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octubre 18, 2017
A la luz del día, la habitación era pequeña y miserable. Amos creció lo suficiente para no coger en ella así como no cabía en la cama.
Pero por las noches aún conservaba su magia.
Cuando estaban cerradas las persianas y se apagaban las luces, las estrellas aún brillaban con luz fluorescente, y los planetas, girando lentamente al menor soplo de aire, parecían reales y cercanos. Y la luna estaba al alcance de la mano.
Lo mejor de todo era la S.1.2. —La Dona— brillando encima de la cama, mientras el niño que descansaba en el lecho caía libremente en el espacio. Era uno los héroes, uno de los astronautas.
El niño creció, el sol hacía visibles los hilos que sustentaban los planetas, y la S.1.2. y decoloraba con pequeñitas manchas de pintura las estrellas.
Ella revolvió el cuarto. Los modelos se movieron desordenadamente.
—Necesitarás esto —dijo presentándole un libro.
Él lo tomó, era una maltratada copia de La Conquista del Espacio, ilustrada por Bonestell. Lo puso nuevamente en el estante.
—Caray, mamá —le dijo en tono suplicante tratando de hacerla entender—. No lo necesito. Ya acabé con esto. Regálale todo a Tommy.
—Del modo como hablas... cualquiera pensaría que no vas a regresar —se quejó ella con la voz quebrada.
—Mamá —Le pasó un brazo alrededor de los hombros y le dio un apretón cariñoso—. Ya hemos hablado de ello. Ya crecí; ya no soy un niño. Todo esto —señalando renunciativamente con un vago gesto de la mano— ya quedo atrás. Vendré a verte cuando tenga licencias, o misiones en la Tierra.
Ella ha envejecido, pensó. Ya había pasado mucho tiempo desde que pensara que era la mujer más hermosa del mundo. También los años transcurrían por su madre.
El retorno al hogar fue penoso. Quizá fue un error regresar. Tal vez hubiera sido mejor no aceptar la licencia. Pero tampoco sería justo.
Cerró el liviano maletín espacial que contenía unas cuantas pertenencias. Los ojos de su madre se humedecieron.
—¿Y qué pasa ahora? —dijo él con irritación.
—Te llevas tan pocas cosas —dijo mordiéndose el labio inferior.
—Ya sabes que hay un límite de peso para el equipaje —le informó secamente. Su voz se suavizó—. Diez libras. Y poner ese peso en la Dona cuesta mil seiscientas libras de combustible. Allá tendrán todo lo que yo necesite. La Fuerza Aérea no me dejara desnudo, má.
—Ya lo sé. —Suspiró. Se animó un poco—. Si ya terminaste de empacar, baja a la cocina. Te guardé un trozo de pastel.
Llevó el equipaje a la espalda como lo hacían los astronautas veteranos. Mientras bajaban las escaleras, le dijo en tono de cariñoso reproche:
—Má, no deseo comer nada, de verdad. No podría pasar un bocado.
—Hijo, no te vas a marchar de tu casa con el estómago vacío.
—Está bien, Má. Como tú digas. —Dejó la maleta sobre una silla del vestíbulo y se dejó llevar a la cocina.
Ella lo miró comer sin quitarle los ojos del rostro. Amos comió forzadamente el pastel de manzana, luchando contra la ansiedad de irse, de estar ya en camino.
La cocina era el dominio natural de su madre. Allí ella mandaba; en ese sitio tuvo el valor de decirle lo que deseaba.
—No puedo entender por qué alguien quiera volar hacia el vacío. Me parece que ya hay bastantes problemas aquí, en la Tierra, para tener aún que salir a buscarlos. Cada vez que veo la televisión —sus ojos se movieron a la pantalla repetidora, del muro de la cocina— hay alguna nueva crisis o la guerra fría se está calentando...
— ¡Mamá! Tú sabes qué es lo que siempre he deseado, aun desde que era niño, soñando, jugando con cohetes...
—Puedo comprenderlo tratándose de niños pequeños. Los hombres son otra cosa. Como dijiste arriba, las niñerías se dejan atrás. ¿Por qué, entonces? Es todo lo que quiero saber...
—Porque debo hacerlo —respondió él, sabiendo que no sería suficiente razón para ella. Pero esa es la razón que siempre han dado los hombres a las mujeres para justificar la persecución de un sueño, sin ser capaces de explicarlo plenamente.
»Es importante —continuó—, hacer algo que valga la pena. Es el sueño, como el que guio a los colonos a través de las praderas. Ahí es donde hay hombres haciendo el futuro, hombres que realmente cuentan, hombres como Rev Mc Millen y Bo Finch y Frank Pickrell. Es hacer algo como poner allá afuera algo que no existía, la Dona. El valor la transformó de un sueño en realidad. Se mantiene a base de agallas. Y eso es sólo el principio. Allá está el futuro.
—Allá esta la muerte. —Distraídamente apartó un mechón de cabellos grises de su frente—. Allá está Mc Millen en su tumba, helado, girando eternamente alrededor de la Tierra. Fue el primer hombre en salir; y el primero en morir. Eso debiera habernos advertido. Antes, las guerras nos quitaban a nuestros hombres; ahora es eso. —Ella miró hacia el techo como si pudiera ver a su través, y contemplar la pequeña rueda de plástico girando con el sol, donde el cielo es negro y la muerte ronda de cerca.
—Adiós, mamá. —Se puso bruscamente en pie y la besó—. No te preocupes. No me pasará nada.
Se movió con rapidez, tomando su gorra del armario y el equipaje de la silla. Se detuvo un momento en el umbral de la puerta, vaciló y miró hacia atrás.
Ya la casa le parecía irreal, brumosa, como todo lo que contenía. Hasta su madre.
Miró a lo alto sin ver el leve destello de la Dona, sin esperar percibirlo. El satélite no sería visible sino hasta las 3.19.
Caminó algunos pasos dejando que la Tierra tirara de él por última vez; sintiendo que eso era una fantasía, y que pronto sería tan irreal como un sueño lejano.
Su realidad estaba allá arriba, allá afuera.
Dentro de algunas horas pisaría la vasta plataforma de concreto de la base en Cocoa, Florida.
Era el principio de una gran aventura.
El general Finch se veía viejo y enfermo. Amos comparó la imagen real con los retratos de la Academia; el general estrechando la mano de Pickrell; enfrentándose al Subcomité del Senado; entregando una corona fúnebre a un piloto anónimo, para ponerla en órbita en memoria de todos aquellos que dieron sus vidas...
Pero ya era un anciano el general Beauregard Finch, cuatro años mayor que la edad de retiro, casi de setenta años.
Los seis años transcurridos desde la muerte de Mc Millen en su fatal vuelo, envejecieron al general, pero, durante esos años, construyó su propio monumento. Encima circulaban la Dona a la que sacrificara su salud, su vida, como otros hombres sacrificaron su salud y sus vidas.
Lo valía. Era el sueño.
En la pequeña sala de espera, cercana a la plataforma, el general permanecía de pie, aún erguido, aún portando orgullosamente el emblema honorario de la Dona, en su hombro.
—Vas a ir arriba, Danton, llevándote nuestro honor y nuestro orgullo. Nunca antes enviamos un inepto, un cobarde o un necio. No creo que lo hagamos ahora. Sólo unos cuantos hombres te han precedido. Sólo un puñado te seguirá. Siempre será una tarea ardua y solitaria. Pero no hay nada que valga más la pena.
El general nunca estuvo en el espacio. Cuando fue factible hacerlo, ya era demasiado viejo.
—¿Cómo los llaman, remplazos de la Academia?
—Nos llaman los escogidos, señor.
—Muy bien señalado el nombre. Eso es lo que son. Escogidos una y otra vez. Lo mejor de lo mejor. Tienen el mejor adiestramiento que nos es dado ofrecerles. Recuérdalo bien: Nunca es suficiente, ni el entrenamiento ni la selección. La tarea es más grande que los hombres. Todo lo que han pasado es nada comparado a lo que les espera.
Amos sonrió cortésmente. El general podía pensar que no era nada la Academia, la selección y el programa de adiestramiento. Después de conocerlo, Amos no se ofrecería a pasarlo nuevamente: los incesantes tormentos para el cuerpo y la mente, las interminables pruebas de resistencia física y sicológica, el torrente perpetuo de información infinita, recibido por un cerebro finito.
Llamarlo nada. Cinco años de infierno.
Entre 50.000 solicitudes, 1.000 fueron aceptadas. Tras de las intensas pruebas físicas y siquiátricas, quedaron sesenta.
Ellos recibieron sus recompensas: cinco años de entrenamiento. Cinco años luchando con los libros, resistiendo las gravedades en la centrífuga mientras se trata de actuar como miembro de la tripulación de una tercera etapa, o trabajando en el remolino, o viviendo en el tanque en unión de trece hombres más, durante semanas sin fin, sabiendo que los psicólogos los observaban.
Y siempre la creciente presión del fracaso mientras que los compañeros de clase renunciaban, eran dados de baja, desaparecían y no eran mencionados más.
Hasta que sólo cinco se graduaron.
Cinco entre 50.000. Cuando se iniciaba la carrera no se podía creer en tal porcentaje de probabilidades en contra. El único modo de sobrevivir era no pensar en ello, tomar cada prueba como venía y, cuando la acumulación de gravedades era demasiado alta, recordar los sueños y luchar una y otra vez.
No podía haber nada más rudo. La realidad sería una culminación soberbia.
—¡Vamos! —gruñó el general—. ¡Ya es hora de partir! Hablo demasiado. La nave no esperará, ni siquiera por un general.
Tosía todavía cuando Amos, con el uniforme de vuelo y el yelmo espacial, atravesaba la amplia plataforma hacia la ahusada forma del transporte. Era un típico tres-etapas, reluciente con su revestimiento de cerámica blanca, rotas sus limpias líneas por las aletas del estabilizador, y las amplias alas, con las que la tercera etapa planearía a través de la atmósfera en su aterrizaje sin motor.
El elevador, parte de la gigantesca grúa, llevó suavemente a Amos hasta el costado de la nave. La gruesa y cuadrada puerta permanecía abierta y vacía. Amos se encogió de hombros y se inclinó para atravesar la esclusa de aire y entrar a la familiar cabina de la tercera etapa del M-5.
Subió por los peldaños de la escala hacia el único asiento desocupado. En este viaje actuaría como radio operador.
Los otros estaban en sus lugares —capitán, copiloto, navegante, ingeniero— con las cabezas encerradas en los tersos yelmos como bolas de boliche, en difícil equilibrio sobre los respaldos de los asientos. Una de las bolas de boliche se volvió mostrando un rostro duro, desinteresado. El capitán.
—Cadete Danton, señor —dijo Amos saludando impecablemente—, reportándose para transporte.
—¡Oh, Dios! —gruñó el capitán dirigiéndose al copiloto. Su cabeza se volvió nuevamente en dirección de Amos—. ¿Dónde estaba? ¿Cree que no tenemos nada más qué esperar por un mugroso cadete? ¡Oh, no importa! ¡Átese el cinturón de seguridad! Ya lo sabemos, el viejo Bó le estaba largando su discurso número 12B: “Palabras de consejo y aliento para los cadetes en su primer viaje, Nunca hemos enviado a un inepto, a un cobarde o a un necio. Y no creo que lo hagamos ahora”.
Ruborizándose, Amos se acomodó en el asiento vacante y ajustó las correas de su arnés. De todos modos tendrían que esperar. El despegue no sería dentro de cinco minutos.
—¿Cuál es su especialidad?
—Piloto, señor.
—Observe, entonces. Quizá aprenda algo. ¿Sabe algo de radio?
—Sí, señor.
—Entonces, esto es una orden: ¡No acerque sus viscosas manos a los instrumentos! ¡Yo me hare cargo de cualquier comunicación que sea necesaria! ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Póngase los auriculares o no, como le plazca, pero no se coloque el micrófono en la garganta. No lo quiero jugueteando con los circuitos.
Ya ardía el rostro de Amos, pero apretó los dientes y respondió.
—Sí, señor.
El capitán sacó una bolsa de plástico de un bolsillo elástico de su asiento y la ofreció a Amos.
—Póngasela.
—Ya he estado en caída libre, señor —protesto Amos—. No la necesitaré.
—¿Ya ha estado, eh? ¿Cuánto tiempo?
—Casi siete minutos.
—¡Ochenta segundos, cada vez, en una órbita Kepleriana! ¡Tonterías! Esta vez tendrá cuatro horas para empezar. ¡Póngasela! Es una orden.
Lentamente Amos deslizó el elástico tras de su yelmo y ajustó el anillo de plástico sobre su boca. No era suficiente venir de la Academia. Tenía que probarles todo nuevamente.
—¿Ingeniero?
—Chequeo del navegante, completo.
—¿Navegante?
—Chequeo del navegante, completo.
—¿Copiloto?
—Chequeo del copiloto, completo.
—Chequeo del radio operador y el capitán, completo. Treinta segundos para despegar.
—Fue usted un poco rudo con el chico, capitán.
—Tiene que aprender. Veinticinco segundos.
Amos volvió la cabeza y miró hacia afuera de la ventanilla. Olvídalo, se dijo a sí mismo. Siempre hay un perdonavidas. La milicia los atrae, los alienta y los hace fuertes. En ningún lado podrían encontrar satisfacciones tan fácilmente.
—Quince segundos.
El horizonte era una delicada curva azul-púrpura sobre el gris-negro del mar. En unos minutos más la tercera etapa, liberada, escaparía de la atmósfera, y en menos de una hora estarían en órbita, cancelando la gravedad de la tierra con su velocidad. En unas horas más, llegarían a la Dona.
—Cinco segundos...
La expectación llenó la garganta de Amos, asfixiante, insoportable. Para esto fueron los tormentos sin fin, las interminables presiones, para lo que estaba a punto de ocurrir.
—Tres-dos-uno...
La cabina empezó a trepidar. Como una antorcha elevándose del suelo para alumbrarles el camino las llamas saltaron, a la noche, de los tubos de escape. Amos pudo verlas reflejar del domo astronómico, de las placas del radar y la torre de control, dibujándose en la negrura de la bahía.
—Todos los motores encendidos.
En el tablero de controles del capitán, se abrió un ojo rojizo.
—¡Allá vamos! —dijo el capitán con voz exaltada—. ¡Arriba, bestia!
La cabina rugió. La antorcha exterior flameó intolerablemente. Amos cerró los ojos hasta el dolor, y la tenue y fuerte red de la aceleración lo clavó en el acojinado del asiento, hundiendo sus mejillas y oprimiendo sus globos oculares. Cuando abrió nuevamente los párpados, frente a él daban vueltas interminables, cuadrantes color rojo-anaranjado, incomprensibles, haciendo vanas las largas horas de entrenamiento en las máquinas que imitaban la fuerza centrífuga. La red tiraba dura, inexorable.
Amos trató de respirar, pero su pecho no se levantó contra el peso tenaz que lo oprimía. El pánico surgió, frío, en su estómago, y ascendió hasta su garganta...
Unos segundos más tarde, la red se disolvió. Los cojines de su asiento, cediendo, empujaron a Amos hacia adelante, contra el arnés. Su peso cayó de 1.350 libras a un poco menos de 300. Pudo tomar una estremecedora aspiración, y otra más.
La primera etapa se desprendió, hecha su contribución. Ahora la segunda carga de combustible levantaba presión, añadiendo su aceleración a una velocidad que ya alcanzaba más de 5.000 millas por hora.
Lentamente cayó nuevamente la red. Nuevamente se hizo cada vez más difícil la respiración de Amos. Luchó por una bocanada más de aire. La red se hizo más dura y no hubo más aire para respirar.
Pasaron los segundos. La presión creció, no tan fuerte como las nueve gravedades de la primera carga, pero durante más tiempo. Esta vez Amos estuvo cuarenta segundos sin respiración. Entonces se desprendió la segunda sección del cohete y se alivió el peso.
Amos respiró, boqueando.
El cielo era de color negro aterciopelado. Las estrellas brillaban inmóviles en el terciopelo. La nave estaba a cuarenta millas de altura y su velocidad llegaba casi a 15.000 millas por hora.
Las presiones de la tercera etapa pasaron casi inadvertidas. Nunca llegaban a las tres gravedades.
Entraron a la luz del sol. Sus ojos deslumbrados se cerraron con fuerza ante el dolor súbito, con más fuerza que las cubiertas de metal que se deslizaron sobre las claraboyas para proteger contra la masiva irradiación ultravioleta del sol que, sin filtrar, pronto decoloraría y nublaría los vidrios.
Las imágenes del deslumbramiento bailaron frente a los ojos de Amos durante algunos minutos. Antes de que se hubieran desvanecido, los motores pararon. La red lo soltó completamente, el asiento lo proyectó y el arnés lo retuvo...
Pero caía, lanzado desde un tremendo acantilado, girando hacia profundidades infinitas.
Se asió desesperadamente a los brazos del sillón, oprimiendo hasta que las venas saltaron, gruesas y azuladas, sobre la blancura de la piel.
Aspiró profundamente. Mantuvo el aliento con todos los músculos en tensión, para el impacto...
Nunca llegó éste. El pozo no tenía fondo.
¡Era ilusorio! Los niños pequeños poseen los reflejos de la caída; los gatos, hechos descender súbitamente, sacan las garras tratando desesperadamente de asirse de algo.
Caía, se dijo. Caía desde la Tierra lanzando hacia arriba, a más de 18.000 millas por hora, sin la resistencia de la fuerza de gravedad que brinda la sensación de peso.
Lentamente dejó escapar el aire. Lentamente relajó la terca resistencia de los músculos. Se dejó caer.
Abrió los ojos y miró hacia arriba, viendo los asientos y los yelmos encima de su cabeza. Por un momento ayudó, pero, después, su sentido perceptivo de la gravedad le indicó que todo era ilusión, no había arriba ni abajo. Caía en todas direcciones a la vez.
La cabina daba vueltas en su rededor. Luchó contra la sensación, combatió la náusea que atenazaba su garganta y su estómago. Su rostro se cubrió de sudor frío. Un momento después, violentamente enfermo, se vio obligado a usar la bolsa de plástico.
Pasó cerca de media hora antes de que cesaran los espasmos.
Vagamente, en su agonía, escuchó voces:
—Reservas de combustible...
—Temperatura superficial mil...
—Velocidad dieciocho mil cuatro...
—Altitud...
—Cocoa. Comprueben ruta de vuelo...
—Rumbo correcto...
—Chequeo. ¿Se mantienen en contacto? Ayuden a que sea fácil, papá está cansado.
El calor era un problema. Cuando la tercera etapa dejó atrás los últimos vestigios de atmósfera, la temperatura del casco era de 1.000 grados F.
El sistema de enfriamiento, suficientemente masivo como para refrigerar un edificio de diez pisos, trabajaba para mantener habitable la cabina. La nave tardó cuatro horas en alcanzar una temperatura equilibrada.
La tripulación no podía sentarse a sudar. Tenían trabajo que hacer. Al ascender hasta la altitud de 1.075 millas, la nave disminuyó su velocidad a menos de la orbital. Por medio de observaciones estelares y computaciones el navegante y el copiloto determinaron la altitud de la nave. El capitán oprimió un botón en el brazo de su sillón. Lentamente aparecieron nuevamente las estrellas, a través del dosel transparente de la cabina.
Una vez más se pusieron en marcha los motores. La nave aumentó su velocidad en mil millas por hora.
Estaban en órbita.
El capitán llamó a la Dona:
—Ese uno punto dos. En órbita a ciegas. Den una mano.
La radio permaneció silenciosa.
—¡Dona! —rugió el capitán—. ¡Dejen de chuparse el dedo y den la ruta!
—Nave. Ese uno punto dos. Gracias por el cumplido. Den onda. Bueno. Ya tenemos la visual. Siguen correcciones...
Amos se repitió el significado de las siglas S.1.2.; la “S” significaba satélite, el “1” designaba la órbita y el “2” al segundo satélite en la misma órbita.
El S.1.1. era la tumba de Mc Millen, llevando la delantera a la Dona por un centenar de millas.
La nave entró en la sombra de la Tierra. Amos miró el cielo tachonado de estrellas esperando un asomo de la Dona, pero la noche la envolvía haciéndola invisible.
No era como el modelo que colgaba encima de su cama; no brillaba.
—... y bienvenido a casa, coronel —decía la voz de la Dona.
El capitán gruñó y dio un ligero impulso a la nave. Lentamente empezó a dar vuelta.
Abajo —o arriba— la Tierra, oscurecida por la noche, apareció y cruzó por la ventanilla dejando paso a las estrellas. En esa rápida visión, Amos pudo ver el rojizo brillo de una ciudad y, en su cercanía, un brillo de estrella que desapareció antes de poderla identificar. Sintió nuevamente náusea; con terror se dijo que tal vez fuera uno de los desdichados que jamás se sobreponen al mareo del espacio.
El motor se encendió brevemente. De nuevo peso y caída. El movimiento cesó. Amos respiró profundamente. Enmarcada en la claraboya aparecía, como una visión celestial, la rueda de la Dona, girando lentamente, conectada por gruesos rayos al cubo central.
Ahí estaba al fin, apenas visible con un tenue brillo, reflejado de la luz de las estrellas. Amos olvidó la náusea.
Recorrió un largo camino: veinte años de sueños, cinco años de infierno y mil millas hacia arriba.
—Si va a salir —dijo el capitán sarcásticamente—, le aconsejo que se ponga algo más apropiado. El último tramo es algo frío.
Pasó flotando. Amos lo odió. Aborreció su sarcasmo.
Cautelosamente soltó las hebillas de su arnés, asiéndose desesperadamente a la silla para no caer. No se podía engañar a los sentidos del equilibrio; ellos sabían que caía.
Lentamente, tratando de controlar el mareo, flotó hasta la escala y se impulsó para llegar al armario de los trajes de presión. La experiencia de colocar sus piernas en los lugares apropiados mientras se sostenía precariamente de un travesaño, probó ser muy diferente de la misma maniobra realizada en la Academia, donde podía mover con seguridad sus 150 libras. Finalmente pudo encontrar las perneras y deslizar un brazo por la manga para encontrar los controles manuales.
Cuando pudo pasar el otro brazo por la manga, ya el capitán estaba completamente vestido. Flotó impacientemente para auxiliarlo en el ajuste, inclinando el casco sobre la cabeza de Amos.
—¿Trabaja bien la radio? —La voz sonaba fuerte y rígida dentro del traje.
—Sí, señor.
—Bien. Revise el traje.
Amos miró el rostro, apenas visible, tras de las dos máscaras de vidrio polarizado. La revisión tomó cinco minutos. Se tenía que comprobar cada articulación, cada válvula, cada control y cada elemento antes y después. Era la ley de la supervivencia en el espacio.
—Revisión terminada, señor.
El capitán se volvió, girando sobre el travesaño, para tomar los controles de la esclusa de aire. La puerta exterior se abrió ante ellos, los otros miembros de la tripulación, como estibadores grotescos, sacaban cajas y bultos del compartimiento de carga. La nave y los tres taxis espaciales, unidos a una de las amplias alas, mostraban una vasta red de cuerdas y líneas de seguridad.
Amos miró el infinito; la nave se balanceó lentamente; la negra boca del infinito aspiraba; él caía...
Trató de tomarse del marco de la puerta. En vez de sus manos, las herramientas que remataban los brazos del traje espacial golpearon contra el casco de la nave. El impacto lo envió hacia adelante, moviendo los brazos vanamente.
Al despegarse del costado de la nave, la Tierra apareció a sus plantas. Su orientación se distorsionó. El pánico aleteó, como una cosa viva con alas de hielo, en su pecho y garganta. Ahora sentía que de un momento a otro caería irremisiblemente hacia la muerte.
Caía a través del impalpable espacio, incapaz de despegar los ojos de la oscura Tierra. Algo tocó su traje espacial, pero pasaron algunos segundos antes de que pudiera ver lo que era. El capitán se aferraba a él.
Algo se afirmó a su cintura con sonido metálico. El capitán lo dejó libre, dio la vuelta y retrocedió.
—¡Espere...! —empezó Amos con el temor alterando su voz, entonces vio una línea de seguridad, de nylon, que lo unía con el capitán.
La nave estaba sólo a unas cuantas yardas de distancia. El capitán se aproximó tirando de su propia línea y enganchó la de Amos a un anillo junto a la puerta. Lentamente cobró la línea, atrayendo a Amos como si éste fuera un pez metálico.
—Lección elemental número uno —dijo el capitán con voz desagradable de aburrimiento—, en el momento en que salga al espacio, engánchese.
—Lo siento mucho, señor —dijo Amos, escurriéndole el sudor dentro del traje.
—Esas palabras no tienen aquí ningún sentido. No se alcanza a vivir lo suficiente para pronunciarlas a menudo. Aquí está su transporte. —Señaló al taxi más cercano, que afectaba la forma de una salchicha—. ¡Salte!
Amos vaciló ante la negra inmensidad que lo separaba del taxi. Cerró los ojos y saltó, con la línea de seguridad tendiéndose a sus espaldas. Dos veces falló y tuvo que regresar, ignominiosamente, tirando de la cuerda. En el tercer intento se prendió de un gancho en la popa de la pequeña nave y ascendió a ella.
El capitán desenganchó su línea de seguridad que, silenciosamente, desapareció en el carrete que llevaba en la cintura el traje de Amos.
Se abrió una portezuela redonda y Amos se deslizó al asiento libre, tras el piloto.
El piloto se volvió torpemente y acercó su casco hasta ponerlo en contacto con el de Amos.
—Si está encendido su radio, apáguelo.
Las palabras resonaban huecamente. Amos oprimió el botón debajo de su índice izquierdo.
—Está apagado —dijo con seguridad.
—Bien. Es difícil encontrar aislamiento aquí arriba. No tiene caso transmitir todo, ¿eh? Mi nombre es Kovac. Teniente Max Kovac. Usted es nuevo, ¿no es así?
—En efecto. Cadete Amos Danton.
—Mucho gusto en conocerte, Amos. No sabes cuánto. Uno más como tú y termina mi servicio. Entonces ¡cuidado, muchachas!
—¿Has estado aquí mucho tiempo?
—Doce largos meses, hermano. Doce años más bien. Una vez que ponga los pies de nuevo en la Tierra, no me podrán arrancar de allí ni con un par de cohetes. Excúsame, Amos. Nos llaman.
El cubo de la Dona dejó escapar un destello de luz brillante. El taxi se movió hacia atrás y hacia adelante hasta que estuvo alineado con la estación y entonces se encendió el cohete trasero. La Dona se expandió ante ellos, como un globo, girando. Con una sola corrección, Kovac deslizó el taxi en una de las inmóviles plataformas con aspecto de jaula que rodeaba al Cubo, reduciendo la velocidad con un breve disparo del cohete delantero. Amos siguió a Kovac a la torrecilla, con el corazón latiendo con excitación.
Tras la esclusa de aire estaba el cubo. Los trajes espaciales colgaban de las curvas paredes como deslumbrantes monstruos blancos. Dentro, pensó Amos; girando con la estación. Aquí estaba.
Amos quitó los seguros de su yelmo y aspiró una profunda bocanada del aire de la Dona. Olía como un taller mecánico dentro de una casa de baños.
Kovac se había despojado ya de su traje. Ayudó a Amos.
—No te preocupes, muchacho. Es difícil esa primera vez, aquí afuera. No se puede coordinar porque los músculos y sentidos aún están ajustados a la gravedad. Todos pasamos por ello. Ya te acostumbrarás. No dejes que nadie te embrome por ello. Al principio todos somos niños aprendiendo a caminar.
Colocó el traje y el casco en un travesaño.
—Vamos —dijo lanzándose por un túnel como un campeón de clavados. Fue recibido por la red de aterrizaje que cubría una de las curvas paredes y acercó la boca a un micrófono—. Control de peso. Kovac llegando por B con el cadete Amos Danton, recién llegado. ¿Ciento cincuenta? —preguntó calculando a ojo la talla de Amos.
Un momento después se escuchó una voz aburrida.
—Está bien. Ya está balanceado.
Se deslizaron asiéndose de la red, sintiendo el incremento de su peso, con los cuerpos girando lentamente hacia el borde hasta que, cuando llegaron a la pequeña oficina de control de peso, ya colgaban de la red y el término abajo nuevamente tenía significado.
Amos pesaba cuarenta libras.
Frente a una computadora compacta, y un esquema de la Dona, punteado con pequeños marcadores magnéticos, estaba sentado un oficial vistiendo un arrugado traje de caqui.
—¿Danton? —dijo levantando una ceja notoriamente—. Bienvenido a bordo, ingenuo.
Su rostro se puso serio mientras se ponía rápidamente de pie, saludando.
—Bienvenido a casa, coronel.
Alguien pasó junto de Amos y se volvió, despojándose del yelmo de vuelo. Era el capitán de la nave que lo llevara hasta la estación; sus cabellos grises estaban cortados casi al rape.
—¿Danton, eh? —dijo agriamente—. Avíseme cuando esté listo para regresar. —Y desapareció por una puerta.
El peso que le proporcionara la Dona con su movimiento giratorio, alivió el dolor del vacío estómago de Amos, pero ahora sentía como si tuviera dentro un ladrillo.
¿Cómo se puede soñar durante tanto tiempo, pensó desesperadamente, y que la realidad sea tan horrible?
Sin el casco, el capitán de la nave era inconfundible. Era el coronel Frank Pickrell, comandante de la Dona.
El general Finch tenía razón: la selección y el entrenamiento no eran suficientes; lo que había pasado Amos no era nada comparado con lo que le esperaba.
Parecía a Amos como si nunca hubiera sido adiestrado; todo se tendría que aprender nuevamente. Nadie lo preparó para la falta de peso. Nadie pudo advertirle de la fiera y abrasadora realidad del Sol, la gigantesca imagen de la Tierra enmarcada en un halo blanco y ocupando la mitad del campo de visión, las diarias incomodidades de la vida cotidiana de la Dona.
Los hombres no eran suficientes para ejecutar los trabajos necesarios para justificar el costo y el sacrificio de poner la Dona en el espacio, y mantenerla allí. La jornada era de catorce a dieciséis horas de agotadoras labores efectuadas en las más incómodas y peligrosas condiciones que puede soportar el hombre sin enloquecer.
Nunca había suficiente espacio en el interior de la Dona, ni para lo más indispensable. Si el problema era de función o de comodidad, la comodidad perdía. La litera de Amos era suya durante ocho horas diarias. Después la ocupaban, sucesivamente, dos hombres más en otros tantos turnos de descanso.
Se arrastraba hasta la litera y yacía, demasiado cansado para dormir, preguntándose si sobreviviría. A veces su nostalgia por tocar, ver y oler la Tierra era tan grande, que lloraba, oprimiendo el rostro contra la delgada almohada para ahogar los sollozos. A veces hubiera cambiado las posibilidades de un ascenso por diez horas de vuelo ininterrumpido. A veces casi gritaba por el perdido privilegio de estar algunos minutos completamente a solas.
Nada de eso era posible a menos que renunciara a soñar. Y eso no podía pensarse siquiera. Por momentos se decía que era la culminación; por fin estaba allí —afuera, en la Dona— con sus sueños. Aunque ello significara privaciones y arduas labores, allí estaba y eso era maravilloso.
No ocurría a menudo que se convenciera. Porque ése no era su sueño.
Se le señalaron veinticuatro horas para aclimatarse, pero pasaron siete días antes de que pudiera comer algo sólido y retenerlo. El personal especializado tenía trabajo extra, en mantenimiento, cuando su turno regular terminaba, pero la especialidad de Amos era pilotar y no se le confiaba una nave. También sabía navegación, ingeniería, comunicaciones, sin embargo, también éstas estaban fuera de discusión. Se le asignó a las tareas de trabajo permanente. Fue mozo de aseo, estibador, ayudante.
El polvo era escaso. La planta de aire acondicionado extraía la basura y pelusas que traían de la Tierra los hombres, pero Amos atendía los cestos de desperdicios, limpiaba las huellas digitales de los controles, pantallas y claraboyas, lavaba los cuartos de aseo, pulía las molduras de latón... Atendía a todas las llamadas de trabajo; por lo menos una vez al día salía a descargar un transporte y llevar la carga a los taxis que aguardaban. En su tiempo libre operaba los reguladores de temperatura.
Su tarea regular lo mantenía colgado del escudo contra meteoros, de la Dona, durante un mínimo de seis horas diarias, mientras desatornillaba los reguladores de las persianas y ajustaba un regulador renovado, en su sitio.
Una semana en la S.1.2. y Amos empezó a olvidar que hubiera conocido alguna vez otra clase de vida. Una semana: 84 revoluciones de la Tierra alrededor de la Dona; 84 amaneceres, 84 puestas de sol. 84 noches.
Pudo comer con más regularidad. Las náuseas fueron menos frecuentes y casi nunca alcanzaban la parte activa. Insensiblemente volvieron las fuerzas. La vida pasó a ser una molestia más que un tormento. Se hizo menos un sueño y más una fría realidad.
Amos luchó contra esa sensación.
Envidiaba a otros hombres de la Dona, los observadores y los científicos: físicos, meteorólogo, astro-físicos, astrónomos... Hacían lo que más les complacía y en el mejor sitio para hacerlo.
Amos se movía por la Dona, limpiando, viendo, diciéndose que ese era el sueño.
Para el físico, las condiciones especiales que en la Tierra eran imposibles, aquí eran una realidad: falta de peso, vacíos virtualmente perfectos, temperaturas cercanas al acero absoluto... Los físicos estaban en un estado de perpetua excitación, como sus contadores de rayos cósmicos y sus cámaras de ionización.
Los meteorólogos veían constantemente los fenómenos de la atmósfera; jamás fue el estado del tiempo tan predecible.
Los observadores ocupaban dos cabinas con sus mapas y sus aplicaciones telescópicas, mirando objetivos militares celosamente guardados. Recordaban a Amos un grupo de patólogos observando, a través del microscopio, virus, gérmenes, y células cancerosas. Pero en este caso las cosas, bajo las lentes, se sabían observadas y actuaban de acuerdo con esa certeza.
Más allá del computador y el panel del control telescópico, estaba la sección de observación celestial donde se proyectaban las fotografías de nebulosas distantes, para estudiarlas. A unos cientos de pies de la Dona, un telescopio, flotando libremente en el espacio, tomaba las mejores fotografías celestiales que hubiera visto el hombre, libres de las obstrucciones de la pesada capa atmosférica.
Pero, además de la diferencia de ser civiles, los científicos eran una gente de clase distinta que los oficiales y cadetes de la fuerza aérea que operaban la Dona. Los científicos no abandonaban la Tierra en realidad.
Para ellos la S.1.2. era un fin en sí misma creada especialmente para servir sus propósitos. Existía como una plataforma sobre la cual plantarse para ver hacia abajo o hacia arriba, o para realizar los experimentos que fueran imposibles en la Tierra.
Pero Amos sabía que apenas era un medio, el primero de una serie de escalones que llevarían eventualmente a la Luna, los planetas y las estrellas. Los científicos venían para ver a la Tierra desde arriba. Amos, para alcanzar las estrellas.
El trigésimo día, un mes, Amos estaba en el cubo, sin peso, robando momentos al sueño para practicar tenazmente las esotéricas técnicas del movimiento sin ayuda de sus canales semicirculares y órganos otológicos. Salía de su traje espacial cuando el amplificador dijo:
—Cadete Danton. Repórtese al coronel Pickrell. Cadete...
A la mitad del túnel A, Amos se cruzó con Kovac. El teniente le guiñó un ojo y le sonrió para animarlo.
—No dejes que te saque de quicio, muchacho —murmuró—. ¡El pescado es un hombre frío y calculador!
Amos sonrió brevemente.
La leyenda sobre la puerta a prueba de aire, rezaba: COMANDANTE. Amos oprimió el timbre. La puerta se abrió y dejó ver a Pickrell con el rostro impasible y duro.
—No se quede ahí como un tonto —dijo—. Pase.
—Si, señor. —Amos apretó los dientes y traspuso el umbral.
La cabina no era mucha mayor que un armario y tampoco contenía mucho mobiliario. Al igual que el mismo Pickrell, era fría, gris, austera, no fue construida para ser cómoda o verse bien, sino para llenar eficientemente una función. Contenía una silla, una litera, y una angosta mesa de una sola pata; los tres elementos podían plegarse contra las paredes y dejaban, entonces, un espacio libre de unos seis pies cuadrados.
La mesa de aluminio estaba bajada. Pickrell tomó asiento detrás de ella.
—Costó más de mil dólares, sólo en combustible, traerlo aquí —dijo llanamente—. Estoy dispuesto a olvidarme de ello. Ni siquiera me preocupan los quinientos dólares diarios que cuesta mantenerlo aquí. Pero está ocupando el sitio de un buen elemento. Lo voy a enviar de regreso, en el vuelo más inmediato, a la Tierra.
—¿Por qué? —explotó Amos.
—Algunos hombres están equipados para esta clase de vida. Usted no es uno de ellos. ¿Ha estado enfermo, no es así?
—Algunas veces —admitió Amos.
—No existe el mareo espacial. Es miedo. Aquí no hay sitio para cobardes.
—¿Qué es lo que tiene contra mí, coronel? La tomó conmigo desde que puse los pies en el transporte. ¿Qué es: odio, temor, celos? Estoy haciendo mi trabajo. Si me dieran oportunidad, haría más. ¡Deme la oportunidad coronel! No me haga regresar antes que yo... —Sus manos estaban húmedas. Las miró. Escurría sangre de las heridas que sus uñas causaran en las palmas.
—Le diré qué tengo en contra de usted, Danton: tiene los ojos llenos de estrellas. Esto no es para usted; es un juego. Conozco a los de su clase; he visto demasiados. Quieren salir. Se unen a la fuerza aérea haciendo tiempo para el proyecto Luna, o la nave marciana o la expedición a Venus. Danton: éste no es el camino de la gloria. Este satélite está aquí para mirar a la Tierra, no a las estrellas. Pero nunca entrará eso en su cabeza. Usted es peligroso. Se matará. Eso no me importaría. Pero las posibilidades son peligrosamente grandes de que nos lleve consigo a los demás. Y eso sí es de mi incumbencia.
—Empaque sus cosas, Danton. Usted va de regreso.
Amos permaneció en actitud de firmes frente al escritorio, sintiéndose irreal, mirando a Pickrell. Pero, para éste, Danton había cesado de existir.
Amos salió sin decir palabra dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas. Así terminaba todo. Era el derrumbe de los sueños. Destruirlos no necesitó de nada tan dramático como un meteoro. Una sola palabra bastó.
Pero lo peor fue el cambio en Pickrell. No era ese el hombre del que hiciera un ídolo. No era el héroe, el segundo hombre en ir al espacio y el primero en retornar con vida. No era el hombre que entrara en la cabina de la nave de Mc Millen para mirar el helado cuerpo del hombre que fue guía en el espacio y que se perdió en la caverna de la noche cuando se terminó el combustible. No era el hombre que hablara por radio al mundo, desde mil millas de altura, para decir:
—De acuerdo con mis instrucciones y sus deseos, su cuerpo permanecerá aquí, en su eterna órbita...
»A partir de este momento, sea éste un santuario sagrado, inviolable, para todas las generaciones de hombres del espacio. Y sea éste el símbolo de que los sueños del hombre pueden realizarse, aunque algunas veces el precio sea demasiado elevado...
Pickrell cambió, seguramente, no el sueño. Envejeció, lo invadió el cansancio y el sueño fue demasiado para él.
Y en esas manos descansaba el futuro de los vuelos espaciales.
El sueño fue traicionado.
Las lágrimas fluyeron a los ojos de Amos. Parpadeó rápidamente para evitarlas. Pero a veces hasta los hombres lloran.
Cuando aclaró sus ojos ya estaba dentro del cubo, y su idea tomaba cuerpo definitivamente.
Pikrell podía enviarlo a casa como a un chico que ha tenido mal comportamiento en la escuela. Pickrell podía romperle el corazón. Era su derecho; para eso era el comandante. Pero no podía enviarlo de regreso sin que Amos tuviera ocasión de hacer aquello para lo que fue entrenado.
Le tomó sólo unos segundos enfundarse en un traje espacial. Amos corrió los cierres de cremallera, se colocó el casco y lo ajustó al traje. Llenó los tanques de oxígeno en la llave de escape del muro. Eligió un cohete manual del armario y se deslizó a la esclusa de aire para salir por la torrecilla.
Era de noche; la Tierra parecía cercana, gigantesca y oscura, girando a su alrededor.
Cuando se soltó de la plataforma de aterrizaje, la fuerza centrífuga lo impulsó, suavemente, en sentido tangencial. Su estómago se hundió; estaba totalmente a merced de sus propios recursos. No había cuerdas conectadas a nada; no existía el cordón umbilical, la línea de seguridad.
Giró lentamente. La Dona apareció ante sus ojos; los taxis en forma de salchicha estaban anclados a lo largo del borde interior de la rueda. Podía alcanzarlos por uno de los túneles pero eso tomaría tiempo. Era todo lo que le quedaba y era tan poco...
Estaba a punto de perder la ocasión de llegar al borde. Movió hacia un lado la mano que contenía el cohete y disparó con cautela. Lo acercó al borde pero lo hizo girar más rápidamente.
Con presteza volvió el cohete en dirección opuesta y lo hizo funcionar hasta que terminaron sus giros. Pero inició el movimiento en sentido contrario, con más rapidez ahora. El pánico atrofió su garganta; no podía pasar la saliva.
¿Cuánto duraría un cohete de mano? No podía recobrarlo, pero una vez que se terminara el combustible, habría perdido toda oportunidad de ayudarse.
Cerró los ojos para no ver el gigantesco disco de la Tierra girando locamente; trató de pensar. Todo lo que pudo recordar fue al instructor de la Academia diciendo: ¡Manténganlo contra el estómago! ¡Contra el estómago, dije!
Eso era. Toda fuerza debe ejercerse sobre su centro de gravedad; en el ombligo, o producirá un movimiento giratorio.
Abrió los ojos, movió el cohete hacia la derecha y produjo un leve disparo. Su movimiento rotatorio disminuyó. Otro disparo y casi se detuvo. Era ya bastante oportuno porque el borde de la gigantesca rueda estaba sólo a dos brazadas de distancia. Cuando volvió la espalda a la Dona, oprimió el cohete contra su ombligo y disparó brevemente.
Al pasar cerca del borde tomó la línea de un taxi con el gancho que remataba la manga del traje espacial, y se deslizó a lo largo hasta que el vehículo lo detuvo. Vio el marcador de la pequeña nave y comprobó que sus tanques de combustible sólo estaban llenos a medias.
Aspiró profundamente y se lanzó hacia el siguiente taxi. Esta vez su reacción fue perfecta. Un disparo lo hizo enfrentarse al taxi, otro, en dirección opuesta, detuvo su rotación, y un tercero frenó su impulso.
Este acababa de ser aprovisionado de combustible. Amos desenganchó la línea de seguridad del taxi y dejó que se alejara tangencialmente de la Dona. Con una nave sosteniéndola, se sentía poderoso. Tenía un objetivo.
Antes de perder la oportunidad, pagaría tributo final a su sueño. Visitaría la helada tumba de Rev Mc Millen.
La tumba estaba en la misma órbita que la Dona, sólo que un centenar de millas más adelante.
Tenía que enfilar en la dirección correcta donde no había un método sencillo de determinar la dirección. Tendría que computar la distancia recorrida en un sitio donde aun las naves grandes bien equipadas lo encuentran difícil. Tendría que aumentar la velocidad donde cada aumento de velocidad significa un aumento de altitud.
Y si se desviaba del curso unos minutos de grado, al empezar, la derivación lo llevaría a varias millas de distancia de su meta.
El taxi estaba desprovisto de instrumentos, no tenía octantes, ni bitácora, ni computadores... Los taxis estaban construidos para viajes cortos en los que ambos extremos de la jornada permanecían a la vista. Dos miras telescópicas estaban fijas a la altura de los ojos, una apuntaba directamente hacia adelante, la otra hacia atrás. Los controles eran bastante groseros: dos bastones, uno de cada lado del asiento del piloto, disparaban los cohetes delanteros y traseros, que giraban, en un arco limitado, obedeciendo a los movimientos de los bastones de mando. Los aceleradores eran botones en la cabeza de las palancas.
El taxi giraba lentamente. La Tierra se movía con pereza alrededor de la cubierta transparente de la cabina, perseguida por la cortina negra y aterciopelada de la noche, bordada de sus pequeñas y brillantes linternas. Las estrellas le eran extrañas. ¿Dónde estaba?
La Tierra seguía rodando, los continentes y océanos se deslizaban a través del disco: la oscura y familiar figura de Cuba, la Florida. Ello significaba que la Dona estaba en el extremo Norte de la órbita, que llegaba tan al Norte como para cruzar sobre Nome y tan al Sur como para alcanzar Little América, en el continente Antártico.
Las estrellas encajaron en su sitio. Allí estaba la Osa Mayor. Y en el extremo, Polaris, la estrella polar.
Ahora encontró útil su ardua tarea de memorizar los horarios de la Dona: en cinco minutos, de acuerdo con el cronómetro del taxi, la estrella polar haría un ángulo con la órbita de —calculó rápidamente— 430.
Amos detuvo el movimiento giratorio de la pequeña nave y colocó su eje horizontal paralelo con el plano orbital de la Dona, hasta donde pudo calcular el ángulo. Sólo se le ocurrió un medio de comprobar la altitud; inclinó la nariz del taxi hasta que la mira delantera se centró en el horizonte terrestre.
En vez del traje de piloto con sus manipuladores espaciales, tenía las herramientas terminales de las mangas, propias de los operarios. Mantuvo el bastón de control de la mano derecha firmemente un par de pinzas y colocó un desarmador sobre el botón acelerador. Vaciló un momento.
Tratar de viajar un centenar de millas en el espacio, guiado por el instinto, era una jugada desesperada: en el espacio no hay vías de ferrocarril. También era un sacrilegio, pero Amos se encogió de hombros. Un creyente honesto jamás profanó santuario alguno.
Apretó las quijadas. El peligro no le importaba. El sueño agonizaba; no tendría otra oportunidad.
Oprimió el botón acelerador. Y éste subió rápidamente a una gravedad; lo mantuvo así durante diez segundos. Cuando lo soltó, su velocidad había aumentado en cuatro millas por minuto. Ello le tomó —consultó rápidamente el papel de instrumentos— dos décimos de sus reservas de combustible. La proa de la nave aún apuntaba al horizonte.
A las 21.03 se elevó el Sol destellando cegadoramente en la proa del taxi.
A las 21.16 Amos pasó sobre Nome, su primer punto de ruta.
A las 21.19 Amos comprobó que la mira frontal aún bisecaba el horizonte y oprimió el botón de la mano izquierda hasta que el acelerómetro alcanzó una gravedad.
Si los motores respondían, su incremento de velocidad y altitud quedarían cancelados. Estaría nuevamente en órbita a la vista de la tumba de Mc Millen.
Se volvió lentamente para escudriñar completamente su campo de visión, ignorando el brillo del Sol.
La tercera etapa no estaba a la vista.
Fracasó. No tenía caso explorar una área cúbica de espacio que, probablemente, tendría un volumen de cientos de millas. ¡Regresa, necio!, pensó, si puedes, y no apostaría un centavo en tu favor.
Por un momento, el reflejo del casquete polar lo cegó, y la vio.
A la derecha, a unas tres o cuatro millas, brillaba al sol, reflejándolo a lo largo de una de las alas y del casco de forma cónica.
Diestramente, Amos centró la nave en su mira delantera y disparó. La nave pareció crecer, pero no tan rápidamente como la excitación que llenaba su garganta ahogándolo. Frenó bruscamente sin importarle el combustible gastado.
La tumba de Mc Millen flotaba a unos pies de distancia, con la portezuela abierta invitándolo a entrar.
Por un momento no se movió. Permaneció inmóvil durante algunos segundos, tratando de saborear el momento, deseando analizar sus emociones. Eran demasiado complejas; se dio por vencido.
Al salir de la cabina enganchó su línea de seguridad al taxi. Estudió la distancia durante un momento y se lanzó hacia adelante, impulsando el taxi hacia atrás.
Golpeó contra el marco de la puerta y, asiéndose con un gancho se impulsó dentro. Al llegar el taxi al extremo de la cuerda, sintió el tirón y, afirmándose con los pies en ambos lados del marco de la portezuela, tiró del taxi hasta que lo ancló al costado de la nave. Se volvió. La puerta del estanco interior también permanecía abierta.
Vaciló un momento pensando en lo que encontraría dentro y la realidad actualizó sus sueños.
Siempre pensaba en Mc Millen, sentado en la silla de mando, mirando a través de las ventanillas las estrellas que trajo al alcance de los hombres; con una sonrisa congelada en el semblante y el cuerpo perfectamente preservado por el frío del espacio.
Pero no sería así de ningún modo.
Si tuvo alguna vez una cubierta de cerámica, los micro-meteoritos la destruyeron, años atrás, hasta dejar el metal al descubierto. La temperatura del casco sería de más de 800° F. No estaría congelada.
Amos vio en alguna ocasión fotografías de una descomprensión explosiva. Si las esclusas del aire se abrieron rápidamente, Mc Millen no estaría de una pieza. Si, por otra parte, el aire escapó lentamente, sus fluidos corporales habrían empezado a hervir cuando la presión del aire alcanzara seis por ciento de la del nivel del mar evaporándose la sangre en los pulmones, e inflándose bajo la piel...
No era una imagen para un soñador. Amos se sintió más viejo, como si acabara de perder algo y fuera a perder más. Flotó a través de la puerta interior y se aferró de un travesaño para impulsarse hacia la proa de la nave.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente y su rostro se desfiguró en su intento por comprender.
El interior de la nave era sólo un cascarón vacío. No llevaba asientos, ni instrumentos, ni blindajes. La campana de cristal no tenía cubierta de metal; los rayos ultravioleta la habían opacado completamente; los micrometeoritos dejaron su múltiple huella en la superficie.
No estaba el piloto, ningún héroe llamado Mc Millen. Nunca estuvo. Ni se intentó que nadie la tripulara.
El único objeto útil del casco era un compacto transmisor de radio, fijo a un travesaño. Unido a él estaba una grabadora de cinta dotada de una bobina de gran tamaño.
Todo fue un fraude. La gran epopeya del primer vuelo espacial del hombre, la respuesta magnífica de la Tierra a su llamada de auxilio, todo fue falso. Las contribuciones que hicieron posible la Dona, fueron obtenidas del crédulo pueblo norteamericano mediante el engaño.
Amos envejeció. Sobre la pintura anticorrosiva que cubría la armazón interior, Amos grabó con sus herramientas hasta que el metal brilló dibujando las palabras: AQUÍ TERMINAN LOS SUEÑOS.
Salió lentamente y se reintegró al taxi. Sus movimientos lo desprendieron del costado de la nave.
Fríamente computó su retorno. El combustible estaba reducido a menos de la mitad, así como su oxígeno.
Diez minutos después Polaris se hizo visible. Un disparo de diez segundos de duración, del motor delantero, frenó el vehículo. Esperó a ser alcanzado por la Dona.
Poco después de veinticinco minutos aceleró nuevamente, hasta que la aguja de combustible topó con la indicación de cero. Soltó el botón y miró hacia arriba.
La Dona flotaba encima de su cabeza.
Por primera vez encendió el radiorreceptor. Inmediatamente se desbordaron las palabras.
—¡Danton!, danos alguna indicación de tu posición. Si trabaja la radio, responde para tener una guía. No podremos enviar un grupo de rescate hasta...
Amos corto la transmisión, apuntó el taxi hacia la Dona y tocó el botón del acelerador del lado derecho. El motor tosió una sola vez. Era suficiente. La nave flotó suavemente hacia el anillo. Amos salió de la cabina, se prendió de una línea al pasar y ancló el taxi a ella.
Cuando entró al cubo, Kovac estaba tratando de introducirse en un traje espacial. Se detuvo, con una pernera colgando a un lado, y miró a Amos con incredulidad.
—¿Dónde demonios...? Por Dios, hombre, has tenido a toda la Dona en...
—Di un pequeño paseo —dijo Amos quitándose el yelmo y deslizándose fuera del traje. Soltó una breve risa divertida—. ¡Un paseo! El general me ordenó regresar a la Tierra.
—¡Ordenarte, un cuerno! ¡Ahora le has dado un pretexto! —Se acercó más mirando de reojo a los cercanos micrófonos—. ¿No me entiendes? Mientras alguien haga su trabajo y obedezca las instrucciones con cierto grado de competencia, el Pescado está maniatado para ordenarle regresar. Le quitaron esa atribución; estaba regresando a demasiados hombres. ¡Y tú has permitido que te haga perder la cabeza!
—Fui un estúpido —concedió Amos.
Se dirigió al túnel B y ascendió por la red.
—Estoy de regreso —dijo al oficial de control de peso, al pasar. Con los ojos muy abiertos, el teniente se volvió rápidamente hacia su teléfono.
Amos se dirigió, sin prisas, hacia el estrecho dormitorio común del personal del borde B y se deslizó en su litera, yaciendo quietamente, con las manos bajo la cabeza, mirando al terso promontorio de la litera superior.
Dos minutos después llegó el coronel Pickrell.
La poca altura del techo le obligó a inclinar la cabeza. Miró a Amos.
—Danton... —empezó.
—Perdóneme por no ponerme en pie, coronel —dijo Amos—, pero no hay sitio para los dos entre las literas. De saber que deseaba verme, hubiera ido a su cuarto.
Pickrell trató de erguirse y no pudo.
—Muy bien... ¡todos, a excepción de Danton, fuera de aquí!
Las literas se vaciaron con rapidez. Los hombres tomaron sus ropas y se escurrieron, mirando hacia atrás con curiosidad. Cuando estuvieron a solas, Pickrell se sentó rígidamente en la orilla del camastro, del lado opuesto del estrecho pasillo. Amos no lo miraba directamente.
—Muy bien, Danton, hable.
—¿De qué, coronel?
Pickrell lo miró con frialdad.
—De por qué robó un taxi y se ausentó de su puesto.
—Tomé prestado el taxi. Ya lo devolví. Se puede deducir de mi paga el costo del combustible.
—Gracias —dijo Pickrell con sarcasmo—. Pero quizá debemos dejar que la corte marcial decida eso.
—Y en cuanto a ausentarme de mi puesto, yo estaba en mi turno de descanso, tal y como estoy ahora. Lo que haga con mi tiempo libre es asunto mío.
—¡Ridículo! Hay instrucciones específicas acerca del uso no autorizado del equipo para asuntos personales. ¿A dónde fue?
Amos volvió la cabeza y miró a los ojos a Pickrell.
—Hice un pequeño viaje —dijo con calma—. Visité la tumba de Mc Millen.
—¡Usted está loco!
Amos volvió la vista a la litera superior.
—No es posible llegar allá en un taxi —continuó Pickrell en tono cortante—. ¡Sin instrumentos y sin radio-guía! Y aunque hubiera ido no le sería posible regresar.
Amos permaneció inmóvil, con las manos bajo la cabeza, sin escuchar.
—Usted miente —dijo Pickrell.
Amos miró nuevamente a los ojos azul ágata, en el duro y endurecido semblante. La retina mostraba diminutas cataratas.
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó—. ¿Por qué lo hicieron así?
Las cejas de Pickrell casi se juntaron.
—¡Realmente estuvo allí! —murmuró, con incredulidad patente en la voz—. ¡Fantástico! Yo mismo no confiaría en regresar de un viaje como ése.
—¡Fraude! —dijo Amos.
Pickrell aspiró profundamente.
—Sí —dijo—, la nave estaba vacía. Mc Millen no estuvo en ella. No fue el primer hombre en el espacio. No murió allí. Los mensajes... todo planeado grabado en cinta. ¿Por qué sucedió así? Para entenderlo tendría que ser uno de nosotros, allá en 1957.
Amos no lo miró. Lo que Pickrell decía no importaba. Ninguna razón sería suficiente.
—No podíamos conseguir el dinero —dijo Pickrell. Sus ojos parecían ver algo en la lejanía—. Era lo único que necesitábamos, dinero. Empleamos todo el que teníamos, dinero del gobierno, nuestro dinero no fue suficiente. Construimos una nave, nos organizamos en ello. Pero no pudimos terminarla. Dejando sólo el casco de la tercera etapa, pudimos poner una carga útil, de únicamente cien libras, en órbita.
»No recuerdo ahora quién sugirió la idea, quizá fue el mismo Mc Millen. Pero esa era la respuesta. Todos lo supimos de inmediato. No podíamos poner aquí arriba a Mc Millen porque éramos sólo nosotros los que teníamos la suficiente imaginación para comprender lo que los vuelos espaciales podrían significar. Así que lo simulamos. —Hizo un gesto que incluía al satélite y todo lo que involucraba y representaba—. Ninguno de nosotros se ha arrepentido.
Amos lo miró en silencio.
—No deseábamos hacerlo así. Podíamos haber puesto un hombre en órbita, a no ser por el dinero. Así que conseguimos el dinero empleando el único medio a nuestro alcance. Y pusimos en órbita a varios hombres. Eso es lo que cuenta. Esa es nuestra justificación. No lo deseábamos así, pero nunca hemos sentido haberlo hecho.
—Me alegra —dijo quedamente Amos.
Pickrell lo miró con ojos fieros.
—A ninguno nos hace feliz, ¡entiéndalo! Bó no lo está. Él fue el último en convencerse; y a él se debió nuestro éxito y eso lo está matando. Mc Millen tampoco lo es. ¿Quién desea ser un héroe cuando sólo se es una mentira y se vive para saberlo? ¿Sabe quién fue el primer hombre en el espacio? Yo.
Amos rio quedamente.
—¡Y la gloria pertenece a un fantasma viviente!
—¿Quién la desea? —preguntó violentamente Pickrell. Y después, en tono reflexivo—. Hicimos lo que debíamos hacer y debíamos hacer lo que hicimos. El otro camino era arriesgado. No podíamos dejarlo al tiempo y al azar.
—¿Dónde está Mc Millen?
—Vivo. Probablemente en New York. Se le ha sometido a cirugía plástica y está vigilado las veinticuatro horas del día. No porque no confiamos en él; simplemente no podemos correr el riesgo. Se le proporciona todo lo que desea, dentro de lo razonable.
—Excepto el privilegio de venir aquí arriba —dijo Amos—. No podrá salir. Nunca. Morirá allá el falso héroe.
—Sí. —Los ojos de Pickrell se volvieron a clavar en Amos. Su rostro se suavizó—. Y usted, pobre soñador —dijo sardónicamente—, podrá ver ahora por qué no puedo dejarlo aquí. Sólo su fabulosa suerte lo ha librado de matarse. Pudo haber costado a la fuerza aérea una fabulosa suma en búsquedas fútiles y tiempo perdido.
—Pero ni me maté ni me perdí.
—Dándole tiempo —dijo Pickrell convencido— lograría hacerlo. Le dije que empacara. —Miró su reloj de pulsera—. El transporte llegará en trece minutos más.
—¿Por qué está decidido a librarse de mí, coronel?
—Aquí los soñadores mueren jóvenes —dijo llanamente Pickrell—. Tenemos que extirparlos al principio, antes de que gastemos millones dándoles entrenamiento inútil; pero no me hacen caso en la Academia. Para conservarse vivo aquí, afuera, hay que ser despiadado. Llegamos hasta aquí mediante un fraude, pero no podemos vivir de ilusiones. No quiero morir porque un necio haga un agujero en la Dona, mientras está con la mirada perdida en las estrellas. Aquí está la realidad. No se puede soñar impunemente.
El semblante del coronel no estaba más frío que el de Amos.
—Estamos aquí sufriendo —continuó Pickrell—. Tenemos que llevar nuestro medio ambiente por dondequiera que vayamos y no es suficiente. El aire apesta. La comida es repulsiva. El agua sabe a detritos humanos. No hay aislamiento. Por más que tratemos, nunca llegamos a estar habituados totalmente a la falta de peso. Vivimos con la muerte al lado: demasiado calor, demasiado frío, la barrera que nos separa de la noche y de las balas invisibles que cruzan el espacio, es infinitesimal, hay demasiados rayos no filtrados y demasiadas partículas...
»Yo tengo cinco puntos ciegos, por rayos primarios que han tocado el centro de mi retina. Si algún accidente no me lleva primero, moriré de todos modos antes de cumplir sesenta años.
—O si alguien no lo mata antes —murmuró Amos.
Una sonrisa amarga cruzó el rostro del coronel.
—¿Puede un soñador soportar eso? —preguntó—. Se derrumbaría si viviera lo suficiente. Necesitamos hombres aquí, no niños. Por eso va usted a regresar.
Se irguió todo lo que permitió el techo y se dirigió hacia la puerta, como si ya estuviera dicho todo.
—Coronel. —dijo Amos levantando un poco la voz—. ¿Cómo podrá hacer que un hombre pase cinco años de infierno en la Academia y después venga aquí, a vivir cerca de la muerte, si se le arrebatan los sueños?
Pickrell se volvió frunciendo el ceño.
—Creí habérselo dicho coronel: no voy a regresar.
—¿Qué dice? —preguntó lentamente Pickrell.
—Envíeme de regreso —dijo Amos claramente—, y denunciaré el fraude.
—¿Chantaje?
—Llámelo así.
Pickrell estudió a Amos como si el cadete hubiese cambiado repentinamente de rostro.
—Tengo el presentimiento de que estaba equivocado con usted. He decidido permitirle quedarse.
Amos lo aceptó como si no hubiera esperado otra cosa.
—Le diré la verdadera razón —continuó Pickrell—. No es a causa de lo que pueda decir. ¿Quién creería a un oficial despechado y rencoroso sometido a una corte marcial? Quizá un pequeño accidente. Ocurren con facilidad y suelen ser fatales. No, usted hizo ese viaje; hay algo de verdadero piloto en usted. Y ahora veo que también puede ser despiadado.
Pickrell rio quedamente.
—¡Chantaje! Danton, creo que me gusta después de todo. Ahora que ha derribado todas esas necedades acerca de héroes y grandes aventuras, quizá haga todavía un buen astronauta. Tiene razón. Es la mejor solución. No podemos permitirle regresar. Nunca. Usted será un émulo de Mc Millen, aquí arriba. En el siguiente turno manejará un taxi. Buenas noches, teniente. Felices sueños.
Atravesó el umbral de la puerta un hombre duro, infeliz. Un soñador que vendió sus sueños a cambio de los medios para hacerlos reales. Cuando sus sueños vuelvan a perseguirlo, deben ser amargos.
Amos hizo una mueca cuando un diminuto punto de dolor quemó brevemente su pecho. Un rayo primario había pasado por un nervio receptor.
Tocó el botón lateral de la claraboya y la cubierta exterior se deslizó. Afuera estaba Marte. Cerca, Venus y los demás. Más cerca, casi al alcance, estaba la Luna.
No eran semejantes él y el coronel, pensó Amos.
Los sueños que un hombre absorbe de su sociedad, tan naturalmente como el aire que respira, no son importantes. Tarde o temprano mueren. Mueren cuando se crece.
Y cuando el hombre crece y se hace adulto, tiene que hacer sus propios sueños. Los de Amos aún estaban allá afuera.
Fin