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noviembre 20, 2017
LE TENGO pavor a los dentistas. Una vez, para aliviar mi tensión, me registré en la recepción como "Débil". La recepcionista lo leyó, se rió y me aseguró que muchos otros pacientes se sentían igual.
Media hora después, la recepcionista entró a la sala de espera. Mirándome a mí en particular, anunció sonriente: "El doctor atenderá en seguida al débil".
Otras tres personas se pusieron de pie junto conmigo.
—P,M,
EN UN gran almacén, mi madre y yo esperábamos haciendo cola para llegar a la caja registradora. Cuando finalmente tocó nuestro turno, mamá le pasó uno de sus artículos a la cajera. Lamentablemente, este no llevaba la etiqueta de precio respectiva. Exasperada, mamá exclamó:
—¿Por qué siempre escojo el que no tiene precio?
—¡Y por qué yo siempre estoy esperando detrás de usted! —añadió, quejoso, el cliente siguiente.
—C.A.C.
UNA TARDE en que había intercambiado de automóvil con mi padre y me dirigía a casa, fui detenido por un retén de la policía, y al buscar en la guantera mi licencia de conducir, observé que mi padre había olvidado allí la suya.
—Disculpe, señor agente —le dije al uniformado cuando acabó de examinar mis documentos—. Quizá pase más tarde por aquí, en un Simca azul, un señor de bigote y de aproximadamente 45 años: es mi padre, y olvidó en este auto su licencia de conducir.
Y se la enseñé.
Al llegar a casa, mi padre nos contó muy emocionado:
—No me lo van a creer. ¡Es la primera vez que un policía me cree que la licencia se me quedó en la guantera del otro auto!
—César Insignares Ayala (Cali, Colombia)
ME ENCONTRABA redecorando una vieja casa, y el baño principal presentaba especial dificultad. Por tanto, me dirigí a una selecta tienda de accesorios para baño con el fin de solicitar asesoría. Un atento e impecable empleado me atendió de inmediato.
—Mi baño tiene azulejos color de rosa y accesorios azules —comenté un tanto desalentada—. Y es muy notorio desde el dormitorio principal, que es rojo. ¿Qué debo hacer?
Con laconismo y sequedad, el hombre respondió:
—Cierre la puerta.
—D.C.B
SI DE algunas personas se dice que tienen buena mano para las plantas, a mí de ninguna manera se me podría contar entre ellas. Las plantas que tengo a mi cuidado invariablemente se marchitan y mueren. No obstante, soy incapaz de resistirme al atractivo de una tienda de flores y plantas, y cada vez que entro a una de ellas me olvido de mis fracasos y me llevo a casa alguna nueva víctima, lozana y saludable.
No hace muchos días me encontraba ante el escaparate de un establecimiento de jardinería, contemplando codiciosamente un frondoso y lindo ejemplar, cuando sentí que alguien me tocaba en el hombro. Era mi marido, que me dijo: "Déjala vivir, cariño".
—J.B.J.
ESTÁBAMOS de vacaciones en Gambia, república de África Occidental que en otro tiempo fuera colonia inglesa, y decidimos alquilar una avioneta para desplazarnos 150 kilómetros hasta una apartada población en medio de chaparrales. A los 40 minutos sobrevolábamos en círculo el puñado de chozas nativas, y avistamos un jeep que se aproximaba a la pista de aterrizaje improvisada entre la maleza.
Al tiempo que aterrizábamos, el jeep corría detrás de nosotros, conducido por un africano tocado con un anticuado casco de bombero. El vehículo llevaba un gran letrero que decía: BOMBA CONTRA INCENDIOS. Luego que se detuvo la avioneta, el jeep llegó hasta nosotros. En seguida, el conductor se cambió el casco por una vieja gorra de visera, y reemplazó el cartel mencionado con otro en que leímos: TAXI.
—N.P.H.
UN OBRERO estaba reparando el piso de nuestra galería de arte, con la ayuda de su hijo, un chico de corta edad. Ya me parecía que habían tardado demasiado, y por eso un día en que el padre se había ausentado le pregunté al niño cuándo acabarían.
—Mire usted —me contestó—: mi papá fue a hablar con un señor que quiere encargarle otro trabajo. Si se lo da, terminaremos aquí mañana; si no, quién sabe cuándo terminaremos.
—D.A.
LOS NIÑOS aprenden mucho de sus padres; esto lo reconoce cualquiera, pero no toda la gente se da cuenta de que también los padres aprenden mucho de sus hijos. Como adultos, solemos dar por hecho que tenemos la razón, pero yo, un hermoso día, tuve que reírme de mí misma.
Mi hija sabía que me gustan mucho las flores. En aquella ocasión, cuando ella tenía nueve años, cortó algunas ramas de un árbol frutal en flor del jardín del vecino. Comprendí que su intención había sido complacerme, y no la regañé, sino que le hablé de esta manera:
—Están preciosas, querida, pero si las hubieras dejado en el árbol, cada uno de estos botones se habría convertido en una cereza.
—No, mamá —replicó con firmeza.
—Claro que sí, mi vida —insistí—. Cada una de estas florecitas se habría transformado en una cereza.
—¡Bueno! —admitió finalmente—. ¡Pero el año pasado fueron ciruelas!.
—B.B.
COMO SUELE ocurrir en los pequeños centros de veraneo de la costa nordeste de Inglaterra, aquel en donde habitan mis padres se ve muy concurrido durante la temporada de vacaciones, y muy solitario en invierno.
Cierta noche estival, un matrimonio de turistas charlaba en la taberna con algunos lugareños.
—Este pueblo nos encanta de veras —decía la señora—, pero, ¿qué hacen todos ustedes durante el invierno?
Del extremo de la barra llegó la tajante respuesta:
—Lo mismito que en el verano, linda, sólo que con el abrigo puesto.
—A.A