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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


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    TIEMPO DE LOBOS (Martin Cruz Smith)

    Publicado en octubre 02, 2017

    1


    Moscú nadaba en colores. La iluminación brumosa de la Plaza Roja se mezclaba con el neón de los casinos de la Plaza de la Revolución. La luz se expandía, abriéndose paso desde el paseo subterráneo del Manezh. Varios reflectores coronaban las nuevas torres de vidrio y piedra pulida, cada una rematada con un capitel. Al alcalde le encantaban los capiteles. Las cúpulas doradas todavía imponían su presencia entre los jardines circulares, pero durante la noche las excavadoras rompían la ciudad vieja y abrían grandes pozos para levantar una Moscú moderna y vertical, más parecida a Houston o a Dubai. Era la Moscú que Pasha Ivanov había ayudado a crear, un paisaje cambiante de placas tectónicas, corrientes de lava y fatales pisadas en falso.

    El investigador Arkady Renko se asomó por la ventana para ver, diez pisos más abajo, a Ivanov en la acera. Ivanov estaba muerto y su cuerpo, apenas ensangrentado, tenía las piernas y los brazos torcidos en ángulos raros. Había dos Mercedes negros estacionados contra la acera, el automóvil de Ivanov y la camioneta 4 x 4 de sus guardaespaldas. A veces le parecía a Arkady que a cada uno de los empresarios de éxito y de los matones de la mafia de Moscú le habían dado dos Mercedes negros como los de las SS nazis.

    Además de los guardaespaldas del automóvil de custodia, el recepcionista y el ascensorista también estaban armados. Varias cámaras vigilaban el vestíbulo, el ascensor para huéspedes, la puerta de servicio y el frente del edificio. Ivanov llegó a las 21:28, subió directamente al departamento más seguro de Moscú, y a las 21:48 se arrojó a la acera. Arkady midió la distancia desde el edificio hasta donde yacía Ivanov. En general, las víctimas de homicidios caían más cerca, porque desperdiciaban toda su energía en tratar de salvarse. Los suicidas, más decididos, caían más lejos. Ivanov casi había llegado hasta la calle.

    Detrás de Arkady, el fiscal Zurin les llevó bebidas a un vicepresidente de NoviRus llamado Timofeyev y a una rubia joven y elegante, vestida de negro, que estaban en la sala. Zurin era meticuloso como un maître d'hôtel; había sobrevivido a seis regímenes del Kremlin gracias a su habilidad para reconocer a los mejores clientes y resolver problemas. Timofeyev temblaba; la chica estaba ebria. Arkady pensó que la reunión se parecía un poco a una fiesta cuyo anfitrión, de manera súbita e inexplicable, se había lanzado por la ventana. Después de la conmoción, los invitados seguían divirtiéndose como si nada.

    La excepción era Bobby Hoffman, el asistente estadounidense de Ivanov. Aunque valía millones de dólares, tenía los zapatos rotos, los dedos manchados de tinta y la chaqueta de gamuza tan gastada que brillaba. Arkady se preguntó cuánto tiempo más duraría Hoffman en NoviRus. ¿Asistente de un muerto? No parecía un futuro muy prometedor.

    Hoffman se acercó a Arkady, junto a la ventana.

    —¿Por qué le pusieron bolsas de plástico en las manos a Pasha?
    —Estaba buscando señales de resistencia, tal vez cortes en los dedos.
    —¿Resistencia? ¿Como en una lucha?

    El fiscal Zurin se inclinó hacia adelante en el sofá.

    —No habrá investigación. No investigamos los suicidios. En el departamento no hay señales de violencia. Ivanov subió solo. Y se fue solo. Eso, amigos míos, es suicidio ciento por ciento.

    La muchacha parecía aturdida. Por la información sobre Pasha Ivanov, Arkady se había enterado de que Rita Shevchenko era su decoradora de interiores personal; tenía veintiún años y ese día vestía un traje de chaqueta y pantalón de cuero rojo y botas de tacos altos.

    Timofeyev era conocido como un enérgico deportista, pero se había encogido tanto dentro del traje, que bien podría ser el padre de Arkady.

    —Los suicidios son una tragedia personal. Ya es bastante terrible sufrir la muerte de un amigo. El coronel Ozhogin, jefe de seguridad de NoviRus, viene en avión para acá —dirigiéndose a Arkady, agregó—: Ozhogin no quiere que se haga nada hasta que llegue él.

    Arkady respondió:

    —No acostumbramos dejar un cadáver en la acera, como si fuera una alfombra, ni siquiera para el coronel.
    —No le preste atención al investigador Renko —intervino Zurin—. Es el fanático de la oficina. Es como un perro de narcóticos: no deja bolsa sin olfatear.

    Aquí no quedará mucho que olfatear, pensó Arkady. Habían contaminado por completo la escena del crimen. Por simple curiosidad, se preguntó si podría conservar intactas las huellas ensangrentadas que había en el alféizar.

    Timofeyev se apretó la nariz con un pañuelo. Arkady vio unos puntos rojos.

    —¿Hemorragia nasal? — pregunto Zurin.
    —Resfrío de verano —respondió Timofeyev.

    Frente al departamento de Ivanov había un oscuro edificio de oficinas. Del vestíbulo salió un hombre, que saludó con la mano a Arkady y le hizo una seña con el pulgar hacia abajo.

    —¿Uno de sus hombres? — preguntó Hoffman.
    —Un detective, por si alguien se quedó allá trabajando hasta tarde y vio algo.
    —Pero usted no está investigando.
    —Hago lo que mande el fiscal.
    —Entonces usted cree que fue un suicidio.
    —Preferimos los suicidios. No dan trabajo ni elevan el índice de delincuencia —a Arkady también se le pasó por la mente que los suicidios no ponían en evidencia la ineptitud de investigadores y milicianos, más competentes para diferenciar los borrachos muertos de los vivos, que para resolver asesinatos cometidos con poca o mucha premeditación.
    —Sepan disculpar ¡Renko —dijo Zurin—. Cree que toda Moscú es una escena del crimen. El problema es que la prensa convertirá en una noticia sensacionalista la muerte de alguien tan eminente como Pasha Ivanov.

    En ese caso, mejor el suicidio de un financista desequilibrado que un asesinato, pensó Arkady. Timofeyev podía lamentar el suicidio de su amigo, pero una investigación por asesinato pondría bajo sospecha a toda la empresa NoviRus, en especial desde la perspectiva de los socios e inversores extranjeros que ya sentían que hacer negocios en Rusia equivalía a sumergirse en aguas turbias. Puesto que Zurin había ordenado que Arkady realizara una investigación financiera de Ivanov, ese cambio de rumbo debía ejecutarse con rapidez. Así que no era un simple conserje, pensó Arkady, sino un hábil marinero que sabía en qué momento virar el barco.

    —¿Quiénes tenían acceso al departamento? — preguntó Arkady.
    —Pasha era el único autorizado en ese nivel. La seguridad era la mejor del mundo —afirmó Zurin.
    —La mejor del mundo —convino Timofeyev.

    Continuó Zurin:

    —Cámaras de vigilancia cubren todo el edificio, tanto adentro como afuera, con monitores vigilados no sólo aquí, en el escritorio de la recepción, sino también, para mayor garantía, por los técnicos del cuartel general de Seguridad NoviRus. Los otros departamentos tienen llaves; Ivanov contaba con un teclado numérico provisto de un código que sólo él conocía. También tenía un botón de bloqueo junto al ascensor, para dejar afuera al mundo cuando él estaba adentro. Disponía de toda la seguridad necesaria.

    En el vestíbulo, Arkady había visto los monitores dispuestos en un escritorio redondo de palisandro. Cada pantalla estaba dividida en cuatro. Además, la recepcionista tenía un teléfono blanco con dos líneas exteriores y un teléfono rojo con una línea directa a NoviRus.

    —¿El personal del edificio no tiene el código de Ivanov? — preguntó Arkady.
    —No. Sólo la oficina central, en NoviRus.
    —¿Quién tenía acceso al código allá?
    —Nadie. Estaba sellado, hasta esta noche.

    Según el fiscal, Ivanov había ordenado que nadie entrara en el departamento salvo él: ni personal ni mucama ni plomero. Cualquiera que lo intentara aparecería en los monitores y grabado en cinta, y el personal no había visto nada. El propio Ivanov se ocupaba de limpiar. Le daba al hombre del ascensor la basura, la ropa para lavar, las prendas para la tintorería, la lista de compras de comida o lo que encontrara en el vestíbulo a su regreso. Zurin lo contaba como si fueran virtudes.

    —Un excéntrico —comentó Arkady.
    —Podía darse el lujo de ser excéntrico. Churchill se paseaba desnudo por su castillo.
    —Pasha no estaba loco —dijo Rina.
    —¿Y cómo estaba? — replicó Arkady—. ¿Cómo lo describiría usted?
    —Había adelgazado. Decía que tenía una infección. Tal vez una mala reacción al tratamiento.
    —Ojalá estuviera Ozhogin acá —se lamentó Timofeyev.

    Arkady había visto la lustrosa tapa de una revista en la que se veía a Lev Timofeyev muy seguro de sí, navegando en un yate en el mar Negro, surcando las olas. ¿Donde esta a ese Timofeyev, se preguntó.

    Una ambulancia se detuvo casI en silencio Junto a la acera. El detective cruzó la calle con una cámara y tomó varias fotos con flash de Ivanov mientras lo metían en la bolsa para cadáveres, y de la mancha en la acera. Había algo oculto bajo el cuerpo de Ivanov. Desde donde se hallaba Arkady, parecía un vaso. El detective tomó una foto también de eso.

    Hoffman observaba tanto a Arkady como la escena que se desarrollaba abajo.

    —¿Es cierto que usted ve a Moscú como la escena de un crimen?
    —La fuerza de la costumbre.

    La sala habría sido el sueño de un técnico forense: sofá y sillas de cuero blanco, piso de piedra caliza y paredes tapizadas en lino, mesa baja y cenicero de vidrio, todos materiales excelentes para encontrar pelos, lápiz labial, huellas digitales, las marcas de la vida. Habría resultado fácil espolvorear y buscar antes de que Zurin invitara alegremente a una multitud y arruinara esas pruebas. Porque con un suicida que se arroja por la ventana había dos preguntas: ¿estaba solo? y ¿lo empujaron?

    Dijo Timofeyev, sin dirigirse a nadie en particular:

    —Pasha y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Estudiamos e investigamos juntos en el instituto cuando el país sufrió su colapso económico. Imagínense, el laboratorio físico más grande de Moscú, y trabajábamos sin sueldo. El director, el académico Gerasimov, apagaba la calefacción para ahorrar dinero, y por supuesto era invierno y las cañerías se congelaban. Teníamos mil litros de agua radiactiva que verter, así que la mandamos al río, en el centro de la ciudad —vació su vaso—. El director era un hombre brillante, pero a veces se perdía en una botella de alcohol. En esas ocasiones descansaba en Pasha y en mí. De cualquier modo, arrojó agua radiactiva en pleno Moscú, y nadie lo supo.

    Estas palabras tomaron a Arkady por sorpresa. Por cierto, él no se había enterado.

    Rina llevó el vaso de Timofeyev al bar, donde se detuvo junto a una galería de fotografías en las que Pasha Ivanov desbordaba vitalidad. No era un individuo atractivo, pero sí alto, y lleno de gestos grandilocuentes. En diferentes fotos, descendía por acantilados, caminaba por los Urales, atravesaba aguas blancas en un kayak. Abrazaba a Yeltsin y Clinton y Bush padre. Sonreía a Putin, que, como siempre, parecía estar chupando un limón. Acunaba a un perro salchicha miniatura como si fuera un bebé. Ivanov con tenores de ópera y astros de rock, e incluso haciendo una reverencia al patriarca ortodoxo o al papa romano, y en todas esas tomas reflejaba una confianza descarada en sí mismo. Otros “nuevos rusos” habían quedado a mitad de camino: muertos de un balazo, caídos en bancarrota o exiliados por el Estado. Pasha no sólo florecía, sino que era un hombre de espíritu cívico, y cuando los fondos de construcción para la iglesia del Redentor escasearon, proveyó las láminas de oro para la cúpula. La primera vez que Arkady abrió la carpeta con los antecedentes del millonario, le dijeron que, si alguien lo acusaba de violar la ley, Ivanov llamaba al Senado con su teléfono celular y hacía rescribir el código. Tratar de acusar a Ivanov era como intentar agarrar a una serpiente que no dejaba de cambiar piel tras piel, mientras le crecían patas. Pasha Ivanov era a la vez un hombre de su época y una etapa de la evolución.

    Arkady observó un destello apenas perceptible en el alféizar, partículas dispersas de unos cristales tan comunes que no pudo resistir el impulso de presionar el dedo índice contra ellas para levantarlas y probarlas. Sal.

    —Voy a echar un vistazo por ahí —anunció.
    —Pero no está investigando —aclaró Hoffman.
    —En absoluto.
    —Una palabra a solas —le dijo Zurin. Lo llevó al vestíbulo—. Renko, tenemos iniciada una investigación a Ivanov y NoviRus, pero una causa por suicidio no le huele bien a nadie.
    —Fue usted el que inició la investigación.
    —Y la voy a cerrar. Lo último que quiero es que la gente piense que acosamos a Pasha Ivanov al extremo de llevarlo a la muerte, y que seguimos tras él cuando ya estaba en la tumba. Nos hace parecer vengativos, fanáticos, cosa que no somos —el fiscal buscó los ojos de Arkady—. Cuando haya dado su vistazo por ahí, vaya a su oficina y junte todos los archivos de Ivanov y NoviRus y déjelos en la mía. Hágalo esta noche. Y deje de usar esa frase “nuevo ruso” cuando se refiere al delito. Todos somos “nuevos rusos”, ¿no?
    —Lo intento.

    El departamento de Ivanov ocupaba todo el décimo piso. No había muchas habitaciones, pero eran espaciosas y teman una vista panorámica de la ciudad que daba la ilusión de caminar en el aire. Arkady comenzó por un dormitorio tapizado con paneles de lino, y una alfombra persa en el piso. Las fotografías que había allí eran más personales: Ivanov esquiando con Rina, navegando con Rina, buceando con Rina. Ella tenía ojos enormes y protuberantes pómulos eslavos. En cada foto una brisa agitaba su cabello rubio; era de las que pueden atraer la atención de una brisa. Considerando la diferencia de edad entre ambos, para Ivanov la relación debía de haber sido un poco como tener de amante a una rubia de piernas largas, una Lolita. Eso era lo que Rina le evocaba a Arkady; ¡después de todo, Lolita era una creación rusa! Había una expresión casi paternal en la cara de Ivanov, y un sabor a caramelo en la sonrisa de Rina.

    De la pared colgaba un desnudo rosa, un Modigliani. En la mesita de noche había un cenicero de vidrio Lalique y un reloj despertador Hermes; en el cajón, una pistola de 9 milímetros, una Viking con un cargador grueso de diecisiete disparos, pero sin el menor rastro de haberse usado alguna vez. Sobre la cama había un portafolio que contenía sólo una bolsa de zapatos Bally y un cargador de teléfono celular. En un estante para libros, una selección decorativa de tomos de gastada encuadernación en cuero —Pushkin, Rilke y Chejov— y una caja con un trío de relojes Patek, Cartier y Rolex; los sacudió con delicadeza para mantenerlos en funcionamiento, una gran necesidad para los muertos. La única nota discordante era la ropa sucia apilada en un rincón.

    Entró en un cuarto de baño con piso de piedra caliza, artefactos enchapados en oro, bañera gigante, barras calefaccionadas para colgar batas grandes como para osos polares, y la comodidad de un teléfono. Un espejo para afeitarse aumentaba las arrugas de la cara de Arkady. Un botiquín contenía —además de los artículos de tocador habituales— frascos de Viagra, pastillas para dormir, Prozac. Arkady observó el nombre de una tal doctora Novotny en cada prescripción. No vio ningún antibiótico para una infección.

    La cocina lucía nueva y olvidada. Relucientes electrodomésticos de acero, ollas enlozadas impecables y hornallas sin una sola mancha de salsa adherida. Un estante plateado sostenía botellas polvorientas de vinos caros, sin duda elegidos por un experto. Pero la máquina lavaplatos rebosaba de platos sucios, así como la cama estaba mal tendida y las toallas del baño colgaban torcidas: rastros de un hombre que se atiende solo. La heladera tamaño restaurante era como una bóveda fría y vacía, salvo unas botellas de agua mineral, unos pedazos de queso, galletas y media hogaza de pan en rebanadas. El vodka descansaba en el freezer. Pasha era un hombre ocupado, que salía todas las noches a cenas de negocios. Era, hasta hacía poco, un hombre famoso y sociable, no un rico recluido, de uñas y pelos largos. Habría querido mucho más que mostrar a sus amigos una brillante cocina ultramoderna y ofrecerles un Bordeaux decente o una copa de vodka helado. Sin embargo, no le había mostrado nada de todo aquello a nadie, durante meses. En el comedor, Arkady apoyó una mejilla contra la mesa de palisandro y la observó en todo su largo. Cubierta de polvo, pero ni un rasguño.

    Con sólo girar un reóstato, la habitación siguiente se convirtió en un cine casero, con una pantalla plana de unos dos metros de ancho, bafles negro mate y ocho sillas giratorias de terciopelo rojo con lámparas individuales de pie flexible. Todos los “nuevos rusos” tenían cines caseros. Arkady recorrió la videoteca que abarcaba desde Eisenstein hasta Jackie Chan. No había ninguna cinta en la videocasetera, y nada en el frigobar, salvo botellas individuales de Moet.

    Una habitación para ejercicio físico, con ventanas hasta el techo, piso acolchado, pesas y una máquina de gimnasia con aspecto de catapulta. Encima de la bicicleta fija colgaba un televisor.

    Lo mejor era la oficina, una cabina de mando futurista, de vidrio y acero inoxidable. Todo estaba a mano: monitor e impresora en el escritorio, una computadora con la bandeja de CD abierta debajo, junto a una papelera vacía. Sobre una mesa había ejemplares de The Wall Street Journal y The Financial Times, doblados con tanta prolijidad como sábanas planchadas. En la pantalla del monitor se veía la página de CNN, cifras de mercado fluyendo bajo un hombre que murmuraba casi en silencio a medio mundo de distancia. Arkady sospechó que el sonido en sordina era el signo característico de un hombre solitario, la necesidad de oír otra voz en el departamento, aunque prohibiera la entrada a su amante y sus socios más cercanos. También tuvo la impresión de que aquello era lo más cerca que alguien de la fiscalía había llegado alguna vez a penetrar NoviRus. Qué pena que el hombre que lo hacía fuera él. A eso había llegado la vida de Arkady: sus habilidades habían quedado reducidas a averiguar que hombre habla intimidado a otro. Las sutilezas del robo corporativo eran nuevas para él, así que se detuvo frente a la computadora como un simio ante el fuego. Virtualmente a su alcance podían estar las respuestas que buscaba: los nombres de socios incógnitos en los ministerios que promovían y protegían a Ivanov y sus números de cuentas en bancos del exterior. No encontraría baúles de autos llenos de dólares; las cosas ya no funcionaban así. No había papeles; la información fluía por el aire. El dinero también fluía por el aire y desaparecía.

    Víctor, el detective de la calle, lo resolvió al fin. Era un hombre que dormía poco y que siempre llevaba un suéter que apestaba a cigarrillo. Levantó una bolsa de papel que contenía un salero.

    —Esto estaba en la vereda, debajo de Ivanov. Tal vez ya estaba ahí. ¿Por qué alguien saltaría por una ventana con un salero?

    Bobby Hoffman pasó junto a Víctor.

    —Renko, los mejores hackers del mundo son rusos. Encripté y programé el disco rígido de Pasha para que se autodestruyera a la primera señal de violación. O sea: no toque una puta tecla.
    —¿Usted era el mago de la computación de Pasha, además de asesor de negocios? — preguntó Arkady.
    —Hacía lo que Pasha me pedía.

    Arkady dio un golpecito en la bandeja de CD. Se cerró. Hoffman agregó:

    —También debería decirle que la computadora y todos los discos son propiedad de NoviRus. Está a un milímetro de meterse en propiedad ajena. Debería conocer las leyes.
    —Señor Hoffman, no me hable de las leyes rusas. Usted era ladrón en Nueva York, y es ladrón acá.
    —No; soy consultor.
    —Lo que significa…
    —Que soy el tipo que le dijo a Pasha que no se preocupara por usted. ¿Tiene estudios avanzados en negocios?
    —No.
    —¿En leyes?
    —No.
    —¿En contabilidad?
    —No.
    —Entonces, que tenga suerte. Los estadounidenses me persiguieron con un montón de abogados entusiastas recién graduados de Harvard. Veo que Pasha tenía mucho que temer —esto se parecía más a la actitud hostil que Arkady había esperado, pero Hoffman perdió ímpetu—. ¿Por qué no cree que haya sido suicidio? ¿Qué pasa?
    —No dije que pasara nada.
    —Algo lo está perturbando.

    Arkady lo pensó.

    —En los últimos tiempos su amigo no era el Pasha Ivanov de antes, ¿no?
    —Pudo haber sido depresión.
    —En los últimos tres meses se mudó dos veces. Las personas deprimidas no tienen energía para mudarse; se quedan quietas —la depresión era un tema del que Arkady sabía bastante—. A mí me suena a miedo.
    —¿Miedo a qué?
    —Usted estaba más cerca de él; debería saberlo mejor que yo. ¿Acá hay algo que parezca fuera de lugar?
    —No sabría decirle. Pasha no nos dejaba pasar. Rina y yo no entrábamos en este departamento desde hacía un mes. Si usted estuviera investigando, ¿qué buscaría?
    —No tengo idea.

    Víctor palpó la manga de la chaqueta de Hoffman.

    —Linda gamuza. Debe de haber costado una fortuna.
    —Era de Pasha. Se la elogié una vez, cuando la llevaba puesta, y me obligó a aceptarla. Tenía muchas más… pero era generoso.
    —¿Cuántas chaquetas más? — preguntó Arkady.
    —Veinte, por lo menos.
    —¿Y trajes y zapatos y zapatillas deportivas?
    —Por supuesto.
    —Vi ropa en un rincón del dormitorio. No vi armario.
    —Se lo mostraré —dijo Rina. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba junto a Víctor? Arkady no sabía—. Yo diseñé el departamento, como ya sabe.
    —Es un departamento muy lindo —comentó Arkady.

    Rina lo estudió, como buscando rastros de condescendencia; luego se volvió y, vacilante, apoyando una mano en la pared, lo condujo hacia el dormitorio de Ivanov. Arkady no vio nada diferente hasta que Rina empujó un panel de la pared que con un clic se abrió y reveló un vestidor bañado en luz. A la izquierda colgaban trajes; a la derecha, pantalones y chaquetas, algunos nuevos, todavía colgados en las bolsas de negocios de elaborados nombres italianos. De un pie giratorio colgaban corbatas. Había cajoneras empotradas para las camisas y la ropa interior, y estantes para los zapatos. Las prendas iban desde cachemira fina hasta lino de sport, y todo lucía inmaculado, salvo un alto espejo de cuerpo entero, partido pero intacto. Un lecho de cristales centelleantes cubría el piso.

    Llegó el fiscal Zurin.

    —¿Y ahora qué pasa?

    Arkady se lamió un dedo para levantar una partícula y se lo llevó a la lengua.

    —Sal. Sal de mesa.

    Habían volcado en el piso por lo menos cincuenta kilos de sal.

    El montículo tenía una suave forma redondeada, en la que se dibujaban dos débiles impresiones.

    —Un indicio de trastorno mental —anunció Zurin—. Para esto no existe ninguna explicación cuerda. Es obra de un hombre presa de desesperación suicida. ¿Algo más, Renko?
    —Había sal en el alféizar.
    —¿Más sal? Pobre hombre. Sabe Dios lo que se le pasaba por la cabeza.
    —¿Usted qué cree? — preguntó Hoffman a Arkady.
    —Suicidio —dijo Timofeyev desde el vestíbulo, la voz amortiguada por el pañuelo.

    Habló Víctor:

    —Con tal que Ivanov esté muerto. Mi madre puso todo su dinero en uno de sus fondos. Él prometió una ganancia del ciento por ciento en cien días. Mamá lo perdió todo, y a él lo votaron Nuevo ruso del Año. Si ahora estuviera acá, vivo, yo mismo lo estrangularía con sus propias tripas humeantes.

    Con eso se arreglaba el asunto, pensó Arkady.

    Cuando Arkady terminó de llevar una gran cantidad de archivos de NoviRus al despacho del fiscal y regresó a su casa, eran las dos de la mañana.

    Su departamento no era una torre de vidrio que relucía en el horizonte, sino una pila de piedras cerca de los jardines circulares. Diferentes arquitectos soviéticos parecían haber trabajado Con anteojeras puestas para diseñar un edificio con arbotantes, columnas romanas y ventanas moriscas. Algunas secciones de la fachada se habían caído, y en algunas partes crecían hierbas y retoños de árboles sembrados por el viento, pero adentro los departamentos ofrecían cielos rasos altos y ventanas de bisagra. La vista del de Arkady no era de elegantes Mercedes que pasaban como deslizándose, sino de un fondo lleno de talleres de metales, cada uno asegurado por un candado protegido por la base de plástico de una botella de gaseosa.

    Fuera cual fuere la hora, el señor y la señora Rajapakse, sus vecinos del otro lado del pasillo, llegaban con bizcochos, huevos duros y té. Eran profesores universitarios de Sri Lanka, una pareja baja, de tez oscura, de modales delicados.

    —No es ninguna molestia —dijo Rajapakse—. Usted es nuestro mejor amigo en Moscú. ¿Sabe lo que dijo Gandhi cuando le preguntaron por la civilización occidental? Dijo que le parecía una buena idea. Usted es el único ruso civilizado que conocemos. Y como sabemos que no se cuida, debemos cuidarlo nosotros.

    La señora Rajapakse llevaba un sari. Se desplazó por el departamento como una mariposa para atrapar una mosca y sacarla por la ventana.

    —Mi esposa no le hace daño a nada —dijo el marido—. Acá, en Moscú, hay mucha violencia. Ella se preocupa por usted todo el tiempo. Es como una madre para usted.

    Después de enviarlos de regreso a su casa, Arkady se sirvió medio vaso de vodka y brindó en silencio consigo mismo. Por un “antiguo ruso”.


    2


    Evgeny Lysenko, apodado Zhenya, de once años de edad, parecía un viejo esperando en una parada e ómnibus. Vestía la gruesa chaqueta a cuadros con gorra haciendo juego, que tenía puesta cuando la milicia lo había llevado al refugio para niños el invierno anterior. Las mangas le quedaban cada vez mas cortas, pero siempre que salía de paseo con Arkady se ponía las mismas prendas y llevaba el mismo juego de ajedrez y el mismo libro de cuentos que le habían dejado. Si no salía semana por medio, Zhenya se escapaba. Cómo había llegado a convertirse en una obligación para él era un misterio para Arkady. La primera vez, había acompañado a una amiga bienintencionada, periodista de televisión, una mujer buena que buscaba un niño al que proteger y salvar. Cuando llegó al refugio para la segunda excursión, sonó el teléfono celular. Era la periodista, para decirle que lo lamentaba pero que no podría ir; para ella, una tarde con Zhenya bastaba. Para entonces Zhenya ya casi había subido al automóvil, y Arkady sólo tenía dos opciones: saltar tras el volante y marcharse, o llevar a pasear al niño.

    De cualquier modo, allí estaba Zhenya una vez más, vestido para invierno un día caluroso de verano, aferrando su libro de cuentos, mientras Olga Andreevna, la directora del refugio, lo colmaba de caricias.

    —Alégrelo —le dijo a Arkady—. Es domingo. Todos los otros niños tienen alguna visita, y Zhenya debería recibir algo también. Cuéntele chistes. Anímese. Hágalo reír.
    —Trataré de recordar unos chistes.
    —Vayan a ver una película, o a patear una pelota. El niño necesita salir más, necesita relacionarse. Nosotros ofrecemos evaluación psiquiátrica, alimentación adecuada, clases de música, una escuela cercana. La mayoría de los niños progresan. Zhenya, no.

    El refugio parecía ser un ambiente sano; un edificio de dos pisos pintado como un dibujo infantil, con pájaros, mariposas, arco iris y sol, y una huerta de verdad, rodeada de caléndulas. Era un modelo, un oasis en una ciudad donde había miles de niños sin hogar, que trabajaban empujando carros de mercado a la intemperie, o cosas peores. Arkady vio, en un patio de recreo, un círculo de niñas que servían té a sus muñecas. Se las veía felices.

    Zhenya subió al auto, se puso el cinturón de seguridad y apretó contra sí su libro de cuentos y su juego de ajedrez. Miraba derecho hacia delante, como un soldado.

    —Y bien, ¿qué harán, entonces? — preguntó Olga Andreevna a Arkady.
    —Bueno, ya que somos unas almas tan alegres, podemos hacer cualquier cosa.
    —¿Él le habla?
    —Lee su libro.
    —¿Pero habla con usted?
    —No.
    —¿Y cómo se comunican?
    —Para serie franco, no lo sé.

    Arkady tenía un Zhiguli 9, un automóvil resistente, no impactante pero construido para las calles rusas. Avanzaron a lo largo del paredón del río, pasando ante pescadores en busca de vida acuática urbana. Si se tomaba en cuenta la nube negra de escapes de camiones y el verde deprimido del río Moscú, en optimismo los pescadores resultaban difíciles de superar. Pasó a toda velocidad un BMW, seguido por un equipo de seguridad en una camioneta 4 x 4. En realidad, la ciudad estaba más segura que en años, y los autos de custodia servían sobre todo a los fines de la apariencia, como el séquito de un noble. Los empresarios más feroces ya se habían matado entre ellos, y la tregua entre las mafias parecía mantenerse. Por supuesto, los hombres prudentes adoptaban todas las formas de seguridad posibles. Los restaurantes, por ejemplo, tenían tantos guardias de seguridad privados como un representante de la mafia local en la puerta. Moscú había alcanzado un equilibrio, lo que tornaba el suicidio de Ivanov aún más difícil de entender.

    Zhenya leía en voz alta su cuento preferido, sobre una niña abandonada por el padre y enviada por la madrastra a lo profundo del bosque para que la matara y la comiera una bruja, Baba Yaga.

    —”Baba Yaga tenía una nariz larga y azul, y dientes de metal, y vivía en una choza con patas de gallina, que podía caminar por el bosque y detenerse donde Baba Yaga le ordenaba. Alrededor de la choza había una cerca adornada con calaveras. La mayoría de las víctimas moría de sólo ver a Baba Yaga. Los hombres más fuertes, los señores más adinerados, todos. La bruja hervía la carne hasta desprenderla de los huesos y cuando habla comido hasta el último bocado agregaba los cráneos a la espantosa cerca. Unos cuantos prisioneros vivían lo suficiente para escapar, pero Baba Vaga los perseguía volando en un mortero mágico.”

    Sin embargo, página tras página, mediante la bondad y el coraje, la niña lograba escapar y abrirse paso por el bosque hasta donde se encontraba su padre, que se deshacía de la madrastra malvada. Cuando Zhenya terminó de leer, echó un rápido vistazo a Arkady y se acomodó en el asiento; un ritual cumplido.

    En la colina de los Gorriones, Arkady detuvo el auto frente a la Universidad de Moscú, uno de los rascacielos de Stalin, construido por presos en medio de tal fiebre de altos estudios y con tal costo de vidas que se decía que habían quedado cuerpos sepultados. Ése era un cuento de hadas que podía guardarse para sí, pensó Arkady.

    —¿Te divertiste esta semana? — preguntó al niño.

    Zhenya no dijo nada. Aun así, Arkady intentó una sonrisa. Al fin y al cabo, muchos niños del refugio habían sufrido abuso y abandono; no podía esperarse que fueran unos rayos de sol. A algunos los adoptaban y se marchaban del refugio. Zhenya, con su nariz afilada y su voto de silencio, no era un candidato probable.

    Él mismo habría sido más difícil de complacer, pensó Arkady, si hubiera tenido en su infancia una mejor opinión de sí. Según recordaba, había sido un sujeto antipático, desprovisto de capacidad social y aislado por el aura de miedo que rodeaba a su padre, un oficial del ejército de lo más dispuesto a humillar a los adultos, y ni hablar a un niño. En cuanto Arkady llegaba al departamento en que vivían, sabía si el general ya estaba allí sólo por la quietud del aire. Hasta el vestíbulo parecía contener el aliento. De modo que ahora tenía poca experiencia personal en que basarse. Su padre jamás lo había llevado de paseo. A veces el sargento Belov, ayudante de su padre, lo llevaba al parque. Lo mejor eran los inviernos, cuando el sargento, caminando con pesadez y resoplando como un caballo, lo llevaba tirando de un trineo por la nieve. Si no, Arkady paseaba con su madre, que tendía a caminar adelante, una mujer delgada, con una trenza oscura, perdida en su mundo.

    Zhenya siempre insistía en ir al parque Gorky. En cuanto compraban las entradas e ingresaban, Arkady se hacía a un lado mientras Zhenya recorría con lentitud la fuente de la plaza para mirar a la muchedumbre. Pelusas de semillas de álamo blanco flotaban en el aire y se juntaban alrededor de los puestos. Los cuervos patrullaban en busca de migas de sándwiches. El parque Gorky era oficialmente un parque de cultura, dedicado en especial a funciones de música clásica al aire libre y paseos entre los árboles. Con el tiempo, los grupos de rock acapararon el podio de la orquesta, y los paseos habían cedido lugar a los entretenimientos y los juegos. Como siempre, Zhenya regresó de la fuente desalentado.

    —Disparémosle a algo —propuso Arkady. Eso solía animar a los varones.

    Con cinco rubIos compró cinco turnos para disparar con un rifle de aire comprimido a una hilera de latas de gaseosa. Arkady recordaba la época en que los blancos eran bombarderos estadounidenses colgados de cuerdas, algo a lo que valía la pena disparar. De allí se dirigieron a la casa del terror, donde avanzaron por una senda oscura entre gemidos aburridos y murciélagos oscilantes. A continuación venía una nave espacial de verdad, que realmente había orbitado alrededor de la Tierra; tenía asientos y se sacudía de un lado a otro para simular un descenso dificultoso.

    Arkady preguntó:

    —¿Qué crees, capitán? ¿Deberíamos regresar a la Tierra?

    Zhenya se bajó de la silla y se marchó sin siquiera dirigirle una mirada.

    Era un poco como acompañar a un sonámbulo. Arkady estaba allí, pero invisible, y Zhenya caminaba derecho, sin distraerse. Se detuvieron, como lo hacían en cada paseo, a mirar a los que practicaban salto bungee. Eran adolescentes, que se turnaban para saltar en el aire desde la plataforma —sacudiéndose, chillando de miedo—, arrojarse y volver subir de un tirón un instante antes de dar contra el suelo. Las chicas eran sensacionales, con el cabello que les ondeaba al bajar y caía con brusquedad cuando se interrumpía la caída. Arkady no pudo sino pensar en Ivanov y la diferencia entre la diversión de la casi—muerte y la muerte de verdad, la profunda diferencia entre ponerse de pie de un salto, entre risas, y quedar aplastado en la acera. Por su parte, a Zhenya no parecía importarle si los que saltaban morían o sobrevivían. Siempre se ubicaba en el mismo sitio y miraba con cautela a su alrededor. Después fue hacia la montaña rusa.

    Hizo las vueltas en el mismo orden: una completa, un columpio gigante y un paseo en un bote de pedal alrededor de un lago artificial. Arkady y él se echaron atrás en los asientos y pedalearon, igual que las veces anteriores, mientras cisnes negros y cisnes blancos pasaban nadando cerca. Aunque era domingo, en el parque reinaba una atmósfera silenciosa. También pasaban patinadores que se deslizaban con pasos largos y fáciles. Por los altoparlantes se oía a los Beatles: “Yesterday”. Zhenya parecía acalorado con su chaqueta y su gorra, pero Arkady sabía que no debla sugerirle que se las quitara.

    Al ver unos abedules plateados Junto al agua, Arkady pregunto:

    —¿Has venido alguna vez en invierno?

    Habría dado lo mismo que Zhenya fuera sordo.

    —¿Patinas sobre hielo? — preguntó Arkady.

    Zhenya miró derecho hacia adelante.

    —Patinar sobre hielo acá, en invierno, es maravilloso —afirmó Arkady—. Tal vez debiéramos hacerlo.

    Zhenya ni parpadeó.

    Arkady continuó:

    —Lamento no saber desempeñarme mejor. Nunca fui bueno para los chistes, no consigo recordarlos, En la época soviética, cuando la situación era desesperada, teníamos muy buenos chistes.

    Ya que en el refugio para niños daban comida nutritiva, Arkady colmó a Zhenya de golosinas y gaseosas, Comieron en una mesa al aire libre mientras jugaban al ajedrez con piezas gastadas por el uso, en un tablero arreglado más de una vez con cinta adhesiva. Zhenya no hablaba ni siquiera para decir: “¡Mate!”. Se limitaba a derribar el rey de Arkady en el momento debido y volver a acomodar las piezas.

    —¿Alguna vez has probado jugar al fútbol? — preguntó Arkady—. ¿O coleccionar estampillas? ¿Tienes una red para cazar mariposas?

    Zhenya se concentraba en el tablero. La directora del refugio le había dicho a Arkady que el niño solucionaba en soledad problemas de ajedrez todas las noches hasta que apagaban las luces.

    —Tal vez te preguntes cómo es que un investigador como yo esta libre en un día tan lindo. Es porque el fiscal, mi jefe, considera que necesito hacer otra cosa. Está clarísimo que necesito un cambio, porque no sé distinguir un suicidio cuando lo veo. Un investigador que no sepa distinguir un suicidio cuando lo ve necesita hacer otra cosa.

    La jugada de Arkady, la retirada de un caballo a una posición inútil a un costado del tablero, hizo que Zhenya levantara la vista como para detectar una trampa. Nada de que preocuparse, pensó Arkady.

    —¿Has oído nombrar a Pavel Ilych Ivanov? — preguntó—. ¿No? ¿Y a Pasha Ivanov? Un nombre más interesante. Pavel es anticuado, duro. Pasha es oriental, del Oriente, con turbante y espada. Mucho mejor que Pavel.

    Zhenya se puso de pie para ver el tablero desde otro ángulo. Arkady se habría dado por vencido, pero sabía que a Zhenya le encantaba obtener una victoria totalmente aplastante.

    Arkady dijo:

    —Mira qué curioso: si estudias a alguien durante bastante tiempo, si dedicas suficiente esfuerzo a entenderlo, puede volverse parte de tu vida. No un amigo, sino una especie de conocido. Para expresarlo de otro modo, una sombra tiene que estar cerca, ¿no? Creí que estaba empezando a entender a Pasha, y entonces encontré sal. — Arkady buscó una reacción, en vano—. Sí, es para sorprenderse. Había mucha sal en el departamento. Eso no es un crimen, aunque podría ser un indicio. Hay quienes dicen que es de esperar de un hombre que iba a quitarse la vida: un vestidor lleno de sal. Quizá tengan razón. O no. Nosotros no investigamos los suicidios, pero ¿cómo sabes que es un suicidio si no investigas? Ésa es la cuestión.

    Zhenya se comió rápidamente el caballo, revelando la debilidad del alfil de Arkady. Arkady movió el rey. Enseguida el alfil desapareció en la mano de Zhenya, y Arkady hizo avanzar otro cordero sacrificial.

    —Pero el fiscal no quiere complicaciones, en especial de parte de un investigador difícil, una reliquia de la época soviética, un hombre cuesta abajo. Algunos hombres marchan seguros de una época histórica a la siguiente; otros van cuesta abajo. Me han dicho que disfrute de un descanso mientras las cosas se asientan, y por eso puedo pasar el día contigo —Zhenya empujó una torre grande como un camión por todo el largo del tablero, derribó el rey de Arkady y metió todas las piezas en la caja. No había escuchado una sola palabra.

    La última etapa del paseo fue una vuelta en la rueda gigante, que seguía girando mientras Arkady y Zhenya entregaban sus entradas, subían a los asientos y trababan la barra sujetadora. Una revolución completa de la rueda, de cincuenta metros de diámetro, demoraba cinco minutos. Mientras se elevaba se podía contemplar una vista primero del parque de diversiones, luego de los gansos que levantaban vuelo desde el lago y los patinadores que se deslizaban por los senderos y al final, en el punto mas alto, a través de una bruma aérea de pelusas de álamo, un panorama de la gris Moscú diurna, un relámpago de oro de iglesia a iglesia y unos quejidos distantes de tránsito y construcción. Durante toda la vuelta, Zhenya estiraba el cuello para mirar a un lado y luego al otro, como si pudiera abarcar toda la población de la ciudad.

    Arkady había intentado encontrar al padre de Zhenya, aunque el niño se negaba a darle el nombre de pila o colaborar para que un dibujante de la milicia hiciera un retrato aproximado. Sin embargo, Arkady había revisado los registros moscovitas de residencia, nacimiento y conscripción en busca de Lysenkos. Por si el padre fuera alcohólico, preguntó en sitios de rehabilitación. Como Zhenya jugaba tan bien, averiguó en clubes de ajedrez. Y, debido a que Zhenya era tan temeroso de la autoridad, Arkady revisó también en los registros de arrestos. Surgieron seis hombres posibles, pero todos estaban cumpliendo largos períodos en instituciones, en Chechenia o en prisión.

    Cuando Zhenya y Arkady estaban en el punto más alto, la rueda se detuvo. El encargado, desde tierra, les gritó y les hizo una seña con la mano. Nada de qué preocuparse. A Zhenya le alegró tener más tiempo para observar con detenimiento la ciudad, mientras Arkady contemplaba las virtudes del retiro anticipado: la oportunidad de aprender nuevos idiomas, otros bailes, viajar a lugares exóticos. Sin la menor duda, el fiscal no lo tenía en alta estima Cuando se había estado en lo más alto de la rueda gigante de la vida, por decirlo así, cualquier otra cosa quedaba muy por debajo de las aspiraciones: Y allí se encontraba él, literalmente suspendido. Unas pelusas de álamo pasaron volando como la capa de mugre de un río.

    La rueda comenzó a girar otra vez, y Arkady sonrió, para demostrar que no se había distraído.

    —¿Sabes? En Islandia hay una especie de diablito, un duendecillo que no es más que una cabeza sobre un pie. Es muy juguetón, muy travieso, le gusta esconder cosas, como las llaves y los calcetines, y sólo puedes verlo por el rabillo del ojo; si lo miras de frente, desaparece. Tal vez ésa sea la mejor manera de ver a algunas personas.

    Zhenya no dio muestras de haber oído una sola palabra, lo que constituía una declaración, en sí misma, de que Arkady no era más que un vehículo, un medio para un fin. Cuando llegaron al suelo, el niño bajó, listo para volver al refugio, y Arkady lo dejó ir adelante.

    El truco, pensó Arkady, consistía en no esperar más que eso. Resultaba evidente que, en el pasado, Zhenya había ido al parque con el padre, y a esas alturas el investigador sabía con exactitud cómo solían pasar el día. La lógica infantil decía que, si el padre había ido allí antes, iría otra vez, e incluso se lo podía evocar mágicamente mediante una recreación de aquella jornada. Zhenya era un soldadito sombrío que defendía un último puesto de avanzada de la memoria, y cualquier palabra que intercambiara con Arkady enmudecería y desdibujaría aún más al padre. Una sonrisa podía ser algo tan malo como traficar con el enemigo.

    A la salida del parque sonó el teléfono celular de Arkady. Era el fiscal Zurin.

    —Renko, ¿qué le dijo a Hoffman anoche?
    —¿Sobre qué?
    —Ya lo sabe. ¿Dónde está?
    —En el Parque de Cultura y Descanso. Estoy descansando —vio que Zhenya aprovechaba la oportunidad para dar una vuelta más a la fuente.
    —¿Relajándose?
    —Quisiera pensar que sí.
    —Porque anoche estaba tan nervioso, tan lleno de… especulación, ¿no? Hoffman quiere verlo.
    —¿Por qué?
    —Anoche usted le dijo algo. Algo que no alcancé a oír, aunque nada de lo que le oí decir tenía ningún sentido. Jamás he visto un caso de suicidio más claro.
    —Entonces ha determinado oficialmente que Ivanov se mató.
    —¿Por qué no?

    Arkady no contestó de inmediato.

    —Si usted está satisfecho, no veo qué podría hacer yo.
    —No sea evasivo, Renko. Fue usted el que destapó esta olla, y será usted el que la cierre. Hoffman quiere que ate los cabos sueltos. No entiendo por qué no se limita a volver a su país.
    —Porque, según recuerdo, huyó de los Estados Unidos.
    —Bueno, como un gesto de cortesía hacia él, y para terminar con este asunto, quiere que le respondan unas preguntas más. Ivanov era judío, ¿no? Es decir, la madre.
    —¿Y?
    —Nada, quiero decir que él y Hoffman eran del mismo palo.

    Arkady esperó que dijera más, pero al parecer Zurin creyó haberse hecho entender.

    —Recibo mis órdenes de usted, fiscal Zurin. ¿Cuáles son sus órdenes? — Arkady quería que aquello quedara claro.
    —¿Qué hora es?
    —Las cuatro de la tarde.
    —Primero haga salir a Hoffman del departamento. Después vaya a trabajar, mañana por la mañana.
    —¿Por qué no esta noche?
    —Por la mañana.
    —Si hago salir a Hoffman del departamento, ¿cómo volveré a entrar?
    —Ahora el ascensorista ya conoce el código. Es de la vieja guardia. Confiable.
    —¿Y usted qué espera que haga yo?
    —Lo que le pida Hoffman. Solucione este asunto de una vez por todas. No lo complique, no lo estire; sólo soluciónelo.
    —¿Eso significa que lo termine o que lo resuelva?
    —Usted sabe muy bien lo que significa.
    —No lo sé. Estoy bastante involucrado —Zhenya iba terminando su nueva vuelta a la fuente.
    —Vaya para allá ahora.
    —Necesito un detective. Debería tener un compañero, pero me conformaré con Víctor Fedorov.
    —¿Por qué él? Odia a los empresarios.
    —Tal vez sea más difícil de comprar.
    —Vaya de una vez.
    —¿Me devolverán mis expedientes?
    —No.

    Zurin cortó. Quizás el fiscal se había mostrado un poco más terminante que de costumbre, pero, en general, la conversación había sido todo lo agradable que Arkady podría haber deseado.

    Bobby Hoffman hizo pasar a Arkady y a Víctor al departamento de Ivanov y volvió a desplomarse en el sofá. A pesar del aire acondicionado, en la habitación flotaba el olor de la vigilia de toda la noche. Hoffman tenía el pelo enmarañado, los ojos empañados, y huellas de lágrimas se le entremezclaban en la barba rojiza un tanto crecida de las mandíbulas. Se le veía la ropa arrugada, aunque la chaqueta que le había regalado Pasha estaba doblada sobre la mesita baja, junto a una copa y dos botellas vacías de coñac. Dijo:

    —No tengo el código del teclado, así que me quedé.
    —¿Por qué? — preguntó Arkady.
    —Para aclarar las cosas.
    —Aclarémoslas, por favor.

    Hoffman ladeó la cabeza y sonrió.

    —Renko, en lo que hace a su investigación, quiero que sepa que usted no nos habría tocado, ni a Pasha ni a mí, ni en mil años. La Comisión estadounidense de Valores y Bolsa nunca pudo acusarme de nada.
    —Usted huyó del país.
    —¿Sabe lo que les digo siempre a los que se quejan? ¡Lea la letra pequeña, imbécil!
    —¿La letra pequeña es la importante?
    —Por eso es pequeña.
    —Ajá. ¿Y esa letra pequeña podría decir: "Usted será el hombre más rico del mundo y vivir en un palacio con una mujer hermosa, pero un día caerá de la ventana de un décimo piso"? — replicó Arkady.
    —Sí.

    Hoffman se desinfló, y Arkady pensó que, pese a sus bravuconadas, sin la protección de Pasha Ivanov, Bobby Hoffman era un molusco sin caparazón, un tierno bocado estadounidense en el lecho del océano ruso.

    —¿Por qué no se va de Moscú? — le preguntó Arkady—. Tome un millón de dólares de la empresa y váyase. Establézcase en Chipre o en Mónaco.
    —Eso fue lo que me sugirió Timofeyev, salvo que la cifra que él dijo fue diez millones.
    —Es mucho.
    —Mire, las cuentas bancarias que abrimos Pasha y yo fuera del país ascienden a cerca de mil millones. No todo es dinero nuestro, por supuesto, pero eso sí que es mucho.

    ¿Mil millones de dólares? Arkady trató de no imaginar los ceros.

    —Tiene razón.

    Víctor tomó una silla y apoyó el portafolio. Echó al departamento la mirada fría de un bolchevique en el Palacio de Invierno. Del portafolio sacó un cenicero personal hecho con una lata de gaseosa vacía, aunque los agujeros de su suéter sugerían que apagaba sus cigarrillos directamente ahí. También había puesto, ligero de dedos, los vasos de la noche anterior en bolsas de plástico con etiquetas que decían: "Zurin", "Timofeyev" y "Rina Shevchenko", por las dudas.

    Hoffman contempló las botellas vacías.

    —Quedarse acá es como mirar una película y repasar todos los guiones posibles. Pasha saltando por la ventana, o arrastrado y arrojado, una y otra vez. Renko, usted es el experto: ¿Pasha fue asesinado?
    —No tengo idea.
    —Gracias, eso me sirve mucho. Anoche daba la impresión de tener sospechas.
    —Pensé que la escena merecía más investigación.
    —Porque en cuanto empezó a husmear encontró un vestidor lleno de sal. ¿De qué se trata eso?
    —Esperaba que pudiera decírmelo usted. ¿Nunca antes había notado eso en Ivanov? ¿Una fijación con la sal?
    —No. Lo único que sé es que no todo no era tan simple como dijeron el fiscal y Timofeyev. Usted tenía razón en cuanto a que Pasha había cambiado. No nos permitía entrar aquí. Surgieron todo tipo de rarezas. Usaba la ropa una vez y después la tiraba. No como cuando me regalo la chaqueta; tiraba la ropa en tachos de basura. Y salía con el auto por ahí, y de pronto cambiaba de ruta, como si estuviera huyendo.
    —Como usted —intervino Víctor.
    —Sólo que él no huyó lejos —replicó Arkady—. Se quedó en Moscú.
    —¿Cómo podía irse? — contestó Hoffman—. Pasha siempre decía: "Los negocios son un asunto personal. Si muestras miedo, estás muerto". De todos modos, usted quería más tiempo para investigar. Muy bien, le compré un poco.
    —¿Cómo lo logró?
    —Puedes tutearme.
    —¿Cómo lo lograste, Bobby?
    —NoviRus tiene socios extranjeros. Le dije a Timofeyev que, a menos que tú estuvieras en el caso, les informaría que la causa de la muerte de Pasha no se resolvió por completo. A los socios extranjeros los pone nerviosos la violencia rusa. Yo siempre les digo que se exagera.
    —Por supuesto.
    —Nada puede estorbar un proyecto importante… ni el Juicio Final impediría un acuerdo petrolero… Pero puedo ganar tiempo durante uno o dos días hasta que se declare a la empresa "en buena salud".
    —¿El detective y yo seremos los médicos encargados de decidir el buen estado de salud de esta empresa multimillonaria? Me siento halagado.
    —Podría comenzar dándoles una bonificación de mil dólares. ¿No es suficiente? Diez mil dólares para los dos.
    —No, gracias.
    —¿No les gusta el dinero? ¿Qué son? ¿Comunistas? — la sonrisa de Hoffman quedó a mitad de camino entre el insulto y la simpatía.
    —El problema es que no te creo. Los estadounidenses no aceptarán la palabra ni de un delincuente como tú ni de un investigador como yo. NoviRus tiene su propia fuerza de seguridad, que incluye a ex detectives. Ponlos a investigar. A ellos les pagan de veras.
    —Les pagan para proteger la empresa —contestó Hoffman—. Ayer eso significaba proteger a Pasha; hoy, proteger a Timofeyev. De todas formas, está a cargo el coronel Ozhogin, que me odia.
    —Si no le gustas a Ozhogin, te aconsejo que subas al próximo avión. Estoy seguro de que la violencia rusa se exagera, pero no le sirve a nadie que te quedes en Moscú.

    Para cualquier hombre, la antipatía de Ozhogin constituía un buen motivo para marcharse a climas extranjeros, pensó Arkady.

    Después de que hagas algunas preguntas. Nos perseguiste a Pasha y a mí durante meses. Ahora puedes perseguir a algún otro.

    —No es tan simple, como dijiste tú.
    —Lo único que pido es unas cuantas preguntas.

    Arkady hizo una seña a Víctor, que abrió una carpeta de su portafolio Y dijo:

    —Yo también puedo tutearte? — luego pronunció su nombre como si fuera un caramelo duro—: Bobby, habría algo más que una o dos preguntas. Tendríamos que hablar con todos os que vieron a Pasha anoche, su chofer y sus guardaespaldas, el personal del edificio. Además, tendríamos que ver las cintas de seguridad.
    —A Ozhogin no le gustará.

    Arkady se encogió de hombros.

    —Si Ivanov no se suicidó, hubo una falla de seguridad.
    —Para hacer un trabajo completo —continuó Víctor—, también deberíamos hablar con sus amigos.
    —No estaban acá.
    —Conocían a Ivanov. Sus amigos y la mujer con la que salía, como la que estaba acá anoche.
    —Rina es una gran muchacha. Muy artística.

    Víctor dirigió a Arkady una mirada significativa. En una oportunidad el detective había inventado una teoría llamada "Voltear a la viuda", para identificar a un probable asesino sobre la base de quién se ponía primero en la fila para consolar a una cónyuge doliente.

    —Y a los enemigos.
    —Todos tienen enemigos. Hasta George Washington tenía enemigos.
    —No tantos como Pasha —replicó Arkady—. Hubo atentados anteriores contra su vida. Tendríamos que verificar quiénes estuvieron Involucrados y dónde están ahora. No es simple cuestión de un día más y unas cuantas preguntas.

    Víctor echó una colilla en la lata de gaseosa.

    —Lo que el investigador quiere saber es: si avanzamos, ¿vas a salir corriendo y dejarnos con os pantalones bajos y el trasero al aire?
    —Si es así, el detective te recomienda que empieces a correr ya mismo —dijo Arkady—. Antes de que empecemos. Bobby se hundió más en el sofá.
    —Me quedaré aquí.
    —Si empezamos, esto es una posible escena de crimen, y lo primerísimo es sacarte de acá.
    —Tenemos que hablar —le dijo Víctor a Arkady.

    Los dos hombres se retiraron al pasillo blanco. Víctor encendió un cigarrillo y lo aspiró como si fuera oxígeno.

    —Me estoy muriendo. Tengo problemas de corazón, de pulmones, de hígado. El drama es que me estoy muriendo demasiado lentamente. En otros tiempos mi pensión significaba algo. Ahora tengo que trabajar hasta que me lleven a la tumba. El otro día corrí. Me parecía oír campanas de iglesia. Era mi pecho. Están subiendo el precio del vodka y el tabaco. Ya no me molesto en comer. Quince marcas de pasta italiana, ¿pero quién puede pagarlas? Entonces, ¿de veras quiero pasar mis últimos días jugando al guardaespaldas de un mierda inútil como Bobby Hoffman? Porque eso es lo único para lo que nos quiere: como guardaespaldas. Y desaparecerá, desaparecerá en cuanto logre arrancarle más dinero a Timofeyev. Huirá cuando más lo necesitemos.
    —Ya podría haber huido.
    —Sólo está subiendo el precio.
    —Dijiste que había buenas huellas en los vidrios. Tal vez haya más.
    —Arkady, estas personas son diferentes. Cada uno sólo se preocupa por sí mismo. ¿Ivanov está muerto? Que Dios lo ayude.
    —¿Entonces tú no crees que haya sido suicidio?
    —¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Antes, los rusos mataban por mujeres o por poder: motivos de verdad. Ahora matan por dinero.
    —El rublo no era dinero de verdad —comentó Arkady.
    —Bueno, pero nos vamos, ¿no?

    Cuando regresaron, Bobby Hoffman estaba hundido en el sofá. Podía leer el veredicto en sus ojos. Arkady se proponía darle la mala noticia y seguir con lo suyo, pero se demoró contemplando unas franjas de luz de sol que vibraban a lo largo de la habitación. Se podía discutir si una decoración en blanco era tímida o audaz, pensó Arkady, pero no se podía negar que Rina había hecho un trabajo profesional. Toda la habitación relucía, y el cromo del bar arrojaba un reflejo resplandeciente sobre las fotografías de Pasha Ivanov y su constelación de amigos famosos y poderosos. El mundo de Ivanov se hallaba tan lejos del ruso medio que las fotos bien podrían haberse tomado con un telescopio apuntado a las estrellas. Aquello era lo máximo que Arkady se había acercado a NoviRus. Estaba, por el momento, dentro del campamento enemigo.

    Cuando llego al sofá, Hoffman tomo en sus manos rechonchas las del investigador.

    —Sí, saqué un disco con datos confidenciales de la computadora de Pasha: empresas falsas, sobornos, coimas, cuentas bancarias. Iba a ser mi reaseguro, pero se lo daré a ustedes. Ese fue el trato que hice con Ozhogin y Zurin: el disco a cambio de unos días de ayuda de ustedes. No me pregunten dónde lo puse; está a salvo. Tenían razón: soy un corrupto. Qué gran noticia. ¿Saben por qué estoy haciendo esto? No podía volver a mi casa. No tenía fuerzas, y tampoco podía dormir, así que me senté acá. En plena noche oí un ruido, como de fricción. Creí que eran ratones, así que tomé una linterna y recorrí el departamento. Ningún ratón. Pero seguía oyéndolo. Al final bajé al vestíbulo para preguntarle al recepcionista. Pero no estaba en su escritorio. Estaba afuera, con el portero, con las rodillas y las manos en el piso, con cepillos y lejía, fregando la sangre de la acera. Sí, hicieron eso; no queda ni una manchita. Y eso era lo que oía diez pisos más arriba: cómo fregaban. Sé que es imposible, pero es lo que oí. Y pensé, Renko: "Hay un hijo de puta que debe de haber oído la friega. Ése es al que quiero".


    3


    En el video en blanco y negro, los dos Mercedes se acercaban a la cámara de seguridad de la calle, y unos guardaespaldas —hombres robustos, aun más inflados por los chalecos antibalas que vestían bajo el traje— bajaban del automóvil de custodia y se desplegaban hasta la entrada del edificio, cubierta por un toldo. Sólo entonces el conductor rodeo el auto principal para abrir la puerta del lado de la acera.

    En una esquina de la cinta Iba marcando el tiempo un reloj digital. 21:28. 21:29. 21:30. Al fin Pasha Ivanov salía del asiento de atrás. Parecía más despeinado que el Ivanov dinámico de la galería de fotos del departamento. Por la mañana Arkady había interrogado al chofer, que le había dicho que Ivanov no había pronunciado una sola palabra en todo el trayecto desde la oficina hasta el departamento, ni siquiera una llamada por el teléfono celular.

    Algo distraía a Ivanov. Dos perros salchicha tironeaban de sus correas para olfatearle el portafolio. Aunque la cinta era muda, Arkady leyó los labios del millonario: "¿Cachorritos?", le preguntó al dueño. En cuanto pasaron los perros, Ivanov apretó el portafolio contra el pecho y entró en el edificio. Arkady pasó a la cinta del vestíbulo.

    El vestíbulo de mármol tenía una iluminación tan fuerte que todos se veían con una especie de halo. El portero y el recepcionista vestían chaquetas con galones; abajo llevaban pistoleras, no demasiado evidentes. Una vez que activó el botón de llamada con una llave, el portero se quedó al lado de Ivanov mientras éste se llevaba un pañuelo a la nariz. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Arkady pasó a esa cinta. Ya había entrevistado al ascensorista, ex guardia del Kremlin, canoso pero duro como una bolsa de arena.

    Arkady le preguntó si él e Ivanov habían hablado. El ascensorista dijo:

    —Me entrené en las escaleras del Kremlin. Los hombres importantes no mantienen charlas intrascendentes.

    En la cinta, Ivanov marcaba un código en el teclado y, mientras se abrían las puertas, se volvía hacia la cámara del ascensor. La lente ojo de pez le hacía la cara desproporcionadamente grande; los ojos, encima del pañuelo que sujetaba contra la nariz, se hundía en sombras. Tal vez tenía un resfrío de verano, como Timofeyev. Al final Ivanov cruzaba las puertas abiertas, y a Arkady le pareció un actor que se apresura a salir al escenario, de pronto vacilante, de pronto apresurado otra vez. En la cinta la hora era 21:33.

    Arkady cambió otra vez a la cinta de la calle y la adelantó hasta las 21:47. La acera estaba despejada; los dos automóviles se hallaban todavía junto a la acera, y se filtraban las luces del tránsito.

    A las 21:48 un borrón que venía de arriba cayó en la acera. Las puertas del auto de custodia se abrieron de golpe y los guardaespaldas se desparramaron formando un círculo defensivo alrededor de algo que podía haber sido una pila de trapos con piernas. Un hombre se precipitó al edificio, otro se arrodilló a palpar el cuello de Ivanov, mientras el conductor del sedán rodeaba el automóvil corriendo para abrir una puerta trasera. El hombre que tomaba el pulso a Ivanov —o su ausencia— meneó la cabeza mientras surgía a la vista el portero, abriendo los brazos en gesto de incredulidad.

    Ésa era la película de Pasha Ivanov, una historia con principio y final, pero sin medio.

    Arkady hizo retroceder la cinta y miró cuadro por cuadro. La parte superior del cuerpo de Ivanov caía desde lo alto de la pantalla; los hombros levantados soportaron el impacto más fuerte de la caída.

    La cabeza se doblaba por la fuerza del golpe, ya cuando entraban las piernas en el cuadro.

    El tronco y el resto del cuerpo se desplomaban en un círculo de polvo que estallaba desde la acera hacia arriba.

    Pasha Ivanov se depositaba en el suelo mientras las puertas del auto de custodia se abrían de golpe y, en cámara lenta, los guardaespaldas se apiñaban alrededor del cuerpo.

    Arkady observó para ver si alguno del equipo de seguridad, mientras estaban en el auto y antes de que Ivanov bajara del cielo, miraba hacia arriba; después estudió las imágenes en busca de algo parecido a un salero que cayera junto con Ivanov o se soltara cor la fuerza de la caída. Nada. Y luego miró si alguno de los guardias juntaba algo después. Ninguno. Permanecían todos en la acera, tan útiles como plantas en macetas.

    El portero de turno seguía mirando hacia arriba, dijo:

    —Yo estaba en las Fuerzas Especiales, así que he visto paracaídas que no se abrían y cuerpos que había que levantar del suelo con cuchara, ¿pero alguien que cayera del cielo, acá? ¡E Ivanov, nada menos! Buen tipo, debo decir un tipo generoso, Pero… ¿y si se hubiera caído sobre el portero? ¿No lo pensó? Ahora, cuando me pasa por encima una paloma, me agacho.
    —¿Su nombre? — pregunto Arkady.

    Kuznetsov, Grisha —todavía se le notaba la marca del ejército. Cauteloso con las autoridades,

    —¿Estaba de turno hace dos días.
    —En el turno de día. No estaba acá a la noche, cuando sucedió así que no sé qué podría decirle,
    —Lléveme a recorrer el lugar, si es tan amable.
    —¿Qué lugar?
    —El edificio, desde el frente hasta el fondo.
    —¿Por un suicidio? ¿Por qué?
    —Detalles irritantes,
    —Detalles irritantes —murmuró Grisha mientras pasaba el tránsito. Se encogió de hombros—, Está bien.

    El edificio contaba con poco personal los fines de semana, según dijo Grisha; sólo él, el recepcionista y el ascensorista. Los días laborables había otros dos hombres, encargados de reparaciones, que trabajaban en la puerta de servicio y el ascensor de servicio, o recogían la basura. También se encargaban de la limpieza, si los residentes lo pedían. Las cámaras de seguridad captaban la calle, el vestíbulo, el ascensor principal y el callejón de servicio. Al fondo del vestíbulo, Grisha marcó un código en un teclado situado junto a una puerta que tenía un cartel que decía: “SÓLO PARA EL PERSONAL”. La puerta se abrió y Grisha condujo a Arkady hasta un sector que consistía en un vestuario, con armarios, fregadero, microondas; un baño; una sala de máquinas con caldera y termotanque; un taller de reparaciones donde dos hombres a los que Grisha identificó como Pedo A Y Pedo B enroscaban atentamente un caño; una zona de bauleras donde los residentes guardaban alfombras, esquís y cosas semejantes; y al final una playa de estacionamiento para vehículos de carga. Todas las puertas tenían un teclado y un código diferente.

    Grisha dijo:

    —Debería ir a Seguridad NoviRus. Es como un búnker subterráneo. Ahí tienen de todo: plano del edificio, códigos, lo que se le ocurra.
    —Buena idea —Seguridad NoviRus era el último lugar al que quería ir Arkady—. ¿Puede abrir la playa?

    Al abrir la puerta entró un raudal de luz, y Arkady se encontró frente a un ancho callejón de servicio, de amplitud suficiente para contener un camión de mudanzas. Había grandes tachos de basura a lo largo de la pared de ladrillos que constituía la parte posterior de otros edificios, más bajos, cuyo frente daba a la otra calle. No obstante, había cámaras de seguridad apuntadas desde la playa donde se hallaban Grisha y Arkady hacia el callejón, y desde los edificios nuevos de cada lado. Había también una motocicleta verde y negra, una Kawasaki, debajo de un cartel que prohibía estacionar allí. La moto, semejante a una mantis religiosa, parecía veloz.

    El portero arrugó la cara de tal manera que Arkady le preguntó:

    —¿Suya?
    —Estacionar por acá es una lata, ¡y con Pedo A y Pedo B, peor! — Grisha señaló con la cabeza hacia donde estaban los hombres—. A veces puedo encontrar un espacio y a veces no, pero no me dejan usar la playa —agregó. Mientras iban hacia la moto, Arkady reparó en un cartel de cartón sujeto al asiento: “NO TOQUE ESTA MOTO. LO ESTOY OBSERVANDO”. Grisha le pidió prestado un bolígrafo y subrayó “observando”—. Así está mejor.
    —Buena máquina.
    —Antes tenía una Uralmoto —dijo Grisha, para hacerle saber lo lejos que había llegado en el mundo.

    Arkady vio una puerta para peatones junto a la playa. Cada entrada tenía un teclado propio.

    —¿La gente estaciona acá?
    —Mierda, no. Los Pedos también se meten con ellos.
    —¿En domingo, cuando los mecánicos no trabajan?
    —¿Cuando estamos cortos de personal? Mire, no podemos dejar nuestro puesto cada vez que un coche se detiene en el callejón. Les damos diez minutos, y después los echamos.
    —¿Pasó eso este domingo?
    —¿Cuando saltó Ivanov? Yo no estoy por la noche.
    —Entiendo, pero durante su turno, ¿el recepcionista notó algo fuera de lo común en el callejón?

    Grisha se tomó un momento para pensar.

    —No. Además, los domingos la parte de atrás está herméticamente cerrada. Se necesitaría una bomba para entrar.
    —O un código.
    —Pero aun así lo vería la cámara. Lo notaríamos.
    —Por supuesto. ¿Usted estaba adelante?
    —Bajo el toldo, sí.
    —¿Entraba y salía gente?
    —Residentes e invitados.
    —¿Alguien llevaba sal?
    —¿Cuánta sal?
    —Bolsas y bolsas.
    —No.
    —¿Ivanov no llevaba sal a su casa día tras día? ¿No caía sal de su portafolio?
    —No.
    —¿Ninguna entrega de comestibles y sal?
    —No.
    —La sal la tengo yo en el cerebro, ¿no?
    —Sí —respondió Grisha, despacio.
    —Creo que debería hacer algo al respecto.

    El Arbat era un paseo de músicos que tocaban al aire libre, dibujantes de bocetos y puestos de souvenirs que vendían collares de ámbar, muñecas campesinas, afiches retro de Lenin. El consultorio de la doctora Novotny quedaba encima de un cibercafé. La médica le dijo a Arkady que estaba a punto de jubilarse, gracias al dinero que ganaría al vender la propiedad a los constructores que planeaban abrir allí un restaurante griego. A Arkady le gustaba el consultorio tal como era, una sala adormilada con sillas de tapizado recargado y láminas de Kandinsky, fuertes manchones de color que podían ser molinos de viento, pájaros, vacas. Novotny era una mujer enérgica, de setenta años; su rostro, una máscara de líneas alrededor de unos ojos oscuros y brillantes.

    —Vi por primera vez a Pasha Ivanov hace alrededor de un año, en la primera semana de mayo. Parecía un caso típico de nuestros nuevos empresarios. Dinámicos, inteligentes, adaptables; los menos indicados para buscar psicoterapia. Les gusta enviar a sus esposas o amantes; entre las mujeres es algo popular, como el shui, pero rara vez vienen los hombres. De hecho, faltó a sus primeras cuatro sesiones, aunque insistió en pagarlas.
    —¿Por qué la eligió a usted?
    —Porque soy una buena profesional.
    —Ah —a Arkady le gustaban las mujeres que iban directo al grano.
    —Ivanov dijo que le costaba dormir, que es siempre el modo como empiezan. Dicen que quieren una píldora que los ayude a dormir, pero lo que quieren es que les prescriba algo para levantarles el ánimo, cosa que estoy dispuesta a hacer sólo si forma parte de una terapia más amplia. Nos encontrábamos una vez por semana. Era un hombre entretenido, que sabía expresarse muy bien y tenía una enorme confianza en sí mismo. Al mismo tiempo, era muy reservado en ciertos aspectos, como en lo relativo a sus tratos comerciales y, por desgracia, también en lo relativo a la causa, cualquiera haya sido, de su…
    —¿Depresión o miedo? — preguntó Arkady.
    —Ambos, si necesita expresarlo de esa manera. Estaba deprimido, y tenía miedo.
    —¿Mencionó enemigos?
    —No por nombre. Dijo que lo perseguían fantasmas —Novotny abrió una caja de cigarros, tomó uno, le quitó el celofán y se enrolló la banda en un dedo—. No le estoy diciendo que él creía en fantasmas.
    —¿No?
    —No. Lo que le digo es que tenía un pasado oscuro. Los hombres como él llegan adonde llegan porque hacen muchas cosas extraordinarias, algunas de las cuales quizá más tarde lamenten.

    Arkady describió la escena que encontró en el departamento de Ivanov. La doctora le dijo que el espejo roto por cierto podría haber sido una expresión de autoaborrecimiento, y saltar de una ventana era una manera de escapar.

    —Sin embargo, para los hombres los dos motivos de suicidios más habituales son financieros y emocionales, que a menudo evidencian en una libido atrofiada. Ivanov tenía dinero, y una relación sexual sana con su amiga Rina.
    —Usaba Viagra —comentó Arkady.
    —Rina es mucho mas joven.
    —¿Y su salud física?
    —Para un hombre de su edad, era buena.
    —¿No mencionó una infección o un resfrío?
    —No.
    —¿Surgió alguna vez el tema de la sal?
    —No.
    —El piso de su vestidor estaba cubierto de sal.
    —Eso sí que es interesante.
    —Pero usted dice que hace poco falto a unas sesiones.
    —Durante todo un mes, y antes de eso otras, esporádicamente.
    —¿Mencionó algún atentado contra su vida?

    Novotny hizo girar la banda de papel del cigarro alrededor del dedo.

    —No en tantas palabras. Dijo que tenía que ganar la delantera.
    —¿A los fantasmas, o a alguien real?
    —Los fantasmas pueden ser muy reales. En el caso de Ivanov, sin embargo, creo que lo perseguían tanto fantasmas como alguien real.
    —¿Usted cree que era un suicida?
    —Sí. Pero al mismo tiempo era un sobreviviente.
    —Teniendo todo en cuenta, ¿usted cree que se mató?
    —Podría ser. ¿Fue así? El investigador es usted —adoptó una expresión ceñuda pero comprensiva—. Lo lamento, ojalá pudiera ayudarlo más. ¿Quiere un cigarro? Es cubano.
    —No, gracias. ¿Usted fuma?
    —Cuando era niña, todas las mujeres interesantes y modernas fumaban cigarros. Una cosa más, investigador. Tuve la impresión de que los accesos de depresión de Ivanov eran de naturaleza cíclica. Siempre en la primavera, siempre a principios de mayo. Es más: Justo después del Día de los Trabajadores. Pero debo confesarle que el Día de los Trabajadores siempre me ha deprimido mucho también a mí.

    No fue fácil encontrar un restaurante común entre los pubs irlandeses y los bares sushi del centro de Moscú, pero Víctor lo logró. Arkady y él comieron fideos con grasa en una cafetería al paso, a la vuelta de la esquina del cuartel general de la milicia en la calle Petrovka, que ya no era Petrovka desde que el alcalde había rebautizado media ciudad, pero que todos los moscovitas seguían llamando Petrovka. Victor saco de su portafolio las fotos de la morgue, tomas de Ivanov de frente, dorso y lateral, y las desparramó entre los platos. Un lado de la cara de Ivanov estaba blanco; el otro negro.

    Víctor dijo:

    —La doctora Toptunova me explicó que no hace autopsias de suicidas. Le pregunté: “¿Y su curiosidad, su orgullo profesional? ¿Y si hubo veneno o drogas psicotrópicas?”. Me contestó que tendría que hacer biopsias, análisis, desperdiciar los preciosos recursos del Estado. Arreglamos en cincuenta dólares. Supongo que Hoffman nos servirá para eso.
    —Toptunova es una carnicera —en realidad Arkady no quería mirar las fotos.
    —Uno no se encuentra a Luis Pasteur haciendo autopsias para la milicia. Gracias a Dios que ella opera a muertos… De cualquier modo, dice que Ivanov se rompió el cuello. Maldita sea su madre, eso podría habérselo dicho yo. Y si no hubiera sido el cuello, habría sido el cráneo. En cuanto a drogas, estaba limpio, aunque ella cree que tenía úlceras, por el estado del estómago. Había una cosa rara. En el estómago: pan y sal.
    —¿Sal?
    —Mucha sal y el pan apenas suficiente para bajarla.
    —¿La doctora no mencionó nada sobre la piel de Ivanov?
    —¿Y qué había que mencionar? Era un solo magullón gigante. Volví a interrogar al portero y al recepcionista de la entrada. Los dos cuentan la misma historia: ningún problema, ninguna falla de seguridad. Después un tipo con unos perros salchicha trató de entablar conversación conmigo. Le mostré mi identificación para sacármelo de encima, y me dice: “Ah, ¿están haciendo otro control de seguridad?”. Resulta que el domingo los encargados clausuraron el ascensor y fueron a todos los departamentos a ver quién estaba en el edificio. El tipo todavía seguía alterado. Sus perros no pudieron esperar y tuvieron un pequeño accidente.
    —Lo que significa que sí hubo una falla de seguridad. ¿Cuando fue ese control?

    Víctor consultó su libreta.

    —A las dos de la mañana en el departamento de él. Vive en el noveno piso, y creo que de ahí fueron bajando.

    Buen trabajo —a Arkady no se le ocurría quién podría querer entablar conversación con Víctor, pero se imponían los aplausos.

    —Otro tema —Víctor depositó en la mesa una de las fotos de dos baldes y unos trapos de piso—. Estos los encontré en el vestíbulo del edificio que está frente al de Ivanov. Abandonados, pero tenían el nombre del servicio de limpieza, así que encontré al que los dejó. Vietnamitas. No vieron caer a Ivanov; cuando llegaron los coches de la milicia se escaparon, porque son ilegales.

    Las tareas de baja categoría que los rusos no querían hacer las hacían los vietnamitas. Llegaban como “trabajadores invitados” y pasaban a la clandestinidad cuando expiraban sus visas. Su guardarropa era lo que llevaban puesto; su alojamiento, un albergue para obreros; su conexión familiar, el dinero que enviaban a su casa una vez por mes. Arkady comprendía a los trabajadores que se escurrían bajo la tienda dorada de los Estados Unidos, pero entrar a escondidas en la bolsa de comida para ratas que era Rusia constituía un gesto desesperado,

    —Hay más —Víctor se limpió un fideo del pecho. Se había cambiado el suéter gris por uno color naranja. Se lamió los dedos, juntó las fotos y puso en su lugar una carpeta que decía: “ESTE MATERIAL NO DEBE RETIRARSE DE LA OFICINA”—. Los expedientes de los cuatro atentados contra la vida de Ivanov. Esto es jugoso. El primero es un tiroteo en la puerta, acá en Moscú, por parte de un inversor descontento, un maestro de escuela al que le birlaron los ahorros. El pobre infeliz yerra seis veces. Después intenta dispararse a la cabeza y vuelve a errar. Makhmud Nasir. Le dieron cuatro años; bastante bien. Acá está la dirección; ya volvió a la ciudad. Tal vez ahora use anteojos.

    “El relato del segundo atentado es de oídas, pero todos juran que es cierto. Ivanov arregló de modo fraudulento una subasta de barcos en Archangel; los compró por nada y además dejó fuera de combate a unos cuantos tipos del lugar. Un competidor envía a un asesino contratado, que vuela el auto de Ivanov. Ivanov queda impresionado, encuentra al asesino y le paga el doble para que mate al hombre que lo envió, y poco después, supuestamente, un tipo se, cae al agua en Archangel y no vuelve a salir a la superficie.

    Tercero: Ivanov toma el tren a Leningrado. Por qué el tren, no me lo preguntes. En el camino… ya sabes cómo son estas cosas… alguien bombea gas somnífero dentro del compartimento para robar a los pasajeros, casi todos turistas. Ivanov tiene el sueño liviano. Se despierta, ve que el tipo entra, y le dispara. Todos dijeron que fue una reacción exagerada, hasta que encontraron una navaja y la foto de Ivanov en la chaqueta del muerto. También tenía algunas acciones de Ivanov, sin valor.

    “Cuarto, y éste es el mejor: Ivanov está en el sur de Francia con unos amigos. Todos andan de acá para allá en motos acuáticas, esas cosas que hacen los ricos. Hoffman sube a la moto acuática de Ivanov y se hunde. La moto se da vuelta, y adivina qué hay pegado en la parte de abajo: un pequeño dispositivo de plástico listo para explotar. La policía francesa tuvo que despejar el puerto. ¿Ves? Por esto tienen mala fama los turistas rusos.”

    —¿Quiénes eran los amigos de Ivanov? — preguntó Arkady.
    —Leonid Maximov y Nikolai Kuzmitch, sus mejores amigos. Y es probable que uno de ellos haya intentado matarlo.
    —¿Hubo investigación?
    —¿Me estás tomando el pelo? ¿Sabes qué probabilidades tenemos de siquiera saludar a uno de estos caballeros? De todas formas eso fue hace tres años, y desde entonces no ha ocurrido nada.
    —¿Huellas digitales?
    —Tenemos huellas de todos los vasos en que bebieron. Ivanov, Timofeyev, Zurin y la chica.
    —¿Y el teléfono celular de Pasha? Siempre andaba con uno encima.
    —No tenemos pruebas fehacientes.
    —Encuentra el celular. El chofer dijo que Ivanov tenía uno.
    —¿Mientras tú haces qué?
    —Ha llegado el coronel Ozhogin.
    —¿El coronel Ozhogin?
    —Así es.

    Víctor vio las cosas bajo una luz diferente.

    —Buscaré el teléfono celular.
    —El jefe de NoviRus quiere conferenciar.
    —Quiere conferenciar, las pelotas. Si Ivanov no saltó, ¿cómo hace quedar eso a Ozhogin? ¿Alguna vez lo viste luchar? Lo vi en un torneo de todas las repúblicas: le rompió el brazo a su rival. El ruido se oyó desde la otra punta del salón. Ya sabes que, aunque encontráramos un teléfono celular, Ozhogin se lo llevaría. Ahora responde a Timofeyev. El rey a muerto, viva el rey — Víctor encendió un cigarrillo a manera de digestivo—. El asunto con los negocios, a mi juicio, es que un socio comercial reúne la combinación perfecta de motivo y oportunidad para un asesinato. Ah, tengo algo para ti —sacó una tarjeta telefónica de plástico.
    —¿Para qué es? ¿Una llamada gratis? — Arkady sabía que Víctor tenía extrañas maneras de compartir una cuenta.
    —No. Bueno, no sé, pero es muy útil para… —Víctor deslizó y movió la tarjeta entre dos dedos—. Cerraduras. No todas, pero igual es asombroso. Yo tengo una, y te conseguí otra para ti. Guárdala en la billetera.
    —Casi como dinero.

    A la mesa de aliado se sentaron dos jóvenes con unos platos de ravioles. Llevaban las típicas chaquetas y corbatas deshilachadas de los empleados de oficina. También tenían la cabeza rapada y los nudillos cubiertos de cicatrices típicos de los skinheads, lo que significaba que podrían ser esclavos oficinescos durante el día, pero por la noche llevaban una vida embriagadora de violencia al estilo de las tropas de asalto nazis y los hooligans británicos.

    Uno echó a Arkady una mirada iracunda y le dijo:

    —¿Qué miras? ¿Qué eres? ¿Un pervertido?

    Víctor se entusiasmó.

    —Pégale, Arkady. Vamos, pégale al matón. Yo te apoyo.
    —No, gracias —respondió Arkady.
    —Unas trompadas, una buena pelea —insistió Víctor—. Vamos, no puedes permitirle que te hable así. Estamos a una cuadra de la central; dalo vuelta.
    —Si no lo hace es un marica —provocó el skinhead.
    —Si no lo haces tú, lo haré yo —Víctor empezó a levantarse. Arkady le tiró de una manga para que volviera a sentarse. — Déjalo.
    —Te has ablandado, Arkady; has cambiado.
    —Así lo espero.

    Después de pedirle a Arkady que se sentara, Ozhogin dejó traslucir la tensión. Su oficina era minimalista: escritorio de vidrio, sillas de acero, tonos grises. En un rincón, un modelo de tamaño natural de un samurai con armadura laqueada, máscara y cuernos. El propio Ozhogin, aunque llevaba puesta una camisa a medida con corbata de seda, aún conservaba los hombros pesados y la cintura estrecha del luchador.

    En realidad, el coronel Ozhogin tenía dos historiales. Primero había sido luchador en Georgia, y era el mejor en el arte de convertir a sus rivales en nudos georgianos. Segundo, había pertenecido a la KGB. La KGB podría haber sufrido una gran remodelación y un cambio de nombre, pero sus agentes habían prosperado, al mudarse como cuervos a nuevos árboles; casi no había en Moscú una empresa que no contara con un ex agente en su junta directiva. Al fin y al cabo, cuando se necesitaba alguien que dominara varios idiomas y se manejara con cierta sofisticación, ¿quién mejor?

    El coronel deslizó sobre el escritorio un formulario y una tablilla con sujetapapeles.

    —¿Qué es esto? — preguntó Arkady.
    —Échele un vistazo.

    El formulario era una solicitud de trabajo de NoviRus, con espacios para llenar con nombre, edad, sexo, estado civil, servicio militar, estudios, títulos universitarios. Solicitud para: banco, fondo de inversiones, agencia de Bolsa, gas, petróleo, medios, infantería de marina, recursos forestales, minerales, seguridad, traducción e interpretación. Al grupo interesaban en especial los postulantes que dominaran el inglés y manejaran con soltura MS Office y Excel, estuvieran familiarizados con Reuters, Bloomberg, RTS; tuvieran conocimientos de tecnología de la información; ostentaran títulos universitarios en ciencias, contabilidad, interpretación/traducción, leyes o aptitud para el combate; contar menos de treinta y cinco años constituía un punto a favor. Arkady debió admitir que él no se habría contratado. Devolvió el formulario.

    —No, gracias.
    —¿No quiere completarlo? Qué decepción.
    —¿Por qué?
    —Porque hay dos motivos posibles para que usted esté acá. Una buena razón sería que al fin ha decidido ingresar en el sector privado. Una no muy buena sería que no dejará en paz la muerte de Pasha Ivanov. ¿Por qué trata de convertir un suicidio en un homicidio?
    —No es así. El fiscal Zurin me pidió que me encargara de esto para Hoffman, el estadounidense.
    —A quien usted le metió la idea en la cabeza de que había algo que encontrar —Ozhogin calló un momento, con la evidente intención de elaborar el tema, tan delicado—. ¿Como cree usted que quedará Seguridad NoviRus si a la gente se le ocurre pensar que no podemos proteger al director de nuestra compañía?
    —Si se quitó la vida, no se los puede culpar de nada.
    —A menos que haya preguntas.
    —Quisiera hablar con Timofeyev.
    —Imposible.
    —Ayudaría a…
    —Imposible.

    Junto a una laptop abierta se veía el único adorno del escritorio: un disco de metal que levitaba encima de otro disco, en una caja. Imanes. Con cada contundente palabra, el disco flotante temblaba.

    Arkady comenzó:

    —Zurin…
    —¿El fiscal Zurin? ¿Sabe cómo empezó esto, de qué se trataba su investigación de NoviRus? Fue una estafa. Zurin solamente quería fastidiar bastante con el propósito de que le pagaran para irse, y ni siquiera con dinero. Quería integrar la junta de directores. Y estoy seguro de que será un excelente director. Pero fue extorsión, y usted formó parte de ella. ¿Qué pensaría la gente del honrado detective Renko, si se enterara de que usted ayudó a su jefe? ¿Qué sería entonces de su preciosa reputación?
    —No sabía que tenía reputación.
    —O algo por el estilo. Debería llenar la solicitud. ¿Sabe que más de cincuenta mil oficiales de la KGB y la milicia han pasado a trabajar en compañías de seguridad? Por eso Moscú está segura. ¿Quién queda en la milicia? La escoria. Hice investigar a su amigo Víctor. En sus antecedentes figura que en una operación de vigilancia estaba tan borracho que se durmió y se meó en los pantalones. Tal vez usted termine así.

    Arkady miró por la ventana. Estaban en el decimoquinto piso del edificio NoviRus, con una vista de las torres de oficinas en construcción; el horizonte del futuro.

    —Mire detrás de usted —dijo Ozhogin. Arkady se volvió a mirar la armadura del samuray y el casco con máscara y cuernos.
    —¿Qué le parece que es?
    —Un escarabajo gigante.
    —Un guerrero samurai. Cuando Japón se abrió a Occidente y los samuráis fueron obligados a desbandarse, no desaparecieron. Se dedicaron a los negocios. No todos; algunos se hicieron poetas otros se hicieron borrachos, pero los inteligentes supieron cambiar al ritmo de la época —Ozhogin rodeó el escritorio y se sentó en una punta. Por muy acicalado que estuviera, el coronel todavía daba la impresión de poder partir uno o dos huesos—. Renko, ¿por casualidad vio The Washington Post de esta mañana?
    —No, esta mañana no. Me lo perdí.
    —Había una importante nota necrológica sobre Pasha Ivanov. El Post lo calificó de “figura eje” de los negocios rusos. ¿Ha pensado en el efecto que tendría un rumor de homicidio? No sólo perjudicaría a NoviRus; dañaría a todas las empresas y los bancos rusos que se han esforzado por escapar a la reputación de violencia de Moscú. Tomando en cuenta las consecuencias, creo que uno debe tener mucho cuidado de siquiera susurrar la palabra “homicidio”. En especial cuando no existe ni la más leve prueba de que lo haya habido. ¿Salvo que usted tenga alguna prueba que quiera compartir conmigo?
    —No.
    —Ya me parecía. Y en cuanto a su investigación financiera de NoviRus, ¿el hecho de que Zurin lo eligiera a usted como investigador no le sugiere que no se proponía realizar una investigación en serio?
    —Se me ocurrió.
    —Es ridículo. Un par de inservibles detectives de homicidios contra un ejército de genios de las finanzas.
    —No suena justo.
    —Ahora que Pasha ha muerto, es hora de terminar con eso. Llámelo empate, si quiere. Pasha Ivanov tuvo un fin lamentable. ¿Por qué? No sé. Es una gran pérdida. Sin embargo, en ningún momento pidió que se reforzaran las medidas de seguridad. Yo entrevisté al personal del edificio. No hubo ninguna falla —Ozhogin se inclinó, acercándose más a Arkady, un martillo apuntando al clavo, pensó el investigador—. Si no hubo ninguna falla de seguridad, entonces no hay nada que investigar. ¿Le queda bien claro?
    —Había sal…
    —Ya oí lo de la sal. ¿Qué clase de ataque es ése? La sal es señal de una crisis nerviosa, pura y simple.
    —Salvo que hubiera una brecha de seguridad.
    —Acabo de decirle que no la hubo.
    —Para eso están las investigaciones.
    —¿Está diciendo que hubo una falla de seguridad?
    —Es posible. Ivanov murió en circunstancias extrañas.

    Ozhogin se le acercó más.

    —¿Está sugiriendo que Seguridad NoviRus fue, de alguna manera, responsable de la muerte de Ivanov?

    Arkady eligió con cuidado las palabras.

    —La seguridad del edificio no era tan sofisticada. Ni tarjetas magnéticas ni identificación por voz o la palma de la mano; sólo códigos, nada que ver con la seguridad de estas oficinas. Y personal reducido los domingos.
    —Porque Ivanov se mudó a un departamento destinado a su amiga Rina. Lo diseñó ella. Él no quiso hacer ningún cambio. Aun así, dotó al edificio de nuestros hombres, puso discretos teclados numéricos, conectó las cámaras de vigilancia con nuestros monitores de acá, en Seguridad NoviRus y, a cualquier hora que estuviera en su casa, apostaba un equipo de seguridad en el frente. Nosotros no podíamos hacer nada más. Por otra parte, Pasha jamás mencionó ninguna amenaza.
    —Eso es lo que investigaremos.

    Ozhogin juntó las cejas, perplejo. Había apretado la cabeza de su rival contra el piso, pero el combate seguía.

    —No, ahora van a parar.
    —Cancelarlo depende de Hoffman.
    —Hará lo que usted le diga. Dígale que está satisfecho.
    —Falta algo.
    —¿Qué?
    —No sé.
    —No sabe, no sabe —Ozhogin extendió la mano y le dio un golpecito al disco, para que se agitara en el aire—. ¿Quién es el niño?
    —¿Qué niño?
    —El que usted llevó al parque.
    —Me está vigilando.

    Ozhogin parecía entristecido al ver tanta ingenuidad en un ruso. Dijo:

    —Es hora de dejarlo ya, Renko. Dígale a su gordo amigo estadounidense que Pasha Ivanov se suicidó. Después, ¿por qué no vuelve y llena el formulario?

    Arkady encontró a Rina en bata de baño, acurrucada en la sala de proyección de Ivanov, con una botella de vodka colgando de una mano y un cigarrillo en la otra. El cabello mojado se le pegaba a la cabeza, lo que le daba una apariencia más infantil que de costumbre. En la pantalla, Pasha subía en el ascensor, piso tras piso, con el portafolio apretado contra el pecho, un pañuelo contra la cara. Parecía exhausto, como si hubiera subido cien pisos a pie. Cuando se abrían las puertas, miraba de nuevo la cámara. El sistema tenía zoom. Rina congeló y amplió la cara de Pasha de modo que llenara la pantalla, con su cabello lacio, las mejillas de un blanco casi de tiza, los ojos negros enviando su mensaje oscuro.

    —Eso fue para mí. Fue su adiós —Rina echó una mirada a Arkady—. Usted no me cree. Piensa que son estupideces románticas.
    —Por lo menos la mitad de lo que creo son estupideces románticas, así que no soy el indicado para criticarla. ¿Algo más?
    —Estaba enfermo. No sé de qué. No quería ir a ver a un médico —apagó el cigarrillo y se ajustó la bata—. Me dejó entrar el ascensorista. El otro detective salía cuando yo entraba; se lo veía complacido.
    —Una imagen truculenta.
    —Me enteré de que Bobby lo contrató a usted.
    —Ofreció hacerlo.
    —¿Usted no aceptó el dinero?
    —No sabía el precio de mercado para un investigador.
    —Usted no es como Pasha. Él sí lo habría sabido.
    —Traté de encontrar a Timofeyev. No está disponible. Supongo que estará tomando las riendas de la empresa, asumiendo el mando.
    —Él tampoco es como Pasha. Como usted sabe, en Rusia los negocios son muy sociales. Pasha hacía sus mejores negocios en clubes y bares. Tenía la personalidad perfecta para eso. A la gente le gustaba estar con él. Era divertido y generoso. Timofeyev es un zoquete. Extraño a Pasha.

    Arkady se sentó junto a ella y le quitó el vodka.

    —¿Usted diseñó este departamento para él?
    —Lo diseñé para los dos, pero de repente Pasha dijo que no debía quedarme.
    —¿Usted nunca llegó a mudarse?
    —Últimamente Pasha ni siquiera me dejaba entrar. Al principio pensé que había otra mujer. Pero él no quería a nadie acá. Ni a Bobby, a nadie —Rina se enjugo los ojos—. Se puso paranoico. Lamento ser tan estúpida.
    —Ni un poquito.

    La bata volvió a abrirse y ella volvió a cerrársela.

    —Usted me gusta, inspector. No mira. Tiene modales.

    Arkady tenía modales, pero también tenía conciencia de lo floja que estaba la bata.

    —¿Supo usted de algún reciente revés comercial? ¿Algún asunto financiero que pudiera haberlo preocupado?
    —Pasha vivía haciendo negocios. Y no le importaba perder dinero de vez en cuando. Decía que era el precio de la buena educación.
    —¿Alguna otra cosa médica? ¿Depresión?
    —Durante el último mes no tuvimos relaciones sexuales, si eso cuenta. No sé por qué. Él dejó, simplemente —apagó un cigarrillo y encendió otro, de Arkady—. Tal vez usted se esté preguntando cómo pudimos conocernos una nadie como yo y un hombre rico y famoso como Pasha. ¿Qué se imagina?
    —Usted es diseñadora de interiores. Supongo que habrá diseñado algo para él, además del departamento.
    —No sea tonto. Yo era prostituta. Estudiante de diseño y prostituta, una persona de muchos talentos. Un día estaba en el bar del hotel Savoy. Es un lugar lujoso, y hay que saber conducirse; una no puede quedarse sentada ahí como una prostituta. Fingía conversar por el celular cuando Pasha se me acercó y me pidió mi número, así yo podía hablar con alguien de verdad. Después, desde la otra punta de la barra, me llamó. Pensé: “Qué judío grandote y feo”. Y lo era, ¿sabe? Pero tenía tanta energía, tanto encanto… Conocía a todos, sabía cosas. Me preguntó qué me interesaba; lo de siempre, bah, pero él escuchaba de veras, e incluso sabía de diseño. Después me preguntó cuánto le debía a mi chulo… mi alcahuete… y dijo que saldaría la deuda, me pondría un departamento y me pagaría los estudios de diseño. Lo decía en serio. Le pregunté por qué, y me respondió que porque veía que yo era una buena persona. ¿Usted haría eso? ¿Se arriesgaría así por alguien?
    —No creo.
    —Bueno, así era Pasha —aspiró una larga bocanada de cigarrillo
    —¿Cuántos años tiene?,
    —Veinte.
    —Y conoció a Pasha…
    —Hace tres años. Cuando estábamos hablando por teléfono en el bar, le pregunté si prefería una pelirroja, porque en ese caso yo podía teñirme el pelo. Me contestó que la vida era demasiado corta y que yo debía ser lo que era.

    Cuanto más miraba Arkady la pantalla, la vacilación de Pasha en el umbral de su departamento, menos le parecía un hombre atemorizado por una depresión. Parecía temer algo más sustancial, que lo esperaba.

    —¿Pasha tenía enemigos?
    —Por supuesto. Tal vez cientos, pero nada serio.
    —¿Amenazas de muerte?
    —No de parte de nadie por quien valiera la pena preocuparse.
    —Hubo algunos atentados.
    —Para eso está el coronel Ozhogin. Pero Pasha sí dijo algo: que una vez, hace mucho tiempo, había hecho algo muy malo y que yo no lo amaría si lo supiera. Ésa fue la vez que más borracho lo vi.

    No quiso decirme de qué se trataba, y nunca volvió a mencionarlo.

    —¿Quién lo sabía?
    —Creo que Lev. Lo negó, pero yo me di cuenta. Era el secreto de los dos.
    —¿Sería el modo como despojaban de su dinero a los inversores?
    —No —la voz de Rina se tensó—. Algo espantoso. Pasha siempre empeoraba cerca del Día de los Trabajadores. O sea, ¿a quién le importa hoy el Día de los Trabajadores? — se secó los ojos con la manga—. ¿Por qué usted no cree que se haya suicidado?
    —No creo ni una cosa ni la otra; simplemente no he encontrado una buena razón para que se matara. Es evidente que Ivanov no era un hombre que se asustara con facilidad.
    —¿Ve? Hasta usted lo admiraba.
    —¿Conoce a Leonid Maximov y Nikolai Kuzmitch?
    —Por supuesto. Son dos de nuestros mejores amigos. Pasamos muy buenos momentos juntos.
    —Son hombres ocupados, sin duda, pero ¿se le ocurre algún modo en que yo pueda hablar con ellos? Podría intentar por los canales oficiales, pero, para serle franco, ellos conocen más funcionarios que yo.
    —No hay problema. Venga a la fiesta.
    —¿Que fiesta?
    —Todos los años Pasha daba una fiesta en la dacha. Es mañana. Irán todos.
    —¿Pasha ha muerto, y aun así usted irá a la fiesta?
    —Pasha fundó la sociedad benéfica Blue Sky para niños. Depende financieramente de la fiesta, así que todos saben que Pacha querría que rehiciera.

    Arkady se había topado con Blue Sky durante la investigación. Sus gastos de funcionamiento eran bastante bajas en comparación con otras empresas de Ivanov, por lo que había dado por sentado que era un fraude,

    —¿Cómo recauda dinero esa fiesta?
    —Ya lo verá. Lo pondré en la lista, y mañana se encontrará con las personas más importantes de Moscú. Pero tendrá que adaptarse al ambiente.
    —¿No tengo aspecto de millonario?

    Ella cambió de posición, para verlo mejor.

    —No, sin la menor duda tiene aspecto de investigador. No puedo permitirle que ande acechando por ahí; no sería conveniente para una fiesta. Aunque mucha gente llevará a sus hijos. ¿Puede llevar un niño? Debe de conocer alguno.
    —Podría.

    Arkady encendió la luz del sillón para que le escribiera la dirección y cómo llegar. Rina lo hizo con aplicación y en cuanto terminó apagó la luz.

    —Creo que me quedaré un rato sola acá. ¿Cómo se llama…?
    —Renko. '
    —No, su nombre.
    —Arkady.

    Lo repitió, como si lo probase y al fin lo encontrara aceptable. Cuando él se levantó para irse, Rina le rozó una mano.

    —Arkady, me retracto. Sí me recuerda un poquito a Pasha.
    —Gracias —repuso Arkady. No le preguntó si se refería al Pasha brillante y gregario o al Pasha tirado boca abajo en la vereda.

    Arkady y Víctor cenaron tarde en la cafetería de un lavadero de automóviles de la carretera. A Arkady le gustaba ese lugar porque parecía una estación espacial de cromo y vidrio, con luces que pasaban volando como cometas. Servían comida rápida y la cerveza era alemana. Mientras tanto, intentaba algo que merecía la pena: lavar el automóvil de Víctor, un Lada de cuarenta años, con los cables sueltos y una radio conectada al tablero; lo reparaba él mismo con repuestos que encontraba en cualquier depósito de chatarra y que no robaría ningún ladrón decente. Entre las filas de Mercedes, Porsches y BMW que estaban lavando y lustrando, el Lada de Víctor resultaba de lo más singular.

    Víctor bebió coñac armenio para mantener el nivel de azúcar en la sangre. Le gustaba esa cafetería porque era popular entre las diferentes mafias. Todos eran conocidos suyos, si no sus amigos, y le gustaba mantenerse al tanto de sus idas y venidas.

    —He arrestado a tres generaciones de la misma familia. Abuelo, padre, hijo. Me siento el tío Víctor.

    Llegaron dos Pathfinders negros idénticos, que regurgitaron grupos similares de pasajeros fornidos, vestidos con joggings. Se echaron unas miradas furibundas lo bastante prolongadas como para mantener la dignidad y luego entraron en el café.

    Víctor comentó:

    —Es terreno neutral, porque ninguno quiere que le rayen el auto. Así es la mentalidad de esta gente. La tuya, por otro lado, es más retorcida. ¿Hacer todo un caso de un suicidio clarísimo? No sé… Se supone que los investigadores deben quedarse sentados mientras sus detectives hacen el trabajo de verdad. Así duran más tiempo, además.
    —Ya he durado demasiado.
    —En apariencia. Bueno, alégrate; tengo un regalito para ti, algo que encontré bajo la cama de Ivanov —puso sobre la mesa un teléfono celular, un modelo japonés plegable.
    —¿Por qué estabas bajo la cama?
    —Hay que pensar como investigador. Todo el tiempo la gente pone cosas en el borde de la cama. Las cosas se caen, y la gente las patea debajo de la cama sin darse cuenta, en especial si tienen prisa o están preocupados.
    —¿Cómo se perdieron esto los hombres de Ozhogin?
    —Porque todo lo que querían estaba en la oficina.

    Arkady sospechó que a Víctor sencillamente le gustaba mirar debajo de las camas.

    —Gracias. ¿Ya lo has revisado?
    —Le eché un vistazo. Vamos, ábrelo —Víctor se echó atrás en el asiento como si le hubiera regalado bombones.

    La musiquita del teléfono celular no llamó la atención a los que se hallaban sentados a las otras mesas; en una cafetería de la era espacial, un teléfono celular era algo tan normal como un cuchillo o un tenedor. Arkady recorrió la lista de llamadas hasta las realizadas a Rina y Bobby Hoffman el domingo por la tarde; las recibidas eran de Hoffman, Rina y Timofeyev.

    Un teléfono pequeño, y sin embargo tanta información: un mensaje de radio relativo a un barco petrolero de Ivanov hundido cerca de España. Y un calendario de reuniones, la mayoría de las más recientes con el fiscal Zurin, nada menos. En la agenda telefónica figuraban los números no sólo de Rina, Hoffman, Timofeyev y diferentes ejecutivos de NoviRus, sino también de periodistas y actores de teatro muy conocidos, de millonarios cuyos nombres Arkady reconoció de otras investigaciones, y, lo más interesante, de Zurin, senadores y ministros, y el mismísimo Kremlin. Un teléfono como aquél era una conexión directa a la red del poder.

    Víctor copió los nombres en un anotador.

    —En qué mundo vive esta gente… Acá hay un número que te da el clima en Saint—Tropez. Muy bueno —Víctor necesitó dos coñacs para terminar la lista. Alzó la vista y saludó con la cabeza a un grupo de gente agresiva de la mesa de al lado. En voz baja, dijo—: Los hermanos Medvedev. Arresté al padre y a la madre. Pero tengo que admitir que me siento cómodo con ellos. Son matones comunes, no hombres de negocios con fondos de inversión.

    Arkady oprimió “Mensajes”.

    Había uno, a las 21:33, de un número de Moscú, y no parecía el de un hombre de negocios: “No sabes quién soy, pero intento hacerte un favor. Volveré a llamarte. Lo único que te diré ahora es que si metes la verga en la sopa de otro, te la van a cortar”.

    —Un hombre de pocas palabras. ¿Te suena? — Arkady le pasó el teléfono a Víctor.

    El detective escuchó y meneó la cabeza.

    —Un tipo duro. Del sur; te das cuenta por cómo pronuncia la “o”. Pero no lo oigo muy bien, con toda esta gente que habla, y el ruido de vasos.
    —Si alguien puede hacerlo…

    Víctor volvió a escuchar, con el teléfono pegado a la oreja, hasta que sonrió como quien ha identificado un vino de entre un millón.

    —Anton. Anton Obodovsky.

    Arkady conocía a Anton. Se lo imaginó arrojando a alguien por una ventana.

    Para Víctor, la tensión era demasiada.

    —Voy a mear.

    Arkady quedó sentado solo con su cerveza. Entró otro grupo con joggings, como si las calles estuvieran llenas de deportistas hoscos. La mirada de Arkady volvía una y otra vez al teléfono celular. Sería interesante saber si el aparato del que había llamado Antón estaba a quince minutos del departamento de Ivanov. Era un número de línea fija. Sabía que debía esperar a Víctor, pero el detective era capaz de demorar media hora sólo para evitar pagar la cuenta.

    Arkady tomó el teléfono y oprimió “Responder el mensaje”.

    Diez timbrazos.

    —Sala de custodia.

    Arkady se enderezó en la silla.

    —¿Sala de custodia? ¿De dónde?
    —Cárcel de Butyrka. ¿Quién habla?

    Cuando Víctor regresó, Arkady estaba afuera, en el Lada, al que el jabón no había conseguido mejorar. El viento doblaba los carteles de publicidad de la carretera y golpeaba los toldos. Cada automóvil que pasaba zumbando parecía sacudir el Lada.

    Víctor se puso al volante.

    —Te llevaré de vuelta hasta tu auto. ¿Pagaste todo? ¡Qué amigo!
    —¿Sabes? Con el dinero que has ahorrado comiendo conmigo podrías comprarte un auto nuevo.
    —Vamos, bien que lo valgo: te conseguí el teléfono celular y además comparto contigo mi reserva de conocimientos. Mi cabeza es una verdadera Biblioteca Lenin.

    Con ratones y todo, pensó Arkady. Mientras Víctor salía a la carretera, le contó de la llamada a Anton, lo que divirtió muchísimo al detective.

    —¡Butyrka! Eso sí que es una coartada.


    4


    La prisión de la calle Butyrka era un edificio de cinco pisos, de ventanas de aluminio, persianas rotas y gardenias muertas, común en todo salvo en la fila de personas que serpenteaba a lo largo de la vereda: gitanos con chalinas de colores fuertes, chechenos de negro, y rusos con delgadas chaquetas de cuero, grupos hostiles entre sí pero semejantes en su actitud desamparada y los paquetes que, uno por uno, sometían con diligencia ante una puerta de acero para que se aceptara o no que los llevaran a las miles de almas ocultas del otro lado.

    Arkady mostró su identificación en la entrada y por una puerta de barrotes pasó a las entrañas del edificio, un túnel donde unos guardias vestidos con ropa militar de fajina holgazaneaban con sus perros, ovejeros alemanes que miraban en forma constante a los hombres, a la espera de órdenes. Deja pasar a éste. A éste no. El fondo se abría a la luz matinal y —por entero oculta de la calle— a una fortaleza de cuento de hadas, de paredes y torres rojas, rodeada por un patio pintado a la cal; sólo faltaba un foso. No tanto un cuento de hadas; más bien una pesadilla. La cárcel de Butyrka fue construida en tiempos de Catalina la Grande, y desde entonces, durante doscientos años, todo gobernante de Rusia, todo zar, secretario y presidente del Partido la habían alimentado con enemigos del Estado. Un guardia, armado con un largo rifle de francotirador, observaba a Arkady desde una torre; bien podía haber sido un fusilero. Los platos de satélite alineados a lo largo de las almenas podrían haber sido cabezas empaladas. En la época de Stalin, camiones negros entregaban nuevas víctimas todas las noches a ese mismo patio y esas mismas paredes rojo sangre, y las preguntas sobre la salud, el paradero y el destino de alguien se respondían en susurros con una sola palabra: Butyrka.

    Como Butyrka era una cárcel donde iban los acusados antes de ser sometidos a juicio, los investigadores constituían visitas normales, Arkady siguió a un guardia a través de un vestíbulo de recepción donde los recién llegados, muchachos pálidos como gallinas desplumadas, se desnudaban y se ponían la ropa de presidiarios que les arrojaban. Los ojos muy abiertos se fijaban en las antiguas celdas, semejantes a ataúdes, de profundidad apenas suficiente para sentarse, buen lugar para que un monje se mortificara y un excelente modo de presentar el horror de ser enterrado vivo.

    Arkady subió por unas escaleras de mármol gastadas por el uso. Entre baranda y baranda se extendía una tela metálica, para desalentar los intentos de saltar y pasarse notas. En el segundo piso, la luz se arrastraba por unas ventanas bajas y daba la impresión de hundimiento o de párpados que se cerraban. El guardia condujo a Arkady a lo largo de una fila de puertas antiguas, de hierro negro, en cada una con un panel para pasar la comida y una mirilla para vigilar a los presos.

    —Soy nuevo acá. Creo que es éste —dijo el guardia—. Creo.

    Arkady levantó la tapa de la mirilla. Del otro de la puerta había cincuenta hombres en una celda construida para veinte. Drogadictos, rateros, ladronzuelos. Dormían por turnos a la sombra de una bombilla y una ventana con barrotes. No había circulación ni aire fresco; sólo el hedor del sudor, cuencas de cebada, cigarrillos y mierda en el único inodoro. Debido al calor que generaban, todos estaban desnudos hasta la cintura, los jóvenes virginalmente blancos, los veteranos azules de tatuajes. Toses tuberculosas y susurros circulaban por el aire. Unas cabezas se volvieron al levantarse la mirilla, pero la mayoría se limitó a aguardar. En Butyrka, muchos esperaban nueve meses antes de ver a un juez.

    —¿No? ¿No es éste? — el guardia llevó a Arkady a la celda siguiente.

    Arkady espió por la mirilla. Era del mismo tamaño que la otra pero con un solo ocupante, un fisicoculturista de pelo corto, rubio casi blanco, y camiseta negra muy ajustada. Se ejercitaba con unas bandas elásticas sujetas a una cucheta atornillada a la pared, y cada vez que inflaba un bíceps la cama chirriaba.

    —Es éste —dijo Arkady.

    Anton Obodovsky era una historia de éxito mafioso. Había sido profesor de deportes, boxeador mediocre en Ucrania y luego matón del jefe local. Sin embargo, Anton era ambicioso. En cuanto tuvo un arma se puso a robar automóviles. Después empezó a recibir pedidos de autos específicos, así que organizó un equipo de ladrones robaban coches en la calle en Alemania y los llevaban a través de Polonia hasta Moscú. Una vez en esta ciudad, se diversificó, ofrecía protección a pequeñas empresas y restaurantes de los que luego se apoderaba, vaciando las empresas y lavando el dinero a través de los restaurantes. El hombre vivía como un príncipe. Se levantaba a las once de la mañana y tomaba un licuado proteínico. Una hora en el gimnasio. Un poco de comunicación por teléfono y una visita a los talleres de reparación donde sus mecánicos desarmaban los automóviles. Compraba en negocios de ropa donde no le aceptaban el dinero, cenaba gratis en los restaurantes. Vestía de Armani negro, juergueaba con las prostitutas más hermosas, una de cada brazo, y jamás pagaba por sexo. Un anillo de brillantes con forma de herradura anunciaba que era un hombre de suerte. En cierto nivel de la sociedad, era como la realeza, y sin embargo —y sin embargo— estaba insatisfecho,

    —Los verdaderos ladrones son los banqueros. La gente les lleva el dinero, ellos los joden y nadie les pone una mano encima. Cuando yo gano cien mil dólares, los banqueros y los políticos ganan cien millones. Soy un gusano comparado con ellos.
    —Te está yendo bastante bien —contestó Arkady. La celda tenía televisor, pasacasetes y reproductor de CD. Bajo el catre inferior había una caja de Pizza Hut. En el de arriba, pilas de revistas de automovilismo, folletos de viaje, cintas de motivación.
    —¿Cuánto hace que estás acá?
    —Dos noches. Ojalá tuviéramos satélite. Las paredes de este lugar son tan gruesas que la recepción es una mierda.
    —La vida es dura.

    Anton miró a Arkady de arriba abajo.

    —Mire su impermeable. ¿Lo usó para lustrar el auto? Debería venir a comprar conmigo alguna vez, Me siento mal de estar mejor vestido dentro de la cárcel que usted allá afuera.
    —No puedo permitirme el lujo de ir a comprar contigo.
    —Yo invito; puedo ser generoso. Todo lo que ve acá, lo pago. Todo es legal. Nos dejan tener cualquier cosa, menos alcohol, cigarrillos y teléfonos celulares —Anton tenía un aire inquieto que lo hacía pasearse de un lado a otro, como un tiburón. podría darme tortícolis de sólo conversar con él, pensó Arkady.
    —¿Y qué es lo peor, para ti?
    —No bebo ni fumo, así que para mí son los teléfonos —nadie consumía teléfonos como la mafia; usaban celulares robados para evitar que los interceptaran, y los hombres cuidadosos como Antón cambiaban de aparato una vez por semana—. Te vuelves dependiente. Es como una maldición.
    —Ha llevado al deceso de la palabra escrita. Se te ve en muy buena forma.
    —Me ejercito. Ni drogas ni esteroides ni hormonas.
    —¿Cigarrillo?
    —No, gracias. Le acabo de decir: me mantengo fuerte y puro. No soy esclavo de nada. Es lastimoso ver fumar a un hombre como usted.
    —Soy débil.
    —Tiene que cuidarse, Renko. O cuidar a los demás. Piense en el humo.
    —Está bien —Arkady guardó el atado. Detestaba que Anton se pusiera nervioso. En realidad había tres Antons. Estaba el Anton violento, que quebraba cuellos con la misma facilidad con que estrechaba manos; estaba el Anton hombre de negocios racional; y estaba el Anton cuyos ojos seguían un rumbo evasivo cuando se hablaba de cualquier tema personal. Sobre todo, Arkady no quería que se alterara el primer Anton.
    —Pienso que a su edad no debería abusar de su cuerpo —siguió Anton.
    —¿A mi edad?
    —Mire, váyase a la mierda. Por lo que me importa.
    —Así me gusta más.

    Asomó una sonrisa en los labios del preso.

    —Con usted puedo hablar. Nos comunicamos.

    Arkady y Anton se comunicaban de veras. Los dos entendían que aquella celda de lujo sólo era posible a causa de un tardío esfuerzo de elevar la antigua cámara de horrores de Butyrka a los niveles carcelarios europeos modernos, y los dos entendían también que, obviamente, una celda así la ganaba el mejor postor. Los dos entendían, además, que, aunque la mafia gobernara las calles, en las cárceles seguía gobernando una subcasta de criminales geriátricos tatuados. Si metían a Anton en una celda común, sería como un tiburón en una pecera llena de pirañas.

    Anton no podía quedarse sentado quieto sin crispar un pectoral aquí, un deltoides allá.

    —Usted es un buen tipo, Renko. Tal vez no pensemos igual, pero usted siempre trata a la gente con respeto. ¿Habla inglés?
    —Sí.

    Anton tomó del catre un ejemplar de Architectural Digest y lo hojeó hasta llegar a una foto de una cabaña de estilo occidental, en un paisaje montañoso.

    —Colorado. Hermosa naturaleza y, como inversión, relativamente barato. ¿Qué le parece?
    —¿Sabes andar a caballo?
    —¿Es necesario?
    —Yo creo que sí.
    —Puedo aprender… Le daré el dinero. En efectivo. Vaya y negocie, pague lo que le parezca justo. Podría ser una hermosa sociedad. Tiene cara de honrado.
    —Aprecio el ofrecimiento. ¿Te enteraste de que Pasha Ivanov ha muerto?
    —Vi la noticia por televisión. Saltó, ¿no? Diez pisos, qué manera de irse.
    —¿Lo conocías?
    —¿Yo, conocer a Ivanov? Es como conocer a Dios.
    —Anoche le dejaste un mensaje en el celular; algo sobre cortarle la verga. Da la impresión de que lo conocías bastante bien. Hasta podría sonar a amenaza.
    —Acá no se me permite tener teléfono; ¿cómo iba a llamar?
    —Sobornaste a un guardia y llamaste desde la sala de custodia. Anton se puso de pie y lanzó unos puñetazos al aire, como si golpeara una bolsa de arena.
    —Bueno, como suelen decir, en todos lados se cuecen habas —se detuvo y sacudió los brazos—. De todos modos, si llamé a Pasha Ivanov
    —¿Para qué?
    —Por negocios. Alguien ha estado robando los camiones de NoviRus y vaciando los tanques. Lo están haciendo en tu parte de Moscú… en tu sopa, por decirlo así.

    Anton volvió a pasearse en círculos, arrojando trompadas, cruzados, ganchos. Retrocedía, se cubría, parecía eludir un golpe y luego avanzaba, moviendo los hombros y echando puñetazos mientras la celda se volvía cada vez más pequeña. Tal vez Anton no fuera un campeón, pero cuando estaba en movimiento ocupaba mucho espacio. Al final bajó los puños y soltó el aire.

    —Tenía a un idiota a cargo de seguridad, un ex coronel de la KGB. Atraparon a uno de mis muchachos con uno de los camiones de ellos y le rompieron las piernas. Fue una reacción exagerada. Me puso en una situación difícil. Si no tomaba represalias, mis muchachos me romperían las piernas a mí. Pero no quiero una guerra. Estoy harto de eso. Así que, en cambio, quise ir directo a la cima, y además dejar en evidencia la seguridad de mierda del coronel al llamar a Pasha a su teléfono personal. Dije lo que dije. Fue una manera de empezar el diálogo; un poco cruda, tal vez, pero ésa era la intención. Tengo negocios de belleza, salones de bronceado, un restaurante. Soy un empresario respetable. Me habría encantado trabajar con Pasha Ivanov, aprender de él.
    —¿Cuál era el favor? ¿Qué tenías para ofrecerle?
    —Protección.
    —Claro.
    —De cualquier modo, nunca llegué a comunicarme con él, ni nunca lo vi cara a cara. Me parece que, cuando murió Pasha, yo estaba acá mismo, y esa llamada telefónica lo prueba.
    —Qué suerte.
    —Vivo como es debido —dijo Anton con pudor.
    —¿Por qué te agarraron?
    —Posesión de armas de fuego.
    —¿Nada más?

    Un cargo por armas de fuego no era nada. Puesto que Anton tenía siempre a su disposición un abogado, un juez y dinero para fianza, no había ningún buen motivo para que pasara una sola hora en la cárcel, a menos que estuviera esperando a que fuera a verlo un investigador torpe para que declarara en forma oficial que Anton Obodovsky era inocente. Arkady no quería provocar el lado peligro so de Anton, pero tampoco le gustaba que lo usaran.

    Anton tomó del catre unos folletos de viaje.

    —Eh, en cuanto salga me voy de vacaciones. ¿Adónde me sugiere que vaya? ¿Chipre? ¿Turquía? No tomo ni me drogo, lo que deja afuera muchos lugares. Quiero broncearme, pero me quemo con facilidad. ¿Qué le parece?
    —¿Quieres comodidades? ¿Silencio? ¿Comida gourmet?
    —Sí.
    —¿Personal que atienda hasta el último de tus antojos?
    —¡Eso!
    —¿Por qué no te quedas en Butyrka?

    Zhenya miraba fijo, como un prisionero esposado, aquella reunión que muchos habrían descripto como una excursión campestre. La población de Moscú se volcaba hacia las colinas bajas que rodeaban la ciudad, a dachas rústicas y playas abarrotadas y gigantescas tiendas de descuento, Y aunque la autopista tenía cuatro carriles los conductores, apretujándose, improvisaban seis.

    Arkady no tenía claro qué buena causa se beneficiaba con el picnic de la organización de beneficencia Blue Sky de Pasha Ivanov, pero no quería perderse la oportunidad de conocer a los millonarios Nikolai Kuzmitch y Leonid Maximov. Siendo tan buenos amigos de Ivanov, sin duda iban a aparecer. Al fin y al cabo, estaban de vacaciones con él en Saint—Tropez cuando se descubrió el explosivo en la moto acuática del empresario. Al día siguiente toda aquella gente se dispersaría a los cuatro vientos en los jets de sus empresas, tras sus filas de abogados. Por eso Arkady había recurrido a Zhenya, como un disfraz. Trató de superar su culpa diciéndose que al niño le vendría bien tomar un poco de sol.

    —Tal vez se pueda nadar. Te compré un traje de baño, por las dudas —le dijo Arkady, indicando una caja envuelta para regalo que descansaba a los pies del niño. Hasta ese momento Zhenya había ignorado el paquete; ahora empezó a aplastarlo con los talones. Arkady solía guardar una pistola en la guantera. Había tenido la previsión de quitarle el cargador, y se felicitó por ello—. O quizá seas un tipo de tierra firme.

    Aun con los automóviles que cruzaban la línea divisoria y los que pasaban por la banquina, el tránsito avanzaba a paso de caracol.

    —Antes era peor —comentó Arkady—. El costado del camino estaba repleto de automóviles descompuestos. Nadie que tuviera uno salía de su casa sin un destornillador y un martillo. No sabíamos de autos, pero sí de martillos —Zhenya dio una última patada salvaje a la caja—. Además, los parabrisas tenían tantas grietas que para ver había que sacar la cabeza por la ventanilla, como un perro. ¿Cuál es tu automóvil preferido? ¿Maserati? ¿Moskvich? — una larga pausa—. Mi padre me llevaba por esta misma ruta en un gran Zil. En aquel entonces había sólo dos carriles, y casi nada de tránsito. Durante el trayecto jugábamos al ajedrez, aunque yo nunca fui tan buen jugador como tú —pasó un Toyota con el asiento trasero lleno de niños que jugaban a piedra, papel o tijera como niños normales y felices. Zhenya era piedra—. ¿Te gustan los autos japoneses? Una vez estuve en Vladivostok y vi montones de autos rusos nuevos y brillantes, cargados para ir a Japón —en verdad cuando los coches llegaron a Japón los convirtieron en chatarra. Por lo menos los japoneses tenían la decencia de esperar a recibirlos para aplastarlos como latas de cerveza—. ¿Qué automóvil tenía tu padre?

    Arkady esperaba que el niño mencionara una marca que pudiera rastrearse de algún modo, pero Zhenya se hundió dentro de su chaqueta y se bajó la gorra. A un costado de la carretera se extendía una serie de viejos tanques militares que formaban una suerte de monumento a los caídos que marcaba el punto más cercano de Moscú hasta donde habían logrado avanzar los alemanes durante la Gran Guerra Patriótica. Ahora se lo veía empequeñecido por el vasto hangar de un local de ventas de IKEA y desdibujado por los vehículos cargados de muebles de suaves colores suecos. Encima de una tienda de audio se balanceaban globos que anunciaban las marcas Panasonic, Sony, JVC. Negocios de artículos para jardín ofrecían fuentes para pájaros y gnomos de cerámica. A eso se parecía Zhenya, pensó Arkady: a un desdichado gnomo de jardín, con su gorra arrugada, su libro y su juego de ajedrez.

    —Va a haber otros niños —prometió Arkady—. Juegos, música, comida.

    Cada carta que jugaba Arkady era rematada por el desdén. Había visto padres y madres en ese mismo atolladero —en que cada sugerencia se recibía como un signo de idiotez y ninguna pregunta formulada en idioma ruso merecía respuesta—, y él, pese a compadecerlos, siempre soltaba un suspiro de alivio por no ser el adulto crucificado. De modo que ahora no sabía con certeza por qué un espécimen soltero como él tenía que sufrir semejante desprecio. A los sociólogos les preocupaba el menguante índice de natalidad de Rusia. Arkady pensó que, si se obligara a las parejas a pasar una hora en un auto con Zhenya, el índice de natalidad pasaría a ser inexistente.

    —Será divertido —dijo.

    Por fin Arkady llegó a un suburbio de clubes de entrenamiento físico, bares espresso, salones de bronceado. Allí las dachas no eran tradicionales cabañas de tejados caídos y jardines maltrechos, sino mansiones prefabricadas, con columnas griegas y piscinas y cámaras de seguridad. Donde el camino se estrechaba hasta convertirse en una senda rural, los guardias de seguridad de Ivanov le indicaron con señas que se dirigiera a la calzada, detrás de una fila de voluminosas camionetas 4 x 4. Arkady vestía el mismo impermeable gastado y Zhenya parecía un rehén, pero los guardias encontraron sus nombres en la lista. Y así como infiltrados, Arkady y Zhenya pasaron por una puerta de hierro hacia un parque de cien metros convertido en espacio sideral.

    Ponis rosados y llamas celestes llevaban a los niñitos alrededor de una pista redonda. Un malabarista hacía complicadas pruebas con lunas. Un mago retorcía globos convirtiéndolos en perros marcianos. Unos pintores decoraban las caras infantiles con brillos y colores, mientras un venusiano, alargado por la débil gravedad de su planeta, caminaba sobre zancos. Niños pequeños jugaban bajo un astronauta inflado sujeto al suelo con cuerdas, y niños mayores hacían fila para jugar al tenis y el bádminton o mecerse en columpios bajos colgados de cables de bungee. La lista de invitados era espectacular: nadadores olímpicos de anchas espaldas, estrellas de cine con cabello cuidadosamente desarreglado, actores de televisión con dientes deslumbrantes, músicos de rock tras anteojos oscuros, escritores famosos con panzas llenas de vino que les desbordaban de la cintura de los jeans. El corazón del propio Arkady se saltó un latido al reconocer a unos ex cosmonautas, héroes de su juventud, obviamente contratados para ese día como mero espectáculo. Sin embargo, el espíritu dominante era Pasha Ivanov. Cerca de la puerta de entrada habían colocado una fotografía de él adornada con una guirnalda campestre de arvejillas y margaritas. Era un Ivanov optimista que hacía morisquetas entre dos payasos de circo, como si diera a sus invitados la orden de jugar, no llorar. Al parecer, le habían tomado la foto no mucho antes de su muerte, pero se lo veía tanto más joven, pícaro y alegre que en sus últimos días, que servía de advertencia para disfrutar cada momento de la vida. Los guardias de la puerta debían de haber telefoneado a alguien, porque Arkady sintió que una oleada de atención seguía su avance entre los asistentes a la fiesta y los custodios con teléfonos inalámbricos contra la oreja. Niños pegajosos de algodón de azúcar corrían de un lado a otro. Se congregaban hombres ante las parrillas que servían shashlik de esturión y carne vacuna frente a la dacha de Ivanov, diez veces más grande que lo normal pero al menos de diseño ruso, no un falso Partenón. Un disc—jockey pasaba música rusa moderna desde un escenario, mientras que un segundo era dominado por el karaoke. En diversas barras de bar se servía champaña, Johnny Walker, Courvoisier. Las esposas eran mujeres altas y delgadas, con ropa italiana y botas de cuero de cocodrilo o avestruz. Se ubicaban en mesas desde las cuales podían mirar tanto a sus hijos como a sus maridos y observar ansiosas a la generación más joven de mujeres aún más altas y delgadas que se filtraban entre la multitud. Timofeyev estaba en una fila de comida con el fiscal Zurin, que escrutaba expectante la muchedumbre como un periscopio. No era una señal positiva que mirara a todos lados menos hacia Arkady. A Timofeyev se lo veía pálido y sudoroso para ser un hombre que estaba a punto de heredar las riendas de toda la compañía NoviRus. Más adelante, Bobby Hoffman, ya pasado a la historia, estaba solo, comiendo de un plato demasiado cargado. Habían montado un casino al aire libre, e incluso desde la distancia Arkady reconoció a Nikolai Kuzmitch y Leonid Maximov. Eran bastante jóvenes; vestían con pudorosos jeans, sin negro mafia, sin oros ostentosos. Los crupieres parecían verdaderos, lo mismo que las fichas, pero Kuzmitch y Maximov se inclinaban sobre el paño como niños absortos en un juego.

    Lo que distinguía a los “nuevos rusos” era la juventud y el cerebro. Una cantidad insólita de ellos habían sido protegidos y favoritos de prestigiosas academias víctimas de una súbita bancarrota, pero, en lugar de morirse de hambre entre las ruinas, reconstruyeron el mundo y se acomodaron en él como millonarios; cada uno era una biografía de genio y valor. Se veían a sí mismos como los inescrupulosos capitalistas del Salvaje Oeste estadounidense; ¿acaso alguien no había dicho que toda gran fortuna comenzó con un crimen? Rusia ya contaba más de treinta multimillonarios, más que cualquier otro país. Eso equivalía a muchos crímenes.

    Kuzmitch, en sus tiempos de estudiante del Instituto de Metales Raros, había vendido titanio de un depósito no vigilado, y a partir de ese golpe se había labrado una carrera en la venta de níquel y estaño. A Maximov, matemático, le habían pedido que se encargara de supervisar un remate; el Ministerio de Productos Químicos Exóticos vendía un laboratorio, Y la puja prometía ser caótica. Maximov concibió una idea mejor: un remate en un lugar no revelado.

    Los sorpresivos ganadores, Maximov y un primo que trabajaba en el ministerio, convirtieron el laboratorio en una destilería, comienzo de la fortuna de Maximov en el negocio del vodka y los automóviles importados.

    El mejor ejemplo de todos era el de Pasha Ivanov, físico, favorito del Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas, que empezó sólo con un fondo falso para investigación y un buen día puso el ojo en Siberian Resources, una enorme empresa de madera, aserraderos y cien mil hectáreas de los mejores árboles de la Madre Rusia. Fue como si un pececito se tragara una ballena. Ivanov compró algunas deudas sin importancia de Siberian e hizo juicios en tribunales de poco movimiento y jueces corruptos. En Siberian Resources ni siquiera estaban enterados de los juicios, hasta que los derechos de propiedad pasaron a Ivanov. Pero la gerencia no se echó atrás. Contaban con sus propios jueces y tribunales y presentaron batalla hasta que Ivanov hizo un arreglo con la base local del ejército. A los oficiales y las tropas no se les pagaba desde hacía meses, de modo que Pasha Ivanov los contrató para irrumpir en el aserradero. Los tanques no llevaban armas, pero un tanque es un tanque, e Ivanov, al mando del primero, derribó las puertas.

    Aquella fiesta representaba lo más cerca que Arkady había estado en su vida del círculo mágico de los superadinerados. Y se sentía fascinado a pesar de sí mismo. No obstante, Zhenya lo estaba pasando mal. Cuando Arkady vio a través de los ojos del niño, la fiesta perdió todo el color. Los demás niños eran mucho más ricos en dinero, teléfonos celulares, padres, confianza en sí mismos; un niño de un refugio era, por definición, un abandonado. La mascarada que había planeado Arkady se revelaba una prueba cruel y estúpida. Por muy rencoroso o poco comunicativo que fuera Zhenya, no se merecía aquello.

    —¿Ya se van? — preguntó Timofeyev.
    —Mi amigo no se siente bien —respondió Arkady, señalando con la cabeza a Zhenya.
    —Qué pena ser tan joven y no gozar de buena salud — Timofeyev hizo un débil esfuerzo por sonreír. Aspiró por la nariz y apretó un pañuelo que tenía en la mano. Arkady le notó unos puntos marrones en la camisa—. Yo debería de haber iniciado una obra de beneficencia como ésta. Debería de haber hecho más. ¿Sabía que Pasha y yo nos criamos juntos? Fuimos a las mismas escuelas el mismo instituto científico. Pero nuestros gustos eran por completo diferentes. A mí nunca me atrajeron las mujeres. Más bien los deportes. Por ejemplo, Pasha tenía un salchicha, y yo, galgos rusos.
    —¿Ya no?
    —Lamentablemente, no, no podría… En la investigación dije que hicimos todo lo que pudimos, dada la información que teníamos.
    —¿Qué investigación? — no se trataba de la de Arkady.
    —Pasha decía que no era cuestión de culpabilidad o inocencia, que a veces la vida de un hombre no era más que una reacción en cadena.
    —¿Culpabilidad por qué? — Arkady quería detalles específicos.
    —¿Le parezco un monstruo?
    —No —Arkady pensó que, aunque Lev Timofeyev hubiera contribuido a construir un gigante financiero mediante la corrupción y el robo, no era necesariamente un monstruo. Parecía un deportista otrora saludable que iba encogiéndose dentro de la ropa. Tal vez era dolor por la muerte de su mejor amigo, pero su palidez y sus mejillas hundidas sugerían a Arkady el florecimiento de una enfermedad y, quizá, del miedo. De los dos, Pasha había sido siempre el aventurero, aunque Arkady recordaba que Rina había mencionado algún crimen secreto en el pasado—. ¿Esto tiene que ver con Pasha?
    —Tratábamos de ayudar. Cualquier que hubiera tenido la misma información habría sacado idéntica conclusión.
    —¿Que era…?
    —Todo estaba encaminado, las cosas estaban bajo control. Sinceramente creíamos que así era.
    —¿Qué cosas? — Arkady no entendía nada. Timofeyev parecía haber tomado por un rumbo por completo diferente.
    —Y pedimos disculpas en persona, cara a cara. ¿Quién lo habría hecho?
    —No sé.
    —¿Era una carta de amenaza? ¿La tiene usted?

    Rina lo llamó desde el casino. Estaba espectacular, centelleante con un enterizo plateado que combinaba con el tema espacial de la jornada.

    —Arkady, ¿no ha perdido a nadie?

    Zhenya había desaparecido del lado de Arkady, para reaparecer junto a las mesas de juego. Había mesas de póquer y blackjack, era los amigos de Rina habían optado por la clásica ruleta, y allí estaba Zhenya, aferrando su libro y evaluando adusto cada apuesta a medida que las hacían. Arkady se excusó con Timofeyev pero le prometió volver.

    —Quiero presentarle a mis amigos, Nikolai y Leo —le dijo Rina—. Son muy divertidos, y están perdiendo mucho dinero. Por lo menos, hasta que llegó su amiguito.

    Nikolai Kuzmitch, que había acaparado el mercado del níquel, era un sujeto bajo y expeditivo, que colocaba apuestas en todo el paño. Leonid Maximov, el rey del vodka, era fornido y fumaba un cigarro. Jugaba de forma más pausada —matemático, después de todo—, con el simple sistema de progresión que había arruinado a Dostoievski: doblando y redoblando, en rojo, rojo, rojo, rojo, rojo. Si perdían diez o veinte mil dólares en una vuelta de la bolilla de la ruleta, era por caridad y ganaban respeto. De hecho, cuando se retiraban las fichas, perder se tornaba febrilmente competitivo, un signo de exuberancia… es decir, hasta que Zhenya se ubicó entre los dos millonarios. A cada generosa apuesta, Zhenya echaba a Kuzmitch esa clase de mirada de lástima que se dirige a un idiota, y cada trillado doble al rojo de Maximov provocaba en Zhenya un suspiro de desdén. Maximov movió sus fichas al negro, y Zhenya sonrió con suficiencia ante su inconstancia; Maximov volvió a ubicarlas en el negro, y Zhenya, sin cambiar de expresión, dio la sensación de revolear los ojos.

    —Qué niñito perturbador, ¿no? — dijo Rina—. Casi ha paralizado el juego.
    —Tiene ese poder —admitió Arkady. Notó que, mientras tanto, Timofeyev se había mezclado con la multitud.

    Kuzmitch y Maximov dejaron la mesa disgustados; pero pusieron cara sonriente para Rina y dieron a Arkady una bienvenida profesional que indicaba que nada tenían que temer de él; hacía años que compraban y vendían investigadores.

    Dijo Kuzmitch:

    —Rina nos ha comentado que usted está ayudando a atar los cabos sueltos en el caso de Pasha. Qué bien. Queremos que la gente se tranquilice. Las empresas rusas están en una fase totalmente nueva. La época dura ya no va.

    Maximov asintió. Arkady pensó en carnívoros jurando que dejarían de comer carnes rojas. No creía que pertenecieran a la mafia, aunque era de esperar que un hombre supiera defenderse y hasta poseyera un ejército privado si hacía falta. Pero habían pasado por esa fase, y ahora que cada uno poseía su fortuna, ambos abogaban con firmeza por la ley y el orden.

    Arkady preguntó si Ivanov había mencionado alguna inquietud o amenaza o algún nombre nuevo, o si evitaba a alguien, o si hablaba de su salud. No, respondieron los dos, salvo que no se sentía bien en los últimos tiempos.

    —¿Mencionó la sal?
    —No.

    Maximov se sacó el cigarro de la boca para decir:

    —Cuando me enteré de lo de Pasha quedé destruido. Éramos competidores, pero nos respetábamos y nos caíamos bien.

    Agregó Kuzmitch:

    —Pregúntele a Rina. Pasha y yo peleábamos por negocios todo el día, y después nos divertíamos toda la noche como los mejores amigos.
    —Hasta fuimos de vacaciones juntos —añadió Maximov.
    —¿A Saint—Tropez, por ejemplo? — preguntó Arkady. ¿Con bomba y todo?, agregó para sí.

    Los dos hombres dieron un respingo, como si les hubieran echado algo desagradable en la bebida. Arkady observó que llegaba el coronel Ozhogin y susurraba algo al oído del fiscal Zurin. Unos guardias empezaron a avanzar en dirección a la mesa de ruleta, y Arkady intuyó que su tiempo entre la elite era limitado. Kuzmitch comentó que iría unos días a Estambul, piloteando su avión. Lo acompañarían Maximov y unas seis o siete chicas simpáticas, y Arkady también podía ir. Las cosas podían arreglarse. Había una sugerencia implícita de que quizá fueran demasiadas chicas para sólo dos hombres. Rina, por supuesto, era más que bienvenida.

    —Son como un club de muchachos —le comentó ella a Arkady—. Unos chiquillos glotones.
    —¿Y Pasha?
    —Presidente del club.
    —Rina lo enderezó —dijo Kuzmitch.
    —Si yo pudiera conocer a una mujer como Rina, también sentaría cabeza —afirmó Maximov—. Si sigo así, tanto vino, mujeres y música podrían resultarme fatales.
    —¿Dónde estaban los dos cuando se enteraron de lo de Pasha? — preguntó Arkady.
    —Yo estaba jugando squash. Mi entrenador se lo confirmará. Me senté en el piso de la cancha y lloré.
    —Yo estaba en Hong Kong —dijo Kuzmitch—. Volví de inmediato, en avión. Me preocupaba por Rina.
    —Todas estas preguntas… Fue suicidio, ¿no? — dijo Maximov.
    —Es trágico, pero sí —Zurin había aparecido junto a la mesa. Sujetó a Zhenya con firmeza por un hombro—. Mi oficina se encargó del asunto, pero no hubo motivos para hacer una investigación. No fue más que un hecho trágico.
    —¿Entonces por qué…? — Kuzmitch echó una mirada a Arkady.
    —Meticulosidad. Aunque creo que puedo asegurarle que ya no habrá más preguntas. ¿Podrían disculpamos, por favor? Necesito hablar unas palabras con mi investigador.
    —Estambul —Ie recordó Kuzmitch a Arkady.
    —Dele un día de descanso a este hombre —dijo Maximov a Zurin—. Trabaja demasiado.

    El fiscal se llevó a Arkady.

    —¿Lo está pasando bien? ¿Cómo entró?
    —Estoy invitado, con mi amigo —Arkady recuperó a Zhenya.
    —¿Para hacer preguntas y difundir rumores?
    —¿Sabe qué rumor oí yo?
    —No tengo idea —Zurin seguía llevándose a Arkady y al niño.
    —Oí que lo nombraron a usted director de la compañía. Que le encontraron un lugar en la junta directiva, y ahora usted se está ganando su sustento.

    Zurin los alejó un poco más.

    —Ahora sí que la ha embarrado. Ha ido demasiado lejos.

    Los alcanzó Ozhogin, que agarró a Arkady por el hombro con un pulgar de acero que le llegó hasta el hueso.

    —Renko, tendrá que aprender modales, si es que alguna vez quiere trabajar para Seguridad NoviRus —el coronel palmeó a Zhenya en la cabeza, y el niño apretó con fuerza la mano de Arkady.
    —¿Cómo se atreve a venir acá? — exclamó Zurin.
    —Usted me dijo que preguntara.
    —Pero no en una reunión de beneficencia.
    —¿Se acuerda del disco que Hoffman no quería darnos? — Ozhogin le hizo ver apenas un CD plateado.
    —Ah, debe de ser ése —respondió Arkady—. ¿Hoy anda rompiendo piernas o brazos?
    —Su investigación ha terminado —dijo Zurin—. Colarse en una fiesta arrastrando a un niño sin techo es algo inexcusable.
    —¿Esto significa que me destinará a otra tarea?
    —Esto significa una medida disciplinaria —contestó Zurin, cansado, como si dejara en el suelo una piedra muy pesada—. Significa que usted está acabado.

    Así era como se sentía Arkady: acabado. También sentía que quizá se había extralimitado con Zurin. Hasta los vendidos tienen su orgullo.

    Y se marchó con Zhenya, desandando camino, lejos del círculo de hombres importantes, pasando ante los cosmonautas, el algodón de azúcar y las parrillas humeantes, los rostros de la televisión y las llamas azules y los extraterrestres en zancos. De la cancha de tenis despegó un cohete, que se elevó alto en el cielo azul y estalló en una lluvia de flores de papel. Cuando descendió el último de los pétalos, Arkady y Zhenya habían salido por las grandes puertas. Mientras tanto, Bobby Hoffman esperaba en el auto de Arkady, con la nariz ensangrentada metida en un pañuelo, la cabeza echada hacia atrás para proteger la chaqueta que le había regalado Ivanov.

    En el camino, Zhenya miraba a Arkady con ojos entornados. El investigador había descendido a una velocidad vertiginosa desde las alturas de la Nueva Rusia hasta una puerta por donde lo echaron a patadas. Un descenso tan veloz que hasta a Zhenya le llamó la atención.

    —¿Qué va a pasar? — preguntó Hoffman.
    —¿Quién sabe? Una carrera nueva. Estudié leyes en la Universidad de Moscú; tal vez pueda hacerme abogado. ¿Me ves como abogado?
    —¡Ja! — Hoffman lo pensó un segundo—. Es raro, pero tienes algo que me recuerda a Pasha. No eres tan inteligente, bien lo sabe Dios, pero sí tienes una cualidad de él. Uno no podía darse cuenta de si las cosas le resultaban graciosas o tristes. Era como si pensara: “¿Ya mí qué?”. Especialmente hacia el final.

    Arkady preguntó a Zhenya:

    —¿Eso está bien? ¿Tener las cualidades de un muerto? — el niño apretó los labios—. ¿Depende? Yo pienso lo mismo.

    Zhenya no había comido. Se detuvieron en un puesto de pirozhki y encontraron, del otro lado, una casa inflada que representaba una cabaña fea, sostenida sobre unas patas de gallina. La rodeaba una cerca, también inflada, de huesos y cráneos, y en el techo estaba parada la bruja. Baba Vaga, con el mortero con que volaba. En el libro de cuentos de Zhenya, Baba Vaga se comía a los niños que se acercaban a su cabaña. Esta cabaña, en cambio, estaba llena de niños que saltaban en un piso trampolín cubierto con pelotas de espuma de goma de colores. Niños y niñas salían por una puerta y entraban corriendo por otra mientras arriba la bruja mecánica soltaba su espantosa risa cacareante. Zhenya dejó el juego de ajedrez y entró en la vivienda de la bruja, embelesado.

    —Gracias por traerme —dijo Hoffman—. No conduzco en Rusia. Conducir acá es como dar vueltas sin fin al Arco de Triunfo.
    —No sabría decirte. ¿Cómo está tu nariz?
    —Me la golpeó Ozhogin. Ni siquiera fue un golpe. Me mostró el disco, levantó la mano y me reventó un vaso sanguíneo, sólo para humillarme.
    —Es un día de narices ensangrentadas. A Timofeyev le pasaba lo mismo —ahora que lo pensaba, en los videotapes también Ivanov llevaba un pañuelo contra la nariz.

    Hoffman se inclinó hacia adelante.

    —¿Te comenté que le caes tan bien como yo?
    —No sé por qué —la perspectiva de volver a encontrarse con Ozhogin le dio ganas de mejorar, levantar pesas, hacer ejercicio con regularidad. Encendió un cigarrillo—. ¿Dónde escondiste el disco?
    —Sabía que Ozhogin buscaría en mi departamento, así que lo guardé en mi armario del gimnasio. Lo pegué con cinta en un lugar invisible. No sé cómo lo encontró.
    —¿Vas muy seguido el gimnasio, Bobby?
    —No. Sólo una vez cada… —Hoffman se encogió de hombros.
    —Ahí tienes.
    —Ah, y ahora que tienen el disco la oferta es: “Abandonas el país o vas a la cárcel”. Los hice enojar. Que se vayan a la mierda. Volveré.
    —¿Y Rina?
    —Te diré algo de Rina —Bobby se sacó de la chaqueta unas migas de pirozhki—. Es una muchachita adorable, pero Pasha la dejó bien acomodada, y dentro de un año lo más importante de su vida serán los espectáculos de modas. Y dirigirá la fundación de Pasha, que la mantendrá ocupada. Todos ganan, menos tú y yo. Y yo voy a volver a la carga.
    —O sea que quedo sólo yo.
    —En el fondo de la cadena alimentaria. Te diré algo más: la empresa está muerta.
    —¿NoviRus?
    —Kaput. Lo único que la mantenía en pie era Pasha —Bobby se tocó la nariz con delicadeza—. Tal vez Timofeyev haya sido un buen científico en otros tiempos, pero para los negocios es un desastre. No tiene garra, ni imaginación. Nunca entendí por qué Pasha lo conservaba. Y ni hablar de que se está desmoronando ante la vista de todos. En seis meses, ¿sabes quién manejará NoviRus? Ozhogin. Es policía. Sólo que no puedes manejar un ente comercial tan complejo siendo policía; tienes que ser general. Kuzmitch y Maximov no ven la hora de sacarlo. Cuando hayan terminado con Ozhogin, de él no quedarán ni los huesos. Es la cadena alimentaria, Renko. Si entiendes la cadena alimentaria, entiendes el mundo.

    Arkady contempló a Zhenya, que rebotaba en la cabaña inflable, entrando y saliendo de su campo visual. Le preguntó a Hoffman:

    —¿Que sabes de Anton Obodovsky?
    —¿Obodovsky? — Bobby levantó las cejas—. Un tipo duro, de la mafia local; robó unos camiones nuestros y vació unos tanques de combustible. Tiene pelotas, eso te lo concedo. Ozhogin me lo señaló en la calle, una vez. Obodovsky pone nervioso al coronel. Eso me gustó.

    Cuando Zhenya emergió al fin de la casa inflada, emprendieron el viaje de regreso. Hoffman y Zhenya jugaban al ajedrez sin tablero, diciendo en voz alta sus jugadas: el niño anunciaba “E2 a E4” desde el asiento de atrás y enseguida Hoffman le contestaba “B7 a B6” desde el de adelante. Arkady pudo seguirlos en las diez primeras movidas, y después era como escuchar una conversación entre robots, de modo que se concentró en sus propias y reducidas perspectivas.

    Era imposible que lo echaran por incompetencia. La incompetencia se había vuelto la norma bajo la vieja ley, cuando los fiscales no tenían que enfrentarse en los tribunales con ningún desafío de abogados trepadores y siempre había a mano pruebas y confesiones convenientes. Se permitía la bebida: a un investigador borracho acurrucado en el asiento trasero de un auto se lo trataba con la misma amabilidad que a una abuela achacosa. La corrupción, sin embargo, tenía sus bemoles. Aunque era tanto el combustible como el lubricante de la vida rusa, un investigador acusado de corrupción siempre provocaba la indignación pública. Había un cuadro, El paseo en trineo, en el que un conductor de troika arroja a una muchacha horrorizada a una manada de lobos que los persigue. Zurin era como ese conductor. Recopilaba los antecedentes de sus propios investigadores y cada vez que se le acercaba la prensa les arrojaba una víctima. Arkady no tenía motivo alguno para sentirse horrorizado o sorprendido.

    Le preguntó a Hoffman:

    —¿Timofeyev está resfriado, o suele sangrarle la nariz?
    —Él dice que está resfriado.
    —En la camisa tenía unas manchas que parecían sangre seca.
    —Tal vez se manchó al sonarse la nariz.
    —¿Pasha sufría hemorragias nasales?
    —A veces —respondió Hoffman, todavía inmerso en la partida de ajedrez.
    —¿Estaba resfriado?
    —No.
    —¿Tenía alguna alergia?
    —No. G5 a F3.
    —H4 a G3 —dijo Zhenya.
    —¿Fue a ver un médico? — preguntó Arkady.
    —No quería.
    —¿Estaba paranoico?
    —No sé. Nunca lo vi de ese modo. No era tan evidente, porque todavía estaba en la cima. G3 a H5.
    —G3 a H2, jaque —dijo Zhenya.
    —G1 a H2.
    —C6 a H3, mate.

    Hoffman levantó las manos como si diera vuelta el tablero.

    —¡Mierda!
    —El niño es bueno —comentó Arkady.
    —¿Quién sabe, con estas distracciones?

    Zhenya ganó dos partidas más antes de que llegaran al refugio para niños. Arkady lo acompañó hasta la puerta, y Zhenya entró sin mirar atrás, lo que era a un tiempo más y menos que desdén. Cuando Arkady volvió al auto, Hoffman cerraba su teléfono celular.

    —Es judío —dijo Hoffman.
    —El apellido es Lysenko. No es judío.
    —Acabo de jugar al ajedrez con él. Es judío. ¿Puedes dejarme en la estación Mayakovski del subterráneo? Gracias.
    —¿Te gusta Mayakovski?
    —¿El poeta? Claro. “Mírame, mundo, y envídiame. ¡Tengo un pasaporte soviético!” A continuación se voló los sesos. ¿Cómo no me iba a gustar?

    Mientras manejaba, Arkady miraba de reojo a Hoffman, que ya no era el despojo lloriqueante del día anterior. Ese Hoffman no podría haber jugado al ajedrez con nadie. Este Hoffman iba de la poesía a la ligera jactancia, sin demasiados detalles, sobre una variedad de chanchullos comerciales —empresas pantalla y remates secretos— que él e Ivanov habían perpetrado juntos.

    —¿Cómo te sientes? — le preguntó Arkady.
    —Bastante decepcionado.
    —Te han humillado y despedido. Deberías estar furioso.
    —Lo estoy.
    —Y perdiste el disco.
    —Ése era mi as en la manga.
    —Lo estás llevando bien, considerando la situación.
    —No puedo dejar de pensar en ese niño. Tal vez tú no lo valores, Renko, pero eso fue ajedrez en un muy alto nivel.
    —Sin duda así sonaba. Guardar el disco, ocultar el disco, usarme a mí ya mi lastimosa investigación para dar la impresión de que el disco era importante, y por último dejar que Ozhogin lo encontrara en tu gimnasio, nada menos. ¿Qué pusiste en el disco? ¿Qué va a pasar en NoviRus cuando ese disco cumpla su función?
    —No tengo idea de lo que estás hablando.
    —Eres experto en computación. El disco es veneno.

    El cielo se oscurecía tras los carteles iluminados que solían recitar: “¡El Partido es la vanguardia de los trabajadores!”, y ahora mostraban publicidades de coñac añejado en barriles. Monedas de neón rodaban encima del toldo de un casino e iluminaban una hilera de Mercedes y camionetas 4 x 4.

    —¿Cómo lo sabrás? — Hoffman se retorció en el asiento—. Me bajo. Acá está bien.
    —No llegamos a la estación.
    —Escucha, imbécil: te dije que esta esquina está bien.

    Arkady detuvo el auto y Bobby se bajó. Arkady se estiró sobre el asiento y bajó el vidrio de la ventanilla.

    —¿Ésta es tu despedida?
    —Renko, ¿por qué no te vas a la mierda? No entenderías.
    —Entiendo que me armaste un embrollo.
    —Tú no entiendes.

    Los conductores detenidos detrás de Arkady le gritaron para que siguiera andando. Rara vez se usaban las bocinas si se podía recurrir a las amenazas. Un viento perseguía pedazos de papel alrededor de la esquina.

    —¿Qué es lo que no entiendo?
    —Que mataron a Pasha.
    —¿Quiénes?
    —No sé.
    —¿Lo empujaron?
    —No sé. ¿Qué importa? Ibas a abandonar.
    —No hay nada que abandonar. No hay investigación.
    —¿Sabes lo que decía Pasha? “Tod se entierra, pero nada queda enterrado el tiempo suficiente.”
    —¿Y eso significa…?
    —Significa que acá están las malas noticias: Rina es puta, yo soy una mierda y tú eres un perdedor. Hasta ahí llegamos. Todo este lugar está jodido. Sí, te usé, ¿y qué? Todos usan a todos. Es lo que Pasha llamaba una reacción en cadena. ¿Qué esperas de mí?
    —Ayuda.
    —¿Como si siguieras en el caso? — Bobby alzó la vista al cielo nublado, a las monedas de oro del casino, a las puntas de sus zapatos—. A Pasha lo mataron; eso es todo lo que sé.
    —¿Quiénes?

    Bobby susurró:

    —Guárdense su maldito país.
    —¿Cómo…? — comenzó Arkady, pero el Mercedes color plomo de atrás avanzó un poco y abrió de golpe su puerta trasera.

    Bobby Hoffman subió y la cerró, ocultándose tras el acero y el vidrio oscuro, aunque no antes de que Arkady viera un portafolio en el asiento. De modo que el automóvil no se hallaba allí por casualidad; su presencia estaba arreglada de antemano. De inmediato se alejó, mientras Arkady lo seguía en el Zhiguli. En tándem, los dos vehículos pasaron la estación Mayakovski y continuaron hacia el norte. ¿Adónde se dirigía? Ya estaba demasiado oscuro para dar una caminata soleada por la playa de Serebryaniy Bor, y era demasiado tarde para las carreras del hipódromo. Pero estaba el aeropuerto. De Sheremetyevo salían vuelos vespertinos hacia todas partes, y Hoffman había entrado y salido del aeropuerto lo bastante seguido como para sobornar a la mitad del personal. Conseguiría un pasaje a Egipto o la India o algún ex país soviético, a cualquier parte que no tuviera tratado de extradición con los Estados Unidos. Lo harían pasar con rapidez por seguridad, lo conducirían a la primera clase y le ofrecerían champaña. Bobby Hoffman, fugitivo veterano, volvía a ganarle de mano; una vez que hubiera atravesado seguridad, se hallaría fuera del alcance de Arkady.

    Aunque Arkady no tenía autoridad alguna para impedir que Hoffman se fuera. Sólo quería preguntarle qué era lo que estaba enterrado. Y qué había querido decir cuando afirmó que a Pasha lo habían matado “de algún modo”. ¿Lo habían empujado, o no? El chofer de Hoffman levantó una mano para colocar una luz azul sobre el techo del auto y se precipitó por el carril de máxima velocidad. Arkady colocó su propia luz policial y fue avanzando en zigzag de carril en carril para mantenerse cerca. Nadie aminoró la velocidad. Los conductores rusos juraban al nacer no aminorar jamás —pensó Arkady—, así como los pilotos rusos despegaban siempre, hiciera el clima que hiciere.

    Pero los coches se vieron obligados a frenar y pasar como podían alrededor de una fogata encendida en medio de la ruta. Arkady pensó que se trataba de un accidente, hasta que vio unas figuras que bailaban en torno del fuego, ejecutando saludos a lo Hitler y destrozando con piedras y barras de acero los parabrisas y los faros delanteros de los coches que pasaban. Al acercarse no vio madera, sino un automóvil ennegrecido que se retorcía en las llamas y arrojaba el humo acre del plástico quemado. Cincuenta figuras, o más, sacudían un ómnibus. Por la puerta del vehículo bajó una mujer que salió corriendo a los gritos. Un Zaporozhets de tres ruedas, apenas más grande que una motocicleta, se metió por delante de Arkady y le embistió el guardabarros. Adentro iban un hombre y una mujer, quizás árabes. Cuatro sujetos con la cabeza afeitada y un estandarte blanco y rojo se aglomeraron alrededor del auto. El más corpulento lo levantó de modo que las ruedas de adelante quedaron girando en el aire, mientras otro, con la barra de hierro, rompía la ventanilla del lado del pasajero. Arkady alzó los ojos hacia las torres de iluminación del estadio de Dynamo, que resplandecían más adelante, y entendió lo que ocurría.

    Dynamo estaba jugando contra Spartak. El club de fútbol Dynamo era patrocinado por la milicia, y Spartak era el favorito de grupos de skinheads como los Carniceros Locos y los Naranjas Mecánicas. Los skinheads apoyaban a su club pisoteando a los hinchas de Dynamo que encontraban por la calle. A veces iban un poco más lejos. El que aferraba el frente del Zaporozhets se había desgarrado la camisa para mostrar un ancho pecho tatuado con una cabeza de lobo, y sus brazos ostentaban esvásticas. Su amigo terminó de romper la ventanilla con la barra de metal y sacó a la mujer a la rastra, gritándole: “¡Saca tu culo negro de un auto ruso!”. La mujer salió con una mejilla cortada y el pelo y el sari salpicado de vidrio. Arkady reconoció a la señora Rajapakse. Los otros dos skinheads golpeaban la ventanilla del señor Rajapakse con barras de acero.

    Arkady no tuvo conciencia de cómo se bajó del Zhiguli. De pronto se encontró apuntando con un arma a la cabeza del skinhead que sujetaba el parachoques.

    —Suelta el auto.
    —¿Te gustan los negros? — el fortachón le escupió el impermeable.

    Arkady le pateó la rodilla desde el costado. No supo si se rompió, pero cedió con un satisfactorio chasquido. Mientras el hombre daba contra el suelo aullando de dolor, Arkady se acercó al hincha de Spartak que aplastaba al señor Rajapakse contra el capó. Dado que los skinheads llenaban la calle y el cargador de la pistola de Arkady tenía sólo trece disparos, optó por una vía intermedia.

    —Si tú… —había empezado a decir el hombre cuando Arkady le pegó con la pistola.

    Mientras Arkady rodeaba el auto, los skinheads armados con barras despejaron un poco el lugar, para atacar. Eran tipos altos, con borceguíes y nudillos ensangrentados. Uno dijo:

    —Tal vez agarres a uno, pero no nos agarrarás a los dos.

    Arkady se dio cuenta de algo. No tenía ningún cargador en su pistola. Lo había quitado para el paseo con Zhenya. Y nunca llevaba uno encima.

    —Entonces, ¿cuál de los dos será? — preguntó, y apuntó primero a uno y después al otro—. ¿Cuál es el que no tiene madre? — a veces las madres son monstruos, pero en general les importa si sus hijos mueren en la calle. Y los hijos lo saben. Al cabo de una larga pausa, las manos de los dos muchachos que aferraban las barras se aflojaron. Les asqueaba Arkady por haber usado una táctica tan baja, pero los dos retrocedieron y se marcharon, arrastrando a sus camaradas heridos.

    Mientras tanto, la refriega se había generalizado. De varios camiones bajaban montones de milicianos y los skinheads destrozaban postes de ómnibus al desbandarse a la carrera. Los Rajapakse limpiaban los vidrios de los asientos de su auto. Arkady se ofreció a llevarlos a un hospital, pero casi lo atropellaron en su prisa por hacer un giro en U y abandonar el lugar.

    Rajapakse gritó por la ventanilla rota:

    —Gracias. Ahora váyase, por favor. Usted es loco, tan loco como ellos.

    Sosteniendo en alto su identificación, Arkady fue hasta el auto quemado. Había víctimas de los skinheads tiradas en el camino y los costados, sollozando entre espejos laterales rotos, camisas desgarradas, zapatos. Llegó hasta una línea de barricadas que la milicia había erigido rápida y tardíamente en el terreno del estadio. No se veía a Hoffman por ninguna parte, pero por todos lados había pedazos de vidrio oscuro.

    El ascensorista era el ex guardia del Kremlin al que Arkady ya había entrevistado. Mientras pasaban los pisos, miró a Arkady de arriba abajo.

    —Necesita un código.
    —Lo tengo —Arkady se puso unos guantes de látex.

    El ascensorista se hizo a un lado, mostrando el entrenamiento de un viejo perro guardián. En el décimo piso todavía no sabía si sacar o no un teléfono celular del bolsillo.

    —Primero debo llamar al coronel Ozhogin.
    —Cuando llame, cuéntele al coronel de la falla de seguridad en el edificio el día en que murió Ivanov; cuéntele que usted clausuró el ascensor a las once de la mañana y revisó cada departamento, piso por piso. Explíquele por qué no informó de esa falla en aquel momento.

    Con un leve gemido, el ascensor se detuvo en el décimo piso. El ascensorista se balanceó un instante, con expresión desdichada. Al fin dijo:

    —En la época soviética teníamos guardias en todos los pisos. Ahora tenemos cámaras. No es lo mismo.
    —¿Revisó el departamento de Ivanov?
    —No tenía el código.
    —Y no quiso llamar a Seguridad NoviRus y decirle por qué lo necesitaba.
    —Revisamos el resto del edificio. No sé por qué el recepcionista estaba preocupada. Le parecía haber visto una sombra, algo. Le dije que si a él se le pasaba algo por alto, el hombre que vigilaba la pantalla en NoviRus lo vería. En mi opinión, no pasó nada. No hubo ninguna falla.
    —Bien, ahora sabe el código. Después de que me deje entrar, puede hacer lo que quiera.

    Se abrieron las puertas del ascensor y Arkady entró en el departamento de Ivanov por tercera vez. En cuanto las puertas se cerraron, presionó el botón del teclado del vestíbulo que impedía entrar a cualquier otro. Ahora el ascensorista podía llamar a quien quisiera, porque el departamento estaba, como había dicho Zurin, sellado para el resto del mundo.

    Con sus paredes blancas y sus pisos de mármol, era un hermoso caparazón. Encendió las luces habitación por habitación y vio que otros visitantes lo habían precedido. Alguien había limpiado los rastros de la vigilia de Hoffman en el sofá, lavado la copa de coñac y acomodado los almohadones. La galería de fotos de Pasha Ivanov todavía adornaba la pared de la sala, aunque ahora parecía tristemente superflua. Las únicas fotos que faltaban eran las de Rina con Pasha que antes había en el dormitorio. Y sin duda Ozhogin había estado en la escena, porque la oficina se hallaba desnuda de todo aquello que, encriptado o no, pudiera contener algún dato de NoviRus: computadora, dispositivo para zip, libros, CD, carpetas, teléfono y contestador automático. En la sala de custodia habían desaparecido todos los videos y los discos. El botiquín del baño estaba vacío. Arkady apreció la meticulosidad profesional.

    No sabía con exactitud qué buscaba, pero ésa era su última oportunidad de buscar algo. Recordó el elfo islandés, el diablillo que no era más que una cabeza y un pie, que sólo podía verse por el rabillo del ojo. Si se lo miraba directamente, desaparecía. Puesto que se habían llevado todos los elementos obvios, Arkady debería conformarse con revelaciones vislumbradas. O la sombra persistente de algo de lo que se habían llevado.

    Por supuesto, el hogar de un “nuevo ruso” debía estar libre de sombras. Nada de historia, ni preguntas, ni incómodas legalidades, sólo un limpio salto al futuro. Abrió la ventana de la cual había caído Ivanov. Las cortinas flamearon hacia el lado de afuera. A Arkady se le aguaron los ojos por el frío del aire.

    El coronel Ozhogin había sacado todo lo que guardaba alguna relación con asuntos de negocios; pero lo que Arkady había visto de la última noche de Pasha Ivanov entre los vivos no guardaba relación alguna con los negocios. NoviRus no estaba en absoluto al borde del colapso. Eso podía ocurrir pronto, estando Timofeyev al timón, pero hasta el último aliento de Ivanov, NoviRus era una empresa próspera y voraz, que engullía compañías a un ritmo imparable y se defendía por igual de los competidores gigantes y los predadores de poca monta. Tal vez un ninja había bajado del techo como una araña, o Anton se había escabullido por entre las rejas de Butyrka; en cualquiera de ambos casos, se tratada de un homicidio profesional que Arkady tenía pocas esperanzas realistas de resolver. Sin embargo, persistía en él la sensación de que Pasha Ivanov huía de algo más personal. Había impedido a todos la entrada en el departamento, incluida Rina. Arkady recordó cómo había llegado Ivanov su último día, con un pañuelo en una mano y en la otra un portafolio de aspecto liviano, como si no se hallara cargado de informes financieros. ¿Qué había en el portafolio cuando Arkady lo vio sobre la cama? Una bolsa de zapatos y un cargador de teléfono celular. ¿Acaso Ivanov, cuando se dirigía a la oficina de su departamento, se había enterado de alguna inversión desastrosa? En ese caso, Arkady imaginó a un Ivanov lloroso que bebía uno o dos whiskys antes de juntar coraje para abrir la ventana. Lo que recordaba del video, en cambio, era un Ivanov que se bajaba sin ganas del auto, entraba apresurado en el edificio, charlaba sobre perros con un vecino, subía en el ascensor con sombría determinación y echaba una mirada de despedida a la cámara de seguridad antes de bajar. ¿Corría a encontrarse con alguien? ¿Había tomado el bastón de esquí porque había oído a alguien? ¿Por qué una sola bolsa de zapatos? Porque no la estaba usando para guardar zapatos. Ivanov había ido al baño, tal vez, pero no había ingerido una cantidad suicida de pastillas. Era un hombre decidido, no de los que esperan con actitud pasiva un efecto sedante. Había hablado con la doctora Novotny lo suficiente como para preocuparla, y luego faltado a las últimas cuatro sesiones. Lo único que Arkady sabía realmente de la última noche de Ivanov era que había entrado en el departamento por la puerta y salido por la ventana, y que el piso de su vestidor estaba cubierto de sal. Y que habían encontrado sal en el estómago de Pasha. Pasha había comido sal.

    Sonó el teléfono del dormitorio. Era el coronel Ozhogin.

    —Renko, estoy yendo para allá. Quiero que salga ahora mismo del departamento de Ivanov Y baje al vestíbulo. Lo encontraré ahí.
    —¿Por qué? Yo no trabajo para usted.
    —Zurin lo despidió.
    —¿Y?
    —Renko…

    Arkady cortó.

    Ivanov había ido al dormitorio y dejado el portafolio sobre la cama. Dejó el teléfono celular al borde de la cama. Abrió el portafolio, tan concentrado en el contenido que no reparó en que había dejado caer el teléfono sobre la alfombra o lo había pateado bajo la cama, donde Víctor lo encontraría más tarde. ¿Qué sacó Ivanov de la bolsa para zapatos: un ladrillo, un arma, un lingote de oro?

    Arkady repasó cada movimiento, tratando de seguir un rastro invisible. Pasha había abierto el vestidor y encontrado el piso cubierto de sal. ¿Sabía algo de una inminente escasez mundial de sal? Pasha había vuelto apresurado a su casa y comido sal, y lo único que llevaba consigo en su caída de diez pisos era un salero. Arkady dio vuelta la bolsa. Ni un grano de sal.

    Lo que había en la bolsa, ¿estaba todavía en el departamento? Ivanov no lo había llevado consigo. Según recordaba Arkady, todos se concentraron en asuntos de la empresa, y la bolsa de zapatos no tenía el tamaño ni la forma para contener ni discos de computadora ni hojas de cálculo.

    Volvió a sonar el teléfono. Ozhogin dijo:

    —Renko, no corte…

    Arkady cortó y dejó el tubo descolgado. El problema del coronel era que no tenía con qué amenazarlo. De haber sido Arkady un hombre de carrera promisoria, las amenazas habrían podido surtir efecto. Pero como ya casi con seguridad lo habían despedido de la oficina del fiscal, se sentía liberado.

    Un paso atrás. A veces una persona pensaba demasiado. Arkady regresó a la cama, hizo la mímica de abrir el portafolio, sacar algo de la bolsa de zapatos e ir hacia el vestidor. Cuando éste se abrió, las luces echaron un resplandor lechoso sobre el montículo de sal que todavía cubría el piso. En la parte superior se veían las mismas señales de actividad que Arkady había visto antes: un hueco aquí, una huella allá. Ahora vio la confirmación en una mancha marrón de sangre que Ivanov había dejado al agacharse. Ivanov había sacado la cosa de la bolsa de zapatos, la había depositado en la sal y luego…: ¿qué? El salero podría haber encajado perfectamente en la depresión que había en medio de la sal. Arkady abrió un cajón de camisas de manga larga con monograma, en diversos tonos pastel. Las revisó, sin encontrar nada; cerró el cajón y oyó que algo se movía.

    Abrió de nuevo el cajón y, en el fondo, debajo de las camisas, encontró un pañuelo ensangrentado que envolvía un dosímetro de radiación del tamaño de una calculadora. Tenía sal incrustada en la costura de la funda de plástico rojo. Tomó el dosímetro por una punta, para no dejar huellas, lo encendió y vio que en la pantalla digital los números volaban a 10.000 puntos por minuto. Arkady recordaba, del entrenamiento en el ejército, que una lectura promedio de radiactividad de fondo rondaba los 100 cpm. Cuanto más acercaba el medidor a la sal, más subía la lectura. A los 50.000 cpm los números se detuvieron.

    Salió del vestidor. Le picaba la piel, se le había secado la boca. Recordó a Ivanov abrazando el portafolio en el ascensor, y su mirada a la cámara. Ahora comprendió esa vacilación. Pasha juntaba, coraje, ya en el umbral. Arkady encendió y apagó el medidor, lo encendió y lo apagó, hasta que volvió a cero. Recorrió el hermoso departamento blanco de Pasha. Los números cambiaban a cada paso mientras él caminaba como un ciego con su bastón entre unas llamas que sólo percibía mediante el medidor. El dormitorio ardía, la oficina ardía, la sala ardía, y en la ventana abierta las cortinas aspiradas por el viento nocturno flameaban y se agitaban señalando la salida más rápida de un incendio invisible.


    5


    Pripyat había sido una ciudad dedicada a las ciencias, construida para técnicos, con líneas rectas, que relucía a la luz de una luna ascendente. Desde el piso más alto de la oficina municipal, Arkady contemplaba una explanada central lo bastante ancha para contener la población de toda la ciudad el Día de los Trabajadores, el Día de la Revolución, el Día Internacional de la Mujer. Habría habido discursos, canciones y danzas nacionales, flores de celofán regaladas por niños prolijos y arreglados. Alrededor de la explanada se alzaban las amplias líneas horizontales de un hotel, restaurante y teatro. Bulevares de tres carriles se extendían hasta bloques de departamentos, parques arbolados, escuelas y, a apenas tres kilómetros de distancia, el eterno faro rojo del reactor.

    Arkady volvió a hundirse en las sombras de la oficina. Nunca había considerado que su visión nocturna fuera particularmente buena, pero vio calendarios y papeles en el piso, tubos fluorescentes aplastados, archiveros boca abajo alrededor de un nido de mantas y el resplandor de botellas de vodka vacías. Un cartel colgado en la pared proclamaba algo perdido en letras descoloridas: “CONFIADO EN EL FUTURO” fue todo lo que pudo distinguir Arkady. Con ropa de fajina camuflada, él mismo resultaba bastante difícil de distinguir.

    El susurro áspero de un fósforo al encenderse lo acercó a la ventana. No había visto dónde. Los edificios estaban vacíos; los faroles de la calle, rotos. Los bosques se acercaban cada vez más, y cuando el viento moría la ciudad quedaba en silencio, sin una sola luz, sin el paso de un auto o el sonido de una pisada. En toda la ciudad no había una sola intrusión humana, hasta que se movió la punta naranja de un cigarrillo, al otro lado de la explanada, dentro de la masa oscura del hotel.

    En la escalera, Arkady tuvo que usar una linterna a causa de los despojos: estanterías, sillas, cortinas y botellas, siempre botellas, y todo cubierto por un residuo, semejante a tiza, de yeso desintegrado que formaba una suerte de estalactitas y estalagmitas, como en una caverna. Desde afuera, los edificios podían parecer intactos. Adentro, este parecía un blanco de artillería, con las paredes hechas pedazos, los caños rotos y los pisos levantados por el hielo.

    En la planta baja Arkady apagó la luz y rodeó la plaza al trote. Las puertas de entrada del hotel estaban cerradas con cadenas. No importaba; entró por los agujeros que habían dejado los vidrios faltantes. Encendió la linterna, cruzó el vestíbulo y esquivó en el mayor silencio posible los carritos del servicio apilados en los escalones. En el cuarto piso las puertas se hallaban abiertas. Surgieron camas y cómodas. En una habitación el papel de las paredes se había despegado en enormes rollos; en otra, un inodoro color marfil yacía en la alfombra. Allí se percibía el olor ácido de un fuego sofocado. En una tercera habitación, la ventana estaba cubierta por una manta, que Arkady apartó para dejar entrar la luz de la luna. A un colchón de resortes le habían arrancado toda la tela y le habían puesto encima una taza de auto como improvisada parrilla, llena de carbones y agua, de los que se elevaba un humo fantasmal. Una maleta abierta mostraba un cepillo de dientes, cigarrillos, línea de pescar, una lata de carne y una botella de plástico de agua mineral, un cortacaños de plomero y una llave inglesa envuelta en trapos. Si el dueño hubiera podido resistirse a espiar asomando la cabeza por la manta en que se envolvía, Arkady jamás lo habría visto. Pero ahora lo divisó, andando por el borde de la explanada.

    Arkady bajó las escaleras de a dos escalones por vez, pasó por encima de un escritorio dado vuelta, tropezó con el bulto granate de las cortinas del hotel. Por momentos se sentía como un buceador que se sumerge en las profundidades de un barco hundido, la vista y el oído agudizados por la luz tan débil. Cuando llegó a la planta baja oyó que una puerta se cerraba en el otro extremo de la explanada. La escuela.

    Entre las dos puertas principales de la escuela colgaba un pizarrón en el que se leía: “29 DE ABRIL DE 1986”. Arkady atravesó corriendo un guardarropa en el que había pintados una princesa y un hipopótamo a bordo de un barco. Las habitaciones de abajo eran para los niños de los primeros grados; se veían ejemplos de redacción en los pizarrones y coloridas ilustraciones de niños granjeros con vacas felices y sonrientes, entre ventanas destrozadas y escritorios volcados como barricadas. En el piso de arriba resonaron pisadas. Arkady subió las escaleras en medio de un despliegue de arte infantil. Fotos de alumnos sentados juiciosamente en una sala de música conducían a una sala de música de verdad, en la que había un piano desvencijado y sillas pequeñas en torno a tambores y marimbas rotos. A cada paso se levantaba polvo; Arkady lo tragaba cada vez que respiraba. En otra habitación yacían armazones de camas en ángulos raros, corno si los hubieran sorprendido en una danza desaforada. Libros ilustrados abiertos: el tío Illich de visita en una aldea nevada, El lago de los cisnes, el Día de los Trabajadores en Moscú. Arkady oyó que se cerraba otra puerta. Bajó corriendo una segunda escalera hasta la otra salida de la escuela y aminoró el paso para eludir una pila de máscaras antigás para niños. Cajones tirados y volcados, como si les hubieran pasado por encima en medio del pánico. Las máscaras tenían forma de cabezas de oveja, con ojos redondos y tubos gomosos. Arkady se precipitó por la puerta, demasiado tarde. Recorrió la explanada con la linterna, sin ver nada.

    Aunque era incorrecto pensar “nada” cuando el lugar estaba tan vivo en cesio, estroncio, plutonio O elfos de cien isótopos diferentes, no más grandes que un micropunto, ocultos aquí y allá. Un “punto caliente” —como llamaban a los lugares radiactivos— era simplemente eso: un punto. Muy cercano, muy peligroso. Un paso atrás significaba una gran diferencia. El problema del cesio, por ejemplo, era su tamaño microscópico —un excremento de mosca—, y que podía diluirse en agua y se adhería a cualquier cosa, en especial a las suelas de los zapatos. El pasto que crecía hasta la altura del pecho en las grietas de la calle también hizo subir el dosímetro. En el otro extremo de la explanada había un pequeño parque de diversiones, con tazas locas, autos chocado res y una rueda gigante que se elevaba contra la noche corno una decoración echada a perder. Junto al borde de la pista de los autos chocadores, la lectura del dosímetro hizo cantar al aparato y saltar la aguja.

    Arkady volvió al hotel, a la habitación con la parrilla en el colchón. Con una lata de carne sujetó una nota con su número de celular y el signo universal de los dólares.

    Arkady había dejado una motocicleta en un campo de alisos. No sabía conducirla muy bien, pero una Uralmoto, al contrario de otras marcas mejores, soportaba bien el castigo. Fue coleando hasta la carretera y, con las luces apagadas, salió de la ciudad.

    Esa parte de Ucrania era estepa, tierras llanas bordeadas de árboles, y la luna brillaba lo suficiente para mostrar los pinos a ambos lados del camino. Los árboles se habían vuelto rojos —muertos donde se alzaban— el día después del accidente. Salvo esa presencia, los campos se extendían lisos todo el camino hasta los reactores.

    Allí la muerte había sido tan generosa que había un cementerio incluso para vehículos. Arkady se detuvo junto a una cerca de estacas de madera y alambre de púa y un portón suelto con las advertencias: “EXTREMO PELIGRO” Y “NO SAQUE NADA DE ESTE LUGAR”. Desató la cuerda y entró con la moto.

    Había miles de camiones alineados. Camiones pesados, camiones cisterna, remolcadores, camiones de plataforma, camiones de descontaminación, autobombas, ómnibus, casas rodantes, topadoras, removedoras de tierra, mezcladoras de cemento y fila tras fila de camiones del ejército y transporte de tropas. El lote era largo como una necrópolis egipcia, aunque estaba destinado a restos de maquinaria, no de seres humanos. A la luz del faro delantero de la motocicleta, semejaban un laberinto de metal. Un gigante abría los brazos en lo alto; Arkady se dio cuenta de que había pasado bajo los rotores de un helicóptero grúa. Había más helicópteros, en cada uno de los cuales se leía, marcado con pintura, su nivel individual de radiación. Allí, en el centro de ese lote, habían encontrado el BMW de Timofeyev, cubierto del polvo del largo viaje desde Moscú.

    Una fuente de chispas condujo a Arkady hasta un par de traperos que estaban cortando un coche blindado con una soldadora por arco. Piezas de recambio radiactivas de ese sitio se vendían ilegalmente en negocios de automóviles de Kiev, Minsk, Moscú. Los hombres llevaban overoles y protectores para la boca y la nariz, pero a Arkady le resultaron conocidos: ellos le habían vendido la motocicleta. El gerente del lugar, Bela, un húngaro gordo, usaba un voluminoso pañuelo para limpiarse la frente del polvo que se levantaba de la tierra pelada. Su oficina era un remolque que se hallaba a pocos metros de distancia. El polvo se filtraba por las ventanillas y se depositaba en los mapas de su mesa de trabajo. Cada mapa correspondía a una sección del depósito, lo que permitía localizar todos los vehículos. Bela esquilmaba el lugar con gran criterio, para dar la impresión de que subsistía una hilera completa aquí, un auto entero allá. El remolque en sí no iba a ninguna parte; esas alturas era tan radiactivo como los vehículos que lo rodeaban. A Bela no le importaba ser el rey de un reino envenenado; con su comida enlatada, su agua embotellada, su televisor y su VCR, se consideraba herméticamente resguardado en el lugar que le interesaba. Saludó con la mano a Arkady, que pasó cerca, rodeó una montaña de neumáticos y salió por el portón.

    En aquel paraje, los ojos siempre se volvían hacia los reactores. Cercas de cadenas y alambre de púa rodeaban lo que había sido un imponente proyecto de torres refrigeradoras, tanques de agua, almacenamiento de combustible, piletas de refrigeración, torres de transmisión. Allí cuatro reactores habían producido la mitad de la energía de Ucrania; ahora, en cambio, absorbían energía para permanecer encendidas. Tres reactores parecían fábricas sin ventanas. El Reactor Cuatro, sin embargo, estaba reforzado con contrafuertes y cubierto, a lo largo de diez pisos, con un revestimiento protector de plomo y acero llamado sarcófago, una tumba, pero que a Arkady le daba la impresión, en especial de noche, de ser la máscara de un gigante de acero enterrado hasta el cuello. San Petersburgo tenía su estatua del Jinete de Bronce. Chernobil tenía el Reactor Cuatro. Si sus ojos se hubieran encendido y sus hombros hubieran comenzado a liberarse sacudiéndose la tierra, Arkady no se habría sorprendido mucho.

    A diez kilómetros de la planta había un puesto de control, cuya puerta era una tosca barra con un bloque de hormigón como contrapeso. Como Arkady era ruso y los guardias eran ucranianos, levantaron la barra a desgano.

    Pasando el puesto de control había una docena de “aldeas negras” y campos donde los espantapájaros habían sido sustituidos por carteles de advertencia con forma de diamante, sujetos a estacas altas. Arkady guió la moto por los surcos de un camino de tierra y anduvo a tumbos unos cien metros, entre una maraña de maleza y árboles, hasta un conjunto de casas de una planta. Se suponía que todas se habían evacuado, y la mayoría parecía desmoronada y vacía, pero otras, incluso a la luz de la luna, traicionaban una cierta actividad: una cerca remendada, un trineo para juntar leña, un hilo de humo en la chimenea. Una bufanda y una vela volvían roja o azul una ventana.

    Arkady atravesó la aldea y subió por un sendero entre los árboles otros cien metros, hasta un claro rodeado por una cerca baja. Movió el faro y le saltó a la vista una cantidad de lápidas hechas con caños de hierro pintados de blanco y decorados con flores de plástico, improbables rosas y orquídeas. No se había permitido ningún entierro desde el accidente; el suelo era demasiado radiactivo como para removerlo. Era en la puerta del cementerio donde —una semana después del suicidio de Pasha Ivanov— habían encontrado muerto a Lev Timofeyev.

    El informe inicial de la milicia era mínimo: ningún documento, ni dinero ni reloj de pulsera en el cuerpo, descubierto por un ocupante ilegal del lugar, no identificado; causa de la muerte: paro cardíaco. Días después se revisó la causa de la muerte, que pasó a ser un “tajo de cinco centímetros en el cuello con una hoja afilada sin dientes, que abrió la tráquea y la vena yugular”. Luego la milicia explicó la confusión con una nota que decía que el cuerpo había sido atacado por lobos. Arkady se preguntó si la excusa no provenía de un siglo anterior.

    Aguzó el oído al percibir el ruido apagado de un búho que levantaba vuelo y la suave explosión que delataba la probable muerte de un ratón. Se arremolinaban hojas alrededor de la moto. Todo Chernobil retornaba a la naturaleza. Por momentos brotaba mientras él miraba.

    Una manera de ver Chernobil era como la diana de un blanco, con los reactores en el centro y círculos a diez y treinta kilómetros. La ciudad muerta de Pripyat se alzaba dentro del círculo interior, Y la vieja ciudad de Chernobil, por la cual llevaban su nombre los reactores, quedaba en realidad más lejos, en el círculo exterior. Juntos, los dos círculos componían la Zona de Exclusión.

    Puestos de control bloqueaban los caminos a diez y treinta kilómetros, y aunque las casas de Chernobil estaban en apariencia abandonadas, se habían construido dormitorios comunes y alojamientos para las tropas de seguridad y había un café que albergaba la vida social de la Zona. El café daba la impresión de haber sido levantado en un fin de semana. Cabían veinte personas con comodidad, pero en su interior se apretujaban cincuenta; ¿qué había más reconfortante que la presión de otros cuerpos, qué más sabroso que el pescado seco y los caramelos, las nueces y las papas fritas? Arkady compró maníes y cerveza y se acomodó en un rincón a mirar a las parejas bailar al ritmo de algo que podía ser hip—hop o polca. Todos los hombres vestían ropa de camuflaje, que llamaban “camos”, y todas las mujeres vestían ropa deportiva, salvo unas cuantas secretarias jóvenes que no podían soportar las prendas sin gracia, ni siquiera en medio del desastre. Una de las investigadoras celebraba un cumpleaños que exigía repetidos brindis con champaña y coñac. El humo de los cigarrillos era tan denso que Arkady se sentía como si estuviera en el fondo de una piscina.

    Un investigador llamado Alex le llevó un coñac.

    —¡Salud! ¿Cuánto hace que estás con nosotros, Renko?
    —Gracias —Arkady vació el vaso de un sorbo.
    —Muy bien. La gente que te rodea trata de emborracharse. No seas mojigato. ¿Cuánto hace?
    —Tres semanas.
    —Tres semanas, y ya eres tan poco amistoso. Es el cumpleaños de Eva, y debes darle un beso.

    Eva Kazka era una joven de cabello negro que evocó a Arkady la imagen de un gato mojado. Hasta ella vestía “camas”.

    —Ya conozco a la doctora Kazka. Nos dimos la mano.
    —¿Estuvo antipática? Si así fue, es porque tus colegas de Moscú fueron unos cretinos. Primero pisotearon todo, y después tenían miedo de pisar cualquier cosa. Cuando llegaste tú, las relaciones fraternales se habían ido por el inodoro —Alex era bajo y tenía una nariz larga de cínico. Se puso contento cuando entró un capitán que ostentaba el uniforme azul de la milicia, acompañado por dos cabos, de ropa camuflada y gorra tejida—. Tu club de admiradores. Les encanta cómo les ha complicado la vida. ¿A veces no te sientes como el hombre menos popular de la Zona?
    —¿Lo soy?
    —Por aclamación. Tienes que sacar la cabeza de tu investigación y disfrutar de la vida. Estés donde estés, ahí es donde estás, como dicen en California.
    —Salvo que ellos sí están en California.
    —Tienes razón. Mira al capitán Marchenko. Con su bigote y su uniforme, parece un actor abandonado en un teatro de provincia. El resto de la troupe siguió camino y no le dejó nada más que los trajes. Y a los cabos, los hermanos Woropay, Dymtrus y Taras, los veo como los muchachos que más probabilidades tienen de mantener relaciones carnales con animales de corral.

    Arkady miró al otro lado de la habitación y debió admitir que el capitán tenía un perfil clásico. Los Woropay, caras pastosas cubiertas de acné tardío, y espaldas tan anchas que daban la impresión de haberse puesto la ropa con percha y todo. Se apartaron de Arkady para reírse con el capitán.

    —¿Por qué Marchenko pasa el tiempo con ellos? — preguntó Arkady.
    —Acá el deporte es el hockey. El capitán Marchenko tiene un equipo, y los Woropay son dos de sus estrellas. Acostúmbrate. La gente comenta que te han exiliado y que tu jefe de Moscú quiere mantenerte acá para siempre.
    —Resolver el caso me ayudaría.
    —Pero no lo resolverás. Espera, quiero que oigas esto.

    En la otra mesa empezaron a cantarle una serenata a Eva Kazka, cuyo rostro adoptó una expresión de estupidez dichosa. A Arkady le habían descrito a los investigadores como la crème de la crème científica o como unos ineptos, pero todos habían coincidido en calificarlos de estúpidos, porque eran voluntarios: no tenían por qué estar allí. Alex regresó con sus amigos un breve instante, a aullar como un lobo y robar una botella de coñac antes de volver junto a Arkady.

    —La gente te cree loco —dijo Alex—. Vas a Pripyat. Pripyat ya no le importa un cuerno a nadie. Andas por el bosque en una moto que brilla en la oscuridad. ¿Sabes algo de radiactividad?
    —Repasé la moto con un dosímetro. Está limpia, y no brilla.
    —Te lo diré de esta manera: nadie te la va a robar. Entonces, investigador Renko, ¿qué es lo que buscas en esta, la parte más asolada del planeta?
    —Busco ocupantes ilegales. En particular, al que encontró a Timofeyev. Ya que no sé cómo se llama, estoy interrogando a todos los ilegales que puedo encontrar.
    —No hablas en serio. ¿Hablas en serio? Estás loco. En el transcurso de un año tenemos de todo: cazadores furtivos, traperos que hurgan en la basura, ocupantes ilegales.
    —El informe de la policía decía que el cuerpo fue encontrado por un ocupante ilegal local. Eso da a entender una suerte de permanencia, alguien que ya había sido visto antes por el oficial de la milicia.
    —¿Qué clase de oficiales puedes encontrar en Chernobil? Mira a los Woropay. Apenas si saben escribir su nombre, y ni hablar de un informe. ¿Eres casado? ¿Tienes hijos que te esperan en casa?
    —No —Arkady pensó fugazmente en Zhenya, pero no se lo podía considerar un familiar. Para Zhenya, él no era más que un transporte al parque. Además, del niño se estaba encargando Víctor.
    —Así que te han dado una tarea imposible en un páramo radiactivo. O eres un obsesivo—compulsivo, o un investigador muy concienzudo.
    —Correcto, por primera vez.
    —Beberemos por eso —Alex volvió a llenar los vasos de ambos—. ¿Sabes que el alcohol protege de la radiación? Quita el oxígeno que podría ionizarse. Por supuesto, la falta de oxígeno es todavía peor, pero todo ucraniano sabe que el alcohol hace bien. El vino tinto es lo mejor; después, el coñac, el vodka, etcétera.
    —Pero tú eres ruso.

    Alex se llevó un dedo a los labios.

    —Shhh. Me aceptan provisionalmente como un loco. Además, los rusos también toman vodka como medida de precaución. La verdadera cuestión es: ¿tú también eres loco? Mis amigos y yo servimos a la ciencia. Acá hay cosas interesantes que aprender sobre los efectos de la radiación en la naturaleza, pero no creo que la muerte de un empresario de Moscú sea motivo suficiente para que valga la pena pasar un solo minuto acá, y mucho menos casi un mes.

    Arkady se había dicho lo mismo muchas veces, en los días que había pasado registrando los departamentos de Pripyat o las casas escondidas en el bosque. No tenía respuesta. Tenía otras preguntas.

    —¿Y la de quién sí? — preguntó.
    —¿Qué quieres decir?
    —¿La muerte de quién sí es motivo suficiente para que valga la pena venir acá? ¿Sólo la de gente buena? ¿Sólo la de santos? ¿Cómo decidimos qué asesinato vale la pena investigar? ¿Cómo decidimos qué asesinatos no investigar?
    —¿Vas a atrapar a todos los asesinos?
    —No. Casi a ninguno, en realidad.

    Alex lo miró con ojos de profunda tristeza.

    —Eres totalmente lunático. Me llenas de asombro. Y no lo digo a la ligera.
    —Alex, ¿vas a bailar conmigo o no? — Eva Kazka le tiró de un brazo—. Por los viejos tiempos.

    Arkady los envidió. La escena tenía un aire desesperado. En general, las tropas no ganaban en salud al ser destinadas a Chernobil. Ucrania era aún más pobre que Rusia, y el pago extra por trabajar en zona peligrosa significaba poco si llegaba siempre tarde o no llegaba nunca, pero, considerando las circunstancias, casi no existía mejor manera de gastarlo que emborrachándose. Había varios equipos que realizaban diversos estudios; los hombres llevaban el cabello largo, las mujeres lo tenían despeinado, y unos y otros compartían el espíritu científico en un asteroide que se precipitaba hacia la Tierra. El trabajo tenía sus desventajas, pero sin duda parecía único.

    Kazka apoyó la cabeza en el hombro de Alex mientras bailaban una pieza lenta. Aunque se decía que las ucranianas eran hermosas de un modo conmovedor y dulce, Kazka daba la impresión de que iba a arrancarle la cabeza de un mordisco a cualquiera que la halagara. Era demasiado pálida, demasiado morena, demasiado. La manera como se movían ella y Alex sugería que había habido entre ambos una relación pasada, una tregua momentánea en una guerra. Arkady se sorprendió de estar especulando a ese respecto y lo tomó como una consecuencia de su aislamiento social.

    ¿Por qué estaba en Chernobil? ¿A causa de Timofeyev? ¿A causa de Ivanov? Al final se había convencido del suicidio de Pasha.

    Suicidio de naturaleza agravada. Un equipo de técnicos detectores de radiación, vestidos con trajes de plomo, había descubierto que la pila de sal del vestidor de Ivanov estaba mínimamente contaminado con cesio—137 en forma de sal, tal vez un grano en un millón, pero con eso bastaba. Una aguja en un pajar. En su apariencia, el cloruro de sodio y el cloruro de cesio eran indistinguibles. En cuanto al efecto, ya era otra historia. Manipular un gramo de cesio—137 puro durante tres segundos podía resultar fatal, y aunque un grano de cloruro de cesio era una versión más pequeña y atenuada, no por ello dejaba de ser peligroso. El estómago de Pasha tenía tanta radiactividad que la segunda autopsia debió interrumpirse y tuvieron que evacuar la morgue. Lo enterraron en un ataúd revestido en plomo. El salero que Víctor había encontrado en la acera bajo el cuerpo de Ivanov era el elemento más radiactivo de todos, una bomba de rayos gamma tan fuertes que volvieron gris el vidrio, por fortuna, habían guardado el salero en una sala de pruebas desocupada, de la cual fue retirado con una pinza y colocado en un recipiente de plomo de diez centímetros de espesor. Arkady y el equipo fueron a las residencias que Pasha había abandonado en forma tan abrupta y encontraron que su mansión y su casa estaban contaminadas en la misma y mortal medida. ¿Ivanov lo sabía? Había ordenado vaciar la casa y la finca, no dejaba entrar a nadie en su departamento y llevaba encima un dosímetro. Sí, sabía. Arkady pensó en la sal que se había lamido de los dedos en el departamento y sintió un escalofrío.

    En el palacio prerrevolucionario de Timofeyev ocurría lo mismo. Él no había prohibido la entrada a las visitas, porque no tenía la fuerza de carácter de Pasha, pero los vestíbulos y habitaciones de su vivienda de lujo componían un laberinto radiactivo. No eran de sorprender el nerviosismo y la pérdida de peso del hombre. Después de recorrer con dosímetros el palacio de Timofeyev, Arkady y Víctor tomaron la precaución de ir a ver al médico de la milicia, que les dio tabletas de yodo y les aseguró que no se habían expuesto a más radiación que un pasajero de línea que vuela de San Petersburgo a San Francisco, aunque quizá quisieran ducharse, tirar la ropa que llevaban puesta y prepararse para sufrir náuseas, caída del cabello y, en especial, hemorragias nasales, porque el cesio afectaba la médula ósea, donde se formaban las plaquetas. Víctor preguntó qué hacer con las hemorragias nasales. El médico respondió que llevaran pañuelo.

    ¿Ivanov y Timofeyev habían vivido con esa angustia? ¿Por qué ninguno había informado a la milicia que alguien trataba de matarlos? ¿Por qué no habían alertado a Seguridad NoviRus? Por último, ¿por qué Timofeyev había conducido mil kilómetros desde Moscú hasta Chernobil? Si era para salvar su vida, no le había servido.

    La investigación en torno al cuerpo de Timofeyev, una vez encontrado en el cementerio del pueblo, había sido una farsa. Como el terreno era radiactivo —se suponía que los familiares debían visitar las tumbas una sola vez por año—, lo primero que hicieron los jóvenes de la milicia fue arrastrar a Timofeyev a una distancia prudente, donde lo dieron vuelta de un lado para el otro. Puesto que faltaban la billetera y el reloj de pulsera del muerto, no tenían idea de su identidad o importancia. A causa de la lluvia, querían arrojar el cadáver a una camioneta e irse. Conjeturaban que era un hombre de negocios que tendría un tío o una tía enterrados allí; que había hecho una visita clandestina, había sufrido un ataque cardíaco y caído en el lugar. Nadie preguntó dónde se hallaba su automóvil o si sus zapatos estaban sucios de barro por haber ido a pie. En Chernobil no había detectives ni patólogos, y Kiev no mostró interés alguno en una muerte por causas naturales ocurrida en la provincia. Metieron a Timofeyev en un refrigerador, y la idea de que fuera ruso, no ucraniano, no se le había pasado por la cabeza a nadie hasta que, dos días después, encontraron en la playa de camiones un BMW con placa rusa. Para entonces, alguien que había visto a Timofeyev en el refrigerador tuvo el tino de observar que le habían cortado la garganta.

    En Moscú se produjo gran revuelo. El fiscal Zurin viajó en persona a Chernobil con diez investigadores —entre los que no se contaba Arkady— que se unieron a sus pares de Kiev para descubrir la verdad. No descubrieron nada. En el cementerio, la escena del hecho había sido alterada primero por lobos y luego por la apresurada remoción del cuerpo de Timofeyev. Si había habido sangre en la tierra, la lavó la lluvia, de modo que resultaba imposible saber si le habían cortado la garganta allí. No tomaron fotografías del cadáver in situ. El cuerpo en sí, declarado demasiado radiactivo para realizarle la autopsia e incluso para quemarlo, fue encerrado en un ataúd sellado. El oficial de la milicia que hizo el informe inicial había desaparecido, presumiblemente con la billetera y el reloj de Timofeyev. Cuanto más tiempo se quedaban los investigadores de Moscú y Kiev, más los inquietaba el hecho de ir y venir de una aldea radiactiva a otra. Los viejos que habían vuelto en forma subrepticia a sus casas sabían que no debían estar allí, y puesto que, si se topaban con algún oficial, sin duda les darían un pasaje de ida en ómnibus a algún sótano deprimente de la ciudad, se escondían como conejos, buscaban refugio en otras cabañas de otras “aldeas negras”. Así, al cabo de unas semanas los investigadores tiraron la toalla y se marcharon, con mucho menos fanfarria que al llegar. Otro fiscal quizás hubiera admitido la derrota, pero Zurin mostró su brillantez, su capacidad para sobrevivir a cualquier calamidad. Salvó la situación enviando a Arkady como voluntario a la milicia de Chernobil, una decisión que, en una sola jugada, significaba cooperación entre países fraternos, satisfacía la exigencia de una investigación más profunda y, de paso, ponía una cómoda distancia entre el fiscal y su investigador más difícil. Al mismo tiempo, Zurin tornaba virtualmente imposible que Arkady alcanzara el éxito en su cometido. Solo, sin detectives ni acceso a ningún amigo de Timofeyev, o a algún sacerdote comprensivo o alguna masajista a la que Timofeyev hubiera podido confesar sus angustias, exiliado tan lejos de Moscú como Plutón del Sol, Arkady perseguía fantasmas. Ante la prestidigitación de Zurin, Arkady quedó deslumbrado.

    —¡Renko! ¡Último baile! — Alex lo sacó del rincón y lo empujó a los brazos de un fornido investigador científico—. ¡No seas tan aburrido! Vanko necesita un compañero.

    Con su palidez y su cabello fibroso, Vanko más parecía un monje loco que un ecologista.

    —¿Eres gay? —le preguntó el hombre—. Yo no bailo con gays.

    Pero un hetero es permisible, dadas las circunstancias.

    —Está bien.
    —No bailas tan mal. Todos decían que te irías en una semana, como los demás. Pero te quedaste; tengo que respetarte por eso. ¿Quieres llevar tú?
    —Como quieras.
    —Acá no importa. Éste es el café del fin del mundo. Si quieres saber cómo será el fin del mundo, aquí lo tienes. No es tan malo.


    6


    El capitán Marchenko conducía con un dedo y agitaba un micrófono de radio en la otra mano como un comandante de tanque.

    —Esto es bueno. Demostraremos que en la Zona hay ley y orden. ¡Incluso acá! Estos buitres entran en las iglesias de la aldea y roban los íconos, o entran en las casas de gente sencilla y roban los íconos que tienen ahí. Bueno, ahora lo tenemos. Los campos están demasiado cenagosos para cruzarlos, y en este camino no hay mucho tránsito. ¡Ajá, allá está! ¡El buitre a la vista!

    En el horizonte había un punto que al agrandarse se convirtió en una moto con sidecar; no era un vehículo potente, sino más bien del tipo que utilizaría un granjero para transportar gallinas. Iba pasando el cielo gris. Abetos rojos bordeaban el camino, y se veían indicadores que señalaban dónde se habían enterrado casas y graneros demasiado radiactivos para mudarlos o quemarlos.

    El capitán Marchenko había aparecido en un automóvil de la milicia e invitado a Arkady a ayudarlo en la persecución de un ladrón que se había escapado de un puesto de control con un ícono en el sidecar de la motocicleta. Por los intercambios por radio, Arkady deducía que había otro auto apostado más adelante. Resultaba evidente que al capitán le causaba placer hacer de un investigador de Moscú un público cautivo.

    —Quizá no tengamos investigadores como en Moscú, pero sabemos lo que hay que hacer.
    —Estoy seguro de que Chernobil tiene lo suyo.
    —Ch'o'rnobil. La pronunciación ucraniana es Ch'o'rnohil.

    Gran parte de la capa superior del suelo se hallaba cubierta de arena; hasta el bosque la tierra estaba aplanada con tractores de oruga, convertida en una rampa que hacía resbalar la moto de un lado al otro del camino, a no más de cien metros más adelante; y aunque el conductor se encorvaba, el auto iba acercándosele. Arkady alcanzaba a ver que la moto era pequeña, tal vez de 75 cm3, azul, con la patente tapada con cinta adhesiva.

    —Son delincuentes, Renko. Así es como hay que tratarlos, no como haces tú, haciéndote amigo, dejando comida y dinero como si fuera el cumpleaños de alguien. ¿Crees que vas a encontrar informantes? ¿Crees que un ruso muerto es más importante que el mantenimiento del orden de todos los días? Tal vez el hombre fuera importante en Moscú, pero acá no era nadie. Llamaron de su oficina. Un tal coronel Ozhogin nos dijo que te mantuviéramos vigilado. Le dije que no estabas llegando a ninguna parte.

    Para localizar al ocupante ilegal que buscaba, Arkady había confeccionado, a lo largo de tres semanas, un registro de los ocupantes ilegales de la Zona: lugareños viejos, ocupas, traperos, cazadores furtivos y ladrones. Los viejos estaban escondidos pero vivían en lugares fijos. Los traperos operaban con automóviles y camiones. Los cazadores furtivos eran, en general, empleados de restaurantes de Kiev o Minsk, que mataban venados y jabalíes. Los ladrones de íconos robaban y huían, por lo que resultaban más difíciles de atrapar.

    Arkady preguntó:

    —¿Entonces por qué vino Timofeyev? ¿Cuál era la conexión entre él y Chornobil? ¿Cuál era la conexión entre él e Ivanov y Chornobil? ¿Cuántos asesinatos tienen acá?
    —Ninguno. Sólo tu Timofeyev, sólo un ruso. De lo contrario, yo tendría un expediente perfecto. Podría irme de aquí con un expediente limpio. ¿Cómo sabemos que lo mató alguien de acá? ¿Cómo sabemos siquiera que estuvo acá en otro momento de su vida?
    —Preguntamos. Encontramos gente del lugar y le preguntamos, aunque te concedo que no es fácil cuando, oficialmente, acá no hay nadie.
    —Así es la Zona.

    A veces Arkady pensaba en la Zona como en la galería de espejos de un parque de diversiones. En la Zona las cosas eran diferentes. Dijo:

    —Todavía me quedan dudas con respecto al cuerpo. Un tal oficial Katamay pasó el primer informe. No he podido entrevistarlo, porque abandonó la milicia. ¿Tienes alguna idea de dónde está?
    —Intenta con los hermanos Woropay. Tenía relación con ellos.
    —Los Woropay no son receptivos —los hermanos Woropay sabían que Arkady no tenía ninguna autoridad. Los dos se habían mostrado lerdos y taimados, lo miraban con los párpados pesados, sin decir nada—. Quisiera encontrar a Katamay, Y quisiera saber quién lo llevó hasta el cuerpo.
    —¿Qué importa? El cuerpo era un desastre.
    —¿En qué sentido?
    —Lobos.
    —¿Qué le hicieron los lobos, específicamente?
    —Le comieron el ojo.
    —¿Le comieron el ojo? — nadie había mencionado eso hasta el momento.
    —El ojo izquierdo.
    —¿Los lobos hacen eso?
    —¿Por qué no? Y le mordisquearon un poco la cara. Por eso pasamos por alto la herida de cuchillo en la garganta.
    —Cuando llegaron los lobos, él estaba muerto. No habrá sangrado tanto.
    —No había mucha sangre. Ése fue uno de los motivos por los que pensamos en un ataque al corazón. Salvo el ojo y la nariz, tenía la cara limpia.
    —¿Qué tenía en la nariz?
    —Sangre.
    —¿Y la ropa?
    —Bastante limpia, considerando lo que estropearon la escena la lluvia y los lobos.

    No mucho más que la milicia, pensó Arkady, pero se mordió la lengua.

    —¿Quién examinó el cuerpo la segunda vez? ¿Quién se dio cuenta de que le habían cortado la garganta? No dejaron ningún nombre, ni un informe oficial; apenas una descripción de una sola línea acerca de la herida en el cuello.
    —A mí también me gustaría ponerles las manos encima. Si no fuera porque alguien anduvo metiéndose en lo que no debía, el ruso todavía sería un ataque cardíaco, tú no estarías acá y mi expediente estaría limpio.
    —Ése sí que es un enfoque nuevo del trabajo de la milicia. Si no tienen un pico clavado en la cabeza, le pones “paro cardíaco” —Arkady se proponía decirlo con tono ligero, pero Marchenko no pareció tomarlo así. Tal vez se había expresado mal, pensó Arkady—. De todos modos, el segundo examinador sabía lo que hacía. Sólo quisiera saber quién fue.
    —Tú siempre quieres saber. El hombre de Moscú y sus mil preguntas.
    —También quisiera echarle otro vistazo al auto de Timofeyev.
    —¿Ves lo que te digo? No tengo tiempo ni personal para una investigación de homicidio. En especial de un muerto ruso. ¿Sabes cuál es la actitud oficial? “En la Zona no hay nada más que uranio usado, reactores inactivos y los imbéciles apostados ahí. Que se jodan. Que vivan de bayas.” Tú mismo viste que todos esos otros investigadores no quisieron quedarse demasiado tiempo. Aun así nosotros seguimos desempeñando nuestras funciones, como ahora —Marchenko miró adelante con ojos entornados—. Ah, allá vamos.

    Adelante, donde los abetos muertos dejaban lugar a unos campos sembrados de papas, se veía un Lada blanco de la milicia y a un par de oficiales que agitaban las manos para bloquear el paso. La tierra estaba mojada por la lluvia de la semana anterior: imposible escapar por allí. El conductor de la moto aminoró la velocidad para evaluar el bloqueo, aceleró, se inclinó hacia la izquierda y avanzó entrando y saliendo de la banquina derecha del camino con la misma limpieza como si arrancara una brizna de hierba.

    Marchenko tomó la radio.

    —Salgan del camino.

    Los oficiales empujaban desesperadamente el Lada a la banquina cuando Marchenko pasó como una tromba. Arkady vio volar una gorra de los milicianos y se alegró de no haber dejado de fumar. Si iba a morir en la Zona, ¿por qué negarse un placer tan simple?

    —¿Haces ejercicio? — preguntó Marchenko.

    Arkady se agarró de una correa.

    —No, la verdad no.
    —En medio de Moscú, no debe de ser fácil. Puedes quedarte con Moscú. ¿Te gusta Ucrania?
    —No he visto mucho, aparte de la Zona. Kiev es una hermosa ciudad —respondió Arkady, con diplomacia.
    —¿Las muchachas ucranianas?
    —Muy hermosas.
    —Las más hermosas del mundo, dice la gente. Grandes ojos, grandes… —Marchenko se señaló el pecho—. Los judíos vienen una vez por año. Convencen a las chicas ucranianas para que vayan a los Estados Unidos a trabajar de mucamas, y las retienen allá, como esclavas y putas. Los italianos son igual de ruines.
    —¿De veras? — la furia del capitán tenía cierta sinuosidad que resultaba inquietante a Arkady.
    —Todos los días hay un ómnibus a Milán, lleno de chicas ucranianas que terminan como prostitutas.
    —Pero no a Rusia —comento Arkady.
    —No. ¿Quién iría a Rusia?
    —Ni siquiera los ucranianos, al parecer.

    El capitán cambió de posición y extrajo del bolsillo un cuchillo grande, en una funda de cuero.

    —Vamos, sácalo.

    Arkady abrió el cierre y extrajo una hoja pesada con un surco en el medio y punta de doble filo.

    —Como una espada.
    —Para los jabalíes. Eso no puedes hacerlo en Moscú, ¿no? — dijo Marchenko.
    —¿Cazar con cuchillo?
    —Si es que tienes agallas.
    —Estoy seguro de no tener las agallas para atrapar a un jabalí y matarlo a cuchilladas.
    —Sólo debes recordar que en esencia es un cerdo.
    —¿Y después los comen?
    —No. Son radiactivos. Es un deporte. Alguna vez lo probaremos, tú y yo.

    La motocicleta viró con brusquedad hacia un camino lateral, pero Marchenko no se inmutó. El camino se zambullía en un Yodo negro de totoras desgreñadas y luego subía por un manzanar alfombrado de frutas en descomposición. Dos casuchas parecían elevarse del suelo; la moto pasó entre ellas, seguida por Marchenko, lo que le costó el espejo lateral. De pronto se encontraron en medio de una aldea que era un cenagal de casas tan arrasadas por los buscadores de leña, que tenían todas las ventanas y los techos torcidos. Había piletas de lavar en los terrenos delanteros y sillas en la calle, como si hubieran hecho un último desfile de salida de la ciudad y la gente se hubiera sentado a mirarlo. Arkady oyó que el dosímetro aumentaba el sonido. La motocicleta atravesó un granero y salió por la parte de atrás. Marchenko lo seguía a sólo diez metros de distancia, lo bastante cerca para que Arkady viera el manto de un ícono dentro del sidecar. El camino volvía a bajar hacia un grupo de sauces enfermizos, un arroyo y, elevándose al otro lado, un campo de trigo enmarañado por el viento y casi echado a perder. A la altura de los sauces el camino se estrechaba: el sitio perfecto para cortar el paso a la moto. Igual que en las películas, pensó Arkady cuando Marchenko viró y se detuvo, y la moto se deslizó entre los árboles perdiéndose de vista detrás de una pantalla de hojas.

    —Podemos ir a pie —propuso—. Por un sendero como ése lo alcanzaremos.

    El capitán meneó la cabeza y señaló un indicador de radiación que se oxidaba entre los árboles.

    —Demasiado peligroso. Esto es lo más lejos que podemos ir.

    Arkady se apeó. Los árboles no llegaban al arroyo. Aunque el pasto era alto la cuesta descendía y sus botas estaban pesadas de barro, Arkady se las ingenió para pasar. Marchenko le gritó que se detuviera. Vio que el ladrón emergía de entre los árboles. A pesar de que el hombre se había bajado a empujarla, la moto seguía firme en su lugar, escupiendo humo y salpicando barro. El conductor era bajo, vestía chaqueta y gorra de cuero y llevaba una bufanda que le tapaba la cara. El ícono, una Madona con una capucha estrellada, espiaba desde el sidecar. Arkady casi le había echado mano cuando la moto ganó tracción y avanzó tambaleándose por un camino con la hierba tan crecida que apenas se la veía entre la maleza. Arkady se había acercado lo suficiente para leer el logo en la tapa del motor. Suzuki. La moto avanzaba rebotando de surco en surco, mientras Arkady la seguía de cerca, a pie, y Marchenko pisándole los talones. Arkady tropezó con un cartel de radiación, y todavía se hallaba casi a su alcance cuando la moto aceleró y atravesó el lecho del arroyo, las ruedas arrojando piedras a su paso. Arkady estaba a punto de alcanzar el sidecar, pero la subida del arroyo al otro Iado era más empinada, el trigo más resbaladizo y la moto tenía más espacio para maniobrar. Arkady trató de aferrar el guardabarros trasero y lo logró hasta que se soltó un foco y la moto se alejó un metro, luego cinco, luego diez. Desapareció mientras Arkady, de rodillas, se daba por vencido. Resoplando como una ballena, Marchenko llegó a su lado.

    La ladera era una loma en cuya cima había una silueta de árboles secos, muertos donde se alzaban. El motociclista subió hasta allí, se detuvo y miró hacia atrás. Marchenko sacó su arma, una Walther pp, y apuntó. Hacía falta muy buena puntería a esa distancia, pensó Arkady. La pistola oscilaba con la respiración del capitán. El motociclista no se movió.

    Al final Marchenko guardó el arma en la pistolera.

    —Hemos pasado la frontera. La frontera es el arroyo. Estamos en Bielorrusia. No puedo disparar a gente que está en otros países. Sacúdete el trigo; es radiactivo. Todo es radiactivo.

    Revoloteaban tábanos alrededor de los dos hombres mientras regresaban al auto. En lo que hacía a humillación, el día estaba bien completo, pensó Arkady. Por curiosidad, encendió el dosímetro cuando cruzaron el arroyo, pero enseguida apagó el airado sonido en cuanto lo oyó.

    —¿Puedes llevarme de vuelta a Chernobil? — preguntó. El capitán resbaló en el barro. Cuando se levantó, gritó: —Es Chornobil. ¡En ucraniano es Chornobil!

    La habitación de Arkady en Chernobil formaba parte de un complejo de un dormitorio de metal, encaramado en el borde de un estacionamiento. Tenía una cama y un acolchado, un escritorio bordeado de quemaduras de cigarrillo, una lámpara mortecina y una pila de carpetas.

    El equipo de investigadores de Moscú no había perdido por completo el tiempo. Buscaban cualquier conexión posible entre Timofeyev, Ivanov y Chernobil. Después de todo, antes de encontrar una segunda vocación en los negocios, los dos hombres habían sido físicos. Habían crecido en el mismo barrio de Moscú y se habían hecho buenos amigos desde niños: Ivanov, un líder natural, y Timofeyev, un ardiente seguidor; ambos, lo bastante talentosos en ciencias como para que los enviaran a escuelas especiales y al Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas bajo la tutela del director, el mismísimo académico Gerasimov. Para ellos, operar una planta de energía nuclear debía de haber sido tan aburrido como conducir un ómnibus. Hasta donde habían podido determinar los detectives, Ivanov y Timofeyev no tenían parientes ni amigos en Chernobil. Ninguno de sus profesores o compañeros de estudios provenía de esa región. Nunca habían visitado Chernobil antes del accidente. No había conexión alguna.

    ¿Quién tenía conexión con Chernobil?

    No el coronel Georgi Jovanovich Ozhogin, jefe de Seguridad NoviRus. Su expediente abundaba en elogios para su primera carrera como profesor de Deportes, y referencias adulatorias para su segunda carrera, como “agente desinteresado del Comité para la Seguridad del Estado”. Los autores del informe no detallaban qué significaba esa actitud desinteresada, aparte de citar sus esfuerzos en pos de la “concordia internacional y la competencia atlética en Turquía Argelia y Francia”. Edad: cincuenta y dos. Casado con: Sonya Andreevna Ozhogin. Hijos: George, de catorce años, y Vanessa, de doce. Arkady no había formado parte del equipo de investigación. De haber sido así, quizás hubiera alimentado la idea de que la única persona que tenía acceso a las residencias contaminadas era el jefe de Seguridad NoviRus. Sin embargo, el coronel se había ofrecido por propia voluntad a que lo interrogaran con el suero de la verdad y con hipnosis, y había pasado ambas pruebas. A partir de ese punto, los investigadores andaban en torno a Ozhogin en puntas de pie.

    Los investigadores no habían sabido qué pensar de Rina Sevchenko. Pasha Ivanov había dado a su amante papeles excelentes pero por entero ficticios: certificado de nacimiento, antecedentes escolares, tarjeta del sindicato y permiso de residencia. Al mismo tiempo, los informes de la policía dejaban en claro que, cuando era menor de edad, Rina se había escapado de una granja cooperativa de las afueras de San Petersburgo, para mudarse ilegalmente a Moscú y sobrevivir como prostituta durante los primeros tiempos. Los investigadores se preguntaban si la protección de un benefactor tan poderoso se extendería tras su muerte. Siguiendo el consejo de abogados puestos a su disposición por sus dos amigos Kuzmitch y Maximov, Rina se negó a entrevistarse con los investigadores una segunda vez. ¿Le habrían preguntado por su apellido ucraniano? Había millones de rusos que tenían apellido ucraniano,… Arkady no conseguía imaginársela caminando por el departamento de Ivanov desparramado sal y cesio. La Rina que él había visto en el departamento era incapaz de hacer otra cosa que mirar un video de Pasha una y otra vez.

    Los investigadores detestaron a Robert Aaron Hoffman. Edad: treinta y siete. Nacionalidad: estadounidense e israelí. Ocupación: consultor de negocios. La fotografía de la visa acentuaba sus ojos pequeños y sus carrillos redondos. Según el informe, Hoffman había robado un disco de computadora del departamento de Ivanov, y aunque el disco se recuperó había motivo para creer que había alterado el contenido para comprometer toda la red de computación de NoviRus. Hoffman podría haber robado también otros elementos del departamento. No obstante, lo único que Arkady le había visto tomar era una chaqueta de gamuza que le habían regalado. Y recordaba la vigilia ebria de Hoffman. ¿Un hombre que había desparramado cesio tóxico se quedaría a pasar la noche allí? Por otro lado, en junio del año anterior Hoffman había tomado un jet de NoviRus desde Moscú hasta Boryspil, el aeropuerto de Kiev, y un helicóptero desde Boryspil hasta Chernobil para —en opinión de los investigadores— “encontrarse con otros judíos y posiblemente transferir diamantes”. Aquella misma noche había regresado a Moscú. A veces Arkady evitaba sacar el tema de los judíos, porque gente que parecía de lo más decente y cuerda de pronto se ponía a despotricar sobre las conspiraciones judaicas. A Arkady el antisemitismo le resultaba deprimente y endémico, como la sarna o los piojos. El capitán Marchenko, no obstante, había dicho algo atendible: según los investigadores, los judíos solían visitar el cementerio judío de Chernobil. Bobby Hoffman, que no le había dado a Arkady la impresión de ser muy religioso, había ido con ellos.

    ¿En quién más habían puesto su atención los investigadores?

    El musculoso Anton Obodovsky resultó una decepción. Podría haber amenazado a Ivanov, pero se hallaba en la cárcel de Butyrka la noche del suicidio de Pasha, y en los casinos de Moscú, en forma muy pública, en el momento de la desaparición de Timofeyev.

    El ascensorista del edificio de Pasha, el veterano del Kremlin, tenía acceso al décimo piso, pero no a los dos hogares anteriores de Ivanov, ni al de Timofeyev. Una revisión de su guardarropa y su departamento no arrojó el menor rastro de radiactividad.

    El personal doméstico de Timofeyev estaba en tratamiento por exposición a materiales radiactivos. No tenían ninguna información que ofrecer, y su actitud parecía sincera.

    Día tras día Moscú perdía interés. Al fin y al cabo, Ivanov era un suicida, medio loco por la radiación o no. A Timofeyev lo habían asesinado, pero no en Moscú, ni siquiera en Rusia. En breve, cualquier investigación de homicidio era responsabilidad de Ucrania, y la ayuda de Rusia se limitaba a un solo investigador. Era justo decir que ya no existía una verdadera investigación. De vez en cuando Arkady se sentía como un hombre sumergido bajo el agua que respira por un tubo, que en este caso era su teléfono celular. Durante un tiempo Victor siguió pistas en Moscú, como por ejemplo los laboratorios que producían cloruro de cesio. Si bien no existía un uso comercial para algo tan tóxico, los granos se utilizaban en investigación científica. Víctor rastreó laboratorios e investigadores hasta que dejó de atender las llamadas de Arkady. Arkady quedó solo. Mientras tanto las acciones de NoviRus caían y el mundo seguía andando.

    Aunque la cafetería de Chernobil ofrecía borsch, bollos, ensalada de tomate, carne y papas, budín, limonada y té, a Arkady le dio la sensación de que la delegación de los Amigos Británicos de la Ecología parecía insegura, temerosa de la comida. También parecían intimidados por las camareras, en constante movimiento y de labios muy pintados, que quizás en otros tiempos habían constituido un número de circo de hermanas trapecistas.

    Alex se puso de pie e hizo de anfitrión.

    —Damos la bienvenida a todos nuestros Amigos Británicos y, en particular, al profesor Jan Campbell, que se quedará con nosotros una semana —señaló a un hombre barbudo, de cabello rojizo, que tenía cara de haber sacado la pajilla más corta—. Profesor, ¿quisiera decir unas palabras?
    —¿La comida se cultiva en el lugar?
    —¿La comida se cultiva en el lugar? — repitió Alex. Saboreó la pregunta como el humo azul de su cigarrillo—. Aunque no estamos del todo dispuestos a rotularla “Producto de Chernobil”, sí, mucha de la comida se ha cultivado y cosechado en los alrededores —inhaló exageradamente—. Chernobil no es la región de la Tierra Negra de Ucrania, famosa por su trigo. Tenemos un suelo más arenoso, bueno para papas y remolachas. Las verduras son locales; los limones de la limonada, no, y el té, creo, es de China. Bon. appétit.

    Otra pregunta pasó por la mesa antes de que Alex pudiera sentarse.

    —Ah, ¿si la comida es radiactiva? La respuesta depende de cuánta hambre se tenga. Por ejemplo, la copiosa comida compensa en parte el bajo sueldo del personal. Se les paga en calorías tanto como en efectivo. Las camareras son un poco mayores pero muy coquetas, casi un espectáculo en sí mismas. ¿La comida? La leche es peligrosa; el queso no, porque los radionucleidos quedan en el agua y la albúmina. Los mariscos son malos, y los hongos, muy, muy malos. ¿Hoy sirvieron hongos?

    Mientras los Amigos miraban su almuerzo con expresión sombría, Alex se sentó y cortó vigorosamente su porción de carne. Vanko puso un plato de sopa delante de Arkady y se sentó.

    —¿Entendiste algo? — le preguntó a Arkady.
    —Bastante. ¿Alex está tratando de que lo despidan?
    —No se atreverían —Vanko revolvió la sopa con lentitud—. Éste es el remedio de mi abuela para la resaca. Ni siquiera tienes que masticar.
    —¿Por qué no se atreverían?
    —Es demasiado famoso.
    —Ah —de pronto Arkady se sintió ignorante.
    —Él es Alex Gerasimov, hijo de Felix Gerasimov, el académico. Con Alex, los rusos costean los estudios; sin él, no.
    —¿Por qué no se va?
    —El trabajo es muy interesante. Dice que preferiría quedarse aunque le costara la cabeza. Anoche estuvo divertido. No deberías de haberte ido.
    —Cerraron el café.
    —La fiesta siguió. Era un cumpleaños. ¿Sabes quién puede tomar de veras?
    —¿Quién puede tomar de veras? — viniendo de Vanko, sonaba a un elevado elogio.
    —La doctora Kazka. Es dura. Estuvo en Chechenia, como voluntaria. Vio acción de verdad —Vanko mojó un pedazo de pan en la sopa. Alex parecía estar pasándolo en grande en la mesa larga, urgiendo a sus huéspedes a atacar la comida.
    —Anoche dijiste algo de los cazadores furtivos —dijo Arkady.
    —No, los mencionaste tú —replicó Vanko—. Creí que estabas buscando al ocupa que encontró a ese millonario de Moscú.
    —Tal vez. La nota decía “ocupante ilegal”, pero los ocupas tienden a quedarse en Pripyat. Les gustan los departamentos. Tengo la impresión de que las aldeas negras son más para los lugareños viejos.

    Una ensalada que nadaba en aceite reemplazó la sopa de Vanko, que no volvió a levantar la cabeza hasta que se limpió del mentón el último pedazo de lechuga.

    —Depende del ocupa.
    —No creo que los ocupas pasen mucho tiempo en los cementerios. No hay donde dormir ni nada que robar.
    —¿Vas a comer tus papas? Las cultivan acá.
    —Sírvete —Arkady empujó el plato hacia Vanko—. Cuéntame de los cazadores furtivos.

    Vanko hablaba entre bocado y bocado.

    —Los buenos cazadores furtivos son locales. Tienen que conocer los lugares, o pueden meterse en sitios muy peligrosos. Cazan para agregar algo de carne a su dieta, o los llama algún restaurante para que un chef incluya carne de caza en el menú.
    —Un restaurante de Kiev.
    —Tal vez de Moscú. A los gourmets les encanta el jabalí. El problema es que a los jabalíes les encanta escarbar la tierra para comerse los hongos, grandes, gordos y radiactivos. Limítate a los cerdos que comen desperdicios, y no tendrás problemas.
    —Lo tendré en cuenta. ¿Estudias a los jabalíes?
    —Jabalíes, alces, ratones, cernícalos, bagres, mariscos, tomates y trigo, para nombrarte unos pocos.
    —Debes de conocer a algunos cazadores furtivos —dijo Arkady.
    —¿Por qué yo?
    —Tú tiendes trampas.
    —Por supuesto.
    —Los cazadores furtivos también tienden trampas. Tal vez hasta te roban las tuyas de vez en cuando.
    —Sí —Vanko siguió comiendo con más lentitud, a ritmo de rumiante.
    —No quiero arrestar a nadie. Sólo quiero preguntar por Timofeyev: exactamente dónde lo encontraron, su posición y su estado, si su auto estaba cerca.
    —Creía que habían encontrado el automóvil en el depósito de Bela. Un BMW.
    —Timofeyev llegó ahí de alguna forma.
    —El sendero que va al cementerio de la aldea es demasiado estrecho para un auto.
    —¿Ves? Ése es justo el tipo de información que necesito.

    Mientras tanto, Alex había vuelto a ponerse de pie.

    —Por el vodka, la primera línea de defensa contra la radiación.

    Todos bebieron por el vodka.

    Pripyat era peor a la luz del día, cuando la brisa agitaba los árboles y daba una semblanza de animación. A Arkady casi le parecía ver las largas colas de gente y el modo como debían de haber mirado por sobre el hombro sus departamentos y sus posesiones, su ropa, sus televisores, alfombras orientales, el gato en la ventana. Las familias debían de haber tirado de los Jóvenes reacios a marcharse, y empujado a los ancianos confundidos, y protegido del sol los bebés. Los oídos debían de cerrarse a la pregunta: “¿Por qué?”. La paciencia tiene que haber sido un valioso bien cuando los médicos entregaban tabletas a cada niño, demasiado tarde. Demasiado tarde porque, al principio, aunque todos veían el fuego en el Reactor Cuatro, a sólo dos kilómetros de distancia, la noticia oficial afirmaba que el núcleo radiactivo no había sufrido daños. Los niños iban a la escuela, aunque se sentían atraídos por el espectáculo de los helicópteros que volaban en círculos en torno a la negra torre de humo y fascinados con la espuma verde que cubría las calles. Los adultos reconocían en la espuma la protección de la planta contra una liberación accidental de materiales radiactivos. Los niños chapoteaban en la espuma, la pateaban, formaban bolas con ella. Los padres más desconfiados llamaban a amigos que vivían fuera de Pripyat para enterarse de noticias que pudieran haberse ocultado, pero no, les decían que en Kiev, en Minsk, en Moscú se hallaban en plena marcha los preparativos para el Día de los Trabajadores. Se confeccionaban disfraces y estandartes. No se había cancelado nada. Aun así, esas personas iban con binoculares a las terrazas de sus edificios de departamentos y miraban a los bomberos tender escaleras gigantes contra el reactor y sacar bloques de materiales indeterminados, y ningún bombero permanecía allí durante más de sesenta segundos. A nadie se le permitía salir de Pripyat salvo para combatir el fuego, y los que regresaban de la planta volvían mareados, con náuseas, misteriosamente bronceados. En las escuelas enviaban a los niños a sus casas con instrucciones de ducharse y pedirle a mamá que les lavara la ropa, aun cuando toda el agua de la ciudad se había desviado para tratar de apagar el incendio. Las noticias emitidas por Moscú decían que había ocurrido un incidente en Chernobil, pero que se estaban tomando medidas y se estaba conteniendo el fuego. Por último, no permitían que nadie saliera de Pripyat. Tres días pasaron entre el accidente y la súbita evacuación de la ciudad. Mil cien ómnibus se llevaron a los cincuenta mil habitantes. Les dijeron que iban a un centro turístico y que llevaran ropa informal, documentos, fotos familiares. Cuando partieron los ómnibus, se desparramaron las fotos sueltas y los niños saludaban con la mano a los perros que corrían detrás.

    De modo que todo movimiento de los árboles o la hierba alta creaba una falsa sensación de resurrección, hasta que Arkady notó la quietud en las puertas y ventanas y reconoció que el sonido que viajaba de cuadra en cuadra era el eco móvil de su motocicleta. A veces imaginaba a Pripyat no tanto como una ciudad bajo sitio sino como una tierra de nadie entre dos ejércitos, un escenario para francotiradores y patrullas. Desde la plaza central subió por una avenida hasta el estadio de la ciudad y luego por otra, entre postes de alumbrado decapitados, por una costra negra de caminos que iban agrietándose lentamente. Pripyat se deterioraba poco a poco, incluidos sus murales de Ciencia, Trabajo y Futuro, que se descascaraban en los frentes de los edificios.

    Un movimiento en una ventana de una esquina hizo que Arkady dirigiera la moto hacia un edificio de departamentos, estacionara y subiera las escaleras hasta el tercer piso: una sala con tapices en la pared, una mecedora, una colección de licoreras. Un dormitorio con ropa apilada. La habitación de una niña pequeña. pintada de rosa, con premios escolares y un par de patines para hielo que colgaban de la pared. En un cuarto de varón, un esqueleto armado dentro de un tanque de vidrio, bajo posters de Ferraris y Mercedes. Fotografías por todas partes, imágenes en color de la familia de paseo por Italia, y retratos más viejos, en blanco y negro, de una generación anterior de hombres de bigotes y mujeres con vestidos muy abotonados. Las fotos parecían pisoteadas, lo que sugería un violento desacuerdo, o dolor. Una muñeca que colgaba de una cuerda golpeteaba el marco de una ventana rota: el movimiento que había visto Arkady. Los traperos habían ido y venido, rompiendo las paredes para arrancar los cables eléctricos. Cada vez que salía de un departamento como ése, sentía que salía de una tumba, salvo que estaba en una ciudad de tumbas.

    Volvió en la moto a la plaza principal ya la oficina donde había divisado al trapero la noche anterior. La maleta y la parrilla improvisada habían desaparecido. También la nota con el número de celular de Arkady y el signo dólar. No sabía si iba a obtener algo, pero hacía lo que podía, y en eso —tenía que admitir— Zurin había estado brillante. El fiscal sabía que otro individuo, más equilibrado, diría que, si el accidente nuclear de Chernobil había causado cuarenta o un millón de muertes —según quién contara—, ¿a quién le importaría lo que le hubiera ocurrido a un solo hombre? ¿Y qué si Arkady encontraba una conexión entre Timofeyev y Chernobil? Los rusos, bielorrusos, ucranianos, daneses, esquimales, italianos, mexicanos y africanos tocados por el veneno al diseminarse por el mundo no tenían ninguna conexión con Chernobil, y ellos también morirían. Los primeros, los bomberos de Pripyat, que habían recibido radiación por dentro y por fuera, murieron en un día. El resto moriría indirectamente a lo largo de generaciones. En esa escala, ¿qué importaba Timofeyev o Ivanov? Sin embargo, Arkady no podía detenerse. De hecho, mientras andaba en motocicleta por las calles abandonadas de Pripyat, se sentía cada vez más como en su casa.

    La estación de la milicia en Chernobil era un edificio de ladrillos con un tilo que brotaba de una esquina como una pluma en un sombrero. Marchenko se reunió con Arkady en el estacionamiento donde había desaparecido el incautado BMW de Timofeyev.

    El capitán llevaba ropa de camuflaje limpia y ostentaba una amarga satisfacción.

    —¿Querías echar otro vistazo? Demasiado tarde. Bela se lo llevó a Kiev mientras tú y yo perseguíamos al ladrón de íconos. Así que alguien de mi propia estación le informó a Bela que yo me había ido —ladeó la cabeza—. Un idiota, obviamente. De todos modos, debo disculparme por mi enojo de esta mañana. Chernobil, Chornobil, ¿qué diferencia hay?
    —No, tenías razón. Yo debería decir Chornobil.
    —Déjame darte un consejo. Di: “Adiós, Chornobil”.
    —Pero se me ocurrió algo.
    —A ti siempre se te ocurre algo.
    —Cuando encontraste el auto de Timofeyev en el cementerio de vehículos, ¿no tenía llaves?
    —No.
    —¿Lo remolcaron hasta acá desde el cementerio de vehículos?
    —Sí. Ya hablamos de esto.
    —Recuérdamelo, por favor.
    —Antes de remolcar el auto hasta acá, buscamos las llaves, buscamos sangre en los asientos, forzamos el baúl para buscar sangre o cualquier otro rastro. No encontramos nada.
    —¿Nada que sugiriera que Timofeyev había sido asesinado en otra parte y llevado en el automóvil al cementerio?
    —No.
    —¿Tomaste moldes de cualquier marca de neumático que hubiera en el cementerio?
    —No. De todos modos, nuestros automóviles pasaron por encima de cualquier huella que pudiera haber.
    —Correcto.
    —Es una aldea negra. Radiactiva. Todos se movían rápido y de a ratos llovía, no te olvides.
    —¿Y había huellas de lobos? — a Arkady eso todavía le resultaba difícil de creer.
    —Grandes como platos.
    —¿Quién remolcó el auto?
    —Nosotros.
    —¿Quién manejaba?
    —El oficial Katamay.
    —¿Katamay es el oficial que encontró el cuerpo de Timofeyev y después desapareció?
    —Sí.
    —Hace muchas cosas por acá.
    —Sabe manejarse. Es un joven del lugar.
    —¿Y todavía sigue desaparecido?
    —Sí. No es necesariamente un delito. Si abandona, abandona. Aunque nos gustaría tener el uniforme y el arma.
    —Miré su expediente. Tuvo problemas disciplinarios. ¿Le preguntaste por la billetera y el reloj de Timofeyev?
    —Por supuesto. Lo negó, y se dejó el asunto de lado. Tienes que conocer al abuelo para comprender.
    —¿Es de por acá?
    —De una familia de Pripyat. Mira, Renko, no somos detectives, y esto no es el mundo normal. Esto es la Zona. Estamos olvidados. El país se está derrumbando, así que trabajamos por la mitad del sueldo, y todos roban para llegar a fin de mes. ¿Qué falta? ¿Qué no falta? Remedios, morfina, un tanque de oxígeno: nada. ¿El ejército nos dio anteojos de visión nocturna? Nada. Yo estaba con Bela cuando descubrimos el BMW de Timofeyev, y recuerdo su mirada, como si fuera a matarme por ese auto. Si ése es el administrador del cementerio de vehículos, ¿qué clase de oficiales crees que voy a tener? Sé lo que hace; veo las chispas a la noche. Todos los demás sufren, y él está ganando una fortuna, pero no se me permite hacer el tipo de redada que me gustaría, porque tiene “techo”, ¿entiendes? Alguien lo protege de arriba.
    —No fue mi intención criticarte.
    —No importa. Como dice mi esposa, cualquier persona inteligente roba. Los ladrones entienden. Casi todo el tiempo les pagan a los guardias de los puestos de control; esta mañana fue una excepción. En general van de una aldea negra a otra, y si nos acercamos mucho simplemente se zambullen en un sitio radiactivo en el que no podemos entrar. No vaya arriesgar la vida de mis hombres, ni siquiera del peor de ellos, y hay tal vez unos mil sitios muy radiactivos, mil agujeros negros para que se zambullan los ladrones y salgan quién sabe dónde. Si conoces a alguien que esté dispuesto a venir acá, pregúntale —mientras hablaban, la tarde se había vuelto crepúsculo. Marchenko encendió un cigarrillo y sonrió como el capitán feliz de un barco que se hunde—. Invita a todos tus amigos a Chornobil.

    Una vez que los ecologistas y los Amigos Británicos se fueron de la cafetería, Arkady cenó tranquilo y se fue a la cama con sus notas sobre el caso. Entonces llegó una llamada telefónica de Olga Andreevna, desde el refugio para niños, en Moscú.

    —Lamento informarle que desde su partida hemos tenido problemas con Zhenya. Problemas de conducta, y se niega a comer o comunicarse con otros niños o con el personal. Dos veces lo sorprendimos saliendo del refugio de noche… algo muy peligroso para un niño de su edad. No puedo más que asociar esta intensificación de la disfunción social con su ausencia, y debo preguntarle cuándo planea volver.
    —Ojalá pudiera decírselo. No lo sé —Arkady tendió automáticamente la mano hacia un cigarrillo, para ayudarse a pensar.
    —Sería bueno que me dieran alguna referencia. Acá la situación se deteriora.
    —¿Mi amigo Víctor ha visitado a Zhenya?
    —Al parecer fueron a una cervecería con jardín. Su amigo Víctor se quedó dormido, y la milicia devolvió a Zhenya al refugio. ¿Cuándo vuelve usted?
    —Estoy trabajando. No estoy de vacaciones.
    —¿Puede venir el fin de semana próximo?
    —No.
    —¿Y el otro?
    —No. No estoy a la vuelta de la esquina, y no soy el padre ni el tío. No soy responsable de Zhenya.
    —Hable con él. Espere.

    Se hizo silencio del otro lado de la línea. Arkady preguntó:

    —Zhenya, ¿estás ahí? ¿Hay alguien ahí?

    Se oyó a Oiga Andreevna:

    —Háblele, él está aquí.
    —¿De qué le hablo?
    —De su trabajo. Cómo es el lugar donde está. Lo que se le pase por la cabeza.

    Lo único que a Arkady se le pasaba por la cabeza era la imagen de Zhenya aferrando con aire hosco su juego de ajedrez y su libro de cuentos.

    —Zhenya, habla el investigador Renko. Habla Arkady. Espero que estés bien. Parece que has estado causando problemas a la gente del refugio. Por favor, no lo hagas. ¿Has jugado al ajedrez?

    Silencio. Esto parece una carta formal, pensó.

    —El hombre con el que jugaste ajedrez en el auto dijo que eras muy bueno.

    Quizás había un niño del otro lado, pensó Arkady. Quizás el teléfono colgaba en un pozo.

    —Estoy en Ucrania, un lugar muy lejos de Moscú, pero volveré dentro de poco, y si te escapas del refugio no sabré dónde encontrarte.

    ¿De quién más le hablo? ¿De un hombre con la garganta cortada?, pensó. Arkady buscó otro tema.

    —Acá es como Rusia, pero más salvaje, con más vegetación. No hay mucha gente, pero hay alces de verdad, y jabalíes. No he visto muchos lobos, pero tal vez los oiga. La gente dice que es un sonido que no olvidas; te hace pensar en una manada de lobos persiguiendo trineos por la nieve, ¿no? Mis padres y yo solíamos ir en auto a una dacha. Yo no jugaba al ajedrez como tú —Arkady recordó la pistola desarmada en sus manos y se preguntó cómo había llegado a ese tema—. Cuando llegábamos estaba oscuro. Un día, mientras estacionábamos delante de la casa, los oficiales más jóvenes que se habían adelantado saludaron a mi padre aullando como lobos y él los dirigió como un director de orquesta. Trató de enseñarme, pero nunca fui muy bueno para eso.


    7


    La estación Ecológica Tres de Chernobil era un vivero en decadencia. Una luz vaporosa penetraba un techo de plástico desgarrado, emparchado y vuelto a desgarrar. Sobre las mesas había hileras de plantas en macetas, padeciendo la música de una radio que colgaba de un poste. Hip—hop ucraniano. Inclinado sobre un microscopio, Vanko se movía siguiendo el ritmo.

    Alex le explicó a Arkady:

    —La verdad, el instrumento más importante para un ecologista es una pala. Vanko es muy bueno con la pala.
    —¿Excavan en busca de qué?
    —Los villanos habituales: cesio, plutonio, estroncio. Tomamos muestras del suelo y el agua, probamos qué hongo absorbe más radionucleidos, controlamos el ADN de los mamíferos. Estudiamos las mutaciones de Cletnrionomys glareolus, al que ya conocerás, y medimos los índices de cesio y estroncio en una gran variedad de mamíferos. Sacrificamos la menor cantidad de animales, pero debes ser “despiadado por el bien común”, como decía mi padre —Alex lo llevó afuera—. Esto, sin embargo, es nuestro Jardín del Edén.

    El Edén era un terreno de cinco por cinco metros de melones desparramados por la tierra, gordos tomates rojos y girasoles que llameaban al sol de la mañana. En una hilera crecían remolachas y en otra, repollos: un verdadero borsch vivo. En los rincones había unos cajones naranjas apoyados en palos.

    Alex mostraba el orgullo de un jardinero.

    —Hubo que sacar la capa superior del suelo. Este suelo nuevo es arenoso, pero creo que marcha bien.
    —¿Aquélla es la tierra vieja? — Arkady señaló un cajón aislado de tierra negra, que descansaba a cincuenta metros. Estaba semicubierto con una lona impermeabilizada y rodeado de carteles de advertencia.
    —Nuestra tierra particularmente sucia. Es peor que encontrar una aguja en un pajar. Una mota de cesio es demasiado pequeña para verla en un microscopio, así que excavamos y sacamos todo. Ah, otra visita.

    Se había caído uno de los cajones naranjas. Cuando Alex levantó la trampa, rodó fuera una bola de púas de puntas blancas apareció una nariz puntiaguda y parpadearon dos ojitos redondos'

    —Los erizos son muy dormilones, Renko. Incluso en cautiverio, no les gusta que los despierten con brusquedad.

    El erizo se levantó, frunció el hocico y, con súbita atención, escarbó y sacó una lombriz. Un elástico tira y afloja terminó en una suerte de empate: el erizo se comió la mitad de la lombriz, y la otra mitad escapó. Más alerta, el erizo consideró ir para un lado, luego para el otro.

    —En lo único que puede pensar es en un nido nuevo, con suaves y frescas hojas en descomposición. Déjame mostrarte algo
    —Alex tendió la mano enguantada, levantó el erizo y lo colocó frente a Arkady.
    —Estoy en su camino.
    —Ésa es la idea.

    El erizo avanzó hasta que se topó con Arkady. Le embistió el pie dos, tres, cuatro veces hasta que Arkady lo dejó pasar, con las púas erizadas: la salida de un héroe.

    —No tenía miedo.
    —No lo tiene. Ha habido generaciones de erizos desde el accidente, y ya no le tienen miedo a la gente —Alex se sacó los guantes para encender un cigarrillo—. No puedo decirte el placer que significa trabajar con animales que no tienen miedo. Esto es el paraíso.

    Vaya paraíso, pensó Arkady. Lo único que separaba ese terreno del reactor eran cuatro kilómetros de bosque rojo. Incluso a esa distancia, el sarcófago del Reactor Cuatro y la chimenea a rayas rojas y blancas se cernían por encima de los árboles. Arkady había supuesto que el jardín era sólo un sitio de pruebas, pero no; Alex le dijo que Vanko vendía los productos.

    —La gente se los come; es casi imposible impedírselo. Antes tenía un perro grande, un rottweiler, para que cuidara el lugar. Una noche yo estaba trabajando hasta tarde, y él estaba afuera, ladrando en la nieve. No paraba. Después paró. Diez minutos después salí con una lámpara, y vi un círculo de lobos comiéndose mi perro.
    —¿Y qué pasó?
    —Nada. Los ahuyenté y disparé un par de tiros.

    Un Moskvich con un silenciador roto pasó camino a Pripyat. Eva Kazka echó una mirada a Arkady y Alex sin aminorar la velocidad.

    —La Madre Teresa —dijo Alex—. Santa patrona de las buenas obras inútiles. Ha ido a las aldeas a atender a los tullidos que no deberían de estar aquí.

    Por el caño de escape del Moskvich salía un humo negro como un mal humor.

    —Tú le gustas —continuó Alex.
    —¿De veras? No me di cuenta.
    —Mucho. Eres del tipo poético. Yo también, en otros tiempos. ¿Un cigarrillo? — abrió un paquete.
    —Gracias.
    —Antes de venir a la Zona había dejado de fumar. La Zona te hace apreciar las cosas de otro modo.
    —Pero la radiactividad va menguando.
    —Un poco. Ahora la mayor preocupación es el cesio. Busca los huesos; se dirige a la médula y detiene la producción de plaquetas. Y en los intestinos tenemos paredes sensibles a la radiación, que el cesio fríe. Eso, si todo marcha bien y el reactor no vuelve a explotar.
    —¿Podría?
    —Podría. En realidad nadie sabe qué pasa dentro del sarcófago, salvo que creemos que hay más de cien toneladas de combustible de uranio que se mantiene muy caliente.
    —Pero el sarcófago impedirá cualquier nueva explosión, ¿no?
    —No, el sarcófago no es más que un montón de chatarra, un cedazo. Cada vez que llueve, el sarcófago deja pasar el agua, y más agua radiactiva se junta a la del suelo, que se junta con la del río Pripyat, que se junta con la del río Dnieper, que es el agua que se toma en Kiev. Tal vez entonces la gente lo note —de la ropa camufiada, sacó dos botellitas de vodka, como las que se venden en las aerolíneas—. Ya sé que bebes.
    —En general no a esta hora del día.
    —Bueno, esto es la Zona —Alex desenroscó las tapas y las tiró—. ¡Salud!

    Arkady vaciló, pero la buena educación era la buena educación, así que tomó la botella y se la bebió de un solo trago.

    Alex se mostró complacido.

    —Para mí, un cigarrillo y un poco de vodka le da otro valor a un día en la Zona.

    Aunque Alex dijo: “La regla general para andar por la Zona es no salir del asfalto”, parecía desdeñar la ruta. Su camino preferido atravesaba los montículos y hondonadas de una aldea enterrada, Conduciendo en una camioneta ligera, una Toyota que guiaba como si fuera un barco.

    —Apaga tu dosímetro.
    —¿Qué? — eso era lo último que Arkady tenía en mente.
    —Si quieres la recorrida tendrás la recorrida, pero a mi manera. Apaga el dosímetro; no voy a oír ese cotorreo el día entero —Alex sonrió—. Vamos, tienes preguntas. ¿Cuáles son?
    —Eras físico —dijo Arkady.
    —La primera vez que vine a Chernobil era físico. Después cambié a radioecología. Soy divorciado. Padres muertos. Partido político: anarquista. Deporte preferido: polo acuático, una forma de anarquía. No tengo animales. Salvo conducta revoltosa, no me han arrestado nunca. Estoy muy impresionado por haber llamado la atención de un investigador de Moscú, y debo confesar que tienes a mi asistente, Vanko, casi ensuciándose los pantalones por ese cazador furtivo que estás buscando. Cree que sospechas de él.
    —No sé lo suficiente para sospechar de nadie.
    —Eso es lo que le dije a Vanko. Ah, y debo agregar algo. Escritor preferido: Shakespeare.
    —¿Por qué Shakespeare? — Arkady se agarró fuerte del vehículo al subir por una cuesta.
    —Por Yorick, mi personaje favorito.
    —¿El cráneo en Hamlet?
    —Exacto. Sin parlamento pero con un maravilloso papel. “Ay, pobre Yorick, yo lo conocí bien… un hombre de gracia infinita…” ¿No es lo mejor que puedes decir de alguien? No me molestaría que me desenterraran cada cien años para que alguien pudiera decir: “Ay, pobre Alexander Gerasimov, lo conocí bien”.
    —¿Un hombre de gracia infinita?
    —Hago lo que puedo —Alex aceleró como si cruzara un campo minado—. Pero Vanko y yo no sabemos mucho de cazadores furtivos. Sólo somos ecologistas. Revisamos nuestras trampas, ponemos identificaciones a algún que otro animal, tomamos muestras de sangre, extraemos algunas células de ADN. Rara vez matamos un animal, al menos mamíferos, y no hacemos asados en el bosque. Ni siquiera puedo decirte cuándo fue la última vez que me topé con un cazador furtivo o un ocupa.
    —Pones trampas en la Zona, y los cazadores furtivos cazan en la Zona. Tal vez te encontraste con alguno.
    —La verdad, no me acuerdo.
    —Hablé con un cazador furtivo al que atraparon con su ballesta. Dijo que otro hombre a quien tomó por un cazador le había apuntado a la cabeza con un rifle y lo había echado de ahí. Lo describió como de unos dos metros de estatura, delgado, ojos grises, pelo oscuro, corto —era una descripción bastante aproximada de Alex Gerasimov. Arkady se echó atrás en el asiento para ver mejor el rifle que rebotaba en el asiento trasero de la camioneta—. Dijo que el rifle era un Protecta de doce milímetros con cargador.
    —Un buen rifle multipropósito. Estos personajes usan ballestas para poder cazar sin hacer mucho ruido, pero no tienen la puntería que imaginan. En general yerran, el animal escapa y demora días de terrible sufrimiento en morir desangrado. Pero apuntar a la cabeza de alguien con un rifle… es demasiado. Ese cazador furtivo… ¿va a hacer juicio?
    —¿Cómo podría, sin admitir que él mismo violó la ley?
    —Un verdadero dilema. ¿Sabes, Renko? Comienzo a entender por qué Vanko te tiene miedo.
    —En absoluto. Me gustó el paseo; a veces la actividad despierta un recuerdo. Quizás hoy abras una trampa y recuerdes que justo allí te encontraste con un hombre así y así.
    —¿Te parece?
    —O quizás una persona acudió a ti con un alce al que atropelló por accidente con el auto, para preguntarte si podía comerlo ya que el alce ya estaba muerto y era una pena desperdiciarlo.
    —¿Eso crees? No quedaría mucho auto después de atropellar un alce.
    —Sólo una posibilidad.
    —Y no le aconsejaría a nadie que entrara en estos bosques.

    Un muro de pinos herrumbrosos se extendía hasta donde Arkady alcanzaba a ver, de derecha a izquierda. Muertas, las ramas no tenían piñas ni ardillas; salvo el revoloteo de algún pájaro, los árboles estaban inmóviles como postes. “Ay, pobre Yorick, yo lo conocí bien.” Arkady imaginó un cráneo en cada poste. Algo fantasmal giró frente a los árboles. Aleteó como un pañuelo y salió disparado.

    —Una golondrina blanca —dijo Alex—. No verás muchas fuera de Chernobil.
    —¿Vienen cazadores furtivos acá?
    —No, saben que no deben.
    —¿Y nosotros?
    —También, pero es irresistible, y lo hacemos de todos modos. Deberías verlo en invierno: el suelo cubierto de nieve, como un vientre salpicado de cicatrices misteriosas, y los árboles de rojo intenso, como sangre. La gente lo llama el bosque rojo o el bosque mágico. Suena a cuento de hadas, ¿no? Y no te preocupes; como dicen siempre las autoridades: “Se tomarán las medidas adecuadas; la situación está controlada”.

    Avanzaron por el borde del bosque rojo hasta un área replantada con pinos nuevos, donde Alex saltó de la camioneta y arrastró una rama hasta el vehículo.

    —Mira qué atrofiada y deformada está la punta. Jamás crecerá hasta convertirse en árbol, sólo será un arbusto. Pero es un paso en la dirección correcta. La administración está complacida con nuestros pinos nuevos —Alex abrió los brazos y anunció—: En doscientos cincuenta años todo esto estará limpio. Salvo el plutonio, que a demorará dos mil quinientos años.
    —Roguemos que así sea.
    —Sí.

    Aun así, Arkady sintió que respiraba con más facilidad cuando los pinos rojos cedieron paso a una mezcla de fresnos y abedules. En la base de un árbol, Alex apartó unas hierbas altas y negras para revelar un túnel que llevaba a una jaula con algo que a Arkady le pareció un ratón de campo que trataba de escurrirse.

    —Cletlirionomys glareolus —explicó Alex—. Ratones campestres rojos. O tal vez superratones campestres. El índice de mutación entre nuestros amiguitos se ha acelerado por un factor de treinta. Una razón por la que los ratones campestres tienen un índice de mutación tan alto es que se reproducen muy rápido, y la radiación afecta a organismos en crecimiento mucho más que cuando son adultos. Una crisálida sufre el efecto de la radiación; una mariposa, no. Así que la pregunta es: ¿cómo afecta la radiación a este sujeto? — Alex abrió la tapa de la jaula para levantar al ratón por la cola—. La respuesta es que a él no le preocupan los radionucleidos. Le preocupan los búhos, los zorros, los halcones. Le preocupa encontrar comida y un nido abrigado. Piensa que la radiación es, por lejos, el factor menos importante para su supervivencia, y tiene razón.
    —Y para ti, ¿cuál es el factor más importante para tu supervivencia? — preguntó Arkady.
    —Permíteme contarte una historia. Mi padre era físico. Trabajaba en una de esas instalaciones secretas de los Urales donde se almacenaba combustible nuclear usado. El combustible usado sigue siendo peligroso. No se prestó la atención suficiente, y el combustible explotó; no fue una explosión nuclear, pero sí muy sucia y peligrosa. Todo se hizo en secreto, incluso la limpieza, que fue rápida y desprolija. Miles de soldados, bomberos, técnicos pisoteaban los desperdicios, incluidos los físicos dirigidos por mi padre. Después de ese accidente, lo llamé y le dije: “Papá, quiero que me digas la verdad. Tus colegas del accidente en los Urales, ¿cómo están?”. Mi padre demoró un momento en responder: “Están todos muertos, hijo; todos. De vodka”.
    —De modo que tú bebes y fumas y andas por un bosque radiactivo.

    Alex soltó al ratón dentro de la jaula y cambió la jaula ocupada por una vacía.

    —Estadísticamente, admito que ninguna de ésas es una ocupación sana. Individualmente, las estadísticas no significan nada. Creo que lo más probable es que me mate alguna especie de halcón. Y creo, Renko, que tú te me pareces mucho. Creo que estás esperando tu propio halcón.
    —Tal vez un erizo.
    —No, créeme; sin la menor duda, un halcón. A partir de acá caminaremos un poco.

    Alex llevaba el rifle, y Arkady una jaula con una puerta de sentido único, cebada con verduras. Paso a paso, el bosque que los rodeaba iba cambiando de árboles atrofiados a otros más altos, hayas y robles más robustos que producían cantos de pájaros y salpicones de luz.

    Arkady preguntó:

    —¿Llegaste a conocer en algún momento a Pasha Ivanov o a Nikolai Timofeyev?
    —¿Sabes, Renko? Algunas personas se olvidan de sus problemas cuando entran en el bosque. Comulgan con la naturaleza. No nunca conocí a ninguno de los dos.
    —Eras físico. Todos fueron al Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas.
    —Eran mayores, estudiaron antes que yo. ¿Por qué tanto interés por los físicos?
    —Este caso es más interesante que la disputa doméstica habitual. El cloruro de cesio no es un cuchillo de trinchar.
    —Se puede conseguir cloruro de cesio en varios laboratorios. Considerando la salud económica del país, tal vez puedas persuadir a un científico de que utilice un poco para fines de terrorismo o asesinato. La gente roba ojivas, ¿no?
    —Para transportar cloruro de cesio se necesitaría cierta habilidad profesional, ¿verdad?
    —Cualquier técnico decente podría hacerlo. La planta de energía todavía emplea a cientos de técnicos para mantenimiento. Demasiados para que los interrogues.
    —Si la persona que usó cesio en Moscú es la misma que mató a Timofeyev acá, ¿no te parece que eso limitaría la búsqueda?
    —A esos cientos de técnicos.
    —En realidad, no. Los técnicos viven a una hora de distancia. Viajan en tren hasta la planta, trabajan su turno y se van directamente a su casa. No andan merodeando por la Zona. No, la persona que le cortó la garganta a Timofeyev es parte del personal de seguridad, o un ocupa o un cazador furtivo.
    —¿O un científico que vive en la Zona? — replicó Alex.
    —Es una posibilidad, también.

    De ésos no había muchos, pensó Arkady. No había ningún trabajo científico glorioso que hacer en Chernobil. Todo se reducía a limpieza y observación.

    —El cesio es una forma complicada de matar a alguien o volverlo loco —continuó Alex.
    —Estoy de acuerdo —convino Arkady—. Y no vale la pena el esfuerzo, salvo que quieras transmitir un mensaje. El hecho de que ni Ivanov ni Timofeyev se quejaran a la milicia ni a su propio personal de seguridad, a pesar de que pendía una amenaza sobre su vida, sugiere que había algún tipo de mensaje.
    —A Timofeyev le cortaron la garganta. ¿Dónde está el mensaje sutil?
    —Tal vez estuviera en el lugar donde lo encontraron: en el umbral del cementerio de una aldea. O él manejó todo el camino desde Moscú sólo para ir a ese cementerio, o alguien se tomó mucho trabajo para ponerlo allí. ¿Quién reparó en que le habían cortado la garganta?
    —Supongo que alguien que entró en el refrigerador. Puedo decirte que la gente estaba muy descontenta de que hubiera un cuerpo ahí dentro. Tuvieron que limpiar todo a fondo.
    —¿Entonces por qué entrar en el refrigerador, salvo para mirar el cuerpo?
    —Renko, hasta ahora nunca había observado que el trabajo de pesquisa tiene mucho de especulación sin fundamento.
    —Bueno, ahora lo sabes.

    Los árboles seguían tornándose más altos; las sombras, más profundas: las raíces, más antiguas y entrelazadas. Arkady caminaba entre frondas de helechos mientras imaginaba arañas, salamandras, serpientes que se escurrían más adelante, una sutil oleada de vida. Al fin Alex lo hizo detenerse al borde de una luz cegadora, un prado en forma de arco de margaritas abiertas y, aquí y allá, las banderas rojas de las amapolas. Alex le indicó con una seña que se agachara y no hablara; luego señaló la parte más alta del prado, donde dos ciervos les devolvían la mirada con ojos oscuros y líquidos. Arkady nunca había estado tan cerca de unos ciervos en estado salvaje. Uno era hembra; el otro tenía una ancha cornamenta, trofeo de algún cazador. La tensión de su mirada era diferente de la plácida observación de los ciervos de zoológico.

    Alex susurró:

    —Están gordos de pastar en los huertos.
    —¿Todavía estamos en la Zona? — a Arkady le costaba creerlo.
    —Sí. Lo que ves desde el camino es un espectáculo de horror: Pripyat, las aldeas enterradas, los bosques rojos. Pero gran parte de la Zona es como esto. Ahora ponte de pie, despacio.

    Cuando Arkady lo hizo, los dos ciervos se quedaron inmóviles.

    Se balanceaban de un modo particular, pero no cedieron terreno. Alex dijo:

    —Como el erizo, están perdiendo el miedo.
    —¿Son radiactivos?
    —Por supuesto que son radiactivos; acá todo lo es. Todo lo que está en la tierra. Este campo es tan radiactivo como una playa de Río. En Río hay mucho sol. Es por eso que quería que apagaras tu contador Geiger: para que oyeras algo más que ese pequeño tictac. Usa tus ojos y tus oídos. ¿Qué oyes?

    Durante un minuto Arkady no oyó nada más que el zumbido general de la vida silvestre o su mano al pegarse en el cuello para matar un bicho. Al concentrarse en los ciervos, sin embargo, empezó a captar su meditabundo masticar, el tránsito individual de las libélulas entre un fuego cruzado de insectos bajo la luz del sol, y, en el fondo, una ardilla rezongando desde un árbol.

    —En la Zona hay ciervos, bisontes, águilas, cisnes —dijo Alex—. La Zona de Exclusión de Chernobil es el mejor refugio de animales silvestres de Europa, porque las ciudades y las aldeas se han abandonado, como se han abandonado los campos y los caminos. Porque la actividad humana normal es peor para la naturaleza que el mayor accidente nuclear de la historia. Al próximo ecologista que encuentre que me diga cuánto desea salvar a los animales le diré que, si es sincero, debe rogar por que haya accidentes nucleares en todas partes. Y al próximo cazador furtivo que encuentre acá, le haré algo más que romperle su ballesta de juguete. Si llegas a encontrar cazadores furtivos, ¿les dirás eso, por favor? No te muevas. Quédate absolutamente quieto. Mira sobre tu hombro izquierdo, entre esos dos lindos abedules.

    Arkady volvió la cabeza lo más despacio posible y vio una hilera de ojos amarillos detrás de los árboles. El aire se puso pesado. Los insectos volaban en espirales más lentas. Corría sudor por el cuello, el pecho y la columna vertebral de Arkady. Al momento siguiente los ciervos echaron a correr en una explosión de polvo y flores, atravesaron el campo en dos saltos y desaparecieron en el bosque. Arkady volvió a mirar hacia los abedules. Los lobos se habían ido de manera tan silenciosa que le pareció que los había imaginado.

    Alex se descolgó el rifle del hombro y corrió hacia los abedules. De una rama más baja sacó un mechón de pelos grises, que colocó con cuidado en una bolsa de plástico. Después de guardar la bolsa en el bolsillo y darle una palmadita afectuosa, arrancó una tira de corteza del abedul, se la puso entre las palmas y soltó un silbido largo y penetrante.

    —¡Sí! — exclamó—. ¡La vida es buena!

    Eva Kazka había armado una mesita de juego y unas sillas plegables en medio de la única calle asfaltada de la aldea. Su chaqueta blanca indicaba que era médica; sus modales, sin embargo, recordaban los de un mecánico fatigado. Con respecto a su cabello negro, más que domarlo daba la impresión de que lo sometía irritada.

    A cada lado de ese consultorio al aire libre, la aldea se desplomaba con resignación. Molduras de ventanas colgaban sueltas alrededor de vidrios rotos, el recuerdo de paredes azules y verdes se desvanecía bajo el avance negro del moho. Los patios y jardines estaban llenos de bicicletas, caballetes para aserrar y bañeras, recostados en hierbas altas y rodeadas de cercas de madera inclinadas en un colapso infinitamente lento. Aun así, más allá de la calle principal había, aquí y allá, casas repintadas, con las ventanas y los marcos intactos, con una niebla de humo de madera en la chimenea y una cabra recortando el césped.

    Un puñado de mujeres de edad, en versiones de chal y chaqueta y botas de goma, esperaban sentadas en un banco mientras Eva miraba la garganta de una mujer menuda y redonda con dientes de acero.

    —Alex Gerasimov está loco; es un hecho bien sabido —comentó Eva a Arkady—. Él y su preciosa naturaleza. Es un perfeccionista. Un hombre capaz de chocar una y otra vez contra un poste hasta lograr el choque perfecto. Cierre.

    La vieja cerró la mandíbula con firmeza para dar a entender total cooperación. Arkady dudaba que, desde el chal bien atado alrededor de la cabeza hasta las botas que colgaban a cierta distancia del piso, midiera más de un metro y medio de estatura. Sus ojos eran brillantes y deslumbradores, de un verdadero azul ucraniano.

    —María Fedorovna, tienes la presión sanguínea y el ritmo cardíaco de una mujer veinte años más joven. Sin embargo, me preocupa el pólipo que tienes en la garganta. Me gustaría sacártelo.
    —Lo discutiré con Roman.
    —Sí, ¿dónde está Roman Romanovich? Esperaba ver también a tu marido.

    María miró hacia lo alto de la calle, donde se abrió una puerta para dejar pasar a un hombre encorvado, de gorra y suéter, que llevaba de una cuerda a una vaca blanca y negra. Arkady no sabía cuál de los dos tenía aspecto más agotado.

    —Está ventilando a la vaca —explicó María.

    La vaca caminaba atrás, cansada y obediente. Una vaca lechera era un bien muy precioso, tanto como para mostrarlo a las visitas pensó Arkady. Toda la atención se centraba en el animal y su pesado recorrido de un lado a otro de la calle. Sus pezuñas hacían un ruido de succión en la tierra mojada.

    Los dedos de Eva juguetearon con una bufanda metida en el cuello de su chaqueta blanca. No era linda de una manera ortodoxa; el contraste de la piel tan blanca y el pelo negro era demasiado exótico, y sus ojos tenían, al menos para Arkady, una mirada implacable.

    —¿Por acá no hay ninguna casa que puedas usar para tener un poco más de intimidad? — preguntó Arkady.
    —¿Intimidad? Éste es el entretenimiento de esta gente, su televisión, y así pueden hablar de sus problemas médicos como expertos. Estas personas tienen setenta y ochenta años. No voy a operarlas de otra cosa que no sea una pierna rota. El Estado no tiene dinero, instrumentos ni sangre para desperdiciar en gente de su edad. Ni siquiera se espera que yo las atienda, y María nunca iría a la ciudad, por miedo a que no la dejaran volver acá.
    —De todos modos, no debería estar acá —dijo Arkady—. Esto es la Zona.

    Eva se volvió hacia las señoras sentadas en el banco.

    —Sólo alguien de Moscú podría decir semejante estupidez —a juzgar por la expresión de las mujeres, parecía que estaban de acuerdo—. El Estado se hace el distraído en cuanto al retorno de la gente mayor. Ya no intenta detenerlos —le informó a Arkady—. Y ha dejado de enviar médicos para que los atiendan. Exige que vayan a una clínica.

    Intervino María:

    —A nuestra edad, si entras en el hospital, no sales.

    Eva le preguntó a Arkady:

    —¿Has visto esos programas de televisión en que llevan a unas bellezas a una isla tropical a ver si pueden sobrevivir? — señaló con la cabeza a María y sus amigas sentadas en el banco—. Éstas son las verdaderas sobrevivientes.

    La médica las presentó: Olga tenía la cara arrugada y anteojos opacos; Nina se apoyaba en una muleta; Clara ostentaba los rasgos angulosos de una vikinga, con trenzas y todo. La líder era María.

    —¿Investigador de qué? — preguntó la anciana.

    Arkady respondió:

    —A mediados de mayo, en la entrada del cementerio de la aldea, encontraron el cuerpo de un hombre. Tenía la esperanza de que alguna de ustedes hubiera visto u oído a alguien, o notado algo raro, o quizás un automóvil.
    —Mayo estuvo lluvioso —dijo María.
    —¿Fue de noche? — preguntó Oiga—. Si fue de noche y estaba lloviendo, ¿quién iba a salir?
    —¿Alguna de ustedes tiene perros?
    —Ningún perro —respondió Clara.
    —A los perros se los comen los lobos —agregó Nina.
    —Eso me han dicho. ¿Conocen a una familia Katamay? El hijo estaba en la milicia, acá.

    Las mujeres negaron con la cabeza.

    —¿El apellido Timofeyev les resulta conocido? — preguntó Arkady.
    —No puedo creerlo —dijo Eva—. Actúas como un detective de verdad, como si estuvieras en Moscú. Esto es una aldea negra, y la gente de acá es como fantasma. ¿Alguien de Moscú murió acá? Que Dios lo ayude. Nosotros no le debemos nada a Moscú; ellos no han hecho nada por nosotros.
    —¿El nombre de Pasha Ivanov les resulta conocido? — preguntó Arkady a las mujeres.
    —Eres peor que Alex —continuó Eva—. No eres más que un burócrata con una lista de preguntas. A estas mujeres les han arrebatado todo su mundo. A sus hijos y nietos se les permite visitarlas un solo día por año. Los rusos prometieron dinero, remedios, médicos. ¿Y qué obtenemos? A Alex Gerasimov y a ti. Por lo menos él se dedica a la investigación científica. ¿Por qué te mandó Moscú?
    —Para librarse de mí.
    —Ya entiendo por qué. ¿Y qué has encontrado?
    —No mucho.
    —¿Cómo puede ser? Acá la tasa de mortalidad es el doble de lo normal. ¿Cuántas personas murieron por el accidente? Algunos dicen ochenta; algunos, ocho mil; otros, medio millón. ¿Sabías que el índice de cáncer en los alrededores de Chornobil es sesenta y cinco veces más alto que lo normal? Ah, no quieres escucharlo. Es muy tedioso y deprimente.

    ¿Estaba compitiendo con ella en un torneo de miradas fijas? Algo así debía de ser el dilema del halconero: mantener en la muñeca a un ave de presa no del todo entrenada.

    —Quería hacerte unas preguntas, quizás en otro lugar.
    —No. A María y las demás mujeres les vendrá bien un poco de diversión. Nos concentraremos todas en el muerto ruso —Eva abrió un atado de cigarrillos y lo compartió con sus pacientes—. Te escucho.
    —¿Tienes medicinas? — preguntó Arkady.
    —Sí, tenemos algunos remedios; no muchos, pero algunos.
    —¿Algunos hay que refrigerarlos?
    —Sí.
    —¿Y algunos deben congelarse?
    —Uno o dos.
    —¿Dónde?

    Eva Kazka aspiró una honda bocanada de cigarrillo.

    —En un refrigerador, es obvio.
    —¿Tienes uno, O usas el de la cafetería?
    —Debo reconocer que tienes una determinación que debe de serte muy útil en tu profesión.
    —¿Guardas remedios en el refrigerador de la cafetería?
    —Sí.
    —¿Viste el cuerpo en el refrigerador?
    —Veo muchos cuerpos. Tenemos más muertes que pájaros vivos. ¿Por qué no me preguntas eso?
    —Tú viste el cuerpo de Lev Timofeyev.
    —Y si lo vi, ¿qué? Por cierto que no sabía quién era.
    —Y dejaste una nota en la que decía que no había muerto de un ataque cardíaco.

    María y las mujeres sentadas en el banco miraban a Eva, a Arkady y de vuelta a Eva, como si hubiera un partido de tenis en la aldea. Oiga se quitó los anteojos y los limpió.

    —Detalles.
    —Había un cuerpo vestido con traje y envuelto en plástico —dijo Eva—. Nunca antes lo había visto. Eso es todo.
    —¿La gente te dijo que había sufrido un ataque al corazón?
    —No me acuerdo.

    Arkady no dijo nada. A veces era mejor esperar, en especial con un público tan ansioso como María y sus amigas.

    —Supongo que el personal de la cocina dijo que había tenido un ataque al corazón —intervino Eva.
    —¿Quién firmó el certificado de defunción?
    —Nadie. Nadie sabía quién era ni cómo murió ni cuánto hacía que había muerto.
    —Pero tú eres bastante experta en eso. Me han dicho que pasaste un tiempo en Chechenia. Es algo poco común en una médica ucraniana: servir con el ejército ruso en el frente de batalla.

    Los ojos de Eva se encendieron.

    —Entendiste mal. Estuve con un grupo de médicos que documentaban las atrocidades rusas contra la población chechenia.
    —¿Como gargantas cortadas?
    —Exacto. El cuerpo que estaba en el refrigerador tenía la garganta cortada de un solo tajo, con un cuchillo largo y afilado, desde atrás. Por el ángulo del corte, le tiraron la cabeza hacia atrás y él estaba arrodillado o sentado, o el asesino medía por lo menos dos metros. Como le cortaron la tráquea, no pudo haber emitido ningún sonido antes de morir, y si lo mataron en el cementerio de acá nadie habrá oído nada.
    —La descripción decía que había sido "atacado por lobos". ¿Se refería a la cara?
    —Sucede. Es la Zona. Sea como fuere, no quiero verme envuelta en tu investigación.
    —¿Estaba acostado sobre la espalda?
    —No sé.
    —Alguien a quien le cortaron la garganta desde atrás, ¿no es más probable que caiga para adelante?
    —Supongo que sí. Lo único que vi fue el cuerpo en el refrigerador. Esto es como hablar con un monomaníaco. Lo único en que puedes concentrarte, en medio de esta enorme tragedia, en la que murieron miles de personas y otras tantas siguen sufriendo, es en un solo ruso muerto.

    El viejo llevó la vaca en dirección a la mesa de juego. A pesar del calor, Roman Romanovich se había abrigado no con uno sino con dos suéteres. La cara rosada y bien alimentada, los cabellos blancos y la sonrisa ansiosa que dirigió a María al acercarse hacían pensar en un hombre que había aprendido tiempo atrás que bien valía la pena obedecer si se tenía una buena esposa.

    Eva le preguntó a Arkady:

    —¿Sabes cómo resolvió Rusia la crisis de leche radiactiva después del accidente? Mezclaron leche radiactiva con leche limpia. Después elevaron el nivel permisible de radiactividad en la leche a la norma de desperdicio nuclear, y de esa manera ahorraron al Estado casi dos mil millones de rublos. ¿No fue astuto?

    Roman tiró de la manga de Arkady.

    —¿Leche?
    —Quiere saber si deseas comprarle leche —explicó Eva. Se retorció la bufanda con los dedos—. ¿Quieres leche de la vaca de Roman?
    —¿De esta vaca?
    —Sí. Completamente fresca.
    —Después de ti.

    Eva sonrió. A Roman le dijo:

    —El investigador Renko le agradece, pero no puede aceptar. Es alérgico a la leche.
    —Gracias —dijo Arkady.
    —De nada —repuso Eva.
    —Tiene que venir a cenar —acotó María—. Le daremos comida decente, no como la que sirven en la cafetería. Parece un buen hombre.
    —No. Por desgracia, el investigador vuelve pronto a Moscú. Tal vez envíen remedios o dinero en su lugar, algo útil. Tal vez nos sorprendan.


    8


    Cada pasajero del tren de las seis de la tarde proveniente de la Estación de Energía Nuclear de Chernobil comenzaba el Viaje colocando los pies y las manos en las placas de metal hasta que una luz verde señalaba que podía continuar hacia la plataforma. El tren en sí era un expreso que atravesaba territorio bielorruso sin parar, pasando los puestos de control de frontera. Era un lindo paseo a través de bosques de pinos en una noche de verano.

    Los hombres viajaban en un extremo; las mujeres, en el otro. Los hombres jugaban a las cartas, bebían té que llevaban en termos o dormían envueltos en ropas arrugadas, mientras que las mujeres conversaban o tejían suéteres e iban meticulosamente bien vestidas, sin un solo cabello gris, al menos mientras creciera el henna en la tierra.

    A mitad de camino el coche se calmó un poco. A mitad de camino, los ojos vagaban hacia las ventanillas, cada vez más parecidas a espejos. A mitad de camino, los pensamientos se volvían hacia el hogar, a lidiar con la cena, los hijos y las vidas privadas.

    También Arkady cabeceaba al ritmo del tren. Un pensamiento se disolvía en otro.

    Reconocía a Eva Kazka el mérito de llevar servicio médico, por mínimo que fuera, a la gente de las aldeas que nadie se atrevía a visitar. Pero frente a las ancianas había jugado con él como un ladrón ante un jurado. Eva tenía esa capacidad de hacer que una persona aspirara demasiado poco aire o hablara demasiado alto. Frente a una mujer así, un hombre podía hacer el ridículo y las mujeres de la aldea casi se habían reído observando el espectáculo. Ella las había llamado sobrevivientes. ¿Qué clase de apariencia presentaba él? ¿Un intrépido investigador que seguía pistas hasta el fin del mundo, o un hombre perdido al borde del camino? En un callejón sin salida, por lo menos. Una señal relampagueó junto a la ventanilla, y Arkady pensó en Pasha Ivanov volando por el aire. No lo aprobaba ni lo desaprobaba. El problema era que, una vez que una persona aterrizaba, otra persona tenía que limpiar la mugre.

    ¿Y qué había averiguado en su excursión con Alex? No mucho. Por otro lado, había visto al menos tres lobos detrás de los troncos blancos de los abedules, los ojos brillantes como pepitas de oro evaluando a los ciervos, y Alex y él eran casi lo mismo que los ciervos. Recordó cómo se le habían erizado los cabellos de la nuca. La palabra "predador" significaba mucho más cuando uno se vuelve una presa potencial. Rió para sus adentros al imaginarse en su motocicleta perseguido por lobos.

    Slavutych había sido construida por gente evacuada de Pripyat. Era una ciudad sucesora, con plazas espaciosas y edificios municipales blancos que parecían bloques para armar infantiles —arcos, cubos, columnas— en escala gigante. Era una ciudad con servicios modernos. Una cancha de fútbol hundida, rodeada de bares espresso. El Palacio de Cultura ofrecía feng shui y origami. Todavía mejor, los edificios de departamentos en sí se habían diseñado con temas arquitectónicos típicos, como imaginativas molduras lituanas o el elaborado trabajo en ladrillo de Uzbeki.

    Oleksander Katamay vivía en el quinto piso de un edificio "Uzbeki". Una joven con ropa de gimnasia y cabello muy rubio le abrió la puerta a Arkady y de inmediato lo hizo pasar a una sala de estar donde había una mesa de trabajo de taxidermista, con lámparas y una lupa de pie apuntada a una piel de tejón enrollada, con la cabeza adentro. Otro tejón, un poco más lejos, descansaba en un balde con líquido para disolver grasas. En unos estantes se veían bolsas de plástico con arcilla y papel maché y una colección de animales disecados: un lince con los colmillos al descubierto, un búho mirando por sobre el hombro, un zorro en actitud de escabullirse. En un armario de vidrio con una bandera soviética descansaba un par de rifles de caza: de poco calibre y un solo disparo, lustrados con tanto esmero como violines. Colgadas en las paredes había unas veinte fotos enmarcadas de hombres con casco estudiando planos, colocando pilastras o manipulando las palancas de una grúa, y en el medio o en el sitio principal de cada una se veía la misma figura alta y vigorosa de Oleksander Katamay. Arkady miró una fotografía de unos obreros frente a una planta de energía, y se dio cuenta de que era la primera foto que veía del Reactor Cuatro de Chernobil intacto, una imponente pared blanca junto a su mellizo, el Reactor Tres. Los hombres de las fotos lucían tan relajados y confiados como si se hallaran en la proa de un potente barco.

    Una voz profunda preguntó:

    —¿Es el investigador? Ya voy.

    Mientras esperaba, Arkady reparó en una placa enmarcada que mostraba medallas civiles: Veterano del Trabajo, Ganador de Competencia Socialista y Enaltecido Constructor de la Unión Soviética, más hileras de insignias militares. Arkady estaba junto a ellas cuando Oleksander Katamay entró en la habitación en una silla de ruedas. Aunque era un pensionado de casi ochenta años, todavía conservaba el pecho y los hombros de albañil, la cara ancha y una melena blanca. Estrechó la mano de Arkady con firmeza.

    —¿De Moscú?
    —Correcto.
    —Pero Renko es un buen apellido ucraniano —Katamay se aproximó, como para espiar el alma de Arkady; luego giró en forma abrupta y gritó—: ¡Oksana! — volvió la mirada hacia Arkady y el trabajo de taxidermia en que se hallaba trabajando—. ¿Estaba admirando mi pasatiempo? ¿Vio las insignias? — Katamay fue hasta la placa de medallas y señaló una escrita en árabe—: "Amistad del pueblo afgano". La amistad de unos negros; supongo que eso vale la vida de mi hijo. ¡Oksana!

    La mujer que había hecho entrar a Arkady en el departamento llevó una bandeja con vodka y pieckles, que depositó en una mesita baja. Pese a que tenía un aspecto descuidado, sus cabellos parecían una colmena dorada. Se sentó en el piso junto a la silla de ruedas de Katamay, mientras él se acercaba a un cenicero de pie que había del otro lado. Arkady se acomodó en una otomana y tuvo la sensación de hallarse en una escena a la vez posada y torpe. Era la mesa con los dos tejones, uno en remojo, otro afuera. Era Oksana. El pelo rígido era una peluca. Pero era más que eso.

    Katamay señaló los animales embalsamados y preguntó a Arkady:

    —¿Cuál le gusta más?
    —Ah… Todos son muy naturales —lo mejor que se le ocurrió, considerando que su primer impulso había sido decir: "Tiene un gato muerto en el estante".
    —El truco está en la flexibilidad.
    —¿Flexibilidad?
    —Sacar toda la carne y después afeitar el interior de la piel hasta que quede azul. El tiempo, la temperatura y el adhesivo adecuado también son importantes.
    —Quería preguntarle por su nieto, Karel.
    —Karel es un buen muchacho. Oksana, ¿tengo razón?

    Oksana no respondió. Esperar de ella una expresión era corno observar un estanque quieto.

    Katamay llenó los vasos a medias con vodka y le pasó uno a Arkady.

    —Por Karel —dijo el viejo—. Dondequiera que esté —echó la cabeza hacia atrás, tomó el vodka de un sólo sorbo y miró por el rabillo del ojo para asegurarse de que Arkady y Oksana hicieran lo mismo. Podría estar en silla de ruedas, pero seguía siendo el que mandaba. Arkady se preguntó cómo habría sido ser el jefe de construcción de un proyecto tan enorme y ahora verse limitado a un ambiente tan reducido. Katamay volvió a llenar los vasos—. Renko, ha venido a la parte indicada de Ucrania. La gente del oeste dice: "Al diablo con Rusia". Fingen que no saben hablar ruso. Se creen polacos. La gente del este, en cambio… nosotros recordamos —levantó el vaso—. Por…

    Arkady lo interrumpió:

    —Primero quisiera hacerle unas preguntas.
    —Por los malditos rusos —dijo Katamay, y vació el vaso.

    Arkady abrió la carpeta que llevaba y mostró una fotografía de un joven con rasgos inquietos, como a medio terminar: nariz corta, boca fina, una mirada que desafiaba la cámara.

    —Ése es mi hermano —intervino Oksana.
    —Karel Oleksandrovich Katamay, veintidós años, nacido en Pripyat, República Ucraniana. — Arkady pasó a los puntos sobresalientes—. Dos años de servicio en el ejército, entrenado como francotirador. ¿Tiene buena puntería?
    —Sabe disparar y dejar algo que valga la pena embalsamar, si a eso le llama tener puntería —contestó Katamay.
    —Degradado dos veces por abuso físico de reclutas nuevos.
    —Ésas fueron novatadas. Es una tradición en el ejército.

    Bastante cierto, pensó Arkady. Algunos muchachos sufrían tanto abuso que se ahorcaban. Karel seguramente se destacó entre los atormentadores.

    —Una acción disciplinaria por robo.
    —Sospecha de robo. Si hubieran podido probar algo, lo habrían mandado al calabozo. Tiene una faceta salvaje, pero es un buen muchacho. No habría podido ingresar en la milicia sin un expediente limpio.
    —En la milicia, Karel con frecuencia llegaba tarde o faltaba a su puesto.
    —A veces, porque iba a cazar para mí. Siempre aclaramos las cosas con su jefe.
    —¿Que sería el capitán Marchenko?
    —Sí.
    —¿Cazando qué? ¿Otro zorro o lince? ¿Un lobo?
    —Un lobo sería lo mejor —Katamay se frotó las manos de solo pensarlo—. ¿Sabe cuánto dinero daría un lobo bien embalsamado?
    —El padre de Karel murió en Afganistán. ¿Quién le enseñó a Karel a cazar?
    —Yo. Cuando todavía me funcionaban las piernas.
    —¿Y la madre de Karel?
    —¿Quién sabe? Se creyó toda la propaganda sobre el accidente. He hablado con los mejores científicos. En Chornobil el problema no es la radiación, sino el miedo a la radiación. Tiene un nombre: radiofobia. La madre de Karel era radiofóbica. Así que se fue. La verdad del asunto es que esta gente tiene suerte. El Estado les construyó Pripyat y después Slavutych, les dio el mejor salario, las mejores condiciones para vivir, escuelas y remedios, pero los ucranianos son todos radiofóbicos. Bueno, la cuestión es que la madre de Karel desapareció hace años. Lo crié yo.
    —¿Lo vistió, lo alimentó, lo mandó a la escuela?
    —La escuela fue una pérdida de tiempo. Estaba destinado a ser cazador; adentro era un desperdicio.
    —¿Cuándo perdió usted el uso de sus piernas?
    —Hace dos años, pero fue consecuencia de una explosión. Estaba manejando una grúa para los bomberos cuando se cayó un pedazo de techo. Cayó como un meteoro y me aplastó la espalda. Al final la vértebra cedió. En la pared hay una nota; ahí puede leerlo todo.
    —¿Karel ha estado alguna vez en Moscú?
    —Ha estado en Kiev. Con eso basta.
    —¿Usted no lo ha visto desde que él encontró ese cuerpo en la Zona?
    —No.
    —¿Ha tenido noticias de él?

    Arkady notó que Oksana echaba una rápida mirada a otro pellejo, metido en un balde de líquido antigrasa que había en un rincón. A pesar de que no había visto a su nieto cazador ni hablado con él en meses, Katamay no parecía tener escasez de material fresco para su pasatiempo.

    —Nada, ni una palabra —dijo el anciano.
    —No parece preocupado.
    —No ha hecho nada malo. Renunció a la milicia… ¿y qué? Karel ya no es un niño. Puede cuidarse solo.
    —¿Alguna vez oyó hablar de dos físicos llamados Pasha Ivanovy Lev Timofeyev?
    —No.
    —¿Ellos nunca visitaron Chernobil?
    —¿Y cómo voy a saberlo?

    Arkady pidió los nombres de familiares o amigos a quienes Karel pudiera haber visitado o contactado, y Katamay mandó a Oksana a hacer una lista. Mientras esperaban, la mirada del viejo volvió a las fotografías de la pared. Casi con certeza, una la habían tomado el día Internacional de la Mujer, porque se veía una versión más joven de Katamay, rodeado de mujeres con cascos. En otra foto caminaba al frente de unos técnicos con batas de laboratorio, que se esforzaban por mantenerse a la par.

    —Debe de haber sido una gran responsabilidad ser jefe de construcción —comentó Arkady.

    Katamay no dijo nada, mientras Oksana revolvía papeles en la habitación contigua. Después volvió a llenar su vaso.

    —Es todo político, ¿sabe?, eso de cerrar los otros reactores. Totalmente innecesario. Los otros tres habrían podido seguir funcionando durante veinte años más, y hubiésemos podido construir el Cinco y el Seis, el Siete y el Ocho. Chernobil fue y es el mejor lugar para una planta de energía de cualquier parte. Las organizaciones de beneficencia vinieron e inflaron las estadísticas. ¿Qué es más fácil? ¿Sacarle el jugo a la ayuda extranjera o dirigir una planta de energía? Así que pasamos de ser una potencia mundial a un país de tercera clase. ¿Sabe cuántos murieron a causa de Chornobil, las cifras reales? Cuarenta y uno. No millones, ni cientos de miles. Cuarenta y uno. Lo maravilloso que hemos descubierto es que el organismo humano puede vivir con niveles de radiación mucho más altos de lo que pensábamos antes. Pero ha cundido la radiofobia. Cuarenta y uno. Hay esa cantidad muriendo de cáncer en los hospitales de Kiev cada día de la semana, pero la gente no se va de Kiev —la mención del cáncer de pulmón impulsó a Katamay a buscar un cigarrillo—. Siempre están los que fomentan la histeria y socavan los esfuerzos de normalización, los mismos elementos siempre lucran con el caos. Salvo que antes podíamos controlarlos. Esta vez derrocaron a toda la Unión Soviética. Juntos éramos una potencia respetada; ahora somos un montón de mendigos. ¿Puedo mostrarle algo? Venga.

    Katamay movió con energía su silla y se impulsó hasta la habitación de al Iado, un estudio donde su nieta reunía nombres y números de teléfono sentada a un escritorio. Habían empujado contra la pared el escritorio y los demás muebles, para colocar una mesa de dibujo en la que había un modelo arquitectónico de la planta de energía de Chernobil, con árboles verdes estilizados y un ancho río Pripyat cortado en plástico azul. Estaban allí los seis reactores, lo que sugería un momento en el tiempo —pasado, presente o futuro— que nunca existió. El panorama se completaba con torres de enfriamiento de cartón, salas de turbinas, almacenamiento de combustible, las cúpulas de los tanques de agua y un desfile de torres de transmisión. En los caminos de acceso había camiones en miniatura y figuras humanas en escala. Allí el accidente nunca había ocurrido. Allí la Unión Soviética estaba intacta.

    Arkady se dio cuenta de que Oksana lo había seguido al salir del departamento. Vestía la ropa de gimnasia pero había cambiado la peluca por una gorra tejida, y se escabullía como un ratón de umbral en umbral. Arkady tenía una hora hasta tomar el tren siguiente. Se detuvo en un café llamado Colombino y tomó dos cafés en una mesa de afuera desde donde podía ver los charcos de luz que arrojaban los faroles de la plaza. Las estructuras de la civilización —municipalidad, estadio de fútbol, cine, supermercados— eran evidentes, pero no la actividad. Vio que Oksana le compraba una manzana a un granjero en la puerta del supermercado y luego comenzaba a comer mientras cruzaba la plaza y se hacía la sorprendida al encontrarlo.

    —¿Estaba esperando a alguien? — la muchacha miró la segunda taza.
    —La verdad, a ti.

    Oksana miró con cautela alrededor. Se le sonrojaron las mejillas. Ahora que estaba cerca, se notaba que, debajo de la gorra, llevaba la cabeza afeitada.

    —Debo de parecerle bastante ridícula.
    —Para nada. Esperaba que vinieras.

    La muchacha se acercó a la silla sin quitarle los ojos de encima. Arkady esperó hasta que se acomodara y luego empujó la segunda taza hacia ella. Permanecieron un minuto sentados en silencio. Compradores cargados de bolsas salían del supermercado y se tambaleaban de un lado a otro bajo las arcadas decoradas con símbolos de átomos pacíficos.

    Oksana bebió un sorbo de café.

    —Está frío.
    —Lo lamento.
    —No, me gusta el café frío. En general lo tomo frío después de servirle a mi abuelo.
    —Tiene una personalidad fuerte.
    —Es el jefe.
    —¿Se lleva bien con Karel?
    —Sí.
    —¿Y tú?
    —Karel es mi hermano menor.
    —¿Lo has visto o has hablado con él?

    Oksana le dirigió una amplia sonrisa.

    —¿De veras le gustaron los animales embalsamados de mi abuelo?
    —No soy un gran fanático de la taxidermia —"Tal vez por mi trabajo", pensó.
    —Me di cuenta. "Parecen vivos." Como nosotros en Slavutych.
    —¿Trabajas en la estación?
    —Sí.
    —¿Qué tiene de divertido?
    —El sueldo es bueno, una bonificación del cincuenta por ciento por vivir acá y trabajar en Chornobil. Lo llamábamos "dinero para el ataúd". Mi abuelo cobra una pensión extra por su incapacidad. Pero hay una trampa.
    —¿Porque cuando terminen de limpiar Chernobil tendrás que buscar otro empleo, en unos años.
    —¿Al ritmo que vamos? Demoraremos cien años. No es ésa la trampa.
    —¿Y cuál es?
    —Redujeron nuestro sueldo en un setenta y cinco por ciento. Después del alquiler y los servicios y la escuela, terminamos pagando para trabajar en Chornobil. Pero es un trabajo, y eso ya es algo en Ucrania. De todos modos, tampoco es ésa la trampa.
    —¿Y cuál es?

    Oksana se arregló la gorra de modo que las orejas le quedaron afuera.

    —Qué tranquilo está todo, ¿no?
    —Sí —Arkady vio a un cliente que salía de la iluminación del mercado, un par de colegialas con mochilas, un hombre con un cigarrillo colgando de la cara curtida, no más de diez personas en total, en la plaza y sus paseos.
    —Todos se están yendo. Construyeron la ciudad para cincuenta mil personas, y ahora hay menos de veinte mil. Más de la mitad de la ciudad está vacía. La trampa es que la construyeron en terreno contaminado. El cesio de Chornobil nos estaba esperando aquí. De Pripyat a Slavutych, no escapamos de nada —Oksana sonrió, como de un chiste siempre nuevo, y se bajó la gorra—. Uso la peluca porque a las mujeres de acá les disgusta verme afeitada. Pero cuando la tengo puesta me siento un poco como un animal embalsamado. ¿Usted qué piensa?
    —La cabeza afeitada está muy de moda.
    —¿Quiere ver? — se quitó la gorra y reveló un cráneo de redondez casi perfecta y tonos azulados. La desnudez daba a sus ojos un aspecto más grande y luminoso.
    —Puede tocar —le tomó la mano y se la pasó por la cabeza, que al tacto parecía casi lustrada—. Ahora, ¿qué piensa?
    —Suave.
    —Sí —mientras volvía a ponerse la gorra, mostraba la sonrisa de alguien que ha divulgado un secreto.
    —Extrañas Pripyat.
    —Sí —recitó su antiguo domicilio: calle, cuadra, departamento—. Teníamos la mejor vista, justo sobre el agua. En el otoño mirábamos a los patos nadar por el río hacia el sur, y en la primavera hacia el norte.
    —Oksana, ¿has visto a tu hermano?
    —¿A quién?
    —¿Has visto a Karel?

    Sonó el teléfono celular de Arkady. Trató de ignorarlo, pero Oksana aprovechó la interrupción para beber el resto del café y levantarse de la silla.

    —Debo irme. Tengo que cocinar para mi abuelo.
    —Por favor. Será sólo un segundo —en el identificador de llamadas, un número local. Arkady atendió—. Hola.

    Un hombre dijo:

    —Habla tu amigo del hotel Pripyat.

    El trapero de las herramientas de plomero y la parrilla en el colchón al que Arkady había perseguido por la escuela. Un ruso que hablaba ucraniano, de modo que sabía quién era Arkady. Una voz penetrante, ronca de muchos años de fumar. Ningún ruido de fondo identificable. Una línea fija, sin interferencias. Arkady miró a Oksana, que se alejaba paso a paso.

    —Sí —dijo Arkady por teléfono.
    —Usted quería hablar. ¿Está dispuesto a pagar?
    —Correcto.

    Mientras se escabullía hacia la plaza, Oksana susurró:

    —Usted es muy amable, muy amable. Sólo… no se quede mucho tiempo.
    —¿De qué quería hablar?
    —Hace dos meses se encontró en una aldea, cerca de Chernobil, el cuerpo de un empresario de Moscú. Estoy investigando el caso.
    —¿Puede pagar en dólares estadounidenses?
    —Sí.
    —Entonces tiene suerte, porque puedo ayudarlo.
    —¿Qué sabe?
    —Más que usted, le aseguro, porque hace un mes que está acá y no sabe nada.

    Cuanto más hablaban, más oía Arkady una "s" sibilante y la aspereza de un mentón sin afeitar. Lo bautizó el Plomero.

    —¿Como qué?
    —Como que su empresario era realmente rico, así que hay mucho dinero de par medio.
    —Puede—ser. ¿Usted qué sabe?

    Arkady vio que Oksana pasaba corriendo por el supermercado y desaparecía a la vuelta de una esquina.

    —Ah, no, por teléfono no —dijo el Plomero.
    —Deberíamos encontramos —propuso Arkady—. Pero tiene que darme alguna idea de lo que sabe, así sé cuánto dinero llevar.
    —Todo.
    —Eso suena a nada —y tal era la impresión que tenía Arkady del Plomero. Un fanfarrón.
    —Cien dólares.
    —¿A cambio de qué?

    El Plomero se apresuró.

    —Lo llamaré a la mañana para decirle dónde nos encontraremos.
    —Está bien —contestó Arkady, aunque el Plomero ya había cortado.

    En el viaje de regreso, el tren llevaba a los pasajeros del turno de noche, todos hombres, la mayoría dormitando, el mentón sobre el pecho. ¿Qué había para ver? Las nubes oscurecían la luna y los vagones avanzaban por un terreno negro de granjas y aldeas evacuadas; sólo el traqueteo de los rieles indicaba el movimiento hacia adelante. Después, una luz se acercaría a la ventanilla como un rostro, y Arkady se despertaba del todo.

    La muerte de Pasha era complicada, porque ya estaba muriendo. Tenía un dosímetro, sabía que se estaba muriendo, y de qué. Eso formaba parte de su sufrimiento. Arkady trató de imaginar la primera vez que Pasha tomó conciencia de lo que sucedía. Era un hombre social, de ésos que se quitan el saco y se arremangan para pasarlo bien, como había expresado Rina. ¿Cómo había empezado? En la nublada confusión de una fiesta, ¿alguien le había puesto un salero y un dosímetro en el bolsillo de la chaqueta? Deberían de haber apagado el sonido del medidor. Arkady imaginó la cara de Pasha cuando leyó el aparato, y la salida rápida y discreta, solo en el automóvil. Seguramente la dosis no fue muy alta; más bien como un primer sondeo de artillería. "Arrojamos el agua radiactiva al mismísimo río Moscú", había dicho Timofeyev, de modo que había un precedente para detener el automóvil y arrojar el salero por la ventanilla. Pero a partir de ese momento Ivanov era vulnerable. No había manera de detectar el cloruro de cesio sin un dosímetro, y la sal de su comida podía provenir de un salero de plástico de la fonda más baja o de uno de cristal del restaurante más elegante. ¿Cómo se atrevía a comer? ¿O a tener cualquier contacto con el mundo exterior, cuando un grano apenas visible podía llegar en una carta o pegarse a la ropa cuando alguien lo rozaba en la calle? Por último ¿qué habría hecho cuando encontró un reluciente montículo de sal en su vestidor? ¿Cómo encontrar un grano de veneno en un millón de granos puros?

    Y así sucesivamente. También Timofeyev estaba sufriendo un ataque. Y asimismo, por mera proximidad, Rina. Tanto Ivanov como Timofeyev tenían una palidez de cesio. Sus narices sangrantes eran señales del deterioro de las plaquetas. No podían beber ni comer. Cada día se volvían más débiles y más aislados. Y en el refugio del departamento de Ivanov, en el vestidor de su dormitorio, estaba ese brillante piso de sal. Con un salero. No había ningún pimentero que hiciera juego, y Arkady conjeturó que el salero se hallaba encima del montículo como un pequeño faro, pulsando rayos gamma. Los suicidas mostraban una actitud típica: primero fatiga y después una energía maníaca. Aquí está la silla, ¿dónde está la cuerda? Aquí está la navaja, ¿dónde está la bañera?… ¿Cómo deshacerse de sal radiactiva? Cómela. Cómela con mucho pan. Bájala con agua mineral con gas. ¿Los chillidos del dosímetro? Apágalos. ¿Las hemorragias nasales? Enjúgalas, envuelve el dosímetro en el pañuelo y guárdalo en el cajón de las camisas. La prolijidad es importante, pero apresúrate. El impulso es importante. El estómago quiere arrojar lo que le diste de comer. Abre la ventana. Ahora toma el salero, sube alto, por encima del mundo, las cortinas ondeando, y fija la vista en el brillante horizonte. Morir es más fácil si ya estás muerto.


    9


    La lluvia matinal caía sobre el Club Náutico de Chernobil, un muelle destartalado sobre el río Pripyat. Se habían caído varios tablones, por lo que Arkady y Vanko debieron cruzar por una suerte de tablero de damas resbaladizo, cargando el bote de aluminio que Arkady le alquiló por ese día a Vanko. Éste se había ofrecido, por una botella extra de vodka, a acompañarlo y señalarle alguno que otro sitio donde pescar, pero Arkady no tenía ninguna intención de pescar. Había pedido prestada una caña sólo para guardar las apariencias.

    —¿Eso es todo lo que llevas? — preguntó Vanko—. ¿Sin carnada?
    —Sin carnada.
    —Con una lluvia ligera como ésta puede haber buena pesca.

    Arkady cambió de tema.

    —¿De veras había un club náutico acá?
    —Veleros. Después del accidente se fueron. Ahora se vendieron todos a gente rica del mar Negro —la idea parecía deleitarle.

    Flotaban vapores en torno a unos barcos comerciales y de excursión hundidos o encallados, oxidados en tonos que iban del blanco al rojo. Al parecer una explosión había levantado del agua transbordadores, dragas, barcazas carboneras, cargueros fluviales para depositarlos al azar a lo largo de la orilla del río. Al final del muelle había un portón con candado y carteles que decían: "¡ALTA RADIACIÓN!", "PROHIBIDO NADAR" Y "PROHIBIDO BUCEAR". En conjunto eran redundantes, le pareció a Arkady.

    —Eva vive allá, en una cabaña —Vanko señaló al otro lado del puente, hacia un edificio de departamentos—. Bastante lejos. Nunca la encontrarías.
    —Te creo.

    Vanko tenía la llave del candado del bote; ayudó a Arkady a pasar la embarcación por encima de una esclusa y un puente en el brazo norte del río. Arkady ya había observado que Vanko, con su aire impasible y su flequillo semejante al mechón de pelo de un ternero, parecía tener llaves de todo, como si fuera el guardián de la ciudad.

    —En otros tiempos Chernobil fue un puerto con mucho movimiento. Había una intensa actividad comercial arriba y abajo del río cuando teníamos a los judíos.

    Arkady pensó que las conversaciones con Vanko a veces eran un poco incoherentes.

    —¿Entonces acá no ha habido judíos desde la guerra? ¿Desde los alemanes?

    Bajaron al agua. Vanko echó el bote al agua y lo sujetó por el timón.

    —Algo así.

    Mientras se hacía cargo de los remos, Arkady echó una última mirada a los carteles de advertencia.

    —¿El río es muy radiactivo?

    Vanko se encogió de hombros.

    —El agua acumula radiación en una proporción mil veces mayor que la tierra.
    —Ah.
    —Pero se va al fondo.
    —Ah.
    —Así que evita comer mariscos —Vanko seguía sujetando el bote—. Ahora que me acuerdo: esta noche estás invitado a cenar con los viejos. ¿Recuerdas a Roman y María, de la aldea?
    —Sí.

    La anciana de los ojos azul intenso y el anciano de la vaca.

    —¿Puedes venir?
    —Por supuesto —cena en una aldea negra. ¿Quién podía negarse?

    Vanko se mostró complacido. Dio un empujón. Arkady deslizó los remos en los escalamos y dio una primera palada larga, luego otra, y el bote comenzó a avanzar por la mansa corriente del Pripyat.

    Estaba allí porque el Plomero había cumplido su promesa y llamado por la mañana para darle instrucciones: Arkady debía ir solo, en un bote de remo, al medio del estanque de refrigeración situado detrás de la planta de energía de Chernobil y llevar el dinero.

    La ropa camuflada y la gorra que vestía el detective eran razonablemente resistentes al agua, y una vez que empezó a remar con un ritmo de paladas parejas, pronto alejó la embarcación de las naves zozobradas y los embarcaderos deteriorados. Sumergió la mano. El agua era vidriosa, marrón por las turberas que había río arriba, salpicada por la lluvia suave. La tierra que se extendía más adelante era baja, atravesada por la multitud de canales de un antiguo río y matizada con pinos y sauces. Habla cuatro kilómetros contra la corriente desde el muelle del club náutico hasta las cercanías del estanque de refrigeración. Arkady miró el reloj. Tenía dos horas para recorrer toda esa distancia, pero suponía que, si llegaba un poco tarde, por cien dólares el Plomero esperaría.

    No llevaba el dinero, pero no podía perderse la oportunidad de hacer contacto. De hecho, pensaba que su falta de dinero podría significar su salvoconducto si el único interés del Plomero era robarle.

    Desde las orillas del río se alzaba una bruma que envolvía los abedules y flotaba libre. Las ranas se arrojaban al agua buscando refugio. Arkady descubrió que la disciplina del remo llevaba a un estado como de trance que iba dejando atrás los remolinos de las paladas. Cruzó el agua un cisne, una aparición blanca que se dignó volver la cabeza hacia Arkady. Como habría dicho Vanko, existían peores maneras de pasar un día.

    Por momentos el río se encenagaba y ensanchaba, por momentos se estrechaba hasta convertirse en un túnel de árboles; durante casi todo el tiempo Arkady se preguntaba qué estaba haciendo. No estaba en Moscú; ni siquiera estaba en Rusia. Estaba en una tierra donde no se echaba de menos a los rusos. Donde un ruso muerto se conservaba en hielo durante semanas. Donde una aldea negra era un lugar perfecto para una cena.

    Una hora después, había caído en un ritmo tan intenso que demoró un momento en reaccionar a una multitud de carteles de radiación plantados en una playa de arena. Su blanco. Cobró velocidad, dirigió el bote hacia la playa y bajó de un salto. Luego se dirigió, arrastrando el bote, por una vía que separaba el río de la reserva artificial del estanque de refrigeración. El estanque medía doce kilómetros de largo y tres de ancho; se necesitaba mucha agua para enfriar cuatro reactores nucleares. Cuando la planta se hallaba activa —cuando en Chernobil había cuatro reactores en funcionamiento y dos más en construcción— el agua circulaba constantemente por el estanque, alrededor de las plantas de energía, en una cuadrícula de canales, y salía por una tubería de descarga para volver al estanque. En ese momento era un bloque de agua negra como el granito, envuelta en niebla.

    Se veía un camino elevado bloqueado por una alambrada, inclinada hacia un lado como diciendo: "Venga por aquí". Los árboles nuevos habían levantado las losas de cemento que formaban las paredes del estanque; en un punto una camisa roja atada a un árbol marcaba dónde se habían desplazado las losas que, en su estado de abandono, servían de escalones para bajar al agua. Arkady miró el medidor, que sonaba con creciente interés; luego bajó el bote a la superficie del agua y lo empujó al tiempo que subía.

    Con buen tiempo el estanque podría haber sido un estratégico lugar de encuentro. Con binoculares, el Plomero podría haberse asegurado de que Arkady se hallaba solo, en un bote de remo y lejos de toda ayuda. Sin duda el Plomero tendría la ventaja de una embarcación con motor fuera de borda. Cualquiera fuese el plan, a Arkady no le gustaba acercarse de espaldas, agachado sobre los remos. Y llovía más fuerte; la visibilidad se había reducido a cien metros y seguía disminuyendo. La gente cometía errores cuando no podía ver con claridad; malinterpretaba lo que veía, o veía cosas que no estaban. ¿Qué sabía él del Plomero? La breve conversación telefónica sugería que no era un profesional experimentado, sino más bien un ucraniano cuarentón, desaliñado, con dientes mal arreglados. Probablemente vivía en Pripyat y, a juzgar por la elección del lugar del encuentro, debía de haber trabajado en la planta de energía. Un trapero, más que un cazador furtivo, un hombre que llevaría un martillo en vez de un arma de fuego, si es que eso resultaba de algún consuelo.

    Arkady mantuvo la vista fija en el camino elevado para orientarse y miró la hora para calcular cuánto había avanzado. Por un momento le pareció captar, más adelante, la vibración de un motor fuera de borda bajo la lluvia, pero lo cierto es que no podía asegurar de dónde provenía o si en realidad la había escuchado. Lo único que oía con certeza eran sus remos en el agua.

    Había remado durante más de media hora a lo largo del camino elevado cuando vio, por encima el hombro, dos chimeneas rojas y blancas suspendidas en la niebla. La bruma se tornaba cada vez más densa, pero no antes de que encontrara otra referencia, directamente hacia las columnas de los reactores. Remó y avanzó hasta hallar otro punto de orientación, y remó y avanzó de nuevo. Tal vez fuera a dar resultado, no más. El Plomero aparecería en su lancha, y los dos hablarían.

    Arkady continuó hasta una altura que calculó sería más o menos la mitad del estanque y esperó, haciendo girar el bote cada uno o dos minutos, para ver en todas las direcciones. Percibía barcas a lo lejos, en la periferia, pero no se aproximaba ni una sola. Pasaron diez minutos. Veinte. Treinta. Para entonces deseaba tener un cigarrillo, húmedo o no.

    Estaba por marcharse cuando oyó un ruido metálico y vio un bote vacío que salía de la lluvia a la deriva. Era de aluminio, como el de él, con un pequeño motor fuera de borda sujeto a la popa y una cadena balanceándose en la proa. El motor estaba apagado. Una botella vacía de vodka rodó hacia adelante cuando Arkady detuvo la embarcación. No había nada más, ni siquiera una colilla de cigarrillo, ni una caña de pescar, ni un remo.

    Ató el bote vacío a la parte trasera del suyo y empezó a remar hacia otra embarcación que vio del lado del estanque más cercano al reactor. No podía imaginar por qué alguien, aparte del Plomero o Vanko, podía estar afuera con tan mal tiempo, pero tal vez el ocupante del otro bote había enviado a alguien o sabía de quién era el bote. Remolcarlo era difícil; a cada tirón chocaba con el de Arkady y producía el mismo sonido que un tambor al darle un ligero puntapié: el aplauso perfecto para un día desperdiciado.

    En el bote más cercano, a cincuenta metros de distancia, había dos hombres; cada diez metros la lluvia caía con más fuerza, enturbiando la vista de la embarcación a medida que se aproximaba. Los Woropay. Dymtrus de pie y Taras sentado, toda su atención fija en el agua que los rodeaba, hasta que Dymtrus se arrodilló y sacó un cuerpo del agua. Era una mujer de cabello largo, negro. La piel gris indicaba una larga inmersión, pero era fina y delicada; tenía la cara discretamente vuelta a un lado, un vestido se le adhería a los brazos y a la espalda. Permaneció inmóvil un momento, y al siguiente se retorció y casi dio vuelta el bote.

    Taras se apoyó en la borda para estabilizar la embarcación. Vio a Arkady a través de la lluvia y gritó:

    —A ella le gusta pelear.

    Arkady había dejado de remar. La mujer había desaparecido, reemplazada por un bagre que pesaba por lo menos sesenta kilos, un monstruo resbaladizo, sin escamas, que se retorcía para un lado y para el otro y volvía hacia Arkady su cara roma y sus ojos gelatinosos. Unos bigotes orientales le salían de los labios. Algo que parecía un encaje empapado cayó al agua.

    —¿Lo recogieron con la red? — preguntó Arkady.
    —Son demasiado pesados para sacarlos de otra manera —respondió Dymtrus.
    —Gigantes de Chornobil —dijo Taras—. Mutantes. Brillan en la oscuridad.
    —Entonces no los pesquen —Arkady observó que los Woropay llevaban armas. Supo que tenía suerte de que no estuvieran pescando con granadas—. Suéltenlo.

    Dymtrus abrió los brazos. El pez cayó con gran ruido en el agua, remolineó hasta la superficie, y luego se hundió pesadamente y se perdió de vista.

    —Relájese. Es sólo para divertimos. Hay peces más grandes por acá.

    Taras dijo:

    —El doble de grandes.

    Los hermanos mostraban sonrisas fIáccidas, calculadoras.

    —No los comeríamos —dijo Dymtrus—. Están cargados de toda clase de mierda radiactiva.
    —No estamos locos.

    Arkady sintió que su pulso comenzaba a tranquilizarse. Señaló la embarcación vacía.

    —Estoy buscando al hombre que vino en ese bote.

    Los Woropay se encogieron de hombros y preguntaron cómo sabía Arkady que había habido alguien en el bote. La gente escondía embarcaciones alrededor del estanque de refrigeración. Podría haberlo llevado el viento. ¿Y desde cuándo ellos aceptaban órdenes de los malditos rusos? Y, además, tal vez le viniera bien un maldito motor fuera de borda. Hicieron ese último comentario demasiado tarde, después de que Arkady había cambiado de embarcación, vuelto a atar los cabos y se marchaba, a motor, remolcando el bote de Vanko hacia una borrasca que ahogaba toda idea de persecución.

    Volvió a cambiar de bote en el camino elevado para llevar el de Vanko corriente abajo. Al menos, esta vez iría a favor de la corriente. Pasó una cigüeña de pico rojo afilado como una bayoneta y alas blancas bordeadas de negro; luego vio otra, que chapoteaba en cámara lenta a lo largo de la orilla del río, acechando concienzudamente a una víctima. Las calles de Chernobil se hallaban vacías, pero el río estaba lleno de vida. O de asesinatos, que a veces era lo mismo.

    Cuando empezó a remar, sin embargo, la bruma se despejó lo suficiente para permitirle distinguir los edificios de departamentos de Pripyat, que se elevaban como lápidas gigantes. ¿Oksana Katamay no había dicho que su edificio en Pripyat daba a la estación y el río? Hizo girar el bote para cambiar de rumbo.

    El departamento de Katamay no resultó difícil de encontrar. Oksana le había dado la dirección, y aunque quedaba en el octavo piso, las escaleras se halIaban libres de los desperdicios habituales. La puerta estaba abierta y la vista desde la sala abarcaba la estación de energía, el río, los cauces oscuros de antiguos cursos fluviales y bancos de niebla vaporosa. Arkady podía imaginarse a Oleksander Katamay, Jefe de Construcción, erguido como un coloso ante semejante panorama.

    La familia debía de haber regresado a escondidas a retirar cosas que no habían podido lIevarse durante la evacuación. La pared, ahora desnuda, antes se hallaba cubierta por un tapiz. En aquellos estantes vacíos había habido libros o una colección de animales embalsamados. En general, no obstante, la familia había sido selectiva, y Arkady tuvo la impresión de que traperos y ocupas sabían que debían dejar en paz el departamento de Katamay. El sofá y las sillas seguían en el salón; los cables y las cañerías aún parecían intactos. Alguien había vaciado la heladera, arreglado con cinta adhesiva una ventana rota, tendido las camas, fregado la bañera. El lugar lucía casi habitable, salvo la radiación.

    Uno de los dormitorios era del abuelo —adivinó Arkady—¡ donde sólo había unos baldes de líquido antigrasa para taxidermia y costras de adhesivo. Un segundo dormitorio estaba decorado con Caritas Felices, fotos de estrellas de cine y pósters de jóvenes gimnastas cayendo en una colchoneta con energía frenética. Saltaban nombres del pasado: Abba, Korbut, Comaneci. En la cama, juguetes de peluche. Arkady pasó un dosímetro sobre un león, que produjo Un pequeño rugido.

    La habitación de Karel quedaba al final del pasillo. Debía de tener ocho años en el momento del accidente, pero ya le gustaba disparar. Se veían, pegados en las paredes, blancos de papel agujereados en el centro, junto con una selección de pósters de músicos de heavy metal con la cara pintada. En los estantes se alineaban tanques del Ejército Rojo, aviones de combate, dientes de tiburón y dinosaurios. Apoyado en un rincón, un esquí roto. De un pilar de la cama colgaban cintas y medallas de una variedad de deportes: hockey, fútbol, natación. Pegada con cinta encima de la cama había una fotografía de Karel en un parque de diversiones con su hermana mayor, Oksana; ella no tendría más de trece años, y lucía una cabellera negra, lacia, hasta la cintura. También había fotos de Karel pescando con el abuelo y posando con una pelota de fútbol y dos hoscos compañeros de equipo, los proto—Woropay. Quedaban unos cuadrados de pintura descascarada donde había cedido la cinta adhesiva. Bajo la cama Arkady encontró las fotos caídas: una fotografía del equipo de fútbol Dynamo de Kiev; el gran Fetisov, jugador de hockey sobre hielo; Mohamed AIi, y, por último, una instantánea de Karel con los puños levantados, con un boxeador. El muchacho vestía pantalones cortos, como un boxeador de verdad. El boxeador llevaba pantalones cortos y guantes. Tendría entonces unos dieciocho años; un muchacho flaco, de hombros caídos, blanco como un jabón. Su autógrafo cruzaba la fotografía: "A mi buen amigo KareI. Ojalá siempre seamos compañeros. Anton Obodovsky".

    Roman presentó a Arkady un cerdo que se frotó con exquisito placer contra los tablones de su chiquero cuando el viejo le echó unos desperdicios.

    —Oink, oink —dijo Roman—, oink, oink —sus mejillas se tiñeron de rojo manzana, por los rayos del sol poniente y por su orgullo de propietario. Era posible que Roman hubiera tomado un traguito antes de que llegara Arkady. Alex y Vanko seguían de cerca al detective. La lluvia había cesado pero en la granja el barro llegaba hasta los tobillos. La escena le recordó las antiguas inspecciones oficiales soviéticas: "Secretario del Partido visita granja colectiva y promete más fertilizante"—. Oink, oink —dijo Roman, el alma del ingenio. Parecía encantado de dirigir ese recorrido sin la asistencia de su esposa—. Los rusos crían cerdos para comer la carne; nosotros, para comer la grasa. Pero a Sumo lo estamos guardando. ¿No, Sumo?
    —¿Para qué? — preguntó Arkady.

    Roman se llevó un dedo a los labios y guiñó un ojo. Un secreto. Lo cual le pareció a Arkady algo muy apropiado para un residente ilegal en la Zona. Roman los condujo hasta un gallinero. En la frescura que había traído la lluvia, Arkady sintió el calor de las gallinas que empollaban. El viejo le mostró cómo cerraba la puerta atándola con un alambre.

    —Los zorros son muy astutos.
    —Tal vez debería tener un perro —sugirió Arkady.
    —A los perros se los comen los lobos —tal parecía ser el consenso en la aldea, pensó Arkady. Roman meneó la cabeza como si hubiera pensado mucho en el tema—. Los lobos se comen a los perros. Los lobos persiguen a los perros porque los consideran traidores. Si usted lo piensa, los perros son perros sólo a causa de los humanos; de lo contrario serían todos lobos, ¿correcto? ¿Y dónde estaremos cuando todos los perros hayan desaparecido? Será el fin de la civilización —abrió un granero que contenía una colección de palas y azadas, rastrillos y guadañas, una piedra de afilar, una polea que colgaba de una viga y cajones de papas y remolachas—. ¿Conoce a Lydia?
    —¿La vaca? Sí, gracias.

    Un par de ojos enormes en las profundidades de un establo imploraron al grupo que la dejaran masticar en paz. Lo cual le recordó a Arkady las palabras del capitán Marchenko cuando lo alertó de la posibilidad de que hubiera un cuerpo flotando en el estanque de refrigeración. El capitán contestó que un bote suelto no era razón suficiente para salir de una oficina seca, y que el estanque era una extensión demasiado grande de agua para ir a buscar algo allí, bajo la lluvia o en la oscuridad. Aparte de la botella de vodka vacía, ¿había sangre en el bote? ¿Señales de lucha? De profesional a profesional, ¿aquello no le parecía una pérdida de tiempo?

    Roman llevó afuera a sus invitados, pasando por un pequeño cobertizo tan repleto de leña que no se podría haber agregado una sola rama más. Arkady sospechó que, incluso estando tan borracho que no podía mantenerse en pie, Roman era capaz de apilar leña Con extremo cuidado. Roman les indicó un huerto e identificó cerezas, peras, ciruelas y manzanas.

    Arkady le preguntó a Alex:

    —¿Has recorrido el terreno con un dosímetro?
    —¿Para qué? La pareja tiene más de ochenta años, y para ellos la comida que cultivan tiene mejor sabor que morirse de hambre en la ciudad. Esto es el paraíso. Un Edén envenenado, pero Edén de todos modos.

    Tal vez, pensó Arkady. La casa de Roman y María era de un azul oscuro; tenía ventanas con marcos tallados y una esquina descansaba, al estilo rural, sobre un tocón de árbol. Brillaba entre casas abandonadas, tan negras como si las hubieran quemado, Con graneros en ruinas y árboles frutales cubiertos de zarzas. Un sendero de tierra llevaba de la casa al centro de la aldea; otro subía hacia la cerca de hierro forjado y las cruces del cementerio. La casa se hallaba entre los dos puntos que unían la vida y la muerte de los campesinos.

    El interior constaba de una sola habitación: una combinación de cocina, dormitorio y sala, centrada en torno a una cocina de ladrillo pintada a la cal que calentaba la casa, cocía la comida, horneaba el pan, y —¡el genio campesino!— en las noches muy frías permitía dormir directamente sobre el horno. Lámparas y velas iluminaban paredes cubiertas de telas bordadas, tapices de escenas del bosque, fotos familiares y calendarios con fotografías, coleccionados a lo largo de los años. Fotos enmarcadas de Roman y María más jóvenes, él con delantal de goma, ella sosteniendo una enorme ristra de ajo, junto a un grupo que debían de ser su hijo y la familia de éste, una esposa apocada y una niña delgada de unos cuatro años. Una foto individual de la niña la mostraba acaso un año mayor, con sombrero para el sol junto a un cartel oxidado que decía: "CLUB LA HABANA".

    A María se la veía tan reluciente que bien podrían haberla lustrado para la ocasión. Llevaba una falda y un delantal bordados, un chal con borlas y, por supuesto, sus brillantes ojos azules y su sonrisa de acero. A pesar de la concurrencia, estaba en todas partes a la vez, poniendo en la mesa recipientes de pepinos, hongos en conserva, pickles en miel, salchichas finas y gordas, ensalada de manzana, repollo con crema agria, pan negro con manteca casera y una fuente de grasa salada que brillaba como alabastro.

    —Ni siquiera pienses en tu dosímetro —le susurró Alex a Arkady.
    —¿Comes acá muy seguido?
    —Cuando me siento con suerte.

    Afuera se oyó el ruido de un automóvil, y un momento después apareció Eva Kazka, con unas flores. También llevaba una bufanda. Parecía ser su estilo.

    —Renko, no sabía que ibas a venir —dijo—. ¿Esto forma parte de tu investigación?
    —No. Es puramente social.
    —Sí, sólo social —Roman dispuso una hilera de vasitos alrededor de una botella de vodka. El grupo había aguantado un largo rato sin vodka, pensó Arkady; Vanko daba la impresión de haberse arrastrado de rodillas hasta un abrevadero. El anfitrión sirvió todos los vasos hasta el tembloroso borde, y María lo miró orgullosa mientras él distribuía cada uno sin perder una sola gota—. ¡Espera! — Roman frotó con aire magistral un fósforo y encendió su vaso como una vela; una llama amarilla bailaba en la superficie del líquido—. Bien. Listo —sopló la llama y levantó el vaso—. Por Rusia y Ucrania. Ojalá descansemos en la misma zanja.

    Arkady tomó un sorbo y carraspeó.

    —No es vodka.
    —Samogon —Alex se enjugó los ojos—. Bebida ilegal destilada a partir de azúcar fermentada, levadura y tal vez una papa. No se consigue nada más puro que esto.
    —¿Es muy puro?
    —Tal vez ochenta por ciento.

    El samogon surtió su efecto: Eva lucía más peligrosa; Vanko, más digno; las orejas de Roman se pusieron rojas, y María refulgía. Se sumieron con solemnidad en la comida mientras Roman servía otra ronda. Arkady encontró en los pickles un sabor fuerte y ácido, quizá con un dejo a estroncio. Roman le preguntó:

    —¿Fue a pescar en el bote de Vanko? ¿Atrapó algo?
    —No, aunque sí vi un pez muy grande. Un gigante de Chernobil, dijo la gente —notó que Vanko le dirigía una sonrisita a Alex—. ¿Sabe algo de ese pez?

    Intervino Eva:

    —¿El bagre? Es una broma de Alex.
    —Un bagre es un bagre —dijo Vanko.
    —No siempre —replicó Alex—. La gente de acá está acostumbrada a los bagres de los canales, que crecen un miserable metro, o dos. Parece que alguien… no podría decir quién… ha importado bagres del Danubio, que crecen hasta alcanzar el tamaño de un camión. Eso sí que es un pez respetable.
    —Es una broma de mal gusto —señaló Eva—. A Alex le gustaría que una peste arrasara Europa y matara a toda la gente, y así tener lugar para sus estúpidos animales.
    —Yo excluido, por supuesto —acotó Alex, y María sonrió. La fiesta parecía haber comenzado bien.
    —¿A la salud de qué brindaremos? — preguntó Roman.
    —Del olvido —sugirió Alex.

    Arkady se hallaba mejor preparado para su segundo samogon, pero aun así dio un paso atrás por el impacto. Eva declaró que se sentía acalorada. Se aflojó la bufanda pero no se la quitó.

    María aconsejó a Arkady que comiera una lonja de grasa.

    —Le engrasará el estómago.
    —La verdad, me siento bastante bien engrasado. ¿Esta foto de la niña junto al club La Habana fue tomada en Cuba?
    —Es la nieta de ellos —comentó Vanko.
    —Se llama María, como yo —dijo María.

    Alex explicó:

    —Todos los años Cuba se lleva niños de Chernobil para someterlos a terapia. Es muy lindo, todo palmeras y playas, salvo que lo último que necesitan esos niños es radiación solar.

    Arkady se dio cuenta de que había producido cierta incomodidad. Roman carraspeó:

    —No nos hemos sentado —comentó—. Eso está mal. Deberíamos sentarnos.

    En una cabaña tan pequeña, había sólo dos sillas, y un banco para dos más. Alex sentó a Eva en su regazo, Arkady se quedó de pie.

    —¿Y cómo va la investigación? — preguntó Alex.
    —A ninguna parte —respondió Arkady—. Nunca he avanzado menos.
    —Me dijiste que no eras un buen investigador—comentó Eva.
    —De modo que, cuando te digo que nunca he avanzado menos, no es poco decir.
    —Y esperamos que no avances nunca —acotó Alex—. Así puedes quedarte con nosotros para siempre.
    —Brindo por eso —dijo Vanko.
    —Ninguno de nosotros avanza —intervino Eva—. Así es este lugar. Nunca curaré a la gente que vive en casas radiactivas. Nunca curaré a los niños con tumores que aparecen después de años de exposición a la radiación. Esto no es un programa médico es un experimento.
    —Es muy deprimente —cortó Alex—. Volvamos al ruso muerto.
    —Por supuesto —repuso Eva, y llenó su vaso.
    —Puedo entender por qué le cortan la garganta a un magnate ruso de los negocios. Lo que no entiendo es por qué hizo todo el viaje hasta esta pequeña aldea para hacérsela cortar —dijo Alex.
    —Me pregunto lo mismo —contestó Arkady.
    —En Moscú debía de haber mucha gente dispuesta a liquidarlo —comentó Alex.
    —Sin duda.
    —Lo protegían guardaespaldas, lo que significa que tuvo que escapar de su propia seguridad para que lo mataran. Tal vez vino acá en busca de protección. ¿De quién? Pero la muerte era inevitable. Era como una cita en Samarra. Adonde fuera, la muerte estaba esperándolo.
    —Alex, deberías ser actor —comentó Vanko.
    —Es un gran actor —afirmó Eva.
    —Eras físico antes de hacerte ecologista —le dijo Arkady—. ¿Por qué cambiaste de profesión?
    —Qué pregunta aburrida. Vanko es cantante —Alex sirvió una ronda para todos—. Ésta es la hora de entretenimiento de la velada. Estamos en un tren nocturno, el samogon es nuestro combustible y Vanko, nuestro ingeniero. Vanko, el escenario es tuyo.

    Vanko cantó una larga canción sobre un cosaco que se había ido a la guerra, sobre su casta esposa y el halcón que les llevaba las cartas hasta que un noble envidioso lo mató de un disparo. Cuando terminó, todos aplaudieron tanto que transpiraron.

    —La historia me resultó de lo más creíble —comentó Alex—. En especial la parte que dice que el amor puede convertirse en desconfianza, la desconfianza en celos y los celos en odio.
    —A veces el amor puede pasar directamente al odio —afirmó Eva—. Investigador Renko, ¿estás casado?
    —No.
    —¿Lo estuviste alguna vez?
    —Sí.
    —Pero ya no. A menudo oímos hablar de lo difícil que es para los investigadores y los detectives de la milicia mantener un buen matrimonio. Se supone que los hombres se vuelven emocionalmente fríos y silenciosos. ¿Ese era tu problema? ¿Que eras frío y silencioso?
    —No. Mi esposa era alérgica a la penicilina. Una enfermera le dio mal una inyección, y murió de shock anafiláctico.
    —Eva —susurró Alex—. Eva, eso fue un gran error.
    —Lo lamento —le dijo ella a Arkady.
    —Yo también —respondió Arkady.

    Dejó al grupo durante un rato. Su cuerpo estaba presente y sonreía en los momentos debidos, pero su mente se hallaba en otra parte. Había conocido a Irina en el estudio Mosfilm, durante una filmación en exteriores. Era la encargada del vestuario, no actriz, y sin embargo cuando el sol iluminaba sus ojos profundos todo lo demás parecía de cartón. No era una relación plácida, pero tampoco fría. No podía ser frío con Irina; hubiese sido igual que tiritar ante una fogata. Cuando la vio en la camilla, muerta, con los ojos tan vacíos, pensó que también su vida había terminado, y sin embargo allí estaba, tantos años después, en la Zona de Exclusión, perdido y tambaleante pero vivo. Miró en torno de la habitación para despejarse la cabeza, y su vista cayó en los íconos que había en un rincón, Cristo a la izquierda, la Madonna a la derecha, ambos enmarcados en paños de ricos bordados e iluminados con velas votivas dispuestas en un estante. El Cristo era en realidad una tarjeta postal, pero la Madre era legítima, una pintura bizantina, en madera, de la Madonna con un manto azul con estrellas doradas, las puntas de los dedos levemente juntas en actitud de plegaria. Se parecía al ícono robado que había visto en el sidecar de la motocicleta. Ese ícono había sido llevado al otro lado de la frontera, a Bielorrusia. ¿Qué estaba haciendo allí?

    —Han llegado los judíos —dijo Vanko.
    —¿Adónde? — preguntó Arkady.
    —A Chernobil. Están en todas partes, caminando por las calles.
    —Gracias, Vanko, nos damos por enterados —contestó Alex.

    Agregó, dirigiéndose a Arkady—: Judíos jasídicos. Hay un rabino famoso enterrado acá. Vienen de visita a rezar. Ahora le toca a María.

    Tras cumplir con las formalidades de la modestia y la protesta, María se irguió en la silla, cerró los ojos y entonó una canción que la transformaba en una muchacha que buscaba a su amante en una cita de medianoche; cantaba en un registro tan alto que los vidrios de las ventanas parecían vibrar como cristales. Cuando terminó, abrió los ojos, mostró una sonrisa de dientes de acero y balanceó los pies con placer. Roman intentó seguir con unas selecciones de violín, pero se rompió una cuerda y quedó fuera de combate.

    —¿Arkady? — invitó Alex.
    —Lo lamento, no tengo habilidades para el entretenimiento.
    —Entonces te toca a ti —se dirigió Alex a Eva.
    —Está bien —se pasó las manos por el pelo como si con ello se lo peinara, fijó los ojos en Alex y comenzó:
    —Acá somos todos borrachosy rameras,

    cuán desgraciados somos juntos…

    El poema era tosco y directo, palabras de Akhmatova, conocidas para Arkady, conocidas para cualquier hombre o mujer instruido de más de treinta años.

    Me he puesto una falda estrecha
    para mostrar mi silueta delgada.
    Las ventanas están bien cerradas.
    ¿Qué se avecina? ¿Tormenta o aguanieve?
    Qué bien conozco tu mirada,
    tus ojos de gato cauteloso.


    Llevó su mirada de Alex a Arkady y vaciló tanto que Alex terminó los últimos versos:

    Oh corazón acongojado, ¿cuánto tiempo
    antes de que doblen las campanas?
    ¡Pero ése que baila allá
    se pudrirá en el infierno!


    Alex acercó la cara de Eva a la suya y se cobró un hondo beso, hasta que ella se separó y le dio una bofetada tan fuerte que hasta Arkady dio un respingo. Eva se puso de pie y se precipitó puertas afuera. Era una fiesta rusa, pensó Arkady. La gente se emborrachaba, confesaba su amor con imprudencia, derramaba sus enconadas antipatías, se ponía histérica, salía corriendo, la arrastraban de nuevo adentro y la revivían con coñac, No era un salón francés.

    Sonó el celular de Arkady.

    —Investigador Renko, tiene que regresar.
    —Un segundo, por favor —Arkady pidió disculpas a María con una seña y salió. No se veía a Eva por ninguna parte, aunque su automóvil seguía allí.

    Olga Andreevna preguntó:

    —Investigador, ¿qué está haciendo todavía en Ucrania? Tendría que estar aquí.
    —Me han destinado acá. Estoy trabajando en un caso.
    —Tendría que estar acá. Zhenya lo necesita.
    —No lo creo. A mí es a quien menos necesita.
    —Se va y se queda en la calle, esperándolo y buscando su automóvil.
    —Tal vez esté esperando un ómnibus.
    —La semana pasada desapareció dos días. Lo encontramos durmiendo en el parque. Háblele.

    Puso a Zhenya al teléfono antes de que Arkady pudiera cortar.

    O al menos supuso que Zhenya estaba allí; lo único que oía era silencio.

    —Hola, Zhenya. ¿Cómo estás? Me han dicho que has estado preocupando a la gente del refugio. Por favor, no lo hagas —hizo una pausa, por si el niño quería responder algo—. Bueno, supongo que eso es todo, Zhenya.

    No estaba de humor ni en condiciones de mantener otra conversación unilateral con el gnomo de jardín. Aspiró una bocanada de aire fresco y contempló las nubes que cubrían la luna, sumiendo por momentos en sombras la casa. Oyó que la vaca se movía en el establo, y el chasquido de una ramita al quebrarse, y se preguntó si sería una de esas noches en que salen los lobos.

    —¿Todavía estás ahí? — preguntó Arkady. No hubo respuesta; nunca había respuesta—. Conocí a Baba Yaga. La verdad, estoy en la puerta de su casa en este mismo momento. No puedo decirte si su cerca es de huesos, pero con seguridad que tiene los dientes de metal. — Arkady oyó, o le pareció oír, un signo de atención del otro lado.— Todavía no he visto su perro ni su gato, pero tiene una vaca invisible, que debe ser invisible a causa de los lobos. Tal vez los lobos vinieron de otro cuento, pero están acá. Y una serpiente marina. En su estanque la bruja tiene una serpiente marina grande como una ballena, con bigotes largos. Vi cómo la serpiente marina se tragaba entero a un hombre —se oyó un movimiento inconfundible del otro lado. Arkady trató de recordar otros detalles del cuento—. La casa es muy extraña. Sin la menor duda, se sostiene sobre patas de gallina. En este instante está girando con lentitud. Voy a bajarla voz, por si me oye. No vi el peine mágico, ése que puede convertirse en bosque, pero sí vi un huerto de frutas venenosas. Todas las casas de alrededor están quemadas y llenas de fantasmas. Te llamaré dentro de dos días. Mientras tanto, es importante que te quedes en el refugio y estudies y, tal vez, te hagas amigo de alguien, por si necesitamos ayuda. Ahora tengo que cortar, antes de que se den cuenta de mi ausencia. Déjame decirle unas palabras a la directora.

    Hubo un pase del teléfono y volvió Olga Andreevna.

    —¿Qué le dijo? Se lo ve mucho mejor.
    —Le dije que es un ciudadano de la orgullosa Nueva Rusia y que debería portarse como tal.
    —Sí, claro. Bueno, no importa lo que le haya dicho, surtió efecto. ¿Viene pronto a Moscú? Sin duda acá tiene un trabajo que cumplir.
    —Todavía no. Llamaré en dos días. Buenas noches, Olga Andreevna.

    Mientras Arkady guardaba el celular, Eva salió de la huerta, aplaudiendo en silencio.

    —¿Tu hijo? — preguntó.
    —No.
    —¿Un sobrino?
    —No. Sólo un niño.

    Ella se acomodó como un gato.

    —¡Baba Yaga! Vaya cuento. Así que sabes entretener, después de todo.
    —Creí que te ibas.
    —Todavía no. ¿Así que ahora no estás con nadie? ¿Una mujer?
    —No. Y tú… ¿tú y Alex están casados, separados o divorciados?
    —Divorciados. ¿No es obvio?
    —Me pareció detectar algo.
    —Los restos de un antiguo desastre, el cráter de una bomba; eso es lo que detectas —la luz de la ventana que la iluminaba era acuosa, y el estampado del lino tornaba más oscuros sus ojos—. Todavía lo quiero. No de la manera en que tú amabas a tu esposa. Me doy cuenta de que tuviste uno de esos romances grandes y fieles. Nosotros no. Nosotros éramos más… melodramáticos, digamos. Ninguno de los dos estaba ileso. No puedes vivir en la Zona si no cargas con un poco de sufrimiento. ¿Cuánto más piensas quedarte?
    —No tengo idea. Creo que al fiscal le gustaría abandonaren acá para siempre.
    —¿Hasta que hayas sufrido?
    —Por lo menos.

    Lo que resultaba perturbador en Eva Kazka era su combinación de ferocidad y, como ella había dicho, sufrimiento. ¿Había estado en Chernobil y además en Chechenia? Tal vez el sufrimiento fuera su entorno. Su sonrisa sugería que le estaba dando una segunda oportunidad de decir algo interesante o profundo, pero a Arkady no se le ocurrió nada. Había gastado su imaginación en Baba Yaga.

    Se abrió la puerta. Alex se asomó para decir:

    —Me toca a mí.
    —Quizá nuestro amigo Arkady no sepa todos los hechos. Los hechos son importantes. Los hechos son algo que no hay que dejar de lado.
    —Estás borracho —dijo Eva.
    —De más está decirlo. Arkady, ¿te gusta la comedia?
    —Si es graciosa…
    —Por supuesto. Esto es una comedia rusa —siguió Alex—. Comedia con samogon.

    María abrió otra botella, que liberó el olor nauseabundo del azúcar fermentado, y fue de invitado en invitado volviendo a llenar los vasos.

    —26 de abril de 1986. Escenario: la sala de control del Reactor Cuatro. Los actores: los empleados del turno noche, quince técnicos e ingenieros que deciden hacer un experimento, ver si el reactor puede reiniciarse si se corta toda la energía externa de la maquinaria. El experimento ya se ha hecho antes, con los sistemas de seguridad en funcionamiento. Esta vez quieren ser más realistas. Pero derrotar el sistema de seguridad de un reactor nuclear no es tarea sencilla. Exige aplicación esmerada. Tienes que desconectar el sistema de refrigeración del núcleo de emergencia y cerrar y asegurar las válvulas —Alex se paseaba con pasos rápidos de un lado a otro, como cerrando unas llaves imaginarias—. Apagar el control automático, bloquear el control de vapor, anular las configuraciones reestablecidas, apagar los dispositivos de protección y neutralizar los generadores de emergencia. Después, sacar las barras de grafito del núcleo mediante control remoto. Esto es como montar un tigre; es divertido. Hay ciento veinte barras en total, un mínimo de treinta que deben insertarse en todo momento, porque éste era un reactor soviético, un modelo militar un poco inestable en bajo nivel de eficiencia, un hecho que, por desgracia, era un secreto de Estado. Después la energía se fue a pique.
    —¿Cuándo empieza a ponerse cómica la historia? — preguntó Eva.
    —Ya es cómica, pero después se pone más cómica todavía. Imagina la confusión de los técnicos. Están, paso a paso, preparándose para un pequeño experimento nocturno, y la eficiencia del reactor empieza a bajar, y el núcleo se inunda de xenón radiactivo y yodo e hidrógeno y oxígeno combustibles. Y de algún modo han perdido la cuenta… ¡perdido la cuenta!… y sacado todas menos dieciocho barras de control del núcleo, doce por debajo del límite. Incluso así, todavía queda un paso desastroso que dar. Pueden volver a poner las barras, encender los sistemas de seguridad y desconectar el reactor. Aún no han apagado las válvulas de turbina e iniciado el experimento en sí. No han apretado el último botón.

    Alex hizo una mímica de vacilación.

    —Hagamos una pausa para considerar qué es lo que está en juego. Hay una bonificación mensual y una más el Día de los Trabajadores. Si hacen la prueba con éxito, es muy probable que obtengan ascensos y premios. Por otro lado, si desconectan el reactor, casi con seguridad tendrán que responder por ello y atenerse las consecuencias. En suma: bonificaciones o desastre. Así que, como buenos soviéticos, siguen adelante, agarrándose las bolas.

    Alex oprimió el botón.

    —En un segundo el líquido refrigerante empieza a hervir. El recinto del reactor comienza a retumbar. Un ingeniero oprime el interruptor de emergencia de las barras de control, pero los conductos de las barras en el reactor se funden, las barras se traban y el hidrógeno supercalentado estalla y sale por el techo, lanzando al aire el núcleo del reactor, grafito y brea ardiente. Sobre el edificio se forma una bola de fuego negra, y un rayo azul de luz ionizada sale disparado del núcleo abierto como una bala. Vuelan cincuenta toneladas de combustible radiactivo, equivalentes a cincuenta bombas de Hiroshima. Pero la farsa continúa. Los cabezas imperturbables de la sala de control se niegan a creer que han hecho algo mal. Envían a un hombre a revisar el núcleo. El hombre vuelve, con la piel negra de la radiación, como quien ha visto el sol, e informa que el núcleo ya no existe. Como éste no era un informe aceptable, sacrifican a un segundo hombre, que vuelve en el mismo estado fatal.

    En ese momento, por supuesto, los individuos de la sala de control enfrentan la mayor prueba de todas: la llamada a Moscú.

    Alex levantó su vaso de samogon.

    —¿Y qué dicen nuestros héroes cuando Moscú pregunta cómo está el núcleo del reactor? Responden: "El núcleo está bien, nada de que preocuparse, el núcleo está completamente intacto". Moscú se alivia. Ése es el remate del chiste: "Nada de que preocuparse". Y éste es mi brindis: "Por el futuro, ¡una Zona que abarque todo el mundo!". ¿Nadie bebe?

    Roman y María estaban como aturdidos, sin ánimos, sentados con los pies colgando a poca distancia del piso. Vanko miraba hacia otro lado. Eva apretaba los puños contra la boca; luego se puso de pie y le dio un puñetazo a Alex, no una bofetada como un rato antes, sino un golpe sólido en el pecho. Arkady la apartó. Por un momento nadie se movió, como marionetas fláccidas, hasta que Eva volvió a marcharse corriendo. Esta vez Arkady oyó el motor de su automóvil al ponerse en marcha.

    Se derramó el vaso de Alex. Volvió a llenarlo y lo alzó una segunda vez.

    —Bueno, a mí me pareció muy divertido.


    10


    En general, los cuerpos de los muertos recientes flotan cabeza abajo en el agua, los brazos y piernas flojos un poco sumergidos. Éste, sin embargo, se hallaba suspendido contra las barras de la ensenada que llevaba agua del estanque de refrigeración a los estanques más pequeños de la estación. Todavía se necesitaba agua de emergencia; los reactores, llenos de combustible, más que inutilizados estaban en estado de hibernación.

    Dos hombres con arpones trataban de acercar el cuerpo sin caerse al agua. El capitán Marchenko observaba desde la pared del estanque con un grupo de oficiales de la milicia inútiles pero curiosos, los hermanos Woropay al frente. Eva Kazka permanecía de pie junto a su automóvil, lo más lejos posible de la operación. Arkady notó que lucía, de ser posible, más salvaje y desarreglada que de costumbre. Lo más probable era que se hubiera ido a su casa y caído en un estupor de samogon. Por su parte, daba la impresión de estar sacando la misma conclusión con respecto a él.

    Cuando Marchenko se acercó a Arkady, emergió de la superficie del agua una sombra que mostró una cabeza gris y brillante, de labios gomosos, luego volvió a deslizarse hacia el fondo para agitarse con otros bagres, aún más grandes.

    El capitán dijo:

    —Tomando en cuenta el mal tiempo que hizo ayer y las dimensiones del estanque de refrigeración, creo que estarás de acuerdo en que es prudente esperar antes de buscar un cuerpo. Por la forma en que circula el agua de los estanques, todo termina acá, en la ensenada. Ahora el asunto está en nuestras manos.
    —Y ya son las diez de la mañana de un día después.
    —Un pescador se cae del bote y se ahoga; en realidad no importa si lo encuentras un día o el siguiente.
    —Como el árbol que cae en el bosque: ¿hace ruido?
    —En el bosque se caen muchos árboles. Son lo que se dice muertes accidentales.

    Arkady preguntó:

    —¿La doctora Kazka es la única médica disponible?
    —No podemos traer a los médicos de la estación. Lo único que tiene que hacer la doctora Kazka es firmar un certificado de defunción.
    —¿No podrían llamar a un patólogo?
    —Dicen que Kazka estuvo en Chechenia. Si es así, ha visto muchos cadáveres.

    Eva Kazka sacó un cigarrillo. Arkady nunca había visto a una persona más nerviosa.

    —A propósito, quería preguntarte… ¿Llegaste a averiguar de quién era el ícono que vimos que habían robado el otro día?
    —Sí. Pertenecía a una pareja de ancianos, los Panasenko. De los que volvieron acá. La milicia lleva un registro. Entiendo que era un ícono precioso.
    —Sí.

    De modo que un ladrón en motocicleta había robado el ícono de Roman y María Panasenko, un delito registrado oficialmente, y sin embargo el ícono había vuelto a su rincón en la cabaña de los Panasenko. Lo cual, para Arkady, era lo contrario de un árbol que cae sin hacer ruido.

    Desde la ensenada se veían las torres de enfriamiento a medio construir, que semejaban, con las malezas que crecían abajo y alrededor, los templos de una civilización inescrutable. Las torres estaban destinadas a los proyectados reactores Cinco y Seis. Ahora la energía se desviaba, como un hilo, para mantener activos las lámparas eléctricas y los medidores.

    Se alzó una aclamación celebratoria cuando al fin engancharon el cuerpo. Mientras lo levantaban, chorreaba agua de los pantalones y las mangas.

    —¿No tienen un hule o un plástico para poner el cuerpo? — le preguntó Arkady a Marchenko.
    —Esto no es la investigación de un asesinato en Moscú. Es un borracho muerto en Chernobil. Hay una diferencia —Marchenko ladeó la cabeza—. No seas tímido, échale un vistazo.

    Los hombres del capitán se apartaron, malhumorados, para darle paso a Arkady; los Woropay sonrieron con sorna por el grabador que el investigador llevaba en la mano.

    —Habla —dijo Marchenko—. Todos podemos aprender.
    —Retirado del agua en la ensenada de la planta de energía nuclear de Chernobil a las 10: 15 horas del 10 de junio. Hombre, en apariencia de unos sesenta años, dos metros de estatura, vestido con chaqueta de cuero, pantalones azules de trabajo y borceguíes —de hecho, un hombre feo, de rasgos gruesos, blanqueados por la inmersión, dientes marrones desparejos, ropa empapada como una sábana mojada—. Las extremidades están rígidas y muestran rigor mortis. Sin anillo de casado —brazos y piernas mirando al cielo, los dedos abiertos—. Cabello castaño —Arkady le levantó un párpado—. Ojos pardos. Ojo izquierdo dilatado. Totalmente vestido; el cuerpo no presenta tatuajes, lunares ni otras marcas de identificación. No se observan señales evidentes de abrasiones o contusiones. Continuaremos en la autopsia.
    —No habrá autopsia —comentó Marchenko.
    —Lo conocemos —dijo Dymtrus Woropay.
    —Es Boris Hulak —aclaró Taras—. Saca cosas de la basura y pesca. Vivía como ocupa en departamentos de Pripyat, siempre se mudaba de un lugar a otro.
    —¿Tienen guantes de látex? — preguntó Arkady.
    —¿Tienes miedo de mojarte las manos? — replicó Marchenko. Tras una seña del capitán, los Woropay abrieron la chaqueta del muerto y le sacaron los documentos.

    Marchenko los leyó:

    —Boris Petrovich Hulak, nacido en 1949, residente en Kiev, de ocupación maquinista. Con la foto —la misma cara fea, pero ceñuda y viva. Ese hombre era el Plomero, Arkady estaba seguro. Marchenko le pasó los documentos—. Es todo lo que necesitas saber. Un parásito social que se cayó del bote y se ahogó.
    —Le revisaremos los pulmones, a ver si contienen agua —dijo Arkady.
    —Estaba pescando.
    —¿Dónde está la caña?
    —Pescó un bagre. Había consumido una botella entera de vodka, estaba de pie en el bote, un bagre más grande que él le arrancó la caña de las manos, perdió el equilibrio y cayó al agua. No habrá autopsia.
    —Tal vez la botella estaba vacía de entrada. No podemos suponer que estaba borracho.
    —Sí que podemos. Era un borracho bien conocido, estaba solo, pescó, se cayó —de su chaqueta Marchenko sacó el cuchillo de caza que ya antes le había mostrado a Arkady—. ¿Quieres una autopsia? Aquí tienes tu autopsia —hundió el cuchillo en el estómago de Boris Hulak, que vomitó el gas dulce del alcohol digerido. A Arkady le subió a la garganta el samogon que aún tenía en su propio estómago—. Esto es estar borracho.

    Hasta los Woropay dieron un paso atrás en la niebla. Marchenko limpió la hoja del cuchillo en la chaqueta del muerto. Arkady dijo, con la respiración agitada:

    —Todavía queda el ojo.
    —¿Qué ojo? — preguntó el capitán, interrumpida su satisfacción. — El ojo derecho es normal, pero el izquierdo está completamente dilatado, lo que indica un golpe en la cabeza.
    —Se está descomponiendo. Los músculos se relajan. Sus ojos podían mirar cada uno para un lado. Hulak se golpeó la cabeza al caer por la borda. ¿Qué importa?
    —Tenemos que saberlo.
    —El investigador tiene razón —intervino Eva Kazka, que se había acercado—. Si quieres que firme un certificado de defunción, tiene que haber una causa de muerte.
    —¿Para eso necesitas una autopsia?
    —Creo que sí, antes de que vuelvas a cortar el cuerpo —contestó Eva.

    Eva no habló mucho. Depositaron a Boris Hulak en una mesa de acero con la cabeza apoyada en un bloque de madera. El muerto habló tanto como la médica mientras ella le abría el cuerpo, primero con' una incisión desde el cuello hasta la entrepierna y luego con la mano, quitando órganos y poniéndolos en bandejas separadas, todo ello con la enérgica eficiencia de quien está lavando platos. La habitación se hallaba mal amueblada, con poco más que las balanzas y los baldes necesarios, y Eva ya había pasado una hora lavando el cuerpo y examinándolo en busca de magulladuras, tatuajes y marcas de agujas. Arkady había revisado la ropa en una pileta, sin encontrar en los bolsillos del muerto nada más que un monedero con cambio y una billetera con un billete húmedo de veinte hryvnia, una foto de un niño de unos seis años y una tarjeta vencida de un videoclub. Arkady había cortado los borceguíes de Hulak; allí encontró, escondidos bajo la suela, casi doscientos dólares estadounidenses: no estaba mal para un trapero que robaba cables eléctricos radiactivos. Mientras Eva Kazka trabajaba en un extremo de la mesa, Arkady lo hacía en la otra, secando los dedos arrugados por la inmersión e inyectándoles luego una solución salina para dar relieve a los surcos de las yemas y obtener huellas utilizables para compararlas con las que había levantado de la botella encontrada en el bote.

    Las luces fluorescentes volvían verdes los cadáveres, y Boris Hulak estaba más verde que la mayoría, un cuerpo carnoso lleno de grasa en la cintura, duro en las piernas y los hombros, exudando un olor a etanol. Eva vestía su chaqueta de laboratorio y gorra y mostraba un aplomo profesional; tanto ella como Arkady fumaban mientras trabajaban, para soportar el olor. Fumar tenía pocas ventajas; ésa era una.

    —¿Alguna vez deseaste no haber pedido algo? — preguntó Eva. Casi le adivinaba los pensamientos, lo que no hacía sentir mejor a Arkady. Consultó la planilla de la autopsia—. Lo único que puedo decirte hasta ahora es que entre la cirrosis del hígado y la necrosis de los riñones, Boris tenía quizás unos dos años más de vida. En lo demás, era un espécimen fuerte. Y no, no había nada de agua en los pulmones.
    —Creo que Hulak es el hombre al que perseguí por Pripyat unas noches atrás.
    —¿Lo alcanzaste?
    —No.
    —Y nunca lo habrías alcanzado. Los traperos conocen la zona como un mago conoce sus trucos y los sombreros de copa y los conejos radiactivos —golpeteó la mesa con el escalpelo—. Al capitán Marchenko no le caes bien. Pensé que eran buenos amigos.
    —No. He estropeado su expediente perfecto. El comandante de una estación de milicia no quiere ningún problema, ningún homicidio y, sobre todo, ningún homicidio sin resolver. Por cierto no quiere dos.
    —El capitán es un hombre amargo. Según se dice, se metió en problemas en Kiev al rechazar un soborno, lo que puso en una situación incómoda a sus superiores, que habían aceptado de buena fe su parte del dinero. Lo destinaron acá para que viera de cerca el infierno, por si alguna vez se le ocurría volver a cometer el mismo error. Después llegas tú de Moscú, y él se siente más atrapado que nunca. Estabas comparando las huellas digitales de Hulak con las de una tarjeta.
    —De la botella de vodka que encontré en el bote. — ¿Y?
    —Son todas de Hulak.
    —¿No dirías que es prueba suficiente de que Hulak estaba solo? ¿Alguna vez has conocido a un ruso o un ucraniano que no comparta una botella? No se ahogó, pero debo decirte que, aparte de la puñalada póstuma que le dio el capitán, no veo señales de violencia reciente. Tal vez sí atrapó un pez grande y se golpeó la cabeza al caer por la borda. De un modo o de otro, te has equivocado al ganarte la enemistad del capitán Marchenko. Quizá se sintiera feliz si paráramos aquí.

    Arkady se inclinó sobre el cuerpo. Boris Hulak tenía una cabeza belicosa, con cejas peludas, nariz ancha surcada de venas salientes, pelo oscuro tupido como piel de nutria y mejillas cubiertas de barba de dos o tres días; no se veían magulladuras ni hinchazones, ni marcas de ataduras alrededor del cuello, ni heridas defensivas en las manos, ni siquiera un rasguño en la cabeza. Sin embargo, sí estaba ese iris dilatado en el ojo izquierdo, tan abierto como el obturador atascado de una cámara fotográfica. Además, a Arkady ya se le había pasado el estupor del samogon.

    —Entonces el capitán se sentirá todavía más feliz si demostramos que estoy equivocado —respondió.

    La mayoría de los médicos jamás vuelven a toparse con un cadáver después de cursar anatomía y olvidan la total hediondez de la muerte. Eva reacomodó con frialdad el bloque de madera bajo el cuello de Hulak.

    —Ya has visto hombres con un disparo en la cabeza —observó Arkady.
    —Con un disparo de pistola en la cabeza y de rifle en la espalda, supuestamente en medio del combate. De un modo o del otro, en general siempre hay un orificio de entrada, del que este hombre carece. Última oportunidad de parar.
    —Quizá tengas razón, pero veamos.

    Eva cortó la parte posterior del cráneo de Hulak, de oreja a oreja. Dobló la lengüeta de piel y cabello hacia adelante, sobre los ojos, para trabajar con una sierra circular. Las sierras eléctricas siempre resultaban pesadas y, con la nube de polvo blanco que producían, difíciles de manejar en trabajos delicados. Levantó la tapa del cráneo con un cincel, insertó un escalpelo para soltar el cerebro de la médula espinal y dejó la masa suave y rosada, envuelta en su membrana brillante, junto a la cabeza vacía.

    —Esto no va a gustarle al capitán —comentó Eva.

    Una línea roja cruzaba la parte superior: el rastro de una bala que había atravesado el cerebro y luego, rebotando en ángulo, había dañado el cráneo. Hulak debía de haber caldo en el acto.

    —¿Pequeño calibre? — preguntó Eva.
    —Eso creo.

    La médica revisó el cerebro por todos lados antes de elegir un coágulo rojo por donde empezar. Cortó la membrana, luego la materia gris y extrajo una bala del tamaño de una pepita. Hizo un ruido metálico cuando la dejó caer en la mesa. Eva no había terminado. Iluminó con una linterna de bolsillo el interior del cráneo hasta que salió un rayo de luz por la oreja izquierda.

    —¿Quién puede tirar tan bien? — preguntó.
    —Un francotirador, un cazador de martas cibelinas o un taxidermista. Yo diría que la bala es de cinco punto seis milímetros, que es la que usan los tiradores en las competencias de tiro.
    —¿Desde un bote?
    —El agua estaba quieta.
    —¿Y el ruido?
    —Un silenciador, tal vez. Un pequeño calibre no hace tanto ruido, además.
    —Así que ahora hay dos asesinatos. Felicitaciones. Chernobil ha matado a un millón de personas, y tú has agregado dos más. Yo diría que eres muy bueno en lo que se refiere a muertes —comentó Eva, impresionada.

    Arkady preguntó:

    —¿Y el primer cuerpo, el del cementerio? Además del tipo de herida de la garganta, ¿había algo más que pudieras haber agregado a tu nota?
    —No lo examiné. Sólo vi la herida y escribí algo. Los lobos tironean y arrancan, no rebanan.
    —¿Había sangre en la camisa?
    —Por lo que yo vi, muy poca.
    —¿El pelo?
    —Limpio. Tenía la nariz ensangrentada.
    —Sufría hemorragias nasales —explicó Arkady.
    —Entonces debió de ser una hemorragia nasal muy fuerte. Había mucha sangre.
    —¿Cómo explicas eso?
    —No tengo explicación. El mago eres tú; sólo tú sacas muertos de la galera, en lugar de conejos.

    Arkady estaba pensando qué responder, cuando oyó que alguien golpeaba a la puerta. Vanko asomó la cabeza.

    —¡Llegaron los judíos!
    —¿Qué judíos? — preguntó Arkady—. ¿Dónde?
    —En el pueblo. ¡Preguntan por ti!

    El sol del atardecer ponía de relieve la monotonía del centro: café, cafetería, estatua de Lenin entre envoltorios de golosinas. Un par de milicianos salieron de la cafetería para mirar calle arriba; miraban con tanta insistencia que se inclinaban hacia delante. Vanko se fue corriendo, Arkady no sabía por qué. Lo único que vio fue un hombre conocido, de torpe arrogancia, delante de un automóvil. Vestía el traje negro de los judíos jasídicos, camisa blanca y sombrero de fieltro, aunque en lugar de una gran barba llevaba una barba roja de dos días.

    —Bobby Hoffman.

    Hoffman miró por encima el hombro.

    —Sabía que si seguía andando al fin te iba a encontrar. Ya hace dos días que camino de un lado a otro.
    —Deberías haberle preguntado a la gente dónde me encontraba.
    —Los judíos no les preguntan a los caníbales ucranianos. Le pregunté a uno y desapareció.
    —Dijo que venían los judíos. ¿Eres sólo tú?
    —Sólo yo. ¿Los asusté? Ojalá pudiera liquidar a todos esos malditos. Sigamos caminando. Mi consejo a los judíos de Ucrania es que presenten siempre un blanco móvil.
    —Ya has estado acá.
    —El año pasado. Pasha quería que echara un vistazo a la situación del combustible usado.
    —¿El combustible radiactivo usado da ganancias?
    —Es el negocio del futuro.

    El automóvil era un Nissan salpicado de barro, una degradación con respecto al Mercedes en el que Arkady había visto a Hoffman la última vez. También la ropa de Hoffman mostraba un cambio.

    —¿Es tu nueva personalidad?
    —¿El atuendo jasídico? Los Hassidim son los únicos judíos que se ven por acá. La idea es que de esta manera llamo menos la atención —Hoffman miró la ropa de camuflaje de Arkady—. ¿Ingresaste en el ejército?
    —Es la ropa estándar para el ciudadano de la Zona. ¿El coronel Ozhogin sabe que estás acá?
    —Todavía no. ¿Recuerdas aquel disco que tanto se jactó el coronel de haber encontrado? Era más que una mera lista de cuentas extranjeras. Era un caballo de Troya, una orden para desviarlas a un pequeño banco mío. Podría haberme quedado en Moscú, pero cuando murió Pasha y Ozhogin me prohibió la entrada a las oficinas de NoviRus. En mi propia oficina, me dije: "Que se vayan al carajo. Son ellos o yo". Así que tenía que hacer que el imbécil quisiera el disco y lo metiera en el sistema. ¿Recuerdas que el coronel me pegó en la nariz y me la hizo sangrar? Bueno, ahora el que pega soy yo, y no en la nariz.
    —Entonces debes de estar fugitivo. ¿Por qué viniste acá?
    —Tú necesitas ayuda, Renko; hace más de un mes que llegaste. Hablé con tu detective Víctor.
    —¿Hablaste con Víctor?
    —Víctor usa el correo electrónico.
    —Conmigo no se ha comunicado. Llamo y no está en la oficina. Llamo al celular y no atiende nadie.
    —Identificador de llamadas. Tú no le pagas, y yo sí. Y Víctor dice que no enviaste a Moscú ningún informe que valga una mierda. ¿Has avanzado algo?
    —No.
    —¿Nada de nada?
    —Nada.
    —Acá te estás ahogando. Estás en tiempo muerto.

    Habían pasado el café y llegado a un barrio de acacias y cómodas casas de dos plantas donde en otros tiempos vivía la clase alta de Chernobil: el alcalde y el comandante de la milicia, el secretario local de Partido y sus asistentes, el fiscal y el juez, gerentes del puerto y las fábricas. Algunas paredes podridas habían arrastrado consigo los techos; algunos se habían desmoronado y combado las paredes. Los árboles tendían sus ramas dentro de una ventana y las sacaban por las persianas abiertas de otra. En un patio había una muñeca de cara descolorida.

    —¿Cómo vas a ayudar? — preguntó Arkady.
    —Has entendido mal.

    Hoffman hizo una seña al chofer del auto para que avanzara hizo subir a Arkady. El conductor les echó una mirada indiferente. Tenía ojos hundidos y un mechón de pelo perdido en el cuero cabelludo. Descansaba en el volante unos nudillos estropeados.

    —No te preocupes por Yakov —dijo Hoffman—. Lo elegí porque es el judío más viejo de Ucrania y no habla una palabra de inglés —atrás había poco espacio, y se redujo más cuando Hoffman abrió una computadora laptop—. Voy a darte una oportunidad de lucirte, Renko. No digo que seas un completo incompetente.
    —Gracias.
    —Sólo digo que necesitas un poco de ayuda. Por ejemplo, tuviste la idea de juntar las cintas de vigilancia no sólo del edificio de departamentos de Pasha, sino también de los edificios de los dos lados. De hecho, Víctor hizo lo que le pediste. El problema fue que cediste. Declaraste suicidio la muerte de Pasha.
    —Fue un suicidio.
    —Ser llevado a suicidarse no es lo que yo llamo suicidio. No me hagas hablar… Bueno, la muerte de Pasha se declaró suicidio, y se acabó la investigación, y Víctor había leído en alguna parte que el vodka protegía contra la radiación. Así que se protegió mucho. Cuando volvió a estar sobrio, se había olvidado por completo de las cintas. Después le cortaron la garganta a Timofeyev y el fiscal Zurin te mandó acá —Bobby miró por las ventanillas, hacia las casas—. Los esquimales son más amables; te ponen en un maldito témpano.
    —¿Y las cintas?
    —Me contacté con Víctor. ¿Sabes cuál es su dirección de correo electrónico? Puedes comprarla en Internet; es ilegal, pero puedes hacerlo. Al parecer, como todos los rusos, en algún momento tuvo una perra llamada Laika. Así que me comuniqué con "Laika 1223" y le ofrecí una recompensa por cualquier nota o prueba que hubiera quedado. Lo sorprendí en un momento sobrio, porque hasta me copió las cintas en un disco.
    —Tú y Víctor, qué dúo.
    —Eh, me siento mal por la manera como te dejé en Moscú, de veras. Tal vez con esto pueda compensar un poco —los dedos de Hoffman se movieron en el teclado de la computadora, y en la pantalla apareció una vista diurna de una senda de acceso a un edificio y unos contenedores. En una esquina de la cinta aparecía un reloj que marcaba 1042:25—. ¿Reconoces esto?
    —El callejón de servicio de la parte de atrás del edificio de Pasha Ivanov. Pero esto está tomado desde el edificio de al Iado.
    —¿Viste la cinta tomada desde el edificio de Pasha?
    —Estaba sobregrabada; era una grabación muy corta. Se veía a Pasha llegar y caer, y antes de eso vimos unas dos horas, pero no había nada más.
    —Mira —indicó Hoffman.

    La cámara congelaba imágenes a intervalos de cinco segundos. Además, estaba colocada en un eje motorizado que se movía ciento ochenta grados. El resultado era un curioso collage: captaba a un gato en el momento de entrar en la calle; a continuación se lo veía haciendo equilibrio en el borde de un contenedor; y luego, en la vista lateral, aproximándose al contenedor del edificio de al lado, el de Ivanov.

    Hoffman dijo:

    —Según Víctor, tú creías que hubo una falla de seguridad.
    —Sabemos que el personal recorrió todo el edificio golpeando puertas. Algo pasó.

    A las 1045: 15 el gato era sorprendido en un salto acrobático desde el contenedor mientras una camioneta blanca entrada por el lado izquierdo del callejón.

    —Cuando tienes razón tienes razón —reconoció Hoffman.

    La camioneta con la puerta del conductor abierta y una figura oscura al volante.

    La camioneta con la puerta cerrada y el asiento del conductor vacío.

    La misma escena durante un minuto.

    Un hombre corpulento vestido con overol, máscara antigás y una capucha que le cubría por completo la cabeza, llevando al hombro un tanque con manguera y sacando de la camioneta una maleta con ruedas para entrarla en el edificio de Ivanov.

    La camioneta en el callejón.

    La misma escena durante cinco minutos. Otra vez el gato.

    La camioneta.

    Durante un minuto más, la camioneta.

    El mismo hombre con el mismo equipo regresando a la parte posterior de la camioneta.

    La camioneta.

    Una figura de overol y máscara subiendo al asiento del conductor.

    La camioneta alejándose al tiempo que el conductor se quitaba la máscara; su rostro, un borrón.

    El callejón vacío.

    El gato.

    El portero del edificio, los puños en las caderas.

    El callejón vacío.

    El gato.

    Hora: 1056:30. Tiempo transcurrido: quince minutos. Siete minutos de riesgo para el conductor.

    —Cuando interrogaste al personal, nunca mencionaron a un exterminador, ¿correcto? — dijo Hoffman—. ¿Un fumigador? ¿Cucarachas?
    —No. ¿Puedes ampliar la imagen del hombre que va de la camioneta al edificio?

    Hoffman lo hizo. Arkady no sabía cómo lograba Bobby teclear con esos dedos tan gordos, pero era rápido.

    —¿La cabeza? — pidió Arkady.

    Hoffman amplió la cabeza, la mascara antigás con gafas protectoras y dos filtros lustrosos.

    —¿Puedes ampliar más?
    —Puedo ampliar todo lo que quieras, pero es una imagen con mucho grano. Sólo verás granos más grandes. Un maldito exterminador.
    —Eso no es una máscara de exterminador. Es equipo para radiación. ¿Puedes ampliar el tanque?

    El tanque tenía unas etiquetas que parecían ser advertencias de fumigación.

    —¿La maleta?

    Estaba cubierta con calcomanías de ratas y cucarachas muertas. Al entrar en el edificio, el hombre llevaba la maleta sobre las ruedas. Arkady recordaba que a la salida la cargaba en los brazos.

    —Es una entrega. Al llegar, la maleta estaba pesada, y a la salida, liviana.
    —¿Pesada cuánto?
    —Yo diría… unos cincuenta o sesenta kilos de sal, un grano de cesio y una maleta revestida en plomo… tal vez unos setenta y cinco kilos en total. Bastante pesada.
    —¿Ves qué divertido es trabajar juntos? Esto es un gran adelanto, ¿no?
    —¿Puedes ampliar la chapa de la patente?

    Era una patente de Moscú. Hoffman dijo:

    —Víctor la investigó. Es una camioneta del parque de automóviles de Dynamo Electronics. Instalan televisión por cable. Dynamo Electronics pertenece a Dynamo Avionics, propiedad de Leonid Maximov. La denunciaron como extraviada.
    —¿Ahora Víctor trabaja para ti?
    —¡Epa! Yo estoy haciendo tu trabajo, y le pago para que me ayude. Te estoy dando a Maximov servido en bandeja. Mientras tú andabas a los tumbos por acá, en Moscú ha habido una guerra entre Maximov y Nikolai Kuzmitch por NoviRus.
    —No sabía nada —admitió Arkady.
    —Los dos codiciaron siempre NoviRus.

    Arkady los recordaba de la mesa de ruleta. Kuzmitch era un arriesgado, que ponía pilas de fichas a un número; Maximov, un matemático: un jugador metódico, cauteloso.

    —El caso Ivanov está cerrado —dijo Arkady—. Ivanov saltó. Si Kuzmitch lo instigó a hacerlo, entonces lo logró. Ahora estoy trabajando en el caso Timofeyev. Alguien le cortó la garganta; eso sí es asesinato. Y nadie ha pagado por las pruebas.
    —¿Cuánto quieres?
    —¿Cuánto qué?
    —Dinero. ¿Cuánto quieres para abandonar a Timofeyev y concentrarte en Pasha? ¿Cuál es tu cifra?
    —No tengo cifra.

    Hoffman cerró la laptop.

    —Te lo explicaré así: Si no ayudas, Yakov te matará.

    Yakov se volvió y apuntó a Arkady con un arma. Era una Colt estadounidense, con silenciador, antigua pero bien lubricada y mantenida.

    —¿Me dispararías acá?
    —Nadie oiría nada. Un poco des prolijo; por eso, el auto viejo. Yakov piensa en todo. ¿Aceptas o no?
    —Tendría que pensarlo.
    —Pensarlo, un carajo. ¿Sí o no?

    Pero Arkady se distrajo al ver la cara de Vanko apretada Contra la ventanilla. Hoffman se echó atrás en su asiento. Adelante, Yakov volvió el arma hacia Vanko. Arkady levantó las manos para tranquilizarlo y pidió a Hoffman que abriera la ventanilla.

    —¿Quién es este loco? — preguntó Bobby.
    —No pasa nada —dijo Arkady.

    Cuando bajó la ventanilla, Vanko sacudió un gran llavero.

    —Va podemos empezar. Los haré entrar.

    Hoffman y Arkady siguieron a Vanko a pie, de regreso por donde habían llegado, seguidos por Yakov. Fuera del auto, era un hombre bajo, con manchas hepáticas, mejillas hundidas y venas azules en las sienes. Vestía como un bibliotecario, con un suéter remendado y una chaqueta, pero su frente chata y su nariz aplastada le daban el aspecto de un hombre arrollado por una aplanadora que aún no se había rearmado del todo.

    —Yakov no tiene miedo —dijo Bobby—. Fue partisano en Ucrania durante la guerra, y también luchó en Israel. Lo torturaron los alemanes, los británicos y los árabes.
    —Una lección de historia ambulante.
    —Bueno, ¿y adónde nos lleva nuestro feliz amigo del llavero?
    —Da la impresión de creer que tú lo sabes —contestó Arkady.

    Vanko se dirigió a un edificio de aspecto sólido, pintado de amarillo municipal, que se alzaba solo, y Arkady se preguntó si iban a una especie de archivo histórico. Cerca del edificio, Vanko se detuvo junto a un búnker sin ventanas por el que Arkady había pasado cien veces, siempre en la creencia de que albergaba algún tipo de subestación eléctrica o mecánica. Vanko abrió la puerta de metal con un gesto ampuloso e hizo pasar a Hoffman y Arkady.

    El búnker albergaba dos cajones de cemento abiertos, de unos dos metros de largo y uno de ancho. No había electricidad; la única luz provenía de la puerta abierta, de altura apenas suficiente para el sombrero de Hoffman. No había sillas, íconos ni imágenes, instrucciones ni decoración de ninguna clase, aunque en los bordes de los dos cajones había velas votivas derretidas en cuencas de lata, y el interior del cajón se hallaba repleto de papeles y cartas.

    —¿Quién es? — preguntó Arkady.

    Hoffman demoró tanto en responder que lo hizo Vanko, el guía de la excursión.

    —El rabino Nahum, de Chernobil, y su nieto.

    Hoffman miró a su alrededor.

    —Qué frío.
    —Los lugares sagrados suelen ser fríos —comentó Vanko.
    —Habló el experto en religión —Hoffman le preguntó a Arkady—: ¿Qué se supone que debo hacer ahora?
    —El judío jasídico eres tú. Haz lo que hace un judío jasídico.
    —Sólo estoy vestido como un judío jasídico. No hago estas cosas.

    Intervino Vanko:

    —Un día por año vienen todos los judíos, en ómnibus. No solos, asÍ…
    —¿Qué es todo esto? — preguntó Arkady.

    Hoffman tomó un par de papeles de una tumba y los levantó a la luz para leerlos.

    —Están en hebreo. Plegarias al rabino.
    —Ah, sí —repuso Vanko con tono enfático.
    —¿Tantos judíos viven acá? — preguntó Arkady.
    —Sólo vienen de visita —respondió Vanko.
    —Vienen desde Israel —Hoffman miró una tercera carta—. Judíos locos. Cualquiera gana la lotería y dice: "¡Me voy a Disneylandia!". Un judío gana y dice: "¡Me vaya Chernobil!".
    —Son peregrinos —comentó Arkady.
    —Entiendo. ¿Y ahora qué?
    —Haz algo.

    Vanko había seguido la conversación más con los ojos que con los oídos. Hurgó en sus bolsillos y sacó una vela votiva nueva.

    Hoffman dijo:

    —Así que justo tienes un tallith, ¿eh? No importa. Muchas gracias. ¿Cuánto te debo?
    —Diez dólares.
    —¿Por una vela que vale veinticinco centavos? ¿Así que tienes la concesión de la tumba? — le dio el dinero—. ¿Es un negocio?
    —Sí —Vanko estaba ansioso por dejar eso en claro—. ¿Necesita papel o lapicera para escribir una plegaria?
    —¿A diez dólares la hoja? No, gracias.
    —Esperaré afuera, por si necesita algo. ¿Tiene comida o lugar donde alojarse?
    —Por supuesto —Hoffman miró marcharse a Vanko—. Qué hermoso. Abandonados en una cripta por un Igor ucraniano.

    Había cientos de plegarias en cada cajón. Arkady le mostró dos a Hoffman.

    —¿Qué dicen?
    —Lo de siempre: cáncer, divorcio, terroristas suicidas. Salgamos de acá.

    Arkady señaló la vela.

    —¿Tienes un fósforo?
    —Te dije que yo no hago estas cosas.

    Arkady encendió la vela y la puso en el borde de la tumba. Una llama minúscula tembló en el pabilo.

    Bobby se frotó la nuca, como si no la tuviera bien puesta.

    —Por diez dólares, no es mucha luz.

    Arkady encontró unas velas usadas y las encendió, hasta que hubo una docena de llamas que parpadeaban y echaban humo; juntas formaban un halo flotante de luz bajo la cual los papeles daban la impresión de moverse y resplandecer. La luz hizo también que Arkady tomara conciencia de que Yakov estaba al lado de la puerta abierta. Era tan flaco que lo imaginó como un palo quema do, despuntado y vuelto a quemar.

    —¿Todo bien? — preguntó Vanko desde afuera.

    Yakov se sacó los zapatos y entró. Besó la tumba, rezó en susurros mientras se hamacaba, besó la tumba una segunda vez y sacó su propio papel, que depositó sobre los otros.

    Bobby salió y esperó a Arkady.

    —La visita al rabino ha terminado. ¿Contento?
    —Fue interesante.
    —¿Interesante? — rió Bobby—. Bueno, el trato es éste. Las muertes de Pasha y Timofeyev están relacionadas. No importa que uno haya muerto en Moscú y el otro acá, ni que uno fuera un aparente suicidio, y el otro, un obvio asesinato.
    —Es probable —Arkady vio que Yakov salía de la tumba y Vanko la cerraba.

    Continuó Bobby:

    —Entonces, tal vez tú deberías concentrarte en Timofeyev, y yo me concentraré en Pasha. Pero actuaremos en forma coordinada y compartiremos la información.
    —¿Esto significa que Yakov no va a dispararme? — preguntó Arkady.
    —Olvídate de eso. No viene al caso.
    —¿Y Yakov sabe que no viene al caso? Tal vez sea duro de oído.
    —No te preocupes —dijo Bobby—. El asunto es que no me iré, así que o te estorbaré o trabajaremos juntos.
    —¿Cómo? No eres detective ni investigador.
    —¿Y la cinta que acabamos de ver? Es tuya.
    —La he visto.
    —¿Y tú qué me ofreces a cambio? ¿Nada?

    Vanko andaba por ahí, no tan cerca como para oír algo, pero reacio a marcharse de un lugar donde quizá pudieran aparecer más dólares. Al percibir una brecha en la conversación, se acercó a Arkady y preguntó, como si sugiriera servicialmente otra atracción local:

    —¿Les contaste del nuevo cuerpo?

    La cabeza de Bobby giró de Vanko a Arkady.

    —No, no me ha contado nada. Investigador Renko, cuéntenos del nuevo cadáver. Comparta.

    Yakov se llevó una mano al interior de la chaqueta.

    —Empieza tú —dijo Arkady.
    —¿Qué?
    —Dame tu celular.

    Bobby le dio el teléfono. Arkady lo encendió, pasó los números almacenados hasta encontrar el que quería y dijo:

    —Marca.

    Atendió una voz lacónica:

    —Víctor.
    —¿Dónde?

    Una larga pausa. Víctor estaría mirando el identificador de llamadas.

    —¿Arkady?
    —¿Dónde estás, Víctor?
    —En Kiev.
    —¿Qué estás haciendo ahí?

    Otra pausa.

    —¿De veras eres tú, Arkady?
    —¿Qué estás haciendo?
    —Estoy con licencia por enfermedad. Asuntos privados.
    —¿Qué estás haciendo en Kiev?

    Un suspiro.

    —Está bien, en este momento estoy sentado en la plaza de la Independencia, comiendo una hamburguesa y mirando a Antón Obodovsky tomar un licuado a sólo veinte metros de distancia. Nuestro amigo salió de la cárcel, y acaba de pasar dos horas con un dentista.
    —¿En Moscú no había un buen dentista? ¿Tuvo que ir hasta Kiev?
    —Si estuvieras acá sabrías por qué. Tienes que verlo para creerlo.
    —Quédate con él. Cuando llegue allá te llamo.

    Arkady apagó el celular y se lo devolvió a Bobby, que le agarró el brazo y le dijo:

    —Antes de que te vayas… ¿un cuerpo nuevo? A mí, eso me suena a progreso.

    Kiev quedaba a dos horas de auto de Chernobil. Arkady recorrió esa distancia en noventa minutos en la motocicleta, pasando entre carriles y, cuando fue necesario, metiéndose en la banquina y esquivando ancianas que vendían baldes de fruta y ristras de cebollas doradas. El tránsito se detenía para dejar pasar a los gansos que cruzaban el camino, pero aplastaba a las gallinas. Un caballo en una zanja, hombres arrojando arena a un automóvil que se quemaba, nidos de cigüeñas en postes de teléfono, todo pasó en un manchón.

    En cuanto vio las cúpulas doradas de Kiev en la niebla estival, se detuvo a un costado del camino, llamó a Víctor y reanudó el viaje a un ritmo más sensato. Anton Obodovsky había vuelto al dentista y parecía que iba a seguir allí durante un rato. Arkady avanzó a lo largo del Dnieper, soportando el shock de regresar a una gran ciudad que se derramaba a ambas orillas del río. Subió por el barrio bohemio de Podil, rodeó los contenedores de renovación urbana y se detuvo en la plaza de la Independencia, donde nacían cinco calles, borboteaban fuentes y, de algún modo, más que Moscú, Kiev era Europa.

    Víctor estaba en un café con mesas en la vereda, leyendo un diario. Arkady se desplomó en una silla a su lado y llamó con una seña al camarero.

    —Ah, no —dijo Víctor—. Tú no puedes pagar los precios de acá. Te invito yo.

    Arkady se sentó más cómodo y contempló los árboles frondosos de la plaza y la gente y los niños que perseguían el agua de las fuentes llevada por la brisa. Edificios soviéticos clásicos enmarcaban los largos lados de la plaza, pero en la parte principal la arquitectura era blanca, espaciosa y coronada de carteles coloridos.

    Víctor pidió dos cafés turcos y un cigarro. En él, semejante generosidad era algo desconocido.

    —Qué cambiado estás —dijo Arkady. Traje italiano y corbata de seda suavizaban el aspecto de espantapájaros de Víctor.
    —Una cuenta de gastos de Bobby. ¿Y tú? Ropa camuflada militar. Pareces un personaje de acción. Se te ve bien, la radiación te hace bien.

    Llegaron los cafés. Víctor mostró un placer exquisito al encender el cigarro y liberar el humo azul y un ligero aroma a cuero.

    —Habano. Lo bueno de Bobby es que espera que robes. Lo malo de Bobby es Yakov. Yakov es viejo y mete miedo. Mete miedo porque es tan viejo que no tiene nada que perder. Es decir, si Bobby cree que tú y yo estamos trabajando juntos, se enojará por un lado, pero por otro esperará en parte que así sea. En cambio, si Yakov piensa lo mismo, estamos muertos.
    —Ésa es la cuestión, ¿no? ¿Para quién estás trabajando? — Arkady, eres tan blanco y negro… La vida moderna es más complicada. El fiscal Zurin me dijo que no debía comunicarme contigo bajo ningún concepto. Que eso insultaría a los ucranianos. Ahora los ucranianos tienen un presidente al que grabaron ordenando el asesinato de un reportero, pero sigue siendo el presidente, de modo que no sé cómo se agravia a los ucranianos. Así es la vida moderna.
    —¿Estás con licencia por enfermedad?
    —Mientras Bobby esté dispuesto a pagar. ¿Te conté que Lyuba y yo estamos juntos otra vez?
    —¿Quién es Lyuba?
    —Mi esposa.

    Arkady sospechó que había cometido una gaffe. La lucha por el alma de Víctor era como agarrar a un cerdo engrasado, y cualquier error podía resultar caro.

    —¿Alguna vez me la mencionaste?
    —Tal vez no. Fue gracias a ti. Como que metí la pata con tu amiguito Zhenya el Silencioso, y me encontré con Lyuba cuando salía de la borrachera, y le conté todo. Fue maravilloso. Vio en mí una ternura que yo creía haber perdido hacía años. Empezamos de nuevo, y consideré los pros y los contras. Podía continuar con la misma vida de antes, con el mismo grupo, en su mayoría gente a la que meto en la cárcel, o empezar de nuevo con Lyuba, ganar un poco de dinero de verdad y tener un hogar.
    —¿Eso fue cuando Bobby te mandó un correo electrónico?
    —En ese mismo instante.
    —A Laika 1223.
    —Laika fue una gran perra.
    —Qué historia conmovedora.
    —¿Ves lo que te digo? Siempre blanco y negro.
    —Y ahora estás sobrio, ¿no?
    —Más o menos. Un coñac de vez en cuando.
    —¿y Anton?
    —Ése es un dilema ético.
    —¿Por qué?
    —Porque tú no has pagado. Ya no pienso sólo en mí; tengo que considerar a Lyuba. Y recuerda que Zurin dijo que no te contactara. Para no mencionar al coronel Ozhogin. Me dijo que de ningún modo te buscara. Nadie quiere que hable contigo.
    —¿Bobby Hoffman te llamó mientras yo venía para acá? ¿Qué te dijo?
    —Que te hablara pero mantuviera la boca cerrada.
    —¿Cómo te quedan los zapatos nuevos? — Arkady le vio el calzado.
    —Empezando a apretar.

    Arkady observó que de vez en cuando Víctor miraba de reojo dos puertas de un edificio cercano que tenía una zapatería italiana en la planta baja y consultorios y oficinas arriba. Víctor pidió un sundae. Arkady, una crêpe. De algún modo, la Zona hacía perder el hambre. Pasó la tarde y empezó a anochecer, y la plaza se tornó aún más agradable cuando unos reflectores convirtieron las fuentes en chapiteles de luz. Víctor señaló un teatro iluminado en la colina que se alzaba del otro lado de la plaza.

    —La Ópera. Por un tiempo la usó la KGB, y dicen que desde acá se podían oír los gritos. Ozhogin estuvo apostado acá mismo durante unos meses.
    —Cuéntame de Anton.
    —Se está haciendo arreglar los dientes. Es lo único que puedo decir.
    —¿Todo el día? Es mucho arreglo dental.

    Arkady se levantó y fue hasta la zapatería italiana, admiró las carteras y chaquetas y leyó las placas de los profesionales de los pisos superiores: dos cardiólogos, un abogado, un joyero. El último piso estaba compartido por una agencia de viajes, Global Travel, y un dentista llamado R.L. Levinson. Arkady recordó los folletos de vacaciones que había visto en la celda de Anton en la cárcel de Butyrka. Al regresar a la mesa de Víctor, reparó en una niña, de unos seis años, de pelo oscuro y ojos luminosos, que bailaba al ritmo de la música de un violinista vestido de gitano. La niña no formaba parte del número; sólo era una participante espontánea que inventaba sus propios pasos y vueltas.

    Arkady se sentó.

    —¿Cómo sabes que está con el dentista, y no comprando pasajes para recorrer el mundo?
    —Cuando llegó, todos los consultorios y oficinas estaban cerrados por la hora del almuerzo, menos el del dentista. Soy detective.
    —¿Sí?
    —Vete al carajo.
    —Ya me lo has dicho antes.

    Víctor se sumió en una sonrisa amarga.

    —Sí, es como en los viejos tiempos —se aflojó la corbata y se puso de pie para observarse en el vidrio de la ventana del café. Se sentó y llamó al camarero.
    —Dos cafés más, con un toquecito de vodka.

    Anton Obodovsky, como decía Víctor, era una bonificación extra. Víctor estaba volando a Kiev, dos días atrás, para encontrarse con Hoffman, y de casualidad vio a Anton en el mismo avión. Anton viajaba liviano, sin siquiera un bolso de mano, y al aterrizar, a Víctor le pareció que lo había perdido para siempre y dio por sentado que desaparecería en el submundo de Kiev, donde todavía tenía algunos desarmaderos y negocios. Era como cualquier hombre de negocios que mantenía domicilios en dos ciudades diferentes, salvo que, nadie sabía dónde quedaban esos domicilios; en la actividad de Anton, para gozar de una noche de sueño seguro se necesitaba sigilo. Pero los dentistas no podían tomar el torno e ir a atender a domicilio, así que Víctor había visto a Anton cruzar la plaza camino a su cita.

    —Ahora que tú y Bobby miraron las cintas de vigilancia —dijo Víctor—, te digo que él está convencido de que Obodovsky era el tipo de la maleta, el que conducía la camioneta del exterminador. Anton es bastante fuerte, había amenazado a Ivanov por teléfono Y lo encerraron en Butyrka a la tarde. Motivo, medios y oportunidad. Además, es un asesino. Ahí lo tienes.

    Anton salió por la puerta; se palpaba la mandíbula como diciendo que todos los músculos del mundo no significaban protección alguna contra un absceso dental. Como de costumbre, iba vestido con ropa de Armani, negra, y, con el cabello rubio casi blanco, no resultaba difícil de distinguir. Lo seguía una mujer baja y morena de unos treinta y cinco años, vestida con un abrigo elegante.

    —¿El dentista es una mujer? ¿Es tan buena que Anton viene desde Moscú para atenderse con ella?
    —Eso no es todo. Espera a ver esto —dijo Víctor. A continuación salió por la puerta una mujer de veintitantos años, remolinos de cabello color miel y un breve atuendo de tela de jeans con botones plateados, que tomó con firmeza a Anton del brazo.
    —La higienista dental.

    En cuanto la dentista cerró la puerta, se reunió con ella la niña que bailaba, que a todas luces era su hija. La niña indicó con un gesto una figura de zancos que había en la plaza, donde se había desarrollado una especie de paseo público que atraía a retratistas y números callejeros. La niña llamó a Anton, que se encogió de hombros y siguió caminando con la higienista adelante, mientras la niña saltaba alrededor de la madre un paso atrás. Arkady y Víctor los seguían a unos treinta metros, confiados en que Anton no estaría buscando a un investigador de Moscú con ropa de camuflaje, y por cierto no esperaría ver a Víctor con un traje elegante y fumando un cigarro.

    Dijo Víctor:

    —Bobby cree que a Anton le pagó Nikolai Kuzmitch. La camioneta era de una empresa de Kuzmitch, así que tiene sentido.
    —¿Kuzmitch tiene una empresa de exterminación? Creí que se dedicaba al negocio del níquel y el estaño.
    —También fumigación, televisión por cable y aerolíneas. Compra una empresa por mes. Creo que la aerolínea y la fumigación venían juntas; una de esas rutas asiáticas.
    —Anton es ladrón de autos; no necesita ayuda para conseguir una camioneta.
    —¿Crees que la camioneta de Kuzmitch fue una trampa?
    —Creo que es improbable que un tipo astuto usara un vehículo que pudiera rastrearse con tanta facilidad hasta él, y Kuzmitch es un tipo muy astuto.

    El hombre de los zancos resultaba muy llamativo con su chaqueta roja de cosaco y su sombrero cómico; inflaba globos que convertía en animales. Anton le compró a la niña un perro tubular azul. En cuanto le dio el regalo, la dentista se despidió de Anton con un cortés apretón de manos y se llevó a su hija. Víctor y Arkady miraban desde un puesto de venta de CD; Arkady se preguntó si el sentirse atraída por hombres peligrosos sería un rasgo que la niña conservaría de por vida. Resultaba evidente que eso era lo que le había pasado a la higienista.

    —La higienista lleva un broche de diamantes con su nombre Calina —informó Víctor—. Pasó a mi lado con ese broche rebotando, y tuve una erección que casi dio vuelta la mesa.

    La dentista y la hija se dirigieron a la estación de metro, mientras Anton y Calina entraban en una cúpula de vidrio muy iluminada donde un ascensor llevaba a los pasajeros hasta un paseo de compras subterráneo, unos túneles de tiendas que vendían moda francesa, cristales polacos, cerámicas españolas, pieles rusas, juegos de computadora japoneses, aromaterapia. Víctor y Arkady los siguieron por las escaleras.

    Víctor dijo:

    —Cada vez que pienso que Rusia se ha jodido, pienso en Ucrania y me siento mejor. Mientras estaban excavando para construir este paseo, se toparon con una parte de la Puerta de Oro, el antiguo muro de la ciudad, un tesoro arqueológico, y las autoridades de la ciudad sabían que, si anunciaban lo que habían encontrado, la obra se paralizaría. Así que no abrieron la boca y lo enterraron. Habían perdido un poco de identidad, pero tuvieron McDonald's. Por supuesto, no es tan bueno como el McDonald's de Moscú.

    Una reverencia temerosa precedía a Anton en cada negocio, y los custodios del paseo lo saludaban con tal deferencia que Arkady consideró la posibilidad de que fuera un socio secreto de uno o dos negocios. La hermosa Calina cambió su top azul por un suéter de mohair. Anton y ella entraron en el probador de un negocio de ropa interior mientras Arkady y Víctor observaban desde la vidriera de zapatos del negocio de enfrente. La transparencia del moderno paseo era una bendición para la vigilancia.

    —Un día entero en el sillón del dentista, y lo único en que puede pensar Obodovsky es en el sexo. Hay que reconocerle el mérito —comentó Víctor.

    Arkady pensó que las compras de Anton más parecían una excursión pública: un príncipe de las calles exigiendo respeto. O un perro marcando su antiguo territorio.

    —Anton es de origen ucraniano, necesito saber de dónde. Avísame si se queda por acá. Yo vuelvo a Chernobil.
    —No lo hagas, Arkady. A la mierda con Timofeyev, a la mierda con Bobby, no valen la pena. Desde que volví con Lyuba he estado pensando: nadie echa de menos a Timofeyev. Era millonario, ¿y qué? Era una pila de dinero que se voló. Sin familia. Y después de la muerte de Ivanov, sin amigos. La verdad, creo que lo que les pasó a Ivanov y a él debe de haber sido una maldición.

    El viaje desde Kiev fue una carrera de obstáculos llena de baches por una carretera sin iluminación, y lo único que ansiaba era dormir u olvidar; lo que no esperaba era que Eva Kazka estuviera aguardándolo en su puerta, como si llegara tarde a una cita. Aspiró con fuerza una bocanada de cigarrillo. En ella todo era fuerte: la actitud cortante de sus ojos, el filo de su boca. Llevaba su acostumbrada ropa camuflada y su bufanda.

    —Tu amigo Timofeyev estaba blanco. Haces tantas preguntas que pensé que querrías saberlo.
    —¿Quieres entrar? — preguntó Arkady.
    —No, en el vestíbulo está bien. Parece que no tienes vecinos.
    —Uno. Tal vez sea temporada baja en la Zona.
    —Tal vez —repuso ella—. Es pasada la medianoche, y no estás borracho.
    —Estuve ocupado —contestó Arkady.
    —Te has quedado atrás. Tienes que mantenerte a la par de la gente de Chornobil. Vanko te estaba buscando en el café.

    Los interrumpió Campbell, el ecologista británico, que salió al vestíbulo tambaleándose y rascándose, en camiseta y calzoncillos. Eva había dado un paso al costado, y al parecer él no la vio.

    —Tovarich! ¡Camarada!
    —La verdad, la gente ya no dice eso —replicó Arkady. De hecho, rara vez lo hacían—. De todos modos, buenas noches. ¿Cómo te sientes?
    —De primera.
    —No te he visto por aquí.
    —Y no me verás. Traje un lindo par de pelotas no radiactivas, y me iré con el mismo par. Me he abastecido. Con whisky, sobre todo. Ven a verme en cualquier momento, aunque me disculpo de antemano por la calidad de la televisión ucraniana. Pero lo arreglaré Pronto. ¿Hablas inglés?
    —Eso es lo que estamos hablando —aunque el acento escocés de Campbell era tan denso que apenas si resultaba inteligible
    —Correcto. Era una roma. La invitación sigue en pie, a cualquier hora. Somos escoceses, no británicos; con nosotros no hay formalidades.
    —Eres muy generoso.
    —En serio. Me decepcionaré mucho si no vienes —dio la impresión de que Campbell contaba hasta diez antes de agregar—: Entonces, trato hecho —y desapareció en su habitación.

    Eva esperó un momento.

    —¿Tu nuevo amigo? ¿Qué dijo?
    —Creo que dijo que el whisky es mejor que el vodka para protegerse de la radiactividad.
    —Hay gente a la que no se puede ayudar.
    —¿Qué quisiste decir con eso de que estaba blanco?
    —Fue sólo una impresión que tuve, porque Timofeyev estaba vestido y congelado. Aun así, parecía exangüe, seco. En ese momento no lo pensé. Entre los muertos de Chechenia he visto heridas como la suya. Si se cortan las arterias principales de la garganta, hay una profusión de sangre. Pero no fue así con tu amigo muerto. Tenía la camisa limpia, incluso tomando en cuenta el barro y la lluvia. También tenía limpio el cabello. Sin embargo, sus fosas nasales estaban tapadas de sangre coagulada.
    —Sufría hemorragias nasales.
    —Eso debe de haber sido más que una hemorragia nasal.
    —¿Nariz rota?
    —No había magulladuras. Por supuesto, la manada de lobos del lugar lo había tironeado de acá para allá, así que no podría estar segura.
    —Garganta cortada y apariencia de no tener sangre, pero sin manchas de sangre en la camisa o el cabello; sólo en la nariz. Todo es contradictorio.
    —Sí. Además, debo volver a disculparme por el comentario sobre tu esposa. Fue una estupidez de mi parte. Creo que he perdido todo tacto. Fue algo imperdonable.
    —No. Lo imperdonable fue su muerte.
    —Culpas a los médicos.
    —No.
    —Entiendo. Eres el capitán del bote salvavidas; te crees responsable por todos —suspiró—. Disculpa, debo de estar borracha, aunque sea con un solo vaso. En general no me pongo tan detestable tan rápido.
    —Por desgracia, en el bote salvavidas no queda nadie, así que no hice un muy buen trabajo.
    —Creo que debo irme —pero no lo hizo—. ¿Quién es el niño al que le hablas por teléfono? ¿Sólo un amigo, dijiste?
    —Por razones que están más allá de mi comprensión, parece que me he vuelto responsable de un niño de once años llamado Zhenya, que vive en un refugio infantil de Moscú. Es una relación ridícula. No sé nada de él, porque se niega a hablarme.
    —Es una relación normal. A partir de los once años yo me negaba a hablarles a mis padres. ¿Es retrasado?
    —No, es muy inteligente. Juega al ajedrez, y sospecho que podría tener una mente matemática. Y coraje —Arkady recordó las veces que Zhenya se había escapado.
    —Hablas como un padre.
    —No. Su verdadero padre anda por ahí, y Zhenya lo necesita a él, no a mí.
    —Te gusta ayudar a la gente.
    —La verdad, cuando la gente llega a mí suele estar más allá de toda ayuda.
    —Te estás riendo.
    —Pero es cierto.
    —No, creo que tú ayudas. En Chechenia siempre trataban de traer los cuerpos, incluso arrastrándolos bajo el fuego. No dejarlos abandonados era más importante. ¿Te sentiste abandonado cuando murió tu esposa?
    —¿Qué tiene que ver Chechenia con mi esposa?
    —Contéstame.
    —Sí.
    —Así soy yo con Alex, salvo que él no ha muerto; sólo ha cambiado.
    —¿Cómo llegamos a este tema?
    —Estábamos hablando con sinceridad. Ahora preguntas tú.

    Arkady le tiró con suavidad de la bufanda para soltársela. La luz del vestíbulo era escasa, pero cuando le levantó el mentón vio una cicatriz lateral, como un signo menos, en la base del cuello.

    —¿Qué es eso?
    —Mi souvenir de Chornobil.

    Arkady se dio cuenta de que su mano no se había movido, que seguía sobre la piel de Eva, y que ella no había objetado.

    Se abrió la puerta del piso de abajo, y una voz dijo:

    —Renko, ¿eres tú? Tengo algo para ti. Ya subo.
    —Es Vanko —Eva se apresuró a volver a atarse la bufanda.
    —Te mostraré —dijo Vanko mientras subía.
    —Espera. Bajo yo —contestó Arkady.

    Eva susurró:

    —Yo no estuve aquí.

    El café era el club social nocturno y el senado de Chernobil, y la importancia de Arkady había aumentado tras el descubrimiento de Boris Hulak en el estanque de refrigeración. Se le permitía más espacio y una mesa, mientras Vanko le llevaba una cerveza. La música era de Pink Floyd, a cuyo ritmo algunas personas creían poder bailar.

    —Alex dice que atraes los asesinatos como un imán atrae las limaduras de hierro.
    —Alex dice cosas muy lindas.
    —Va a venir dentro de un rato. Anda buscando a Eva.

    Arkady no dijo que acababa de verla. Qué interesante, pensó.

    Nuestra primera complicidad.

    —¿Dijiste que tenías algo para mí?
    —Para los judíos —Vanko abrió una mochila y le dio un videotape, sin más etiqueta que la del precio, equivalente a unos cincuenta dólares.
    —¿Cómo conseguiste esto?
    —Es un recuerdo valioso. Podríamos vendérselo a tu amigo estadounidense y compartir la ganancia. ¿Qué te parece?
    —¿Un video de una tumba? ¿Es de la tumba que vimos ayer? De veras haces negocio con esto.
    —También puedo ser guía. Sé dónde está todo; yo vivía acá cuando sucedió el accidente. Era un niño.
    —Considerando la exposición a la radiación que sufriste entonces, ¿la Zona no es el último lugar donde deberías estar?
    —La Zona es el último lugar donde debería estar cualquiera. De todos modos, rotamos; nos quedamos unos días sí y otros no.
    —¿Qué hace la gente en su tiempo libre?
    —Yo no hago mucho. Alex gana buen dinero; dice que trabaja en el vientre de la bestia. Así llama él a Moscú. Eva trabaja en una clínica de Kiev.

    Vanko acercó más la cinta a Arkady.

    —¿Qué te parece?

    Arkady dio vuelta el casete.

    —¿Una tumba judía? No he visto muchos judíos por acá.
    —Por los alemanes y la guerra. Aunque mucha gente sufrió por los alemanes durante la guerra; no sólo los judíos. Pero siempre oyes hablar de los judíos.

    Arkady asintió.

    —El genocidio y todo eso.
    —Sí.
    —Pero tú pareces ser el comité no oficial de bienvenida a los visitantes judíos.
    —Trato de ayudar. Encontré alojamiento para tu amigo y el chofer en una casa descontaminada.
    —Que simpático —Arkady sabía que eso iba contra las reglas de la Zona; también sabía que los dólares obraban milagros—. ¿Tienes un reproductor de video? No puedo venderle la cinta al estadounidense si no sé lo que contiene.
    —El mío está roto. Algunos de los de la milicia tenían sus propias máquinas en sus habitaciones, pero se las robaron. Pero no hay problema, el asunto puede organizarse. Quédate con la cinta.
    —Puedes contar con Vanko —Alex acercó una silla a la mesa—. Es capaz de organizar cualquier cosa. Y felicitaciones, investigador. Otro cadáver, según tengo entendido. Tú provocas el asesinato entre la gente. Supongo que en tu ocupación es un talento. ¿Dónde está Eva?

    Vanko se encogió de hombros y Arkady respondió que no sabía, mientras se preguntaba por qué había mentido ya dos veces Con respecto a Eva.

    —¿Seguro que no la has visto? — le insistió Alex.
    —Acabo de volver de Kiev.
    —Es cierto —intervino Vanko—. Su moto estaba caliente.
    —Tal vez debiéramos hacer la denuncia de la desaparición de Eva —dijo Alex—. ¿Qué te parece, Renko?
    —¿Por qué estás preocupado?
    —Un marido se preocupa.
    —Están divorciados.
    —Eso no importa, si todavía la quieres. Vanko, ¿puedes traernos unas cervezas?
    —Claro —Vanko, feliz de cumplir, se abrió paso entre los bailarines hacia el gentío de la barra.

    Arkady no quería hablar de Eva con Alex. Dijo:

    —Tu padre era un físico famoso, y tú eras físico. ¿Por qué cambiaste a la ecología?
    —¿A quién le importa?
    —Es un cambio interesante.
    —No, lo interesante es que hay doscientas plantas de energía nuclear y diez mil ojivas nucleares en todo el mundo, y todas en manos de incompetentes.
    —Es una afirmación muy general.
    —Con un solo caso basta, y creo que acá ya lo tenemos —Alex bajó la voz a un tono confidencial—. La cuestión es, Renko, que Eva y yo no estamos realmente divorciados. En los papeles, sí. Pero en mi corazón no. Y por supuesto es mucho peor si has estado casado. Ese tipo de intimidad no se acaba nunca.
    —Un ex marido no tiene derechos.
    —Fuera de la Zona, puede ser. La Zona es diferente, más íntima. Eres un hombre instruido; ¿sabes lo que es el olfato?
    —Un sentido.
    —Más que eso. El olfato es la esencia, la adherencia de moléculas libres de la cosa en sí. Si pudiéramos miramos de veras unos a otros, veríamos nubes de moléculas y átomos sueltos. Con todas las personas con las que te encuentras intercambias algunos. Por eso los amantes huelen cada uno el olor del otro: porque se han unido tan por completo que son casi la misma persona. Ningún tribunal, ningún papel puede separarte nunca —Alex tomó la mano de Arkady en la suya y empezó a apretársela. La mano de Alex era ancha y fuerte, de tanto tender trampas—. ¿Quién sabe cuántos miles de moléculas estamos intercambiando en este momento?
    —¿Eso lo aprendiste en ecología?

    Alex apretó más fuerte; su mano era una prensa con cinco dedos.

    —De la naturaleza. Olfato, gusto, tacto. En tu mente tienes imágenes de ella con otro hombre. Conoces cada centímetro de su cuerpo, por dentro y por fuera. Cada uno de sus rasgos. Lo que te vuelve loco es la combinación de experiencia e imaginación. Porque te has acostado con ella, hasta sabes qué le da placer. La oyes, imaginar a alguien con ella, físicamente, es demasiado. Un lobo no lo soportaría. ¿Tú dirías que eres un lobo o un perro?

    Arkady cerró el puño, para protegerse la mano.

    —Diría que soy un erizo.
    —¿Ves? Ese es justo el tipo de respuesta que le gustaría a Eva. Sé qué clase de hombres le atrae. Lo supe cuando dijo que no le gustabas.
    —¿Fue tan obvio?
    —Hasta se parecen los dos: el mismo cabello oscuro y la misma palidez conmovedora, como hermano y hermana.
    —No lo había notado.
    —Sólo digo que, aunque se presente la oportunidad, por el bien de Eva no debes aprovecharla. Le pregunto a un amigo, tu primer amigo en la Zona: ¿pasa algo entre tú y Eva?
    —No.
    —Qué bien. No hay que ponerse posesivos, ¿no es cierto?
    —No.
    —Porque sólo viniste a la Zona para llevar a cabo tu investigación, ¿verdad? Sigue concentrándote en eso —Alex lo soltó. La mano de Arkady parecía arcilla amasada, sin sangre; resistió la tentación de flexionarla para ver si funcionaba—. Bueno, ¿tenías alguna pregunta?
    —Entiendo que, por cuestiones de seguridad, únicamente haces investigaciones científicas en la Zona mes por medio. ¿Qué haces durante el mes que pasas en Moscú?
    —Muy buena pregunta.
    —¿Qué haces?
    —Visito diversos institutos ecológicos, elaboro investigaciones que hice acá, doy conferencias, escribo.
    —¿Es lucrativo?
    —Es evidente que nunca has escrito para un periódico científico. Lo hago por el honor.

    Alex describió en tono divertido una conferencia científica sobre la lombriz solitaria, en que los científicos hambrientos no se alejaban de los canapés. Luego siguieron hablando sobre temas cotidianos —películas, dinero, Moscú—, pero en otro nivel, silencioso, Arkady tenía la sensación de que lo habían derribado y montado a horcajadas.

    Al regresar al dormitorio, oyó el vuelo apagado de un chotacabras atrapando polillas. Se había ido del café cuando tomó conciencia de que Alex esperaba la llegada de Eva sólo para ver cómo actuaban ella y Arkady, para buscar incomodidad social y descubrir pistas delatoras que un ex marido no podía pasar por alto. Las moléculas y los átomos adheridos.

    El farol de la calle se había apagado desde que Arkady pasó por allí con Vanko. La única luz del dormitorio era una bombilla débil en el frente, y donde los árboles tapaban la luna la calle desaparecía en la oscuridad. A Arkady no le molestaba la oscuridad. El problema era que no se sentía a solas. No había ni un solo pájaro ni un solo gato escabulléndose en busca de refugio, pero algo Se deslizó junto a él, primero de un lado y luego del otro. Cuando se detuvo, la cosa lo rodeó. Luego cesó, y Arkady se sintió ridículo, aunque empezó a sentir frío en la nuca.

    —¿Alex? ¿Vanko?

    No hubo más respuesta que el rumor de las hojas en lo alto, hasta que oyó una risa en la oscuridad. Arkady apretó bajo el brazo el videotape de Vanko y empezó a trotar. La luz del dormitorio estaba a apenas cincuenta metros. No tenía miedo; no era más que un hombre haciendo ejercicios a medianoche. Algo pasó volando, le agarró la pierna en pleno paso y lo derribó de espaldas. Del otro lado, algo le pegó en el estómago y lo dejó sin aire. El oxígeno flotaba por encima de él, fuera de su alcance, y su pecho hacía el ruido de una bomba seca. Lo único que pudo hacer fue ponerse de costado al tiempo que una hoja de acero se clavaba en la calle junto a su oreja, lo que le valió un golpe en la cabeza, proveniente de otro lado. El sonido como de algo que se deslizaba continuaba. Con la cara contra la acera, tomó aliento y vio, dibujada contra la luz distante del café, la silueta de una figura con ropa camuflada que se deslizaba sobre patines y llevaba un palo de hockey. La figura avanzó, el palo preparado para asestar un golpe ganador. Arkady trató de ponerse en pie y de inmediato cayó sobre una pierna entumecida; su recompensa fue un golpe en la espalda. De nuevo boca abajo, notó que el motivo de tan excelentes golpes eran unas gafas de visión nocturna sujetas a las cabezas de los atacantes. Como él no podía ir a ninguna parte, lo rodeaban, trazando círculos, acercándose y alejándose con rapidez, dejándolo retorcerse para un lado y para el otro. Cuando los pateó, le pegaron en las piernas. Cuando intentó agarrar un palo, lo esquivaron y le pegaron del otro lado. Lo último que esperaba Arkady era que apareciera un hombre con una linterna, que apuntó directamente a los ojos del patinador más cercano. Mientras el patinador retrocedía tambaleándose, cegado por la luz, el hombre le puso una gran arma bajo el mentón y la iluminó con la linterna, de modo que el segundo patinador pudiera ver la relación del cañón del arma contra la cabeza.

    Graznó una voz:

    —¡Fascistas! Voy a disparar, y tu amigo estallará como un pomelo. Váyanse, regresen a su casa o les dispararé a los dos, mierdas goy. ¡Fuera! ¡Váyanse!

    Era Yakov, y aunque era mucho más bajo que el patinador al que aferraba, le dio una patada tan fuerte que lo empujó contra el otro. Los dos agresores se acercaron un poco, pero el clic del arma al amartillarse los desalentó y desaparecieron en las sombras del otro lado de la calle.

    Arkady se levantó y localizó, en ese orden, su cabeza, sus pantorrillas y el videotape.

    —Si se levantó es que está bien —dijo Yakov.
    —¿Qué está haciendo acá?
    —Siguiéndolo a usted.
    —Gracias.
    —Olvídelo. Déjeme ver otra vez —Yakov pasó el haz de luz de la linterna por la cabeza de Arkady—. No tiene nada.

    ¿Ahora Yakov es árbitro de lesiones?, pensó Arkady. Eso significaba problemas.


    11


    Yakov armó un hornillo de campamento en el muelle del Club Náutico de Chernobil y preparó para Hoffman y Arkady un desayuno de pescado ahumado y café. El pistolero cocinaba en mangas de camisa, dejando a la vista la funda que llevaba al hombro, y parecía complacerle el panorama de barcos oxidados apilados contra los embarcaderos.

    Hoffman se golpeó el pecho como Tarzán.

    —Esto es como bajar por el río Zambezi. Como La reina africana. Salvo que acá todos los caníbales son ucranianos rubios de ojos azules.
    —¿No eres prejuicioso? — preguntó Arkady.
    —Sólo digo que la casa que nos consiguió tu amigo Vanko era fría y oscura como una caverna. Olvida la cocina kosher —dijo Hoffman—. Acá cenamos al aire libre, al menos hasta que llueva.
    —¿La casa es radiactiva?
    —No en especial. Ya sé, ya sé, en Chernobil eso equivale a un alojamiento cuatro estrellas.

    Arkady miró a Hoffman de arriba abajo. La sombra de barba roja del estadounidense se tornaba más tupida.

    —¿Dejaste de afeitarte?
    —Si quieren Hassidim, les daré Hassidim. A ti, en cambio, parece como si te hubiera montado un oso.
    —Yakov dice que me pondré bien —Arkady se había revisado al levantarse. Estaba lleno de magullones desde las pantorrillas hasta las costillas, y la cabeza le latía cada vez que la movía.

    Hoffman lo miró divertido.

    —Para Yakov siempre estás bien, salvo que se te salgan los huesos por la piel. No esperes compasión de su parte.
    —Arkady está bien —dijo Yakov. Raspó las costras de la sartén para verter agua dentro—. Es un mensch.
    —¿Qué quiere decir? — preguntó Arkady.
    —Imbécil —respondió Hoffman—. Te acercas a las personas, las ayudas, confías en ellas, y eso te vuelve vulnerable. ¿Sabes quién te atacó?
    —Estoy bastante seguro de que fueron dos hermanos de apellido Woropay. De la milicia. Yakov los ahuyentó.
    —Sí, es algo que sabe hacer.

    Yakov se agachó junto al hornillo, y —salvo el cañón que le colgaba del hombro— parecía un jubilado cualquiera, en paz con la quietud de las aguas, el conjunto de barcos zozobrados que no iban a ninguna parte, la amenaza de tormenta. Arkady no conseguía discernir cuánto entendía Yakov, o se preocupaba por entender. A veces contestaba en ucraniano, a veces en hebreo, a veces no respondía, como una radio antigua con señal variable.

    Dijo Hoffman:

    —Yakov hizo lo correcto al dejar ir a esos desgraciados. Los ucranianos no van a creerles a un ruso y un judío antes que a su propia policía. Además, no quiero que se involucre en nada. Le pago para que me proteja a mí, no a ti. Si empiezan a escarbar, Yakov tiene causas judiciales que se remontan a la guerra de Crimea. Habrás observado que lleva kipá. Con eso pone a los goys sobre aviso.
    —¿Ya han estado acá? — preguntó Arkady, pero Yakov se atareó dando vuelta el pescado, que estaba ahumado, recocido y chamuscado. ¿Qué más podían hacerle?, se preguntó Arkady.
    —Así que ayer viste a nuestro amigo Víctor en Kiev —comentó Hoffman—. ¿No parece próspero?
    —Transformado.
    —Mejor dejémoslo ahí. Lo principal es que ustedes dos vieron a ese simio de Obodovsky con su dentista.
    —Y su higienista dental.
    —Higienista dental. ¿Por qué Víctor y tú no copian a los hermanos Woropay y le pegan a Obodovsky con un par de palos de hockey? A ver si logran que les diga dónde estaba cuando apareció esa camioneta en el callejón de atrás del edificio de Pasha. Si no saben cómo hacerlo, Yakov puede ayudarlos; es algo que entra en su esfera de conocimientos. Seguramente quieres hacer varias preguntas.
    —Así es. Dijiste que estuviste acá el año pasado, por instrucciones de Pasha Ivanov, para supervisar una transacción comercial relacionada con combustible nuclear usado.
    —Acá hay de sobra. No tienen un reactor que funcione, pero sí toneladas de combustible sucio. Una locura.
    —¿No tenía sentido, comercialmente?
    —Correcto. ¿Y esto qué tiene que ver con Obodovsky?
    —¿Con quién hablaste acá? ¿Qué autoridades? — preguntó Arkady.
    —No sé. No me acuerdo.
    —Aquello habrá implicado una inversión de millones de dólares. ¿Hablaste con el gerente de la planta, los ingenieros, el ministro, en Kiev?
    —Gente como ésa, sí.
    —¿Tuviste que venir disfrazado?

    Hoffman empezó a enojarse, y los ojos se le achicaron.

    —¿Qué son estas preguntas? Se supone que debes estar de mi lado. Ese negocio del combustible nunca se hizo. No tuvo nada que ver con la muerte de Pasha ni la de Timofeyev. Ni con Obodovsky, tampoco.
    —Coman, coman —Yakov les dio unos platos de campamento con pescado asado.

    Hoffman preguntó:

    —¿Qué te parece si Yakov y yo volvemos a Kiev, le pedimos a Víctor que nos lleve hasta él y le volamos la cabeza?
    —Café —Yakov pasó unos jarros de metal con algo negro y espeso—. Antes de que llueva.

    El pescado tenía la textura de un cable submarino. Arkady tomó un sorbo de café y, ahora que tenía tiempo, admiró el arma estadounidense de Yakov, una.45 con la pintura gastada hasta el acero.

    —¿Confiable?
    —Cincuenta años más —respondió Yakov.
    —Un poco más lenta que un arma moderna.
    —Lo lento puede ser bueno. Tómate tu tiempo para apuntar, eso es lo que yo digo.
    —Sabias palabras.
    —¿Por qué no atrapas a Obodovsky? — insistió Hoffman.
    —Porque Anton Obodovsky es en gran medida una persona de afuera, y el que arregló la entrega de cloruro de cesio en el departamento de Pasha era de adentro. No violaron el domicilio; tenían los códigos, y de algún modo se las ingeniaron para eludir las cámaras.
    —¿El coronel Ozhogin?
    —Sin duda él es de adentro: pertenece a Seguridad NoviRus.
    —Puedo mandado matar. Mató a Timofeyev y Pasha.
    —Sólo que Ozhogin nunca estuvo acá. Tú eres el que vino, y no me Ices por que; ¿cuanto vas a que arte?
    —No sé. Lo estamos pasando bien, acá, de campamento; ¿qué apuro hay?

    Al parecer, para Hoffman no había prisa alguna. Se sentó en el guardabarros del auto y empezó a escarbarse los dientes con una espina del pescado. Repentinamente, parecía un hombre con una enorme paciencia.

    —Gracias por el café —Arkady comenzó a marcharse del muelle.
    —Mi padre estuvo acá —dijo Yakov.
    —¿Sí? — Arkady se detuvo.

    Yakov se palpó el bolsillo de la camisa y encendió medio cigarrillo que había guardado. Hablaba casi con indiferencia, como si se le hubiera ocurrido una minucia sin importancia.

    —Chernobil era una ciudad portuaria, un centro judío. Cuando los rojos se estaban apoderando de Rusia, Ucrania era independiente. ¿Entonces qué hicieron? Los ucranianos pusieron a todos los judíos de Chernobil en barcos y los hundieron; los ahogaron, y ametrallaron a todo el que intentaba llegar a la costa a nado.
    —Como te dije —comentó Hoffman a Arkady—, no le pidas compasión a Yakov.

    En cuanto llegó a la calle que pasaba por encima del río, Arkady llamó a Víctor, que admitió que la noche anterior había perdido a Anton Obodovsky en un casino.

    —Tienes que pagar cien dólares para que te dejen entrar. Anton se lo pasó jugando toda la noche mientras yo me hacía la puñeta en la puerta. Está tramando algo. Sólo me da lástima Galina.
    —¿Galina?
    —La higienista. Miss Universo, ¿recuerdas? Parece una chica dulce. Tal vez un poquito materialista.
    —¿Cómo estaba el diente de Anton? — preguntó Arkady.
    —Parecía normal.
    —¿Dónde estás ahora?
    —De nuevo en el café, por si vuelve Anton. Acá está lloviendo a cántaros. ¿Sabes qué hacen los europeos cuando llueve? Se pasan el día sentados delante de una taza de café. Es muy chico
    —Parece que estás pasando unas vacaciones maravillosas. Ve a la agencia de viajes que está enfrente del consultorio de la dentista y averigua si Anton compró pasajes a algún lugar. Además… sé bien que ya hemos preguntado qué estaban haciendo acá, en Chernobil' Ivanov y Timofeyev durante el accidente, pero quiero que preguntes de nuevo.
    —Ya lo sabemos: nada. Eran dos prodigios de Moscú dedicados a la investigación científica.
    —¿De qué, para quién?
    —Historia antigua.
    —Te agradecería que lo hicieras de todos modos —a través de los árboles Arkady podía distinguir a Hoffman y Yakov en el muelle. Yakov meditaba junto al agua y Hoffman hablaba por un teléfono celular—. ¿Cuánta de esta información le pasas a Bobby?

    Tras un momento de incomodidad, Víctor respondió:

    —Llamó Lyuba. Le expliqué la situación, y después ella me la explicó a mí. Y dice que el que me paga es Hoffman.
    —¿Le estás dando toda la información a él?
    —Bastante. Pero te doy lo mismo a ti, y no te cobro ni un kopek.
    —Bobby me está usando como perro de caza. Va a sentarse a esperar hasta que yo haga salir algo a campo abierto.
    —¿Tú haces el trabajo y él cobra? Creo que eso se llama capitalismo.
    —Una cosa más. Vanko admira la manera de ganar dinero de Alex Gerasimov durante el tiempo que pasa fuera de Chernobil, trabajando como intérprete y traductor en un hotel de Moscú. Ningún problema con eso. Pero Alex dice que no hace nada más que trabajo académico, que le deja poca o ninguna ganancia. Una pequeña discrepancia, y quizá nada de mi incumbencia.
    —Era lo que yo estaba pensando.

    Arkady atrapó una gota de lluvia en la palma de la mano.

    —Empieza por llamar a los hoteles de Moscú que alojan a empresarios occidentales… Aerostar, Kempinski, Marriott… y sigue trabajando de ahí para abajo. Te va a salir caro; llama desde tu hotel a cuenta de Bobby.
    —Palabras mágicas.

    Antes de que se desencadenara la lluvia, Arkady fue a la aldea negra donde habían encontrado a Timofeyev. Ya había visitado el lugar unas veinte veces, y en cada una había intentado imaginar cómo podría haber llegado un millonario ruso a la puerta de Un cementerio de la Zona. También trató de imaginar cómo habían descubierto el cuerpo de Timofeyev el oficial de la milicia Katamay y un ocupante ilegal local. ¿La descripción correspondía al trapero que habían sacado del estanque de refrigeración? Ahora ya no estaba ninguno de los tres: Timofeyev y Hulak, muertos, y Katamay, desaparecido. Los hechos no tenían sentido. La situación atmosférica, en cambio, era perfecta: gotas de lluvia que caían de un cielo ominoso y una inminente fanfarria de truenos, igual que el último día de Timofeyev.

    Arkady se bajó de la moto en el claro donde Eva Kazka había montado su clínica al aire libre. En un sentido, había dos cementerios. Uno era la aldea en sí, con sus ventanas de vidrios rotos y sus techos caídos. El otro era el campo santo de simples cruces de tubos de metal pintados de azul o blanco, algunos con una placa, otros con una fotografía en un marco ovalado, algunas decoradas con coloridos ramos de flores de plástico. Mantén tu llama eterna, pensó Arkady. Tráiganme flores de plástico.

    María Panasenko surgió de una esquina del campo santo. Arkady se sorprendió, porque un cartel en forma de diamante que había junto al portón indicaba que el lugar era demasiado radiactiva y las visitas estaban limitadas a una por año. María vestía un chal grueso por si llovía; en lo demás, era el mismo querubín antiguo que había ofrecido la fiesta de samogon dos noches atrás. Llevaba una guadaña corta y, sobre el hombro, una bolsa de arpillera con ramas y malezas que no permitió que cargara Arkady. Sus manos eran pequeñas y callosas, y sus ojos azules brillaban incluso a la sombra de las nubes oscuras.

    —Nuestros vecinos —miró a su alrededor—. Estoy segura de que harían lo mismo por nosotros.
    —La tumba está muy bien cuidada —comentó Arkady. Como una agradable antesala del paraíso, pensó.

    María sonrió y mostró sus dientes de acero.

    —Roman y yo siempre temíamos que no hubiera un buen lote en el cementerio para nosotros. Ahora podemos elegir.
    —Sí —dijo, y pensó en el revestimiento de plata.

    Ella ladeó la cabeza.

    —Es triste, de todos modos. Muere una aldea, y es como el final de un libro. Es eso, no más. Roman y yo podríamos ser la última página.
    —Todavía faltan muchos años.
    —Ya han sido bastantes, pero gracias.
    —Estaba pensando… ¿cómo son los milicianos por acá?
    —Ah, no los vemos mucho.
    —¿Ocupantes ilegales?
    —No.
    —¿Por casualidad no hay algún Obodovsky en el cementerio?

    María negó con la cabeza y dijo que conocía a todas las familias de las aldeas vecinas. Ningún Obodovsky. Miró de reojo la bolsa.

    —Discúlpeme, pero debería llevar esto a casa antes de que se moje. ¿Quiere pasar a tomar una copa?
    —No, no, gracias —la sola amenaza del samogon lo hizo transpirar.
    —¿Está seguro?
    —Sí. Otro día, si puedo.

    Esperó a que ella se fuera, y luego su mente volvió a la muerte de Lev Timofeyev. Arkady estaba seguro de muy poco: básicamente, que habían encontrado el cuerpo boca arriba en el barro, en la puerta de la necrópolis, con la garganta cortada, una cavidad en el ojo izquierdo, sin sangre en el pelo ni la camisa, salvo la que se había acumulado en la nariz. Arkady no tenía elementos para preguntar por qué; apenas si podía preguntar cómo. ¿Timofeyev había ido en su auto hasta la aldea, o lo había llevado otra persona? ¿Había ido a buscar algo en el cementerio, o lo habían conducido allí? ¿Lo habían arrastrado hasta allí muerto o vivo? Si hubiera habido un detective competente en la escena, ¿habría encontrado huellas de neumáticos, un rastro de sangre, las marcas paralelas de dos zapatos al ser arrastrado un cadáver, o barro dentro de los zapatos del muerto? ¿O por lo menos huellas de pisadas? El informe mencionaba huellas de lobos, ¿por qué no de zapatos? Y si pensaba en el porqué, ¿era Timofeyev el blanco de una conspiración, o una víctima que había caído por casualidad en las manos del oficial Katamay?

    Arkady se dirigió de nuevo hacia el claro de la aldea, el lugar más probable para que se detuviera un automóvil. Desde allí el camino al cementerio se tornaba más estrecho, hasta convertirse en una senda. Se movió una cortina en una de las pocas casas ocupadas, y antes de que se cerrara Arkady entrevió a la vecina de María Nina, apoyada en una muleta. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así sin que lo vieran esos recelosos sobrevivientes? Sin embargo, todos habían jurado no haber visto nada.

    Mientras subía por el sendero, Arkady se detenía cada pocos pasos para apartar hojas y buscar huellas o rastros de sangre, como había hecho ya una docena de veces, sin éxito. Se detuvo en la puerta del cementerio e imaginó a Timofeyev de pie, arrodillado acostado de espaldas. Habría sido de veras muy útil contar con algunas fotografías. A esas alturas Arkady era como un perro que trataba de desenterrar un olor viejo. Sin embargo, siempre había algo. Los visitantes de las colinas de Borodino todavía sentían el hálito de los fusileros franceses y rusos bajo la hierba. ¿Por qué no un eco del último instante de vida de Timofeyev? ¿Y por qué no los espíritus de los que yacían enterrados en ese terreno de la aldea? Si alguna vez hubo vidas sencillas, eran ésas, transcurridas dentro del circuito de unos pocos campos y huertos, casi tan lejos del resto del mundo como si hubieran vivido en otro siglo.

    Arkady abrió la puerta. El campo santo era una segunda aldea de cruces y lotes separados por cercas de hierro forjado. Unas cuantas parcelas apenas si tenían espacio suficiente para estar de pie, mientras que una o dos ofrecían la comodidad de una mesa y un banco, pero no había criptas ni lápidas impresionantes; el dinero desempeñaba un papel muy pequeño en la vida o la muerte de una comunidad como aquélla. María había despejado industriosamente el espacio que rodeaba las cruces en todo un lado, y en el de ellos, sin cruces, había cuatro floreros de vidrio con pensamientos violetas, azules y blancos, cada uno en la cabecera de un montículo apenas distinguible. La luz era tan escasa que Arkady no estaba seguro de lo que creía ver. Se arrodilló y abrió los brazos. Cuatro tumbas pequeñas, como para niños, ocultas por la falta de cruces. Tumbas ilegales. ¿Era un delito muy grave?

    Eva había dicho que Timofeyev estaba blanco, que parecía seco. Los cuerpos congelados podían engañar, pero Arkady se hallaba dispuesto a creer que ella había visto más violencia que la mayoría de los médicos, y la mirada de Timofeyev, de un solo ojo, a través de una máscara de escarcha debía de haberle recordado más a Chechenia que a un ataque cardíaco. Pero, cuando le cortaron la garganta a Timofeyev, ¿adónde había ido la sangre? De haber estado el cuerpo con el lado derecho hacia arriba, la sangre le habría empapado la camisa. Pies para arriba, el cabello. Que sólo la nariz estuviera llena de sangre sugería que lo habían invertido y, después, le habían lavado la cara y el pelo. ¿Y el ojo? ¿Era un manjar para los lobos?

    A menos que lo hubieran colgado de los pies y, después, le hubieran lavado el cabello. Aun así, habría quedado algo de lividez por la sangre depositada alrededor de la cabeza, pero se lo podría haber confundido con quemaduras producidas por el congelamiento.

    Arkady se quedó de pie, con la mano en la puerta, y por un momento vislumbró algo revelado, algo que estaba frente a él y luego desaparecía, seguido por un golpeteo de gotas, el comienzo suave de una lluvia intensa.

    La siguiente aldea negra no tenía ningún habitante, y su cementerio yacía en lo profundo de las zarzas y malezas que lo abrazaban. Arkady esperaba que la comparación lo llevara a algún tipo de esclarecimiento, pero lo que encontró al bajar de la motocicleta y caminar por el lugar fue una penumbra creciente de cabañas en proceso de descomposición. Un olor a hongos competía con un aroma dulce a manzanas podridas. En los lugares donde los jabalíes habían hurgado en busca de setas el dosímetro que Arkady llevaba en el bolsillo se hacía oír. Percibió que algo se movía en una casa cercana y se preguntó qué era más veloz: la motocicleta, un hombre o un jabalí. De pronto deseó tener el cuchillo de caza del capitán Marchenko o, mejor aún, el cañón de Yakov.

    De la casa llegó un gemido de un solo cilindro, y por la puerta del frente salió un viajero de casco y ropa camuflada en una motocicleta pequeña. Pasó entre los desperdicios del terreno delantero y encima de una cerca tumbada, donde se detuvo un instante para bajarse la visera del casco. La moto no tenía sidecar donde llevar un ícono, y sí tenía chapa de identificación, pero era una Suzuki azul y le faltaba el foco del guardabarros de atrás. Arkady tenía ese faro en su bolsillo.

    —¿Buscas más íconos que robar? — preguntó el investigador. El ladrón le devolvió la mirada como diciendo: "¿Otra vez tú?", y arrancó. Cuando Arkady llegó a su propia motocicleta, el ladrón ya estaba bastante lejos de la aldea.

    Arkady tenía una moto más grande y veloz, pero no la manejaba tan bien. El ladrón salió de la aldea por un sendero estrecho que usaban los que juntaban leña. Donde había ramas semicaídas se agachaba, y donde el sendero estaba bloqueado lo eludía con destreza. Arkady atravesó las ramas más pequeñas y lo arrancó del asiento una rama grande de roble. La moto no se había dañado; eso era lo principal. Volvió a subir y aguzó el oído para captar el ruido de la Suzuki. La lluvia hacía sonar las hojas. Los abedules se mecían en la brisa. Del ladrón no había ni rastro.

    Arkady siguió adelante con el motor apagado y, a esa velocidad más moderada, encontró huellas de motos en las hojas húmedas; la humedad tornaba más fáciles de leer las pisadas y las marcas de neumáticos. Donde el sendero se bifurcaba, siguió adrede por la senda errada durante cincuenta metros antes de cortar a través del bosque hasta la senda correcta, donde vio al ladrón esperando detrás de una refulgente pantalla de abedules. El piso del bosque, de pinocha húmeda, era blando, y la atención del ladrón se fijaba por entero en la senda hasta que las mandíbulas de acero de una trampa saltaron del suelo y se cerraron con un golpe junto a un pie de Arkady. El ladrón se volvió a contemplar la escena del investigador, la moto y la trampa, y en un segundo bajó de regreso a través del sendero por donde había llegado.

    Se mantenía delante de Arkady, pero no lo eludía del todo; mientras Arkady pudiera mantener a la vista la pequeña moto podría prever los obstáculos. Además, corría riesgos a los que no se habría atrevido en una situación más sensata, al seguir salto por salto a un hombre más avezado en el manejo de la moto, evitando las hojas para salir del sendero y abrirse paso a través de un pinar hasta que ambos aparecieron de nuevo en la aldea. Del otro lado había un camino forestal de arbolitos silvestres altos hasta el pecho. El ladrón los acometió como un esquiador en un slalom, inclinándose hacia un lado y otro. Arkady les pasó por encima, para ganar tiempo.

    Cuando Arkady se acercaba, el ladrón salió de ese camino hacia una hilera de pinos color herrumbre, el borde exterior del Bosque Rojo, y luego atravesó un campo ondulante con carteles de radiación que alertaban de casas, autos y camiones enterrados. Arkady se hundía en hondonadas, salía como podía y volvía a hundirse, mientras el ladrón las pasaba volando con facilidad acrobática. Para cada lado adonde se volviera Arkady, el ladrón parecía hallarse cada vez más inalcanzable, hasta que una zanja oculta torció la rueda delantera de la moto del investigador y lo arrojó por encima del manillar. Se levantó, pero la persecución había terminado. El ladrón desapareció rumbo a Chernobil al tiempo que el horizonte se ponía blanco y tembloroso; a continuación retumbó un trueno que anunciaba la lluvia que se desataba al fin.

    Cuando se descargaron las nubes, las luces del pueblo dieron la impresión de ahogarse. Arkady volvió en la moto, con una pierna coja y el pelo mojado contra la frente. Pasó ante el resplandor atrayente del café y oyó el chapoteo de las personas que corrían a la puerta. Las ventanas estaban empañadas. Nadie lo vio pasar. Más allá del dormitorio, la lluvia chispeaba en el estacionamiento. Siguió andando, bajo ramas que se doblaban y levantaban. Imaginó a Víctor sentado en una café de Kiev, compartiendo el espacio con las palomas. La ropa camuflada se le pegaba, viscosa, al pecho y los hombros. Pasó un camión con los limpiaparabrisas funcionando al máximo; Arkady dudó que el conductor hubiera reparado en él.

    Volvió al camino que llevaba al río, donde tenía un panorama de la tormenta. Aunque del agua se elevaba vapor al caer la lluvia, Arkady pudo ver que Hoffman, Yakov y el automóvil de ambos habían abandonado el muelle del club náutico. La orilla opuesta era un esbozo confuso de álamos y juncos, pero corriente arriba el puente llevaba a las luces tristes de unas viviendas todavía ocupadas. Con los relámpagos podía ver bastante bien como para mantener apagada la luz de la moto. Cruzó el puente y pasó entre edificios de ladrillo; allí terminaba el camino, de suelo esponjoso, salvo un sendero para automóviles que llevaba a lo largo de lo que en otros tiempos había sido un campo de deportes y ahora se hallaba sumido bajo espadañas y helechos.

    Apagó el motor y empujó la moto, siguiendo la senda alrededor de una arboleda sombría hasta un taller construido con láminas de acero corrugado. Las puertas se mantenían cerradas con un candado suelto. Crujieron cuando las abrió, pero con la intensidad de los truenos dudó que alguien oyera algo, salvo una bomba. Examinó el interior con la linterna de bolsillo. El taller estaba abarrotado aunque ordenado: elementos de ferretería en frascos dispuestos en anaqueles, herramientas manuales en hileras a lo largo de las paredes. En el medio estaba el Moskvich blanco de Eva Kazka. A un costado del auto había una motocicleta Suzuki con el motor todavía tibio; bajo una lona, del otro lado, un sídecar suelto. Del bolsillo extrajo el foco que se había salido del guardabarros trasero de la moto del ladrón del ícono y lo comparó con el muñón de metal del guardabarros de Eva. Encajaban.

    Un humo de leña lo condujo a una cabaña que se alzaba entre unos abedules. Habían convertido el porche en salón. A través de una ventana Arkady entrevió un piano y la luz del fuego en una estufa de leña. Golpeó a la puerta, pero los truenos se descargaban como cañones, sofocando los demás sonidos. Abrió la puerta mientras los relámpagos refulgían a sus espaldas, iluminando fugazmente la mezcla de muebles del porche: una alfombra, mesa y sillas de mimbre, estantes de libros y cuadros. La habitación volvió a sumirse en la oscuridad. Había dado un paso en el interior cuando el cielo volvió a abrirse e iluminó la sala como un reflector. Eva avanzó hacia el centro de la alfombra, empuñando un arma. Estaba descalza y vestía una bata. El arma era una nueve milímetros, y daba la impresión de que sabía manejarla.

    —Vete o disparo —dijo Eva.

    La puerta se cerró con el viento, y por un momento Arkady pensó que ella había disparado. Eva se cerró la bata con la mano libre.

    —Soy yo —dijo el investigador.
    —Ya sé quién eres.

    En la oscuridad momentánea Arkady se le acercó y le apartó el cuello de la bata para besarla, sobre la misma delgada cicatriz que ya le había visto. Eva le apretó la boca de la pistola contra la cabeza, al tiempo que él le abría la bata. Tenía los pechos pequeños y fríos como mármol.

    Arkady oyó el mecanismo de la pistola, la presión en el gatillo o la acción de amartillarla. Sintió que un temblor recorría las piernas de Eva. La mujer oprimió el costado del arma contra la cabeza de Arkady, mientras lo abrazaba.

    La cama estaba en una habitación con estufa, que siseaba de calor. Arkady no sabía con certeza cómo habían llegado allí. A veces el cuerpo tomaba el mando. Dos cuerpos, en este caso. Eva se le puso encima cuando la penetró; echó la cabeza hacia atrás, el sudor como kohol alrededor de los ojos, el cuerpo estirándose y tensándose como si fuera a saltar, como si todo el frenesí que había detectado en ella se hubiera convertido en una necesidad voraz. No muy diferente de él. Eran dos personas hambrientas alimentándose con la misma cuchara.

    El caos se volvió lluvia constante. Eva y Arkady estaban sentados en los extremos opuestos de la cama. La luz de una lámpara de aceite destacaba el negro de los ojos de ella, el cabello, los rizos en la base del vientre; la pistola en la mano.

    —¿Vas a dispararme? — le preguntó Arkady.
    —No. El castigo sólo sirve para alentarte —echó una mirada profesional a los rasguños y cardenales de Arkady.
    —Algunos de éstos los tengo gracias a ti —comentó él.
    —Vivirás.
    —Eso pensé.

    Eva hizo un gesto vago en dirección a la cama, como si indicara un campo de batalla.

    —Esto no significó nada.
    —Para mí significó mucho.
    —Me tomaste por sorpresa.

    Arkady lo pensó un instante.

    —No. Fue inevitable.
    —¿Una atracción magnífica?
    —Algo así.
    —¿Alguna vez has visto esos perritos de juguete magnéticos? ¿Cómo se atraen uno al otro? Eso no significa que quieran. Fue un error.
    —Suena a declaración oficial.
    —Lo es.

    La lámpara arrojaba tanta sombra como luz, pero Arkady alcanzaba a distinguir un agradable desorden: una superposición de almohadas, libros y carpetas. Un portarretrato mostraba a una pareja mayor frente a una casa diferente; Arkady tuvo que mirar dos veces para reconocer la ruina donde Eva se había escondido con su motocicleta. Un póster de un concierto de los Stones en París. Una tetera y tazas con pan negro, mermeladas, cuchillo, tabla de cortar y migas. En total, una cabaña íntima.

    Arkady señaló el arma con la cabeza.

    —Podría desarmártela y limpiártela. Yo podía hacerlo a ciegas a los seis años. Es casI lo único que me enseño mi padre.
    —Una habilidad útil.
    —Así lo creía él.
    —Tú y Alex tienen más en común de lo que se imaginan.

    Que una cosa tenían en común era evidente, pero Arkady sintió que Eva se refería a algo más que a sí misma.

    —¿Por ejemplo?

    Eva movió la cabeza. No, desechó ese tema. En cambio, dijo:

    —Alex dijo que sucedería esto.
    —Alex es astuto —comentó Arkady.
    —Alex es loco.
    —¿Lo volviste loco tú?
    —¿Acostándome con otros hombres? No significaron nada. Además, no fueron tantos. Necesito un cigarrillo con desesperación.

    Arkady encontró dos y un cenicero, que puso en la tierra de nadie del centro de la cama.

    —¿Qué sabes de suicidio? — preguntó Eva—. Además de cortar cuerpos, digo.
    —Ah, vengo de un largo linaje de suicidas. Madre y padre. Quizá no parezca mucho, pero no. Cumplen pronto con la procreación, y después se matan.
    —¿Has…?
    —Con éxito, no. De todos modos, estamos en Chernobil. Creo que nos estamos esforzando bastante. ¿Y tú?

    Eva volvió a vacilar; no estaba dispuesta a que él llevara la conversación.

    —Bueno, ¿y cómo va la investigación?
    —Hay momentos de claridad. En general, a los millonarios los asesinan por dinero. Pero no estoy seguro de que haya sido así en este caso.
    —¿Algo más?
    —Sí. Cuando llegué, supuse que las muertes de Ivanov y Timofeyev estaban relacionadas. Todavía pienso lo mismo, pero de un modo diferente. Quizá más paralelo.
    —No sé lo que significa. ¿Qué estabas haciendo hoy en la aldea?
    —Estuve en el cementerio con Roman y María, y empecé a preguntarme si algunas de las víctimas oficiales del accidente provenían de las aldeas de la Zona. Quería ver si reconocía los nombres de las cruces. No reconocí ninguno, pero encontré cuatro tumbas de niños sin identificar.
    —Nietos. Muertos por causas diferentes, al parecer, no relacionadas con Chernobil. Lo que pasa es que la familia se disuelve y no queda nadie para enterrar a los muertos, salvo los abuelos, que los llevan a su pueblo. Nadie los tiene en cuenta. Hubo cuarenta y una muertes oficiales por el accidente, y medio millón no oficiales. Una lista veraz llegaría a la luna.
    —Después fui a la aldea siguiente, donde te encontré. ¿Qué estabas haciendo en una motocicleta dentro de una casa? Déjame adivinar. Tomas íconos para que los denuncien a la milicia como robados. De esa forma, los traperos y los oficiales corruptos con los que trabajan no tienen motivo para molestar a viejos como Roman y María. Después devuelves los íconos. Pero en esa aldea no había casas ocupadas ni íconos; entonces ¿por qué estabas ahí? ¿Qué casa era?
    —De nadie.
    —Reconocí la moto por un faro roto y te reconocí a ti por la bufanda, Deberías deshacerte de tus bufandas —se inclinó sobre la cama para besarle el cuello. Tomó como buena señal el hecho de que ella no le disparara.
    —De vez en cuando —dijo Eva— recuerdo a esa niña de trece años que desfilaba el Día de los Trabajadores con su sonrisa idiota. La mudaron de la aldea a Kiev para que viviera con la tía y el tío y pudiera ir a una escuela de danza especial; tienen normas rígidas, pero la midieron y pesaron y dijeron que tenía el físico adecuado. La eligieron para llevar un estandarte que decía: "¡Marchando hacia el Futuro Radiante"'. Estaba muy complacida de que hiciera bastante calor y no tuviera que llevar chaqueta. El cuerpo joven era un prodigio de crecimiento, la división de células produjo virtualmente una persona nueva. Y ese día ella sería de veras una persona nueva, porque una bruma tapaba el sol, una brisa de Chernobil. Y así terminaron sus días de danza y comenzó su relación con la cirugía soviética —se tocó la cicatriz—. Primero la tiroides y después los tumores. Así es como conoces a un verdadero habitante de la Zona. No nos inquieta acostarnos con alguien. Soy una mujer vacía; puedes golpearme como a un tambor. Sin embargo, de vez en cuando recuerdo a esa niña necia y me avergüenza tanto su estupidez, que si pudiera volver atrás en el tiempo con un arma le dispararía con mi propia mano. Cuando me sobreviene ese sentimiento voy hasta el agujero o la casa negra más cercana y me escondo. Hay tantas casas negras que no es ningún problema. Salvo eso, no tengo nada que temer. ¿Eras ambicioso de niño? ¿Qué querías ser?
    —Cuando era niño, quería ser astrónomo y estudiar las estrellas. Después alguien me informó que no se ven las estrellas reales sino una luz estelar generada hace miles de años. Lo que creía ver había terminado hacía mucho, lo que le quitaba sentido a la profesión. Por supuesto, lo mismo puede decirse de la profesión que ejerzo ahora. No puedo revivir a los muertos.
    —¿Y a los heridos?
    —Todos estamos heridos.
    —¿Es cierto eso?
    —Es lo único de lo que estoy seguro.


    12


    Por la mañana, pasada la lluvia, la cabaña semejaba un barco que había conseguido llegar a tierra. Eva se había ido, pero le había dejado a Arkady pan negro y mermelada sobre una tabla de cortar. Mientras se vestía, Arkady vio más fotografías: una profesora de ballet, un gato atigrado, amigos esquiando, alguien tapándose los ojos en una playa. Ninguna de Alex, lo cual —se confesó— lo tranquilizó.

    Cuando salió por la puerta metálica observó que los sauces, como jóvenes tímidas, se alzaban con un pie en el agua y que el río, hinchado de residuos, tenía un olor terroso y una voz nueva y fuerte. Hacía tiempo que Arkady no se acostaba con una mujer, y se sentía extrañamente tibio y vivo.

    —Hola —por la esquina de la casa apareció Oksana Katamay. Vestía su ropa de gimnasia azul y su gorra tejida; la mochila contenía una peluca, quizás, o el almuerzo para su hermano, Karel. Al caminar bajaba la cabeza a cada paso, y llevaba las manos metidas en las mangas—. ¿Están todos levantados?
    —Sí.
    —¿Ésta es la casa de la doctora?
    —Sí. ¿Qué estás haciendo aquí?
    —Vi tu moto. La Vespa que está al lado es de mi amigo.
    —¿De un amigo?

    Arkady vio la motocicleta y la Vespa en el patio, pero apenas si se las veía desde el camino. Oksana sonrió y miró a su alrededor.

    —¿Hace mucho que llegaste? — preguntó Arkady.
    —Un rato.
    —Eres muy silenciosa.

    Ella sonrió y asintió con un movimiento de la cabeza. Debía de haber llevado la Vespa con el motor apagado los últimos cincuenta metros para llegar sin hacer ruido, y resultaba evidente que no le parecía en absoluto raro haberlo esperado ante la puerta de otra mujer.

    —¿Hoy no has ido a trabajar? — le preguntó Arkady.
    —Estoy en casa, enferma —se señaló la cabeza afeitada—. Me permiten faltar cuando lo necesito. De todos modos no hay mucho que hacer.
    —¿Quieres café? ¿Caliente o frío?
    —Te acordaste. No, gracias.

    Arkady miró la Vespa.

    —¿Puedes andar por acá? ¿Y los puestos de control?
    —Sé por dónde ir.
    —Lo mismo que tu hermano, Karel. Ése es el problema.

    Oksana cambió de posición, incómoda.

    —Sólo quería ver cómo andabas. Si estás con la doctora, supongo que te sientes bien. Estaba preocupada, a causa de Hulak.
    —¿Conocías a Boris Hulak?
    —Mi abuelo y él despotricaban por teléfono durante horas sobre los traidores que cerraron la planta. Pero la verdad es que mi abuelo nunca le haría daño a nadie.
    —Es bueno saberlo.

    Oksana parecía aliviada. Si un hombre en una silla de ruedas a un viaje en tren de distancia no iba a atacarlo, también Arkady se alegraba.

    —Mira —la muchacha señaló una cigüeña que pasaba casi rozando su propia imagen en la superficie del río.
    —Como tú. Simplemente vas y vienes.

    Se encogió de hombros y sonrió. En cuanto a sonrisas inescrutables, Oksana Katamay no tenía nada que envidiarle a la Mona Lisa.

    —¿Recuerdas a Anton Obodovsky? — le preguntó—. Un hombre corpulento, de unos treinta y cinco años. Antes boxeaba. '

    La sonrisa de Oksana se amplió.

    Arkady probó con una pregunta más fácil.

    —¿Dónde podría encontrar a los Woropay?

    Dymtrus Woropay patinaba en una calle de casas vacías, hacia atrás, hacia los costados, hacia adelante, manipulando un palo de hockey y una pelota de goma por baches y pasto. El viento le levantaba el cabello rubio y largo, y sus ojos se concentraban en la pelota. No reparó en Arkady hasta que ambos estuvieron a pocos pasos de distancia; entonces Dymtrus se adelantó y levantó el palo, y Arkady arrojó la tapa de tacho de basura que llevaba oculta tras la espalda. La tapa alcanzó a Dymtrus en los tobillos. Cayó de cara. El investigador le puso un pie en la nuca y lo mantuvo así, despatarrado.

    —Quiero hablar con Katamay —le informó.
    —Tal vez quieras también que te metan un palo por el culo.

    Arkady se agachó. Le tenía miedo al fornido Dymtrus Woropay, y a veces el miedo podía exorcizarse de una sola manera.

    —¿Dónde está Katamay?
    —Vete a la mierda.
    —¿Te gusta respirar? — Arkady le hundió el talón en la nuez de Adán.
    —¿Estás armado? — Woropay forzó los ojos hacia arriba, tratando de verlo.

    Arkady tomó la pistola de Woropay, una Makarov nueve milímetros, el arma reglamentaria de la milicia.

    —Ahora sí.
    —No dispararás.
    —Dymtrus, mira alrededor. ¿Cuántos testigos ves?
    —Vete al carajo.
    —Apuesto a que tu hermano está cansado de ser tu hermano. Creo que es hora de que se las arregle solo —Arkady quitó el seguro de la pistola y, para ser convincente, apoyó el cañón contra la cabeza de Dymtrus.
    —Espera. Mierda. ¿Qué Katamay?
    —Tu amigo y compañero de equipo, tu colega de la milicia, Karel Katamay. Él encontró al ruso en el cementerio. Quiero hablarle.
    —Está desaparecido.
    —No para todos. Hablé con el abuelo, y poco después dos matones, tú y tu hermano, se pusieron a jugar hockey con mi cabeza.
    —¿De qué quieres hablar?
    —Muy simple: del ruso.
    —Déjame levantarme.
    —Dame un buen motivo —Arkady aplicó más peso a la toma de la decisión.
    —¡Está bien! Voy a ver.
    —Quiero que me lleves a él.
    —Te llamará.
    —No, cara a cara.
    —No puedo respirar.
    —Cara a cara. Arréglalo, o te encontraré y te volaré la rodilla de un tiro. Entonces veremos cómo patinas —Arkady apretó un poco más antes de soltarlo.

    Dymtrus se sentó en el suelo y se frotó el cuello. Tenía la cara ladeada, como una pala, y ojos pequeños.

    —Mierda —dijo.

    Arkady le dio su número de teléfono celular y, como percibió que Dymtrus se tensaba para pelear, le arrojó, como si acabara de ocurrírsele:

    —No patinas mal.
    —¿Y cómo mierda puedes saberlo?
    —Te vi practicar. ¿Prefieres el hielo?
    —¿Y?
    —Preguntaba, no más.

    Dymtrus se echó el cabello hacia atrás.

    —¿Y qué? ¿Qué sabes tú de hockey sobre hielo?
    —No mucho. Conozco gente.
    —¿Como quién?
    —Wayne Gretzky —Arkady había oído nombrar a Wayne Gretzky.
    —¿Lo conoces? ¡Mierda! ¿Crees que alguna vez vendría acá?
    —¿A Chernobil? No. Tendrías que ir tú a Moscú.
    —¿Él podría recibirme allá?
    —Tal vez. No sé.
    —¿Pero es posible? Soy corpulento y rápido y estoy dispuesto a matar.
    —Una combinación insuperable.
    —¿Entonces es posible?
    —Veremos.

    Se puso en pie un Dymtrus de ánimo más positivo.

    —Bueno, veremos. ¿Podrías devolverme mi pistola?
    —No. Es mi garantía de que me encontraré con Katamay. Te la devuelvo después.
    —¿Y si la necesito?
    —No te metas en problemas.

    También de ánimo más positivo, Arkady fue en la moto hasta la cafetería, donde encontró a Bobby Hoffman y Yakov trabajando a café puro, a falta de cocina kosher.

    —Ya lo deduje —le dijo Bobby a Arkady—. Si el padre de Yakov estuvo acá cuando hundieron el transbordador lleno de judíos, y eso fue en 1919, Yakov debe de tener unos ochenta años. No sabía que era tan viejo.
    —Da la impresión de saber lo que hace.
    —El libro lo escribió él. Pero lo miras y piensas: "Lo único que quiere este tipo es sentarse en una tumbona en Tel Aviv, dormir una siesta y expirar en silencio". ¿Cómo te sientes, Renko?

    Yakov alzó una mirada de basilisco.

    —Él está bien.
    —Estoy bien —confirmó Arkady. Pese a los magullones, así era. Yakov lucía prolijo, como un jubilado vestido para ir a alimentar a los pájaros, pero la cara y la ropa de Bobby estaban arrugadas por la falta de sueño, y tenía una mano hinchada.
    —¿Qué pasó?
    —Abejas —Bobby se encogió de hombros, restándole importancia—. No me molestan las abejas. Bueno, ¿y qué se sabe de Obodovsky? ¿Qué hace en Kiev?
    —Anton está haciendo lo que es de esperar que haga alguien como él de visita en su ciudad natal. Anda ostentando dinero y una mujer.
    —¿La higienista dental?
    —Correcto. No estamos en Rusia. Ni Víctor ni yo tenemos ninguna autoridad para detenerlo o interrogarlo.
    —No quiero que lo interroguen; lo quiero muerto —susurró Bobby—. Eso lo puedes hacer en cualquier parte. Me he aventurado mucho al venir acá, y no está pasando nada. Mis dos policías rusos toman el té y visitan los paseos de compras. Te doy a Kuzmitch, y no lo quieres. Ves a Obodovsky, y no puedes tocarlo. Por eso no se te paga: porque no produces.
    —Café —Yakov le dio una taza a Arkady. No había camarero.
    —Y Yakov, acá, reza toda la noche. Aceita su arma y reza. Ustedes dos son tal para cual.
    —Ayer tenías paciencia —contestó Arkady.
    —Hoy estoy cagando fuego.
    —Entonces dime qué estabas haciendo acá ayer.
    —No te importa —Bobby se inclinó para mirar por la ventana—. Lluvia, radiación, techos que gotean. Todo esto me está afectando.

    Se detuvo un auto de la milicia en el espacio vacío junto al maltrecho Nissan de Yakov, y el capitán Marchenko bajó despacio quizá posando para un cuadro titulado El cosaco al amanecer, pensó Arkady. Muchas cosas que se le escaparon a Marchenko —una garganta cortada, huellas de neumáticos y pisadas en la escena de un crimen—, pero los dos nuevos residentes de la Zona no pasaron por alto los ojos del capitán. Entró en el café y fingió cordial sorpresa al ver a Bobby y compañía, como un hombre que al ver un cordero imagina la posibilidad de unas chuletas. Fue de inmediato a la mesa.

    —¿Veo visitas? Renko, por favor preséntame a tus amigos.

    Arkady miró a Bobby, preguntándole en silencio qué nombre quería dar.

    Habló Yakov:

    —Yo soy Yitschak Brodsky, y mi colega es Chaim Weitzman. El señor Weitzman habla nada más que hebreo e inglés.
    —¿Ucraniano no? ¿Ni siquiera ruso?
    —Soy su intérprete.
    —¿Y tú, Renko, hablas hebreo o inglés?
    —Un poco de inglés.
    —Claro —repuso el capitán, como si fuera un punto en contra—. ¿Amigos tuyos?

    Arkady improvisó.

    —Weitzman es amigo de un amigo. Sabía que yo estaba acá, pero vino a ver la tumba judía.
    —Y se quedó no una noche sino dos, sin informar a la milicia. Hablé con Vanko —Marchenko se volvió hacia Yakov—. ¿Puedo ver sus pasaportes, por favor? — el capitán los estudió con atención, para subrayar su autoridad. Carraspeó—. Excelente. ¿Sabes? Siempre digo que deberíamos hacer que nuestros visitantes judíos se sientan especialmente bienvenidos.
    —¿Hay otros visitantes judíos? — preguntó Arkady.

    Había una respuesta —los especialistas en lugares tóxicos—, pero Marchenko mantuvo la sonrisa, y cuando devolvió los pasaportes agregó una tarjeta personal.

    —Señor Brodsky, por favor tome mi tarjeta, que tiene los números de mi oficina, teléfono y fax. Si me llama de antemano, puedo buscarle un alojamiento mucho mejor, y quizás una visita de un día para un grupo mucho más grande, estrictamente supervisada a causa de la radiación, por supuesto. A fines del verano es un buen momento; es la temporada de las frutillas —si el capitán esperaba de Yakov una respuesta efusiva, no la obtuvo—. De cualquier modo, esperamos que la lluvia pare. Esperamos no necesitar a Noé y su arca, ¿eh? Bueno, caballeros, fue un placer. Renko, no ibas a ninguna parte, ¿no?
    —No.
    —Ya me parecía.

    Mientras el capitán subía a su auto, Bobby lo despidió agitando la mano.

    —Imbécil.

    Arkady preguntó:

    —Bobby, ¿cuántos pasaportes tienes?
    —Bastantes.
    —Bien, porque el cerebro del capitán es como la luz de un vestidor que a veces ilumina y a veces no. Esta vez no se encendió; la próxima podría, y conectará a Timofeyev y a mí y a ti. Revisará tus antecedentes o llamará a Ozhogin. Tiene el número del coronel. Tal vez sea prudente que se marchen ahora.
    —Esperaremos. A propósito, también Noé era un imbécil.
    —¿Por qué Noé? — preguntó Arkady. Era una acusación nueva.
    —No discutió.
    —¿Noé debería de haber discutido?

    Le explicó Yakov:

    —Abraham discute con Dios para no matar a todos los de Sodoma y Gomorra. Moisés le suplica a Dios que no mate a los adoradores del Becerro de Oro. Pero Dios le dice a Noé que construya un barco porque va a inundar el mundo entero, ¿y qué dice Noé? Ni una palabra.
    —Ni una palabra —repitió Bobby—, y salvó a un mínimo. Qué desgraciado.

    Quizás Eva había ido a la casa de los Panasenko a hacer un examen físico a Roman, pero durante la tormenta la vaca había salido y pisoteado la huerta, y cuando llegó Arkady, María y Eva se hallaban en plena tarea de resucitar lo que podían. El aire estaba caliente y húmedo; el suelo, mojado y asado, y rezumando humores, y cada paso producía un fuerte aroma a menta o manzanilla machacada.

    La pareja de viejos había dispuesto su huerta en hileras rectas como una cuerda, de remolachas, papas, repollo, cebolla, ajo y pepinillos, las necesidades de la vida; apio, perejil, mostaza y rabanitos, el sabor de la vida; hierbas pequeñas para el vodka y amapolas para el pan, todo estropeado por la vaca. Había que trasplantar las verduras de raíz y salvar las de hoja. Donde se habían formado charcos de agua, Roman cavaba un drenaje con una azada.

    María llevaba un chal alrededor de la cabeza y otro a la cintura, para contener lo que recogía. Eva había dejado a un lado su chaqueta de médica y sus zapatos, para trabajar descalza, con camiseta y pantalones cortos, sin bufanda. Debía de tener unos treinta y cinco años, pensó Arkady, pero era ágil como una jovencita.

    Trabajaban en diferentes hileras, cavando con las manos en el barro y liberando las verduras de hoja o replantando las de raíz. Las mujeres eran más veloces y eficientes. Arkady no trabajaba en una huerta desde su infancia, y sólo en la dacha, cuando querían quitarlo del paso. Los vecinos —Nina con su muleta, Olga mirando con esfuerzo a través de sus anteojos, Clara con sus trenzas de vikinga— fueron a presenciar la tarea. Por su interés y el tamaño de la huerta, resultaba evidente que Roman y María alimentaban a toda la población de la aldea. María trabajaba agachada y sonreía de satisfacción, salvo cuando alzaba la vista de alguna planta de remolacha estrangulada para mirar a Roman.

    —¿Estás seguro de que cerraste el corral de la vaca? Podrían haberla comido los lobos. Los lobos podrían haberla agarrado.

    Roman se hacía el sordo, mientras Lydia, la vaca, espiaba por una tabla abierta de su corral; para Arkady, los dos eran como un par de borrachos que no recordaban nada.

    Eva lo había ignorado desde su llegada. Y cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que haber pasado la noche con ella había sido un error. Se había comprometido mucho. ¿Qué había sido de su sagrada objetividad? Él era como uno de esos telescopios lanzados al espacio, de lentes tan distorsionadas que podían ver tanto faros de autos como la Vía Láctea.

    Cuando terminaron con la huerta, María le llevó agua fría a Arkady y Eva, y kvass a Roman. El kvass era una cerveza de pan fermentado, y un llamado a la vida para Roman. Eva se las ingenió para mantener a uno de los ancianos entre ella y Arkady en todo momento: una danza de elusión.

    Sonó el teléfono de Arkady. Era la directora del refugio infantil de Moscú.

    —Investigador Renko, esto es imposible. Debe regresar enseguida. Zhenya lo espera todos los días.
    —La última vez que vi a Zhenya ni siquiera me dijo adiós. Dudo mucho que esté alterado.
    —No es demostrativo. Explíquele.

    De nuevo el vacío en el teléfono.

    —¿Zhenya? ¿Estás ahí? ¿Zhenya?

    Arkady no oía nada, pero le parecía sentir que el niño apretaba el teléfono contra la oreja y fruncía los labios de una manera desagradable.

    —¿Cómo estás, Zhenya? Volviendo loca a la directora, por lo que parece.

    Silencio y quizás un cambio nervioso del teléfono de una oreja a la otra.

    —No hay novedades de Baba Yaga. Nada que informar —dijo Arkady.

    Le parecía ver a Zhenya aferrando el teléfono con fuerza con una mano y comiéndose las uñas de la otra. Intentó quedarse callado también él, pero era imposible, porque Zhenya se limitaba a seguir sin decir nada.

    —Anoche tuvimos tormenta. Se soltó un dragón e hizo estragos; destrozó los campos y derribó cercas. Huesos por todas partes. Lo perseguimos hasta el río, donde se escapó porque el puente estaba custodiado por un monstruo al que había que derrotar en una partida de ajedrez. Ninguno de nosotros jugaba bien, así que el dragón se escapó. La próxima vez deberíamos traer a un mejor jugador de ajedrez. Salvo eso, en Ucrania no ha ocurrido nada. Volveremos a hablar pronto. Mientras tanto, pórtate bien.

    Arkady plegó el teléfono, y vio que Roman y María lo miraban con asombro. Eva no parecía divertida.

    Aun así, llevaron guadañas al campo de atrás del establo de la vaca para cortar el pasto y la cebada doblada por la lluvia. Las guadañas eran unos objetos largos, con dos mangos y hojas tan afiladas que silbaban. Eva y María juntaban el pasto en haces, que ataban con cordeles, mientras Arkady y Roman trabajaban adelante. El investigador había cortado pasto en el Ejército Rojo, y recordaba que la siega y la natación tenían el mismo ritmo; cuanto más suave el movimiento, más larga la brazada. Volaban pajas y salían insectos en espiral, en un polvo dorado. Era la tarea más mecánica que realizaba en años, y se entregó a ella por completo. Al final del campo dejó la guadaña y se acostó en las hierbas altas, en los tallos calientes y la tierra fría, y se quedó mirando, como atontado, el cielo que giraba levemente en lo alto.

    ¿Cómo podían hacerlo?, se preguntó. Labrar tan felices ese campo cuando a poca distancia del sendero yacían cuatro nietos en tumbas sin identificación. Imaginó cada funeral, y la furia. ¿Él podría haberlo soportado? Sin embargo, Roman y María y las otras mujeres parecían abordar cada tarea como si se la hubiera encomendado Dios. El trabajo es sagrado, recordó que decía uno de los héroes de Tolstoi.

    Cerca cayó un cuerpo, y aunque no podía verla oyó la respiración de Eva. Era tan normal, pensó Arkady. Aunque no era normal en absoluto. ¿Normalmente hacía tareas de granja? A través de los ojos cerrados sintió la amortiguada pulsación del sol. Qué alivio no pensar en nada, ser una piedra en el campo y no volver a moverse nunca. Aún mejor, pensó: dos piedras en el campo.

    Invisible tras una pantalla de hierba, Eva preguntó:

    —¿Por qué viniste?
    —Ayer María dijo que estarías acá.
    —¿Pero por qué?
    —Para verte.
    —Ahora que me has visto, ¿por qué no te vas?
    —Quiero más.
    —¿De qué?
    —De ti.

    Arkady no utilizaba a menudo el lenguaje directo, así que esperó que Eva se levantara de un salto y se marchara.

    Hubo un movimiento, y la mano de Eva rozó la suya.

    —Dijiste que Zhenya juega al ajedrez —dijo ella.
    —Sí.
    —¿Y juega muy bien?
    —Aparentemente.

    Oyó un murmullo de satisfacción, como la confirmación de una conjetura.

    —No preguntaste —dijo Eva.
    —¿Preguntar qué?
    —Si la huerta era radiactiva. Te estás convirtiendo en un verdadero ciudadano de la Zona.
    —¿Eso es bueno o malo?
    —No sé.
    —Para ti —insistió él—, ¿es bueno o malo?

    Ella abrió los dedos y apoyó la cabeza encima.

    —Un desastre. Lo peor.

    Sonó el teléfono celular mientras Arkady entraba en el pueblo; tomó por la calle lateral de abedules para recibir la llamada. Era Víctor, que telefoneaba desde la librería estatal de Kiev.

    —Entrada en la enciclopedia: "Felix Mikhailovich Gerasimov, 1925 a 2002, director del Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas, Moscú". Bla, bla. Premios nacionales de física, valorado por esto y aquello, teórico, patentes de toda clase de mierdas, diferentes consejos de Estado sobre ciencias, controles atómicos internacionales, "profilaxis nuclear", sea lo que carajo sea, artículos sobre manejo de desperdicios. Un tipo con talentos para todo. ¿Por qué te interesa? Murió hace dos años.

    Arkady apoyó la motocicleta sobre el pie. El sol bailaba entre los árboles, como si la calle no estuviera muerta ni las casas vacías.

    —Por algo que dijo alguien. ¿Alguna relación con Chernobil?

    Ruido de papeles.

    —No mucha. Una delegación, seis meses después del accidente. Apuesto a que para entonces todos los científicos de Rusia estaban allá.
    —¿Algo persona]?

    Eva le había dicho a Arkady que él y Gerasimov tenían mucho más en común de lo que se imaginaba. Arkady lo sospechaba, pero quería confirmarlo. Mientras hablaba se paseaba ante las casas, cada una en su propio estado de deterioro. En una ventana había una muñeca, por lo menos la tercera o cuarta que veía en las ventanas de Chernobil.

    Continuó Víctor:

    —Éstos son libros y periódicos científicos, no revistas de admiradores. Anoche llamó Lyuba. Le conté del negocio de lencería que hay acá. Me dijo que eligiera lo que quisiera. Que eligiera yo.
    —Busca Chelyabinsk.
    —Bueno, acá hay un artículo traducido del francés sobre una explosión de desperdicios nucleares en Chelyabinsk en 1957. Era un sitio secreto, así que eso quedó bien tapado. Gerasimov debía de ser niño en ese entonces, pero se lo menciona como uno de los que ayudaron a dirigir la limpieza. No creo que hayan limpiado mucho… Acá hay más contaminación nuclear en terrenos de prueba de Novaya Zemiya. Gerasimov de nuevo. Para ser un teórico, hacía unas mierdas muy raras. Un premio de paz por investigación militar. Muy astuto. Así es como subes por la escala académica. ¿Qué es el Instituto de Temperaturas Extremadamente Altas, dicho sea de paso? Podría construir ojivas, podría curar el cáncer…

    Podía arrojar agua radiactiva al río Moscú cuando se congelaban las tuberías del Instituto. Arkady recordó la confesión de Timofeyev.

    —Material más reciente —prosiguió Víctor—. Recortes de periódicos. Una reseña del Times de Londres de hace diez años: "Físicos de una familia rusa: el académico Felix Gerasimov y su hijo, Alexander". El genio en los genes, bla, bla, bla. Debate cordial entre generaciones sobre la seguridad de los reactores. "Encuentran sin vida a científico." Perdón, salté a otra nota. Dellzvestya: "Encuentran sin vida en su casa a director de instituto, muerto por su propia mano". Una pistola. Con buena salud pero ánimo decaído tras la muerte de la esposa, hacía seis meses. El último, una reseña de Pravda: "Carrera que siguió los altibajos de la ciencia soviética". Acá está de nuevo la esposa. "Trágica muerte." Pastillas. "Deja un hijo, el radioecólogo Alexander."

    Una tradición familiar de suicidio; ésa era la conexión entre Alex y Arkady. Eva había visto enseguida el alegre vínculo.

    —¿De qué fecha es la nota dellzvestya?
    —2 de mayo. Lo encontraron el Día de los Trabajadores.

    Imagínate, pensó Arkady. Un día Felix Gerasimov es el respetado y ensalzado director de un instituto científico tan bien costeado que contaba con su propio reactor de investigación en el medio de Moscú, reactor que se ganó no sólo por su trabajo pionero en física teórica, sino también por su disposición a comprometerse con los problemas prácticos de diversos temas nucleares (contaminación en lugares de pruebas y explosiones espontáneas en el interior). Todas las características de un arribista políticamente astuto. Y entonces el sistema político se desmorona. El Partido Comunista yace tan destruido como el Reactor Cuatro. Bancarrota. El director y sus colaboradores (incluidos Ivanov y Timofeyev) tienen que andar por el instituto envueltos en mantas y arrojar "agua sucia" a escondidas. La verdad, parecían giros más que suficientes para una sola carrera profesional.

    —Arkady, ¿estás ahí?
    —Sí. Llama a Petrovka…
    —¿En Moscú?
    —Sí. Llama al cuartel general para ver si hay algún registro de un intento de suicidio de parte del hijo, Alexander.
    —¿Por qué piensas que lo habrá?
    —Porque lo habrá. ¿Llegaste a algo con su trabajo en Moscú?
    —Lo lamento. Llamé, a pagar por Bobby, a todos los hoteles importantes de Moscú. Nueve tienen unidades de negocios que ofrecen interpretación, traducción, PC y fax. Pero ninguno las veinticuatro horas, y ninguno empleaba a ningún Alex Gerasimov. Para decirlo de una manera no muy sutil, un punto muerto. Lyuba dice que me estás explotando.
    —Sí, por eso tú estás en Kiev y yo en Chernobil. ¿Has vuelto a ver a Anton?
    —Acá tengo mis apuntes —se oyó que caían unos papeles—. ¡Mierda! ¡Maldita sea tu madre! Tengo que volver a llamarte.

    En realidad Víctor no estaba hecho para los silenciosos límites de una biblioteca, decidió Arkady. Miró la muñeca en la ventana. Tenía la cara descolorida, pero quedaban los contornos y una cola de caballo de filamentos dorados, y Arkady atisbó un estante con más muñecas, como si la casa se hubiera confiado a una segunda familia, más pequeña. La puerta lo atrajo hacia el umbral. De más cerca, observó que los brazos de la muñeca estaban cubiertos con una gasa de telarañas que finalmente desenredó, y cuando volvió a sonar su teléfono celular casi la vio dar un respingo.

    Atendió:

    —Hola, Víctor. Habla.

    Una voz áspera preguntó:

    —¿Quién es Víctor?
    —Un amigo —respondió Arkady.
    —Apuesto a que no tienes muchos. Oí decir que hiciste matar a alguien en el estanque de refrigeración.

    Arkady volvió a empezar.

    —Hola, Karel.

    Era Katamay, el oficial de la milicia desaparecido. Unas motas de polvo se arremolinaban en torno de la muñeca, como si respirara.

    —Quiero hablarte del ruso que encontraste. Eso es todo, nada más —dijo Arkady, y esperó. Los silencios eran tan largos que casi equivalía a hablar con Zhenya.
    —Quiero que dejes en paz a mi familia.
    —Lo haré, pero tengo que hablar contigo.
    —Estamos hablando.
    —En persona. Sólo sobre el ruso; eso es lo único para lo que he venido. Después puedo volver a casa.
    —¿Con tu amigo Wayne Cretzky?
    —Sí.

    Se oyó un acceso de tos, luego:

    —Cuando oí eso, casi me muero de la risa.
    —Después no molestaré más a tu abuelo y tu hermana, y Dymtrus podrá recuperar su pistola.

    Un largo silencio.

    —Pripyat, en el centro de la plaza principal, a las diez de la noche. Solo.
    —Convenido —contestó Arkady, pero al tono de marcar.

    Al instante siguiente llamó Víctor.

    —Anton estuvo en un par de casinos junto al río.
    —¿Por qué está pasando tanto tiempo ahí?
    —No sé. Calina tenía puesta su falda corta.
    —Preferiría no saber —Arkady todavía seguía pensando en la llamada de Katamay.
    —Eh, gracias a Dios por nuestra pequeña higienista, o nunca vería a Anton. Pasa a buscarla después del trabajo, todos los días. Va hasta el consultorio como un verdadero caballero. La llevó a un salón de ventas de Porsche, a iglesias y a un cementerio.
    —¿Un cementerio?
    —Muy prestigioso. Poetas, escritores, compositores… Dejó una pila de rosas en una lápida. Después la miré; la lápida decía "Obodovsky". La madre murió el año pasado.
    —Me interesa saber dónde nació. Fíjate si encuentras algún registro de que haya vivido en Pripyat.
    —A Bobby va a interesarle mucho.
    —Maravilloso. ¿Anton está haciendo algún negocio?
    —No que yo sepa.
    —¿Entonces por qué se queda en Kiev? ¿Qué está esperando mientras va a cementerios y salones de ventas?
    —No sé, pero deberías ver los Porsches.

    Arkady bajó por una avenida no de Porsches sino de vehículos de bomberos a un lado y camiones del ejército del otro. Poca gente visitaba ese depósito, salvo los vendedores de repuestos. De hilera a hilera la variedad cambiaba de autos a vehículos personales blindados, de tanques a topadoras, todos demasiado radiactivos para enterrarlos pero hundiéndose en el barro. Arkady siguió la fila hasta la oficina—remolque de Bela, el administrador.

    Bela recibía pocas visitas y estaba ansioso por compartir con Arkady las comodidades de su remolque: microondas, minibar, televisor de pantalla plana y colección de videotapes. Estaba pasando una cinta pornográfica, con el sonido bajo, como música de fondo.

    Befa se sacudió un pelo del hombro. Con su sucio traje blanco parecía un lirio que comenzaba a pudrirse.

    —Estoy pensando seriamente en retirarme. Este trabajo tiene demasiadas exigencias.
    —¿Qué exigencias?
    —Exigencias. Los clientes no pueden venir hasta la Zona a comprar repuestos. Esto no es una sala de exhibición. Por otro lado, quieren ver lo que compran. Así que los traigo yo.
    —¿Los traes acá?
    —En la parte de atrás de mi camioneta. Tengo un arreglo con los muchachos del puesto de control. También ellos tienen que comer. Todos comen; ésa es la regla de oro.
    —¿Y el capitán Marchenko?
    —Se muere de la envidia. Sin embargo, los administradores de la Zona, en su sabiduría, me han dado el control del depósito, sin interferencia del capitán, porque entienden que la milicia es corrupta y poco con fiable. Todos los días me levanto antes del alba para asegurarme de que las cosas marchen bien. Sobre todo, soy confiable. Por lo tanto, esa multitud de vehículos de allá afuera es toda mía.
    —¿Y con cada automóvil va un dosímetro gratis?

    Ahora que Arkady lo pensaba, había algo del exilio de Napoleón en el orgullo de Bela por su ejército de vehículos radiactivos en su espléndido aislamiento.

    —¿Y con cada automóvil va un dosímetro gratis? — repitió.
    —Ni siquiera bromees con esos temas. Deberías disfrutar de las cosas más hermosas de la vida —Bela tomó una caja que decía: Chicas acompañantes de Moscú—. Puedo mostrarte pornografía rusa, japonesa, estadounidense. Doblada o en su idioma original, aunque no tiene mucha importancia. ¿Te gustan los deportes? ¿Hockey? ¿Fútbol? — otro estante de cintas—. Películas clásicas, dibujos animados, historia natural. Lo que se le antoje a tu fantasía. Abriré una caja de bizcochos, serviré un poco de licor y nos relajaremos —el administrador lo decía como si fuera el final de un día en una isla tropical.
    —La verdad, yo traje una. — Arkady le dio la cinta de Vanko.
    —Sin etiqueta. ¿Acción de aficionados? ¿jueguitos de manos? ¿Una cámara en el baño?
    —No sé por qué, pero lo dudo.
    —¿Pero podría ser?

    Bela cambió de cintas, ansioso. Mientras miraba el video de Vanko, la cara del administrador del depósito expresó primero sorpresa y luego decepción, como si hubiera comido sal en vez de azúcar.


    13


    La estepa estaba blanda. La estepa era una vasta llanura que brillaba de charcos y ríos como tirabuzones y evocaba una tristeza nostálgica. La poesía era estentórea, para provocar un fervor patriótico, pero el pan era grueso como almohadas, y el pan siempre ganaba contra la poesía. La belleza ucraniana era hija de la historia: los luminosos ojos de corza y la piel clara de los eslavos, en mejillas tártaras. Al menos así era la belleza común. Calina probablemente era así, pensó Arkady.

    Eva no era tan blanda. Su piel clara y el cabello negro —negro como las plumas del cormorán, líquido al tacto— imponían una contradicción. Sus ojos eran espejos oscuros. Su cuerpo parecía famélico pero era fuerte como un roble, y Arkady pensó que habría interpretado a un excelente diablillo en el infierno, acosando con una horquilla a pecadores lentos y blancuzcos. Debería haber nacido en un paisaje de llamas y lava burbujeante. Luego recordó que, en parte, así era.

    Eva yacía en la cama como una paciente en la camilla del consultorio, y le movió la mano con la suya de modo que la palma de Arkady apenas le rozaba la piel.

    —La Zona es el paso siguiente de la evolución —dijo.
    —Has estado hablando con Alex.
    —Sí, pero él sabe qué buscar, y tú no. Una fisura del paladar —a su boca—. Un labio leporino —a la cicatriz de la base del cuello—. Cáncer de tiroides.
    —No tenemos por qué hacer esto.
    —Pero lo hacemos.

    A su pecho. Tembló bajo la palma de Arkady.

    —Corazón de Chernobil, literalmente un agujero en el corazón —hizo que los dedos de él resbalaran por las costillas—. Los huesos y la médula. Leucemia —y más allá—. Cáncer de páncreas e hígado. — A un mechón negro de vello púbico.— Cáncer de los órganos genitales. Para no hablar de una amplia variedad de tumores, mutaciones, la pérdida de un brazo, de una pierna, anemia, rigidez, imbecilidad. Sólo quiero que sepas en lo que te estás metiendo.
    —Estoy aprendiendo.

    Continuó Eva:

    —Cuando ocurrió el accidente, cuando la gente se enteró de lo que había pasado, no actuaron con gran nobleza. Atacaron los trenes; todos querían salir de Kiev lo más rápido posible. Acaparaban las tabletas de yodo, aunque de todos modos ya era demasiado tarde para que surtieran efecto. Todos estaban borrachos, y todos se acostaban con todos. Si quieres saber cómo reaccionará la gente cuando llegue el fin del mundo, será así. A la gente de Chernobil y Pripyat la mandaron a otras partes del país, donde no los querían. ¿Quién querría tener en su casa a alguien radiactivo, entonces o ahora? La gente se volvió muy hábil para distinguirnos. Para preguntamos nuestra edad y de dónde veníamos. No los culpo para nada. ¿Te quedas a pasar la noche?
    —Tengo que salir un rato, pero volveré.
    —¿Sí?
    —Sí. Tengo una pregunta: en el cementerio de la aldea, ¿cuándo enterraron al último nieto? ¿De quién era?
    —No importa. Todos han enterrado a un nieto allí.
    —¿Contra las regulaciones de la Zona?
    —Toda su existencia va contra las regulaciones de la Zona.
    —¿El apellido Obodovsky te resulta conocido?
    —No, y basta de preguntas —volvió a tomarle la mano y repitió el recorrido desde la boca hasta el temblor de su pecho y la concavidad suave de sus caderas—. Te haré volver —susurró—. Te dejaré tan exhausto que no podrás levantarte de la cama —levantó la cabeza cuando él la penetró, y lo besó con ferocidad en la boca y siguió aferrándolo como si soltarlo significara caer de la faz de la Tierra—. ¿Sabes lo que quiero?
    —¿Qué quieres?
    —Quiero que se vayan los muertos.
    —Ignóralos.
    —No puedo.
    —Es más fácil si lo hacemos juntos.

    Al cabo de un minuto ella dijo:

    —Tienes razón. Mucho más fácil.
    —Por eso estamos acá.

    Arkady estaba ahí, sin la menor duda estaba ahí.

    En Pripyat la velocidad de la luz se reducía a una bruma flotante. Arkady había llegado en su motocicleta en hora, a las diez, y pasaron otros veinte minutos mientras oía alguna que otra pisada o entreveía el movimiento de una sombra que indicaba que los hermanos Woropay estaban asegurándose de que hubiera ido solo.

    Frente a la plaza se alzaban la municipalidad, un hotel, un restaurante, una escuela, todas cáscaras vacías. La luna transformaba en figuras grotescas los postes de alumbrado, convertía en una enorme antena la rueda gigante del parque de diversiones. Otras civilizaciones, cuando se extinguían, por lo menos dejaban monumentos imponentes. Los edificios de Pripyat eran, uno tras otro, una ruina prefabricada.

    Dymtrus Woropay surgió como un duende grande al lado de Arkady y ordenó:

    —Deja la moto. Sígueme.

    Más fácil decirlo que hacerlo. Los Woropay llevaban gafas de visión nocturna y se deslizaban en patines, que chasqueaban contra el cemento y atravesaban con suavidad el pasto. A pie podrían ser torpes, pero sobre ruedas se balanceaban en elegantes arcos. Arkady caminaba con brío mientras los hermanos, trazando círculos, entraban y salían de las sombras para guiarlo a lo largo de una arcada hasta un sendero que cruzaba lo que antes fue un jardín y ahora era un laberinto de ramas bajas. Nada detenía a los Woropay; atravesaron entre chapoteos unas aguas estancadas y apartaron malezas con los hombros hasta un edificio de dos pisos y columnas de piedra, con un mural de tubos de órgano y átomos: el antiguo teatro cultural de Pripyat. Taras, el hermano más joven, abrió las puertas de un puñetazo y soltó un grito salvaje al entrar en un vestíbulo. Dymtrus entró a los codazos y levantó los brazos por encima de la cabeza como si hubiera metido un gol.

    Cuando entró Arkady, los Woropay habían desaparecido. Los oyó a la distancia, pero en la oscuridad resultaba difícil ver hacia dónde habían ido, y obstaculizaban el camino unos bastidores apilados en el vestíbulo. ¿Qué dramas habían quedado abandonados allí, descansando mejilla contra mejilla por toda la eternidad? "Tío Vania, te presento a Anna Karenina." Por supuesto, también hubo representaciones infantiles. "Rey Ratón, te presento a Raskolnikov."

    Del fondo del teatro surgió un estrépito de teclas de piano; Arkady se abrió paso, entre los bastidores y el ruido de los estantes del guardarropa, hacia un corredor casi totalmente oscuro. Utilizó el encendedor para ver mientras avanzaba junto a una pared pintarrajeada con insultos, amenazas y crudas ilustraciones de anatomía. Ya había estado en el teatro, pero de día. La oscuridad no avisaba de los vidrios rotos en que se resbalaban los pies ni de los cables colgantes que le rozaban en la cara.

    Por fin Arkady llegó a tientas a un telón corrido y unas cuerdas y la luz de una lámpara de querosén. En el escenario había un piano con teclas rotas y otras que faltaban, y Taras Woropay tocaba mientras cantaba:

    —"No siempre puedes conseguir lo que quieres, ¡pero consigues lo que necesitas!" —entretanto Dymtrus, levantadas las gafas de visión nocturna, patinaba y bailaba locamente de un lado al otro del escenario.

    Los asientos para el público eran gradas de bancos rojos salpicados de sillas y mesas rotas, botellas y colchones, como muebles arrojados por las escaleras de una casa. La sombra de Dymtrus estampaba las paredes. Habían arrastrado un sofá al otro lado del piano, donde se hallaba acostado Karel Katamay, apoyado en unas almohadas y cubierto con chales. Arkady apenas reconoció al skinhead que había visto en fotografías en la casa del abuelo. Este Karel Katamay llevaba el cabello largo y trenzado con cuentas que le enmarcaban una cara blancuzca con ojos rosados. Una camiseta de hockey —de los Detroit Red Wings— le bailaba encima. Unos pensamientos pequeños, meditabundos, descansaban en frascos con agua alrededor del sofá, y tenía entre las piernas un litro de Evian. Arkady no sabía qué esperaba, pero no aquello. Había leído descripciones de la corte de la reina Isabel. Eso era lo que parecía Karel Katamay: una Reina Virgen empolvada, con dos cortesanos zafios. Su cabeza descansaba en una almohada de satén, que en una punta tenía bordado: "fe ne regrette ríen", "no me arrepiento de nada". Cuando sonrió, divertido por la imagen de Dymtrus que giraba como endemoniado, mostró unas encías carnosas.

    —"¡Consigue lo que necesitas!, ¡necesitas!, ¡necesitas!"

    Taras se desplomó sobre las teclas mientras su hermano serpenteaba de modo vertiginoso sobre el escenario y Katamay hacía más el gesto de aplaudir que juntar las manos de veras.

    Dymtrus se tranquilizó y señaló en dirección a Arkady.

    —Lo traje.
    —Una silla —la voz de Katamay no era mucho más que un susurro, pero Dymtrus saltó de inmediato del escenario a buscar una silla entre los bancos y ponerla frente al sofá, de modo que los ojos de Arkady y Karel Katamay quedaran al mismo nivel. De cerca, Katamay parecía dibujado por un niño.
    —No tienes buen aspecto —dijo Arkady.
    —Estoy jodido.

    Su nariz empezó a gotear. Katamay oprimió la sangre con una toalla, de una manera ligera, casi elegante. Una toalla usada, a juzgar por las manchas marrones.

    —Resfrío de verano —explicó—. ¿Así que querías saber del ruso muerto que encontré?
    —Sí.
    —No hay mucho que decir. Un pesado que conocí en una aldea.

    La ronquera de su voz bajaba el volumen a un nivel de intimidad, como si fueran dos individuos de teatro hablando de una producción que planeaban presentar en ese mismo escenario. Katamay dijo que nunca antes había visto al ruso y que no podía saber si el muerto era ruso, ya que faltaban sus papeles: Lo encontró por la mañana, tirado de espaldas, la cabeza contra la puerta del cementerio, ensangrentado pero no demasiado, duro por el pleno rigor mortis, mordido por los lobos. Katamay encontró el cuerpo por casualidad, con un ocupante ilegal al que ya conocía de vista, un tipo llamado Seva, de unos cuarenta años, al que le faltaba el meñique de la mano izquierda. Arkady tomó notas por si después los Woropay querían pisotear algo: las notas eran un buen blanco. Pero en presencia de Katamay eran como perros atentos a la voz de mando, y resultaba evidente que se les había ordenado mantenerse quietos.

    —Sólo unas preguntas. ¿Cómo estaba vestido el muerto?
    —Era rico. Ropa cara.
    —¿Lindos zapatos?
    —Zapatos hermosos.
    —¿Bien cuidados?
    —Maravillosamente.
    —¿No embarrados?
    —No.
    —La camisa estaba húmeda. ¿Limpia o sucia?
    —Unas cuantas hojas, creo.
    —¿Así que lo habían dado vuelta?
    —¿Qué quieres decir?
    —Un hombre que se cae muerto en la tierra no rueda mucho
    —Quizá no estaba muerto todavía.
    —Es más probable que alguien lo haya dado vuelta para sacarle el dinero y arrojar los documentos después. ¿Encontraste algo más en el cuerpo? ¿Indicaciones, fósforos, llaves?
    —Nada.
    —¿Llaves del auto? ¿Las dejó en el auto?
    —No sé.
    —¿No notaste que le habían cortado la garganta?
    —Estaba bajo el cuello de la camisa, y no había tanta sangre.

    Además, lo atacaron los lobos.

    —¿Lo movieron? ¿Lo desgarraron?
    —No lo movieron. Tiraron un poco de la nariz y la cara, lo suficiente para sacarle un ojo.

    Lindo cuadro, pensó Arkady.

    —¿Los lobos sacan los ojos?
    —Comen cualquier cosa.
    —¿Viste sus huellas?
    —Enormes.
    —¿Viste un auto, o huellas de neumáticos?
    —No.
    —¿Dónde estaba la gente de la aldea, los Panasenko y sus vecinos?
    —No sé.
    —La gente de las aldeas negras no tiene muchos entretenimientos. Son bastante curiosos con los visitantes.
    —No sé.
    —¿Por qué estabas ahí ese día?

    Intervino Dymtrus:

    —Basta. Tiene un millón de preguntas.
    —Está bien, Dyma —dijo Katamay—. Por órdenes del capitán, estábamos haciendo un conteo de los aldeanos de la Zona, y de los objetos de valor.
    —¿Como los íconos?
    —Sí.
    —¿Quieres parar un minuto y tomar algo?
    —Sí —Katamay bebió unos sorbos de agua francesa y se rió contra el pañuelo. Por si escupe sangre, pensó Arkady—. Todavía no entiendo lo de Wayne Gretzky. Dime la verdad, ¿conoces a Gretzky?
    —No —susurró Arkady—, no lo conozco, como tú tampoco conoces a un ocupa llamado Seva que no tiene el dedo meñique.
    —¿Cómo te diste cuenta?
    —Por el detalle raro. Si vas a mentir, hazlo simple.
    —¿Sí?
    —A mí siempre me ha dado resultado. Dame tus manos.

    Los Woropay se movieron ansiosos, pero Katamay tendió las manos, con las palmas hacia arriba. Arkady las dio vuelta para mirar las uñas violáceas. Indicó a Katamay que se inclinara hacia adelante y alzó la linterna para observarle los zarcillos de capilares sangrantes en la parte blanca de los ojos.

    —Bueno, dime la verdad —dijo Katamay—. ¿Estoy jodido o no estoy jodido?
    —¿Cesio?
    —Jodido al máximo.
    —¿Hay tratamiento?
    —Puedes tomar azul de Prusia; se lleva el cesio al pasar por el cuerpo. Pero hay que administrarlo dentro de los nueve días. No fue así. No tiene sentido ir al hospital ahora.
    —¿Qué pasó? ¿Cómo te expusiste?
    —Ah, eso es otra historia.
    —Tal vez no. Tres hombres sufrieron envenenamiento con cesio; tu ruso, su socio comercial y tú. ¿No crees que están relacionados?
    —No sé. Depende de cómo lo mires. La historia se mueve de maneras extrañas, ¿eh? Hemos atravesado la evolución, ahora atravesamos la desevolución. Todo se está desmoronando. No hay fronteras ni divisorias. No hay límites ni tratados. Terroristas suicidas, niños con armas. Sida, Ebola, Vaca Loca. Todo se está desmoronando. Yo me estoy desmoronando.

    Karel se hallaba tanto peor que Pasha y Timofeyev, que Arkady tuvo que preguntar:

    —¿Ingeriste cesio de algún modo? ¿Cómo?
    —Por torpe. Estoy sangrando por dentro. No tengo plaquetas. Ni paredes estomacales. Estoy infectado. Si accedí a verte, fue para decirte que mi familia no tuvo nada que ver con esto. Y tampoco Dymtrus y Taras —Katamay dejó de hablar por un espasmo de tos húmeda. Los Woropay actuaron con solicitud de enfermeros, enjugándole la sangre de los labios. Levantó la cabeza y sonrió—. Mucho mejor que un hospital. Hice mi debut teatral acá, con Pedro y el lobo. Yo hacía de lobo. Me creía un lobo hasta que me encontré con uno de verdad.
    —¿Quién?
    —Lo sabrás a su debido tiempo. Nos estamos yendo de tema. Sólo el ruso que encontré, convinimos.
    —Su automóvil. Tú lo remolcaste. ¿Había algo adentro? ¿Papeles, mapas, indicaciones?
    —No.

    Arkady revisó sus notas.

    —Su reloj, ¿dijiste que era un Rolex?
    —Sí. Ah, ésa fue artera. Me atrapaste —Katamay levantó un brazo para mostrar un Rolex de oro con aspecto de bisutería.

    Dymtrus le pegó a Arkady en la nuca. Evidentemente no apreciaba la lesa majestad.

    Dijo Katamay:

    —No, no, lo justo es justo. Me atrapó. No importa, de todos modos.
    —No, ¿no? — dijo Arkady.
    —Devuélvele su arma a Dymtrus. Está incómodo.
    —Cómo no.

    Arkady devolvió la pistola a Dymtrus, que murmuró:

    —Gretzky.

    Katamay calló un momento para recuperar el aliento.

    —En el automóvil había un mapa y un pase para los puestos de control e indicaciones.
    —¿Para llegar adónde, exactamente?
    —A la aldea.
    —¿Dónde están ahora las indicaciones y el mapa?
    —No sé.
    —¿Los viste cuando encontraste el cuerpo o cuando remolcaste el automóvil?
    —Cuando encontramos el cuerpo.
    —Dices que encontraste el cuerpo mientras estabas haciendo un sondeo en las casas. La puerta del cementerio queda a veinticinco metros de la casa ocupada más cercana. ¿Por qué estabas en la puerta?
    —No recuerdo.
    —¿Quién era el ocupante ilegal? ¿Él te llevó a la puerta?

    Katamay hizo una pausa, como un corredor sin aliento, hasta que juntó fuerzas.

    —Hulak.
    —¿Boris Hulak? ¿El muerto que sacaron del estanque de refrigeración?
    —Bastante simple. ¿Contento? — Karel Katamay se hundió en los almohadones, casi invisible.
    —¿Y tú?
    —El lobo —murmuró Katamay—. La historia de mi vida.

    Mientras Arkady pasaba en la motocicleta ante el sarcófago, sentía que el monstruo se movía dentro de sus láminas de acero y su alambre de púas. Pero el monstruo no estaba sólo allí. Paseaba en una rueda de la fortuna, remolineaba por un torrente sanguíneo, se filtraba en el río, se alojaba en un millón de huesos. ¿Qué leitmotiv para esa clase de monstruo? Un chelo ominoso. Una sola nota. Sostenida. Por cincuenta mil años.

    A medida que Arkady se acercaba a la salida hacia la cabaña de Eva, cada cartel de radiación que pasaba le sonaba como el golpe de un hacha. No tenía que volver atrás. Ella no respondería ninguna pregunta. Ella era una complicación. La verdad era que, después de un contacto tan cercano con Karel Katamay, una parte de Arkady no anhelaba nada más que una oportunidad de quemar su propia ropa, fregarse con piedra pómez y marcharse lo más lejos posible.

    Sola, la motocicleta parecía encontrar su camino. Arkady avanzó sobre el traqueteo del puente y junto a inflorescencias colgantes hasta la casa entre los abedules, donde la encontró sentada en la cama, en bata, fumando, con un vaso contra el pecho y un cenicero entre las piernas. Daba la impresión de haberse quedado mirando un agujero en la puerta desde que él se había marchado.

    Arkady preguntó:

    —¿Estamos bebiendo?
    —Estamos bebiendo.

    En el aire había una agudeza que indicaba que no bebía agua.

    —¿Crees que bebemos demasiado?
    —Depende de las circunstancias. Antes, por las tardes revisaba los legajos de los pacientes, pero desde que tú llegaste estoy tratando de comprender quién eres. Cuando tenga la respuesta quizá no quiera estar sobria.
    —Pregúntame a mí —trató de tomar la botella, pero ella la retuvo.
    —No, no, tú eres el Hombre Pregunta. Alex dice que la mayoría de la gente deja de preguntar por qué a los diez años, pero tú no paraste nunca.
    —¿Alex estuvo acá?
    —¿Ves? El problema es que yo odio las preguntas y eso de meterse en la vida de los demás. No veo mucho futuro para nosotros.

    Arkady acercó una silla a la cama y se sentó. Estar con Eva era como mirar a un pájaro golpearse contra un vidrio. Cualquier cosa que él hiciera podía ser desastrosa.

    —Bueno, tenía una pregunta, sí.
    —Nada de preguntas.
    —¿Cuál es tu opinión de Noé? — preguntó Arkady.
    —¿El de la Biblia?
    —La Biblia, el Diluvio, el Arca.
    —Eres extraño —la sintió darle vueltas a la pregunta, tratando de entender su punto de vista—. Mi opinión de Noé no es buena —respondió—; mi opinión de Dios, menos buena todavía. ¿Por qué diablos lo preguntas?
    —Estaba pensando: "¿Por qué Noé? ¿Era carpintero o marinero?".
    —Carpintero. Lo único que tenía que hacer era flotar, y ocuparse de los malditos animales. No era que fuera a ninguna parte.
    —¿Cómo lo sabes?
    —Dios le habría dado indicaciones.
    —Tienes razón —si Timofeyev había ido desde Moscú hasta Ucrania, a una pequeña aldea que nunca había visto antes, habría necesitado indicaciones—. ¿Crees que el Arca podría haber andado acá?
    —¿Por qué no? Es un lindo lugar —respondió Eva—. Lleno de polacos, judíos, rojos y blancos asesinados, y ni hablar de las víctimas que Stalin mató de hambre o ahorcaron los alemanes, pero lindo a pesar de todo. La mejor leche, las mejores manzanas, las mejores peras. Antes pasábamos el verano en el río, en botes o en la playa. Me recostaba sobre una toalla en la playa y contemplaba las nubes esponjosas y soñaba con bailar y viajar a países extranjeros donde conocería a un pianista famoso, un genio apasionado, y me casaría con él y tendría seis o siete hijos. Viviríamos en Londres, pero siempre pasaríamos los veranos acá. Te dejaré adivinar: ¿qué parte de eso no he logrado?
    —¿Es una pregunta tramposa?
    —De ningún modo. Una pregunta tramposa es: ¿cuánto tiempo te quedarás? ¿Cuándo desaparecerás de repente? La gente hace esas cosas. Vienen por una o dos semanas y, paf, después desaparecen, llevándose sus historias fascinantes de la vida con los nativos exóticos de la Zona.
    —Bailemos —Arkady tomó el vaso.
    —¿Eres buen bailarín?
    —Espantoso, pero recuerdo que bailaste con Alex.
    —Tú bailabas con Vanko al final.
    —No era lo mismo.
    —¿Lento?
    —Por favor.

    Ella bajó de la cama y fue hasta un reproductor de casetes.

    —Un vals a medianoche. Qué romántico. Eres sorprendente. Puedes cortar trigo como un granjero y puedes bailar.
    —Yo mismo me sorprendo.
    —Un vals a medianoche en Chernobil; eso sí que es darle una patada en los dientes a la muerte.
    —Exacto.

    La tomó en sus brazos y ejecutó unos pasos de práctica. Era increíblemente liviana para ser tan problemática.

    Sonó el teléfono de Arkady.

    —Ignóralo —pidió Eva.
    —Sólo veré quién es.

    Supuso que sería Víctor o Zhenya, pero era Zurin, el fiscal, que llamaba desde Moscú.

    —Buenas noticias, Renko. Lamento llamarlo en plena noche. Lo traemos a casa.

    Arkady demoró un momento en absorber la noticia.

    —¿De qué habla?
    —Vuelve a Moscú. Le compramos un pasaje en el vuelo de Aeroflot de las seis de la mañana. El pasaje lo estará esperando en el mostrador del aeropuerto. ¿Qué me dice?
    —No he terminado.
    —No es un fracaso, en absoluto. Ha estado trabajando mucho, estoy seguro. Sin embargo, hemos decidido terminar el tema en Chernobil, por lo menos del lado ruso. Creí que estaría encantado.

    Arkady se apartó de Eva.

    —El lado ucraniano de la investigación no existe.
    —Peor para ellos. Este asunto tendría que haber sido responsabilidad de los ucranianos desde el principio. No pueden depender siempre de nosotros para hacer sus deberes.
    —La víctima era rusa.
    —Asesinada en Ucrania. Si lo hubieran matado en Francia o Alemania, ¿habríamos investigado nosotros? Por supuesto que no. ¿Por qué Ucrania debería ser diferente?
    —Porque lo es.
    —Querían ser independientes; ahora lo son. Siempre hay un problema de recursos humanos. No puedo tener un investigador en Chernobil por tiempo indefinido. Con riesgo para su salud, permítame agregar.
    —Necesito más tiempo —insistió Arkady.
    —Que se convertirá en más tiempo y más tiempo. No, ya se ha decidido. Vaya al aeropuerto, tome el primer vuelo y espero verlo en mi despacho mañana al mediodía.
    —¿Y Timofeyev?
    —Por desgracia, murió en el lugar errado.
    —¿E Ivanov?
    —Lo mismo. No vamos a reabrir un caso de suicidio.
    —No he terminado todavía.
    —Una última cosa. Antes de venir a mi despacho, dúchese y queme su ropa —ordenó Zurin, y cortó.

    Eva volvió a llenar los vasos como una buena camarera de bar.

    —¿Órdenes de partida? Y de aquí, ¿adónde irás? Debes ir a alguna parte.
    —No lo sé.
    —No te pongas tan triste. No puedes quedarte acá para siempre. En Moscú deben de estar matando a alguien.
    —Seguro.
    —¿Durante cuánto tiempo puedes acostarte con una mujer radiactiva? Yo diría que no mucho.
    —Tú no eres radiactiva.
    —No me contradigas; la médica soy yo. Sólo necesito entender la situación, el pronóstico. Me dio la impresión de que te vas pronto.
    —No depende de mí.
    —¿Ah, no? Te había tomado por otra clase de hombre.
    —¿Qué clase?
    —Imaginario —Eva esbozó una sonrisa—. Disculpa, es injusto. Lo estabas disfrutando tanto, y yo te estaba disfrutando a ti. "Nunca pinches una burbuja" es una buena regla. Pero deberías alegrarte de irte. Fin del exilio, de vuelta entre los vivos.
    —Eso me dijeron —sentía que su mente se precipitaba en diez direcciones.
    —En el fondo, ¿no te sientes un poquito feliz, un poco aliviado de que hayan sacado la decisión de tus manos? Me siento feliz por ti, si de algo te sirve.
    —No, no me sirve.
    —Lo mismo da, porque en realidad no creo que fuéramos la pareja ideal. Es evidente que tú odias el histrionismo, y yo soy histriónica por demás. Y ni hablar de la mercadería dañada. ¿Cuándo te vas, exactamente?
    —Tengo que irme ahora.
    —Ah —la sonrisa empezó a zozobrar—. Qué rápido. Apenas un poco más que un encuentro de una sola noche —bebió medio vaso de un trago y lo dejó—. No es samogon. Siempre tendremos nuestra fiesta de samogon. Bueno, dicen que las despedidas cortas son las mejores.
    —Volveré en un día. Dos a lo sumo.
    —No te… —se cerró la bata y tomó la pistola cuando se le acercó. Unas vetas brillantes le corrían por la cara—. La Zona es un club exclusivo, un club muy exclusivo, y acabas de ser expulsado. Así que vete.


    14


    Arkady encontró a Bobby Hoffman sentado con un farol en el jardín de atrás, rodeado de rosales salvajes y cañas espinosas que tendían sus ramas en la oscuridad. Alguien había puesto alguna vez unas colmenas en el jardín, y todavía prosperaba una colonia de abejas; una docena habían salido atraídas por la luz, a pesar de la hora. Bobby dejó que una le caminara por el dorso de una mano a la otra y alrededor de los dedos como un truco con una moneda. Otras deambulaban por su sombrero.

    —Mi padre criaba abejas en Long Island. Era su pasatiempo. A veces se ponía máscara de apicultor, pero en general no. En los inviernos fríos llevaba las colmenas a Florida. Me encantaba ese viaje. Cigarro apagado en la comisura de la boca. No lo encendía nunca cuando estaba con las abejas. Los vecinos se quejaban. "Señor Hoffman, ¿y si pican?" Mi padre contestaba: "¿Le gustan las flores, le gustan las manzanas, le gustan los duraznos? Entonces aguante a las putas abejas". Un año, sólo para hacer prevalecer su punto de vista, me mandó por el barrio a cobrarle dinero a la gente, según la cantidad de flores y árboles frutales que tenían, como si fuera nuestro derecho cobrarles una especie de impuesto… Yo también cambié. A los trece años hice el bar—mitzvan, y mi padre me llevó al Copa, un club. Lo conocían todos. Hizo que una de las coristas se sentara en mi falda, y le regaló un broche con forma de abeja, con ojos de diamante. Todo lo hacía con exageración. Si le caías bien, adentro. Si no, olvídalo. En uno de nuestros paseos al sur, un par de idiotas del lugar vieron la placa de nuestro automóvil y preguntaron si yo era un niño judío de Nueva York. Mi padre casi los mata a golpes. El gerente del hotel tuvo que separarlo. Eso era lealtad. La primera vez que vi a Pasha, le dije: "Por Dios, es el viejo".
    —Tenemos que irnos —dijo Arkady.
    —El viejo era íntimo de los irlandeses. Lo creían irlandés porque tomaba y cantaba y peleaba. ¿Mujeres? Como abejas. Mi madre le decía: "¿Así que has estado con tus shiksa Ho'ans?". Era muy religiosa. Lo gracioso es que él también era estricto en cuanto a mi educación en una escuela judía religiosa. Me decía: "Hijo, lo que hace especiales a los judíos es que no sólo adoramos a Dios sino que tenemos un contrato escrito con él. Es la Torá. Si entiendes la letra pequeña de la Torá, puedes entender la letra pequeña de cualquier cosa".
    —Dígaselo de nuevo —lo urgió Yakov. Estaba vigilando la calle.

    Arkady informó:

    —Me llamó el fiscal Zurin para darme la orden de regresar a Moscú. Lo ponía contento la idea de mantenerme acá para siempre, así que se me ocurre una sola razón para que me llame tan de repente: el coronel Ozhogin viene para acá.
    —¿Recuerdas al simpático policía? — dijo Yakov.
    —¿El capitán Marchenko, en el café? — le recordó Arkady a Bobby—. El que quería saber a qué te dedicabas, ¿recuerdas? Creo que se le encendió la lamparita. Me parece que llamó a Ozhogin y, a juzgar por la urgencia en la voz de Zurin, Ozhogin debe de haber requisado un jet de la empresa para venir a buscarte. No a arrestarte; para eso me habrían dejado acá.
    —¿Quiere darle una paliza a Bobby? — preguntó Yakov—. Podemos dejar que agarre a Bobby unos diez minutos. Un poco de dolor.

    Bobby rió despacio, como para no molestar a las abejas que paseaban por su sombrero.

    —No habrá tomado un avión desde Moscú sólo para jugar diez minutos a "Apalear al judío".
    —No será sólo castigo… —contestó Arkady—. También está la amenaza a NoviRus mientras andes suelto.

    Bobby se encogió de hombros, y Arkady pensó que, día tras día, Bobby se había vuelto cada vez más flemático.

    —No son más que conjeturas de tu parte —dijo Bobby—. No tienes ninguna prueba de que el coronel viene para acá.
    —¿Quieres esperar para averiguarlo? Si me equivoco, sales de la Zona un día antes. Si estoy en lo cierto y te quedas, no vas a durar ni un día. ¿Qué ha sido del antiguo Bobby Hoffman escurridizo?
    —Se cansó.
    —¿Qué le pasó a tu padre? — preguntó Yakov.
    —La cárcel lo mató. Los federales lo mandaron adentro sólo para que delatara a sus socios. Él era un individuo leal, y no nombró a nadie, así que le daban cada vez más años. Seis años adentro; tenía diabetes y mala circulación. ¿Pero tratamiento médico decente? Empezaron a cortarlo, primero una pierna y después la otra. Agarraron a un hombre alto, como mi padre, y lo convirtieron en un enano. Las últimas palabras que me dijo fueron: "Nunca dejes que te metan adentro, o volveré de la tumba para cagarte a patadas". Cuando pienso en él recuerdo cómo era antes de que lo mandaran adentro, y cada vez que veo una abeja sé lo que estaría pensando el viejo: ¿Adónde va ese bichito? ¿A una flor de manzano? ¿A un peral? ¿O sólo anda zumbando al sol?
    —Pero no está esperando que alguien lo pise —contestó Arkady.

    Bobby parpadeó.

    —Touché.
    —Hora de irse, Bobby.
    —¿En más de un sentido? — dijo, con una sonrisa triste, pero alerta.
    —El dormitorio. Es un trayecto corto y está oscuro.
    —¿No vamos en el auto?
    —No. No creo que tu auto pueda pasar por un puesto de control en este momento.
    —¿Ozhogin llamó para avisar?
    —Ozhogin quiere encontrarte acá cuando llegue.
    —¿Por qué haces esto? ¿Qué ganas tú?
    —Un poco de ayuda.
    —Un quid pro quo: También algo para ti.
    —Correcto. Hay algo que quiero ver.

    Bobby asintió. Con delicadeza sopló la abeja de sus dedos, se puso de pie y se sacó las abejas de la chaqueta, se quitó el sombrero y, con suaves soplidos, las hizo volar del ala.

    Arkady llevó a Bobby y Yakov hasta la habitación contigua; oyó las vagas aclamaciones de un estadio alborotado, y golpeó.

    Como no respondió nadie, con la tarjeta telefónica que le había dado Víctor hizo saltar el cerrojo. El profesor Campbell estaba sentado en una silla, los ojos cerrados y la cabeza caída sobre el pecho, tieso como una momia, una botella vacía a sus pies. Los envases vacíos sobre el escritorio reflejaban la luz mortecina del televisor, donde se veía un partido de fútbol y una multitud que se balanceaba y cantaba su himno de batalla.

    Arkady escuchó la respiración de Campbell, que era profunda y olía casi a combustible.

    —¿Muerto o borracho? — preguntó Bobby.
    —Parece estar bien —respondió Yakov.
    —¿No podías robar un uniforme más grande? Me siento como una gallina atada.

    Bobby se acomodó en una silla junto a Campbell, a mirar el partido. Era un casete de dos equipos británicos que jugaban fútbol al estilo guerra de trincheras, despojado de las florituras latinas. Arkady dudaba mucho que Bobby Hoffman fuera un fanático del fútbol; era más bien como si supiera lo que venía. Arkady sacó el casete.

    —¿Hay béisbol? — preguntó Bobby.
    —Tengo esto —Arkady puso el casete de Vanko en la videograbadora y oprimió el botón PLAY.

    Chernobil, día, exteriores: la esquina del café, comedor y dormitorio común, tomados con una cámara de mano. Para ambientar, un monumento a los bomberos, una estatua de Lenin sacando pecho, árboles recubiertos del verde intenso de principios de primavera. Una telefoto de un ómnibus que se aproximaba subiendo y bajando por un camino sinuoso, y se sumaba a una larga fila de vehículos. Salto a ómnibus estacionados en la playa del dormitorio y cientos de hombres de barba, a primera vista idénticos, con sus trajes y sombreros negros, desembarcando y pululando. Al mirar con atención, se veía que eran de todas las edades, incluidos jóvenes con rizos a los costados de la cara. Y un ómnibus separado de mujeres, con pañuelos en la cabeza. Un par de milicianos con la expresión hosca de los desposeídos. Un primer plano del capitán. Marchenko, estrechando la mano y dando la bienvenida a un hombre cuya barba le ocultaba la expresión.

    —Esto lo grabó Vanko el año pasado —comentó Arkady.

    Una marcha desorganizada —acompañada por un murmullo en hebreo e inglés estadounidense— llenaba la calle y ocupaba la acera, tratando de no adelantarse mucho a los patriarcas de barba que se desparramaban como seda deshilachada. Venían de Nueva York e Israel, dijo Yakov; allí era donde estaban ahora los judíos de Chernobil. Un breve borrón mientras Vanko corría adelante con la cámara encendida. Corte al búnker de la tumba del rabino. El rabino Nahum de Chernobil, dijo Yakov. Un gran hombre, de los que veían a Dios en todas partes. Los visitantes miraban a un anciano que se sacaba con dedos artríticos los zapatos y entraba. Yakov aclaró que una de las tumbas era del rabino Nahum, y la otra, de su nieto, también rabino. Arkady recordaba el poco espacio que había en el sepulcro, y sin embargo parecía tragar a hombre tras hombre, todos descalzos y con el aspecto de estar caminando en el aire. Un plano de la multitud extática, y allí estaba, en el borde, Bobby Hoffman, con su traje y su sombrero, pero sin barba que ocultara su expresión de sufrimiento.

    Arkady se preguntó si algún rabino, vivo o muerto, podría cumplir con las expectativas de las personas que esperaban su turno para entrar. Muchos llevaban cartas, y él sabía lo que pedían: salud para los enfermos, descanso para los agonizantes, seguridad para el tirabombas suicida. Arkady puso el casete en cámara lenta para captar a Bobby, saliendo de la fila cuando se hallaba a punto de entrar. Para todos los demás era un curioso esparcimiento, como si estuvieran jugando en el regazo del abuelo. Los hombres cantaban y bailaban, las manos en los hombros del de adelante, serpenteando de un lado a otro de la calle. Bobby se mantenía aparte y se movía sólo para esquivar la cámara. Cuando la gente desenvolvió sándwiches y se puso a comer, Bobby desapareció. Vanko enfocaba más baile, las continuas visitas a la tumba, luego una oración que rezaba una larga fila de hombres de pie frente al río.

    El graznido de la voz de Yakov se volvió sonoro:

    —Y'hay sh'ma! raho m'vorah, I'olam ulolma! Jolma! Jo —tradujo—: Bendito y alabado, glorificado y exaltado, ensalzado y honrado, adorado y loado sea el nombre del Sagrado, bendito sea. — Agregó—: el Kaddish, la oración de los muertos.

    La cámara mostraba a Bobby con los labios cerrados. Luego los ómnibus volvían a llenarse, formaban un convoy y emprendían el viaje de regreso a Kiev. En la habitación, Bobby dejó caer la cabeza en las manos.

    —¿Por qué viniste el año pasado, Bobby? — preguntó Arkady—. No visitaste la tumba ni cantaste ni bailaste ni rezaste. Me dijiste que viniste a investigar el procesamiento de combustible para reactores, y por cierto no hiciste eso. Llegaste en el ómnibus y te fuiste en el ómnibus, pero no hiciste nada. Entonces, ¿por qué viniste?

    Bobby alzó la vista, los ojos rojos y húmedos.

    —Me lo pidió Pasha.
    —¿Que visitaras la tumba? — preguntó Arkady.
    —No. Lo único que quería era que yo rezara, que dijera el Kaddish. Le dije que yo no hacía esas cosas. Pasha me contestó: "Ve, lo harás". Insistió tanto que no pude decirle que no. Pero llegué acá y no me importó. No pude.
    —¿Por qué?
    —No recé por mi padre. Murió en la cárcel, pero quería un Kaddish, en especial de mí, sólo que yo ya era un fugitivo debido a una permuta de acciones. Nada importante. La cosa es que lo eché a perder. ¿Y qué cuernos de bueno hizo Dios por mi padre, además? La mitad de la vida en la cárcel, una enfermedad que le hizo perder medio cuerpo, mi madre por esposa y yo por hijo. Así que renuncié a todo esto. Simplemente no lo hago.
    —¿Qué le dijiste a Pasha cuando volviste a Moscú?
    —Mentí. El único favor que me pidió en su vida, y lo engañé. Y él lo sabía.
    —¿Por qué te eligió a ti?
    —¿Y quién podía ser? Yo era su hombre de confianza. Además, una vez le dije que de niño había ido a una escuela religiosa. Yo, Bobby Hoffman. ¿Puedes creerlo?

    Antes de que las emociones acabaran con Bobby, Arkady quería aclarar los hechos.

    —¿Los hombres frente al río estaban rezando el Kaddish por los judíos asesinados en el pogromo?

    Bobby hizo, apenas, un gesto afirmativo.

    —¿Y para eso te envió Pasha desde Moscú? — continuó Arkady.
    —Tenía que ser Chernobil.
    —Para rezar aquí una oración por las víctimas del pogromo.

    Eso, al menos, quedaba claro. Bobby se rió:

    —No entiendes. Pasha quería un Kaddish por Chernobil, por las víctimas del accidente.
    —¿Por qué?
    —No me lo dijo, a pesar de que le pregunté. Y cuando volví a Moscú, nunca volvió a mencionarlo. Pasaron varios meses, y al parecer no hubo daños, pero entonces Pasha se tiró por la ventana, y Timofeyev vino acá y le cortaron la garganta.

    Bueno, ya se anunciaban los problemas, pensó Arkady. Aislamiento, paranoia, hemorragias nasales.

    Bobby continuó:

    —No sé por qué, pero no puedo dejar de pensar que si hubiera rezado cuando Pasha me lo pidió, hoy él y Timofeyev estarían vivos.
    —¿Había alguien vigilándote? — preguntó Arkady.
    —¿Quién iba a vigilarme?
    —La cámara.
    —¿Crees que hubiera importado? — replicó Bobby.
    —No sé.

    Por compasión, Arkady cambió el casete y fue al vestíbulo con Yakov.

    —Muy astuto —comentó Yakov. Los ojos le brillaban a la luz de la luna.
    —La verdad, no. Creo que Bobby ha tratado de decimos esto desde su llegada. Quizá por eso vino.
    —Ahora que lo ha hecho, ¿se le ocurre a usted alguna forma de sacarnos de acá?

    Arkady consideró la personalidad de Bela.

    —Confiable pero codicioso. ¿Cuánto dinero tiene usted?
    —Lo que él quiera, si llegamos a Kiev. Aquí, ahora, tal vez unos quinientos dólares.
    —No es mucho.
    —Es lo que nos ha quedado.

    No bastaba, pensó Arkady, y dijo:

    —Entonces tendrá que alcanzar. Mantenga a Bobby lo más callado posible y quítele los zapatos. Deje el televisor encendido; mientras la encargada crea que está acá, no entrará.
    —¿Conoce a Ozhogin?
    —Un poco. Primero vigilará su auto y la casa. Después saldrá al descubierto. Es más espía que militar; le gusta actuar solo. Tal vez traiga dos o tres hombres. Lo único que querrá de Marchenko es que mantenga cerrado el puesto de control. Cuando usted se vaya, lo seguiré.
    —No. Yo también actúo solo.
    —No conoce al coronel Ozhogin.
    —He conocido a cien Ozhogins —Yakov respiró hondo. Afuera, las siluetas de los árboles más altos comenzaban a insinuarse en la noche. Se oyó el primer canto de un pájaro—. Qué día. El rabino Nahum afirmaba que ningún hombre estaba más allá de la redención. Decía que la redención ya existía antes de la creación del mundo; tan importante es la redención. Nadie puede quitártela.

    Arkady entró en su habitación y empacó, aunque sólo fuera para dar la impresión de que se iba y obedecía las órdenes. Su vida —notas del caso y ropa— cabía en una pequeña maleta y un bolso marinero con espacio de sobra. Había vuelos a Moscú durante todo el día.

    Tenía opciones. Debería cambiarse la ropa camuflada, atar la maleta y el bolso al guardabarros posterior de la motocicleta y parecer cualquier empleado de oficina que salía temprano rumbo a la ciudad. Si corría, aún podría tomar un avión y llegar al despacho del fiscal al mediodía. ¿Qué le asignaría Zurin a continuación? ¿Había algún cargo para un investigador recién salido del permafrost, el suelo helado? Decían que la gente del Círculo Polar Ártico estaba llena de vida. Eso le causaba risa.

    Reparó, en la parte superior de su carpeta, en la solicitud de empleo de NoviRus. Le sorprendió ver que todavía la conservaba. Consideró las posibilidades. ¿Bancos? ¿Corretaje de Bolsa? ¿Seguridad o habilidades para el combate? No le elevó mucho la autoestima el hecho de darse cuenta de que no poseía ningún talento comercializable. Hubiese querido empezar la noche de nuevo, comenzando por la llamada de Zurin, y aclararle a Eva lo que estaba haciendo. No se iba, sólo ayudaba a un delincuente a escapar de la Zona. ¿Se sentiría mejor?

    Cuando llegó Arkady, Bela ya estaba levantado, tomando un café frente a CNN.

    —Siempre me gustar saber qué clima hace en Tailandia. Me imagino escuchando la lluvia suave mientras unas mujeres tailandesas me caminan por la espalda, masajeándola con los dedos de sus pies.
    —¿No rusas con botas?
    —Es otra historia muy diferente. No necesariamente mala. No juzgo a nadie. Es más, siempre me gustaron esas estatuas soviéticas de mujeres de grandes bíceps y tetas minúsculas.
    —Has estado acá demasiado tiempo, Bela.
    —Me tomo mis descansos. Consulto al médico. Camino por el depósito todos los días. Es una caminata de diez kilómetros.
    —Caminemos —propuso Arkady.

    Las dimensiones del depósito se apreciaban mejor a pie. Al despuntar el sol por el horizonte, los cañones en la sombra se convertían en las prolijas hileras de una necrópolis. Las filas interminables de vehículos contaminados evocaban los cientos de miles de soldados que habían cavado, destruido y quemado desperdicios radiactivos. Los camiones estaban allí; ¿dónde estaban los hombres?, se preguntó Arkady. Nadie les había seguido la pista.

    —Dos pasajeros —dijo Arkady—. Los sacas de acá como a tus clientes habituales.
    —Pero no son clientes habituales. Las cosas fuera de lo común me ponen nervioso.
    —¿Vender repuestos radiactivos es común?
    —Levemente radiactivos.
    —Vete mientras puedas.
    —Podría, sí. Debería estar disfrutando de los beneficios de mi trabajo, no viviendo en un cementerio. La situación con el capitán Marchenko se ha vuelto intolerable; el desgraciado vive tratando de hacerme echar.
    —¿Alguna vez revisa tu camioneta?
    —¡Que se atreva! Tengo más amigos arriba que él, porque soy generoso y reparto el dinero. Si lo piensas bien, acá tengo un negocio montado. Soy el único de la Zona con un buen negocio en marcha. Estoy bien situado.
    —Estás situado en medio de un basural radiactivo.

    Bela se encogió de hombros.

    —¿Por qué debería poner esto en peligro por dos hombres a los que no conozco?
    —Por quinientos dólares que no deberás repartir.
    —¿Quinientos? Si llamaras un taxi desde Kiev, te cobraría ida y vuelta, por dos personas, más equipaje, unos cien dólares, fácil. Y además no podría pasar el puesto de control.
    —¿Qué trasladas hoy?
    —Un motor. Tengo una camioneta especialmente equipada, con asientos para los clientes.
    —Entonces te acompañarán dos clientes, como de costumbre.
    —Pero intuyo desesperación. Desesperación significa riesgo, y riesgo significa dinero. Mil cada uno.
    —Quinientos por los dos. Tú vas de todos modos. La verdadera pregunta es por qué volverías.

    Bela abrió los brazos. Tintinearon sus cadenas y medallas.

    —Mira esto. Tengo miles de repuestos para vender.
    —Porque se te está cayendo el pelo. Mírate en el espejo. Bela se tocó el nacimiento del cabello.
    —Qué bromista. Por un segundo te creí.

    Arkady se encogió de hombros.

    —¿Y tu virilidad es normal?
    —¡Sí!
    —Quinientos por el transporte de dos hombres a Kiev, por un servicio que en general brindas gratis. La mitad al partir y la mitad al llegar, y sales de inmediato.
    —¿De inmediato? Estamos preparando el motor, pero no está listo —Bela miró de reojo el espejo lateral de un automóvil.
    —¿Sequedad en la boca?
    —Es el polvo; el viento lo levanta siempre.
    —No eres tan tonto como para creer eso. Todos rotan acá, menos tú. No quiero verte con una bolsa de dinero en una mano y un tubo intravenoso en la otra.
    —No me des sermones. Hace años que estoy acá, mucho antes de que te aparecieras, amigo mío —Bela se sacudió las mangas para quitarse el polvo.
    —A eso me refería, precisamente.
    —¡Cambio de tema!

    Doblaron por la esquina hacia una avenida de camiones pesados. En cien ventanillas se reflejaba un sol naranja disociado del suelo, del mismo modo en que una gota de lluvia cae y se dispersa, pero al revés. Hacia la mitad de la hilera había una lluvia de chispas.

    —Quinientos —Bela volvió a tocarse el cabello.
    —Detesto regatear —dijo Arkady—. ¿Por qué no hacemos lo siguiente? Limpia tu cepillo y cepíllate el cabello. Empezaremos con cinco mil. No, empezaremos con diez mil, y por cada pelo nuevo en el cepillo, restamos mil.
    —No me quedaría nada de dinero.
    —Y todavía no hemos mencionado que estás vendiendo mercadería del Estado en forma ilegal.
    —Es radiactiva.
    —Bela, eso no es un atenuante.
    —¿Ya ti qué te importa? Es mercadería ucraniana. Tú eres ruso.
    —Clausuraré tu local.
    —Confié en ti.
    —No es nada personal.
    —Quinientos.
    —Hecho.

    Para impedir que sacaran los motores más peligrosos, habían soldado los capos de algunos camiones. El soldador de Bela, de máscara y overol lleno de grasa, estaba cortando uno con una antorcha de acetileno. Había cerca una eslinga y una grúa para levantar el motor; después el soldador volvería a sellar el capó. Era un sistema perfecto. Arkady miró su dosímetro. El conteo marcaba el doble de lo normal. Bueno, ¿qué era normal?

    Animado por la negociación exitosa y la euforia de haber pasado la noche sin dormir, Arkady se desvió. En lugar de regresar directamente al dormitorio, fue a la cabaña de Eva a explicarle que, aunque debía presentarse en Moscú, en uno o dos días podía volver por su cuenta. Incluso si no le permitían ingresar otra vez en la Zona, ambos podían encontrarse en Kiev. Ella era difícil. Él era difícil. Podían ser difíciles juntos. Podían intentar "forjar el glorioso futuro", como solían decir las pancartas. O pelear y separarse, como todos los demás. Se imaginaba por adelantado toda la conversación.

    Al llegar a la cabaña en la motocicleta, vio la Toyota de Alex estacionada en el garaje, y mientras avanzaba hacia la puerta metálica oyó un rumor de pies en el interior. Algo en el sonido le impidió entrar de inmediato. No se veía a nadie en la habitación de adelante; nadie tocaba el piano ni revisaba los papeles del escritorio. No oyó verdadera conversación: pero sí, en cambio, un gemido y un ruido como de pies arrastrados.

    Arkady fue a la ventana del dormitorio, y allí pudo ver a Alex y Eva. Estaban de pie, juntos. Ella tenía la bata abierta, y él la apretaba contra una cómoda, con los pantalones bajos, las nalgas entrando y saliendo. Eva lo ceñía floja como una muñeca de trapo, los brazos alrededor del cuello, mientras Alex la penetraba y cubría su boca con la suya. ¿Era ésa la mágica pista de baile de la noche anterior?, se preguntó Arkady. Un cambio de pareja, obviamente. Mientras Alex la tomaba del cabello y le echaba la cabeza hacia atrás para besarla, Eva vio a Arkady por la ventana. Con una mano le hizo señas de que se fuera. De la cómoda, con los empujones, caían cepillos, fotos y frascos de perfume. Alex vio a Arkady en el espejo de la cómoda y con más vigor levantó a Eva con sus arremetidas. Mientras se balanceaba, Eva miraba lánguida a Arkady. Él esperaba una señal, pero ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de Alex.

    Arkady regresó a la motocicleta con paso tambaleante, sintiéndose estúpido y avergonzado. Era demasiado temprano para lidiar con todo eso. En apariencia, Eva no esperaba que él volviera. Aun así, para él, resultaba un poco súbito. Y parecía dar a entender una despedida. Sintió que lo invadía la furia, aunque no sabía con certeza contra quién. Por eso, comprendió, las rencillas domésticas terminaban tan mal.

    Alex salió por la puerta metálica de la cabaña, metiéndose la camisa en los pantalones y abrochándose el cinturón: el hombre de la casa que se topaba con una visita inesperada.

    —Ay, pobre Renko, lo conocí bien… Lamento que nos haya sorprendido así. Sé que es doloroso.
    —No sabía que estarías acá.
    —Pensé que te habías ido. De todos modos, ¿por qué no? Ella todavía es mi esposa.
    —¿La violaste?
    —No.
    —¿Hubo resistencia?
    —No. Ya que preguntas —Alex miró hacia la cabaña—. Fue muy bueno. Me sentí como en casa.

    Arkady fue hasta la puerta de la cabaña. Cuando llegó al primer escalón, Eva echó el cerrojo a la puerta metálica y retrocedió al centro del saloncito.

    —Lo superará —dijo Alex—. Es más dura de lo que parece.

    Arkady sacudió la puerta. Pensó en la posibilidad de arrancarla, pero Eva movió la cabeza y le dijo:

    —No tienes nada que ver con esto.
    —La estás molestando —dijo Alex.
    —¿Estás lastimada? — preguntó Arkady.
    —No —respondió Eva.
    —Necesito hablar contigo.
    —iVete, por favor! — pidió ella. — Necesito…

    Se dio justamente el tipo de escena que la policía del mundo entero detesta muy en especial: dos hombres luchando en el suelo, una motocicleta volcada de una patada, una mujer sollozando dentro de la casa… El arma en la mano de Alex fue el paso siguiente. La presionó contra la sien de Arkady y dijo:

    —Teníamos un arreglo, tú y yo. Viniste acá para llevar a cabo una investigación. Muy bien, investiga. Todas las preguntas que quieras. Pero deja en paz a Eva. A Eva la cuido yo. Necesita a alguien en quien confiar y que esté acá mañana, pasado mañana y los días que siguen. Regresa a Moscú, y aquí no pasó nada.
    —Me sentía sola —exclamó Eva. Se acercó a la sombra la puerta metálica—. Llamé a Alex por teléfono y le pedí que viniera. Fue idea mía.
    —¿Todo?

    Pero ella se fue.

    —¿Te basta con eso? — preguntó Alex—. Bueno, ya no tienes nada que hacer acá, ¿no es cierto? Podemos volver a ser amigos. Cuando nos crucemos en la calle en Moscú, recordaremos nuestra fiesta de borrachos con samogon y fingiremos deseamos mucha suerte. ¿De acuerdo?

    Alex fue el primero en ponerse en pie. Se calzó el arma, una nueve milímetros, en la parte de atrás del cinturón. Arkady se levantó con más lentitud.

    —Una pregunta.
    —El investigador ha vuelto al caso. Excelente.
    —¿A quién llamaron?
    —¿A quién llamó quién?
    —En la fiesta del samogon, hiciste una imitación cómica de los técnicos de la sala de control, cómo hicieron volar el reactor y tuvieron que informar a Moscú. ¿A quién llamaron en Moscú?
    —¿Hablas en serio? ¿Qué importa?
    —¿A quién?
    —Fue una cadena. Al ministro de Energía, al director de construcción de la planta de energía, al ministro de Salud, a Gorbachov, al Politburó.
    —¿Ya quién llamaron ellos? A alguien respetado, con experiencia de primera mano en desastres nucleares. Creo que llamaron a Felix Gerasimov. Llamaron a tu padre.
    —Es una conjetura.
    —Puede confirmarse.

    Alex pareció dudar antes de responder. Sin perder la calma, levantó la motocicleta de Arkady y le limpió el polvo del asiento.

    —Buen viaje de regreso, Renko. Ten cuidado.

    A Arkady se le cruzó un pensamiento.

    —Dijiste que tenías un arreglo conmigo. ¿Tienes un arreglo con Eva?

    Alex sonrió, sorprendido.

    —Le dije que no te haría daño.


    15


    El torso de metal, lavado y pulido, de un V8 Kamaz, en un soporte de madera y sus correas de seguridad, llenaba todo el interior de la camioneta, pero Bela ubicó a Bobby y Yakov en unos asientos auxiliares en los costados, no visibles desde la calle, y metió su equipaje y la laptop debajo del motor.

    —No están ocultos pero no se los ve —explicó Befa—. Esto va a salir como por un tubo. Lo he hecho cien veces. En cuanto nos pongamos en marcha encenderé el aire acondicionado. Les garantizo que lo pasarán bien.

    Yakov mantenía una mano en el arma que llevaba dentro de la chaqueta y sonreía como un abuelo. Bobby encorvaba los hombros como si estuviera tratando de resolver una ecuación difícil.

    Arkady echó una mirada a los CD de Bela.

    —¿Tu colección de Tom Jones?
    —Es un viaje largo.

    Bobby se reanimó y dijo:

    —Renko, me recuerdas a un perro que tuve una vez. Con un solo ojo, tres piernas y sin cola. Respondía al nombre de Lucky. Igual a ti. Nunca sabes cuándo parar.
    —Tal vez no —Arkady no estaba muy seguro de que fuera un cumplido.
    —¿Ozhogin viene de veras?
    —Creo que sí.

    Yakov asintió.

    Maravilloso, pensó Arkady, los paranoicos están de acuerdo.

    —Una cosa, Renko. Dime que te quedas porque sabes quién mató a Pasha. Dime que andas cerca —dijo Bobby.

    Arkady alargó los dedos: dobló el índice hasta que quedó a un centímetro del pulgar y cerró la puerta de la camioneta.

    —¿Dónde está? — quiso saber Zurin—. Lo esperaba acá, en este despacho, hace una hora.
    —Lo lamento. Ya no había pasajes para ese vuelo —contestó Arkady.
    —¿A Moscú?
    —Sí.
    —¿Dónde está ahora? Oigo gritos.
    —En el avión —Arkady se hallaba en el dormitorio de CampbelI en su habitación. El profesor estaba acurrucado en el piso de la ducha, y en el televisor se veía un partido de fútbol entre Liverpool y Arsenal.
    —¿Qué número de vuelo? — preguntó el fiscal—. ¿Cuándo aterriza en Moscú?
    —¿Puede ir a buscarme el coronel Ozhogin?
    —No.
    —¿Cómo sabe? No se lo ha preguntado.
    —Estoy seguro de que está muy ocupado. ¿Cuándo aterriza?
    —Nos están diciendo que apaguemos los teléfonos celulares.
    —¿Cómo pudo…?

    Arkady apagó el teléfono. Ése era el problema de las correas largas, pensó; no se podía saber si el perro estaba en el otro extremo o no.

    Esperaba haber hecho algo bien y sacado a salvo de Chernobil a Bobby y Yakov. No era como rescatar bebés de un incendio, pero Arkady estaba dispuesto a celebrar los pequeños logros. La expresión de Yakov al final bien podría haber sido la sombra de una sonrisa.

    Despejó parte del escritorio de Campbell para escribir una lista de lo que sabía sobre Timofeyev: la relación dependiente con Pasha Ivanov, las carreras parejas de ambos, la mala salud y el envenenamiento de los dos, la carta que Timofeyev había mencionado en la fiesta de beneficencia de Pasha, el hallazgo del cuerpo de Timofeyev en la Zona por parte de alguien que, según había informado el oficial de la milicia Karel Katamay, era un trapero del lugar. El paralelismo entre Ivanov y él resultaba obvio, salvo la muerte; eso era diferente. La única persona tan enferma como ellos, de la misma forma insólita, era Karel Katamay. La clave era Katamay, apenas un espectro en el bosque, u oculto en Pripyat cerca del teatro, al menos durante el día, mientras los hermanos Woropay trabajaban.

    La tarea de Arkady consistía en pasar inadvertido hasta entonces; tenía que hacerlo, para eludir a Ozhogin. El coronel lo tomaría como la fuente más probable de información, y Arkady sospechaba que le gustaba recolectar informes. Había tomado la precaución de esconder su motocicleta detrás de una pila de leña en la parte trasera del dormitorio. A menos, por supuesto, que la llegada de Ozhogin fuera producto de su imaginación y la urgencia de las órdenes de Zurin no revelara más que entusiasmo por tener cerca a su investigador.

    Mientras tanto, hidrataba al marchito Campbell con un vaso de agua y una ducha tibia; cualquier invitado decente habría hecho lo mismo.

    Llamó Víctor.

    —Tenías razón con respecto a la agencia de viajes. Anton y Galina compraron pasajes para Marruecos.
    —¿Para cuándo? — Arkady se sentía culpable; se había olvidado de Anton por completo. Se paseó por la habitación, esquivando botellas vacías desparramadas por el piso. En el televisor, Liverpool seguía jugando contra Arsenal.
    —Dos días. Intercepté a la agente de viajes cuando bajaba y la invité a tomar un café.
    —¿Intentaste seducirla?

    Con su flamante atuendo, el nuevo Víctor resultaba menos aterrador, sin duda, que el antiguo, pensó Arkady.

    —Sí, intenté seducir a la agente. ¿Sabías que viajar suele ser más barato para dos personas que para una?
    —Te estás poniendo muy sofisticado.
    —Pero hay más. Estábamos tomando el café, la agente de viajes y yo, cuando salieron del edificio Anton y Galina. ¿Entiendes? Después de la agente. Así que seguramente fueron al consultorio de la dentista. Me pareció raro. ¿Dónde estaba la dentista?
    —¿La doctora Levinson? — Liverpool no estaba muy inspirado. Arkady se decidió por Inglaterra contra Holanda. De la década de los noventa. Un clásico.
    —Correcto. En el cartel de su oficina había un número de teléfono. Llamé y una voz informó que salía de vacaciones por un mes, a partir de mañana. Era una voz dulce, pero no educada, y apuesto a que pertenecía a nuestra encantadora Galina. Me preocupa la dentista.
    —¿Por qué?
    —¿Sabes adónde fue Anton cuando se marchó de acá? A un banco. Te pregunto: ¿desde cuándo Anton Obodovsky usa un banco legítimo? Lava dinero o compra diamantes. No hace fila como una persona normal en un banco común. Acá está pasando algo.
    —¿Qué?
    —No sé. Lo que sea, tengo la sensación de que, cuando él y Calina salgan para Marruecos, no van a dejar ningún cabo suelto. Si es así, Calina va a decepcionarme mucho.
    —¿Dónde está Anton ahora? — preguntó Arkady.

    Era el final del partido. Arkady se daba cuenta porque los fanáticos británicos destrozaban las barandas de la tribuna y se las arrojaban a la policía.

    —La última vez que lo vi, él y Calina iban a toda velocidad por el lado del río en un Porsche convertible. Unos verdaderos tortolitos.

    Haciendo sonar la bocina, un ómnibus se detuvo en el estadio y regurgitó policías holandeses protegidos con cascos y escudos.

    Víctor continuó:

    —Dicho sea de paso, tal vez tengas razón con respecto a Alex Gerasimov. O se cayó o saltó de un edificio de cuatro pisos una semana después de que el padre se voló la cabeza. Pero el hijo está vivo. ¿Está loco o es muy fuerte?
    —Las dos cosas.
    —¿Dónde está Bobby? — preguntó Víctor—. Tiene el teléfono apagado. ¿Qué está pasando allá? ¿Oigo fútbol?

    Sólo Víctor interpretaría en forma correcta el ruido de un disturbio en un partido de fútbol. pensó Arkady.

    —Algo así. Consigue el número de teléfono de la casa de la dentista, sólo para oír su voz. Y si llama Zurin…
    —¿Sí?
    —Hace semanas que no hablas conmigo.
    —Ojalá.

    Arkady apagó el teléfono celular y rebobinó el casete hasta el punto donde llegaban los ómnibus de la policía. Sonó el teléfono. El identificador de llamadas mostraba un número local.

    —¿Arkady? — era Eva.

    Una pausa, mientras los fanáticos británicos arrojaban almohadones, botellas, monedas…

    —Eva, creo que no comprendí bien tu relación con Alex.
    —Arkady…

    Un grupo de matones, semidesnudos y ostentando tatuajes con la bandera del Reino Unido, arrastraban hacia abajo a los hinchas locales y los pisoteaban con sus botas.

    —Alex me contó que te fuiste a Moscú —dijo Eva.
    —¿Y?

    Una vez derribada, se podía patear a una víctima en varios puntos vitales. Algunos hooligans, británicos o rusos, eran unos virtuosos con las botas de punta de acero. Mientras tanto, la policía esquivaba la lluvia de objetos duros.

    —Creí que te habías ido.
    —Te equivocaste.

    Irrumpía una multitud en la cancha, rompía el cordón policial e intentaba voltear un ómnibus.

    —Oigo gritos. ¿Dónde estás, Arkady?
    —No puedo decírtelo.
    —¿No confías en mí?

    Arkady dejó pasar la pregunta. El conductor del ómnibus había trabado las puertas, pero al hacerlo quedó atrapado adentro. Las ventanillas estallaban en pedazos de cristal.

    —¿Qué puedo hacer? — preguntó Eva.

    Los alborotadores, con los hombros contra el ómnibus, lo sacudían de un lado al otro. Las luces estaban encendidas. El conductor, que corría para atrás y para adelante, parecía una polilla en una lámpara oscilante.

    —Si quieres ayudar —repuso Arkady—, puedes decirme qué hace Alex en Moscú cuando se va de acá. Eres amiga de él.
    —¿De eso quieres hablar?
    —¿Puedes ayudarme o no? ¿Qué hace un radioecólogo en Moscú para ganar dinero?

    La policía formaba una cuña en el intento de salvar el ómnibus. Sin embargo, varios hooligans se habían apoderado de cascos y cachiporras y oponían una firme resistencia. Un policía, tomado como rehén, giraba de manera cómica entre golpes.

    —¿Puedes ayudarme o no? — repitió Arkady.

    ¡Eeeeeeh! Volcaron el ómnibus entre gritos de alegría. Las figuras lo rodeaban en enjambre, pateando el parabrisas y sacando a la fuerza al conductor.

    —No me lo pidas, por favor —respondió ella.
    —¿Puedes ayudarme o no?

    Un camión de agua para despejar el campo de juego llegó demasiado tarde. Mientras el chorro hacía retroceder a la multitud, la estampida cobraba la fuerza de la desesperación. Una segunda ola de cuerpos se abalanzaba sobre la cámara y la engullía.

    —¿No? Qué lástima —Arkady cortó.

    Las imágenes siguientes se habían grabado después: policías que recogían prendas en el estadio y las tribunas vacías, fotografiaban la escena, maniobraban una grúa para levantar el ómnibus volcado… Cerca había una ambulancia, por si se encontraba alguien debajo. La conversación con Eva dejaba entrever un dolor especial, mutuo, pensó Arkady. La había lastimado, por supuesto. También, al concluir la llamada y demostrar quién controlaba la situación, había renunciado a la posibilidad de escuchar. De esa manera podía disfrutar la profunda satisfacción de retorcerles el cuchillo en la llaga a dos personas a la vez. Era el tipo de dolor que se podía sentir para siempre. El ómnibus se tambaleó sobre las ruedas. No había ningún cuerpo debajo. La última toma era el resultado: O—O. Como si no hubiera pasado nada de nada.

    Las grandes mentes dividían en categorías. Arkady puso el casete de Vanko y lo adelantó, luego lo rebobinó. El asunto, se dijo, era por qué la cámara había encontrado a Bobby entre todos los Hassidim. Al verlo varias veces se tornaba un poco más evidente, y no era una cuestión de edición. Si Vanko hubiera editado, habría cortado la toma torpe de su carrera a la tumba. Y el virtual primer plano de Bobby en la oración estaba demasiado a la vista. Hacia el final del casete, en la toma de la partida de los ómnibus, casi se veía cómo la cámara buscaba a Bobby. Fue cuadro por cuadro hasta que vio un reflejo en la puerta de vidrio, en que Vanko entregaba tarjetas profesionales. Si no estaba filmando Vanko, ¿quién? ¿Cuándo había cambiado de mano la cámara? ¿Antes del Kaddish? ¿O en un momento previo, antes de la visita a la tumba?

    Oyó que frenaba un automóvil en el estacionamiento del dormitorio y varias personas se precipitaban hacia el vestíbulo de la planta baja. Una conversación rápida que incluía los tonos desconcertados de la encargada. Minutos después, unos pies pesados subieron corriendo las escaleras y se detuvieron delante de la puerta de aliado, en la habitación que había ocupado Arkady. Tintineó una llave y entraron. Sonaba como si alguien sacudiera el colchón y los cajones; luego volvieron a reunirse en el vestíbulo. El vigor de la incursión hizo sospechar a Arkady que eran los hombres de Ozhogin, más que la milicia.

    Deslizó la cadena en la cerradura un instante antes de que alguien golpeara del otro lado.

    —¿Renko? Renko, si está ahí, abra —era Ozhogin, lo que dio a Arkady la perversa satisfacción de saber que tenía razón. Al mismo tiempo, la puerta parecía endeble. Retrocedió. Oyó que la encargada avanzaba por el vestíbulo y mencionaba al inglés, tal vez agregando un gesto alusivo a la bebida. La mujer arañó la puerta y llamó a Campbell. Un puño golpeó con menos cortesía.
    —Renko —dijo Ozhogin—, debería de haber llenado la solicitud. Le habríamos encontrado algún trabajo. Y ahora, mire a lo que hemos llegado.

    La encargada intentó con una llave errada y se disculpó. Una llave era una formalidad; Arkady sabía con cuánta facilidad se hacía saltar una cerradura. De cualquier modo, ella tenía la llave; sólo era cuestión de que encontrara los anteojos.

    —Aquí está —dijo.

    Arkady sintió que había alguien detrás de él. Campbell había salido del baño. Se apareció en camiseta y calzoncillos, mojado como un pato. El profesor sacó el casete de Vanko de la videograbadora, lo reemplazó con uno marcado "Liverpool—Chelsea" y subió el volumen. En el camino de vuelta al baño tomó una botella que no estaba vacía del todo. Cuando la puerta se abrió de pronto hasta donde permitía la cadena, se detuvo para gritar por la abertura:

    —¡Cierren esas putas bocazas!

    Arkady no sabía si Ozhogin hablaba bien inglés o no, pero captó el mensaje. Se produjo un largo silencio, mientras el coronel decidía si romper la puerta y estrangular al inglés borracho. El instante pasó. Arkady oyó que Ozhogin y sus hombres se retiraban por el pasillo, conferenciaban y luego avanzaban con rapidez escaleras abajo, salían y subían al automóvil. Unos portazos y se marcharon.

    Vieron pasar las horas a través de la persiana. Arkady sabía que debía dormir; también sabía que en cuanto cerrara los ojos volvería a la cabaña de Eva.

    Llamó al refugio para niños y pidió hablar con Zhenya. Acudió Olga Andreevna.

    —¿Por fin ha vuelto a Moscú? — preguntó.
    —No.
    —Usted es imposible. Pero por lo menos esta vez lo ha llamado usted, lo que ya es un adelanto. Ahora el grupo de Zhenya está en la clase de música, aunque la verdad es que él no canta. Espere.

    Arkady se quedó sentado con el teléfono al oído durante diez minutos.

    La directora volvió:

    —Acá está.

    Zhenya, por supuesto, no dijo nada.

    —¿Te gusta la música? ¿Algún grupo en especial? ¿Has estado jugando al ajedrez? ¿Comes bien? — le preguntó Arkady. Recordaba películas de pioneros del vuelo, los que habían fracasado, con alas de fabricación humana, que corrían y aleteaban y jamás despegaban del suelo. Eso pasaba en la Tierra. Zhenya tenía una fuerza de gravedad igual a la del planeta Júpiter—. Acá, mi caso se resolverá pronto. Volveré y, si quieres, podemos ir a ver un partido de fútbol. O al parque Gorky —continuó. Si Arkady no hubiera conocido a Zhenya, no habría tenido ningún motivo para creer que el niño de veras existía. Sólo por probar, agregó—: Baba Yaga tiene un lobo.

    Del otro lado, la respiración se aceleró de modo perceptible.

    —El lobo vive en un bosque rojo con su esposa, una humana que quiere escaparse. No sabe si quiere comérsela o conservarla, pero sí sabe que devorará a cualquiera que intente ayudarla. De hecho, el bosque está cubierto de los huesos de los que lo intentaron y fracasaron. Quería que me aconsejaras si debo intentarlo o no. ¿Qué opinas? Tómate el tiempo que quieras. Piensa en todas las posibilidades, como en una partida de ajedrez. Cuando lo sepas, llámame. Mientras tanto, pórtate bien.

    Cortó.

    Liverpool vestía uniformes rojos; Chelsea, blancos. Llamó Zurin y Arkady no atendió. Percibía algo delante de él, que pendía y brillaba como una bola de espejos, pero cada vez que intentaba captarlo, desaparecía. O se iba brincando, como el duende islandés de un solo pie que únicamente se podía ver con el rabillo del ojo.

    Vanko había comentado que Alex ganaba mucho dinero. En el vientre de la bestia, había dicho Alex. ¿A qué bestia se refería?, se preguntó Arkady.

    Abrió el expediente. En la solicitud de empleo de NoviRus figuraba una página de Internet, dirección de correo electrónico y números de teléfono y fax.

    Llamó al número telefónico y atendió una voz musical de mujer:

    —Bienvenido a NoviRus. ¿Con qué sector quiere comunicarse? — Interpretación y traducción.
    —¿Legal, internacional o seguridad?
    —Seguridad —respondió. Jamás se lo habría imaginado.
    —Aguarde, por favor.

    Arkady esperó hasta que una voz brusca de hombre dijo:

    —Seguridad.
    —Quiero comunicarme con Alex Gerasimov.

    Una pausa para marcar el nombre.

    —Es la Sección de Accidentes.
    —Correcto.
    —Espere.

    Un delantero del Liverpool hizo un gol, gracias a un mal pase que dejó en el limbo al arquero del Chelsea. Arkady había jugado fútbol en otros tiempos, como arquero. La vida del arquero oscilaba entre la ansiedad y el sufrimiento. De vez en cuando, sin embargo, surgía una atajada espectacular, inesperada, inmerecida.

    —Accidentes —se oyó la voz de otro hombre, no tan militar.
    —¿Alex Gerasimov?
    —No. Regresa a sus tareas en dos semanas.
    —¿Se ocupa de interpretación y traducción?
    —Así es.
    —¿Para la Sección de Accidentes?
    —Así es.
    —Iba a explicarme algo.
    —Lo lamento, Alex no está. Yo soy Yegor.

    Buena señal; un hombre que daba su nombre alentaba la conversación.

    —Disculpe la molestia, Yegor, pero Alex iba a hablarme del empleo.

    Arkady oyó un rumor de papeles, como al dejar de lado un periódico.

    —¿Le interesa?
    —Mucho.
    —¿Ya habló con la gente de Empleos?
    —Sí, pero ya sabe cómo es, nunca le muestran las cosas como son. Eso era lo que iba a decirme Alex.
    —Puedo decírselo yo.

    Yegor le explicó que NoviRus ofrecía seguridad física a clientes rusos y extranjeros en la forma habitual de guardaespaldas y automóviles de custodia. A los clientes extranjeros les ofrecían intérpretes de turno que podían ir al lugar de un accidente de tránsito o un incidente con participación de la policía o cualquier emergencia donde su presencia pudiera resolver un malentendido peligroso o costoso, a menudo con prostitutas, para lo cual había unos fondos discrecionales. Los intérpretes debían contar con educación universitaria, buena presencia y dominio de dos idiomas extranjeros. Trabajaban un turno de veinticuatro horas cada tres días y se les pagaban generosos diez dólares la hora, una tarifa perfecta para un trabajo de tiempo parcial. Lo que la gente de Empleos no les decía a los postulantes era que el turno de veinticuatro horas solía pasarse ya sea corriendo por toda Moscú, de un escándalo a otro, o yendo a ninguna parte, lo que significaba un día y una noche en una habitación del sótano no más grande que un armario, con tres catres, un perchero y un mini bar. A los intérpretes, les habían prometido aposentos de verdad, pero todavía los ubicaban detrás de vigilancia que, en virtud de todas las pantallas que supervisaba ese sector, ocupaba un cuarto del piso.

    —Lo que me dijo Alex me pareció un poco mejor —comentó Arkady.
    —Alex controla el lugar. Hace tiempo que trabaja acá. Conoce a todos y entra y sale de todas partes.
    —¿Diez dólares la hora? — Arkady calculó que debía de ser unas cinco veces más de lo que ganaba un investigador como él—. Eso tapa un montón de pecados. ¿Usted estaba de turno el día que murió Pasha Ivanov?
    —No.
    —Pero Alex sí, ¿no?
    —Sí. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

    Arkady colgó. El partido iba poniéndose interesante. A un minuto del final, el Chelsea jugaba con un hombre menos, pero intentaba un empate y hacía tiro de córner tras tiro de córner para tratar de ganar. El arquero se acomodó bien los guantes y se ubicó en diagonal a un paso del arco. Campbell había salido del baño para mirar. Uniformes rojos y blancos se abrían paso a codazos para ocupar sus posiciones mientras la pelota se elevaba del córner y avanzaba en curva hacia la meta. Los jugadores se apiñaban y se estiraban dolorosamente. El arquero cumplía, las manos en alto para interceptar. Con movimientos rápidos para un borracho, el profesor llegó hasta la videograbadora y presionó STOP. Los jugadores quedaron colgando en el aire.

    —No puedo verlo. No lo miraré otra vez. Es un sufrimiento anunciado, una tortura. Por mí, pueden pudrirse por toda la eternidad. ¿A quién le importa? ¿Sabes lo que pasa? ¿Lo sabes? — dijo. Exhausto, Campbell se desplomó en la cama y se desmayó.

    No, pensó Arkady, no lo sabía. A esas alturas Bobby Hoffman seguramente estaba a mitad de camino hacia Chipre o Malta. Anton estaría amenazando a alguien o comprando maletas del mismo juego con Calina. Y ya había oscurecido bastante para que Arkady se pusiera en movimiento.

    Sonó el teléfono celular. Eva. Estaba por atender, cuando volvió a desbordarlo una imagen de ella y Alex. Eva apretada contra la pared. El ruido de los frascos de perfume que rodaban por la cómoda y caían. Arkady recordaba los ojos de ella, la mirada de una mujer que se aferra al remolino mientras se ahoga. Todavía no podía atender.

    Otra llamada. De Bela. Ésa si la atendió, porque le vendría bien una buena noticia, pero Bela le informó:

    —Estamos en la planta de energía, en el sarcófago. Íbamos al puesto de control, pero el gordo cambió de parecer.
    —¿Por qué fuiste a la planta de energía? ¿Por qué accediste?

    La voz de Bela se volvió casi un susurro:

    —Me ofreció mucho dinero.

    Arkady recorrió los primeros kilómetros por caminos de tierra, atravesando aldeas negras para ver si alguien lo seguía, y luego llevó la motocicleta a la autopista. Estaba despejada. Ozhogin se concentraría en la ruta del sur, hacia Kiev, no en la que iba hacia el centro de la Zona. No había manera de evitar el puesto de control cercano a la estación de energía, pero le hicieron señas de que podía pasar. Se había convertido en una figura familiar, el investigador excéntrico que merodeaba por Pripyat. En general ingresaba por la entrada de la estación; esta vez apagó las luces de la moto. En la oscuridad había débiles indicios de torres y cables de alta tensión, vías y travesaños de tren. La oficina principal de la estación era una especie de caja de vidrio lo bastante grande como para recordarle que el complejo se había diseñado para un total de ocho reactores, el mayor del mundo. No vio ni una luz en el edificio, salvo el resplandor de un reloj digital encima de la puerta principal: 20:48.

    Una motocicleta Uramolto no era una máquina silenciosa, así que Arkady esperaba ver el haz de una linterna u oír la voz de alto de un guardia. Ómnibus veía, pero no automóviles ni camionetas. Cruzó el estacionamiento hasta una hilera de laboratorios y vio tantos carteles de radiación y de advertencia que lo convencieron de volver a encender las luces. Dio una vuelta en U en un callejón sin salida de volquetes rebosantes de bolsas marcadas con la inscripción "DESPERDICIOS TÓXICOS", ignoró un cartel que decía "SÓLO PERSONAL AUTORIZADO", como haría cualquier ruso en cualquier parte, y siguió una cerca de alambre coronada con alambres de púa. Más cercas y alambres a derecha e izquierda lo guiaron hasta un cartel que decía "NO ENTRE — INFORME AL GUARDIA ANTES DE PROCEDER — ¿TIENE PUESTA SU IDENTIFICACIÓN DE RADIACIÓN?". Siguió adelante y encontró un camino de acceso donde se hallaba estacionada la camioneta de Bela ante un portón de acero. Un cartel en inglés decía "STOP". Bela estaba en la camioneta. Bobby Hoffman y Yakov se hallaban de pie en medio del camino frente a un muro de seguridad cubierto con brillantes rollos de alambre de púa. Todos llevaban kipá y un chal con borlas. Arkady no entendía lo que decían, aunque se mecían de atrás para adelante al ritmo de las palabras.

    Del otro lado del muro había otra pared cubierta de alambre y, cincuenta metros más allá, el sarcófago, tan manchado y enorme como una catedral sin ventanas o un monolito en el desierto. Una grúa y un cañón de chimenea se alzaban por encima del sarcófago, pero en comparación con éste eran insignificantes. Conectado al sarcófago estaba el más presentable Reactor Dos, que no se veía. El sarcófago se elevaba aparte, solo, vivo.

    Bela bajó de la camioneta.

    —Esto es lo más cerca que pudimos llegar.

    Arkady no necesitaba encender el dosímetro; sentía que le picaba la piel.

    —Es bastante cerca. ¿Por qué han venido?
    —El gordo insistió.
    —¿El viejo no intentó convencerlo de no venir?
    —¿Yakov? Parecía que se lo esperaba. Aguardaron hasta que anocheciera, para que fuera más seguro. Parece que tiene un montón de nombres. No me dijiste que eran fugitivos.
    —¿Importa?
    —Aumenta el precio.

    Arkady miró a su alrededor.

    —¿Dónde están los guardias?

    Bela señaló un par de piernas que salían de la sombra del portón.

    —Sólo un vigía. Le di un poco de vodka.
    —Siempre estás preparado.
    —Sí.

    Era el turno de noche, pensó Arkady. No había empleados de oficina ni obreros de construcción. Un personal mínimo podía mantener los tres reactores clausurados, y en el sarcófago no entraba nadie. En la cuadrícula del poder, la estación de Chernobil era un agujero negro, un depósito de combustible usado en un país en bancarrota. ¿Cuántos guardias habría?

    La salmodia no era tan fuerte como para que se la oyera de lejos. La voz de Bobby era un susurro; la de Yakov, profunda y gastada. Arkady reconoció el Kaddish, la oración de los muertos. Las voces de ambos se superponían, se separaban y volvían a unirse.

    —¿Cuánto hace que están haciendo esto?
    —Media hora, por lo menos. Cuando te llamé.
    —El resto del tiempo… ¿qué hicieron durante todo el día?
    —Los llevé al bosque. Les busqué una colina con buena recepción telefónica. El gordo llamó y arregló cosas.
    —¿Qué cosas?
    —Bielorrusia queda a pocos kilómetros al norte. Tus amigos tienen visas y un automóvil que los espera. Tienen todas las jugadas planeadas.
    —Como en una partida de ajedrez.
    —Así es. Como en el ajedrez.

    Salvo que, si lo hacían por Pasha, era demasiado tarde, pensó Arkady. Sabía que Bobby y Yakov lo habían manipulado, pero no le molestaba. Eran artistas del escape; ¿qué otra cosa podían hacer?

    —¿Pero te permitieron llamarme?
    —Me lo sugirió Yakov.

    Debieron fugarse a Minsk, puerta hacia el mundo, en lugar de quedarse delante del esqueleto corrompido de un desastre nuclear, meciéndose como metrónomos humanos y entonando los mismos versos una y otra vez: "Ose sholom himromov hu yaase sholom". Cuando terminaban la oración, simplemente la empezaban otra vez. Arkady se dijo que debería haber anticipado lo que harían. ¿Bobby habría recorrido tantos kilómetros para volver a fracasar? ¿No era el resultado lógico, inevitable, lo supiera Bobby en forma consciente o no? ¿O Yakov, como un ángel negro, se ocupaba de mantener a Bobby lejos del infierno?

    Arkady avanzó hacia ellos. Cada paso que daba acercaba más el sarcófago, también, como si estuviera esperando la hora precisa para saltar el muro; una imagen dura de enfrentar sin una plegaria. Yakov reconoció la presencia de Arkady con un brevísimo gesto de la cabeza, para indicarle que no se preocupara, que él y Bobby se encontraban bien. Bobby aferraba una lista de nombres que Arkady alcanzaba a ver gracias a una luna naciente que derramaba luz sobre el terreno de la estación. Tal vez Bobby y Yakov habían planeado bien las cosas y tenido suerte, pero cada minuto transcurrido en la planta de energía era un riesgo, y la lista de nombres parecía larga. Arkady recordó que Eva le había dicho que una lista completa llegaría a la luna. Pensar en cómo había rechazado a Eva a sangre fría lo hizo dar un respingo. Se le cruzó por la mente que cuando ella más lo necesitaba él la había abandonado, y que había cometido un error irreparable.


    16


    La manera de ver Pripyat, como el Taj Mahal, era a la luz de la luna. Las avenidas anchas y los majestuosos castaños. El plano optimista de vegetación, torres de oficinas y bloques de viviendas.

    La forma en que la explanada central rendía homenaje a la corona soviética que remataba la municipalidad. No importaban las cuencas vacías de las ventanas o las malezas que crecían entre los baldosones.

    Arkady dejó la motocicleta en la explanada. Fue al teatro donde se había encontrado con Karel Katamay, avanzando otra vez a tientas entre los bastidores apilados en el vestíbulo, iluminando con la linterna el escenario, alrededor del piano, las gradas de asientos. Karel Katamay y el sofá no estaban; sólo quedaban unas gotas secas de sangre en el polvo.

    Le resultaría imposible registrar una ciudad construida para cincuenta mil personas. No obstante, un hombre agonizante y su sofá no podían había ido muy lejos, ni aunque los hermanos Woropay lo llevaran en una camilla real. Las hemorragias nasales de Katamay eran pequeñas goteras. Sangraba por dentro, de los pulmones, el tracto intestinal, el cerebelo. Ante esa situación, Pasha Ivanov había elegido la alternativa más rápida de un salto de diez pisos.

    De vuelta en la explanada, Arkady apagó el parloteo del dosímetro. Ahora ya tenía un mapa mental de la ciudad: los edificios más radiactivos y los callejones que sólo debían tomarse en una huida.

    —¡Karel! — llamó—. Tenemos que hablar.

    Mientras podamos, pensó.

    Algo se deslizó por el pasto y desapareció como humo en el haz de la linterna. Movió la luz por el frente de las oficinas. Donde los vidrios todavía se hallaban intactos, el haz le respondía con un guiño. Iluminó más arriba, pero decidió que los hermanos Woropay no habrían intentado llevar a Katamay más allá de la planta baja. De cualquier modo, ¿por qué Karel querría estar en una habitación oscura cubierta de yeso, oliendo a meadas agrias de ocupantes ilegales, cuando afuera, en la brisa fragante, podía tocar la luna?

    Volvió al centro de la explanada, siguió camino y vio el parque de diversiones. Tenía tres juegos: una rueda gigante, autos chocadores y tacitas locas. En las tacitas, los niños se sentaban en un círculo de pétalos de flores que giraban hasta que sus ocupantes se mareaban o sentían náuseas. La mitad de los autos estaban volcados de costado; el resto seguía enmarañado en el tránsito. La rueda gigante, bastante grande, tenía cuarenta cabinas. Todo estaba ribeteado y picado de corrosión; la rueda daba la sensación de haberse balanceado, detenido y oxidado en su lugar.

    Karel Katamay descansaba en su sofá frente a las tacitas locas. Arkady apagó la linterna; no la necesitaba. Karel vestía la misma camiseta de hockey y se apoyaba en almohadones, como antes. Su cara mostraba una palidez luminosa y sus ojos lucían más rojos, pero el pelo parecía cepillado y recién trenzado. En el suelo, frente al sofá, había flores de plástico, una botella de plástico de Evian, de un litro, y una taza de porcelana, sin duda robada de un departamento. Además, un tanque de oxígeno y un tubo para respirar. Así que los hermanos Woropay lo habían puesto lo más cómodo posible. Parecía un príncipe de los infiernos.

    Sin embargo, Karel estaba muerto. Los ojos, rojos como heridas, miraban fijo más allá de Arkady. La camiseta de hockey parecía voluminosa, dos veces del tamaño del cuerpo. Sus manos yacían con las palmas hacia arriba a cada lado de la almohada de satén blanco en la que se había bordado le ne regrette ríen. Un pie calzaba una chinela china; el otro estaba desnudo. Había peores maneras de morir que apaciblemente, en una noche de verano, pensó Arkady.

    Encontró la otra chinela a dos metros de distancia, del otro lado de la cerca de las tacitas locas. Le manchaban la piel unos magullones violetas, consecuencia del deterioro de los tejidos y la falta de coagulación. La sangre le ensuciaba el mentón y le coloreaba las mejillas. ¿Cuándo había muerto? Todavía estaba tibio, pero había mencionado infecciones, y una fiebre podía seguir quemando un cuerpo durante una hora o más. Con toda probabilidad había sobrevivido sólo a agua y morfina durante semanas. En realidad, Arkady pensó que quizás hubiera estado vivo hacía apenas un minuto.

    ¿Por qué un hombre que expira pacíficamente se quitaría una chinela y la arrojaría tan lejos? La boca de Katamay se relajó un poco y dejó asomar la lengua. La almohada de satén que tenía entre las manos estaba impecable. Arkady violó su regla y la dio vuelta. El otro lado se hallaba empapado en sangre que apenas comenzaba a oscurecerse. Sangre de dos lugares, al parecer, boca y nariz, y qué breve lucha debía de haber sido.

    Arkady tomó conciencia de que Dymtrus Woropay se hallaba de pie del otro lado de las tacitas locas. Sostenía una caja de cartón de aspecto pesado, cargada de botellas y flores y ese tipo de guirnaldas doradas que se usan para decorar en las fiestas. Arkady vio también lo que debía de parecerle la escena a Dymtrus: el investigador parado junto a Karel Katamay con una almohada ensangrentada.

    —¿Qué mierda hace?
    —Lo encontré así.
    —¿Qué mierda hizo?

    Dymtrus soltó la caja, y las botellas estallaron. Saltó sobre la cerca hacia el otro lado y cargó como un toro entre las tacitas locas. Arkady puso la almohada entre las manos de Katamay y se apartó.

    Dymtrus rompió la cadena del portón. Se arrodilló junto al sofá, tocó la cara del muerto, levantó la almohada.

    —¡No! ¡No! — se puso de pie y bramó—: ¡Taras! — su voz se oyó en toda la explanada—. ¡Taras!

    Arkady corrió.

    Corrió a la motocicleta, pero otra figura se acercaba veloz desde el costado, abriéndose paso entre la maleza con los brazos y precipitándose a zancadas de baldosón en baldosón: Taras Woropay en patines. Arkady subió a la moto y la puso en marcha. Se dijo que si alcanzaba la carretera estaría a salvo. Dymtrus arrojó algo brillante. Un carrito de compras. Arkady fue más rápido; volvió a la explanada y se dirigió al camino, pero entonces el neumático de atrás estalló y lo hizo caer al suelo. Rodó y miró atrás. Taras, hincado en una rodilla, le apuntaba con un arma. Un buen tirador.

    Arkady se puso en pie. Cuando era niño y su padre lo llevaba a cazar, el general gritaba: "¡Corre, conejo!", porque dispararle a un conejo parado no era muy divertido. "Agita la mano —le decía a Arkady—. Maldita sea, agita la mano." Él la agitaba, el conejo salía corriendo y el viejo lo acribillaba.

    Taras se cambió los patines por botas mientras Dymtrus seguía a Arkady, que se sumergió en la escuela, junto al pizarrón que decía "¡Adiós!". Tropezó en la oscuridad con las máscaras antigás desparramadas por el piso del vestíbulo. Cayeron de la caja como peces de goma. Avanzaba guiándose tanto de memoria como Con la vista, en dirección a la cocina, en la parte posterior del edificio. Azulejos blancos revestían las paredes de la cocina. Había un tazón para masa del tamaño de una carretilla, apoyado en patas. Las puertas de los hornos estaban abiertas o arrancadas. La puerta de atrás, sin embargo, había sido tapiada con tablones en el transcurso de la última semana. Arkady miró por una ventana unas sillas dispuestas en el parque para que fumara el personal. Consideró la posibilidad de romper la ventana con una puerta de horno suelta, hasta que vio a Dymtrus esperando detrás de un abedul. Volvió al vestíbulo y miró por la ventana del frente. Taras subía hacia la puerta.

    Subió las escaleras de dos en dos, apartando botellas a puntapiés. Taras estaba adentro, en el fondo del hueco de la escalera. Arkady derribó una estantería de libros. Cayeron cuadernos, revoloteando. Taras no tenía necesidad de gritarle al hermano para decirle dónde se hallaba Arkady: cualquiera podía oírlo.

    Segundo piso. La sala de música. Un piano apoyado como un borracho contra un teclado suelto. El ruido de un tambor pateado sin querer. Una banda unipersonal. Pies más pesados en la escalera. Dymtrus. La habitación contigua era una marea de libros, escritorios, pupitres para niños. El marco de la puerta encima de la cabeza de Arkady se partió antes de que oyera el disparo. Arrojó un pupitre por el vestíbulo, y supo que había alcanzado a alguien cuando oyó la maldición. La última habitación era un dormitorio donde dormían muñecas en camas blancas. Arkady se envolvió en un colchón y se zambulló a través del vidrio de la ventana.

    Aterrizó de espalda entre subibajas, rodó hasta los árboles y reptó hasta debajo de un espino; sintió uno o dos pinchazos, y también la sangre, producto de los vidrios, que le corría por el cuello y la ropa camuflada, pero no había tiempo para hacer un inventario. A la luz de la luna vio a los hermanos examinando los árboles desde la ventana rota. Pensó que podría escapar. Al menos dispondría del tiempo que ellos demorarían en llegar hasta el vestíbulo, bajar la escalera y salir por la puerta del frente, mientras él iba hacia el otro lado. Pero ellos eran atletas. Dymtrus subió al alféizar y saltó. Cayó en el colchón y rodó. Taras hizo lo mismo, y pronto se acercaron tanto que Arkady los oía respirar. Tanto que se podía oler una mezcla de vodka y coñac.

    Se hicieron unas señas y se separaron. Arkady no podía ver adónde, aunque sospechaba que se alejarían sólo una corta distancia y regresarían hacia donde se hallaba él. Si lograba llegar al bosque distante, podría dirigirse al oeste, a los montes Cárpatos, o al este, hacia Moscú. El cielo era el límite.

    El bosque era ruidoso. Se oía el chillido eléctrico de grillos y cigarras. El murmullo de los movimientos invisibles de los pájaros en busca de larvas, lombrices, cochinillas… Cualquiera podía hundirse en el ruido. Muerto, lo haría.

    Una piedra, un ladrillo, algo golpeó la pared de la escuela. De inmediato, Taras, con un brazo colgando, herido, corrió hacia adelante y alrededor del costado de la escuela. Despacio, Arkady se arriesgó. Emergió y avanzó hacia el lugar del que había salido Taras. Se le pegaron unas espinas: más camuflaje.

    Lo habían engañado. Dymtrus lo esperaba detrás de un árbol bastante grande, pero Arkady tropezó y el disparo que debería de haberle arrancado el hombro resultó demasiado alto. Cuando Dymtrus se adelantó a ver, Arkady estaba de nuevo en pie, bajando la colina en zigzag entre los árboles.

    No tenía ningún plan. No se dirigía a ningún camino ni puesto de control en particular; sólo corría. Puesto que la Zona se hallaba deshabitada, salvo el personal apostado en Chernobil y los viejos de las aldeas negras, tenía una larga carrera por delante. Oyó los gritos de Taras cada vez más cerca. Los hermanos lo perseguían, por los dos lados. La luz de la luna apenas iluminaba. De pronto aparecían ramas que le pegaban en la cara. Las raíces se desparramaban con insidia. Los carteles de radiación parecían multiplicarse.

    Veía a los Woropay cada vez más cerca cuando se atrevía a mirar. ¿Cómo podían ser tan rápidos? El suelo se precipitaba; los hermanos lo obligaban a hundirse en helechos cada vez más tupidos. Los pies de Arkady se volvían pesados, se atascaban en el barro; adelante vio una estela de agua plateada.

    Era un pequeño pantano rodeado de árboles sin ramas, podridos. Juncos. Chapoteo de ranas. En el centro, el bulto de un dique de castor y, encima, un cartel en forma de diamante.

    Arkady retrocedió a terreno más firme. No encontró piedras. Tomó una rama que se convirtió en polvo. Desarmado, enfrentó la carga de Taras, lo arrojó por encima de su cadera y se enfrentó a Dymtrus, que luchaba como un jugador de hockey sobre hielo: agarra con una mano y golpea con la otra. Arkady le aferró la mano, se la retorció, se la trabó detrás de la espalda y lo arrojó contra un árbol. Cuando volvió Taras, lo pateó en la cabeza. Golpeó a Dymtrus bajo el cinturón, pero el matón le aferró las rodillas al caer, y Arkady no logró juntar fuerzas suficientes para volver a pegarle a Taras en la cabeza. Dymtrus se le montó encima, y Taras le pegó con el arma. Dymtrus le agarró los brazos para que Taras pudiera apuntar a un blanco más estable. En el siguiente momento consciente, Arkady sintió que lo daban vuelta en el suelo. Dispararle era demasiado fácil; podrían haberlo hecho la primera vez que lo alcanzaron.

    —Traje la almohada —dijo Dymtrus:

    La sacó de su abrigo y se sentó sobre el pecho de Arkady mientras Taras se arrodillaba y le sujetaba los brazos. Dymtrus respiraba agitado entre la saliva que le caía de la boca. La sangre de la almohada todavía estaba húmeda.

    Los ojos de Arkady buscaron la luna, la copa de un árbol, cualquier otra cosa.

    —Te irás como se fue Karel —sentenció Dymtrus—. Después te arrojaremos en el agua y nadie te encontrará durante mil malditos años.
    —Cincuenta mil —Alex Gerasimov salió del bosque—. Más bien cincuenta mil años.

    En las manos de Alex había un arma. Le disparó a Dymtrus por la espalda, y el grandote cayó tan muerto como un ciervo masacrado, mientras el hermano se incorporaba sobre las rodillas, tomado por sorpresa. Taras se quitó el cabello de los ojos, y había comenzado a dar forma a una pregunta cuando Alex le disparó también. Una quemadura de cigarrillo que le atravesaba el corazón. Taras se la miró, y siguió cayendo hasta que se desparramó en el suelo.

    Alex levantó la almohada.

    —Je ne regrette ríen. De absolutamente nada —dijo, y arrojó la almohada al agua, casi junto al cartel con forma de diamante.

    Regresaron cargando los cuerpos.

    Alex dijo que el pantano y la ladera de la colina eran demasiado radiactivos; la milicia abandonaría a los Woropay o los arrastraría por los talones. ¿Arkady no había visto a la milicia en acción? ¿Qué clase de investigación esperaba? Por fortuna, había dos testigos.

    —Trataban de matarte y te salvé la vida. ¿No fue eso lo que pasó?

    Llevaban a los Woropay sobre el hombro, al estilo bombero. Alex iba adelante con Dymtrus, mientras Arkady, con un ojo cerrado por la hinchazón y el sentido del equilibro alterado por los golpes con la pistola, iba tambaleándose baja el peso de Taras. Subir la ladera era un trabaja lento, resbalando a cada paso sobre las agujas de pino.

    —Tuviste suerte de que yo haya oído el disparo. Creí que era un cazador furtivo en medio de la ciudad. Ya sabes cómo soy con los cazadores furtivos.
    —Lo sé.
    —Después oí otro disparo detrás de la escuela, y seguí los gritos. Los Woropay hacen mucho ruido.
    —Sí.
    —¿No estás lastimado?
    —Estoy bien.

    Alex se detuvo para mirar atrás.

    —Llevaremos a estos dos hasta la escuela, y después iré a buscar el camión.

    Arkady tropezó con una raíz y cayó sobre una rodilla, como un camarero con la bandeja demasiado cargada. No podía cambiar de hombro porque veía con un solo ojo. Se levantó y preguntó:

    —¿Viste a Katamay?
    —Sí. ¿Sabes qué es lo extraordinario de la luna llena? Sientes como un animal, como ve un animal —comentó. A pesar del peso de Dymtrus, con armas calzadas en la parte de adelante y de atrás del pantalón, Alex iba rápido, pero aminoró el paso para adecuarse al de Arkady—. Nosotros no nos merecemos una luna llena. Hacemos todo más pequeño. Todo lo grande lo reducimos. Árboles altos, felinos grandes, peces adultos, ríos torrentosos. Eso tiene de maravilloso la Zona. Que nos dejen afuera durante cincuenta mil años, y este lugar podrá crecer hasta llegar a ser algo.
    —¿Viste a Karel? — repitió Arkady.
    —No tenía buen aspecto.

    Arkady subía paso a paso, y Alex comenzó a hablar como lo haría un adulto durante una caminata larga y fría con un niño lloroso y lento, distrayéndolo con historias y cosas que al niño le agradaría oír.

    —Pasha Ivanov y Lev Timofeyev eran los favoritos de mi padre, siempre entrando y saliendo de nuestro departamento. Sus mejores investigadores, mejores instructores y, cuando estaba demasiado borracho, su mejor protección. Y, lo juro, cuando empecé a trabajar en NoviRus era solo por el dinero extra. No tenía ningún gran plan de represalia.

    ¿Represalia? ¿Eso acababa de decir Alex? A Arkady todavía le zumbaba la cabeza, y necesitó toda su concentración para seguir moviéndose mientras Alex aparta a una rama del camino.

    —Me llamó mi amigo Yegor, desde Moscú. Sí, trabajé tiempo parcial para Seguridad NoviRus como intérprete en la Sección de Accidentes, lo que en general significaba veinticuatro horas de lectura en una habitación pequeña, sin ventanas. Tal vez la oficina del coronel Ozhogin quedara en el piso quince, pero nosotros trabajábamos en las entrañas de edificio. Y como estás en el subsuelo, parece que siempre es de noche. Muy de la era espacial, con vidrios oscuros en lugar de paredes… Comencé a pasear por los vestíbulos y descubrí que los técnicos que vigilaban todas esas pantallas de seguridad se aburrían todavía más que yo. Son niños; yo era el único mayor de treinta años. Imagina lo que es estar sentado en la oscuridad mirando fijo una serie de pantallas durante horas y horas. ¿Para ver qué? ¿Marcianos? ¿Chechenios? ¿Ladrones de bancos con la cabeza metida en una media? Un día fui a buscar una silla, y en la pantalla se veía el portón de un palacio que se abría para dejar entrar un par de Mercedes. Los automóviles pasaban a otra pantalla, y ahí estaba Pasha Ivanov, después de tantos años. El Señor NoviRus en persona, bajando de un automóvil con una mujer bellísima del brazo. El palacio era de él. No lo veía desde Chernobil. En las pantallas lo seguí hasta la gran escalinata y el interior del vestíbulo. "Ahí hay un hombre que lo tiene todo", me dije.

    "Y me pregunté: ¿qué se le da a un hombre que lo tiene todo? En el instituto estábamos trabajando con cloruro de cesio. ¿Recuerdas que Ivanov era muy sociable? En Navidad ofreció una fiesta en su palacio, para unas mil personas, con el propósito de juntar regalos para alguna obra de beneficencia. Muy democrático: empleados, amigos, millonarios, niños, que se paseaban por todas las habitaciones porque a Ivanov le gustaba ostentar, como hacen los nuevos rusos. Llevé unos granos de cloruro e cesio y un dosímetro en una caja de plomo envuelta para regalo, y unos guantes, forrados en plomo y pinzas en la parte de atrás del pantalón. Encontré el baño de Ivanov y dejé un grano, para que lo pisara y lo llevara en la suela por toda la casa, y deposité el regalo en el asiento del inodoro con una tarjeta en que lo invitaba a Chernobil a expiar sus pecados. Esperé meses, Y lo único que hizo Ivanov fue enviar a Hoffman, su amigo el gordo estadounidense, a ocultarse entre los Hassidim. ¿Puedes creerlo? Ivanov delegó en Hoffman una oración por los muertos, y éste ni siquiera cumplió.

    Tampoco Arkady estaba cumpliendo bien. Taras era un peso muerto que aprovechaba toda oportunidad —el roce de una rama, un paso inseguro— para deslizarse de su hombro. Arkady iba a los tropezones, pero seguía la voz de Alex. Alex se detenía cada tanto para asegurarse de que lo oyera. Fue contando la historia como quien deja un rastro de migas sabrosas a lo largo de un sendero del bosque.

    —Ivanov se mudó a una mansión en la ciudad, con un cuartel para vigilancia. Pero ni todos los guardaespaldas del mundo pueden ayudarte si tu perro vuelve de su paseo por el parque con uno o dos granos en el pelo que desparrama por toda la casa. También inicié una campaña contra Timofeyev, aunque era un personaje secundario. No era ningún Pasha Ivanov. Por supuesto, después de la muerte de Ivanov, Timofeyev estuvo dispuesto a venir acá, pero antes los dos tuvieron que actuar como si no pasara nada, como si no hubiera nada que informar a la milicia, ni siquiera a Seguridad NoviRus donde, dicho sea de paso, me iba muy bien. Me portaba como el hermano mayor de todos los técnicos. Los ayudaba a estudiar sus cursos por correspondencia en carreras de negocios para poder convertirse, también ellos, en nuevos rusos. Al encargado de códigos le recomendé un médico para que le consultara sobre su disfunción sexual, y guardé el secreto. La verdad, el plan tomó forma por sí solo. ¿Ves? Allá está la escuela, en la cima de la colina.

    Para Arkady la escuela se hallaba tan distante como una nube en el cielo. Quedó impresionado de haber podido llegar tan lejos. Taras, muerto o no, seguía intentando diferentes formas de resbalarse de su hombro. Alex se le acercó para ayudarlo a pasar por encima de un tronco, y Arkady se preguntó si podría arrimarse lo suficiente como para quitarle una de las armas que llevaba en la cintura, pero ya el otro se había puesto en marcha otra vez, cargando a Dymtrus, dando el ejemplo, animando a Arkady y manteniéndolo entretenido.

    —¿Quieres que te cuente lo de la camioneta de fumigación? Fue divertido. Los domingos por la mañana el técnico que vigilaba la casa de Ivanov estaba siempre con resaca. Lo reemplacé y las mismas imágenes que el recepcionista observaba en el vestíbulo, y en cuanto la camioneta entró en el callejón de servicio llamé por la línea de seguridad y le pedí que me leyera una lista de los invitados del mes anterior. No la tenía en la computadora. El recepcionista tiene que darse vuelta, buscar la carpeta en un cajón, encontrar el día y descifrar su propia letra, sin poder ver las pantallas. Yo sabía todo eso porque lo había observado en el monitor del vestíbulo durante semanas. El fumigador tenía los códigos de la puerta de atrás, el ascensor de servicio y el piso de Ivanov, y le prometí doce minutos de distracción. En medio de eso, el técnico viene a reemplazarme. Le digo que no con la cabeza. El tipo aguarda mientras yo sigo hablando con el recepcionista, porque estoy esperando que salga el fumigador. Entiendo por qué hay gente que dedica su vida al delito: la adrenalina es increíble. Le doy dos aspirinas al técnico y se va a buscar un vaso de agua. En el mismo momento aparece el fumigador en el callejón, ahora con mayor rapidez porque ya no arrastra una maleta llena de sal; carga la camioneta y se va. Yo le agradezco al recepcionista, cuelgo y miro la pantalla. Éste deja la carpeta, mira a la cámara, revisa sus pantallas, rebobina las cintas de la calle y el callejón. Ve la camioneta y llama al portero, que desaparece hacia la parte trasera. Me siento como si estuviera en el vestíbulo. Esperamos, el recepcionista y yo. Vuelve el portero, moviendo la cabeza, y salta al ascensor. En los monitores lo veo yendo de piso en piso golpeando puertas, mientras el recepcionista actúa con gran calma, sin quitar del todo la vista de la cámara, hasta que vuelve el portero. No hay problema, nada de que preocuparse, todo bajo control. Ya casi llegamos, Renko.

    Para cumplir con su parte de la conversación, Arkady gruñía. Cargar con un cuerpo a través de un bosque tupido era como pasar un cable por los dientes de un peine.

    —Karel —dijo.
    —Karel era el fumigador, e hizo un buen trabajo. Por desgracia, se descuidó y deben de habérsele pegado uno o dos granos de cesio. Un millón de veces intenté explicarles la radiactividad a Karel y los Woropay, y creo que nunca me entendieron.
    —¿La camioneta?
    —Yo era su amigo. También de los Woropay. Los escuchaba, a ellos y sus ambiciones locas. Eran simples muchachos de la Zona; jamás iban a ser nuevos rusos. Cada uno, a su modo, nos estábamos desquitando.
    —¿De qué?
    —De todo.

    Arkady se sentía demasiado agotado para dilucidarlo.

    —De todo no. Dime una cosa.
    —Eva.
    —¿Qué hay con ella?
    —Ya lo sabes —Alex se pasó el dedo por el cuello.

    El espino de atrás de la escuela se había convertido en una barrera enmarañada que se tendía hacia Taras. Alex sostuvo las ramas para que Arkady pudiera subir los últimos peldaños hasta el subibaja y las sillas de la parte posterior de la escuela. Cuando vio un reflejo fantasmal de sí mismo en una ventana, apartó la vista antes de transformarse por completo en Yakov.

    —No lo sueltes —dijo Alex.
    —¿Por qué? Ibas a ir a buscar tu camioneta.
    —No. Los llevaremos de vuelta junto a Karel.
    —¿Con Karel?

    ¿Al otro lado de la explanada?, pensó Arkady.

    —Ya casi hemos llegado —contestó Alex—. La cuesta terminó. A partir de acá es fácil.

    Así que era eso, pensó Arkady. Por eso él estaba vivo, y no muerto en el pantano: para que Alex pudiera hacer un solo viaje en lugar de tres. Como un asistente concienzudo, lo ayudaba llevando dos cuerpos: el de Taras y el propio. De esa manera no quedarían huellas de neumáticos en la tierra ni sangre en la camioneta. Apareció un arma en la mano de Alex. En general la distancia desde la escuela hasta el parque de diversiones era un trecho corto. Aun a ese paso, Arkady se preguntó cuánto podría alargarlo.

    —Primero tú —le dijo Alex, y lo empujó para que volviera a ponerse en marcha, esta vez adelante.

    Mientras avanzaba con dificultad, Arkady recordó algo que había dicho alguien sobre una caminata a la horca concentrándose en otra cosa. No era cierto. Pensó en una música preferida, en la risa de Irina, en su madre sentada en su cama para leerle Anna Karenina una vez más, un ramo de pensamientos en una tumba. Se acordó de que Eva lo había llamado una y otra vez, cuando lo único que hubiese tenido que hacer era atenderla.

    —¿Por qué? — preguntó Arkady—. ¿Qué hicieron Pasha Ivanov y Timofeyev que justifique la muerte de cinco personas, hasta ahora? ¿Qué pudieron haber hecho Pasha Ivanov y Timofeyev para volverte tan demente?

    Alex hizo un gesto de aprobación.

    —Por fin una pregunta interesante. La noche del accidente en Chernobil, ¿qué hicieron? Bueno, cualquiera pensaría que no podían hacer nada; no eran más que dos profesores jóvenes en un instituto de Moscú. Pero eran los favoritos de mi padre, que se quedaban tomando toda la noche con el viejo, cuando él quería, cosa que sucedía a menudo. Y eso era lo que estaban haciendo cuando llegó la llamada del Comité Central del Partido. Querían que fuera a Chernobil a evaluar la situación, porque era el famoso académico Felix Gerasimov, con más experiencia en desastres nucleares que cualquier otro, el experto número uno del mundo. Pero estaba demasiado borracho para hablar, así que le pasó el teléfono a Pasha.
    —¿Dónde estabas tú?
    —En la Universidad de Moscú, profundamente dormido en mi habitación.

    Los recuerdos sí lograron aminorar el paso de Alex.

    —¿Y cómo sabes todo esto?
    —Mi padre no dejó una nota explicando su suicidio, pero me envió una carta pocas horas antes de morir. Me contó que el Comité Central quería su consejo sobre si evacuar o no a la gente, y qué decirles. Pasha actuaba como si se limitara a transmitir las respuestas de mi padre.

    Arkady vio a Karel en el sofá frente al juego de las tacitas locas. La hermana, Oksana, se hallaba agachada sobre él; vestía la misma ropa de gimnasia. La reconoció por el brillo azul de la cabeza calva. Era como el duendecillo islandés que aparecía de la nada. Alex, que iba un paso atrás, todavía no la había visto.

    —Pasha preguntó si el núcleo del reactor había quedado expuesto. Los del Comité dijeron que no, porque eso les habían dicho de la sala de control. Pasha preguntó si el reactor estaba cerrado. Sí, según Chernobil. Bueno, contestó, entonces parecía más humo que fuego. No hagan sonar las alarmas, distribuyan tabletas de yodo a los niños y aconsejen a la gente del lugar que permanezcan puertas adentro por un día mientras se apaga el fuego y se investiga. ¿Y Kiev?, preguntaron los del Comité. Aún más importante es no destapar la olla allá, dijo Pasha. Confisquen los dosímetros. "Sean despiadados por el bien común." Pasha y Lev eran ambiciosos. Sólo dijeron al Comité y a mi padre lo que ellos querían creer. Así funcionaba la ciencia soviética, ¿recuerdas? De modo que la evacuación de Pripyat se demoró un día y la advertencia a Kiev tardó seis, para que un millón de niños, incluida nuestra Eva, pudieran desfilar un Día de los Trabajadores impasible y radiactivo. Pasha y mi padre no pueden llevarse todos los laureles, ya que hubo muchos cobardes y mentirosos… pero sí una parte.
    —Tu padre trabajaba con información imprecisa. ¿Hubo alguna investigación?
    —Una farsa. Después de todo, él era Felix Gerasimov. Por la mañana me levanté de la cama para ir a clase, y allí estaba, sobrio, pálido como un fantasma, con una pastilla de yodo para mí. Él sabía. A partir de entonces, cada 10 de mayo se emborrachaba. Dieciséis aniversarios. Al final escribió una carta, la selló, la llevó él mismo al correo, volvió a casa, tomó su pistola y ¡PUM!

    Oksana volvió la cabeza. Arkady se preguntó qué imagen darían él y Alex al aproximarse a la luz de la luna; tal vez un solo ser extraordinariamente feo con dos cabezas, un tronco y una cola. Arkady le hizo una seña para que se fuera.

    —¿Sorprendido? — preguntó Alex.
    —La verdad, no, Como motivo de asesinato, el dinero está sobrevaluado. La vergüenza es más fuerte.
    —Ésa es la mejor parte. Pasha y Timofeyev no podían ir a buscar protección a ninguna parte, porque entonces habrían tenido que revelar toda la historia. Sentían demasiada vergüenza para salvar su propia vida, ¿te imaginas?
    —Sucede todo el tiempo.

    Oksana rodeó el sofá, y sólo porque la había visto, Arkady la oyó apenas salir corriendo. Tal vez cincuenta pasos más. Karel seguía en el sofá, con las tacitas locas ladeadas tras él. Arkady resistió la tentación de soltar a Taras y correr, porque dudaba que en su estado pudiera escapar un solo centímetro.

    Continuó Alex:

    —Les escribí. Lo único que les pedí, a Ivanov y Timofeyev, fue que vinieran a la Zona y declararan en persona su parte de responsabilidad, cara a cara.
    —Timofeyev vino. Mira lo que le pasó.
    —No les dije que no habría consecuencias. Lo justo es justo.
    —Como solías decirle a Karel.
    —Así es.

    Arrastrando los pies, llegaron a la feria de diversiones. Karel todavía se estiraba lánguido de un extremo al otro del sofá. Tenía los ojos cerrados y le habían limpiado la sangre del mentón y la mejilla; su cabello trenzado con cuentas lucía peinado con más prolijidad, y ambos pies calzaban chinelas chinas. Cosas que haría una hermana mayor. Arkady pensó que Alex podría notario, pero estaba demasiado complacido consigo mismo. En la rueda gigante, arriba, chirrió una cabina. Qué sufrimiento ser una rueda gigante que no gira nunca. Arkady nunca había visto una luna tan grande. Una sombra de la rueda caía sobre la explanada.

    Arkady depositó a Taras en el suelo.

    Alex simplemente dejó que Dymtrus se le resbalara del hombro. Cuando el corpulento miliciano cayó a tierra, la cabeza se le partió como un coco.

    —¿Quién mató a Hulak? — preguntó Arkady.
    —No sé, ni me importa. Tenía un arreglo con los Woropay sobre dónde y qué robar. Supongo que lo mataron ellos —respondió Alex, y dio vuelta a Dymtrus, herido en la espalda, con la cara hacia arriba; a Taras, herido en el pecho, lo puso boca abajo; luego agitó la pistola para ordenar a Arkady que se quedara quieto mientras armaba la figura geométrica que quería: un triángulo de muertos: Karel, Dymtrus y Taras… y Arkady en el medio—. Creo que será un cuadro bastante convincente de los peligros de tomar samogon cuando se está armado. No te preocupes; las armas y el samogon los pongo yo.
    —Así que no me salvaste de los Woropay.
    —No, lo lamento. Nunca pasaste de acá, pero opusiste mucha resistencia, si eso te hace sentir mejor.
    —Lo único que falta es la almohada con la que asfixiaste a Karel.
    —¿Je ne regrette ríen? ¿Sabes?, apenas si le cubrí la cara. Dio unas cuantas patadas, y ya. Yo diría, considerando su estado, que le hice un favor.

    Alex retrocedió dos pasos hacia la sombra de la rueda gigante y levantó el arma. No demasiado lejos, ni demasiado cerca.

    Sonó el celular de Arkady.

    —Déjalo sonar —ordenó Alex—. Una cosa por vez.

    El teléfono sonó y sonó. Cuando salió el mensaje del contestador automático, el que llamaba cortó y de inmediato volvió a marcar. Debía de ser Zhenya, pensó Arkady. Ninguna persona normal tendría semejante persistencia enloquecedora. El teléfono siguió sonando hasta que Alex se lo sacó del bolsillo y lo aplastó con un pie.

    Solucionado el problema, la ciudad entera en silencio, cada ventana un ojo ansioso, Alex dio un paso atrás y volvió a alzar el arma. Apareció Oksana a la vista de Arkady, al fondo de las tacitas locas.

    —¿Te molestaría salir de la sombra? — dijo el investigador.
    —¿Quieres verme cuando te mate? — replicó Alex.
    —Correcto.

    Alex se adelantó, baja la luz plateada.

    Arkady esperó, sin darle ningún motivo para volver la cabeza. La cara de Alex mostró un instante de perplejidad, como si se preguntara por qué ese hombre resultaba una víctima tan fácil.

    Entonces se estremeció. Era un muerto de pie, era un muerto cayendo, era un muerto desplomado en el suelo, y el disparo de Oksana no había sonado mucho más fuerte que el chasquido de una ramita. Al salir de las tacitas locas liberó el brazo de un portafusil que había utilizado para estabilizar el rifle, similar a los rifles de un solo tiro que Arkady había visto en el departamento de Katamay en Slavutych.

    —Lo lamento. Había dejado el rifle en mi moto. Casi no llego a tiempo —dijo la muchacha.
    —Pero lo hiciste.
    —Este monstruo mató a mi hermanito —pateó a Alex.
    —Está muerto —Arkady trató de apartarla.
    —Era el demonio. Oí todo lo que dijo —exclamó, y lo escupió con ganas antes de que Arkady la calmara y limpiara el rostro de Alex. No había ninguna marca visible en él. Tenía los ojos cristalinos, la boca en una sonrisita suficiente, los iris y el tono muscular comenzaban a distenderse. Tuvo que meterle un dedo en la oreja para encontrar el orificio de la bala y una gota de sangre—. ¿Me arrestarán? — preguntó Oksana.
    —¿Alguien más sabe que tú le consigues animales a tu abuelo para que los diseque?
    —No, le daría mucha vergüenza. ¿Tú lo sabías?
    —Supuse que los conseguía Karel, hasta que vi lo enfermo que estaba. Entonces me di cuenta de que eras tú quien lo hacía.
    —¿Pueden rastrear la bala?
    —No. Una vez que alcanza el hueso, una bala de plomo queda como goma de mascar. Cuéntame de Hulak —Arkady apenas podía mantenerse en pie, pero tenía la sensación de que Oksana volvería a escurrirse y que, si quería hablar con ella, debía ser en ese instante, o nunca.
    —Le dijo a mi abuelo que iba a sacarte dinero y llevarte al estanque de refrigeración.
    —¿Tú esperaste en un bote?
    —A veces voy a pescar allí.
    —Y le disparaste a Hulak.
    —Tenía un arma.
    —Le disparaste a Hulak.
    —Estaba obligando a mi abuelo a hacer cosas.
    —¿Y tú proteges a tu familia?

    Oksana arrugó la frente; su calvicie exageraba sus expresiones. No, esa pregunta no le gustaba. Se sentó en el sofá y apoyó la cabeza de Karel en su falda.

    Arkady preguntó:

    —¿Sabes cómo se enfermó tu hermano?
    —Con un salero. Me dijo que estaba echando cesio a un salero y se le escapó un grano. Tal vez dos. Se había puesto guantes y no debería de haber pasado nada, pero después comió un sándwich y… —se le contrajo la cara—. ¿Te molesta si me quedo un rato sentada acá?
    —Por favor, sigue nomás.
    —Karel y yo solíamos sentarnos así todo el tiempo.

    Tendió la mano hacia el hombro de su hermano para alisar los pliegues de la camiseta de hockey, juntarle las manos y arreglarle las trenzas. Oksana empezó a ensimismarse cada vez más, y poco a poco Arkady comprendió que no iba a haber más respuestas.

    —Tengo que irme —dijo.
    —¿Puedo quedarme?
    —La ciudad es tuya.

    Arkady condujo la camioneta de Alex por el camino del río hasta los muelles y la flota abandonada, cruzó el puente y el silbido de la represa. Su motocicleta iba en la parte de atrás del camión. No había otra forma de llegar allá a tiempo. A tiempo para qué, no lo sabía. Lo que sentía era una enorme urgencia. A lo largo de los edificios de viviendas, totalmente vacíos, siempre totalmente vacíos, y la huella doble de una senda para automóviles a través de un campo de espadañas y helechos que se balanceaban a su paso, hasta un taller medio oculto entre los árboles.

    Apagó el motor. Daba la impresión de que la camioneta blanca llenaba todo el espacio. La cabaña se hallaba silenciosa y tenía un aspecto doloroso y oscuro, capaz de apagar velas. El viento levantaba apenas las copas de los árboles y casi no se oía el rumor del río, pero la casa sobresalía.

    ¿Qué he hecho?, se preguntó Arkady.

    La puerta metálica se cerró de golpe.

    Eva, en bata, los ojos enormes y borrosos, sostenía el arma con firmeza con ambas manos. Atravesó tambaleante el terreno, descalza, con la vista fija en él.

    —Te dije que si volvías te mataría —dijo.
    —Soy yo —respondió Arkady, y empezó a abrir la puerta y bajar de la camioneta.
    —No bajes, Alex.

    Eva seguía avanzando.

    —Tranquila —dijo Arkady.

    Abrió la puerta y bajó, para que ella pudiera vedo con más claridad. Lo habían herido, había sido malvado, sentía vergüenza, pero no iba a marcharse. Además, estaba exhausto. Aquello era lo más lejos que podía llegar. Eva se acercó más, hasta una distancia desde la cual no podía errar el tiro, y entonces vio que no era Alex. Arkady sabía que no tenía buen aspecto. De hecho, su aspecto habría ahuyentado a más de uno. Eva empezó a temblar. Temblaba como una mujer en agua helada, hasta que Arkady la llevó adentro.


    17


    Zurin estaba molesto porque Arkady no se había sentado en el salón VIP. El fiscal lo había arreglado todo, pero Arkady se negó a pasar horas esperando el avión a Moscú sin más entretenimiento que la cara de su jefe consumiendo whisky de malta. Zurin consideraba que se merecía un poco de comodidad en un ambiente lujoso, después de haberse tomado el trabajo de ir a Kiev a buscar a su díscolo investigador. Sin embargo, Arkady había salido del salón para acomodarse en un pub irlandés en el lugar preciso en que el tránsito llegaba hasta el vestíbulo principal.

    Hacía un mes que no veía un niño. Apenas si había visto alguna ropa que no fuera camuflada. No iba a ninguna parte sin notar los espantapájaros en forma de diamante de Chernobil. Aquí la gente caminaba sin mirar para adelante, los ojos fijos en el linóleo mientras arrastraban maletas de proporciones monstruosas. Hombres de negocios, tan agotados y arrugados como sus trajes, tecleando en laptops. Parejas que iban al sur, a Chipre o Marruecos, vestidas de colores insólitos que reflejaban su humor vacacional. Hombres de pie, inmóviles ante la pizarra de vuelos, y aunque el sol de la mañana entraba a través del vidrio del vestíbulo, Arkady podía deducir por el modo de mirar que para aquellos hombres era medianoche. Maravilloso.

    Después de los departamentos vacíos de Pripyat, las familias parecían un milagro. Un bebé lloraba y golpeaba la barra de su cochecito. Otro, de pañales, decidía caminar por primera vez. Unos mellizos de cabeza redonda y ojos azules perplejos andaban de la mano. Una madre menuda llevaba en brazos a un niño indio o paquistaní en un acolchado, como a un príncipe. Un verdadero circo.

    —¿Lo está pasando bien? — preguntó Zurin—. Usted inventa evasivas hasta que tengo que venir personalmente a buscarlo, y después actúa como si todavía estuviera de vacaciones.
    —¿A esto le llama vacaciones?
    —Trabajo no era. Hace siete días que le ordené que volviera.
    —Estaba bajo cuidados médicos —Arkady ostentaba los magullones para demostrarlo.

    No obstante, Zurin tenía motivos de queja. Cierto, el fiscal había hecho lo imposible para evitar el éxito de la investigación del asesinato de Lev Timofeyev, pero la cuestión seguía siendo Arkady, no había logrado descubrir quién le había cortado la garganta a Timofeyev.

    —Podría haber vuelto con el coronel Ozhogin.
    —Hablamos brevemente. Quise hacerle más preguntas sobre la seguridad de NoviRus, pero él tenía prisa.
    —Ozhogin resultó una decepción. Aunque no es peor que usted. Tome, esto llegó ayer a la oficina.

    Zurin le arrojó algo que le dio en el pecho y cayó en su regazo.

    —¿Qué es?
    —Una postal—respondió. Del lado brillante había una foto de nómadas vestidos de azul, montando camellos en las arenas del desierto. Del otro lado se leía el nombre de Arkady, la dirección de su oficina y el mensaje: "Dos cuestan menos que uno"—. Una postal de Marruecos.
    —Ya lo veo. ¿De qué se trata? ¿De quién es?
    —No tengo idea. No está firmada.
    —No tiene idea… ¿Un mensaje en código de Hoffman? Arkady estudió la postal.
    —Está en ruso, y escrita por un ruso.
    —No importa —Zurin se inclinó hacia delante—. ¿No lo saca de quicio saber que no llegó a ninguna parte con su investigación? ¿Qué dice eso de usted como investigador?
    —Muchísimo.
    —Estoy de acuerdo. ¿Por qué no disfruta de otra botella de cerveza irlandesa mientras yo visito la tienda libre de impuestos Y veo si logro encontrar algún cigarro decente? Pero quédese acá.

    Arkady asintió. Estaba bastante entretenido contemplando el desfile. Un niño caminaba en cámara lenta detrás de su GameBoy. Una bella mujer pasó en una silla de ruedas, la falda cubierta de rosas. Un grupo de escolares japonesas se reunía para sacarse una foto alrededor de dos oficiales de la milicia y un perro. Las niñas se reían y se tapaban la boca con las manos.

    La misma noche que Arkady había ido en la camioneta de Alex a la cabaña de Eva, ambos habían regresado a Pripyat en el automóvil de ella. Al día siguiente se descubrieron los cuatro cuerpos, lo que superó a la pequeña milicia del capitán Marchenko. Además de comprometerla, ya que tres de los muertos eran hombres del capitán. De Kiev se despacharon detectives y equipos forenses, pero realizaron un examen apresurado de la escena del crimen, debido a la radiactividad del lugar. Uno de los cuerpos estaba radiactivo, y otro era un ruso ejecutado con un tiro en la cabeza de manera completamente profesional. ¿Hasta qué punto era una coincidencia —se preguntaron en Kiev— que en la noche del ataque estuviese en la Zona un equipo de seguridad ruso al mando del coronel Ozhogin? Era el tipo de pregunta que exigía un diálogo franco entre país y país, y una investigación minuciosa, sin trabas, no sólo de los crímenes sino de la milicia y la administración de la Zona; en suma, una mirada honesta a toda la sórdida situación. O deshacerse del problema lo antes posible.

    Arkady tomó otra cerveza y compró un diario. Pensó que sería prudente ponerse al día. Zurin parecía contento en la tienda libre de impuestos, eligiendo entre coñacs franceses, corbatas de seda y pañuelos estampados. Las escolares japonesas pasaron otra vez en tropel. Del otro lado venía una niña de unos ocho años, de ojos grandes y pelo negro y lacio, que le llegaba a los hombros. Llevaba una varita con una cinta, que agitaba mientras patinaba. Arkady ya la había visto bailar de una manera muy semejante en la plaza de la Independencia de Kiev. La hija de la dentista.

    Tomó el diario y la siguió. La sala de espera era una escena de campamentos familiares, de sueños profundos, de ansiedad sin afeitar y un lento pero constante pulular por los negocios de recuerdos, cajeros automáticos y quioscos de periódicos y revistas. La niña entró como un rayo en un negocio de música atestado de gente, y pudo seguirla gracias a la varita, que llevaba en alto, hasta que apareció en un rincón junto a una mujer vestida con un elegante traje italiano. La doctora Levinson. A Víctor le había preocupado la seguridad física de la médica, pero no podría vérsela más feliz, una mujer atractiva que no lograba contener del todo el entusiasmo por viajar. La niña recibió un beso y volvió a perderse de vista.

    La varita y la cinta reaparecieron en un quiosco, un cajón de sastre de diarios y revistas, perfumes y esmalte para uñas, profilácticos y aspirinas. Había un gran exhibidor de lápices labiales. La niña se abrió paso entre el gentío y tomó la mano de un hombre que elegía entre varias marcas de dentífrico. Vestía como un golfista estadounidense, con cazadora y gorra. Tenía el cabello castaño, y no rubio claro, y un anillo de bodas había reemplazado su anillo de diamantes en forma de herradura, pero Arkady reconoció los hombros caídos y la mandíbula fuerte de Anton Obodovsky. Ese dentífrico prometía potencia blanqueadora; el otro, una sonrisa más fulgurante. ¿Cómo decidir? Anton bromeó con la niña, que sonreía radiante. La risa del hombre se apagó cuando vio que Arkady avanzaba por el pasillo. Los ojos de Anton se entornaron. Despachó a la niña, con un beso, y dejó el tubo de dentífrico en el estante.

    Arkady siguió por el pasillo como si estudiara los artículos de tocador.

    —¿Vas a alguna parte?
    —Lejos —respondió Anton en voz baja.

    También Arkady habló con tono discreto, siguiéndole e] juego.

    —Déjame ver tu pasaporte y tu pasaje.
    —Acá no tiene ninguna autoridad.
    —Déjame verlos.

    Anton los sacó de la cazadora. Tragó con fuerza e intentó mantener por un rato la sonrisa, mientras Arkady leía:

    —Destino final: Vancouver, Canadá, para el señor y la doctora Levinson y la hija de ambos. Pasaporte ucraniano y visa de inmigración canadiense. ¿Cómo los conseguiste?
    —Como inmigrante inversor. Deposito dinero en sus bancos.
    —Compraste el permiso de entrar.
    —Es legal.
    —Si tienes un pasado limpio. Te cambiaste el nombre y el cabello, y estoy seguro de que cambiaste también tus antecedentes. ¿Algo más?
    —Existía un Levinson. Él las abandonó.
    —¿Y tú acudiste en su rescate?
    —SÍ. Hace dos años. Ya era paciente de ella. Pero Rebecca no quiere tener nada que ver con la mafia. Estamos casados, y sólo consigo verlas, a ella y la niña, más o menos una vez por mes, porque no quisiera que nadie se enterara, y mucho menos mis ex colegas.
    —¿Y la higienista?
    —¿Ella? Yo tenía que disimular cuando andaba cerca del consultorio. De todos modos, estoy seguro de que lo está pasando bien en Marruecos. Buena mujer.
    —Eso dijo Víctor.
    —Lo vi. Estuve con él en Kiev. Ahora tiene mejor aspecto.
    —La llamada que hiciste desde la cárcel de Butyrka a Pasha Ivanov, ¿por qué fue?
    —Era una advertencia, o habría sido una advertencia si alguna vez me hubiera devuelto la llamada.
    —¿Para advertir a Pasha de qué?
    —Cosas.
    —Tendrás que esforzarte un poco más.
    —Vamos, hombre.
    —Déjame ayudarte, Karel Katamay. Está muerto, dicho sea de paso.
    —Lo vi en las noticias —Anton retrocedió contra el mostrador de lápices de labios, como un luchador que ha decidido aguantar el castigo—. Está bien, conocí a Karel en Pripyat, cuando era niño. Sabía lo que había vivido. Recuerdo la evacuación y que la gente trataba a todos los de Pripyat como si tuvieran la peste. Tuve la suerte de ser boxeador; de mí no se burlaban mucho. Para Karel, yo era un duro. Recibía muchas cartas de él cuando era niño; después, nada durante años, hasta que de repente llamó, me dijo que estaba en Moscú y que necesitaba pedirme una camioneta prestada. Una camioneta de fumigador. Nunca antes me había pedido un favor.
    —¿Te dijo por qué?
    —Para hacerle una broma a un amigo, dijo.
    —¿Y tú le conseguiste la camioneta?
    —¿Qué, me cree loco? ¿Iba a poner en peligro el futuro de mi familia para robar una camioneta para un niño al que no había visto en años? Cuando le contesté que no, ahí me dijo que había ido a Moscú a ajustar cuentas con Pasha Ivanov. Trataba de impresionarme; me dijo que íbamos a quedar a mano. Le contesté que no existía manera de quedar a mano con Pasha Ivanov, nunca. Lo hecho, hecho está. Después me guardé en Butyrka hasta que la cosa estallara. Llamé a Ivanov pero nunca me devolvió la llamada. Lo intenté.
    —¿Y ahora te vas a escapar?
    —No me estoy escapando. Llega un momento en que uno se harta, y sólo quiere vivir en algún lugar normal, con leyes.
    —Con tus antecedentes criminales, ¿cómo crees que puedas lograrlo?
    —AsÍ. Salgo por la puerta. Subo a un avión. Empiezo de nuevo.
    —¿Y las cabezas que rompiste, y las personas a las que arruinaste? ¿Crees que puedes dejar atrás todo eso?

    Anton cerró los puños. El mostrador de lápices labiales empezó a temblar. Arkady echó una mirada a la sala de espera y vio a la doctora Levinson y a la niña de pie junto a las maletas, los ojos fijos en los pasajes que él tenía en la mano. Casi le parecía ver cómo se abría el suelo bajo sus pies.

    —No —contestó Anton—. Rebecca dice que los llevaré a todos conmigo. A los que hice daño, todos ellos irán conmigo. No los olvidaré nunca.
    —¿Ella va a redimirte?
    —Tal vez.
    —¡Renko! — Zurin, con gran agitación, lo llamó con señas desde el otro lado del vestíbulo—. ¡Maldito seas, Renko!

    Por primera vez Arkady vio los ojos de Anton abiertos de verdad, como si hubiera un interior jamás visto antes. Anton abrió las manos y las dejó caer. Arkady sintió que todo el vestíbulo latía.

    —¡Renko, quédese ahí! — ordenó Zurin.
    —Puerta B 10 —leyó Arkady en el permiso de embarque de Obodovsky. Le devolvió los pasajes y los papeles—. Si fuera tú, iría ahora mismo a la puerta —el otro empezó a decir algo, pero Arkady le dio un empujón—. No mires atrás.

    Anton se reunió con la madre y la hija; junto a ellas, en verdad parecía más humano. Arkady vio cómo juntaban sus pertenencias y se unían a un movimiento general rumbo a las puertas. Obodovsky se puso los anteojos para sol a pesar de la luz lúgubre. La niña saludó con la mano.

    —Renko, ¿no puede quedarse quieto en un lugar? — Zurin llegó haciendo resonar los pies contra el suelo—. ¿Quién era ese hombre?
    —Alguien a quien me pareció conocer.
    —¿Y lo conocía?
    —No, para nada.

    Volvieron al pub. Zurin encendió un cigarro y leyó el periódico. Arkady lo intentó pero no podía quedarse quieto en el asiento, con tantas personas, tantas posibilidades, tanta vida pasando por ahí.


    18


    En diciembre fueron de visita. Eva decidió que exponerse un día era permisible, aunque Zhenya fue con todo el entusiasmo de un rehén. Por lo menos Arkady logró que se pusiera una chaqueta nueva, lo que constituía una gran victoria.

    Había caído una ligera nevada que cubría la aldea con su propia chaqueta blanca y reluciente. Las zarzas se transformaron en flores níveas. Las cabañas en ruinas se orlaban de blanco, y las sillas abandonadas sostenían almohadones de nieve. Salió la población entera: Clara la Vikinga, Olga con sus anteojos nebulosos, Nina con su muleta y, por supuesto, Roman y María, a repartir una bienvenida de pan y sal y samogon. Yanko había acudido desde Chernobil. Hasta la vaca levantó la cabeza en el corral para ver de qué se trataba el ruido.

    María apiñó a todos en la cabaña para ofrecerles borsch caliente y más samogon. Los hombres comieron de pie. Las ventanas se empañaron y las mejillas se pusieron rojas. Zhenya estudiaba la cocina, con su estante para dormir, y Arkady pensó que el niño jamás había visto una cabaña campesina, salvo en los cuentos. Zhenya se volvió hacia él y dijo:

    —Baba Yaga.

    La habitación se hallaba tal como la recordaba Arkady: los mismos tapices de bosques y telas bordadas en rojo y blanco, el ícono de la familia en lo alto en su rincón y, en la pared, fotografías de los momentos que pasaron juntos Roman y María cuando eran jóvenes, de su hija con el marido y la pequeña niña, de la misma nieta en una playa cubana.

    Eva fue el centro de atención, porque María y sus amigas querían saber cómo era Moscú. Aunque ella le restó importancia, Arkady sabía que para Eva la mudanza a Moscú no era una situación feliz todo el tiempo. Se había ido de la Zona y encontrado trabajo en una clínica, pero muchos días sentía que estaba ocupando el lugar de Irina o que era apenas una cáscara de mujer que se fingía entera. Pero otros días eran buenos, y algunos, muy buenos.

    Bajo la influencia del samogon, Yanko confesó que, desde la muerte de Alex Gerasimov, la llegada de fondos de Rusia para investigación ecológica se había reducido casi a la nada. Tal vez los Amigos Británicos de la Ecología quisieran contribuir. Así lo esperaba él.

    María se reía de todo lo que decía Eva. Con sus bufandas de colores fuertes, parecía un regalo con doble envoltura, y sus dientes de acero relucían. Un regocijo casi infantil parecía haber contagiado a todos los viejos aldeanos, un entusiasmo que iba más allá de su cortesía.

    Roman llevó con timidez a Arkady a un costado para decirle:

    —Nadie de nuestras familias nos ha visitado en casi un año. Ni siquiera han venido al cementerio, imagínese.
    —Lamento saberlo.
    —Yo los entiendo. Son gente ocupada, y están lejos. Espero que a usted no le moleste si aprovecho su visita, pues no sé cuándo volveré a tener tres hombres acá. Hacen falta por lo menos tres. Por eso invité a Vanko. No se preocupe; tengo ropa vieja para que se ponga.
    —No hay problema.
    —¡Qué bien! — Roman llenó sus vasos otra vez. Arkady volvió atrás.
    —¿Tres hombres para qué?

    María ya no podía contenerse.

    —¡Para matar al cerdo!

    La nieve volvía a caer, en puñados suaves.

    Roman salió del granero con botas y un delantal de goma. Vanko había atado una de las patas del cerdo contra el pecho, para que no pudiera mantenerse en equilibrio, pero Sumo era fuerte y ágil y comprendió en un momento que las mismas personas que habían sido sus benefactores durante un año iban a asesinado. Arrastrando a Vanko, el cerdo chillaba de indignación y terror, precipitándose hacia un lado y luego hacia el otro mientras Roman colgaba una polea doble y una cuerda de lo alto de la puerta del granero.

    —Antes Roman mataba cerdos para toda la aldea —dijo María—. Ahora el cerdo es nuestro, pero lo compartimos con los amigos.

    Era una propuesta simple: Sumo moriría para que ellos vivieran. Sin embargo la escena también tenía algo de feria campestre. El animal arrastró a Vanko por el jardín blanco, y las mujeres vitoreaban como si no esperaran nada menos que aquel alboroto. Cuando el animal fue hacia el portón, Nina, con los ojos brillantes, lo hizo retroceder con la muleta.

    —Lo lamento —susurró Eva—. No sabía que iba a ocurrir esto.
    —Es diciembre, hora de llenar la despensa. Entiendo la situación de Roman.
    —¿Ayudarás con el cerdo?

    Arkady hizo un lazo corredizo con una cuerda.

    —Dejaré que Vanko lo canse un poco más.

    De repente, Zhenya se quitó la chaqueta e hizo frente al cerdo. Rodaron por la tierra. Sumo era rápido, pesado y luchaba por su vida, agitando las pestañas claras, pidiendo ayuda a gritos. Incluso cuando se libró de Zhenya, el niño siguió aferrando la cuerda. Un niño al que Arkady sólo había visto levantar un juego de ajedrez resistía con una mano en la cuerda mientras agitaba la otra.

    —¡Arkady! ¡Arkady!

    Corrió a ayudado. Vanko, Zhenya y él fueron arrastrados por la nieve hasta que Arkady colocó el nudo corredizo alrededor de la otra pata delantera del animal.

    —A las tres —dijo—. Uno… dos…

    Zhenya y él aprovecharon el impulso de la víctima para darla vuelta sobre el lomo y deslizarla hasta Roman, que le apretó las patas delanteras y le cortó la garganta con un solo tajo en forma de media luna.

    El delantal de goma convertía a Roman en una figura diferente, impresionante. Ató las patas posteriores del cerdo, que se sacudían, las enganchó en la polea, levantó al animal en el aire cabeza abajo y acercó con el pie un cubo de cinc para que cayera la sangre que chorreaba.

    Manchado de rojo fuerte, Zhenya cayó tambaleante en la nieve, riendo. Vanko se puso en pie y se lanzó al samogon, mientras el cerdo colgaba, pateando y gritando. Roman miraba con calma autoritaria. Hundió un dedo en un ojo del animal y se lo arrancó. Arkady miró a Eva, que lo miraba a él.

    —Para que se desangre más rápido —explicó Roman a Zhenya.

    En cuanto el cerdo quedó inmóvil, Roman lo trasladó a una carretilla y lo llevó al centro del patio, donde las mujeres cobraron vida, cubriéndolo de heno y prendiéndole fuego. Las llamas remolineaban en la nieve, naranja flameando contra blanco. Cuando se quemó el heno, Roman se sentó a horcajadas sobre el animal y le raspó el pelo chamuscado. María soltó a las gallinas, que corrieron por el terreno picoteando la sangre y corriendo tras el ojo. Después de quemar y raspar el cuero varias veces, Roman lavo la sangre; y era notable, pensó Arkady, lo limpia que fue la operación. Roman cortó las orejas achicharradas y las ofreció como bocados deliciosos a Vanko y Arkady. Arkady no aceptó. Zhenya tomó una.

    Pasaron el resto de la tarde faenando el cerdo. Primero con un hacha pequeña para cortarle la cabeza, porque demoraba más en hervir, luego con cuchillos para separar los miembros. Roman abrió el lomo para revelar una reluciente capa de tocino, y María y sus amigas corrieron con cubos de plástico, anticipando la preparación de jamones, salchichas y grasa ahumada para el resto del año.

    No bien terminaron la faena, sombras azules cubrieron la aldea, y Arkady y Zhenya se lavaron y cambiaron de ropa para el viaje de vuelta al aeropuerto. Cuando llegó el momento de besarse y despedirse, ya había caído la noche invernal. Después, al auto, Arkady y Eva adelante, Zhenya atrás, todos saludando con la mano a las caras iluminadas por los faros. Un salto marcha atrás antes de encontrar las huellas que llevaban, como rieles, al camino principal. Una última despedida bulliciosa, y luego quedaron libres.

    Iban como flotando. En una noche nublada en la Zona, no había estrellas, faroles ni otros vehículos, sólo sus luces delanteras tanteando en el vacío. Arkady miró a Eva. Ella le tomó una mano y le dijo:

    —Gracias.

    De qué, apenas se atrevió a responder él. Echó una mirada rápida por el espejo retrovisor. Zhenya iba sentado más derecho, como si tuviera hombros.

    Encontrar y seguir el camino exigió toda su concentración.

    Cristales deslumbrantes se precipitaban hacia el parabrisas. Cuentas de luz remolineaban alrededor del auto, tiraban de las puertas y golpeaban contra las ventanillas.

    Nadie durmió, y nadie dijo una palabra.


    Fin


    Agradecimientos

    Mucha fue la gente que generosamente compartió conmigo sus conocimientos y comprensión a lo largo de la escritura de este libro.

    En los Estados Unidos, Jerry English, Victoria Bonnell y Grisha Freiden. En Moscú, Boris Rudenko; detective coronel Alexander Yakovlev y Anton; Barsukova Mitrofanovna, del refugio de niños "Otradnoya"; Alexei Klyashtorin, radioecologista; André Gertsev; Lena Godina; los periodistas Masha Lipman, Andrew Jack y Yulia Latynina; Galina Vinogradova y, virtualmente en cada paso del camino, Luba Vinogradova. En Chernobil, Tania D'Avignon¡ Nastia y Nicolai; Alexander Teplov y Kyril Otradnov; comandante de puesto de milicia, coronel L.P. Korolchuck; y rabino Yakov Bleich, Gran Rabino de Ucrania. Desde Israel, Aharon Grundman.

    Knox Burguer y Kitty Sprague, Luisa Cruz Smith y Ellen Branco leyeron borrador tras borrador. Así y todo, es posible que haya errores, y por ellos soy absolutamente responsable.


    Fin

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