INCLUSO LA REINA (Connie Willis)
Publicado en
octubre 20, 2017
EL TELÉFONO SONÓ CUANDO ESTUDIABA LA PETICIÓN de la defensa solicitando desestimar el caso.
—Es el tono universal —me dijo mi ayudante Bysshe, yendo a descolgar—. Probablemente sea el acusado. En la cárcel no te dejan usar tonos de firma personalizados.
—No, no lo es —dije—. Es mi madre.
—Oh. —Bysshe acercó la mano al receptor—. ¿Por qué no usa su tono de firma?
—Porque sabe que no quiero hablar con ella. Se debe de haber enterado de lo que ha hecho Perdita.
—¿Tu hija Perdita? —preguntó, sosteniendo el auricular contra el pecho—. ¿La que tiene una niña pequeña?
—No, ésa es Viola. Perdita es mi hija menor. La que no tiene sentido común.
—¿Qué ha hecho?
—Se ha unido a las Ciclistas.
Bysshe me miró sin entender, aunque inquisitivo, pero no tenía ganas de iluminarle. Ni ganas de hablar con madre.
—Sé exactamente lo que madre va a decirme. Me preguntará por qué no se lo conté y luego exigirá saber qué voy a hacer al respecto. Y no puedo hacer nada o ya lo habría hecho, evidentemente.
Bysshe me miró desconcertado.
—¿Quieres que le diga que estás en una sesión?
—No. —Tendí la mano para tomar el teléfono—. Tarde o temprano tendré que hablar con ella. —Lo cogí—. Hola, madre —dije.
—Traci —dijo mi madre con dramatismo—, Perdita se ha hecho Ciclista.
—Lo sé.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Creía que era Perdita la que debía decírtelo.
—¡Perdita! —bufó—. Jamás me lo contaría. Sabe lo que opino. Supongo que se lo has contado a Karen.
—Karen no está aquí. Está en Irak. —El único aspecto positivo de la situación era que el tremendo deseo de Irak por demostrar que era un miembro responsable de la comunidad mundial y que había olvidado su anterior afición a la autodestrucción había hecho que mi suegra estuviese en el único lugar del planeta donde el servicio telefónico era tan nefasto que podía decir que había intentado llamarla sin conseguirlo y no le quedaría más remedio que creerme.
La Liberación nos había liberado de todo tipo de indignidades y lacras, incluidos los Saddam de Irak, pero las suegras no se contaban entre ellas, y casi me alegraba de que Perdita hubiese tenido tan excelente sentido de la oportunidad. Eso, cuando no quería matarla.
—¿Qué hace Karen en Irak? —preguntó madre.
—Negocia una patria para los palestinos.
—Y mientras tanto, su nieta destroza su vida —dijo como si tal cosa—. ¿Se lo has contado a Viola?
—Ya te lo he dicho, madre. Creía que Perdita debe ser quien lo cuente.
—Bien, no lo ha hecho. Y esta mañana una de mis pacientes, Carol Chen, me ha llamado y me ha exigido que le dijera qué le estaba ocultando. No tenía ni idea de a qué se refería.
—¿Cómo lo descubrió Carol Chen?
—Por su hija, que estuvo a punto de unirse a las Ciclistas el año pasado. Su familia la convenció de lo contrario —me dijo en tono acusador—. Carol estaba convencida de que la comunidad médica había descubierto algún terrible efecto secundario del amenerol y lo ocultaba. No puedo creer que no me lo contases, Traci.
Y yo no podía creer que no le hubiese permitido a Bysshe decirle que estaba en una sesión, pensé.
—Ya te lo he dicho, madre. Era Perdita la que debía contártelo. Después de todo, es decisión suya.
—¡Oh, Traci! —dijo madre—. ¡No puedes hablar en serio!
Durante el primer arrebato de libertad tras la Liberación, había tenido la esperanza de que todo cambiaría... de que de alguna forma nos libraríamos de la desigualdad, del dominio matriarcal y de esas mujeres sin sentido del humor decididas a eliminar del lenguaje la palabra «hombría» y el pronombre singular de tercera persona.
Por supuesto, no fue así. Los hombres seguían ganando más, el término «miembra» seguía siendo una mancha en el paisaje semántico y mi madre todavía decía « ¡oh, Traci!» en un tono que me devolvía a la preadolescencia.
—¡Su decisión! —dijo madre—. ¿Pretendes decirme que te vas a quedar sin hacer nada mientras tu hija comete el peor error de su vida?
—¿Qué puedo hacer? Tiene veintidós años y está en posesión de sus facultades mentales.
—Si estuviese en posesión de sus facultades mentales, no haría algo así. ¿No intentaste convencerla?
—Por supuesto, madre.
—¿Y?
—Y no tuve éxito. Está decidida a convertirse en Ciclista.
—Bien, algo podremos hacer. Consigue un requerimiento judicial, contrata a un desprogramador o demanda a las Ciclistas por lavado de cerebro. Eres juez, seguro que hay alguna ley a la que...
—La ley se llama soberanía personal, madre, y considerando que fue lo que en su día hizo posible la Liberación, no puedo usarla contra Perdita. Su decisión se ajusta a todos los criterios de un caso de soberanía personal: es una decisión personal, tomada por un adulto responsable, no afecta a nadie más...
—¿Qué hay de mi consulta? Carol Chen están convencida de que la deriva produce cáncer.
—Cualquier efecto sobre tu consulta se considera un efecto indirecto. Como sobre un fumador pasivo. No tiene importancia. Madre, nos guste o no, Perdita tiene todo el derecho a hacerlo, y nosotras no tenemos derecho a interferir. Una sociedad libre debe basarse en el respeto a la opinión de los demás y en dejarlos en paz. Debemos respetar el derecho de Perdita a tomar sus decisiones.
Y todo era cierto. Lástima que cuando Perdita llamó no le dije nada de eso. Lo que dije, en un tono idéntico al de mi madre, fue: « ¡Oh, Perdita!»
—Es todo culpa tuya, ya lo sabes —dijo madre—. Te dije que no deberías haberle permitido ese tatuaje sobre la deriva. Y no me digas que vivimos en una sociedad libre. ¿De qué sirve una sociedad libre cuando permite a mi nieta arruinar su vida? —colgó.
Le devolví el auricular a Bysshe.
—Sinceramente, me ha gustado mucho eso que has dicho de respetar el derecho de tu hija a tomar sus decisiones —dijo. Me tendió la toga—. Y lo de no inmiscuirte en su vida.
—Quiero que investigues los precedentes en desprogramación —dije, metiendo los brazos por las mangas—. Y descubre si a las Ciclistas las han acusado de alguna violación de la libre elección: lavado de cerebro, intimidación, coacción.
Sonó el teléfono, otro universal.
—Hola, ¿quién llama? —dijo Bysshe con cautela. De pronto su voz sonó más amable—. Un minuto. —Tapó el receptor con la mano—. Es tu hija Viola.
Cogí el teléfono.
—Hola, Viola.
—Acabo de hablar con la abuela —dijo—. No creerás lo que ha hecho Perdita. Se ha unido a las Ciclistas.
—Lo sé —dije.
—¿Lo sabes? ¿Y no me lo habías dicho? No me lo puedo creer. Nunca nos cuentas nada.
—Me parecía que era Perdita quien debía contártelo —dije, ya cansada.
—¿Estás de broma? Ella tampoco me cuenta nada. Aquella vez que se hizo los implantes de cejas tardó tres semanas en decírmelo, y cuando lo del tatuaje láser... jamás me lo contó. Twidge me lo contó. Deberías haberme llamado. ¿Se lo has contado a la abuela Karen?
—Está en Bagdad —dije.
—Lo sé —dijo Viola—. La llamé.
—¡Oh, Viola, no!
—Al contrario que tú, madre, creo que a los miembros de la familia hay que contarles las cosas que les conciernen.
—¿Qué dijo? —pregunto, sintiendo una especie de insensibilidad por todo el cuerpo una vez pasada la conmoción.
—No pude hablar con ella. Allí el servicio telefónico es espantoso. Contacté con alguien que no hablaba inglés y luego se cortó, y cuando lo volví a intentar me dijeron que toda la ciudad estaba incomunicada.
Gracias, dije entre dientes. Gracias, gracias, gracias.
—La abuela Karen tiene derecho a saberlo, madre. Piensa en el efecto que podría tener en Twidge. Cree que Perdita es maravillosa. Cuando Perdita se hizo el implante de cejas, Twidge se pegó LEDs a las suyas y me resultó casi imposible sacárselos. ¿Y si Twidge decide también unirse a las Ciclistas?
—Twidge sólo tiene nueve años. Cuando reciba su deriva, Perdita lo habrá dejado hace tiempo. —«Eso espero», añadí para mí en silencio. Perdita llevaba ya año y medio con el tatuaje y no daba señales de cansarse de él—. Además, Twidge tiene más sentido común.
—Es cierto. Oh, madre, ¿cómo ha podido hacerlo? ¿No le dijiste lo horrible que era?
—Sí —dije—. Y molesto. Y desagradable, desestabilizador y doloroso. Nada le causó la más mínima impresión. Me dijo que le parecía que sería divertido.
Bysshe se señalaba el reloj y articulaba en silencio: «Hora de empezar en el tribunal.»
—¡Divertido! —dijo Viola—. ¿Habiendo visto cómo lo pasé durante esa época? En serio, madre, a veces tengo la impresión de que se le ha helado el cerebro. ¿No puedes lograr que la declaren incompetente y encerrarla o algo?
—No —dije, intentando abrocharme la toga con una mano—. Viola, tengo que irme. Llego tarde al tribunal. Me temo que no podemos hacer nada por impedírselo. Es una adulta racional.
—¡Racional! —dijo Viola—. Se le encienden las cejas, madre. En un brazo lleva tatuada la última batalla de Custer.
Le pasé el teléfono a Bysshe.
—Dile a Viola que hablaremos mañana. —Me cerré la toga—. Y luego llama a Bagdad y entérate de cuánto tiempo esperan estar sin teléfono. —Fui a entrar en la sala del tribunal—. Y si recibimos más llamadas universales, antes de contestar asegúrate de que son locales.
Bysshe no pudo hablar con Bagdad, lo que consideré una buena señal, y mi suegra no llamó. Madre sí, por la tarde, para preguntar si las lobotomías eran legales.
Volvió a llamar al día siguiente. Yo estaba en medio de mi clase sobre soberanía personal, explicando el derecho inherente de los ciudadanos de una sociedad libre a comportarse como completos idiotas. No se lo tragaban.
—Creo que es tu madre —me susurró Bysshe pasándome el teléfono—. Sigue usando el universal. Pero es una llamada local. Lo he comprobado.
—Hola, madre —dije.
—Todo está dispuesto —dijo madre—. Almorzaremos con Perdita en McGregor's. Está en la esquina de la Doce con Larimer.
—Estoy en plena clase —dije.
—Lo sé. No te entretendré. Sólo quería decirte que no te preocupes. Me he ocupado de todo.
No me gustó cómo sonaba aquello.
—¿Qué has hecho?
—He invitado a Perdita a almorzar con nosotras. Ya te lo he dicho. En McGregor's.
—¿Quiénes somos «nosotras»?
—Sólo la familia —dijo inocentemente—. Viola y tú.
Bien, al menos no se había traído a un desprogramador. Todavía.
—¿Qué tramas, madre?
—Perdita dijo lo mismo. ¿Una abuela no puede invitar a almorzar a su nieta? Quedamos a las doce y media.
—Bysshe y yo tenemos una reunión en el tribunal a las tres.
—Oh, a esa hora ya habremos acabado. Y tráete a Bysshe. Podrá aportar el punto de vista de un hombre.
Colgó.
—Tendrás que almorzar conmigo, Bysshe —dije—. Lo siento.
—¿Por qué? ¿Qué va a pasar durante el almuerzo?
—No tengo ni idea.
De camino a McGregor's, Bysshe me contó todo lo que había descubierto sobre las Ciclistas.
—No son una secta. No tienen connotaciones religiosas. Parecen haber surgido de grupos de mujeres anteriores a la Liberación —dijo, repasando las notas—, aunque tienen que ver con los grupos proelección, la Universidad de Wisconsin y el Museo de Arte Moderno.
—¿Qué?
—A las líderes las llaman «docentes». Su doctrina es una especie de mezcla de feminismo radical anterior a la Liberación y primitivismo ecológico de los ochenta. Son floratarias y no llevan zapatos.
—O derivas —dije. Paramos frente a McGregor's y nos apeamos del coche—. ¿Alguna condena por control mental? —pregunté esperanzada.
—No. Un montón de demandas contra miembros individuales, todas ganadas.
—¿Por soberanía personal?
—Sí. Y una demanda penal de una miembro cuya familia intentó desprogramarla. Al desprogramador lo condenaron a veinte años y a la familia a doce.
—Asegúrate de contárselo a mi madre —dije, y abrí la puerta del restaurante.
Era uno de esos restaurantes con una tremenda campanilla dando vueltas alrededor de la mesa del maître y huertos entre las mesas.
—Fue idea de Perdita —dijo madre, guiándonos entre las cebollas hasta la mesa—. Me dijo que muchas Ciclistas son floratarias.
—¿Está aquí? —pregunté, esquivando los pepinos.
—Todavía no —señaló más allá de un rosal—. Ahí está nuestra mesa.
Nuestra mesa, de mimbre, estaba a la sombra de una morera. Viola y Twidge estaban sentadas al otro lado, junto a una espaldera de judías pintas, mirando la carta.
—¿Qué haces aquí, Twidge? —pregunté—. ¿Por qué no estás en el colegio?
—Lo estoy —dijo, mostrándome su tablilla electrónica—. Hoy asisto remotamente.
—Me ha parecido que debía participar en la conversación —dijo Viola—. Después de todo, pronto tendrá su deriva.
—Mi amiga Kensy dice que no lo hará. Como Perdita —dijo Twidge.
—Cuando llegue el momento estoy segura de que Kensy cambiará de opinión —dijo madre—. Perdita también cambiará de parecer. Bysshe, ¿te sientas junto a Viola?
Bysshe se deslizó obedientemente frente a las espalderas y se sentó en una silla de mimbre, al otro lado de la mesa. Twidge se inclinó por encima de Viola y le pasó una carta.
—Es un restaurante genial —dijo—. No hay que llevar zapatos. —Levantó un pie descalzo para dejarlo claro—. Y, si tienes hambre mientras esperas, puedes recoger algo. —Se retorció en la silla, arrancó dos judías verdes, le dio una a Bysshe y mordió la otra—. Apuesto a que Kensy no cambia de opinión. Kensy dice que la deriva duele más que un aparato en la boca.
—No duele tanto como no tenerla —dijo Viola, dedicándome una mirada de «mira lo que ha conseguido tu hija».
—Traci, ¿por qué no te sientas delante de Viola? —me dijo madre—. Y pondremos a Perdita a tu lado, cuando llegue.
—Si viene —dijo Viola.
—Le dije a la una en punto —dijo madre, sentándose al otro extremo—. Así tendremos tiempo para planificar la estrategia antes de que llegue. Hablé con Carol Chen...
—Hace un año su hija casi se une a las Ciclistas —les expliqué a Bysshe y a Viola.
—Dijo que celebraron una reunión familiar, como ésta, y simplemente le hablaron, y decidió que después de todo no quería ser Ciclista. —Miró a los presentes—. Así que se me ocurrió hacer lo mismo con Perdita. Creo que deberías empezar explicándole la importancia de la Liberación y los días de terrible opresión anteriores...
Viola la interrumpió.
—Yo creo que deberíamos intentar convencerla de seguir con el amenerol durante unos meses en lugar de retirar la deriva permanentemente. Si viene. Que no vendrá.
—¿Por qué no?
—¿Vendrías tú? Es decir, esto es como la Inquisición. Ella aquí sentada mientras nosotros le «explicamos» todo. Puede que Perdita esté loca, pero no es una estúpida.
—Ni de lejos es la Inquisición —dijo madre. Miró ansiosamente tras mi cabeza, hacia la puerta—. Estoy segura de que Perdita... —Dejó de hablar, se levantó y echó a correr por entre los espárragos.
Me volví, temiéndome ver a Perdita con los labios luminosos o un tatuaje de cuerpo completo, pero no veía nada entre las hojas. Aparté las ramas.
—¿Es Perdita? —dijo Viola, inclinándose hacia delante.
Miré por entre el follaje de la morera.
—¡Oh, Dios mío! —dije.
Era mi suegra, ataviada con una abaya negra y una yarmulke de seda. Vino hacia nosotras atravesando una parcela de calabazas, con la túnica al viento y los ojos encendidos. Madre siguió su rastro de rábanos aplastados, mirándome furiosa.
Me volví hacia Viola.
—Es tu abuela Karen —le dije acusadora—. Me dijiste que no habías podido hablar con ella.
—Y no lo hice —dijo—. Twidge, siéntate derecha. Y deja la tablilla.
Se produjo un crujido ominoso en el rosal mientras las hojas se echaban atrás aterrorizadas, y llegó mi suegra.
—¡Karen! —dije, intentando parecer encantada—. ¿Qué haces aquí? Te hacía en Bagdad.
—Volví tan pronto como recibí el mensaje de Viola —dijo, mirando a todos con furia—. ¿Quién es ése? —exigió saber, señalando a Bysshe—. ¿El nuevo de Viola?
—¡No! —dijo Bysshe, con cara de horror.
—Es mi ayudante legal, madre —dijo—. Bysshe Adams-Hardy.
—Twidge, ¿por qué no estás en la escuela?
—Lo estoy —dijo Twidge—. En modo remoto. —Levantó la tablilla—. ¿Ves? Matemáticas.
—Comprendo —dijo, volviéndose para mirarme con furia—. Es una cuestión tan seria como para que mi biznieta no vaya a la escuela y para que haga falta la contratación de ayuda legal, pero no tan importante como para notificármela. Aunque nunca me cuentas nada, Traci.
Se dejó caer como un remolino sobre la silla del extremo, haciendo que las hojas y los guisantes saliesen volando y decapitando el centro de brécol.
—Sólo ayer recibí el grito de ayuda de Viola. Viola, no debes dejarle mensajes a Hassim. Prácticamente no habla inglés. Tuve que obligarle a tararearme tu tono de llamada. Reconocí tu firma, pero como los teléfonos no funcionaban, vine volando. Debo añadir que en medio de las negociaciones.
—¿Cómo van las negociaciones, abuela Karen? —preguntó Viola.
—Van extremadamente bien. Los israelíes les han dado a los palestinos la mitad de Jerusalén, y han aceptado compartir los Altos del Golán. —Se volvió para mirarme con furia un momento—. Ellos sí que saben lo importante que es la comunicación. —Volvió a mirar a Viola—. Bien, ¿por qué se meten contigo, Viola? ¿No les gusta tu nuevo?
—No soy su nuevo —protestó Bysshe.
A veces me preguntaba cómo era posible que mi suegra se hubiese convertido en mediadora y qué hacía en esas sesiones de negociación con serbios y católicos, coreanos del Norte y del Sur, protestantes y croatas. Toma partido, saca conclusiones precipitadas, entiende mal todo lo que se dice, se niega a escuchar. Y, sin embargo, logró que Sudáfrica aceptase un gobierno de Mandela y probablemente consiga que los palestinos celebren el Yom Kippur. Quizá se limita a atemorizarlos a todos hasta que hacen lo que quiere. O quizás es que tienen que aliarse para resistir contra ella.
Bysshe seguía protestando.
—He conocido a Viola hoy mismo. Sólo hemos hablado por teléfono un par de veces.
—Debes de haber hecho algo —le dijo Karen a Viola—. Está claro que vienen a por ti.
—No a por mí —dijo Viola—. A por Perdita. Se ha unido a las Ciclistas.
—¿Las Ciclistas? ¿Abandoné las negociaciones por Cisjordania porque no os gusta que Perdita se haya unido a un club de ciclismo? ¿Cómo se lo voy a explicar a la presidenta de Irak? No lo va a entender, ¡tampoco yo lo entiendo! ¡Un club de ciclismo!
—Las Ciclistas no van en bicicleta —dijo madre.
—Menstrúan —dijo Twidge.
Siguió un silencio sepulcral de al menos un minuto, y pensé: «Al final va a suceder. Mi suegra y yo estaremos del mismo bando durante una discusión familiar.»
—¿Tanto jaleo porque Perdita se va a quitar la deriva? —dijo Karen al fin—. Es mayor de edad, ¿no? Y se trata evidentemente de un caso de soberanía personal. Tú deberías saberlo, Traci. Después de todo, eres jueza.
Debería haber supuesto que era demasiado bueno para ser cierto.
—¿Quieres decir que estás de acuerdo en que haga retroceder veinte años la Liberación? —dijo madre.
—Dudo que sea tan importante —dijo Karen—. También hay grupos antideriva en Oriente Próximo, ya lo sabes, y nadie se los toma en serio. Ni siquiera las iraquíes, y todavía llevan velo.
—Perdita se lo toma en serio.
Karen quitó importancia a Perdita agitando su manga negra.
—Son una moda pasajera. Como las microfaldas. O esas horribles cejas electrónicas. Algunas mujeres siguen esas modas absurdas durante un tiempo, pero en general no ves que las mujeres renuncien a los pantalones y se pongan sombrero.
—Pero Perdita... —dijo Viola.
—Si Perdita quiere tener la regla, que la tenga. Durante miles de años las mujeres se las arreglaron bastante bien sin la deriva.
Madre golpeó la mesa con el puño.
—Las mujeres también se las arreglaron perfectamente bien con el concubinato, el cólera y el corsé —dijo, acompañando cada palabra con un golpe del puño—. Pero eso no es razón para aceptar voluntariamente ninguna de esas limitaciones, y no tengo intención de dejar que Perdita...
—Hablando de Perdita, ¿dónde está la pobre? —dijo Karen.
—Llegará en cualquier momento —dijo madre—. La invité a almorzar para hablarlo con ella.
—¡Ja! —dijo Karen—. Quieres decir que para obligarla a cambiar de opinión. Bien, no tengo ninguna intención de colaborar. Tengo la intención de escuchar a la pobre con interés y mente abierta. El «respeto» es la clave, y todas parecéis haberlo olvidado. El respeto y la mínima cortesía.
Una joven descalza, ataviada con una túnica de flores y un pañuelo rojo atado alrededor del brazo izquierdo, se acercó a la mesa con un montón de carpetas de color rosa.
—Ya era hora —dijo Karen, quitándole una carpeta—. El servicio es espantoso. Llevo aquí sentada diez minutos. —Abrió la carpeta—. Supongo que no tendrán whisky.
—Me llamo Evangeline —dijo la joven—. Soy la docente de Perdita. —Le quitó la carpeta a Karen—. No ha podido venir a almorzar, pero me pidió que viniese en su lugar para explicarles la filosofía de las Ciclistas.
Se sentó en la silla de mimbre que había a mi lado.
—Las Ciclistas estamos dedicadas a la libertad —dijo—. A liberarnos de la artificialidad, a liberarnos de las drogas y hormonas para controlar el cuerpo, a liberarnos del patriarcado machista que intenta imponérnoslo. Como es probable que ya sepan, no llevamos derivas.
Señaló el pañuelo rojo que llevaba en el brazo.
—Llevamos el pañuelo como símbolo de libertad y femineidad. Hoy lo llevo para anunciar que ha llegado mi momento de fertilidad.
—Nosotras también tenemos algo así —dijo madre—, sólo que lo llevamos en la parte posterior de la falda.
Reí.
La docente me miró con furia.
—La dominación masculina de los cuerpos femeninos comenzó mucho antes de la llamada «Liberación», con la regulación gubernamental del aborto y los derechos del feto, el control científico de la fertilidad y, finalmente, con el desarrollo del amenerol, que eliminó por completo el ciclo reproductivo. Todo formaba parte de un asalto planificado a los cuerpos femeninos, y por extensión a su identidad, por parte del régimen patriarcal machista.
— ¡Es un punto de vista interesante! —dijo Karen con entusiasmo.
Sí que lo era. De hecho, el amenerol no se había inventado para eliminar la menstruación. Había sido desarrollado para reducir tumores malignos, y sus propiedades para absorber el recubrimiento uterino se descubrieron por accidente.
— ¿Intentas decirnos —dijo madre— que los hombres obligaron a las mujeres a usar la deriva? ¡Tuvimos que luchar contra todos para lograr que aprobasen el amenerol!
Era cierto. La unificación de las mujeres, algo que no habían logrado las madres de alquiler, las campañas contra el aborto ni los derechos fetales, la había logrado la posibilidad de eliminar la menstruación. Las mujeres se habían manifestado, habían firmado peticiones, habían elegido a senadoras, habían aprobado enmiendas, habían sufrido la excomunión y habían ido a la cárcel, todo en nombre de la Liberación.
—Los hombres se oponían —dijo madre, poniéndose muy roja—. Y también la derecha religiosa, los fabricantes de compresas y la Iglesia católica...
—Sabían que tendrían que admitir mujeres sacerdote —dijo Viola.
—Cosa que hicieron —dije.
—La Liberación no os liberó —dijo la docente en voz alta—. Sólo os privó de los ritmos naturales de vuestra vida, de la fuente de vuestra femineidad.
Se inclinó y cogió una margarita que crecía bajo la mesa.
—Las Ciclistas celebramos la llegada de nuestra regla y nos alegramos de nuestros cuerpos —dijo, levantando la margarita—. Cuando una Ciclista florece, como lo llamamos, la honramos con flores, poemas y canciones. Luego nos damos las manos y declaramos lo que más nos gusta de nuestras menstruaciones.
—La retención de líquidos —dije.
—O quedarte tendida en la cama durante tres días con paños calientes —dijo madre.
—Creo que yo prefiero los ataques de ansiedad —dijo Viola—. Cuando dejé el amenerol para poder tener a Twidge, había días en que estaba convencida de que la estación espacial se me iba a caer sobre la cabeza.
Una mujer de mediana edad, vestida con peto y un sombrero de paja, que se había acercado mientras Viola hablaba y se había situado junto a la silla de madre, dijo:
—Yo sufría cambios de humor. Me sentía alegre y de pronto me convertía en Lizzie Borden.
—¿Quién es Lizzie Borden? —preguntó Twidge.
—Mató a sus padres —dijo Bysshe—. Con un hacha.
Karen y la docente los miraron con furia.
—¿No se supone que estudias matemáticas, Twidge? —dijo Karen.
—Siempre me pregunté si Lizzie Borden no padecía síndrome premenstrual —dijo Viola—, y que por eso...
—No —dijo madre—. Fue por tener que vivir antes de que se inventasen los tampones y el ibuprofeno. Fue un claro caso de homicidio justificado.
—Me parece a mí que estas bromas no nos ayudan en nada —dijo Karen, mirando a todos con furia.
—¿Eres la camarera? —le pregunté con prisa a la mujer del sombrero de paja.
—Sí —dijo, sacándose una tablilla del bolsillo.
—¿Servís vino? —pregunté.
—Sí. Diente de león, prímula y onagra.
—Los tomaremos todos.
—¿Una botella de cada?
—Por ahora —dije—. A menos que los tengáis en barriles.
—Los platos especiales de hoy son la ensalada de melón y choufleur gratinée —dijo, sonriéndonos. Karen y la docente no le devolvieron la sonrisa—. Podéis escoger la coliflor de esa parcela. El especial floratario es pétalos de violeta salteados con margarina.
Se produjo una tregua temporal mientras pedíamos.
—Yo voy a tomar guisantes —dijo la docente—, y un vaso de agua de rosas.
Bysshe se inclinó hacia Viola.
—Lamento haber parecido tan horrorizado cuando tu abuela ha preguntado si yo era tu nuevo —dijo.
—No pasa nada —dijo Viola—. La abuela Karen puede llegar a dar mucho miedo.
—Simplemente no quiero que pienses que no me gustas. Que sí. Que me gustas, quiero decir.
— ¿No tenéis hamburguesas de soja? —preguntó Twidge.
Tan pronto como se fue la camarera, la docente se puso a repartir las carpetas rosa que había traído.
—Aquí se explica la filosofía de trabajo de las Ciclistas —dijo, pasándome una—. Contiene también información práctica sobre el ciclo menstrual. —Le pasó una a Twidge.
—Me recuerda los libros que nos daban en la escuela —dijo madre, mirando la suya—. «Un regalo especial» los llamaban, y estaban llenos de fotografías de chicas con cintas rosa en el pelo, jugando al tenis y sonriendo. Una manipulación flagrante.
Tenía razón. Incluso aparecía el mismo dibujo de las trompas de Falopio que recordaba de una película del instituto, un dibujo que siempre me había recordado a un alien en sus primeras fases de desarrollo.
—Oh, qué asco —dijo Twidge—. Qué horror.
—Ocúpate de las matemáticas —dijo Karen.
Bysshe parecía mareado.
— ¿De verdad las mujeres hacían estas cosas?
Llegó el vino y serví un vaso grande a cada uno. La docente apretó los labios con desaprobación y agitó la cabeza.
—Las Ciclistas no emplean las hormonas ni los estimulantes artificiales que el patriarcado machista impone a las mujeres para dejarlas dóciles y serviles.
— ¿Cuánto dura la menstruación? —preguntó Twidge.
—Una eternidad —dijo madre.
—Entre cuatro y seis días —dijo la docente—. Lo pone ahí.
—No, quiero decir, ¿toda la vida o qué?
—Una mujer tiene la menarquía a los doce años, de media, y deja de menstruar a los cincuenta y cinco.
—Yo tuve la primera regla a los once —dijo la camarera, dejando un bouquet justo delante de mí—. En el colegio.
—Yo tuve la última el día en que se aprobó el amenerol —dijo madre.
—Trescientos sesenta y cinco dividido por veintiocho —manifestó Twidge, escribiendo en su tablilla—. Por cuarenta y tres años... —Miró el resultado—. Eso da quinientas cincuenta y nueve reglas.
—Eso no puede estar bien —dijo madre, quitándole la tablilla—. Son al menos cinco mil.
—Y siempre empieza el día que sales de viaje —dijo Viola.
—O que te casas —dijo la camarera. Madre se puso a escribir en la tablilla.
Yo aproveché el alto el fuego para servirme un poco más de vino de diente de dragón.
Madre alzó la vista.
— ¿Os habéis dado cuenta de que con una regla de cinco días, has estado menstruando durante casi tres mil días? Eso son más de ocho años.
—Y entre regla y regla el SPM —dijo la camarera, dejando las flores.
— ¿Qué es el SPM? —preguntó Twidge.
—«Síndrome premenstrual» fue el nombre que la medicina machista inventó para referirse a las variaciones naturales de los niveles hormonales que indican el inicio de la menstruación —dijo la docente—. Los hombres exageraron una fluctuación ligera y totalmente normal hasta convertirla en una debilidad. —Miró a Karen en busca de confirmación.
—Yo solía cortarme el pelo —dijo Karen.
La docente pareció incómoda.
—Una vez me corté todo un lado —añadió Karen—. Todos los meses Bob tenía que esconder las tijeras. Y las llaves del coche. Me ponía a llorar cada vez que llegaba a un semáforo en rojo.
—¿No te hinchabas? —preguntó madre, sirviéndole a Karen otro vaso de vino del estío.
—Parecía Orson Welles.
—¿Quién es Orson Welles? —preguntó Twidge.
—Vuestros comentarios reflejan el odio contra la mujer impuesto por el patriarcado machista —dijo la docente—. Los hombres han lavado el cerebro a las mujeres para que piensen que la menstruación es mala y sucia. Las mujeres llamaban a la regla «la maldición» porque aceptaron la valoración de los hombres.
—Yo la llamaba «la maldición» porque creía que una bruja me la había echado —dijo Viola—. Como a la Bella Durmiente.
Todos la miraron.
—Bien, así era —dijo—. Era la única razón que se me ocurría para que me pasase algo tan horrible. —Le devolvió la carpeta a la docente—. Sigue siéndolo.
—Creo que fuiste increíblemente valiente al dejar el amenerol para tener a Twidge —le dijo Bysshe a Viola.
—Fue espantoso —dijo Viola—. No puedes ni imaginarlo.
Madre suspiró.
—Cuando tuve la regla, le pregunté a mi madre si Annette también la tenía.
—¿Quién es Annette? —preguntó Twidge.
—Un personaje —dijo madre, y añadió, al ver que Twidge no lo entendía—, de la tele.
—Alta resolución —dijo Viola.
—La casa de Mickey Mouse —dijo madre.
—¿Había un programa de alta resolución llamado La casa de Mickey Mouse? —preguntó Twidge, incrédula.
—En muchos sentidos, eran días de una tenebrosa opresión —dije.
Madre me miró con furia.
—Annette era el ideal de toda niña —le dijo a Twidge—. Tenía el pelo rizado, pechos de verdad, siempre llevaba la falda planchada y no podía imaginarse que pudiese sufrir algo tan desagradable y poco digno. El señor Disney jamás lo hubiera consentido. Y si Annette no tenía la regla, entonces yo tampoco. Así que se lo pregunté a mi madre...
—¿Qué te dijo? —la cortó Twidge.
—Me dijo que todas las mujeres tenían la regla —respondió madre—. Así que le pregunté: « ¿Incluso la reina de Inglaterra?» Y me dijo: «Incluso la reina.»
—¿En serio? —dijo Twidge—. ¡Pero es muy vieja!
—Ahora ya no la tiene —dijo irritada la docente—. Ya he dicho que la menopausia se produce a los cincuenta y cinco años.
—Y luego tienes sofocos —dijo Karen—, osteoporosis y te sale tanto pelo en el bigote que acabas pareciéndote a Mark Twain.
—¿Quién...? —dijo Twidge.
—Simplemente repetís la propaganda negativa masculina —interrumpió la docente, con la cara más que roja.
—¿Sabéis lo que siempre me preguntaba? —dijo Karen, inclinándose conspiradora hacia madre—. ¿La menopausia de Maggie Thatcher fue la responsable de la guerra de la Malvinas?
—¿Quién es Maggie Thatcher? —dijo Twidge.
La docente, que a estas alturas estaba tan roja como su pañuelo, se levantó.
—Está claro que no tiene sentido intentar hablaros. El patriarcado machista os ha lavado el cerebro por completo. —Se puso a recoger las carpetas—. ¡Estáis ciegas, todas! Ni siquiera comprendéis que sois víctimas de una conspiración masculina para privaros de vuestra identidad biológica, de vuestra femineidad. La Liberación no fue una liberación. No fue más que otra forma de esclavitud.
—Incluso si eso fuese cierto —dije—, incluso si hubiese habido una conspiración para tenernos bajo la dominación masculina, habría valido la pena.
—Tiene razón —le dijo Karen a madre—. Traci tiene toda la razón. Hay algunas cosas por las que vale la pena entregar cualquier otra, incluso tu libertad, y librarse de la regla es una de ellas.
—¡Víctimas! —gritó la docente—. ¡Os han robado vuestra femineidad, y ni siquiera os importa! —Salió a toda prisa, destrozando varias calabazas y una fila de gladiolos.
—¿Sabéis lo que más odiaba antes de la Liberación? —dijo Karen, sirviéndose en la copa lo que quedaba del vino—. Las compresas.
—Y los aplicadores de cartón de los tampones —dijo madre.
—Jamás me haré Ciclista —dijo Twidge.
—Bien —dije.
— ¿Puedo tomar postre?
Llamé a la camarera y Twidge pidió violetas con azúcar.
—¿Alguien más quiere postre? —pregunté—. ¿O más vino de onagra?
—Creo que es maravilloso que intentes ayudar a tu hermana —dijo Bysshe inclinándose más hacia Viola.
—Y aquellos anuncios de Modess —dijo madre—. Los recuerdo. Aquellas mujeres llenas de glamour, trajes de noche de satén y largos guantes blancos, y debajo de la foto ponía: «Modess, porque...» Yo creía que Modess era un perfume.
Karen rio.
— ¡Yo pensaba que era una marca de champán!
—Creo que será mejor dejar el vino —dije.
El teléfono se puso a trinar en cuanto entré en mi despacho a la mañana siguiente. El tono universal.
—Karen ha vuelto a Irak, ¿no? —le pregunté a Bysshe.
—Sí —dijo—. Viola ha dicho que tenían un problema sobre si poner Disneyland en Cisjordania o no.
—¿Cuándo ha llamado Viola?
Bysshe me miró avergonzado.
—Esta mañana he desayunado con ella y Twidge.
—Oh. —Descolgué—. Probablemente sea madre con un plan para secuestrar a Perdita. ¿Hola?
—Soy Evangeline, la docente de Perdita —dijo la voz del teléfono—. Espero que estén contentas. Han atemorizado a Perdita para que se someta a la esclavitud del patriarcado machista.
—¿En serio? —dije.
—Es evidente que empleó control mental y quiero que sepa que tenemos la intención de presentar cargos. —Colgó. El teléfono sonó de inmediato, otro universal.
—¿De qué sirven las firmas si nadie las usa? —dije, y descolgué.
—Hola, mamá —dijo Perdita—. He pensado que te gustaría saber que he cambiado de opinión con respecto a unirme a las Ciclistas.
—¿En serio? —dije, intentando no parecer jubilosa.
—He descubierto que se ponen un pañuelo rojo en el brazo. Me tapa el caballo de Toro Sentado.
—Es un problema —dije.
—Bueno, eso no es todo. Mi docente me contó lo del almuerzo. ¿De verdad la abuela Karen te dijo que tenías razón?
—Sí.
—¡Caramba! Eso no me lo creía. Bien, en cualquier caso, mi docente dijo que no estabais dispuestas a oír lo genial que era la menstruación, que sólo hablabais de los aspectos negativos, como hincharse, retortijones y malhumor, y yo dije: « ¿Qué son retortijones?» Y ella me dijo: «El sangrado menstrual a menudo produce dolores de cabeza e incomodidad.» Y yo dije: « ¿Sangrado? ¡Nadie me había dicho nada de sangrar!» Madre, ¿por qué no me dijiste que había sangre de por medio?
Lo había hecho, pero me pareció más conveniente cerrar el pico.
—Y no dijiste nada de que fuese doloroso. ¡Y lo de las fluctuaciones hormonales! ¡Tendrías que estar loca para pasar por algo así si no fuese necesario! ¿Cómo lo soportabais antes de la Liberación?
—Eran días de tenebrosa opresión —dije.
—¡Ya me lo imagino! Bien, en cualquier caso, lo dejé, y mi docente está hecha una furia. Le dije que era un caso de soberanía personal y que debía respetar mi decisión. Pero aun así me voy a hacer florataria, y no quiero que intentes disuadirme.
—Ni se me ocurriría —dije.
—¡Sabes, todo esto ha sido culpa tuya, mamá! Si me hubieses dicho lo del dolor nada de esto habría pasado. ¡Viola tiene razón! ¡Nunca nos cuentas nada!
Fin