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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 157. Slut - 0:48
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  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
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  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
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  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
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  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
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  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
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  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
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    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

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    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
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    Header

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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    LOS QUE DESPERTARON (Francio D'Alessio)

    Publicado en septiembre 18, 2017
    Te sorprenderá saber que aquí se trata de las personas y de otras suertes de hombres transformados en otras figuras, los cuales, tras pasar las mismas vicisitudes, volverán nuevamente a su forma primitiva.

    APULEYO


    Verdaderamente inmortal es el hombre completamente despierto. Los astros y los dioses pasan; sólo él permanece y puede aquello que quiere. Sobre él no hay ningún Dios. Aquello que el hombre religioso llama Dios, no es más que un estado. Su incurable ceguera alza ante él un muro que no se atreve a franquear. Se crea una imagen para adorar, en lugar de transformarse en ella.

    G. MAYRINK


    PRIMERA PARTE


    Nací en las cercanías de París, una tarde de septiembre, bajo el signo de la Virgen. Mis abuelos me contaban que, cuando yo vine al mundo, mi madre, pobrecilla, dejó este valle de lágrimas quizás a causa de mi llegada.

    Cuando tenía nueve años (estudiaba entonces el violín en la escuela nocturna que dirigía la señorita Foxier), se verificó el primer hecho singular que debía influir de manera tan decisiva e insólita en mi futuro.

    El sol ya se había puesto. La señorita Foxier había encendido las luces en el aula, que acogía a una docena de niños y niñas; el frío, si bien nos hallábamos en pleno invierno, no era excesivo. Yo me levanté del banquillo sobre el cual estaba sentado, soñando, y saqué de la caja de madera mi pequeño violín, regalo de mi abuela materna. Con él ataqué los primeros compases de la célebre balada de Balbuin en Do mayor.

    La señorita Foxier estaba distraída y marcaba el compás con la palmeta, pero sin seguirme; su mirada se perdía tras un teniente de caballería que antes de partir de maniobras le había dejado por recuerdo un niño.

    Los restantes alumnos, como de costumbre, vivían su melancolía sentados ante los pequeños pupitres, embrutecidos por aquella atmósfera pesada y monótona.

    Recuerdo un detalle particular que precipitó el acontecimiento. La alumna Marta Popelin, una niña que cuando hablaba, con su vocecita daba —se decía—, la demostración de la existencia de los ángeles, se levantó e interrumpiendo mis primeros acordes, murmuró algo incomprensible, indicándome con el índice exterior a la maestra.

    — ¿Qué quieres, pequeña? — exclamó la señorita Foxier, molesta porque le hubiesen devuelto a la realidad.

    Marta, lentamente, volvió a sentarse.

    —Nada, nada, señorita, nada...

    Continué tocando y ataqué aquel famoso compás que preludia el vuelo de las golondrinas sobre los tejados.

    De momento no me di cuenta. Pero después...

    La señorita Foxier se alzó de golpe, con la boca abierta, los ojos atónitos, oprimiendo fuertemente la palmeta con sus manos, con los brazos inmóviles, como deteniéndose sobre un Mi bemol.

    El silencio que se produjo a continuación —yo dejé de tocar— concentró la atención de los niños sobre mí. Vi a numerosos ojos infantiles que me

    contemplaban con estupor, con maravilla, con terror mezclado de sorpresa. Entonces yo también me di cuenta de lo que sucedía.

    Pasaron algunos larguísimos segundos durante los cuales nadie respiraba. Luego la señorita Foxier gritó.

    Se trataba de pocos centímetros, quizás un palmo, no lo sé exactamente, pero mis pies no descansaban sobre el pavimento destartalado del aula, sino que estaban en el aire, en el vacío. ¡Estaba realizando una levitación!

    — ¿Pero qué haces, Mateo? ¿En nombre de Jesucristo, qué haces? ¡Desciende ya, en nombre del Señor, desciende!

    Miré a mis pies y deseé quitarme de aquella posición de salchicha colgada en el vacío; y con sólo pensarlo me encontré de nuevo con los pies en el suelo.

    Lo que luego sucedió constituye para mí un recuerdo algo confuso, porque me dominó un gran espanto y luego un terror no del todo justificado, de sabor ignoto, sembró la confusión en mi mente.

    Entonces aún no sabía que aquello era el signo que hubiera hecho de mí un Despierto.

    El párroco fue el primero en ser informado por la aterrorizada señorita Foxier. Luego el jefe de gendarmería, un tal Panzer. Mi padre, mis abuelos, mi madrina, mis hermanos, corrieron hacia la escuela donde yo esperaba el curso ulterior de los acontecimientos, mientras los alumnos se daban a la fuga, salvo Marta Popelín, la cual tuvo tiempo de decirme en un susurro que había observado que, antes que aquello sucediese, mi cara se había vuelto de color violeta pálido.

    Cuando el párroco, el jefe de la gendarmería, mis padres, la señorita Foxier, algunos niños con sus mamas y un grupito de campesinos invadieron el aula, preso de espanto me eché a gritar:

    —No tengo la culpa, no tengo la culpa, soy inocente, no he sido yo.

    Todos se me echaron encima pidiéndome explicaciones, preguntándome cómo me sentía, y qué había notado en mi físico, y si había hablado con el diablo, y si comía carne humana, y si era amigo de las sombras del cementerio.

    Sus feas carotas, congestionadas, húmedas, abrían unas bocas horrendas y sus lenguas se movían apresuradamente como serpientes.

    Me eché a llorar. ¿Qué otra cosa hubiese podido hacer? Y entre sollozos y sollozos, me volvía de vez en cuando a mi abuelo que era muy severo conmigo para decirle:

    —No me castigue, no he sido yo.

    De repente, no sé por qué, me salió de la boca esta frase:

    —Dejadme en paz, no lo he hecho a propósito, no lo haré más.
    —Maldito —oí que una decía—, entonces es que lo sabes, pequeño brujo.

    El resto es más claro en mis recuerdos. Me llevaron sujeto por los fuertes brazos de un campesino llamado Farduin el Flaco a la parroquia, y en la sacristía me sometieron a los ritos prolongados y complejos del padre Oliver. Revistió una casulla desusada y muy complicada, me hizo una aspersión con agua bendita, recitó frases interminables en latín y en el dialecto de la región.

    Me tendieron sobre un arca y, despojándome de mis ropas, me vistieron con hábitos de monaguillo. Yo me había calmado y ya no lloraba.

    Mientras el padre Oliver proseguía sus exorcismos para sacarme el Maligno de mi cuerpo «maldito y fétido», de mi «inmundo organismo», mis ojos distinguieron en el fondo, en la penumbra de un ángulo, una cara sonriente.

    Pero no era el de Marta Popelín, que tanto me quería. Porque Marta Popelín, se había ido hacía poco a echarse al río, y fue un guarda rural que sabía nadar perfectamente quien la salvó.

    Era la cara sonriente de Dorven, Mauricio Dorven, ilusionista.

    Viajaba, solo, en un viejo Ford destartalado de color gris en el que transportaba todas las posesiones. Además de ser un excelente funámbulo, sabía entretener al público, en los países que visitaba, con interesantísimos juegos de manos. Entre nosotros era bastante conocido. Se presentaba, de ordinario, con los primeros fríos cuando el año había sido bueno, y permanecía entre nosotros un par de semanas, durante las cuales, en las horas en que no actuaba al aire libre, curaba los enfermos con el «magnetismo» o vendía «filtros de amor» a las viejas y a los hombres maduros.

    Era un hombre apuesto que frisaba en los treinta y cinco años, de ojos negros, grandes y vivos. Tenía la tez morena y los cabellos castaño oscuro, las orejas en abanico. Esto, junto con su quijada enérgica, denunciaba su origen gitano. De cuerpo fuerte y macizo, alto, de andar desgarbado, a primera vista no dejaba traslucir aquella agilidad felina que hacía de él un gimnasta excepcional.

    Yo había ido con frecuencia a la plaza para admirarlo durante sus exhibiciones. Lo hacía desafiando las iras de mi padre y mi madrastra, de la cual yo no era el preferido.

    Pocas personas podían escapar a la fascinación que emanaba de toda su persona. El bello sexo se extasiaba ante él y más de una hubiera abandonado el hogar conyugal o el novio para seguirlo hasta el fin del mundo.

    Sus juegos eran sorprendentes. Yo había escuchado ciertas conversaciones sostenidas en casa, durante la hora de la comida o de la cena. Difícilmente mi familia y mis amigos conseguían comprender los trucos empleados en algunas de sus transformaciones o apariciones. Era frecuente que se pronunciase la palabra «magia», que entonces tenía para mí un sabor de cosa extraña, de tierra prohibida.

    Cuando Mauricio aparecía en nuestra comarca y, después de escoger un lugar despejado, alzaba su tienda y encendía el fuego, era inevitable que al día siguiente el párroco, desde el pulpito, se refiriese en su sermón al «maligno», con claras alusiones a «ciertos nómadas paganos, que profanaban incluso el aire que respiraban en nuestra tranquila región».

    Porque Mauricio Dorven no iba nunca a misa, ni nunca se le había visto hacer la señal de la cruz.

    —Alejaos, queridísimos míos —decía el padre Oliver—, de ciertos representantes de Satanás.

    Una vez trató de inducir al jefe de la gendarmería para que lo expulsasen, pero Panzer respondió que no tenía ninguna denuncia contra él, ni pruebas de que se tratase de un delincuente.

    No obstante las prédicas y las amenazas de condenación eterna, tanto casadas como solteras se iban en pos de él. Y los padres, las madres y los maridos se veían impotentes para evitarlo, porque incluso ellos sentían el hechizo y el encanto de su prestidigitación.

    Hacía cosas verdaderamente extraordinarias, algunas de ellas casi increíbles. A veces, por ejemplo, el gitano desaparecía en el interior de una casa para reaparecer después saliendo de una especie de túnel a espaldas de los atónitos espectadores.

    Mauricio Dorven recogía monedas de cobre y de plata de una bandeja que uno de los espectadores, postulante improvisado, pasaba entre el público.

    Las viejas y los enfermos, a cambio de sus filtros, elixires y bebedizos, le daban grandes rebanadas de pan moreno untadas de mantequilla o manteca o acompañadas de salchichas y fruta.

    Aparecía sin previo aviso para desaparecer de igual manera, dejando a jóvenes y viejas llenas de deseos y sueños prohibidos. Y una mañana, cuando los niños iban a la escuela, al pasar por el sitio donde Mauricio Dorven había acampado, encontraban las cenizas todavía calientes y las huellas del viejo Ford, con unas moneditas de plata que dejaba indefectiblemente como recuerdo.

    Nunca aceptaba invitaciones para comer. Una vez, el alcalde, señor Corbell, le rogó que ejecutase sus juegos de manos en el salón de su casa, para festejar dignamente el cumpleaños de su hija, pero Dorven se negó. Dijo que no podía realizar sus juegos de manos si no se encontraba rodeado por el público callejero.

    El día del suceso de marras y que convenció a algunos de mis paisanos de que yo tenía comercio con el diablo, Mauricio Dorven se hallaba entre nosotros. Y cuando le llegó la noticia de lo sucedido, fue a la iglesia y entró en la sacristía donde me estaban exorcizando.

    Al verlo, el padre Oliver bizqueó los ojos. ¿Pero quién se atreve a expulsar a nadie de la casa del Señor?

    Mauricio se sentó en el rincón oscuro de la sacristía y me sonrió. Entre tantos energúmenos que vociferaban, entre tantas miradas enemigas, la suya fue como una deliciosa caricia fresca.

    Cuando el padre Oliver hubo terminado sus evocaciones e invocaciones en latín y en vulgar, mandó que se alejasen todos los que rodeaban y dijo:

    —Mateo Papillon, en nombre de la Santísima Virgen Madre de Dios, levántate y responde a mis preguntas.

    Me levanté lentamente.

    —Estoy dispuesto, padre Oliver — dije con una vocecita un poco temblorosa.
    —Bien. Dime, Mateo Papillon. ¿Qué has sentido dentro de ti, cuando las fuerzas del mal te mantenían suspendido en el aire?

    Permanecí un momento perplejo, para responder luego:

    —No he sentido nada; ni me he dado cuenta.
    — ¡Mientes, impío! — aulló el padre Oliver.

    Se hizo un gran silencio y de pronto se oyó la voz sonora y profunda de Mauricio:

    —Vamos, déjelo en paz. ¿No veis que es un niño? ¿Qué puede saber un alma inocente de ciertos fenómenos ocultos?
    — ¿Quién osa hablar de fenómenos ocultos en la mansión del Señor? — aulló con más fuerza el levita, volviéndose hacia el ilusionista, que entre tanto se había alzado.

    En aquel momento, cuando nadie podía esperarlo, intervino mi abuelo, que era el hombre más temido del pueblo, no porque fuese un sabio, sino por haber sido en su juventud un camorrista y un pendenciero de marca.

    Volviéndose hacia Mauricio, el abuelo Sarbeau le increpó con estas palabras:

    —Tú no tienes el menor derecho de meterte en cosas que son únicamente de nuestra incumbencia; y en cuanto a usted, padre Oliver, deje de vociferar como un loco. Este muchacho, evidentemente, ha caído en las garras del demonio. Por lo tanto, dejará la escuela y abandonará el pueblo; lo mandaremos a trabajar lejos de esta comarca bendecida por el Señor. Levántate, gusano, y ven conmigo — añadió, fulminándome con una perversa mirada.

    El abuelo Sarbeau me alzó por el borde de mi sotana de monaguillo y me llevó así hasta la salida, frotándose después los dedos como si hubiese tocado estiércol.

    —Camina, bastardo, deshonra de nuestra cristiana familia, pequeña serpiente.

    Fuera, en el sagrario, Mauricio Dorven cerró el paso al abuelo, deteniéndolo con un gesto de la mano.

    —Si habéis decidido mandarlo a trabajar lejos de aquí, ¿por qué no me lo confiáis? Precisamente tengo necesidad de un ayudante. Podré adiestrarlo en el oficio de saltimbanqui... Le daré de momento un anticipo de veinte monedas de plata; en cuanto al muchacho, recibirá una paga de cuatro monedas de cobre por semana.

    Mi padre se estremeció. Aquella riqueza imprevista despertó su codicia perenne. Dio un codazo a mi abuelo y éste, pasándose la mano por la barba, dijo lentamente:

    —Pues bien, llévate a este gusano; probablemente es digno de ti.

    Me dio un empellón tan fuerte que yo, para no caer, tuve que dar algunos pasos apresurados hacia adelante, con lo que me encontré junto a Mauricio.

    El titiritero me pasó una mano por los cabellos y luego, rodeándome los hombros con su brazo, dijo:

    —Venid a mi tienda para firmar el contrato y recibir la suma estipulada.

    Así, Mauricio y yo emprendimos el camino seguidos a breve distancia por mi abuelo, mi padre y los demás. El padre Oliver se quedó en el sagrario, absorto en sus pensamientos.

    Cuando más tarde se supo del suicidio frustrado de Marta Popelin, yo ya había emprendido el viaje en el viejo Ford, tendido sobre la lona.

    No derramé ni una lágrima al dejar el lugar de mi nacimiento. Mis hermanos ni siquiera vinieron a despedirse de mí. Mi padre se limitó a decirme adiós. El abuelo Sarbeau añado:

    —Vete enhoramala.

    Mas la imagen de la pequeña Marta Popelín, con sus trenzas pajizas, su carita constelada de pecas producidas por el sol y el aire, con sus ojos dulces y melancólicos, me acompañó por largo tiempo.

    Cuando desembocamos en la carretera general, recuerdo que llovía.

    Mauricio Dorven parecía estar absorto en la conducción del Ford que, pese a estar tan desvencijado, avanzaba velozmente por la carretera.

    Antes de acomodarse en el automóvil, me había dicho.

    —Muchacho, recuerda que a partir de este momento estás a mi servicio. Espero de ti lealtad y obediencia. Ahora tú eres también un titiritero, un nómada.

    La lluvia caía regularmente. Yo me resguardaba bajo el toldo y de vez en cuando asomaba la cabeza para echar una mirada al campo, que pasaba rápidamente. Cuando desaparecieron las últimas casas, me adormecí, acunado por el leve balanceo de las ballestas.

    Un brusco frenazo y el chirrido subsiguiente me despertaron. Miré por la ventanilla y vi que Mauricio había parado el Ford ante un paso a nivel. Pasó el tren a toda velocidad. ¡Quién sabe cuántas cosas veré!, me dije. Quizá grandes ciudades; el mar. Y me divertiré mucho en las ferias, y aprenderé a hacer juegos de manos como Mauricio, y seré apuesto como él, fuerte, desdeñoso y valiente.

    Continuamos el viaje. Apenas veía nada. Desde luego, el paisaje había cambiado, ya no era familiar. En toda la noche penetramos en una región desconocida. Había cesado de llover. Mauricio detuvo el auto frente a un viejo edificio y luego, apeándose, me indicó que le imitase. Apenas salté a tierra, me tomó por la mano y, cuando la puerta a la que había llamado se abrió, me empujó hacia el interior.

    Era un mesón-taberna. Llegó de pronto a mi nariz un delicioso olor de cocido. No había ningún parroquiano. Una bellísima mujer, morena, con las mangas arremangadas, arreglaba la estancia. El hombre que nos abrió la puerta, un viejo, acogió a Mauricio con una profunda inclinación mientras la mujer, interrumpiendo su quehacer, le dirigió una luminosa sonrisa.

    —Saludos a todos —dijo Mauricio—. Cena para mí y para este muchacho. Estamos muertos de hambre.

    La mujer me miró fijamente y luego le espetó:

    — ¿De dónde has sacado a este mocoso?
    —Lo he rescatado de las garras de su familia. Ahora está a mi servicio. Haré de él el instrumento de mi bienestar futuro. Espero no tener que molerlo a palos para que trabaje de buena gana.

    Fue así como se derrumbaron mis primeras ilusiones y mis primeros sueños. Aquella noche, empero, aún no estaba convencido del todo; sin embargo, no debía tardar en saber qué infierno me aguardaba. Mauricio Dorven se reveló en su verdadero carácter: un egoísta, un bruto, un aprovechado, un granuja.

    A la mañana siguiente vino a despertarme muy temprano. Tiró sobre mi cama un objeto que yo veía por primera vez. Sentándose a mi lado y oprimiéndome la frente con el índice, me dijo:

    —Escucha, y métete bien esto en la cabeza: debes aprender a tocar este instrumento lo más pronto posible y a la perfección, porque tendrás que ganarte la vida para ti y para mí. ¿Conoces las notas?
    —Sí —respondí—; pero nunca he tocado este instrumento.
    —Aprenderás y pronto. Vamos, pásate las correas por el cuello y mueve los fuelles. Este instrumento se llama acordeón.

    Brotaron las lágrimas en mis ojos, más a causa del estupor que del dolor.

    —Te prohíbo que llores, idiota — dijo, pegándome de nuevo con mayor violencia.

    Con los ojos anegados en llanto, tembloroso, me pasé como mejor supe las correas en torno al cuello y traté de comprender el funcionamiento del acordeón. Introduje la mano izquierda en la tira de cuero del fuelle y empecé a oprimir algunas teclas al azar.

    Mauricio Dorven salió, después de escupirme a la cara y decirme:

    —Aprenderás a fuerza de azotes, gran hijo de perra.

    Cuando hubo cerrado la puerta, yo rompí en sollozos. A poco, el dolor y la rabia que me consumían se calmaron un tanto y entonces volví a mover los fuelles y oprimí las teclas. En el fondo no era más que un niño de nueve años, y pronto la novedad, aquel sonido dulce como el del órgano de la iglesia de mi pueblo, absorbieron toda mi atención. De pronto comprendí que había que abrir el fuelle como un abanico, lentamente. Al cabo de una hora ya tocaba algunos temas; con gran dificultad, se entendía.

    Alrededor de mediodía entró la mujer morena con una bandeja sobre la cual se veían dos rebanadas de pan blanco y un trozo de carne.

    —Toma, come; hártate, mocoso.
    —¿Por qué me llama usted mocoso? — le pregunté, haciendo un gran esfuerzo por no sonrojarme.
    —Porque sí. Porque no eres más que un mocoso. ¿De qué mujerzuela te ha tenido ese sinvergüenza, eh, dime?
    —Soy Mateo Papillon, y el señor Mauricio me ha tomado a su servicio porque mi familia cree que yo soy un endemoniado.
    —¿Un endemoniado? ¿Y te atreves a traer el demonio a mi casa? Ya verá ese bruto...

    Dorven estuvo ausente cerca de tres semanas.

    Vigilado por el viejo, un malvado que respondía al nombre de Alí, al cual le parecía mentira que pudiese colmarme impunemente de golpes y patadas, y por la mujer, que aparecía tres o cuatro veces al día para cubrirme de denuestos, me veía obligado a hacer, hora tras hora, molestos y fatigosos ejercicios con el acordeón.

    El día que partió Mauricio trabé conocimiento con el «maestro de música», un ciego, probablemente un mendigo, que se hacía llamar profesor Desmoulin.

    Yo tenía que decir continuamente: «Sí, señor; no, señor; sí, excelencia; no, excelencia; ilustrísimo señor profesor.»

    No sé si aquel ciego era un loco, un malvado, o ambas cosas a la vez.

    Anunciaba siempre su presencia con un acceso de tos seca y golpeando fuertemente con el bastón en el umbral. Al entrar en la estancia, decía invariablemente:

    —¿Dónde está el más cretino de todos mis alumnos?

    Yo respondía también invariablemente:

    —Estoy aquí, excelencia, para lo que gustéis mandar.

    No tenía más remedio que hablarle así.

    Luego continuaba:

    —¿Mereces verdaderamente el dinero que malgasta por ti el magnífico señor que te protege?
    —Espero que sí, excelencia.

    Se acercaba al camastro palpando con el bastón y luego con las manos para asegurarse de que el lugar era sólido y sin obstáculos y luego se sentaba.

    —Adelante, te escucho. Empieza con las escalas y sobre todo dame sostenidos y bemoles.

    Así comenzaba la lección.

    El ciego se aseguraba de que yo no andaba lejos para poder golpearme con el bastón o con la mano cada vez que me equivocaba. Y por desgracia cometía errores a montones. Sin embargo, después de frecuentar casi tres años la escuela de la señorita Foxier, si bien con escaso provecho, no me fue difícil pasar del arco al teclado del acordeón.

    El «profesor» me había dado hojas de papel pautado sobre las que se habían copiado a mano algunos ejercicios para piano. A los seis días ya ejecutaba un breve y sencillo vals titulado «Paseo por el parque».

    Pero los golpes se hicieron más frecuentes cuando tuve que iniciar el estudio de los bajos, aquellos malditos botones que se encuentran a la izquierda del instrumento. Aquel perro roñoso me golpeaba incluso con el puño cerrado. ¿Cómo se las arreglaba para adivinar el punto exacto? Una vez escupí sangre a consecuencia de un manotazo en la boca. Pero no lloraba. Hacía de tripas corazón. ¡Si él hubiese podido ver con qué miradas cargadas de odio le fulminaba! Cuando me pegaba paraba de tocar por un momento y él me decía:

    —¡Pídeme perdón, ignorante, ingrato!
    —Os pido perdón, excelencia —balbuceaba yo—. Luego seguía; primero marcando el compás del vals, uno, dos, tres, pulsando los botoncitos de los bajos, luego interpretando con la derecha en clave de violín; para terminar tocaba con ambas manos.

    Acabada la lección, el «profesor» golpeaba fuertemente el piso con la punta del bastón. Era la señal. El viejo o la mujer subían para guiarlo hasta la salida.

    Entonces se desarrollaba indefectiblemente el siguiente diálogo:

    —¿Qué, adelanta el mocoso?
    —Oh, mi querida señora, es un bobo, un holgazán, no tiene oído, no hace más que perder el tiempo. Es tirar el dinero por la ventana, un esfuerzo mal empleado. Créame que estoy desesperado.
    —¿No cree que a fuerza de golpes podrá mejorar este vago asqueroso?
    —Hay que probarlo mi querida señora; no se pierde nada con probarlo. La letra con sangre entra.

    Durante aquellos largos y tediosos días, cuando no tocaba fingía dormir. Ellos subían, me miraban, me apostrofaban y luego se iban. Entonces dejaba mi jergón y por la ventana cerrada pasaba horas mirando fuera, hacia la plaza, y viendo como los niños jugaban, los coches pasaban, las mujeres iban al mercado, los vendedores ambulantes o, simplemente, cómo caía la lluvia.

    Una vez, la mujer abrió la puerta muy despacio y entró en el cuarto de puntillas. Yo estaba observando atentamente las evoluciones de un ciclista que se exhibía ante sus amigos, cuando ella me golpeó la cabeza con violencia. Me di con la nariz, la boca y la frente contra el alféizar. Sentí que desfallecía. Brotó sangre de la nariz y del labio inferior, que se había hendido. Noté un agudo dolor en la frente herida.

    —Puerco muerto de hambre —vociferó la mujer—. ¿Es así como descansas?

    Aquella noche, en la soledad y el silencio, lamenté no encontrarme en mi pueblo, en mi casa. Ciertamente, mi padre era malo conmigo; mi abuelo Sarbeau me pegaba por un quítame allá esas pajas; mis hermanos me esclavizaban; pero todo aquello no era nada comparado con la vida que llevaba actualmente. Además, en mi pueblo tenía muchos amiguitos, estaba Marta Popelín, el bosque, un gracioso gatito blanco...

    Antes de que Mauricio regresase, una mañana mi «profesor» apareció borracho como una cuba. Olía a vino a una legua de distancia. Apenas se hubo sentado, dijo:

    —Hoy no hay lección; su excelencia quiere descansar.

    Permanecí un rato mirándole, con el acordeón sobre mis rodillas. Aquella fue la primera vez que me acordé que poseía poderes excepcionales. Me resulta difícil explicar lo que me sucedió, porque mi memoria flaquea y los tintes de aquel cuadro lejano son ya borrosos.

    Contemplando la cara del ciego, al que se le habían caído las gafas ahumadas, sentí que yo era diferente de un ser como aquél, hasta tal punto, que me confundía con otra naturaleza ignota, con un ser venido de otro planeta. ¿Qué piensa un hombre de una oruga? Sea como fuere, al poco tiempo advertí dentro de mí una inconfundible presencia. Y con gran pasmo por mi parte, mi cuerpo se levantó de nuevo sin que lo quisiese, y me vi suspendido en el aire.

    Nuevamente, bastó el simple deseo de descender de aquella posición, que no era incómoda, pero que casi causaba terror, para encontrarme sentado en el lecho, junto al ciego dormido.

    Me puse a tocar para que los de abajo no entrasen en sospechas. Transcurridas unas horas, sacudí al durmiente.

    —Excelencia, señor profesor...

    Despertándose, se tocó los ojos.

    —Dame las gafas.

    Se las puse.

    —No dirás que me he dormido, de lo contrario, te parto la cabeza. ¿Entendido?
    —Sí, ilustrísimo señor.

    Luego golpeó con el bastón para que subiesen a buscarle.

    Aquella noche y la siguiente pensé intensamente en la fuga.

    Pero después, a causa de otros hechos y sucesos más importantes, me vi obligado a quedarme entre aquellas gentes extrañas y soportar sus violencias.

    Mauricio entró en mi habitación en compañía de un hombre que aparentaba unos cuarenta años. Su cara rasurada era como una luna de queso manchego. Gastaba un bigote de guías caídas que le daba cierta semejanza cómica con una morsa. Era bajo, rechoncho, de ojillos grises y mortecinos.

    —Este es el chico de quien le he hablado — dijo Dorven.

    El desconocido, con las piernas separadas y los brazos cruzados, me miró largamente. Luego, acercándose una silla a la cama donde yo me encontraba tendido, se sentó, mientras Mauricio iba a apoyarse de espaldas a la pared.

    —Bueno —dijo aquel sujeto—, ahora, muchacho, tienes que contestar a algunas preguntas. Luego harás lo que yo te ordene.

    Un ligerísimo temblor recorría mi cuerpo. Un vago temor aleteaba en mi asiento. Me pasé la lengua por los labios resecos y respondí:

    —Sí, señor.
    — ¿Recuerdas el día en que, en la escuela de tu pueblo, te levantaste del suelo?
    —Sí, señor.
    —Ahora me dirás todo cuanto precedió y siguió a este suceso y todo cuanto sentiste en el momento de ocurrir.

    Era lo mismo que quería saber el padre Oliver. Reflexioné un momento y luego decidí mentir, pues pensé: «Si digo que no sé nada, me pegará, como el ciego. Más vale contarle un cuento.»

    —Vamos, que estamos esperando. Habla.
    —Voy a contárselo, señor. Antes de que sucediese aquello, sentí una especie de prurito por todo el cuerpo, como si la sangre me pinchase por dentro.
    —Muy bien; adelante.
    —Cuando después sucedió aquello, sentí un gran dolor de cabeza...
    —Interesante. Prosigue.
    —Luego, cuando terminó, sentí frío.

    El desconocido se alzó de repente y, dirigiéndose a Mauricio, dijo:

    —Es como te decía, mi querido amigo. Nos hallamos ante un caso excepcional de médium espontáneo. El sujeto actúa como en un pequeño trance, sin intervención de su voluntad ni de la ajena. En la fenomenología metapsíquica, difícilmente puede encontrarse un sujeto tan interesante.

    Mauricio permanecía impasible, sin moverse ni quitarme los ojos de encima.

    —En la casuística de los fenómenos paranormales —prosiguió el desconocido—, raramente observamos características de médium tan acentuadas. Y además...
    —Doctor —le interrumpió lentamente Dorven—, continúe su interrogatorio. Deseo que comience lo antes posible los experimentos.
    —Sí, sí — respondió el desconocido.

    Cuando se hubo sentado, mirándome la punta de la nariz con una intensa mirada de sus ojillos de gelatina gris, preguntó:

    — ¿Habías advertido otra vez nada parecido?
    —No, señor.
    — ¿Y después, durante estos últimos días en que has permanecido aquí?
    — ¡Nada, señor!
    —Oye, vamos a hacer una prueba. Tiéndete sobre el lecho.

    Yo me tendí con cierta aprensión.

    —Cierra los ojos.

    Le obedecí.

    —Relaja los miembros. — Me levantó una pierna —. No, no, relajados, sin fuerza. — Me levantó un brazo para dejarlo caer de nuevo. — Así, bien. Dime. ¿En qué piensas?
    —Tengo un poco de miedo, señor — respondí.
    —No debes tenerlo. Aquí está tu padrino para protegerte. Ahora, escúchame bien. Piensa fuertemente, intensamente, en tu cuerpo que se levanta. ¿Estamos?
    — ¿Cómo, señor?
    —Te lo diré. Trata de verte con los ojos cerrados, de imaginarte que te ves con el cuerpo flotando sobre la cama. ¿Me has comprendido?
    —Sí, señor; lo intentaré.

    Me esforcé por imaginarme en el aire y, con gran estupor por mi parte y a pesar de tener los ojos completamente cerrados, vi como un gran espacio de color de leche sucia, y, en el centro de este espacio, mi cuerpo flotando.

    —Eso, eso — oí que gritaban —; mirad, es extraordinario, es estupendo.

    Abrí los ojos. Estaba tendido sobre el camastro.

    El desconocido y Mauricio me contemplaban en silencio, emocionados. Mi cuerpo se había elevado en su presencia.

    Dorven tomó una silla y se sentó en ella, después de acercarla a la del doctor.

    — ¿Qué se podrá sacar de esto?

    Verás: así, de repente, es difícil... Se podría, por ejemplo, presentarlo al Instituto de Investigaciones Metapsíquicas y obtener una fuerte subvención para una serie de sesiones.

    Pero en este caso la prensa lo mencionaría, los diarios publicarían su fotografía y sus familiares no tardarían en pedir que se les retribuyese este fenómeno.

    —Pues es verdad.
    —Yo pienso en algo distinto. Usted, doctor, conoce mis ideas que, por otra parte, se parecen a las suyas.
    — ¿Qué quiere decir?
    —Oh, usted me comprende perfectamente.

    El médico bajó la mirada.

    —Ya sé que tengo que sufrir tus continuos chantajes, pero no sé hasta cuándo podré...
    —Pero sea usted lógico, mi querido doctor. ¿Qué consigue recordándome su delito?
    —Aquello no fue un delito, sino únicamente una desdicha, y tú lo sabes muy bien.
    —Quizá sea verdad; pero en cualquier momento yo puedo demostrar su culpa y mandarlo a la cárcel para toda la vida o quién sabe si directamente a la guillotina. Se lo aconsejo... Ayúdeme a realizar lo que tengo en la cabeza. No se arrepentirá.
    —No me queda otra elección. Vamos, di lo que tengas que decir.
    —Es esto. Hay que llevar gradualmente a este mocoso, mediante ejercicios adecuados, hacia los fenómenos de desdoblamiento. Si como creo firmemente, la realización asume la forma de la ubicuidad y el chico puede guiar a su doble después de haber visto una zona, nosotros realizaremos, con la mayor seguridad, ganancias fabulosas, a cubierto de toda sospecha.
    —Lo que tú quieres, si he comprendido bien, es cometer crímenes, delitos, robos.
    —Bravo, por fin lo ha comprendido.
    — ¿Pero quién te asegurará el éxito?
    —Esto no me preocupa en lo más mínimo, porque usted, con su reconocida competencia, me ayudará a realizarlo. Escuche: el chico está aprendiendo ahora a tocar el acordeón; me aseguran que pronto podrá interpretar cualquier motivo popular. Saldrá conmigo. Pero no iremos por los pueblos y las ferias de provincias, sino a las ciudades, a las grandes ciudades. Con su acordeón despertará la lástima de los transeúntes, y más con esa mirada de deficiente que ya tiene. No tendremos que apelar a ningún truco. Se parará a tocar en cualquier parte, naturalmente, incluso cerca de las casas y las villas de los ricos burgueses, de la aristocracia, o junto a las casas de banca...

    El médico sonreía.

    — ¡Estás hecho un tunante, Mauricio! Tienes razón. He sido un imbécil. Puedes contar con toda mi colaboración.
    —Así me gusta, doctor. Vamos a brindar ahora por nuestro futuro de millonarios.

    Después que se hubieron ido Mauricio y el doctor, al poco tiempo subió el viejo trayéndome en una bandeja una comida opípara y abundante. Por primera vez desde que me encontraba en aquel antro, me dieron una botella de vino.

    Alí no me insultó ni me dio de puntapiés ni me propinó pescozones en el cogote. Depositó en silencio la bandeja sobre una silla y rehuyendo mi mirada, se eclipsó.

    Sólo cuando la noche estaba muy avanzada, cuando todos los parroquianos se marcharon y los huéspedes se hubieron retirado a sus habitaciones, yo pude hallarme de nuevo a mí mismo.

    En pocos días había madurado de un modo sorprendente, para ser un muchacho de nueve años. Mi vida, desviada tan bruscamente, había originado en mi espíritu unos pensamientos que, si bien eran insólitos, hasta cierto punto me parecían familiares.

    Durante el día abandonaba mi habitación para ir a satisfacer algunas necesidades. Para esto debía atravesar un corredor casi oscuro adonde me llegaba el rumor causado por los parroquianos y las voces roncas y destempladas de los borrachos.

    Luego, con excepción de la ventana, que constituía todo mi mundo externo, no tenía ninguna otra distracción. Me sentía contento si alguna vez podía seguir las idas y venidas de las hormiguitas por el alféizar, o el vuelo de las aves.

    Sin embargo, aquella prisión no turbaba en absoluto mi gran anhelo de libertad. Como si en mí existiese la certidumbre futura de una libertad ilimitada, que no valía la pena intentar conquistarla por la fuga. Otra cosa extraña. A pesar de sufrir muy malos tratos, injurias y golpes, a pesar de despreciar profundamente a mis carceleros, no conseguía imaginar una vida futura sin esta especie de preparación. Semejante fatalismo, que me hacía creer necesario e indispensable el presente, me había sido sugerido probablemente y de manera inconsciente por una visión que desde hacía unas semanas se me aparecía en sueños todas las noches.

    Sobre una especie de cielo bastante claro (una pantalla sin dimensiones determinadas), que tendía al azul pálido, una mujer jovencísima, casi una niña, con los cabellos completamente blancos, movía la cabeza con una sonrisa que no tenía nada de humana ni de real. Luego movía los labios, y al poco tiempo su voz, de una indecible suavidad, resonaba en mi interior. Pero lo extraño era que a pesar de comprender sus palabras, que eran de una extrema simplicidad, no podía repetirlas una vez despierto, Pero su significado me modelaba y me indicaba un camino. Sólo más tarde pude comprender ciertas cosas maravillosas, cuando me convertí en un Despierto.

    El «profesor» Desmoulin continuaba viniendo todos los días muy temprano. Había traído más pentagramas en los que se habían transcrito fáciles sonatas. Realicé notables progresos. El acordeón ya formaba parte de mi existencia. A veces tocaba cinco horas seguidas. Mis dedos habían aprendido a obedecer y encontraban las notas con agilidad siempre creciente corriendo con rapidez sobre el teclado. El «Maestro» ya no me pegaba. Me quedé sorprendido cuando me llamó «Señor Mateo». Evidentemente le habían ordenado que se abstuviese de maltratarme.

    El médico volvió a los cinco días. Le acompañaba Mauricio y la mujer. De pronto dijo a Dorven que deseaba que le dejasen solo conmigo, porque, añadió, la presencia de otras personas le impediría prepararme bien. Mauricio aceptó de buen grado y la mujer se encogió de hombros, barbotando algo que no llegué a comprender.

    —Espero que vamos a estar de acuerdo, tú y yo.
    —Así lo espero, señor.
    —No me llames señor, llámame doctor Vernier.
    —Muy bien, doctor Vernier.
    —No sé si podré de ti. No sé qué pensamientos agitan tu pequeño cerebro. Pero quiero, de todos modos, depositar la máxima confianza en ti. Sé muy bien que eres joven y también sé cuánto debes sufrir. El hecho de que tú puedas con sólo desearlo realizar uno de los más bellos fenómenos paranormales, me dice que en tu cabecita existe más madurez e inteligencia de lo que esos suponen. Por ello seré leal contigo.
    —Sí, doctor Vernier.
    —Desde este momento nos veremos con frecuencia, y yo te indicaré cómo debes ejercitar tus poderes. Hoy sólo hablaremos. Trabaremos conocimiento. Empezarás tú, contándome cosas de tu pueblo, de tus padres...

    Permanecía indeciso. ¿Sería un hipócrita? ¿O tal vez el doctor Vernier era una buena persona, la primera que encontraba? Sin embargo, no experimentaba embarazo ni sentía timidez alguna en su presencia.

    —Nací hace nueve años — empecé a decir. Y a continuación le hablé de mi pueblo, de mi familia, de la pequeña Marta Popelín, del padre Oliver, de Panzer, el jefe de la gendarmería; de la severidad de mi abuelo Sarbeau, de la escuela, de mis amigos, de la señorita Foxier. Y luego, cada vez más animado, le hablé de mis travesuras, de mis correrías por el bosque, de mis juegos, de las zambullidas en el río, de mi gatito, de mis primeras lecturas, de mi gran deseo de aprender.

    Vernier me escuchaba atentamente, sonriendo y asintiendo de vez en cuando con la cabeza.

    —Ahora yo voy a contarte mi vida —dijo—. Era un muchacho como tú, estudioso, amable, inteligente. Frecuenté la universidad y me doctoré. Luego participé en la guerra y me distinguí en el campo de batalla. Pero hace diez años, a consecuencia de un error, maté a un hombre. Fue por error, repito. Yo no soy un asesino. Pero Mauricio Dorven, el alma más tenebrosa y sórdida que existe, tenía pruebas contra mí. Desde entonces, cuando me necesita para sus turbios manejos, me obliga a ayudarle. A veces pienso en matarlo. Pero no quiero mancharme las manos ni la conciencia. Hace pocos días fingí asentir a todo cuanto me ordenaba. Pero tú mereces saberlo: jamás me prestaré para que tú, con tus extraordinarios poderes, te conviertas en el cómplice de ese criminal. Sabremos interpretar nuestro papel. ¿Me comprendes, me sigues?
    —Sí, doctor Vernier. ¿Qué debo hacer?
    —Nosotros realizaremos experimentos, pruebas, tentativas; pero estas pruebas servirán tan sólo para conocer tus manifestaciones y saber cuáles son tus límites y el confín hasta dónde puedes llegar. Esto es lo que haremos de inmediato.

    Me tomó la mano y la estrechó entre las suyas.

    —Escucha, Mateo, muchacho. No es fácil ni corriente encontrarse con un ser como tú... Tú no has sido dotado de facultades excepcionales sin una razón y un motivo. Se trata de un signo, de algo oculto. No, ni mi ciencia ni mi conocimiento de estos problemas, de estos fenómenos, son capaces de comprender plenamente la razón por que la naturaleza te ha dotado de tan excepcionales virtudes. No puedo, no podré nunca mancharte ni siquiera con el delito más insignificante.

    Continuamos hablando hasta que la estancia quedó sumida totalmente en sombras. Después el doctor Vernier me dio un beso en la frente.

    —Tú no estarás obligado a mentir, ya que yo les diré que por ahora los fenómenos tienen lugar en estado de inconsciencia. Trataré de ingeniármelas para verte y guiarte durante todo el tiempo que sea posible. Si te interrogasen, diles que te dormiste y que no recuerdas nada. ¿Entiendes?
    —Entiendo. Doctor Vernier, querría pedirle un favor.
    —Dime.
    —Me gustaría leer algún libro.
    —Muy bien. Te traeré novelas de aventuras. Diré a Dorven que te es necesario adquirir cierta instrucción y que la lectura te ayuda. Adiós, Mateo Papillon, que descanses bien.
    —Adiós, doctor Vernier.

    La carta que Dorven me mostró estaba dirigida a mi abuelo Sarbeau. Decía así:

    «Ilustre señor: Han transcurrido cuatro meses desde el día en que me confió el agradable encargo de dar una educación a su nieto Mateo Papillon. Por esta carta tengo el honor de comunicarle que he hecho de su nieto un concertista de acordeón, habiendo preferido este arte mucho más remunerador al oficio lleno de incertidumbre del titiritero. El pequeño Mateo, bien alimentado, y atendido y vestido, va todos los domingos a oír la Santa Misa y todas las noches hace votos por su salud y por la de sus padres y hermanos, mientras eleva sus preces al Cielo. Dentro de poco se hallará en disposición de actuar en calles y plazas de pueblos e incluso ciudades. Cuando tenga ocasión de oírlo, quedará usted maravillado. Adjunto a la presente el dinero convenido correspondiente a cada una de las semanas transcurridas, restando únicamente los gastos de su manutención. Con la esperanza de volver a verle lo antes posible,
    »Quedo de usted afmmo. y s.s.q.e.s.m.»

    Bajo la firma, al pie de la carta, añadí con letra incierta:

    «Mateo Papillon le recuerda con afecto y le ruega que transmita sus saludos a todos sus parientes y amigos.»

    Después de meterse nuevamente la carta en el bolsillo, Mauricio dijo:

    —Mañana iremos a dar un paseo con el Ford. Te presentaré a una persona que desea conocerte.

    Había aprendido de memoria dos mazurcas y tres valses, que ejecutaba bastante bien. El «maestro» Desmoulin había sido despedido. Yo continuaba estudiando solo.

    A últimas horas de la tarde, venía todos los días el doctor Vernier, de quien yo me había hecho muy amigo. A veces le confesaba mis deseos, mis sueños de niño, consiguiendo incluso conmoverlo en ocasiones.

    Los experimentos seguían a las mil maravillas. Vernier me había enseñado el medio de obtener el máximo resultado de la concentración. A los pocos días, con los ojos cerrados, era capaz de reconstruir casi a la perfección un objeto cualquiera. Mis primeras tentativas de ubicuidad se efectuaron en el corredor, donde Mauricio pudo ver a mi «doble» recorriendo con pasos lentos pero seguros una distancia de casi diez metros. Dorven me tocó ligeramente para cerciorarse de que el «doble» era de materia objetiva. El experimento consistía en recorrer el corredor, abrir la puerta, cerrarla y regresar a su cuarto. Yo debía, sencillamente, imaginar que veía toda la escena, construyéndola dentro de mí, paso a paso, fragmento a fragmento, tendido sobre el camastro con los miembros relajados y los ojos cerrados. En realidad, me veía perfectamente recorrer el breve trayecto. La primera vez, empero, no tuve presente la barandilla y choqué contra la verja, en el corredor. Vernier me recomendó que no ser negligente ni el más pequeño detalle, o de lo contrario correría el riesgo de echarlo todo a perder.

    Luego siguieron pruebas más complejas. Me desdoblaba en la propia habitación y conversaba con Mauricio. Me dijeron que mi «otro Yo» era ligeramente atontado, hablaba más despacio y tocaba el acordeón con cierto titubeo, interrumpiéndose con frecuencia. Pero el doctor Vernier aseguró que se trataba de simple inexperiencia.

    Dorven no cabía en sí de júbilo. Nadie me pegaba ya. La pitanza era abundante. Me consentían que permaneciese en la ventana, a veces comía con la mujer abajo en la hostería. Vernier me había prohibido el vino, ordenando que comiese carne lo menos posible.

    Cuando estábamos solos Vernier me comunicaba sus proyectos. Una noche me dijo:

    —Estoy preparando nuestra fuga. Ese criminal no abusará de ti. He vendido mis alhajas, mis cuadros, mis libros; he retirado mis ahorros del Banco. En el momento oportuno todo estará dispuesto para que dejemos lo más rápidamente posible esta comarca. Atravesaremos el mar a bordo de un gran navío. Verás ciudades inmensas donde se hablan otras lenguas. Yo trataré de ejercer mi profesión; tú continuarás estudiando música. Irás a la escuela, recibirás una educación. Luego, cuando ya seas un hombre, me ayudarás en mi vejez.

    Mauricio vino a llamarme de madrugada. Yo ya estaba vestido Abajo nos esperaba con impaciencia la mujer, que lucía un bello vestido de seda oscura.

    Salí de aquella casa por primera vez después de cuatro meses. Sobre la puerta, con grandes letras de barniz rojo, se leía: «Posada de la Osa Mayor».

    Subimos al Ford. Mauricio se puso al volante y la mujer y yo junto a él en el asiento delantero. Atravesamos con velocidad sostenida el pueblo; luego desembocamos en la carretera general y pronto estuvimos en campo abierto.

    La mujer y Dorven no cambiaron una sola palabra durante todo el trayecto; yo me divertía observando mil y una novedades.

    Nos detuvimos en los suburbios de un gran centro urbano. Mauricio preguntó una dirección a un transeúnte. A continuación, después de haber atravesado una plazoleta, detuvo el Ford ante un gracioso palacete circundado por una verja pintada de verde.

    Nos apeamos. En lo alto de la escalinata que conducía a la puerta, esperaba un hombre alto, enjuto de carnes, rubio. Sonreía.

    —Bienvenidos a mi casa —dijo mirándonos. Luego, añadió—: He aquí a nuestro hombrecito.
    —Permitid, excelencia, que os presente a mi esposa y a Mateo, mi hijo adoptivo — dijo Dorven, con modales de grande de España, mientras la mujer hacía una reverencia.

    Era un maravilloso salón; nos acomodamos en un amplio sofá de cuero rojo.

    El coloquio que se desarrolló a continuación entre el caballero rubio a quien Dorven había dado el título de excelencia, Mauricio y la mujer no llegó nunca a mi conocimiento, pues no asistí al mismo. En realidad, cuando entró el mayordomo empujando una mesita de ruedas sobre la que se veían botellas y vasos, le rogaron que me llevase al parque a ver el estanque con los peces. El mayordomo era un hombre simpático, que aparentaba unos sesenta años. Tenía una voz agradable y una sonrisa bonachona. Me llamó «señorito». Me mostró los pececitos que se deslizaban en el surtidor de alabastro del centro del parque; luego me acompañó a la perrera, que albergaba a dos lebreles y un gracioso perrito blanco. También me hizo visitar las cuadras y el observatorio sobre la terraza. Después, en una pequeña estancia, me sirvieron una naranjada y un pedazo de tarta.

    Cundo sonó un gong, el mayordomo me acompañó a presencia de su señor.

    Mauricio tenía una expresión risueña. Los ojos de la mujer brillaban y centelleaban. Cuando entré, Dorven volvía a meter en su cartera un trozo de papel largo y colorado.

    Su excelencia fue el primero en hablar.

    —Mi querido hombrecito —me dijo—, muy a pesar suyo, el señor Dorven ha decidido separarse de ti. Consiente en que yo me ocupe de tu educación. Los escasos medios de que dispone tu padre adoptivo no le permiten, no le permitirán jamás hacer de ti un caballero, un profesional, un estudioso o un músico.

    ¡De modo que aquel par de sinvergüenzas me habían vendido!

    Su excelencia se acercó a mí y, haciéndome una caricia, continuó:

    —Yo, sin embargo, no tengo hijos ni sobrinos. Mi mujer murió de pulmonía hace muchos años, dejándome solo. Sería para mí una auténtica alegría y un gran consuelo que quisieses considerarme como un padre. Tienes que saber que poseo inmensas riquezas y podré darte aquella felicidad que no han podido proporcionarte tus padres y que no te podría dar el señor Mauricio. Y mi vida tendría así un objetivo: el de hacer de ti mi sucesor, mi heredero, el compañero de una vejez que se anuncia triste y solitaria.

    Yo no sabía qué pensar, me sentía lleno de confusión a la vista de tantos acontecimientos. Pero de pronto la idea me gustó. Es natural, a los niños les atrae la novedad como a las moscas la miel y, además, mi vida era tan triste en mi pueblo y tan extraña y opresiva en casa de Dorven...

    —Vamos, responde a su excelencia — dijo Mauricio, tratando de hablar con voz dulce y melosa.

    Pero yo guardaba silencio, se me había paralizado la lengua. Entonces la mujer se acercó a mí, e inclinándose me abrazó. Se exhalaba de ella un agradable perfume de lavanda. Me sacudió delicadamente, oprimiéndome con gran cariño contra su pecho turgente.

    Vamos, Mateo, responde.

    Oí mi voz que decía:

    —Me gustará mucho quedarme aquí, con su excelencia.
    —Bravo — exclamó Dorven, con un suspiro de alivio.

    La mujer me besó:

    —Sé bueno y obediente.

    Mauricio me dio una cariñosa palmada en la espalda.

    —Adiós, Mateo.

    Mientras salían acompañados por su excelencia, yo corrí tras ellos.

    — ¿Y el acordeón? ¿Y los libros de aventuras?
    —Tendrás cuantos libros y acordeones quieras, tontín —respondió Dorven—, ahora que eres hijo adoptivo de su excelencia.

    Me quedé en la entrada viendo como se alejaban hacia la verja. ¿Y el doctor Vernier? ¿Y nuestro secreto, la fuga, los países remotos, el mar? ¿Cómo se habría portado el doctor Vernier, que era mi amigo?

    Su excelencia no volvió a verme aquel primer día. Permanecí solo un rato, viendo y observando todo cuanto había en el salón. En un rincón me fascinaba un piano de madera con incrustaciones de madreperla. Me recordaba el armónium que el padre Oliver tenía en la iglesia. Lentamente, levanté la tapa y no pude resistir a la tentación de tocar algunas de las teclas de marfil. Sentándome traté de ejecutar con la derecha las notas de un viejo vals que había aprendido. Me pareció que podría aprender a tocar aquel instrumento muy pronto, sólo con quererlo.

    Una voz femenina dijo a mis espaldas:

    —Si el señorito lo desea, la cena está servida.

    Me volví para ver a una joven sonriente.

    —Soy Margaret, a sus órdenes. El señor conde me ha encargado que sea su aya durante algunos días, en espera de que vuelva de vacaciones miss Ruvé. Si el señorito quiere seguirme...

    Atravesamos dos alas, un largo pasillo, luego subimos una breve escalinata y pasamos por otras estancias lujosamente amuebladas, para llegar finalmente a un pequeño y lindo dormitorio inundado por el sol.

    —Esta es su habitación por el momento, en espera de la decisión de miss Ruvé. Cenaremos juntos, si no le disgusta al señorito.

    En el ángulo, sobre una mesita, estaba dispuesta la cena. Mientras comíamos, Margaret me hizo muchas preguntas. Cuántos años tenía, de dónde era, cómo me llamaba, a qué religión pertenecía. Respondí con urbanidad, pero levemente.

    Supe que ella estaba desde hacía pocos meses al servicio de su excelencia el señor conde Máximo Quintín. Supe también que tenía veinticinco años, que debía trabajar para mantener a su madre y dos hermanas, que el mayordomo se llamaba Esteban, que además la casa tenía una cocinera, dos camareras, el secretario, el chófer y el jardinero, además del mayordomo y de miss Ruvé. Me dijo que el parque era muy grande y hermoso y que podría ver otras muchas cosas maravillosas como el invernadero, la sala de armas, la pajarera, el despacho del señor conde...

    A la mañana siguiente, tras una noche en que dormí como un tronco, apenas abrí los ojos me sorprendió ver junto a mi lecho un flamante acordeón rojo con las empuñaduras de tela amarilla, y un montón de libros de aventuras espléndidamente encuadernado.

    Poco después entró Margaret con el desayuno.

    — ¿Cómo ha dormido el señorito? ¿Ha visto el señorito qué bello acordeón le han regalado? El señor conde me encarga que salude al señorito. Aquí hay unos trajes nuevos y elegantes a la disposición del señorito...

    La voz infantil y con cierta cantilena de Margaret, me recordó la de la pequeña Marta Popelín, que intentó suicidarse a causa del dolor que sentía al verme maltratado.

    Los días eran densos a causa de pequeños descubrimientos, de sorpresas, de juegos. El conde Máximo aparecía muy de vez en cuando, y después de asegurarse de que no me faltaba nada, que yo estaba totalmente satisfecho con las atenciones que me prodigaban, se iba con aquel paso suyo elástico y bamboleante. Su aspecto, su bondad, su aire distante, sus ojos, verdes y simpáticos, hacían que lo adorase. Sentía dentro de mí que le debía una gratitud eterna.

    Pocos días después de mi llegada a la villa, él dijo que mi educación comenzaría cuando regresase miss Ruvé. Añadió que podía tocar a mi antojo el acordeón si esto me gustaba, pero que en seguida iniciaría el estudio del piano, porque éste correspondía mejor a mi nueva situación.

    Con frecuencia me acariciaba los cabellos, mirándome fijamente. Un día entró en el salón, donde me entretenía jugando a las damas con Margaret. Traía una jaulita en la que había un pájaro diminuto y de colores vivos que daba inquietos saltitos. Ordenó a Margaret que se fuese.

    —Te traigo a un amiguito. Sé que quieres mucho a los animales. Éste es un noble sentimiento. Ahora, escúchame: El otro día un tal doctor Vernier dio a mi chófer, junto con una espléndida propina, un billete para que te lo entregase. Naturalmente, siendo tú tan joven e inexperto, yo lo leí, en mi calidad de padre adoptivo tuyo. Este señor te da una cita a la verja a determinada hora de cierto día para que tú huyas con él. Yo no deseo en absoluto oponerme a tu voluntad, aunque tú seas un niño; pero antes quiero saber qué piensas y deseas y por qué motivos. Aquí no te faltará nada. Crecerás sano y fuerte, tanto en lo físico como en lo espiritual. Tu mente se ejercitará en todas las disciplinas del saber, de acuerdo con tus deseos. Pero si esta casa tan hospitalaria te pareciese una prisión, en ese caso, mi querido Mateo, yo no me opondré a que sigas al doctor Vernier, del cual, por otra parte, no sé absolutamente nada.
    —El doctor Vernier —respondí— es amigo mío. Cuando supo que el señor Mauricio quería hacer de mí un saltimbanqui con la única intención de aprovecharse de aquel don mío que indujo a mi abuelo Sarbeau a considerarme un endemoniado y a deshacerse de mí, trató de protegerme. Deseaba llevarme lejos de aquí, darme una educación. El doctor Vernier venía todas las noches a casa de Dorven con el objeto de desarrollar y perfeccionar aquellas facultades mías a las que he oído llamar con tantos nombres extraños.

    Máximo Quintín me escuchó atentamente. Le conté brevemente la historia que me había contado el doctor acerca de su delito y del chantaje de que le habían hecho víctima. El conde me hizo numerosas preguntas, a todas las cuales respondí con sinceridad. Por último dijo:

    —Pienso que el doctor Vernier es un bribón de la misma calaña, sino peor, que Dorven. Probablemente trataba de engañarte para arrancarte de las manos de su amigo y al propio tiempo escapar al chantaje de que éste le hacía objeto, para poder hacer contigo lo que Mauricio se proponía realizar.
    —Me pareció siempre tan bueno y afectuoso...
    —Mi querido Mateo. Debes empezar a comprender algunas cosas y tratar de olvidarlas. El mal supera al bien. Tenlo siempre presente. El mal tiempo casi siempre tiene un aspecto engañoso. Esto también debes recordarlo. Tú, mi querido niño, posees un don precioso y por eso debo apartarte de cualquier individuo codicioso de riqueza y de poder. Mauricio Dorven vino a exponerme tu caso. Me dijo que tú, para él, valías una suma de muchos millones. Yo quise cerciorarme con mis propios ojos y me dirigí a la Posada de la Osa Mayor. Tú, inocente y sin saberlo, realizaste un experimento. Fue maravilloso lo que vi. El doctor Vernier me fue presentado como tu padre. En cuanto a Mauricio prefirió una respetable cantidad a las inseguridades y sinsabores que hubieran podido ocurrir. Podría suceder incluso que Vernier ahora intente incitarte a la fuga, o raptarte, de acuerdo con su innoble compinche.

    Estaba claro. Mi mente se abría a la verdad. Por un instante pensé que incluso el conde Máximo Quintín habría podido servirse de mí para finalidades inconfesables. Rico como era, sus fines hubieran sido evidentemente distintos. Pero la vida que entonces llevaba era la mejor que se me pudiese ofrecer...

    —Mira, Mateo —continuó Quintín como si hubiese leído mis pensamientos—, yo soy el hombre más rico de esta región. Solamente el abogado conoce las extensiones de mis bienes. Por lo tanto tú debes comprender que no quiero hacer de ti un instrumento para acumular mas riquezas. ¿De qué me servirán si aun esforzándome consigo gastar en un día lo que mis rentas me dan en una hora? Tus facultades son sobrenaturales, por así decir. ¿Éstas sí me interesan? Extraordinariamente. Mas para finalidades muy nobles. Ahora no puedo explicarte más, eres demasiado joven. Pero cuando seas mayor y más maduro, te haré partícipe de mis estudios, de mi pensamiento, y juntos buscaremos la solución. Aquí serás feliz, vivirás tranquilo, en un ambiente alegre, sano, austero.
    —Enmudeció. Se oía el trinar de los pájaros en el parque.
    —¿Querrás quedarte conmigo?
    —Sí —respondí conmovido—, deseo quedarme a vivir aquí porque siento que seré feliz.

    Él me estrechó tiernamente entre sus brazos.

    Al día siguiente regresó de vacaciones miss Ruvé, de quien tanto había oído hablar. Margaret estaba radiante y emocionada aquella mañana. Vino a despertarme muy temprano.

    —Hay que ponerse guapo, señorito; ha llegado miss Ruvé y quiere conocerlo en seguida.
    —Me gustaría saber si es joven o vieja y si es buena o mala — dije.
    —¡Oh, es la criatura más encantadora que existe en la tierra! Dese usted prisa, señorito; miss Ruvé está impaciente.

    Simpatizamos inmediatamente. No podía ser de otra manera. Miss Ruvé era una criatura sensible e inteligente. Su belleza estaba representada por una serie de pequeñas imperfecciones. Físicamente miss Ruvé se presentaba mudable como muy pocas mujeres que he conocido. Quizás eso se debiese a su excepcional sensibilidad, a su fuerte personalidad. Incluso sus caracteres somáticos se transformaban en el transcurso de unos días y a veces con una diferencia de pocas horas.

    Me enamoré inmediatamente de ella. Nuestro encuentro tuvo lugar en la biblioteca del conde Máximo. Una vasta sala con las paredes tapizadas enteramente con volúmenes encuadernados. En el centro reinaba, soberana, una gran mesa de caoba atestada de papeles, revistas, diarios y opúsculos.

    Ella entró con paso rápido y desenvuelto, en pantalones beiges y un jersey negro. Pensé que debía tener veinticinco o treinta años. La palidez de su semblante hacía resaltar sus ojos bellísimos, grandes, de un gris claro, luminoso.

    —Hola, Mateo; me alegro de conocerte.

    Me besó calurosamente en ambas mejillas, luego me tomó por la mano y nos dirigimos al parque.

    —El conde Máximo está entusiasmado contigo. Y muy contento de haberte descubierto, si bien no por mérito suyo. Y de haberte substraído a las mañas de aquellos desaprensivos. Tu protector desea que yo sea para ti una madre, una maestra y una compañera de juego.

    Aminoramos el paso y al llegar a un banco de piedra, a la sombra de un gran sauce, nos sentamos.

    —Cambiarás de habitación. Ordenaré que duermas en la mía. No puedes estar tan solo. Yo sé tocar el piano, ¿sabes? Tú me acompañarás con el acordeón.

    Estableceremos un programa de estudios y de pasatiempos. Daremos paseos en automóvil por los alrededores. Visitaremos las excavaciones, el museo. Tienes que depositar la máxima confianza en mí, comunicarme todos tus deseos o ideas. No debes mentir nunca. Recuerda que el conde Máximo quiere hacer de ti el heredero de sus bienes, tanto materiales como espirituales. Dime, Mateo, ¿te gusto?

    Por primera vez en mi vida, arrastrado por una corriente de sentimientos ignorados hasta entonces, manifesté mi afecto inmediato. Abrazándola rápidamente, la besé en su níveo cuello, en sus mejillas exangües, en el ángulo de su boca tibia. Y luego me eché a llorar.

    El recuerdo de aquel primer encuentro nuestro es uno de los episodios de mi vida que me ha acompañado siempre.

    Hablamos como dos viejos amigos hasta que, precedido por los alegres ladridos de los lebreles, apareció Máximo Quintín. Se detuvo a una docena de metros para mirarnos, con aquel aspecto suyo de hombre distraído, que tiene un pie sobre la tierra y otro sobre la luna.

    Miss Ruvé se puso colorada. Yo sentí celos de pronto. La joven advirtió inmediatamente el cambio que se había producido en mí, y me estrechó con fuerza contra su pecho.

    Aquel día comimos en el parque con mi padre adoptivo, servidos por el mayordomo y la vieja cocinera, que no se cansaba de mirarme.

    Todo quedó dispuesto para que yo habitase en otra ala de la villa y durmiese en la habitación de miss Ruvé.

    Por la noche, después de un largo paseo, y de regreso a nuestra habitación, miss Ruvé quiso que yo le refiriese una vez más la vida que había llevado en mi pueblo y en casa de Mauricio.

    Tenía mis manos entre las suyas, me acariciaba el cabello, conmovida me abrazaba. Cuando mi cara se aplastaba suavemente contra su pecho, yo sentía una llamarada dentro de mí, como una fiebre súbita. Olía a cosas misteriosas, a flores selváticas. Su piel dejaba sobre la mía un contacto embriagador.

    —Pienso que querrás hacer los estudios clásicos. Yo te lo aconsejo. De esta manera podrás comprender y apreciar mejor las ideas de Máximo.

    Noté que no había dicho «conde Máximo» y sentí de nuevo la herida de los celos. Y ello a pesar de que era tan pequeño.

    —Me gustaría —respondí— parecerme a mi padre adoptivo.

    Nos desvestimos. Miss Ruvé se desnudó completamente. Vi por primera vez el cuerpo de una mujer. Era blanco como la leche. Tenía los senos pequeños y enhiestos, los flancos eran una curva armónica. Cuando se volvió y, sentada en el borde del lecho, cruzó las piernas para quitarse las medias, sentí una turbación indefinible que serpenteaba rápida por mis venas, mientras mi corazón parecía pararse para escuchar algo que aún no comprendía.

    —Buenas noches, Mateo.

    Y apagó la lámpara.

    Transcurrieron algunos minutos en silencio y en la oscuridad. Luego su voz tan querida se dejó oír muy bajito:

    —¿No duermes?
    —No, miss Ruvé.
    —Pobrecillo... ven, ven aquí conmigo, ven.

    Cuando me introduje entre las sábanas, su cuerpo se adhirió al mío.

    Me besó con ternura en la boca.

    Mucho, mucho tiempo después comprendí de qué extrañas e incongruentes contradicciones está hecha la vida de los hombres, empapada de un inútil vagar. Pero para hacer honor al a verdad, debería contar la vida de los marcianos. Mas cada cosa a su tiempo.

    Aunque es verdad que ahora, a tanta distancia, a duras penas consigo evocar aquellos lejanos acontecimientos.

    A los pocos días de mi llegada a la casa del conde Máximo Quintín, y cuando todo parecía que se conjuraba para hacer de mí un personaje dichoso en aquel ambiente feliz, la guerra, que se preparaba desde hacía muchos años en la mente envenenada por el odio de algunos hombres, estalló con toda su maldad desenfrenada.

    Sobre el mundo se desencadenó un temporal tremendo y pérfido.

    Cuando regresé del refugio antiaéreo, de la mano del mayordomo, la pequeña ciudad había sido arrasada y la villa de mi padre adoptivo se había convertido en un montón de escombros.

    Máximo Quintín y miss Ruvé habían dejado de existir, la metralla de una bomba destrozó sus cuerpos.

    Una tosca cruz de abeto recordó por algún tiempo a aquellos dos seres amados, en un lugar cerca del cual pasa actualmente el rápido de París.

    Traté desesperadamente de volver a mi cuarto y cuando, tras tantas desventuras, conseguí subir a la colina, un espectáculo terrorífico se ofreció a mis ojos: lo que hasta pocos días antes había sido una risueña población, entonces sólo mostraba desolación, suciedad y muerte.

    El padre Oliver, uno de los pocos que habían escapado con vida al terrible bombardeo, vagaba loco de dolor entre las ruinas buscando a su iglesiuca. No me reconoció ni me respondió cuando yo traté de recordarle quién era. Sólo decía:

    —Al menos la campana, la campana...

    De mis padres, de Marta Popelin y de mis amiguitos, nunca volví a saber nada.

    Después vagué de aquí para allá por los campos abandonados, revueltos, uniéndome a los supervivientes, a los refugiados que se llevaban los pobres restos de su ajuar. Me alimenté de hierbas, de raíces, de algún ave que mataba con la honda y que asaba sobre piedras candentes.

    Durante largos meses viví de limosnas, de basuras, luchando contra el frío y el hambre. Me unía a las largas colas de hambrientos y esperaba, embrutecido, a que me llegase el turno.

    Poco a poco, revoloteando por el declive de una vida inútil, me fui embruteciendo.

    Cuando los hombres lo hubieron destruido todo, resolvieron deponer las armas. Volvió lentamente la cordura, y con ella sobrevino la carestía. El tiempo había volado muy de prisa con sus fúnebres alas.

    Yo me convertí en un hombrecito. Aprendí a trabajar. Hice de mozo en un molino, de jornalero, de limpiabotas... Nunca me quedaba mucho tiempo en un mismo sitio. Era inquieto, rebelde, intolerante. Prefería las ciudades marítimas poco pobladas. Aumentó mi gran pasión por la lectura. Devoraba desordenadamente opúsculos políticos, novelas populares, divulgación científica, libros de aventuras, poesía.

    No tardaron en venir las malas amistades. Aprendí a beber, a blasfemar, a dar puñetazos, a manejar el cuchillo, los juegos de azar. Me gustaba vestir con elegancia exagerada y me eché una amante.

    La vorágine impetuosa de los acontecimientos subsiguientes, el encadenamiento incesante de sorpresas y descubrimientos, la madurez creciente que luchaba con la agresiva juventud, las primeras ideas, por así decir, universales que se fueron espesando como nubes tormentosas en un cielo ya cargado con males presagios, toda una amenazadora concentración de un ambiente formado por extraños personajes conocidos y de muchos más extraños aun supuestos, imaginados o soñados, todo se conjuró para que yo olvidase del todo aquellos recónditos poderes que desde mi nacimiento albergaba en mi ser. Y fui presa de la maldad, del pecado, y yo mismo fui malo y pecador.

    Tres personajes, entre tantos planetas que vagaron por el vacío de aquella vida pasada, grabaron más que ningún otro recuerdos duraderos en mi mente. Los restantes, sombras, apariencias, íncubos, cayeron pronto en el olvido.

    Y vinieron a mí como llevados por un misterioso orden preestablecido.

    El primero representó el amor, y debía ser y fue lo bastante fuerte como para paralizar otro pensamiento mío. Yo quedé prisionero de unas cadenas deliciosas pero efímeras.

    Aquella mujer era la personificación de la superficialidad, de la lujuria y de la ignorancia. Pero yo me quité los ojos y los tiré lejos de mí para poder permanecer ciego a su lado. Para aquella hembra no fui más que un juguete, un perrito faldero y un instrumento de inagotable placer. Y aquello duró un tiempo infinito hasta que una noche, por su amor, me manché las manos de sangre.

    Debí huir, ocultarme, pero no lo hice. Ella misma guió los pasos de los gendarmes que me prendieron.

    En la cárcel conocí al segundo personaje, un consumado delincuente que me inició en una vida aún más abyecta. A decir verdad, una vez cumplida mi condena nos volvimos a encontrar e iniciamos con otros desechos de la sociedad, las tristes hazañas que la prensa definió como «los crímenes de la banda de los sádicos», por la ferocidad con que atacábamos a nuestras víctimas.

    Seguí precipitándome hacia regiones aún más tenebrosas. Pero como más tarde comprendí, era el terreno que me había preparado y del que debería separarme para reconocer mi verdadera naturaleza, que no tenía orígenes humanos...

    Finalmente, el tercer personaje se presentó cuando yo, acorralado como un animal feroz, provisto de falsos documentos y mientras el cerco de la justicia se iba cerrando a mi alrededor, trataba de expatriarme.

    Llovía. Me había refugiado en un parque público, poniendo el abrigo bajo el toldo de un café cerrado. Acababa de sonar la medianoche. Encendí el último cigarrillo. No tenía más que unas cuantas monedas en el bolsillo y mucho miedo en el cuerpo. Evocaba mi existencia y pensaba en los agitados acontecimientos que habían hecho de mí su presa hasta entonces, como el protagonista de una comedia que no sabe recitar.

    De pronto oí unas pisadas sobre la grava y una sombra se destacó de los árboles para aparecer en el paseo.

    Sólo a causa de esto puedo decir que la vida del hombre no es un encadenamiento de hechos casuales.

    Aquel hombre vino a refugiarse también bajo el toldo. Apoyándose en la pared, respiró profundamente. Estaba empapado por la lluvia. Pensé que debía tratarse de un vagabundo, de un hampón cualquiera o uno perteneciente, como yo, a la escoria de la sociedad.

    El desconocido me miró de soslayo y luego, con una voz que nunca hubiera imaginado, pues era profunda y armoniosa, con un leve acento extranjero me pidió un cigarrillo.

    —Toma —le dije, ofreciéndole la colilla—, mira si te sirve esto, no tengo nada más.

    Él dio dos o tres chupadas y luego, satisfecho, extendió la mano y dejó que de su corto brazo cayesen gotas de agua.

    —¿Eres un vagabundo? — le pregunté.
    —¿Y a ti que te interesa? — respondió con brusquedad.
    —Oh, nada, te lo preguntaba sólo porque tal vez tenga la posibilidad de ofrecerte un techo para que descanses.

    Lo miré. Era bastante viejo para causarme miedo. Y con aquella cara no podía ser, desde luego, uno de la «bofia» disfrazado. Tenía los ojos verdes, pequeños pero penetrantes, una expresión tranquila en el rostro, la boca plegada en una leve sonrisa. De toda su persona se desprendía una sensación de seguridad, de serenidad. Sin embargo, yo seguía desconfiando.

    —¿Por qué quieres albergarme? ¿Y si tienes casa, qué haces aquí a estas horas y con este tiempo?

    Yo soy un vagabundo. Pero no en el sentido que tú puedes imaginar. Soy un vagabundo que tiene una casa. Quizás esto te parezca extraño. Una casa que dejaré tal vez durante meses, durante años, pues quién sabe adonde iré. Y no para buscar nada o para librarme de un peso, sino sencillamente para dejar pasar el tiempo de una manera que a mi me gusta.

    —¿Y no buscas trabajo?
    —¿Qué podría hacer a mi edad? Ya he trabajado bastante en otros tiempos y ahora tengo derecho a un bien merecido reposo.
    —Hermosa manera de reposar la tuya.
    —Tú aún no puedes comprenderlo.
    —¿Tienes mujer, hijos o parientes?
    —No tengo a nadie.
    —Bien, si lo que deseas es hacer una buena obra, llévame pues a tu casa. Pero conviene que sepas que me busca la policía, que tengo una navaja siempre dispuesta y que la sé manejar muy bien.
    —Vamos — dijo sin más el viejo.

    Nos dirigimos lentamente hacia los suburbios.

    Él habitaba en una casucha a medio camino entre los campos y la zona industrial de la ciudad. Una habitación modestísima que a mí, sin embargo, me pareció regia cuando, después de encender el fuego, pude calentarme y despojarme de mis ropas empapadas de agua.

    Mientras mi anfitrión freía unos huevos derritiendo pedazos de manteca, eché un vistazo a aquel lugar tan raro. Dos camastros, una mesa rústica, cuatro sillas, un armarito con libros, y más libros por el suelo, en todas partes a montones que llegaban hasta el techo.

    Devoré los huevos con hambre de lobo, acompañándolos con gruesas rebanadas de pan bizcochado. El viejo me observaba en silencio.

    —¿Cómo te llamas?
    —Mateo Papillon, y soy un delincuente. Pero en otro tiempo fui un muchacho bien educado, sensible, amante de la música y de la lectura. Más vale que lo dejemos...
    —Yo me llamo Antonio Gordon, soy un ex profesor de Física en el Instituto. ¿Por qué no tratas de enmendarte, Mateo Papillon?

    No sé lo que sucedió, pero me produjo un extraño efecto oír pronunciar mi nombre por Gordon. Me pareció como si aquel nombre no me perteneciese, como si fuese el de un desconocido, de un ausente. Más tarde aprendí que pronunciar el propio nombre, el de pila, o el diminutivo si éste es más familiar, de noche y en silencio, es una cosa excepcionalmente importante.

    —¿Volver atrás? Eso nunca... Sí, me prenderán, me enviarán a la cárcel. Pero saldré de ella, volveré a ser libre. Entonces sabré qué hacer. Tendré dinero, billetes a carretadas, y sin que me vuelvan a vestir nunca de pardo.
    —¿Y de qué te servirá todo esto?
    —Me ofreceré con esplendidez todos los placeres que sea capaz de disfrutar. Tendré el poder que da únicamente el dinero.
    —¿Y qué es lo que harás?
    —¿Pero es que no lo entiendes? ¿Tan viejo eres? ¿Hasta tal punto chocheas?
    —Yo soy viejo, es verdad, pero, repito: ¿qué harás?

    Comenzaba a perder la paciencia.

    —Haré lo que te he dicho, hombre.
    —Quizás sea Mateo Papillon quien gaste ese dinero ganado a carretadas, pero tú, tú no puedes identificarte con un cuerpo al cual han puesto el nombre de un apóstol y el apellido de un insecto.
    —¿Cómo quieres que te lo diga? En cuanto a ti, no comprendo toda esa sarta de insensateces. Vamos, explícate. ¿Te has vuelto loco?
    —Oh, tú no me has comprendido muy bien, Mateo; lo sé, yo no me engaño nunca.

    Y aquello era absolutamente cierto. Dentro de mí se había desencadenado un temporal. Nunca se me había ocurrido que yo pudiese ser otro. Siempre había creído que yo era Mateo Papillon y basta.

    No existen palabras para poder describir ni dar siquiera una pálida idea de lo que experimentó mi mente.

    Gordon dejó que la tormenta se aplacase. Permaneció inmóvil, como petrificado, sentado en su silla con el torso erguido. Sólo de vez en cuando sus párpados se movían imperceptiblemente.

    Luego habló. Habló largamente. Toda la noche. Me puso frente a una realidad —la verdadera, la única— que yo nunca había sospechado que pudiese existir.

    Comprendí que seria inútil continuar aquella vida ficticia. Y desde entonces, es decir, desde mi memorable encuentro con Antonio Gordon, yo supe que era otro. Mateo Papillon era sólo una de tantas formas aparentes dentro de las cuales se agitan y viven cosas muy distintas.

    Mucho tiempo después supe que era un despierto.

    Gordon compartió conmigo su modo de vivir. Le acompañé en sus vagabundeos, de aldea en aldea, de ciudad en ciudad. La sed de saber y de conocer se despertó más poderosa que nunca en mí y mi viejo compañero de viaje me inculcó todo su saber. Aprendí también a amar la física y luego la electrónica me fascinó.

    Durante las paradas, sentados junto al fuego, bajo el cobertizo de una estación ferroviaria, o en una cueva o en un albergue, yo devoraba todo género de publicaciones, más especialmente las de carácter científico. De nuestras conversaciones brotaron principios y teorías que hubieran podido acelerar esto que los hombres llaman progreso.

    Un anochecer de estío, hallándome en una villa marítima, nos sentamos sobre la arena aún tibia de una playuela desierta, dispuestos a ingerir nuestro frugal refrigerio. El leve murmullo de las olas y la noche que tendía sus sombras, acunaban nuestros pensamientos.

    Me pareció que Gordon deseaba decirme algo importante. Quizá rumiaba ideas y propósitos para el futuro.

    —Óyeme, Mateo —me dijo—, ha llegado la hora de despedirnos.

    A decir verdad, esperaba hacía tiempo aquellas palabras, pero siempre apartaba de mi mente la idea de que debería separarme de aquel precioso compañero de viaje.

    —¿Tan pronto?
    —Sí, Mateo. Es necesario que yo siga otro camino. Es un camino en el que un día tú te reunirás conmigo. Ahora tú eres otro. Cuando yo ya no exista, quédate a vivir en una gran ciudad y busca trabajo, el que sea. Y una casa. No puedo decirte cuál es el futuro que te espera porque el tiempo, en este momento, aún no está maduro. Sin embargo, quiero ponerte en guardia contra algunos peligros. — Guardó silencio por un instante, para proseguir luego —: Desde la infancia, tú posees las cualidades negativas que hacen de un hombre un brujo. Por fortuna, no has abusado nunca de tus poderes, ni deberás hacerlo nunca en lo sucesivo. Debes esperar sin impaciencia a que, a su debido tiempo, te sea revelado tu origen. Y esto sucederá cuando los seres despiertos se unan para conocerse bajo el signo de la integridad. No te dejes fascinar por los que cultivan las investigaciones psíquicas, por los médiums, por los vividores de la teofísica y de la metafísica. No te dejes engañar por la magia. Estate siempre solo.

    Durante largo tiempo escuché a Gordon, hasta que mis párpados cansados se cerraron y me quedé dormido bajo el claro de luna.

    Cuando me despertaron las primeras luces del alba, vi que mi anciano compañero había desaparecido.

    Si es triste perder a un amigo querido, más desolador aún es la partida de un hermano.

    Proseguí inmediatamente mi viaje y pronto, gracias al auto-stop, llegué a un gran centro urbano donde, a los pocos días, conseguí encontrar trabajo.


    SEGUNDA PARTE


    Me volví para mirar por última vez el caserón. En aquel edificio proyectado por un arquitecto de gustos primitivos, construido por un contratista ladrón, era donde yo, en dos cuartos del quinto piso, había transcurrido un largo período de mi vida.

    Una sola ventana estaba iluminada: la de Sabina.

    Sabina entró en mi vida... No, esto no es exacto. Yo penetré en la existencia de Sabina como un ratón se introduce en la ratonera, sin poder salir de ella. ¡Pero qué ratonera!

    Lo recuerdo. Vino por primera vez una noche de invierno. No es posible olvidar ciertas cosas. Había apagado la televisión, guardado la máquina de escribir en el escritorio, recogido las migajas de la cena. Hacía un frío de todos los diablos. Tomé un libro del estante, lo puse sobre la almohada y me desnudé lentamente. ¿Qué pensaba en aquel momento? No lo sé, me parece que quizá pensaba en mi soledad. Pero esto no tiene importancia. Guardé el libro bajo la almohada, apagué la luz y me arrebujé en las mantas. Las sábanas estaban heladas. Traté de calentarme, antes de leer algunas páginas. Después de unos diez minutos de ver cómo mi mente vagaba entre fantasmas, como sí fuese un espectador indiferente, encendí la luz. El libro que había elegido era una novela de C. S. Lewis, titulada «Esta horrible fuerza». Me puse las gafas e inicié la lectura.

    No habían pasado más de unos minutos cuando oí llamar a la puerta. Me incorporé. Aquello era insólito. ¿Sería tal vez el sereno?

    Me eché una bata a la espalda y me dirigí descalzo a la puerta.

    —¿Quién es?
    —Soy Sabina, Sabina Novak, la inquilina del octavo; tengo necesidad de hablar con usted.

    La había visto de refilón una, dos o tres veces solamente en todos aquellos años. Además, no conocía a nadie en aquel caserón. Por otra parte, los vecinos me tenían por un espía, por un vendido al enemigo, y huían de mí como de la peste.

    La mujer entró, y después de cerrar la puerta, corrió al primer cuartucho. Yo la seguí, sintiendo cierta curiosidad y estupefacción, pero algo molesto por aquella visita inoportuna.

    —Vamos a su cuarto — me susurró al oído.

    Se sentó en mi cama y miró a su alrededor.

    —Es exactamente como la he visto tantas y tantas veces — dijo.

    Yo me había sentado sobre un escabel, casi a sus pies.

    —¿Y a qué se refiere usted? — le pregunté.

    A su cuarto.

    —¿Lo ha visto otras veces? ¿Quizás ha vivido en él antes de que yo lo ocupase?
    —Oh no, nada de eso — y continuó mirando los libros, los cuadros, el escritorio, el aparato de televisión y los demás enseres que constituían mi modesto ajuar.
    —¿Y el aparato? — dijo —. ¿Dónde está su extraña máquina?

    Sentí que mi corazón se embalaba como un motor a dos tiempos. Pero me supe dominar.

    —¿De qué aparato habla?
    —Del que se dedica usted a construir de noche. Tiene forma de pera, con numerosos hilos de colores y válvulas, y con un globo de cristal que contiene unos extraños ovillos de plata...

    Era la descripción aproximada de lo que constituía mi obsesión: un aparato electrónico que trataba de realizar desde hacía muchos meses, durante las horas nocturnas, robando horas al sueño. Una cosa absolutamente secreta. No se lo había comunicado a nadie, porque en nadie confiaba. En la fábrica me habían confiado un trabajo que incluso un niño hubiese podido hacer. Mi inteligencia, mis conocimientos en el terreno de la electrónica y de la física nuclear eran ignorados por todos. Me despreciaban, me consideraban un ser mediocre con el que no valía la pena gastar palabras, sólo aquellas estrictamente necesarias para las cuestiones laborales.

    La mujer dejó de mirar con viva curiosidad los objetos que ocupaban mi cuarto. Sus ojos cansados, que brillaban en una cara pálida y huesuda, me miraban de hito en hito, con una expresión de simpatía y de indiferencia a un tiempo.

    —Oiga, Mateo, no debe preocuparse por su secreto. Si he venido a verle es porque no podía hacer otra cosa. Y deseo explicarle los motivos. — Suspiró largamente, con un suspiro que era casi un sollozo. Luego prosiguió —: Pues bien, tiene usted que saber que he venido muchas veces aquí, a su piso, durante la noche, y me he dedicado a espiar y observar. He visto su desesperación, su júbilo, he oído sus palabras cuando imprecaba o exaltaba su inteligencia por un error o un descubrimiento. Pero no he entrado con mi persona física, es decir, con mi cuerpo. He aquí como he venido: después de haber franqueado la barrera de la materia pesada, atravesando aquel espacio que ya no podía oponerse a aquello en que yo me había convertido: un ser fuera del tiempo. Discúlpeme, quizá utilizo palabras que a usted le resultan oscuras, palabras de significado dudoso. Ante todo le prevengo que no soy una loca. He aprendido la técnica indispensable para que un ser humano pueda reconocer su verdadero amo interior, y he aprendido también y he desarrollado el medio (el único que existe) mediante el cual es posible salir del cuerpo y trasladarse a donde se quiera rompiendo las cadenas del espacio. He conseguido desplazarme a gran distancia: por todo nuestro barrio del este, luego por la ciudad y aún más lejos, en busca de aquellos que poseen el signo, es decir la dignidad para las cosas que no son humanas. Buscaba los habitantes de otro mundo. Usted trabajaba durante la noche, en un turno agotador, de las seis de la tarde a las ocho de la mañana. Le descubrí en una fábrica de la periferia, ocupado en embotellar un líquido asqueroso al que damos el nombre de bebida refrescante. Después su turno cambió y yo vine a hacerle compañía durante noches enteras, esperando el signo. Con frecuencia traté de alentarle. Recuerdo que una vez le ayudé a encontrar un tornillo que había caído bajo la mesa. Mientras usted prorrumpía en imprecaciones contra los dioses, yo lo recogí y lo puse junto a un martillito de latón. Usted, cuando lo vio, permaneció pensativo durante unos segundos, quizá dudando de su memoria, de su oído, ¿se acuerda?

    Guardó silencio. Tomándome la mano, la retuvo entre las suyas, que eran cálidas y suaves. Lo que acababa de oír era demasiado insólito y absurdo para que lo pudiese comprender de repente. Antes debía reflexionar.

    —Siéntate a mi lado, no tienes nada que temer. Cuando nos conozcamos mejor ya no tendré necesidad de correr el riesgo de venir como lo he hecho esta noche. Creerán que, como de costumbre, yo estoy fantaseando en mi habitación, donde me habré encerrado con llave, y mis padres se irán a la cama y dirán las oraciones de todas las noches. Pero en lugar de esto, yo estaré aquí, a tu lado. No me he entregado jamás a ningún hombre. Ninguno ha sido nunca digno de mí. Pero tú eres de mi especie, de mi país, de mi planeta. Yo no seré completa hasta haberme convertido en mujer en toda la extensión de la palabra. Y en cambio, además de ofrecerte el amor más cálido y apasionado, te enseñaré el arte de la brujería. Porque has de saber que yo soy una bruja.

    Tenía los cabellos negrísimos, los ojos brillantes, grandes, en los cuales las pupilas eran un mar colmado de cansancio, de incertidumbre. Dos profundos canales, lívidos, circundaban aquellos ojos turbadores. La nariz pequeña, casi agresiva, la boca roja, semejante a una herida sanguinolenta en su cara esclerótica. ¿Podía decirse que fuese bella? ¿Era posible que una mujer fea fuese tan hermosa?

    Cuando me besó sentí una oleada de escalofríos fríos y calientes que serpenteaban por mi espinazo. Su cuerpo era distinto. Era un tesoro escondido, un hecho impensado, inimaginable. Nunca nadie, ni siquiera su madre, hubiera podido saberlo. Fue impetuosa, desordenada, como un torrente que rompe los diques, aquella noche. Y yo... ¡Cuántos recuerdos! Y el tiempo transcurre implacable.

    La calle está solitaria. Una lluvia intermitente cae del cielo cubierto de negros nubarrones. Aunque la luna consigue asomarse de vez en cuando, no puede ofrecerse completamente a la mirada de la Tierra.

    Debo andar. Esto era lo convenido. Me detengo bajo un farol, el último de la calle. El caserón se ha empequeñecido. La ventana iluminada de Sabina parece el ojo de un gato que está alerta. Me ajusto la bufanda en torno al cuello y bajo el ala del sombrero. Aquella ventana me fascina. Sin embargo, debo irme. Antes de amanecer todo tiene que haber terminado. Enciendo un cigarrillo. Lejos, muy lejos, se oye zumbar un auto por la carretera general.

    ¡Sabina ahora está allí!, tendida sobre su cama, inmóvil, fría, con los ojos abiertos y la boca cerrada en un espasmo, el último. Tiene una navaja clavada en el pecho. Y sangre. Sangre por todas partes.

    La lluvia había cesado, pero al frío intenso se había añadido un desapacible viento helado. Al final de la calle, en el cruce, donde se encuentra el surtidor de gasolina, tomé la carretera de la derecha. Anduve a buen paso durante unos quince minutos hasta que llegué al edificio en ruinas, lugar fijado para nuestra cita.

    Me encontraba en campo abierto, en un sitio completamente desierto, lejos del centro urbano. Permanecí un instante inmóvil con el oído avizor, luego, de un salto, franqueé el seto y después de recorrer un centenar de metros penetré en los escombros. Subí ágilmente la escalera y cuando alcancé la única estancia aún cubierta, en parte, por la techumbre, escogí un ángulo protegido del viento y me acurruqué en él.

    Hubiera sido muy peligroso encender fuego, que hubiese podido atraer a algún vagabundo o a las patrullas de reconocimiento. Por lo tanto, preferí envolverme las rodillas con la chaqueta y con la bufanda me hice una especie de capuchón.

    Probablemente descubrirían el cadáver de Sabina entre ocho y nueve. Tendrían que echar la puerta abajo. Luego el caserón retumbaría con los gritos de la vieja madre, una mujer alta y huesuda, una verdadera estantigua, de una fealdad horripilante. Luego vendría la policía. El juez, los de la Brigada Criminal, el comisario del distrito. Los periodistas, los fotógrafos...

    Si aquello no hubiese ocurrido, Sabina hubiera venido a reunirse conmigo allí, al amanecer, y ambos hubiéramos dejado para siempre esta tierra apestada por un subproducto mal provisto de células.

    Un proyecto estudiado en sus menores detalles, una realización casi cinematográfica, una presentación perfecta.

    Nadie descubriría jamás al asesino y el delito hubiera sido archivado como ineludible, con gran disgusto del comisario del distrito.

    Yo maté a Sabina fríamente, despiadadamente. Destruí con estudiada premeditación un fantasma inútil.

    Sabina, naturalmente, también había asistido al homicidio. ¡Homicidio! ¡Como si fuese posible extinguir o destruir la vida matando una sombra!

    Los otros se unirán a nosotros en el bosque. Será una evasión en masa. Será un retorno a nuestro planeta. También yo, finalmente, podré repudiar el cascarón que ha tenido prisionero a mi ser y hallarme de nuevo entre las criaturas de mi mundo.

    Consulté el reloj: las cuatro. Dentro de una hora o poco más amanecería. Dentro de tres o cuatro horas nos parecería como si hubiésemos dejado un íncubo atroz, un sueño desastroso, cruel.

    Debía concentrarme, servirme quizá por última vez de aquel complejo de mediocridad que llamamos mente, para evocar de nuevo.

    Cuando aquella primera noche Sabina me dejó, yo viví una experiencia que no podía definirse, que escapaba a toda tentativa, pues me vino a encontrar en el confín que existe entre la razón y la locura.

    El amor fue también un hecho nuevo, impensado, más allá de aquel abrazo que todos conocen. Sabina dijo que era obra de brujería. Y así lo creí yo, durante los primeros días. Porque jamás un ser humano había amado de aquel modo, más allá de los sentidos y del sexo. Sabina precisó que eran dos criaturas extraterrestres las que se unían. Añadió que la unión, el abrazo, eran la búsqueda de átomos sedientos de otros átomos, más allá de cualquier presupuesto corpóreo. Es difícil describir aquel placer: por encima del tiempo y del espacio físico, dos criaturas ignotas se encontraron de nuevo y se confundieron, para formar un solo y prolongado aliento de dicha.

    Desde la primera noche, cuando Sabina tuvo que dejarme, fui puesto en presencia de sus extraordinarios recursos. A decir verdad, después de reconocer en mí a uno de su especie, y después de haberme empujado al borde de un terrible precipicio donde todo eran tinieblas, asistí a lo que se puede definir como el acto más recóndito, el gesto más exquisito de la naturaleza viva de las cosas reales: la pesada materia se transformó en energía. El cuerpo de Sabina desapareció. De esta manera mi amada regresó a su habitación del piso octavo.

    Por la mañana, después de una noche de insomnio, no conseguía dominar mis emociones. En la fábrica, el encargado tuvo que llamarme dos veces la atención. Estaba distraído, ausente. Los obreros me miraban de reojo. Pero no era la primera vez que lo hacían. Yo era un «vendido al enemigo», un «espía», un «perro traidor».

    Pero ¿a qué enemigo? Ellos no lo hubieran sabido decir con certeza. Ni siquiera yo, por otra parte, aun apelando a los recursos de la fantasía, hubiera sido capaz de imaginar a quien me había vendido y de quien era un espía. ¿Un espía? ¿Y por qué? Sólo después, mucho más tarde, cuando conocí a Sabina, lo comprendí. Y, recordé momentos, dudas y perplejidades que en el pasado me habían atormentado. En la escuela, cuando yo era un muchachuelo grácil y esbelto de ojos grises llenos de melancólica curiosidad, la señorita Foxier me llamó «traidor» una vez que no supe decir cuando había nacido Napoleón Bonaparte. Entonces me gustó aquella palabra que me diferenciaba de mis compañeros. Luego, años más tarde, cuando hice el servicio militar, el capitán me distinguió entre los demás reclutas, alineados en el patio de un triste cuartel:

    —Ven aquí, tú —me dijo— «cara de espía».

    A veces, cuando estaba solo, en la calle, en un sitio público o en un local, sentía de repente como si acabase de despertarme de un sueño profundo y me encontrase entre gentes desconocidas, entre seres y cosas que no me pertenecían, del mismo modo como yo sentía que tampoco les pertenecía a ellos.

    Sabina me abrió la mente. Era exactamente así, como nunca hubiera podido suponer: se trataba de una vida —la mía— que no era de este mundo. Los que me rodeaban habían siempre presentido instintivamente, se habían dado cuenta o advertido de una manera inconsciente que yo no pertenecía a su especie, a su raza imperfecta, y en su limitación sólo habían sabido llamarme con el apelativo infamante de espía o vendido al enemigo.

    Sabina me describió nuestro planeta, aquel mundo de donde en un día muy lejano llegaron nuestros antepasados, y me habló de la vida futura que nos esperaba.

    Los recuerdos me llevaron muy lejos, muy lejos, y como en un paisaje velado por la niebla, traté de penetrar para ver mejor y dar consistencia tangible a las palabras que componían aquellos maravillosos relatos.

    De pronto oí unos pasos, un rumor de hojas secas, unas pisadas presurosas, un portazo.

    Ni siquiera tuve tiempo de levantarme, de sacar la pistola, de darme cuenta de lo que iba a suceder. Ya los tenía encima. Seis polizontes, seis gigantes. Me sujetaron brutalmente, me levantaron en volandas, me bajaron por la escalera, me obligaron a recorrer el breve trecho de descampado y luego me arrojaron sobre los cojines posteriores del auto que esperaba con el motor en marcha. Yo no pronuncié palabra.

    El coche arrancó rápido, para deslizarse silencioso sobre el asfalto en dirección a la cárcel.

    Me arrastraron por un corredor en el que flotaba un olor de tabaco barato y un tufo a reclusión. Luego me hicieron entrar de un empellón en un cuartito sobrecalentado por un gran radiador eléctrico.

    Detrás de una mesa abarrotada de papeles, un hombre de anchos hombros y mandíbula cuadrada me dirigió una penetrante mirada.

    Yo estaba tranquilo, muy tranquilo. Aquellos esbirros de la ley no hubieran podido imaginar nunca el temple de acero de mi ánimo.

    El individuo hercúleo indicó con una seña a los policías que saliesen. Luego se levantó lentamente. Era bajo, rechoncho y patizambo. Se acercó a mí, tratando de dar a su cara una expresión de máxima ferocidad.

    —¡Traidor! —rugió—. ¡Ahora cantarás!

    No abrí la boca. Lo veía muy lejos de mí, como una mosca presuntuosa.

    —Me dirás, maldito espía —continuó— cuál es el punto de reunión y adonde te disponías a dirigir tus pasos. Ante todo te informo de que te acusan de homicidio premeditado en la persona de la menor Sabina Novak, y lo que es la cárcel no te la quita nadie. Irás a presidio, y lo mereces. Sabemos que Sabina Novak no ha muerto ni es una menor, pero tú irás igualmente a presidio y para siempre.

    Yo continuaba guardando silencio. Mi inquisidor, comprendiendo de pronto que no había nada que hacer, se acercó a la mesa y oprimió un botoncito. Pocos momentos después entraron dos robustos agentes en mangas de camisa. No esperaron órdenes; evidentemente, ya estaban acostumbrados a su trabajo.

    Uno de los dos esbirros, mientras fingía ajustarse la corbata, me soltó de repente un tremendo puñetazo en la boca. Me saltaron dos dientes como si fuesen de requesón. Del labio partido sentí manar sangre.

    —¿Decías algo al capitán? — preguntó, ajustándose de nuevo la corbata.

    Yo ni siquiera pestañeé.

    El otro sicario, que entretanto se había colocado a mi espalda, me golpeó con ambos puños. Sentí que me había desgarrado un punto impreciso del cráneo. Me tambaleé. Mi cabeza daba vueltas. El pavimento de linóleum rojo subía hacia mí vertiginosamente. Caí de rodillas. Un puño terrible me alcanzó entre el cuello y la mandíbula, no recuerdo si a derecha o a izquierda. Luego, dos puntapiés en cualquiera otra parte de mi cuerpo me hicieron estremecer.

    No lancé un gemido, no dije una palabra, no hice un gesto de defensa.

    Antes de perder el sentido me concentré con todos mis recursos en el Yo, y en él me encontré. Luego me dispersé. Me había «impermeabilizado».

    Creo que poco después debieron abandonar toda ulterior tentativa, pues en sus manos sólo quedaba una cosa muerta, casi un cadáver.

    Cuando recuperé el conocimiento, me encontré entre cuatro muros blancos. Una celda. A través de la reja colocada en lo alto, el sol empezaba a lucir. Me sentía molido y con todo el cuerpo dolorido, la boca amarga, el labio me quemaba. Escupí varias veces una saliva sanguinolenta.

    Era una celda de unos dos metros cuadrados, fría, húmeda, desolada, en la que no había ni un mal camastro, ni un cántaro con agua.

    Antes de que sucediesen nuevos hechos impensados, debía tratar de concentrarme. Algo no había funcionado. ¿Quién podía habernos traicionado?

    Pero Sabina lo había previsto todo. Hacía tiempo que sabía que un grupo de potentísimos enemigos hubiera hecho todo lo posible para impedirnos volver a nuestro planeta.

    Prefería pensar que la partida había sido aplazada, que no me habían dejado solo para enfrentarme contra un mundo implacable que no me pertenecía y al que yo ya había dejado de pertenecer.

    Dos razas, allá en la noche de los tiempos, habían venido a la Tierra. Estas dos razas, tan distintas y lejanas entre sí, habían atravesado los espacios cósmicos, con finalidades totalmente divergentes, y distanciadas por milenios.

    La primera, constituida por seres similares a los hombres, con una tez de color amarillo, había venido de Marte, el planeta maldito de nuestro sistema. La segunda «raza», en cambio, que no tenía ninguna semejanza, puesto que se representaba únicamente a sí misma con el «fruto», que contiene cualquier «corteza» humana, había llegado a nuestro planeta para cumplir una misión.

    ¡Qué historia! Cuando la oí contar por boca de Sabina me parecía estar soñando.

    Los marcianos debieron olvidar su brutal e inconsistente civilización mecánica, debieron olvidar también su lugar de origen, porque ya no era posible regresar a él. En realidad, Marte ya no podía ofrecer vida a sus habitantes. Se evadieron todos cuantos pudieron hacerlo; los dictadores, los ricachos, los corruptores, los politicastros, los generales...

    En el vasto territorio que se llama Asia hallaron la amalgama de la unión. Luego se dispersaron, emigraron, se difundieron por todo el globo y poco a poco extrajeron de los antiguos recuerdos una ciencia que, al crecer, destruía toda dignidad humana. Y los aborígenes empezaron por ceder para ser luego reducidos a la esclavitud y finalmente suprimidos del todo.

    La otra «raza», que venía de un planeta maravilloso, el último de un sistema situado en la gran rueda de la Galaxia, se perdió. Cuando aquellas criaturas debieron entrar en los cuerpos para dar vida y realidad a su misión, en su mayoría, sin embargo, olvidaron su verdadera y real esencia y fueron vencidos, encadenados en la carne. En una palabra, se identificaron con el cuerpo que los albergaba como una vaina.

    Sólo unos pocos se salvaron de este marasmo. Fueron aquellos a los cuales los habitantes de la Tierra llamaron, de vez en cuando, brujos, magos, místicos, ocultistas, yoghis, e incluso exaltados histéricos, neurópatas y locos.

    Fueron poquísimos. Pero fue como si se hubiese establecido una cadena, una cadena invisible a través del tiempo, del espacio e incluso más allá. Y así, a costa de ímprobos trabajos y para aquellos pocos oídos que sabían oír, trataban de ir adelante y de concretar su misión. Una misión que todavía no puede ser revelada del todo.

    En una época que los ciegos definieron como la Edad Media, sin embargo, sucedió un hecho probablemente imprevisto: los marcianos, o sea aquellos que aún siguen definiéndose como la raza humana, recordaron. Entendámonos: un número bastante exiguo de ellos recordó nuestra precedente misión sobre su planeta antes de la extinción, pero esto bastó para que, por debajo de la mágica y misteriosa cadena de los seres que deseaban traer el conocimiento sintético integral —como alguien lo ha definido justamente—, se formase una contracorriente: la que luego realizó la escisión del átomo en los laboratorios, la que lanzó al espacio los satélites artificiales...

    Sabina conocía todo esto. Porque Sabina era una despierta. Nosotros éramos, en efecto, los despiertos.

    Súbitamente la puerta de hierro de la celda se abrió con un chirrido infernal. En el umbral se erguía un agente apuntándome con una pistola.

    —Prisionero Mateo Papillon —dijo—, sígueme.

    Me levanté lentamente y salí. El guardia, con el cañón de la pistola me empujó por toda una serie de corredores y rellanos. Ante una puerta vigilada por dos cancerberos armados con metralletas, me obligó a detenerme con un puntapié en la canilla. El par de ángeles custodios se hicieron a un lado y me franquearon la entrada.

    No la había visto desde que, siendo niño, me vendieron a Mauricio Dorven porque me consideraban un hijo de Satanás. Nos habíamos separado cuando ella aún era una agradable cuarentona opulenta y satisfecha en sus carnes maduras. Mi padre estaba loco por ella.

    Me pregunté de repente cómo era posible que le hubiese reconocido tan pronto. Entonces era una vieja de setenta años, enjuta y con cara de lechuza.

    —¡Hijo mío, hijo mío! —dijo la mujer, prorrumpiendo en exclamaciones —. ¡Si supieses cuánto he sufrido, después de la muerte de tu padre!

    Trató de venir hacia mí, con los brazos abiertos. Yo la evité dando un paso atrás.

    La estancia era amplia, luminosa, amueblada con pocos muebles, los indispensables para el despacho de un director. En el centro se veía una gran mesa, tras la cual se veía un individuo de tez amarilla y con gafas oscuras, probablemente para ocultar su miopía.

    Yo no debía hablar. No tenía nada que decir: ni a aquella mujer ni al bípedo de detrás de la mesa. Debía callar siempre, y basta.

    El de las gafas carraspeó y luego, con una vocecita estridente, comenzó su sermoncito:

    —Mateo Papillon, espero que la presencia de tu parienta, esta ciudadana honorable y sin tacha, haga que te enmiendes. Todos podemos perder la cabeza. No debes temer nada. Somos tus amigos.

    Trataban de emplear los métodos dulces, patéticos; querían jugar con mis sentimientos. ¡Bufones!

    —No puedes imaginar —continuó aquel tipejo— el mal que te estás haciendo con tu silencio. A veces nosotros nos vemos obligados a utilizar modales bruscos, que pueden parecer incluso brutales, pero yo personalmente no soy partidario de estos métodos: detesto la violencia.

    Sacó del bolsillo del chaleco una cigarrera de oro, la abrió y, levantándose, me la ofreció.

    Yo me quedé donde estaba, con las manos colgando y la cabeza inclinada ligeramente a un lado. Mi madrastra, en cambio, aceptó el cigarrillo con una sonrisa apenas perceptible.

    —Le ruego que se siente, señora. Pesa sobre su hijastro la acusación de haber asesinado a una deficiente mental, y por este delito, del cual poseemos pruebas irrefutables y aplastantes, se encuentra en prisión. Pero la posición de Mateo Papillon resulta agravada por el hecho de pertenecer a una secta que conspira contra el Estado, para derribar el poder constituido e instaurar la anarquía. Le espera el piquete de ejecución. Para los traidores y los espías no hay salvación posible.

    Le llegó el turno de entrar en escena a la mujer.

    —Hijo, hijo mío, ¿qué has hecho?

    Y se cubrió el rostro con las manos para ocultar unas lágrimas inexistentes.

    —Señora, comprendo su gran dolor, y por esto mismo deseo decirle que existe un medio de salvación para Mateo, a pesar de todo. Un medio que le ofrece además un pasaporte, una escolta hasta la frontera, una cartera llena de billetes de banco del máximo valor. La libertad, en una palabra.
    —¡Oh —exclamó mi madrastra—, qué bueno es usted! Dígame, díganos qué debe hacer Mateo, mi Mateo, para merecer tanta indulgencia y compasión. Díganoslo; estoy segura de que mi hijo no vacilará un solo instante. Yo sentía náuseas.
    —Se lo voy a decir, mi querida señora. Y tú, Papillon, escúchame. El medio para merecer lo que te he prometido es uno solo: la confesión plena.

    Entonces, me dije, aquello significaba que aquellos macacos sabían poco, o quizá nada. Debía mantenerme en mis trece. Temía únicamente a los estupefacientes, a las drogas. El tercer tiempo llegaría muy pronto; ellos apelarían a los medios más viles. ¿Cómo podría salvar a los demás y a mí mismo?

    —Debe darnos los nombres de los que componen la secta, de los que se dan el nombre de despiertos, decirnos qué acción intentan emprender contra los durmientes, decirnos las finalidades concretas de la asociación, revelándonos el lugar donde se reúnen, y por último, en qué sitio se oculta la central, la dirección, «la gran arca», como la llaman esos renegados hijos de perra.

    Di un paso hacia atrás, pero sólo para poder ver mejor a aquellos dos personajes. Y mientras aquel individuo proseguía con su tono falsamente paternal, interrumpido expertamente por mi madrastra, yo pensaba en lo que me esperaba en el futuro inmediato. La farsa duró un poco más, hasta que finalmente mi madrastra o el de las gafas negras decidieron renunciar.

    El polizonte lanzó un suspiro y luego, oprimiendo un botón sobre la mesa, dijo:

    —Señora, le doy las gracias por la colaboración que nos ha prestado. Sin embargo, veo que su hijastro no tiene remedio. Tendrá lo que se merece, sin la menor piedad por parte nuestra.

    Poco después, la puerta se abrió y el mismo carcelero que me había conducido a presencia del funcionario, volvió a acompañarme a mi celda, sin separar un momento el cañón de su pistola de mi espalda.

    Cuando la puerta de hierro se cerró detrás de mí, y cuando los ojos se acostumbraron a la penumbra que reinaba en aquella pequeña estancia, observé que en el suelo, sobre un pedazo de papel, había una escudilla conteniendo una bazofia, una cuchara de madera, un pedazo de pan y un cántaro lleno de agua.

    No fui tan estúpido como para tocar aquella comida Estaba seguro que contenía veneno. En realidad, aquella sopa aún caliente exhalaba un olor extraño.

    Me senté en el suelo, crucé las piernas y me puse a reflexionar.

    Probablemente, será el viejo quien se ocupará de rescatarme. Nosotros, los despiertos, lo llamamos sencillamente así: el Viejo. Entre nosotros, la edad no cuenta, ni las diferencias provienen de la situación social o de la cultura. El hecho de que nuestro «jefe» sea un joven campesino casi desprovisto de instrucción es buena prueba de ello.

    Cuando Sabina, después de la fascinación mental que se utilizó conmigo al principio, pasó al lenguaje de los símbolos, y a continuación a la toma directa de contacto de esencia con esencia, con lo que yo participé en una indispensable iniciación, y después de que aquella mujer fue mía, y debía ser mía para hallarse en situación de repudiarse completamente a sí misma, es decir, a través del amor, si bien entendido en su forma más sublime, se tendieron los puentes para la unión.

    Debíamos unirnos, ser muchos, ser todos. Los escogidos iban siendo despertados y sacados a flote de su mundo de tinieblas. Sabina decidió valerse de las facultades del Viejo, uno de los primeros que oyó la llamada de su auténtica naturaleza, hasta entonces oscurecida. Y con el Viejo buscó a aquel que debería guiarnos a nuestro planeta, a nuestra patria. Y no fue una empresa fácil. Por último, en una región casi desconocida, el joven campesino que, en virtud de los hechos que sería difícil explicar, había despertado de su aullido y era ya un muerto en vida, fue descubierto y elegido como nuestro jefe, porque él era quien había guiado a la antigua colonia que vino a este planeta para cumplir en él su misión excepcional.

    Las reuniones tenían lugar siempre de noche o al atardecer. Al principio se efectuaron en mi casa, luego se decidió que se realizarían en el bosque situado al norte de la ciudad. Naturalmente, aquellas asambleas eran absolutamente invisibles a los ojos de los durmientes. Después de fijar la hora de la reunión, desde nuestros lechos, nuestros camastros, nuestros jergones, de la paja, de las duras tablas de un carro de gitanos, de la tierra desnuda, de todas partes los despiertos salíamos de nuestros cuerpos y convergíamos hacia un punto, casi siempre en las proximidades de una encina secular.

    Era fácil imaginar por qué nunca los durmientes se habían percatado de nuestra existencia ni en la más pequeñísima parte Y también era fácil saber por qué nunca nos combatieron. Había sucedido algunas veces que un elegido fuese creído por un iniciador, por un hombre dotado de percepción que esperaba ser despertado. Pero se podía tropezar, si bien esto sucediese muy raramente, con un marciano más bien separado de su grey, alejándose de ella místicamente, o sea bajo la forma de la debilidad, y apartándose del camino que todos seguían, o sea de la senda segada por el odio y las pasiones. Sin embargo, como no se trataba de un verdadero despierto, este hombre acogía la fascinación mental y quedaba profundamente impresionado por ella, pero de manera superficial, hasta tal punto que al poco tiempo todo se borraba en su mente como si hubiera sido un sueño, aún antes de pasar a ulteriores fases de la iniciación Mas cuando nos dábamos cuenta del error, abandonábamos al hombre con la certeza de que éste no abriría jamás la boca ni siquiera para revelar la mínima parte de la verdad aprendida. Evidentemente, algún elemento elegido erróneamente, quizá, sin esperar el signo, y luego abandonado a su destino de ciego, sacudiéndose de encima la fascinación mental, había vuelto después de cierto tiempo a su estado de durmiente para sentir una aversión inmediata, por un instinto de antiguo enemigo, aversión que le obligó a hablar.

    Tal vez esto había sucedido hacía mucho tiempo, y tal vez los diversos servicios secretos que formaban parte del ejército, de la policía y de la política, trataban de distinguirnos, de aniquilarnos, deseando quizá entrar en posesión de ulteriores informaciones para destruirnos por completo. Pero a éstos se les escapaba siempre lo esencial.

    Por aquella época quizá se consiguieron algunos nombres y entre ellos el de Sabina y el mío. Probablemente nos hallábamos sometidos a vigilancia desde hacía tiempo, y cuando yo tuve que realizar aquel asesinato de opereta, creyeron oportuno no dejar pasar la ocasión para acusarme de un crimen premeditado. Para aquellos esbirros todo iba como sobre ruedas. El enemigo interior, indicado en los primeros encuentros conducentes a la iniciación a un falso elegido cualquiera, se había trocado en un enemigo del Estado, perfectamente delimitado en una potencia extranjera. Causaba risa y pena al propio tiempo. Ellos, sin embargo, ignoraban nuestro auténtico poder y las «armas» que poseíamos. Es cierto que aún podían asestarnos golpes, y esto a muchos de nosotros, mientras conservásemos nuestro aspecto de seres humanos.

    De lo alto, a través de la reja, caía una luz pálida. El sol debía de hallarse en el cénit. Mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra. De pronto percibí un levísimo susurro, un imperceptible rumor. Me levanté y presté oído.

    La puerta se abrió lentamente y dejó filtrarse una sombra. Era alguien que de momento no conseguí distinguir. Cuando la puerta volvió a cerrarse lo reconocí: era el Viejo. Estaba frente a mí con su enigmática sonrisa, su hermosa barbita blanca, sus ojos dulces, pequeños, muy hundidos en sus órbitas.

    Me indicó con un gesto que no hablase; luego señaló un rincón de la celda, en el cual ambos nos acurrucamos.

    —Mira — dijo susurrándome las palabras al oído —, mira este signo.

    Y trazó con el índice de la mano derecha una figura en el aire.

    Era un símbolo que yo no conocía. En todo símbolo se esconde una revelación, un poder. Y ninguno de nosotros, los despiertos, puede pretender conocerlos todos.

    Cuando gracias a una penetración que trascendía a cualquier mecánica psíquica, mental, la revelación me tocó, sentí un fluido de fuego que serpenteaba por mi espinazo.

    —Ahora —dijo el Viejo, empleando en esta ocasión la telepatía mediante el contacto de las manos— puedes comer esa bazofia, que contiene un potente producto químico gracias al cual ellos creen que podrán inducirte a hablar, a revelarlo todo. Tú serás inmune al mismo porque sabrás cómo dominarte y reaccionar. Hoy te he hecho más viejo, pues el momento ha llegado. Cuando vuelvan a traerte a la celda, alguien vendrá a libertarte.

    Se alzó apoyándose con una mano sobre mi hombro, luego abrió la puerta despacio y desapareció por ella como un fantasma.

    Más tarde vinieron a buscarme. Eran cuatro: dos armados con cachiporras de goma; dos, empuñando fusiles ametralladoras.

    Fuera de la celda, en el corredor, había un sujeto de aspecto burgués y de cara antipática.

    Nos pusimos en marcha. Comprendí que debía apelar inmediatamente a mis nuevos conocimientos sirviéndome del signo trazado por el Viejo. Aun antes de recibir un fuerte golpe sobre el cráneo, propinado por uno de los hombres armados de cachiporras, lo hice.

    Fue una experiencia terrible, pero maravillosa. Cuando me encontré, mirando fijamente con los ojos del espíritu el símbolo, me pareció como si toda mi osamenta se fundiese. Así, de repente, mi yo se fue a refugiar en un ángulo que no pude distinguir, pero que, naturalmente, no estaba en mi cuerpo.

    Seguí a los cuatro esbirros desde un punto impreciso del espacio y me vi, es decir, vi a una especie de fantasma llamado Mateo Papillon que recibía, a cada paso que daba por el corredor, la escalera y los rellanos, tremendos golpes propinados con aquellos tubos de goma.

    Mateo Papillon se tambalea, cae de rodillas. Lo hacen levantar de nuevo a puñetazos, a patadas, golpeándole los costados con las culatas de las ametralladoras. Aquellos cinco energúmenos prorrumpen en horribles blasfemias.

    Finalmente, Mateo Papillon es obligado a entrar en una vastísima estancia, una especie de sala de juntas. No hay en ella muebles: sus paredes son desnudas. Del techo pende una lámpara que esparce una luz cegadora. En el centro de la gran sala hay un hombre con la cabeza cubierta por un capuchón negro con dos agujeros, por los cuales me miran unos ojos llameantes. Debe de ser el verdugo.

    —También podíais ahorraros ese trabajo —dice el encapuchado con una voz sombría y profunda—. Sabéis perfectamente que esta tarea me incumbe a mí.

    Luego el verdugo, con una técnica aprendida en quién sabe qué diabólica escuela de crueldad, inicia su trabajo. Ante todo, con una lluvia consecutiva de bofetones me golpeó rápidamente las mejillas, que estaban ya en parte tumefactas; luego me asesta una docena de puntapiés con una precisión y una violencia inimaginables.

    Mateo Papillon cae a tierra como un saco vacío y ensucia el pavimento de sangre. El encapuchado lo levanta con una sola mano, aferrándolo por el cuello de la camisa y las solapas de la chaqueta.

    Yo disfruto del espectáculo. Si conociese otro signo, aquel fantoche de carne quedaría privado de vida para siempre entre los dedos de aquella mano cruel.

    —¡Mateo Papillon, puerco espía lúbrico! — dice el verdugo.
    —Ahora nos contarás qué es lo que tienes en el cuerpo.
    —¿Pero qué queréis que os cuente? — responde Mateo, balbuciendo.
    —Todo.
    —¿Pero por dónde debo empezar?

    Un momento de vacilación, y luego:

    —Comienza por el principio.
    —Pues —empieza Mateo— yo trabajaba en la fábrica que produce refrescos y otras bebidas para el Ejército. Primero me destinaron a la sección de envases con un turno nocturno; luego me mandaron a empaquetamiento y allí me asignaron el turno de la mañana.
    —Esto no nos importa nada. Al grano, vamos — y lo sujeta firmemente por el cuello y por la solapa, casi levantándolo del suelo.
    —Un día —continúa Papillon— en la hora de descanso, se me acercó un obrero y me dijo: «Oye, ¿quieres venir esta noche a una fiesta con baile?» Yo le respondí que las fiestas con baile no son de mi gusto, y él me informó entonces que se trataba de otra cosa y que nos divertiríamos. «Bueno, pues voy», le dije.

    Y así, aquel día por la noche me acompañó a aquella casa.

    —¿A qué casa?
    —Donde daban la fiesta, pero que no era tal.
    —¿Pues qué era?
    —Se trataba de un espectáculo benéfico.
    —¿Un espectáculo?
    —Sí. Y además salía una mujer desnuda que...
    —¿Y qué hacía esta mujer desnuda? — preguntó el verdugo sacudiéndole violentamente.
    —Pues... lo que hace toda mujer desnuda. Buscar ropa con qué cubrirse.
    —¡Maldito, cerdo, traidor! ¿Quieres burlarte de nosotros? — exclama en este momento el encapuchado, iniciando la acción de morderle la nariz, pero le detiene a tiempo el individuo antipático.
    —Te has excedido en la dosis de la mezcla; esto es lo que has hecho —dice este último—. Es evidente. Ahora reina una gran confusión en su cerebro. Sois unos idiotas, unos estúpidos, unos cerdos... ¡Lleváoslo de nuevo a la celda, pronto!

    Arrastran mi cuerpo como el de un animal muerto. Luego lo dejan caer a plomo sobre el pavimento.

    Lentamente, desde aquel inimaginable e indiscernible ángulo, mi cuerpo vuelve a su pútrida caja y los huesos se hacen de nuevo.

    Abro los ojos. No estoy en disposición de alzarme ni de hacer el menor movimiento. Debo esperar tranquilamente mi liberación. Entretanto, trato de ponerme en contacto telepático, primero con Sabina, luego con el Viejo. Ninguno de ellos responde. Evidentemente, no pueden hacerlo. Entonces me pongo a pensar cuál será nuestro futuro sobre aquel planeta.

    Los despiertos lo han llamado el planeta Piloto, pero su verdadero nombre es impronunciable. Atravesaremos el espacio cósmico liberados de cualquier vínculo de materia aparente, libres de toda ilusión. No hay lugar para ilusión en el planeta Piloto. Tengo curiosidad de saber qué pensarán los ciegos cuando descubran una masa tan grande de cuerpos sin vida, inermes, como títeres sobre un pequeño escenario para marionetas.

    Hasta el momento de la partida que iniciará nuestro regreso, conservaremos el aspecto de las criaturas de Marte que se llaman a sí mismas género humano, y bajo tal aspecto deberemos llegar al sitio donde el signo penúltimo nos será revelado. Porque no existe símbolo último. La revelación de la revelación es la forma inexpresada a la que tenderemos nosotros los despiertos, y a la que llegaremos sobre el planeta Piloto.

    ¿Y esta Tierra? ¿Misión fallida? ¿Retorno con las manos vacías? ¿No habrá ya esperanza cuando las órdenes del Ángel Estrábico hayan sido ejecutadas y ningún despierto viva sobre este globo? El Ángel Estrábico es el «jefe» que nos ha guiado y nos guiará. Los marcianos lo llamaron «Estrábico» El término «Ángel» lo añadió Sabina, que conoce bien el valor de ciertas palabras.

    Poco a poco, a oleadas, sobreviene el sueño.

    Cuando vuelvo a emerger del letargo, a través de la reja veo brillar las estrellas. Debe ser noche cerrada. Un gran silencio circunda mi espera.

    Cuando vi abrirse la puerta de hierro y aparecer mi cancerbero, no me maravillé. Pensé que me iban a llevar a la tortura. Hacía tiempo había oído hablar de los métodos empleados para hacer «cantar» a los presos reticentes, que eran conducidos a ciertos lugares subterráneos donde existían aparatos crueles.

    Pero todo fue distinto. Y pronto me apercibí de ello El guardia tomó mi mano en la suya y, apretándola fuertemente me obligó, pero sin violencia, a seguirlo.

    Fuera de la celda reinaba el más absoluto silencio. El guardia se detuvo un instante y me hizo señas de que caminase de puntillas. Atravesamos el largo corredor, luego descendimos las escaleras que conducían al piso inferior donde, al oír un vocerío lejano y sofocado, el hombre uniformado se aplastó en el quicio de una puerta invitándome a imitarle, llevándose una mano al pecho.

    Ya no tuve más dudas. Algo estaba sucediendo. Sin embargo, era el mismo esbirro que me había acompañado a puntapiés a la presencia del funcionario. Poco después me convencí de que aquel individuo estaba planeando mi fuga. ¿Habría sido sobornado por los despiertos? ¿O tal vez hipnotizado por uno de los nuestros? Jamás lo supe. En el fondo, incluso este episodio, como los precedentes y los que luego siguieron, se sumió en el rincón del tiempo donde desaparecen las acciones humanas para destruirse, por contingencias y varias.

    No encontramos alma viviente. El carcelero me condujo a una estancia de la planta baja y me restituyó la pistola, el reloj, la gabardina y otros objetos que los polizontes me habían quitado. Luego, después de empujarme a un pasadizo estrecho y tenebroso, me dio la llave de una portezuela que daba a la calle.

    Bajando la voz, dijo:

    —No tienes más que doce minutos para tomar las de Villadiego. Después tendré que dar la alarma. Buena suerte.

    Eran las tres de la madrugada. El aire penetrante me reanimó. Por la calle se alejaba una patrulla. Tomé la dirección contraria, siguiendo los muros de la prisión, hasta que me encontré en una gran explanada. Debía decidirme pronto. Un auto pequeño, velocísimo, que me llamó la atención por lo oportuno de su presencia allí, estaba a muy pocos metros. Abrí la portezuela e hice luz con el encendedor. En el depósito había bencina suficiente. Puse en marcha el motor. Al oír el ruido, el guardia saltó de su garita, bostezando. Me dirigió una mirada y, convencido de que yo era el propietario del coche, volvió a entrar, cerrando la puerta. Suspiré.

    El auto corría velozmente. Debía prestar atención a las patrullas con radio. Alcancé pronto la carretera general, por la cual recorrí una docena de kilómetros. Luego emboqué la secundaria, por la que debía dirigirme al punto de la cita. Fue precisamente cuando tomaba la secundaria, que oí el aullar ensordecedor de las sirenas. Habían dado la alarma. Paré el auto y me apeé de él. Dos coches de la policía pasaron como centellas sobre el asfalto, siguiendo la carretera general. Continué la marcha. Oscura, la carretera era impracticable, pero debía evitar a toda costa encender los faros.

    La larga hilera de árboles que me había acompañado, cubriendo en parte al auto, empezó de pronto a aclararse y terminó por desaparecer. Apenas llegué a campo abierto oí el zumbido del helicóptero. Tuve una ligera vacilación y luego, abandonando el coche, miré a mi alrededor para tomar una decisión rápida. Escalé la cerca y traté de alcanzar corriendo la zona muy cubierta de vegetación que comenzaba poco después de un claro muy descubierto y peligroso; no había otra solución. Desde allí intentaría ganar nuestro escondrijo y después el bosque. Pero quedaban aún muchísimos kilómetros por recorrer... los policías emplearían todos los medios: bloqueo de las carreteras, perros policías, helicópteros, aviones, los paracaidistas, los coches blindados, los lanzallamas...

    El problema más urgente era el de librarse del peligro inmediato: aquel moscardón que zumbaba sobre mi cabeza. Súbitamente, el helicóptero lanzó un cohete que iluminó toda la zona como si fuese de día. El automóvil que yo había robado fue descubierto. El piloto bajó el aparato y poco después oí el crepitar de las ametralladoras. Entretanto, yo me arrojé al suelo, quedando tendido junto a un pequeño muro que creaba una estrecha zona de sombra, salté el muro y corriendo locamente traté de alejarme lo más posible del lugar donde había dejado el auto. Pocos segundos después lanzaron algunas bombas y el coche se incendió, originando la fragorosa explosión del depósito de gasolina.

    Comprendí que el helicóptero estaba buscando un punto para aterrizar. Se trataba de un tipo de aparato que podía transportar a cinco hombres armados además del piloto. Yo debería intentar cruzar la zona peligrosa apenas el helicóptero se hubiese posado y mientras los hombres se dispusiesen a desembarcar. El zumbido del motor se hizo más próximo; luego, poco a poco, el zumbido cesó: estaba parado. Era el momento bueno. Apelé a todas mis fuerzas y me lancé como un bisonte a través de la extensión de tierra inculta. Debía ir muy de prisa. De pronto noté que me faltaba el terreno bajo los pies y me precipité en un enorme hoyo. Me levanté bastante contusionado y, con una rodilla lastimada, seguí corriendo.

    Cuando oí los primeros disparos, ya había superado el peligro más inmediato. Allí el terreno era más accidentado, pero denso de vegetación. Los disparos continuaban en mi dirección. Calculé que mis perseguidores eran por lo menos cuatro. El helicóptero, que después de haber desembarcado a los hombres armados se había vuelto a elevar, había lanzado otro cohete. Yo estaba bastante a cubierto, pero no estaba muy seguro de tener a distancia a mis sabuesos. Me dije que aquellos condenados no tardarían en hacer entrar en escena a los perros. El helicóptero giraba en torno a la zona, describiendo un círculo que cada vez se restringía más sobre la parte en que yo me hallaba. Evidentemente, mis perseguidores, después de hallar mi rastro, habían indicado mi posición aproximada al piloto, por radioteléfono.

    Poco después comenzaron a llover las bombas. No había tiempo que perder. Comencé a trepar por la cuesta, manteniéndome en lo posible al reparo de los árboles y las densas manchas de vegetación. Después de agotar su provisión de bombas, el moscardón se alejó zumbando. Quizá volvía a la base en busca de más hombres y municiones. Continué ascendiendo desesperadamente. Estaba empapado de sudor y jadeaba ansiosamente. Pero no estaba dispuesto a dejarme atrapar. De momento tenía una notable ventaja sobre mis perseguidores y debía aprovecharla al máximo. Cuando llegué cerca de la caverna donde, no hacía mucho tiempo, nos habíamos reunido los despiertos, lancé un suspiro de alivio. Todo estaba preparado, todo estaba previsto. Comprobé que la carga de dinamita estuviese en su sitio y que las baterías estuviesen conectadas. En un rincón muy visible encontré la mochila conteniendo todo cuanto podía necesitar.

    Sacando la lámpara, la encendí y me adentré por la estrecha galería que penetraba en la ladera del monte, arrastrando el hilo tras de mí y desenrollándolo al propio tiempo. Cuando llegué al primer saliente, di el contacto. Aunque amortiguado, percibí el fragor de la explosión: la caverna había quedado obstruida. Para abrirla nuevamente deberían trabajar con una excavadora durante muchas horas. Podía considerarme a salvo.

    En el fondo de aquella madriguera, después de la galería que perteneció a una antigua mina, franqueado el precipicio que conducía a las entrañas de la tierra, junto al lado subterráneo de aguas límpidas y heladas, sentada sobre una roca y rodeada por una estupenda escenografía de estalactitas, Sabina me esperaba.

    Mi lámpara eléctrica iluminó su cara maravillosa. Pero aquel semblante había sido objeto ya de una transfiguración. La tez era de una palidez encantadora, los ojos le brillaban con una luz que pocos le conocieron en su condición humana, la boca exangüe...

    Me senté junto a ella.

    —Todo ha terminado, Sabina.
    —Sí —respondió con voz cansada—, Nos esperan.

    Se hallaba subyugada por la alegría de un deseo inmenso. Miraba, sin verla, la imagen de su cuerpo reflejada en las aguas del lago.

    —Sabina, ¿qué será de los otros?

    Vaciló un instante antes de responder.

    —No estarán a salvo por mucho tiempo. Luego, una cadena invisible se formará, y de la semilla plantada por nosotros, nacerán de la raza traicionada los nuevos despiertos.
    —Creía que todo estaba perdido...
    —No. Antes, al contrario: su nueva condición, por otra parte indispensable para despertar, les beneficiará
    —¿Y nosotros?
    —Nosotros estaremos en el pre-espacio, donde la acción es blasfemia, donde todo es quietud en el movimiento, donde el todo y el nada se atraen y se repelen sin luchar ya más. Vamos, Mateo, la hora ha llegado.

    Caminamos por un estrecho pasaje hasta que llegamos al exterior. En el bosque, los rayos de sol, filtrándose a través del follaje, formaban una telaraña maravillosa de luces. Los colores de las flores, el trinar de los pájaros, el zumbar do los insectos, el susurro de las frondas, todo era distinto. Como velado, amortiguado. Y extraño, muy lejano...

    Nacía en mí, lenta pero irresistiblemente, la barrera del distanciamiento. Era la partida.

    Los despiertos nos esperaban en el prado. No me sorprendió encontrar entre ellos a Gordon. En aquel momento fue como si lo hubiese sabido siempre.

    El Ángel Estrábico nos tomó por la mano y nos condujo a los demás. Todos nos sentamos sobre la hierba, formando un círculo a su alrededor.

    Ninguno hablaba. Luego, el «jefe», mientras nosotros seguíamos con atención sus movimientos, trazó en el aire el penúltimo signo.

    Fue precisamente en aquel momento cuando una escuadrilla de aviones sobrevoló el calvero para bombardearlo.

    Mas las bombas alcanzaron sólo a unos cuerpos desprovistos de vida.


    Fin

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      - DERECHA - 1 - 2 - 3
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