TORMENTO Y REDENCIÓN DE UN NIÑO
Publicado en
septiembre 13, 2017
Sección de Libros. Condensado del libro de Torey Hayden.
Durante años, el muchacho había sido mudo electivo: se negaba a hablar. Luego, casi de improviso, se transformó en un turbulento adolescente, lleno de agresividad. En este conmovedor relato del maltrato a un menor y de su terrible secuela emocional, la psicóloga y escritora Torey Hayden embona elusivas claves del pasado de un niño presa del terror, y explora su desesperada búsqueda del sentido de la vida en un mundo de valores trastocados. Es una historia de perversa brutalidad y odio amargo... pero también de amor, comprensión y esperanza.
Por Torey Hayden.
EL "NIÑO en el zoológico". Las patas de la mesa y de las sillas que lo rodeaban eran su jaula. Con los brazos en alto para protegerse la cabeza, se mecía hacia adelante y hacia atrás.
Lo observaba yo desde el otro lado del espejo polarizado, en el gabinete de los psicoterapeutas.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunté a la mujer que estaba a mi derecha.
—Quince.
Ya no era un niño.
—¿Cuánto tiempo ha estado aquí?
—Cuatro años, y jamás ha hablado —contestó, y me miró en la espectral penumbra del gabinete de observación—. No ha emitido nunca el menor sonido.
Seguí observándolo otro rato. Luego pasé a la habitación situada al otro lado del espejo. Me senté en el piso a medio metro de donde se había parapetado el "niño en el zoológico", el cual no dejaba de mecerse.
"¡Kevin!"
No obtuve respuesta. El muchacho no parecía tener quince años, sino diez, cuando mucho.
"Kevin", repetí, "me llamo Torey, y trabajo con gente que tiene dificultades para hablar".
No me hizo caso. Había en aquel recinto un denso y molesto silencio, punteado con el rítmico sonido de su cuerpo al golpear el linóleo. Mantuve la voz suave y amable, como cuando se habla a tímidos cachorritos. Pasaron varios minutos. Muy consciente de la fantasmal presencia de los observadores detrás del espejo, opté por sacar un libro de mi caja de materiales. "Te leeré algo", propuse, "hasta que nos sintamos un poco más tranquilos".
Seguí leyendo en voz alta. De cuando en cuando oía el abrir y cerrar de la puerta del gabinete de observación. Uno por uno, los observadores se fueron, pues no ocurría nada que valiera la pena ver. Seguí leyendo... Por último, el "niño en el zoológico" dejó de mecerse. Bajó despacio los brazos para verme bien, y me sonrió.
Luego, hizo ademanes extraños, con movimientos poéticos y giros y espirales: un braceo de ballet. Pero no constituían un lenguaje de señas que yo entendiera. Frustrados, permanecíamos sentados en asfixiante silencio y nos mirábamos con intensidad. Después, el niño silencioso retiró una silla de la mesa y estiró la mano para tocar la tela de mi falda. Tenía la boca abierta, y con la mano se bajaba la mandíbula inferior; señaló su garganta y negó, triste, sacudiendo la cabeza.
A LO largo de mi carrera de maestra y psicóloga infantil, ya había investigado y atendido el fenómeno llamado mutismo electivo, trastorno emocional que se presenta, sobre todo, en los niños. Estos niños no tienen ningún impedimento físico para hablar; pero, por causas psíquicas, rehúsan hacerlo. La mayoría se expresa oralmente, por cierto, en algunos lugares, casi siempre en casa, con sus allegados; no obstante, son mudos por propia decisión en cualquier otra parte.
Trabajaba yo en una clínica particular, cuando una trabajadora social del Hogar Garson Gayer me expuso por teléfono la historia del "niño en el zoológico". Con tono desesperado me informó que tenían allí un caso de mí especialidad.
Se llamaba Kevin Richter,* aunque todos lo apodaban "niño en el zoológico". No hablaba. No emitía ningún sonido; ni siquiera al llorar. Al parecer, alguna vez había hablado en su casa; luego, cayó en el mutismo. Además, vivía con miedo cerval a casi todas las cosas: a las carreteras, a los perros, a la oscuridad. El agua lo atemorizaba demasiado para bañarse. Durante los últimos tres años, se había negado a salir de la casa-hogar asistencial.
El Hogar Garson Gayer era una nueva institución modelo, progresista. Tenía su personal completo de residentes, entre psicólogos, especialistas en ortolalia y en foniatría, enfermeras y maestros. Pregunté por qué me habían llamado a mí.
La trabajadora social me explicó que el personal había leído acerca de mi labor con niños afectados de mutismo psíquico; además, nada de lo intentado en Garson Gayer había mejorado a Kevin. El muchacho cumpliría dieciséis años a mediados de septiembre, y ya estábamos en agosto. La casa-hogar sólo aceptaba a los menores de quince años; por tanto, ya se había infringido el reglamento al permitir que permaneciera allí tanto tiempo.
EN LA JAULA, CON KEVIN
EN su expediente se había registrado muy poca información respecto a la vida de Kevin, pero bastaba para representarme su infancia como otras muchas que yo conocía. Fracasos en la escuela, conflictos entre él y su padrastro, maltratos físicos, alcoholismo en la familia, además del siniestro dato de que su madre había cedido voluntariamente al Estado la patria potestad. ¿Cómo habrá de ser un niño, cuando ni siquiera su propia madre lo quiere?
A la mañana siguiente, nos asignaron una pequeña habitación, donde había una mesa, tres sillas y un estantero vacío. Un ayudante trajo a Kevin y, al salir, cerró la puerta con llave. Esto me asustó, y el enfermo quedó paralizado de miedo.
Era ya casi un hombre, pero delgado y frágil como un tallo de maíz en invierno. El lacio cabello castaño le cubría la frente, y el acné, las mejillas; tras las gafas de gruesos cristales, vi sus ojos grises y desvaídos como un charco.
Pasó junto a mí y se metió debajo de la mesa. Acercó las sillas hasta apoyar los respaldos en la mesa. Lo observé, mientras armaba la jaula, y me pregunté cómo trabajaría con él.
Tras un momento de indecisión, gateé hasta meterme debajo de la mesa. Me aceptó, complacido; sonrió, y se corrió para dejarme espacio. A tan corta distancia, su olor era bastante molesto. Me estiré y arrastré mi caja de materiales hasta el interior de la "jaula". "Es dificilísimo empezar a hablar", comenté, "cuando se ha callado tanto tiempo. Pero la manera más fácil es hacerlo al primer intento". Abrí un libro, fingí gran interés en él y añadí: "Mira: vas a leer para mí".
Sujetó mi brazo y sacudió con violencia la cabeza. Le señalé la primera palabra. "Empezaremos con esta palabra. ¿De acuerdo? A ver: inténtalo".
Kevin alzó una mano para frotarse la frente y luego la bajó, extendida, por delante de la cara, que cambió de expresión. Puso un dedo vacilante debajo de aquella palabra. Pude percibir su respiración entrecortada, porque el miedo le cerraba la garganta.
Repetí varias veces: "La primera palabra es siempre la más difícil. ¡Anda!"
El paciente me estaba tomando en serio. Iba a intentarlo. Abrió la boca y la cerró de inmediato, como la de un pez, mientras se preparaba; pero cuando ya se animaba, desistió. Se dobló sobre el libro. El sudor le perlaba el labio superior, sus manos temblaban, y grandes lamparones oscuros humedecían su camisa, en las axilas. El muchacho abrió y cerró la boca alternadamente, en varios intentos fallidos. Se le veían tensos los músculos del cuello. Tenía abultadas las venas de las sienes. Su cara estaba carmesí.
Al ver el reloj, advertí que habían pasado veintitrés minutos. Pronto regresaría el ayudante. Me deslicé de debajo de la mesa y me senté erguida. Era evidente que Kevin estaba interesado, pero no bastaba con eso. "Es suficiente por hoy", dije. "No importa que no haya salido bien esta vez. Lo intentaremos mañana".
El muchacho me miró. Le escurrían lágrimas por las mejillas.
SILENCIO Y SONIDO
AL SEGUNDO día no tuvimos más éxito. La única variación fue que las lágrimas surgieron más pronto y cayeron en el libro, donde él las secó, frotando con furia. No obstante, siguió esforzándose. Mucho después de que estaba a punto de darme por vencida, Kevin siguió bregando por obtener la cooperación de su voz, su boca y su corazón. Pero todo fue en vano.
Por último, puse la mano sobre el libro. Ya casi se agotaba nuestro tiempo. "Lo intentaremos otra vez mañana. Lograremos hacerlo, Kevin; no te preocupes".
Pero se veía a las claras que estaba preocupado.
"¿Puedes hablar?", le pregunté.
Bajó la vista a la alfombra, a los libros, a sus manos, y gesticuló. No entendí. Volvió a gesticular e hizo una mueca; la frustración acentuaba sus movimientos.
"¿Puedes hacerlo?"
Me miró a los ojos y asintió con la cabeza.
"Entonces, ¿por qué no hablas?"
Empezó a llorar. Sacudió los hombros, pero no emitió ningún sonido. Pensé abrazarlo a manera de consuelo, pero no lo hice, pues no era el momento oportuno.
"MIRA", LE sugerí a la mañana siguiente, "creo necesario que hagamos unos ejercicios. Estás tan tenso, que tus músculos están envarados. Es preciso que te relajes. Vas a hacer exactamente lo mismo que yo, y voy a mantener las manos apoyadas en tu caja de la voz para ver cómo están tus músculos".
Hice los ejercicios al momento, pensando que eso nos ayudaría a relajar al muchacho.
"Pon las manos en mi garganta. ¿Sientes qué relajados están los músculos? Ahora, tócate los tuyos. ¿Notas la diferencia?" A continuación le ordené abrir mucho la boca, y moverla.
" ¡Bien, Kevin! Ahora, con la boca abierta, expulsa el aire poco a poco". Le enseñé cómo, al dar suficiente presión a mi aliento para producir un sonido suave: "¡Jaaaa!" Kevin, con una mano en mi garganta y la otra en su cuello, exhaló también con lentitud; pero no emitió ningún sonido.
"¡Bueno! Repítelo, un poco más fuerte. Siente cómo se relajan esos músculos".
Produjo un sonido audible, pero estaba tan absorto en lo que hacía, que no lo percibió. Fruncía el ceño con sus esfuerzos de concentración.
—¡Bien! Ahora, con más fuerza. Tócate el estómago, para ver si sientes presión en el diafragma. Así: Jaaaaa.
—¡Jaa...! —emitió Kevin, y luego entendió lo que yo había hecho.
Se le enrojeció la cara y abrió mucho los ojos. Tuvo un leve estremecimiento, y luego estalló, como un volcán: se puso en pie de un salto y comenzó a dar puñetazos en la mesa. Recorrió toda la habitación golpeando las paredes. Estaba gritando... o mejor dicho, habría gritado si hubiera podido articular algún sonido. Tenía la boca muy abierta, pero lo único que salía eran resoplidos en staccato. Lloraba a lágrima viva.
En eso se abrió la puerta. El ayudante nos miró y desapareció. En un abrir y cerrar de ojos, cuatro hombres se abalanzaron sobre Kevin, como un destacamento de infantes de marina. Detrás de ellos entró una enfermera que empuñaba una jeringa. Mientras los hombres sujetaban al muchacho, ella lo inyectó. En seguida lo llevaron a una celda con paredes acolchadas. Vi todo aquello paralizada por la sorpresa. No había advertido que Kevin y yo estuviéramos tan frenéticos. Él no estaba lastimándome, ni había hecho nada que justificara aquel despliegue de fuerza de infantes de marina ni el empleo de tranquilizantes.
—No se preocupe —comentó la enfermera—. Esto es habitual en él.
—¿De veras?, ¡no me lo habían dicho!
—Nadie sabe por qué —me explico—. No parecen ser rabietas. Sólo se comporta así. Lo inyectamos, lo aislamos y luego se calma.
—¡Ah, vaya! —dije, ¡pero lo cierto es que no entendí nada!
Después lo visité en su celda. El mudo electivo estaba acostado boca abajo en el suelo; sólo tenía puestos los calzoncillos. Era obvio que lo habían maltratado mucho en su niñez. En toda la espalda y en las piernas se veían las cicatrices de cigarrillos apagados en la piel y las huellas de los cordones.
Yo no lo amaba; en realidad, ni siquiera me era simpático. No sabía tratar a los adolescentes. Al trabajar con niños, solía comprobar su inocente idea de que los adultos, sólo por serlo, todo lo hacían mejor que ellos. Kevin sabía que tal cosa era una falacia. Era demasiado crecido, lo cual nos dejaba inermes; éramos sólo dos personas ordinarias.
El enfermo alzó la vista y me miró. Yo temía que él viera la intención de engañarlo para obligarlo a hablar. Me disculpé por todo e hice cita con él para el día siguiente. Al salir de la celda, pude ver su cara adosada al cristal de la puerta.
A LA mañana siguiente, al acercarme a nuestro gabinete, oí a Kevin: "Jaaa", emitía. "Jaa, jaa, jaa". Parecía un motor descompuesto.
Me sentí intrusa y le pedí permiso de reunirme con él debajo de la mesa. Me hizo espacio y siguió emitiendo aquellos sonidos: "Jaa. Jaa". Al hacer esto, se estremecía. El sudor fluía en riachuelos por su cabello y en su estropeada piel.
"Jaaaa..." Su voz salió con fuerza, lo asustó, y Kevin se inmovilizó, mientras se le tensaban todos los músculos. "¿JaaAAA?", repitió, temeroso, y volvió a inmovilizarse. Su voz era grave y áspera. "ja, ja, ja, ja!", profirió. "Juj! ¡Juj! ¡Jo! ¡Jo! ¡Ji! ¡Ja!" De pronto, exhaló un gran suspiro y dobló la cabeza para apoyarla en las rodillas, agotado.
—Fue un trabajo duro, ¿verdad? —comenté.
—Jo! —respondió—. ¡Jo, jo! Yo... Yo, creí... jo... creí que no iba a lograrlo. ¡Fiuu! ¡Juuuuu! —se le quebró la voz y se aclaró la garganta—. Creí que jamás volvería a hacerlo —musitó, sin alzar la cabeza.
"VOY A MATARLO"
EN AQUELLA forma que ya había yo observado, típica en la mayoría de los mudos electivos, Kevin recuperó del todo su capacidad fónica, con lo que sabía de gramática, vocabulario y estructuración de oraciones, como si todo el tiempo hubiera hablado.
No obstante, su decisión de empezar a hablar sólo era válida conmigo. Esto redujo muchísimo el alcance de nuestra primera victoria. Además, no lograba superar el temor. Permanecimos atrapados debajo de aquella maldita mesa.
Nada en el expediente personal de Kevin explicaba por qué su familia había renunciado a la patria potestad y lo había hecho pupilo del Estado. Por tanto, yo prestaba mucha atención cuando me abría ocasionalmente su mundo privado.
Cierto día, estábamos hojeando un libro de cocina y llegamos a la ilustración de un plato de macarrones con salsa de tomate. Kevin permaneció pensativo un momento.
—Se parece al cerebro. ¿Has visto un cerebro? —me preguntó; se golpeó la frente con el dedo y agregó—: ¿El cerebro de la gente? Yo, sí. Es todo rojo y un poco amarillento y abollado, como esos macarrones... ¿Te da asco? —preguntó.
—No es una de las cosas en que más me guste pensar, si a eso te refieres...
Me observó atentamente.
—Yo no podría comer macarrones —declaró—, si los viera así... como sesos, todos despachurrados.
OCTUBRE fue un mes tranquilo. Logré poco a poco que saliéramos de debajo de la mesa. Fui retrocediendo un centímetro diario, y Kevin, concentrado en la conversación, se desplazaba conmigo. Por fin, ambos quedamos fuera del mueble.
Al llegar noviembre, sobrevino un cambio. Kevin tuvo otra rabieta, mucho más violenta que las anteriores. Empezó a arrojarme todo cuanto tenía a la mano: dados, lápices, plumas, sillas. Las sillas me lastimaron, y tomé una con el fin de escudarme. Tal vez Kevin creyó que la utilizaría para atacarlo, pues empezó a gritar, lo cual atrajo a los "infantes de marina", quienes a duras penas lograron sujetarlo. Aun después de la inyección, siguió violento y estuvo abalanzándose de una pared a otra en la celda acolchada. No me permitieron visitarlo.
Al reanudar nuestras sesiones, dos días después, Kevin había cambiado: hablaba poco y practicaba pocas cosas que solía hacer antes, como crucigramas, rompecabezas y libros de actividades. De súbito, había madurado. Lo más misterioso de su transformación fue que la multitud de temores paralizantes habían desaparecido, por lo menos en nuestro gabinetito. Los sustituyó la ira, sentimiento que desde un principio sospeché estaba tras aquellos temores infundados.
"Te dibujé algo", anunció mi paciente una mañana. Era el dibujo hábilmente hecho de un hombre que yacía en una carretera. Estaba destripado. Un pájaro se había posado en el saliente hueso de una pierna y extraía un nervudo pedazo de carne de la cavidad corporal. Había sangre derramada por doquier. Era algo terrorífico, impresionante por su increíble atención a los detalles.
"Eso es lo que voy a hacerle a mi padrastro", me aclaró. "Algún día, esto no será sólo un dibujo".
En los días siguientes, el adolescente vivió obsesionado con el dibujo; lo llevaba a nuestra habitación y retocaba ciertos rasgos. Del fondo de mí cerebro surgió la creciente preocupación por la posible peligrosidad del muchacho. ¿Habría yo originado una especie de monstruo de Frankenstein, al libertarlo de la prisión que él mismo se había erigido?
Aquel mes, Kevin hizo otro dibujo: el de una niña de seis o siete años con largo y filamentoso pelo castaño, y de labios abiertos. Una niña inolvidable. Mientras la veía cobrar vida bajo el lápiz, me impresionó de nuevo el talento plástico del mudó electivo.
—¿Quién es?
—Carol... mi hermana. Una vez le compré este barco de juguete. ¿Nunca te hablé de eso?
—No.
Ni siquiera me había dicho que existía Carol.
—De cualquier manera, tuve un poco de dinero, fui a la tienda y le compré un barquito azul. Luego, mi padrastro vio el barco y Carol le contó que yo se lo había comprado. Él me dijo: No es posible que se lo compraras; debes de haberlo robado. Carol protestó: Sí, sí que lo compró con su dinero. Pero le ordenó que se callara. Después puso el barco en el piso y lo aplastó con el pie.
Kevin dejó de trazar y alzó el dibujo para que yo lo viera. Carol tenía lágrimas en los ojos. Volvió la página del cuaderno de dibujo y comenzó otra figura. Bajo su mano se formó la delgada y larga línea de un cuerpo. Sacó los lápices rojos... y se derramó la sangre. "Voy a matarlo", susurró. "Será un asesinato, y quizá me condenen a prisión perpetua; pero... ¿qué importa? Ya he pasado la mitad de mi vida encerrado... ¡Y de veras no he hecho nada malo!"
SECRETO COMPARTIDO
EN DICIEMBRE ocurrió lo imposible: ¡Kevin empezó a charlar con el personal del Hogar Garson Gayer! Hablaba de manera espontánea y contestaba a las preguntas que le hacían. Después de tantos meses de silencio, me pregunté: ¿Por qué ahora?
Estaba satisfecho de sí mismo.
—¿Estás orgullosa de mí? —me preguntó.
No sé por qué sentía algo extraño y estaba a la defensiva, como si aquel cambio no fuera un triunfo, sino un error de mi parte.
—¿Por qué quisiste ser mudo, Kevin?
Torció los labios.
—Pues, porque... porque sabía que, si no hablaba, no me sacarían jamás de aquí. Y, si no salía nunca, entonces, yo...
—¿No podrías matarlo jamás?
El silencio entre nosotros fue como un bloque de granito. Al rato, asintió con la cabeza.
—Sí. No podría matarlo jamás.
Diciembre pasó raudo, mas, en enero, un colega mío de la clínica enfermó y tuve que reemplazarlo toda una noche. Por tal motivo falté a una de mis reuniones regulares con Kevin. Cuando regresé, se mostraba hosco, silencioso y resentido. Al otro día, yo esperaba que lo hubiera olvidado todo, pero seguía enfurruñado. Lo animé a dibujar.
—Pinta un mundo para ti solo —sugerí—. Eso me gustaba cuando tenía tu edad, aunque no dibujaba. Yo escribía cuentos.
—¿De verdad lo hacías? —preguntó... ¿Te fabricabas un mundo propio? Yo tuve uno de esos mundos, pero nunca lo dibujé. Sólo estaba dentro de mí —sonrió y prosiguió—: Dentro de mí hay otro muchacho. Lo llamo Bryan. Creo que Bryan es un nombre fuerte. Y bien, aquí, dentro del estúpido Kevin de siempre, está Bryan, que es de veras atractivo, y algunas veces pienso que en realidad soy Bryan. Tal vez no lo sea por fuera; pero, por dentro, sí. Y nadie más que yo sabe que soy muy especial por dentro. Es mi mundo privado, como el tuyo. Lo de Bryan ha sido siempre un secreto, porque no quiero que nadie se entere. No me creerían, y no quiero que me quiten a Bryan. Jamás le he contado esto a nadie, pero tú lo sabías, ¿verdad? Tú lo sabes todo, ¿no es así?
Sonreí, y negué con la cabeza.
—No; pero todos tenemos un mundo privado en nuestro interior.
—No lo revelarás, ¿verdad? No lo escribirás en el expediente: Quedará entre nosotros, ¿quieres? ¡Será nuestro secreto!
—Sí; un secreto entre tú y yo, y nadie más.
Me sonrió cordialmente.
—Tal vez podrías llamarme Bryan alguna vez... ¡como si yo no fuera Kevin!
Asentí.
Sonrió de nuevo y propuso:
—Entonces, ¡hazlo! ¿De acuerdo? ¡Llámame Bryan ahora mismo!
—¡Muy bien, Bryan! Si ese es tu deseo.
Me sentí bien. Resplandeció mi imagen en el paraíso de un idiota. Entonces, vi el reloj y supe que sólo nos quedaban cinco minutos. Cuando Kevin empezó a ordenar la habitación, algo cayó del bolsillo de sus pantalones. Era un objeto largo, envuelto en papel de estraza. Se agachó a recogerlo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Nada especial—contestó, mientras una sonrisa de placer se esbozaba en sus labios; y, con orgullo en la voz, añadió—: Es algo que hice. ¿Quieres verlo?
Desenvolvió con cuidado un pedazo de metal, pintado de azul, de unos veinte centímetros de largo. Un extremo era puntiagudo, y el otro redondeado.
—Es un cuchillo —me confió amablemente—. Lo hice de una pieza que arranqué de mi cama. He estado frotándola en la pared de la sala de televisión, donde hay ladrillos. Mira: lo hice afilado para que pueda cortar.
Estiró la mano, me sujetó el brazo y me pasó la punta del cuchillo por la piel de la cara interna del antebrazo. Apareció un rasguño y se formaron pequeños puntos de sangre. Retiré el brazo y lo apoyé en mi cintura.
Kevin alzó el cuchillo y examinó el borde. "Voy a atraparlo", afirmó. "Voy a regar sus tripas por todo el suelo".
Debe de haber pensado que iba yo a oponerme, porque me puso el cuchillo bajo la barbilla y me advirtió: "¿Recuerdas que hablamos de secretos? ¡Pues ya tienes otro, que te conviene guardar!" Y bajó el cuchillo.
Razoné con él: le dije que, si lo llegaban a descubrir allí con el cuchillo, lo enviarían a la cárcel. Me objetó que tenía un escondite. Volvió a ponerlo bajo mi barbilla y comentó:
—En realidad, creo que podría matar a alguien. Creo que hasta me gustaría hacerlo.
—Es un buen cuchillo, Kevin —opiné—. Me gusta. Pero déjame guardarlo, no sea que te lo quiten.
Temí parecer demasiado entusiasta o demasiado aprensiva, pero logré persuadirlo.
—Toma —dijo, al tiempo que ponía el cuchillo en mi mano—. Confío en ti.
LA MEJORÍA
SENTÍA que el agua me llegaba al cuello. Comuniqué mis temores al doctor Rosenthal. director de nuestra clínica, y juntos revisamos todo el caso de Kevin. Rosenthal hizo una pausa y me preguntó si me sentiría mejor si me acompañara Jeff Tomlinson en las sesiones, durante un tiempo. Jeff aportaría ideas para el tratamiento y, en caso de ocurrir lo peor, él podría dominar al muchacho.
Me pareció una buena solución. Jeff cursaba el último año de psiquiatría infantil, compartía conmigo un consultorio en la clínica y era mi confidente en el caso Richter. Lo mejor de todo era la oportunidad de presentarle a Kevin un hombre muy viril, pero amable; alguien que no lo golpearía ni torturaría.
A Jeff le pareció de perlas la idea; no así al muchacho, por desgracia.
"¡Nadie pregunta mí parecer!", protestó, furioso. Las primeras sesiones fueron un infierno. Rehusó hablar con Jeff y estaba molesto conmigo, porque me había aceptado en su mundo privado, y yo había cometido traición al llevarle a un intruso.
No obstante, a mediados de febrero, el disgusto de Kevin se disipó de pronto. Se tornó entusiasta y parlanchín. Hablaba sólo con Jeff y me excluía de la conversación. Jeff le enseñó a jugar al "Monopolio" y a las damas, y ambos se turnaban para burlarse de mí, pues yo era pésima en los dos pasatiempos. Me convertí en el hazmerreír de ellos.
Según mi colega, era comprensible que eso me irritara, pero Kevin resolvía así algunos conflictos emocionales fuertes respecto a mí y, quizá, respecto a su madre; era decisivo darle la oportunidad de exteriorizar aquellos sentimientos.
Al observarlos, Kevin me asombraba. Se había transformado radicalmente desde que nos conocimos, y no en forma sutil, como otros niños. Era un sujeto muy complejo. Pensé que algo funcionaba mal. Al preguntarme Jeff qué no estaba bien, no lograba yo definirlo. Tampoco podía quitarme la sensación de que el muchacho nos tomaba la delantera, como siempre.
Sin embargo, su maravillosa mejoría pronto disipó mis temores sobre los demás aspectos de la personalidad de Kevin. Participé en las travesuras entre Jeff y él, y dejé de preocuparme.
Kevin alzaba el vuelo. Como el ave cautiva largo tiempo, pugnaba por batir las alas para remontarse, al fin. De improviso, el mundo cobró vida para él. Deseaba saberlo todo. ¿Qué había tras los muros de Garson Gayer? ¿Cómo se formaba la nieve? ¿Consideraba yo bonita a la nueva ayudante? Jeff siguió ilustrando al paciente con interesantes relatos acerca del mundo exterior, con la esperanza de derribar por fin la barrera del miedo.
Una noche, Jeff y yo fuimos al centro comercial, donde compramos unas vistosas camisetas y unos pantalones de mezclilla. Mi compañero consiguió que nos acompañara su barbero para hacerle un corte de pelo decente a Kevin. Después, observamos a Kevin, mientras regresaba a su celda; iba pavoneándose con el huesudo pecho erguido y dejando a su paso un fresco y agradable aroma de loción.
¡LIBRE!
AL PASO de los meses, Kevin siguió mejorando, sobre todo gracias a Jeff, quien le brindó lo que tanto necesitaba: el modelo de un hombre responsable. Apenas se reconocía en el joven a aquel niño que se escondía bajo las mesas. En septiembre cumpliría diecisiete años, dos más del límite legal de edad para permanecer en Garson Gayer. No obstante, las perspectivas parecían brillantes. Ya se había liberado de casi todos sus temores. Lo llevamos al zoológico y a un parque de diversiones. Se relacionaba mejor con las personas. Parecía estar en condiciones de vivir en un medio menos restrictivo.
Entonces, una trabajadora social del Hogar Garson Gayer encontró lo que parecía ser el lugar perfecto para él: un hogar colectivo para siete muchachos, en Bellefountaine, una comunidad campestre. En realidad se trataba de una granjita, que tenía veinticinco hectáreas de prados, con vacas, ovejas, caballos y cerdos. Tras varios años de encarcelamiento, Kevin estaría al fin en libertad. Cuando se enteró de aquel hogar, se trepó de un salto a la mesa y bailó de alegría.
KEVIN se fue de Garson Gayer el primero de junio rumbo a Bellefountaine. Al parecer, había progresado. Después, algún tiempo no supe nada de él. Así ocurre en general con mis niños: una separación final y, luego, el silencio. Al principio me parecía incongruente, luego de compartir momentos tan íntimos; pero a todo nos acostumbramos.
Los primeros dos meses del verano trabajé, como siempre, en la clínica. A continuación, salí de vacaciones al extranjero. Acababa de regresar cuando sonó el teléfono: Era Jeff. Alcé la cabeza de la almohada y, con los ojos entrecerrados, vi el reloj: las 8:30 de la mañana.
—No iré a trabajar hoy, Jeff —protesté—. ¡Todavía estoy de vacaciones!
—Mira —repuso, con un suspiro—... se trata de Kevin. Está en la unidad psiquiátrica del Hospital Mortenson.
Mi amigo me relató que una calurosa noche de agosto Kevin intervino en una gresca en Bellefountaine, con otros dos muchachos y una consejera. No se había aclarado bien lo ocurrido; pero decían que Kevin atacó a la mujer, le rompió un brazo y le dislocó un hombro. Luego, estuvo detenido tres o cuatro días en un reclusorio para jóvenes, mientras la policía resolvía qué hacer con él. Entonces, se escapó. Estuvo prófugo dos días por la ciudad; la víspera por la noche había entrado a fuerza en la clínica. Buscaba el cuchillo que me había entregado. La policía encontró el cuchillo en su poder, al detenerlo de nuevo.
Según parecía, al escapar del reclusorio para jóvenes, Kevin había tenido un solo propósito: matar a su padrastro.
Nuestro consultorio estaba hecho un caos. Todos los cajones de ambos escritorios estaban fuera de su lugar y vacíos; también los estanteros estaban desiertos. Jeff permanecía sentado en un sillón, en medio de aquel desorden.
—Supongo que esto era previsible —comentó, desesperado, mientras yo me abría paso por la habitación—. Ese chico estaba más trastornado de lo que pensamos. Su cura no podía haber sido algo tan fácil, ¿verdad? No era posible después de tanto años. Yo debí entender que nunca nos dijo nada profundo, en realidad; sólo cosas superficiales. Tú insistías: La intuición me dice esto... La intuición me dice aquello...
Sonrió con tristeza, y continuó:
—Creo que tenías razón —reconoció—. Todo aquello debe de haber sido una simulación.
—Pero yo no estaba en lo cierto —repliqué—. En realidad, mejoró, ¿no es así? Yo creí que lo habíamos ayudado.
—Lo ayudamos —afirmó Jeff, en tono suave—. No te culpes por esto.
Después de reunir las ruinas de nuestro consultorio, fui en mi auto al Hospital Mortenson, donde estaba Kevin en una unidad de máxima seguridad. No pareció especialmente sorprendido al verme. Nos miramos en silencio.
—¿Y bien? —logré decir, al cabo—. ¿Qué sucedió?
El muchacho bajó la mirada y se encogió de hombros.
—¿En qué estabas pensando, Kevin? ¿Qué sucedió en Bellefountaine? ¿Y para qué querías el cuchillo? —sentía que la ira me dominaba—.¿Quieres demostrarle a todo el mundo que eres un hombre tan brutal como tu padrastro? ¿Deseas eso? ¿Parecerte a él? —Kevin no quiso mirarme, y proseguí—: Entonces, ¿qué demonios creías probar?
Se encogió de hombros ligeramente e hizo una aspiración profunda y replicó en tono de voz suave:
—Si algo malo tiene que pasarme, así será.
EL BRUTAL PASADO
KEVIN se hundió en la depresión a los pocos días de su llegada al Hospital Mortenson. Tal vez quedó descorazonado al ver perdida la oportunidad de matar a su padrastro, o quizá fue sólo otra manera de escapar de su guerra interior. Hablaba nada más conmigo y con Jeff cuando le placía. Miraba sin cesar a la calle, por la ventana. Y así transcurrieron varias semanas.
Una tarde, parado ante la ventana, de modo que las brillantes luces de la ciudad delineaban su silueta, me confió: "¿Qué se harían mis hermanas? Eran tan pequeñas, la última vez que las vi". No dije nada. Kevin no había hablado de su familia en mucho tiempo.
—Mi padrastro llegaba ebrio a casa con frecuencia. A veces levantaba de la cama a mi hermana Carol. Creo que hacía cosas con ella... cosas sucias. Tuvieron que llevarla una vez al hospital, después que él la sacó de la cama. A veces me preocupan mis hermanas.
—Estoy segura de que se encuentran bien, Kevin. Después de que te fuiste, los servicios sociales deben de haber vigilado a tu padrastro.
Kevin sacudió la cabeza y replicó:
—No. En realidad, no les interesa esto —se volvió a mirarme y continuó—: ¿Cómo puedes interesarte en un mundo como este? No quiero formar parte de él. No es tan malo estar loco... lo único que hacen es contarte muchas cosas, y no se siente nada. Pero Carol no tuvo tan buena suerte; no se volvió loca.
Kevin estaba resuelto. Sin tomar en cuenta lo ocurrido en el breve tiempo pasado en el mundo exterior, había visto que no le convenía ser normal. Se había resignado a seguir siendo un loco. Se enconchó en sí mismo aun más que antes.
Para mí, era como nadar en un lago de melaza: mucho esfuerzo y muy poco avance. Había ocasiones en que me daba por vencida, mas seguí en mi empeño, aunque a cada paso me estrellaba contra los muros que el paciente había levantado en torno suyo.
—Nunca has sido como yo —protestó un día—. No te ha ocurrido nada como lo que me ha pasado a mí. Lo único que has hecho es leerlo, en libros. ¿Qué te hace pensar que puedes ayudarme?
Estuve a punto de llorar, al oír esto.
—Si no me necesitas, me iré —le dije.
Se quedó callado.
Me puse la chaqueta y proseguí:
—No sé qué quieres de mí. No puedo entrar en tu cabeza como un cirujano y extirparte todo lo podrido. Todo depende de ti. Lo único que puedo hacer es acompañarte.
Por instinto quise salir de allí. Mi rabia se acentuó, pero yo sabía que, al trasponer la puerta, lo dejaría para siempre. Sonreí tristemente al recordar lo que habíamos perdido... Entonces, tendí los brazos a través del golfo que nos separaba, y lo abracé.
—Si al menos pudiera yo haber sido Bryan —musitó Kevin— . Tengo el corazón y el alma de Bryan, pero estoy atascado en el cuerpo y en la vida de Kevin. ¡Ah! ¡Desearía haber sido diferente!
LENTAMENTE, mi persistencia y la de Jeff colocaron a Kevin de nuevo en el camino de la mejoría. Jeff se obsesionaba cada vez más por desentrañar el pasado de Kevin. Preguntaba: "¿Dónde está su madre? ¿Cuántas hermanas tiene? ¿Crees que Carol sea sólo una fantasía... una persona imaginada, por quien interesarse? ¡Maldita sea!, Torey, basados en la información que tenemos de él, podríamos ser adivinos".
Luego, cierta mañana, arrojó encima de mi escritorio un bloque de notas con un número telefónico. "He localizado a la madre de Kevin", anunció, triunfante, "y he hablado con ella".
Hicimos el viaje de 160 kilómetros a la población de un estado vecino. La madre de Kevin vivía en un apartamento miserable, muy sucio y con escasos muebles. Nos saludó tímidamente y nos sentamos en la cocina, en bancas de madera.
—¿Cuántos hijos tienen usted y su esposo? —le preguntó mi colega.
—Pues, él —empezó, señalando a un niñito con pantalones húmedos—. Él y las niñas... Y Kevin, por supuesto.
—¿Cuántas niñas?
—Sólo dos: Barbara y Ellen.
Jeff me miró y luego volvió a fijar la vista en ella.
—¿Y Carol? —preguntó, con amabilidad.
La mujer se miró las manos.
—Sólo las dos niñas —repitió—. Sólo Barbara y Ellen.
Hubo un momento de silencio.
—¿Le pidieron los tribunales que cediera a Kevin?
Aquella conversación empezaba a molestarla. Empezó a jadear.
—Pues, después... ¿saben?... Después de lo último que mi esposo le hizo a Kevin... cuando lo golpeó, los jueces dijeron que no debería acercarse más a Kevin. Por eso...
Ambos la observamos: tenía el hombro más cercano a nosotros elevado casi hasta la oreja, como si Jeff o yo fuéramos a golpearla. No había nada más que decir.
Al día siguiente, empecé a telefonear a instituciones de asistencia infantil. Tenía que haber alguien ajeno a la familia que conociera la historia de Kevin. ¡Y lo encontré! Era una trabajadora social, llamada Marlys Menzies. Me informó que el muchacho tenía doce años cuando ocurrió aquello. Una noche, él y su padrastro se enfrascaron en una discusión, y encerró al menor en un armario. El padrastro lo tuvo allí hasta que respondiera. Y Kevin no respondió nada. Entonces, el hombre lo llevó a la alcoba, lo desnudó y lo amarró a la cama con las piernas abiertas. Obligó a sus hermanas a tocar los genitales de Kevin.
Al día siguiente, el hijastro siguió negándose a hablar, y su padrastro lo golpeó con una sartén hasta que el niño se desmayó. Cuando el hombre se marchó de la casa, la madre de Kevin lo llevó a la estancia y trató de curarle las heridas. Pero, al comprender que él estaba gravemente herido, llamó a un vecino, que telefoneó a la policía. Lo llevaron al hospital, donde se le practicó una operación de urgencia para aliviar la tensión debida a una hemorragia cerebral.
—Según la madre —observé—, sólo multaron al padrastro y le prohibieron ver a Kevin; pero, ¿no hay leyes contra el maltrato a los niños en el estado?
Marlys Menzies calló por un momento.
—Pues, sí, las hay —respondió al fin—, pero no siempre se aplican...
Aquella misma semana, le dije al muchacho que habíamos localizado a su madre.
—¿Vendrá a verme? —preguntó.
—No; no lo creo. ¿Quieres verla? Por unos segundos se perdió en sus pensamientos. Luego, sacudió la cabeza.
—No. Creo que no. Uno deja de desear algunas cosas... Con el tiempo, desaparecen y ni siquiera conservamos el recuerdo de haberlas deseado.
ASESINATO Y LOCURA
DE REPENTE, unos problemas personales obligaron a Jeff a marcharse de la clínica y buscar empleo en otro estado. Kevin quedó abrumado. Estaba disgustado con Jeff y conmigo por haber hecho que nos quisiera tanto; pero, más que nada, estaba furioso consigo mismo. Tenía la certeza de que la ausencia de mi colega era sólo una excusa para no trabajar con él, porque ya no tenía remedio. Ningún esfuerzo mío modificó este convencimiento. Sufrió una grave recaída y trató de herirse con otro cuchillo que había hecho.
El papel de Jeff fue decisivo en la psicoterapia de Kevin. Sin él, la recuperación era muy lenta. Kevin dejó de hablar, inclusive conmigo. Para evitar el silencio, llevé libros y me puse a leer en voz alta, mientras él se mantenía acurrucado bajo las sábanas. Un día, le leí un cuento acerca de una bruja que captura a los protagonistas y los obliga a reconocer que no existe el Sol; que el astro rey es sólo un sueño.
—¡Hay tantas cosas que sólo son sueños! —comentó entonces Kevin—, ¡y tantas otras que no son sueños! Algunas veces, no quiero distinguirlas. Quiero seguir estando loco.
—No creo que lo estés, amigo. Pienso que sólo has estado jugando con todo el mundo; pero has jugado tanto tiempo, que ahora el juego te parece más real que la vida.
—Cuando tenía yo ocho años, vi lo que hizo.
Guardé silencio, muy asombrada.
—Dijo: "Ven acá, Kevin. ¿Ves lo que hizo tu hermana? Se orinó en el suelo. ¡Limpia eso!"
—¿De qué hablas, Kevin?
Él me miró y continuó:
—¿Quieres saber por qué estoy loco?
No respondí, y Kevin siguió su relato:
"Mi mamá estaba allí, parada, y él le ordenó: Ve a sacar la salsa picante de la alacena. Asió a Carol por los cabellos y la amenazó: Te obligaré a comerte esto, porque te orinaste en el suelo."
"Carol no quería abrir la boca, pero él la sujetó con las piernas y tiró tanto del pelo que la hizo gritar. Entonces le vació la botella de salsa picante en la boca. Yo le grité y él rió. Me dijo: Esto te hace hablar, ¿verdad? ¡Pues quiero oírte hablar un poco más! Echó hacia atrás la cabeza de Carol y le sacudió más la botella en la boca."
"En eso, Carol vomitó. Mi padrastro gritó que, por haber hecho eso, ahora lo lamentaría de verdad. La alzó de los cabellos y la arrojó al otro lado del cuarto. Corrí tras ella, pero él me derribó y me pateó tan fuerte que oriné sangre; se me mancharon los pantalones. Temí que me matara, pero él se encarnizó con Carol. La cogió por el pelo y le golpeó la cabeza contra el piso una y otra vez."
"Lloraba yo y le gritaba a mi madre: ¡Ayúdala! ¡Deténlo! Pero ella se quedó parada allí, y replicó: ¡Déjalos! ¡Esto no es asunto tuyo!"
"¡Levántate ya!, le ordenó a Carol, pero mi hermana no se movió. Yo no dejaba de rezarle a Dios para que se levantara, pero no lo hizo. Entonces, él tomó la plancha de acero de la estufa, y la amenazó: Levántate, Carol, o voy a lastimarte de verdad... ¡Y se la arrojó!"
Kevin hizo una pausa y permaneció rígido, como muerto, en la cama, con todos los músculos tensos y los dedos blancos del esfuerzo de apretar la sábana.
"¿Sabes una cosa?", agregó al fin. "Yo vi sus sesos esparcidos por todo el piso... ¡Y mi mamá lo vio todo, y no hizo nada!"
YA EN mi consultorio, busqué el número del teléfono de Marlys Menzies. Me prometió revisar el caso Richter y telefonearme esa tarde.
—Ya estudié el expediente —me anunció la trabajadora social—. Surgió un incidente hace mucho tiempo. Carol Marie Ritcher, de siete años y dos meses de edad, murió a consecuencia de la golpiza que le propinó el padrastro durante una reyerta familiar. Lo sentenciaron a cuatro años de cárcel, y luego regresó a vivir con la familia.
—¿Por qué será que nada de esta información figura en el expediente de Kevin? —pregunté—. He trabajado con él casi dieciocho meses y nunca me enteré de esto.
—Verás: creímos que sería más conveniente para Kevin empezar completamente limpio, al entrar en aquel hogar. Todos considerábamos desesperado el caso, y teníamos terribles prejuicios respecto a su resolución. Nos pareció que lo mejor era suprimirlo todo y olvidar el pasado.
—Pero el caso es que Kevin no puede olvidar, Marlys.
"¡CÁLLATE, RAMERA!"
SEGUÍ leyéndole. Al cabo de varias semanas, mi paciente hablaba cada vez con menos frecuencia y, cuando lo hacía, se notaba en su voz un tono cada vez más agresivo. La ira, el odio, eran casi palpables. Un día, lo encontré paseándose por la habitación. Parecía asustado y distraído.
—¿A qué quieres dedicarte hoy? —le pregunté.
—No lo sé —contestó y, después de pensarlo unos segundos, agregó—: Quiero pintar. No he pintado desde hace mucho tiempo.
—¡Muy bien! Podemos sacar del aula lo que necesitamos.
Atravesamos el corredor. Abrí y nos metimos en el enorme armario del fondo del aula. Había allí un glorioso surtido de papel para dibujar, pinturas, cajas de lápices encerados y de madera, de colores.
—Toma —le indiqué, mientras recogía papel y se lo entregaba—. ¿Qué clase de pinturas quieres?
Permaneció detrás, entre la puerta y yo, mientras yo buscaba.
—¿Qué quieres, Kevin? —pregunté—. ¿Acuarelas?
No me respondió. Apagó la luz y lo oí avanzar hacia mí. Apoyó en mí su pesado cuerpo, con el aliento caliente. El miedo subió en seguida a mi boca, en forma de bilis.
—¡Te odio! —susurró entonces.
Aquellas palabras eran frías como la hoja de un cuchillo. Puso las manos en mis hombros, en mis senos...
—¡Ya, Kevin! ¡Basta!
Me atemoricé. El sudor empapaba mi cuerpo y el agridulce olor del miedo pánico inundaba el aire. Forcejeamos con violencia en la oscuridad, durante unos momentos, mientras él me presionaba más de cerca.
—Ya soy un hombre, mamá. Voy a enseñarte que soy un hombre.
—¡Suéltame, Kevin! No soy tu mamá. ¡Soy yo, Torey!
—¡Cállate, ramera!
Su mano subió hasta debajo de mi barbilla.
—Voy a hacer que te duela —me amenazó.
—¡Tú no deseas lastimarme, Kevin! —protesté—. ¡Soy yo, Kevin! ¡Yo, y nadie más!
—¡Cállate!
De pronto, su puño me golpeó fuerte en un lado de la cabeza.
Yo le devolví el golpe. Con ello gané suficiente espacio para alcanzar el interruptor de la luz. El muchacho yacía en el suelo y se tapaba la cara con los brazos. Lloraba como un chiquillo. Me detuve a observarlo un momento, y luego fui a buscar auxilio.
LA GRAN reacción que yo había previsto, después de que me habló de Carol, había surgido al fin, si bien no como lo había imaginado. Aunque Kevin era y había sido muy hostil hacia su padrastro, esta repentina violencia indicaba que acaso el persistente odio se dirigía con mayor ímpetu a su madre.
Ya de regreso en la clínica, el doctor Rosenthal me llamó a su oficina. Allí estaba también el doctor Winslow, psiquiatra asesor de Kevin en Mortenson.
—Hemos deliberado —empezó el doctor Rosenthal—, y resolvimos que lo mejor para todos sería dejar el caso Richter en manos de un psicoterapeuta varón.
Al momento, mi ira y mi humillación dieron lugar al pánico. Siempre que ocurría algo como aquello, existía la posibilidad de cerrar un caso.
—Todo ha sido culpa mía —reconocí—, pero Kevin y yo saldremos avante si me dan un poco más de tiempo.
—No lo creo conveniente, Torey. Eres joven y guapa, y ya conoces las malas inclinaciones de Kevin respecto a su madre. Tal vez sea demasiado inestable para que lo atienda una psicoterapeuta.
Me fui a casa, desolada. Podríamos haberlo resuelto. Lo único que yo había logrado en dieciocho meses de psicoterapia era demostrar que Kevin tenía razón en que nadie lo quería y en que, más tarde o más temprano, todos lo abandonarían.
UN NUEVO COMIENZO
LA VIDA siguió su curso. Los fríos meses invernales concluyeron. Volvió la primavera, y en mayo tuve unos días de vacaciones. Al regresar al trabajo, encontré una nota que decía solamente: "Kevin Richter", y un número telefónico. Llamé de inmediato. El de Seven Oaks era un programa de encierro; una especie de miniprisión para cuarenta adolescentes. La institución estaba diseñada para delincuentes juveniles; y allí los servicios psiquiátricos eran mínimos. Parecía un lugar inapropiado para Kevin.
Supe que había pasado otros dos meses en el hospital, desde que había dejado de verlo. Luego, lo habían enviado a prueba a Seven Oaks. Si no se lograba un avance, lo enviarían al hospital estatal. Según el relato de su consejero, Kevin conservaba aún sus antiguos problemas. La principal dificultad para quienes trabajaban con él era su impenetrable silencio, el mayor impedimento para ayudarlo.
En el expediente de Kevin me mencionaban, en relación con su mutismo. Su consejero preguntó si yo reanudaría la terapia. Sin titubeos, contesté afirmativamente. Al otro día, fui a Seven Oaks.
Cuando entré en la habitación donde estaba sentado el muchacho, abrió desmesuradamente los ojos y la boca. Al parecer, nadie le había comunicado que iría a verlo.
—Pensé que nunca regresarías —declaró—. Creí que me odiabas.
—Estuve digustada algún tiempo, pero fueron los médicos y no yo, quienes consideraron.que necesitábamos descansar el uno del otro.
—¿Sabes una cosa? —preguntó, con voz suave—. Yo sabía que volverías. Siempre recé por que regresaras. Siempre pensaba: ¡Si existes, Dios mío, oye mi súplica!
Me arrellané en la silla y sugerí:
—Entonces, ¿lo intentamos de nuevo, Kevin?
Mi paciente asintió con la cabeza.
—Pero tenemos que cambiar ciertas cosas entre nosotros —indiqué—. Necesitamos fijarnos algunas metas. Hemos trabajado casi dos años, y no sé bien hasta dónde hemos llegado. El rumbo de tu existencia lo ha determinado mucha gente: trabajadoras sociales, médicos, consejeros, y pienso que ya es tiempo de que empieces a decidir en qué dirección deseas ir.
Para orientarnos, me ayudó a trazar un programa de metas. Llené las paredes de su habitación con diagramas y coloreamos gráficas, conforme a su avance diario hacia objetivos fijados de antemano: higiene personal, participación en grupos, actividades individuales. Lo premiaba con estrellas doradas y puntos buenos, o con cualquier cosa que en mi opinión lo motivara. Las recompensas fueron muchas y variadas: desde un pequeño galardón diario, hasta el premio supremo: una excursión fuera de las instalaciones de Seven Oaks.
—Ya tengo una meta propia —me anunció—. Pero no te reirás, ¿verdad? ¿No te reirás si te lo digo?
—No. ¡Claro que no!
—Quiero convertirme en Bryan. Y creo saber cómo: ¡Aprenderé a nadar!
Una vez había intentado enseñarle a nadar, pero su miedo al agua lo había paralizado, y aquel esfuerzo fracasó.
—Imagino que Bryan sabría nadar y, por eso, voy a aprender, si no te molesta enseñarme.
Como había piscina en Seven Oaks, tres veces por semana llevaba mi traje de baño y, al terminar nuestra sesión habitual, me dedicaba a enseñarle a nadar. Fue una tarea difícil, prolongada, pero se convirtió en una comunicación secreta entre nosotros; en un acto que desalojaba a todas las demás cosas que intentábamos realizar. No importaba cuánto fallaba en sus propósitos o en su trabajo conmigo, de todas maneras íbamos a la piscina. A fines del verano, Kevin ya sabía nadar.
Una tarde, estábamos sentados Kevin y yo bajo los árboles, todavía con los trajes de baño puestos; él me preguntó:
—¿Conoces a Margaret, la mujer de Bellefountaine? Me aseguró: "Nunca vas a ser normal, Kevin. Tendrás que acostumbrarte a ser como eres".
—¿Por eso le quebraste el brazo?
—No. Esa fue otra ocasión. Uno de los muchachos había golpeado a un niño. Lo golpeó fuerte y lo lastimó de verdad. Le dije: "Debes ayudarlo, Margaret". Ella se quedó allí parada, sin hacer nada, y replicó: "Deja que peleen. No es asunto tuyo". Por eso la agarré del brazo, con la intención de obligarla a detener la pelea.
—Como cuando quisiste que tu mamá hiciera algo, el día que Carol recibió aquella paliza, ¿eh?
—Sí; como entonces. Pero, ¿qué opinas Torey? ¿No te parezco unpoco normal? Si caminara por la calle, nadie notaría niguna diferencia, ¿verdad? Es decir, no es visible, como si llevara un letrero o algo parecido, ¿o sí?
Sacudí la cabeza y sonreí.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Pues, porque...
Me detuve, porque no conocía la respuesta a aquella pregunta. Kevin se volvió a otro lado y comentó:
—Un nombre no va a resolverlo todo, ¿verdad, Torey? Se necesita mucho más que un simple nombre. Yo puedo ser Bryan por dentro, pero por fuera seguiré siendo siempre Kevin.
Me incliné hacia adelante y le aparté el pelo de la cara. Por primera vez, desde que lo conocí, me inspiró amor; ese abrumador sentimiento que nos inunda cuando por fin nos sentimos dispuestos a aceptar por completo a una persona, con sus aspectos luminosos y oscuros.
LA BÚSQUEDA DE SÍ MISMO
FUE BASTANTE rápido el avance de Kevin aquel verano. Sus ascensos eran más altos, y sus descensos, menos bajos. Por vez primera, hubo en Seven Oaks deliberaciones serias acerca de su futuro destino. Tal vez maduraría más aprisa en un medio menos cerrado; pero, ¿no habría riesgos, al darle más libertad? Era obvio que los terribles sucesos de su infancia seguían influyendo en su conducta. Necesitaba resolver sus conflictos paterno-maternos y aprender a afrontar los sentimientos que le inspiraban.
Al final, fue Kevin quien encontró la pieza que faltaba.
Ya se había ganado suficientes puntos para merecer un pase de salida. Proyectamos ir a un restaurante de comida mexicana. Al salir de la autopista en un centro comercial, empezamos a buscar un establecimiento donde sirvieran con rapidez. Yo no conocía bien aquel barrio.
"Sabes", comentó Kevin, al dar una vuelta a la manzana. "Creo que ya he estado aquí". Frunció el ceño, mientras miraba por la ventanilla. "Si das vuelta en esa esquina, hay allí una lavandería". Di vuelta ... ¡y allí estaba una lavandería de aspecto ruinoso! El barrio estaba lleno de casas deterioradas y tiendas derruidas y, más allá se veía el edificio de una vieja escuela.
"¡Allí es adonde iba yo a estudiar!", exclamó Kevin. "¡Detén el auto!" Me detuve en el estacionamiento, y bajamos del auto. Kevin recorrió un lado de la escuela y espió por una ventana.
"Allí", afirmó, con la cara apoyada en el vidrio. "¡Allí estuve en primer grado!" Calló un momento y agregó: "¡Vamos, Torey! Te enseñaré la casa dónde vivía. Podemos ir a pie".
Me guió, presuroso, por un sucio callejón. Dimos vuelta en una calle bordeada por casas de madera espantosamente destartaladas. Piezas de recambios de vehículos y esqueletos de viejas estufas y refrigeradores atestaban los patios. Al cabo, se detuvo de pronto.
"¡Allí está! ¡Esa era mi casa!"
La puerta giró con facilidad sobre los oxidados goznes y se abrió. Era evidente que nadie había vivido allí hacía mucho tiempo. La ocupaban ratas, ratones y pajaritos. En el piso había excremento. Para Kevin, no parecía haber diferencia entre su antiguo mundo y el actual. "Esta es la estancia", explicó, "y por allí se va a la cocina, y allí es donde duermen mama y papá, Más allá está el cuarto de mis hermanas y mío".
En eso, quedó callado, con el labio inferior cubriendo al superior, en actitud pensativa. Con la punta del zapato de lona, frotó una mancha en el piso de madera. "¿La ves?", preguntó. "¡Es sangre! ¡Una mancha de sangre! ¿Puedes verla?"
Me arrodillé.
"¡Pálpala, Torey! Es la sangre de Carol".
Toqué el piso, pero no advertí nada especial, porque estaba lleno de mugre y de manchas, y todas me parecían iguales.
En eso, se soltó un chubasco. Kevin se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La lluvia goteaba y escurría por la pared, hasta formar un charco en el suelo. El muchacho estiró la mano y tocó el antepecho de la ventana. Al alzar los dedos, miró fijamente la mancha que el agua había dejado en ellos.
"Ya se fueron", musitó, como si hablara con su mano; luego se volvió hacia mí, y añadió: "Todo terminó, ¿verdad?"
Asentí.
"Sí", afirmó él, y volvió a tocar el agua en el antepecho de la ventana. "Creo que yo ya sabía que así era"...
UN VERDADERO HOGAR
YO SABÍA que su consejero estaba buscando un hogar adoptivo para Kevin; pero pocas familias aceptarían a un muchacho de casi dieciocho años que había pasado tanto tiempo en diferentes instituciones. Al fin un colega mío brindó una prometedora alternativa. Sugirió un asilo para jóvenes. Lo consideré loco de remate, porque esos asilos alojaban a muchachos retrasados mentales. ¿Qué haría Kevin en tal lugar?
Sin embargo, mi colega pensaba en un asilo que dirigían un viejo amigo suyo, George MacFarlane, médico jubilado, y su esposa Nancy. La institución era una inmensa casona antigua, y cada uno de los ocho residentes tenía su propia habitación. Compartían el comedor y atendían los quehaceres de la casa. Todos tenían asignadas ciertas ocupaciones, ya en talleres dentro de la casona, ya fuera de ella. Disponían de suficiente tiempo libre para divertirse, pero el propósito del asilo era preparar a los muchachos a disfrutar algún día de una vida plena e independiente. Decidí visitar aquel lugar.
Me gustó su ambiente. Los MacFarlane eran afectuosos y atentos. Lo principal era la enseñanza que ofrecían. No había nada institucional en el establecimiento. Mi única queja era que todos los residentes eran retrasados mentales.
George MacFarlane arguyó que, si Kevin había pasado muchos años encerrado, se comportaría en efecto como un individuo retrasado en muchos aspectos, y aquel era un lugar protegido, pero también abierto, para su aprendizaje. Le recordé que los problemas emocionales de Kevin se habían resuelto en gran parte, pero, sin duda, llegaría el momento en que los fantasmas de su pasado volverían. "Sí", repuso él, "ocurrie igual con todos nosotros".
Hablé con Kevin de aquel asilo. Al principio, no quiso ir a conocerlo. Pero en nuestra siguiente salida de Seven Oaks, sugerí que fuéramos allá. Se encogió de hombros. "¡Vamos!", insistí. "Pasaremos por enfrente, y luego regresaremos".
Al detenernos afuera de la casona, el muchacho sacó la cabeza por la ventanilla del auto.
—¡Qué grande es! ¿Cuántas personas viven allí? —preguntó.
—Sólo ocho jóvenes de tu edad, y los MacFarlane.
—¡Vaya! —exclamó, con tono burlón—. ¡Eso no es un verdadero hogar! ¡Es un hogar colectivo, como Bellefountaine!
—No; no es lo mismo. Es más parecido a una casa familiar que Bellefountaine. Además, no es para niños, sino para adultos, como tú.
Se sentó a ponderar aquella idea.
—Sí. Creo que soy adulto —permaneció en silencio, mientras observaba la casa. Yo puse en marcha el motor—. ¡Bien! No es un lugar feo. Podría pensar en la posibilidad de vivir aquí.
Cuando los MacFarlane fueron a Seven Oaks, Kevin convino en verlos. También aceptó visitar la casona. Después, al hacer planes para la segunda visita, creo que ambos presentimos que se acercaba el fin de nuestras relaciones.
Una noche, lo encontré sentado en su habitación: Estaba haciendo su tarea escolar. Se volvió al oírme entrar.
—Llegas tarde —señaló—. Ya casi es hora de cenar.
—Lo siento. No pude escaparme. Tengo un niñito en terapia... Creo que se trata de un esquizofrénico.
Sonrió y comentó:
—Cuando yo estaba trastornado, me dedicabas a mí el tiempo de otros niños, ¿verdad? Pues, igual ahora, si ese niño te necesita más que yo.
Asentí.
—Estoy mejor, ¿verdad?
—Sí. Mucho mejor.
Bajó la vista a su tarea y luego me miró de nuevo.
—Decidí ir allá, Torey —anunció—. Iré con los MacFarlane. Mira: le pregunté al doctor si podría asistir a la escuela secundaria, cuando viviera allá.
—¿Qué te contestó?
—Me dijo: "Sí, hijo. Creo que es una buena idea".
EL ADIÓS
MIENTRAS Kevin se instalaba con los MacFarlane, dimos en el distrito con una escuela donde estuvieron dispuestos a correr el riesgo de aceptar a un muchacho de antecedentes tan insólitos. A las dos semanas Kevin quedó inscrito comó alumno del segundo año de secundaria; seguiría cuatro cursos. El resto del tiempo lo pasaría con un maestro de enseñanza especial, que se encargaría de mantenerlo al corriente y de ayudarlo a adaptarse,
Una brumosa mañana de noviembre llevé en auto a Kevin a su primer día de clases. Vestía camisa de vaquero y pantalones de mezclilla nuevos. Tenía el pelo limpio y bien peinado. En el tiempo transcurrido, de pronto se había vuelto guapo. Me hablaba presuroso, con la voz vibrante de emoción. Al cabo, hizo una pausa y sonrió: "Estoy un poco asustado", declaró; "pero, ¡allá voy! ¡Fíjate! ¡Yo iré a la escuela!"
Mis temores de que no fuera capaz de adaptarse a su nueva existencia resultaron infundados. Ser el único muchacho con inteligencia normal en la casa de los MacFarlane fue a la postre una especie de bendición. Por primera vez en su vida, era el mejor en casi todo lo que emprendía y los demás residentes admiraban su habilidad. Aquella estimación significaba mucho para él.
Un sábado, me invitó a una cena que preparó casi en su totalidad él mismo. Su mayor orgullo, sin embargo, era su ocupación. Al tener que asistir a la escuela, no podía trabajar como los otros residentes durante el día; mas el director encontró una solución: Empezó a pagarle una módica suma de dinero por ser "maestro". Todas las noches, Kevin pasaba una hora con otro residente enseñándole matemáticas básicas y lectura. Más que influir en su bolsillo, esto mejoró su imagen de sí Mismo.
Las primeras semanas de clases fueron traumáticas, pero Kevin contó con el apoyo de su excelente maestro de enseñanza especial. Y también cumplió con su parte al responder a las preguntas en clase y dominarse cuando lo molestaban. Sus condiscípulos lo embromaban por trivialidades como su timidez ante las muchachas, pero no parecían pensar que hubiera en él algo verdaderamente extraño. Al fin estaba en un grupo de jóvenes como él, comportándose en forma normal con muchachos normales.
A MEDIADOS de enero, nuestras sesiones fueron espaciándose. Durante cierto tiempo, sólo nos vimos un día a la semana.
La última vez fue un frío y nevado jueves de febrero. Kevin llegó a la clínica jadeante, con las mejillas enrojecidas y los grises ojos refulgentes como la plata. Hablamos de sus proyectos.
Desde varias semanas antes habíamos decidido que aquella sería la última sesión. Tuvimos dificultad en hablar y, en una pausa, las lágrimas se agolparon de repente en los ojos de Kevin. Se puso en pie de un salto. "!Tengo que irme!", exclamó. "Es muy tarde, y quiero ir a nadar con un amigo".
Retrocedió, me miró y bajó la cabeza para que yo no viera sus lágrimas. Concluía así una relación de dos años y medio, y la distancia que nos separaba estaba llena de cosas que no habíamos dicho.
—Torey... ¿Puedo preguntarte algo, sin que me respondas?
—¡Claro que sí!
—Si alguna vez vuelvo a meterme en aprietos... Es decir, si en realidad estoy en apuros, ¿me ayudarás?
Al inclinarme hacia adelante para hablar, Kevin levantó una mano, y exclamó:
—¡No me contestes, Torey! ¿De acuerdo?
—¿Por qué no?
—Porque... verás... quiero irme de aquí pensando siempre que tú me ayudarás, de ser necesario. Sólo quiero saber que te lo pregunté y que no dijiste que no.
Asentí con la cabeza.
—¡Bien! Ahora, tengo que irme.
Otra vez asomaron las lágrimas en sus ojos. Me levanté y lo acompañé a la puerta de mi oficina. Nos sonreímos.
—¡Hasta pronto! ¿De acuerdo?
—Sí, Kevin. ¡Hasta pronto!
Empezó a caminar por el largo corredor, y yo me paré, inmóvil, a Observarlo. Ya en el otro extremo deestíbulo, se detuvo, dio media vuelta y agitó la mano.
—¡Adiós, Torey! —exclamó, y desapareció.
—¡Adiós, Bryan!
*La historia de Kevin está basada en personas e incidentes reales, pero se han cambiado los nombres, los lugares y ciertos acontecimientos, para proteger su anonimato.
CONDENSADO DEL LIBRO "MURPHY'S BOY". © 1983 POR TOREY L. HAYDEN.