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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    LA MANSIÓN EMBRUJADA (Mary Stewart)

    Publicado en octubre 18, 2017

    En recuerdo de mi madre y mi padre con afecto y gratitud.

    Entra en este bosque encantado. Tú que osas. Nada daña bajo las hojas más que las olas que surca el nadador. Alza la cabeza con la alondra. Los pies en paz con el gusano y el ratón, Que tengas buen viaje. Tiembla sólo ante el temor de la oscuridad Y aquéllos pierden su forma: Miles de ojos bajo las capuchas Te sujetan de los cabellos. Entra en este bosque encantado. Tú que osas.

    George Meredith,
    El bosque de Westermain


    Capítulo Uno


    Supongo que, de haberlo elegido, mi madre podría haber sido bruja. Pero conoció a mi padre, un pastor protestante muy piadoso, que la anuló. Mi madre dejó de ser una Morgana en potencia para convertirse en la esposa de un vicario inglés y dirigir la parroquia como se hacía en aquellos tiempos —hace más de medio siglo—, con mano de hierro que ningún guante disimulaba. Siempre mantuvo su dominio, su animada personalidad y un toque de crueldad en su absoluta falta de tolerancia hacia la debilidad o la incompetencia. Me parece que tuve una educación severa. Estoy convencida de que a mi madre le ocurrió lo mismo. Recuerdo una foto de mi abuela, su madre —a la que no conocí—, cuya imagen me aterrorizó durante toda la infancia: el pelo peinado hacia atrás muy estirado, ojos penetrantes y boca de labios finos. Había vivido en las regiones inexploradas de Nueva Zelanda y mostrado las aguerridas virtudes de los pioneros de su época; fue una enfermera y sanadora extraordinaria, a la que en el pasado habrían clasificado como hechicera e incluso como bruja. Y lo parecía. Mi madre, versión más guapa de la abuela, poseía las mismas habilidades. Implacable con los sanos, antipática por principio con el resto de las mujeres e indiferente ante los niños y los animales, mostraba una paciencia infinita hacia los bebés y era una magnífica enfermera para los enfermos. Un par de generaciones antes habría repartido jaleas y sopas entre los pobres enfermos y meritorios de la parroquia, pero esa época era agua pasada y por ello presidía los grupos de trabajo de la aldea, preparaba mermeladas y jaleas para venderlas («El dinero no nos vendrá nada mal y, además, no valoran lo que reciben gratis.»), y cuando se producía un accidente en la mina, allí estaba mi madre, junto a mi padre y al médico, y era útil como cualquiera de los dos.

    Vivíamos en una lúgubre y horrible aldea minera del norte de Inglaterra. Aunque nuestra casa contaba con sólidos cimientos, era horrible, demasiado grande y muy fría. El agua era dura como la piedra caliza y siempre estaba gélida; durante su juventud mi madre no había conocido las instalaciones de agua caliente y no justificaba el desperdicio de dinero que suponía utilizar el regulador de la enorme y extravagante cocina económica Eagle. Si necesitábamos agua caliente para fregar, la calentábamos en los hornillos de la cocina. Nos bañábamos una vez por semana en cinco centímetros de agua tibia y dura. El carbón era caro, una libra la tonelada, pero la casa del párroco y la iglesia tenían electricidad gratis de modo que, a veces, me permitían encender en mi pequeña y glacial habitación —situada en lo más alto de la casa— una estufa eléctrica de una sola resistencia para mantener el frío a raya. Recuerdo que siempre tenía sabañones en las manos y en los pies; como no se los consideraba una enfermedad, sino una mera debilidad, se ignoraban.

    La casa parroquial se alzaba en un extremo de la aldea, aislada en el amplio jardín que se extendía detrás del templo; ayudado por el anciano sepulturero («Soy un buen cavador, no podía ser de otra manera.»), mi padre dedicaba al jardín todo el tiempo libre que no estaba obligado a dedicar a los deberes de la parroquia. A un lado de los terrenos corría la carretera principal y en los tres restantes se alzaban las tumbas. «Vecinos tranquilos», solíamos decir, y vaya si lo eran. Recuerdo que nunca me preocupó la idea de tantos cadáveres enterrados cerca; el atajo que solíamos utilizar para bajar a la aldea se abría paso a través del cementerio más antiguo. De todas maneras, era un lugar macabro para una niña solitaria y supongo que mi infancia fue tan lúgubre y desamparada, incluso más solitaria que la fría educación de las Bronté en Haworth. No siempre fue así. Podía recordar mi fugaz edad de oro, mi corto período de días de ensueño que volvieron soportables los verdaderos días de la niñez.

    Hasta que cumplí los siete años vivimos en un caserío de alrededor de doscientas almas. Era una parroquia sin importancia y éramos muy pobres, pero el paraje era hermoso, fácil el trabajo de mi padre y recogida y cómoda la casa. La vivienda del párroco era antigua, baja y blanca, con un rosal trepador blanco que cubría el porche, paredes cubiertas de hiedra y debajo arriates de violetas olorosas. En medio de un grupo de lilas se alzaba una glorieta y también contaba con una pista de tenis, que mi padre cuidaba con esmero, a la que ocasionalmente iban a jugar los vecinos. La parroquia estaba formada por tierras de labranza, fincas dispersas en unos pocos kilómetros cuadrados y sólo la cruzaba una carretera «principal». Los coches escaseaban, íbamos andando o en un cabriolé arrastrado por un poni. No circulaban autobuses y la estación de trenes se encontraba a tres kilómetros.

    Sólo tenía siete años. Incluso ahora, después de una vida que ha multiplicado por diez aquella edad, algunos recuerdos siguen grabados vivos y nítidos en medio del desvaimiento global de una época muerta y enterrada.

    En el terreno comunal pastaban cabras y burros, y en el centro se alzaba la iglesia gris. Por doquier había árboles enormes: en el terreno comunal, en los jardines de las casas, bordeando los prados circundantes, proporcionando sombra a la polvorienta carretera. Ésta, con las profundas rodadas triples producidas por ruedas y cascos, serpenteaban en medio de gruesos arcenes con flores de seto vivo. El sol quemaba los adoquines del patio trasero de casa, donde las gallinas se pavoneaban y la gata dormitaba. Sepercibía el estruendo del martillo del herrero en la forja de al lado y el penetrante olor a cascos chamuscados cuando herraba los caballos de los agricultores. Y el jardín de la casa del párroco, con sus peonías, sus violetas y las aguileñas como palomas dormidas. Las nubes de lilas, los lúpulos que trepaban por la puerta de la escuela, a los pies del jardín, y las rosas amarillas dobles junto a la escalinata que conducía a la pista de tenis.

    Pero no había gente. Me parece significativo que estos recuerdos dorados no incluyan una sola persona. Salvo una. No se ha desvanecido la imagen del día en que conocí a Geillis, la prima de mi madre.

    Aunque era mi madrina, por lo que supuestamente la había conocido en la pila bautismal, recuerdo que la primera vez que hablé con ella fue un día de verano, cuando yo contaba seis años.

    No pudo ser el día de mi cumpleaños, porque cae en septiembre, pero fue una jornada especial, una jornada que aguardaba con los hambrientos anhelos de una infancia solitaria y que, cuando llegó, se pareció a cualquier otro día. Lo que significa que lo pasé sola porque mi padre estaba haciendo visitas, mi madre demasiado ocupada para atenderme y, desde luego, porque no me permitían jugar con los niños del caserío.

    Creo que tampoco estaba autorizada a abandonar el jardín, pero había salido. Al final de nuestro huerto, detrás de la escuela, se encontraba mi hueco particular en la verja. Al otro lado se extendía una larga ladera cubierta de hierba, salpicada como un parque de grupos de grandes árboles, y al pie de la ladera, protegido por un bosquecillo, el estanque. Sin más motivo que el hecho de que el brillante espejo convertía el estanque en un sitio al que dirigirse, deambulé cuesta abajo hasta la orilla y me senté en la hierba.

    Aunque al principio no fue más que un manchón, la riqueza de color de algo semejante a un cuadro impresionista, creo recordar cada instante de aquella tarde. Se produjo una confusión de sonidos: los trinos de las aves del bosque situado al otro lado del seto vivo y el holgazaneo de los saltamontes en los altos pastos próximos. Hacía calor y el olor a tierra, a hierbas aplastadas y a agua ligeramente estancada embotaba la tarde soñolienta. Me senté a soñar, con los ojos abiertos de par en par, fijos en el espejo del estanque donde desembocaba el aletargado riachuelo.

    Pasó algo. ¿Se movió el sol? Lo que recuerdo es un súbito fogonazo en el estanque, como si un pez hubiera saltado y dispersado la luz. Se desvaneció la bruma onírica y multicolor. De repente, todo quedó perfilado de luz. Las margaritas silvestres —blancas, doradas y más altas que yo—se agitaron y se balancearon por encima de mi cabeza como si una brisa potente las peinara. Después el aire se aquietó, cargado de aromas. Los pájaros habían dejado de cantar y los saltamontes estaban silenciosos. Seguí sentada, quieta como un caracol que pende de un tallo, en medio de un mundo pletórico y vivo, y lo vi por primera vez. Por primera vez supe que formaba parte de ese mundo.

    Alcé la mirada y vi a la prima Geillis.

    Aunque no tenía mucho más de cuarenta años, me pareció vieja, como me lo parecían mis padres, en la treintena ambos. La prima Geillis tenía cierto parecido con mi madre: la boca y la nariz orgullosas, los penetrantes ojos verdigrises, la postura erguida. Mientras que el pelo de mi madre era rojizo dorado, el de la prima Geillis era oscuro y tenía nubes de pelo enroscado y recogido con pasadores de carey. No recuerdo qué ropa llevaba, si bien sé que era oscura y pesada.

    Se dejó caer sobre la hierba, a mi lado. Lo consiguió sin alterar las margaritas silvestres. Pasó el dedo índice por el tallo de una margarita, salió una mariquita que se posó en su dedo.

    —Mira —dijo—. Date prisa, cuenta las pintas.

    Los niños pequeños dan por sentadas las cosas más extrañas, con una inocencia de doble filo que los adultos pueden entender mal, pues se rigen por los principios de la madurez. No me pareció extraña la súbita llegada de la prima Geillis ni su saludo. Formaba parte del mundo infantil de apariciones y desapariciones mágicas, inevitablemente adaptadas a las necesidades de cada niño.

    Conté las pintas.

    —Siete.
    —Una Coccinella de siete pintas —coincidió la prima Geillis—. Dime, ¿no sería mejor que le avisaras?

    En el acto me pareció que se trataba de una necesidad apremiante y, obedientemente, canturreé:

    «Mariquita, mariquita, vuelve a casa volando,
    Tu hogar se incendia, tus hijos se han ido,
    Todos menos una, llamada Jill,
    Que está sana y salva en el alféizar.»


    —La mariquita emprendió el vuelo. Pregunté inquieta:
    —No es más que una canción, ¿verdad?
    —Sí. Es un bichito muy inteligente, vive en los prados y saca a sus crías y emprende el vuelo antes de que alguien queme los rastrojos o corte el heno. Jilly, ¿sabes quién soy?
    —Eres Jilly, la prima de mamá. Tiene una foto tuya.
    —De modo que tiene mi foto. ¿Qué haces aquí?

    Debí poner cara de susto. Además de que tenía prohibido aventurarme más allá de los límites del jardín, no debía perder el tiempo soñando. Hipnotizada por la mirada franca de la prima Geillis, respondí la verdad:

    —Sólo pensaba.
    —¿En qué pensabas?

    Aunque parezca un milagro, no sólo se mostró imperturbable, sino interesada.

    Miré a mi alrededor. El misal luminoso de hierbas y flores volvía a disolverse para componer un manchón informe e impresionista.

    —No sé. Pensaba cosas.

    Era el tipo de respuesta que, por regla general, desencadenaba una severa reprimenda: La prima Geillis asintió como si acabara de asimilar hasta la última palabra de mi detallada respuesta.

    —Te preguntabas, por ejemplo, si en el estanque hay renacuajos…
    —Sí. ¡Claro que sí! ¿Los hay?
    —Probablemente. ¿Por qué no lo comprobamos?

    Miramos y había renacuajos. También vimos pececillos y un par de picones. Luego la prima Geillis señaló el pie de un junco alto; súbitamente el agua subió, se redondeó hasta formar una burbuja, estalló y apareció un ser marrón parecido a un gusano. Lenta y trabajosamente, sometiendo a prueba el extraño elemento, el bicho feo subió centímetro a centímetro por el junco hasta que se separó de suimagen y quedó fuera del agua, expuesto al sol secante.

    —¿Qué es?
    —Lo llaman ninfa. Fíjate, Jilly, limítate a mirar.

    El animal se movió. Como dolorida, la horrible cabeza cayó hacia atrás. No vi qué ocurrió, pero de pronto aparecieron dos cuerpos en el tallo: la cascara hendida de lo que había sido la ninfa y, surgido del casco vacío de la cabeza, otro cuerpo, un cuerpo recién nacido, flexible y vivo, una versión más esbelta y de mayor tamaño que el primero. Se aferró al tallo, por encima del desecho arrugado de su piel barrosa, mientras el sol lo acariciaba, lo dotaba de vida líquida, extraía de sus hombros hundidos la seda arrugada de las alas y las estiraba lentamente, tensas, brillantes y cubiertas de venas tan delicadas como cabellos, mientras desde alguna parte —al parecer el aire mismo— el color entraba en el cuerpo gris hasta resplandecer azul como una astilla de cielo. Las alas se extendieron y tantearon el aire. El cuerpo del insecto se irguió y se enderezó. Se fundió con la luz y, como la luz, desapareció.

    —Era una libélula, ¿no? — susurré.
    —Así es. Una Aeshna caerulea. Repítelo.
    —Aeshna caerulea. ¿Cómo ocurrió? Dijiste que era una infla. ¿Tenía adentro una libélula?
    —Sí. La ninfa, que no «infla», vive en el fondo del estanque, a oscuras, y se alimenta de lo que puede, hasta que un día descubre que puede subir hacia la luz, desarrolla las alas y vuela. Lo que acabas de ver —concluyó entusiasmada la prima Geillis— es un milagro totalmente común.
    —¿Quieres decir que es magia? ¿Lo provocaste tú?
    —No es para tanto. Puedo hacer que ocurran algunas cosas, pero no ésta, aunque me gustaría. Si no me equivoco, algún día hará falta un milagro muy parecido al que acabamos de asistir. Otra ninfa, otro estilo, otro día. — Me dirigió una mirada breve y encendida—. ¿Me has entendido?
    —No. ¿Puedes hacer que ocurran cosas? Prima Jilly, ¿eres realmente una bruja?
    —¿Por qué me haces esta pregunta? ¿Te han dicho algo en casa?
    —No. Mamá sólo dijo que podrías venir a quedarte y papá que no eras muy conveniente.

    Rió, se puso en pie y me ayudó a incorporarme.

    —Supongo que espiritual más que físicamente, ¿no? No te preocupes, pequeña, será mejor que vuelvas a casa. Vamos.

    La tarde aún no había concluido. Regresamos lentamente por el prado y pareció natural que nos cruzáramos con una mamá erizo y sus cuatro crías, que avanzaban ruidosamente entre las hierbas y arrancaban raíces con sus morros largos y brillantes.

    —La señora Guiñahierbas —suspiré y en esta ocasión la prima Geillis rió y no me corrigió.

    Una de las crías encontró un caracol y se lo zampó con un alegre crujido. Pasaron a nuestro lado, sin la más mínima muestra de temor, y siguieron su camino. Durante el regreso la prima Geillis recogió una flor tras otra y me habló de todas, de modo que cuando llegamos a la casa parroquial yo conocía los nombres y las costumbres de unas veinte plantas. Aunque tendría que haberme castigado por abandonar el jardín, mi madre no dijo nada y todo fue bien. La prima Geillis pasó unos días en casa. La mayor parte del tiempo estuvo conmigo. Hacía un tiempo tranquilo y luminoso, como siempre en aquellos veranos lejanos, y pasábamos fuera todo el día. Ahora comprendo que las bases de mi vida se cimentaron durante nuestras caminatas, que duraban toda la jornada. Cuando la prima Geillis se fue, se apagó la luz de los campos y los bosques, pero persistió lo que había encendido dentro de mi ser.

    Fue el último de los bellos veranos. La primavera siguiente el obispado trasladó a mi padre a una nueva parroquia. Era una enorme y fea parroquia minera, donde los montículos de carbón, el humo, las llamaradas de los hornos de coque y el ruido de las locomotoras de maniobras ocupaban días y noches. Nos instalamos en la fría incomodidad de la casa situada entre las tumbas.

    No había libélulas, prados con flores silvestres ni erizos. Soñaba con un animal de compañía, el que fuera, incluso un ratón blanco; a pesar de que, como en todas las casas parroquiales de la época, la nuestra disponía de una cuadra con pesebre y abrevadero y de varias dependencias externas, no me permitieron tener ningún animal. Cuando por casualidad la gata atrapaba un pájaro o un ratón, me esforzaba por cuidar a la víctima para que recobrara la salud, pero sin éxito. La gata rechazó todas mis ofertas, pues prefería una vida semisalvaje en las dependencias. Como el coadjutor se dedicaba a la crianza de conejos, un día me regaló una cría. Fue un animal de compañía insensible, pero lo quise mucho hasta que, pocas semanas después, mi madre insistió en que lo devolviera. Cuando a la mañana siguiente se presentó en casa para hablar con mi padre —algo que hacía todos los días—, el coadjutor trajo mi conejo pelado, descuartizado y listo para guisar. Subí corriendo a vomitar mientra mi padre intentaba dar una explicación al sorprendido y ofendido coadjutor, al tiempo que mi madre —por una vez tiernamente comprensiva— subía y limpiaba mis vómitos. Cuando el dolor y el horror amainaron, ya habían desaparecido el coadjutor, el conejo y todo lo demás. El incidente no se mencionó nunca más.

    Dicen que la mente crea sus propias defensas. Al evocar aquel lejano pasado, apenas recuerdo nada de ese período de mi niñez. Alguna delicia ocasional: viajes en autobús con mi padre, visitas a los feligreses, la amabilidad de las esposas de algunos mineros, que me llamaban «Jilly», me trataban con el mismo respeto afectuoso que otorgaban a mi padre y que luego miraban de soslayo y, con otro tipo de respeto, preguntaban por mi madre. Y las horas que pasé a solas en mi helado dormitorio, dibujando y pintando —siempre animales o flores— o asomada a la ventana, por encima de las tumbas y los sicómoros, para contemplar el ocaso rojo y polvoriento más allá de los montículos de carbón al tiempo que deseaba… ¿qué deseaba? Jamás lo supe.

    Un día, sin aviso previo, volvió a aparecer. La prima Geillis se presentó para una visita de despedida —así la llamó—, antes de emprender viaje a Nueva Zelanda para ver a su familia y a la de su madre. Dijo que estaba dispuesta a llevar mensajes o regalos y que pasaría fuera mucho tiempo. En aquella época, antes de los viajes en avión, un recorrido de esas características duraba meses y no era exagerado calcular un año para un viaje que llevaría al viajero a dar la vuelta al mundo. Dijo que estaba deseosa de visitar varios lugares. Los nombres se grabaron en mi cerebro: Angkor, El Cairo, Delhi, Filipinas, Perú… Regresaría cuando los hubiera visto y entretanto…

    Entretanto había traído un perro para que yo lo cuidara.

    Era un pastor escocés blanco y negro, flaco, impaciente y tierno. Un perro perdido que la prima Geillis había recogido y que no quería dejar abandonado al azar ni a las crueldades humanas.

    —Aquí tienes sus papeles. Es el perro de Geillis. Necesita… —Pensé que iba a decir «alguien a quien querer» y me quedé pasmada, pero la prima se limitó a añadir—: Necesita compañía, alguien con quien ir de paseo.
    —¿Cómo se llama?

    Me arrodillé en las frías baldosas del suelo de la cocina para estar a la altura del perro. Era demasiado bueno para ser cierto. No me atrevía a mirar a mi madre.

    —A ti te toca ponerle nombre. Es tuyo.
    —Lo llamaré Rover —dije sumergida en el pelaje del can, que me lamió la cara.
    —Un peu banal —comentó mi prima Geillis—, pero no es un animal orgulloso. Adiós.

    No me besó antes de partir. Jamás la vi besar a nadie. Salió de casa, segundos después pasó el autobús y lo cogió.

    —Qué raro —comentó mi padre —, debe de ser un coche discrecional. El autobús de línea pasó hace diez minutos; yo lo vi.

    Mi madre sonrió. Su sonrisa se esfumó en cuanto miró al perro y luego a mí, que estaba arrodillada a su lado y lo abrazaba.

    —Levántate inmediatamente. Si quieres quedarte el perro, habrá que atarlo. No sé en qué demonios pensaba Geillis al endilgarnos un perro, sabiendo que aquí no habrá nadie para cuidarlo.
    —¡Yo lo cuidaré! Sin duda puedo…
    —Pero tú no estarás aquí.

    La miré boquiabierta. Me quedé esperando. Nadie hacía preguntas a mi madre. Si quería decir algo, lo decía y punto.

    Tensó la boca hasta adoptar el mismo rictus del retrato de mi abuela.

    —Te irás a estudiar. La prima Geillis tiene razón. Necesitas compañía, salir de ti misma y dejar de ser una soñadora. Puesto que ella…
    —Querida, no te aflijas —intervino mi padre tiernamente—. Te gustará, ya lo verás. Necesitas compañía y amigas. Es una gran oportunidad para nosotros, pagarlo nos sería imposible, pero la prima Geillis se ha ofrecido a abonar casi todos tus gastos. Como es tu madrina…
    —Prefiere que la llamen patrocinadora —puntualizó mi madre con tono severo.

    Mi padre se mostró apenado.

    —Sí, ya lo sé. Pobre Geillis. Dado que es tan amable y nos presta ayuda, debemos aprovechar la oportunidad. Lo comprendes, ¿no, Jill?

    El perro estaba pegado a mí. Me incliné y volví a abrazarlo. De pronto la lúgubre y solitaria casa parroquial me pareció un sitio muy deseable, los campos secos y los senderos sobre el paisaje despoblado se convirtieron en lugares bellos y tentadores.

    —Por favor —murmuré—, por favor, mamá, ¿tengo la obligación de irme?

    Ya me había vuelto la espalda, pensando sin duda en las listas de ropa y en los baúles que yo tendría que llevar a la escuela. Creo que incluso entonces supe que también pensaba en la deliciosa perspectiva de verse libre de la presencia de su hija ocho meses al año. No me respondió.

    —Papá, ¿tengo que irme?
    —A tu madre le parece lo mejor. — Lo dejó estar incómodo, pero siempre amable. Se llevó la mano al bolsillo y sacó media corona—. Ten, Jilly. Cómprale un cuenco para comer. En la ferretería venden unos cuencos con la palabra perro. Los vi ayer. Quédate con la vuelta.

    El can me lamió la cara. Al parecer el sabor de las lágrimas le gustaba, ya que volvió a lamerme.


    Capítulo Dos


    Finalmente escogieron un convento anglicano que la prima Geillis —tan lejana al otro lado del Atlántico— habría desaprobado de todas todas. Por cierto, mi madre no se privó de protestar. Una tarde estival me asomé a la ventana de mi dormitorio y oí hablar a mis padres junto a la ventana abierta del estudio de papá, exactamente debajo.

    —¿Mi hija criada por las monjas? ¡Qué absurdo! — opinó mi madre.
    —También es mi hija.
    —Eso es lo que crees —replicó mi madre en voz tan baja que apenas la oí.

    Oí reír a mi padre. Yo siempre decía que era un santo y que la adoraba. Papá jamás interpretó las palabras de mamá como lo habría hecho otro hombre.

    —Lo sé, querida. Posee inteligencia y es posible que algún día alcance parte de tu belleza, pero me parece que yo también tengo algunos derechos sobre ella. ¿Recuerdas lo que decía el viejo sepulturero?

    Mi madre sabía que a veces se excedía y jamás reaccionaba ante una acción de retaguardia. Su voz sonó risueña:

    —«Señor vicario, no puede negar lo que de usted mismo hay en ella…» y tú tampoco, mi querido Harry. En este aspecto tiene la suerte… de haber heredado tu cabello oscuro y esos ojos grises que, en mi opinión, siempre fueron demasiado hermosos para pasar desapercibidos en un hombre… De acuerdo. Si podemos guiarnos por lo que dice el folleto informativo, el convento está bastante bien. Pero he visto otro… ¿dónde he puesto los papeles? Parece igual de bueno y no es mucho más caro.
    —Pero está mucho más lejos. ¿No queda en Devon? Piensa en lo que cuesta el tren. No padezcas, querida. Sé que los conventos no son precisamente famosos por su erudición, pero…
    —A eso iba. Pueden intentar que se vuelva religiosa.
    —No pretenderás que lo condene. — Mi padre parecía divertido.

    Mamá rió.

    —Lo siento, no me he explicado bien. Sabes a qué apunto. Se habla tanto de que se prima la enseñanza religiosa a costa de otras asignaturas, sobre todo las ciencias, que creo que es lo que a Jilly le interesa. Es espabilada y tiene un buen cerebro. Le hace falta una buena educación, trabajo duro y contraste de pareceres. Cómo no iba a saberlo, si es la faceta en que ha salido a mí.

    La voz de mi madre se perdió cuando se alejó de la ventana. Oí que mi padre respondía con un murmullo y, luego totalmente asomada a la ventana, uno o dos fragmentos de conversación. Mi padre dijo algo sobre «la escuela municipal» y «sólo está a dos paradas de distancia», y luego mi madre se lanzó a un categórico discurso que no percibí pero que había oído tantas veces que podía repetir hasta la última palabra. ¿Que su hija fuera a la escuela con los chicos de la aldea? Ya estaba bastante mal que tuviera que asistir a la primaria pero, ¿asistir a la escuela municipal hasta que cumpliera los diecisiete o dieciocho y acabara teniendo los amigos que no debía tener y un acento semejante al de los hijos de los mineros? ¡Jamás de los jamases!

    Era la protesta de una mujer solitaria y profundamente encerrada en su estrecho círculo social; en aquella época no se trataba de una actitud infame, sino bastante corriente, en el caso de mi madre fomentada por la apartada educación en colonias de ultramar, con sus sueños de la «patria» aún teñidos por las pautas de la reina Victoria. Incluso entonces también sabía que ésa era la voz de la ambición frustrada. La hija de mi madre (en estos casos, nunca era la hija de mi padre) debía tener las oportunidades que a su generación les estuvieron vedadas; la hija de mi madre debía tener independencia y libertad —que sólo podían proporcionarle la educación— para elegir su propio camino en la vida. Y si a eso íbamos, educación superior, un título universitario, un buen título… ¿Una matrícula de honor? ¿Y por qué no? Su hija sería capaz de eso y de mucho más.

    Y así al infinito. Podía imaginarlo todo, así como la invariable protesta de mi padre (a su manera, era tan Victoriano como mi madre): una hija, una hija hermosa, debería casarse y encontrar así la mayor felicidad, la única felicidad y auténtica satisfacción que conocía la mujer. Si Jilly hubiese sido varón, sin duda tendría que haber asistido a la escuela privada y a la universidad, pero tratándose de una hija, ¿no era del todo innecesario?

    Mi madre se acercó una vez más a la ventana y su voz sonó clara y aguda. Demasiado aguda. Ya no hablaban de teorías; sus expectativas estaban a punto de cumplirse y en medio del acaloramiento de la toma definitiva de decisiones fue muy poco estratégica.

    —Y si no se prepara para ganarse la vida y salir de aquí, ¿cómo conocerá a un hombre que sea digno de ella para casarse? ¿Realmente deseas que se quede en casa y se convierta en «la hija del vicario», la esclava de la parroquia?
    —¿Como la esposa del vicario? — preguntó mi padre con profundo pesar.

    Al recordarlo después de una vida vivida veo, más allá de mi propia infelicidad, lo que debió ser la de mi madre. Ambiciosa, hermosa, inteligente y aletargada en su interior una chispa de magia por manipulación —a la que llamamos brujería—, mi madre debió de desgastarse poco a poco por la pobreza, el esfuerzo, la soledad debida al ensimismamiento de mi padre en los asuntos de la parroquia y por el mundo que la separaba de su propia familia, que vivía en Nueva Zelanda. Y por la desilusión. Satisfecho con su trabajo, incluso en medio de la pobreza, mi padre jamás se abrió paso hasta las esferas clericales superiores que a mi madre le habrían encantado y en las que habría descollado. Entonces no lo comprendí; sabía que, a pesar del profundo afecto que se profesaban, entre mis padres se interponía una desdicha soterrada.

    Depués de una pausa mamá dijo con una voz que me resultó casi irreconocible:

    —Harry, tengo todo lo que quiero. Tengo todo lo que siempre he querido y lo sabes. — Hizo un breve silencio y añadió con tono afable—: Espero que algún día Geillis también lo consiga. Pero hemos de afrontar el hecho de que tal vez nunca se case y de que no podemos dejarle nada.
    —Ni siquiera un hogar. Lo sé. Como de costumbre, tienes razón. La propuesta de Geillis es un don de Dios… pues sí, aunque quiera llamarlo de otra manera, es un don de Dios. ¿Qué me dices? ¿Te conformarás con el convento? Es posible que tus temores carezcan de fundamento. En mi opinión, el examen de ingreso es bastante severo.
    —Supongo que sí. De acuerdo. ¡Oh, querido, un convento!
    —Es lo más barato —concluyó mi padre sencillamente.

    Evidentemente ese comentario cerró el debate, ya que me enviaron al convento.

    Era un lugar lóbrego, próximo a los acantilados de la costa este, y mi madre no tendría que haberse preocupado de que las buenas monjas ejercieran una influencia excesiva en mí. A decir verdad, las buenas monjas creían en lo que llamaban la «autonomía» escolar, lo que significaba que se elegía una líder por curso —la niña más corpulenta, ruda y popular de la clase— y que la disciplina, incluidos los castigos, estaba bajo su control y el de su «segunda», casi siempre su mejor amiga y compinche. En tanto sistema para ahorrar problemas a las monjas, tal vez fuera recomendable; sin embargo, desde la perspectiva de una cría tímida y aplicada, era la materia de la que se componen las pesadillas de toda una vida.

    Llegué a la escuela con fama de inteligente, alimentada por el «rígido» examen de ingreso que aprobé sin dificultades, y las buenas hermanas me asignaron a una clase donde las niñas tenían, como mínimo, dos años más que yo. Como la erudición no era el fuerte del convento, pronto me convertí en la primera del curso, y dado que deseaba la aprobación general y por eso me esforzaba más que nunca, sin duda me gané de sobras la celosa antipatía que poco después me demostraron. Tenía ocho años y no había desarrollado defensas: la escuela se convirtió en un centro de tormentos y desdichas. Los días eran horribles y las noches en el dormitorio un infierno de bromas y torturas. Por supuesto, las niñas intimidadas y atormentadas jamás soñamos con quejarnos. El castigo en las aulas y los dormitorios sin supervisoras habría sido horrendo. Cada noche, después de completas, la muda hilera de monjas atravesaba el dormitorio de las pequeñas con las cabezas inclinadas, las caras ocultas por el velo, los brazos en las mangas, sin mirar a derecha ni izquierda las camas en las que, quietas y aparentemente dormidas, reposaban torturadoras y torturadas, a la espera de que se cerrara la puerta para repetir la pesadilla.

    Ni siquiera en casa lo comenté. Era el sitio menos indicado. La infancia me había condicionado a la infelicidad, a no creer en que era deseada, a temer. Por eso viví un penoso curso tras otro y mi único alivio fueron los libros y la seguridad en la aula, en la que, como era previsible, progresé aún más que las niñas mayores que me intimidaban. El único rayo de luz y esperanza era pensar en las vacaciones. No en el lóbrego tedio de la casa parroquial, ni siquiera en la afable compañía de mi padre, sino en el leal afecto de Rover, mi perro.

    Demasiado leal. Sólo amaba, obedecía y seguía a una persona: a mí. Mi madre aguantó poco más de un año nuestra dichosa relación. Mientras yo estaba fuera, ataban a Rover; como mamá no estaba dispuesta a sacarlo, cuando lo soltaba se perdía y me buscaba por los campos y la aldea. En una ocasión mamá comentó que temía que el perro atacara a las ovejas. Al terminar un curso volví a casa y me comunicaron que Rover «se había ido».

    Eso fue todo. A los chicos de hoy les costaría mucho entender que no me atrevía a preguntar cómo ni cuándo. No dije nada. Ni siquiera osé dejar que mamá me viese llorar. Y esta vez nadie lamió mis lágrimas.

    Los pájaros y los ratones, el conejo y el amado perro. No volví a intentarlo. Me encerré en mí misma y aguanté tan silenciosamente como pude hasta que volví a recibir ayuda. Se produjo de una manera extraña e indirecta. En la escuela se enteraron (era tan tonta e inocente que había confiado en alguien) de que creía en la magia. Aún era una cría —apenas tenía diez años— y los mitos y leyendas de los clásicos y de los escandinavos, así como los cuentos de Andrew Lang, Hans Christian Andersen y Grimm, aún desplegaban nubes de gloria en mi imaginación. También debo reconocer que la vida que llevaba, obsesionada por lo eclesiástico —con sus milagros, sus leyendas y sus coros de ángeles—, se combinó con el país de las hadas y volvió real y probable el Otro Mundo.

    Por eso corrió el rumor de que la pequeña Jilly Ramsey creía en las hadas. Fueron las niñas mayores, más crueles que mis coetáneas, las que me jugaron una mala pasada. Qué delicia, dijeron y me escribieron notas diminutas firmadas por el Hada Madrina. Las ocultaron, me vieron salir sigilosamente y recoger las notas en el reloj de sol que se alzaba en una zona abandonada del jardín de la escuela. No recuerdo cómo empezó todo ni si creía realmente en las hadas, pero se trataba de un secreto dichoso y yo creía que no provocaría ningún daño. Sacaba la misiva, me internaba en el bosque para leerla (de puertas para adentro no existía la menor intimidad) y escribía la respuesta.

    La última vez que ocurrió fue a comienzos de junio, aproximadamente a la mitad de mi segundo curso de verano. La nota estaba encajada en la piedra cubierta de musgo. El minúsculo texto sólo decía: «Querida Jilly: En tu última carta soñabas con tener un hada madrina. Estoy segura que pronto tendrás noticias suyas. Tu hada, Titania».

    Jamás supe qué habían planeado. Algo —un sonido, un movimiento— me llevó a alzar la mirada. Tras los arbustos vi los cuerpos agazapados de las niñas que me habían gastado la broma.

    Me puse de pie. Ya no recuerdo qué sentí ni qué me proponía. Sólo sé que en ese instante una compañera de curso pronunció mi nombre desde el extremo del jardín.

    —¡Jilly! ¡Jilly Ramsey!
    —Estoy aquí.
    —¡Tienes una carta!

    La fornida figura de Alice Bundle, compañera sufridora y, como tal, algo parecido a una amiga, bajó deprisa por el sendero esgrimiendo una carta.

    No miré hacia los arbustos y dije con tono muy claro:

    —Gracias, Alice. Ah, sí, reconozco la letra. Es de mi madrina. Esperaba esta carta. Me sacará de aquí.

    Hice una bola con la nota del Hada Madrina, la arrojé al suelo y eché a correr hacia la escuela. Las niñas mayores se irguieron al verme pasar. Una gritó alto, pero no le hice caso. Me sentía alentada por el primer reto de la niñez, la primera mentira deliberada, la primera actitud de despreocupación que me atreví a adoptar. Dejé que las mayores me miraran. Debieron de pensar que, de alguna manera, su falsa magia había surtido efecto.

    Y así fue. Tal como suponía, la carta era de mi madre. Era el día de la semana en que invariablemente llegaban sus misivas. La encabezó con el apodo que me daba cuando algo la satisfacía:

    Querida Gillyflor

    Tu prima Geillis está en Inglaterra y el viernes vino a visitarnos. Se disgustó mucho cuando supo a qué escuela te habíamos enviado. Como corre con la mayor parte de los gastos de tu educación tenemos que ceder a sus deseos. Quiere que te saquemos del convento. Tendrás que someterte a otro examen, pero no me caben dudas de que lo aprobarás. Ocúpate de salir airosa. La nueva escuela está en la Región de los Lagos y espero que el nivel de erudición sea superior al del convento porque, como sabes, tendrás que ganarte el sustento, hasta el último penique…

    Bendita prima Geillis. Mejor dicho, dado que habría desdeñado ese adjetivo, querida prima Geillis. Yo podía y quería empezar de nuevo.


    Capítulo Tres


    En la nueva escuela la vida sólo podía ser más agradable. Aún era demasiado inteligente para experimentar alivio, pero no lo bastante para disimularlo; había aprendido a obrar un poco a mi aire y a darme por satisfecha con ser la segunda o la tercera de la clase. Era muy buena en deportes y admiraban mis aceptables dotes para el dibujo. Aunque es muy poco lo que recuerdo en el sentido de una felicidad activa, los años transcurrieron afablemente.

    La escuela era una bella y enorme casona dieciochesca rodeada de parques y bosques por los que, en nuestro tiempo libre, podíamos vagar a voluntad. Ésa era la teoría, ya que en la práctica apenas teníamos tiempo libre. Estoy segura de que, en realidad, yo era la única que codiciaba ese privilegio. Acostumbrada desde siempre a la soledad, ahora la echaba de menos y toda vez que podía escapar de mis compañeras, me dirigía al bosque en el que se alzaba una glorieta abandonada que consideraba propia. Estaba derruida y sucia y los días húmedos la lluvia goteaba a través del tejado, pero cerca se encontraba el sendero bordeado de tilos que olían a miel y si te quedabas inmóvil en el interior de la glorieta, las ardillas rojas llegaban hasta el umbral y los pájaros volaban hasta sus nidos bajo el alero.

    Allí ocurrió una vez más: el único encuentro memorable de aquellos años tiernos y de crecimiento.

    Estábamos a mitad de curso y corría el verano de mi décimo cuarto cumpleaños. Casi todas las chicas habían salido con sus padres, de modo que yo tenía el día libre. Por supuesto, mis padres nunca me visitaban. Me senté en la glorieta con el propósito de dibujar. Había recogido ranúnculos, hierba de París y orquídeas menores, que había puesto en un florero sobre la destartalada mesa de madera que tenía delante.

    En el sendero cubierto de musgo sonó una pisada y la prima Geillis dijo jovialmente:

    —Supuse que te encontraría aquí. ¿Has tomado el té?
    —¡Hola, prima Geillis! No, no he tomado el té.
    —Entonces, sigúeme. Bajaremos hasta el río. He traído la merienda. Deja las flores, ya las recogerás cuando regresemos.

    No recuerdo haberle preguntado cómo llegó ni cómo me encontró. Supongo que aún daba por sentadas sus capacidades mágicas. Incluso sabía, sin que yo se lo dijera, que normalmente no estábamos autorizadas a bajar hasta el río. Nadie nos vio. Cruzamos las pistas de hockey y caminamos por la ribera, bajo el dosel de los robles. Más allá de la sombra de los árboles se divisaba una larga y soleada curva de terreno anegado en el que, antaño, había erigido un terraplén o un muro de contención para retener el caudal en época de riadas. Allí nos sentamos mientras más abajo, como si fuera lo más natural del mundo, un martín pescador descendía desde una rama seca, atrapaba un pez y se esfumaba con la presa por un agujero de la orilla arenosa.

    —¿Te acuerdas de la mariquita y de la señora Guiñahierbas? —preguntó la prima Geillis.
    —¿La Coccinella y la Erinaceus europaeus? —Dije en un tono que no disimulaba mi satisfacción—. Claro que sí.

    La prima rió.

    —Pobre niña. Fuiste una aprendiza aventajada. Y estoy segura de que desde entonces lo has sido. Los dibujos que estabas haciendo son muy hermosos. ¿Qué edad tienes ahora?
    —Casi catorce. El año que viene acabo la escuela.
    —Y después, ¿qué harás? Gilly, ¿qué piensas hacer de ti misma? — (En este punto debo decir que al llegar a la adolescencia deseché el infantil Jilly, aunque mi nombre se pronunciaba igual).— ¿Ya sabes qué quieres ser? — insistió mi prima.
    —En realidad, no. Mamá es partidaria de que vaya a la universidad y de que luego me dedique a la enseñanza, pero…
    —Pero, ¿qué?
    —No sé si es eso lo que quiero hacer. En realidad, me encantaría ser artista.

    Creo que para mí, a aquella edad, «ser artista» representaba una especie de pintoresca independencia en una buhardilla muy luminosa, a la que había que añadir una pincelada de París y otra de Burlington House. Sobre todo, significaba tener vivienda propia, buhardilla o lo que fuese, y estar sola cuando me apeteciera. Soñaba con asistir a la escuela de bellas artes, pero mis padres no lo habrían podido costear y como la prima Geillis corría con casi todos los gastos de mi educación, tampoco podía pedírselo. Aunque la prima Geillis la hubiese pagado o yo hubiera obtenido una beca (hecho que mi profesora le parecía factible), mi madre jamás lo habría permitido. Lo había dejado muy claro. Yo sabía perfectamente que tendría que seguir la corriente general, conseguir una plaza en la universidad, dar clases si no había otra opción y, tal vez, conocer un día a alguien…

    —Si realmente es lo que quieres hacer, ¿qué te lo impide? — preguntó bruscamente la prima Geillis—. Te sobra talento. No tienes por qué ser modesta. Deberías saberlo.
    —Sí, claro, pero verás… —Me mordí el labio y callé.

    La prima me adivinó, ni qué decir tiene, el pensamiento.

    —¡Y no me vengas con tonterías como que «no tuviste la oportunidad» ni la «suerte»! Te diré una cosa. En esta vida la única suerte que se tiene es el talento con el que se nace: lo demás depende de ti.
    —Sí, prima Geillis.

    Se le iluminaron los ojos.

    —De acuerdo. Se acabó el sermón. Toma un bocadillo y hablemos de otras cosas, ¿de acuerdo?
    —Sí, por favor. — Acepté aliviada las dos propuestas. El bocadillo era un panecillo crujiente rebosante de huevo revuelto y berros, una variación maravillosa con relación a la comida de la escuela—. Háblame de los lugares que has visitado. ¿De verdad has dado la vuelta al mundo?

    Mientras tomábamos la merienda que había traído, la prima Geillis me habló con tanto ardor de los sitios que había visitado que incluso hoy, al evocar aquel día, veo algunos de los paisajes exóticos con tanta claridad como la ribera, el Edén fluyendo a nuestros pies y el martín pescador que saltaba en la rama.

    El carillón de la iglesia dio las cinco y el sonido atravesó las pistas de hockey y llegó a nosotras. Pronto tendríamos que irnos. Recogimos los restos de la merienda y los metimos en la bolsa de la prima Geillis. Fin del entreacto. Retorno a la escuela. A decir verdad, retorno a la tierra.

    —Se parece un poco a la otra vez, ¿no? — pregunté—. Surgiste de la nada, pasamos una tarde inolvidable y luego tuve que volver a las cosas de todos los días. Como un hada madrina. Cuando era pequeña y estaba en el convento, una vez fingí que eras un hada madrina y, ciertamente, sigo pensando que lo eres. ¡Es tan hermoso tener hada madrina! Cuando la libélula emprendió el vuelo desde el estanque y se marchó, dijiste algo que nunca olvidaré. ¿Te acuerdas?
    —Por supuesto. ¿Qué dije?
    —Te pregunté si eras bruja y me respondiste que a veces podías lograr que ocurrieran cosas. ¿A qué te referías? ¿Es verdad?

    La prima Geillis guardó silencio. Metió la mano en la bolsa y sacó un objeto del tamaño de una pelota de tenis, envuelto en terciopelo negro. Lo sostuvo en la palma de la mano, lo desenvolvió y dejó caer el terciopelo hasta que el objeto quedó expuesto: sin duda era una pelota, pero no de tenis ni semejante a las que yo conocía. Parecía de vidrio, pero no del común, y de inmediato supe de qué se trataba: una bola de cristal. Un pequeño mundo reflectante de verdes y dorados desvaídos, donde la brisa entre las ramas creaba claroscuros y el sol sobre el río producía chispas deslumbradoras.

    Mi prima hablaba:

    —No sé si puedo lograr o no que ocurran cosas. Pero a veces veo qué va a ocurrirr también a quien aparece como su causa. — Sonrió al desgaire—. ¿Acaso un requisito previo de las capacidades proféticas?

    Aunque no la entendí, me lancé de cabeza:

    —¿O sea que ves cosas en ese cristal?
    —En el cristal y también por otros medios.
    —¿Entonces es verdad que puede hacerse?
    —Claro que es verdad.

    Fascinada, contemplé el globo que ella sostenía en la mano.

    —Prima Geillis, ¿podrías… podrías mirar ahora y ver lo que ocurrirá?

    Me miró a los ojos, seria y afablemente.

    —¿Te refieres a lo que te ocurrirá? Es a lo que todos se refieren cuando hablan del «futuro». Pero el futuro es un túnel muy estrecho.
    —Lo siento. Sólo pretendía… me preguntaste qué quiero ser cuando sea mayor y como no estoy segura…
    —No te preocupes. — Sonrió inesperadamente—. A todos nos pasa lo mismo. Ya le he echado un vistazo a mi túnel.
    —¿Lo has hecho?

    Ingenua de mí, me sorprendió que una persona con tantos años tuviera un futuro digno de contemplar. Para una persona de la edad de la prima Geillis, la vida correspondía al pasado.

    Entendió fácilmente el sentido de mis palabras y se echó a reír.

    —¿Qué te parece? ¿No te gustaría saber cuándo acabará todo para ti?
    —Hummmm, no. ¡Nooo!
    —Como sabes, es imposible elegir. Si miras, puedes ver lo que está más próximo o el final. ¿Te gustaría verlo?
    —Francamente, no lo sé. ¿Y a ti?
    —Ya lo he hecho. Pero ya está bien de mí. ¿Te gustaría ver tu futuro?

    La bola que sostenía en la mano parpadeaba luz y sombra con el fluir del río. Vacilé.

    —¿Cómo? ¿Basta con mirar?
    —Eso es todo. No te asustes, probablemente sólo verás el mundo que nos rodea. Ten, cógela. — Depositó la bola de cristal, que aún reposaba sobre el terciopelo, en mis manos ahuecadas—. Pon la mente tan en blanco como puedas y mira. Sin expectativas, sin temores, sin recuerdos y sin engaños. Simplemente, mira.,

    Miré.

    Vi mi propio rostro, pequeño y distorsionado. La luz en movimiento del río. Una llamarada azul: el martín pescador. Una sucesión de puntos negros parecidos a renacuajos, pero por los chillidos supe que eran vencejos que surcaban las copas de los árboles. Otra serie blanca, navegante, inclinada y callada como una tormenta de nieve: una bandada de palomas que revolotearon y descendieron en picado como la nube de nieve de un antiguo pisapapeles. Y por último el cristal, gris como la bruma, que reflejó mis ojos, el rojo carmesí de la chaqueta del uniforme escolar y los minúsculos árboles que tenía detrás.

    Desvié la mirada y parpadeé. El cielo estaba vacío.

    —¿Qué has visto? — inquirió la prima Geillis.
    —Nada. Sólo lo que dijiste: el mundo que nos rodea, los árboles, el río, los vencejos y la bandada de palomas. — Miré a mi alrededor—. ¿Dónde se han metido? ¿Dónde están?
    —En el cristal.

    Me erguí y me aparté el pelo de la frente.

    —¿Quieres decir que no eran reales? ¡Pero si estaban aquí! ¡Mira, ahí les tienes! — exclamé cuando los vencejos nos sobrevolaron, chillando como el silbato del contramaestre.
    —Los vencejos son reales, pero no las palomas —replicó la prima Geillis y se inclinó para coger la bola de cristal.
    —¿Estás convencida de que una bandada de palomas no voló sobre nuestras cabezas? ¿No eran blancas y grises y volaron muy bajo?
    —Estoy convencida.
    —En ese caso, ¿he visto algo? — Contuve el aliento.
    —Parece que sí.

    Respiré hondo y solté un suspiro.

    —¿Por qué? ¿Qué significa?

    Envolvió la bola de cristal con el terciopelo y la guardó primorosamente en la bolsa. Tardó un rato antes de responder.

    —Sólo que acabas de decirme lo que quería saber: que eres hija de tu madre y, a falta de un modo más preciso para expresarlo, mi ahijada.

    Pese a mis impacientes preguntas, la prima no dijo nada más. Al final me di por vencida y volví a algo que había dicho antes.

    —Comentaste que habías mirado tu futuro. ¿Lo viste?
    —No necesitaba verlo en el cristal. — Habíamos emprendido el regreso y bordeábamos la pista de hockey. Hizo un alto y miró hacia arriba, pero tuve la impresión de que, a través de las ramas de los árboles, contemplaba algo brillante situado más lejos—. Unos pocos viajes más por aquí y por allá y algunos aprendizajes nuevos, al menos es lo que espero. ¿Sabes que soy herbolaria? Mientras viajo recojo hierbas y siempre aprendo algo nuevo en los sitios remotos. Después vuelvo a casa. — Me miró—. Ahora tengo casa. Cuando la vi pensé que estaba hecha a mi medida y por eso la tomé. Algún día la verás.

    No dijo «debes verla», sino «la verás».

    —¿Qué aspecto tiene? — pregunté.
    —Es una buena casa, construida en medio del bosque, rodeada de jardín y el río corre a poca distancia. He plantado frutales y flores para las abejas. En una zona cultivo hierbas. En invierno reina el silencio y en verano sólo se oyen los pájaros. Es solitaria como la tumba e igualmente reposada.

    A mi edad, no era reposo lo que quería y la tumba quedaba tan lejana que me resultaba inimaginable. Sin embargo, faltaba un elemento esencial para que fuera el cielo en la tierra. Pregunté con impaciencia:

    —¿Tendrás animales?

    La prima me miró de soslayo.

    —¿Todavía sigues con eso? Pobre pequeña. Mi querida Geillis, te contaré algo que vi en la bola de cristal.
    —¿Qué viste?
    —Tú, yo y, por lo que sé, las palomas, los erizos, los renacuajos y tu pobre y perdido perro y todos los demás viviremos allí algún día.

    Habíamos llegado a la puerta que, a través del alto muro, comunicaba con los terrenos de la escuela. Apoyé la mano en el picaporte y, sin mirarla, dije:

    —Jamás pensé que esas cosas ocurrieran realmente. Me refiero a las cosas típicas de un «final feliz».
    —No existen —confirmó serenamente—. Al menos no existen para siempre. La felicidad cambia a medida que uno cambia. Está dentro de ti. Pero allí estaré mientras me necesites, lo que no significa para siempre y hasta es posible que ni siquiera durante mucho tiempo. — Estiró el brazo por encima de mi hombro y abrió la puerta—. Sigue tu camino y no te olvides de que has dejado cosas en la glorieta. No entraré. Tomaré el tren en Langwathby. Adiós.

    La puerta se cerró separándonos.


    Capítulo Cuatro


    Después de todo no obtuve una licenciatura, pero mi madre nunca lo supo. Murió cuando yo estaba terminando el primer curso en la Universidad de Durham. Papá estaba conmigo: había viajado en autobús a Durham para asistir a una reunión de la sala capitular y decidimos regresar a casa juntos. Al llegar encontramos a un policía en la puerta y a unas pocas personas en la carretera, mirando a uno y otro lado.

    Ocurrió que mi madre había ido en coche a visitar a una anciana que vivía en la otra punta del deanato. Durante el regreso sufrió un accidente. Un coche salió a toda velocidad de un camino lateral y chocó de frente con la portezuela del lado del acompañante del vehículo de mi madre. Aunque era una buena conductora, no pudo hacer nada. El camino lateral no era más que una rodada rural y era impensable que por allí pasara un coche. El conductor del otro vehículo era el joven hijo del granjero, un chico que acababa de obtener el permiso de conducir y que iba demasiado rápido. Se supuso que había apretado el acelerador en lugar del freno, pero no fue más que una conjetura. Murió en el acto.

    Durante todo lo que siguió —las pesquisas, las visitas al afligido granjero y a su esposa (papá opinó que consolarlos era su primer deber) y los funerales, ambos oficiados por papá, así como el breve sermón para los deudos—, mi padre actuó con una actitud de tierna y afable abstracción. Comía lo que yo le servía, se encerraba en su estudio, del que no llegaba el sonido de la máquina de escribir, cruzaba hasta el templo, regresaba, se sentaba a solas en su estudio y se iba a dormir.

    La mañana siguiente al funeral no apareció. Lo encontré aún en la cama y, por primera vez desde que tengo memoria, sin ganas de levantarse. Mandé llamar al médico, que dictaminó una conmoción retardada, pero supe que se trataba de algo más. Mi madre había sido el muelle que lo impulsaba y había saltado.

    Obviamente, para mí supuso olvidar los estudios universitarios y cualificarme para trabajar fuera de casa. Aunque mi padre hubiese estado en condiciones de pagar un ama de llaves, era una idea en la que no se podía pensar hasta que se recuperase. Escribí de inmediato a las autoridades universitarias, consciente tan sólo de una avergonzada sensación de agradecimiento por el hecho de que fuera mi padre a quien tenía que cuidar. A decir verdad, dudo de que mi madre, en una situación semejante, hubiese necesitado o querido que me quedara con ella.

    Y tuve que quedarme en casa. Parecía que los años juveniles habían pasado en un abrir y cerrar de ojos y a veces, en momentos de agobiada frustración, definitivamente. Sólo quedaban para el recuerdo las colinas y los lagos de Cumberland —por aquel entonces aún acariciados por una calma digna de Wordsworth—, las glorias de Durham con sus torres y sus árboles aislados y la maravillosa soledad en la que podías encerrarte y estudiar. Volvía a encontrarme en una zona apartada, atrapada por las horrorosas casas de ladrillo y el negro encumbrado y humeante de los montículos de carbón; y más allá, casi hasta los límites del condado y bajando hasta el mar, los paisajes hambrientos y pobres de la cuenca carbonífera.

    Si me atormentó, no duró demasiado. Era joven, quería mucho a mi padre y, a fuer de ser sincera, diré que el alivio producido por la muerte de mi madre fue tan intenso que creó un nuevo tipo de felicidad. Me sorprendió descubrir que en el manejo de la casa y en los asuntos de la parroquia —esferas de las que mi madre se había ocupado— había una auténtica satisfacción. La única preocupación grave era la quebrantada salud de mi padre y en ocasiones —no muy a menudo, ya que los jóvenes no ven el fin de la energía y la vida—, por la noche, ciertas dudas con respecto a mi futuro cuando muriera papá. Él debió de pensar lo mismo; aunque jamás lo mencionó, tuvo que sentir ese temor acuciante en el fondo de la mente del pastor: no hay hogar una vez cumplido el trabajo. Creo que aún se aferraba a las expectativas de su generación: con el tiempo yo me casaría y así tendría un hogar y lo que llamaban «una posición». Como corresponde a un hombre, nunca se planteó cómo surgiría esa oportunidad en la vida de aislamiento que llevábamos.

    Desde luego, hice amistades en los últimos cursos de la escuela, pero no es corriente que dichas amistades se perpetúen en la vida adulta y, por añadidura, a pesar de que una o dos veces pasé parte de las vacaciones escolares en casa de una amiga, no fue un éxito la visita de retorno a nuestra severa y aislada casa parroquial. Lo mismo ocurrió durante mi breve estancia en Durham: es imposible que perduren las amistades que no incluyen la vida cotidiana. Lo mismo puede decirse de los muchachos que conocí. Pronto me descartaron por demasiado seria y tímida; el comentario más amable fue «está absorta en los estudios». Así, al terminar ese curso universitario volví a casa libre de amores y sin saber lo que me había perdido.

    Pasaron varios años. Estalló la guerra y sus privaciones, temores y agonías sirvieron para espantar de nuestras vidas los miedos con respecto al futuro. Hacía mucho que habíamos perdido el contacto con la prima Geillis; mejor dicho, ella perdió el contacto con nosotros. No volví a verla desde aquel extraño entreacto junto al río Edén y, a pesar de que regularmente le había escrito, jamás contestó. Ni siquiera tuvimos noticias de ella a la muerte de mi madre y cuando le escribí a la única dirección que tenía —la de sus abogados en Salisbury—, no obtuve respuesta. Quizá vivía en el extranjero, tal vez el estallido de la guerra la había sorprendido en medio de un viaje, hasta podía estar muerta. No teníamos forma de averiguarlo y gradualmente se convirtió en un desvaído recuerdo más de los años de juventud.

    Mi padre murió tres años después de acabada la guerra. Murió como había vivido: serenamente y más preocupado por los demás que de sí mismo.

    En cuanto acabó el funeral y todos se fueron, crucé hasta la iglesia para cerrar la sacristía cuando se hubo marchado el pastor que celebró el oficio y volví andando a solas por el cementerio. Corría agosto y el sendero entre las tumbas estaba cubierto de semillas y pétalos. Los árboles pendían pesados en el aire inmóvil.

    En la cocina de la casa parroquial encontré a algunas de las aldeanas que habían ayudado a organizar el funeral. Tomaban una taza de té mientras fregaban los platos. Me sumé a ellas, que se fueron en cuanto acabaron de fregar.

    La casa estaba vacía, retumbante, ya no me pertenecía. Me senté en la mecedora, junto a la chimenea donde el fuego pasó lentamente de llamas a cenizas, y por primera vez me di cuenta de que estaba sola, de que los temores nocturnos se habían materializado, de que no tenía nada, ni siquiera un sitio a donde ir en cuanto tuviese lugar el nuevo nombramiento y hubiera que entregar la casa parroquial al nuevo titular. Antes de que ocurriese tendría que vender los muebles, convertir en dinero todo lo que pudiese, partir y buscar trabajo.

    ¿Dónde? ¿Qué tipo de trabajo? Como habría dicho mi madre tajantemente, no estaba cualificada para hacer nada. Un curso universitario en el que estudié botánica, química y geología… no sabía lo suficiente de nada como para justificar el trabajo docente más elemental, y en los años cuarenta era muy difícil conseguir cualquier tipo de trabajo. Me erguí cansinamente y paré los arcos de la mecedora. Quizá por la mañana estuviera en condiciones de pensar con más claridad, de hacer acopio de un pequeño resto de valor. En el ínterin, antes de que el fuego se apagase, debía prepararme algo de cena. La ceniza cayó sobre la parrilla. Incluso ese leve sonido retumbó en medio del vacío.

    Sonó el timbre.

    Una de las aldeanas esperaba en la puerta trasera. En la mano llevaba un sobre de grandes dimensiones.

    —Disculpe, señorita Gilly, lo había olvidado. Lo lamento. Llegó esta mañana, pero pasaron tantas cosas que me olvidé. Es una carta.

    La cogí y le di las gracias. La mujer titubeó y me observó atentamente.

    —¿Está segura de que no puedo hacer nada? No me parece bien que se quede sola después de la forma en que se ha ido su padre. ¿Por qué no cruza la carretera y cena con nosotros?
    —Señora Green, se lo agradezco, pero estoy bien, de verdad. También le agradezco que me haya traído la carta. No debió tomarse tantas molestias. Podría habérmela dado mañana.
    —No se preocupe. Si está segura de que no quiere… mañana vendré a ayudarla con la casa. Señorita Gilly, buenas noches.
    —Buenas noches.

    Regresé junto a las débiles ascuas y miré el sobre por los cuatro costados… Papel grueso y de calidad, mecanografiado. El sello de una firma lejanamente conocida. Lo abrí. Contenía un documento plegado y de aspecto oficial; otro sobre, más pequeño, y una carta explicatoria que llevaba el mismo sello. La leí.

    Me senté lentamente y la releí.

    Era de Martin Martin, los abogados de Salisbury. Decían que me reexpedían una carta de mi prima, la señorita Geillis Saxon que, lamentaban informarme, había muerto súbitamente hacía un mes, el 16 de julio, de una gripe que se complicó con neumonía. Con la carta de la señorita Saxon incluían una copia de su testamento; así comprobaría que me había nombrado única heredera y me había legado su casa de Wiltshire «con todo su contenido». La carta les fue entregada cuando se firmó el testamento y la señorita Saxon dio instrucciones de que la reexpidieran junto con la copia de su última voluntad para que yo las recibiese el 12 de agosto de 1948. Probablemente se refería a la copia del testamento «exclusivamente para información» pero, por una lamentable coincidencia (explicaban los abogados) su muerte se produjo poco después de la fecha acordada. Lamentaban ser portadores de noticias tan tristes y esperaban serme útiles en el futuro. Si les avisaba en qué fecha me gustaría viajar a…

    Tenía los dedos entumecidos. Abrí el otro sobre. Aunque nunca había visto la letra de la prima Geillis, la carta la retrataba en cuerpo y alma.

    Mi querida Geillis:

    Nunca te he dado mis señas porque últimamente vivo sólo para mí. Pero si ahora quieres venir a Wiltshire, la casa se llama Thornyhold y está en las lindes del bosque de Westermain. El tren para en St. Thorn y el taxi conoce el camino.

    Las coincidencias no existen. La casa es tuya siempre que la necesites y cuando leas esta carta, es decir, ahora. No tardes demasiado en venir. Aquí encontrarás todo lo que más has deseado. Mi niña, tómalo y sé bienvenida. Cuida de Hodge. Me echará de menos.

    Tu prima Geillis.

    Cayeron las últimas cenizas y levantaron una suave bocanada de humo gris. Tenía la vista fija en la fecha de la carta de la prima Geillis. La había escrito hacía más de seis meses, el 9 de diciembre de 1947.


    Capítulo Cinco


    Ya casi ni recuerdo cómo imaginé que sería la casa de la prima Geillis. La realidad siempre se diferencia de las previsiones mentales e, inevitablemente, borra la imagen falsa. Creo que me figuré algo parecido a una tarjeta postal, romántico, rústico y pintoresco: una antigua casita de techo de paja encajada en un bosque florido, con el seto del jardín cubierto de gavanzos y las lilas asomadas a los cañones de las chimeneas. A decir verdad, algo surgido de los recuerdos de una infancia rural.

    El nombre tendría que haberme sugerido que Thornyhold no era nada por el estilo. Descubrí que antaño había sido la casa del apoderado en una inmensa propiedad que hacía mucho tiempo fue dividida en varias fincas. A algunos kilómetros se levantó un pueblo maderero, ya que la Comisión Forestal adquirió muchas hectáreas y plantó ejemplares de madera blanda en disposición ordenada. Dos largas calzadas de acceso recorrían los antiguos bosques y se encontraban en un espacio donde otrora se había alzado la mansión. Ahora sólo había una pila de enormes bloques de arenisca, la escalinata con balaustrada que conducía a una puerta inexistente y una pared aún en pie, donde las ramas de los árboles acariciaban los marcos de las ventanas. Las balaustradas, las tallas sobre las ventanas y, algo más lejos, la arcada desmoronada y los adoquines cubiertos de maleza de las caballerizas denotaban una mansión georgiana que había conocido días de esplendor. Pero hacía mucho tiempo que todo —incluido el último vastago de la familia— había desaparecido. Con excepción de la aldea maderera, que se llamaba Westermain, lo único que perduraba era la caseta del guarda —una minúscula estructura dividida en dos por la verja de entrada— y la casa del apoderado de la antigua propiedad, encajada en el bosque, en donde la prima Geillis había vivido.

    La vi por primera vez un húmedo día de septiembre, casi un mes después de la muerte de mi padre. Todo estaba resuelto: había leído su simple testamento y vendido o dejado el grueso de los muebles de la casa parroquial. Los más grandes habían sido utilizados por los dos o tres últimos titulares de la vicaría y dejé otros porque sabía que en Thornyhold estaba todo el mobiliario de la prima Geillis. Guardé las pocas piezas por las que mi padre había mostrado una gran estima, que quedaron almacenadas mientras yo comprobaba cuánto espacio tenía en mi nuevo hogar.

    Viajé en tren. Las reparaciones de nuestro viejo coche se habían vuelto muy costosas y, además, no me correspondía la asignación de gasolina a la que mi padre había tenido derecho. Se vendió con el resto de las cosas. Por lo que sabía, la prima Geillis había tenido coche, que pasaría a ser de mi propiedad junto con Thornyhold. No tenía prisa. Lo único que deseaba era irme. La venta de mis pertenencias había sido más rápida de lo que esperaba de modo que, con un par de maletas y con el juego de llaves que había pedido a los abogados de Salisbury que me enviaran, partí rumbo a St. Thorn en un taxi cuyo conductor conocía el camino.

    Y así fue. Cuando di las señas al taxista, quedó petrificado con una maleta a medio poner en el maletero.

    —¿Ha dicho Thornyhold? ¿Se refiere a la casa de la señorita Saxon, la anciana que murió hace algunas semanas?
    —Sí.

    Cerró la tapa del maletero y abrió la portezuela trasera.

    —¿Era parienta suya? Mi más sentido pésame.
    —Era mi prima. Mejor dicho, la prima de mi madre. ¿La conoció? ¿Le molesta que me siente delante, a su lado?
    —Por supuesto que no. Estará más cómoda. — Me abrió la portezuela, la cerró y se puso al volante—. Pues no, no puedo decir que la conocí, aunque siempre contrataba mi taxi cuando regresaba de sus viajes. Fue una gran viajera hasta el año pasado. Solía contarme lo que había visto. Había recorrido el mundo entero. — Me dirigió una mirada de soslayo cuidadosamente indiferente—. Tienen suerte los que pueden hacerlo. De todos modos, nunca me pareció una mujer que viviera con demasiada holgura.
    —No lo sé —repliqué.

    Pero lo sabía. Aunque en modo alguno me había dejado una fortuna, la prima Geillis me dejó lo suficiente para que, sumando los pocos cientos de libras heredados de mi padre, pudiera vivir modestamente una larga temporada. Muy modestamente. Aunque nadara en la riqueza, era cuanto yo necesitaba. Me asomé por la ventanilla del taxi cuando las casas se perdieron en lontananza y la carretera empezó a serpentear entre setos altos y en hilera, cargados de hiedra y acebo que brillaban por la lluvia reciente, y de las bayas rojas de la madreselva, entrelazada con los niveos montículos de las clemátides. Tuve dudas, pero como iba a vivir en esa zona del mundo, más valía que la gente se enterara de lo que, de todas maneras, averiguaría enseguida.

    —Aunque desde que era una niña no volví a ver a la señorita Saxon, me dejó la casa porque soy su único pariente en este país. Y aquí voy a vivir.
    —Bueno —dijo el taxista y percibí ciertas reservas en su tono—, esta zona del mundo está bastante bien. Aunque hay que reconocer que Westermain es muy solitario. Supongo que tiene coche.
    —De momento, no. ¿Tenía coche la señorita Saxon?
    —Nunca lo vi, pero no lo sé. Sólo veía a la anciana cuando regresaba en tren. Los habitantes de este lado del bosque van a la compra a Arnside. Si decide que necesita un vehículo, tal vez pueda conseguirle un buen coche usado. En el taller de Hannaker, enfrente del cine, al lado de White Han.
    —Muchas gracias. Todo depende de que consiga cupones de gasolina.
    —Viviendo aquí le resultará muy fácil y yo me encargaré de que no tenga problemas.
    —Muchas gracias —repetí—. Antes de que se me olvide, me llamo Ramsey. ¿Usted es el señor Hannaker?
    —Sí, pero llámeme Ted.

    Me recosté en el asiento.

    —Habló de un bosque. ¿Se refería a Westermain?
    —Sí. Estamos a punto de entrar.

    Sabía que «bosque» no necesariamente quería decir una arboleda, sino un trozo de terreno sin cercar, un espacio salvaje y sin cultivar que en otro tiempo había estado poblado de árboles. La carretera abandonó los setos y las fincas de las tierras cultivadas y, blanca y estrecha, atravesó páramos donde los helechos oxidados competían con brezos dispersos y extensos manchones de pastos duros donde pacía el ganado. Hacia el cielo se alzaban grupos de abetos que los grajos rodeaban como humo. El chófer señaló con el dedo. En el horizonte, a casi un kilómetro de distancia, divisé las figuras delicadas y que se movían al trote de los ciervos. Los conejos corrieron a ponerse a cubierto en los bosquecillos de aulagas. Aparecieron sotos de abedules de hojas redondas y doradas como lentejuelas. Ni una sola casa a la vista. La carretera descendía suavemente y atravesaba un puente encorvado que salvaba un río de aguas apacibles.

    —Es el Arn —informó el señor Hannaker.
    —¿Y aquello que hay detrás de los árboles es Arnside? Me pareció ver una especie de edificio.
    —No. Faltan algunos kilómetros para Arnside, está pasado Westermain. Lo que vio es St. Thorn, la vieja abadía. Está en ruinas, sólo quedan unas pocas columnas, varias paredes derruidas y, con suerte, un par de arcos desmoronados. — Celebró fugazmente su broma—. No hay nada que valga la pena conservar, aunque en otro tiempo debió de ser muy bonita. Ya estamos en el bosque de Westermain.

    A partir del puente la carretera subía y se deslizaba entre una avenida de árboles. Eran enormes, parecían muy añosos y quedaban apartados de la carretera en medio de los altos helechos otoñales. Predominaban los robles, entremezclados con hayas, olmos y otros más pequeños como los acebos. Nadie había recogido los árboles caídos, que yacían cubiertos por una densa maraña de helechos y enredaderas. A cincuenta metros de la carretera, el bosque parecía tan impenetrable como la selva. Avanzamos más o menos un kilómetro y medio. Después rodamos junto a un muro alto y desmoronado, construido en piedra en tiempos más prósperos, donde al crecer los árboles habían abierto brechas y en el que la hiedra invasora devoró la argamasa de las juntas y lo hizo caer.

    —Thornyhold —informó el chófer.

    Aminoró la marcha y el taxi franqueó las columnas macizas pero en ruinas de la verja principal.

    A ambos lados de la verja se agazapaba una casa diminuta. La pasión dieciochesca por la simetría había partido por la mitad la casa del guarda. Las viviendas eran idénticas, como la imagen en el espejo. En las ventanas había cortinas de encaje, un toque suburbano que parecía totalmente inadecuado en una zona rural.

    Cuando pasamos, se movió ligeramente la cortina de la ventana situada a nuestra izquierda, pero enseguida volvió a su sitio. En la ventana gemela de la derecha la cortina permaneció inmóvil, aunque detrás percibí un movimiento difuso, como alguien que se balanceaba de un lado a otro, de un lado a otro.

    El taxi atravesó la verja y aceleró por la larga y serpenteante avenida.

    —Siempre pensé que era una casa peculiar —comentó el señor Hannaker—. Es como si a cada lado sólo hubiese un cuarto. La broma pesada de un antiguo terrateniente. ¿Cree que hacen la vida en un lado y duermen en el otro?
    —No tengo ni la más remota idea. ¿Sabe quién vive allí?
    —Se llama Trapp y es viuda. Es cuanto me dijo la anciana. La gente de estos lugares no es muy habladora.
    —Esta calzada es muy larga, ¿no le parece? ¿Falta mucho?
    —Unos quinientos metros. Enseguida aparece un camino, pero no lo verá hasta que lo tengamos encima… Hemos llegado. — Al hablar giró el volante y torcimos a la izquierda por una calzada más estrecha—. Ahí está la puerta. ¿La esperan?
    —Que yo sepa, no.

    El taxi paró. El señor Hannaker dio la vuelta para abrir la portezuela e inclinó la cabeza.

    —Se lo pregunté porque de la chimenea sale humo.
    —¿Humo? —Me erguí y miré.

    La calzada de acceso acababa en una pequeña rotonda que servía para que los coches giraran. Estaba llena de baches y verde por la falta de uso; las huellas de las ruedas del taxi eran la única señal de que allí había pasado un vehículo. A ambos lados se alzaba el bosque, cuyos árboles se encontraban con un seto de espino enormemente alto que les cortaba el paso. En lo más profundo del seto había un portillo que antaño había sido blanco. El espino subía por los costados y estaba recortado y guiado para formar una espesa arcada verde. De la casa situada al otro lado del seto sólo se divisaban las tejas grises verdidoradas por los liqúenes y sonrosadas por los gruesos matojos de siempreviva mayor apiñados en torno a los altos cañones de la chimenea.

    De la chimenea de la izquierda escapaba un débil velo de calor más que de humo y se deslizaba lentamente hacia las ramas de las hayas que se elevaban a corta distancia.

    —Los abogados debieron de pedir a alguien que viniera y abriera la casa —dije.
    —En ese caso, todo va bien —afirmó el señor Hannaker—. De todos modos, la ayudaré con las maletas. Supongo que las cosas más pesadas llegarán más adelante, ¿no?
    —Sí. Es usted muy amable y se lo agradezco.

    Abrió el portillo, alzó mis maletas y me siguió sendero arriba.

    El sendero era recto, enladrillado y no medía más de diez metros. Estaba en el lado norte de la casa y era evidente que el fragmento de jardín entre el seto y la pared de la vivienda recibía muy poco sol. Aun así, el jardín fue toda una sorpresa. Aunque los abogados me habían dicho que la prima Geillis había estado postrada las semanas anteriores a su muerte, acaecida hacía dos meses, me había hecho la ilusión de que Thornyhold seguiría tal como me la había descrito, pero en esa época del año varias semanas de desatención transforman un jardín florido en una maraña de hierbajos y el sendero enladrillado más pulido en una resbaladiza cinta de musgo y algas. Para mi consternación la casa —que tendría que haber resistido mejor la falta de atenciones— tenía el mismo aspecto lamentable. Seguramente hacía poco había caído una tormenta, pues las ventanas estaban cubiertas de hojas de los árboles circundantes, un canalón se hundía por el peso de un entramado de ramas y del tejado y de otros sitios goteaba agua de un chaparrón reciente. Por todas partes se veían los húmedos montículos de la primera caída de hojas de otoño. Las cortinas colgaban torcidas de las ventanas, como si las hubiera corrido una mano descuidada, y en el alféizar de lo que supuestamente era la ventana de la cocina —a la izquierda y debajo de la chimenea humeante— vi tiestos llenos de plantas marchitas y moribundas.

    Pequeños detalles. Cosas inevitables que los cuidados de un dueño resuelven prestamente. La atmósfera de depresión y abandono que rodeaba Thornyhold no anulaba el hecho de que la casa era bonita. De piedra, no muy grande aunque bien proporcionada, con una puerta acogedora y amplias ventanas de guillotina. Sin duda la fachada sur sería aún mejor y más alegre, ya que los «mejores» cuartos mirarían al jardín principal, donde los árboles estarían más apartados para no interceptar la luz del sol.

    En la puerta había una aldaba, una cabeza de león con la anilla por la boca. Debía de ser de bronce brillante pero en ese momento mostraba un color verde oliva apagado. Aunque llevaba la llave en la mano, el humo de la chimenea me hizo dudar. Apoyé la mano en la aldaba.

    La puerta se abrió antes de que tuviera tiempo en llamar. Apareció una mujer. Calculé que tenía diez años más que yo. (Por entonces contaba veintisiete.) No era tan alta como yo; tenía un rostro terso, ojos azules, pelo castaño, mejillas suaves y sonrosadas y una gruesa capa de carmín rojo que no le sentaba nada bien a una boca tan pequeña. Pese a su figura regordeta y a los gruesos tobillos, era bonita y tenía hoyuelos en las comisuras de los labios de una boca más que dispuesta a sonreír.

    En ese momento no sonrió. Casi sin solución de continuidad, pasó su mirada de mí al taxista, a las maletas que éste había dejado en el escalón, a mi lado, y finalmente al portillo abierto tras el cual aguardaba el taxi.

    —Buenas tardes —dije.
    —Buenas tardes, señorita. — Esa voz de acento rural era suave y jadeante—. Usted es la señorita Ramsey, ¿verdad?
    —Sí. ¿Y usted…?
    —Soy Agnes Trapp, de la casa del guarda. Estaba fregando. Hoy no esperaba a nadie. — Parecía agitada y mientras hablaba sus ojos saltaban de mí al chófer, al taxi parado junto al portillo y a las dos maletas pesadas para volver a posarse en mí—. Dijeron… los abogados dijeron que ella vendría pronto, pero no especificaron el día ni dijeron que vendrían dos señoras. ¿La anciana espera en el coche? Sólo he preparado un cuarto, pero si usted se queda, rápidamente arreglaré otro. Si me hubieran avisado… Será mejor que ayude a entrar a la anciana para que no siga esperando en el coche.
    —Le ruego que no se preocupe, no hay ningún problema—me apresuré a decir—. He venido sola. No hay nadie más. Soy Geillis Ramsey, la prima de la señorita Saxon.
    —Pues yo pensé… no me dijeron… pensé que… —calló y tragó saliva. La señora Trapp estiró el delantal que llevaba puesto y se sonrojó notoriamente. El rubor comenzó en el cuello de la blusa y subió, rápido y uniforme como una oleada, hasta la línea del nacimiento del pelo.
    —Lamento haberla sobresaltado —me disculpé incómoda—. Los abogados no me informaron que le pedirían que abriera la casa. Si hubiese sabido qué día llegaría, les habría avisado para que estuvieran al tanto. Como me enviaron las llaves, vine en cuanto pude. — Como estaba incómoda, hablaba mucho y deprisa. Con gran malestar, pensé que era como si hubiese pescado a la señora Trapp en un acto poco claro y yo misma me sintiera culpable, como suele ocurrir. Y a mí siempre me ocurría. Era un sentimiento conocido, lo mismo que mi tono apaciguador—. Señora Trapp, le ruego que no se preocupe. Estoy segura de que todo saldrá de perillas y le agradezco profundamente que se haya ocupado de la casa.
    —Está bien. — Esbozó una encantadora sonrisa llena de alivio y bienestar. El rubor desapareció con la misma celeridad con que había surgido—. Ha sido una tontería de mi parte. Cuando me dijeron que venía su prima, supuse que se trataba de una anciana… quiero decir de una mujer mayor. Bienvenida sea, señorita, y es una suerte que se haya presentado tan pronto. Thornyhold ha estado muy solitaria sin vecinos. Esperábamos su llegada. ¿Le parece bien que entre sus maletas?

    La señora Trapp recogió mis maletas y esperó a que yo le pagara al señor Hannaker. Éste me dio las gracias, insistió en la posibilidad de conseguirme un buen coche, saludó con la cabeza a la señora Trapp y partió.


    Capítulo Seis


    Seguí a la señora Trapp al interior de la casa. Parecía construida en la misma época que la casona: se percibían las elegantes proporciones dieciochescas, aunque reducidas a las necesidades más modestas del apoderado del caballero. El vestíbulo era cuadrado, con puertas que se abrían a derecha e izquierda, y más allá de ésta aparecía una escalera de peldaños anchos y cortos que conducía a un amplio rellano. Al fondo del vestíbulo se alzaba una arcada poco profunda a través de la cual se divisaba una especie de entrada de tono menor, con una ventana alta que permitía entrever los árboles y el cielo, y a la derecha otra puerta que, probablemente, daba al salón. El suelo era de baldosas y parecía cubierto de arena; era evidente que las alfombras necesitaban una buena sacudida.

    Vi todo eso antes de que la señora Trapp depositara las maletas en el suelo y se adelantara corriendo hacia una puerta cubierta de bayeta desteñida que quedaba oculta bajo la rampa de la escalera.

    —Por aquí. Espere a que encienda la luz. Cuando no se lo conoce, este pasillo resulta un poco oscuro. Cuidado con la alfombra, está deshilachada. En la cocina estará más cómoda. Si hubiera sabido que venía hoy, habría limpiado la sala, pero lo primero es lo primero, de modo que me ocupé del dormitorio. Hay que reconocer que hacía falta, pues su tía pasó muchos días en la cama antes de que la llevaran al hospital.
    —Es muy amable de su parte… —Yo volví a las andadas, pero la señora Trapp me cortó en seco.
    —¡No podíamos permitir que viniera de tan lejos a una casa desconocida y no encontrara el fuego encendido y la cama aireada! En cuanto nos enteramos de que vendría a vivir la señorita Ramsey le dije a Jessamy, es mi hijo, será mejor que arreglemos las cosas y ordenemos la casa para esa pobre alma; de lo contrario, tal como ha quedado todo no podrá dormir en paz. Señorita Ramsey, quiero decir que la casa está bastante limpia, huelga decirlo, pero que últimamente nadie la ha cuidado y se nota. Hemos llegado y el agua está a punto de hervir.

    A decir verdad, parecía que el agua hervía desde hacía rato, pero supe que un té me sentaría de maravillas fuese el mejor o el peor del mundo. Dicen que viajar ilusionado es mejor que llegar: durante el trayecto en tren me había movido como en un sueño o, mejor dicho, había avanzado hacia el cumplimiento de un sueño. Una casa propia con jardín y con el bosque que llegaba hasta la puerta; la misma imagen que la prima Geillis me había dibujado años atrás, una imagen iluminada por el sol y llena de flores. No me había detenido a pensar que la realidad sería muy distinta aquel encapotado día de septiembre. Sólo me alegré de que los abogados hubiesen tenido la previsión de pedir a la señora Trapp que preparara todo para mi llegada.

    La señora Trapp estaba atareada con el hervidor y la tetera. Al parecer, había provisiones; sacó de la repisa una caja para el té y lo virtió a cucharadas en la tetera. Sobre la mesa había media botella de leche.

    —Enseguida estará a punto —decía—. ¿Quiere una galleta o prefiere una tostada? ¿Ni lo uno ni lo otro? ¿Le molesta que me coma una galleta? He traído un paquete.

    Junto a la botella de leche había una barra de mantequilla, aún envuelta pero parcialmente consumida. Junto a éstas se encontraban un azucarero lleno, media barra de pan y un paquete de galletas. La señora Trapp cogió una galleta, le dio un mordisco y se dedicó a servir el té.

    —Ya está bien, olvidarme de decir lo que debí expresar en cuanto usted cruzó el umbral, lo mucho que sentí lo de su pobre tía…
    —Mi prima.
    —¿Cómo dice?
    —No era mi tía. La señorita Saxon era prima de mi madre y yo siempre la llamé prima Geillis.
    —Ah, sí, claro. Está bien. Era una dama encantadora. Conmigo siempre fue muy buena. Hice cuanto estuvo en mis manos por cuidarla. En el campo decimos que hacen falta buenos vecinos.

    La señora Trapp sonrió como si yo tuviese que entender inmediatamente sus palabras. Tenía una excelente dentadura. Siguió parloteando mientras comía galletas. Añadió tres cucharadas colmadas de azúcar a su taza de té. Yo bebí mi té y miré a mi alrededor.

    La cocina era amplia, anticuada pero bien organizada y me pareció maravillosa después de la de la casa del párroco. En lugar de nuestra negra y enorme cocina económica Eagle, Thornyhold incluía una Aga color crema, arrimada a la vieja repisa de la chimenea como si la hubiesen construido con la casa. Deduje que esa estancia no era la cocina original. Era imposible que hubiesen mimado a los criados del siglo dieciocho con una habitación tan luminosa y agradable. Una ventana —la de las plantas muertas— miraba al norte. Otra daba al bosque contiguo a la casa; apenas veía nada más allá de la maraña de saúco y serbal que colgaban sobre lo que parecía el tejado de un cobertizo y una chimenea alta. ¿Tal vez el antiguo lavadero? Era posible que la cocina original quedase por ahí, oculta por los arbustos, y que en el presente sirviera de trascocina y dependencias.

    Frente a la chimenea había un aparador alto con hileras de bonitos platos blancos y azul pálido y tazas a juego colgadas de la parte frontal de los estantes. Al parecer, la nueva moda de cocinas empotradas y «encimeras» no había llegado al bosque. La gran mesa situada en el centro de la estancia ofrecía espacio más que suficiente para trabajar y bajo la ventana había otra mesa larga, en ese momento repleta de cajas, tarros y una pila de libros que probablemente habían quitado del estante que colgaba junto a la ventana.

    —Estaba limpiando algunos estantes con libros. ¿No le llama la atención la forma en que acumulan polvo? — La señora Trapp dejó la taza sobre la mesa y se puso en pie—. Supongo que quiere ver su habitación.

    Con aire de anfitriona, me sacó de la cocina y me llevó por el pasillo hasta la puerta forrada en bayeta. Alzó mis dos maletas como si no pesaran, rechazó mis protestas, esperó a que yo recogiera el bolso y el abrigo y me guió escaleras arriba. Anduvo —extrañamente ligera de pies pese a sus piernas rollizas— por el amplio rellano que ocupaba el ancho de la entrada. A ambos lados del rellano, después de tres escalones poco profundos, se alzaba una puerta. La señora Trapp abrió la de la derecha. Al otro lado había un pequeño vestíbulo cuadrado, con una ventana frente a nosotras, y puertas a izquierda y derecha. La señora Trapp abrió la puerta de la izquierda y me hizo pasar al dormitorio.

    Comparado con lo que había visto en la planta baja, el dormitorio fue una sorpresa. Se trataba de una estancia amplia con dos ventanas altas que daban al fondo o lado sur de la casa. En cada ventana había un asiento empotrado en la pared. La chimenea era delicada y con bonitos azulejos floreados. Una cómoda abombada cumplía la función de tocador y junto a la chimenea estaba abierto un armario espacioso en el que se veía el espacio para las perchas de un inmenso ropero. La cama era de matrimonio y alta. La alfombra era de color verde claro y, por así decirlo, enlazaba el cuarto con el bosque. Junto a una de las ventanas reposaba un butacón.

    Era una habitación preciosa. Es verdad que la alfombra estaba desteñida en las proximidades de las ventanas, que las cortinas habían encogido y que la tela se encontraba en mal estado donde el sol la había tocado. En un ángulo, justo debajo de la cornisa, había una mancha de humedad y el empapelado desteñido se había despegado. Pero la habitación estaba limpia, olía bien y la hoja superior de una de las ventanas estaba abierta.

    —El baño está al lado —dijo la señora Trapp.

    Se acercó a la ventana más próxima y tiró de la cortina. Recordé la cortina de encaje de la casa del guarda y me pregunté quién se encontraba allí en ausencia de la señora Trapp. Como no hacía más que mirarme, le dije lo que esperaba oír.

    —Es una maravilla —comenté calurosamente—. Me encantará vivir aquí. Señora Trapp, le agradezco enormemente que la arreglara tan bien para mí.
    —Ya le dije que no podíamos permitir que viniera estando la casa como estaba. Abajo no he hecho mucho porque no tuve tiempo. Pero la cama está aireada y el baño limpio. ¿Quiere verlo?
    —Gracias, pero ya lo miraré más tarde.

    Me preguntaba —y también me preguntaba cómo plantearlo— qué esperaba cobrar por los trabajos realizados. Cabía la posibilidad de que los abogados se hubiesen ocu—pado de ese asunto si es que le habían pedido que limpiara la casa.

    Planteé una pregunta inofensiva.

    —Puesto que vive en la casa del guarda, ¿no es muy largo el camino hasta aquí? ¿Tiene coche?
    —Tengo una bicicleta y hay un atajo a través del bosque. Acostumbro a coger ese camino.
    —¿Ha echado un vistazo a la casa desde que mi prima enfermó? ¿Trabajaba para la señorita Saxon?
    —A ratos. Le gustaba la soledad. Y en primavera solía echarle una mano con la limpieza. ¿Quiere ver el resto de la casa?
    —Antes desharé el equipaje. Le agradeceré que, antes de irse, me muestre dónde están los cacharros y cómo funciona la cocina.
    —De acuerdo, señorita. Por la cocina no se preocupe. Esta noche está todo listo y mañana vendré. Tampoco ha de preocuparse por la cena. Está en el horno y le dejaré pan y lo que necesite. No se preocupe, no es necesario que se preocupe por el racionamiento, por aquí siempre hay de todo, sobre todo si se conoce a la gente desde hace tanto tiempo, como es mi caso, y su tía no era de las que permitían que la alacena estuviera vacía.
    —Es sumamente generoso de su parte. Traje todo lo que pude, pero hasta que no me entere de cómo funcionan las tiendas, dónde hay que apuntarse para los cupones de racionamiento y esas cuestiones…
    —Le diré dónde tiene que ir y le aseguro que la tratarán muy bien en cuanto sepan que tiene la casa de la señorita Saxon. — Me siguió escaleras abajo—. Eso es todo, señorita, dejaré que ahora se ponga cómoda, pero mañana a primerahora vendré, recogeré la leche y algo para su cena, y así que descanse entre las dos tendremos funcionando la casa enseguida.
    —Es muy amable. — Titubeé, pero tenía que decirlo. Ni quería ni podía pagar los servicios diarios de una asistenta—. Señora Trapp, sinceramente es muy amable de su parte, pero no debe preocuparse por mí. Sé que necesitaré consejos sobre tiendas, cupones de racionamiento y esas cuestiones hasta que me organice. En cuanto a ayuda para limpiar la casa, yo… bueno, pienso ocuparme personalmente de esas tareas. Estoy muy acostumbrada a hacerlas y, en realidad, lo prefiero. Al igual que mi prima, me gusta la soledad. — Sonreí—. Le agradezco de corazón cuanto ha hecho y me encantaría que de vez en cuando me ayudara, como hacía con la señorita Saxon.

    Volvió a aparecer el rubor que ascendió rápidamente por el cuello de la señora Trapp y le llegó a la cara. Esta vez lo reconocí con un extraño estremecimiento interior. Supe por qué me había desconcertado tanto y por qué mis tratos hasta ese momento con ella habían sido tímidos hasta la aprensión. Ya había conocido a otra persona que se ruborizaba de esa manera. Cuando estaba enfadada o desdeñosa porque había logrado hacerme llorar, mi principal atormentadora en el convento había mostrado el mismo arrebol. Y los ojos azules, clavados como los de una muñeca en el rostro encendido, habían tenido el mismo aspecto.

    La señora Trapp sonrió en medio del rubor y su blanca dentadura relampagueó.

    —Señorita Ramsey, desde luego se hará lo que usted diga. Sin embargo, casi lo último que su tía me dijo antes de que se la llevaran al hospital fue lo siguiente: «Querida Agnes, esta casa es tan grande y tiene tantas habitaciones que me parecería magnífico que se viniera a vivir conmigo y me cuidase aquí». — Desapareció el rubor y volvió a sonreír con gran encanto—. Era precisamente lo que Jessamy y yo pensábamos hacer cuando su tía enfermó y murió. Y ahora todo ha cambiado, ¿no?

    Yo no tenía ocho años, repito, no los tenía, ni la señora Trapp era el Führer del tercer curso. Yo era la legítima propietaria de Thornyhold y me encontraba en el vestíbulo de mi casa hablando con una asistenta a sueldo. De todas maneras, tuve que carraspear para decir alegre y espero que firmemente:

    —Sí, ahora todo ha cambiado. Señora Trapp, le doy las gracias una vez más. Adiós.


    Capítulo Siete


    De regreso a mi dormitorio, y a solas, puse una de las maletas en el asiento de la ventana y empecé a quitar cosas. No dejaba de pensar y no me sentía muy cómoda. Me dije que lo primero que debía hacer era ponerme en contacto con Martin Martin, el bufete de abogados de la prima Geillis, averiguar si le debía algo a la señora Trapp y, en ese caso, cuánto. Así, con el apoyo del bufete, no habría problemas…

    ¿Problemas? Me regañé a mí misma. Ante ese rubor de cólera, y un parecido lejano, no podía retroceder y convertirme una vez más en la niña asustadiza y tiranizada que había sido. Además, ¿por qué tenían que surgir problemas? No era una dama anciana y enferma que necesitaba un ama de llaves. Era joven, fuerte y desde hacía años llevaba la casa por mis propios medios. Lo había hecho muy bien en una casa incómoda y mucho menos atractiva. Era perfectamente capaz de decirle a Agnes Trapp: muchas gracias por los servicios prestados, aquí tiene su dinero y ya le avisaré si la necesito. En cuanto a su ridicula sugerencia de mudarse a vivir conmigo…

    Seguramente ése era el motivo de la consternación y la ira que había mostrado. Encontrarse en la puerta a una «prima» joven y vigorosa había sido una sorpresa y la frustración de sus expectativas sobre un futuro cómodo. Esperaba una mujer mayor, coetánea de la prima Geillis, que probablemente habría aceptado de buen grado la propuesta de un ama de llaves interna y un hombre para todo. La prima Geillis, que «gustaba de su soledad», tuvo que sentirse muy enferma para hacer semejante sugerencia. Si es que alguna vez la hizo.

    Ese último comentario también era ridículo. Seguro que había hecho esa sugerencia. ¿Qué necesidad de mentir tenía Agnes Trapp? Era una buena vecina, de las del campo, lo que significaba que estaba acostumbrada a entrar y salir como le daba la gana de las casas de sus vecinas y a echar una mano siempre que hacía falta. En aquella época, en las zonas rurales, nadie cerraba con llave la puerta de su casa.

    Y ése era otro asunto pendiente. Seguramente la casa se cerró con llave cuando ingresaron a la prima Geillis en el hospital. Lo más probable es que la señora Trapp tuviese una llave. También tendría que ponerme firme con eso. Mientras llevaba el primer montón de ropa de la maleta a la cama, pensé que tener mi propia casa y tenerla para mí sería más difícil de lo que había supuesto.

    Me tomé todo el tiempo que quise para deshacer la maleta. Era probable que inconscientemente abrigase la esperanza de que la señora Trapp ya se hubiese ido cuando yo volviera a bajar y de poder decir al día siguiente lo que fuera necesario aclarar. Mientras doblaba la ropa o la colgaba en perchas, me dije para mis adentros que tal vez me encantaría contar con su ayuda para el resto de la casa. Había arreglado maravillosamente el dormitorio. Había papeles limpios en los cajones y en el suelo del ropero. Las sábanas eran de hilo, estaban perfectamente planchadas y olían a lavanda; en la cama se divisaba un par de bultos que correspondían a sendas bolsas de agua caliente, que ya casi se habían enfriado. (¿Para que la dama anciana y enferma le tomara simpatía?) Junto a la cama había un candelero y, muy cerca, una caja de cerillas. Sonreí al verlo, pues la sensación de haber retrocedido en el tiempo era muy marcada. Encendí la luz de la cabecera de la cama y comprobé que funcionaba. La vela no era más que una precaución.

    El cuarto de baño, situado junto al dormitorio, me devolvió al siglo veinte. También estaba impecable, blanco y brillante, y al otro lado de la ventana las nubes se habían despejado para mostrar un límpido firmamento más allá de la arboleda. Abrí la ventana y me asomé. Antes de poder hacerme una impresión de color en medio de la maraña verde y de entrever el lejano resplandor del agua, oí debajo de mí y a un costado el sonido de una puerta que se cerraba. Estiré un poco más el cuello. Noté un movimiento a la izquierda. Había un sendero que bordeaba la casa y que probablemente conducía de la puerta trasera a un portillo lateral que comunicaba con el atajo del bosque al que se había referido la señora Trapp. Ésta apareció ante mi vista. En cada mano llevaba sendas bolsas repletas. Corrió por el sendero y se perdió.

    Recuperé la paz y, con ella, el goce. Bajé a la cocina de puntillas. El resto de la exploración esperaría hasta el día siguiente. Había sido una larga jornada. Cenaría temprano y me acostaría en ese dormitorio hermoso. Había mirado por encima los cajones y los armarios de la cocina, encontrado cuanto necesitaba para la cena en lo que a vajilla y cubiertos se refería, sacado del horno la cazuela de la señora Trapp y levantado la tapa. Busqué una cuchara y la probé. Estaba deliciosa. En el horno también había una patata grande envuelta en papel de aluminio. Sí, era una buena vecina. Ya veríamos.

    —Bueno, prima Geillis, gracias por todo —dije y me senté a tomar mi primera cena en mi propia casa.

    Al terminar, sin pensar si estaba en el campo o no, cerré las puertas con llave.

    Descubrí que había tenido razón en lo referente a la antigua cocina. La puerta trasera desembocaba en ella, atravesando un pequeño porche en el que había un perchero del que colgaban abrigos, bastones y paraguas junto a una hilera de zapatos y botas de goma. La antigua cocina era una habitación cuadrada y embaldosada, tenebrosa bajo la débil luz de una bombilla pelada. Las dos ventanas pequeñas, cubiertas de telarañas, dejarían pasar muy poca luz incluso durante el día. Una pared estaba ocupada casi por completo por una cocina económica inmensa y en pleno proceso de oxidación. No había más muebles que un par de altos armarios empotrados y una mesa de pino cubierta por un hule despellejado y cargada de pilas de periódicos viejos, cajas de cartón y otros restos olvidados. Debajo de una de las ventanas había una pila de loza. Un par de cubos y una jarra esmaltada y desportillada. Una regadera y una rígida escoba de jardín.

    No había llave en la cerradura de la puerta trasera. Probablemente la tenía la señora Trapp. Sin embargo, la puerta disponía de un par de pestillos muy oportunos. Los eché y me fui a la cama.

    El silencio me despertó. Me había acostumbrado tanto a las noches iluminadas por el sucio resplandor naranja de las lámparas de vapor de sodio y por la intermitente y protestona luz deslumbradora del tráfico en la mina que al principio, cuando abrí los ojos en medio de la oscuridad, creí que seguía dormida. Hasta el viento había amainado. No había tamborileo de lluvia y los árboles no se mecían. Permanecí tendida con los ojos abiertos y la oscuridad se disolvió lentamente en formas de oscuridad variable. El dormitorio era una caverna a oscuras en la que los débiles rectángulos de las ventanas sin cortinas se veían de color añil. No divisé las estrellas. En lontananza sonó el silbato de un tren, lo que puso de relieve el vacío de la noche. Desde algún lugar más próximo pero aún bastante lejano llegó el ladrido quejumbroso de un perro. No se trataba del ladrido constante de un perro guardián encadenado, sino de un perro que pedía algo con apremio: que lo dejaran entrar, que lo dejaran salir, que le dieran de comer, que lo soltaran. Cesó bruscamente y retornó el silencio.

    El silencio se quebró con un sonido mucho más próximo, débil y perturbador que las penas del perro. Por encima de mi cabeza percibí unos rasguños, gateos y golpecitos que daban a entender que en el techo había algún pequeño habitante. Me quedé quieta y agucé el oído. ¿Murciélagos? Aunque no sabía nada de ellos, los imaginaba como seres silentes que colgaban de su refugio. Fuera como fuese, seguramente salían por la noche y echaban a volar. Si vencejos, estorninos u otros pájaros hubiesen anidado en el techo, ya se habrían ido. ¿Ratones? El sonido era asaz, espasmódico y débil. Me convencí firmemente de que no podía tratarse de ratas. No era posible. Amo con toda mi alma a los animales, pero no deseaba establecer una relación estrecha con las ratas.

    El sonido no era lo bastante ajetreado para tratarse de ratas. De hecho, era extrañamente reconfortante. Significaba compañía. Me quedé dormida.


    Capítulo Ocho


    La mañana siguiente, en cuanto acabé el desayuno, me dediqué a explorar. Fue una experiencia insólita. Con excepción de las pocas cosas dispuestas en el dormitorio, nada de la casa parecía pertenecerme. Tuve la impresión de que debía llamar a las puertas antes de entrar.

    Tal como sospechaba, la puerta del final de la entrada desembocaba en el salón, lo bastante espacioso y bien proporcionado para merecer ese nombre. La señora Trapp no lo había limpiado y era evidente que la prima Geillis no lo había pisado en mucho tiempo; había polvo por todas partes y la cretona de los sillones estaba arrugada. El salón estaba confortablemente amueblado con butacones, un sofá, un par de mesas, una enorme librería abierta y un piano de media cola. En la repisa y en el hueco con estantes contiguo a la chimenea había bonitos adornos de porcelana. La estancia se encontraba directamente debajo de mi dormitorio y era un poco más grande; supuse que habían hecho el cuarto de baño en el hueco que, abajo, contenía el piano de la prima Geillis.

    Junto al salón, en la parte delantera de la casa, se encontraba el comedor, que al parecer tampoco se había utilizado con mucha frecuencia. Contenía una mesa alargada de pedestales con ocho sillas, un aparador, un par de mesas auxiliares y un alto portamacetas que sujetaba un helécho de aspecto enfermizo. En los cajones entrevi la cubertería de plata que necesitaba un buen pulido y la mantelería amarilleada por el paso del tiempo y la falta de uso. Se trataba de un cuarto severamente funcional que había durado más que la función que pretendía cumplir. Cerré la puerta y crucé el pasillo hasta la habitación próxima al pie de la escalera.

    Era evidente que la prima Geillis la había utilizado. Mostraba el cómodo desorden de un cuchitril: gran escritorio de tapa corrediza, un par de mullidos sillones de piel, más estantes con libros y una radio.

    La habitación había sido utilizada recientemente porque el escritorio estaba abierto y no se encontraba cubierto de polvo. Había papeles en los casilleros y en los cajones. Podían esperar, probablemente no eran papeles personales ni importantes. Lo importante era el teléfono. Lo busqué, pero no lo encontré en el cuchitril. Regresé a la cocina y me puse a buscarlo.

    En la cocina no había teléfono. Me di por vencida y subí para acabar la exploración de la casa.

    Primero me dirigí a la zona situada frente a mi dormitorio. La antecámara, con sus ventanas en los extremos y sus puertas, era un reflejo de la mía. Y el dormitorio que miraba al sur también estaba hecho a imagen y semejanza del mío. Evidentemente, se trataba del cuarto de huéspedes principal. Olía a cerrado, como si hiciera mucho que no se usaba, y en todas las superficies pulidas había polvo. Contenía camas separadas y las colchas blancas estaban arrugadas y algo sucias.

    Enfrente y encima del cuchitril había otro dormitorio, más pequeño, con una cama individual, una cómoda y un pequeño ropero. ¿Un cuarto de huéspedes secundario o el dormitorio de la «asistenta» en la época en que había asistenta? Era una habitación sencilla y bonita, con muebles pintados de blanco, un par de sillas de madera torneada, cortinas adornadas con ramitos y un asiento de ventana con volantes. Me acerqué a la ventana con la intención de asomarme.

    Mi pie chocó con un objeto blando que estaba casi escondido bajo el asiento de la ventana. Era una zapatilla. La cogí. Tenía el tacón aplastado y el sucio acolchado naranja roto a la altura de los dedos y en los laterales. Supe a quién pertenecía como si estuviese escrito con tinta indeleble: a Agnes Trapp.

    Quité la colcha de la cama. Aunque no había sábanas, las mantas estaban arrugadas como si alguien hubiese hecho la cama deprisa y corriendo. Abrí un par de cajones de la cómoda. Los papeles estaban arrugados y sobre la mesa de la cómoda se veían unos pocos pelos de un cepillo o de un peine y una espolvoreada de talco.

    La situación se aclaró y me sentí aliviada. Ahora sabía por qué la noche anterior la señora Trapp se había ido tan deprisa y sin protestar y qué llevaba en sus bolsas repletas. No se había largado con cosas de la prima Geillis —mejor dicho, mías—, sino que había ocultado a toda marcha las pruebas que demostraban que había pernoctado en Thornyhold.

    ¿Cuánto tiempo? Sabía que los abogados habrían enviado a alguien después de la muerte de la prima Geillis para hacer el inventario o comprobar que no faltaba nada, y para ocuparse de asuntos como los contadores de agua, electricidad y esas cosas antes de pedirle a alguien que fuese a limpiar.

    Si los abogados habían pedido a la señora Trapp —tal como ella misma había dado a entender— que fuese a limpiar, ciertamente no le sugirieron que se quedase. Si lo hubiesen hecho, me lo habrían dicho. Si se lo hubiesen pedido, la señora Trapp, que se había mostrado tan deseosa de «estar interna» y que había reaccionado tan bruscamente cuando rechacé sus servicios regulares, me habría mencionado a los señores Martin Martin.

    ¿Por qué quería quedarse? Si había pasado más de un día, dos como máximo, en la casa, era muy poco lo que había limpiado. El dormitorio y el baño que la prima Geillis había utilizado, eso era todo. Estaba enterada de mi llegada. Incluso lo había admitido, así que se había preparado para recibirme, pero incluso mi presencia la había cogido por sorpresa. Su estancia en la casa explicaba el aspecto habitado de la cocina y el calor que la Aga había dispersado por todas partes, ya que debía llevar varios días encendida.

    Bueno, se había ido. Decidí dejarla en paz porque seguramente en el futuro necesitaría contar con su ayuda y su buena disposición. Tiré la zapatilla al suelo, la pateé para meterla bajo el asiento de la ventana —así parecería que no la había visto— y proseguí la exploración.

    Armario de las escobas, otro cuarto de baño, armario de la ropa blanca. Desde la ventana divisé el techo bajo de la antigua cocina, el portillo lateral y el atajo del bosque. El sol estaba alto y la suave brisa había puesto a bailar las ramas de los árboles. Haría deprisa el resto del recorrido y luego saldría.

    Me faltaba investigar una última cosa, tal vez la más intrigante. El tercer cuarto de huéspedes, situado frente a mi dormitorio, estaba cerrado con llave. Esa mañana había intentado abrir la puerta. Encima del viejo ojo de la cerradura había una nueva cerradura de bronce ensamblada a espiga y la llave no aparecía en ningún sitio. En el dormitorio estaba mi bolso, donde guardaba el llavero de la prima Geillis. Al ir a buscarlo al asiento de la ventana, oí el chirrido del portillo lateral y, pocos segundos después, la puerta trasera que se abría y se cerraba.

    Bajé velozmente y encontré a la señora Trapp en la cocina.

    —Aquí tiene la leche. El hombre ha dejado de venir por aquí, pero le he dicho que usted querrá leche y se la traerá hasta que consiga los cupones. Si alguna vez quiere una cantidad mayor, bastará con que la pida.
    —¿De veras? Es demasiado bueno para ser cierto. De hecho, normalmente me alcanza con un cuarto de litro, pero… —Vacilé—. Señora Trapp, ¿hay ratones o algo parecido bajo el tejado? ¿Tal vez murciélagos? Anoche oí ruidos.
    —Que yo sepa, no. Nunca… —Calló. Pensé que iba a decir: «Mientras dormí aquí, nunca oí nada» y que, comprensiblemente, se lo pensó mejor. Añadió—: Ella solía poner comida… siempre había pájaros… y cualquier bicho pudo colarse. Solía decirle…
    —¿No tenía un gato?
    —¿Un gato? — La señora Trapp puso cara de póquer.
    —¿Hodge no es un gato? Cuando en medio de la noche oí ruidos, pensé que eran ratones, incluso ratas, y esta mañana me acordé de Hodge. Es un nombre de gato y la prima Geillis me pidió especialmente que lo cuidara. Da la sensación de que un gato ha dormido en las camas del cuarto de huéspedes principal. ¿Sabe dónde está Hodge?
    —No tengo la más remota idea. Me figuro que anda por ahí. ¿Le gustó la cena?
    —Mucho. Estaba deliciosa. Muchas gracias.
    —No se merecen. Bueno, me voy. ¿Está de acuerdo con que hable con el lechero?
    —Sí, por favor. En el caso de que Hodge vuelva, me gustaría contar con un poco más de leche si es que el lechero puede permitírselo. Creo que traeré un cachorro de gato si Hodge no vuelve. Señora Trapp, ¿conoce a alguien que tenga gatitos?
    —No, creo que no. Llámeme Agnes.
    —De acuerdo, gracias. Escuche, Agnes, me preguntaba… quiero saber cuánto le debo por el trabajo que ha hecho en casa, limpiar mi dormitorio, cocinar y lo demás.
    —No me debe nada. Digamos que es un acto de buena vecindad. Ya le cobraré la próxima vez.
    —Se lo agradezco. Se lo agradezco sinceramente. Pero ha dejado provisiones en casa y se ha ocupado de la leche…
    —El lechero le presentará la factura el fin de semana. — Con un ademán descartó todo lo demás—. Le traeré las sábanas en cuanto las haya lavado. Verá, pasé la noche en el dormitorio pequeño. Pensaba quedarme hasta dejar limpia toda la casa, pero apareció usted. — Esbozó una alegre sonrisa y mostró una mancha de carmín en los dientes delanteros—. Si quiere que le diga la verdad, la cena era para mí. ¿No lo adivinó?
    —¿Sabe que ni se me cruzó por la cabeza? Supongo que estaba muy cansada y contenta de encontrar la casa caldeada y acogedora. No puedo decir que me arrepiento de haber comido su cena porque estaba exquisita. ¿Y usted qué comió?
    —Bueno, nunca faltan alimentos y me alegro de que le haya gustado. ¿Se lo comió todo? En ese caso, me llevaré la cazuela, ¿le parece bien?
    —Sí, claro. No sabía que era suya. La guardé en el aparador. Tenga.
    —Gracias. — Guardó la cazuela en su bolsa—. Bueno, tengo que irme. Dejaré que siga reconociendo el terreno. Supongo que se muere de ganas de hacerlo. No permita que el polvo la deprima. Todo se soluciona con un poco de energía. Si me avisa cuándo quiere que venga a ayudarla…

    Así de simple. Había logrado que me sintiera profundamente avergonzada de mis sospechas y recelos. Dije sincera y cálidamente:

    —Es usted muy buena. Por supuesto que la avisaré. Ah, antes de que se me olvide… ¿adonde conduce la puerta del rellano del primer piso, la que está cerrada con llave?
    —Ah, esa puerta. Es lo que ella llamaba su cuarto del sosiego. Por lo que tengo entendido, es una especie de despensa. Allí secaba hierbas, preparaba aguardientes, medicinas y otras cosas. Me dijo que algunas podían ser venenosas y por eso cerraba la puerta con llave. Nunca estuve en ese cuarto. Busqué la llave para limpiarlo con el resto del rellano, pero no la encontré. Tal vez está en el llavero que usted tenía en la mano cuando llegó.
    —Pues es posible. Ya le echaré un vistazo más tarde. Y algo más: no encuentro el teléfono. ¿Está en un armario y no lo he visto?
    —No hay teléfono. La señorita Saxon nunca quiso ponerlo. En algunos aspectos estaba muy chapada a la antigua. Nunca tuvo coche. Andaba en bici, como yo. Bueno, la dejo. Avíseme si necesita algo más.
    —¿Tiene mucha prisa? ¿No le apetece una taza de café?

    Rechazó mi ofrecimiento y partió. Preparé café para mí y, al ver el desorden de la cocina, decidí que lo primero era lo primero. Averiguaría exactamente qué había heredado antes de decidir qué hacer con ello. El jardín me llamaba y hacía un día maravilloso. En el porche trasero había visto unas botas de agua que parecían de mi número. Me las probé y me iban bien. Encima de las botas colgaba un chaleco acolchado de color verde bosque, como el que suelen llevar todas las campesinas desde el cabo Wrath hacia el sur. Me iba bien. Subí la cremallera y salí a ver lo que había que ver.


    Capítulo Nueve


    Ya he dicho que la casa se alzaba al final de una ramificación de la calzada de acceso. La arboleda circundante fue cortada muchos años atrás para crear un claro en el que se colara el sol y creciera la hierba. Ese enclave soleado tenía forma de cuña roma o, mejor aún, de abanico entreabierto, con la casa en el extremo y el jardín abriéndose hasta la orilla de un río que, en este punto, serpenteaba por el bosque y configuraba el límite sur de Thornyhold. La propiedad, abierta al río, por los otros lados estaba totalmente rodeada de altos setos de espino, respaldados por los árboles que pugnaban por avanzar. En la zona más ancha del jardín se divisaba la curva de un muro que protegía el huerto y enfrente, plantados como queriendo preservar la simetría, se alzaban los frutales, un soto bastante pequeño. Aunque no había frutos visibles, las hojas de los cerezos y los manzanos lucían los rojos y los dorados del otoño.

    Aunque antaño el jardín debió de estar primorosamente atendido, era evidente que, con el paso del tiempo, la prima Geillis lo había adaptado al tipo de cuidados que podía prodigarle. Ahora se componía principalmente de hierba —nada de césped, sino hierba musgosa que se mantenía corta y sobre la que era agradable caminar—, unos pocos árboles y arbustos aislados aquí y acullá y, a ambos lados, un amplio arriate de flores, rematado por rosales que trepaban por los setos y manaban como fuentes. Lo único que quedaba del trazado original era el ancho sendero de losas que partía de la casa y, dividiendo en dos el jardín, llegaba hasta el mirador situado en la orilla del río. Este tenía forma de media luna empedrada, estaba rodeado por una balaustrada baja y contenía dos bancos curvos de piedra. Entre éstos aparecía una pequeña escalera que bajaba hasta el agua y justo por debajo de la superficie se divisaba una hilera de pasaderas que quedaban al descubierto en verano o cuando el caudal descendía. En la otra orilla, los sauces mecían sus cabelleras en los bajíos y los copos dorados de las hojas caídas se agitaban ociosamente en la corriente antes de flotar río abajo. Los grupos de avellanos rodeaban la entrada de un camino forestal cubierto de hierba que se perdía en la arboleda.

    En el muro del huerto se alzaba una puerta de hierro forjado. La abrí, la franqueé y me encontré en un pequeño recinto rodeado de un muro alto y antiguo, densamente cubierto de hiedra y lleno de ejemplares jóvenes y espontáneos de fresno y serbal. Los surcos de verduras rodeaban el perímetro del muro y empezaban a ser víctimas de la miseria otoñal de los hierbajos y los tallos podridos de las coles y las patatas, pero el centro del huerto seguía limpio y debo reconocer que superó con creces mis expectativas.

    Presentaba un aspecto medieval, semejante a las iluminaciones enjoyadas y fuera de perspectivas de un relato como El romance de la rosa. Mucho tiempo atrás alguien había creado un jardín dentro de un jardín en el seno del círculo irregular de muros y huerto. En el centro se alzaba un pozo antiguo con un tejadillo, tapado por medio metro de matas de espliego, salvia y romero. El empedrado roto que formaba un anillo de treinta centímetros alrededor del pozo estaba casi oculto por trepadoras, algunas de las cuales seguían en flor en ese sitio protegido: campánulas, serpol, tomillo salvaje y el color rosa púrpura de las crasuláceas, mezcladas con saxífragas, fresas silvestres y gencianas tardías, era el encuentro de las plantas de jardín con las del bosque. Los arriates salían como rayos de esa vereda alfombrada, separados en sectores regulares por tiestos recortados de casi veinticinco centímetros. Aunque había pocas flores, el sol otoñal que después de la lluvia del día anterior entibiaba las hojas verdes, grises, plateadas y dorado rojizas desató una bocanada de aromas que me permitió saber en el acto en qué lugar me encontraba. Se trataba de un jardín de hierbas, trazado y cultivado como lo habría hecho un jardinero isabelino en la época en que en la cocina las hierbas y las especies eran tan imprescindibles como la harina y la sal.

    Entre un sector y otro discurrían estrechos senderos. Me acerqué al pozo. Pese al tapiz de verdor daba la impresión de que el remate había sido reparado recientemente y resultaba seguro. Me aproximé y miré hacia el interior. No era muy profundo, pues, a unos dos metros, divisé el plano destello del agua. Y sin duda no había ningún peligro: a unos treinta centímetros del remate una rejilla tapaba el brocal. Sobre la rejilla habían puesto tela metálica muy espesa. La colocaron después de que un osado mirlo, engañado por el resplandor del agua, se posó en la rejilla e intentó beber, pero cayó y se ahogó.

    Fue como una foto tomada con flash un día gris. Durante una fracción de segundo todo quedó bordeado de luz y luego, desvanecido el fogonazo, los árboles, el cielo, los arbustos y las matas recobraron la normalidad. Como un sueño que se recuerda, todavía vivido y en movimiento al despertar, pero que desaparece cuando procuras evocarlo y se aleja cada vez más con cada esfuerzo que haces.

    Ni siquiera era un sueño, menos aún un recuerdo. Ciertamente era algo insignificante que no merecía la pena recordar.

    Entonces supe que era cierto. Mi serena aceptación de los hechos fue aún más extraña que el fogonazo de conocimiento que me llegó de la nada. Porque con él surgió un recuerdo que me pertenecía por completo: el instante, junto al estanque del prado de la casa del párroco, en que vi por primera vez a la prima Geillis. Y también otro instante junto al río Edén y la prima que me hacía una promesa que, en su momento, no entendí. «Tú, yo… viviremos allí algún día… allí estaré mientras me necesites, lo que no significa para siempre…» Paseé la mirada por el muro cubierto de hiedra hasta las chimeneas de su casa, de mi casa, y pensé que ahora comprendía.

    Salí del jardín de las hierbas, me desplacé en una especie de onírico contento y subí por la vereda empedrada. A mitad de camino hice un alto para volver a mirar la casa.

    Era hermosa. Hasta los setos aprisionadores eran hermosos, resultaban protectores con sus espinas rojizas, sus baluartes de acebo, y enebro y, en las esquinas, cual torres, sus gruesas columnas de tejo.

    Sí, todo era hermoso. Seguí andando como si flotara, eufórica. A menor distancia vi que el sol dejaba al descubierto el aspecto lastimoso de la pintura y las manchas dejadas por el agua derramada de los canalones atascados, pero nada podía quitar a Thornyhold la elegancia de las altas ventanas, el tejado con sus penachos de siemprevivas mayores rojizas y el dorado extendido de los liqúenes, y el encanto de las tres ventanas de aguilón que asomaban por debajo de las altas chimeneas.

    Me detuve en seco. ¿Ventanas de aguilón? No había ventanas de aguilón en el lado norte de la casa, razón por la cual hasta ese momento no me había dado cuenta de que debía existir un segundo piso. ¿Desvanes? Entonces los sonidos nocturnos no provenían de los huecos del tejado sino del desván que, como pude comprobar, estaba directamente encima de mi dormitorio.

    De vuelta en la planta baja pensé rápidamente. En primer lugar me acordé de Hodge. ¿Era posible que estuviese encerrado ahí arriba?

    Deseché la idea con gran alivio. La ventana situada encima de mi dormitorio estaba abierta. Si un gato hubiese permanecido encerrado y hambriento desde que la prima Geillis había dejado la casa, se las habría ingeniado para salir descendiendo por los rosales y las clemátides que casi llegaban al tejado. O estaría sentado en el alféizar de la ventana del desván, informando a todo el mundo que tenía problemas.

    Por lo tanto, no era urgente. De todos modos, me gustaría encontrar lo antes posible el modo de llegar al desván. Puesto que no había visto indicios de una escalera que llegara hasta arriba, supuse que se subía a través del cuarto del sosiego, que seguía cerrado con llave. Si hoy no lograba encontrar la llave de esa habitación, al bajar al pueblo para inscribirme a fin de obtener provisiones y para hacer la compra, visitaría al delegado de Martin Martin y lo consultaría. También le preguntaría qué se le debía a la señora Trapp. Y le hablaría de la instalación del teléfono… Antes de llevar a cabo esos planes debía encontrar la bicicleta de la prima Geillis y comprobar si estaba en condiciones de salir a la carretera.

    Cerca del portillo lateral había un cobertizo de herramientas y allí encontré la bicicleta. La saqué y la miré de arriba abajo. Parecía en muy buen estado, pero los neumáticos estaban desinflados. Hacía años que no me subía a una bici. Me pregunté si era verdad que uno jamás olvidaba cómo se monta en bicicleta. De todos modos, practicaría en la calzada de acceso antes de llegar a la carretera principal. Con un poco de suerte, las humillaciones quedarían en privado.

    No había mancha en la bicicleta. Volví al cobertizo a buscarla. Encontré herramientas de jardín como palas, rastrillos, azada, guadaña, hoz e incluso un cortacésped a motor (lo cual agradecí). En los estantes vi macetas y frascos de mermelada vacíos, un bidón de aceite, varios paquetes de harina de huesos y potasa y otros preparados de jardinería. También descubrí sacos de arena, turba y carbón de leña. Pero de la mancha ni rastro.

    En algún lado tenía que estar. ¿En el porche? ¿En la antigua cocina? Podía tardar días en encontrarla y entretanto quedaría aislada. Pensé que ése era un buen momento para que un fogonazo volviera a iluminar mi mente. Si yo podía acordarme del mirlo que se había ahogado ante la atónita mirada de la prima Geillis, también podía recordar dónde había dejado la mancha de la bicicleta.

    ¿Dónde demonios había dejado la mancha de la bicicleta?

    —¿Señorita Geillis? — preguntó una voz a mis espaldas con un especie de graznido de sorpresa.

    Me di la vuelta.

    Era un chico de diez u once años. Vestía pantalón corto, jersey desastrado y sucias playeras agujereadas a la altura del dedo gordo. Tenía el pelo y los ojos oscuros y era flaco como un rastrillo. Sostenía en brazos a un hurón color gamuza.

    Deduje que en sus mejores momentos no tenía mucho color en el rostro, ya que ahora estaba espectacularmente pálido. Su boca era una redonda O de sorpresa y tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Al percibir su falta de atención, el hurón pegó una brusca sacudida que hizo que el chico recobrara el sentido.

    —Se ha puesto su ropa —dijo.

    Habló brusca, casi acusadoramente y todo quedó claro. Vista de espaldas e inclinada sobre la bicicleta, con las viejas botas y el chaleco verdes, debí de parecerme mucho a la señorita Geillis que él había conocido.

    —Sólo las prendas de jardín —respondí como disculpándome—. La señorita Saxon era mi prima y ahora viviré aquí. Lamento que mi aspecto te haya asustado. Yo también me llamo Geillis, Geillis Ramsey. ¿Y tú cómo te llamas?
    —William, William Dryden. — Hizo una pausa. El hurón volvió a sacudirse. El rostro del niño recuperó el color lentamente—. De espaldas es igual a ella y yo… compréndalo, estuve en el funeral. No esperaba encontrar a nadie aquí.
    —Lo comprendo. — Lo miré de arriba abajo—. Perdona que te lo pregunte, pero puesto que Thornyhold está lejos de todo… si no esperabas a nadie aquí, ¿por qué viniste?

    Acomodó al hurón en sus brazos.

    —Por él. La señorita Geillis solía cuidarlos.
    —¿Quieres decir que mi prima cuidaba de tus animales de compañía?
    —No son animales de compañía, sino hurones trabajadores.
    —Disculpa. ¿Quieres decir que los cuidaba?
    —Los curaba. Silkworm no me preocupa demasiado porque sé qué tengo que darle, pero si hay un problema con los otros o con los conejos… ¿Usted también es bruja? — preguntó con ansia.
    —¿Si soy qué?
    —Bruja. La que cura. Consiste en…
    —Te he oído, pero me sorprendiste. Mi prima no era bruja. El hecho de que fuese herbolaria y utilizara las plantas y otras cosas como método curativo…
    —Lo sé y le pido disculpas. Sólo fue una broma. Ella solía reírse y decía que era menos arro… arrogante que llamarse sabia.

    Las últimas palabras quedaron amortiguadas porque las pronunció en la nuca del hurón.

    —No te preocupes, William —dije afablemente—. Yo también te gasté una broma. Sin duda la señorita Saxon era muy sabia y poseía una especie de magia. Yo misma la he experimentado. Lamento que la eches tanto de menos. Espero que vengas de visita siempre que quieras. Temo no ser sabia ni maga. No sabría qué darle a Silk worm. ¿No hay veterinario en el pueblo?
    —No dispongo de dinero suficiente —replicó escuetamente el chico—. Mi padre dice que sólo puedo tener los animales que pueda atender yo mismo y no me llega para el veterinario. La señorita Geillis lo habría hecho gratis porque amaba a todos los animales, pero mi padre dijo que debía ganármelo, así que solía venir, la ayudaba con el jardín, cortaba leña y limpiaba cosas. Si quiere, puedo hacer lo mismo por usted.
    —En cuanto me acostumbre a vivir aquí, seguro que tu ayuda me vendrá de perillas. William, ya encontraré el modo de pagarte. Lo único que sé de medicina es lo más elemental de los primeros auxilios.
    —¡Pues yo sí que sé! — exclamó impaciente—. Sé qué medicina dio la señorita Geillis a Firefly y este caso es igual. Sólo se trata de un tónico. ¿No podemos darle un poco, intentarlo?
    —No sé dónde está guardado. Llegué ayer por la tarde. Aún no he explorado la casa.
    —Eso no importa. — Descartó fácilmente mi poco convincente objeción—. Le mostraré dónde está guardada cada cosa.
    —¿Seguro que lo sabes? En el primer piso, encima del comedor, hay una puerta. La señora Trapp dijo que corresponde al cuarto del sosiego. ¿Es allí donde guardaba las medicinas?
    —Exactamente, queda frente al dormitorio de la señorita Geillis.
    —Temo que tiene el cerrojo echado y no sé si la llave está en el llavero que me dieron. Aún no he tenido tiempo de comprobarlo. Tal vez…
    —Ella siempre tenía esa puerta cerrada con llave. Supongo que el cuarto está lleno hasta los topes de venenos —añadió William animado—. No se preocupe. La llave no está en el llavero, pero yo sé dónde la guardaba.
    —¿De veras? ¿Y también sabes dónde está la llave de la puerta trasera o la tiene la señora Trapp?
    —No creo que ella tenga la llave, pero seguro que sabe dónde se guarda. Habitualmente colgaba de un clavo contiguo a la puerta, debajo del jazmín.
    —Ya. Y tú venías decidido a entrar, de lo contrario no habrías traído a Silkworm, ya que no sabías que yo estaría. William, ¿realmente te proponías entrar en la casa?
    —Ella me habría dejado. — William añadió con cierta rigidez—: Ella nunca me consideró un niño. Por supuesto que sé dónde están las llaves. La señorita Geillis me lo dijo.
    —De acuerdo. En ese caso, enséñame el camino. Me dirás dónde están y veremos si encontramos algo para Silkworm.


    Capítulo Diez


    Me quité las botas junto a la puerta trasera. El chico no me guió a la planta alta, como esperaba, sino al cuchitril. Pensé que se dirigiría al escritorio y que incluso me mostraría un cajón secreto, pero enfiló hacia la chimenea. Hacía mucho tiempo que no se encendía el fuego. La bonita repisa rodeaba una chimenea que seguramente estaba tapada por arriba. Había polvo, pero ni una sola huella de hollín. Sobre el ancho hogar reposaba una estufa eléctrica.

    Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, William depositó el hurón en mis brazos y buscó algo en el interior de la chimenea. Nunca antes había cogido un hurón y, si me hubiesen dado a elegir, me habría negado a tocarlo. Había algo en los ojos y la nariz sonrosados, en su fama de feroz y en la fuerza parecida a un latigazo del cuerpo menudo y tibio que suscitaba cautela. El animalillo se acomodó en mis manos y, sin pensarlo, lo acerqué a mí. Su piel parecía suave seda y su cuerpo de músculos elásticos estaba realmente tibio. Se quedó quieto como un minino que duerme y juntos observamos cómo William, llave en mano, daba la espalda a la chimenea.

    —Aquí está.
    —¿Por qué la guardaba allí?
    —Supongo que pensaba que a nadie se le ocurriría buscarla en la chimenea. Quiero decir que si la señora… que si alguien buscara una llave, registraría el escritorio, los cajones o algo parecido. No quería que alguien entrara en el cuarto del sosiego cuando ella no estaba.
    —Salvo tú.

    Me miró de reojo.

    —Ya le dije que la ayudaba mucho. También la ayudaba a recoger y secar hierbas. Hierbas y otras cosas. Incluso la ayudé a preparar algunos remedios.
    —William, no te preocupes. Te tomaba el pelo. Creo que confiaré mucho en ti. Tal vez puedas enseñarme algo sobre las hierbas. ¿Qué tal si subimos?

    El cuarto del sosiego tenía el mismo tamaño que el comedor, pero era mucho más luminoso. Los muebles eran escasos. Había una mesa grande en el centro y otra bajo la ventana. Eran sencillas como mesas de cocina y evidentemente se trataba de bancos de trabajo. En los huecos situados a ambos lados de la chimenea tapiada había estantes repletos de libros. En la pared interior, junto a la puerta, se alzaba un enorme aparador antiguo que debajo tenía un armario cerrado con llave y en los estantes, en lugar de platos, se veían hileras de tarros y frascos. En el ángulo, donde antaño probablemente había habido un lavabo, se encontraba una pequeña pila y, encima, un calentador eléctrico.

    —Ten, coge a Silkworm —dije.

    William, que observaba las hileras de frascos, se volvió deprisa.

    —¡Ay, me había olvidado! Lo lamento mucho. ¿Le molestan los hurones? A muchas señoras les desagradan. Ni se me pasó por la cabeza porque la señorita Geillis era capaz de todo.
    —Si quieres que sea sincera, hasta hoy no había conocido a un hurón. Toma. Hay que reconocer que está muy bien educado… ¿o está tan pachucho que no muerde?
    —Es posible. De todos modos, usted le ha caído bien. ¿Qué le parece si bajo corriendo a buscar su cesto? Está atado con correas a mi bici.
    —Me parece una idea excelente.

    William partió raudamente con el hurón y yo eché un vistazo a mi alrededor.

    El cuarto estaba muy limpio y ordenado. Todos los libros estaban en su sitio y, a juzgar por los títulos, en orden. Las tapas de las mesas estaban fregadas hasta dejarlas impecables y no contenían nada, aunque en la mesa larga contigua a la ventana vi dos balanzas, un mortero bastante grande y su mano. Dada la ausencia de todo cuanto yo esperaba encontrar —ramos de hierbas, sacos de raíces y otras plantas—, parecía que el cuarto había sido limpiado y que todo estaba en su sitio. Como si al final de su vida la prima Geillis hubiese organizado todo para prepararlo para mí. Salvo las ordenadas hileras de tarros y frascos sólo había hierbas en un gran cuenco de popurrí colocado en el extremo del aparador más próximo a la puerta. Se componía básicamente de pétalos de rosa y espliego, mezclados con hojas de geranio y trinitaria silvestre, pero emitía una extraña fragancia cuyo origen no pude establecer. En el preciso momento en que me incliné para oler ese popurrí, William entró corriendo con el hurón en su jaula.

    —Trébol, lúpulo común, verbena y eneldo despojan de su voluntad a las brujas —canturreó el chico.

    Me erguí.

    —¿Qué quieres decir?

    William señaló el popurrí.

    —Ahí están todas. La ayudé a hacer la mezcla. Me lo explicó. Es un viejo hechizo o algo por el estilo.
    —¡Por Dios! Dime, ¿qué hacemos con Silkworm?

    William dejó la jaula sobre la mesa y retiró un frasco de los estantes del aparador. La etiqueta, escrita con la bonita letra de mi prima, estaba en latín y no la entendí.

    —¿Estás seguro?
    —Totalmente seguro. Además, no le puede hacer daño. Me permitía tocar todos los frascos salvo los que llevan etiqueta roja, los que están guardados bajo llave en el armario inferior. Éste es el frasco. Lea las instrucciones.

    Me lo pasó. Bajo la inscripción en latín se leía: «A. pequeño una p. d. durante 3 d.»

    —Significa animal pequeño. Firefly tomaba una al día.

    Abrí el frasco. Contenía unas pildoras pequeñas y negruzcas.

    —Pues el hurón es tuyo. Si estás realmente seguro. — William asintió con la cabeza—. Será mejor probar. ¿Sabes cómo se hace?
    —Hay que abrirle la boca y dejar caer la pildora. — William se mostró dubitativo por primera vez y me miró—. Parecía muy fácil cuando la señorita Geillis lo hacía.
    —Seguro. Lo mejor será que lo saquemos de la jaula. Si está encerrado no podemos cogerlo. Ponlo sobre la mesa y sujétalo. Eso es.

    Dejé caer una pildora en mi mano y miré dudosa al hurón.

    William tragó saliva.

    —¿Quiere… quiere que pruebe yo? Al fin y al cabo, es mi hurón y si muerde a alguien que sea a mí.

    Reí.

    —Nunca había oído palabras tan valientes. No te preocupes, lo intentaré. Algún día me tocará empezar y como dijiste que es fácil. Evita que se revuelva como loco… ¡Ajá!

    El «ajá» fue de pura sorpresa. Fue fácil. Lo había hecho infinidad de veces. Diestra y hábilmente posé la mano izquierda sobre la cabeza del hurón, presioné con suavidad las mejillas hasta que la boca sonrosada se abrió, dejé caer la pildora y sostuve las mandíbulas cerradas hasta que la tragó. Al alzar el animalillo y depositarlo en los brazos de William, tuve la clara impresión de que, de haber sido un gato, habría ronroneado.

    Fui al lavabo a lavarme las manos mientras William metía al hurón en la jaula. Cuando me volví, noté que el chico me observaba con cara de admiración.

    —¿Qué pasa?
    —Dijo que nunca antes había tocado a un hurón y, sin embargo, actuó como ella. ¿Cómo supo lo que había que hacer?

    De nuevo el roce de la carne de gallina en la piel. El instante de visión súbitamente clara. Tenía delante el frasco cuya etiqueta no sabía cómo interpretar. A la vez despierto y balanceándose de un lado a otro de la jaula, al tiempo que soltaba sonidos de protesta y mostraba los afilados dientes, estaba el hurón que ahora no me habría atrevido a tocar.

    —No lo tengo muy claro —respondí—. Sólo pensé en hacerle tragar la pildora. William, ¿dónde está… dónde guardaba la señorita Saxon la mancha de la bicicleta?
    —¿Qué…?
    —Te estoy hablando de la mancha de la bicicleta. Por alguna razón acabo de recordarlo. No logro dar con ella y los neumáticos necesitan aire. Quiero bajar pronto al pueblo.
    —Suele estar en la bicicleta.
    —Pues ahora no está.
    —Entonces no tengo ni idea. Lo siento. Supongo que ya aparecerá. Le propongo una cosa. ¿Quiere que los hinche con mi mancha antes de irme?
    —Sería fabuloso. Muchísimas gracias.
    —¡Caramba, mire a Silkworm! —exclamó—. Ese remedio es excelente, ¿no le parece?
    —Parece que le ha sentado de maravilla. Oye, William, en la etiqueta dice que debe tomar las pildoras durante tres días. ¿Regresarás o prefieres llevarte un par a casa e intentarlo tú mismo? ¿Podrás arreglarte solo? En realidad, no tuvo problemas para tragarla.
    —Lo hizo por usted. — Vaciló y sonrió súbitamente—. Pero puedo intentarlo. Es probable que papá lo sujete si lleva puestos los guantes de conducir. En aquel cajón hay pastilleros vacíos.
    —Gracias. — Deposité las pildoras en la caja, la cerré y se la entregué—. ¿Sabes qué contienen?
    —En realidad, no. Llevan genciana y miel, pero no sé qué más ni cómo se preparan. La señorita Geillis tenía una máquina para fabricar pildoras, creo que está en aquel cajón.
    —Ahora no tiene importancia. Ya miraré más tarde. — Eché un vistazo a los estantes de libros—. Me figuro que todo está aquí. Al parecer, tengo muchísimo que aprender.
    —Ella solía decir que todo estaba aquí, la magia y todo lo demás. Y es mágico, ¿no le parece? — preguntó mientras miraba con ternura al hurón—. ¡Fíjese cómo está! Siempre le estaré agradecido por permitirme entrarlo y por haberle dado el remedio. Es… me alegro de que usted esté aquí. Usted también ama a los animales, ¿no? Lo noto. Y Silkworm también lo sabe. Le aseguro que los hurones son buenos animales de compañía… incluso los hurones trabajadores —se apresuró a añadir—. ¿Nunca tuvo un animal de compañía?
    —Jamás me permitieron tener animales de compañía.
    —¡Qué pena! ¿Ninguno, ni siquiera un perro?
    —Ninguno.
    —Pero, ¿por qué?
    —Porque no había quien lo cuidara cuando estaba en el internado. ¿Quién atiende a Silkworm y compañía? Dijiste que tu padre sólo te permite tener animales si te haces cargo de todo. ¿Qué haces durante el curso?
    —Les doy de comer antes de irme y los limpio por la noche o los fines de semana.
    —Ah, ¿no vas a un internado?
    —No, voy como externo al colegio de Arnside. Creo que mis padres siempre soñaron con el internado, pero a mí no me gustaba. Al final mi padre dijo que estaba de acuerdo y que probablemente no me habría sentado bien. Siempre detestó el internado en el que estudió. Dice que no es un buen sitio para solitarios.
    —¿Y tú eres un solitario?
    —Bueno, digamos que mis aficiones no son corrientes —respondió William y habló como una persona veinte años mayor, en lo que debió de ser una imitación inconsciente de su padre—. Me gustan la lectura, la jardinería, coleccionar flores, observar pájaros y otros animales y no soy muy bueno para los deportes. En casa hago todo eso y puedo tener animales si los cuido correctamente. Y si no me ocupo de ellos, no puedo tenerlos. Es bastante justo, ¿no le parece?
    —Es más que justo. Eres muy afortunado.
    —Lo sé. Es espantoso no tener ningún animal. ¿Ni siquiera tuvo un gato?
    —En casa hubo una gata, pero básicamente era de afuera y nunca nos hicimos amigas. Y hablando de gatos, ¿sabes dónde está Hodge?

    Puso cara de preocupado.

    —Lo siento mucho, pero no lo sé. Sinceramente, me ha inquietado mucho. La señorita Geillis estaba convencida de que Hodge no tendría ningún problema. Le hizo un lecho en el cobertizo y hay una gatera. Cuando supo que la ingresarían en el hospital, arregló con la señora Trapp para que le diera de comer y yo le dije que vendría a verlo siempre que me fuera posible. Vi que la señora Trapp le puso platos con comida, pero Hodge no la tocó… aunque daba la impresión de que ratones, pájaros o algún otro animal la habían probado.
    —¿O sea que no lo has visto desde que ingresaron a la señorita Saxon en el hospital?
    —Me parece que lo vi una vez. Fue el sábado pasado, mientras recortaba los tiestos del jardín de las hierbas, y me pareció verlo en lo alto de un muro. Lo llamé pero el gato, si es que era Hodge, bajó por el otro lado y se esfumó.
    —Por lo que parece, tal vez sigue por aquí. Dime, ¿el sábado la casa estaba vacía?
    —Sí, claro. Ah, ya veo a dónde apunta. El sábado, cuando vine, la señora Trapp estaba aquí. Entré a lavarme las manos y vi que había puesto la cocina patas arriba. Me pareció que buscaba algo, pero dijo que no, que estaba limpiando porque la anciana dama estaba al caer. — Me miró divertido—. ¿Se refería a usted?
    —Así es. Le caí como una auténtica sorpresa.
    —¿Entonces estaba en casa cuando usted llegó?
    —Sí. Le pregunté por Hodge y se sorprendió. Sólo dijo que andaba por aquí. Tenía prisa y no se mostró muy interesada. Pero si puso platos con comida… Volveré a preguntárselo cuando la vea.

    William salió detrás de mí del cuarto del sosiego y me observó mientras echaba el cerrojo a la puerta. Bajamos la escalera.

    —¿Cómo estaba usted enterada de la existencia de Hodge?
    —Mi prima me dejó una carta en la que me pedía que cuidara de él. William, deja de preocuparte. Los gatos son muy competentes y la señorita Saxon también lo era. Evidentemente esperaba que Hodge se quedara por aquí hasta mi llegada y… —vacilé— y sabía que pronto me presentaría. Y si tú lo viste el sábado, probablemente aún circula por aquí.

    William seguía preocupado. Se detuvo en el rellano, sujetó la jaula del hurón contra el pecho e inclinó la cabeza como si estuviera estudiando al animal.

    —Si alguien le… —Calló indeciso y volvió a tomar la palabra—. Si alguien quiso hacerle daño…
    —Vamos, William, ¿a quién se le ocurriría hacerle daño? Además, antes tendría que atraparlo. ¿Alguna vez has intentado atrapar a un gato que no quería que lo cogieran?
    —¿Y si usaron veneno o algo parecido? — Apenas oí sus palabras, pues las murmuró en dirección a la jaula de Silkworm.

    Contuve el aliento, decidí no plantear la pregunta que surgió en mi mente y declaré con firmeza:

    —Pues eso es aún más difícil que atraparlo. En una ocasión un veterinario me dijo que es prácticamente imposible envenenar a un gato. A un perro sí, pero los gatos son demasiado quisquillosos. Ya lo verás, está esperando para saber qué pasa aquí y cuando le dé la gana se presentará tan ufano.
    —Puede estar segura de que vendrá en cuanto sepa que usted está en casa —dijo William súbitamente animado. Siguió bajando la escalera—. Los gatos son realmente competentes, ¿no? Además, si Hodge era el gato de una bruja… ¡cáspita! — exclamó al ver la hora que marcaba el reloj del vestíbulo—. ¡Mire la hora que se ha hecho! ¡Tengo que irme! Un millón de gracias, señorita… lo siento mucho, pero no recuerdo su apellido.
    —Me apellido Ramsey, pero me gustaría que me llamases Geillis.
    —Yo… está bien —replicó William sin comprometerse—. Sea como fuere, gracias. Tengo que irme, pero me encantaría volver y ayudarla tal como hacía antes.
    —Ven cuando quieras. — Ni por asomo se me habría ocurrido poner en duda su empleo del lenguaje—. Espera un momento, olvidaba preguntarte dónde está la llave del armario de los venenos.
    —Bajo el popurrí.
    —¿Y el desván? — Tuve que elevar la voz porque se había adelantado y ya estaba junto a la puerta forrada de bayeta—. ¿Cómo se llega al desván?
    —Por aquí, desde la cocina.
    —¿Desde la cocina? No he visto la puerta.
    —Desde la antigua cocina. En el rincón hay una puerta. Parece un armario. ¡No me olvidaré de su bici! ¡Hasta pronto!

    La puerta forrada de bayeta se cerró detrás de William y soltó una ligera bocanada de polvo.

    Trébol, lúpulo común, verbena y eneldo

    despojan de su voluntad a las brujas.

    Los pétalos perfumados crujieron y encontré la llave. Me arrodillé y abrí la puerta del armario. Era como William lo había descrito y estaba lleno de frascos con etiquetas detalladas escritas con tinta roja y la palabra veneno. También había cajas con inscripciones del mismo tipo y al abrir un par vi que estaban llenas de lo que parecía la materia prima de destilados y decocciones: hojas, tallos y raíces secos que para mí eran irreconocibles.

    Me puse en cuclillas, miré los frascos y una vez más me pregunté por qué razón, dado que la prima Geillis había previsto su propio fin y lo había preparado cuidadosamente, no se había tomado la molestia de dejar detalladas instrucciones a su sucesora. Aunque la muerte real se había producido de repente, yo estaba segura de que no había dejado nada al azar. Se había ocupado de los elementos esenciales mucho antes de que llegara a su fin: el testamento, la carta, la decisión de dejar a Hodge a mi cargo, y de ocultar las llaves de la sala del sosiego hasta que el transparentemente digno de confianza William me mostrara dónde estaban. Por lo tanto, deduje que la falta de instrucciones sobre el precioso contenido del cuarto del sosiego también había sido deliberada.

    ¿En qué posición me encontraba? ¿Acaso la prima Geillis pretendía que adoptara sus funciones —la de herbolaria, la de sabia o la de bruja— del mismo modo que hoy me había puesto su ropa? Las circunstancias me empujaban en esa dirección. Pensé, aunque no muy en serio, que tal vez su saber y sus aptitudes me llegarían con la facilidady la genialidad de la visión fragmentada de hacía un rato.

    Lo que me llegó fue el recuerdo de aquel día pasado hacía tanto tiempo a la orilla del río Edén y el comentario tajante de la prima Geillis: «En esta vida la única suerte que se tiene es el talento con que se nace: lo demás depende de ti».

    Yo lo sabía todo acerca de los esfuerzos.

    Dame tiempo, prima Geillis, del mismo modo que me has dado tu apacible refugio, tus herramientas, tu amada soledad. Dame tiempo para ser yo misma, para conocerme a mí misma, para acostumbrarme a la felicidad. El resto dependerá de mí.

    Cerré el armario con llave, la guardé entre los pétalos protectores y bajé.

    Me preparé el almuerzo y comí antes de buscar la puerta del desván. Lavé los platos y me senté a tomar ociosamente un café hasta que al fin me dirigí a la antigua cocina.

    Ahora que sabía dónde estaba la puerta, su emplazamiento me pareció lógico. En los tiempos en que en la casa había criadas, la escalera que comunicaba con los dormitorios del desván salía de la cocina. Tal como sospechaba, la primera de las dos puertas de los armarios era un lugar para guardar escobas. La segunda daba a un tramo de estrechos escalones de madera que subían escarpadamente entre las paredes entabladas. No había barandilla y los peldaños estaban desnudos.

    Sonó una pisada en el sendero enlosado del jardín. Me volví suponiendo que vería a Agnes, pero se trataba de un joven, un muchacho de unos dieciséis años. Llevaba pantalón sucio y jersey raído y de su mano colgaba una bolsa. En lugar de detenerse en el umbral, entró en la casa y depositó la bolsa sobre la mesa.

    No hizo falta preguntar quién era. Tenía el pelo castaño, ojos azules, la tez clara y el cuerpo rechoncho. Mi suposición se convirtió en certeza: se trataba de Jessamy Trapp, el hijo de Agnes.

    —En su lugar tendría mucho cuidado al subir —dijo—. Me figuro que en el tejado hay un montón de cosas raras.


    Capítulo Once


    —Eres el hijo de la señora Trapp, ¿no? — le pregunté.

    —Sí. Me llamo Jessamy. Mi madre me envía con un pastel de carne para su cena. Quiere que le diga que como hoy horneaba, hizo uno para usted y otro más grande para la abuela, para ella y para mí, así que no piense que se tomó ninguna molestia. También le envía un frasco con los encurtidos que ella misma prepara.

    Su forma de hablar y su amplia sonrisa sugerían algo que, en el mejor de los casos, podría calificarse de falta de inteligencia, lo que la gente de campo llamaba «algo ausente» o, gráficamente, «corto de entendederas». Evidentemente, Jessamy Trapp no era el típico tonto del pueblo, aunque supongo que se lo podría considerar simplón. Se mostraba pálido, permanecía con su sonrisa encantadora y los ojos azules brillaban con un interés afable y sin complicaciones.

    —Mi madre dice que hasta que vaya a hacer la compra. Verá, como no pasó por casa, mamá supo que no había bajado al pueblo. ¿Irá hoy?
    —No. Estuve ocupada. Pero tu madre no debió tomarse tantas molestias. Es excesivo… tu madre tiene un gran corazón, te ruego que le des las gracias de mi parte. — Cogí la fuente del pastel y el frasco de la bolsa y los dejé sobre la mesa. Me sentía incómoda e intentaba disimularlo—. ¡Qué buena pinta tienen! ¡Salsa picante de ciruelas! Me chifla. ¿Tenéis ciruelos?
    —No, ni uno. Son de sus árboles.

    Alcé rápidamente la mirada y recordé el aspecto estéril de los frutales de Thornyhold, pero en ese comentario no había nada malicioso ni provocador, era una mera afirmación de la realidad. El chaval volvió a sonreír candidamente.

    —¿Encontró la bici de la anciana dama?
    —Sí, estaba en el cobertizo. Pero no logré dar con la mancha. ¿Sabes dónde está?
    —No. Se lo preguntaré a mamá. — Al tiempo que hablaba, miraba distraídamente a su alrededor—. Puede que esté en la cocina antigua, pero le costará mucho trabajo encontrar algo en medio de este desorden.
    —¿Tienes bici?
    —Sí, pero casi siempre voy andando. Hay un atajo a través del bosque por el que se ahorra casi un kilómetro. Si quiere se lo enseño.
    —Gracias, pero lo dejaremos para otro día. Jessamy, da las gracias a tu madre en mi nombre y dile que mañana intentaré ir a comprar. Adiós.

    Me volví para subir la escalera del desván y descubrí que, en lugar de irse, Jessamy Trapp me pisaba los talones.

    —Señorita, no se imagina lo que puede encontrar ahí arriba. Debe de hacer una eternidad desde la última vez que alguien pasó la escoba.

    Como no encontré un modo cortés de impedir que me acompañara, ascendí y Jessamy me siguió.

    En los peldaños había polvo revuelto, como si recientemente alguien hubiese utilizado la escalera. A la altura del primer piso había un pequeño rellano cuadrado y a partir de ese punto la escalera giraba hacia el fondo de la casa. Al final del tramo siguiente, iluminada por una bombilla que colgaba del techo, aparecía una puerta. Estaba cerrada y, cuando giré el picaporte, comprobé que con llave. En un clavo contiguo a la puerta colgaba una Yale.

    Abrí la puerta con Jessamy a mis espaldas y entré en el desván. Se componía de una única y larga habitación que ocupaba la longitud de la casa y estaba iluminada por las tres buhardillas que ya había visto. Aquella tarde soleada estaba inundado de luz y aire, pero muy sucio. En la pared opuesta a las buhardillas había una doble fila de cajas puestas de pie, cada una de las cuales contenía un trozo de madera sesgada cubierto de cerámica ocupados por lo que parecían viejos nidos. En el centro del desván se alzaba un alimentador tapado, una especie de farol con techo que impedía que la suciedad se mezclara con el alimento, y varios espacios a través de los cuales se alimentaban los pájaros. Junto al alimentador había un abrevadero metálico. No contenían ni comida ni agua. Por todas partes cundía la suciedad, las plumas, el polvo y las deposiciones.

    El desván era, en realidad, un palomar en desuso.

    No tan en desuso. Con un estampido y un aleteo, una paloma abandonó su percha en una de las cajas e ilusionada y con la cabeza en alto se pavoneó hacia el alimentador que se alzaba en medio de la estancia.

    —Vaya, parece que una de ellas ha vuelto —comentó Jessamy a mis espaldas.
    —¿Ha vuelto? ¿De dónde?
    —No lo sé. Ella siempre dejaba abiertas las ventanas para que volaran libremente. Pero las palomas siempre vuelven a casa.
    —¿Cuántas tenía?
    —Tampoco lo sé. Solía ver una bandada bastante grande volando en círculo sobre el bosque. Las palomas son unas aves encantadoras. Y amistosas.
    —Estoy segura de que hace mucho que no vienen por aquí. El abrevadero está totalmente seco y no hay alimento. Estoy convencida de que al enfermar la señorita Saxon se ocupó de que alguien…
    —El alimento está allí. — Señaló.

    Entre las buhardillas había un cacharro como el que utilizaba mi madre en invierno para «conservar» los huevos en silicato sódico. Estaba cubierto por una pesada tapa de madera. Jessamy la quitó, sacó un puñado de granos mezclados y los arrojó a la paloma que deambulaba por el suelo. El ave dejó de pavonearse y se puso a picotear con ansia.

    —El agua está abajo —añadió Jessamy—. Ella solía subirla en una jarra. De hecho, mi madre siempre le decía que tuviera cuidado con su condenado gato.
    —¿Qué gato? ¿Qué sabes de…?

    Callé. Era evidente a qué se refería Jessamy. En el suelo, detrás de la puerta, había una paloma muerta.

    —Mamá siempre se lo decía —insistió Jessamy y se agachó a recogerla.

    Las alas se abrieron y arrastraron un ligero revoloteo de polvo. Tenía el cogote roto y la cabeza le colgaba.

    —¿Fue Hodge? — pregunté dudosa y observé al ave muerta—. La puerta estaba cerrada a cal y canto. ¿Cómo pudo entrar Hodge?
    —Por la ventana —respondió Jessamy llanamente—. Ya le dije que siempre las dejaba abiertas para que los pájaros entraran y salieran. ¿Sabe que Hodge existe?
    —Sé que vivía aquí y que mi prima le tenía mucho cariño. Pero también se ha ido, ¿no es así, Jessamy?
    —Así es. Por suerte ella no se enteró de lo que Hodge tramaba. Se largó al día siguiente de que se la llevaran al hospital. Las palomas se fueron y el gato también. Daba la impresión de que nada se quedaba porque ella se había ido. Y supongo que usted no quiere que la molesten. No se preocupe, me llevaré la paloma muerta.

    Alzó la mano con la que sostenía el ave. La paloma viva, que nos había observado atentamente con un ansioso ojo de color rubí, emprendió el vuelo con un estentóreo aleteo y desplegó un penacho de polvo. Volvió a posarse en la caja de la que había salido.

    Con un hábil movimiento y la velocidad de un gato, Jessamy se acercó a la caja y, antes de que la agitada paloma pudiera emprender la escapada, la cogió, la sujetó y la giró en su mano.

    —Señorita, como ya he dicho, supongo que no quiere que los pájaros la molesten. También me llevaré esta paloma. Estoy seguro de que tendrá un buen hogar.
    —Bueno, si realmente conoces a alguien…

    Esta vez no hubo una llamarada luminosa ni el roce del aire, sino el vivido parpadeo de la memoria, como si alguien hubiese abierto el postigo de un farol. Jessamy estaba delante de mí, sonriente, con el pájaro vivo ahuecado entre las palmas de sus manos y debajo, colgando, el pájaro muerto. Era negro y parecía un cuervo ahorcado para espantar a sus congéneres.

    No lo noté conscientemente. Lo que vi en esa extraordinaria ráfaga del recuerdo fue el coadjutor de mi padre llevándose mi conejo para convertirlo en relleno de un pastel.

    Añadí a toda velocidad:

    —No, no, quiero quedarme con esa paloma, al menos de momento. Te agradeceré que te lleves a la muerta y la entierres, pero me gustaría que dejáramos a la viva en su sitio, ¿de acuerdo?
    —De acuerdo, señorita —replicó afablemente y me entregó el ave—. ¿Quiere que baje a buscar agua?
    —No, gracias. No te molestes. La subiré más tarde. De todos modos, la ventana está abierta. Jessamy, te agradezco que hayas venido y te pido que transmitas mi gratitud a tu madre.

    Para mi profundo alivio, el chaval aceptó esas palabras de despedida y partió. Me asomé a la ventana con la paloma en la mano y vi alejarse a Jessamy. Cuando el portillo se cerró con un chasquido, me volví para examinar el patético palomar.

    Sin duda olía a paloma y el aire estaba impregnado con el polvo que constantemente caía de sus plumas. Existían indicios, que no le había comentado a Jessamy, de que muchas otras aves utilizaban el desván. Los pares —el desván se encontraba directamente bajo el tejado— sustentaban nidos de golondrina abandonados y en el polvo próximo al alimentador y sobre los profundos alféizares había infinidad de huellas que correspondían a las patas de aves más pequeñas. Tal vez lo más interesante fuese un pequeño objeto gris, del tamaño de un cacahuete, situado bajo una viga del rincón más oscuro. Una caca de buho. La observé detenidamente. Se suponía que, por muy bien recibidos que fuesen los pájaros salvajes, un buho era persona non grata en el desván donde se reproducían las palomas. Debió de utilizarlo para dormir desde que el desván fue abandonado por las aves domesticadas y su protectora. A decir verdad, desde la partida de la prima Geillis. La caca era reciente, de color gris oscuro y aún estaba húmeda. Miré a mi alrededor y encontré dos más; sólo una había empezado a secarse y a adquirir un color gris más claro.

    De modo que los pájaros se habían marchado. No me extrañaba. Lo sorprendente era que William no los hubiese mencionado.

    Abrí las manos y, una vez libre, la paloma se posó a mis pies, junto a la puerta, y volvió a picotear. Salí del desván y cerré la puerta. La cerré con llave y esta vez me la guardé en el bolsillo y me la llevé. Bajé la escalera y salí nuevamente al jardín.

    William había dejado la bicicleta en el cobertizo de las herramientas y, tal como había prometido, había hinchado los neumáticos. No me habría sorprendido encontrar la mancha desaparecida en las abrazaderas de la bici, pero no estaba. Busqué y encontré lo que debía de ser el «lecho de Hodge en el cobertizo»: una gran pila de sacos, alfombras viejas y periódicos, situado en un rincón, detrás del cajón de té que hacía las veces de paragüero de bastones y una vara de abedul. Ni la más mínima señal del gato. Los sacos y los periódicos estaban fríos. Bajé por el sendero enlosado hasta el jardín de las hierbas y grité su nombre, pero sin hacerme ilusiones. Volví a casa. Como tenía la cena resuelta, ya no tenía ganas de bajar al pueblo. Decidí fregar un poco y ocuparme de las provisiones a la mañana siguiente.

    Probablemente el descubrimiento más insólito de aquella jornada fue comprobar que las tareas domésticas me divertían. La casa de mis padres, la casa del párroco, no era nuestra y, además, «ayudar a mamá» no es lo mismo que trabajar para ti en tu propia casa. Sin duda había sido ama de casa después de la muerte de mi madre y saboreado algunas satisfacciones, pero nunca con la embriagadora certeza de que el lugar y todo lo que contenía me pertenecían. De hecho, era lo primero que poseía. Durante la juventud nada había sido mío; hasta los juguetes y los libros de la niñez, los cuadros y los pequeños adornos del dormitorio fueron tranquilamente regalados y retirados cuando yo no estaba en casa, lo mismo que el conejo, el perro y todo aquello que creí que era mío. Ni a mi madre ni a mí se nos había pasado por la cabeza que las tonterías del presente son los tesoros del mañana. Simplemente sabía que habían desaparecido las naderías que configuran los hitos del paso de los años. Había llegado a Thornyhold prácticamente con las manos vacías, como una novia sin dote. Y ahora esto…

    La prima Geillis debió de percibirlo y entendió que Thornyhold y todo lo demás me ayudarían a desarrollar el fuerte sentimiento de propiedad que tenía, la necesidad de arraigo y el sentido de responsabilidad casi abrumador que suponía. Thornyhold y todo lo que contenía estarían a salvo conmigo.

    Durante el resto del día limpié mi cocina, hasta el último armario y el último estante. Fregué todos y cada uno de los trastos y lavé todas las piezas de la vajilla. Puse a remojar las cortinas en la bañera y saqué las esteras para que se airearan.

    Cuando me sentí realmente cansada y casi todo volvió a estar en su sitio, la cocina tenía otro aspecto. En realidad lucía tan bonita que salí, hice un gran ramo de ásteres y dragones que crecían en el enmarañado jardín del frente, lo puse en un florero y lo dejé en el alféizar de la ventana. Sobre la mesa había un mantel limpio y las fundas de los cojines de la silla Windsor y de la mecedora antigua acabaron en la bañera, junto a las cortinas. Mañana las tendería con la esperanza de que soplara una buena brisa que las secara.

    Anocheció y llegó la hora de cenar. Puse a calentar en el horno el pastel que Agnes me había enviado, subí y llené la bañera de agua caliente. Cuado me sequé y me puse la bata y las zapatillas, afuera era noche cerrada. Al correr las cortinas del dormitorio, oí un buho que ululaba a poca distancia. Pensé: mañana bajaré al pueblo y me ocuparé de la lista de la compra, el banco, las provisiones y el teléfono. Ya me ocuparía de limpiar lo que faltaba. ¿Podía retrasarlo hasta que alguien viniera a hacerme compañía? Presa de una extraña animación, me di cuenta de que no necesitaba compañía. Nunca en mi vida había sido tan feliz.

    Al abrir la puerta de bayeta rumbo a la cocina, me pareció oír un sonido que procedía del fondo. Un golpe seco, como de algo que cae. Franqueé la puerta. No había nada. La puerta trasera seguía abierta y salí unos segundos. La noche era cálida y olía a fresco y a dulce. Contemplé a través de los árboles el cielo tachonado de estrellas y los grupos de nubes que se deslizaban ociosamente. El buho volvió a ulular. Me pregunté si iba de camino hacia la percha del desván, pero en la noche nada se movió. Al volverme para entrar en casa, las aromáticas ramitas de menta rozaron mi bata y percibí el aroma del romero.

    La felicidad, fugazmente expulsada por la ligera preocupación ante aquel sonido inexplicable, retornó de sopetón. Busqué detrás del jazmín y saqué la llave del clavo. Entré en la casa caldeada y acogedora, en mi casa, y cerré la puerta. Le puse el cerrojo y eché los pestillos. Bebería una copa de jerez, cenaría y…

    Entré en la iluminada cocina.

    En el felpudo situado junto a la Aga había un gato. Flaco, con el pelaje enmarañado, los ojos grandes y las pupilas dilatadas, fijas y muy brillantes; allí estaba el gran gato negro de pecho y patas blancas, con el pelo del lomo erizado y rígido de miedo o de odio.

    Pero no hacia mí. El gato se desperezó, se irguió, habló y empezó a ronronear.


    Capítulo Doce


    —¿Fuiste tú quien mató a la paloma? — pregunté.

    Había pasado un rato. Lo primero es lo primero y el gato estaba famélico. Calenté un poco de leche y se la puse en un cuenco. Luego busqué una lata de alimento para gatos que había visto en un armario y le di tanto como me atreví. Los devoró vorazmente pero con modales impecables, se desperezó, saltó a la silla Windsor y empezó a asearse. El gato se limpió mientras yo bebía el jerez; se limpió mientras servía la cena; se limpió mientras comía una manzana y sólo cuando terminé mi taza de café consideró que estaba en condiciones de repantigarse al amor de la lumbre y se enroscó, ronroneando a toda marcha y sin dejar de mirarme con los ojos muy abiertos.

    —No te molestes en responder —le dije—. Fue una pregunta disparatada. Si la hubieras matado, te la habrías comido. Pero no fuiste tú, ¿eh? Porque evidentemente eres Hodge, ¿no?

    Lo confirmó con un movimiento de la cabeza y un centelleo de esos ojos extraordinarios.

    Me serví otra taza de café, tomé asiento en la mecedora, frente al gato, y me puse a pensar.

    Hodge era el gato de la prima Geillis. Había desaparecido cuando ella dejó Thornyhold. Retornó cuando yo me presenté y tuve la casa para mí. Fue el gato que, dicho sea de paso, debió de producir el sonido que me perturbó al bajar después de bañarme.

    Estaba muy contenta de verlo. Ahora Hodge estaba en casa y a salvo. Me apercibí de lo mucho que su desaparición y su posible muerte me habían preocupado. «Cuida de Hodge. Me echará mucho de menos». Era la única cosa concreta que la prima Geillis me había pedido y yo no había podido cumplir. Por añadidura, pese a que había pensado que no necesitaba compañía, me alegraba de contar con este compañero ideal: Hodge, el gato de la casa.

    El gato de la bruja.

    Eso había dicho William, ¿no? El gato de la bruja. Y Hodge había desaparecido, para morir de hambre o correr una suerte aún peor, cuando ella se fue. Pero había retornado ahora que yo estaba en casa.

    «¿Usted también es bruja?», había preguntado William.

    Reí y dejé la taza vacía sobre la mesa.

    —¿Lo soy? — pregunté a Hodge—. Digamos que pronto lo averiguaremos. Me voy a la cama. ¿Tú dónde duermes? Ah, comprendo, tendría que haberlo sabido.

    Cuando me levanté, el gato saltó de la silla y, con la cola enhiesta, se dirigió a la escalera. Cuando estaba a punto de meterme en la cama, vi que Hodge se me había adelantado, estaba hecho un ovillo junto a la almohada, y ronroneaba.

    Además de hambriento debía de estar cansado. Antes de que yo conciliara el sueño, el ronroneo cesó de pronto y el gato de la bruja se quedó profunda y silenciosamente dormido.

    Desperté, al parecer inmediatamente. Aunque aún era de noche, supe que había dormido a pierna suelta porque estaba totalmente despierta y descansada. Además, deseaba dejar la cama. La sensación de encierro me llevó a buscar aire.

    Bajé de la cama procurando no despertar al gato y caminé sigilosamente hasta la ventana.

    Tras las ramas más altas titilaban unas pocas estrellas y la luna rodeada de nubes. Esa pálida luz sólo servía para resaltar la negra tracería de las ramas. Mi propia visión nocturna era extraordinariamente precisa: habría jurado que vi con toda claridad una pareja de buhos sentados en lo alto de un haya, más allá del cobertizo de las herramientas. Estaban agazapados junto al tronco y al observarlos un buho se alargó hasta ser tan alto y tieso como un leño, girando la cabeza con ese movimiento tan propio de su especie. Observaba algo que ocurría más lejos, detrás de los árboles.

    Una luz. Una luz amarilla, baja y cimbreante. Acompañada de un sonido mucho más lejano. Aunque parezca increíble, un grupo de personas cantaba. No era como las canciones que conocía, sino un cántico suave, casi una endecha sin melodía, pero con una cadencia marcada y constante que coincidió con el ritmo cardíaco que percibí con claridad al asomarme por la ventana y que gradualmente lo dominó.

    Fue como mirar desde lo alto un mar encrespado: el latido rítmico, las suaves bocanadas de viento entre las ramas, la luz movediza y atrayente se confabularon para arrastrar a la soñadora hacia la oscuridad de la noche.

    Pero yo no estaba soñando. No estaba dormida. El dormitorio y el jardín me eran conocidos y desde alguna parte, como en respuesta a la música, un perro ladró desesperado. Estaba segura de que era el mismo que había oído la noche pasada. En el antepecho de la ventana, a mi lado, estaba Hodge, con el pelaje erizado, los ojos desmesuradamente abiertos y mostrando la lengua y los dientes mientras escupía y siseaba contra la oscuridad.

    El gato de la bruja. Lo que oí y lo que dejó traslucir la luz que llamaba hacia lo más profundo del bosque era una reunión de brujas. El aquelarre de la asamblea local. Lo supe como si el conocimiento hubiera llegado en una sesgada ráfaga de esclarecimiento, fue una certidumbre a la velocidad del hechizo. Por lo tanto, era cierto que aún había brujas. Y quizá también fuese cierto que la prima Geillis había sido una bruja. ¿Y acaso lo que ocurría era una prueba de que yo, la segunda Geillis de Thornyhold, formaba parte de las elegidas? Era una idea embriagadora, un flujo de poder fuerte, frío y enternecedor que recorrió mi cuerpo y mi cerebro.

    En ese instante el gato Hodge saltó del antepecho hacia la oscuridad. Al estirarme para cogerlo, ya que había demasiada altura incluso para un gato, perdí el equilibrio y caí.

    No llegué al suelo. Tampoco puedo decir que fuera una caída. El viento y el movimiento del aire nocturno me arrancaron de la ventana y me trasladaron por encima de los árboles con la misma facilidad que si hubiera sido un pájaro o una hoja seca. A mi alrededor el aire estaba tan boyante y resistente como el agua. Dominaba mi avance como si nadara. Meneé la cabeza y mis cabellos se desplegaron al influjo del aire. Entreabrí los labios y bebí el néctar de mi vuelo. El éxtasis llegó hasta el último poro, el último cabello. Era el poder y la gloria. Exigiera lo que exigiese, merecía la pena.

    Debajo, inmóvil como si no hubiera viento, el bosque se extendía en calma por la negrura. La corriente de aire que me transportaba fluía entre las ramas negras y las estrellas. Fluía entre los mismos astros, por encima de la luna. La luna se hundió en el firmamento, poco después se esfumaron los árboles y delante de mí, en la negrura, apareció una colina que trazó una curva negra que atravesó la cara de la luna. En la colina había piedras, impresionantes menhires, algunos caídos, otros en pie, situados aparentemente al azar sobre la hierba. La luz que desde la ventana me había atraído serpenteaba entre las piedras y finalmente se detuvo.

    Me dejé caer hacia la luz, aterricé sin esfuerzos, tan suavemente como una gaviota en el mar, y muy cerca vi la forma caída de una piedra inmensa y encima un cuenco donde la llama amarilla flotaba en un charco de aceite de dulce fragancia. Junto al cuenco había un rimero de algo que no reconocí: ¿plumas?, ¿un ala desplegada? Una paloma negra con el cogote retorcido.

    Las sombras se movían entre las piedras. Personas. Aunque apenas eran visibles, a mi alrededor sonaba el mismo cántico rítmico e ininteligible que el viento había transportado hasta Thornyhold.

    Vacilante, sin miedo pero llena de respeto y de un entusiasmo profundo y cosquilleante, me acerqué a la piedra iluminada. La hierba estaba helada bajo mis pies descalzos. Me resultó muy agradable. Mi cuerpo ardía, como si se hubiese empapado con agua muy caliente. La vertiginosa euforia del vuelo amainó. Me escocían los ojos. Pese a ser suave, la luz me hacía daño, era como si tuviese arenilla en los párpados. Estiré la mano hacia la piedra caída. Noté que los seres quiméricos se apiñaban más cerca y que el canto crecía y se elevaba entre las piedras erectas. La luna casi había desaparecido. Sólo se perfilaba un borde cobrizo y una nube le marcaba la cara.

    Alguien se interpuso entre la piedra y yo, una mujer alta vestida con una larga capa que se arremolinaba a su alrededor. Me resultó conocida, como el recuerdo del estanque en el prado cuando tenía seis años.

    —¿Prima Geillis? — grité pero no emití sonido alguno.

    Aunque la mujer no se movió, sonó un frufrú a mis pies y bajé la mirada. Era un erizo quejica y resollante que hurgaba con su hocico entre la hierba. Un pájaro levantó el vuelo a la altura de mi talle, una ráfaga de oscuro azul martín pescador que resaltó incluso bajo la luz mortecina de la luna. Y detrás saltó el gato Hodge, una sombra minúscula entre las demás sombras. Se lanzó siseando entre mis pies y tropecé. Caí de bruces. La hierba estaba sorprendentemente mullida y había perdido su frialdad.

    Unas manos me sujetaron con delicadeza y me pusieron boca arriba. Vi rostros que nadaban a contracorriente de la oscuridad en medio de la luz amarillenta. La mayoría me resultaron desconocidos, difusos y tornadizos a medida que los observaba, como las caras que se ven en un sueño. En primer plano e inmutables aparecieron dos rostros que conocía.

    —¿Está bien? — preguntó Jessamy Trapp con tono de preocupación.
    —Claro que sí. — Agnes me sonrió triunfal y presuntuosa—. Siempre lo supe, ¿no? Señora mía, es usted excelente… y la próxima vez será aún mejor. Ahora cierre los ojos y la devolveremos a su sitio.

    Se me cerraron los ojos antes de que terminara de pronunciar esas palabras, como si fuesen los ojos de una muñeca que carece de voluntad. Experimenté de nuevo una levísima sensación de flotar o de ser elevada y luego, nada. Como si la orden de Agnes hubiese abolido mi conciencia, me desmayé o caí en un profundo sopor porque al abrir los ojos volvía a estar en Thornyhold, en mi cama, la ventana estaba cerrada, el gato Hodge dormía a mis pies y era de día.

    Y desperté y concluí que había sido un sueño.

    En medio de las persistentes brumas del sopor profundo, me llevó mucho tiempo librarme de los efectos del sueño. Porque tenía que haber sido un sueño. Bajo la apacible luz del día, las llamadas de la brujería eran imposibles y erróneas.

    Sólo pudo ser un sueño. Me recosté en las almohadas y pensé. Debo reconocer que me sentía como si hubiera pasado la noche volando para asistir a un aquelarre más que descansando, incluso como si hubiese tenido sueños violentos en mi propio lecho. Me dolía la cabeza, aún persistía la sensación de tener arenilla en los párpados y en mi piel perduraba un ligero residuo de calor. La ropa de cama olía a sudor y, aunque yo sabía que al tener una pesadilla poderosa se sudaba, este olor era distinto.

    Por Dios, ¿acaso significaba que había volado —volado— por encima de las copas de los árboles, que había visto una asamblea de brujas danzando entre las piedras de los druidas y que había intentado llegar hasta la que probablemente era la luz del altar? ¿Un altar en el que Jessamy y Agnes Trapp se movían entre los participantes, en el que había una sombra alta parecida a mi difunta prima Geillis y al que habían llevado como ofrenda la paloma muerta del desván de Thornyhold?

    Me convencí de que todo apuntaba a que había tenido una pesadilla espantosa. El sueño se componía de los elementos del día anterior y del pasado lejano: el erizo, el martín pescador, la prima Geillis. Por muy imposible que fuese, suponiendo que fuera verdad, ¿por qué los Trapp me habían devuelto a casa? ¿Cómo habían entrado? Las dos puertas de abajo estaban cerradas con llave y pestillos. Bajo la luz matinal, mientras un reyezuelo cantaba entre los arbustos, me negué a creer que los Trapp hubiesen volado conmigo a través de la ventana del dormitorio. ¿Y si yo misma la hubiera cerrado y le hubiera puesto mágicamente el pestillo en cuanto se fueron?

    El gato Hodge abrió los ojos, estiró una pata y se desperezó.

    —¿Anoche estuviste volando? — le pregunté.

    No me respondió o sólo esbozó una negativa. Sin duda el gato se había movido durante la noche, pues se había dormido pegado a mí y ahora estaba casi al pie de la cama, encima de la bata que había dejado allí.

    Pero eso no demostraba nada. La sensatez (tan fácil de asumir a la luz del día) sostenía que Hodge no había sido más que parte de una pesadilla provocada, probablemente, por la falta de ventilación del dormitorio. Como me había olvidado de abrir la ventana…

    Yo no me había olvidado de abrir la ventana. Recordé claramente que la había abierto antes de acostarme… y ahora estaba cerrada.

    Me quedé mirando la ventana cerrada mientras el sentido común libraba con la imaginación una batalla que estaba perdida de antemano. Tal vez las viejas cuerdas de la ventana habían cedido y ésta se había cerrado por su cuenta y riesgo (¿sin despertarme?) y en el calor del dormitorio yo había dormido demasiado profundamente y tenido un mal sueño. Un sueño lo bastante vivido para dejarme agotada y con resaca. Pero ahora estaba despierta, el día era soleado, normal, Hodge estaba en casa y el trabajo me esperaba. El trabajo es la solución para cualquier tipo de pesadilla. En primer lugar, limpiaría el dormitorio y cambiaría la ropa de cama.

    Aparté las mantas, posé los pies en el suelo y me estiré para coger la bata.

    —Sal —dije a Hodge—. Tendrás que…

    Me quedé muda. El gato se había movido al mismo tiempo que yo y en ese momento saltó al suelo, bostezó y se desperezó. En el sitio donde había estado tendido, entre los pliegues de mi bata, había una brizna de hierba seca, aplastada por su peso. Y entre la cama y la ventana, amarilla contra el verde de la alfombra, yacía una hoja seca.

    En una ocasión leí unas palabras de Coleridge que se grabaron para siempre en mi memoria. Aunque entonces no habría podido citarlas literalmente, mientras estaba sentada en el borde de la cama, con el brazo paralizado al intentar coger la bata, su esencia me inundó y ahogó los débiles forcejeos del sentido común: Sí alguien pasara por el Paraíso en un sueño y le ofrecieran una flor como prenda de que su alma estuvo realmente allí, y si al despertar se encontrara la flor en la mano. Ay, ¿qué ocurriría entonces?

    Eso… ¿qué ocurriría?

    Tampoco tenía respuesta una mujer que había pasado por un sombrío anexo del Otro Mundo y que al despertar, como prueba, halló plantas secas.

    Arriba sonó un farfulleo, unos rasguños y unas garras que escarbaban. Hodge alzó bruscamente sus ojos amarillos entrecerrados y concentrados.

    —Me olvidé de subir agua —dije y para hablar tuve que carraspear.

    Alcancé la bata, devolví a Coleridge a sus nubes de opio y decidí darme un baño.

    Una vez bañada y vestida, el sueño se difuminó, como suele ocurrir, y se desdibujaron aún más las ideas que había desencadenado. Antes de preparar el desayuno le abrí a Hodge la puerta trasera (que seguía cerrada a cal y canto), llené de agua la jarra esmaltada y la subí al desván.

    Abrí la puerta con delicadeza y entré. En el desván había dos palomas. Una, mi amiga de ayer, picoteaba el suelo, y en el alféizar, observándome con un ojo del color de un ópalo mexicano, estaba la nueva, una paloma gris azulada y con las alas a rayas blancas. Emitió un suave gorgorito y pasó el peso del cuerpo de una pata a la otra, como si estuviera inquieta. Repartí un puñado de semillas y me agaché para llenar de agua el abrevadero. La paloma gris azulada bajó en picado y se acercó a beber.

    Entonces vi la anilla que llevaba en la pata.

    Sujeté al ave con sumo cuidado y dulzura. No intentó escapar. Logré separar la minúscula anilla. Deposité a la paloma en el suelo y la dejé comer.

    Me acerqué a la buhardilla y desplegué el delgado papel. Contenía un mensaje escrito con letras mayúsculas muy pequeñas.

    Bienvenida, querida, de parte de tu prima Geillis.


    Capítulo Trece


    Cuando después de comer partí a Arnside, tomé la buena precaución de cerrar las dos puertas con llave.

    Arnside era una pequeña y agradable población con plaza de mercado empedrada, pocas tiendas pero buenas y una iglesia demasiado grande para las almas con que entonces contaba. Como la variedad de tiendas no era amplia, pronto hice una selección y me apunté para comprar comestibles y carne. Adquirí lo que pude, fui al banco y me presenté al director, un hombre simpático apellidado Thorpe, que habló con afecto de mi prima Geillis y se mostró más que dispuesto a ayudarme en lo que pudiese. Le entregué las cartas de Martin Martin y firmé los papeles para abrir una nueva cuenta. El director me dijo que tenía un saldo muy estimulante. Cuando le pregunté qué tenía que hacer para que me instalaran el teléfono, el señor Thorpe llamó inmediatamente a la compañía. Me dijo que aún no era fácil instalar una nueva línea pero que, dado que Thornyhold estaba muy aislado, creía que podría presionar en mi nombre y seguramente dispondría de teléfono antes de la llegada del invierno. También me dijo que conocía el taller de Hannaker en St. Thorn y que estaría a buen recaudo en manos del taxista cuando decidiera comprar un coche.

    Por último, cuando mencioné a la señora Trapp, el director del banco llamó en mi nombre a Martin Martin y abandonó su despacho mientras yo hablaba. La respuesta del bufete de abogados me tranquilizó: por supuesto que habían informado a la señora Trapp de la inminente llegada de la señorita Ramsey en septiembre y, dado que ocasionalmente la señorita Saxon le había proporcionado trabajo, la señora Trapp disponía de una llave o, mejor dicho, sabía dónde se guardaba. Asimismo, los abogados habían considerado que era la persona más apropiada para preparar la casa para mi llegada. Me preguntaron si todo iba bien y si estaba satisfecha con el estado en que lo había encontrado todo. Les aseguré que sí, les di las gracias, agradecí su colaboración al señor Thorpe y luego, basándome en el boyante estado de cuentas en el banco, entré en la ferretería contigua y compré, con una sensación de disparatado placer, el primer regalo para mi nuevo hogar: un par de paños de cocina y tres trapos amarillos.

    Luego emprendí el regreso. Después de recorrer un par de kilómetros por la carretera principal, mi camino se bifurcaba por desoladas carreteras vecinales que serpenteaban a la sombra de hondos barrancos cubiertos de hiedra y coronados de árboles. Aquí y allá, a la vera del camino aparecían canteras abandonadas mucho tiempo atrás, de las que se habían extraído la grava para las carreteras. Ahora estaban pobladas de endrinas y zarzamoras y noté que el sol relumbraba en la fruta a punto de alcanzar la madurez. Me acordé de los tarros vacíos del cobertizo para herramientas, a punto para la jalea de zarzamoras que me proponía preparar…

    La felicidad se compone de pequeñeces como ésta. Pedaleé rumbo a casa al son de las latas que tintineaban en la cesta y al cabo de un rato llegué a la verja de entrada a Thornyhold.

    Al pasar junto a la casa del guarda vi a Agnes en el diminuto patio lateral, tendiendo varias toallas y un par de camisas a cuadros que sin duda pertenecían a Jessamy.

    Agnes puso la bolsa de las pinzas en el tendedero, saludó con la mano y dio un paso hacia mí. Me detuve al ver que se acercaba sonriente.

    —¿Ha ido a la ciudad?
    —Sí. Lo he pasado muy bien. El viaje es una maravilla, ¿no le parece? Aunque hacía muchos años que no montaba en bici, reconozco que es cierto que jamás se olvida. Cuando llegué al final de la calzada de acceso me sentía segura y encontré muy poco tráfico en la carretera principal.
    —Los días de mercado es pesado porque bajan todos los agricultores. El pueblo es muy bonito, ¿eh?
    —Precioso. No estuve de exploración porque quería volver temprano, pero parece haber muchos sitios interesantes. La iglesia es una maravilla y semeja una catedral. ¿Tocan buena música?
    —¿Música? — La señora Trapp parecía desconcertada—. No entiendo mucho de música. Además, nunca estuve en la iglesia. ¿Así que usted es de las que van a misa?

    Eché a reír.

    —Me educaron para asistir puntualmente.

    Me miró de reojo.

    —Más que a su tía.
    —No era mi tía, sino mi prima. Sus palabras no me sorprenden. Por lo que recuerdo, no era precisamente muy creyente.
    —Hmmm. — Asintió, como si yo acabara de confirmar algo. Volvió a mirarme con interés—. ¿Va todo bien en la casa? Da la sensación de que no ha dormido. ¿Le han molestado los pájaros del desván? Jessamy me habló de la paloma. Solían entrar a comer todo tipo de aves. Son sucias. Para mí sólo son bichos, pero ella les tenía afecto porque era una dama de tomo y lomo. ¿Le impidieron conciliar el sueño?
    —No. En realidad, sólo había un pájaro y no lo oí.
    —Debió decirle a Jessamy que lo trajera junto con la paloma muerta y tendría que haber cerrado la ventana.
    —Lo pensaré. Le agradezco su interés, pero dormí a pierna suelta.
    —Me alegro. La encuentro un poco pálida. Espero que mis preguntas no le parezcan impertinentes.
    —De ninguna manera. — Como las preguntas eran excesivas tratándose de un interés circunstancial, decidí sondearla—. A decir verdad, tuve una pesadilla.
    —Es muy desagradable, sobre todo si una está sola. ¿Qué clase de pesadilla tuvo?

    Sin duda no se trataba de una pregunta casual.

    —Lo he olvidado —repliqué indiferente—. No… tenía algo que ver con música. Ya sabe cómo son los sueños. Resultan muy vividos pero se desvanecen nada más despertar.
    —Como era una pesadilla, pensé que había soñado conmigo. — Rió jovialmente y me miró de soslayo.
    —Pues debe reconocer que creo que usted tuvo algo que ver… —comenté lentamente—. Acabo de decir algo descortés, ¿no? Ah, sí, hay algo que quería preguntarle. Por la noche ladra un perro… al parecer muy cerca de Thornyhold. ¿Sabe de quién es y dónde está? Ladra… bueno, me pareció que el animal no estaba muy bien.
    —No tengo ni idea. En el campo uno se acostumbra a los ruidos. Jamás lo oí.
    —Olvídelo. Tengo que volver a casa. Ah, señora Trapp…
    —Agnes, llámeme Agnes.
    —Agnes, ¿en qué momento las zarzamoras estarán a punto para preparar mermelada?
    —Si sigue este sol, la semana próxima encontrará para dar y repartir. Crecen por aquí, a lo largo del camino que cogió.
    —Lo sé. Las he visto.
    —¿Preparará su propia mermelada?
    —Sí, por supuesto, siempre y cuándo encuentre la receta. La señorita Saxon ha dejado una buena reserva de azúcar. Prefiero hacer jalea en lugar de mermelada, pero nunca recuerdo las cantidades y mis libros aún no han llegado. ¿Puede darme una buena receta?
    —Podría, pero es mejor que busque la de la señorita Saxon. Tiene montones de libros y seguro que encontrará alguna receta. Siempre probaba cosas nuevas y, cuando salían bien, apuntaba personalmente las recetas. Sus mermeladas y confituras eran deliciosas, las mejores del mundo.
    —¿De veras? En ese caso, procuraré encontrar la receta. ¿No se la pasó?
    —Jamás transmitió sus recetas a nadie. Pero si logra encontrar el libro de la señorita Saxon y si a usted no le molesta, me encantaría verlo. Lo busqué en la cocina cuando bajé los libros para quitarles el polvo, pero no lo encontré. Supongo que está en el cuarto del sosiego, junto a las mezclas que preparaba. Hacía aguardientes y otros brebajes, a los que llamaba cordiales. Eran excelentes. Pero el último año no se tomó tantas molestias. ¿Alguna vez ha preparado aguardientes?
    —No, pero me encantaría aprender. Buscaré las recetas y quizá podamos intentarlo.
    —Con sumo gusto. ¿Prepara sus propias hornadas? — Echó un vistazo a la harina para pan que llevaba en la cesta—. ¿Ha resuelto sin dificultades lo de los cupones de racionamiento? Veo que consiguió un buen pollo. Se lo ha comprado a Bolter ¿verdad? Ha tenido suerte, el granjero le vendió dos huevos. Hoy valen como el oro, así que vaya con cuidado para que no se rompan si chocan con las latas. Si quiere le dejo una huevera.
    —Gracias, pero no es necesario. Casi estoy en casa y voy con cuidado. Luego sólo tendré uno por semana, pero hoy me tocó recoger la ración de dos semanas.
    —Bueno, cuando conozca mejor a la gente de aquí… —Dejó estar la frase y añadió significativamente—: Su tía nunca se privó de nada.
    —Eso parece. Su alacena es todo un espectáculo. Adiós, Agnes. Hace un día perfecto para que la ropa se seque, ¿no le parece? He hecho la colada y supongo que ya estará seca para plancharla.

    Cuando llegué a casa llevé directamente la bici al cobertizo y me sobresalté al ver que la puerta trasera estaba abierta. William apareció en el umbral.

    —¡William! ¿Cómo entraste?

    Estaba tan entusiasmado que hizo caso omiso de mi pregunta.

    —Ay, señorita Geillis, ¿sabe que Hodge ha vuelto?
    —Sí, regresó anoche. William, ¿cómo entraste en casa? Calma, no me molesta tratándose de ti, pero estaba convencida de haber cerrado con llave todas las puertas y sé que la trasera tenía puesto el pestillo. Salí por la puerta principal.
    —Bueno, el pestillo de la ventana de la cocina trasera está roto. Hace siglos que no funciona y la señorita Geillis no se molestó en repararlo. Cuando llegué, vi a Hodge sentado en el antepecho, pensé que acababa de volver a casa y que estaba hambriento, así que entré y le serví leche. ¿De verdad que no le molesta?
    —No, no me molesta.
    —¡Usted aseguró que volvería! ¿Cómo lo encontró? ¿Dónde se había metido?
    —Anoche a última hora regresó por su cuenta. Estaba muerto de hambre y daba la impresión de que se había llevado un buen susto. William, ¿sabes si la señorita Geillis criaba palomas?
    —Tenía un palomar en el desván. Dejaba entrar a todo tipo de aves. Yo la ayudaba a darles de comer. Antes de que la ingresaran en el hospital, vino alguien con un gran cesto y se llevó las palomas. Permítame llevar sus cosas. Caray, cómo pesa. ¡Vaya, ha comprado dos latas de comida para gatos y Hodge ha olido el pescado! No hacía falta que le preguntara si Hodge había vuelto. Parece que es el único que va a comer.

    Reí mientras lo seguía hacia el interior de la casa.

    —Tengo un pollo y dos huevos, de modo que no me moriré de hambre a menos que Hodge también quiera probarlos.
    —Es probable que lo intente. Le he traído huevos de parte de mi padre. Para eso he venido. Hay una docena de huevos rubios. Están sobre la mesa de la cocina.
    —¡Qué maravilla! Muchísimas gracias. Agradéceselo a tu padre en mi nombre. William, ¿dónde vives?
    —En dirección a Tidworth. La finca se llama Boscobel. Mejor dicho, antes se llamaba Granja Taggs, pero papá le cambió el nombre.
    —Boscobel me gusta más. ¿Tu padre es granjero?
    —¡Qué va! Ya no es una granja, sino una casa. Papá escribe.
    —¿Y qué escribe?
    —Libros. Nunca los leí, mejor dicho, no he leído ninguno de cabo a rabo. En una ocasión lo intenté, pero se me hizo cuesta arriba. Creo que es muy famoso, pero no firma con su nombre.
    —¿Cómo firma?
    —Peter Vaughan. ¿Ha leído alguno de sus libros?
    —Creo que no, pero el nombre me suena. Ahora que te conozco, echaré un vistazo a sus obras. ¿En este momento está escribiendo?
    —Sí. Por eso la mayor parte del tiempo está de un humor de perros. Es la razón por la que salgo —añadió William llanamente—. Cuando escribe no me soporta en casa.

    Parecía el eco de un comentario muy frecuente. Sonreí.

    —¿Y tu madre? ¿También se oculta de tu padre?
    —Ha hecho algo mejor: nos ha dejado. — Su tono era realmente indiferente—. ¿Hodge ya ha comido?
    —Sí. Le di de comer antes de irme. Si quieres, dale un poco de pescado mientras guardo las provisiones.

    Cuando regresé a la cocina, vi a Hodge bajo la mesa, con el morro en un plato, y a William arrodillado a su lado. El crío tenía una expresión embelesada y tierna. Evoqué mi propia infancia, tan rica en cuidados prácticos, tan carente de las satisfacciones reales de una niña solitaria e imaginativa. Ya me había preguntado por qué motivo un chaval tan alegre estaba dispuesto a pasar tanto tiempo con mi prima —que tenía la edad suficiente para ser su abuela— y ahora conmigo. Muchas cosas habían quedado explicadas: el padre ensimismado, la madre ausente, las interminables vacaciones escolares. No tenía por qué remorderme la conciencia si dejaba que se quedase y me ayudara; probablemente su padre sabía dónde estaba. Pronto tendría que presentarme en Boscobel, darme a conocer y averiguar si necesitaban o no al niño en su casa.William alzó la vista.

    —¿En qué está pensando? Parece apenada.
    —No estoy apenada —respondí—. No pensaba en nada importante.

    Lo primero era verdad y lo segundo mentira. Estaba pensando en tres cuestiones. La primera consistía en que Agnes Trapp había controlado el contenido de mi cesta y no le había parecido necesario comentar la presencia del par de latas de alimento para gatos y el paquete húmedo y maloliente de sobras de pescado que protegía los huevos. ¡Y eso que Agnes se fijaba en todo!

    Por lo tanto, sabía que Hodge estaba en casa.

    En segundo lugar, me había preguntado con interés si había pasado buena noche.

    En tercer lugar, la noche anterior había existido un modo de entrar en casa si alguien sabía que el pestillo de la ventana de la cocina trasera estaba roto. Y si William podía colarse y abrir la puerta, Jessamy también.

    Era un disparate, una pesadilla, pero cabía la posibilidad de que la noche anterior Agnes y su hijo Jessamy hubiesen estado en mi dormitorio y colocado la hierba y la hoja seca. ¿Era posible que en aquel instante de duermevela se hubiesen inclinado sobre mi cama y hubieran visto a Hodge… aunque sólo fuese una visión fugaz mientras el gato saltaba de la almohada y corría a ocultarse?

    ¿Por qué? William me había contado que Agnes puso todo patas arriba «mientras buscaba algo» y era evidente que me había presentado demasiado pronto para su gusto. Había rechazado su propuesta de ayuda para limpiar y desde entonces mantuve cerradas las puertas. Era un verdadero disparate. Si quería registrar la casa, sería mejor que esperase a que yo saliera, como hoy, en lugar de entrar por la noche y correr el riesgo de despertarme… A menos que me hubiera drogado. Eso era aún más inverosímil. ¿Cómo y cuándo? ¿Mientras estaba en el baño? ¿Con el sonido que había oído? Más fácil aún, ¿con el pastel de carne que me había dado para cenar? ¿Le puso una droga para que yo durmiera profundamente y la droga provocó esa pesadilla increíble de imaginación y fantasía? Olvídalo, Gilly, y no te creas que esa mujer es otra cosa que afable y servicial, o que este sitio tiene algo extraño y que su conducta está relacionada con la casa, porque Thornyhold es el paraíso y lo adoras.

    —William —dije bruscamente—, ¿a qué hora viniste… a qué hora te presentaste en casa?
    —Alrededor de las dos. Supongo que usted acababa de irse porque la señora Trapp apareció enseguida y comentó que la había visto cruzar la verja principal.
    —¿Estuvo aquí?

    Mi tono lo alertó y me miró.

    —Sí.
    —¿Para qué vino?
    —No me lo dijo. Le llamó la atención que usted hubiese lavado las sábanas porque estaban limpias. Le dije que le había traído huevos y comentó que los guardaría en la alacena y entraría las sábanas porque estaban secas. Le respondí que no podría entrar porque las puertas estaban cerradas con llave y que usted se había llevado la de la puerta trasera. Yo pensaba limpiar el jardín y esperarla. — Guardé silencio y William añadió—: Verá, volví a cerrar la puerta. Le di leche a Hodge y salí a buscar los huevos porque no pude entrarlos cuando me colé por la ventana. La vi acercarse por el bosque, de modo que cerré la puerta y me guardé la llave en el bolsillo.

    Respiré hondo.

    —Creerá que no confío en ella —comenté indecisa.
    —La señorita Geillis no confiaba en ella y me lo dijo claramente.
    —¿Cómo? — Un vestigio de mi educación puritana me llevó a pensar que era impropio permitir que un niño se expresara en esos términos, pero William era más sensato que la mayoría de los adultos que yo conocía. Además, necesitaba la información—. ¿Vio a Hodge o le dijiste que había vuelto?
    —No. Hodge subió después de beber la leche. No le dije nada porque la señora Trapp odia a Hodge y el gato a ella. Por eso se largó. La señora Trapp pensaba ahogarlo después de la muerte de la señorita Geillis.
    —¡William!
    —Es la pura verdad. Le oí decirlo.
    —¿A quién?
    —A Jessamy. Es un buen chico, pero algo simplón, le tiene miedo y hace lo que ella le dice.
    —Comprendo. — Ahora un montón de cosas estaban claras. Decidí considerar racionales los temores de William—. ¿Por eso estabas tan preocupado por la ausencia de Hodge?—El chaval asintió—. ¿Y por los platos de comida que no probó?
    —Sí. No le dije nada para no inquietarla.
    —Probablemente no hubo ningún problema con los platos. Además, no encontraste el sitio cubierto de pájaros y ratones de campo muertos, ¿verdad?
    —No.

    En ese momento William sonrió, supongo que aliviado porque no me había reído de él. Ciertamente, yo no tenía la menor gana de reír. Luego de una pausa, añadí lentamente:

    —Escúchame, William, es posible que sea verdad, pero es importante llevarse bien con los vecinos, así que tómate con calma la relación con la señora Trapp, aunque te caiga fatal, ¿de acuerdo? Y, lo que es mucho más importante, aunque a Hodge no le caiga bien. De momento ha sido muy cordial conmigo y quiero que la relación perdure en ese plano. ¿De acuerdo?
    —De acuerdo —replicó William el sensato—. También fue buena con papá y conmigo. Nos preparó pasteles y otras cosas y hay que reconocer que es una cocinera estupenda. Solía presentarse y hablar y papá no lo soportaba. Ya le he dicho que incluso me echa a mí cuando está ocupado. Debo admitir que la señora Trapp no me cae mal. Es por Hodge.
    —Probablemente sólo fue una broma. No debe ser muy fácil ahogar a un gato adulto… en el caso de que se deje atrapar. Además, ahora no corre ningún peligro.
    —Todos estamos a salvo —afirmó William, a medias para sí y otro tanto para Hodge, que se había apartado del plato y empezaba a lamerse los belfos—. Si está de acuerdo, seguiré quitando maleza. — Se detuvo en el umbral—. Antes de que se me olvide, ¿ha visto que la mancha de la bici vuelve a estar en el estante del cobertizo? Supongo que llegó volando.


    Capítulo Catorce


    El año siguió su curso hacia un otoño maravilloso. Los días transcurrían luminosos y apacibles o con una ligera brisa que arrancaba hojas de los árboles. Los castaños de Indias fueron los primeros en transmutar el color de las hojas hasta adquirir un vivo amarillo dorado, y luego le tocó el turno a los cerezos, que pasaron del escarlata al azafrán y al jade. Hasta entonces no había habido una sola helada. Los ásteres y los crisantemos del jardín despedían un aroma intenso y dulce. Una mañana descubrí azafranes de otoño junto a la puerta de entrada y contra la pared norte las candelillas con flores como uvas comenzaban a alargarse en sus preparativos para el invierno.

    Físicamente, nunca en mi vida había trabajado tanto ni había sido tan dichosa. Llegó mi equipaje, así como los muebles y enseres que había conservado de la casa del párroco. Antes de acomodarlos, emprendí la limpieza a fondo de la casa. Barrí, fregué y saqué brillo al salón, al cuchitril, al comedor y al vestíbulo. Un día Jessamy Trapp se presentó con su madre y se ofreció a subir al tejado para limpiar los canalones. Agnes apareció dos o tres veces y me propuso ayuda con tanta insistencia que pensé que necesitaba el dinero, por lo que al final le pedí que limpiara la antigua cocina, las dependencias posteriores y, sospecho que con toda intención por mi parte, el palomar. Para ser justa, debo reconocer que hizo bien su faena aunque parece que el palomar fue demasiado ya que, después de darle las gracias y de pagarle, no se le ocurrió volver y me dejó en paz.

    Al final la casa quedó tan limpia como era posible: fregada, lustrada y con olor a flores otoñales. Pasé dos o tres días muy agradables reorganizando las habitaciones a fin de incluir mis pertenencias y dejé para el último momento la cuestión de colgar los cuadros, que siempre es una tarea lenta. Después de la limpieza, había vuelto a poner en su sitio la mayoría de los cuadros del vestíbulo y del salón, pero guardé uno o dos a fin de hacer lugar para los míos: estudios de flores que yo misma había pintado tiempo atrás y que mi padre consideró lo bastante buenos para enmarcarlos. Pensé que combinarían bien con las pinturas de la prima Geillis, acuarelas bonitas, el tipo de pintura con la que es fácil vivir. Su gusto había sido convencional y apagado; parecía que había concentrado su espíritu y sus energías en el cuidado del jardín y del cuarto del sosiego.

    Uno de los cuadros había despertado mi curiosidad. Se trataba de un dibujo sombreado, muy desteñido, de Thornyhold vista desde el mirador, la pared sur despojada de enredaderas y trepadoras, por lo que apenas era reconocible. El jardín también era distinto, con senderos que trazaban líneas curvas a través del césped muy recortado y arriates entre los caminitos. El seto circundante apenas llegaba a la altura del pecho.

    No era sorprendente que hubiese encontrado una «vista» de la casa realizada muchos años antes. Lo que me llamó la atención fue la firma: el monograma de una G y una S entrelazadas. ¿Geillis Saxon? No era posible que hubiese visto Thornyhold con ese aspecto. Por aquel entonces ni siquiera había nacido. ¿Quién la había pintado? No podía tratarse de otra Geillis, era demasiado fantástico… La fantasía misma despertó en mí algo que durante mucho tiempo había permanecido dormido. Al contemplar los jardines y arbustos ordenados de la antigua Thornyhold, por primera vez desde mi época escolar me dominó el viejo deseo de pintar. No de «ser una artista», ni la ambición de exponer en Londres, ni el sueño de enormes lienzos colgados en las paredes de una galería, sino el deseo de registrar parte de la belleza que me rodeaba, de situar literalmente Thornyhold en un cuadro. Comenzaría esa misma semana y muy pronto, en cuanto mi mano recobrara la soltura, abordaría la misma vista de la casa tal como la había contemplado —reconocido— con tanto amor el día de mi llegada. Con ese trabajo presentaría mi reivindicación de Thornyhold.

    Entretanto tenía que poner en orden el jardín, como había hecho con la casa.

    Tal como prometió, William vino de vez en cuando a ayudarme con el jardín. Entre los dos desherbamos y limpiamos la franja delantera hasta dejarla lista para el invierno y pusimos manos a la obra en el jardín de la cocina y los lechos de hierbas. Aunque la mayor parte de la cosecha de la prima Geillis se perdería porque todavía no sabía lo suficiente sobre la recolección y el secado de plantas, me ocuparía de las que se cultivaban en tiestos. Recogí romero, salvia, tomillo y laurel y preparé los frascos para la jalea de zarzamora. En el huerto no había fruta que recoger (si los Trapp la habían arrancado en el interregno, me parecía justo), pero abundaban las zarzamoras silvestres. Si lograba dar con el célebre libro de recetas de la prima Geillis, tal vez encontrara nuevas formas de aprovechar los productos de la huerta.

    Por mucho que busqué, sólo encontré un antiguo libro de recetas campestres recogidas muchos años antes por el Instituto Femenino local. De momento me perdería las confituras especiales de mi prima; sin embargo, las mermeladas y jaleas que aparecían en el libro del Instituto Femenino supusieron una lectura inspiradora y habrían de servir de momento.

    Decidí tomarme libre un día maravilloso y salí a recoger moras. William me había indicado dónde encontrarlas. Me dijo que atravesara el portillo situado a un lado de la casa, siguiera el sendero del bosque, subiera por un camino lleno de baches pero practicable que, finalmente conducía a una cantera, que llevaba mucho tiempo en desuso, estaba llena de matas de zarzamoras que maduraban perfectamente porque todo el día les daba el sol.

    Sujeté una cesta a la bici y me puse en camino. El terreno era fragoso y recorrí cinco o seis kilómetros, pero por carretera habrían sido más de nueve. El sol de la tarde caía con verdadera fuerza sobre la cantera, a la que el viento no tenía entrada. Los conejos emprendieron la escapada cuando llegué, se escabulleron entre los senderuelos de la ladera rocosa y se esfumaron en medio de las rocas. En la base de la cantera había agua, una charca rodeada de pasto delgado y mordisqueado por las ovejas. Los animales seguían allí, pero se alejaron cuando me acerqué. Sus tristes balidos retumbaron en los peñascos de la cantera y recibieron la respuesta estentórea y tierna del gorjeo de un petirrojo. No se oía nada más. El serpol seguía en flor y acá y acullá las campánulas pendían inmóviles, sin viento que las agitara.

    William no me había orientado mal. Ese sitio era un laberinto de zarzas y los frutos eran enormes y brillaban de puro maduros. Puse manos a la obra.

    Casi había terminado de llenar la cesta cuando lentamente noté que los balidos no habían cesado al alejarse el rebaño. Persistía una voz que no dejaba de quejarse. Ligeramente curiosa y con ganas de hacer una pausa, me erguí y miré a mi alrededor. Nada de nada. La hierba corta que rodeaba la charca sólo estaba ocupada por un aguanieves moteado que saltaba de un lado a otro en pos de los insectos que pululaban atraídos por el sol. El petirrojo se posó en un arbusto cercano y lanzó su estribillo musical. La oveja se quejó desde lo más profundo del bancal de zarzamoras.

    Cuando presté atención, comprendí que el balido era algo más que una queja ociosa. Mostraba temor. Deposité la cesta en el suelo y me dediqué a investigar.

    Al igual que el cordero de Abraham enredado en un zarzal, la oveja se había liado en un matorral de espinos. Al intentar zafarse, varias ramas ganchudas se enredaron en su lana y cuando intentó retroceder otras la atraparon como la red a los peces. Había quedado inmovilizada.

    Me vio, lanzó un último balido y guardó silencio. Me abrí paso cuidadosamente entre las primeras zarzas espinosas e intenté desenmarañarla.

    Fue un trabajo doloroso. No llevaba guantes y para realizar la tarea sin herirme habría necesitado gruesos guantes de cuero. Y una podadera e incluso un cortaalambres, ya que cada vez que apartaba una rama de la lana de la oveja —esfuerzo que reclamaba todas mis fuerzas pero no parecía dañar al animal—, rebotaba en el zarzal y volvía a engancharse antes de darme tiempo a coger la siguiente. Cada movimiento me provocaba desgarrones en las manos y en los brazos. Estaba arañada y sangraba por varias heridas antes de darme por vencida y registrar la cantera, segura de que en alguna parte un excursionista descuidado había arrojado una botella o una lata de bordes afilados. Pronto encontré un instrumento cortante. Cerca de la charca, junto a las cenizas de una hoguera, vi una botella de whisky rota. Empecé a acuchillar las zarzas con el cristal y las aparté; diez minutos después tuve la impresión de que la oveja podría salir, pero temí que, en cuanto lo descubriera, intentara huir de mí y volviera a enredarse.

    —¿Qué demonios está haciendo? — inquirió una voz preocupada a mis espaldas.

    Pegué un brinco y me volví. Un hombre se había acercado y sus pisadas habían quedado amortiguadas por la hierba musgosa del suelo de la cantera. Era algo más alto que la media, con pelo oscuro salpicado de canas y cejas oscuras sobre unos ojos grises. Su piel estaba curtida hasta adquirir un saludable tono cobrizo y, aunque llevaba ropa de trabajador, su tono de voz denotaba a una persona culta. Llevaba los prismáticos colgados del hombro y un cayado en la mano.

    Debía de ser el pastor o el granjero. Sentí alivio y apenas había abierto la boca para responder cuando el hombre volvió a la carga tajantemente:

    —¿Qué demonios le ha hecho a esa oveja?

    Quedé boquiabierta. Descubierta en pleno gesto misericordioso, esperaba que el pastor corriera a ayudarme, pero se mostró sorprendido y colérico.

    —¿Qué demonios cree que estoy haciendo? — repliqué cáusticamente.

    Seguí su mirada y vi lo mismo que él había visto. Me sangraban las manos y la sangre había chorreado y manchado la lana de la oveja. Y en una de mis manos ensangrentadas sostenía el arma más horrible que quepa imaginar: una botella rota.

    Dije con tono compungido:

    —Es mi sangre. ¿Cree que la estaba descuartizando para guisarla?
    —Oh, Dios mío, ya comprendo —replicó—. Pero cuando se pesca a alguien con una botella rota en la mano y sangre por todas partes… Lo siento muchísimo. ¿Está muy herida?
    —No. No me he cortado con el cristal. Sólo usé la botella para apartar las malditas zarzas. La pobre oveja estaba atrapada, pero ahora se encuentra casi libre. Y yo estoy arañada de la cabeza a los pies. ¿Puede ayudarme?
    —Por supuesto. Salga. Déjeme a mí.

    Sacó del bolsillo una navaja de muelle y con el cayado apartó las pocas ramas de zarzamoras que aún sujetaban a la oveja. Cortó algunas. Luego me pasó la punta del cayado.

    —Haga el favor de sujetar las zarzas con el cayado mientras yo saco a la oveja. Si corto todos los espinos, probablemente volverá a meterse entre las ramas.

    Cogí el cayado y aparté la maraña de espinos. El hombre se movió entre las ramas que quedaban, sujetó con las dos manos la gruesa lana y echó el peso del cuerpo hacia atrás. La oveja se movió y se sacudió desesperada, pero el hombre la sujetó y al final logró apartarla de los espinos. Aterrorizada, la oveja luchó por ponerse a cubierto, pero el hombre le dio la vuelta y le propinó un empujón hasta que, balando con aflicción, escapó sana y salva por el sendero que habían seguido sus hermanas. Con excepción de las manchas de sangre y de la lana bastante desgarrada la oveja parecía intacta.

    —Muchas gracias —dije.
    —Soy yo quien debe darle las gracias a usted —puntualizó el pastor—. De no ser por su intervención, esa oveja podría haber muerto.
    —Usted la habría encontrado.
    —Tal como ocurrieron las cosas, sí, pero fue por pura casualidad que pasé por aquí.
    —No se imagina cuánto me alegro. Aunque hubiese podido liberarla, creo que me habría resultado imposible darle la vuelta. Son animales increíblemente fuertes. Aquí tiene su cayado.

    El hombre lo cogió.

    —Ahora nos ocuparemos de sus manos. ¿Están muy mal?

    Extendí las manos.

    —Sólo tengo arañazos que curarán. Han sangrado tanto que supongo que las heridas están limpias. ¿Sabe si el agua está en condiciones? Me gustaría lavarme.

    Me arrodillé junto a la charca y me limpié las manchas de sangre. Tenía muchos arañazos que escocían y una sola herida profunda, que aún sangraba abundantemente. El hombre permaneció en silencio hasta que terminé de lavarme y me ofreció un pañuelo limpio. Lo rechacé mientras buscaba el mío y enseguida descubrí que no lo llevaba.

    —Tenga —insistió—. No habrá dificultades para que me lo devuelva. Vivo al otro lado de la colina. Acompáñeme y cubriremos esos cortes. Estoy seguro de que en casa hay esparadrapo. Además, supongo que una taza de té le sentará bien, ¿no?
    —Bueno… —dije débilmente.
    —¿Recogió las moras que quería?
    —Más o menos. Pero puedo volver en cualquier momento. — Me miré las manos—. En este momento no tengo ganas de seguir buscando moras. A propósito, ¿esas tierras son suyas? ¿He invadido su propiedad?
    —No, no. Es un camino público y, de todos modos, la cantera es terreno comunal. Creo que los gitanos acampaban aquí antes de que se anegara. Permítame que lleve la cesta. Ah, veo que ha venido en bicicleta.
    —¿Puedo dejarla aquí con la seguridad de que la encontraré si vuelvo por el mismo camino?
    —Supongo que sí, pero no correremos riesgos. Yo la llevaré. Iremos por aquí. Es bastante empinado, pero mucho más corto.

    Montó en la bici y subió por el sendero que habían recorrido las ovejas. Al llegar a lo alto de la cantera, divisé una finca baja, gris y encajada en un hayal, con varias dependencias desperdigadas a un lado. Los grajos chillaban en las ramas de los árboles y el ganado se apiñaba junto a un portal desde el cual el camino rural rodeaba las dependencias y se perdía.

    —Puede regresar por allí —me indicó—. El camino por el que llegó se une con éste al otro lado de esa cumbre. ¿Vive por aquí o está de vacaciones? Supongo que no lleva mucho tiempo aquí. De lo contrario, nos habríamos conocido y yo no la habría olvidado.

    Su mirada convirtió ese comentario en un piropo y reí.

    —Llegué hace menos de un mes pero, de todas maneras, estoy convencida de que sabe muchas cosas sobre mí.
    —¿A qué se refiere?

    Incliné la cabeza para señalar la verja. Una figura menuda la franqueó y corrió hacia nosotros.

    —¡Papá! ¡Señorita Geillis!
    —Fue William quien me habló de la cantera y las moras —expliqué.

    El padre cogió a William con un brazo y lo instaló en el sillín de mi bicicleta. Luego me observó desde el manillar.

    —Entonces usted es nuestra nueva bruja —comentó sonriente.


    Capítulo Quince


    —Bueno —dije—, soy Geillis Ramsey y por lo que parece he heredado la fama de mi prima. Ésas fueron prácticamente las primeras palabras que William me dirigió. ¿Le estuvo contando cuentos?

    —Era inevitable. Su talento fantasioso incluso supera el mío. Se supone que por aquí soy yo el que inventa y al menos me pagan por mis esfuerzos, pero William está a punto de aventajarme. De todas maneras, nos ha presentado, lo que supone un tanto a su favor. Encantado de conocerla, señorita Ramsey. Soy Christopher Dryden. — Cuando llegamos a la verja bajó su hijo de la bici—. Date prisa y pon agua a calentar. — Luego se dirigió a mí—: ¿Le gusta Thornyhold?
    —Me encanta.

    Apoyó la bicicleta contra la pared.

    —¿No se encuentra sola?
    —En absoluto. Los Trapp han sido muy amables, lo mismo que William. Pensaba venir a verlo pronto y preguntarle si le parece correcto que William me visite tan a menudo. Ah, y a darle las gracias por los huevos. Fue todo un detalle de su parte.
    —No tiene la menor importancia. En esta zona la leche y los huevos no suponen ningún problema. Aún formamos parte de la granja y los Yelland son muy buenos con nosotros.
    —¿Está de acuerdo con las visitas de William? Me encanta tenerlo en casa, es de gran ayuda, pero tal vez usted prefiera tenerlo cerca.
    —Olvídelo. Casi todo el tiempo estoy ocupado y no le hago mucho caso, me temo. Además, adora Thornyhold y sospecho que añora enormemente a su prima.
    —Es evidente. Me alegro de que Thornyhold le guste, pero temo que cada vez que me visita el pobre William hace un montón de cosas.
    —Le encanta y le agradezco que lo deje ayudarla. Cuando estoy inmerso en la redacción de un libro, me convierto en muy mala compañía. He intentado organizar las cosas para estar libre cuando William tiene vacaciones escolares, pero nunca ha funcionado. Durante todo este verano he trabajado sin parar y no he tenido mucho tiempo para el pobre chico. ¿Entramos? Le mostraré dónde puede lavarse y… William, haz el favor de traer del cuarto de baño la caja con el esparadrapo, las vendas y esas cosas… Cuando se haya desinfectado las heridas, el agua para el té estará lista.

    William obedeció a su padre y luego se esfumó, ocupado en sus propios asuntos. Me reuní con mi anfitrión en la cocina de la granja, una estancia espaciosa, larga y de techo bajo. Aunque la vieja chimenea seguía en pie, los hornos ya no se usaban y en el extremo de la habitación se alzaba una cocina eléctrica. Las dos ventanas daban a los pastos y los antepechos estaban cubiertos de papeles que, al parecer, guardaban cierto orden. En el centro de la estancia había una mesa larga y fregada que, en el extremo más cercano a la cocina, tenía platos y cubiertos puestos. Cabía suponer que entre una comida y otra los dejaban sobre la mesa nada más lavarlos. Allí estaban el cuchillo de la mantequilla, una lata de sal, una botella de vino tinto a medias y un frasco de ketchup. La vida de un solterón como en una pintura. La cocina estaba limpia a conciencia y el montón de trastos tenía sentido tratándose de un hombre ocupado que cuidaba de sí mismo.

    La tetera y los tazones estaban preparados. El señor Dryden preparó el té y abrió una lata redonda con galletas.

    —Siéntese. ¿Con leche y azúcar?
    —Sólo con leche, por favor, sin azúcar. Muy amable. — Miré a mi alrededor—. Las viejas fincas de las granjas tienen a su favor que todos vivían en la cocina, de modo que el sol entra de lleno y es una estancia maravillosa. ¿Usa la chimenea?
    —Salvo cuando hace calor, enciendo el fuego casi todas las noches. William hace las tareas escolares en la cocina. Yo trabajo en el cuartucho que hay detrás… creo que servía de despacho del granjero. Es oscuro como boca de lobo y comunica con las antiguas pocilgas.
    —Pudiendo elegir cualquier habitación de la casa… —protesté.
    —Fue la mejor elección. Es imposible escribir si uno pone manos a la obra en una habitación con una buena panorámica. Dedicas el tiempo a contemplar los pájaros o a pensar en lo que te gustaría hacer al aire libre en lugar de obligarte a trabajar por puro aburrimiento.
    —Me está tomando el pelo.
    —Le aseguro que no. Se trata de un trabajo agotador y las distracciones no sientan bien. Basta con un paseo ocasional para quitarse las telarañas mentales.
    —Como Bunyan, que escribió tanto en la cárcel. Aunque no creo que saliera ocasionalmente a dar un paseo.
    —A decir verdad, me parece que de vez en cuando le dejaron salir, pero en total cumplió cerca de doce años. De esa forma pudo hacer realmente su obra.
    —Tal como están las cárceles, usted puede considerarse afortunado —comenté.
    —Ya lo creo. Quiero que comprenda por qué me alegro de que William se lleve tan bien con usted. Su prima fue muy buena con él y cuando murió William se sintió destrozado. Era extraordinaria con los crios.
    —Lo sé.
    —Entonces comprenderá lo mucho que me alegré cuando me dijo que había ido a visitarla y que había parecido una persona estupenda… y cito textualmente.
    —Y una bruja, no lo olvide.
    —No lo he olvidado. Parece que su toque mágico con el hurón ha sido tan fuerte como el de la señorita Saxon.
    —Sólo apelé a sus medicinas y William me indicó cuál era. A propósito, ¿cómo se las arreglaron con las demás dosis?
    —De perillas. Como demostración, sólo recibí un ligero mordisco que atravesó mis gruesos guantes de conducir. Además del ininterrumpido comentario de William, que comparó mi técnica con la suya y lo hizo en términos muy desfavorables para mí.

    Reí.

    —Parece que Silkworm está totalmente recuperado. ¿Mi prima hacía muchas… bueno, muchas curaciones?
    —Ya lo creo. Desde que vinimos a vivir aquí oímos hablar de ella como una especie de sanadora local. ¿Conoce bien esta zona del país?
    —En absoluto. Sólo estoy aquí porque la prima Geillis me legó Thornyhold.
    —Digamos que, hasta cierto punto, este rincón del país es… bueno, sigue siendo un lugar bastante primitivo. Supongo que está al tanto de que en una época su prima estudió profesionalmente el uso de las hierbas y, de hecho, básicamente cultivaba y preparaba medicinas y otras cosas para abastecer a una gran empresa de Londres. Pero como siempre estuvo dispuesta a ayudar a los lugareños y también curó a muchos animales, encajó perfectamente en el paisaje de Thornyhold como una bruja… ¡una bruja blanca, por supuesto! La «hechicera» local. ¿Sabe que Thornyhold tiene historia como la casa de las brujas?
    —¿De veras? Reconozco que tiene su propia magia, pero… ¿la casa de las brujas? Siempre me figuré que la casa de una bruja era un lugar pequeño, oscuro y sin ventanas, con techo de paja de cuya chimenea salía humo y un caldero sobre el fuego, pero Thornyhold es tan… ¡tan dieciochescamente respetable! Es una morada encantadora.
    —Estamos de acuerdo. Sin embargo, a mediados del siglo diecinueve la viuda del caballero de la mansión se retiró a Thornyhold y se dedicó a la brujería con todo rigor. Allí vivió setenta años, hasta que murió a los noventa y dos, y desde entonces la casa ha vivido con la fama de la Dulce Gostelow.
    —¡Santo cielo! ¿Thornyhold? ¡Espero que también haya sido una bruja blanca!
    —Sin duda. La pobre muchacha era muy religiosa y perdió la chaveta por un marido que, según dicen, era el pilar de un club local del fuego del infierno, además de satanista. Lady Sibyl decidió defenderse a sí misma y también su viudedad de las obras del demonio. En realidad, Thornyhold era la casa del apoderado, que se había casado con la antigua niñera de la dama. El apoderado y su esposa la recogieron. Sin duda el caballero Gostelow podría haberlos echado en un momento de lucidez, pero murió al cabo de poco tiempo y los dejó en paz.
    —Lady Sibyl tuvo suerte. Me pareció que dijo que era una bruja blanca…
    —No tuvo nada que ver con la muerte de su marido, según las crónicas locales, «diversos excesos lo abatieron a temprana edad». Aún no había cumplido los cuarenta. Las propiedades pasaron a un sobrino que, por lo que se sabe, estuvo fuera casi siempre y, de todos modos, no se metió en la viudedad. La casona se incendió, si no recuerdo mal en mil novecientos doce, y el último varón de la familia murió en la batalla del Somme. Todo lo cual dejó a la anciana lady Sibyl, que para entonces ya era «la Dulce Gostelow», en Thornyhold, defendiéndose de las obras del demonio y viviendo en paz hasta su muerte, en mil novecientos veinte. ¿Qué le pasa?
    —En realidad, nada. Sus iniciales son SG. En el salón de Thornyhold hay una vieja acuarela, un cuadro de la casa, firmado en un rincón SG. Al principio pensé que el monograma era GS, pero supongo que lo hizo lady Sibyl.
    —Probablemente. En aquella época todas las jovencitas aprenderían a dibujar, ¿no es así? ¿Y ahora por qué sonríe?
    —En la escuela yo también aprendí a dibujar. Me proponía hacer unos bocetos de la casa y del jardín tal como están ahora.
    —Es indudable que esa casa mantiene su continuidad, ¿eh?
    —¿Pretende decirme que la prima Geillis también dibujaba? Nunca oí el menor comentario sobre sus aptitudes para el dibujo.
    —Nada de eso. Ocupaba todo el tiempo en el jardín y las hierbas. De hecho, eso fue lo que le gustó de Thornyhold. Comentó que estaba buscando plantas por Westermain y que cuando los ancianos, la pareja que vivió en Thornyhold después de la muerte de lady Sibyl, le mostraron todo, descubrió que la casa era irresistible.
    —A mí me comentó algo parecido. No, gracias —repliqué cuando me ofreció otra galleta—. Pero si queda, me encantaría tomar otra taza de té. Sólo media… perfecto. Muchas gracias. ¿A qué se refería cuando habló de las defensas contra el diablo?
    —¿No ha reparado en el trazado de la casa? Me refiero al jardín.
    —¿Qué trazado? El jardín de las hierbas está planificado, qué duda cabe, pero no sé a qué más se refiere. ¿Qué tiene de particular?
    —Está defendida de la brujería y de la magia negra. En la esquina sudoeste de la casa hay tejos y enebros, así como fresnos, serbales y un laurel. Y el seto de espinos tiene intercaladas algunas plantas del santo espino de Glastonbury. Todo esto sin olvidar los saúcos. En una ocasión su prima me mostró el trazado. Esa historia la había fascinado y se ocupó de mantener todo tal como estaba.
    —Trébol, lúpulo común, verbena y eneldo, despojan de su voluntad a las brujas —cité.
    —¿Y esto qué significa?
    —Es el popurrí de la prima Geillis. También protegió su cuarto del sosiego.
    —¿Sí? Pues no me sorprende. ¿Nunca le dijo nada de lo que acabo de contarle?
    —No, nunca me contó la historia de la casa. Sólo dijo que «parecía hecha a su medida» y que «se había prendado de ella». Ahora entiendo a qué se refería. De hecho, no la traté a fondo. Cuando yo era pequeña fue a visitarme dos o tres veces y nada más. Fui una niña bastante solitaria y algo desdichada y tuve la impresión de que la prima aparecía en los momentos en que la necesitaba. Solía llevarme a pasear. Me encantaba salir con ella y creo que aprendí muchas cosas. No habló de hierbas ni de nada concreto, aunque me enseñó a identificar plantas y flores y aprendí mucho sobre animales y aves. En una ocasión le pregunté si era bruja y simplemente rió. Supongo que cuando era pequeña pensaba que la prima Geillis era un ser mágico.

    Y ahora sé que lo era, añadí, pero para mis adentros.

    —¿Dónde vivía? — preguntó el padre de William.
    —Mi padre era vicario en la parroquia de un pueblo carbonífero del noroeste. Era espantoso y el paisaje era árido y estaba cubierto de maleza. Fui a la escuela en la Región de Los Lagos, una zona bellísima, y estudié un año en la Universidad de Durham antes de que muriera mi madre, pero la mayor parte del tiempo estuve encerrada entre cuatro paredes y, de todos modos, los fines de semana no me habría podido pagar los viajes para ir a oler el aire campestre. Murió mi madre y regresé para cuidar a mi padre, inmersa de nuevo en los montículos de carbón y en los sepulcros. Por eso Thornyhold es el paraíso para mí. Supongo que algún día podría sentirme sola o aburrida, pero de momento estoy encantada. Me basta con despertar con los trinos de los pájaros y con irme a dormir en medio del silencio. — Callé y dejé el tazón vacío en un repiqueteo—. Lo siento. Usted sabe escuchar y cuando se vive solo, por mucho que nos guste, nos ponemos muy locuaces. Dígame, ¿hoy salió a tomar el aire para quitarse las telarañas mentales? Cuando lo vi, pensé que era el pastor de aquel rebaño de ovejas.
    —Salí porque ya había cumplido con mi trabajo del día.
    —Entonces no le he impedido escribir. De todos modos, tengo que irme. Gracias por el té.
    —¿Tiene que irse? Le aseguro que he llegado a una de las pausas naturales del libro en las que es posible distanciarse y dejar que el inconsciente siga elaborando su parte. Le prometo que es verdad, no ponga esa cara de incrédula. Significa que puedo darme el lujo y abandonar la panorámica de las pocilgas y salir en libertad condicional, tanto tiempo como me dé la gana y como usted esté dispuesta a soportarme.

    Aunque habló con muchísima convicción, su mirada risueña logró que súbitamente recuperara mi timidez. Dije indecisa:

    —Es muy amable de su parte, pero debo irme. Tengo que recoger las moras y quiero preparar la jalea esta misma noche. También tengo que ocuparme de Hodge, el gato. No estaba en casa cuando salí y he cerrado con llave, por lo que sospecho que estará buscando su cena.
    —Por estos lugares no es necesario que cierre las puertas con llave. No se estila.
    —Lo sé, pero… bueno, supongo que es una costumbre muy arraigada en mí.

    El padre de William me miró sorprendido.

    —¿Ha tenido problemas?
    —No, no he tenido ningún problema, aunque… ¿conoce a la señora Trapp? Vive en la casa del guarda.

    Hubo un cambio en la expresión del escritor, un cambio indefinible, como un rizo en las aguas quietas.

    —Sí.
    —En ocasiones trabajó para mi prima y los abogados le pidieron que limpiase la casa antes de mi llegada, por lo que creo que se siente… quiero decir que realmente conoce la casa mejor que yo.
    —¿Y sigue pensando que puede entrar y salir cuando se lo ocurre?
    —Sí. Pero es lo que la gente de campo suele hacer, ¿no? Entra sin llamar y otros hábitos por el estilo.
    —Hasta cierto punto, así es. Solía venir por aquí con mucha frecuencia, por las mismas razones, con mucha amabilidad y muy solícita, pero yo no soporto las interrupciones imprevistas y tuve que decírselo.

    Estaba pensando en lo que William me había contado y decidí ser igualmente franca.

    —¿Le cae bien?

    De nuevo un toque lejano de algo parecido a la turbación.

    —¿Me cae bien? No lo sé. Como he dicho, es una mujer amable, pero…
    —¿Confía en ella?
    —Por supuesto. Veo que William se ha ido de la lengua, ¿no es así? Ya le he dicho que mi hijo tiene una imaginación muy copiosa. Lo cierto es que solía traer todo tipo de comidas y hay que reconocer que es una cocinera excelsa, pero es imposible olvidar los chismorreos.
    —¿Qué chismorreos?

    El señor Dryden titubeó y alzó la vista sonriente.

    —Claro que sí, ¿por qué no? Puesto que vive aquí, de una manera u otra pronto se enterará. La señora Trapp es una de las damas locales que, al igual que su prima, se dedica a las hierbas. Una hechicera. Y, si lo prefiere, una bruja. Estoy seguro de que le gustaría que usted la viera desde esa perspectiva. Es totalmente inofensiva, por descontado, pero corren rumores. Se supone que dio a su madre cierta dosis de algo y que la anciana se volvió loca. Nadie la culpa. De hecho, casi todos opinan que la señora Trapp fue lo bastante generosa para no envenenar directamente a su madre, que es una persona intratable. Ahora se ha vuelto mansa como un gatito y está encantada. Pasa todo el tiempo en la mecedora, junto a la ventana, y mira la nada o hace ganchillo y canta para sus adentros.
    —Me… me parece que la vi tras la cortina de la casita del guarda situada a la derecha.
    —Exactamente. Creo que, en realidad, la señora Trapp le da un tranquilizante y exagera un poco la dosis… De todos modos, la anciana es feliz, está cómoda y bien alimentada y, para variar, Agnes y Jessamy tienen un poco de paz. — Rió al ver mi expresión—. ¿Comprende ahora por qué desconfío un poco de sus pasteles y sus comidas?
    —Sí. ¿Con qué propósito?
    —No tengo ni la más remota idea. Antes de conocer las historias sobre la anciana, los comía con toda tranquilidad. Francamente, interrumpí esas visitas porque, como ya le he dicho, no soporto las interrupciones y Agnes solía presentarse a cualquier hora con un guiso o un asado, lo que me obligaba a dejar el trabajo, probarlo y darle las gracias.
    —Postre de chocolate y caramelos caseros —dijo William desde la puerta—. Son estupendos. Como papá casi no prueba los dulces, me los zampaba. ¿Le gustaría ver a Silkworm?
    —¿Está bien?
    —Magníficamente bien.
    —¿Estás de acuerdo con que lo visite en otro momento? — Me puse en pie—. Debo irme. Gracias por el té y los primeros auxilios.
    —Vuelva siempre que le apetezca. — Mi anfitrión también se había incorporado—. William, coge la cesta de la señorita Ramsey y acomódala en la bicicleta. — El niño echó a correr y su padre añadió—: Le ruego que no se preocupe por la señora Trapp. Admiraba profundamente a la señorita Saxon y estoy seguro de que sólo pretende hacer el bien. Para responder correctamente a su pregunta, le diré que sí, que es honrada. ¿Dejó su prima un inventario?
    —Sí. Encontré una copia junto a la del testamento. Pero nunca lo miré. ¿Debería comprobarlo?
    —Sólo para quedarse en paz. Descubrirá que no falta nada. Es posible que nuestra Agnes no valga mucho como bruja, pero estoy seguro de que es la honradez personificada. ¿De verdad tiene que irse? Espero que vuelva cuando quiera, nos alegraremos de verla. William y yo la pondremos en camino y le mostraremos por dónde tiene que regresar a su casa.


    Capítulo Dieciseis


    Sin lugar a dudas, fue amor a primera vista.

    Digo «sin lugar a dudas» porque (y más tarde vi y comprobé lo acertada que estaba) ninguna mujer normalmente impresionable podía entrar dentro de su esfera sin reaccionar a su influjo inefable y extraordinario, no de la personalidad, pues cuando es demasiado fuerte puede repeler y a menudo repele; no de la sexualidad, de la que podemos decir otro tanto, sino de algo que sólo puedo definir como magnetismo puro, salpicado con una combinación de los dos elementos anteriores. Christopher Dryden era una de esas personas nacidas —a veces para su placer, con más frecuencia para su perdición— para convertirse en piedra imán, en una peculiar y brillante estrella. La literatura y la ficción están llenas de femmes fatales, pero también existe el homme fatal, ave mucho más rara, y que Dios ayude a la mujer solitaria e impresionable que cae bajo su hechizo.

    Cuando él la invita a su casa, cuando su hijo tiene debilidad por ella y la acompaña libremente, cuando la invita a visitarlo siempre que le apetezca… Que Dios se apiade de Geillis Ramsey, la pobre y solitaria solterona.

    Volví a casa en medio del crepúsculo otoñal que se desvanecía lentamente, mis pies movieron los pedales en el fragoso camino forestal, mi cabeza voló a las nubes de la tierna imaginación y mi cerebro quedó totalmente aletargado.

    Hasta que el camino descendió bruscamente y tuve que vadear un riachuelo fangoso. Lo tomé mal, me manché hasta las rodillas de agua y barro y salí profiriendo maldiciones.

    Al empujar la bici por la siguiente ladera cubierta de baches, recuperé mi cerebro. ¿Qué tenía de malo que deseara desvanecerme en sus brazos, en su cama, donde fuera? Pero estaba casado y tenía un hijo de diez años. Era un escritor eminente que había alquilado una casa aislada e incómoda sólo porque necesitaba la soledad para escribir. Había sido amable conmigo porque confundió mi actitud con aquella oveja desatinada y bendita, me asustó y fue momentáneamente descortés. Porque estaba agradecido que le quitase a William de encima. Tenía un hijo y estaba casado. Aunque ella lo hubiese dejado (tendría que preguntarle a William cuánto tiempo hacía), aún estaba casado. Y según mis pautas elaboradas en la casa del párroco y que ya estaban anticuadas, esa posibilidad quedaba excluida. Mi peculiar y brillante estrella se encontraba más allá del vuelo más desenfrenado y encantado de mi imaginación.

    Tenía el pelo grueso, de color castaño oscuro y las canas empezaban a asomar. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta, estaría tal vez al final de la treintena? Seguro que figuraba en el Quién es quién; lo consultaría en la biblioteca pública y pediría sus libros para leerlos. Era unos cinco centímetros más alto que yo, lo cual estaba muy bien, pero tenía los hombros encorvados, probablemente por las muchas horas que pasaba ante el escritorio. Gustaba de la soledad y del campo. Se daba por satisfecho con lo poco que ofrecía esa finca desolada. Era un solitario, lo mismo que yo. Estaría igual de tranquilo y mucho más cómodo cuando viniera a vivir conmigo a Thornyhold…

    Estaba casado. Casado. Aunque en el Quién es quién se dijera que estaba divorciado, dime, Geillis Ramsey, ¿qué te hace pensar que se tomará la molestia de mirarte dos veces? Pisa tierra firme. Tal vez seas una elegida de las brujas, pero hace falta un esfuerzo de gracia mucho más firme del que jamás podrías hacer para atrapar y retener a un hombre como Christopher Dryden.

    El portillo blanco estaba abierto. Lo rodeé, atravesé la protección de los serbales y los saúcos, me interné en el bastión del seto de espino y desmonté en el cobertizo. Hodge se había instalado en el alféizar trasero y se incorporó para saludarme, estiró voluptuosamente las patas delanteras y mostró su amplio paladar rosado.

    —¿Has visto a alguien por aquí? — pregunté y me dio la respuesta el porte imperturbable del gato.

    Entré y Hodge me siguió sin dejar de ronronear. Le di de comer. En cuanto me lavé y me cambié las vendas de las manos, empecé a limpiar las moras.

    Cuando cayó la noche y las frutas hervían a fuego lento, alguien llamó a la puerta trasera. Antes de que pudiera llegar a la puerta se abrió y supe de quién se trataba.

    —Veo que está en casa. — Agnes Trapp sonrió.
    —Sí. Pase. ¿Cómo está?
    —Bien, gracias. — Entró y olisqueó—. Huele a moras. ¿Está preparando jalea?
    —Sí. Me lo he pasado muy bien. Me encanta coger moras.
    —Se ha herido las manos, ¿no?
    —Eso parece.

    Revolví la fruta. Agnes Trapp se sentó en la mesa.

    —¿Quién le habló de la cantera? — inquirió.
    —William. ¿Cómo sabe que fui a la cantera?

    Ignoró mis palabras y se limitó a responder:

    —Sí, claro. ¿Sabe que viven al otro lado de la colina?
    —Hasta hoy no lo sabía, pero el padre de William se topó conmigo cuando salió a dar su paseo vespertino y nos pusimos a charlar. William ya le había contado que yo estaba en Thornyhold. Me hice una herida profunda en la mano y me pidió que fuera a la granja para vendarme. — Silencio absoluto. Volví a revolver la jalea—. ¿No le parece que esa casa es muy solitaria, incluso para un escritor? — pregunté—. Quiero decir que no hay nadie que se ocupe de la casa.
    —Si a eso vamos, de vez en cuando le eché una mano, pero queda demasiado lejos. Ahora una mujer va dos veces por semana a limpiar. Me refiero a Bessie Yelland, la esposa del granjero de Black Cocks. Dice que nunca lo ve. Al parecer, los escritores son muy raros. ¿La invitó a su casa?
    —Sí. Dijo que había hecho un alto en el libro que está escribiendo. Agnes, ¿conoce a su esposa o lo dejó antes de que viniera a vivir por aquí?
    —¿Dejarlo?—Parecía sorprendida.

    Me mordí el labio.

    —Yo… creo que no debí mencionarlo. Me lo comentó William. Seguramente ella lo dejó hace tiempo. Ignoro si fue por otro hombre. ¿Se divorciaron? William no dijo nada y, desde luego, no se lo pregunté.
    —Sí, estoy enterada. Pero ocurrió antes de que viniera a vivir aquí. Ignoro los motivos. Jamás oí hablar de divorcio. El señor Dryden nunca habló del tema.

    Volví a revolver la fruta.

    Otro silencio prolongado. Con otro tono, Agnes preguntó:

    —¿Encontró la receta?
    —¿Qué receta? — Mi mente había volado muy lejos.
    —¡Venga ya, la de la jalea de zarzamoras! — Su paciencia bordeaba la descortesía.

    La miré. No me observaba. Su mirada abarcaba la cocina y asimilaba el orden, los cristales relucientes, las piezas esmaltadas sin mácula, las cortinas y los cojines limpios, las flores en el antepecho. Había cierto fulgor en sus ojos, una especie de fuerza en la que hasta entonces no había reparado. Durante un instante me pregunté si mis agotadores esfuerzos para dejar todo limpio la habían ofendido, pero lo cierto es que me había ayudado y no había dado muestras de ofenderse, ni siquiera cuando fregó el palomar.

    —Dijo que buscaría el libro de recetas y me lo prestaría.
    —Sí, seguro, recuerdo que lo mencionó, pero hasta ahora no he tenido tiempo. Estoy preparando la jalea al estilo tradicional. — Revolví las moras—. Creo que está en su punto. Tamizaré la fruta.
    —La ayudaré. — Antes de que pudiera decir esta boca es mía, Agnes se puso en pie y se dirigió al aparador—. Vaya, vaya, lo ha limpiado todo, ¿no? La casa está realmente aseada y coqueta. Supongo que éste es el cuenco. No, déjeme a mí.

    La dejé. Juntas pasamos la pulpa a la bolsa de la jalea, la llevamos con el cuenco a la despensa y la colgamos para que goteara. Miró los estantes fregados, los anaqueles sin una mota de polvo, los alimentos listos para preparar la cena.

    —Vaya, ha conseguido pescado. Supongo que me aceptará la sopa, ¿no? Le he traído un cazo con crema de puerros preparada por mí. Cuando la caliente le sabrá a gloria.
    —¡Qué amable! — exclamé sin saber cómo reaccionar—. Agnes, le suplico que no siga malcriándome. ¡Tengo que aprender a cuidar de mí misma!

    La señora Trapp volvió a la cocina, buscó una cacerola y vertió en ésta el contenido de un recipiente esmaltado de color azul. Me dirigió una breve mirada sonriente, afilada como un punzón.

    —Señorita Ramsey, me parece que se las arregla muy bien. La casa está preciosa.
    —Ya sabe cómo son estas cosas —repliqué y me molestó el tono casi de disculpas que utilicé—. Usted dejó muy bien las habitaciones, pero cuando llegaron mis cosas tuve que ponerlo todo patas arriba porque a todos nos gusta arreglar la casa a nuestra manera. Además, es el mejor modo de saber dónde está cada cosa.
    —Suponía que había una lista entre los papeles de los abogados —dijo—. Lo primero que hicieron fue enviar a los tasadores, que lo miraron todo. — Como guardé silencio, añadió—: ¿No la encontró?
    —Creo que existe, pero aún no he tenido tiempo de mirarla.

    Agnes depositó suavemente la cacerola sobre el hornillo y se dio la vuelta. Se debiera a lo que se debiese, la tensión había desaparecido. Pensé que el Señor Dryden tenía razón y que yo me había mostrado excesivamente suspicaz. La idea del inventario no la preocupaba, sino todo lo contrario. Era evidente que su mención le había producido alivio. Agnes añadió serenamente:

    —Su tía siempre fue una persona ordenada. ¿Ya ha organizado el cuarto del sosiego?
    —Todavía no. Mejor dicho, no me he ocupado a fondo. He limpiado, pero no he registrado los estantes. Mañana examinaré a fondo los libros. Me parece el sitio más probable para sus recetas. A decir verdad, es posible que el inventario incluya una lista. Si encuentro el libro que le interesa, se lo llevaré inmediatamente.
    —Se lo agradeceré de todo corazón. ¿Irá a buscar más moras?
    —No me lo he planteado. Pero si quiere, me encantaría volver a la cantera siempre y cuando siga el buen tiempo.

    Le puso la tapa al cazo con un golpe seco y cogió la rebeca del respaldo de la silla.

    —No se moleste. Donde vivimos abundan. No está obligada a volver. Espero que le guste la sopa. La preparé con puerros cultivados por nosotros, a los que añadí nata.

    Se fue.

    En cuanto se cerró la puerta trasera, Hodge abandonó la silla en la que se había ocultado y regresó a su plato.

    —Hodge, ¿quién tiene razón, el señor Dryden o tú? Dime, ¿cómo supo que fui a la cantera? ¿Y cómo se enteró, porque juraría que ya lo sabía, que estuve en la finca? ¿Y por qué estaba tan deseosa de que no volviera?

    En lugar de responder, Hodge apartó el morro del plato y me observó con interés y con evidente aprobación mientras caminaba hacia la pila y vertía por el desaguadero esa sopa que tan bien olía. Era absurdo y, después de lo que me había dicho, probablemente estúpido, pero recordé el pastel de carne que también exhalaba un olor delicioso y la espantosa pesadilla que tuve la noche que lo comí. En ese momento, a pesar de que el padre de William había pretendido que sus palabras fuesen tranquilizadoras, me acordé de la anciana que se mecía y se mecía tras las cortinas de encaje de la ventana de la minúscula casa del guarda. Y si nuestra Agnes era una bruja, no confiaría en ninguno de sus platos y menos aún si «no valía mucho como bruja».

    —Ya está —comenté a Hodge y abrí el grifo de agua fría para limpiar los restos de la crema de puerros—. Es posible que esta noche descansemos bien y no tengamos pesadillas.

    La luna estaba alta y la noche semejaba una naturaleza muerta en negro y plata. Supongo que repetir los actos de aquella noche era tentar a la providencia, pero antes de acostarme me acerqué a la ventana, descorrí las cortinas, abrí de par en par la hoja móvil y me asomé para contemplar la noche.

    Hodge saltó sobre el alféizar y, sin pensar, lo sujeté, pero esa noche no había magia en el aire. Ni música lejana ni luces parpadeantes. Sólo la bella luna otoñal, casi llena, claramente por encima del extremo del camino forestal y trazando un sendero brillante sobre el río.

    Muy cerca el buho ululó. Miré en esa dirección. Sólo divisé la negra maraña de los árboles del bosque, salpicados por el fulgor argentino de la luna. Felizmente, para la nueva bruja de Thornyhold ésa era una noche corriente y moliente. Nada de visiones bordeadas de luz. Nada de nada. Ningún sonido salvo el ronroneo constante de un gato corriente y moliente.

    Hodge se erizó en mis manos y retrocedió. El ronroneo cesó de sopetón. Lo solté, saltó silenciosamente hacia la cama. Tenía erizados los pelos del lomo y las orejas aplastadas.

    Segundos después oí lo que el gato había oído: los ladridos lejanos y apremiantes de un perro. Durante las primeras noches que pasé en Thornyhold los ladridos me habían preocupado, pero si un granjero o un leñador encadenaba a su perro, yo no podía hacer nada; me olvidé del asunto, me acostumbré al sonido y pocas noches después cesó, así que lo olvidé. Ahora volvía a repetirse y esa noche apacible se oía mucho más cerca e intensamente. Ya no eran ladridos, sino alaridos, como los de un lobo que aulla a la luna.

    Un sonido extraño e inquietante que me erizó el vello de los brazos y me llevó a reaccionar igual que el gato. Me dije que no pasaba nada, que sólo era un atavismo, la reacción primitiva ante el lobo que aulla por las noches del mismo modo que el perro recordaba, llamando de un can a otro, de una jauría de lobos a otra, disfrutando de la única libertad que le está permitida a un can encadenado: el placer de comunicarse con los de su especie.

    Pero ese perro no disfrutaba nada. Los aullidos se convirtieron en un agudo grito de dolor o de terror. Luego lanzó una serie de alaridos estentóreos y desesperados. Después reinó el silencio.

    Me encontré en la puerta principal y corriendo por el sendero hacia la verja aun antes de darme cuenta de que me había movido. No es que pudiera hacer algo. Por nada del mundo me internaría en el bosque en plena noche. Eso era para las heroínas, no para las mujeres sensatas como yo. Pero mi sensibilidad había reaccionado enérgica e irreflexivamente ante el alarido de dolor del perro y por eso estaba en el portillo, tanteando en la penumbra a la búsqueda del pestillo.

    La luna había superado los árboles y, más allá de la sombra del seto de espino, la calzada de acceso se veía tan iluminada como un día invernal. Lo vi antes de oírlo. Jessamy Trapp corría hacia mí, con los pasos amortiguados por el musgo de la calzada y la respiración entrecortada y sollozante. Vi que corría con un hombro caído, sujetándose el antebrazo izquierdo contra el pecho y con la otra mano colgante. Por eso su cuerpo parecía torcido y se sacudía al correr.

    No me había visto. Se dirigía al sendero que corría al lado de la casa y al atajo que comunicaba con la casa del guarda.

    —¡Jessamy!

    Frenó con una exclamación de susto, se volvió, me vio y se acercó lentamente, encogido sobre el brazo.

    —¿Qué ha pasado? ¿Qué te ocurre? ¿Estás herido?
    —Ay, señorita… —No se trataba de que estaba sin aliento. Sollozaba y se sorbía las lágrimas. Parecía mucho más joven de lo que en realidad era. Como un crío herido, extendió los brazos para que yo los viera. Volvió a sujetarse el antebrazo izquierdo con la mano derecha y entre los dedos divisé un hilillo oscuro—. Me mordió. Me mordió en serio. Duele. Me hincó los dientes en el brazo.
    —Será mejor que entres. Limpiaremos la herida y le echaremos un vistazo. Pasa.

    Nada de preguntas. Ya las haría más tarde. Me siguió a la cocina, se sentó donde le indiqué, en una silla junto a la mesa, y esperó dócilmente a que llenara la palangana con agua caliente. Agradecí a mis estrellas de la suerte que la prima Geillis no sólo creyera en sus remedios del cuarto del sosiego, sino en la medicina moderna, fui a buscar el botiquín de primeros auxilios y me dediqué a limpiar el brazo de Jessamy.

    Era una herida desagradable, con los pinchazos profundos y morados de un buen mordisco. Sin llanto y recobrando parte de su estoicismo a medida que pasaba la sorpresa, Jessamy observó el procedimiento con interés menguante y, al final, con cierto orgullo.

    —Señorita, ¿es muy grave?
    —El mordisco es bastante feo. Cuéntame que pasó. ¿Ha sido tu perro?
    —No, no. No tengo perro, a mamá no le gustan. Dice que son sucios.
    —Ah, sí, los llama bichos. Dime, ¿de quién es el perro y por qué te mordió?
    —No es más que un perro, un perro perdido. Quise soltarlo y me mordió.
    —¿De dónde quisiste soltarlo? — Vi que en la mano, apretaba para resistir el dolor del brazo mordido, tenía un mechón de pelo negro—. ¿Había caído en una trampa? Aguanta, Jessamy, puede dolerte. ¿Alguien pone trampas en el bosque?

    Jadeó cuando el antiséptico llegó a la herida. Asintió enérgicamente con la cabeza.

    —Eso es. Había caído en una trampa. Probablemente la colocaron los gitanos. Lo liberé y me mordió. Fue brutal.
    —¿Donde ocurrió?

    Me dirigió una mirada de soslayo cargada de indecisión. Con la mano sana señaló difusamente la zona oeste del bosque.

    —Por ahí, en pleno bosque, cerca de la casona.
    —Mañana me mostrarás el lugar. — Estaba preocupada por Hodge. Tendría que impedir que pusieran trampas—. ¿Lograste liberar al perro? ¿Por qué te mordió? ¿Estaba herido?
    —Creo que no, pero lo vi porque huyó.

    Anudé el vendaje.

    —Ya está. De momento tendrás que arreglarte porque no puedo hacer nada más. Será mejor que por la mañana consultes al médico.
    —Ella no tiene tratos con este tipo de personas. Lo hace por su cuenta. Si se entera, se pondrá furiosa conmigo. Dirá que me lo merezco.
    —El médico debería visitarte. ¿Cómo te sientes?
    —Bien. Duele un poco, pero estoy bien. — Recobró su mirada de niño asustado—. Señorita, no le diga nada. Si me bajo la manga, no se enterará.

    Discutir no tenía sentido. Era evidente que Jessamy se sentía mejor. Había perdido la palidez provocada por el susto y la herida estaba desinfectada. Tiré el agua sucia y levanté la tapa de la cocina.

    —De acuerdo. Pásame los trapos y los quemaré. Y también los pelos sucios… ¿Ya está? Por la mañana quiero volver a ver la herida, ¿de acuerdo? Entonces decidiremos si visitas o no al médico.

    Me dirigió una sonrisa radiante tan parecida a la de su madre, y bajó cuidadosamente la manga por encima del vendaje mientras le preparaba una taza de té concentrado y azucarado y cortaba un trozo de pastel que había hecho el día anterior. Le hice una o dos preguntas más, pero no obtuve respuestas coherentes y finalmente me pregunté qué hacía Jessamy en el bosque a esa hora de la noche. ¿Visitaba las trampas que él mismo había colocado? Probablemente. Esa noche no había nada más que decir o hacer. Ya hablaríamos por la mañana. Me di por vencida, dejé que comiera y bebiera en un silencio sonriente y finalmente se fue. Cerré las puertas con llave y me fui a la cama, a la búsqueda, una vez más, de una noche en paz y sin pesadillas.


    Capítulo Diecisiete


    —¿Conoces a alguien que ponga trampas en el bosque? — pregunté a William.

    Llegó poco después del desayuno, con más huevos de regalo y la intención explícita de terminar de desherbar el jardín. Fuimos juntos al cobertizo de las herramientas.

    —No, no sé de nadie que lo haga. Además, las trampas son ilegales, ¿verdad?
    —Afortunadamente poner trampas es ilegal pero, ¿qué pasa con los lazos? Tu padre dijo que a veces los gitanos acampan por aquí. Tal vez quieren atrapar conejos.
    —Puede ser. Pero hace siglos que los gitanos no acampan aquí. Solían instalarse en la cantera donde papá la encontró con la oveja, pero ahora la maleza lo domina todo y les han adjudicado un sitio al otro lado del bosque. Un viejo camino que ya no se utilizaba porque lo atraviesa la carretera. Los he visto por esa zona. Pero no acampan cerca de nuestra casa, el señor Yelland no lo permitiría. ¿Por qué lo pregunta?

    La puerta del cobertizo estaba entreabierta y la empujé.

    —Porque anoche…

    Paré en seco. William, que me pisaba los talones, chocó conmigo y empezó a pedirme disculpas, pero se tragó las palabras. Los dos quedamos como maniquíes en la puerta del cobertizo de las herramientas, con la mirada fija en algo que había en un rincón.

    En el lecho de Hodge. Estaba enroscado entre los sacos y los periódicos, intentaba hacerse aún más pequeño y nos miraba con ojos asustados y zalameros. Era un pastor escocés flaco, mugriento y temblaba de miedo. Blanco y negro. Parecía un espectro del pasado, surgido de un sueño.

    Creo que ni siquiera me acordé de Jessamy y del mordisco en el brazo. Me arrodillé junto al perro de la misma manera que antaño me había acuclillado en las baldosas de la cocina de la casa del párroco. El perro salvaje se agazapó y tembló, con su cola de rata pegada al cuerpo, dejando libre la punta en un débil intento de menearla. Sacó la lengua e intentó lamerme. Una cuerda deshilachada le rodeaba el cuello. Estaba atada descuidadamente y el nudo estaba muy apretado. El extremo había sido mordido.

    William se agachó a mi lado y acarició la cabeza del perro.

    —¡Está espantosamente flaco! ¡Tiene un hambre que se muere!
    —Sí. Ten cuidado. Estoy segura de que es bueno, pero si le haces daño podría darte una tarascada. — Mientras hablaba, acariciaba, alisaba y tanteaba el cuerpo del animal, manteniendo un tono apacible y actuando con delicadeza y lentitud—. William, corre a la cocina y calienta un poco de leche. Que no queme. Comprueba la temperatura con el dedo. Corta un trozo de pan, desmigájalo en la leche y tráelo en una palangana. No dejes salir a Hodge. Y trae el cuchillo más afilado que encuentres para cortar la cuerda. Está bien, pequeño, está bien, pequeño. Quédate quieto.

    William salió corriendo. El perro se irguió y me lamió el mentón. Le hablé y lo acaricié. Estaba muy delgado, tenía el morro seco y agrietado, el pelaje enredado y sucio, pero poco a poco los temblores se convirtieron en espasmos fugaces, cesaron y se quedó quieto. Había sangre en los periódicos sobre los que se había echado. Tanteé con sumo cuidado y en la raíz de la cola descubrí un trozo desnudo, en carne viva y sangrante que el perro se había lamido, como si le hubieran arrancado un pedazo de piel o un mechón de pelo. Sin duda era el agresor de Jessamy. Y si Jessamy había manipulado la herida con poca cautela al liberarlo, quedaba claro el motivo del «feo mordisco».

    William se acercó pacíficamente con la palangana y el cuchillo. Mantuve este último fuera de la línea de visión del perro, logré encajar la hoja bajo la cuerda y la corté. Cayó. William dejó la palangana en el suelo y guié cariñosamente al perro hacia ella. El can se levantó y reptó indeciso, con el cuerpo famélico aún encogido y agazapado. Guardamos silencio mientras comía. Aunque parecía tener dificultades para tragar, casi vació la palangana antes de darse la vuelta y regresar a su lecho.

    —¿Traigo un poco de la comida de Hodge? — me consultó William.
    —No. Ha pasado demasiada hambre. De momento le basta con el pan y la leche para dormir.
    —¿Puedo acariciarlo?
    —Por supuesto. Háblale mientras saco la bicicleta. Ve con cuidado. Creo que, por ahora, no tiene muy buena opinión de la raza humana.

    Dejamos al perro y al salir cerramos la puerta del cobertizo.

    —¿Es por esto que me preguntó por las trampas?
    —Sí.
    —Pero no sabía nada del perro, ¿verdad?
    —No, aunque en cierto sentido, sí. Escucha… —Le resumí las aventuras de Jessamy la noche pasada—. Si Jessamy cogió al perro por la cola y le hizo daño al intentar soltarlo, se entiende por qué le mordió. La herida es demasiado profunda para habérsela hecho con una trampa, a menos que el perro intentara soltarse por su cuenta. Sea cual sea el tipo de trampa, la encontraré y la eliminaré.
    —¿Puedo ayudarla?
    —Por supuesto. Contaba contigo. Jessamy dijo que estaba cerca de la casona. ¿Queda muy lejos?
    —No, a unos ochocientos metros.
    —En marcha.

    Aunque la «casona» había sido muy grande, fue fácil ver, incluso en medio de las ruinas espectacularmente desmoronadas, que nadie pondría allí una trampa en el sentido normal de la palabra. Jessamy no me había entendido o se había aferrado a la explicación fácil para eludir más preguntas.

    La escalinata de entrada aún se conservaba casi intacta. Ascendía trazando una bonita curva hasta la puerta principal y tendía un puente sobre una especie de foso seco, un patio estrecho en el que las ventanas semienterradas antaño habían iluminado las habitaciones del sótano. Probablemente había albergado los despachos, la sala de billar, la armería y los servicios; en la parte posterior se habían alzado las cocinas, las despensas, el cuarto de los zapatos y la sal de calderas. Seguramente la bodega se encontraba a un nivel inferior.

    —Nadie pondría una trampa aquí —comentó William mientras ascendíamos con cautela y nos asomábamos por la balaustrada para echar un vistazo a la zona del sótano.
    —Todo indica que no. Si el… si el perro entró en la casa por su cuenta, pudo caerse y quedar atrapado.
    —¿Con una cuerda alrededor del cuello?
    —No, tienes razón.
    —¿Le parece bien que baje y vea qué hay al otro lado de ese hueco?
    —Sí, pero te ruego que vayas con mucho cuidado.

    Observé al crío mientras descendía con precaución y atravesaba los bloques de mampostería encajados y caídos hasta que se asomó por lo que quedaba de una de las ventanas del sótano.

    —¿Ves algo?

    No obtuve respuesta. William me llamó sin volverse. Bajé y el chico se apartó para hacerme lugar. Miré hacia el interior.

    Contemplé el esqueleto de un cuarto pequeño, en el que la luz se filtraba por las grietas de las paredes y del techo. El suelo estaba cubierto de yeso, piedras caídas y madera astillada y podrida hacía mucho tiempo. La jamba de una puerta de madera se había salido de sitio y a su alrededor estaba anudado un trozo de cuerda deshilachada. Vi un cuenco esmaltado y desportillado, que estaba vacío y seco. Había muchas cacas de perro alrededor del reducido espacio que rodeaba la jamba de la puerta. A pesar del hedor, predominaba el olor carcelario del miedo, la desesperación y la muerte de la confianza y el afecto.

    Permanecimos callados. Tuve que tragarme las palabras que me habría gustado pronunciar y creo que William hizo lo propio con las lágrimas.

    Salimos del sótano, volvimos al aire fresco y caminamos en silencio hasta nuestras bicicletas.

    William permaneció quieto. Sujetó la bici y, en vez de mirarme, se quedó contemplando la casona.

    —¿Pueden reclamarlo?
    —¿Quiénes?
    —Quienes lo hayan metido aquí. Me dijo que Jessamy le había confesado que fueron los gitanos.

    Negué con la cabeza.

    —Quienquiera que haya permitido que el perro pasara hambre no tiene la menor oportunidad… no tiene ninguna posibilidad de reclamarlo. Pueden considerarse afortunados de que no los denuncie. No, si fueron los gitanos, no sabremos nada más de ellos.
    —¿Se lo quedará?
    —¿Es que lo dudas? De todas maneras… —vacilé—. William, ¿es posible que, momentáneamente, tu padre te permita tenerlo?
    —¿A mí? — Parecía satisfecho, aunque con ciertas dudas.
    —Sí. Hay algunas preguntas que me gustaría plantear y creo que, hasta obtener las respuestas, es mejor no llamar la atención sobre el perro. Están pasando cosas raras. Quiero decir…

    William saltó como leche hervida.

    —¿Quiere decir que serían capaces de hacerle daño, que Jessamy no se proponía soltarlo?
    —No estoy segura. Sólo sé que… Tiene que ver con… William, de momento no puedo darte ninguna explicación. Sinceramente, ¿podemos dejar que por ahora sea una cuestión personal y reservada?

    No podía explicarle que se relacionaba con una pesadilla de brujería y con el recuerdo de algo parecido a una promesa que me habían hecho junto al río Eden. De todos modos, mis suposiciones coincidían con las suyas y William lo sabía. Añadí parsimoniosamente:

    —Bueno, si lo piensas… El perro mordió la cuerda y probablemente la rompió. En cuanto la cuerda se partió, salió del sótano y huyó. Aun aceptando que Jessamy entrara a rescatarlo, ¿qué hizo para que el perro lo mordiera tan brutalmente? Yo oí un aullido de dolor. Si algo le hizo daño y lo asustó hasta el extremo de que se arrojó contra la cuerda y la rompió, para huir a continuación… Ya está.
    —¿Se refiere a la herida? ¡Tiene razón, señorita Geillis! — Contuvo aliento—. Por supuesto que me lo llevaré a casa. ¿Ahora mismo?
    —Cuanto antes, mejor. ¿Tu padre se disgustará?
    —No, si le explico lo ocurrido. Hoy no podré porque ha ido a Londres a ver a su editor y regresará tarde. Pero estará de acuerdo, estoy seguro. Los animales le gustan mucho, pero no tiene tiempo y dice que un perro exige mucha dedicación. Tendré que explicárselo todo, ¿no le parece?
    —Por supuesto. Y deja claro que me ocuparé personalmente del perro en cuanto todo se resuelva. De momento guárdalo en un lugar seguro y dale de comer. Estoy convencida de que el afecto y la buena comida lo curan todo pero, por si acaso, en cuanto pueda lo llevaré al veterinario. Bajaré a Arnside a comprarle comida. De momento bastará con pan moreno, leche y tal vez un huevo batido o revuelto. ¿Podrás arreglarte?
    —¡Sí!
    —Entonces volvamos. William, tú eres especialista en llaves. ¿Es posible cerrar con cerrojo el cobertizo de las herramientas?
    —Sí.
    —Regresemos y cerrémoslo antes de recibir más visitas.

    De vuelta a Thornyhold, echamos un vistazo al perro, que dormía profundamente, cerramos con llave la puerta del cobertizo de las herramientas y nos fuimos a la cocina, donde preparé café para mí y di a William un tazón de cacao con azúcar y un trozo del mismo pastel que la noche anterior había ofrecido a Jessamy.

    William no hizo más preguntas, aparentemente satisfecho con la idea de dejar que el pasado se resolviera por sí mismo y de abordar la estimulante perspectiva de cuidar al perro y hacer que se recuperase. Apenas lo escuché. Yo seguía a medias adentro y otro tanto afuera de ese extraño mundo de sueños y recuerdos, un mundo iluminado por la luz de la luna, en el que aún quedaban otros misterios por resolver.

    —¿En esta zona hay alguien que tenga palomas?
    —¿Palomas?

    Interrumpido en pleno vuelo imaginativo sobre concursos de perros pastores y las sorprendentes características de los perros pastores escoceses, William repitió la palabra palomas con el tono que podría haber empleado para hablar de los pterodáctilos.

    Su expresión me devolvió a la tierra y me causó gracia.

    —Sí. Palomas. Aves. Con plumas. Arrullan y viven en palomares. O en desvanes como el mío. Me dijiste que ayudabas a la señorita Geillis a cuidar de sus palomas.
    —Lo siento —se disculpó William sonriente—. Señorita Geillis, ¿qué pasa con las palomas?
    —¿Por qué no me llamas «Gilly»? Creo que es menos lioso y me encantaría que te olvidaras del «señorita».
    —No… no sé si podré.
    —Venga, inténtalo. Gilly.
    —Gilly.
    —Repítelo.
    —Gilly.
    —Así me gusta. Te pregunté si sabías de alguien que críe palomas por aquí.

    Frunció el ceño.

    —Deje que lo piense… En principio, las palomas solían anidar en la granja, no en nuestra casa, sino en la que vive el granjero, en Black Cocks, pero creo que eran silvestres, ya sabe, zuritas. Papá dice que todas las especies domesticables salieron de las zuritas, por lo cual anidan fácilmente en cajas y cosas por el estilo, porque cuando son libres se meten en cuevas y agujeros…
    —No hablo de palomas silvestres, sino mensajeras.
    —Ah, sí, en el pueblo hay unas cuantas. En las afueras, junto al puente del río, hay un campo inmenso dividido en parcelas. Ya me entiende, jardincillos. Muchos propietarios de esas parcelas han puesto palomares. ¿Por qué? ¿Piensa tener palomas?
    —Al parecer no puedo eludirlo. Ahora tengo dos. Poco después de mi llegada apareció una segunda paloma con un mensaje.
    —¿Un mensaje? —Dejó el tazón sobre la mesa con un tamborileo y parte del cacao se derramó—. ¿Vino una paloma? ¿Qué decía el mensaje?
    —Te lo mostraré. — Lo había guardado en el bolsillo interior de mi bolso. Saqué el trozo de fino papel—. Ten.

    Supongo que fue una tontería. Lo cierto es que, dada mi necesidad de confiar en alguien, pasé por alto el hecho de que William aún era un niño. En muchos sentidos poseía la sensatez, el humor y las opiniones formadas de un joven adulto y yo acababa de decirle que me llamara por mi nombre, como haría con un coetáneo. Por estos motivos le mostré el mensaje.

    Se levantó para cogerlo. Vi que, a medida que leía, palidecía. Entreabrió los labios blancos como papel.

    Dije con apresurada contrición:

    —¡Ay, William, lo lamento! No debí dártelo… Ven, siéntate. No te preocupes. Da lo mismo quién lo envió, es un mensaje de lo más amable y acogedor. Llegó justo cuando más lo necesitaba. La paloma debe de ser…
    —Ella no pudo enviarlo. Es imposible que siga viva. Asistí al funeral. Fui con papá. Vi… la enterraron y yo lo vi.
    —¡William, William! ¡Haces que me sienta muy mal! Nunca te lo habría mostrado si no hubiese buscado el consejo de un amigo. Fue…
    —Papá no quería que fuera, pero yo… bueno, la quería mucho y quise asistir. Cuando mamá murió no fui porque papá dijo que no tenía edad suficiente, pero eso pasó hace muchos años, así que esta vez me dejó ir y lo vi todo.
    —William…

    No me oía. Estaba inmerso en sus agitados pensamientos tanto como yo en los míos.

    —¿Quiere decir que era una bruja? ¿Era una auténtica bruja? La gente lo decía y ella solía reírse. A veces decía que veía un poco el futuro y me tomaba el pelo, decía lo que me ocurriría, pero siempre fue muy divertido, simplemente una diversión. ¿Estoy equivocado?
    —Claro que no, por supuesto que fue como dices.
    —¿Era realmente una bruja?
    —No lo sé. Ignoro si las brujas existen. Sé que estaba rodeada por una especie de magia y que hay muchas personas que «ven un poco en el futuro». Al margen de cualquier otra cosa, mi prima Geillis era una buena mujer, William, y no te equivocaste al tomarle afecto. Aunque sólo la vi unas pocas veces la quería mucho. Ignoro si esas cosas existen o no, pero en el caso de que existan confía en Dios y nada ni nadie te hará daño. ¿De acuerdo?
    —De acuerdo. Tranquilícese, estoy bien. Pero usted… Señorita Gilly, ¿qué le pasa? Gilly, ¿se siente mal? La noto rara.
    —No me pasa nada, absolutamente nada. Sólo que… pensaba que… debí de entenderlo mal porque me dijiste que tu madre se había ido y os había dejado. Eso es todo. Me sorprendí cuando dijiste que murió. Y lo siento, lo siento realmente.
    —Yo también. Quiero decir que lamento haber dicho una mentira. — Miró el tazón vacío—. Cuando ocurrió, empecé a inventar cosas. Así me resultó soportable. Pero no tendría que haber mentido.
    —No te preocupes, lo comprendo. Y no tiene la menor importancia.
    —Debí de ponerle las cosas difíciles a papá.
    —Bueno, pudo ocurrir, pero no fue así.

    Mi tono no debió de sonar muy convincente porque William me miró dubitativo, aunque lo dejó estar.

    —También pudo ser difícil para alguien a quien le dijiste la mentira y que conocía la verdad.

    ¿Para Agnes, que sin duda lo sabía y no fue capaz de informarme? ¿Por qué esa reticencia?

    Ese asunto podía esperar. Dije animadamente:

    —Olvídalo, William. Ocupémonos del mensaje. También nos olvidaremos de lo mágico e intentaremos averiguar cómo llegó el mensaje, ¿no te parece? Volvamos a las palomas.

    El chiquillo apartó el tazón.

    —Sí. Aves. Con plumas. Arrullan. ¿Qué pasa con las palomas?

    Se recuperó en el acto. Me serví otra taza de café y volví a sentarme.

    —No sé casi nada de las palomas. Por ejemplo, ¿a qué velocidad vuelan?
    —Pueden llegar a los cien, aunque depende del viento y del clima.
    —¿Quieres decir cien kilómetros por hora? ¡Santo cielo! ¿Sabes si las palomas de mi prima eran mensajeras?
    —No lo sé, pero hasta cierto punto puede decirse que todas las palomas son mensajeras.
    —¿Alguna vez la viste enviar un mensaje?
    —No, pero eso no significa que no lo hiciera. Hacía muchas cosas que no me permitió saber.
    —¿Tienes idea de lo que ocurrió con sus palomas, adonde fueron a parar?
    —Alguien vino y se las llevó. Es todo lo que sé. La señora Trapp me dijo que se las habían llevado y que ya no hacía falta que viniera a alimentarlas.
    —En ese caso, la única explicación que tiene sentido es que mi prima preparó el mensaje y dejó instrucciones de que soltaran la paloma cuando yo llegara a Thornyhold.
    —Si es así, sabía que usted vendría. Quiero decir que sabía que se iba a morir. Debió de escribir el mensaje antes de que la ingresaran y de que se llevaran las palomas.
    —Lo sabía —confirmé con delicadeza—. Era una parte del futuro de la que mi prima estaba segura. Mucho antes de enfermar me escribió una carta y se la entregó a los abogados para que me la enviaran en determinada fecha. Me decía que cuando recibiera esa carta Thornyhold sería mía. Me parece que conocer el futuro puede ser perturbador y también positivo. Es positivo saberlo y no asustarse, tener tiempo de organizado todo y la certeza de que unas buenas manos están pendientes de las personas y las cosas que uno quiere. ¿No estás de acuerdo?

    Aunque William no dijo nada, su expresión ya no era tensa y asintió con la cabeza. Dejé la taza sobre la mesa y me puse en pie.

    —Si tenemos en cuenta todo lo ocurrido, la mañana ha sido muy perturbadora para los dos. ¿Qué te parece si nos olvidamos de todo y nos ocupamos del trabajo que nos aguarda?
    —¿Puedo echarle un vistazo antes de irme? — William no tenía dudas con respecto al trabajo que nos aguardaba.
    —Sólo un vistazo. No lo despiertes.
    —¿Qué nombre le pondrá?
    —Hace mucho tiempo conocí un pastor escocés llamado Rover. ¿Qué te parece?

    William frunció la nariz.

    —¿No es un poco vulgar? ¿Por qué no Rags?
    —Tienes razón. No hay que mirar atrás. Se llamará Rags. William, vete y gracias por todo. Hazme saber qué opina tu padre.

    Lo acompañé hasta la puerta trasera. Bajaba por el sendero y de pronto se dio la vuelta.

    —Ay, casi me olvido. Papá me pidió especialmente que le preguntara cómo están sus manos.
    —Perfectas. Por favor, dale las gracias por su interés.
    —Descuide. Hasta pronto.

    Lo vi espiar por la ventana del cobertizo de las herramientas y luego me miró e imitó la actitud de dormir. Saludó con la mano y se alejó.

    Lo contemplé hasta que se perdió en el bosque y alcé la mirada. Tuve la impresión de que, por encima de las copas de los árboles, las nubes formaban un enorme signo de interrogación.


    Capítulo Dieciocho


    Me preparé el almuerzo y di de comer a Hodge. Le llevé comida al perro y le hice compañía un rato. Estaba más tranquilo, parecía contento de verme y logró menear plenamente la mitad de la cola mientras comía pan moreno remojado en caldo con restos de pollo. Lo dejé salir unos minutos y, en lugar de intentar huir, hizo sus necesidades y retornó a la seguridad del cobertizo. Volví a cerrar la puerta con llave y regresé a casa.

    Me había comprometido a buscar el libro de recetas «especiales». Si lograba dar con él y dejárselo a Agnes, quizá mantuviera lejos a los Trapp, al menos hasta que pudiese sacar transitoriamente de en medio al perro. Sospechaba que a Agnes no le interesaba la receta de algo tan simple como la jalea de moras —¿qué tenía de particular?—, sino los secretos de algunas curas de la prima Geillis. Si de mí dependía, podía contar con ellas. De algo estaba segura: no le harían daño a nadie.

    Había guardado el inventario y la copia del testamento de mi prima en el escritorio del cuchitril. Lo saqué, lo llevé al salón y me senté a leerlo de cabo a rabo.

    Estaba organizado habitación por habitación. En primer lugar, miré al vuelo el contenido del cuarto en que me hallaba: mobiliario, tapicerías, cortinas, cuadros, adornos… por lo que vi, sin hacer una comprobación rigurosa, no faltaba nada. Por fin llegué al contenido de la enorme librería. Si quería ser precisa, tendría que realizar un examen exhaustivo, así que de momento bastaría con una rápida ojeada. Al limpiar el salón me había demorado en las estanterías y recordaba aproximadamente su contenido. La colección era amplia: novelas, una o dos biografías (al igual que yo, la prima no sentía una gran debilidad por ese género), así como una colección completa de libros de viajes, es decir, relatos de viajeros sobre países exóticos. Libros sobre animales; tres estantes completos dedicados a pájaros; otro sobre mariposas y dos consagrados a árboles, flores y hierbas. Sin embargo, la sección principal —la más atractiva— estaba dedicada a jardines y a plantas de jardín. Eché un vistazo a esta última; los tomos sobre plantas eran la selección hecha por una jardinera, no por una herbolaria. Y allí no había ningún libro que pudiera considerarse un recetario.

    De todas formas, Agnes Trapp había tenido acceso a la librería, así como a los libros de la cocina y a las pocas obras de consulta del cuchitril, por lo que el cuarto del sosiego era el único sitio donde podía estar el libro de recetas.

    Hojeé el inventario y di con el «contenido del cuarto del sosiego», una impresionante sucesión de listas; páginas y más páginas de sustancias químicas o destilaciones, todas las botellas y los frascos etiquetados y puestos en orden. A continuación vi una lista afortunadamente breve de los muebles y, por último, tres páginas completas sobre libros.

    Pero no tuve ningún problema porque, en realidad, no lo había. El título del primer libro estaba subrayado en rojo. Era el único destacado. Y no dejaba lugar a dudas.

    Remedios caseros y recetas de la Dulce Gostelow. La Dulce Gostelow, la anciana que durante setenta años había vivido en Thornyhold, cuya fama como bruja se transmitió a la prima Geillis y ahora, en cierto modo a mí. La Dulce Gostelow, especialista en magia, que hizo de Thornyhold una fortaleza encantada para espantar el mal y dar pie a que creciera y madurara el bien. Cuyos remedios caseros probablemente fueron estudiados y seguidos por mi prima al pie de la letra.

    Cuyas recetas Agnes Trapp estaba desesperada por ver.

    Comprobé que las puertas estaban cerradas con llave, cogí un plumero y subí.

    A primera vista no vi nada que se semejara al libro de la Dulce Gostelow, pero había centenares de libros, algunos muy consultados, otros casi destrozados por el uso, y sería muy fácil pasar por alto un librillo encajado dentro de otro. Me puse a trabajar metódicamente: retiré los libros por sectores, los examiné uno por uno, les quité el polvo y volví a ponerlos en su sitio. Fue un trabajo ímprobo. Y lento, no sólo porque limpié cada ejemplar antes de devolverlo a su lugar, sino porque eran obras fascinantes y me detuve a hojearlas. Parecía una colección amplia y probablemente valiosa en su tipo. Aunque yo no era quién para decir que se trataba de una biblioteca completa, parecía haber de todo, desde una especie de texto de homeopatía hasta un volumen pesado y de grueso papel, con grabados en madera y letra pequeña, que al parecer era un tratado de botánica escrito en gótica alemana. Encontré traducciones de Dioscórides y de Galeno, reediciones de los herbarios de Culpeper, Gerard y John Parkinson, como mínimo media docena de libros sobre el trazado y cultivo de jardines de hierbas y varios tomos sobre plantas silvestres y sus usos, al lado de títulos exóticos como Medicinas maoríes y Recuerdos de un hechicero.

    Para no hablar de la recolección. Las recetas abundaban y abarcaban preparados tan simples como infusión de menta y consuelda a «envolver los kumaras en hojas de puriri, cocer lentamente sobre piedras calientes y dejar secar al sol durante dos semanas», pero ni señales de la Dulce Gostelow. El único hallazgo importante de la tarde apareció en el estante más alto, cuando retiré los tres tomos del tratado que alguien había escrito sobre los hongos comestibles y venenosos de Europa.

    Detrás de los libros, polvorienta pero aún brillante, estaba la bola de cristal en la que la prima Geillis y yo habíamos mirado aquel día junto al río Eden.

    A las cuatro hice un alto para tomar una taza de té y visitar el cobertizo de las herramientas y enseguida volvía a poner manos a la obra. Cuando acabé y todos los libros estaban otra vez en su sitio, caía la tarde y me dolían la espalda y los brazos. Me bañé, di de comer al perro y preparé la cena para Hodge y para mí en la cocina. Después, por primera vez, encendí el fuego del salón y enseguida tuve alegres llamaradas cuya luz alumbraba la bonita cretona, los muebles lustrados y el cristal de la librería.

    Fui a correr las cortinas y Hodge, que me había seguido al salón, quiso salir por las puertaventanas. Le di el gusto y, luego de pensarlo un instante, lo seguí y me acerqué al cobertizo. En esta ocasión el perro —debo tratar de acordarme de que se llama Rags— me esperaba al otro lado de la puerta y me permitió guiarlo alrededor de la casa hasta el fondo. Me senté en un sillón con un libro que había visto antes —Cría y cuidado de las palomas—, pero no quité ojo de encima al perro. Durante unos minutos vagabundeó inquieto por el salón, olisqueó, exploró todo y me miró a menudo, dispuesto a menear el rabo cada vez que nuestras miradas se cruzaran.

    —Rags —lo llamé y vino.

    Lo acaricié, lo mimé y finalmente lanzó un suspiro y se instaló a mi lado, con el morro sobre las patas y contemplando las llamas.

    Fue una velada larga y serena. El perro durmió y sólo despertó cuando me levanté para echar leña al fuego. Ignoraba si estaba acostumbrado a la casa y a la alfombra de delante de la chimenea, pero debo reconocer que se apoderó de las mías sin vacilaciones. Finalmente oí el sonido que estaba esperando: la llamada de Hodge para que le dejara entrar. Miré a Rags. Irguió la cabeza, miró hacia la ventana y meneó la cola, pero no dio un paso. Crucé el salón y abrí la puertaventana. Hodge entró, se paró en seco, se erizó hasta adquirir un tamaño descomunal y bufó furioso. Rags siguió echado y agitó su cola zalamera. El gato avanzó. El perro se pegó a mi sillón y se encogió.

    Al presenciar el duelo de sus voluntades, me di por satisfecha. Era evidente que el perro conocía a los gatos y le gustaban. El gato, animal dominante, necesitaría tiempo para acostumbrarse a la presencia del perro, pero sabía que no corría peligro. En una o dos semanas todo marcharía sobre ruedas.

    Pasé un rato más con el libro, mientras el perro volvía a un sueño de duermevela y Hodge, con gran dignidad, se acercaba majestuosamente al sillón situado al otro lado de la chimenea y empezaba a limpiarse, sin dejar de dirigir frecuentes y furibundas miradas al perro.

    Llamó mi atención cierto movimiento sobre la mesa: la bola. La había dejado allí y la había olvidado. El reflejo de las llamas danzaba sobre la bola, luz y sombra, color y oscuridad.

    ¡Espíritus negros y blancos, espíritus rojos y grises, mezclaos,

    mezclaos, mezclaos vosotros que podéis!

    ¿No suelen decir que citar a Macbeth trae mala suerte? Hay que admitir que esos versos no eran propiamente de Macbeth, sino una cita de una obra de hechicería aún más antigua.

    Hodge, el gato de la bruja, con una pata rígidamente alzada, había dejado de limpiarse y tenía la vista fija en la bola. Aunque sus ojos estaban muy abiertos y encendidos, tenía el pelaje liso, recién lamido y peinado. Simplemente estaba interesado.

    Cogí la bola, la sostuve en mis manos y contemplé sus profundidades.

    Seguía allí, entre las sombras y las llamas: la bandada de palomas. Tuve la impresión de que era uno de esos antiguos pisapapeles que, al agitarlos, provocan una tormenta de nieve. Una bandada de palomas tras otra revoloteó, trazó círculos y, mientras yo miraba, se fundió en una relumbrante nube voladora y lentamente se puso a descansar.

    Rags se mostró encantado de retornar a su lecho en el cobertizo de las herramientas. Le dejé una galleta y un cuenco de agua y en la cocina puse un plato de leche para Hodge mientras me dedicaba a cerrar las puertas con llave. Algo nervioso pero apaciguado por el destierro del perro y el ritual tranquilizador del momento de irse a la cama, Hodge se me adelantó en la escalera y desapareció en mi dormitorio.

    Aún quedaba por cumplir una parte del ritual nocturno. Llené la jarra de agua para las palomas y subí al desván.

    Creo que lo esperaba pero, de todas maneras, quedé paralizada varios segundos, mientras la piel de gallina se me erizaba supersticiosamente en los brazos. Ahora había tres palomas instaladas en perchas contiguas. Se movían y arrullaban. No había nada más inocente que esas aves de paz, esas mensajeras de los muertos.

    La nueva era distinta a las otras: gris azulada y con colores del arco iris en el pecho. Me observó plácidamente con sus ojos granate cuando alargué la mano y la saqué de la percha.

    Llevaba un mensaje en la pata. ¿Acaso cabía esperar otra cosa? Lo quité con delicadeza, deposité al ave en su percha, vertí los cereales y llené de agua el bebedero antes de desplegar el trocito de papel. Las palomas se lanzaron sobre las semillas y la recién llegada inclinó la cabeza para beber.

    Extendí el delgado trozo de papel bajo la cruda luz de la bombilla.

    La letra era distinta. El mensaje estaba escrito en delgadas mayúsculas. Decía:

    Bienvenida a Thornyhold y que Dios bendiga tus sueños.

    No llevaba firma.

    Me acerqué a la ventana y durante largo rato estuve observando los colores desvaídos del cielo en el que, aquella noche extraordinaria, había visto los buhos y la luz que me reclamaba y volado sobre los árboles altos y susurrantes. Siempre me había bastado saber que en el mundo vivo hay más de lo que podemos abrigar la esperanza de comprender. Ahora me encontré a mí misma dejándome llevar hacia la paz de la fe. Pensé que podía aceptarlo aunque ello significase que aquella «pesadilla» había sido cierta.

    Y que Dios bendiga tus sueños.

    Si olvidaba otras pesadillas de antaño y recordaba las cosas buenas de mi infancia y lo que habían enseñado, tal vez Él bendeciría mis sueños.


    Capítulo Diecinueve


    Imaginé que Agnes no esperaría a que le llevase el codiciado libro y no me equivoqué. Se presentó inmediatamente después del desayuno. Antes de que chirriara la puerta trasera y de que Hodge se esfumara en la planta superior de la casa, yo había cubierto la ventana del cobertizo, dado de comer al perro advirtiéndole que ni se le ocurriera ladrar, guardado la bola de cristal en el escritorio, junto al inventario, y regresado a la cocina para lavar los frascos de la jalea de moras.

    —¿Qué me cuenta, señorita Ramsey? — preguntó Agnes a modo de saludo.

    Había corrido y estaba jadeante, con las mejillas encendidas.

    La saludé con suma cordialidad.

    —¡Hola, Agnes, cuánto me alegro de verla! Pensaba bajar más tarde, pero ayer me olvidé de la jalea y me pareció mejor pasarla a los frascos sin más dilaciones. He logrado casi un litro de jugo. No está nada mal, ¿eh? Me gustaría saber…
    —Dijo que buscaría el libro —me interrumpió con tono tajante y acusador.
    —Sí, por eso me olvidé de la jalea. Di con el inventario y he cotejado con las listas todos los libros de la casa. Tardé una eternidad. Encontré uno que parece interesante y me pregunté si… de momento, ¿será tan amable de explicarme cómo se prepara la jalea? No he encontrado ninguna receta especial, así que me guío por la que conozco. Medio kilo de azúcar por medio litro de jugo y en el huerto encontré unas pocas manzanas caídas…
    —Servirá. — Fue muy brusca. Estaba aún más arrebolada, aunque pensé que no tenía nada que ver con mi referencia a los frutales pelados. Era de ira. Momentáneamente dejó el asunto de lado para mostrarme el regalo que, como de costumbre, me había traído. Dejó sobre la mesa una gran cesta de zarzamoras y le dio tal golpe que la fruta saltó—. Le he traído esto. Le dije que cerca de casa abundan. Tambien he puesto algunas manzanas silvestres. Son ideales para que la jalea cuaje bien.
    —¡Muchísimas gracias! Es usted muy amable. — Tuve la impresión de que, con diverso grado de falta de sinceridad, estaba diciendo una perogrullada tras otra—. Me ahorraré un viaje a la cantera.
    —Ni más ni menos.

    De repente, por su mirada rápidamente encubierta, me di cuenta de que ése era el motivo por el que había recogido las zarzamoras y las había traído. ¿Por qué demonios le interesaba que yo no volviese a la cantera? Descarté mentalmente la cuestión, me aparté de Agnes y revolví el jugo.

    Preguntó intempestivamente a mis espaldas:

    —¿Qué pasa con el libro?
    —Ah, sí. Supongo que ya lo ha visto. Quiero decir, ¿sabía que mi prima lo tenía?
    —Sí.
    —El más probable me pareció el primero que figura en el inventario del cuarto del sosiego. Se titula Remedios caseros y recetas de la Dulce Gostelow. —La miré de reojo—. ¿Le suena?
    —¡Tiene que ser ése! — Los ojos azules brillaron de entusiasmo—. ¡Tiene que ser!
    —Lo suponía —dije sin dejar de revolver—. Pero no está aquí.
    —¿Cómo? ¿No está aquí?
    —Es lo que acabo de decir. En el inventario hay una lista de todos los libros y, por lo que he visto, sólo falta el de la Dulce Gostelow. ¿Es posible que mi prima se lo prestara a alguien?

    Agnes Trapp alzó la voz:

    —¡No creo que se hubiese atrevido! ¡Es imposible! En el caso de permitir que alguien le echara un vistazo, habría sido a mí. Si ha ido a parar a manos de la vieja Madge… ¡pero ella no habría sido capaz de algo semejante! ¡La señorita Saxon, jamás!

    La miré con extrañeza. Mi expresión hizo que se resignase y, más serena, añadió:

    —Tal vez a la viuda Marget, la que vive en Tidworth. No es amiga mía. Y pienso que tampoco lo fue de la señorita Saxon.
    —En ese caso, lo más probable es que no se lo prestase a nadie. De todos modos, si conoce a esa mujer, ¿por qué no se lo pregunta la próxima vez que pase por Tidworth?
    —No es mala idea —replicó Agnes.

    Se sentó a la mesa y se tiró de la falda. Parecía resentida y decepcionada. Por primera vez desde que la conocía la compadecí, aunque sin saber exactamente por qué.

    Volví a revolver la jalea.

    —¿Vio alguna vez ese libro?
    —Una sola vez. La señorita Saxon no era muy amiga de ceder sus recetas y se llevó el libro antes de que pudiese aclararme.
    —¿Nunca le pasó una receta?
    —Claro que sí, la del ungüento de consuelda y de algunas infusiones. Pero se guardó las demás. En una ocasión en que mi madre tenía tos me dio una medicina soberana. Esa fue la palabra que usó: soberana. Me gustaría volver a leer la receta antes de que llegue el invierno.
    —Por supuesto. — Me agaché para oler el jugo hirviente. Parecía estar listo. Vertí una cucharada en un plato—. Agnes, acaba de decir que no pudo «aclararse». ¿Quiere decir que estaba escrito a mano?
    —Sí, estaba escrito a mano y algunas partes se veían muy débiles y garabatosas. Era muy difícil de descifrar. ¡De todos modos, no soy una gran lectora de libros!

    Incliné el plato y vi que la jalea estaba hecha. Puse la cacerola sobre la mesa y acerqué los frascos tibios.

    —Me he enterado de algunas cosas sobre la Dulce Gostelow, sobre lady Sibyl. Me las contó el señor Dryden. Pensé que, dado que vivió hace tanto tiempo y en virtud de… bueno, de las anécdotas que sobre ella se cuentan, es posible que el libro sea valioso. Tal vez lo tienen los abogados, o bien mi prima lo guardó en el banco o algo por el estilo. No padezca. Lo encontraré y se lo dejaré ver.

    Mis palabras parecieron apaciguar a Agnes.

    —Me encantaría. No es para tanto, pero cuando alguien te da su palabra y estás esperando que la cumpla… —No completó la frase—. La jalea tiene muy buen aspecto. Permítame que busque las tapas de los frascos. ¿Miró en todos lo estantes?
    —¿Cómo? Sí, claro. Usted misma sabe que no está en la cocina, en el salón ni en el cuchitril. Tengo la certeza de que al mirar en el cuarto del sosiego no lo pasé por alto, pero si quiere puede buscarlo. La llave está sobre el aparador.

    Mi actitud le resultó tranquilizadora porque meneó negativamente la cabeza.

    —No es necesario porque ya lo ha buscado usted. No soy muy mañosa con los libros. Tal vez aparezca. Si usted consulta a los abogados, puede que yo vaya a ver a la viuda Marget. Ya están puestas las etiquetas. La ayudaré a seleccionar las moras que le traje.

    Encontró un cuenco grande, pasó las moras que había trasladado en la cesta y volvió a sentarse a la mesa.

    Terminé de verter la jalea en los frascos y los puse a un lado para que se enfriaran. Tenía cuatro frascos y me sentí absurdamente orgullosa cuando la luz del sol que se colaba por la ventana hizo que el denso color resplandeciera más que el vino.

    —¿Será lo bastante buena para presentarla en la exposición anual? — pregunté y reí.
    —Ya decía yo que no era mucho lo que tenía que aprender. — Sin dejar de seleccionar las moras, Agnes me miró amistosa y sonriente—. La exposición de este año ya se ha hecho, pero habrá otras. ¿Vendrá algún día conmigo para conocer a las otras señoras? Celebramos reuniones todo el año.
    —Se lo agradezco. Creo que me encantará. — Reí de nuevo—. Pero no mostraré mi comida casera, al menos de momento.
    —Habrá tiempo de sobra —añadió Agnes y volvió a mirarme—. ¿Le gustó mi sopa?
    —Deliciosa. ¿Qué le puso, además de puerros y nata?
    —Lo que encontré a mano. Setas, algunas cosas más y hierbas silvestres que yo misma combino. — Pasaron unos minutos mientras entre las dos seleccionábamos las moras—. ¿No se siente sola aquí? ¿Duerme bien?
    —Maravillosamente bien. Agnes, el perro de cuyos ladridos me quejé parece haber desaparecido. ¿De quién es?
    —Por aquí todo el mundo tiene perro. Tal vez lo han encerrado.
    —Espero que no vuelva a molestar. Ah, antes de que se me olvide, le quería preguntar algo. ¿Sabe quién se llevó las palomas de la señorita Saxon? William me dijo que vino alguien con un cesto y se las llevó. ¿Usted estaba presente?

    En esta ocasión Agnes asintió con la cabeza.

    —El que se las llevó trabaja cerca de la Granja Taggs, unos tres kilómetros más adelante, en dirección a Tidworth. Se llama Masson, Eddy Masson. Fue él quien le enseñó y le regaló una nidada. De todas maneras, la señorita Saxon nunca se interesó por las palomas tanto como Eddy Masson. Ella gustaba de llenar la casa de animales. Solía llevarse las que no estaban bien y le devolvía a Eddy Masson las mejores. En una ocasión comentó que Eddy se había comprometido a recuperarlas cuando ella se fuese. Y vaya si se las llevó, aunque no sé si se las ha quedado. ¿Por qué me lo pregunta?
    —Por pura curiosidad. Supongo que la que sigue en casa estaba fuera y en pleno vuelo cuando recogieron las otras. ¿Cuántas palomas tenía mi prima?
    —Nueve o diez. — Agnes Trapp rió—. Eso sin contar los animales que acudían a comer a la casa. Palomas zuritas, ardillas, lo que se le ocurra. Y no sólo en el desván. He visto petirrojos y otros pájaros en la mesa del té y el maldito gato jamás movió un dedo para quitarlos de en medio.
    —Es terrible. ¿Le apetece una taza de café?

    Hablamos de esto y de lo otro mientras tomábamos el café. Agnes no volvió a mentar el recetario.

    —¿Puedo darle algo de lo que hay aquí? — pregunté finalmente al ver que no se mostraba dispuesta a irse—. Pensaba salir al jardín. William me ha ayudado, pero todavía no he identificado todas las plantas. Pronto las dividiré y si alguna le interesa, puede llevársela.

    Agnes negó con la cabeza, se despidió y bajó por la calzada.

    En cuanto me cercioré de que se había ido, saqué a pasear a Rags por el jardín amurallado y lo subí al desván. Las palomas —que seguían siendo tres— arrullaron, se movieron y volaron a sus perchas, donde se posaron pasando el peso del cuerpo de una pata a otra y nos observaron con desconfianza. El perro las estudió, pero no le interesaron. De momento, sólo deseaba dormir, comer y sentirse protegido. Le dejé agua, comida y una manta vieja y al salir cerré la puerta con llave. Me dirigí al cobertizo de las herramientas para borrar hasta la última huella de su estancia. No pensaba correr el menor riesgo antes de que William viniera a buscarlo.

    Después del almuerzo terminé de seleccionar las moras que Agnes había traído. Eran buenas, grandes y muy maduras. Algunas estaban pasadas. Las descarté junto a los rabos y las hojas y las sumé al montón de estiércol vegetal acumulado junto a la puerta trasera. El resto de la fruta fue a parar a la cacerola para preparar jalea.

    Cuando la fruta llegó a punto de hervor, oí un sonido en la puerta trasera. No podía ser Agnes otra vez. ¿Sería William y venía a buscar al perro? O tal vez… el vuelco de mi corazón me dijo a quién esperaba ver. Pero era Jessamy, que en sus sucias manos llevaba una bolsa rebosante de zarzamoras.

    —¡Jessamy, qué sorpresa! Pasa. ¿Son para mí? Tu madre acaba de irse y me ha traído montones de moras. De todas maneras, eres un encanto.

    Dejó la bolsa en el escurridor. Respiraba con esfuerzo y sus ojos azules, tan parecidos a los de su madre, denotaban una mirada dudosa e inquieta.

    —Las de ella no son buenas. Señorita, no las toque.
    —¿Te refieres a las moras? ¿Por qué dices eso? Acabo de seleccionarlas y son perfectas. ¿De qué estás hablando?

    El gesto hosco e inexpresivo demudó su rostro y desvió la mirada.

    —Nada, nada. Pero no las toque. No son buenas. A cambio le he traído éstas. Estas moras son buenas. Y les he puesto saúco para espantar la brujería. Y tampoco se preocupe por el saúco. Pregunté antes de cogerlo.
    —¿A quién le preguntaste? ¿A tu madre?
    —No, no. — Jessamy parecía asustado—. Le pregunté a la que vive en el árbol.

    Ay, que Dios se apiade de mí, volvemos a las andadas, otro toque de la vieja Inglaterra… Dije en voz alta y con afabilidad:

    —Muchas gracias, Jessamy. ¿Dejarás que te vuelva a mirar el brazo? ¿Cómo está?
    —Mejor. Se curará.

    Se arremangó y estiró el brazo. Mi vendaje había desaparecido y en su sitio había un trapo arrugado pero impecablemente limpio.

    —¿No has ido al médico? ¿Quién te puso este trapo?
    —Ella. Verá, tuve que hablar del perro cuando le entregué el nudo de la bruja. Pero no sabe que yo pasé por aquí y que usted aún estaba despierta. — Jessamy estaba agitado e intentaba serenarme—. No se lo dije, señorita, no le dije ni una sola palabra.
    —Me alegro —afirmé con la intención de que se calmara—. No padezcas. Sólo quiero verte el brazo, ¿vale?

    Al quitar el trapo apareció una masa de pulpa de color verde oscuro. Debajo, la herida tenía muy buen aspecto: estaba limpia, pálida y cicatrizada con rapidez. El morado había adquirido un tono amarillo sucio y las dentelladas estaban cubiertas por una saludable costra.

    —¡Jessamy, esto es fabuloso! ¿Qué puso tu madre en la herida?
    —Las hojas de algunas plantas que cultiva en la parte de atrás de la casa. Y el ungüento que la señorita Saxon preparaba todos los años con la misma planta. Le tenía una confianza absoluta.
    —Y tenía razón. No te pondré nada más, pero volveré a vendarte el brazo.
    —Soberano —dijo Jessamy, tal como había dicho su madre un rato antes. Lo repitió como un niño contento de recordar la lección—. Su prima solía decir «dentro o fuera, es soberano».

    El aroma del ungüento me resultó familiar, evocador. ¿No era imposible? ¿Cuándo lo había percibido? Olía a prado verdes. Casi oí el frufrú del vestido de la prima Geillis y sentí que me miraba por encima del hombro cuando volví a acomodar la cataplasma. Consuelda, eso era, que también recibe otros nombres. Se hierven las raíces en agua o aguardiente y la ingestión de la decocción cura heridas internas, morados, magullones y úlceras pulmonares. Aplicadas externamente, las raíces curan en el acto heridas o cortes recientes. («Dentro o fuera, es soberano».) La receta —¿receta o remedio casero?— se desplegó en mi mente como si la hubiese preparado cien veces. Para el ungüento, mezclar la raíz o las hojas con parafina caliente, colar y dejar enfriar… Y de algún sitio olvidado y lejano llegó una frase semejante a un salmo tranquilizador: La consuelda prospera en acequias húmedas, en prados ricos y llenos de fruta, todos los cuales crecen en mi jardín.

    —Jessamy… —Mi voz sonó igualmente olvidada y lejana—. Si necesitas más ungüento, te lo daré. Hay mucho en el cuarto del sosiego.
    —Gracias, señorita, gracias. — Se bajó la manga—. Y no toque las moras. No se bebió la sopa y tampoco debe comer esta fruta.
    —¿Cómo sabes…? — Callé y lo miré absorta. Añadí poco convencida—: La sopa estaba deliciosa y ya le he dado las gracias a tu madre.

    En el fogón sonó un siseo y el olor agridulce de la fruta que se quema me devolvió a la realidad. Corrí a apartar del fuego la cacerola. A mis espaldas Jessamy dijo preocupado:

    —No se lo cuente.
    —¿Cómo? Ah, hablas de las moras. No le diré nada. Pero si el brazo te produce alguna molestia, diga lo que diga tu madre debes visitar al médico. ¿Quieres que te devuelva la bolsa?

    Negó con la cabeza y se dirigió a la puerta. Antes de salir hizo una pausa y dijo:

    —Señorita, ¿tirará las moras? La sopa de caballo que prepara tampoco es buena.

    En cuanto a Jessamy salió, pasé unos segundos mirándolo a través del rectángulo de luz formado por la puerta.Vaya con la vieja Inglaterra. No podía creer en lo que acababa de ocurrir. De todos modos, era evidente que Jessamy se consideraba en deuda conmigo y no estaría de más que le hiciese caso.

    Muy bien, por absurdo que pareciese, en dos ocasiones Agnes había intentado drogarme antes de que me fuese a dormir. La primera vez lo había logrado con el pastel de carne y por eso tuve una pesadilla. La segunda, con la crema de puerros, fracasó. Y ahora volvía a arremeter con las moras. Vaya con la sopa de caballo. ¿Tóxica? Era harto improbable. Entonces, ¿qué? ¿Una droga para dormirme mientras Agnes registraba la casa? ¿En busca de qué? ¿Del libro? También era harto improbable. Aunque fuese el libro lo que hasta entonces había buscado, ahora tenía motivos para dudar de mi promesa de que se lo dejaría ver. Ya había tenido ocasión de ver toda la casa salvo el cuarto de sosiego y hoy le había ofrecido esa posibilidad. ¿Qué quería?

    Quité de la cocina la cacerola de la jalea y la vacié en el escurridero, junto a la bolsa de Jessamy. Sin duda Jessamy tenía buenas intenciones, pero me resultaba imposible creerle. Si por alguna razón Agnes quería que esa noche yo durmiese a pierna suelta, tenía que saber que con las moras no lo conseguiría. En situación normal, la jalea no se utilizaba durante semanas, a veces meses, y cuando se comía era en pequeñas cantidades y en momentos que ella no podía prever. Además, debía tener en cuenta que yo regalaría uno o dos frascos o los donaría (como de hecho me proponía hacer) para la venta benéfica de la parroquia.

    Volviendo a la primera pregunta, ¿por qué quería drogarme? La primera vez —con el pastel de carne— no fue más que una sospecha fundada, pero lo de la crema de puerros parecía real. Jessamy había comentado que yo no tomé la sopa y me sorprendió que lo supiera. De todos modos, ya tenía la solución del enigma: «aún estaba despierta». Aquella noche no pensaban presentarse en casa, pues, de lo contrario, Jessamy tendría que haber informado a su madre que la droga no había surtido efecto. Entonces recordé que Agnes me había preguntado si dormía bien, planteando exactamente lo mismo que después de aquella noche.

    Había más. Estaba enterada de lo del perro. Jessamy se lo había dicho. Pese a que sabía lo de la mordedura en el brazo y la fuga del perro, no lo mencionó cuando le di una pista evidente. Cabía deducir que estaba enterada de la estancia de Rags en la casona y que ella misma había enviado a Jessamy. Pero no para alimentar al perro, pues el cuenco estaba vacío y seco. Tampoco para liberarlo, ya que la cuerda fue mordida y se partió.

    Puesto que Jessamy no fue a alimentar al perro ni a soltarlo, ¿para qué lo envió su madre? Una vez más tuve la respuesta en la herida del perro, en el salto desesperado que partió la cuerda y le permitió escapar, en el brazo mordido y en el mechón de pelo que vi en la mano de Jessamy. «Tuve que hablarle del perro cuando le entregué el nudo de la bruja.» No tenía ni la más remota idea de lo que era el nudo de una bruja; suponía que se parecía a un nudo mágico, a una maraña de pelos, pero estaba casi segura de que Jessamy utilizó la expresión para referirse al mechón que ocultó en el bolsillo cuando me pasó los trapos para quemarlos.

    Dejé estar las cosas en ese punto. Seguir con las conjeturas carecía de sentido. Se lo preguntaría la próxima vez que lo viese y hasta existía la posibilidad de que me respondiera. William había dicho que Jessamy era un buen chico, pero le temía a su madre y hacía cuanto ésta le indicaba. Todo coincidía. Había sido temerario con el perro: si se le hubiese ocurrido llevar una tijera, habría conseguido el nudo de la bruja sin ser mordido y aún tendrían el perro.

    Aún tendrían el perro. Ese era el punto crucial. Agnes podía hacer lo que le viniera en gana con sus hechizos, la sopa de caballo, los nudos de bruja y los «encuentros» —¿asambleas?— en la cantera siempre y cuando no hiciese sufrir a ningún ser vivo. Decidí no meterme con el pobre Jessamy. Abordaría a Agnes en cuanto la viera y le arrancaría la verdad.

    Tal vez lo más extraño era que no estaba asustada, a pesar de que me sentía desconcertada e inquieta porque no entendía qué sucedía. Fue como si Thornyhold, fortificada contra el mal, infundiera ciertas fuerzas (vacilé a la hora de emplear la palabra «poderes»), como una especie de escudo, en la chiquilla nerviosa e insegura que yo había sido. La sombra o, mejor dicho, el fulgor de la presencia de la prima Geillis; las palomas que transmitían mensajes de paz; las flores y las hierbas aromáticas que despojaban de su voluntad a las brujas. Todo crece en mi jardín. Ya le había dicho a William todo lo que era necesario decir: «Ignoro si esas cosas existen o no, pero en el caso de que existan confía en Dios y nada ni nadie podrá hacerte daño».

    Me aparté de mis pensamientos y volví a sumergirme en la cocina normal y bien oliente. El sol iluminaba los cuatro frascos de jalea. Me bastaba con cuatro. Tiraría las moras de Agnes y también las de Jessamy. Mientras lo meditaba, iría a buscar el ungüento de consuelda y se lo aplicaría a Rags en el rabo. Si lo lamía, no le haría daño. Dentro o fuera, es soberano.

    Alcé la pesada cacerola y la trasladé hasta el montón de estiércol vegetal. Las aves picoteaban las sobras descartadas que evidentemente no ejercían en ellas efectos negativos. Sin duda las moras de Agnes eran tan inocentes como las de Jessamy. Fuera como fuese, las enterraría antes de herir los sentimientos ajenos. Vacié la cacerola, la entré, cogí la bolsa y también la vacié; me dirigí al cobertizo de herramientas a buscar la pala. Hice apresuradamente un pozo junto al montón de estiércol y me puse a traspalar la fruta descartada.

    Estaba a punto de concluir cuando oí el tintineo del portillo. Segundos después el padre de William apareció a un lado de la casa y se dirigió hacia la puerta trasera. Ya había levantado la mano para llamar cuando me vio y se volvió a saludarme.


    Capítulo Veinte


    Me erguí para apoyarme en la pala y aparté el pelo que me cubría los ojos con la mano manchada por el jugo de las moras.

    —Hola, ¡qué sorpresa! Me alegro de verlo. Pen… pensé que vendría. ¿William le pidió que viniese por el perro?
    —Sí, es un magnífico pretexto.
    —¿Qué ha dicho?

    El señor Dryden me sonrió y tuve la impresión de que, repentinamente, el sol brillaba y los pájaros gorjeaban. Logré dominar mis alocados pensamientos y dije en voz trémula:

    —Pase. Estaba a punto de terminar.
    —Si hubiese llegado unos minutos antes, me habría hecho cargo de la tarea. Aunque no soy tan práctico como William, no me viene mal sustituirlo de vez en cuando. Déme la pala y terminaré de tapar el pozo.

    Le entregué la herramienta.

    —¿Vino por el atajo del bosque?
    —No, he dejado el coche en la calzada. ¿No oyó el motor? Por lo que William me contó, supuse que era excesivo para que el pobre animal lo hiciese andando. Tenga. ¿Quiere guardarla en la caseta? En ese momento vio la pila de sacos del rincón y preguntó con verdadera preocupación—: ¿Es el perro? ¿Estaba enterrando al perro?
    —¡No, no! Simplemente tiré fruta. El perro está muy bien.
    —¡Cuánto me alegro! No me habría atrevido a regresar sin el perro.
    —¿William no ha venido con usted?
    —No. Se fue en bici a Arnside en busca de un collar, una correa y alimento para perros.
    —Le agradezco profundamente toda su colaboración. ¿Le molesta? Mejor dicho, ¿realmente no le molesta? Sólo será por unos pocos días, hasta que aclare unas cuantas cosas.
    —Le ruego que no se preocupe. Claro que no me molesta. William me contó lo que había pasado y le prestaremos de buena gana toda la ayuda que podamos. ¿Dónde está el perro?
    —En el desván. Temía que ellos… temía que alguien lo viera si lo dejaba en el cobertizo. Estaba a punto de subir a visitarlo y a ponerle ungüento en la cola. ¿Tiene tiempo de entrar y tomar una taza de café? Ay, santo cielo, no me había dado cuenta de la hora… ¿le apetece una copita de jerez? En el aparador hay unas cuantas botellas.
    —Con mucho gusto, gracias. Conozco el jerez de la señorita Saxon.

    Al parecer, también sabía dónde estaban la botella y las copas. Mientras me lavaba las manos y ponía la cacerola de preparar jalea en la pila, el señor Dryden trajo el jerez y las copas a la cocina. Miró satisfecho a su alrededor.

    —Esta casa siempre me gustó. Me alegro de que la mantenga tal como estaba.
    —Me chifla. Desde el primer momento sentí que era mi hogar. ¿Bajamos a Rags y dejamos que se acostumbre a su presencia antes de que se lo lleve?
    —Me parece una buena idea. Aún no ha tenido ocasión de confiar en las personas. ¿Ha averiguado de dónde salió?
    —Todavía no. En realidad, no me preocupa demasiado porque hay algo que tengo claro: no pienso devolverlo. Se quedará aquí. La escalera que conduce al desván está en la antigua cocina.
    —Lo sé.

    Me siguió y abrió la puerta de la escalera.

    —Conoce muy bien la casa —comenté.
    —Solía venir a menudo. Sentí un profundo afecto por su prima.

    Cuando abrió la puerta del desván, encontré un perro muy distinto del que William y yo habíamos rescatado. Rags acudió a mi encuentro meneando toda la cola. Aunque aún tenía el cuerpo arqueado, prieto sobre el vientre encogido, sus ojos eran distintos y reconocí su mirada impaciente y cariñosa. Me arrodillé para saludarlo y lo sujeté mientras el señor Dryden le hacía fiestas. Los dejé juntos y fui a dar de comer a las aves.

    —¿Estaba enterado de que mi prima criaba palomas? ¿Alguna vez estuvo en el desván?
    —En un par de ocasiones. — Habló tiernamente con el perro, que había intentado seguirme y que se dejó sujetar por el señor Dryden. Vi que el padre de William observó a las palomas que se abalanzaron sobre las semillas—. ¿Hay tres?
    —Sí. ¿Le contó William lo del mensaje?
    —Sí, me lo contó. Supongo que estaba autorizado a decírmelo. Quiero decir que usted no le pidió reserva, ¿no?
    —Claro que no. ¿Seguía preocupado?
    —Lo dudo. Estaba simplemente desconcertado, pero le di una explicación.

    El señor Dryden se incorporó cuando dejé la cuchara de las semillas en su cacharro. Rags pasó furtivamente a mi lado, con las orejas aplastadas, presto para una caricia, y se nos adelantó en el primer tramo de la escalera con un tropezón y una carrerilla. Nos esperó en el rellano y era la imagen misma de un perro impaciente por dar el paseo prometido.

    —Se recuperan muy rápido, ¿no le parece? — preguntó el señor Dryden—. No se preocupe. Cuando se lo devolvamos, el perro estará en plena forma.
    —¿No tendrá dificultades para conseguirle comida? Con el gato no siempre es fácil y nunca tuve perro.
    —Recuerde que vivimos en una granja y que la comida abunda. A decir verdad, el maíz con el que alimenta las palomas fue un regalo de nuestras gallinas.
    —¿De verdad? Una vez más, le doy las gracias. ¿Qué le dijo a William?

    El señor Dryden se volvió para cerrar la puerta de la escalera.

    —¿Sobre qué?
    —Sobre la paloma con el mensaje. Acaba de decir que «le dio una explicación».
    —Ah. Tendría que haber dicho que «le di la mejor explicación que pude».
    —¿Cuál?
    —Le dije prácticamente lo mismo que usted. Que la única posibilidad era que alguien se hubiese llevado la paloma para soltarla a su llegada.
    —Sí, pero lo que realmente preocupó a William fue que mi prima hubiese escrito el mensaje de su puño y letra, lo que significa que había previsto su propia muerte.
    —No necesariamente. Tal vez imaginó que regresaba del hospital y la encontraba cómodamente instalada en Thornyhold para compartirla con ella.

    Meneé la cabeza.

    —Lo sabía. Y también sabía más cosas. Auguró la muerte de mi padre. — Le hablé de la carta fechada que había añadido al testamento y de lo que me había dicho aquel día junto al río—. Dije a William que aunque hubiese previsto su propia muerte, estos hechos no eran tan insólitos y añadí que sabía que a la prima Geillis le habría gustado contar con esa información. — Lo miré—. Me gustaría sentir lo mismo, pero no me veo capaz. ¿Y usted?

    Negó con la cabeza.

    —Su prima era más fuerte de lo que jamás llegaré a serlo yo. Pero encaja y parece cierto. Al menos William lo aceptó.
    —En ese caso, todo está bien. Pregunté a Agnes quién se llevó las palomas y me respondió que un tal Masson, un hombre que vive en la misma zona que usted. ¿Lo conoce?
    —Sí. Es el pastor del señor Yelland, el propietario de la Granja Taggs. Antaño eran dos granjas, pero las unieron cuando se casó con Bessie Corbett. Ahora los Yelland viven en Black Cocks y yo alquilo la otra casa.
    —Boscobel.

    El señor Dryden sonrió.

    —Es más bonito que Granja Taggs.
    —¿Y el señor Masson?
    —Vive en una casita a tres kilómetros, en Tidworth.
    —¿Lo cree capaz de soltar la paloma en la fecha que le indicó mi prima?
    —Es probable. Si se quedó con todas las palomas, tuvo que hacerlo.

    Habíamos llegado a la cocina y Rags corrió para explorar el cuenco vacío de Hodge. El gato se limpiaba encima de la mesa. Lanzó un sonoro bufido cuando el perro entró y volvió a lamerse.

    Me reí.

    —Entre ellos no hay problemas. Bueno, el misterio de la paloma tendrá que esperar hasta que hable personalmente con el señor Masson. Por favor, siéntese.

    El señor Dryden escanció jerez y me pasó una copa.

    —¿Le preocupa?
    —En absoluto. Si he de ser sincera, me gustó. Fue un gesto digno de mi prima.
    —¿Ha recibido más mensajes?
    —Sólo uno más, que me pareció aún mejor. Llegó como una bendición del cielo.

    El padre de William guardó silencio, presintiendo tal vez que yo no tenía ganas de ahondar en el tema. Observamos al perro, que registró el cuenco vacío y se nos acercó en busca de mimos. Hodge prosiguió con su aseo, haciendo caso únicamente de sí mismo.

    Acaricié la cabeza del can.

    —¿Sabe si por los alrededores hay un círculo de piedra?

    El señor Dryden puso expresión divertida.

    —Está Stonehenge.
    —¡Cielos, es verdad! Pero no me refería a algo tan monumental, sino a un círculo pequeño.
    —A la hora de la verdad, Stonehenge no es tan monumental como parece en las fotos. ¿Nunca ha estado?
    —No. Ignoraba que quedase tan cerca. No olvide que vengo del lejano norte. No, pensé que existía un círculo muy distante de la cantera. Me refiero a la cantera donde nos conocimos.

    Al pronunciar esas palabras me sentí confundida y cortada. Era una frase de enamorados y tuve la impresión de que seguía resonando entre nosotros.

    Pero el señor Dryden no se dio por aludido. (¿Y por qué iba a darse por enterado? Geillis Ramsey, en esto te la juegas sola.) Dijo:

    —Que yo sepa, por los alrededores no hay nada parecido. Al menos en las proximidades de Boscobel o de BlackCocks. Aunque Stonehenge… ¿de verdad que jamás ha estado allí? ¿Le gustaría visitarlo?
    —Me encantaría. En cuanto llegue el verano y consiga un coche y algunos cupones de gasolina…
    —Yo tengo coche, el depósito está lleno y hace un día espléndido. ¿Qué tal si vamos esta misma tarde? No queda lejos.
    —Yo… bueno, me encantaría, pero… ¿está seguro? ¿Y su libro? Pensaba que estaba metido a fondo.
    —Por esta vez lo dejaremos de lado. De todos modos, pensaba invitarla a dar un paseo. Venir a recoger a Rags no fue más que la excusa. Podemos llevarlo a mi casa, tomar un bocadillo o cualquier cosilla…
    —Si quiere, le preparo algo. ¿Una tortilla a la francesa? Gracias a su generosidad, dispongo de huevos.
    —Se lo agradezco, pero no quiero nada. Supongo que William ya ha regresado y debe de estar vigilando la carretera con el propósito de verla.

    Reí.

    —Querrá decir con el propósito de ver a Rags.
    —Por supuesto. Tomaremos un bocadillo en Boscobel. Le ruego que acepte.
    —Sí. Es una propuesta fantástica. Muchas gracias, señor Dryden. ¿Por qué no bebe otra copita de jerez mientras subo a buscar el ungüento para Rags y una chaqueta para mí?

    El viaje a Boscobel comenzó casi en silencio. Recuerdo el murmullo de los neumáticos del coche en el musgo de la calzada, las motas de sol que se deslizaron sobre nosotros mientras rodábamos bajo los árboles y el visto y no visto de un arrendajo que sobrevoló el capó del coche. Mi compañero no habló y, fuera por el efecto de su proximidad o por la súbita sensación de intimidad que provocaba el coche, a lo que se sumaba el conocimiento demasiado vivido de mis sentimientos, lo cierto es que fui presa de mi vieja y paralizadora timidez y me alegré de la presencia del perro como puente para salvar el silencio. Al principio Rags se puso nervioso y tuve que hacerle muchas fiestas mientras lo sujetaba bajo el salpicadero hasta que dejamos atrás la casa del guarda.

    Cuando el coche se abrió paso entre las mitades iguales de la casa del guarda, vi que las cortinas de la derecha —donde vivía Agnes— se agitaban ligeramente y volvían a quedar inmóviles. Del otro lado divisé la sombra que se mecía de aquí para allá, de aquí para allá, en la soledad de la casa diminuta.

    Una vez en la carretera nos inundó la luz del sol. Finalmente el señor Dryden habló:

    —Estaban en casa.
    —Lo sé, lo he visto.
    —Ya puede soltar al perro. ¿Cree que se instalará en el asiento trasero?

    Cuando intenté pasar a Rags por encima de la caja de cambios, se negó, así que lo mantuve en mi regazo y me senté lo más cómodamente que pude.

    El señor Dryden nos echó un vistazo.

    —¿Puede viajar así?
    —Estoy bien. El pobrecillo no pesa mucho. Enseguida se echará. Señor Dryden, le confieso que hace literalmente años que no salgo sólo por diversión. ¡Es maravilloso!
    —Me alegro. ¿No podría llamarme Chrístopher, o aunque sea Christopher John? De pequeño siempre me llamaron así para diferenciarme de mi padre. Elija el que más le guste. ¿Lo hará?
    —Bue… sí, gracias. Y usted también conoce mi nombre.

    El coche avanzó deprisa y los setos pasaron a toda velocidad.

    —William la llama Gilly. Me ha dicho que usted se lo pidió, ¿Le gusta ese nombre o prefiere Geillis?

    Sonreí y repetí sus palabras:

    —Elija el que más le guste.
    —Geillis. — Lo pronunció lentamente, como para sí, y un estremecimiento me recorrió de la cabeza a los pies. Abracé a Rags y apoyé mi cabeza en la suya. Christopher John inquirió—: ¿Sabe que es un auténtico nombre de bruja?

    Levanté bruscamente la cabeza.

    —¡Santo cielo, no puede ser! ¿Lo es? Siempre pregunté a mi madre de dónde procedía ese nombre, pero no me lo dijo. Me refiero al nombre de la prima Geillis. Me bautizaron con su nombre.
    —¿Era su madrina?
    —Prefería considerarse mi patrocinadora. No tenía… mejor dicho, dejó claro que no tenía relaciones con Dios.

    (El segundo mensaje: Bienvenida a Thornyhold y que Dios bendiga tus sueños. ¿Quién lo había enviado? ¿Quién?)

    Chistopher John hablaba de Edimburgo y de los juicios por brujería que se celebraron en esa ciudad:

    —Había una tal Geillis Duncane. Se la menciona en la Demonología. Dicho sea de paso, también hay una Agnes Sampson. Creo que también he visto ese nombre de cordera en otras crónicas de brujería… lo mismo que el de nuestra Agnes, que trabaja en ese campo con lo mejor de lo mejor.
    —Y apuesto a que es la bruja más bonita de la asamblea —dije al pasar, más que nada por comentar algo.
    —¿Bonita? ¿Es bonita? Puede que sí.

    No sé si se debió a su tono indiferente o al modo distraído en que habló al maniobrar con sumo cuidado para adelantar a un par de ciclistas por el estrecho camino, pero en ese instante la venda cayó de mis ojos con un golpe seco que realmente oí, aunque de hecho sólo fue el sobresalto de mi corazón.

    Lo vi todo… no, no fue todo, sino muchas cosas que tendría que haber visto mucho antes.

    Agnes Trapp no había puesto droga en las moras. Lisa y llanamente, las había recogido porque no quería que yo regresara a la cantera y, si acaso, a Boscobel. Y me había mentido deliberadamente —o me había confundido— con respecto a la esposa de Christopher John.

    ¿Por qué? Me había sentido tan perpleja y deslumbrada que no tuve en cuenta el hecho de que otras mujeres podían ser tan sensibles como yo a mi homme fatal. La simple verdad me golpeó el cerebro como una flecha que da en el blanco. Agnes también estaba enamorada de él.

    William esperaba sentado en la verja.

    Cuando nos acercamos la abrió y entramos en el patio. Abrí la portezuela y Rags se apeó de un salto. Durante unos segundos el perro miró dudoso a su alrededor, supongo que dispuesto a asustarse ante otro sitio desconocido, poblado de vistas y olores nuevos. William gritó:

    —¡Rags! ¡Rags!

    El chico y el perro se encontraron.

    Christopher John y yo los dejamos y entramos en la casa.


    Capítulo Veintiuno


    Visitamos Stonehenge. En aquellos días estaba sin cercar, abandonado, pequeño en medio del gran llano, pero al dejar la carretera y acercarse andando por la hierba, las piedras alcanzaban su impresionante altura y el círculo te rodeaba con su magia secular.

    Sin lugar a dudas, no se trataba del círculo de piedra de mis sueños. Las campánulas se mezclaban con la hierba y en las elevadas piedras los líquenes aparecían hermosos bajo la luz del sol, verdes, ámbar y de un gris peludo como las chinchillas. La brisa que mecía los altos pastos otoñales evocaba las ondas de un río parsimonioso. Aunque el año estaba muy entrado, en el llano sonaba ocasionalmente el reclamo de las aves. El cielo se arqueaba sobre nuestras cabezas y las enormes bocanadas de nubes se partían, volvían a formarse y fluían como la espuma en la mar serena.

    No había nadie más. Caminamos lentamente entre los espectaculares menhires mientras Christopher John me hablaba del lugar. Explicó que nada se sabía de su origen ni de los grandes hombres prehistóricos que lo construyeron, si bien algunas pruebas demostraban la procedencia de las piedras, lo cual resultaba casi increíble teniendo en cuenta sus dimensiones y las distancias que debieron recorrer. Desde luego, habían surgido leyendas acerca del presunto milagro de esa construcción. Merlín la erigió en una noche y el rey Uther Pendragon estaba enterrado exactamente en el centro. Los druidas habían sacrificado allí a sus pobres víctimas. Los constructores habían orientado Stonehenge hacia el alba del solsticio de verano y la gente aún acudía a orar con la esperanza de que ocurriera un milagro. Era un calendario, un gigantesco cronómetro de los años. Era una piedra de mil quinientos kilómetros en la senda de un dragón obsesionado por el cielo…

    Ni la verdad ni la leyenda eran necesarias para agudizar la magia de Stonehenge. Para mí estuvo presente en el aire límpido, en la brisa que agitaba los pastos y en el canto de felicidad.

    Tomamos el té en Avebury, en una posada situada en el centro mismo de otro círculo tan inmenso que la totalidad no se divisaba desde ninguna de las piedras. Algunos fragmentos se perdían en los campos de los alrededores y una aldea, con sus calles y sus caminos apartados, cortaba diversos sectores del círculo. En lugar de rodearlo a pie, volvimos a casa en coche por verdosos caminos laterales y en una o dos ocasiones Christopher John paró el coche para permitir que recogiera flores y frutos silvestres que, como le expliqué, quería «dibujar».

    —Solía dibujar a menudo, pero lo dejé estar y me gustaría volver a poner manos a la obra ahora que la casa está ordenada.

    No hicimos más que charlar. El ataque de timidez desapareció como si nunca hubiera existido y recobré la naturalidad. Ya no recuerdo de qué hablamos pero al final, mientras volvíamos a casa, empecé a conocerlo. Hicimos un alto junto al puente del río Arn, mientras las ruinas de la vieja abadía asimilaban los rayos rojizos del sol más allá de la arboleda, y Christopher John se sentó en el pretil y habló mientras yo recogía brionia en el seto vivo, las relucientes bayas de la madreselva y un puñado de exquisitas campánulas tardías que parecen muy frágiles y son tan resistentes como el alambre.

    Durante la guerra Christopher John había estado en el desierto líbico; apenas habló del tema, aunque comentó que había conocido a Sidney Keyes, el joven poeta muerto en 1943, a los veinte años, y que, de haber vivido, en opinión de Christopher John se habría convertido en uno de los mejores bardos de nuestra época.

    —Y lo es aún muerto —dijo—. ¿Conoce su obra?
    —Creo que no. Últimamente no he leído mucha poesía. Siempre me gustó Walter de la Mare.
    —«El más dulce cantor y uno de los pensadores más profundos de nuestra época.» —Parecía una cita y, evidentemente, lo era—. Era el poeta predilecto de mi esposa, que era editora de poesía de la editorial Aladdin. Durante la guerra, William y ella se quedaron en casa de su hermana en Essex, pero tuvo que trasladarse a Londres para asistir a una reunión y esa noche hubo un ataque aéreo. Murió mientras yo estaba sano y salvo en las proximidades de Tobruk. William apenas la recuerda.

    Se explayó sobre Cecily, la madre de William, muerta hacía seis años. Habló de ella con amor y sin dolor. En seis años, sea cual sea la pérdida, la dicha retorna lentamente.

    —O aparece de pronto, como la alborada en Stonehenge —añadió y miró a través de la arboleda de un gris espectral—. Mire, junto a la entrada de la abadía hay un manchón de aros silvestres. Es lo mejor que podría encontrar para el color.

    Regresamos a Thornyhold al anochecer. Christopher John me acompañó hasta la puerta, la abrió, rechazó mi invitación para que pasara y tropezó con Hodge mientras bajaba por el sendero. Oí que la portezuela del coche se abría y se cerraba.

    Alcé a Hodge, lo besé y le dije:

    —¡Ay, Hodge!

    Eché a correr escaleras arriba. Sonó el motor del coche, ronroneó unos instantes en punto muerto y se apagó. Hodge me pateó disgustado y saltó de mis brazos mientras Christopher John corría sendero arriba con las flores que yo había cortado y un paquetito envuelto en papel marrón.

    —Se dejó las flores. Sospecho que están un poco pachuchas, pero tal vez sobrevivan.
    —¡Por Dios! Las llevaba en el regazo y me olvidé de ellas. Seguramente se me cayeron y las pisé. ¡Cuánto lo siento!
    —No se aflija. En realidad, podemos decir que es bueno lo malo. Así recordé algo que debí traer hace semanas. La señorita Saxon me pidió que lo guardara para usted. Aquí lo tiene, con mis más sinceras disculpas. Y le reitero una vez más mi gratitud por este día maravilloso.

    Antes de que pudiera responder, Christopher John me saludó, se dio la vuelta y se alejó. Esta vez el coche arrancó estrepitosamente y desapareció.

    Hodge maulló con apremio desde la puerta forrada de bayeta, de modo que la aparté y llevé las flores y el paquete a la cocina. En primer lugar puse las flores en un florero. Luego di la cena a Hodge, ya que, de lo contrario, no me habría dejado en paz. Finalmente abrí el paquete.

    Fuese o no por brujería, ya sabía lo que contenía. Y no me equivocaba. Sobre la mesa, junto a la botella de jerez y el florero lleno de flores silvestres estaba Remedios caseros y recetas de la Dulce Gostelow.

    Por descontado que me llevé el libro a la cama y por descontado que pasé despierta la mitad de la noche leyéndolo. Mejor dicho, leyendo lo que pude. Agnes estaba en lo cierto: la letra enrevesada y garabatosa, si bien una letra moderna —la de mi prima— había traducido las palabras más indescifrables y anotado a lápiz comentarios o correcciones de las antiguas recetas.

    Porque de eso se trataba. Si hubiese esperado una obra de hechizos mágicos, me habría llevado un buen chasco. El libro era exactamente lo que sugería el título: una obra de recetas y de remedios caseros. Era evidente que la prima Geillis había probado y utilizado algunos. En diversos puntos había añadido notas: Da resultado, pero hay que usarlo con moderación, reduciendo la dosis a la mitad para un niño. O: Demasiado fuerte. ¿Por qué no probar con (indescifrable)? Y la siguiente nota: Sí. También estaba la pomada de consuelda: Para el ungüento, mezclar la raíz o las hojas con parafina caliente, colar y dejar enfriar. Cuando lo leí se me pusieron los pelos de punta por haberlo sabido de antemano y sonreí al leer la nota de la prima Geillis: Preparado de consuelda. Dentro o fuera es soberano. En otra receta había escrito: Aquí no se cultiva. Es italiana. Consultar a C. J.

    El libro no estaba organizado. Las recetas parecían apuntadas a medida que se conocían o se probaban, de modo que sopas, pasteles, postres y otras exquisiteces culinarias se mezclaban con encurtidos, aguardientes, medicinas y preparados para la limpieza de la casa. Las medicinas, así como las conservas y los aguardientes, incluían plantas, hierbas, hongos, musgos, la corteza y la savia de los árboles… todos los productos imaginables, no sólo de la huerta y el jardín, sino de los setos, los ríos y los bosques.

    A medida que avanzaba en la lectura, en mi cerebro cuajó una idea que gradualmente me dominó. En principio, había supuesto con mucha aprensión que debía seguir los pasos de lady Sibyl y de la prima Geillis y convertirme, no sólo en broma sino en realidad, en la tercera «bruja» de Thornyhold. Sin embargo, por lo que había visto en la biblioteca de mi prima y por el contenido de su cuarto del sosiego —había ordenado su vida profesional a fin de hacer sitio a algo nuevo— me había convencido de lo contrario. Todo había cambiado. Aunque ni siquiera lo reconocí para mis adentros, supe que la vida de estudio a la que se había dedicado mi prima soltera exigía más tiempo y dedicación del que probablemente tendría yo con el matrimonio y niños pequeños.

    De esta forma nuestras mentes se anticipan a los acontecimientos e incluso a las probabilidades. Pero mi mente había dado ese salto y finalmente supe qué tenía que hacer.

    El talento con el que naces.

    Utilizaría mi único talento para dibujar todas las plantas y los hongos, así como sus descripciones y comentarios de sus hábitats. Tal vez algún día haría un libro ilustrado con las recetas y los remedios soberanos de Thornyhold. Christopher John me asesoraría. Sirviera o no como libro publicable, lo haría por mí y tal vez al hacerlo aprendería a usar a mi manera los poderes positivos del jardín y el bosque. Mañana pondría en limpio el libro de lady Sibyl y hasta era posible que probara algunas recetas.

    Entonces recordé que le había prometido a Agnes que le permitiría ver el libro. Lo primero es lo primero. Fuera cuando fuese, mañana me armaría de mi nuevo valor, llevaría el libro a la casa del guarda y obtendría las respuestas de las preguntas que quería plantear. Pero no haría la menor mención, ni una alusión a las moras, la cantera y Boscobel.

    Moras. Una idea me asaltó y cogí el libro. Lo hojeé curiosa. No contenía la receta de la jalea de moras.

    El buho ululó al otro lado de la ventana abierta. Sobre mi cabeza un animal pequeño y con garras se movió entre los restos de los granos de las palomas. A mi lado, repantigado en el edredón, Hodge ronroneó súbitamente y se apagó como el motor del coche de Christopher John. Entró una enorme mariposa nocturna que aleteó enloquecida alrededor de la lámpara. Apagué la luz a fin de que la mariposa tuviese la posibilidad de retornar al frescor de la noche.

    El libro no incluía la receta de la jalea de moras. Agnes había utilizado esa excusa para que yo se lo dejara ver. Si hubiese querido alguna receta de hierbas, seguramente lo habría expresado. Pero me había contado complicadas mentiras como «la jalea de la señorita Saxon siempre fue la mejor» y también había dicho que la receta especial tenía que estar en ese libro. Y sin duda éste era el libro cuya difícil escritura no había tenido tiempo ni ocasión de desentrañar.

    ¿A qué conclusión podía llegar? El libro contenía otra receta que le interesaba y que no había querido mencionar.

    Al arribar a esta conclusión, extraje otra. Fuera cual fuese la receta, prima Geillis no había querido dársela. Tal vez la había pescado consultando el libro y por eso tomó la precaución de dejarlo en manos de Christopher John hasta mi llegada.

    Volví a encender la luz. La mariposa nocturna ya no estaba. Hodge entreabrió un ojo a modo de reproche, volvió a cerrarlo, se estiró voluptuosamente y siguió durmiendo.

    Me estiré para coger el libro. La tapa, que siempre había sido frágil, estaba rota por el uso y el lomo se había despegado, por lo que los cuadernillos estaban descosidos. Al estirarme para encender la lámpara moví el libro, que se deslizó y cayó abierto sobre mis rodillas. Una página suelta se separó de sus compañeras.

    La recogí, abrí el libro para ponerla en su sitio y la miré sin demasiado interés. Tenía un aspecto y un tacto distinto a las demás: el papel era más grueso y amarillento, estaba escrito con tinta marrón, tenía manchas y puntos tal vez debidos a la escritura con pluma y la letra era diferente y más antigua. Una receta proporcionada por una persona que no tenía nada que ver con las virtuosas Sibyl Gostelow y Geillis Saxon. Una receta que pertenecía al libro que yo esperaba encontrar, la única que podía considerarse de magia «auténtica» y sin duda la que nuestra bruja local había anhelado tan ansiosamente.

    Se titulaba, simplemente: Filtro de amor.

    Creo que mi primera reacción fue de rechazo y luego, como era un asunto de mujer a mujer, experimenté compasión. Después, agudamente y todavía de mujer a mujer, un ramalazo de incertidumbre: ¿me equivoco acerca de lo que él siente por mí? Y por último, con cierta incredulidad: ¿y si este endiablado brebaje da resultado?

    Alcé el grueso papel pergamino con los bordes ajados y lo leí de cabo a rabo…

    Filtro de amor. Coger las alas de cuatro murciélagos, nueve pelos de la cola de un perro agonizante o que acaba de morir, la sangre de una paloma negra y hervir con…Omito el resto de la receta. Allí tenía, sin necesidad ni posibilidad de hacer preguntas, la respuesta a otra de mis conjeturas.

    Estuve largo rato sentada en la penumbra y me esforcé por no culpar a Agnes de lo que era (me dije a mí misma) la actitud de una campesina ignorante hacia los animales. Lo mismo que para tantas personas de su especie que en los años cuarenta se criaron en las zonas rurales más apartadas, para Agnes todos los animales salvajes eran bichos. El gato sólo se toleraba porque mataba ratones o pájaros, incluso algún que otro petirrojo; el perro sólo porque trabajaba o servía de guardián. No se le movería un pelo al retorcer el cogote de mis palomas dispersas, ahogar a Hodge porque se había quedado sin ama o mantener al pobrecillo Rags para su caldero de bruja. Podía disculpar la herida de Rags, provocada por Jessamy con su irreflexiva simplonería, pero ciertamente era imposible —y sin duda erróneo— perdonar la crueldad que la llevó a atarlo y darle de comer apenas lo necesario con tal de cumplir ese asqueroso hechizo…

    Hacía tantos esfuerzos por no culpar a Agnes que temblaba. Me dije que mi afecto profundo e incluso obsesivo por los animales era una cuestión personal, producto de mis desdichas y de la falta de confianza en mí misma. Los animales eran mucho más seguros y amables que las personas. Dadas mis limitaciones, la anormal era yo, no las personas más simples y extrovertidas que mostraban una firme actitud ante el mundo natural.

    Repentinamente me acordé del coadjutor de mi padre,muerto hacía tantos años, y de lo que le había hecho a mi conejo. Probablemente criaba conejos para comérselos y si una niña se había quedado uno para intercambiar afecto y luego lo había devuelto, el animal había retornado a la categoría de carne. Me parecía justo. Yo también era carnívora. El daño no se le hizo al conejo, sino a la niña.

    ¿Y mi madre y el perro? Mi madre había sido producto de una dura sociedad de pioneros que se ganó la vida en pleno monte de Nueva Zelanda, donde los animales eran ganado o caza y, en medio de la pobreza de una vida ardua, no había lugar para los sentimientos. Hasta los niños se consideraban herramientas de trabajo y, por consiguiente, las hijas eran menos deseables que los hijos. Las injusticias de mi infancia —si es que lo eran— podían comprenderse y olvidarse mediante este profundo esfuerzo del pensamiento…

    A lo largo de aquella noche infinita, el indecente filtro de amor me permitió exorcizar mis tristes fantasmas y alcanzar, finalmente, una merecida paz.

    Cuando por fin concilié el sueño no soñé con círculos de piedra ni con perros agonizantes, sino con palomas que volaban en un límpido cielo y con Christopher John que sonreía y decía: «Al final recobramos la felicidad».


    Capítulo Ventidós


    Puesto que éste no es un relato de brujería a medianoche, sino una simple —relativamente simple— historia de amor, es aconsejable que los últimos capítulos se desplieguen a partir de la mañana de un día glorioso.

    Ni siquiera el sol temprano que entibió el aire vivificante, el rocío que cubrió la hierba o la delgada bruma que empañó el fulgor del río dispersaron la desazón que me dominó al despertar. Cuando recordé lo que me esperaba, tuve que aferrarme con todas mis fuerzas a mi valor. Sólo me sustentaba pensar en Rags, el «perro agonizante o que acaba de morir». Hice deprisa las tareas matinales y subí corriendo a buscar el libro.

    No tenía la menor intención de prestárselo a Agnes antes de hablar con ella y arrancarle la verdad. Aun así, tampoco pensaba dejárselo con la horrorosa receta. Saqué la página de papel pergamino y, sin el menor remordimiento, le prendí fuego con un fósforo e hice correr los restos carbonizados por el lavabo del cuarto del sosiego. Guardé el libro en un estante, junto a los demás, cerré la puerta con llave y bajé para disponerme a visitar a Agnes en la casa del guarda mientras persistiese mi resolución.

    Siempre es mejor afrontar al enemigo en tu propio terreno, elegir la posición en la que combatirás. Nunca había estado en la casa del guarda ni me habían invitado a entrar en las contadas ocasiones en que pasé por delante. No quería que el encuentro se produjera delante de Jessamy ni tenía la menor intención de hablar en el umbral de la casa de Agnes. Simplemente le diría que había encontrado el codiciado libro y que, como era frágil y probablemente valioso, si quería consultarlo tenía que venir a Thornyhold, donde tendría la libertad de copiar todas las recetas que quisiese.

    Para no desperdiciar ese día maravilloso, luego iría a Tidworth a ver al señor Masson, que se había llevado las palomas de la prima Geillis, y le preguntaría por las palomas que me habían traído los mensajes. Averiguaría si la idea disparatada que había tenido sobre el segundo mensaje no era tan desatinada. Y al pasar por el camino que llevaba a Boscobel, intentaría ver a Christopher John, aunque se trataba de una perspectiva que casi ni reconocí para mis adentros.

    Preparé varios bocadillos, puse uno de los frascos de jalea en la cesta de la bici y pedaleé calzada abajo.

    Al llegar a la casa del guarda mis planes valientes y astutos sufrieron el primer contratiempo: Agnes no estaba y, evidentemente, Jessamy tampoco. Nadie respondió a mí llamada.

    Cuando me agaché para dejar el frasco de jalea en el umbral oí la voz de Jessamy a mis espaldas:

    —¡Buenos días, señorita!

    El muchacho no estaba en su casa, sino en la gemela, situada al otro lado de la calzada de acceso. Había dejado la puerta abierta. Entrevi una habitación minúscula, impecablemente limpia, con un mantel de cuadros rojos sobre la pequeña mesa, brillante el bronce de la chimenea y una mecedora antigua donde se sentaba la anciana, que aparentaba el doble de edad, como un retrato Victoriano, con el delantal sobre el regazo y un chal blanco que le cubría los hombros. La anciana inclinó la cabeza, me sonrió y saludó con la mano. Le devolví la sonrisa y el saludo.

    —Señorita, mamá no está —añadió Jessamy—. Ha salido.
    —¿Sabes a dónde ha ido?
    —No me lo dijo.
    —¿Y no te fijaste? ¿Cogió el atajo del bosque?
    —No, echó a andar hacia el pueblo. — Señaló en dirección a St. Thorn.
    —¿No dijo a qué hora volvería?Negó con la cabeza.
    —Salió después de desayunar y no dijo nada. Señorita, ¿ha preparado jalea?
    —Sí, y salió de rechupete. Jessamy, te repito mi agradecimiento. He traído un frasco para tu madre y para ti. ¿Qué tal el brazo?
    —Mejor. Está curando muy bien.
    —Cuánto me alegro. Dile a tu madre, cuando vuelva, que he encontrado el libro. Dile que si quiere verlo la espero en casa.
    —¿Un libro? — Me dirigió una mirada indecisa y de desconcierto—. ¿Desde cuándo mamá mira libros?
    —No te preocupes, seguro que sabe a qué me refiero. Dile, simplemente, que he encontrado el libro. — Recogí la bicicleta. La abuela volvió a saludar con la mano y respondí a su saludo—. Dile que estaré fuera hasta la hora del té y que si quiere verlo venga más tarde. Gracias, Jessamy. ¿Está todo claro?
    —Sí. — Bajó la voz—: No tiene sentido que la invite a pasar para que hable con la abuela. Se alegrará de verla y nada más.
    —Tranquilo, me hago cargo. Me alegro de haberla visto. Tiene muy buen aspecto.

    Otro saludo con la mano y cuando pedaleé hacia la carretera soleada vi que la mecedora reanudaba su incesante balanceo.

    Al pasar delante del desvío a Boscobel, no vi señales de Christopher John. Más allá la carretera se ponía cada vez peor hasta convertirse en un camino lleno de baches, evidentemente utilizado por el ganado. Este camino serpenteaba entre setos unos dos kilómetros más antes de llegar a Tidworth. Y allí terminaba. Tidworth era un caserío aislado y minúsculo, con media docena de casas apiñadas en torno al terreno comunal en el que los patos blancos disfrutaban del estanque lleno de barro. El buzón instalado en la puerta de una de las casas y las mercancías exhibidas en la ventana para su venta me indicaron que era la oficina de Correos. Dejé la bici en la puerta y entré. Aunque en la tienda no había nadie, de la trastienda llegaba el olor del pan que se cocía en el horno y al tintineo de la campanilla respondió una mujer que apareció deprisa y corriendo mientras se limpiaba la harina de las manos en un gran delantal a cuadros.

    —Lamento molestarla si esta ocupada… —me disculpé.
    —No se preocupe, señorita. ¿En qué puedo servirla?

    Dudé y miré a mi alrededor mientras me preguntaba qué podía comprar. Las estanterías estaban casi vacías; el racionamiento había sido muy duro para este tipo de pequeñas tiendas de ultramarinos, ya que la gente solía llevar los cupones a la ciudad porque en ocasiones el hecho de ser clientes suponía la gratificación de algún producto extra. En un caserío como Tidworth, la gente disponía de huevos, cultivaba sus verduras, se cocía el pan… Clavé la mirada en una pila de cacao sin racionar.

    —¿Puede venderme un bote de cacao?

    La mujer se estiró para coger el bote sin quitarme ojo de encima. Era alta y huesuda, estaba vestida de negro y llevaba una rebeca de color pardo. Había recogido en un moño su pelo canoso y tenía el mentón firme y unos ojos negros que me observaron con interés, más aún, con una profunda curiosidad que me sorprendió hasta que comprendí que sólo en contadas ocasiones los desconocidos tomaban esa carretera perdida.

    —¿Quiere algo más? Son cuatro peniques y medio, por favor… Muchas gracias.
    —Ay… eh… en realidad, estoy interesada en algo más… Me han dicho que en Tidworth vive el señor Masson. ¿Tendría la amabilidad de decirme cuál es su casa?
    —¿Eddy Masson? Sí, vive en la última casa. Ha pasado por delante, es la primera al llegar a la carretera. Pero me parece que no lo encontrará. Casi nunca está, salvo los domingos o por la noche. Trabaja con el granjero Yelland de Black Cocks.

    ¿Cómo no se me había ocurrido? Para ir a Black Cocks había que pasar por Boscobel. Sonreí a la mujer.

    —Muchísimas gracias. Podría pasar por allí durante el regreso. ¿Es posible… que la señora Masson esté en casa?
    —No está casado, todavía no —respondió la mujer con desconcertante regodeo.
    —De acuerdo, muchísimas gracias —añadí y me dirigí a la puerta con una extraña sensación de alivio.

    La voz de la mujer me frenó.

    —¿Está por aquí?
    —Sí. Pero no he venido de vacaciones. Ahora vivo aquí, en Thornyhold. ¿Conoce mi casa? Me mudé en septiembre y estoy reconociendo el terreno. Es la primera vez que visito Tidworth. Es un pueblo muy bonito pero algo apartado, ¿no es así?
    —Dicen que hasta los cuervos tienen que retroceder. — Asintió y puso cara de satisfacción—. ¡Ya está bien! ¡Como si no me hubiera dado cuenta de quién era encuanto entró en la tienda! ¡Usted es la señorita Ramsey, para quien trabaja la viuda Trapp! Señorita, reconozco que estoy encantada de conocerla.

    Levantó la tapa del mostrador, avanzó y me ofreció la mano.

    La posta de palomas, pensé. La posta de palomas no era nada comparada con los tambores del bosque de Westermain. Era lógico que, a esas alturas, todo el mundo me conocería en varios kilómetros a la redonda. Probablemente también me conocían de vista. Sin duda sabían todo lo que había hecho en la casa; la «viuda Trapp» se había ocupado de que la voz corriera como reguero de pólvora.

    La viuda Trapp. La bruja rival vivía en Tidworth. Esa expresión chapada a la antigua provocó una resonancia que convirtió la conjetura en certeza. Estreché la mano de la mujer. Era seca, huesuda y sorprendentemente fuerte.

    —¿Cómo está usted, señora Marget?

    Su reacción de deleite también provocó resonancias.

    —¡Como si no me hubiera dado cuenta! ¿Acaso no la reconocí en cuanto la vi?
    —¿De qué no se dio cuenta? ¿Qué es lo que reconoció?

    En lugar de responder, meneó la cabeza y agitó sus ojos negros. Cogió el bote de cacao y me lo puso en la mano.

    —No se lo olvide. Sí, soy Madge Marget y estoy segura de que conoce a mi George… a mi hijo. Es el cartero y el otro día me dijo que la vieja casa de la señorita Saxon está hecha una maravilla y que la joven que la habita es la mujer más bonita que ha visto entre Tidworth y Salisbury. Por eso en cuanto entró en la tienda me dije: es ella, tiene un aire inconfundible a la señorita Saxon y además es una belleza. Espero que no se moleste.
    —Claro que no… ¿por qué iba a molestarme? Gracias por el cumplido.

    Cruzó las manos sobre el delantal y se recostó en el mostrador, obviamente dispuesta para una larga charla, pero me apresuré a darle las gracias, me disculpé porque tenía prisa y eché a andar hacia la puerta. Cuando la abrí noté que la mujer me pisaba los talones. Una mano pasó por encima de mi hombro y señaló:

    —Aquélla es la casa de Eddy Masson, la que está junto a los almiares. Las guarda allí.
    —¿Qué guarda allí?
    —Aquello.

    El dedo señaló el punto en el que, por encima de los grandes olmos, una bandada de palomas trazó un círculo, bajó en picado y se desvió en dirección a Boscobel.


    Capítulo Ventitrés


    La casa del señor Masson estaba algo apartada de la carretera y, si no me hubiesen dicho que aún era soltero, lo habría deducido de la apariencia general de descuido de la casa y del jardín. El portillo estaba podrido y colgaba de una bisagra. Lo abrí y caminé hasta la puerta sobre el empedrado cubierto de hierbajos. La puerta estaba abierta y comunicaba directamente con la sala, en cuya mesa cubierta de periódicos aún estaban los restos del desayuno. Las zapatillas se encontraban delante de la chimenea apagada, en el mismo sitio en el que se las había quitado de un puntapié.

    Otra visión de la vida de un hombre solo, visión que no tenía nada que ver con el sentido práctico de Christopher John. Lo único que tenían en común me observaba desde la cocina: una fuente para pasteles blanca y azul, que contenía la mitad de un pastel. Reconocí el pastel. Al parecer, Agnes repartía ampliamente sus limosnas.

    Por pura formalidad llamé a la puerta, aguardé el medio minuto que mandan las convenciones y luego, como si buscase la puerta trasera, avancé entre los hierbajos hasta el fondo de la casa. Encontré el palomar al pie de lo que antaño había sido el jardín. Al acercarme oí un sonido sobre mi cabeza, alcé la vista y vi la bandada de palomas que regresaban a casa. A ojo de buen cubero, eran unos veinte ejemplares grises, blancos y negros que revoloteaban sobre el fondo del cielo azul. Me quedé quieta. Las palomas trazaron tres círculos cada uno más bajo y más cerrado que el precedente, finalmente se posaron una tras otra en el rellano de su casa y entraron.

    Evidentemente el señor Masson consagraba todo su tiempo libre y sus atenciones al palomar. Aunque la pintura exterior estaba desteñida y desconchada, el enmaderado era firme y el cristal y la tela metálica de las ventanas parecían nuevos. Al intentar abrir la puerta, vi que estaba cerrada a cal y canto. Me puse de puntillas y miré a través del cristal y la red de la fachada.

    La mayoría de las aves estaba comiendo. Cuando me vieron, algunas emprendieron el vuelo momentáneamente alarmadas, pero como estaban acostumbradas a que las observaran enseguida reanudaron sus pavoneos y picoteos. La mayoría era de color gris, como la primera mensajera que llegó a Thornyhold, aunque también había varias oscuras, unas pocas de color rojo suave y un ejemplar de un blanco puro y niveo. Por lo que vi, todas estaban anilladas, si bien ninguna llevaba la anilla metálica característica de las mensajeras.

    No es que eso tuviera el menor significado, pensé, mientras a trancas y barrancas regresaba a la verja. Por lo que sabía, quizá llevaban otro tipo de anillas cuando trasladaban minúsculos rollos de papel. Por eso tenía una justificación para ir a Black Cocks a ver el señor Masson y también para pasar por delante de la verja de Boscobel… ¿y por qué no para asomarme a preguntar cómo estaba Rags?

    Furiosa, me dije que no necesitaba la menor justificación. Christopher John lo había dejado claro. ¿Acaso nada, ni siquiera la simpatía y la admiración explícitas —está bien, la atracción— que había mostrado por mí, me curaría de la actitud de humildad inculcada por una niñez reprimida, de la timidez que desaparecía por completo en cuanto estaba con él, pero que me impedía acercarme?

    A la hora de la verdad, no tuvo la menor importancia. No vi indicios de Christopher John en Boscobel ni su coche en el patio. Tampoco divisé la bicicleta de William y, menos aún, al perro.

    Seguí pedaleando rumbo a Black Cocks.

    Lo primero que vi fue el coche de Christopher John aparcado junto a la verja de la granja y la bicicleta de William apoyada en el muro. Al fin y al cabo, no hizo falta que me armase de valor. Al parecer, sólo necesitaba su proximidad. El canturreo del aire, el brillo, la elevación espiritual que transmitían deleite. Dejé mi bici junto a la de William y franqueé la verja.

    A primera vista el patio parecía desierto, salvo por las gallinas que escarbaban y cacareaban entre el heno caído de los almiares. También distinguí algunas palomas que emprendieron el vuelo aleteando y vi que se trataba de animales silvestres, de palomas anilladas que subieron y subieron antes de trazar un círculo y dirigirse a los altos olmos situados más allá de la finca.

    —Hola. ¿Hay alguien en casa?

    Mi voz sonó débil y hueca en medio del vacío del patio. El sol caía de lleno sobre los tejados de los edificios y se reflejaba en el parabrisas del coche. Las vacas mugieron a cierta distancia y oí el repiqueteo de una cadena. No hubo más respuesta.

    —¿Christopher John? ¿William? — Recordé dónde estaba y añadí—: ¿Señor Yelland? ¿Señor Masson? ¿Hay alguien aquí?

    El silencio más absoluto, ni siquiera el ladrido de un perro.

    Pero él estaba aquí y yo lo sabía. Lo supe incluso antes de que mis ojos captaran una bandada de palomas que revoloteó, cayó en picado, rodeó los olmos donde se ocultaban sus primas silvestres y huyó. Gris, rojo rosácea y blanca, la bandada de Tidworth volvía a salir. El sol relumbró en sus alas escoradas y las convirtió en los copos de nieve de la bola de cristal. Él estaba aquí. Tenía que estar. Si la prima Geillis había acertado con respecto a mí, yo sabía que él estaba aquí…

    Geillis, insensata con mal de amores, serénate. ¡No hace falta ser bruja para saberlo! Su coche está aquí, ¿no? Calma, él, Rags, William y probablemente Masson han acompañado al granjero a algún sitio. En ese instante, a modo de respuesta, escuché un ladrido lejano, el balido de las ovejas, un pitido prolongado y dulce y un sonido semejante a un grito. El sonido procedía de más allá de los edificios que bordeaban los almiares.

    Me di por vencida e hice lo que debí hacer desde el principio: me acerqué a la puerta de la finca y llamé.

    Al principio pensé que había vuelto a fracasar y cuando alcé la mano para volver a llamar, vi que una muchacha se acercaba corriendo desde el fondo al tiempo que se secaba las manos en el delantal.

    —¡Ya me parecía que había oído gritar a alguien! Estaba en la vaquería fregando trastos. ¿Lleva mucho tiempo esperando?
    —No, sólo llamé una vez. ¿Es usted la señora Yelland?
    —Nanai. — Agitó sus rizos negros y dejó ver un hoyuelo—. Si quiere verla, ha ido a la Granja Taggs a echar una mano. Va dos veces por semana y no estará de vuelta hasta la hora del té, pero como es probable que regrese por ese camino…
    —De hecho, quería hablar con el señor Masson. Tengo entendido qué trabaja aquí.
    —Y así es. Desde el desayuno no les he vuelto a ver el pelo ni a él ni al señor Yelland. Están amontonando en el campo de las doce hectáreas.
    —¿Cómo?
    —Reúnen las ovejas para cambiarlas de sitio. Desde aquí se las oye. Si espera un rato, más o menos media hora, vendrán a comer. También tienen que reparar las cercas. ¿Quiere pasar?
    —No, no, muchas gracias. Prefiero esperar afuera porque hace un día excepcional.
    —Por mí encantada. Será mejor que vuelva a mis peroles. Adiós.

    Entró en la casa.

    Caminé lentamente alrededor de los almiares. En mi ausencia habían regresado las palomas anilladas, que se mezclaron nuevamente con las gallinas. Cuando emprendieron el vuelo, sólo se elevaron hasta la puerta abierta en la pared del granero, a unos seis metros de altura, en cuyo escalón se sentaron para observarme cautelosamente.

    Era el tipo de portezuela o ventana sin cristal que se abría a la altura del suelo del pajar para introducir la carga. Y si había un pajar, también tenía que existir un modo de subir. Cambié el sol abrasador del patio por la penumbra del enorme pajar y miré a mi alrededor. El heno se apilaba en un extremo del granero casi hasta las vigas tranversales y del otro lado hasta el suelo de un pequeño pajar. Una sólida escalera de madera conducía hasta el pajar. Ascendí y llegué al pulido suelo de tablas, iluminado por la brillante pendiente de luz que se colaba desde la puerta. Las palomas se habían esfumado. Caminé hasta el umbral y me arrodillé para mirar en dirección a los pastos por encima de los tejados de las dependencias.

    Allí estaban los hombres. A lo lejos divisé una figura menuda que probablemente era William, un par de hombres, tres perros y un rebaño de ovejas. Pero no a Christopher John. Incluso a esa distancia habría sabido que Christopher John no estaba a esa distancia ni a ninguna otra. Arrodillada, me tapé los ojos para protegerlos del sol y lo vi a mis pies, a menos de cincuenta metros, al otro lado de la verja del patio, con la mano en la portezuela del coche. En ese momento vi que descubría mi bicicleta. Se detuvo, dio media vuelta y echó un vistazo a su alrededor.

    Aspiré para gritar y no emití sonido alguno, como si la suave caricia del aire hubiera sellado mi boca. Luego de una apresurada mirada, Christopher John abrió la portezuela del coche, se sentó al volante y, casi antes de que yo soltara el aire, arrancó y desapareció por el camino de Boscobel.


    Capítulo Venticuatro


    Dada la situación, me era imposible hacer un alto en Boscobel. Al pasar delante de la verja dirigí una rápida mirada de soslayo y no vi el coche. Entrevi a una mujer —supuse que se trataba de la señora Yelland— que entraba una caja en la casa. En el umbral vi un saco, quizá de grano, en el mismo sitio donde alguien lo había arrojado. Christopher John debió de llevar provisiones de la granja y seguir viaje. Si hubiese aparcado el coche en el fondo de la casa, habría dejado las provisiones en la puerta trasera o las habría entrado. No, todo indicaba que se había quitado la carga de encima y que había escapado por si a mí se me ocurría visitarlo al volver de la granja.

    No tenía por qué tomarse tantas molestias, pensé atribulada mientras mi bicicleta traqueteaba por el sendero y se internaba en el camino lateral. Como había puesto de manifiesto que deseaba evitarme, lo último que se me ocurriría sería acercarme, ni siquiera para pedirle explicaciones. Además, la presencia de la señora Yelland me impedía detenerme y preguntar a Christopher John qué ocurría. Cuando casi un kilómetro más adelante me di cuenta de que él no sabía que lo había visto adoptar esa actitud elusiva en la verja de la granja, llegué a la conclusión de que había hecho lo mismo en Boscobel por si se me ocurría pasar durante el regreso. Los antiguos temores e incertidumbres se posaron, oscuros e informes, cual una nube de llanto. ¿Cómo se me había ocurrido soñar que mi amor sería correspondido? ¿Por qué había imaginado que alguien como él se dignaría mirarme? ¿Qué había dicho o hecho que tanto lo molestó… no, que tanto lo asqueó como para no correr el riesgo de encontrarse conmigo?

    Me escocieron los ojos y bajé la cabeza y le di a los pedales mientras mentalmente recordaba el día de ayer, ese día pacífico y bello en que pensé… en que estuve segura de que me amaba. ¿Acaso la fuerza de mis sentimientos me engañó… y lo asustó? Pero si Christopher John había dicho… había expresado… No, Geillis, olvídalo. Se mostró encantador, amistoso y amable y yo olvidé mi timidez. Como habló largo y tendido sobre William y sobre su difunta esposa, yo atribuí a su amabilidad mucho más de lo que contenía. Olvídalo. Simplemente fue amable con la amiga y solitaria vecina de William. Como última y vergonzosa cuchillada de traición a mí misma, llegué a la conclusión de que estaba habituado al influjo que ejercía sobre las mujeres. Como lo había visto funcionar en mí, se había replegado.

    Y yo debía hacer lo mismo. La próxima jugada le correspondía a él. Y si no la hacía, mala suerte.

    La ineludible decisión llegó con un ramalazo de orgullo que estabilizó mis pensamientos tristemente agitados y que me devolvió algo de sensatez. En el mismo instante reparé, por primera vez desde que había dejado el camino de Boscobel, en dónde estaba. Había pedaleado más allá de la verja de Thornyhold sin siquiera verla y al pie de la colina se encontraba el río Arn y el puente donde ayer habíamos estado Christopher John y yo, mientras brillaban el sol y la dicha.

    Pues hoy el sol también brillaba. Bajé de la bici al llegar al puente, cogí los bocadillos y la fruta de la cesta y, amparada en ese orgullo almidonado, me senté a almorzar en el mismo lugar del pretil donde habíamos estado el día anterior.

    Supongo que, enferma de amor, debí de dejar intacta casi toda la comida, pero lo cierto es que tenía apetito y que disfruté de los alimentos, de la tibieza del sol, de la belleza de los árboles en otoño y de las flores del seto vivo, semejantes a las que había cortado el día anterior. En medio de la hierba, junto a los pilares desmoronados de la verja de la vieja abadía, crecían más aros silvestres. Las espigas que el día anterior había recogido se arruinaron cuando las flores cayeron al suelo del coche, de modo que cuando terminé de comer llevé la bicicleta hasta la verja, recogí aros salvajes, los puse en la cesta junto a la bolsa vacía del almuerzo y emprendí el regreso a casa. Había llegado el momento de poner manos a la obra en el nuevo comienzo que me había prometido: sacaría los trastos de pintura y empezaría esa misma tarde.

    Tuve un arranque de vacilación. Después de las aflicciones de la mañana, tenía menos ganas que nunca de abordar a Agnes. Era muy capaz de presentarse en Thornyhold en cuanto me viera pasar por la casa del guarda. Me mantendría a distancia hasta que me sintiese en mejores condiciones de plantarle cara.

    Apoyé la bicicleta en la verja y crucé los altos setos hasta el campo donde se alzaban las ruinas.

    Como había dicho el señor Hannaker, no había mucho que ver. No se trataba de un monumento nacional con el cuidado césped alfombrando una nave noble y columnas aguzadas bordeando naves laterales a cielo abierto. Aunque St. Thorn había sido una pequeña fundación, las ruinas de la iglesia denotaban líneas espaciosas y un arco ojival aún intacto enmarcaba el cielo. De los edificios de la abadía no quedaba nada, salvo, perfiladas acá y acullá en medio de la hierba, las bases de los antiguos muros, saqueados desde mucho tiempo atrás por constructores y granjeros locales que se hicieron con las piedras. Las piedras más grandes de portales y columnas —y también las de las tumbas, a juzgar por su aspecto— habían sido limpiadas hacía poco y acomodadas junto a los setos, probablemente para convertir el emplazamiento en tierra de pastoreo. Era evidente que las vacas pastaban por allí.

    Me abrí paso entre las ruinas de la iglesia. Por todas partes crecían ortigas y, a la sombra, los pastos eran largos y tupidos, mientras que en el centro estaban al ras; de la zona central habían retirado con la pala los trozos más grandes de mampostería caída a fin de hacer lugar para el ganado. Reinaba un silencio absoluto. No había vacas ni trinaban los pájaros.

    Me detuve en medio de la nave iluminada por el sol y miré a mi alrededor. Por encima de mí, aún con fragmentos de tracería, se alzaba el arco que se divisaba desde la carretera. Los únicos restos significativos eran dos jambas impresionantes de la puerta oeste y las columnas menores situadas a ambos lados de donde se habían alzado las puertas norte y sur que comunicaban, respectivamente, con el claustro y el patio. Seguían en pie algunas columnas que habían bordeado las naves laterales. Aunque la mayoría no eran más que tocones tan altos como la hierba. No había nada más salvo una piedra plana próxima al extremo oeste —lo que mi padre habría llamado una «desafiadora de la resurrección»—, piedra que otrora debió señalar una tumba importante. Ahora todo carecía de significado, aparecía abandonado y triste. Más allá de las piedras partidas se extendía el campo. Ni siquiera los rayos del sol devolvían un hálito de vida; era un sitio sombrío.

    ¡Ya lo creo! En este momento lo reconocí. No era igual, desde luego, pero podría haber sido el escenario de mi pesadilla. Las piedras erguidas de las tumbas vaciadas y las columnas rotas. El cielo pelado más allá de los montantes de la puerta oeste. La piedra plana semioculta en medio de la hierba. La sensación de desolación.

    —¡Señorita Ramsey, encontrarla aquí es una auténtica sorpresa!

    Me di la vuelta.

    Agnes Trapp apoyó su bicicleta en el pilar de la verja situado enfrente del que yo había utilizado y se acercó sonriente.

    Su presencia apartó de mi mente toda otra preocupación. Imaginariamente me había sumergido tanto en la charla que pensaba tener con ella que casi esperaba que me lo plantease a bocajarro, pero Agnes se limitó a preguntar:

    —¿Ha venido a visitar la vieja iglesia? ¿No le parece bonita?
    —Sí. En realidad, vine a recoger flores y otras cosas. Aquella amarilla que crece sobre el muro es muy extraña.
    —¿Flores? ¿No tiene suficientes en su jardín?
    —Vine a buscar flores silvestres para dibujarlas. En otro tiempo hice muchos cuadros de flores. Quiero empezar de nuevo. Agnes…
    —Dígame.

    Mientras hablábamos, Agnes había mirado a su alrededor y en ese momento me dedicó toda su atención, con una especie de satisfecha complacencia que de repente me hizo pensar si estaba ahí de manera casual o si los tambores del bosque —¿Jessamy o la viuda Marget?— le habían dicho que me buscara para hacerme frente en su propio territorio. Respiré hondo y me armé de valor. Ciertamente no era el sitio que yo habría elegido, pero algo me indicó que era ahora o nunca. Abandoné el recinto en sombras de la iglesia y caminé hasta un tronco bañado por la luz del sol; no escogí una piedra antigua y profana, sino un árbol caído, un tronco limpio y seco.

    —Abrigaba la esperanza de verla. — Mi voz sonó serena y agradable—. Pasé por su casa, pero Jessamy me dijo que había bajado al pueblo. Quería decirle que he encontrado el libro.
    —¿De veras?

    Parecía contenta. Más que contenta y satisfecha, resplandecía. Aquella mañana estaba rodeada de algo, un destello de placer, casi de felicidad, acompañado por parte de aquella fuerza que ya había percibido. Bueno, puesto que no había podido elegir el terreno como me proponía, aceptaría ese escenario. Me senté en el tronco.

    —Sí. Y no me equivoqué. Mi prima se lo dio a alguien para que lo guardase porque, como supusimos, es muy valioso. Comprenderá que no quiero que salga de casa, al menos hasta que un especialista lo haya visto.
    —¡Pero ella me dijo que podía tenerlo! Me dijo…
    —Ya lo sé. Déjeme terminar. Está en casa y si quiere venga, échele un vistazo y copie lo que quiera. Sin embargo, hay algo que…
    —¿De qué habla? — saltó casi a la defensiva.
    —En el libro no figura la receta de la jalea de moras.
    —Así que lo ha mirado, ¿eh? — dijo tajantemente.
    —En realidad, no. Sólo lo hojeé en busca de esa receta porque usted me dijo que era muy especial. E indudablemente no está.

    Vi la chispa de ironía que encendía su mirada. Se sentó a mi lado, más o menos a un metro de distancia.

    —En ese caso, debí de verla en otra parte. Sin embargo, recuerdo otras recetas que me encantaría tener.
    —Me parece bien. — Pasé la mano por el tronco despojado de su corteza. El tacto de la madera tibia era real y de alguna manera me tranquilizó—. Cuando quiera. Bastará con que me avise.
    —¿Qué tal hoy después de la cena?
    —Cuando quiera. Enseguida volveré a casa.

    Hicimos una pausa. Noté que me observaba con curiosidad, pero me pareció que sin recelos ni enemistad.

    —¿Sólo vino a buscar flores? — inquirió.

    Era mi oportunidad.

    —Sí. Y a visitar la vieja iglesia. Ahora que la he visto, estoy algo desconcertada. Tengo la impresión de que ya he estado aquí. Aunque sé que no es así.

    La sonrisa de Agnes se amplió y asintió satisfecha.

    —Sabía que lo notaría.
    —¿Por qué? Agnes, ¿por qué me drogó la noche en que me dejó el pastel de carne para la cena?

    Si se sobresaltó, sólo fue por un instante. Volvió a asentir triunfal.

    —¡Lo sabía! En cuanto la vi les dije a las otras: «Está muy bien. Tiene garra. Si le damos tiempo se convertirá en una de las nuestras». Y estaba en lo cierto. No hubo forma de engañarla, ¿verdad? Lo supo en el acto.
    —En el acto, no, aunque me di cuenta muy pronto. ¿Qué contenía el pastel?
    —Nada dañino, nada dañino. Sólo queríamos hacerle saber que estábamos aquí y darle la bienvenida.

    Guardé silencio unos segundos.

    —¿Siempre se ha tratado de lo mismo? En una ocasión dijo que le gustaría llevarme a sus reuniones. ¿Me equivoco al pensar que se celebran aquí?

    Me observaba con una nueva expresión en la que creí detectar un toque de temor.

    —¿Pretende decirme que vio esto, estas piedras? — Las abarcó con un ademán—. ¿Lo vio la primera vez, sin siquiera dejar la cama?
    —Era muy parecido a este sitio. Y también vi una o dos personas que, si volviera a encontrarme con ellas, reconocería —añadí lentamente.
    —¡Entonces tiene poderes! ¡Ya los tiene! ¡Señorita Geillis Ramsey, es de las nuestras!

    «No, no lo soy. Usted me drogó, tuve una pesadilla y el sitio se parecía al patio de esta iglesia, eso es todo.» Era lo que me proponía decir pero, como si la suave mano hubiese sellado de nuevo mis labios, guardé silencio y añadí:

    —Mi prima, la señorita Saxon, también estuvo presente. Me ayudó a irme. Y a la mañana una paloma se presentó con un mensaje de mi prima, en el que deseaba que todo me fuera bien.

    Por fin yo había recuperado el terreno. Agnes palideció.

    —Pero si no… ¡no puede ser, señorita, no puede ser! Ella no estuvo aquí y, además, está muerta.
    —¿Y?
    —Nunca estuvo aquí. Jamás quiso venir. — Aspiró una gran bocanada de aire—. Como ya le dije, Eddy Masson se quedó con todas las palomas.
    —¿Y? — repetí. Poseyera o no lo que Agnes había llamado «poderes», en ese momento decidí aprovechar cuanto pudiera las fuerzas que había encontrado en mi interior—. ¿Está diciendo que el señor Masson me envió el mensaje? Esta noche, cuando venga a Thornyhold, se lo mostraré. Supongo que conoce la letra de la señorita Saxon. — Me acomodé en el tronco—. Le ruego que me responda a una pregunta. Al despertar de esa pesadilla provocada por las drogas, tuve la impresión de que Jessamy y usted estaban en mi dormitorio y más adelante descubrí que podían entrar en casa por la ventana de la antigua cocina. ¿Qué me dice?

    Agnes miraba la hierba que rodeaba sus pies. Asintió con la cabeza.

    —No hicimos ningún daño. Jessamy se coló por el ventanuco y me abrió la puerta. Sólo entramos para ver si se encontraba bien después de tomar la medicina. La primera vez nunca se sabe. — Pensé en la abuela y tuve claro que todo encajaba—. Y para cerrar la ventana.
    —Ah, entonces fue usted.

    Agnes asintió con la cabeza.

    —¿Me equivoco si digo que estuvo volando?

    Aunque guardé silencio, la señora Trapp lo tomó como una respuesta afirmativa.

    —En realidad, cerré la ventana para impedir que saliera por ella. A algunas les pasa.

    Agnes no valía mucho como bruja. La pobre abuela y sus sobredosis. Evidentemente yo había corrido mejor suerte. Mantuve un tono sereno pero firme:

    —¿Registró la casa mientras yo dormía?
    —No, ¿para qué? Ya había mirado en todos los rincones. — Titubeó y me miró candidamente con sus ojos azules—. No niego que busqué la llave, pero me fue imposible dar con ella.
    —¿La llave del cuarto del sosiego?
    —Ajá.
    —Y la crema de puerros, que más vale que le diga que no la probé…
    —¿No la tomó? — Lo dijo con admiración a mi parecer—. ¿Cómo supo que no debía probarla? — Apostilló con una chispa de su yo más profundo—: ¿Apareció otra paloma y le aconsejó que no lo hiciera?

    Me reí, lo cual la desconcertó.

    —No, esa noche no. — Para no delatar a Jessamy, apelé a las verdades a medias—. Estaba despierta cuando el perro aulló y vi a Jessamy correr junto a la casa. ¿El perro lo mordió?
    —Sí. No quiso probar bocado, pero rompió la cuerda y lo mordió…
    —Ya está bien, Agnes. — Esta vez exterioricé mi cólera—. Sé perfectamente lo que pasó. ¿Cree que no tengo ojos? Por la mañana fui a la casona y descubrí el sitio donde ocultaba el perro. Lo llamé y vino.
    —¿Me está diciendo que ese perro acudió a su llamada?
    —Y además se quedará conmigo. ¿De dónde lo sacó?
    —Estaba perdido. Probablemente era de los gitanos. — Habló con tono arisco y sumiso y pensé que no tenía motivos para dudar—. Un perro pastor en tierra de ovejas acaba con un disparo entre ceja y ceja.
    —Ahora es mío y le aconsejo que lo deje en paz. No le preguntaré qué hacía con el perro porque ya lo sé. Pero usted no volverá a tocarlo, ni usted ni Jessamy. ¿Lo comprende? — Volvió a asentir con la cabeza y arrastró los pies sobre la hierba—. ¿Jessamy sufrió una herida profunda? Las mordeduras de perro pueden ser peligrosas.
    —No fue tan grave y le puse una cataplasma de plantas y el ungüento que preparaba su tía.
    —¿Es ésa la receta que quería copiar del libro de lady Sibyl?

    Alzó la cabeza y me dirigió una mirada sesgada y furtiva. Vi un hoyuelo y la bonita boca fruncida como si reprimiera la sonrisa.

    —No, señorita.
    —Entonces, ¿cuál le interesa?
    —Hay una de cordial de ciruelas y otras de golosinas que su tía solía preparar para la abuela. Mi madre es realmente golosa…
    —¿Recetas de golosinas?

    Esa expresión espontánea fue de total incredulidad. Agnes me miró de soslayo, sonrió, se llevó la mano al bolsillo del abrigo y sacó una cajita redonda hecha con virutas, como las que se usaban para guardar caramelos orientales en Navidad. La abrió. En el interior, protegidos por un tapete blanco de papel de pastelería, había pequeños caramelos cuadrados.

    —Preparo muchos dulces —explicó Agnes—. No sólo para mi madre, sino para las ventas benéficas. Sírvase. La receta me pertenece y obtuve un premio la última vez que los presenté en la feria de Arnside. Vamos, señorita, sírvase.

    Sírvase.

    Intentas plantar cara a una bruja reconocida en su propio terreno y acabas sentada con ella sobre un tronco y comiendo caramelos caseros. Y prueba a rechazarlos. Miré la cajita y, sin poderme contener, a Agnes.

    —Gracias, pero no me apetecen… quiero decir que tienen muy buen aspecto, pero las golosinas no me chiflan.

    Agnes rió a mandíbula batiente.

    —¿Sospecha que contienen algo que la hará volar? Pues no, no tienen nada que haga daño. Fíjese, me comeré uno para demostrárselo. — Cogió un caramelo, se lo metió en la boca, lo mordió, lo masticó y lo tragó—. ¡Ya está! — Se puso de pie y se irguió delante de mí, repentinamente solemne—. Señorita Ramsey, si he hecho algo mal lo lamento. Todas tenemos nuestras costumbres y yo sentí la más alta estima por su tía pero sabía, todas sabíamos, que nunca vendría a este sitio con nosotras. Está bien. No hacemos nada malo, simplemente nos divertimos, compartimos algunos secretos y algo que esperar para cuando corran mejores tiempos… Cuando la vi a usted pensé tal vez ella sea diferente y tenga garra, de modo que lo intenté, sin el menor propósito de hacer daño. Nunca hice daño a nadie, salvo a mi madre, y no lo consideraría algo negativo si la hubiese conocido antes…
    —Agnes…
    —No, espere un momento, aún no he terminado. — Asintió con toda solemnidad y prosiguió—: De acuerdo, quizá no le gustó lo que Jess le hizo al perro, pero se hace cargo de que mi hijo no es inteligente y de que no se aclara.
    —¿Realmente habría sido capaz de ahogar a Hodge?

    Se sobresaltó desconcertada.

    —¿De ahogar a Hodge?
    —¿Lo intentó? En el pozo no pudo hacerlo porque después de la caída del pájaro mi prima hizo instalar un enrejado. ¿Qué le hizo a Hodge para que la odie tanto?
    —¡Estamos en las mismas! — Su tono era triunfal—. ¡También lo sabía! De todos modos, se equivoca con respecto a Hodge. Era el gato de su tía y es muy difícil meterse con un gato. Nunca le hice nada. Hodge se fue,simplemente, después de que ella se fuera. Ay, señorita Geillis, señorita Geillis, ¿por qué no viene conmigo aunque sólo sea una vez para ver qué ocurre?
    —No iré. Lo que sé o tengo se quedará en Thornyhold, mis animales se quedarán conmigo en la casa y nada de lo otro volverá a acercarse a nosotros.

    Reinó el silencio mientras nos medíamos cara a cara. Mi corazón latía desenfrenadamente y notaba húmeda la mano apoyada en el tronco. Al final fue Agnes la que apartó la mirada.

    —Bueno, veo que habla en serio —dijo por último y soltó el aliento, como si renunciase a algo—. Está bien, se lo prometo. Ni usted ni los suyos sufrirán el menor daño. — Se llevó otro caramelo a la boca y me ofreció la cajita—. Coja uno, señorita, y no se hable más, salvo para decir que, si la he trastornado, lo lamento sinceramente.

    ¿Qué podía hacer? Agnes se había tragado el caramelo. Cogí uno y me lo llevé a la boca. Sabía a café y era muy bueno. Me levanté.

    —Regresaré a casa. Agnes… me alegro de que hayamos tenido esta charla y aclarado la situación. La espero esta noche, ¿de acuerdo? ¿Vuelve a su casa?
    —No —respondió Agnes. Estaba muy erguida. La chispa se había convertido en un resplandor. Tenía los ojos brillantes y la cara encendida. Estaba muy bonita—. Voy a la Granja Taggs, a la que él llama Boscobel. Ayer, mientras usted y él se hacían arrumacos, dejé algunas golosinas y quiero ver cómo funcionan.

    La miré detenidamente. El caramelo apenas tragado me dio asco.

    —¿De qué está hablando? — Mi voz sonó a graznido de susto. Algunas de sus malditas drogas… golosinas… quería ver cómo funcionaban. Pero él no prueba los dulces, se los da a William. Demasiado fuerte. Reducir la dosis a la mitad para un niño—. ¿Qué ha hecho?
    —¡Nada a lo que usted no pueda sobreponerse! ¡Y ahora me toca a mí! ¡Pensaba esperar hasta ver la pócima de amor del libro, pero después de lo que ocurrió ayer y de la forma en que él la miró decidí no esperar y esa pócima no es la única receta que conozco! ¡Así que preparé los dulces, se los llevé y en cuanto él pose los ojos en mí, señorita Ramsey, será a mí a quien deseará, a mí! ¡Y le aseguro que jamás tendrá motivos para arrepentirse!

    Se metió la cajita de caramelos en el bolsillo y se rió en mi cara. No dije nada y supongo que debí de mirarla boquiabierta, pero no era la congoja lo que me había enmudecido. Ruborizada y jubilosa, Agnes siguió perorando, pero no me enteré de nada.

    Lo que me había dicho era disparatado y chocante; la sorpresa misma despejó las arremolinadas nubes de la tristeza de la mañana y las hizo añicos. Mis pensamientos estaban claros y serenos. Christopher John. Si Agnes decía la verdad —y sospeché que era la verdad—, nada de lo que yo había dicho o hecho lo apartó o lo inquietó. En el sensato mundo de la luz del día él me amaba y lo había dejado claro. Los acontecimientos de la mañana se debían a que había sucumbido a una inmunda droga elaborada por Agnes y yo sabía, por experiencia propia, qué efectos surtían sus preparados.

    De manera que si Agnes tenía algo de bruja en la yema de los dedos, ¿no era mucho más lo que podía hacer yo, Geillis de Thornyhold…?

    Me detuve en seco. De esa forma no valía la pena. No necesitaba el súbito escalofrío de la nube que ocultó el sol —tan tangible como la caricia del aire— para apartarme de algo que yo, y la prima Geillis con sus poderes aún mayores, habíamos rechazado. De todos modos, persistió la renovada confianza en mí misma. «En el sensato mundo de la luz del día.» Recordé mis propias palabras, y seguía siendo así. Él y yo formábamos parte de ese mundo, no del universo triste y ridículo de las drogas y las pesadillas. Y en el mundo real Christopher John me amaba. Era muy inteligente y expresivo y conocía bien a Agnes; seguramente bastaría con que le contase lo sucedido para que lo evaluáramos a fondo.

    Triunfal, Agnes alzó la voz en un grito:

    —¡Pues sí, señora mía, ya puede quedarse aquí plantada! ¡Veo que no se unirá a nosotras, oh, no, claro que no! ¡Permanezca al margen y ya verá de lo que somos capaces cuando nos lo proponemos! ¡Y ahora me voy!
    —¡Agnes! Agnes, ¿se ha vuelto loca? Espere un momento. Escuche…

    Me encontré gritándole al aire. Agnes ya había franqueado la verja, cogido la bicicleta y montado. Cuando llegué a la verja se hallaba a cincuenta metros y pedaleaba enérgicamente. Las sombras moteadas absorbieron su agitada figura y desapareció.

    Agarré mi bici y la puse sobre el asfalto. Juro que no me proponía llegar antes que ella al encuentro, a la reunión de cuento de hadas que su incierta magia había fraguado. En realidad, temía por William y tenía la imagen de la abuela y el eco de las palabras de Christopher John: como bruja no vale mucho…

    Era muy ágil con la bici. Cuando giré mi bicicleta e intenté montar, vi que los neumáticos estaban totalmente desinflados. Y la mancha —¡qué sorpresa, qué sorpresa!— no apareció por ninguna parte.

    Un coche se paró a mi lado.

    —¿Tiene algún problema? — preguntó Christopher John.


    Capítulo Venticinco


    —¿Qué demonios pasa?

    Christopher John se apeó del coche sin darme tiempo a responder y quedé aprisionada por sus brazos. La bici cayó al suelo estrepitosamente. Aunque hubiese querido, no habría podido hablar a causa de sus besos. Pareció pasar una eternidad hasta que empecé a entender qué decía Christopher John:

    —Mi querida muchacha, amor mío, ¿qué pasa? Te noto muy conmocionada, como si te hubiera alcanzado un rayo. ¿Has tenido un accidente con tu condenada bicicleta?

    Logré aspirar aire y repliqué temblorosa:

    —No. Te aseguro que estoy bien. Christopher John, ¿dónde está William? ¿Ha quedado en ir a comer a Boscobel?
    —No. Como tuve que ir a St. Thorn, lo dejé en la granja. ¿Por qué lo preguntas?
    —¿Esta mañana recibiste un paquete, una caja de caramelos?

    Bajó la vista sorprendido.

    —Sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué está ocurriendo? — Como si entre nosotros hubiera cruzado un rayo, añadió—: ¡Ay, Dios mío! ¿Tiene que ver con Agnes?
    —Sí. Me dijiste… no, William me comentó que casi nunca tomas dulces y pensé que le diste los caramelos a él.
    —En este caso, no. Le regalé la caja a Eddy Masson. Estaba trasladando las ovejas de Black Cocks y, si las tuviera, comería golosinas de la mañana a la noche. Por favor, dime qué contienen.

    Ignoro qué último vestigio de lealtad de mujer a mujer me impidió contestarle. Pero no habría delatado ni siquiera a una enemiga real ante el hombre que anhelaba y que no podía tener. (Y ahora era indudable que no lo tendría.) Además, a pesar de su última ofensiva delirante, Agnes no era una enemiga. De pie en medio de la carretera y en losbrazos de Christopher John, podía darme el lujo de ver la faceta tragicómica de toda la historia.

    —¿De qué te ríes? Hace un instante estabas a punto de llorar.
    —De nada. Soy feliz. ¿Qué decías?
    —Decía que te amo. ¿Qué contienen esos caramelos que requieren tanta prisa… y que ahora te resultan tan divertidos?
    —No lo sé, pero algo tienen. Me lo dijo Agnes. Verás, estuvo aquí, tuvimos una discusión, salió disparada en la bicicleta y pensaba seguirla para avisaros a William y a ti, porque no me fío de sus recetas, pero me encontré con esto. — Señalé la bicicleta caída.
    —Sí, ya he visto los neumáticos. ¿Lo hizo Agnes? No me parece tan gracioso. Será mejor que vayamos a Boscobel lo antes posible.

    Un estentóreo bocinazo nos separó. Christopher John había dejado el coche en medio de la carretera, con la portezuela abierta y el motor encendido. Detrás, acercándose con otra salva de bocinazos y el chirrido de los frenos, apareció el taxi de St. Thorn, el que conocía el camino.

    Sonriente, el señor Hannaker asomó la cabeza por la ventanilla.

    —Escuche, amigo, no quiero aguarle la fiesta, pero tengo que recoger un pasajero y… Ah, señorita, es usted. Me alegro de volver a verla.
    —Lo mismo digo —respondí débilmente—. ¿Cómo está, señor Hannaker?
    —¿No ha tenido dificultades para establecerse? ¿Va conociendo a la gente de estos lares?

    Aunque habló con suma seriedad, me reí al tiempo que recogía la bicicleta y la quitaba de en medio.

    —Ya lo ve. Y eso que usted temía que me encontrara sola.

    El señor Hannaker recuperó su sonrisa amplia y estimulante.

    —Pues me alegro mucho, señorita. Ya nos veremos.

    Cuando Christopher John apartó el coche, el taxista avanzó lentamente, pegó dos bocinazos a modo de agradecimiento y se perdió en una curva de la carretera. Franqueé la verja de la iglesia con mi bicicleta y la escondí en el seto. Partimos a toda velocidad siguiendo la estela del taxi.

    Más allá de la verja de la casa del guarda y trazando una o dos curvas, la carretera se extendía recta y solitaria, salvo por el taxi que rodaba aproximadamente un kilómetro más adelante.

    —No hay indicios de Agnes —comentó Christopher John.
    —Probablemente giró a la altura de la casa del guarda… y cogió el atajo del bosque. ¿Llegará antes que nosotros?
    —¿Por ese camino fatal? Ni lo sueñes. ¿A qué se debe tanta prisa?
    —Supongo que ahora no hay por qué correr. Estaba preocupada por William. Si el señor Masson le convidó a un caramelo…

    El coche salió disparado. Un minuto después Christopher John dijo:

    —El regalo era para mí. ¿Agnes no te dijo nada? ¿No te dio el menor indicio sobre su contenido?
    —Nada de nada. — Al menos no era una mentira flagrante—. Pero… parece que le gusta experimentar con esos hechizos absurdos o lo que sean y comete errores. Lo sabes, tú mismo me lo explicaste. En una ocasión probó conmigo y por lo que me dijo deduje que no estaba muy segura de que surtiera efecto. Aseguró que los caramelos eran inocuos, pero William no es más que un niño y podrían resultar demasiado fuertes para él.
    —Tienes razón. Casi hemos llegado.

    El coche giró a excesiva velocidad hacia el camino lateral, se deslizó entre los setos y finalmente se internó por el sendero que ascendía hacia los hayales de Boscobel.

    Cuando llegamos a la cumbre de la colina vimos que Agnes pedaleaba frenéticamente por el sendero rural que iba de la cantera a la granja. Encorvada, roja como un tomate y con la falda ahuecada a medida que le daba a los pedales, ya no era una figura amenazadora, sino de comedia bucólica. Afortunadamente no reparó en Christopher John. Había concentrado toda su atención en el obstáculo que se alzaba entre ella y la verja de la granja.

    Las ovejas del granjero Yelland —un total de ciento sesenta y cuatro cabezas— se arremolinaban, balaban y se meneaban como la espuma del saetín, mientras un par de perros pastores se cruzaban entre ellas y las desplazaban a fin de mantenerlas agrupadas precisamente en el camino de Agnes. Las ovejas rodearon la bicicleta e impidieron que siguiera su marcha. Un ejemplar con la lana rasgada se enredó en el pedal y quedó atascado, por lo que se quejó amarga y estentóreamente.

    Agnes chillaba, pero era imposible oír algo en medio de la orquesta del rebaño, orquesta que ensordecía y sacudía la tierra. Agnes no nos gritaba a nosotros. Con toda firmeza y sumergido hasta la cadera en el rebaño, inmóvil y mirándola como si nunca la hubiese visto se encontraba un hombretón que esgrimía un cayado. Ese hombre mascaba algo. Agnes abandonó la bicicleta, que se perdió en medio de la marea ovejuna. Eddy Masson bajó el cayado y rescató del follón a una activa mujer. Se abrió camino hasta Agnes a través de la marea del rebaño.

    —¡Dios mío! — exclamé estupefacta—. Da resultado. Realmente da resultado. Ella también los ha probado.
    —¿Qué has dicho? — preguntó Christopher John, se volvió y se inclinó hacia mí—. Repítelo. Es imposible entenderse en medio de tanto alboroto.

    Sonreí. El sol le iluminaba la cabellera y destacaba las canas. Tenía arruguitas en los rabillos de los ojos y unos huecos encantadores bajo los pómulos. Jamás había visto a nadie… nunca había sentido… en todo el mundo, aquí estaba el único hombre que…

    —Nada —respondí—. Me equivoqué con los caramelos. No contenían nada nocivo. Nada de nada.

    Aún me pregunto qué habría pasado si el taxi hubiese llegado por el camino antes que Christopher John.

    Una comedia bucólica, sí, pero también una égloga, un simpático poema pastoral. Las ovejas se alejaban de la casa. Agnes y el señor Masson caminaban lentamente detrás del rebaño y charlaban con las cabezas unidas. Ninguno miró hacia atrás. Cuando el coche ascendió hacia la verja de Boscobel, vi que el pastor pasaba el brazo por los hombros de Agnes.

    Christopher John frenó y me apeé para abrir la verja. Entró y rodeó la casa. En ese momento William se acercócorriendo desde el patio trasero. No me había visto y enfiló directo al coche.

    —¡Papá! ¡Papá! La paloma que trajiste esta mañana…

    Christopher John se apeó del coche, detuvo a su hijo y lo abrazó.

    —Espera un momento. ¿Eddy Massón te convidó a algún caramelo de los que yo le di?
    —¿Qué? El muy goloso no me dio nada. ¿Por qué? ¡Oye, papá, la paloma…! La señora Yates dejó la caja en el estudio, pero Rags entró, la tiró y el ave escapó. ¡Seguro que ahora está en casa de Gilly y no le has puesto el mensaje!

    Rags, que había salido disparado detrás de William, me vio y se acercó corriendo. William se dio la vuelta y descubrió mi presencia. Se tapó la boca con la mano.

    Christopher John estrechó a su hijo.

    —No te preocupes, es una bruja, ¿no lo sabías? Está enterada de todo.
    —¿De verdad? —me preguntó William con los ojos desmesuradamente abiertos.
    —Lo sé casi todo —repliqué sonriente—. Pero me gustaría mucho leer el mensaje.

    Sin pronunciar palabra, Christopher John se llevó la mano al bolsillo y sacó un minúsculo trozo de papel plegado. Lo abrí y lo leí. Como el primer mensaje, estaba escrito por mi prima.

    El amor está previsto desde el principio y dura más allá del fin.

    Adiós, queridos míos.

    Poco después alcé la mirada.

    —Por descontado sabes qué dice.
    —Sí. Me mostró los dos mensajes al dejármelos y me dijo en qué fechas tenía que enviarlos. Fue su modo de bendecirte… de bendecirnos. — Interpretó la pregunta reflejada en mis ojos y asintió—. Sí, mucho antes de que vinieras me dijo qué ocurriría. Intentaba consolarme por la muerte de Cecily. Dijo que las heridas de William y las mías curarían gracias a Thornyhold. Y así ha sido.

    William cogió y abrazó a Rags, que había dado un salto para lamerle la cara. Los tres estaban esperanzados y sonrientes bajo el sol. La sonrisa de Rags era, con mucho, la más amplia.

    Allí, frente a ellos, me resultó imposible asimilarlo todo, pero el papel que tenía en la mano dejó clara una cuestión: convirtió el cuento de hadas en realidad y situó a la magia en su sitio como un elemento natural de mi «sensato mundo de la luz del día». La prima Geillis lo había previsto hacía mucho, quizá aquel día junto al río Eden había previsto que su muerte se relacionaría con mi ingreso en la vida, con la salida de las penumbras de ese tímido ser del estanque en busca de la luz del sol. Tal vez mi visión de las palomas en la bola de cristal le dio la idea de utilizar sus aves protegidas para que me trajeran su bendición y, de paso, para forjar los primeros vínculos entre Christopher John y yo. El toque de fantasía era típico de la relación de hada madrina que había tenido conmigo. También era típico el modo en que me dejó elegir —me forzó a escoger— mi camino a través del bosque encantado, ya que debió saber que sería guiada a la aventura.

    Christopher John hablaba, mencionaba algo que esa mañana había sucedido en Black Cocks.

    —Pedí a Eddy Masson que trajera a la granja otra de las palomas de Thornyhold y acababa de dejar la caja en el coche cuando vi tu bici. El desconcertado pájaro hacía mucho ruido, así que me dirigí directamente a casa. Luego tuve que ir a St. Thorn a recoger un paquete. ¿Dónde te habías metido? Espero que no me hayas visto huir. — Meneé la cabeza, no como negación, sino porque aún me costaba mucho articular palabra—. De todos modos, esta noche pensaba ir a Thornyhold y enviar luego el segundo mensaje… La bendición de tu prima y su mensajero. Temía haberme hecho demasiadas ilusiones y con excesiva rapidez, aunque… bueno, confiaba en que nuestra charla de esta noche lo aclararía todo.

    ¿Excesiva rapidez? Y yo que temía que fuese demasiado tarde. Ligeramente divertida, me aproveché de una expresión que Christopher John había utilizado.

    —Has dicho el segundo mensaje. ¿Mi prima sólo dejó dos? Pero si con el de hoy son tres. ¿De dónde salió el otro?

    Christopher John volvió a esbozar una sonrisa fascinante.

    —Una bendición del cielo. Tú lo has dicho. — Extendió el brazo libre y me abrazó, sin dejar de estrechar a William y a Rags del otro lado—. Cuando el primer día William volvió a casa corriendo y me habló de ti… y cuando te conocí y hablé contigo… Bueno, me di cuenta de que la señorita Saxon estaba totalmente en lo cierto sobre el destino que me esperaba, pero no podía permitir que hiciera sola todo el trabajo, ¿no te parece?

    Reí, me puse de puntillas y lo besé.

    —¡William también puso mucho de su parte! Sabes que haré lo que sea con tal de que William y Silkworm vengan a vivir conmigo.
    —No esperaba otra cosa de ti —declaró Christopher John.

    No hay mucho más que contar.

    Seguimos en Thornyhold, aunque nuestros hijos —William y las dos niñas— han abandonado el hogar hace mucho. Viven cerca, con sus familias, y nos vemos a menudo.

    Agnes contrajo matrimonio con Eddy Masson y se fue a vivir a Tidwort. Según los tambores del bosque, se consagró a su marido y ocupó dichosamente su tiempo haciéndole la guerra a la viuda Marget. Sea como fuere, jamás intentó inmiscuirse en nuestra vida y fue una vecina distante y amable. La abuela murió pacíficamente mientras dormía poco después del traslado y, para sorpresa de todos, Jessamy se casó con una joven cuya sensatez y cariño lo arrancaron de su abismo de estupidez. Tuvieron tres hijos saludables, sucios y totalmente sanos, con los que se apiñaban felices en las casas gemelas de la entrada de Thornyhold.

    La historia de brujas se convirtió en comedia y, como suele ocurrir, los encantos de medianoche se difuminaron a la luz del día. El único motivo por el que la he contado responde a que, hace una temporada, oí que uno de mis nietos comentaba con su hermana mientras volvía las páginas de mi primer herbario ilustrado:

    —Jill, ¿sabes una cosa? Creo que, de habérselo propuesto, la abuela podría haber sido bruja.


    Fin

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    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

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    Set personal 2:
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    Set personal 3:
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