Publicado en
octubre 20, 2017
Mis dos amigos y yo, como tres mosqueteros entrados en años, íbamos tomados del brazo y nos sentíamos nuevamente jóvenes y vigorosos. Sólo después comprenderíamos por qué.
Por Paul Gottlieb.
MIS DOS mejores amigos de cuando era estudiante universitario son Hugh y Charlie. Hugh y yo nos hemos frecuentado mucho durante el último cuarto de siglo; a Charlie, en cambio, lo perdimos de vista hace quince años. En diciembre de 1982 Hugh y yo lo redescubrimos, y así los tres volvimos a encontrar la fuerza de las viejas amistades.
Los tres nos conocimos hace unos treinta años, en la primera semana que asistí a la Universidad de Swarthmore, en la población de este nombre del estado de Pensilvania. Acababa yo de cumplir los diecisiete años y no era sino un nervioso preparatoriano procedente de la Escuela Tecnológica de Brooklyn, Nueva York, que ingresaba a un modesto centro universitario cuáquero donde todos los demás iniciaban ya el segundo semestre. En el oscuro salón de descanso del edificio principal observé a dos muchachos que, según me pareció, encarnaban todo cuanto se suponía era la vida universitaria. Hugh disertaba sobre la poesía metafísica del inglés John Donne; Charlie hacía volutas de humo, al fumar. Yo era incapaz de ambas cosas. Mis dos compañeros eran dos años mayores que yo y daban la impresión de tener conocimientos mucho más vastos que los míos. Si bien Hugh se parecía a un joven Marlon Brando, ni él ni nadie abrigaba ninguna duda de que se dedicaría a la literatura. Charlie poseía una ondulada cabellera rojiza de la que no cuidaba, como quien tiene cosas más importantes en que pensar, que la mera apariencia. Con el tiempo habría de ser psicólogo, mas por aquellos días aspiraba a desplegar y cultivar el estilo de vida y el talento del novelista Scott Fitzgerald.
En los meses que siguieron, los tres solíamos charlar incesantemente acerca de Dios, de la literatura, de la naturaleza del hombre... y también hablábamos mucho de las muchachas. En mi sentir, esto de charlar a todas horas tiene cierta relación con la intensidad de las amistades que forjamos en la mocedad. Tales relaciones exigen de nosotros mucho tiempo, del que rara vez podemos disponer más adelante, así como la inclinación a mostrarnos vulnerables; a revelar lo íntimo de nuestro ser y a estar receptivos a las nuevas ideas.
Hugh y yo, ambos neoyorquinos, procedíamos de un estable ambiente judío. Charlie era hijo único de un matrimonio católico irlandés, de Boston, Massachusetts; su madre, mujer endeble que trabajaba de enfermera, pocas veces se comunicaba con su hijo; su padre estaba ya recluido en un sanatorio para enfermos mentales, del que jamás habría de salir. Al paso de los años siguientes Hugh y yo llegaríamos a ser variaciones sobre los temas de nuestro pasado cultural. Lo que Charlie logró fue algo más impresionante, pues tuvo que inventarse a sí mismo casi por completo.
Fue Charlie el primero de nosotros que se casó y tuvo un hijo. En 1955, cuando pasaba aún por su fase fitzgeraldiana, se unió a una chica sureña recién presentada en sociedad. Yo fui su padrino de bodas. Centenares de personas elegantemente vestidas atestaban la parte de la nave ocupada por la familia de la novia; en la parte correspondiente al novio, estábamos la madre de Charlie, un tío y una tía de él, mi familia y Hugh.
Cinco años después, Charlie, que entonces se recuperaba de la disolución de su primer matrimonio, vino a Nueva York con el propósito de hacer algunas investigaciones de psicología. Con el tiempo se casó de nuevo, esta vez con una dama elegante y reservada a la que le incomodaba nuestra bulliciosa conducta. Cuando cada uno de nosotros empezó a formar su propia familia, la nueva esposa de Charlie fue apartándolo paulatinamente de nuestra órbita. Los tres estábamos demasiado ocupados para darnos cuenta de lo que ocurría, hasta que un día Charlie y su familia desaparecieron del mapa.
Transcurrieron quince años. Hugh llegó a ser un novelista de éxito; yo era editor. En eso, en una fiesta, me topé con una señora que nos había conocido, a mis dos amigos y a mí, cuando éramos jóvenes. "¿No has sabido nada de Charlie?", me preguntó. "Se ha vuelto a divorciar, y ahora vive en Annapolis".
Pasé al momento a otra habitación y llamé a Hugh por teléfono. Ambos convinimos en que iríamos a visitar a Charlie, quisiera vernos o no. Conseguí el número telefónico de nuestro amigo en Annapolis y, no sin nerviosismo, lo llamé.
—Hugh y yo iremos a verte —le anuncié, tartamudeando.
—¿Cuándo? —me respondió Charlie, con su voz de siempre, tal como si hubiéramos estado charlando la víspera.
Al llegar Hugh y yo al Aeropuerto Baltimore-Washington, allí nos aguardaba Charlie, considerablemente más gordo, la rojiza cabellera salpicada de gris y acusando ya una incipiente calvicie. Charlie nos acogió con su sonrisa peculiar. Los tres prorrumpimos en emocionada gritería, como chicos que acabaran de ganar el campeonato juvenil de beisbol. Nos atropellamos jubilosamente, entre exclamaciones, risas, abrazos y besos. Tomados del brazo, nos sentíamos invencibles, como los integrantes de un triunvirato. Corrimos luego al coche. Tan emocionado iba Charlie contándonos de su vida en los últimos quince años, que nos perdimos la desviación apropiada y recorrimos 45 kilómetros fuera de nuestro camino antes de llegar a Annapolis. Sus padres habían muerto, nos explicó. Había abrigado la esperanza de hallar en su segundo matrimonio las raíces que buscaba, pero, aunque tenía otros dos hijos, el intento no le había salido bien. Otra vez se encontraba solo.
Hugh y yo nos registramos en un hotel y elegimos entre las dos camas, como suelen hacerlo dos compañeros de cuarto en la universidad: lanzando al aire una moneda para ver quién escogería. Charlie sonreía. "¡Eh!", nos dijo. "Compré una cosa para los tres". Eran otras tantas cajas envueltas para regalo, cada una de las cuales contenía una corbata tejida, idéntica a las otras dos, color marrón, y con vistosas listas azules. Nos reímos y nos anudamos las corbatas: éramos tres mosqueteros entrados en años, del mejor humor del mundo, a despecho de aquel día gris y lluvioso.
Nos tomamos del brazo para vagar por las calles de Annapolis. En cierto restaurante bebimos, en jarras de peltre, grandes cantidades de vino. Advertí que Hugh y Charlie se hallaban uno al lado del otro como el día en que los conocí, parloteando acerca de la obra de no sé qué escritor, en tanto que yo permanecía mudo, como el discípulo que escucha a sus mayores. Tras beber más vino, nos lanzamos de tienda en tienda, con paso vacilante, probándonos sombreros, contemplando óleos, curioseando. Luego, devoramos ostras por docenas y bebimos cerveza. Y así, rodeados por muchachos de la universidad local y de la Academia Naval, volvimos a disfrutar brevemente de nuestra juventud.
Aquella noche, de regreso en nuestra habitación del hotel, Hugh y yo permanecimos en vela hablando del carácter de la amistad que nos unía mutuamente y con Charlie. Nos preguntábamos, sobre todo, en qué forma nos habíamos influido. Hugh y yo estuvimos acordes en que la principal cualidad que habíamos tomado de Charlie era el ingenio; la nota irónica que añade sal y pimienta al pensamiento y al lenguaje.
A la mañana siguiente, desayunamos en compañía de Charlie en su pequeño apartamento. Le conté la conversación que Hugh y yo habíamos sostenido la noche anterior, y él rió de buena gana. Hugh levantó la vista y, dirigiéndose a Charlie, le musitó:
—Charlie, si Paul y yo aprendimos de ti el ingenio, ¿aprendiste tú algo de nosotros?
Charlie se volvió a mirarnos a ambos, y respondió:
—Yo creía que ya lo sabían... De ustedes aprendí a querer a los amigos.
CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "TIMES" DE NUEVA YORK (25-XII-1983). © 1983 POR THE NEW YORK TIMES CO., DE NUEVA YORK.