Publicado en
octubre 11, 2017
Drama de la vida real.
Ocho adolescentes luchaban contra la muerte a mitad del embravecido río Nacimiento. Sólo ellos podrían salvar a su amigo Brian Miller.
Por Edwin Kieste.
CUANDO los muchachos, en el campamento, oyeron los frenéticos gritos de Mitch Anderson, supieron que ocurría algo terrible. Aquel día, 29 de marzo de 1983, el resplandeciente Sol había prometido un buen principio para su excursión de primavera a una escarpada zona de California, cerca de la base militar de Fort Hunter Liggett. Pero ahora, de la dirección del río Nacimiento, surgían gritos que pedían auxilio.
Peter Anderson (sin algún parentesco con Mitch), de quince años, el más joven del grupo de nueve amigos procedentes de la comunidad agrícola de King City, miró alarmado a Bruce Miller. "No está bromeando", dijo Bruce. Ambos corrieron en dirección de los gritos, seguidos por Keith Knott, Darren Bryant y Gil Latham.
Lo que vieron desde la ribera los horrorizó. A unos quince metros de allí, sosteniéndose de una roca en mitad de la rápida corriente, Mitch y Rick Bender intentaban sacar a la superficie a una figura semisumergida que vestía traje de buzo.
"¡Es mi hermano! ¡Esta ahogándose!", gritó Bruce. La inerte forma en el agua era su hermano gemelo, Brian.
"¡Aguanten!", gritó Gil a Mitch y a Rick. "¡Allá vamos!"
BOCA ABAJO ENTRE LA ESPUMA
Mitch se maldecía a sí mismo por aquel accidente. Pero todo había ocurrido en un instante. Antes de comer, él y Rick, dos de los mejores nadadores del equipo de la comunidad de King City, habían convencido a Brian de que subiera con ellos a una cascada, donde el Nacimiento se despeña por una ladera entre rocas gigantescas. Lo hicieron de la manera más difícil, ascendiendo por el lecho mismo del río, gozándose en probar sus fuerzas contra las aguas revueltas. Para mayor seguridad, Mitch había insistido en que se ataran con una cuerda, como alpinistas.
Al descender, llegaron a un paso estrecho, donde los rápidos de la corriente, con toda su fuerza, se precipitaban por un metro de anchura, entre dos peñascos.
"¡Vamos por aquí!", sugirió el entusiasta Mitch. Olvidando que estaban atados, se lanzaron a la corriente. Rick, último de la fila, giró por delante de los otros, como si fuera la punta de un látigo. De pronto, Mitch se encontró a merced de las aguas, recibiendo todo el ímpetu de la corriente. Por último, salió a la superficie, y profirió los gritos que los demás oyeron. La corriente había estrellado a Rick contra una roca, de la que él se aferró para salir del agua. Desde allí, logró asir a Mitch del traje de buceo, y tiró de él para ponerlo a salvo.
Al principio, ninguno de los dos asustados muchachos pudo ver a Brian. Luego, al desvanecerse un instante la espuma, vieron la figura semisumergida, boca abajo. Mitch tiró fuertemente de la cuerda. Se había trabado con algo. Nadando hacia su amigo, Mitch trató de levantarle la cabeza, pero la cuerda mantenía a Brian en el agua.
—¡Un cuchillo! —gritó—. ¡Denme un chuchillo!
—¡Tengo uno allá, en el campamento! —gritó Darren. Mientras este corría por el cuchillo, Gil, Keith y Bruce empezaron a avanzar entre las rocas para ayudar a Mitch y a Rick.
Peter se zambulló en las aguas furiosas. Sabía que cada segundo contaba, y estaba seguro de que podría llegar así hasta Brian con mayor celeridad. Nadó con todas sus fuerzas, y llegó a la roca en el momento preciso para atrapar el cuchillo que le arrojó Darren. Con ayuda de Mitch y de Keith, logró cortar la cuerda que aprisionaba a Brian; luego, todos lo sacaron del agua, tirando de sus 68 kilos y 1.90 metros de estatura, hasta ponerlo en una roca.
UNA VIDA EN JUEGO
Lleno de arañazos y sangrando por haberse golpeado contra la roca, Brian yacía completamente inmóvil. Su rostro tenía un terrible tinte azuloso. "¡Dios mío, no permitas que mueran" imploró Bruce, y se dejó caer de rodillas junto a su hermano.
Rick tomó la muñeca de Brian. No había pulso. Le buscó entonces la carótida, en el cuello. Tampoco allí había pulsaciones. Cuando escuchó el pecho de Brian no pudo oír latir el corazón.
Mientras Bruce gritaba de angustia, los demás parecían paralizados, incapaces de hablar. ¡Dios mío!, pensó Peter, y ahora, ¿qué hacemos?
La memoria del aterrorizado quinceañero se remontó al curso que él, Mitch, Gil y Rick habían seguido sobre resucitación cardiopulmonar (RCP), el procedimiento básico de sostén de la vida que se aplica a los ahogados y a los que sufren un ataque al corazón. Recordó lo que había dicho la maestra: A la persona que se está ahogando hay que sacarla del agua, darle respiración artificial y masaje al corazón, en los primeros cuatro minutos, o morirá.
Mitch fue el primero en poner manos a la obra. Tenía fresco en la mente el entrenamiento de salvavidas; se arrodilló, echó hacia atrás la cabeza de su amigo y unió la boca a la de él. Inflando al máximo sus propios pulmones, empezó a insuflar aire en los pulmones de Brian.
Peter sabía que insuflarle aire no bastaría. También el corazón de Brian debía volver a latir, para que la sangre llevara el oxígeno a devolver la vida a todas las partes del cuerpo. "¡RCP!", gritó, arrodillándose al lado de Mitch y haciéndose cargo de la situación. "¡Yo llevaré la cuenta!"
Abrió apresuradamente el traje de buceo de Brian, puso unidas sus manos abiertas sobre el pecho de la víctima, exactamente encima de la del esternón, y empezó a hacer presión rítmicamente, una vez por segundo, para mantener la circulación sanguínea. "¡Uno, dos, tres, cuatro, ahora!", contaba en voz alta, para que Mitch metiera aire por la boca de Brian cada cinco presiones sobre el pecho.
"¡Ag!", gorjeó Mitch, de pronto. Como sucede con frecuencia con los pacientes de RCP, Brian había reaccionado al aire que le entraba, vomitando. Pero Mitch sólo retrocedió un brevísimo instante, se limpió la boca con el dorso de la mano y siguió dándole respiración.
"¡MANDEN POR AYUDA!"
Las heladas salpicaduras de los rápidos caían sobre ellos, y las salientes de las rocas se clavaban en sus rodillas desnudas. Pero las mejillas de Mitch seguían llenándose de aire y vaciándose, doce veces por minuto, mientras los anchos hombros de Peter subían y bajaban en sincronizado ritmo. A trechos, se detenían y escuchaban, con la esperanza de oír un tenue aliento. Pero en cada ocasión Brian seguía inerte.
Peter miró su reloj. Brian había estado bajo el agua más de cinco minutos. Las probabilidades estaban contra ellos. Y aun si lograban reanimarlo, se encontraban a cincuenta kilómetros de cualquier asistencia médica.
—¡Manden a alguien por ayuda! —exigió Peter.
—¡Doug! —exclamó Mitch—. ¡Él puede manejar el camión!
Darren corrió a despertar a Doug, hermano de Gil, que dormía en la tienda de campaña. Poniéndose las botas y arrebatando las llaves, Doug echó a correr hacia el camión que los muchachos habían dejado a kilómetro y medio del desfiladero.
Doug, hijo de un comandante del Ejército, sabía que su mejor esperanza era el helicóptero del servicio médico de Fort Hunter Liggett. Subió de un salto al camión y se dirigió a la casa de campo más cercana, a once kilómetros de allí, por la tortuosa brecha. Pensaba telefonear desde ese lugar a la base.
Pocos minutos después, llegó a una corriente que llegaba a la altura de las salpicaderas del camión. Lentamente fue metiendo el camión en el agua. Al empezar a subir, el motor pareció toser, vaciló, y se apagó. Cuando dio marcha atrás para tratar de encenderlo, el vehículo resbaló hasta quedar varado en una zanja y ya no quiso arrancar. Doug tendría que recorrer la distancia a pie.
SEÑALES ALENTADORAS
Mientras tanto, sobre la roca, Peter había organizado a los muchachos: él, Gil, Rick y Mitch, se turnaban para dar respiración de boca a boca y el masaje cardiaco. Cada cinco minutos, Peter tomaba el pulso a Brian; no veía prueba de que sus esfuerzos tuvieran recompensa, pero recordaba la insistencia de la RCP de no darse por vencido.
Casi exhaustos, empezaron a discutir.
—¡Aprietas demasiado! —amonestó Mitch a Rick.
—Así es como me enseñaron —replicó Rick, tajante.
A los 35 míntuos, Rick expresó lo que todos pensaban: "Creo que ha muerto".
Sin embargo, nadie quería desistir, sobre todo al ver al desesperado Bruce. "Continúen", ordenó Peter, con firmeza.
Cinco minutos después, Rick sintió que algo le golpeaba la pierna. El brazo de Brian se había contraído. "¡Se movió! ", gritó Ríck.
"¡Tiene pulso! ¡Está vivo!", vociferó Peter, jubiloso. Aplicando el oído al pecho de su amigo, le pareció percibir un débil movimiento. "No estoy seguro", le dijo a Rick. "Sigue dándole respiración". La maestra de RCP había dicho que se continuara la respiración de boca a boca hasta que pudieran contar doce respiraciones autónomas por minuto. Ahora, irregularmente, percibieron un aliento vacilante; un acezar. "¡Brian respira!", gritó Peter.
Cada pocos minutos, Peter buscaba las pulsaciones en la yugular de Brian. El latido cardiaco se reanudaba poco a poco. Peter contó sesenta pulsaciones por minuto; luego, las setenta normales, después ochenta y noventa. Levantó los párpados de Brian. Las pupilas se le contrajeron como reacción a la luz, señal alentadora de que la pérdida de oxígeno no había causado lesión cerebral.
Así pues, le habían salvado la vida... ¿Sería verdad? Peter advirtió que, si querían que Brian volviera a ser sano y normal, tenían que llevarlo pronto a un hospital. Su organismo debilitado necesitaba los cuidados que sólo profesionales podían darle. Pero estaban atrapados sobre una roca, en mitad de un río furioso. Ahora todo dependía de Doug.
UN ARNÉS DE URGENCIA
Hora y media después, los muchachos oyeron el zumbido de las aspas del helicóptero de rescate. El aparato de color verde olivo surgió volando a poca altura sobre la colina: se veía claramente una cruz roja en la parte inferior del fuselaje. Gritaron y agitaron los brazos con desesperación. Luego, el helicóptero pasó por encima de ellos, voló sobre la cañada y se perdió de vista. Bruce empezó a llorar.
Transcurrió otra medía hora. De pronto, vieron a Doug correr hacia el río, seguido por un policía militar y un médico. El policía se lanzó al agua, y ávidas manos lo ayudaron a subir a la roca. El médico, Richard Rains, subió también. Pronto volvió el helicóptero y se posó en la ribera.
Mientras los muchachos observaban angustiados, Rains examinó a Brian, que seguía inconsciente. Necesitaba ayuda de instrumentos mecánicos para apoyar su débil respiración. Pero, ¿cómo sacarlo? No era posible transportarlo sobre aquellas rocas. Brian tendría que volver al agua. El médico contaba con el "reflejo de zambullida", que en el agua fría hace que la sangre se agolpe en el corazón y en el cerebro. Colocando bajo los hombros de Brian un arnés de urgencia, puso el brazo derecho bajo la espalda del accidentado mientras Peter le sostenía las piernas. Luego, lo bajaron suavemente al agua.
Dos veces la lenta procesión resbaló, quedando bajo la superficie, pero en ambas ocasiones Rains puso su mano izquierda sobre la nariz y la boca de Brian, para que no le entrara agua. Al acercarse a la orilla, los tripulantes del helicóptero sacaron a Brian del río, lo tendieron en una camilla, y lo introdujeron en el aparato. Rains le aplicó oxígeno. "Cuidaremos de su amigo", comunicó a los angustiados chicos. "Haremos cuanto esté en nuestra mano".
Después de irse el helicóptero, los muchachos interrogaron a Doug. Había corrido más de seis kilómetros, hasta que un granjero lo recogió en su auto y lo llevó a una casa, desde donde telefoneó a la base militar, la cual envió una ambulancia, una camioneta de la policía militar y un camión de bomberos. Mas los tres vehículos no pudieron continuar circulando por esa brecha, y su personal siguió a pie. Por error, el helicóptero fue enviado a la orilla septentrional del lago Nacimiento, pero se corrigió el error, mandándolo al río.
Por fin, Brian fue enviado al Centro Médico de la Universidad de Stanford, en Palo Alto, distante 190 kilómetros; allí, pudieron vigilarlo en una moderna unidad de terapia intensiva. No recuperó plenamente el conocimiento sino 48 horas después, pero no presentó efectos duraderos. Todavía en una silla de ruedas, Brian celebró una alegre reunión con sus amigos.
"Básicamente, no hicimos nada por Brian", comentó el doctor Myer Rosenthal, director de la unidad de terapia intensiva de Stanford. "Todo estaba hecho cuando llegó aquí. Los jóvenes le salvaron la vida. Si algo parecido llega a pasarme a mí, me gustaría contar con amigos serenos, como esos muchachos".