándote esto.

    Rebuscó en su bolsillo y sacó una pequeña cajita de joyería. La abrió.

    Connie se quedó mirando el anillo de diamantes. Las lágrimas llenaron sus ojos.

    —Oh, Dal-murmuró.
    —Estaba planeando… ayer por la noche…
    —Oh, Dal, lo siento.

    Él sacó el anillo de la cajita y se lo tendió.

    —Pruébatelo.

    Ella meneó la cabeza.

    —No puedo. Lo siento. Yo…

    Reprimió un sollozo, y se dio la vuelta.

    Dal apoyó una mano en su hombro.

    Ella la apartó con un gesto y se volvió de nuevo para hacerle frente.

    —Todo ha terminado, Dal. Todo ha terminado. Lo siento. Sigo queriendo que te vayas.
    —Pero ¿por qué?
    —Se trata de Pete.
    —¿El tipo con el que estuviste ayer por la noche?

    Ella asintió.

    —Me ha ganado la partida, ¿eh?
    —Lo siento.
    —De acuerdo. Me marcharé, como tú quieras. No deseo presionarte. En caso de que Pete no… Bien, el anillo seguirá esperando.

    Asintiendo, Connie se secó las lágrimas de su rostro.

    —Será mejor que empiece a buscar otro apartamento -dijo él.
    —Lo siento.

    Dal se dio media vuelta. Salió. La puerta se cerró a sus espaldas.

    Volvió a meter el anillo de pedida de Elizabeth en su cajita, y se dirigió hacia la escalera.


    14


    Freya odiaba conducir a aquella hora de la tarde. El sol colgaba bajo sobre Pacifica, cegándola. Las gafas de sol ayudaban algo, pero no lo suficiente. Durante la mayor parte del tiempo apenas podía ver la carretera delante de ella. Bloqueó el sol con la mano. No era fácil, sin embargo. Tras unos cuantos minutos, su brazo alzado parecía tener pesos de plomo tirando de él hacia abajo.

    Las rectas de la carretera que seguía la línea de la costa parecían interminables. Finalmente llegó al desvío. No se dio cuenta del camino sin señalizar hasta que estuvo sobre él. Pateó los frenos, giró hacia el arcén, y retrocedió unos metros.

    Leyó el cartel: CAMINO PARTICULAR, PROHIBIDO EL PASO.

    Siguió adelante. El camino penetraba en una zona densamente arbolada. Se detuvo ante una verja metálica, corrió el pasador que la mantenía cerrada, y la abrió de par en par. Tras cruzar con el coche, cerró la puerta a sus espaldas y volvió el pasador a su sitio.

    El estrecho camino dejaba los pinos detrás, y serpenteaba por entre bajas colinas hasta la casa:

    Freya contempló la casa mientras conducía hacia ella. Le gustaba aquella casa. Le gustaba su estructura maltratada por la intemperie, sus grandes ventanales, sus aguilones, su única torre de tejado cónico.

    ¡Tan maravillosamente siniestra!

    Se parecía a otras muchas docenas de viejas y tenebrosas casas en docenas de viejos y rancios filmes.

    Pronto le pertenecería.

    ¡Casi no podía esperar!

    Había tenido visiones de cómo serían las cosas entonces, recorriendo sus salones en noches tormentosas, los velones arrojando extrañas sombras en las paredes. Nada de luces eléctricas. Se desembarazaría de todas esas cosas; utilizaría la electricidad únicamente para la televisión, la nevera y todo eso.

    ¡Sería glorioso!

    Tan increíblemente siniestra, la mejor y más macabra casa de todos los tiempos…, y suya.

    Subió los escalones del porche. Mientras apuntaba su llave a la cerradura, la puerta se abrió con un chirrido.

    —Todd.
    —Princesa. — Le besó la mejilla-. Tienes un aspecto encantador esta noche, como siempre.
    —Gracias.

    Él le hizo un gesto para que le siguiera, y empezó a subir la escalera.

    —Espero que hayas tenido un viaje agradable -dijo.
    —He sobrevivido a él.
    —¿Mucho tráfico?
    —No. El tráfico estaba bien. Era ese maldito sol el que casi mataba.
    —Lamento oír eso. Pero tengo algunas noticias que te alegrarán. Encontré una solución a nuestro problema.
    —¿Otra mujer?
    —Sí. Está esperando en la sala de control.
    —¿Qué le dijiste?
    —Le expliqué que sería perfecta para doblar una de las voces en un filme corto de suspense que estaba produciendo.
    —¿Es segura?
    —Es una callejera.
    —¿Sabe leer?
    —Espero que sí.

    Todd abrió una puerta en la parte de arriba de la escalera. Una mujer delgada, negra, estaba sentada en una banqueta en la cabina de control, echada hacia atrás, sus codos apoyados en las apagadas pantallas de dos monitores de vídeo. Tenía las piernas cruzadas. Llevaba botas, y unos shorts ceñidos, y una chaquetilla atada suelta con lazos por la parte de delante.

    —Freya, esta es Tango.
    —Encantada de conocerte -dijo Freya, contemplando la lustrosa y oscura piel.

    La chaquetilla estaba abierta lo suficiente para exhibir la mayor parte de sus pechos.

    —El gusto es mío -dijo Tango formalmente.

    Inclinándose hacia delante, tendió una mano a Freya.

    La mano era cálida. Apenas rozó la suya, y se retiró.

    —¿Todo listo? — preguntó Todd-. Pasaremos una vez la cinta con el áudio, luego os daré un poco de tiempo para familiarizaros con el guión antes de empezar el doblaje.

    Freya asintió.

    —Lo que tú digas -dijo Tango-. Tú eres el jefe.

    Se volvieron hacia la pantalla principal de televisión.

    —Apaga las luces, Freya, por favor.

    Reluctantemente, tendió la mano hacia el interruptor. No era necesaria la oscuridad para ver la pantalla, pero Todd siempre insistía en ello. Para crear atmósfera, decía.

    Quizá fuera lo mejor, pensó Freya. Con las luces encendidas, ella no iba a ver mucho de la cinta. Sabía que sus ojos estarían clavados en Tango.

    —Creo que lo llamaré Schreck el hachero.
    —¿Y por qué no El hachero chirriador? — sugirió Tango.

    Todd rió educadamente.

    —Me temo que no, querida. Demasiada frivolidad estropea el caldo.


    Las dos jóvenes están sentadas junto a su fuego de acampada, como si creyeran que sus brillantes llamas van a protegerlas de todo daño.

    La que llevaba la camisa de franela lisa echa la cabeza hacia atrás, y deja caer en su boca un chorro de vino de una bota de cuero.

    —¿Nunca fallas? — pregunta su amiga, que obviamente falla muy a menudo.

    La parte delantera de su chandal gris está húmeda y manchada de rojo.

    —Lo único que se necesita es práctica, Lynn.

    Pasa la bota a Lynn, que alza la canilla hasta sus labios y empieza a apretar el cuero.

    —Hola, jovencitas.

    Las dos se sobresaltan. El chorro de vino de Lynn se esparce por su nariz y ojos, y el hombre se echa a reír.

    —Lo siento -dice-. No pretendía asustaros. Vi vuestro fuego. — Se acerca caminando a ellas. Es un hombre robusto, con una barba rojiza-. Me llamo Jim.
    —Yo soy Kristi. Esta es Lynn.
    —¿Os importa si me uno a vosotras?

    Kristi mira a Lynn, luego sonríe al hombre y dice:

    —Adelante.

    El hombre se acerca al fuego, junto al que las muchachas están sentadas una al lado de la otra sobre un tronco de casi dos metros.

    —Puedes utilizar nuestra mesa -sugiere Kristi, señalando con su brazo hacia el tocón que hay al lado de ella.
    —Gracias -dice el hombre, y se sienta en él.

    Lleva unos téjanos ceñidos y descoloridos. Las mangas de su chaqueta de dril han sido cortadas a la altura de los hombros, y sus bronceados brazos parecen duros y fuertes.

    —¿Puedo probar un poco de esto?

    Lynn se alza de hombros, sonriendo nerviosamente. Echa una mirada a Kristi, como si le pidiera permiso. Cuando Kristi asiente, Lynn le pasa la bota, y aquélla se la tiende al hombre. Este deja caer un buen chorro de vino en su boca, y no salpica ni una gota. Le devuelve la bota a Kristi.

    —¿De dónde sois, muchachas? — pregunta.
    —De San Diego.
    —Muy lejos de casa.
    —¿Tú eres de por aquí? — pregunta Kristi.
    —¿Yo? De Scottsdale.
    —¿Arizona?
    —California. Es un pueblecito pequeño, justo al otro lado de Sunny Lake.
    —¿Dónde está eso?
    —Justo al otro lado de Loon.
    —Y eso está justo al otro lado de este lago -añade Kristi, señalando con la cabeza hacia la orilla en la parte baja de la ladera donde está situado su campamento.
    —Vine en canoa, vi vuestro fuego.
    —Probablemente todo el mundo puede ver nuestro fuego -dice Lynn, y ríe nerviosamente.
    —Más o menos. ¿Puedo dar otro trago de eso? Es Zinfandel, ¿verdad?

    Kristi se echa a reír.

    —¡Fantástico! ¡Un experto en vinos en medio del bosque primigenio!
    —No un experto, solamente un bebedor.

    Inclina la cabeza hacia atrás, y aprieta los lados de la bota. Cuando ha terminado, pasa el cuero a Kristi.

    —Deseaba hablar con vosotras acerca de este fuego -dice-. Es una noche cálida. Realmente no lo necesitáis.
    —Nos gusta -dice Kristi.
    —Seguro. Sé lo que sentís. Es brillante y alegre, y mantiene la oscuridad más allá de la longitud de vuestro brazo. Os hace sentir bien. Os ayuda a olvidar que estáis solas en el bosque, con «Dios sabe qué» merodeando por ahí y espiándoos.
    —No estás ayudando mucho -dice Kristi, y contorsiona su rostro en una exagerada expresión de miedo.

    Lynn hace una mueca, aparentemente muy nerviosa.

    —Hablo en serio. Deberíais dosificar vuestro fuego. Una vez se ha hecho oscuro, es como un letrero de neón, le dice a todo el mundo que estáis aquí. Si por este lugar merodea la clase de gente que no debería merodear, y viene a husmear, podéis encontraros con grandes problemas.
    —Sabemos cuidar de nosotras mismas -le dice Kristi.

    Lynn, que no parece tan segura de eso, se muerde el labio inferior.

    —Incluso aunque llevéis armas, cosa que dudo, no constituyen ninguna garantía. Por la forma en que vas vestida, Kristi, puedo ver que vas desarmada, a menos que lleves alguna cosa pequeñita en uno de los bolsillos de tus téjanos. — Apunta con un dedo a Lynn-. Tú puede que lleves una pistola oculta bajo ese abultado chandal, pero apuesto a que no. — Sonriendo, extrae un cuchillo de una funda en su cinturón-. Ahora, yo estoy sentado aquí con un cuchillo. Vosotras no tenéis armas. ¿Qué vais a hacer?
    —¿Por qué no te guardas eso? — dice Kristi.

    Su voz, tan confiada antes, tiembla ahora ligeramente.

    —¿Asustada -pregunta Jim.
    —Guárdatelo, ¿quieres?
    —Simplemente quiero meteros un poco de miedo. Lo necesitáis. Sois infernalmente vulnerables, y no parecéis daros cuenta de ello. — Vuelve a meter el cuchillo en su funda-. Apostaría a que no habéis oído hablar de nuestros asesinatos. En caso contrario, no estaríais ahora aquí, y mucho menos con un rugiente fuego delante.

    Kristi y Lynn se miran la una a la otra. Lynn mueve la cabeza negativamente.

    —Eso es lo que pensé -dice Jim.
    —¿Quieres contárnoslo? — pregunta Kristi.
    —Cinco asesinatos en los dos últimos meses, todos ellos dentro de un radio de unos pocos kilómetros de aquí. El primero fue una mujer de cuarenta años. Vino sola al Sunny Lake para pescar de noche, y nunca regresó. Encontraron la mayor parte de su cuerpo una semana más tarde en una caseta para botes abandonada. Alguien había utilizado un hacha con ella.

    Lynn deja escapar un gruñido.

    —¿Es eso cierto? — pregunta Kristi-. ¿O simplemente estás intentando asustarnos?
    —Es cierto, todo. Las siguientes dos víctimas ocurrieron hace apenas un mes. Un hombre y su mujer. Eran los propietarios de la ferretería de Scottsdale. Acostumbraban a hacer muchas excursiones. Estaban acampados aproximadamente a un kilómetro y medio de aquí la noche en que fueron asesinados.
    —¿Con un hacha? — quiso saber Lynn.

    Él asiente.

    —Igual que los dos maestros que encontramos la semana pasada. Habían estado acampados cerca de Loon. Hechos trocitos, como leña para el fuego.
    —No es necesario que seas tan gráfico.
    —Sólo quiero que comprendáis el grave peligro en que os encontráis.

    Lynn esboza una débil sonrisa.

    —Ahora estamos aquí -dice Kristi-. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Recoger nuestras cosas inmediatamente, y marcharnos?
    —No sería mala idea.
    —Excepto por una cosa. Nuestro coche está a unos diez kilómetros de aquí. No vamos a caminar diez kilómetros en la oscuridad. Probablemente nos romperíamos el cuello.
    —Puedo llevaros en mi canoa -dice Jim.
    —Nuestro coche está en dirección contraria al lago.
    —No me refiero a vuestro coche. Os llevaré a Scottsdale. Podemos ir a donde está vuestro coche por la mañana y recogerlo. ¿Qué os parece?
    —No sé -dice Kristi, y se pone en pie. Hace un gesto. Lyhn se pone en pie también-. Danos un par de minutos para discutirlo.

    Jim asiente. Toma la bota, y echa un chorro de vino en su boca.

    Kristi se aleja caminando del fuego, las ramillas y hojas de pino crujiendo bajo sus zapatillas blancas de lona. Lynn la sigue. Se detienen en la oscuridad, justo más allá del área de luz arrojada por el fuego.

    —¿Vamos con él? — pregunta Kristi.

    Lynn se alza de hombros.

    Kristi se aparta el pelo de los ojos.

    —¿Qué te parece eso de los asesinatos? — pregunta-. ¿Has oído algo acerca de ellos?
    —Ni una palabra -dice Lynn.
    —Yo tampoco. Claro que no leo los periódicos.
    —Ni yo. Cinco asesinatos, sin embargo. ¿No crees que eso es algo como para darlo en las noticias de las seis?
    —Yo diría que sí -murmura Kristi-. Esta zona está muy apartada, de todos modos. Quizá no quieran darle mucha publicidad al asunto.
    —No sé. — Lynn se acerca un poco más a Kristi-. Creo…
    —¡Uf! ¿No te has puesto desodorante?

    Lynn olisquea los sobacos de su chandal.

    —No soy yo. De todos modos, mira. Quizá ese tipo se lo haya inventado todo.
    —¿Con qué propósito? — pregunta Kristi.
    —¿Quién sabe? Quizá desee que dependamos de él, a fin de que bajemos nuestra guardia. Quizá desee meter todas nuestras cosas en su canoa, y largarse. Demonios, quizá se divierta ahogando a excursionistas…
    —Tienes una imaginación muy alocada, Lynn.
    —Simplemente estoy pensando en las posibilidades.
    —Mira, vamos a tomar una decisión.
    —Decide tú.
    —¡No! No puedes echarme todo el peso a las espaldas. Dime sí o no. Vamos, Lynn. ¿Quieres que recojamos las cosas y nos vayamos con él en su canoa, o no?
    —¿Un sí o un no?
    —Exacto.

    Lynn agita la cabeza y se pasa una mano por el corto y rizado pelo. Volviéndose, mira durante un largo momento a Jim. Está bebiendo más vino.

    —De acuerdo-dice, con voz derrotada-. No.
    —¿Estás segura?
    —Estoy segura -dice, reluctante-. Quizá esté diciendo la verdad, pero no deseo ir con él. No en una canoa. Ni siquiera sé nadar.
    —De acuerdo, asunto concluido.

    Kristi se da la vuelta.

    —Espera.
    —¿Sí?
    —¿Y si él no se va?

    Kristi frunce el ceño.

    —¿Por qué has tenido que decir eso?

    Entonces las dos regresan junto al fuego. Kristi comunica su decisión con pocas palabras.

    —Hemos decidido quedarnos aquí.
    —Me lo temía.
    —Gracias por tu ofrecimiento, y por avisarnos, pero…

    Se alza de hombros.

    —Habéis decidido correr el riesgo -termina él por ella.
    —Así es.
    —Bien, gracias por el vino. — Se pone en pie-. Será mejor que siga mi camino. Vi otro fuego, allá en el extremo sur. Será mejor que se lo comunique a ellos. Buena suerte, chicas.

    Sin otra palabra, desaparece en la oscuridad. Kristi y Lynn aguardan unos cuantos segundos, luego lo siguen sin hacer ruido. Caminan muy juntas. Mirando ladera abajo, lo ven subir a su canoa y apartarse de la orilla. Observan durante largo rato, hasta que el sonido de sus remos hundiéndose en el agua desaparece entre el murmurar del viento.

    Entonces regresan al fuego y se sientan.

    —Quizá fuera mejor que nos marcháramos de aquí -dice Lynn, que parece tensa.

    Kristi se alza de hombros.

    —¿Por qué preocuparnos? Si el hombre del hacha está por aquí, ya sabe donde encontrarnos.
    —¡No digas eso!
    —Tomemos un poco más de vino, y olvidemos todo el asunto, ¿de acuerdo? Ese tipo probablemente no era más que un bromista que disfruta asustando a la gente.
    —Bueno, espero que sí.

    Kristi alza la boca y deja caer un largo y delgado chorro de vino en su boca. Mientras le pasa el cuero a Lynn, una sombra se mueve silenciosamente entre los árboles tras ellas.

    Lynn alza la bota. Aprieta, y el vino cae en su boca.

    La sombra penetra en la brillante luz del fuego. Es un hombre. Lleva unos pantalones negros de piel. Su pecho desnudo resplandece a la luz del fuego. Una capucha negra le cubre la cabeza. Sus ojos brillan a través de unos agujeros en la capucha. En las manos lleva un hacha de doble filo.

    —Creo que ya estoy lista para meterme en la cama -dice Kristi-. Un trago más para el camino.

    Tiende la mano hacia la bota de vino.

    Lynn se la alarga.

    Con un gruñido, el hombre hace girar el hacha en un rápido golpe de costado. Rebana limpiamente el cuello de Lynn. La cabeza de la muchacha sale disparada, girante sobre sí misma. Cae rodando en medio del fuego.

    Por un momento, Lynn permanece sentada allí, decapitada, tendiendo todavía la bota a Kristi, mientras la sangre mana a borbotones del muñón de su cuello y chorrea hacia abajo.

    Kristi grita.

    La bota cae al suelo. El cuerpo se derrumba hacia delante, golpeando contra el fuego, esparciendo llameantes ramas hacia los lados.

    Kristi grita y grita mientras salta en pie e intenta correr. El hombre la agarra por el cuello de la camisa. La arroja al suelo.

    Caída de espaldas, Kristi alza la vista hacia él.

    El hombre ríe y se quita la capucha. Su rostro es flaco, sus húmedos ojos están desorbitados, su boca, curvada en un terrible rictus.

    —Soy Schreck -dice.

    Alza el hacha muy por encima de su cabeza, y la deja caer.

    Atraviesa las manos que Kristi ha alzado para protegerse, y parte su rostro en dos.

    Todd apagó la máquina.

    Freya conectó las luces y vio su amplia sonrisa. Se volvió hacia Tango, que sonreía afectadamente.

    —Bien, señoritas, ¿qué opináis?
    —Vaya tipo -dijo Tango-. No me gustaría encontrarme con él. — Se echó a reír-. No, señor, de ninguna de las maneras.

    Todd parecía divertido.

    —¿Qué opinas tú, Freya?
    —¡Fantástico!
    —Imaginé que te gustaría.
    —¿Cómo lo hiciste? — preguntó Tango-. Quiero decir, ¿cómo lograste el truco ese de la cabeza?
    —Simplemente cortándola.

    Tango se echó a reír.

    —Ya sé, es un secreto del oficio. Apostaría a que utilizasteis un maniquí.
    —Muy astuta, jovencita.
    —Parecía muy real.
    —Aprecio el cumplido. — Todd sacó tres guiones de una carpeta color manila, y se los tendió-. He subrayado vuestras partes. Tango, tú eres Kristi. Freya, tú eres Lynn. Yo, por supuesto, representaré mi mismo papel. Tomaos unos minutos para leerlo y poneros en situación.

    Tras repasar el guión, Freya dedicó el tiempo restante a mirar a Tango. La muchacha sabía que estaba siendo observada, y parecía aprobarlo. Mientras leía, aflojó de forma casual su chaquetilla. Se volvió de tal modo que uno de sus pezones asomó por entre los lazos.

    Todd no le prestó atención.

    Aquello iba dedicado exclusivamente a Freya.

    —¿Listas? — preguntó Todd.
    —Lista cuando vosotros lo estéis -dijo Tango-. ¿Como es que tenemos que hacer esto? ¿Sabéis a qué me refiero? Es simple curiosidad, claro. — Agitó el guión-. Dice casi exactamente lo mismo que ellos, excepto sus nombres y un par de cosas más. Quizá yo sea tan sólo una ignorante, pero me resulta curioso.
    —Simplemente, sus voces no son como yo deseo -dijo Todd.

    Ella se alzó de hombros.

    —Es tu dinero, encanto.
    —Está bien, empecemos.


    15


    Caminaron a lo largo del porche cubierto que unía toda la planta hasta la puerta del apartamento de Connie. Ella fue a meter la llave en la cerradura, pero Pete detuvo su mano.

    —Déjame a mí -dijo.
    —Siempre me cuesta acertar la cerradura -dijo Connie-. No hay luz aquí.

    Pete meneó la cabeza. Tomó la llave de la mano de ella, y abrió la puerta del apartamento. Dentro tampoco había ninguna luz encendida, de modo que él no se molestó en decir nada. Entró delante de ella, y encontró el interruptor en la pared. Una lámpara al lado del sofá se encendió.

    —Realmente, estás actuando de forma misteriosa -dijo ella.
    —Sólo tomo precauciones. Algunos tipos, cuando se sienten marginados, hacen cosas extrañas.
    —Dal nunca se ha comportado violentamente -dijo ella.
    —Eso es lo que tú no sabes.
    —No creo que haga nada que pueda hacerme daño.

    Pete se alzó de hombros.

    —Si compró un anillo de compromiso, la cosa es tan seria como para convertirse en una amenaza. Una vez conocí a un tipo que arrojó a su novia por la ventana de un piso catorce porque algún otro tipo le había enviado unas flores por su cumpleaños. Luego resultó que había sido su hermano.
    —Estás lleno de historias macabras -dijo Connie, sonriendo como si deseara más-. ¿Te apetece algo de beber?
    —Ah, una libación -dijo él, adoptando su voz Fields-. Nada que no pueda compartir, querida.

    Ya lo había dicho antes de darse cuenta de que ella probablemente no comprendería los movimientos de sus distorsionados labios. Pero no tuvo tiempo para sentirse azarado por ello.

    —Ven a verme de tanto en tanto -dijo ella.

    Él se echó a reír.

    —Eres notable.
    —Cuando soy mala, soy mejor.

    Pete le cogió las manos.

    —Muy cierto -dijo-. Esta tarde has sido muy, muy mala.

    El rostro de ella, enrojecido por todo el día al sol, enrojeció todavía un poco más.

    —Tú también has sido bastante malo. Ahora, ¿qué es lo que quieres? ¿Una cerveza?
    —Estupendo.

    Pasaron a la cocina, y Connie tomó dos botellas de Budweiser de la nevera.

    —¿Quieres un vaso? — preguntó.
    —Vale la botella. De todos modos, creo que primero utilizaré los servicios.
    —Están ahí -señaló ella.

    Pete utilizó el water, pero no regresó inmediatamente a la sala de estar. Primero entró en otra habitación y encendió la luz. El cuarto de trabajo de Connie. Pasó junto a una estantería metálica atestada de libros y abrió la puerta de un armario.

    —¿Qué estás haciendo?

    Se volvió hacia Connie. Ella estaba de pie en la puerta, el ceño ligeramente fruncido.

    —Sólo husmeando.
    —Estás buscando a Dal. Crees que está escondido en algún sitio, aguardando a que tú te marches para saltar sobre mí y cortarme la garganta.
    —Es algo que ocurre a veces.
    —Me preocupas, Pete. ¿Lo sabías?
    —Uno nunca es demasiado cauteloso.
    —Creo que tú puedes ser demasiado cauteloso. Si es que tienes que pasarte la vida mirando por encima del hombro, siempre temeroso de encontrar allí algún terrible villano aguardando a que bajes la guardia para saltarte encima… Sí, creo que puedes ser demasiado cauteloso. ¿Cuándo te diviertes, si siempre te hormiguean los pies buscando que el desastre se abata sobre ti?
    —Oh, tengo también mis momentos de diversión.
    —¿Tengo que mostrarte el dormitorio, o ya lo has comprobado?
    —Todavía no.

    La siguió al dormitorio, y sonrió cuando ella se dirigió hacia la cama, se dejó caer de rodillas a su lado, y miró debajo.

    —¿Qué demonios? — Metió la mano en el espacio entre la cama y el suelo-. Me pregunto qué… ¡Aaah!

    Pareció como si alguien tiraia de su cuerpo. Cayó boca abajo al suelo, se retorció y pateó. Se agarró al marco de la cama como para impedir ser arrastrada debajo.

    Pete corrió a su lado. Agarró el marco de la cama, dispuesto a echarlo violentamente a un lado, cuando Connie le sujetó la mano.

    Vio su sonrisa.

    —Eso no ha tenido gracia -dijo él.
    —Sí la ha tenido.

    Tiró de él, y le besó.

    Cuando la mano de Pete se deslizó bajo su blusa, se sorprendió al sentir la suave piel desnuda de su pecho. Debía de haberse quitado el bikini mientras él estaba en el baño. Tiró de su blusa, quitándosela. El pezón se puso rígido en su boca, con un ligero sabor salino.

    Metió una mano bajo su falda, ascendiendo por su muslo. El slip también había desaparecido.

    —Eres un encanto -dijo.

    Ella no respondió. La boca de él quedaba oculta por el pecho de ella.

    Alzó la cabeza. Los ojos de Connie se clavaron en sus labios.

    —Eres un encanto -repitió.

    Con una sonrisa, ella metió ambas manos bajo los shorts de él, y lo atrajo hacia sí.

    —¿Te apetece la cerveza ahora? — preguntó Connie.
    —Seguro que estará caliente.
    —Podemos hacernos la idea de que estamos en Irlanda, bebiendo Guinness caliente en un pub.
    —Prefiero estar aquí -dijo Pete.
    —Vuelvo en un instante.

    Mientras ella saltaba de la cama, Pete le dio una palmada en su desnudo trasero. Ella se dirigió hacia la puerta del dormitorio y le miró desde allí. Estaba tendido sobre las sábanas, las manos entrelazadas bajo la cabeza, su flaccido pene yaciendo contra su muslo.

    —¿No tienes vergüenza? — le preguntó.
    —Es un poco tarde para eso.
    —Cierto -dijo ella.

    Connie se había mostrado muy vergonzosa aquella tarde, cuando él la llevó a su casa en la playa Venice. Mucho beber en el sofá, mucho charlar hasta el momento en que él la tomó entre sus brazos. Tan sólo llevaban puestos sus trajes de baño. Las manos habían acariciado la piel expuesta, se habían movido vacilantemente sobre la tela, y por último habían explorado debajo de los trajes de baño. Finalmente, estuvieron desnudos el uno contra el otro, la piel resbaladiza de sudor y aceite bronceador, llena de granitos de arena; hicieron el amor en el sofá.

    Se ducharon juntos.

    Comieron hamburguesas.

    Hicieron de nuevo el amor, esta vez sobre las frescas sábanas de la cama de Pete.

    Tras todo lo cual, se dio cuenta Connie, ella seguía sintiendo vergüenza delante de él. Ir a buscar las bebidas desnuda por completo le parecía algo ligeramente atrevido, ligeramente obsceno, como si estuviera alardeando de su desnudez para excitarle.

    Aún en la puerta, miró al pene del hombre. Bajó las manos, y se acarició los muslos.

    Pete meneó la cabeza, sonriendo.

    —¿Qué estás maquinando? — preguntó.
    —Nada.

    Los dedos de Connie se deslizaron suavemente por sus ingles, y observó cómo el pene del hombre empezaba a alzarse.

    —Olvida la cerveza-dijo él.
    —No puedo. Tenemos que recuperar nuestros fluidos vitales.

    Se volvió, dejando de mirarle. Se sentía sexy, ingenua y perversa…, y más feliz de lo que había sido nunca desde… No, no tenía que pensar en Dave.

    Demasiado tarde.

    Pero el recuerdo no dolió, como siempre hacía. Extraño. Muy extraño.

    Entró en la sala de estar.

    —¿Te diviertes? — preguntó Dal.

    Estaba en el sofá, sentado, con los pies en el suelo y la espalda envarada.

    Connie se cubrió los pechos con las manos y se dio la vuelta. Regresó corriendo al dormitorio.

    Pete ya estaba de pie.

    —Quédate aquí -dijo Connie-. Yo me encargo de esto.

    Tomó violentamente un vestido de una de las perchas del armario, y se lo puso mientras volvía a salir corriendo al pasillo.

    Dal seguía sentado en el sofá.

    —Ni siquiera puedes esperar a que yo me haya ido -dijo.
    —Yo… no te esperaba.
    —¿Dónde creías que estaba, en casa de mi amiga?
    —Dal, por favor.
    —En nuestra cama.
    —Es mi cama.
    —Dios, deberíais haberos oído haciéndolo.
    —Tú no deberías haber escuchado.
    —Tú eres mi chica, Connie.
    —Ya no.
    —Siempre serás mi chica. Te quiero. Simplemente recuérdalo, cuando él te deje tirada. Lo hará, y tú lo sabes. Cuando se canse de ti, te dejará tirada. Conozco a esos tipos. Un Jaguar, una casa en la playa, buena presencia. Te doy una semana.
    —Lárgate de aquí.
    —Una semana, y volverás corriendo a mí, volverás suplicándome.
    —Vuelve mañana al mediodía. Tus cosas estarán fuera de la puerta, esperándote.
    —Vendrás suplicándome -dijo él de nuevo.

    Luego se fue.


    16


    —De acuerdo, chicas, eso es todo.

    Todd sacó su billetera y pagó a Tango con billetes de veinte dólares…, diez de ellos.

    —¿A ti no te paga? — preguntó a Freya.
    —Yo soy socia.
    —Ah, ya.
    —Tú ve delante, Todd. Yo llevaré a Tango a casa.
    —Jamás se me ocurriría ponerme en el camino de un auténtico romance. Asegúrate de cerrar bien la puerta cuando salgas.
    —Lo haré.

    Cuando Todd se hubo ido, abandonaron la sala de control. Freya condujo a Tango de la mano. Entraron en una habitación al final del pasillo, y Freya encendió las luces.

    —Eres tan hermosa… -dijo.

    Adelantó una mano hacia los lazos de la chaquetilla de Tango.

    —Ah-ah. No trabajo gratis, querida.
    —¿Cuánto?
    —Depende de lo que quieras.

    Freya abrió su bolso. Sus manos temblaban cuando sacó la billetera. Contó lo que tenía. Para su decepción, encontró tan sólo un billete de diez dólares y tres de uno.

    —Por eso, cariño, sólo podrás conseguir un par de meneos.
    —Tengo…, tengo mucho más en casa. Creí que llevaba…

    Tango sonrió.

    —Eso está bien. Tú llévame a donde esté el dinero. De todos modos, esta vieja casa es demasiado inquietante para mi gusto.
    —Te quiero aquí, Tango.
    —Si no hay dinero, no hay jodienda.

    Freya suspiró.

    —Bien, vayamos a mi apartamento, entonces.

    Abandonaron el dormitorio, y recorrieron el estrecho pasillo. Freya observó sus extrañas y débiles sombras en las paredes. Recordó cómo Tina había bailado y girado como si se sintiera fascinada por aquellas sombras. Oh, cómo le gustaría ver a Tango haciendo lo mismo… Si tan sólo hubiera traído más dinero consigo… Otra noche, quizá.

    Bajaron la escalera. Ninguna de las dos habló. La madera crujió bajo su peso.

    Cruzaron el vestíbulo.

    Freya adelantó una mano hacia el pomo de la puerta.

    No giró. Alarmada, miró a Tango.

    —Déjame probar. — Tango forcejeó con el pomo-. Mierda, chica, ese jodido tipo nos ha encerrado.
    —Hay una salida en la parte de atrás -dijo Freya.
    —Mejor que la haya.

    Abrió camino, encendiendo las luces a medida que avanzaban. Cruzaron un comedor con una enorme araña de bronce que colgaba sobre una gran mesa de caoba. Las lágrimas de cristal destellaban reflejadas en la cómoda. Freya hizo una pausa para admirarla. Algún día todo aquello le pertenecería.

    —Sigue adelante -dijo Tango-. Quiero salir de aquí.

    Freya empujó la puerta basculante de la cocina. Encendió la luz, y se detuvo tan bruscamente que Tango chocó contra ella.

    Perdió el equilibrio hacia delante.

    El hombre con el delantal blanco y el gorro de chef aferró el brazo de Freya y la arrojó hacia un lado.

    —Quiero carne negra -dijo Schreck.

    Dando una rápida media vuelta, Tango se lanzó hacia la puerta. No fue lo bastante rápida. El hombre la agarró por el pelo y tiró de ella hacia sí. Pasando un brazo en torno a su garganta, la alzó del suelo.

    Tango se contorsionó y pateó. Los tacones de sus botas golpearon contra las espinillas de Schreck, pero no hicieron efecto. Las venas de su rostro empezaron a marcarse, y los ojos se le desorbitaron por la presión del brazo contra su garganta. Su debatirse, frenético al principio, fue haciéndose más débil.

    Fue arrastrada hasta una encimera.

    Freya se puso en pie, observando.

    —Quédate fuera de cámara -murmuró Schreck.

    Alzó a Tango y la depositó sobre la encimera.

    Freya descubrió la cámara sobre un soporte giratorio cerca del techo. Todd no había hecho ningún intento de ocultarla. Debía de haberla instalado aquella tarde. Estaba directamente sobre la encimera donde Schreck había colocado a Tango.

    —Corta los lazos-dijo Freya.
    —Cállate.
    —Vamos, hazlo.
    —Vete -dijo Schreck.
    —Quiero mirar.
    —¿Quieres mirar? — Tomó un cuchillo de carnicero y lo agitó-. ¡Fuera! — rugió.
    —Todd estará de acuerdo en que yo…

    De pronto, Schreck sonrió.

    —Ven aquí.

    Freya sintió que se le erizaba la piel. Negó con la cabeza.

    —¡Ven aquí! Quieres mirar.
    —No. Esto…
    —Ven aquí, o te mato.

    Vaciló, preguntándose si no debería echar a correr. No se atrevió. Con lentos y vacilantes pasos, se acercó a Schreck.

    Observó sus ojos. Eran húmedos y protuberantes. Algo así como arañas. Ponían la piel de gallina, causaban náuseas.

    Él aferró su brazo.

    —Mira-dijo.

    Tango gimió.

    Schreck dejó el cuchillo.

    —Mira, pero no toques.
    —Ayúdame -susurró Tango.

    Schreck tomó otro cuchillo y un tenedor de trinchar.

    El miedo de Freya se convirtió en excitación cuando él deslizó el cuchillo bajo los lazos y abrió la chaquetilla de Tango.

    La mujer alzó la cabeza. Miró a Freya.

    —Por favor…
    —Baja la cabeza -dijo Schreck, y le hundió el cuchillo de trinchar en el ojo.

    Freya se volvió hacia un lado. Se dobló sobre sí misma, vomitando. Antes de que terminara, Schreck la obligó a enderezarse de nuevo, agarrándola por el pelo.

    —Querías mirar -explicó-. No quiero que te pierdas nada.


    17


    Después de que Connie insistiera en que se fuese, Dal se encaminó a casa de Elizabeth. A medio camino, cambió de idea. Si iba allí, tendría que reconocer su derrota; un fracaso temporal, al menos. A Elizabeth no iba a gustarle.

    Podía perderla.

    Antes que correr ese riesgo, decidió pasar la noche en un motel. Encontró una habitación en el Palm Court, en las afueras de Pico. Era una habitación pequeña pero limpia.

    La televisión iba a monedas.

    La cama tenía mecanismo vibrador, pero Dal no tenía ningún cuarto de dólar suelto.

    Se sentía muy deprimido cuando se metió en la cama. Durante largo rato fue incapaz de dormir. Todo era tan complicado… Él sólo deseaba a Elizabeth. Pero para conseguirla -para conservarla- tenía que casarse con Connie.

    No necesariamente.

    Lo único que tenía que hacer era hacerse rico.

    Lo único.

    Si fuera fácil hacerse rico, él haría mucho tiempo ya que lo sería.

    Sólo podía pensar en una forma de conseguirlo: casarse con el dinero. Debía de haber montones de chicas ricas en la ciudad. Pero él solamente conocía a una.

    Maldita sea, estaba casi a punto de conseguirlo antes de que aquel Pete metiera su nariz en el asunto.

    Ja, su nariz. Había metido mucho más que eso, el muy bastardo.

    «Míralo desde el lado bueno, de todos modos; quizá termine dejando a Connie. Es posible.»

    Especialmente con un poco de ayuda.

    Dal permaneció tendido con los ojos cerrados, ignorando el ruido de los coches que pasaban justo al otro lado de su ventana, y pensó en diversas formas en que él podía ayudar.

    Por la mañana, se despertó sintiéndose algo mejor. Se dio una larga ducha caliente. Luego salió a pasear un poco. Desayunó huevos con salchichas en Sambos. En un Drug Mart al final de la calle compró una maquinilla de afeitar, un aerosol de crema de afeitar, y una barra de desodorante.

    No podía presentarse ante Elizabeth como un vagabundo.

    Sonriendo, regresó a su habitación del motel. Se afeitó, se untó los sobacos con desodorante, y comprobó su aspecto.

    Ensayó su historia mientras conducía a casa de Elizabeth.

    Ella le abrió la puerta, con un aspecto tan radiante como se sentía el propio Dal. Llevaba una bata de seda que hacía juego con sus ojos verdes, atada suelta en la cintura. Apenas le llegaba a cubrir las ingles.

    —Tienes un aspecto precioso esta mañana -dijo Dal.
    —No te quedes ahí como un bobo. Pasa y bésame.

    Obedeció de buen grado. Mientras la besaba, sus manos se deslizaron hacia abajo por su bata y dentro de ella. Estrujó la fría piel de sus nalgas. La apretó fuertemente contra él.

    —No tengo mucho tiempo -dijo-. Connie está en la iglesia. Sólo puedo pararme un momento.
    —¿Todo ha ido bien?
    —Estupendamente. Algo increíble.
    —Cuéntame.
    —Más tarde -dijo él, sintiendo que su excitación aumentaba.
    —Ahora -dijo ella.

    Se apartó y se dirigió delante de él hacia la sala de estar. Se sentó en un sofá blanco, y alzó los pies.

    Dal se sentó junto a sus pies.

    —Hice exactamente tal como tú sugeriste. Le compré unas flores en el camino de vuelta a casa.
    —¿Y le gustaron?
    —Le encantaron. Le encantaron absolutamente. Lloró, y me pidió perdón por la forma en que había quemado la cena, y quiso saber dónde había pasado yo la noche.
    —¿Qué le dijiste?
    —Que había pasado la mayor parte de la noche conduciendo sin rumbo fijo, aturdido. Y que por último había estacionado en una calle tranquila, no sabía dónde exactamente, y me había echado a dormir en el asiento de atrás.
    —Encantador-dijo Elizabeth.

    Le dio una patada cariñosa en el muslo.

    —Oh, Connie se lo tragó todo entero. Nunca la había visto con un aire tan culpable.
    —Espero que aprovecharas la ocasión para seguir atacando.
    —Puedes sentirte orgullosa de mí.
    —¿De veras?
    —Mientras Connie estaba llorando y llena de remordimientos, la tomé entre mis brazos y le dije: «¿Por qué no te saco a cenar esta noche, y nos lo pasamos bien y olvidamos todo acerca de esa tonta pelea?».
    —¿Y lo hicisteis?
    —Lo hicimos.
    —Bravo.

    Dal palmeó su ligeramente bronceado empeine y deslizó la mano a lo largo del tobillo.

    —Fuimos a un tranquilo restaurante francés…
    —¿Cuál?
    —Henri's.
    —Oh, un sitio estupendo.
    —Y me declaré.
    —¿Aceptó?
    —¿Cómo podía rechazarme?

    Dal deslizó la mano por debajo de la pierna alzada de Elizabeth y acarició la suavidad de su pantorrilla.

    —¿Aceptó?
    —Por supuesto. Y le di el anillo.
    —¿Le iba?
    —Un poco justo. Lo llevaré a un joyero la semana próxima y lo haré ensanchar.
    —¿Le gustó el anillo?
    —Se quedó alucinada. Dijo: «Es magnífico». Creo que se sintió un poco impresionada al pensar que yo me había gastado tanto dinero, pero no la oí quejarse.
    —Así que ahora eres un hombre comprometido.
    —Aja.
    —¿Cuándo es el gran día?
    —El treinta y uno de julio.

    Elizabeth sonrió. Alzó más la pierna, y la apoyó en el respaldo del sofá.

    —Déjame ser la primera en felicitarte, querido.
    —No quiero -dijo Connie.
    —No llevará mucho tiempo -le respondió Pete-. Te echaré una mano. Las dos manos, si lo prefieres.
    —De veras, prefiero que no. Vayamos a algún sitio. El puede venir y recoger sus cosas él mismo. Me preocupa que alguien pueda cogerlas si las dejo fuera.
    —Eso sería malo.
    —Me sentiría culpable por ello.
    —¿No temes que él venga y destroce el lugar?
    —¿Dal? No. Es más bien tímido.
    —Esos son los que se vuelven locos cuando las cosas van mal.
    —Realmente, Pete, te preocupas demasiado.
    —Y tú no dejas de decírmelo.
    —Porque es cierto.
    —Incluso los paranoicos tienen enemigos.

    Ella sonrió.

    —Lo sé. Y un reloj roto marca la hora exacta dos veces al día. ¿Más café?
    —Yo iré a buscarlo.

    Pete se fue. Sola en su terraza particular de la parte de atrás, ella acercó un poco más su tumbona a la barandilla para que la luz del sol le diera en el rostro. Se reclinó e inspiró profundamente. La brisa de la mañana era fría, el sol caliente. Se preguntó si alguna vez se había sentido tan bien antes.

    Seguro. Ayer. Y el viernes por la noche.

    Estando con Pete.

    Era como volver a nacer…, joven, fresca y feliz, con el día siguiente lleno de promesas.

    Él volvió, y le tendió la taza de café. Se sentó en la silla frente a ella.

    —¿Qué te parece si vamos al Marina a tomar un desayuno con champaña? — preguntó.
    —¡Estupendo!


    18


    Freya se quedó en casa el lunes por la mañana. Llamó al trabajo diciendo que estaba enferma. Aunque se sentía bien cuando marcó el número telefónico, su corazón empezó a latir alocadamente y sintió retortijones en el vientre cuando la doctora Eginton respondió.

    Carol Eginton, la encargada del personal femenino, la condescendiente zorra.

    —Espero que no sea nada serio -dijo.
    —Yo también lo espero -dijo Freya, tensando la voz, como si reprimiera un gemido de dolor-. Yo… voy a ir al médico esta mañana.
    —Está bien. Haremos todo lo que podamos sin usted.
    —Gracias.
    —Cuídese.
    —Lo haré.

    Colgó.

    Bueno, no iba a tener que seguir tratando durante mucho tiempo a aquella zorra. Si todo iba como estaba planeado, le diría adiós a su maldito trabajo a finales del verano.

    Lástima que no pudiera llevar a Carol a casa de Todd. Le encantaría verla en manos de Schreck. Pero era un pez demasiado gordo; su desaparición podía traer problemas.

    Hasta ahora, sus precauciones habían dado resultado.

    Tan sólo la desaparición de las chicas excursionistas había aparecido en las noticias. Ahí Todd había sido un poco descuidado. Excesivamente confiado, tal vez. Pero le había asegurado a Freya que no movería la cinta, ni siquiera la llevaría al laboratorio para su conversión a 35 mm, hasta que el asunto se hubiera olvidado.

    Luego estaba el asunto de Tina. Eso hubiera tenido que funcionar perfectamente; ni Tina ni su amigo tenían padres vivos que pudieran echarlos de menos. Tina se había mudado, se había ido con el chico, y no había dejado ninguna dirección. Esa era la historia que contaría si alguien preguntaba. Freya hubiera debido contarla cuando llamó aquella antigua compañera de habitación. Había sido un error estúpido. Pero ¿quién iba a pensar que la chica seguiría insistiendo?

    Bueno, ella se había encargado de aquel pequeño problema. Nadie se había presentado todavía, preguntando por ella. Una buena señal. Quizá ni siquiera fuera echada de menos. Podía ser un problema, sin embargo, cuando pasaran el filme.

    La buena de Brit podía tener amigos que frecuentaran el Palacio Encantado.

    Mierda, ¿por qué preocuparse? Con la voz doblada y el cabello teñido, ¿quién la reconocería?

    Hubieran debido teñir también el cabello de Tina. No podían, por supuesto, de la forma en que se había hecho la filmación. Probablemente tampoco pudieran hacerlo con Chelsea. Para eso había que tener a la chica bajo control. Como «la que fuera» en el filme del inquisidor. O aquella estúpida autostopista. Todd había elegido para ese primer filme el título de Schreck el ejecutor.

    Con toda probabilidad, un pequeño cambio en la apariencia era suficiente para impedir que la gente reconociera a sus amigas.

    Si pudiera pensar en una forma de disfrazar a Chelsea… Oh, mierda, Chelsea era de Oakland. Eso estaba muy lejos de Los Ángeles.

    Freya se sirvió una taza de té, y miró el reloj de la cocina. Las siete y media.

    Los bancos abrían a las diez.

    Chelsea la Cerdita llegaría a las once.

    Mucho tiempo que matar. Se dirigió a la sala de estar, conectó la televisión y puso el canal de Buenos días, América.


    A las 10.32 sonó el timbre de la puerta. Freya se levantó, tiró de sus ceñidos shorts, y abrió la puerta.

    Chelsea, con una risueña sonrisa hinchando sus mejillas, agitó un puñado de billetes verdes ante el rostro de Freya.

    —Seiscientos pavos -dijo-. No creías que viniera, ¿verdad?
    —No lo dudé ni un momento.

    Hoy, su camiseta decía: «Salva un árbol…, cómete un castor».

    Freya tomó el dinero. Permaneció en la puerta, contándolo. Seiscientos dólares, en billetes de cincuenta.

    —Un recibo, por favor.
    —Por supuesto. Entra. — Mientras extendía un recibo, dijo-: ¿Siempre eres tan detestable, Chelsea?
    —Cuando me conviene.
    —Supon que firmamos una tregua. Te ayudaré a subir tus cosas, e incluso te llevaré a cenar fuera esta noche para celebrarlo.
    —¿Pagarás tú?
    —Naturalmente. — Agitó los seiscientos dólares ante Chelsea-. Acabo de cobrar un montón de dinero.
    —Eres incorregible.

    Bajaron a la calle. Freya vio una deslucida camioneta gris llena de enormes etiquetas en los parachoques: ACÉRCATE, POR FAVOR…, NECESITO EL DINERO; NUNCA LO TUVE; FRENO POQUITO A POCO; EL TUYO; TRÁEME A TUS PADRES PARA QUE LOS CASE, y otras por el estilo.

    —Tu trasto, supongo.
    —¿Cómo lo adivinaste?

    Mientras descargaban, Freya echó un vistazo a las pertenencias de la otra. No había mucha cosa que pareciera prometedora. El estéreo, la televisión portátil y una máquina de escribir podían proporcionarle unos cuantos billetes, pero todo lo demás parecía pura basura.


    —¿Dónde vas a llevarme a cenar?
    —Hay un restaurante encantador en la costa, un poco más arriba.
    —¿En la costa, un poco más arriba? ¿Cuan arriba?
    —Sólo unos quince minutos -dijo Freya.
    —Tiene que haber algún otro lugar más cerca.
    —Nada comparado con eso. Tiene una vista maravillosa sobre el océano.
    —¿Tengo que arreglarme para la ocasión?
    —¿Es posible?
    —¿Quién es ahora la detestable?
    —Estás preciosa -dijo Freya, cuando Chelsea salió del dormitorio con un vestido que parecía un viejo mantel.
    —¿He superado la inspección?
    —Con honores.

    Fueron al coche de Freya.

    —¿Quince minutos?
    —Más o menos. Quizá un poco más. Ahora bien, el lugar vale la pena. La mejor comida que hayas probado nunca.
    —Espero que sirvan mucho -dijo Chelsea-. Me comería un caballo.
    —No sirven caballos.
    —Dijiste quince minutos.
    —Ya casi llegamos -dijo Freya.

    El sol estaba más alto sobre el océano que la última vez, y hacía la conducción más fácil.

    —Muchas molestias para ir a cenar.
    —Este lugar es especial.
    —Eso es lo que tú dices.
    —Espera a verlo.

    Cuando Freya tomó el desvío, Chelsea dijo:

    —Estabas bromeando. Ahí arriba no hay ningún restaurante.

    Afortunadamente, Todd había recordado dejar la verja abierta. Lo contrario hubiera despertado las sospechas de Chelsea. Hasta aquel momento no parecía preocupada…, tan sólo curiosa.

    Cuando Chelsea vio la casa, meneó la cabeza.

    —¿Es eso?
    —Es eso.
    —¿Se trata de un chiste?
    —Es un restaurante. El mejor restaurante en kilómetros a la redonda.
    —Lo creeré cuando lo vea.

    Un solo coche, un Plymouth azul, estaba estacionado delante. Freya colocó el suyo a su lado.

    —Si este lugar es tan bueno -dijo Chelsea-, ¿por qué sólo hay un coche?
    —Es muy exclusivo.

    Freya saltó del coche. Chelsea abrió su puerta contra el Plymouth, y se escurrió fuera.

    —¿No podías haber aparcado más cerca de él?

    Freya sonrió.

    —No seas aguafiestas.

    Se encaminaron hacia los escalones del porche. Mientras los subían, la puerta delantera se abrió. Todd salió, vestido de smoking. Dejó la puerta abierta de par en par.

    —Ah, jovencitas -dijo-, las estábamos esperando. Bienvenidas a Hillside Manor. Soy Clarence, el maítre.

    Le siguieron al vestíbulo.

    —Como pueden ver, jovencitas, Hillside Manor es un restaurante de lo más peculiar. Es el hogar de Rudolph Webb, el celebrado chef autor de La cocina de Webb. Abrió este lugar al público hace quince años, como…, digamos, un lugar donde probar sus recetas.

    Entraron en el comedor. La gran mesa de caoba estaba servida para tres. Todd sentó a Freya y Chelsea una frente a la otra, cerca de la cabecera de la mesa.

    —Como clientes de este lugar -prosiguió-, van a ser partícipes en la creación de un plato muy original. ¿Les apetece un cóctel antes de que sea servida la cena?
    —Tónica con ginebra -dijo Chelsea.
    —Yo tomaré vino blanco. El vino de la casa, por favor.
    —Espléndido.

    Todd se dio la vuelta y desapareció por la puerta basculante en dirección a la cocina.

    —Todo esto resulta extraño -dijo Chelsea-. ¿Vamos a ser conejillos de Indias de ese chef, eh?
    —Los conejillos de Indias nunca se lo pasan tan bien.
    —¿Cómo descubriste este lugar?
    —Me trajo un amigo. Al principio me puse muy nerviosa. No podía acabar de creer que se trataba de un restaurante. Pensé que me había engañado, y que me había traído aquí con inconfesables intenciones. Es una vieja casa más bien siniestra. Pero luego me impresioné agradablemente. Comimos pato con una maravillosa salsa de vino. Probablemente la mejor comida que haya probado nunca.

    Todd regresó con las bebidas. Freya alzó su copa de vino.

    —Hay sangre en tu ojo -dijo.
    —Barro -corrigió Chelsea.
    —Lo que sea.

    Bebieron.

    Chelsea indicó el lugar en la cabecera de la mesa.

    —¿Va a unirse alguien a nosotras?
    —Oh, sí. El chef en persona. Saldrá cuando la comida esté preparada.
    —Maravilloso -murmuró Chelsea.
    —Te gustará. Es un hombre realmente fascinante.
    —Espero que la comida sea buena. Odiaría tener que hacerle ascos delante del chef.
    —Jovencitas…, su anfitrión, Rudolph Webb.

    Todd mantuvo abierta la puerta de la cocina, y Schreck entró en el comedor. Caminó envaradamente hasta la mesa, con el flaco rostro solemne, y tendió una mano a Chelsea.

    La muchacha esbozó una pálida sonrisa, pero estrechó la mano ofrecida.

    —Bienvenida -dijo Schreck-. ¿Tú eres?
    —Chelsea.

    Dio la vuelta a la mesa. Freya se estremeció cuando estrechó su mano. Enfundado en su smoking negro, parecía un empleado de pompas fúnebres. Un pálido y delgado empleado de pompas fúnebres que se pasaba demasiado tiempo entre sus cadáveres.

    —Yo soy Freya -dijo ella.
    —Sí, te recuerdo. Bienvenida de nuevo a mi casa.

    Se sentó. Todd sirvió vino tinto en su copa. Se la llevó a los labios. Mientras bebía, un delgado hilillo se deslizó por una de las comisuras de su boca y cayó de su barbilla. No pareció darse cuenta. Cuando hubo vaciado su copa, Todd volvió a llenarla.

    —Trae la bebida para las damas -ordenó Schreck-. Luego sirve la sopa.

    Todd se llevó las copas.

    —El primer plato será una delicada sopa de carne y hierbas -dijo Schreck-. Estoy seguro de que la encontraréis de lo más inusual, algo así como las albóndigas mexicanas, pero más sustanciosa.

    Sonrió, y sus labios dejaron al descubierto unos retorcidos y oscuros dientes y unas pálidas encías.

    Todd trajo la bebida. Freya se dio cuenta de que le temblaba la mano cuando alzó la copa. Los ojos de Chelsea se encontraron con los suyos, y destellaron.

    —Suelo comer con mis huéspedes -dijo Schreck- con el fin de tener la oportunidad de saborear sus reacciones mientras ellos saborean mi cocina. Se trata de un capricho por mi parte, pero creo que debemos permitirnos el gozar de los efectos de nuestros esfuerzos creativos. Soy, si puede expresarse así, como el dramaturgo que asiste al estreno de su drama… a fin de captar las reacciones del público, estremecerse ante las risas, la tensión y los aplausos, y detectar aquellos lapsos donde, quizá, la obra requiera un ajuste.

    Todd entró, empujando un carrito de servir. Depositó un bol de sopa en cada plato, y regresó a la cocina.

    Freya contempló el grumoso líquido marrón en su bol. Parecía idéntica a la sopa que tenían Chelsea y Schreck. Sin embargo, Todd le había asegurado…

    —Bon appétit-dijo Schreck.

    Hundió la cuchara en su bol, y extrajo trocitos de carne junto con cebolla y otros vegetales. La cuchara goteó mientras se la llevaba a la boca. Masticó lentamente, como saboreando la mezcla en busca de sus más íntimos aromas. Luego tragó, y suspiró placenteramente.

    Freya, luchando por controlar las náuseas, tomó un sorbo de vino.

    Cogió su cuchara, la metió en la sopa, y la removió mientras contemplaba a Chelsea probar su primer bocado.

    La cuchara de la muchacha humeaba ligeramente. Dio un sorbo, asintió, y sonrió nerviosamente a Schreck.

    —Delicioso -dijo.

    Freya siguió removiendo su bol. «El mío es tan sólo cordero», se dijo a sí misma. Pero no podía decidirse a probarlo. Observó a Chelsea coger una cucharada del fondo. Estaba llena de vegetales y trozos de carne. Desapareció en su boca. La muchacha masticó, y asintió.

    El estómago de Freya se convulsionó. El vómito ascendió hasta su garganta. Lo tragó con un esfuerzo, y terminó su vino.

    —Es estupendo -dijo Chelsea-. La mejor sopa que haya comido nunca.

    Schreck sonrió y asintió.

    —Normalmente no me gusta mucho la sopa -prosiguió ella-. La mayor parte de las veces es demasiado sosa. — Tomó otra cucharada. Y otra-. ¿La has probado? — preguntó a Freya.

    Freya asintió.

    —Excelente.
    —¿La incluirá en su próximo libro de cocina?
    —Lo más seguro -dijo Schreck.
    —Me encantará tener la receta. — Metió otra cucharada en su boca. Mientras masticaba, dijo-: ¿De qué tipo de carne se trata?
    —¿No lo adivina?
    —No. ¿Cerdo?
    —No.

    La muchacha alzó una cucharada y la estudió. Con los dientes, cogió un trozo de carne y lo comió separadamente del resto. Se alzó de hombros.

    —¿De qué se trata, conejo o algo así?

    Schreck sonrió.

    —Va acercándose.

    Ella terminó la cucharada, dragó el fondo de su plato, y extrajo un trozo algo más grande. Lo estudió.

    —Eh, este aún tiene algo de hueso.

    Con su mano libre, lo alzó de la cuchara y le dio la vuelta. Freya contempló la pequeña y brillante placa de una uña.

    Chelsea dejó caer el trozo como si se hubiera quemado. Levantó salpicaduras en la superficie de la sopa. Echó la silla hacia atrás, pero Schreck le sujetó el brazo.

    —¿Qué ocurre? — preguntó.
    —Es… ¡un dedo de un pie!
    —Oh, querida. Lo ha adivinado usted.

    Schreck dejó escapar una risita.

    Chelsea se atragantó. Intentó liberarse de la presa de Schreck, pero no lo consiguió. Se mantuvo envarada en su silla, y empezó a sollozar.

    Todd entró con el vino blanco.

    —Espero que les guste nuestra comida -dijo, sonriente.
    —Sí -dijo Schreck-. Creo que ya estamos listos para el segundo plato.
    —Muy bien.
    —Deje la botella -dijo Freya.

    Llenó su copa, la apuró rápidamente, y volvió a llenarla.

    Chelsea siguió sollozando.

    —No comprendo por qué te has trastornado tanto -dijo Schreck-. Hace sólo un momento, estabas alabando su sabor.
    —¡Está usted loco! — hipó Chelsea.
    —Estoy seguro de que apreciarás aún más el siguiente plato.

    Todd trajo una bandeja y la depositó frente a Chelsea.

    Chelsea comenzó a gritar.

    —Una auténtica delicia -explicó Schreck-. Rostro cocido al horno sobre fondo de macarrones y cubierto con una delicada salsa de tomate. Lo llamo Rostro a la Marinara.

    Freya observó, asqueada y fascinada, mientras Schreck sujetaba firmemente a Chelsea y la obligaba a comer.

    Le tapó enérgicamente la nariz a fin de obligarla a abrir la boca.

    Le golpeó fuertemente los dedos.

    Le desgarró el vestido y la pinchó con un tenedor.

    Finalmente, ella se atragantó con un bocado de carne muy tostada. Pateó y se retorció, se puso azul, y finalmente murió.

    Todd entró en la habitación, aplaudiendo.

    —¡Bravo, bravo!

    Dio una palmada a Schreck en la espalda.

    —¿Satisfecha? — preguntó a Freya.

    Ella asintió.

    —Gracias -dijo.
    —Bien, será mejor que nos retiremos a la sala de control, y veamos lo que Bruno ha conseguido para nosotros.
    —Todd… -dijo Schreck, y señaló con la cabeza al cadáver.
    —Por supuesto. Es toda tuya.

    Mientras Schreck recogía el cuerpo, Freya siguió a Todd fuera de la habitación. Le aferró el brazo.

    —La mía era de cordero, ¿verdad?
    —Princesa -dijo él-, ¿qué clase de bestia piensas que soy?


    19


    Connie trabajó mucho el martes. Las escenas llenaban su cabeza como si ella misma se hubiera convertido en Sandra Dane. Podía oler el agrio aliento del padrastro de Sandra cuando se lanzaba sobre ella. Podía sentir su peso, sus rudas manos desgarrando la crinolina…, oír su aullido de dolor cuando ella le daba una patada en los testículos.

    El cálido aire nocturno. El olor del establo. La sensación de su garañón, Trueno, entre sus piernas mientras lo cabalgaba a pelo por entre los campos. Su repentino miedo cuando Trueno saltó una valla y tropezó, y ella cayó de cabeza.

    El soldado de la Unión, uno de los odiados saqueadores de Sherman, acudiendo en su ayuda. Tenía la sonrisa de Pete, y los ojos de Pete. Aunque había oído historias horribles del ejército de Sherman, aquel hombre parecía diferente. Sabía que no tenía nada que temer de él.

    Una luz parpadeó en su escritorio.

    «¡Maldita sea!»

    Dejó la pluma sobre el bloc, y se puso en pie. Sentía los músculos rígidos. Se estiró mientras se dirigía hacia la puerta de entrada.

    Medio esperó encontrar a Dal al otro lado, que regresaba en busca de algo que pretendía haber olvidado cuando se fue del apartamento, el domingo.

    Pero no era Dal.

    Era una mujer joven de ojos turbados.

    —¿Sí?
    —Usted es Connie, ¿verdad?
    —Sí.
    —¿Puedo pasar, por favor? Necesito hablar con usted acerca de Pete.
    —¿Acerca de Pete? ¿Qué…?
    —Soy su esposa…, Sandra.

    Connie se sujetó al pomo de la puerta para mantener el equilibrio.

    —¿Su esposa?
    —Sí.
    —Eso es imposible.

    La mujer meneó la cabeza.

    —Es completamente posible, me temo.
    —Él me lo hubiera dicho.
    —¿De veras?
    —He estado en su casa. No había… ¡No puede estar casado!
    —La llevó a usted a su casa en la playa Verde. Siempre es allí donde lleva a sus…, a sus mujeres. ¿Puedo pasar?
    —¡No! ¡Está usted mintiendo! Esto es un truco o algo así.
    —Quiero que deje de ver a Pete. Sé que…, que él puede ser irresistible a veces, y quizá piense usted que está enamorada de él. Siempre consigue ese efecto. Yo… he pensado mucho en todo esto. Dios sabe cuántas veces he decidido divorciarme de él. Pero le quiero, Connie, y…, y acabo de saber que estoy embarazada. Voy a tener un hijo de Pete.
    —¡No!
    —Lo siento. Sé que esto tiene que resultar horrible para usted… pero piense lo que supone para mí. Mi marido… no vino a casa en todo el fin de semana. Dijo que estaba trabajando en un caso, pero sé que era mentira. La misma vieja mentira. Así que el sábado fui a la casa en la playa. Entré. Tengo una llave, por supuesto. Entré, y les oí a ustedes dos, y… -Su barbilla tembló. Se mordió el labio inferior, e inspiró profundamente-. Quiero que él vuelva, Connie. Quiero al padre de mi hijo. Por favor. Usted parece una persona decente. No…, no me quite a mi marido.

    Se secó unas lágrimas, y se alejó.

    Dal arrojó la corbata en el sofá y penetró en la pequeña cocina de su nuevo apartamento. Tomó la botella de ginebra de una caja de cartón que había en el suelo, a un lado. Tras rebuscar en la atestada caja encontró el vermut. Tomó un vaso de plástico del extremo de una pila de ellos encajados el uno dentro del otro, y se preparó un martini.

    No había olivas.

    Oh, mierda.

    Abrió el congelador de la nevera, echó un vistazo al montón de alimentos precocinados congelados, y decidió salir a comer fuera. No había ninguna razón para tener que comer nada de aquello, confinado allí en el diminuto apartamento.

    Había tomado el primer apartamento amueblado de una sola habitación que había podido encontrar en domingo. Tras la espaciosa y agradable casa de Connie, aquel cubículo bastaba para darle claustrofobia. Ni siquiera tenía acceso directo al exterior. En vez de ello, tenías que recorrer un largo pasillo y bajar una escalera para salir fuera.

    Sabía, incluso mientras entraba sus escasas pertenencias, que iba a odiar aquel lugar.

    Lo único que tenía que hacer era no dejar de recordarse que no iba a ser por mucho tiempo.

    Luego conoció a Etta, la chica del otro lado del pasillo, una actriz, la solución a su problema.

    Se preguntó si ya habría vuelto.

    Martini en mano, se dirigió a su apartamento y llamó. Oyó ruido de pasos. Sonrió a la mirilla, y la puerta se abrió.

    —Oh, el encantador vecino. Pasa.

    Entró, admirando a Etta. Era atractiva, con una piel profundamente bronceada, una densa mata de pelo rubio, y curvas por todas partes. Por supuesto, no podía compararse a Elizabeth.

    —¿Lo hiciste? — preguntó Dal.
    —Claro que lo hice, amor. Dame un sorbo. — Tomó el martini de su mano, bebió un poco, y se lo devolvió-. Estuve fabulosa. Hubieras debido verme. Darryl Zanuck hubiera debido verme. Escucha esto.

    Puso en marcha un pequeño cassette.

    Durante unos cuantos segundos, Dal oyó el zumbido de una cinta en blanco. Luego llegó la voz de Etta.

    —Uno dos tres, uno dos tres, probando, probando.

    Más cinta en blanco.

    —¿Sí?

    La voz de Connie.

    —Usted es Connie, ¿verdad?
    —Sí.

    Escuchó toda la cinta. Al principio el sonido de la voz de Connie le causó dolor. Se preguntó por qué se había permitido perderla. Pero la impresión que demostró ella le complació. Realmente se lo había tomado en serio. Bien. Se lo merecía, por haberle hecho aquello. Dio un sorbo a su martini. La fuerza de todo aquello le impresionó…; ¡destruir toda aquella confianza y amor con una mentira tan simple!

    —¿Qué te parece? — le preguntó Etta cuando la cinta hubo terminado.
    —Creo que te mereces un Oscar.
    —Claro que sí.

    Dal sacó su billetera. Le tendió cien dólares en billetes de a veinte.

    —Si me necesitas alguna otra vez -dijo ella-, aquí estoy.
    —Veremos cómo resulta esto.
    —Oh, sí, buena suerte.
    —El anillo.
    —¡Oh! ¿Quieres decir que no puedo quedármelo?

    Con una risa, se sacó el anillo del dedo y se lo tendió a Dal.

    Por un momento, Dal pensó en pedirle a Etta que fuera con él a cenar. Sin embargo, decidió que mejor no. No se sentía con ánimos de encajar una posible negativa. Además, si Elizabeth se enteraba…

    Connie se sentía desolada. Tomó un largo baño, pero aquello no la ayudó. Su mente repasaba una y otra vez la conversación, regresaba a cada minuto de sus momentos con Pete, buscando desconocidas respuestas.

    Deseó haberle pedido pruebas a la mujer. Un permiso de conducir. Algún tipo de evidencia que respaldara sus horribles palabras.

    Pero Connie no quería pruebas.

    Lo que quería era no creer a la mujer. Se aferraba a la posibilidad de que todo fuera un error, o una burla, o una sucia mentira.

    Quizá Dal había enviado a la mujer. Por venganza. O para hacer que dejara a Pete.

    Pero sabía, incluso mientras pensaba en todo esto, que lo único que haría era aferrarse desesperadamente a un puñado de aire.

    La mujer había dicho la verdad.

    Pete estaba casado.

    Había estado mintiéndole, jugando con sus emociones, animándola a que se enamorara de él. Engañosamente, para llevársela a la cama.

    No, era incapaz de creer eso.

    Ya no sabía qué creer.

    Se dejó caer en la cama y miró al techo. Su mente era un confuso desorden.

    Volvió los ojos hacia el reloj. Casi las siete.

    Pete llegaría de un momento a otro. A menos que se hubiera enterado de todo. Quizá su esposa se le había enfrentado hoy, y nunca volviera.

    Se cubrió los ojos con la almohada, luego la echó rabiosamente a un lado. Si se tapaba los ojos, no podría ver la luz del timbre.

    La luz empezó a parpadear.

    Sintió un nudo en el estómago. Sintió como si fuera a vomitar.

    «Por favor, que sea Pete.»

    Abandonó el dormitorio.

    «Haz que me diga que todo es una mentira. Por favor, haz que nada de esto sea cierto.»

    Abrió la puerta, y era Pete. Le sonrió y avanzó hacia ella. Ella alzó una mano para detenerle.

    —No lo hagas -dijo.
    —¿Qué ocurre?
    —Estás casado.

    El rostro del hombre adquirió un tono ceniciento.

    —Admítelo. ¡Estás casado!
    —¿Cómo…, cómo lo supiste?


    20


    Pete metió el pie entre el marco y la puerta. La hoja de la puerta lo golpeó, deteniéndose contra su zapato. Empujó con el hombro, haciéndola abrirse de nuevo.

    —Connie, déjame entrar. Déjame entrar, maldita sea.

    Ella no dijo nada. Emitía gruñidos y lloriqueos mientras intentaba mantener la puerta cerrada.

    Luego la soltó. Retrocedió unos pasos, meneando la cabeza y llorando.

    —Escúchame -dijo él-. Te quiero, Connie. Escúchame.
    —Oh, Pete, ¿cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto a mí, hacérselo a Sandra?
    —¿Quién es Sandra?
    —¡Tu esposa! Ha estado hoy aquí. Sabe todo lo nuestro.
    —El nombre de mi esposa es Barbara. No sabe nada de lo nuestro, y le importa un pimiento todo lo que yo haga.
    —Eso es imposible.
    —Eso es cierto. — Pete sujetó a Connie por los hombros-. Ella me abandonó. Sólo llevábamos casados dos años. Vivíamos en la casa de la playa; Barbara, su hermano y yo. Él era estudiante universitario. Pagaba una tercera parte de la hipoteca mensual, y… el asunto es que él y mi esposa eran amantes. Aparentemente lo habían sido desde hacía años. Todavía siguen siéndolo, por lo que sé. La única razón de que se casara conmigo fue conseguir que sus relaciones con su hermano parecieran inocentes. Simplemente, un día los descubrí. Pensaron que iba a matarlos o algo así, de modo que se marcharon rápidamente. Eso es lo último que supe de mi esposa.
    —Oh, Pete. — Ella se le abrazó fuertemente-. Pensé… Tuve tanto miedo…

    Él le acarició el pelo, luego retrocedió para que ella pudiera ver sus labios.

    —No he visto ni he sabido nada de mi esposa desde hace casi un año.
    —Entonces, ¿quién…? Una mujer vino aquí esta tarde, Pete. Dijo que era tu esposa, Sandra, y que está embarazada, y que quiere que yo deje de verte.
    —¿Cuál era su aspecto? — preguntó él.
    —Tendría más o menos mi altura, rubia, muy atractiva.

    ¿Brit Anderson? No parecía probable. Sus relaciones no habían sido lo bastante serias como para impulsarla a una maniobra tan drástica. Solamente había salido con ella unas cuantas veces, no habían tenido relaciones sexuales, y hacía cerca de dos semanas que no la veía. Si su olvido la hubiera trastornado tanto, se habría puesto en contacto con él.

    Bueno, había hecho aquellas dos llamadas al día siguiente de su última cita. Unas extrañas llamadas. Sonaba como preocupada. Él la había llamado varias veces, pero no había respondido nadie. Después de conocer a Connie aquel miércoles, había dejado de intentar ponerse en contacto con ella.

    —¿No notaste nada raro en ella?
    —¿Algo así como cicatrices? — Connie negó con la cabeza-. Nada en lo que pueda pensar.
    —¿Ni joyas?

    Brit, recordó, llevaba una cadenita de oro con una estrella.

    —Nada que yo… Ah, sí, un anillo con un diamante. Un anillo de compromiso. Parecía… -Su rostro se endureció-. Se parecía al anillo que Dal me compró.
    —Bueno, los anillos de pedida siempre se parecen entre sí, ¿no?
    —Ese tenía el diamante tallado a la elíptica…, ya sabes, cortado de tal modo que queda largo y puntiagudo en ambos extremos. No es una talla muy común en los solitarios.
    —¿Crees que todo pueda haber sido obra de Dal?
    —¿De quién otro si no? Debe de estar intentando que rompamos.
    —Tendrá que pensar en algo mejor que eso -dijo Pete.
    —Algo mucho mejor -dijo Connie. Se abrazó a él y lo apretó fuertemente contra su cuerpo-. Algo mucho mejor -repitió.


    Pete pasó el día siguiente en su coche, manteniendo vigilado el aparcamiento de empleados de los almacenes de ferretería Masters. Según un informe recibido por el director general, el culpable de los problemas era un tipo llamado Jesse Cook. Todos los trabajadores del almacén lo sabían, al parecer, pero tan sólo uno había tenido el valor de dar el soplo…, anónimamente, por supuesto.

    Una operación sencilla. Cook saldría en cualquier momento durante la pausa de la comida, y pondría una caja de cerraduras de seguridad en su coche. O una estufa eléctrica, o un horno a infrarrojos, o cualquier otra cosa que le hubiera llamado la atención.

    Pete había sido contratado para atrapar a Cook con las manos en la masa. Aquel era su tercer día en aquel trabajo. Hasta el momento, Cook no había intentado nada.

    A la hora de salida, el delgado pero fuerte empleado se metió en su Firebird con las manos vacías, y se fue.

    Pete informó de su poco éxito al director general.

    —Démosle hasta el fin de semana -dijo el hombre-. Si no ha metido las manos sobre nada para entonces, probaremos una nueva táctica.

    Inmediatamente después, Pete condujo hasta Santa Mónica. Dejó su coche en un aparcamiento en la calle Cuatro, y caminó hasta las viejas galerías.

    Lane Brothers aún estaba abierto. Entró y se dirigió hacia el mostrador. Había media docena de personas en la pequeña y tranquila tienda. Tres de los hombres jóvenes parecían vendedores. Uno de ellos le miró, y desvió rápidamente la vista.

    Tenía que ser Dal.

    Pete lo ignoró. En el mostrador, preguntó por el director. Un hombre ya mayor fue llamado de una habitación en la parte de atrás.

    —Soy Owen Lane. ¿Puedo servirle en algo?
    —Sí. — Pete tendió al hombre una tarjeta profesional a nombre de Ronald Watts, ayudante especial del fiscal general George Donner-. Me gustaría interrogar a uno de sus empleados con respecto a una investigación que estamos llevando a cabo.

    Owen Lane enrojeció.

    —Por supuesto. ¿A quién desea ver?
    —A Dal Richards.
    —¿Es…, es algo serio?
    —¿Puedo hablar con el señor Richards, por favor?
    —Naturalmente. — Se volvió-. ¿Dal?

    Dal avanzó, abrochándose el botón central de su chaqueta, y sonriendo valerosamente. Por unos instantes sus ojos se clavaron en Pete, luego se desviaron con rapidez.

    —¿Sí, señor Lane?
    —Este caballero es el señor Watts, del Departamento de Justicia. — Volviéndose hacia Pete, añadió-: ¿Prefieren hablar ustedes en mi oficina?
    —Gracias.

    Dejaron a Owen Lane al otro lado de la puerta. Pete la cerró, y la sonrisa de Dal desapareció.

    —¿Qué es lo que quiere? — estalló.
    —Soy Pete Harvey.
    —Lo sé.
    —Sí. Imaginé que lo sabría. Nunca nos hemos visto, sin embargo. Puesto que ambos estamos interesados en Connie, decidí que debíamos presentarnos. — De acuerdo, ya nos hemos presentado. Adiós.

    Pete meneó la cabeza.

    —Mire, tengo a un cliente ahí afuera… -dijo Dal.
    —Puede esperar.
    —¿Qué es lo que quiere?
    —Lo que le hizo a Connie fue un truco sucio.
    —No sé de qué…
    —Enviarle a mi «esposa».
    —Está usted loco.
    —Si estoy equivocado, estoy seguro de que sabrá usted perdonarme.
    —¿Perdonarle por qué?
    —Vuélvase y ponga las manos a la espalda.
    —No pretenderá…
    —Sí.

    Pete le hizo darse la vuelta, y cerró un aro de las esposas en la muñeca izquierda de Dal.

    —¡Oiga!

    Luego le agarró la mano derecha, y cerró el otro aro de las esposas.

    —Ahora vamos a salir de aquí.
    —Esto es…
    —Tiene usted derecho a no decir nada. Si elige hacer lo contrario, todo el mundo en la tienda va a enterarse.
    —¡Usted no puede hacerme esto!
    —Yo creo que sí.

    Empujando a Dal ante él, abandonó la oficina. Owen Lane pareció asombrado, su rostro enrojecido, su boca y ojos muy abiertos.

    —Señor Lane… -empezó a decir Dal.

    Pete lo empujó hacia delante.

    —Gracias por su cooperación, señor Lane.
    —¿Está…, está arrestado?
    —Me temo que sí. Buenos días, señor.

    Pete condujo a Dal por las galerías. Los de las tiendas se quedaron mirando la escena. Los chicos que jugaban por allí se pararon y señalaron. Un borrachín de grises patillas se acercó cojeando, miró a Dal, y dijo:

    —Dale recuerdos al juez de mi parte.

    Cuando llegaron al bulevar Santa Mónica, Pete le quitó las esposas.

    Dal estaba sollozando suavemente.

    —Hijo de puta -dijo-. Me las pagará por esto.
    —Que tengas felices días -dijo Pete, y se marchó.


    JOYAS DEL TERROR
    PRESENTA A
    OTTO SCHRECK
    EN
    SCHRECK EL DOCTOR LOCO


    —Ya no falta mucho, querida -dice Schreck, arrodillándose junto a una cama-. He descubierto al espécimen perfecto. Es tan joven, tan vital… Pronto, si la operación tiene éxito, tú heredarás su vitalidad. Te alzarás de la cama y caminarás como hacías antes, con la firmeza de la juventud en tu paso. De nuevo podré tomarte entre mis brazos.

    Alza la mano de ella. Es oscura y apergaminada, como si la piel hubiera sido tensada sobre los huesos desnudos.

    —Oh, mi querida Beatrice, danzaremos todas las largas y alegres horas de la noche. Pronto. Oh, tan pronto…

    Inclinándose hacia delante, contempla el rostro del cadáver. Su boca está abierta, sus dientes, desnudos en una melancólica sonrisa. Le besa la hundida mejilla.

    —Ahora buenas noches, amor mío.

    Una mujer joven está tendida en una mesa de operaciones. Su cuerpo se halla cubierto por una sábana blanca. Tiene los hombros desnudos.

    Abre los ojos, levanta la cabeza y se mira a sí misma. Se contorsiona, pero no puede alzar ni brazos ni piernas.

    La puerta se abre. Entra Schreck, vestido con una bata verde de cirujano y un casquete. Mientras se acerca, se ata una mascarilla de papel sobre la nariz y la boca.

    —¿Cómo se siente? — pregunta.
    —Confusa.
    —Es comprensible, señorita Thatcher. ¿Recuerda algo del accidente?
    —¿Accidente?
    —El choque.
    —Yo, yo… -Hace una pausa, frunciendo el ceño-. Recuerdo

    El Sombrero. Me lo pasé bien allí. Fui después del trabajo y… Ah, el embarcadero. Un amigo iba a llevarme al embarcadero de Santa Mónica. Al carrusel. Ya sabe…, el famoso carrusel que hay allí.

    Ibamos a… ¿Tuvo un accidente?

    —Al parecer había bebido mucho. Chocó contra un poste de teléfonos.

    Ella menea la cabeza.

    —No recuerdo… ¿Resulté herida?
    —Me temo que sí, señorita Thatcher.
    —Pero…
    —Ha permanecido inconsciente desde que la trajeron aquí.
    —¿Qué…, qué me pasa?
    —Sus piernas.

    Ella se tensa para levantar un poco más la cabeza.

    —Vamos a operar dentro de un momento.
    —¡No!
    —Es preciso. De otro modo, puede perderlas.

    Toma una jeringuilla de una bandeja de instrumental que hay junto a la cama.

    —¿Qué es eso?
    —La ayudará a relajarse.
    —¡Pero si me siento bien!

    Él baja un poco la sábana, dejando al descubierto su brazo derecho. Está atado a la mesa.

    —¡No, no lo haga!
    —No le va a doler en absoluto -dice él, y clava la aguja en la parte superior del brazo.
    —Usted…, usted no puede operarme sin mi permiso. No se lo doy. No tiene usted mi permiso.
    —Me temo que no se halla en condiciones de tomar una decisión así -dice él, y extrae la jeringuilla vacía de su brazo-. Ahora relájese, señorita Thatcher.

    Ella se despierta gritando. Su cabeza se tensa hacia arriba. Está desnuda sobre la mesa. Schreck se halla de pie junto a ella, su brazo manejando una sierra profundamente enterrada en el muslo de la mujer.

    —¿Duele? — pregunta.

    Ella sigue gritando.

    Más abajo del torniquete, Schreck sigue aserrando hasta que el hueso se parte. Luego toma un escalpelo de larga hoja de la bandeja, y acaba de cortar los músculos y la carne que queda.

    —¡Aja! — dice.

    Alza la pierna amputada de la mesa, y la mantiene en alto.

    —Un trabajo perfecto -dice.

    La mujer se desmaya.

    Sus ojos aletean unos momentos, luego se abren. Está tendida en una cama, pero ya no en la desnuda y desolada sala de operaciones.

    Gimiendo, alza un brazo.

    Aparta la sábana de encima de su cuerpo y contempla los dos vendados muñones allí donde deberían estar sus piernas.

    Apoya la cabeza en la almohada, y llora.

    Schreck entra poco después en la habitación.

    —¿Cómo nos encontramos hoy? — pregunta.
    —Mis…, mis piernas -dice ella con voz débil.
    —Me temo que ha sido necesario amputarlas.
    —Usted…, usted no es médico.
    —Oh, sí lo soy. Debo decir que la operación fue un gran éxito. Ahora, si tenemos el mismo éxito con la siguiente fase…

    La barbilla de la mujer tiembla.

    —No-dice.
    —Oh, sí. — Le palmea el hombro-. Anímese. Estoy seguro de que no tenemos nada de qué preocuparnos. Es usted joven y fuerte. Con un poco de suerte, saldrá con bien de esta.

    Después de irse él, la mujer se vuelve boca abajo, estremeciéndose de dolor. Se arrastra hasta el borde del colchón. Baja las manos hasta la moqueta, e intenta descender de la cama.

    Su torso cae.

    Sus vendados muñones golpean el suelo, y se desvanece.

    Se despierta en la sala de operaciones.

    —Ah, señorita Thatcher, justo a tiempo para observar el proceso.

    Su brazo derecho se halla atado a una tabla al lado de su cuerpo. Un torniquete de entubado quirúrgico ya está atado en su lugar.

    Schreck apoya un escalpelo contra la piel de la parte superior del brazo de la mujer.

    —¡No! — chilla ella.
    —Realizamos la segunda fase como unos campeones -dice Schreck, sonriéndole.

    La mujer levanta la cabeza.

    Sin brazos, sin piernas.

    Echa la cabeza hacia atrás, y sus ojos se cierran temblorosamente.

    Schreck la despierta con unas palmadas.

    —Señorita Thatcher, el proceso ha quedado completo. Puede que los miembros artificiales le parezcan un poco extraños y le duelan, al principio. Pero es usted una joven muy afortunada, realmente muy afortunada.

    Mientras la ayuda a sentarse, la sábana se desliza hacia un lado. Ella empieza a jadear alocadamente. Schreck retira completamente la sábana y la arroja al suelo.

    De los vendados muñones de sus brazos cuelgan otros brazos. Unas piernas surgen de sus vendadas caderas.

    La oscura y apergaminada piel parece como si hubiera sido tensada sobre huesos desnudos.

    Está sonando un vals. Schreck, vestido de smoking, baila por la pista con Beatrice entre sus brazos.

    —Nunca has bailado mejor, querida. Pareces tan joven, tan vital esta noche…, como si toda la esencia de ella hubiera fluido en tus venas.

    »Nunca has parecido más encantadora, Beatrice mía. ¿Qué dices? ¿Que por qué no te proporciono un nuevo rostro? ¿Cómo podría? Es este rostro lo que adoro.

    Besa su retorcida y abierta boca.

    La música cambia a un tango.

    —¿Seguimos, amor?

    Alzando uno de sus pálidos y jóvenes brazos, empieza a bailar. Los pies desnudos de ella se agitan sobre la moqueta, su vestido oscila de un lado para otro. Schreck la hace girar locamente, riendo.

    Sigue riendo aun cuando una de las piernas de Beatrice cae al suelo.

    —Bailaremos hasta el amanecer -dice-. Bailaremos como nunca hasta ahora habíamos bailado.


    FIN


    21


    —Dal, ¿qué ocurre?

    Él meneó la cabeza, temeroso de echarse a llorar si intentaba hablar. Abrazó a Elizabeth. Metió las manos bajo su suelta blusa, y acarició la suavidad de su espalda.

    —No habrás roto con Connie…
    —No.
    —¿Por qué no estás con ella?

    En el camino hacia allí, había anticipado ya aquella pregunta. Tenía preparada una respuesta.

    —Cree que estoy en San Diego. En un viaje de negocios.
    —¿Qué ocurre, entonces?
    —Más tarde.

    Le quitó la blusa. Tomó sus pechos entre sus manos, los estrujó, apretó el rostro entre ellos, los besó, lamió un pezón hasta que estuvo resbaladizo y duro, y lo chupó metiéndoselo muy profundamente en la boca.

    Elizabeth gimió y le apretó el pelo.

    Él le bajó los shorts, deslizándolos por sus esbeltas piernas. Apretándole las nalgas, lamió un rastro descendente hasta su vientre. Descubrió que ella se había afeitado el vello púbico. Lamió el suave monte de Venus. Su lengua bajó más. Ella empezó a temblar, y sus dedos parecieron querer arrancarle el pelo.

    —¿Ahora?
    —De acuerdo.

    Dal se sentó en la cama y cruzó las piernas. Elizabeth permaneció tendida frente a él, las manos bajo la cabeza. El pelo se pegaba a su frente a causa del sudor. Aún respiraba pesadamente.

    Herbert, en su silla de ruedas a un metro de distancia, la miraba con brillantes ojos.

    —¿Y bien?
    —Me han despedido.
    —¿Cómo?
    —Pete vino a la tienda. Al parecer, estaba furioso porque Connie le había hablado de nuestro compromiso.
    —¿No aceptó deportivamente el rechazo?
    —Tenía un falso carnet de policía o algo así, y fingió arrestarme. Me esposó, y me sacó esposado de la tienda.
    —Un bastardo muy sutil.
    —Cuando volví, el señor Lane me llamó a su oficina y me despidió.
    —¿No se lo explicaste?
    —Sí, por supuesto. No sé si me creyó o no, pero dijo que eso no importaba. Es un maldito bastardo orgulloso. Dijo que aunque yo estuviera diciéndole la verdad, no deseaba a un empleado cuya vida personal interfería con su trabajo.

    Elizabeth le acarició la rodilla.

    —Estoy segura de que encontrarás alguna otra cosa.
    —Sí. Pero ¿cómo impedir que Pete vuelva a hacerlo de nuevo? Puede repetirlo cada vez que yo encuentre trabajo.
    —Si se hizo pasar por policía, podías haber hecho que lo arrestaran.
    —Estupendo. Eso sí que lo hubiera enojado realmente.

    Elizabeth se volvió de lado. Su mano se deslizó ascendiendo por el muslo de él, haciéndole estremecerse. Rastrilló el vello de su escroto.

    —Déjame afeitarte -dijo.

    Dal gimió y sonrió.

    —Luego saldremos y mataremos al bastardo -siguió ella.
    —¿A Pete?
    —¿A quién si no?
    —Estás bromeando.
    —¿De veras? Tendrá que parecer un accidente, por supuesto.
    —¿Estás hablando en serio?
    —¿Tú no lo quieres?
    —Me encantaría verlo muerto, puedes estar segura de ello.
    —Entonces decidido. Quédate aquí. Traeré la crema de afeitar y una navaja.

    Saltó de la cama, dio una palmada en la mejilla a Herbert, y trotó hasta el cuarto de baño. Regresó pronto con una toalla húmeda, un aerosol de crema de afeitar, y una navaja.

    —¿No tienes maquinilla de afeitar?
    —Por supuesto. Pero entonces no sería ni la mitad de divertido.
    —¿Sabes cómo usarla?

    Ella se arrodilló en la cama y miró a su propio afeitado sexo.

    —¿No crees que ha quedado bien?
    —Ha quedado precioso.
    —Bien, hemos de decidir un método que sea perfectamente seguro. Tiéndete de espaldas. Aquí. ¿Qué te parece un accidente de coche?


    Se sentaron en un reservado en Savilli's, un restaurante italiano elegido por Connie porque, además de servir buena comida, era muy frecuentado por la gente mayor de Santa Mónica. Debido a ello, habían abandonado la semioscuridad habitual de los restaurantes de categoría y mantenían el local bien iluminado. Eso hacía menos difícil leer los labios de Pete.

    —Reconozco que fue una jugada sucia -dijo él-. Pero me sentía con ganas de jugar sucio cuando lo hice.
    —Ese tipo de cosas lo ponen frenético.
    —Espero que sí.

    Llegó la camarera. Pete pidió otra ronda de margaritas.

    —¿Y si Dal te denuncia?

    Pete sonrió.

    —Bueno, sí, puede denunciarme, hacer que me persigan, que me quiten el carnet.
    —¿Que te quiten el qué?
    —El carnet. Mi licencia de investigador privado.
    —Oh, Dios mío, Pete.
    —Bah, no me preocupa. Por lo que he visto de Dal, es básicamente un marrullero y un cobarde. Si quiere vengarse, no lo hará por el sistema legal. Es más bien del tipo que incendiaría mi casa o envenenaría a mi perro, si lo tuviera…, o quizá pagaría a un par de matones para que me dieran una paliza.

    Connie vio a la camarera acercarse con los cócteles pedidos. Terminó su primera margarita, alzando mucho el vaso y chupando la espuma que quedaba. Pete se echó a reír. Ella se lamió el espumoso bigote que le había quedado en el labio superior. La camarera tomó su vaso y lo cambió por otro lleno.

    Cuando se hubo ido, Pete dijo:

    —Me preocupa un poco, sin embargo, que intente algo contra ti.
    —Puedo manejarlo.
    —¿Puedes realmente?
    —Mis manos son armas mortales.

    Los dos rieron. Luego ella recordó haberle roto el brazo al tipo que la había atacado, y haber pateado al otro en el rostro, y haber incendiado su coche. Enrojeció.

    —¿Qué ocurre? — preguntó Pete.
    —No bromeaba en absoluto al decir eso acerca de mis manos.

    Los ojos del hombre se entrecerraron. Pareció intrigado.

    —Fui atacada hace un par de semanas. Dos tipos saltaron sobre mí, y tuve que tratarlos un poco duramente. La verdad…, no quiero decir que gozara con ello, pero… en aquel momento me sentí excitada. Me sentí tan poderosa… Como si todo el mundo fuera mío. Sin embargo, luego me puse enferma sólo de pensar en el incidente. Aún me ocurre, cuando pienso en él.
    —Te sientes sucia por dentro.
    —Exacto.
    —Deberías intentar matar a alguien.
    —Gracias, paso de eso.

    Pete alzó su vaso en forma de campana, bebió, y se secó la espuma de la boca.

    —De cualquier forma, creo que deberíamos permanecer juntos durante las próximas noches. Hasta que Dal tenga la oportunidad de enfriarse un poco.
    —¿Crees que es necesario?
    —Al menos no nos hará ningún daño -dijo él.
    —No, ninguno en absoluto -admitió Connie-. ¿Tu casa o la mía?
    —¿Cuál prefieres tú?
    —La tuya. Es tan rústica y romántica…
    —¿Cómo quieres que hagamos el traslado? Sólo por unos pocos días -añadió rápidamente.
    —Como quieras. Sólo por unos pocos días.
    —O durante tanto tiempo como tú quieras.
    —¿Cuándo empezamos?
    —¿Qué te parece esta noche?

    Cuando volvió la camarera, Pete pidió almejas como aperitivo. Connie, que nunca antes las había comido, confió en que las servirían fritas.

    Se quedó contemplando las húmedas y babosas cosas que trajeron y dijo:

    —Esta no es la forma en que las hace Howard Johnson.
    —Prueba una.
    —Siempre lo pruebo todo al menos una vez.

    Sacó una almeja de su concha con la cucharilla y se la metió en la boca. Mordió una vez. No era propio de una dama escupirla, pensó. De modo que la tragó y consiguió no poner cara de asco.

    —¿Qué te parecen? — preguntó Pete.
    —Bueno, no me fascinan precisamente.

    Dio un largo sorbo de su margarita. Divertida, observó cómo Pete daba cuenta del resto.

    —Empiezo a sospechar que no tenemos tanto en común como yo pensaba -dijo.

    Pete sonrió y masticó.

    El resto de la cena fue delicioso para Connie. Comió un plato de tallarines con una delicada salsa de aceite y ajo, y luego un buen plato de ternera a la parmesana, todo ello acompañado con un excelente rosado de la casa.

    —Ha sido una cena estupenda -dijo Pete cuando hubieron terminado.

    Pagó la cuenta. Fuera, Connie le dio las gracias por la cena y le besó. Caminaron hacia el coche de él, con las manos juntas.


    Dal aguardó en el asiento del pasajero del Mercedes de Elizabeth. Ella desapareció durante un par de minutos. Luego volvió a surgir de entre las sombras cercanas a la casa y cruzó la calle.

    Llevaba unos shorts blancos y un jersey con tirantes blanco también. En contraste, su piel parecía muy oscura. Hermosa, pensó Dal.

    La luz del coche se encendió cuando abrió la puerta. Sonrió mientras subía y la cerraba. El coche quedó nuevamente a oscuras.

    —No está en casa -dijo.
    —¿Qué hacemos ahora?
    —Esperar.
    —Eso puede llevar horas.
    —¿Qué prisa tenemos?
    —Simplemente quiero acabar con esto, eso es todo.
    —Alguien viene. Bésame.
    —¿Eh?
    —Queremos parecer una pareja de novios, ¿no?
    —¿Acaso no lo somos?
    —Por supuesto que sí.

    Él aplastó sus labios contra la abierta boca de ella.


    Pete condujo a Connie hasta su apartamento. Entró primero, y echó una rápida ojeada mientras Connie aguardaba en el umbral.

    —Todo está bien -dijo.

    Entraron en el dormitorio. Ella se arrodilló junto a la cama.

    —¿Has mirado aquí debajo?
    —Si te agarra esta vez, dejaré que tire de ti.
    —La niñita que gritaba: «¡Que viene el lobo!» -dijo ella, y rebuscó bajo la cama.

    Mientras extraía la maleta, una mano le palmeó el trasero.

    —¡Dios mío, está atacando por detrás! — No se movió. La mano se apretó contra su falda, se deslizó hacia abajo, y la acarició entre las piernas-. Será mejor que le detengas, Pete. Se está poniendo muy descarado. Ya sabes, luego me subirá la falda y…

    Eso es lo que él hizo. Y después le deslizó hacia abajo las bragas.

    Ella sintió su contacto. Dejó caer blandamente la maleta.

    —Creo que puedo hacerlo más tarde -dijo.


    Una hora después, llevando unas nuevas bragas y nada más, Connie volvió a arrodillarse junto a la cama. Extrajo la maleta y la depositó sobre el colchón al lado de Pete. Él dio un sorbo a su cerveza y sonrió.

    —Pareces complacido contigo mismo -dijo Connie.
    —Lo estoy.
    —Tienes que estarlo.

    El siguió bebiendo su cerveza y observándola preparar la maleta. No metió muchas cosas dentro: artículos de aseo personal, unas cuantas mudas de ropa, su traje de baño, media docena de novelas de bolsillo, y su manuscrito.

    —Todo listo -anunció, y cerró la maleta-. ¿Piensas quedarte ahí sentado?
    —Es el mejor asiento de la casa.
    —Pero la función ya ha terminado.

    Se puso unos pantalones de pana y se pasó un jersey de velludillo azul por la cabeza.

    —Sólo la primera parte -dijo Pete.

    Saltó de la cama y se vistió.

    Llevó la maleta de ella hasta la puerta.

    —Será mejor que me lleve mi coche -dijo Connie-. Tendré que venir a recoger el correo y todo lo demás.
    —Puedo llevártelo yo.
    —¿Cada día?
    —¿Es tan urgente tu correo?
    —No sabes mucho acerca de escritores, ¿verdad?
    —Nunca sabré lo suficiente acerca de este.

    Ella le besó. Luego salieron al porche común y bajaron la escalera hasta el patio. Cruzaron la verja. Pete metió la maleta en el coche de Connie, luego le dio una palmada en el trasero y se dirigió a su propio coche.


    —¡ Ahí llega! — dijo Dal cuando un Jaguar dobló la esquina.
    —Agáchate.

    Ambos se agacharon. El suave rumor del motor se hizo más fuerte, luego murió de pronto. Dal se alzó lo suficiente para atisbar por el parabrisas. Vio el Jaguar en el camino que conducía hasta la casa de Pete. Cuando Pete descendió para alzar la puerta del garaje, otro coche apareció al extremo de la manzana. Dal volvió a agacharse. Oyó el motor del Jaguar ponerse de nuevo en marcha. Cuando volvió a mirar, vio un coche distinto en el camino de Pete.

    El Plymouth Fury de Connie.

    —Mierda -murmuró.

    Elizabeth se alzó también y miró fuera. Al otro lado de la calle, Pete bajó la puerta del garaje y se reunió con Connie junto a su coche. Tomó su maleta. Caminaron juntos hasta la casa, y desaparecieron en las sombras cerca de la puerta delantera.

    —¿Quién supones que es ella? — preguntó Elizabeth.

    Dal se dio cuenta de pronto de que ella no conocía a Connie. Mejor. Así no se preguntaría qué estaba haciendo Connie, su novia, en casa de Pete…, con una maleta.

    —No tengo ni idea.
    —Bueno, no importa, a menos que me vea.
    —¿Y qué ocurrirá si te ve? — preguntó Dal.
    —¿Quieres que todo se vaya al diablo?
    —¿Quieres decir si ella te ve?
    —Eso es lo que quiero decir. No podemos matar a ese tipo sin correr algunos riesgos. Hay un centenar de cosas que pueden salir mal. Tenemos que prevenirnos contra ello, aunque para eso tengamos que hacer pedacitos a cualquiera que se interponga en nuestro camino.
    —Pero ella es inocente.
    —No si me ve.
    —No sé.

    Dal meneó la cabeza, pensando. Si mataban a Connie, con toda seguridad los periódicos del día siguiente la identificarían. Eso sería el fin de su relación con Elizabeth. Ella vería todas sus mentiras, sabría que él no iba a ser rico, y lo echaría de su lado.

    Ahora bien, entonces habrían cometido dos asesinatos juntos.

    Quizá pudiera amenazarla con contarlo todo a menos que ella siguiera con él.

    —Bien, ya veremos-dijo Elizabeth.

    Aguardaron. Pronto las luces de las ventanas delanteras se apagaron.

    —Démosles una hora -dijo Elizabeth.
    —¿Toda una hora?
    —No quiero matar a nadie a quien no tengo por qué matar. Démosles una hora, y quizá la chica se quede simplemente en la cama.

    Dal esperó que las cosas funcionaran de aquel modo. Era posible. Después de todo, Connie no oiría el timbre.


    Al primer momento, Pete pensó que el timbre formaba parte de su sueño. Luego abrió los ojos en la oscuridad y lo oyó de nuevo.

    Miró el despertador. Casi medianoche.

    ¿Quién demonios podía estar tocando el timbre a aquella hora?

    Se asustó.

    Con el corazón latiéndole violentamente, se apartó del calor del dormido cuerpo de Connie. Se tambaleó en la oscuridad hasta el armario, y tomó su bata de la percha. El timbre sonó de nuevo mientras recorría el largo pasillo.

    De pie en la oscuridad junto a la puerta, encendió la luz de fuera. Su puerta no tenía mirilla.

    —¿Quién es? — preguntó.
    —Por favor -dijo una voz de mujer-. Se me ha estropeado el coche.

    Pete abrió la puerta. La mujer ante él parecía hermosa y asustada.

    —Lamento terriblemente molestarle -dijo. Miró a su bata y sonrió con embarazo, como si supiera que estaba desnudo bajo ella-. Es que no sé qué hacer.
    —Está bien -dijo Connie-. ¿Quiere utilizar mi teléfono?

    Ella miró detrás de él, a la oscuridad.

    —No sé si debo. ¿Está usted solo?
    —Soy inofensivo.
    —Bien… ¿A quién puedo llamar?
    —A la Asociación de Ayuda al Automovilista, supongo.
    —No pertenezco a ella.
    —No tiene que pertenecer a ella. Simplemente le cobrarán el servicio.
    —¿Quiere decir dinero?

    Pete asintió.

    La mujer se mordió el labio inferior.

    —Pero es que sólo llevo encima unos tres dólares.
    —¿Qué le ocurre a su coche, lo sabe?
    —Se me ha pinchado una rueda.
    —¿Lleva de repuesto?
    —Claro. Una completamente nueva. Está en el portamaletas.
    —De acuerdo. Espere un minuto mientras me visto, luego veremos si puedo cambiársela.
    —Oh, ¿lo hará?
    —Entre, si quiere.
    —No, gracias; prefiero esperar aquí, si no le importa.
    —Como quiera -dijo él.

    ¿Acaso creía que iba a atacarla?

    No deseaba cerrarle la puerta en las narices, de modo que la dejó abierta y regresó al dormitorio. Mientras se vestía en la oscuridad, la luz inundó la habitación. Vio a Connie sentada en la cama, los brazos tendidos hacia la lamparilla de la mesita de noche. Parpadeó y bostezó.

    —¿Por qué te levantas? — preguntó.

    Pete se puso los téjanos.

    —Tengo que salir un momento. Una chica ha pinchado una rueda.
    —¿Vas a cambiar un neumático?
    —Aja.

    Se puso una chaqueta de chandal gris, y se calzó unas zapatillas de lona.

    —¿Quieres que te ayude? — preguntó Connie.
    —Simplemente manten la cama caliente.
    —Hummm. Dejaré encendida la luz para ti -dijo ella.

    Volvió a tenderse en la cama, y se cubrió con la manta los desnudos hombros.

    Pete bajó al vestíbulo y a la abierta puerta frontal.

    —No sabe cuánto le agradezco su ayuda-dijo la mujer.
    —Encantado de serle útil.
    —Mi coche está al otro lado de la calle, allí.

    Caminó delante de él, señalando hacia un Datsun de color pálido. La rueda delantera izquierda estaba deshinchada.


    Connie, caliente y medio dormida bajo la manta, se despertó de pronto por completo.

    Todo aquello era demasiado extraño.

    En toda su vida, nadie había acudido nunca a su puerta a medianoche con una historia acerca de un pinchazo. Y si alguna vez hubiera ocurrido algo así, se habría mostrado demasiado recelosa para caer en ello.

    ¿Un plan?

    ¡Dal!

    Saltó de la cama, agarró la bata de Pete, y se la puso mientras corría por el pasillo. Abrió de golpe la puerta delantera.

    Una mujer en la calle, con Pete muy cerca tras ella.

    Connie miró a uno y otro lado.

    A la derecha, un coche estaba acelerando rápidamente, apartándose del bordillo. Llevaba las luces apagadas.

    —¡Pete! ¡Cuidado!

    Pete se sobresaltó, e intentó apartarse del camino. El coche, a buena velocidad ahora, golpeó contra sus piernas, y Connie gritó mientras veía a Pete dar una terrible voltereta por encima del coche y caer al suelo detrás de él.

    El coche se detuvo.

    La mujer subió.

    El vehículo aceleró de nuevo.

    Connie corrió al teléfono. Alzó el receptor y marcó el 0. Aguardó cinco segundos, luego dijo:

    —¿Hola? ¿Hola? ¿Operadora? Soy sorda. Si está usted ahí, mande una ambulancia al ciento ochenta y seis de Seafront Lane en Venice. Un hombre ha sido atropellado por un coche. El coche ha huido, así que avise también a la policía.

    Repitió la dirección, y colgó.

    Salió de nuevo, corriendo y llorando.

    —Ella lo ha visto todo -jadeó Elizabeth-. Estaba en la puerta.
    —¡Oh, Dios!
    —Da la vuelta. Tenemos que regresar.
    —¿Te vio a ti?
    —No de cerca. Pero vio el coche. ¡Da la vuelta!
    —Esta ciudad tiene centenares de Mercedes grises. Tapamos la matrícula. No hay forma de…
    —¡Da la vuelta!

    Habían doblado ya la esquina hacia Pacific, pero no había otros coches cerca. Dal giró en un ángulo de ciento ochenta grados y regresó a Seafront. Mientras disminuía la marcha para doblar de nuevo la esquina, vio a varias personas en la calle. Siguió adelante.

    —Olvídalo -dijo-. No pódenos cargárnoslos a todos.

    Con mano temblorosa, accionó los limpiaparabrisas… para limpiar las salpicaduras de sangre.


    22


    Un timbrazo despertó con sobresalto a Freya. Se sentó en la cama, temblorosa, y dudó cuando el timbre sonó de nuevo.

    Miró a su despertador. Las doce y veinte.

    ¿Quién demonios…?

    ¿La policía?

    Se encogió cuando sonó de nuevo. Saltando de la cama, encendió la lámpara. Se inclinó ante la cómoda, se secó las frías y húmedas manos en los muslos, y abrió un cajón. El timbre sonó de nuevo, una y otra vez.

    ¡Tenían que ser los polis! ¿Quién otro podía ser a esa hora? «Nos están atrapando a todos. ¡Dios mío!»

    Sacó un camisón del cajón que acababa de abrir, y se lo puso mientras se dirigía apresuradamente a la puerta del apartamento. El timbre seguía sonando. Encendió una luz en la sala de estar. Luego, la del porche. Abrió la puerta.

    La camiseta de la rechoncha chica decía: «Salva un árbol…, cómete un castor». Le sonrió a Freya y dijo:

    —Saludos.

    Freya abrió la boca para gritar.

    En vez de ello, se desmayó.


    23


    En el garaje de Elizabeth, Dal inspeccionó el coche. El único daño parecía ser un par de pequeñas abolladuras en el capó. No había tanta sangre como había esperado. Elizabeth llenó un cubo, y limpió el coche con una esponja. Vació el cubo de rosada agua en una maceta de flores detrás de la piscina.

    Entraron en la casa. Dal se dejó caer en el sofá. Aún estaba temblando, y el corazón le latía alocadamente.

    —Prepararé unos martinis -dijo Elizabeth.

    Lo dejó solo. Dal se pasó una mano por el rostro. Vio a Pete frente al coche, oyó el sordo golpe del impacto, vio a Pete caer hacia el parabrisas. Meneó violentamente la cabeza. No deseaba pensar en ello. Se levantó y se dirigió a la cocina para estar con Elizabeth.

    Ella se hallaba junto a la encimera, echando ginebra en una coctelera. Dal apretó el rostro contra el dorso de la cabeza de ella. Su pelo era denso y suave, con un fresco olor. Rodeándola con sus brazos, le apretó los pechos. Estaban desnudos bajo el jersey. Los pezones se enhiestaron contra sus manos a través de la tela.

    —¿Te excita? — preguntó ella.
    —Tú siempre me excitas.
    —No yo. Lo que hemos hecho.
    —No sé -dijo Dal.

    No deseaba admitir que se sentía extraño y confundido. Pero abrazar a Elizabeth ayudaba.

    —Me siento absolutamente grande -dijo ella.
    —¿No te preocupa nada de eso?
    —Únicamente que hayamos dejado a la chica con vida. A menos que sea una completa idiota, sabrá que no fue un accidente. Puedes convertirte en un principal sospechoso cuando la policía empiece a husmear.

    Dal dejó caer las manos. Se apartó de ella y se reclinó contra la encimera.

    —Sabrán en seguida lo de vuestra rivalidad con respecto a Connie -siguió ella-. Un poco más de indagación, y sabrán cómo fuiste despedido.
    —Dios mío -murmuró él.

    Elizabeth llenó dos vasos con martini.

    —Nada de esto hubiera sucedido, por supuesto, si la chica no nos hubiera visto.
    —¿Qué vamos a hacer?

    Ella le tendió un vaso.

    —Alégrate, querido. — Entrechocó el borde de su vaso contra el de él, y dio un sorbo. Dal bebió. El martini dejó frío en su boca, y abrió un surco ardiente en su camino de descenso cuando lo tragó-. Soy tu cómplice, ¿recuerdas? No puedo permitir que la policía te arreste.
    —¿Qué vamos a hacer? — preguntó él de nuevo.
    —Una coartada ayudaría, desde luego. ¿Le dijiste a Connie que ibas a San Diego?
    —Sí -dijo él, aunque no le había dicho nada de eso.
    —¿Le dijiste a qué hotel ibas?

    Él meneó la cabeza.

    —Eso está bien. Al menos no podrán atraparte en una flagrante mentira.
    —¿Qué les diré?

    Elizabeth se reclinó contra la encimera al lado de él. Frunció el ceño mirando a la límpida superficie de su bebida. Dio un sorbo. Luego sonrió.

    —Si te preguntan dónde estuviste esta noche, les explicas, con renuencia, por supuesto, que San Diego fue una mentira para aplacar a Connie. En realidad, recogiste a una prostituta en Sunset. Fuiste a un motel con ella. No estás seguro de cuál, pero ella firmó en el registro y pasasteis la noche juntos. Voilá! Tienes una coartada que no puede probarse que sea falsa. Los polis no tienen ninguna evidencia física que te conecte con el crimen. Estás libre.
    —¿Por qué iba a irme con una prostituta, sin embargo, estando prometido con Connie?

    Elizabeth se alzó de hombros.

    —Quizá puedas decir que es una chica chapada a la antigua que no te permite tocarla antes de la noche de bodas.
    —Nadie va a creer eso.
    —Puede que tengas razón. ¡Ah! ¡Ya lo tengo! Es una chica chapada a la antigua que no acepta hacerles a los hombres ciertas cosas que les gustan.
    —Eso está bien. Está muy bien.
    —Bueno, pues ya tienes tu historia. Ellos no poseen ninguna evidencia contra ti. Estás libre.
    —Dios, espero que sí.
    —Sólo hay una cosa más.
    —¿Qué?
    —Tendremos que permanecer separados por un tiempo. Si nos conectan el uno con el otro, tendrán el coche.
    —Pero…
    —No será para siempre.

    Elizabeth le acarició la mejilla con la yema de los dedos.

    —¿Cuánto tiempo?
    —Unas cuantas semanas, supongo.
    —No deseo estar lejos de ti.
    —A mí tampoco me gusta, querido. — Le desabrochó el botón superior de la camisa-. Este será el último rato que pasemos juntos por un cierto tiempo. Hagámoslo memorable.

    Lo condujo al dormitorio. Se desnudaron el uno al otro. Bajo la brillante luz y los fijos ojos de Herbert, hicieron el amor.

    Cuando hubieron terminado, Elizabeth se sentó a horcajadas sobre él y le acarició el pecho.

    —Tengo una sorpresa -dijo.
    —Mmmm.
    —Vuelvo en un minuto.

    Se apartó, y abandonó la habitación.

    Dal cruzó las manos bajo la cabeza y miró a Herbert, sentado inmóvil en su silla de ruedas al lado de la cama. La fija mirada del hombre lo ponía nervioso. Tiró de la sábana para cubrirse, y deseó que Elizabeth se apresurara en volver. No le gustaba estar a solas con Herbert.

    Finalmente, ella volvió. Cruzó silenciosamente la oscuridad y penetró en el pozo de luz que rodeaba la cama. Un paño de cocina le cubría las manos. Se detuvo detrás de Herbert, y se lamió los labios.

    —Has tardado mucho.
    —Tenía muchas cosas que hacer.
    —¿Qué hay debajo del paño?
    —La sorpresa.

    Retiró el paño de cocina.

    Dal se envaró.

    —¡Dios mío, no!
    —Es el momento -dijo ella.

    Se envolvió la mano con el paño, aferró el cuchillo de trinchar y lo bajó bruscamente. Se hundió en la garganta de Herbert. Un chorro de sangre golpeó a Dal. Se apartó hacia atrás, alejándose de su trayectoria, mientras Elizabeth extraía el cuchillo y volvía a golpear de nuevo.

    —Oh, Dios mío -jadeó Dal.

    Saltó fuera de la cama.

    Elizabeth, con una semisonrisa en el rostro, volvió a hundir la hoja en la garganta de Herbert.

    —¡Dios mío, para! ¡Por el amor de Dios!

    Ella volvió a sacar el cuchillo. Respiraba pesadamente. Secó el mango con el paño de cocina, y rodeó la cama.

    Dal retrocedió un poco más.

    —No -murmuró.
    —Un…, un intruso entró en la casa -dijo ella, avanzando hacia él. El pelo le colgaba lacio sobre el rostro. Su piel brillaba de sudor-. Tomó un cuchillo de la cocina. Mató al pobre Herbert. Golpeó a la pobre Elizabeth, la violó.
    —¡Estás loca!
    —¿Lo estoy?
    —No podrás sostener esa historia.
    —Por supuesto que podré.

    Lo acorraló contra la puerta deslizante.

    —Y tú me ayudarás. Tú, querido, eres el intruso.

    Él adelantó las manos para detener el cuchillo.

    Elizabeth rió suavemente. Volvió el mango hacia él.

    —Tómalo -dijo.
    —¿Eh?
    —Tómalo. No te preocupes de las huellas. Puedes borrarlas con el paño. Le diré a la policía que llevabas guantes.

    Colocó el cuchillo en su mano.

    Dal contempló la goteante hoja.

    —Cuando hayas terminado, sal afuera y haz un agujero en el cristal. Parecerá como si lo hubieras roto.
    —Mis…, mis huellas dactilares están por todas partes.
    —He eliminado la mayor parte -dijo ella con una sonrisa-. Por eso estuve tanto rato ahí afuera. De todos modos, cuando les diga a los polis que llevabas guantes, ni siquiera se molestarán en comprobar.
    —Dios mío, Elizabeth.
    —No te preocupes. Nunca sospecharán de ti…, ni de mí.

    Le sujetó la muñeca, y lo arrastró hacia la cama. Se sentó en el colchón. Aún sujetando su mano, se tendió de espaldas. Guió la mano del hombre hacia ella, hasta que el cuchillo tocó su vientre.

    Dal apartó la mano de un tirón.

    —¿Qué estás haciendo?
    —Hazme un corte.
    —¿Un corte?
    —Tiene que parecer real.
    —¡No puedo hacerte ningún corte!
    —¿Puedes golpearme?
    —Yo… no sé.
    —Inténtalo.
    —¿Dónde?

    Ella se palmeó la mejilla.

    —Dios, Elizabeth.
    —¡Hazlo! — estalló ella.

    Él se subió a la cama y se sentó a horcajadas sobre ella. Dejó el cuchillo sobre las sábanas. Alzó el puño.

    —Adelante.
    —No puedo.
    —Tienes que hacerlo.

    Le temblaba el brazo. Empezó a sollozar.

    —No puedo. No me pidas que lo haga. Por favor.
    —De acuerdo, entonces.
    —Lo siento.
    —Está bien, querido. Creo que tendría que sentirme halagada, ¿no?
    —Lo siento.

    Se apartó de ella.

    —Vamos, vístete. Luego rompe esa ventana.

    Él recogió sus ropas.

    Elizabeth tomó el cuchillo de trinchar. Apretó la hoja contra su garganta.

    —¿Qué…?
    —Chisss.

    Él vio la hoja deslizarse sobre su piel, vio una línea de sangre empezar a manar.

    —¡Elizabeth!

    Ella se hizo un segundo corte en la garganta. Un corte en la mejilla derecha, otro en la frente. Dal miró, helado y atontado. La hoja se dirigió a su pezón derecho.

    —¡No!

    Dejando caer sus ropas, corrió hacia ella y le sujetó la mano.

    —Entonces pégame -dijo ella-. Golpéame. Hazme daño.

    Clavando la mano que sostenía el cuchillo contra las sábanas él le golpeó el rostro.

    —Otra vez -murmuró ella.

    Golpeó de nuevo.

    —Aráñame. Hazme hematomas.

    Dal hizo lo que ella le pedía, reluctante al principio. Ella sollozó y se retorció bajo él, animándole a continuar. El la siguió golpeando, la arañó con las uñas, aferró y retorció su resbaladiza piel. Entonces se dio cuenta de que estaba tremendamente excitado. Se hundió en ella, bombeó, bombeó, y estalló en un rápido alivio.

    Se apartó de ella, exhausto. Elizabeth permanecía tendida en la cama, llena de hematomas y manchada de sangre. Alzó la cabeza para contemplarse a sí misma.

    —Lo has hecho estupendamente -gimió-. Ahora vístete. Rompe esa ventana y lárgate de aquí… para que yo pueda llamar a los polis.
    —¿Te encuentras bien?
    —¿Tengo… buen aspecto?

    Dal empezó a vestirse. Estaba empapado de sangre. Las ropas se le pegaron a la piel.

    —¿Cuándo volveremos a vernos? — preguntó.
    —Te… telefonearé.


    24


    —Saludos de nuevo.

    Freya alzó la cabeza del sofá. Miró a la chica en la silla contigua, y cerró los ojos. Le dolía la cabeza.

    —¿Te encuentras bien? — siguió la chica.
    —Sí.
    —Empezaba a preocuparme. Te diste un buen golpe en la cabeza cuando caíste. Chocaste contra la estantería. Has estado sin sentido durante toda una hora. ¿Siempre vas por ahí desvaneciéndote?
    —Yo… me encuentro mal.
    —¿De veras? ¿Tú también? Yo tuve hace poco una fuerte diarrea. Algo que comí.

    Freya abrió los ojos. Se sentó lentamente en el sofá, sintiéndose mareada, y se palpó la nuca. Un buen chichón. Miró a la chica.

    —¿Y quién eres tú, a propósito?
    —¿Quién crees que soy?
    —¿Chelsea?

    La chica sonrió.

    —No, no puedes serlo.
    —¿No?
    —Ella está… -Freya consiguió contenerse-. Está fuera de la ciudad.
    —Oh, mierda. ¿Dónde?
    —Hacia el norte.
    —Maldita sea, sabía que yo venía. ¿Qué demonios intenta hacer?
    —¿Tú eres su hermana gemela?
    —Acertaste. Me llamo Grenich.

    Deletreó el nombre.

    —Yo soy Freya.

    Lo deletreó también.

    —¿Cuándo volverá el grossol
    —No lo dijo.
    —¿Cuándo se fue?
    —Hoy.
    —Justo a tiempo para no encontrarse conmigo.
    —Dijo que era una emergencia.
    —Apuesto a que sí…Oye, ¿te importa si me quedo aquí esta noche?
    —No. Será estupendo.


    25


    Alguien tocó a Connie en el hombro, despertándola con un sobresalto. Estaba en la sala de espera del hospital, desmoronada en una silla de plástico. Alzó la vista hacia el médico.

    —El señor Harvey ha salido de cirugía -dijo éste.
    —¿Cómo se encuentra?
    —Estable, señorita Brent. Sus signos vitales parecen buenos. Eso es lo mejor que podemos ofrecer en este momento.
    —¿Sobrevivirá?
    —No podemos prometer nada, pero creo que tiene posibilidades.
    —¿Puedo verle?

    El médico negó con la cabeza.

    —Más tarde, quizá. Las horas de visita son de cuatro a cinco y de ocho a nueve. Estará en la tercera planta, una vez salga de cuidados intensivos. Ahora le sugiero que se vaya usted a casa e intente dormir un poco.

    El sol salió mientras conducía hacia su casa. Pensó en pasar primero por casa de Pete para recoger su maleta, pero no deseaba ir allí. Quizá más tarde, si se sentía mejor.

    Sentía el cuello rígido por las horas que había pasado en la sala de espera. Los ojos le dolían y parecían arder. Se sentía cansada, vacía y enferma.

    Cuando llegó a su apartamento, se dejó caer en la cama y se cubrió el rostro con la almohada. Las imágenes pasaron por su mente: Pete en la cama, sonriendo y bebiendo cerveza; Pete roto en el suelo de la calle; apartándola a ella del camino de un coche el día en que se conocieron; dando una voltereta en medio de la noche y estrellándose contra el suelo; Dal sonriendo mientras aceleraba el coche; el médico meneando la cabeza…; «Lo siento, señorita Brent, pero no hemos podido hacer nada»; una plegaria sobre su tumba…; «El polvo al polvo, las cenizas a las cenizas»; el ataúd bajando lentamente…

    Echó a un lado la almohada y se sentó. Se quedó inmóvil, preguntándose qué hacer. No sentía deseos de hacer nada. Si al menos pudiera dormir, cerrar la mente y dormir, y no despertarse hasta que todo hubiera acabado… Un baño podía ayudar.

    Abrió el grifo, se quitó las ropas, y se sentó en la caliente y somera agua, apretando las rodillas contra el pecho mientras la bañera se llenaba. Cuando hubo bastante agua, se reclinó hacia atrás. Sus hombros tocaron la fría porcelana. Se estremeció y se deslizó rápidamente hacia abajo, suspirando cuando se sintió envuelta en calor. El calor era relajante. Los suaves movimientos del agua la acariciaban. Cerró los ojos.

    Después del baño, se haría unas salchichas con huevos fritos. Un buen montón. Luego iría a Westwood y escudriñaría las estanterías de libros, y se compraría una docena, como mínimo. Y luego se compraría un vestido, un precioso vestido nuevo para visitar a Pete esa noche. Quizá le comprara un regalo. Un regalo muy especial…

    Sintió frío. Se sentó erguida, la fría agua goteando de sus pechos. Se dio cuenta de que se había quedado dormida. Quitó el tapón del desagüe, pensando que debía volver a llenar la bañera con agua caliente. Excepto el frío, se sentía bien. Si al menos pudiera regresar al cálido sopor… Pero sus manos estaban pálidas y arrugadas. Evidentemente, no necesitaba otro sueñecito en la bañera.

    Pero sentía tanto frío…

    Cerró el panel de cristal. Arrodillándose, abrió el grifo. Momentos más tarde, el agua caliente llovía sobre su cabeza, salpicándole los hombros y formando riachuelos hacia abajo por su estremecida piel, envolviéndola en calor. Alzó el rostro hacia la ducha. El agua golpeó contra sus párpados, le llenó la boca. Tragó un poco de agua, y dejó que el resto le resbalara por la barbilla.

    Poniéndose en pie, tomó el jabón y recordó aquella vez en la casa de la playa -hacía tan sólo unos pocos días-, en que se había duchado con Pete, las manos del hombre frotando por todas partes su enjabonado cuerpo, luego ella enjabonando el de él, sintiendo su resbaladiza piel bajo sus manos.

    Se echó a llorar. Los sollozos agitaron su cuerpo. Dejó caer el jabón y se cubrió el rostro. El agua golpeó contra su espalda. Empezó a volverse fría. La cerró. Abrió la puerta de la ducha y salió de la bañera. Apretó la cálida toalla seca contra su rostro y se dejó caer de rodillas, llorando desconsoladamente.

    Más tarde, se descubrió tendida en la alfombra del baño. Había vuelto a quedarse dormida. El sol que entraba por la ventana era cálido en su espalda. Se puso en pie, sintiéndose débil. Excepto el pelo, estaba casi seca.

    Se sentía hambrienta.

    Frotándose el pelo para secárselo, se dirigió al dormitorio. Se puso ropa limpia, luego fue a la cocina. Tomó un paquete de salchichas de la nevera. Mientras retiraba el envoltorio de plástico, las luces se encendieron y apagaron.

    Alguien en la puerta.

    Se dirigió hacia ella y la abrió.

    —Pensé que podía dejarme caer por aquí y ver cómo estabas.

    Se quedó mirando a Dal con incredulidad. Tenía muy sombría expresión. Parecía ojeroso.

    —Lo he leído en los periódicos -dijo él.
    —Ha sido la primera noticia que has tenido de ello, supongo.

    Dal asintió.

    —Temí que tú pudieras pensar otra cosa. Esa es otra de las razones por las que he venido. Quiero que sepas que no he tenido nada que ver en ello.
    —¿Realmente?
    —¿Puedo pasar un momento?

    Ella se apartó de la puerta y le dejó entrar. Cerró luego la puerta. Se enfrentó a él.

    —El artículo dice que la policía está buscando a un sospechoso -dijo Dal-. Supongo que se refiere a mí.
    —Exactamente.

    Él se dio la vuelta y caminó hacia una silla. Connie descorrió las cortinas para llenar la habitación de luz. Luego se sentó frente a él, los ojos fijos en su boca.

    —Tienes motivos para pensar que puedo estar implicado -empezó él-. Quiero decir, después de lo que Pete me hizo. Perdí mi trabajo, ya sabes.
    —No, no lo sabía.
    —Pues sí. Debido a ese número que montó. Pero yo jamás intentaría atrepellar a un tipo, no importa lo que me hubiera hecho.
    —Dile eso a la policía.
    —Es lo que pretendo.
    —¿Por qué no la llamas ahora?

    Pareció asombrado.

    —¿Ahora?
    —Sé que te están buscando. Eso ahorrará tiempo. Puedes utilizar mi teléfono, y yo te haré compañía hasta que lleguen.
    —No puedo.
    —¿Por qué no? Te encontrarán de todos modos, más pronto o más tarde. Lo mejor que puedes hacer es ir tú a ellos.
    —Tengo una entrevista de trabajo dentro de media hora.
    —¿De veras?
    —No he venido aquí a discutir, Connie. He venido a ofrecerte mi condolencia.
    —No la necesito.
    —¿Cómo está Pete?
    —Vivirá -dijo ella, rezando para que fuera cierto-. Y si vio el rostro del conductor, vas a tener verdaderos problemas.

    Dal sonrió. Las comisuras de su boca temblaron.

    —Espero que viera al conductor. Entonces quizá me creas.
    —Sé que tú lo hiciste, Dal.
    —Entonces, ¿por qué no llamas a la policía?
    —Ayer por la noche llamé a una ambulancia. — El recuerdo casi hizo que le brotaran las lágrimas. Hizo una pausa, intentando recuperar el control-. Llamé, y pensé que estaba hablando con una operadora…, pero al parecer no fue así. No estaba hablando con nadie, a un teléfono sonando, probablemente…, y yo ni siquiera lo sabía. Si otra persona no hubiera llamado también pidiendo una ambulancia…
    —Lo siento.
    —Así que no pienso llamar a la policía. Lo que quizá haga en su lugar sea inmovilizarte de algún modo para que no puedas marcharte, y luego ir a la puerta de al lado y pedir a un vecino que haga la llamada por mí.
    —Estás loca.
    —Quizá. Te diré por qué no voy a hacer eso tampoco, de todos modos.

    Él sonrió afectadamente.

    —Dime.
    —Porque si te ataco, voy a ser incapaz de detenerme. Te mataré.
    —¿De veras? — dijo él, poniéndose pálido pese a todo.
    —Y no deseo matarte, porque entonces iba a ser difícil averiguar quién es la mujer.
    —¿Qué mujer?
    —Tu amiga del Mercedes.

    Dal meneó la cabeza.

    —Nada de lo que dices tiene sentido.
    —Sí lo tiene.
    —No conozco a ninguna mujer con un Mercedes. Eso está fuera de mi esfera social.
    —Eso es verdad.
    —Mira, no necesito pasar por nada de esto. Simplemente vine para…
    —Ya sé. Para ofrecerme tu condolencia. Bien, gracias de todos modos. Pero tú eres quien necesita condolencia, Dal. Tú y tu amiga. Algo muy malo está a punto de ocurriros a los dos.
    —Connie, por el amor…
    —Intentasteis matar a mi hombre.

    Él se puso en pie.

    —Me marcho.

    Ella se dirigió a la puerta y la abrió. Dal salió fuera.

    Tan pronto como hubo cerrado la puerta, Connie cruzó corriendo la habitación, tomó su bolso, y regresó también corriendo a la puerta. La abrió unos centímetros y atisbo fuera. Dal estaba en la escalera, a medio camino hacia abajo. Aguardó hasta que llegó al nivel del suelo. Cuando estuvo fuera de su vista, salió al porche común de aquella planta y miró por encima de la barandilla. Dal, al extremo del patio, estaba cerca de la puerta de atrás. Había aparcado en el callejón. El coche de Connie estaba en la parte delantera. Corrió escalera abajo, y salió por la verja principal hacia su coche.

    Miró en ambas direcciones. Dal podía salir del callejón por cualquiera de los dos extremos de la manzana; si elegía mal, podía perderle. Se decidió por el extremo sur porque era el más cercano.

    Se apartó del bordillo, y apretó el acelerador. Con un sobresalto, el coche salió lanzado hacia la esquina. Frenó. Mientras sus ojos escrutaban la salida del callejón, vio el Volkswagen rojo de Dal desembocar en la calle. En dirección contraria a donde ella estaba situada, gracias a Dios. Si hubiera girado en su dirección, no habría podido dejar de verla.

    Mientras se ponía de nuevo en marcha, pasó un coche. Estupendo. Pondría una pantalla entre ella y Dal. Arrancó y lo siguió, desviándose de tanto en tanto un poco hacia la izquierda para echar una ojeada y comprobar que él todavía seguía delante. Estaban acercándose.

    Dal giró hacia la derecha y desapareció por la parte lateral de un bloque de apartamentos.

    Acercándose a la esquina, Connie retiró el pie del acelerador.

    Tomó lentamente la curva. El coche de Dal casi había alcanzado el extremo de la manzana. Se detuvo en un cruce, luego siguió recto. Connie aceleró.

    En la siguiente manzana, el Volkswagen se metió por el camino particular que conducía a un complejo de apartamentos. Connie siguió adelante unos metros, mirando de reojo hacia la oscuridad del aparcamiento subterráneo. Captó sus luces de frenado, y siguió adelante.

    Si Dal sabía que era seguido, quizá estuviera efectuando alguna maniobra para librarse de ella, pensó Connie. Aquella era una posibilidad.

    Las otras dos eran más intrigantes.

    Se detuvo cerca de la esquina. Por el retrovisor lateral podía ver el sendero. Aguardó a que el coche de Dal apareciera de nuevo.

    Pasaron cerca de dos minutos. Entonces apareció una camioneta detrás de Connie. Dobló la esquina para dejarla pasar, luego recorrió unos pocos metros más hasta encontrar un espacio de bordillo libre. Estacionó en él, y apoyó la cabeza contra el volante.

    Se dio cuenta de que Dal no se había metido en el aparcamiento para librarse de ella. Era demasiado impaciente para permanecer esperando dentro más de medio minuto. Así que, a menos que hubiera utilizado otra salida -si había alguna-, se había metido allí para aparcar.

    El complejo de apartamentos era su destino.

    Vivía allí.

    Él, o la mujer.

    Connie salió del coche y retrocedió caminando hasta la entrada por donde se había metido Dal. El asfalto se hundía en la oscuridad. Se metió en ella.

    El aparcamiento resultaba frío y oscuro tras la brillantez exterior. Se quitó las gafas de sol. Había tan sólo media docena de coches allí abajo. No vio el Volkswagen de Dal. Vio un Mercedes marrón oscuro, pero ninguno gris.

    Quizá pasada la esquina…

    El suelo era resbaladizo, como si hubiera sido encerado. Malo para correr si era atacada.

    ¿Quién podía atacarla…, Dal?

    —Esos aparcamientos son malos -le había advertido en una ocasión su instructor en autodefensa-. Lugares estupendos para que una mujer sea atacada o violada. ¿Y dónde cree que se esconde el tipo para esperarla? Permanece agachado entre los coches aparcados. De modo que siempre sale directamente hasta el centro del paso de los coches, así que tendrá usted todo el tiempo que necesite para verlo llegar.

    Connie caminó por el centro mismo del paso de los coches, clavando la mirada de coche en coche. Varias veces volvió la vista atrás. Luego llegó a la esquina. Se apoyó en la pared de cemento, y miró al otro lado.

    El corazón le latió apresuradamente.

    Se agachó.

    ¿La había visto Dal? No lo creía. Seguía sentado en el interior de su coche. Dios mío, ¿por qué? Era lógico que estuviera ya en su habitación a aquellas alturas.

    Quizá sabía que había sido seguido.

    Si eso era cierto, iba a salir a toda velocidad tan pronto calculara que resultaba seguro marcharse. Miró a su alrededor. El coche más próximo tras el cual podía ocultarse estaba a varios metros de distancia. ¿Debía correr hasta él? ¿O quizá regresar a la soleada entrada e intentar llegar de nuevo a su coche mientras Dal seguía aguardando?

    Enderezándose, arriesgó otra mirada a Dal. El hombre abrió la portezuela. Connie se apretó contra la pared y miró hacia la derecha, hacia el cercano ascensor.

    Si Dal se dirigía directamente hacia el ascensor, la pared la ocultaría a ella. Podría observarle con entera seguridad, siempre que él no se diera la vuelta.

    Buscó los números de las plantas sobre la puerta del ascensor.

    No había números.

    ¡Maldita sea! Hubiera podido observarlos para ver dónde se paraba Dal. Sin ellos, no tenía la menor idea de qué planta debía registrar.

    Tendría que mirar en el vestíbulo. Quizá su buzón, o los timbres…

    Retrocedió, caminando lentamente, con la cabeza gacha, cuando la idea apenas tuvo tiempo de formarse en su mente, y ya estaba corriendo. Él empezó a volverse. La mano de Connie, abierta y rígida, le golpeó secamente en un lado del cuello. Cayó de rodillas. Connie se tensó, preparada para patearle la nuca, pero el primer golpe había sido suficiente. Cayó hacia delante. Su rostro golpeó el cemento.

    Llevaba las llaves en la mano. Connie las tomó. Encontró una con un número de apartamento: el 316. Tiró las llaves al suelo, y extrajo la billetera de Dal del bolsillo de atrás de su pantalón. ¿Debía limitarse a tomar el dinero? No, un auténtico ladrón se llevaría también las tarjetas de crédito, el permiso de conducir, los demás documentos.

    Se metió la billetera en el bolso.

    Luego salió corriendo del aparcamiento.

    En el calor y el resplandor de fuera, volvió a colocarse las gafas de sol. Se dirigió rápidamente a su coche, y condujo hasta su casa.


    26


    —¿Seguro que no quieres venir? — preguntó Grenich.

    —No, de veras. No puedo comer nada antes del mediodía.
    —Contaba con que tú condujeras. No he traído coche, ¿sabes?
    —¿Cómo llegaste hasta aquí?

    La muchacha alzó el pulgar en el gesto típico.

    —¿Quieres llevarte mi coche?
    —¿Puedo?
    —Por supuesto.

    Freya tomó las llaves de su bolso, y se las tendió a la chica.

    —¿Estás segura de que puedo? — repitió ésta.
    —Completamente. Diviértete.
    —¿Quieres que te traiga algo?
    —No. Gracias.
    —De acuerdo. Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

    En cuanto hubo desaparecido, Freya se lanzó al teléfono y marcó un número. Aguardó nerviosamente mientras lo oía sonar.

    —¿Sí?
    —¿Todd?
    —Princesa…
    —Tenemos problemas.
    —¿Con mayúscula?
    —Sí, haz chistes. Eso es exactamente lo que necesito.
    —¿Qué es lo que necesitas?
    —Ayuda. ¡Dios mío! ¿Sabes quién está aquí? ¿Quién se presentó de pronto ayer por la noche? La hermana gemela de Chelsea. Su gemela idéntica. Te lo juro, casi me caí muerta.
    —¡Ja! ¡Me lo imagino! Pensaste que la deliciosa damita había salido de su tumba, ¿eh?
    —Eso es exactamente lo que pensé. Y no es nada divertido. ¿Qué vamos a hacer?
    —¿Qué le dijiste de Chelsea?
    —Dije que se había ido de viaje.
    —Y eso hizo…, uno del que ningún viajero regresa.
    —¡Todd!
    —Creo que tendrás que traerla a la casa.
    —¿Y cómo voy a conseguirlo?
    —¿Dónde está ahora ese espécimen encantador?
    —Se fue al Box a desayunar.
    —Maravilloso. Cuando regrese, explícale simplemente que Chelsea llamó mientras ella estaba fuera. Quiere que vosotras dos os reunáis con ella en una fabulosa casa de la costa.
    —¿Y si no pica?
    —Picará. No te subestimes, princesa. Eres una maestra en el doblez. Una auténtica maestra.
    —Bien, lo intentaré.
    —Os estaremos esperando. Quizá podamos utilizar a las gemelas en la historia. Puede ser un potencial maravilloso. Nos veremos pronto.
    —Seguro.

    Colgó.

    Freya calentó agua. Tomó el té en la sala de estar, se sentó en el sofá, y se quedó contemplando la vacía pantalla de la televisión.

    —Mire, admito que me pasé el semáforo en rojo. ¿De acuerdo? Pero no he robado el coche.
    —La documentación…
    —Sí, lo sé -dijo Grenich-. Ella me lo prestó. Mire, oficial, su apartamento está tan sólo a una manzana de distancia de aquí. ¿Por qué no vamos hasta allí y usted se lo pregunta? Por favor.

    Sonó el timbre.

    «Dios mío, ¿ya de vuelta? Debe de haber cambiado de opinión.»

    Freya se levantó del sofá y fue a abrir la puerta.

    «Adivina quién ha telefoneado mientras estabas fuera.»

    Abrió la puerta, y jadeó.

    —Señorita Jones… -empezó el oficial.

    Cruzó la puerta a toda velocidad, empujó a Grenich contra el hombre, y echó a correr.

    —¡Eh!

    Sus pies desnudos hicieron resonar el cemento pintado mientras corría a lo largo del porche cubierto de la planta de apartamentos. Al llegar a la escalera, miró hacia atrás. El policía estaba corriendo hacia ella.

    —¡Alto! — gritó.

    Empezó a bajar a toda prisa. Resbaló en un escalón. Cayó de cabeza.

    Como en una pesadilla, cuando caía por un largo tramo de escalera, y siempre se despertaba antes de llegar abajo.

    Pero ahora Freya no estaba dormida, y no se despertó; golpeó abajo con un repentino estallido de dolor, como si alguien le hubiera machacado el rostro con un martillo pilón.

    —¿Está muerta?

    El policía asintió.

    —¡Dios mío!


    27


    En su apartamento, Connie terminó de desenvolver las salchichas que había decidido tomar en el desayuno. Estaban frías todavía de la nevera; supuso que no importaría. Las metió en una sartén, y encendió el fuego con muy poca llama.

    Luego hizo café. Contempló el negro chorrito mientras llenaba poco a poco el recipiente.

    ¿Y ahora qué?, se preguntó mientras lo observaba. ¿Dar la dirección de Dal a la policía? Eso era lo que medio había planeado cuando se le ocurrió la idea de seguirle. Una buena y razonable justificación. Descubrir dónde vive, a fin de que la policía pueda detenerle. Pero esa había sido tan sólo la mitad de su plan. No era realmente lo que deseaba hacer. Era sólo una excusa.

    «Así que, ¿cuál es tu verdadero plan, muchacha?»

    ¿Ir a su casa por la noche y matarlo? Demonios, hubiera podido acabar con él aquella mañana, si era eso lo que deseaba.

    Mantenerlo vigilado…, eso era. Seguirle. Tarde o temprano, la conduciría hasta la mujer del Mercedes gris.

    Luego iría a la policía.

    Quizá.

    El café dejó de salir. Goteó unas cuantas veces. Retiró el recipiente y llenó su taza. Pinchó las salchichas con un tenedor, les dio la vuelta. Necesitaban hacerse un poco más.

    Sorbió el café y se dirigió a la mesa de la cocina. Abrió su bolso. Sacó la billetera de Dal.

    Otra buena razón para mantenerse alejada de la policía; era probable que no aprobaran sus métodos.

    Sentándose en la mesa, vació la billetera. Veintiocho dólares en el compartimento del dinero, junto con unas cuantas tarjetas y papeles surtidos. Lo dejó todo a un lado. El billetero tenía seis compartimentos para tarjetas de crédito. Sacó las tarjetas y las colocó en una cuidadosa pila. Luego vació los otros compartimentos de plástico, sacando su permiso de conducir, su tarjeta de la Seguridad Social, una tarjeta de la Cruz Roja con su grupo sanguíneo, su foto de graduación, y una Polaroid de Connie en bikini.

    Dal le había pedido que posara desnuda. Ella nunca se lo había permitido, pero una noche él la había sorprendido en la ducha. Connie lo persiguió y rompió la foto, y luego hicieron el amor.

    Pensar que ella…

    Rompió la foto en pequeños pedazos. Arrojó los pedazos sobre la mesa. Formaron un pequeño montón. Rompió la foto de Dal, y la añadió al montón. Luego su tarjeta de la Cruz Roja, su tarjeta de la Seguridad Social y su permiso de conducir.

    Bebió un poco más de café, y recordó las salchichas. Se levantó para ver cómo estaban. Volvió a darles la vuelta. Se estaban cociendo bien. Añadió más café a su taza, luego tomó unas tijeras de un cajón y regresó a la mesa.

    El plástico era fácil de cortar. Hizo trocitos su tarjeta de la Shell, su tarjeta de la Chevron, su tarjeta del Automóvil Club, sus tarjetas Visa y MasterCard, su tarjeta de Sears. El montón de restos iba creciendo.

    No quedaba nada que añadir excepto lo que había encontrado en el compartimento del dinero. Se levantó para comprobar otra vez las salchichas, luego volvió a sentarse. Dio un largo sorbo de café. Después rompió un resguardo de correos, una tarjeta de un fontanero y un trozo de un viejo sobre donde él había escrito la dirección de Connie cuando se habían conocido.

    Deseó no habérsela dado nunca.

    Encontró cuatro sellos de correos. Los dejó a un lado para guardarlos, luego rompió cuatro recibos indescifrables y los añadió al montón. A continuación tomó un trozo de papel de seda, del tipo utilizado en la tienda de Dal -corrección, en la ex tienda de Dal- para envolver las ropas antes de meterlas en sus cajas. Lo rompió por la mitad, partiendo exactamente el nombre y el apellido de una mujer, el nombre y el número de la calle, y dejó los trozos en el montón.

    Volvió a cogerlos.

    Unió los trozos.

    La letra era la de Dal.

    Elizabeth Lassin
    Altina, 522


    Podía ser algo. Podía ser ella.

    La calle Altina estaba arriba, en Highland Estates. Una zona residencial donde a ella no le importaría vivir algún día, en absoluto. Montones de coches caros. Cadillacs, Rolls Royces, Mercedes.

    —Dios mío -murmuró.

    Entonces olió las salchichas quemándose.


    Connie contempló el camino circular. La puerta del garaje para dos coches estaba cerrada. De alguna forma, tenía que ver su interior.

    Subió el camino. La casa parecía desierta, pero mantuvo los ojos fijos en las ventanas. Si alguien miraba desde allí, pensaba llegar hasta la puerta principal con cualquier historia.

    «Soy una nueva vecina, pensé que debía venir a presentarme…» Sonaba perfectamente plausible.

    Por supuesto, no funcionaría si la mujer la reconocía. «Si es la tipa que se hizo pasar por la esposa de Pete…» Pero Connie no creía que fuera ella. La mujer de la otra noche parecía mayor. Su pelo era distinto también, más oscuro y más largo.

    Llegó al garaje. De pie cerca de la puerta, no podía ver las ventanas de la casa… ni ser vista desde ellas. Agachándose, sujetó la manija y tiró. La puerta no se movió.

    Un estrecho sendero rodeaba el garaje. Lo recorrió, y miró por la parte lateral. Ninguna ventana.

    Quizá en la parte de atrás.

    Siguió el sendero, pisando suavemente de una piedra a la siguiente. El terreno estaba delimitado con una cerca de tablas de secoya, como el terreno de juegos de su escuela cuando ella era pequeña. Su suave aroma era el mismo. Recordó el chirrido de las oscilantes cadenas de los columpios, los gritos de los niños persiguiéndose, el olor de la caja con su almuerzo. Todo tan vivido… Si cerraba los ojos, podía…

    Pero debía mantenerlos abiertos.

    Llegó al extremo del garaje, y se detuvo. Agachándose, miró desde la esquina.

    Una piscina. Rodeada de mobiliario de exterior. Sin nadie.

    Dio un paso hacia delante, y miró la pared posterior del garaje. Tenía una ventana. Avanzando de lado entre la pared y una hilera de adelfas, se abrió camino hasta la ventana. Colocando las manos en forma de copa en torno a sus ojos, miró por el cristal.

    Excepto la luz procedente de aquella única ventana, el garaje estaba a oscuras. A la derecha, vio la vaga forma de un coche. Quizá un Mercedes. Quizá no. Para estar segura, necesitaba verlo mejor.

    Necesitaba entrar dentro.

    La idea hizo que su estómago se helara y se anudara.

    «Puedo hacerlo -se dijo a sí misma-. Tras un robo, ¿qué puede significar una violación de domicilio?»

    Manteniéndose cerca de la pared del garaje, caminó de lado hacia la casa. Cuando estaba a punto de salir de detrás de una adelfa, sus ojos captaron un movimiento.

    Se inmovilizó, conteniendo la respiración.

    La mujer estaba alejándose lentamente, dando pequeños pasos; se mantenía rígida, como dolorida. Tenía un pelo largo y oscuro, como el de la mujer de la otra noche. A la luz del sol era de un intenso color marrón rojizo. Llevaba un sucinto bikini blanco. Cuando giró al extremo de la piscina, Connie la vio de frente.

    Llevaba vendajes en el rostro, cuello, pecho, vientre y muslos. Su piel estaba llena de hematomas, su rostro hinchado y azul.

    Mientras Connie observaba, la mujer se dirigió al otro lado de la piscina. Estaba casi a la altura de Connie cuando se detuvo junto a una hamaca. Desató las cintas de su bikini y lo dejó caer. Luego se tendió en la hamaca. Su cabeza giró hasta quedar mirando a la casa.

    Connie permaneció sin moverse detrás de la adelfa.

    La mujer no movió la cabeza. Permaneció tendida de espaldas, los brazos a los costados, la piel brillando húmeda.

    ¿Dormida?

    Las gafas de sol ocultaban sus ojos.

    Connie no se atrevió a moverse.

    Finalmente, el rostro se volvió hacia el otro lado.

    Connie aguardó unos segundos, luego retrocedió a lo largo de la pared del garaje. La cabeza de la mujer permaneció vuelta. Finalmente, Connie alcanzó la esquina. La dobló cautelosamente, luego volvió a mirar hacia atrás. Aparentemente, la mujer no la había visto. Seguía tendida allí, desnuda excepto por los vendajes, con el rostro vuelto hacia la cerca de atrás.

    Connie se dirigió hacia el frente de la casa. Rezándole a Dios para que la mujer estuviera sola, probó la puerta delantera. Cerrada. Comprobó las ventanas a lo largo de la parte frontal del edificio. Todas estaban cerradas.

    En el extremo más alejado de la casa, la ventana de un baño estaba abierta. Miró a su alrededor. La cerca de tablas de secoya se hallaba no muy lejos a su espalda; si había vecinos al otro lado, no podían verla.

    Forcejeó con la tela metálica, y finalmente consiguió quitarla. Acabó de subir la ventana, se izó, y saltó dentro. Cruzó el baño de puntillas. Cuando miró dentro del dormitorio, estuvo a punto de gritar. Se tapó la boca, y se quedó contemplando la moqueta terriblemente manchada de sangre al lado de la cama.

    Dios mío, ¿qué había ocurrido allí? ¡Tanta sangre! Pensó en los vendajes de la mujer. ¿Había salido todo aquello de ella? Parecía imposible. Incluso la pared al lado de la cama estaba salpicada.

    Sintió deseos de salir de nuevo. Pero había ido ya muy lejos. Necesitaba ver dentro del garaje.

    Se dirigió rápidamente a las puertas cristaleras corredizas. Deteniéndose junto a las cortinas, miró afuera. La mujer seguía en su hamaca.

    Abandonando el dormitorio, Connie recorrió un pasillo. Llegó a otras puertas abiertas, miró dentro de las habitaciones, no vio a nadie.

    En la parte de atrás de la sala de estar había una enorme cristalera con una puerta corrediza a un extremo. Vio a la mujer al otro lado de la piscina. Connie se arrastró sobre manos y rodillas cruzando la estancia, manteniéndose detrás de los muebles durante tanto tiempo como le fue posible. Así llegó a la cocina. Avanzó cautelosa sobre su embaldosado hasta una puerta en el otro extremo.

    Alzó la mano hacia el pomo. Lo hizo girar. Empujó la puerta, abriéndola, y miró al interior del oscuro garaje.

    Siguió avanzando cautelosamente, semiagachada.

    El garaje estaba caliente y sofocante, y olía a grasa.

    Se irguió. Cerró la puerta a su espalda, y caminó en la oscuridad hasta el coche. Tanteando el lateral, encontró la manija de la portezuela. La abrió, y la luz de dentro se encendió.

    Un Mercedes, por supuesto.

    Un Mercedes gris.

    Dejando la portezuela abierta a fin de tener luz, se dirigió hacia la parte delantera del coche. No podía ver ni el parachoques ni la parrilla, pero el capó mostraba dos pequeñas abolladuras. Era suficiente para ella.

    Se dirigió hacia la ventana del garaje para ver si la mujer seguía aún en su hamaca. Mientras miraba, la mujer se sobresaltó y se sentó muy envarada, frunciendo el ceño hacia ella.

    ¿Qué…?

    Oh, cielos, una alarma. ¡El coche tenía una alarma antirrobo! ¡La había accionado al abrir la portezuela! Ella no la había oído, por supuesto…, pero hubiera debido, ¡hubiera tenido que captar las vibraciones!

    La mujer saltó de la hamaca y echó a correr torpemente, bordeando la piscina.

    Los pensamientos corrieron alocados por la mente de Connie. Podía intentar una salida desesperada por la puerta delantera. O encontrar el sistema de apertura de la puerta del garaje y salir por allí. O quedarse y luchar.

    Eso era. Atrapar a la mujer. Entregarla a la policía. Allí había las pruebas suficientes. Sabía, por sus investigaciones para una antigua novela de crímenes, que tenía que haber todavía huellas de sangre en el coche.

    Cerró la portezuela del coche, apretó la espalda contra la pared contigua a la puerta de la cocina, y aguardó.

    El corazón parecía que iba a estallarle. Parpadeó para apartar el sudor de sus ojos.

    «Dios, ¿y si me desmayo?»
    «¿Y si ella tiene una pistola?»

    La puerta siguió cerrada.

    «¿Qué es lo que la demora tanto?»

    Connie se secó una mano en los pantalones de pana, y agarró el pomo de la puerta. Lo hizo girar lentamente. Abrió la puerta unos centímetros, y miró en la cocina.

    La mujer estaba al otro lado de la cocina, hablando por teléfono.

    El teléfono. Eso era lo que la había hecho correr, no una alarma del coche.

    Permanecía allí desnuda, goteando sudor, de espaldas a Connie.

    Entonces se volvió.

    Mirando su boca, Connie casi pudo oír las palabras formadas por su lengua y labios.

    —¡Dal, jodido idiota!


    28


    —Gracias. Eso es precisamente lo que necesitaba, después de todo lo que he pasado.

    —Se suponía que no íbamos a ponernos en contacto.
    —¿Qué daño puede hacer una llamada telefónica? — preguntó Dal, haciendo girar el asiento de su taburete-. No han intervenido tu teléfono, por el amor de Dios.
    —¿Y si hubiera sido un policía quien lo hubiera cogido?
    —Estaba preparado para eso. Hubiera fingido ser un vendedor de enciclopedias.
    —Brillante.
    —Lo sé… Oye, ¿cómo han ido las cosas?
    —No creo que debamos discutirlo por teléfono.
    —Esto es ridículo.
    —Simplemente te diré que todo ha ido como estaba planeado.
    —¡Fantástico! ¿Comprobaron si había hue…?
    —¡Dal!
    —De acuerdo, de acuerdo.
    —No, no lo hicieron. Por cierto, señor…
    —¿Sí?
    —He leído el periódico de esta mañana. ¿Lo has hecho tú?

    Sabía que iba a venir aquello. Era la razón principal por la cual había decidido llamar.

    —Sí-dijo.
    —La mujer de la otra noche…
    —¿Sí?
    —Era tu novia.
    —Lo sé.
    —¿Qué demonios estaba haciendo allí?
    —Yo mismo le he hecho esa pregunta. Esta mañana, después de leer el artículo. Se echó a llorar, dijo que se sentía sola conmigo lejos y que aquello no significaba nada…, simplemente un último encuentro con su antiguo amigo.
    —¿Y por qué me mentiste la otra noche? No me dijiste que la habías reconocido.
    —La reconocí. Sólo que… no me decidí a decírtelo. Me sentí tan impresionado… No podía creer que fuera ella.
    —Hubieras debido decírmelo.
    —Lo sé. Lo siento.
    —No me mientas nunca, Dal.
    —Lo siento.
    —Puedes mentir hasta hartarte a todo el resto del mundo, pero resérvame la verdad para mí.
    —Lo haré. Te lo prometo.
    —De acuerdo. ¿No hay problemas?
    —¿Eh?
    —¿Ella no sospecha nada?
    —No. Cree que se trata de algo relacionado con el trabajo de Pete. Alguien que quiso vengarse.
    —Muy bien.
    —Así que todo funciona bien.
    —Parece.
    —Deberíamos reunimos y celebrarlo.
    —Seguro. No vuelvas a llamar, Dal, a menos que se trate de una emergencia.
    —¿Cuándo podremos vernos?
    —Dentro de un mes, quizá.
    —No sé si podré soportarlo.
    —Tendrás que hacerlo. Ahora adiós.
    —¡Oye!

    Ella colgó.

    Dal no había mencionado todavía el robo. Pero no se atrevió a volver a llamarla. Se lo diría en otra ocasión.


    29


    Connie la observó abandonar la cocina. Aguardó unos cuantos segundos, luego abrió la puerta por completo y miró. Nadie. Entró en la cocina. A través de la ventana, vio a la mujer encaminarse de vuelta a su hamaca.

    Se dirigió apresuradamente a la puerta principal.

    Luego recorrió a toda prisa el camino, respirando profundamente el aire cálido del exterior. Sentía como si hubiera pasado horas enjaulada en aquella casa. ¡Qué agradable sensación sentirse fuera y libre!

    Cuando hubo puesto su coche en marcha, se sintió aún mejor.

    Condujo calle abajo alejándose de la casa, e intentó juntar todas las piezas de lo que había averiguado.

    Obviamente, la mujer era Elizabeth. Era la que había atraído a Pete fuera de la casa, la otra noche. Dal había utilizado su coche para atropellar a Pete. Pero ¿qué le había ocurrido a Elizabeth? ¿Por qué los vendajes? ¿Por qué la sangre en el dormitorio? ¿La había atacado Dal? Parecía difícilmente posible.

    Los fragmentos que había captado de la conversación telefónica, con Elizabeth vuelta de lado la mitad del tiempo, no tenían mucho sentido.

    Mientras conducía alejándose de las colinas, se preguntó qué hacer a continuación. No deseaba volver a casa y pasar el resto de la tarde preocupándose acerca de Pete.

    ¿Ir a la policía? ¿Contarles lo que había averiguado? ¿Cuál era la pena por intento de asesinato? No mucho. Demonios, ni siquiera una cadena perpetua por asesinato en primer grado rebasaba nunca los quince años de condena real. Así que ¿qué podían caerles, tres o cuatro años? A menos que Pete…

    ¡No!

    ¡Tenía que vivir!

    Se encaminó hacia el hospital, sintiéndose más nerviosa a cada kilómetro. Su labor de detective le había impedido obsesionarse con el estado de Pete. Ahora no podía pensar en otra cosa. Sus manos estaban empapadas de sudor en el volante, y tenía problemas para respirar todo el aire que necesitaba.

    Imaginó lo peor.

    «Lo siento», le diría el médico. Exactamente igual que en las películas. «Hicimos todo lo que pudimos, pero…»

    ¡No, no, no!

    El médico había dicho que su estado era estacionario.

    «Complicaciones.»

    Finalmente, se metió en el aparcamiento. Entró en el hospital con piernas temblorosas. El vestíbulo olía a cera para el suelo. Ignoró el mostrador de recepción, y se dirigió a los ascensores. Su mano estaba fría y entumecida cuando pulsó el botón de subida. Se reclinó contra la pared para sostenerse mientras aguardaba.

    Llegó un ascensor. Estaba vado. Entró, y apretó el botón de la tercera planta. Cuando las puertas se cerraron deslizándose, deseó acuclillarse en el suelo y sujetarse el vientre. En vez de ello, se reclinó contra la pared. Le castañeteaban los dientes. Cerró la boca con un crispado movimiento.

    Las puertas se abrieron. Salió, y se dirigió hacia el mostrador de las enfermeras.

    Una mujer de rostro pecoso la miró sonriendo.

    —¿Sí?
    —Vengo a… ¿El señor Harvey? ¿Está…?
    —Un momento, por favor.

    Bajó los ojos a una tablilla con un sujetapapeles que tenía sobre la mesa.

    Connie apretó los nudillos contra la superficie del mostrador a fin de mantenerse en pie.

    La enfermera sonrió.

    —El señor Harvey ha sido retirado de cuidados intensivos.
    —¿Está bien?
    —Sí, está bien, teniendo en cuenta su estado.
    —Gracias, Dios mío…

    Un sollozo quebró la voz de Connie, y se cubrió el rostro, llorando. Fue vagamente consciente de que la enfermera se levantaba y, sujetándola con firmeza, la conduda a un sofá. Se sentó con ella, le palmeó la espalda. Cuando finalmente se hubo calmado, le trajo una taza de café.

    —¿Puedo verle?
    —Bueno, las visitas no empiezan hasta las cuatro y… Un momento. — La enfermera se alejó y miró en una habitación al final del pasillo, luego volvió-. Creo que no habrá problemas si lo que desea es únicamente echar una mirada. Está durmiendo. No debe ser molestado.
    —Sólo miraré.

    La enfermera la acompañó hasta la habitación y abrió la puerta.

    Las dos piernas en tracción. La cabeza y el rostro vendados. Roncaba.

    Connie sonrió. La enfermera la condujo de nuevo fuera.

    —¿Puede decirme cuáles son sus heridas?
    —Bueno, sólo en líneas generales.
    —Eso bastará.
    —Tiene fracturas compuestas en ambas piernas, tres costillas rotas, una concusión, más un puñado de laceraciones y contusiones. El doctor estaba preocupado sobre todo por la contusión, pero afortunadamente no es grave. Ahora debería usted irse a casa y meterse en la cama antes de que caiga redonda.

    Connie miró su reloj. Casi las tres.

    —Si la hora de visita es a las cuatro…
    —Olvídese de la hora de visita. El señor Harvey no estará en condiciones de apreciar su compañía. Si yo fuera usted, me iría a casa y cuidaría un poco de mí misma, y volvería mañana.
    —Pero esta noche…
    —Él ni siquiera se enterará de que está usted aquí, querida.


    De vuelta en su apartamento, Connie se metió en la cama. Decidió seguir el consejo de la enfermera… pero sólo en parte. Dormiría un poco, luego cenaría y se vestiría, y se dirigiría al hospital para la visita de las ocho. Aunque Pete no supiera que ella estaba allí, al menos podría sentarse a su lado, sujetar su mano. Y quién sabe, quizá se despertara después de todo.

    Durmió.

    Cuando abrió los ojos, la habitación estaba a oscuras.

    —Oh, no -murmuró. Miró el reloj. Las ocho y cinco-. ¡Maldita sea!

    El hospital estaba a media hora de camino en coche. Para cuando se hubiera vestido y llegado allí…

    «Olvídalo. Tendrá que ser mañana.»

    Se sentó en un ángulo de la cama y se preguntó cómo pasar la velada. Se sentía bien. Y muy hambrienta. Echándose encima su bata de satén, se dirigió a la cocina. Miró en la nevera. Nada con lo que pudiera hacerse una cena decente. Y cualquier cosa del congelador tardaría una eternidad en descongelarse.

    De modo que iría a cenar fuera, pensó. ¿Qué tal el Sizzler? Luego tuvo una idea mejor: conduciría hasta el Safeway, compraría un buen filete de solomillo y algunas otras cosas, volvería al apartamento, y se prepararía un festín.

    Una celebración.

    Brindaría unas cuantas veces por la recuperación de Pete, y unas cuantas veces más por la inminente caída de Dal y Elizabeth.

    Volvió corriendo al dormitorio para cambiarse.

    Mientras reducía la marcha para meterse en el aparcamiento del Safeway, vio el cine en la siguiente manzana.

    El Palacio Encantado.

    Donde había ido con Pete la primera noche.

    Pasó de largo el Safeway.

    «No lo hagas -se advirtió a sí misma-. No dejes que empiece de nuevo. Al minuto siguiente que algo va mal en tu vida, te encaminas al cine.»
    «Esto es diferente. No es una vía de escape, como las otras veces. ¡Pete está vivo! Volveremos a estar juntos. ¡No es una escapatoria, es una celebración!»
    «Una celebración de mi primera cita con Pete.»

    Mientras aparcaba detrás del cine, esperó que vendieran perritos calientes.


    30


    Connie hizo una pausa delante de la taquilla del Palacio Encantado, y comprobó los pases de los filmes, El aullador había empezado a las 7.15. Schreck el salvaje empezaría a las 8.55, seguido de La ciudad de los muertos a las 9.10. Si deseaba quedarse, El aullador empezaría de nuevo a las 10.50.

    Se dirigió a la taquilla y le compró una entrada a la misma chica de rostro pálido y pelo negro que le había vendido las entradas a Pete.

    Bruno aguardaba dentro de la puerta, su rostro retorcido bajo la media de nailon. Su ensangrentada camiseta le recordó a Connie la moqueta de la casa de Elizabeth.

    —Hola, Bruno -dijo, y le tendió la entrada.

    El hombre la partió por la mitad. Al devolverle su parte, le tocó la mano. Connie fue a los servicios a lavársela.

    No tenía prisa. Cuanto menos viera del final de El aullador, mejor sería. En un cine diferente -uno sin Bruno merodeando por allí-, hubiera aguardado en el vestíbulo hasta que terminara la película.

    En el espejo encima del lavabo, vio que no tenía tan mal aspecto como esperaba. Un poco pálida, los ojos algo nerviosos. Su cabello pedía un champú.

    La parte superior de su chandal estaba demasiado abierta. Subió la cremallera unos centímetros. Si hubiera pensado que iba a estar más tiempo fuera que una salida rápida al supermercado, se habría puesto un sujetador. Se sentía como expuesta sin él. Pero ya no podía hacer nada. Se subió un poco los pantalones y abandonó los servicios.

    En el bar, las chicas del mostrador parecían clones de la taquillera. La que estaba más cerca le sonrió con unos rojos y brillantes labios.

    —Tomaré un perrito caliente y una Pepsi grande -dijo Connie-. Que sean dos perritos calientes.

    Mientras esperaba, miró a su alrededor. Bruno, de pie junto a la puerta, la estaba mirando.

    Tétrico.

    «Bien, se supone que debe parecer tétrico.»

    Dándose la vuelta, observó los números aparecer en la caja registradora. Pagó a la chica, y llevó su comida al extremo del mostrador. Allí, abrió los perritos calientes envueltos en papel de aluminio. De ellos brotó una nubécula de vapor. Haciéndosele la boca agua, los regó los dos con abundante mostaza. Los envolvió de nuevo, tomó una pajita y un par de servilletas, y penetró en la oscura sala.

    Encontró un asiento vado al extremo de una fila, pero no deseaba bloquearle la vista al hombre que estaba sentado detrás. Ocupó el asiento siguiente.

    Comió lentamente sus perritos calientes, intentando no mirar la pantalla. Pero la acción atrajo sus ojos.

    «Qué demonios-decidió-. Así sabré cómo termina.»

    Miró el resto de la película, fascinada.

    Luego se encendieron las luces. Mirando a su alrededor, vio que el cine estaba lleno, para ser una noche entre semana. Debía de haber un par de centenares de personas, calculó.

    Observó su reloj de pulsera. Las nueve menos diez. Si hubiera ido al hospital, habría llegado justo. Habría podido pasar diez minutos con Pete.

    Ahora ya era demasiado tarde.

    Quizá había dormido más de la cuenta a propósito. Quizá subconscientemente no deseaba ver a Pete esta noche. No deseaba verle tendido allí, roto.

    El pensamiento hizo arder la culpabilidad en ella. Bien, mañana compensaría aquello. Estaría allí aguardando a las cuatro…

    Las luces fueron apagándose lentamente.

    Unas letras aparecieron en la pantalla, rojas y chorreantes como sangre: JOYAS DEL TERROR PRESENTA A OTTO SCHRECK EN… Unas llamas se agitaron para formar SCHRECK EL SALVAJE.


    Es de día. Una mujer joven con un sucio vestido de algodón está bajando una ladera, mirando nerviosamente por encima de su hombro. Al fondo de la ladera, se acurruca junto a un riachuelo. Sumerge sus manos en el agua y bebe.

    Cuchillo al aire, un indio desciende corriendo la ladera. Su cuerpo está desnudo excepto por un taparrabos rojo. Pinturas de guerra cebran su piel.

    Un maldito maniaco, pensó Connie.

    La chica sigue bebiendo.

    «¡Lárgate de ahí!», sintió deseos de gritar Connie.

    Finalmente, la chica mira a su alrededor. El miedo contorsiona su rostro. Se arroja al arroyo, chapoteando, y lo vadea con el agua por la cintura.

    El salvaje salta desde la orilla, su pelo negro ondeando tras él, el cuchillo sujeto entre los dientes, y cae sobre la espalda de la chica.

    Los dos se hunden en el agua.

    La chica vuelve a salir chapoteando a la superficie. Está de espaldas, tosiendo, pateando, agitando los brazos. Al principio parece estar flotando. Luego es alzada fuera del agua. El salvaje la levanta por encima de su cabeza y la arroja a la orilla.

    La chica cae sobre unos arbustos cerca del agua, golpea el suelo con un hombro, y rueda sobre sí misma.

    Permanece tendida allí, medio atontada.

    El salvaje acaba de cruzar el agua. Trepando por la orilla, toma el cuchillo de entre sus dientes.

    La chica está sobre manos y rodillas, intentando levantarse.

    «¡Corre!», pensó Connie.

    Pero no consigue ponerse en pie.

    El salvaje le da una patada en el vientre.

    Connie gruñó cuando el impacto alzó a la chica, despegándola completamente del suelo.

    Cae de espaldas, aferrándose el vientre, las rodillas alzadas.

    El salvaje se agacha junto a su cabeza. Retuerce el pelo de la chica en torno a su mano, y tira fuertemente de él. Aprieta el cuchillo contra el cuero cabelludo.

    —Oh, Dios-murmuró Connie.

    Un hombre joven en la otra fila la miró, sonriendo. Connie le devolvió la sonrisa y se alzó de hombros.

    La sangre empieza a manar por el rostro de la chica. Sus ojos se desorbitan. Su boca está tan abierta que parece como si sus mejillas fueran a rasgarse.

    «Al menos no puedo oír el grito», pensó Connie.

    De pronto, el cañón de un revólver se aprieta contra la nuca del salvaje. Este interrumpe su intento de arrancarle el cabello a la chica.

    Connie suspiró aliviada.

    Mientras la chica yace en el suelo, llorando y aferrándose la herida cabeza, un hombre pelirrojo con ropas de cowboy ata las manos del salvaje con tiras de cuero.

    La escena cambia. El salvaje está sentado a horcajadas sobre un caballo, junto a un roble. Una cuerda cuelga de una rama sobre su cabeza. Él lazo está pasado alrededor de su cuello.

    «Muy bien», pensó Connie.

    La chica está sentada cerca, observando. Su cabeza ha sido vendada con un trozo de tela desgarrado de su propio vestido.

    El cowboy le sonríe. Su boca se mueve.

    —¿Quieres hacer los honores?

    Ella asiente, se dirige a la parte de atrás del caballo, y da una fuerte palmada a su grupa. El caballo sale al galope. La cuerda se tensa, arrojando al salvaje fuera de la silla. Queda colgando allí, pateando y retorciéndose; el rostro se le va poniendo púrpura, la lengua asoma por entre los contorsionados labios.

    La chica y el cowboy se dan la vuelta y echan a andar.

    —Otro buen indio que nos deja -dice el cowboy.
    —¿Qué van a hacerme ahora? — pregunta la chica, con aire asustado.

    «¿Qué demonios le ocurre? — se preguntó Connie-. Ese es el tipo que le ha salvado la vida.»

    —Veré que vuelvas sana y salva al pueblo -le dice el cowboy.

    Siguen alejándose, pero el salvaje que oscila tras ellos está ahora poniéndose rígido, los músculos de sus brazos y pecho hinchándose.

    —Estoy seguro de que tu gente se alegrará mucho de verte -dice el cowboy.
    —Mierda -dice la chica-. Van a matarme, igual que mataron a Tina.

    Las manos del salvaje se sueltan. Con las tiras de cuero colgando de sus ensangrentadas muñecas, alza las manos por encima de la cabeza y aferra la cuerda. Trepa por ella, izándose mano sobre mano.

    —Están locos -dice la chica-. Todos ustedes están locos. No pensarán en serio que van a poder seguir adelante con esto. Muestren estas cosas en la pantalla, y la gente vendrá a verme. Me reconocerán, del mismo modo que yo reconocí a Tina.

    «¿Qué diablos es todo esto?», se preguntó Connie.

    —Bueno, supongo que más pronto o más tarde alguien lo hará. En unas cuantas semanas, de todos modos, ya nos habremos ido. Para entonces tendremos trece Schrecks. La Filmworld está dispuesta a comprar todo el lote por un millón; tiene intención de hacer una película de largo metraje con ellos. Estupendo, ¿no crees? Tú serás una de sus estrellas.
    —Una estrella muerta.
    —Quedarás inmortalizada en la pan…

    Su boca se abre enormemente cuando el salvaje, detrás de él, hunde un cuchillo en su espalda.

    La chica intenta echar a correr, pero el salvaje la agarra del pelo y tira de ella hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio. La arrastra hacia el árbol. Cuando la lanza contra él, la corteza le araña todo el rostro. El salvaje le clava una rodilla en el vientre, haciéndola doblarse sobre sí misma. Luego empieza a atarla al árbol.

    Connie siguió mirando, totalmente confusa. Había visto montones de películas horribles antes, pero aquella era la peor. No sólo sádica y burda, sino que el diálogo no tenía el menor sentido. Debía de tratarse de uno de esos locos «filmes dentro de un filme» que a los europeos parecía gustarles tanto hacer. Una película experimental. No se suponía que tuviera sentido.

    El salvaje termina de atar a la chica al árbol.

    —¡Sucios bastardos! — grita la chica-. ¡Suélteme!

    Connie observó al salvaje dar vueltas por entre los árboles, recogiendo ramas. Cuando se dio cuenta de para qué las quería, murmuró:

    —Oh, no.

    El hombre joven frente a ella volvió de nuevo la cabeza, sonriendo. Su boca se movió, pero la oscuridad ocultó sus palabras. Debía de estar diciendo algo. Connie supuso que quería mostrarse amistoso. Sonriendo, asintió a lo que fuera que hubiera dicho. Él también asintió, y volvió de nuevo la cabeza a la pantalla.

    Ramas y hojarasca se hallan apilados en torno a los pies de la chica. El salvaje, a varios metros de distancia, permanece de pie detrás de un pequeño fuego. Lentamente, envuelve un paño en torno a la punta de una flecha. Cuando lo ha asegurado, lo baja hasta el fuego. Alza el arco. Apunta la flameante llama hacia la chica. La flecha cruza silbando el aire.

    Golpea el árbol a unos pocos centímetros por encima de la cabeza de la chica.

    —Mi nombre es Brit Anderson -dice ella-. No soy una actriz. Esto no es una película, es real. Si alguien de ustedes puede oírme…

    El salvaje enciende otra flecha.

    —Oirán lo que nosotros queramos que oigan, zorra.

    Dispara su arco. La flecha se entierra entre las ramas a los pies de la chica. Empieza a salir humo, luego llamas.

    Ella se agita entre las cuerdas. El borde inferior de su vestido se prende.

    —Mi nombre es Brit…

    Una flecha encendida se entierra en su pecho.


    31


    Connie apoyó una mano en el hombro del joven que estaba sentado frente a ella, y este se sobresaltó.

    —Tengo que hablar con usted -susurró ella-. En el vestíbulo. Soy sorda. Leo los labios. Necesito luz para ver lo que usted dice.

    El hombre asintió.

    Mientras recorrían el pasillo central, Connie volvió la vista hacia la pantalla y vio a la chica ardiendo…, el pelo incendiado, la carne ennegreciéndose.

    Cruzó la puerta y aferró el brazo del hombre. Él la miró con el ceño fruncido, desconcertado.

    —Esa chica… fue asesinada.
    —Losé, pero…
    —No era un truco. Ellos la mataron
    —¿Está usted loca?
    —¿Qué era lo que decía ella al final?
    —Un Avemaria.
    —No. Debieron de doblar eso. Decía que su nombre era Brit Anderson, y que no es una actriz, y que aquello estaba ocurriendo realmente. Tiene que haber algún teléfono por aquí. Quiero que llame usted a la policía.
    —¿La policía? Oiga, eso es un asunto serio.
    —¡Ella fue asesinada!
    —Quizá debería hablar usted primero con el encargado del cine.
    —Debe de estar metido en esto.
    —Oh, por… -Meneó la cabeza-. ¿Todo el mundo está metido en esto?
    —No, pero el encargado…
    —He estado viniendo aquí desde que abrieron. Puede que el hombre parezca horrible con su disfraz, pero es un tipo perfectamente normal. Venga.

    Cruzó el vestíbulo hacia donde Bruno recogía las entradas.

    Connie se apresuró detrás de él.

    —¿Podemos hablar con usted en privado un momento?

    Bruno asintió. Llamó a una de las mujeres vampiras del bar, luego los acompañó hasta una oficina.

    Connie siguió a los dos hombres dentro. Se detuvo cerca de la puerta abierta.

    Bruno se quitó la media de la cabeza. Sin ella, tenía un rostro rubicundo y agradable.

    —Ahora -dijo-, ¿cuál es el problema?

    Los dos hombres miraron a Connie.

    —La chica en ese filme de Schreck no era una actriz -dijo ella-. Su nombre es Brit Anderson, y fue asesinada delante de la cámara. Realmente asesinada.

    Bruno meneó la cabeza.

    —Temo no comprender. ¿Qué le hace pensar algo así?
    —Ella lo dijo. Sus auténticas palabras fueron dobladas, pero yo leí sus labios.
    —¿Está segura de eso?
    —Sé lo que ella dijo, y la creo.

    Bruno asintió. Tomó el teléfono, y marcó el 0.

    —Operadora, póngame con la policía. Sí, se trata de una emergencia. — Tapó el micrófono y dijo-: Ellos llegarán hasta el fondo de esto. — Luego retiró la mano-. Sí. Llamo desde el cine el Palacio Encantado, en el ocho cuatro dos cuatro de Pico. ¿Pueden enviar inmediatamente un coche patrulla? Tenemos una situación de urgencia… Al parecer, se ha cometido un crimen… Sí. Gracias. — Colgó-. Eso los traerá aquí en pocos minutos.

    Se puso en pie.

    —¿No cree que deberíamos ir arriba y recoger la evidencia?

    Le siguieron cruzando el vestíbulo. La enmoquetada escalera lateral estaba deshilachada. Un cartel colgaba del cordón que cerraba el paso: ANFITEATRO CERRADO. Bruno soltó uno de los extremos del cordón, y les franqueó el paso.

    En lo alto de la escalera, se dirigió directamente hacia una puerta. Metió una llave en la cerradura, y la abrió.

    —Por aquí -dijo.

    El hombre y Connie entraron.

    Connie vio dos proyectores de cine cerca de la pared lateral. Uno de ellos estaba funcionando; las bobinas de cinta se movían con lentitud, arrojando parpadeantes imágenes por la pequeña mirilla situada frente a él. Una imagen en miniatura se reflejaba en el panel de cristal.

    Había alguien entre los dos proyectores.

    Bruno le dijo algo, luego tomó una caja de película y comprobó la etiqueta.

    —Tiene que ser rebobinada. Llevará sólo un minuto. Creo que deberíamos ir abajo y ver si la policía ha llegado ya.

    Pasó junto al hombre.

    —Dispense -dijo, y pasó junto a Connie.

    En el momento en que lo hacía, lanzó su codo hacia el costado de ella, haciéndole perder el equilibrio, y cerró rápidamente la puerta. Connie cayó contra la pared.

    Vio al proyeccionista saltar de entre las dos grandes máquinas. No llevaba pinturas de guerra, pero reconoció inmediatamente su rostro, sus ojos de loco.

    Bruno le hizo la zancadilla. En el momento en que su espalda golpeaba el suelo, Connie vio a Schreck clavar un destornillador en el vientre del hombre que había subido con ella.

    Alzó los brazos cruzados, bloqueando así la patada que Bruno dirigía contra su rostro.

    Alguien la sujetó por los tobillos.

    —¡No!

    Schreck la alzó por los pies. La alzó del suelo hasta que estuvo colgando cabeza abajo. En esa posición, sin ningún punto en el que apoyarse y con la visión distorsionada, se hallaba prácticamente indefensa. Pese a todo, bloqueó el primer puñetazo que Bruno lanzó contra su estómago. El segundo la alcanzó, haciéndole perder el aliento. Se aferró el estómago, y él la pateó en la cabeza. Cuando abrió los ojos de nuevo, estaba tendida boca abajo en el suelo de la parte trasera de un coche, que avanzaba a toda velocidad en mitad de la noche.


    32


    El coche siguió avanzando durante largo rato. La cabeza de Connie pulsaba dolorosamente. Sus brazos, atados a su espalda, le hormigueaban y parecían como dormidos. Alguien tenía apoyados los pies en su espalda y trasero. Cuando en una ocasión intentó levantar la cabeza, la golpearon duramente. Después de esto, no se movió.

    Tenía una buena idea de lo que planeaban hacer con ella. Estaba asustada, pero también furiosa.

    Furiosa consigo misma. Por permitir que Bruno le hubiera tomado el pelo de aquella manera. Obviamente, no había telefoneado a la policía. ¿Estaba su teléfono desconectado? Hubiera debido ser más cuidadosa, maldita sea. Lo único que había conseguido era que mataran a aquel pobre hombre; ni siquiera sabía su nombre.

    Ahora todo lo que había averiguado acerca de Dal y Elizabeth resultaba inútil. Hubiera debido ir a la policía con su información. Pero no, había sido lo bastante tonta como para pensar en una venganza personal. ¡Estúpida! Ahora iban a poder seguir adelante con su plan de acabar con Pete.

    Hubiera debido…

    Había tantos «hubiera debido»…

    «Hubiera debido ir al hospital esta noche.» Ahora no volvería a ver nunca más a Pete.
    «No todo está perdido todavía, muchacha.»
    «Aún hay esperanzas. No dejes de decírtelo.»

    El coche se detuvo. Se abrieron las portezuelas. La sacaron tirándole de los pies. Schreck la alzó y la cargó sobre su hombro. La llevó cruzando la oscuridad. Sintió una fría brisa en la espalda allí donde la chaqueta del chandal se le había subido. El aire olía a océano.

    Estaban cerca de la orilla del mar, pensó, y se preguntó de qué le servía saber aquello. ¿Qué bien iba a hacerle nada de lo que sabía? Su entrenamiento en artes marciales no le había ayudado en nada. Antes al contrario. Si no se hubiera mostrado tan estúpidamente confiada, nunca se habría metido en la sala de proyección como una idiota.

    Schreck la subió un tramo de escalera de madera. Aguardó un momento, luego cruzaron una puerta. Estaban en medio de la oscuridad. Subieron más escaleras, el hombro de él clavándose en el estómago de ella a cada escalón. Las escaleras parecían interminables. Finalmente se detuvieron, y él la llevó a lo largo de un recto corredor. Después giró. La cabeza de Connie rozó una pared o el marco de una puerta. La cargó varios pasos más, y luego la depositó.

    Connie cayó de espaldas en la oscuridad. Chocó contra algo blando -¿una cama?-, y quedó con los pies colgando.

    Se encendió una luz sobre su cabeza. Parpadeando ante el resplandor, vio a Schreck encima de ella. Sacó un destornillador de un profundo bolsillo de su mono y lo acercó al estómago de Connie. Su punta le rozó ligeramente el ombligo.

    Bruno, detrás de él, dijo algo.

    —Seguro, puedo esperar-respondió Schreck.

    Retiró el destornillador. Le hizo dar una voltereta en el aire, volvió a cogerlo por el mango, y lo deslizó en su bolsillo.

    Los dos hombres se sentaron en sendas sillas al otro lado de la habitación.

    —¿Puedo sentarme? — preguntó Connie, alzando la cabeza para ver la respuesta.

    Bruno asintió.

    Se sentó, eliminando la presión de sus hombros y sus entumecidos brazos. Los hombres se la quedaron mirando.

    —¿Qué están esperando? — preguntó.
    —A Todd -dijo Bruno-. Es el productor. Llegará pronto.
    —¿El productor?
    —Productor, guionista, director.
    —El cerebro -dijo Schreck, y sonrió de una forma que hizo subir escalofríos por la columna vertebral de Connie.
    —¿Voy a ser la estrella de una de sus pequeñas producciones?
    —Yo soy la estrella -dijo Schreck.
    —Pero no conseguiríamos nada sin la pequeña gente -añadió Bruno.
    —Me reconocerán -dijo Connie.

    Bruno se alzó de hombros.

    —Quizá. Pero eso será problema de la Filmworld.
    —Les encontrarán.
    —Lo dudo. Todd es la única conexión, y estará en Sudamérica, viviendo como un rey.
    —¿Y dónde estarán ustedes?
    —Yo seguiré teniendo el cine…, un negocio próspero. Naturalmente, ignoro por completo que haya algo fuera de lo normal en los filmes Schreck. Sólo soy un exhibidor inocente. Y Otto, aquí presente, se someterá a un poco de cirugía estética… Le hace falta, ¿no cree? Con su nuevo rostro, seguirá como maquinista y socio mío en el cine.
    —Tengo mucho dinero.
    —¿De veras?
    —¿Cuánto costaría el que ustedes me dejaran libre?
    —Más de lo que usted tiene, se lo aseguro.
    —¿Medio millón de dólares?
    —Oh, vamos.
    —Tengo esa cantidad en mi cuenta. Simplemente desáteme, y…

    Otro hombre entró en la habitación. Connie lo reconoció de la película de aquella noche; era el que interpretaba al cowboy.

    —¡ Vaya, es una belleza! — dijo él.
    —Mire, suélteme. Mantendré la boca cerrada. Pueden repartirse mi dinero entre los tres.
    —Oh, no podemos hacer eso -le dijo él-. ¡Tenemos que filmar una película! ¡El decimotercer y último Schreck! — Acercándose a Connie le apartó un mechón de pelo de un lado del rostro-. Es una lástima que tengan que estropearla, pero tenemos que hacerlo. — Le dio una palmada en la arañada mejilla-. Desgraciadamente, ha venido usted tan de sorpresa que no nos ha dado tiempo a preparar un guión antes de empezar a filmar. Me gusta empezar con la forma de la muerte, y luego trabajar hacia atrás a partir de ahí.
    —No se caliente el cerebro.

    La abofeteó. Luego retrocedió unos pasos y se sentó en el tocador.

    —¿Puede verme usted bien? No quiero que se pierda nada de lo que diga.
    —Puedo verle perfectamente.
    —Estupendo. Ahora, debemos encontrar una forma de terminar con usted que no hayamos llevado ya a término…, y perdóneme el juego de palabras. Hemos utilizado ya cuchillos, un tenedor de trinchar, un escalpelo, un hacha, flechas, una sierra. Colgamos a una. Otra desgraciada se atragantó con carne humana. Schreck desgarró la yugular de una mordiendo su garganta. Las pistolas quedan completamente descartadas, por supuesto. Demasiado mundanas.
    —Déjeme despellejarla viva-sugirió Schreck.
    —No queremos demasiadas desnudeces. Después de todo, estamos haciendo horror, no porno.
    —Filmemos desde atrás -dijo Bruno.

    Schreck frunció el ceño.

    —Todo lo bueno estará delante.
    —Bueno, lo tendremos en cuenta. Pensemos un poco, de todos modos.
    —¿Ahogarla en la bañera? — sugirió Bruno.
    —Ya ahogamos a una en el arroyo.
    —La clavaré con clavos por todas partes.
    —Schreck el carpintero -dijo Bruno, y se echó a reír.
    —¿Enterrarla con vida?
    —¿Y cómo lo filmaremos?
    —¿Y si me la como viva?
    —Schreck el devora…
    —Demasiado parecido a Schreck el gourmet.
    —Mierda -dijo Bruno-. ¿Qué queda?
    —Pensaremos algo. Después de todo, el genio es en un noventa por ciento transpiración. — Sonrió a Connie-. ¿Tienes alguna preferencia?
    —Oh, sí. Supongamos que mato a Schreck y escapo. Daría a su filme un precioso final. Al público le gustaría.
    —Una buena idea, pero no creo que la llevemos a la práctica.
    —La enterramos viva -dijo Schreck-. Pero no muy profundo. Yo le doy un golpe en la cabeza, y empiezo a echarle tierra encima. Sólo que ella no está muerta. Logra salirse e intenta escapar corriendo. Yo la persigo. Puedo decapitarla con la misma pala.
    —Me gusta.

    Connie se sintió desfallecer. La cabeza la daba vueltas. Inspiró profundamente.

    —¿Qué te parece, Bruno?
    —¿Quién cavará el agujero?
    —La obligaremos a que lo haga ella misma. Un buen elemento dramático, tener que cavar su propia tumba.
    —Mientras no tenga que hacerlo yo…
    —Y finalmente yo la decapitaré -dijo Schreck-. Así, en redondo. — Sus manos, cogiendo una pala imaginaria, hendieron el aire-. La golpearé desde atrás. La derribaré. Quizá primero le corte una mano. O las dos. Quizá incluso le seccione los pies. Y luego tomaré la pala y…

    Connie se volvió hacia un lado y vomitó sobre el colchón.


    Schreck le desató los pies. Hizo un lazo corredizo en un extremo de la cuerda y la pasó en torno a su cuello.

    —Forcejea un poco -dijo Todd-. Estás en «Cámara indiscreta». — Señaló hacia un espejo encima del tocador-. Bruno está en la cabina de control accionando las cámaras, así que haz que quede bien.

    Ella se volvió hacia el espejo.

    —Me llamo Con…

    Schreck dio un tirón a la cuerda, arrojándola fuera de la cama. Connie cayó de rodillas.

    —Encantador -dijo Todd.

    Schreck tiró de nuevo de la cuerda. Ella pateó y jadaeó. Entonces él la cogió del pelo y tiró de ella hasta ponerla de pie.

    —Camina, bruja -dijo.

    Todd fue el primero en abandonar la habitación. Avanzó delante de ellos por el iluminado corredor.

    Schreck caminaba detrás de Connie, manteniendo la cuerda tensa.

    —Tira -dijo Todd-. Intenta liberarte. Estás luchando por tu vida.
    —Que te jodan -dijo Connie.

    La cuerda dio un brusco tirón desde atrás, haciéndole perder el equilibrio. Lanzó un grito mientras caía sobre sus atados brazos. Schreck pasó delante de ella. Le agarró el pie izquierdo y la arrastró hasta el final del pasillo.

    «Va a romperme los brazos -pensó Connie-. Si me lleva así escalera abajo…»

    Pero Schreck se detuvo al inicio de la escalera. Se inclinó sobre ella, la agarró por entre las piernas y por la parte delantera de la chaqueta del chandal, y la alzó boca abajo. La llevó de esta forma bajando la escalera, un puño como un poste clavado en su pecho, el otro aferrándola entre las piernas como si quisiera horadar la tela de sus pantalones y hundirse dentro de ella.

    La puerta de abajo estaba abierta. La llevó afuera y se detuvo.

    Esperaba ser arrojada a la noche, pero él simplemente la depositó en el suelo, apoyándola contra la pared. Todd estaba de pie en medio del césped, sonriendo y asintiendo.

    Entonces Bruno apareció por la puerta principal con una cámara de vídeo montada sobre su hombro, como un reportero gráfico dispuesto a captar un suceso para un noticiario. Bajó los escalones del porche, conectó un potente foco, y apuntó la cámara a ella.

    Schreck le dio un puñetazo en la barriga. Mientras ella se doblaba sobre sí misma, intentando recuperar la respiración, la arrojó fuera del porche. Dio una voltereta en el aire, y aterrizó de lado.

    Schreck le soltó las manos. La agarró por la parte de atrás de su chaqueta y la arrastró como si fuera una maleta. Sus pies rastrillaron la hierba, los brazos le colgaban inertes y torpes. Al llegar a la parte de atrás de la casa, su cremallera se rompió por abajo. Se abrió, y la chaqueta del chandal resbaló de sus hombros. Schreck la dejó caer al suelo.

    No intentó levantarse. Se quedó tendida allí en la fría y húmeda tierra. Ya no sentía los brazos entumecidos. Le dolían y hormigueaban.

    Intentó pensar, pero no podía concentrarse. Su mente parecía como empañada.

    Schreck la obligó a ponerse en pie de un tirón. Ella apartó el rostro del resplandor del foco de la cámara de Bruno.

    Schreck le tendió una pala.

    La cogió.

    Él señaló el suelo a sus pies.

    Apenas podía sujetar la pala. La clavó en el suelo. Penetró algo más de un par de centímetros. Clavó los pies en los dos lados de la hoja junto al mango, apretando. Su peso la introdujo un poco más en el suelo. Extrajo un terroncito de tierra, y lo arrojó sobre la hierba. Luego repitió el proceso. Esta vez, sintió los brazos más fuertes. Apretó la pala con más fuerza en el suelo. Se hundió un poco más. Extrajo un buen puñado de tierra.

    Todd, comprobó, estaba de pie cerca de Bruno. Schreck permanecía junto a ella.

    Clavó la pala, saltó sobre ella, la hundió, y extrajo más tierra. La echó en el pequeño montón que estaba empezando a formarse. Luego, de pronto, se lanzó hacia delante.

    Schreck la sujetó rápidamente. Su mano aferró la colgante capucha de su chandal.

    La boca de Todd se movió.

    —¡Suéltala! ¡Déjala que corra un poco!

    Schreck la soltó.

    Connie echó a correr. Volviendo la vista, vio a Schreck muy cerca detrás de ella. Los otros les seguían. Corrió más aprisa, pero el peso de la pala la frenaba. Si la tiraba, podría sacarle ventaja a Schreck.

    Delante de ella vio el árbol en el cual habían quemado a la chica. Más allá debía de haber una empinada pendiente, el arroyo, y una zona densamente arbolada. Si podía llegar hasta los árboles…

    Miró hacia atrás.

    Vio el rostro de loco de Schreck, sus manos tendidas hacia delante.

    ¡El truco de la bayoneta!

    Aferrando la pala contra su pecho, se dejó caer al suelo, rodó sobre sí misma, y apuntaló fuertemente el asa de la pala en el suelo. Schreck, incapaz de detenerse, chocó contra la alzada hoja de la pala. El mango sufrió una sacudida entre las manos de Connie. Ella dio un tirón y apartó la pala. Schreck cayó al suelo y rodó sobre sí mismo. Ella alzó la pala todo lo que pudo, y la dejó caer contra la nuca del hombre.

    Mirando hacia atrás, vio a Todd y a Bruno corriendo para atraparla.

    Schreck estaba en el suelo, boca arriba.

    Connie clavó con violencia la hoja de la pala en el vientre del hombre. Apenas penetró un par de centímetros. Saltó sobre la hoja con ambos pies, y la hundió más profundamente.

    Se volvió en redondo, sujetando aún la pala, cuya hoja chorreaba ahora sangre. Protegiendo sus ojos del foco de la cámara, vio a Todd y a Bruno a un par de metros de distancia.

    —Muy bien, bastardos-dijo-, ¿quién es el siguiente?


    33


    Una enfermera empujó la silla de ruedas a través de las puertas automáticas del hospital.

    —Vamos a echarle de menos, Pete.
    —Bueno, volveremos uno de estos días. Dénos nueve meses de plazo.
    —Es usted un tunante.

    Connie le tendió las muletas, y él las utilizó para levantarse de la silla de ruedas.

    —A partir de ahora, vigile cuando tenga que cruzar una calle -dijo la enfermera.
    —Lo tendré en cuenta -repuso Pete.

    Connie sonrió.

    —No creo que tenga que preocuparse ya de que puedan ocurrirle más accidentes -dijo.


    Epílogo

    JOYAS DEL TERROR
    PRESENTA
    ¡VENGANZA!


    En las sombras de la parte superior de la escalera del sótano se abre una puerta. Una mujer con un camisón blanco entra tambaleándose. Tropieza con el primer escalón, va a caer, consigue sujetarse en la barandilla. Vacila unos momentos, pero consigue mantenerse sujeta.

    La puerta detrás de ella se cierra.

    Apartándose con un esfuerzo de la barandilla, se dirige hacia la puerta y la sacude. Está cerrada.

    Lentamente, desciende la escalera, saliendo de las sombras y avanzando hacia la luz. Su camisón está sucio y desgarrado, revelando su pecho izquierdo. Su cuello, rostro y piernas están vendados, su rostro lleno de hematomas.

    A medio camino de la escalera, se detiene. Mira a algo que hay abajo, y se apresura hacia allí.

    En el suelo, sembrado de huesos esparcidos, cerca de un ataúd, se halla tendido un hombre, atado y amordazado.

    Arrodillándose a su lado, la mujer arranca el ancho trozo de cinta adhesiva que cubre su boca. Un pañuelo llena su cavidad bucal. Se lo saca.

    —Desátame -dice el hombre.
    —Todavía no.
    —Por favor.
    —Dime qué ha ocurrido.
    —¿Cómo quieres que lo sepa?
    —¿Cómo viniste a parar aquí?
    —Un tipo llamó a mi puerta. Un tipo gordo. Abrí, y me metió una pistola ante las narices.
    —¿Quién era?
    —Desátame, ¿quieres?
    —¿Quién era?
    —Nunca lo había visto antes. Pensé que era un policía, ¿sabes? De hecho, se lo pregunté. Se echó a reír y dijo: «Está usted arrestado por intento de asesinato. Por atrepellar a una persona y escapar». No me recitó mis derechos, sin embargo. Luego, ya en la calle, abrió el maletero de su coche y me golpeó en la cabeza.
    —Date la vuelta.

    El hombre se vuelve, y la mujer manipula el nudo de la cuerda que mantiene unidas sus muñecas.

    —Más o menos, es lo mismo que me ocurrió a mí -dice-. El mío era un tipo pelirrojo. Supe en seguida que no era un poli. Había visto un montón la noche antes; ninguno se comportaba como ese tipo.
    —¿Te golpeó?
    —Sí. El bastardo me dio unos cuantos bofetones, y me desgarró el camisón. Pero al menos no me golpeó en la cabeza.
    —¿Te metió en el maletero de un coche?
    —Eso es lo que hizo el muy jodido.

    Termina de desatarle las manos. Él se vuelve de nuevo, se sienta, y empieza a deshacer los nudos que atan sus pies.

    —¿Quiénes crees que son? — pregunta él.
    —Alguien que sabe lo que pasó.
    —¿Eh?
    —Alguien que sabe lo que hicimos.
    —¿Quién?
    —Adivina.

    Él menea la cabeza y termina de liberar sus pies. Se frota los tobillos.

    —Cuéntamelo, ¿quieres?
    —Tu adorable prometida.
    —Estás bromeando.
    —Piensa en ello. Nos vio. Sumó dos más dos.

    Él frunce el ceño y menea la cabeza.

    —Me parece que… quizá sí. ¿Qué crees que pretende?
    —No lo sé, pero será mejor que salgamos de aquí.

    Lo ayuda a ponerse en pie. Miran silenciosamente a su alrededor, registrando el sótano.

    Tras ellos, la tapa del ataúd se desliza hacia un lado. Se dan bruscamente la vuelta. Dentro del ataúd, una figura encapuchada se sienta. La capucha pertenece a una chaqueta de chandal vuelta del revés. Le han sido practicados unos burdos agujeros para los ojos y la boca.

    Mientras la figura se pone en pie, el hombre y la mujer retroceden. La figura sale del ataúd; sus desnudos pies hacen crujir los huesos que llenan el sucio suelo del sótano.

    —Es ella -dice la mujer.

    El hombre menea la cabeza. Está pálido y tembloroso.

    —¿Qué es lo que quieres?

    La figura no responde.

    —Ataquémosla-murmura la mujer-. ¡Ahora!

    Se lanza hacia delante.

    Inútilmente.

    La figura encapuchada aferra el brazo, le da un brusco giro, la arroja contra el suelo, y sigue avanzando.

    —Eres tú -dice el hombre, retrocediendo-. Crees que yo…

    Lanza un chillido cuando una patada le destroza la rodilla izquierda. Cae de lado, gritando. Antes de que llegue al suelo, una segunda patada le destroza la rodilla derecha.

    La figura encapuchada se da la vuelta y hunde los nudillos en el rostro de la mujer, que intentaba atacarla. El golpe la arroja de nuevo hacia atrás. Su nuca golpea contra el borde del ataúd. Su cabeza sufre una violenta convulsión hacia atrás. Se agita y tiembla como si una corriente de mil voltios estuviera recorriendo su cuerpo. Luego se derrumba, flaccida.

    Unos dedos finos recorren su cuello como buscando el pulso. Luego la figura encapuchada recoge el cuerpo, lo alza entre sus brazos, y lo mete en el ataúd.

    El hombre sigue aún en el suelo, gimoteando.

    La figura encapuchada lo arrastra hacia el ataúd.

    —¡No! — chilla él-. ¡No, por favor! ¡Haré cualquier cosa! ¡Lo que tú digas!
    —Confiesa.
    —¡De acuerdo! Yo lo hice. Los dos lo hicimos. ¿Estás satisfecha?
    —Entra en el ataúd.
    —¡No!

    Chillando, se debate mientras la figura encapuchada forcejea para ponerlo en pie. Las manos de él desgarran la tela de la chaqueta del chandal. Da puñetazos en la desnuda espalda, sus uñas se clavan en la carne. Agarra el rubio pelo debajo de la capucha. Luego cae dentro del ataúd, encima de la mujer. Aferrándose a los bordes, intenta alzarse de nuevo. Un puño le aplasta la nariz, y cae.

    La figura encapuchada vuelve a colocar la tapa del ataúd.

    Unos gritos ahogados surgen del interior del ataúd mientras la tapa es asegurada con largos clavos.


    FIN

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