UN VERANO INFINITO (Christopher Priest)
Publicado en
agosto 25, 2017
Agosto de 1940
HABÍA UNA GUERRA EN EL MUNDO, PERO Thomas James Lloyd no tenía nada que ver con ella. La guerra era un inconveniente y un impedimento, pero en verdad nada le preocupaba menos. La mala suerte lo había llevado a una época de violencia, y esas crisis no le concernían. Vivía aparte, a la sombra.
Ahora estaba en Richmond, en el puente del Támesis; con las manos apoyadas en el parapeto, clavaba los ojos en el sur a lo largo del río. El sol reverberaba sobre las aguas. De un estuche metálico que llevaba en el bolsillo sacó las gafas oscuras y se las puso.
La noche era el único alivio para las escenas de tiempo congelado; durante el día los anteojos de sol remedaban ese alivio.
Thomas Lloyd no tenía la impresión de que hubiera transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había estado allí, libre de preocupaciones, en ese mismo puente. El recuerdo del día era vivido, un momento de tiempo congelado, indeleble. Recordaba que había estado allí con su primo, observando los esfuerzos de cuatro jóvenes de la ciudad que trataban de remontar la corriente en una chalana.
Richmond, el distrito mismo, había cambiado desde aquellos años de juventud, pero allí, a la orilla del río, el paisaje era casi igual a como él lo recordaba. Aunque había más edificios en las riberas, los prados al pie de Richmond Hill estaban intactos, y Thomas Lloyd alcanzaba a ver la rambla costera que desaparecía en el recodo del río hacia Twickenham.
Por el momento la ciudad estaba en calma. Unos minutos antes había sonado una alarma de ataque aéreo, y aunque todavía circulaban por las calles algunos vehículos, la mayor parte de los peatones había ido a buscar un refugio temporario en las tiendas y oficinas.
Lloyd se había alejado de ellos para internarse una vez más en el pasado.
Era un hombre alto, de buena complexión, que parecía joven en años. Los desconocidos solían tomarlo por un muchacho de veinticinco, y Lloyd, de carácter reservado y taciturno, no corregía el error. Por detrás de las gafas oscuras, le brillaban aún en los ojos las esperanzas de la juventud, pero unas arrugas diminutas en las comisuras de los párpados y la coloración un tanto amarillenta de la piel indicaban que era mayor en años. No obstante, ni siquiera esos detalles permitían sospechar la verdad. Thomas Lloyd había nacido en 1881, y estaba por cumplir los sesenta.
Sacó el reloj del bolsillo del chaleco, miró la hora y vio que eran un poco pasadas las doce. Dio media vuelta con la intención de encaminarse a la taberna de la carretera de Isleworth, pero de pronto reparó en un hombre detenido en el sendero del río. Aun llevando las gafas de sol, que velaban las imágenes más inoportunas del pasado y el futuro, Lloyd reconoció a uno de los hombres que él llamaba congeladores. Este era un individuo joven, más bien gordo y con una calvicie prematura. Había visto a Lloyd, porque cuando Lloyd lo miró, dio una ostensible media vuelta y se alejó. Lloyd no tenía ahora nada que temer de los congeladores, pero andaban siempre alrededor, y nunca dejaban de inquietarlo.
A lo lejos, en la dirección de Barnes, oyó el zumbido de alarma de otra sirena.
Junio de 1903
EL MUNDO ESTABA EN PAZ Y EL tiempo era caluroso. Thomas James Lloyd, recién regresado de Cambridge, veintiún años, bigotudo y de paso vivo, caminaba animadamente por entre los árboles que crecían en la ladera de Richmond Hill.
Era domingo y el paseo estaba muy concurrido. Ese mismo día, más temprano, en compañía de su padre, su madre y su hermana, Thomas había asistido al servicio religioso, sentado en el banco tradicionalmente reservado en la iglesia para los Lloyd de Richmond. La mansión de la Colina había pertenecido a los Lloyd durante más de doscientos años, y William Lloyd, que era a la sazón el jefe de la familia, poseía la mayor parte de las casas del distrito Sheen de la ciudad y administraba asimismo una de las empresas comerciales más importantes del Condado de Surrey. Una familia acaudalada por cierto, y Thomas James vivía con el convencimiento de que algún día esos bienes pasarían a pertenecerle por herencia.
Aseguradas de este modo las cuestiones materiales, Thomas se sentía en libertad de consagrar sus afanes a actividades de naturaleza más trascendente: a saber, Charlotte Carrington y su hermana Sarah.
Que un día habría de casarse con una de las hermanas era un hecho incuestionable sancionado desde tiempo atrás por ambas familias, pero el problema de por cuál de las dos se decidiría, había ocupado durante muchas semanas los pensamientos de Thomas.
Había una gran diferencia entre las dos —o al menos eso pensaba Thomas—, pero si hubiese podido elegir libremente, el joven se habría sentido más tranquilo. Por desgracia para él, los padres de las muchachas le habían dado a entender a las claras que era Charlotte la esposa que más convenía a un futuro industrial y terrateniente, y en muchos sentidos no se equivocaban.
El problema consistía en que Thomas se había enamorado perdidamente de Sarah, la hermana menor, hecho que a los ojos de la señora Carrington carecía por completo de importancia.
Charlotte, de veinte años, era sin lugar a dudas una joven atrayente, y Thomas disfrutaba de su compañía. Parecía dispuesta a aceptar de él una proposición de matrimonio, y estaba dotada en verdad de mucha gracia e inteligencia, pero en las diversas oportunidades en que habían estado juntos, ninguno de los dos había encontrado nada demasiado interesante que decir. Charlotte era una joven ambiciosa y emancipada —de lo que se preciaba ella misma— y se pasaba la vida leyendo opúsculos históricos. No parecía tener otra pasión que visitar las iglesias de Surrey y tomar calcos en bronce de los grabados. Thomas, un joven liberal y comprensivo, se alegraba de que hubiese encontrado una ocupación absorbente, pero no podía decir con sinceridad que él compartiera ese interés.
Sarah Carrington era muy distinta. Dos años menor que su hermana y aún no en edad de casarse, de acuerdo con el criterio de su madre (o aún no, en todo caso, hasta que Charlotte hubiese encontrado marido), Sarah era una criatura codiciable para Thomas, puesto que parecía inaccesible, y al mismo tiempo una personalidad seductora por mérito propio. Cuando Thomas comenzó a frecuentar a Charlotte, Sarah no había salido aún de la escuela, pero él, interrogando con astucia a Charlotte y a su propia hermana, había averiguado que a Sarah le gustaba jugar al tenis y al croquet, que era una ciclista entusiasta y que conocía al dedillo los pasos de baile más novedosos. Una ojeada subrepticia al álbum fotográfico de la familia le había revelado que era, por añadidura, asombrosamente hermosa. Este último aspecto de la joven lo había confirmado con sus propios ojos en un primer encuentro, y pronto se había enamorado de ella. Desde entonces había procurado transferir a Sarah sus atenciones, y no sin cierto éxito. Dos veces ya había hablado a solas con ella, una hazaña nada desdeñable si se considera el entusiasmo con que la señora Carrington propiciaba los encuentros de Thomas con Charlotte. En una oportunidad lo habían dejado unos minutos a solas con Sarah en el salón de los Carrington, y la segunda vez había conseguido cambiar con ella unas palabras durante un picnic familiar. Pese a ese trato tan breve, Thomas había llegado al convencimiento de que jamás tomaría por esposa a otra mujer que Sarah.
Así pues aquel domingo el alma de Thomas rebosaba de luz, ya que gracias a una treta de lo más sencilla se había asegurado no menos de una hora a solas con Sarah.
El instrumento de esa treta era un tal Waring Lloyd, un primo de Thomas. A Thomas, Waring siempre le había parecido un perfecto papanatas, pero recordando que en una ocasión Charlotte había opinado favorablemente sobre él (y sospechando que pudieran ser el uno para el otro), había propuesto para la tarde un paseo por la orilla del río. Waring, puesto confidencialmente al tanto de la situación, se demoraría con Charlotte durante el paseo, permitiendo así que Thomas y Sarah se les adelantaran.
Thomas, que había llegado a la cita con unos minutos de anticipación, se paseaba esperando a su primo. La brisa era más fresca a la orilla del río, pues los árboles crecían hasta el borde mismo del agua, y algunas de las señoras que discurrían por el sendero más allá de la caseta de los botes, habían cerrado las sombrillas y se abrigaban los hombros con chales.
Cuando por fin llegó Waring, los dos primos se saludaron con simpatía —más que en otras ocasiones del pasado reciente— y deliberaron acerca de si cruzarían el río en el ferry, o si irían a pie tomando el camino largo por el rodeo del puente. Tenían tiempo de sobra, de modo que optaron por la segunda alternativa.
Thomas le recordó a su primo lo que habría de ocurrir durante el paseo y Waring le confirmó que había entendido. El plan le convenía también a él; Charlotte le parecía no menos adorable que Sarah, y encontraría sin duda muchas cosas que decirle a la hermana mayor.
Un poco más tarde, cuando cruzaban el Puente de Richmond hacia la margen Middlesex del río, Thomas se detuvo y apoyó las manos en el parapeto de piedra. Estaba observando a cuatro jóvenes que luchaban en vano con una chalana, tratando de llevarla a un lado contra la corriente, mientras desde la ribera dos hombres de más edad les vociferaban instrucciones contradictorias.
Agosto de 1940
—SERÍA PRUDENTE QUE BUSCARA UN REFUGIO, señor. Por si acaso.
Al oír la voz junto a él, Thomas Lloyd se volvió, sobresaltado. Era un guardia de la defensa civil, un hombre entrado en años con un uniforme oscuro. En el hombro de la chaqueta y el casco de metal que le protegía la cabeza ostentaba unas letras estampadas: P.D.C. Pese al tono cortés de la voz, observaba a Lloyd con desconfianza. El trabajo por horas que Lloyd había estado haciendo en Richmond le alcanzaba apenas para pagarse la comida y el alojamiento, y si le quedaba algo lo gastaba por lo general en bebidas; vestía aún las mismas ropas de cinco años atrás, y no eran las más adecuadas.
— ¿Habrá un bombardeo? —dijo Lloyd.
—Nunca se sabe. Por ahora Jerry bombardea los puertos, pero de un momento a otro comenzará con las ciudades.
Echaron una mirada al cielo, hacia el sudeste. Allá arriba en el azul, ondeaban unas estelas blancas de vapor, pero no había ningún otro rastro visible de los bombarderos alemanes que todos tanto temían.
—Seré prudente —dijo Lloyd—. Caminaré un rato. Me mantendré lejos de las casas si empieza el bombardeo.
—Está bien, señor. Si encuentra a alguien por ahí, recuérdele que hay un estado de alerta.
—Lo haré.
El guardia lo saludó con la cabeza y se encaminó lentamente a la ciudad. Lloyd se levantó un momento los anteojos de sol y lo observó.
A pocos metros de donde se habían detenido a conversar había una de aquellas escenas de tiempo congelado: dos hombres y una mujer. La primera vez que Lloyd reparara en ellos, los había inspeccionado minuciosamente; a juzgar por la vestimenta habían sido congelados a mediados del siglo XIX. Era la escena más antigua que había descubierto hasta entonces, y por eso mismo le interesaba de un modo especial. Sabía que el momento de la erosión de una escena no podía pronosticarse. Algunas permanecían congeladas durante varios años, otras un día o dos. El hecho de que ésta hubiese sobrevivido por lo menos noventa años indicaba hasta qué punto era azarosa la rapidez de la erosión.
Las tres personas congeladas estaban detenidas en plena marcha justo en el camino del guardia, que avanzaba cojeando por el pavimento hacia ellas. Al llegar al sitio en que se encontraban no dio señales de haberlas visto, y un momento después había pasado directamente a través de las figuras.
Lloyd se bajó las gafas de sol y la imagen de las tres figuras se hizo borrosa e indistinta.
Junio de 1903
EL PORVENIR DE WARING, CUANDO SE LO comparaba con el de Thomas, parecía opaco y sin relieve; sin embargo, si se lo juzgaba con un criterio común, era bastante promisorio. Por consiguiente, la señora Carrington, que fuera del círculo inmediato de la familia conocía mejor que nadie la distribución de la fortuna de los Lloyd, acogió a Waring con amabilidad.
Les ofreció a los dos jóvenes un vaso de té frío con limón y les preguntó qué opinaban de un cantero de césped en el jardín. Thomas, habituado a la charla insustancial de la señora Carrington, contestó con unas pocas palabras, pero la respuesta de Waring, que deseaba mostrarse simpático, fue larga y prolija. Peroraba aún con erudición sobre siembras y trasplantes cuando aparecieron las muchachas. Salieron de la casa por la puerta-ventana y se encaminaron hacia ellos cruzando el jardín.
Viéndolas juntas, no se podía negar que eran hermanas, pero para Thomas, que las miraba con ansiedad, la belleza de una de ellas eclipsaba a la otra. Charlotte parecía más seria, y más práctica. Sarah tenía un aire de recato y timidez (aunque Thomas sabía que era mera afectación), y la sonrisa con que se le acercó y le estrechó la mano bastó para convencerlo de que a partir de ese momento viviría siempre en un eterno verano.
Veinte minutos pasaron mientras los cuatro jóvenes y la madre de las muchachas recorrían el jardín.
Thomas, impaciente al principio por poner el plan a prueba, pronto logró dominarse. Había advertido que la conversación de Waring entretenía tanto a la señora Carrington como a Charlotte, y esa era una ganga inesperada. Al fin y al cabo, tenía toda la tarde por delante, y valía la pena haber perdido esos pocos minutos.
Las cortesías acabaron por fin y los cuatro jóvenes se alejaron iniciando el proyectado paseo.
Las dos jóvenes llevaban sombrillas: la de Charlotte era blanca, la de Sarah rosada. Cruzaron los prados hacia la rambla de la costa, entre pastos altos que les rozaban los vestidos, aunque Charlotte se recogía un poco la falda, asegurando que las hierbas manchaban el algodón.
Ya en las cercanías del río oyeron los ruidos de la otra gente: gritos de niños, una muchacha y un hombre de la ciudad que reían a coro y los ocho remeros de un bote de regatas que se movían juntos a las órdenes del timonel. Al llegar al paseo de la costa, mientras los dos jóvenes ayudaban a las muchachas a saltar una tapia, un perro mestizo emergió bruscamente del agua unos veinte metros más allá y sacudió alrededor una nube de gotas diminutas.
Como el sendero no era bastante ancho como para que los cuatro pudieran caminar juntos, Thomas y Sarah se adelantaron unos pasos.
En cierto momento Thomas consiguió echar una mirada de reojo a su primo, quien asintió con un casi imperceptible movimiento de cabeza.
Unos minutos después, Waring retuvo a Charlotte con el pretexto de mostrarle los cisnes pequeños que nadaban con la madre en un cañaveral, mientras Thomas y Sarah se alejaban lentamente.
Ya estaban a cierta distancia de la ciudad y los prados se extendían a ambos lados del río.
Agosto de 1940
LA TABERNA NO ESTABA LEJOS DEL CAMINO, y tenía delante un patio abierto embaldosado. Allí, antes de la guerra, habían puesto a veces unas mesas circulares de metal donde los parroquianos podían beber al aire libre; pero durante el último invierno se las habían llevado como chatarra. Fuera de eso y el hecho de que las ventanas estuviesen aseguradas con precintos entrecruzados, en previsión de posibles bombardeos, no había a la vista otros indicios de las austeridades de la guerra.
Lloyd entró, pidió una pinta de cerveza amarga y fue hacia una de las mesas. Bebió un sorbo, y observó a los otros parroquianos.
Además de él y la camarera, había cuatro personas en el bar: dos hombres sentados con displicencia a una de las mesas, frente a unos vasos de cerveza a medio beber. Un tercer parroquiano estaba sentado a solas en una mesa próxima a la puerta. Tenía delante un periódico y estudiaba absorto el crucigrama.
La cuarta persona de pie contra un muro, era un congelador. Una mujer esta vez, observó Lloyd, y como los hombres que él había visto en otras ocasiones, vestía un mono de color pardo grisáceo y llevaba un instrumento de congelación que parecía a primera vista una cámara fotográfica portátil; pero era mucho más grande que una cámara, y casi cúbico. Delante, donde en la cámara estarían el fuelle y el objetivo, había una banda rectangular de vidrio blanco, en apariencia opaca o translúcida, que proyectaba el rayo congelador.
Lloyd, que aún llevaba puestas las gafas oscuras, apenas alcanzó a ver a la mujer. Y ella, por cierto, parecía que estuviese mirándolo, pero al cabo de unos pocos segundos retrocedió de pronto y desapareció en la pared.
Lloyd advirtió que la tabernera lo observaba. Ella dijo en seguida:
— ¿Le parece que vendrán esta vez?
—No me interesan mucho las conjeturas —respondió Lloyd, que no tenía ganas de hablar.
Bebió a grandes sorbos, deseando terminar la cerveza y marcharse.
—Estas sirenas han arruinado el negocio —dijo la tabernera—. Una tras otra, el día entero, y a veces también durante las noches. Y siempre es una falsa alarma.
—Sí —dijo Lloyd.
La mujer continuó hablando unos segundos más, pero alguien la llamó y se fue a atender el bar. Lloyd se sintió aliviado, pues no le gustaba hablar allí con la gente. Se había sentido aislado durante demasiado tiempo y nunca había llegado a dominar la conversación moderna. Con frecuencia lo interpretaban mal, pues hablaba en el estilo más formal de sus propios contemporáneos.
Lamentaba haber entrado allí a beber.
Hubiera sido un buen momento para ir a los prados, pues mientras durase la alarma aérea habría muy poca gente en las inmediaciones. Deseaba estar solo cada vez que iba a caminar por la orilla del río.
Apuró el resto de la cerveza, se levantó y fue hacia la salida.
En ese momento notó, por primera vez, que había una escena nueva cerca de la puerta. Lloyd no se detenía nunca a mirarlas, pues lo inquietaban; pero las nuevas eran sin embargo interesantes.
Al parecer había dos hombres y una mujer sentados a una de las mesas; la imagen era borrosa, de modo que Lloyd se quitó las gafas; al instante la luminosidad de la escena lo sorprendió; había sido captada a pleno sol y era tan deslumbrante que eclipsaba la figura del hombre real, que aún continuaba sentado en el otro extremo de la misma mesa, estudiando su problema de palabras cruzadas.
Uno de los hombres congelados era más joven que las otras dos figuras y estaba sentado un poco aparte. Había estado fumando, ya que había un cigarrillo apoyado en la mesa, con una colilla que sobresalía un centímetro del borde. El hombre de más edad y la mujer estaban juntos, tomados de la mano, y él, con el torso inclinado hacia adelante, le besaba la muñeca. Tenía los labios sobre el brazo de ella, y cerraba los ojos. La mujer, todavía grácil y atrayente, aunque era obvio que ya había pasado los cuarenta, parecía divertirse con lo que estaba ocurriendo y se sonreía, pero no miraba a su amigo. Miraba en cambio, a través de la mesa, al hombre más joven, que se llevaba el vaso de cerveza a la boca, y observaba con interés la escena del beso. Entre los dos, sobre la mesa e intactos, estaban el vaso de cerveza amarga del hombre y la copa de oporto de la mujer. El humo del cigarrillo del joven, una voluta gris, ondulaba inmóvil en el aire a la luz del sol, y un poco de ceniza flotaba suspendida a pocos centímetros de la alfombra.
— ¿Necesita algo, compañero?
Era el hombre del crucigrama.
Lloyd volvió a calarse con presteza los anteojos de sol, comprendiendo que durante los últimos segundos el hombre podía haber creído que él, Lloyd, estaba mirándolo fijamente.
—Perdone usted —dijo, recurriendo a la excusa que utilizaba con frecuencia— Por un momento me pareció que lo conocía.
El hombre le escrutó con una mirada miope.
—No recuerdo haberlo visto nunca.
Lloyd simuló un gesto preocupado y siguió caminando hacia la puerta. Por un momento tuvo una nueva visión fugaz de las tres víctimas congeladas. El joven del vaso de cerveza, observando con frialdad la escena; el besador, tan inclinado que el torso estaba casi horizontal; la mujer sonriendo, mirando al joven de soslayo y disfrutando de toda la atención que le prestaban; el humo sinuoso, iluminado por el sol. Lloyd salió de la taberna a la luz cálida.
Junio de 1903
—LA SEÑORA CARRINGTON DESEA QUE ME CASE con la hermana de usted —dijo Thomas.
—Lo sé. Pero no es lo que desea Charlotte.
—Ni yo. ¿Puedo preguntarle cuáles son los sentimientos de usted en este momento?
—Yo estoy de acuerdo, Thomas.
Iban caminando lentamente, un poco separados. Ambos observaban la grava del sendero, sin mirarse a los ojos. Sarah hacía girar la sombrilla entre los dedos, arremolinando y enredando las borlas. Ahora que habían llegado a los prados de la orilla del río, estaban casi solos, aunque Waring y Charlotte venían detrás a unos doscientos metros.
— ¿Diría usted que somos extraños, Sarah?
— ¿Extraños en qué sentido? —La joven había tardado un momento en responder.
—Bien, por ejemplo, esta es la primera vez que podemos hablar con cierta intimidad.
—Y eso gracias a una treta —dijo Sarah.
— ¿Qué quiere decir?
—Vi la señal al primo de usted.
Thomas sintió que se ruborizaba, pero pensó que con la luminosidad y el calor de la tarde, ella no lo notaría. En el río, el bote de regata había dado la vuelta, y ahora pasaba otra vez junto a ellos.
Al cabo de un momento Sarah dijo:
—No estoy eludiendo la pregunta, Thomas. Estoy pensando si somos o no somos extraños.
—Entonces ¿qué dice usted?
—Creo que nos conocemos un poco.
—Me haría feliz volver a verla, Sarah. Sin necesidad de recurrir a tretas, quiero decir.
—Charlotte y yo hablaremos con mamá. Ya lo hemos discutido mucho, Thomas, aunque no con mamá todavía. No tema herir los sentimientos de mi hermana, porque aunque gusta de usted, aún no se siente preparada para el matrimonio.
Thomas, con el pulso acelerado, sintió dentro un impulso de confianza.
— ¿Y usted, Sarah? —dijo—. ¿Me permite seguir cortejándola?
Ella desvió la mirada y se alejó algunos pasos entre las hierbas altas que crecían al borde del sendero. Thomas observó el amplio vuelo de la falda y el brillante círculo rosado de la sombrilla. Sarah balanceaba la mano izquierda al costado del cuerpo, rozando levemente la falda.
—Veo con sumo agrado las atenciones de usted, Thomas —dijo.
Lo dijo en voz muy baja, pero en los oídos de Thomas resonó como si ella hubiese hablado claramente en un salón silencioso.
La reacción de Thomas fue inmediata. Se sacó de la cabeza el canotier, y abrió los brazos.
—Mi adorada Sarah —exclamó—. ¿Quieres casarte conmigo?
La muchacha se volvió hasta enfrentarlo y durante un momento estuvo muy quieta, observándolo con seriedad. La sombrilla, posada sobre el hombro, ya no giraba. De pronto, comprendiendo que él hablaba muy en serio, sonrió, y Thomas notó que también a ella un rubor le coloreaba las mejillas.
—Sí, claro que quiero —dijo Sarah.
La felicidad le brillaba en los ojos. Dio un paso hacia él tendiéndole la mano izquierda, y Thomas, con el sombrero de paja todavía en alto, extendió la derecha hacia la mano de la joven.
Ni Thomas ni Sarah hubieran podido ver que en ese mismo instante un hombre se acercaba desde la orilla del agua y apuntaba hacia ellos un pequeño instrumento negro.
Agosto de 1940
LA SEÑAL DE FUERA DE PELIGRO NO había sonado, pero la ciudad parecía estar volviendo a la vida. El tránsito cruzaba otra vez por el Puente de Richmond, y no lejos de allí, en la carretera de Isleworth, la gente se agrupaba a las puertas de una tienda de comestibles, mientras un coche de reparto se detenía en la calle. Ahora que había iniciado al fin su paseo cotidiano, Thomas Lloyd se sentía más cómodo entre las escenas; se quitó por última vez las gafas y las guardó en el estuche.
En el centro del puente estaba el carruaje volcado. El cochero, un hombre enjuto de edad madura, enfundado en una librea verde y con un sombrero de copa negro y lustroso, tenía el brazo izquierdo levantado. La mano sujetaba el fuste, y la tralla serpenteaba en una curva grácil por encima del puente. La mano derecha estaba soltando ya las riendas y se tendía hacia la superficie sólida de la carretera, en un intento desesperado por amortiguar el impacto de la caída. En el compartimiento abierto del carruaje había una vieja dama, profusamente empolvada y velada, con un abrigo de terciopelo negro. Al quebrarse el eje de las ruedas, la dama había sido desplazada a un costado del asiento, y alzaba aterrorizada las manos. De los dos caballos enganchados al carruaje, uno parecía no haber notado el accidente, y había quedado congelado en pleno trote. El otro, en cambio, había echado la cabeza hacia atrás y se levantaba en dos patas. Tenía los ollares dilatados, y los ojos en blanco detrás de las anteojeras.
En el momento en que Lloyd cruzaba el camino, un coche de la Dirección General de Correos atravesó la escena, y el conductor no se inmutó.
Dos congeladores se habían detenido a esperar en lo alto de la rampa del paseo ribereño, y cuando Lloyd echó a andar por el sendero que llevaba a los prados más distantes, los dos hombres caminaron un rato detrás de él.
Junio de 1903 a enero de 1915
EL DÍA ESTIVAL, CON LOS DOS JÓVENES amantes prisioneros, se convirtió en un momento prolongado.
Thomas James Lloyd, con el sombrero de paja en alto en la mano izquierda, la otra mano extendida. La rodilla derecha algo doblada, como si estuviera a punto de arrodillarse, y una cara esperanzada y feliz. Parecía como si una brisa leve le moviese el pelo, y tenía tres cabellos erizados, pero se los había despeinado él mismo al sacarse el sombrero. Un minúsculo insecto alado que se le había posado en la solapa estaba congelado en pleno vuelo; un intento de huida demasiado tardío.
A pocos pasos de Thomas estaba Sarah Carrington. El sol le daba en la cara iluminándole los bucles rojizos que le caían por debajo de la cofia. Un botín abotonado, avanzando hacia Thomas, asomaba bajo el ruedo de encaje de la falda.
La mano derecha levantaba por encima del hombro una sombrilla rosa, como si fuese a moverla en el aire, feliz. Se estaba riendo, y los ojos pardos y serenos miraban con afecto al joven frente a ella.
Las manos de los dos estaban extendidas, separadas por unos pocos centímetros.
La izquierda de Sarah se adelantaba con los dedos abiertos para tomar la mano del muchacho.
En los dedos tendidos de Thomas, unas manchas blancas e irregulares indicaban que hasta hacía un momento había tenido los puños tensos y apretados.
El cuadro: las hierbas altas y aún húmedas por el chaparrón de pocas horas antes, el color pardo claro de la grava en el sendero, las flores silvestres que se abrían en el prado, la culebra que dormía al sol a menos de un metro de la pareja, los vestidos, la piel... todo vertido en colores pálidos y embebido en una luminosidad sobrenatural.
Agosto de 1940
HABÍA UN RUGIDO DE MOTORES EN el cielo.
Aunque los aviones no se conocían en la época de Thomas Lloyd, él ya se había acostumbrado. No ignoraba que antes de la guerra había aviones civiles —grandes naves voladoras que iban a la India, a África, al Lejano Oriente—, pero él nunca los había visto, y desde que estallara la guerra los únicos que descubría eran militares. Como toda la gente de entonces conocía bien aquellas formas negras que surcaban el cielo, y el zumbido curioso, pulsátil, de los bombarderos enemigos. Todos los días había algún combate aéreo en el sudeste de Inglaterra; algunas veces los bombarderos penetraban en la isla, otras veces no.
Echó una mirada al cielo. Mientras había estado en la taberna, las estelas de vapor que viera más temprano se habían desvanecido, pero unas nuevas sombras blancas aparecían ahora un poco más al norte.
Lloyd siguió caminando por la orilla del río, del lado de Middlesex. Mirando hacia la margen opuesta por encima del agua, podía ver cuánto había crecido la ciudad; los árboles del lado de Surrey, que en otro tiempo ocultaran las casas, habían sido reemplazados por comercios y oficinas. De este lado, donde las casas se habían levantado a cierta distancia del río, había otras nuevas junto a la orilla. Pero la casilla de madera de los botes se conservaba todavía intacta, y necesitaba urgentemente una mano de pintura.
Lloyd estaba en la encrucijada del pasado, el presente y el futuro; sólo la casilla de los botes y el río mismo eran tan nítidos como el propio Lloyd. Los congeladores, venidos de un ignoto período del futuro, tan etéreos para el común de los hombres como un pensamiento ilusorio, se movían como sombras a través de la luz, apresando breves momentos. Las escenas mismas, congeladas, aisladas, insustanciales, parecían esperar en una eternidad de silencio a que las generaciones futuras vinieran a verlas.
Y enmarcándolo todo, un presente turbulento, obsesionado por el fantasma de la guerra.
Thomas Lloyd, que no pertenecía al pasado ni al presente, se veía a sí mismo como un producto de los dos y como una víctima del futuro.
De pronto, desde el alto cielo de la ciudad, llegó el estrépito de una explosión y un rugido de motores, y el presente irrumpió en la conciencia de Lloyd. Un avión de caza británico se alejaba escorado rumbo al sur, mientras un bombardero alemán caía envuelto en llamas. Al cabo de unos segundos dos hombres saltaron de la nave; los paracaídas se abrieron.
Enero de 1935
COMO SI DESPERTARA DE UN SUEÑO, THOMAS tuvo un momento de lucidez y reconocimiento, pero en seguida todo se borró.
Vio a Sarah ante él, yendo hacia él, la deslumbrante vivacidad de los colores; vio la quietud del día congelado. La risa, el rostro feliz de Sarah, la aceptación de la propuesta: todo venía de un momento anterior.
Pero mientras miraba, todo se desvanecía, y cuando Thomas la llamó a gritos, Sarah no se movió ni respondió y la luz se oscureció alrededor de ella.
Thomas se precipitó entonces hacia adelante, con los miembros vencidos por una gran debilidad, y cayó al suelo de bruces.
Era de noche, y un espeso manto de nieve cubría los prados a orillas del Támesis.
Agosto de 1940
HASTA EL MOMENTO DEL CHOQUE FINAL, el bombardero cayó en silencio. Aunque sólo un motor se había incendiado, ninguno de los dos funcionaba ahora, y las llamas y el humo que envolvían el fuselaje dejaban en el cielo una espesa estela negra. El aparato estalló junto al recodo del río.
Entretanto, los dos pilotos alemanes que habían escapado de la nave flotaban a la deriva sobre Richmond Hill, oscilando bajo los paracaídas.
Lloyd se protegió los ojos con las manos para ver dónde irían a aterrizar. Uno había tardado un poco más en saltar del avión, y estaba mucho más cerca, cayendo lentamente hacia el río.
Al parecer las autoridades de la Defensa Civil urbana habían sido alertadas, pues unos minutos más tarde Lloyd oyó el campanilleo de los coches de la policía y la sirena de los bomberos.
Notó un movimiento, cerca, y se volvió. A los dos congeladores que habían estado siguiéndolo, se habían unido ahora otros dos; uno de ellos era la mujer que había visto en la taberna. El que parecía más joven ya había levantado el instrumento y lo apuntaba hacia la orilla opuesta del río, pero los otros tres estaban diciéndole algo. (Lloyd podía ver el movimiento de los labios, y la expresión de los rostros, pero como siempre no alcanzaba a oírlos.) El joven apartó con un movimiento la mano compulsiva de uno de los otros y avanzó resueltamente hasta el borde del agua.
Uno de los alemanes descendió cerca del linde de Richmond Park y se perdió de vista más allá de las casas, en las inmediaciones de la cresta de la Colina; el otro, retenido en el aire por una súbita ráfaga ascendente, flotó un momento sobre el río, y ahora estaba a sólo unos quince metros de altura. Lloyd veía cómo tironeaba de las cuerdas del paracaídas, tratando con desesperación de guiarlo hacia tierra. A medida que el lienzo blanco iba expulsando el aire, caía con mayor rapidez.
En la orilla del río, el joven congelador preparaba el instrumento, apuntando con la ayuda de una mira. Un momento después, los esfuerzos del alemán que trataba de evitar el agua, se vieron recompensados de un modo que él nunca hubiera imaginado; a tres metros de la superficie del río, con las rodillas levantadas para amortiguar el golpe, y un brazo aferrado a la cuerda de arriba, el alemán quedó congelado en el aire.
El congelador bajó el instrumento y Lloyd, desde la otra orilla, observó al hombre infortunado suspendido entre el cielo y la tierra.
Enero de 1935
LA TRANSFORMACIÓN DE UN DÍA DE ESTÍO en una noche invernal fue para Thomas Lloyd el más insignificante de los cambios cuando recobró el conocimiento. En lo que para él fueran unos pocos segundos había sido trasladado de un mundo estable, pacífico y próspero a otro en el que unas ambiciones violentas y dinámicas amenazaban a toda Europa. En aquel mismo instante, también él había perdido la tranquilidad de un futuro acomodado, transformándose en un mendigo. Y lo que era para él más traumático, nunca había tenido la oportunidad de vivir el impetuoso amor que sintiera por Sarah.
La noche era el único alivio para aquellas escenas, y Sarah estaba todavía encerrada en un momento congelado.
Recobró el conocimiento poco antes del amanecer, y sin entender qué había ocurrido, emprendió el lento camino de regreso a la ciudad. Poco después había salido el sol, y cuando la luz del día iluminó los cuadros que se sucedían en confuso desorden por caminos y senderos, y a los congeladores que iban y venían sin interrupción como intrusos del futuro, Lloyd no comprendió que ellos eran la causa de aquella desgraciada ocurrencia, ni que alcanzaba a percibir las imágenes porque él mismo había estado congelado.
En Richmond lo encontró un policía y lo llevaron al hospital. Allí mientras le trataban la pulmonía que había contraído tirado en la nieve, y más tarde la amnesia que quizá lo explicaba todo, Thomas Lloyd veía a los congeladores que se desplazaban por las salas. También allí estaban las escenas: un moribundo que se caía del lecho; una enfermera joven —vestida con el uniforme de cincuenta años atrás— congelada en el umbral de una puerta, frunciendo el ceño, preocupada; un niño que lanzaba una pelota en el jardín cerca del pabellón de los convalecientes.
A medida que se recobraba, la necesidad de volver a los prados de la orilla del río empezó a obsesionar a Lloyd, y antes de que lo dieran de alta, dejó el hospital y fue directamente allí.
La nieve ya se había derretido, pero el tiempo era frío aún, y una escarcha blanca cubría el suelo. Allí, cerca del río, donde la hierba crecía apretada junto al sendero, había un momento de estío congelado, y en él estaba Sarah.
Lloyd podía verla, pero ella no lo veía; él podía tenderle la mano, que atravesaba aquella ilusión, sin conseguir tocarla; podía caminar alrededor de ella, como si pisara las hierbas verdes del estío y sentir a la vez el frío del suelo invernal que le penetraba por las delgadas suelas de los zapatos.
Y cuando caía la noche, y el momento del pasado se hacía invisible, Thomas se sentía aliviado.
Pasó el tiempo, pero Thomas no dejó ni un solo día de ir a caminar por el sendero de la orilla del río, y siempre se detenía frente a la imagen de Sarah, y extendía el brazo para tomarle la mano.
Agosto de 1940
EL PARACAIDISTA ALEMÁN ESTABA SUSPENDIDO por encima del río, y Lloyd miró de nuevo a los congeladores. Parecía que aún seguían criticando al joven por lo que acababa de hacer, aunque la escena que había captado parecía fascinarlos. Era por cierto uno de los cuadros más dramáticos entre los que Lloyd mismo había encontrado.
Ahora que el hombre estaba congelado, podía verse que cerraba con fuerza los ojos y se apretaba la nariz con los dedos preparándose para la zambullida. Pero al mismo tiempo era evidente que había sido herido en el avión, pues en la chaqueta de aviador se le veían unas manchas oscuras de sangre. La escena era cómica y patética a la vez, una confirmación para Lloyd de que por muy irreal que ese presente pudiera parecerle, no tenía nada de ilusorio para los hombres de la época.
Un momento después, Lloyd comprendió el interés particular de los congeladores por el desventurado aviador, pues el bloque de tiempo congelado se erosionó de pronto, y el joven alemán se hundió en el río. El paracaídas se hinchó como un velamen y se replegó. Cuando subió a la superficie, el alemán sacudió los brazos, tratando de librarse de las cuerdas.
No era la primera vez que Lloyd presenciaba la erosión de una escena, pero nunca había visto que ocurriera tan inmediatamente después del congelamiento. Había pensado que la persistencia de una escena dependía de que la víctima se encontrase más o menos cerca del aparato en el momento de la congelación, y el piloto había descendido a no menos de cincuenta metros de distancia. En su propio caso, él había escapado de la escena congelada y Sarah no, y la única explicación posible era que ella hubiese estado más cerca del congelador.
En el centro del río el alemán había conseguido desembarazarse del paracaídas, e iba nadando lentamente hacia la orilla opuesta. El descenso había sido sin duda observado por las autoridades, pues antes de que llegara a la rampa del embarcadero flotante, cuatro policías se acercaron desde el camino y lo ayudaron a salir del agua. El hombre no se resistió, y se dejó caer exánime en el suelo, esperando la llegada de una ambulancia.
Lloyd recordó la única ocasión anterior en que había presenciado la rápida erosión de una escena. Un congelador había intervenido para evitar un accidente de tránsito: un hombre que cruzaba distraído la calle había sido congelado en la mitad de un paso. El conductor del coche había frenado de golpe y miraba alrededor con extrañeza, buscando al hombre que había estado a punto de atropellar, aunque supuso sin duda que había imaginado el incidente, pues un momento después reanudó la marcha. Sólo Lloyd, que era capaz de percibir esas escenas, podía ver aún al hombre: dando un paso atrás, agitando aterrorizado los brazos, viendo demasiado tarde el vehículo que se aproximaba. Tres días después, cuando Lloyd volvió al sitio del incidente, la erosión había destruido el cuadro, y el hombre había desaparecido.
Aquel hombre, como Lloyd, y ahora el piloto alemán, se desplazarían en adelante por un mundo intermedio, donde el pasado, el presente y el futuro coexistían con dificultad.
El lienzo del paracaídas flotó a la deriva río abajo, y Lloyd lo miró hasta que se hundió en el agua, y luego dio media vuelta caminando de nuevo hacia los prados. Observó entonces que en la margen del río habían aparecido otros congeladores y que caminaban detrás de él, siguiéndolo.
Cuando llegó al recodo del río, desde donde siempre tenía una primera visión de Sarah, notó que el bombardero se había estrellado en el prado. La explosión de la caída había incendiado los pastos, y la humareda, sumada a la del aparato en llamas, oscurecía la escena.
Enero de 1915 a agosto de 1940
THOMAS LLOYD NO SE ALEJABA NUNCA DE Richmond. Vivía modestamente, conseguía trabajos ocasionales, procuraba no llamar la atención.
¿Qué había sido del pasado? Descubrió que el 22 de junio de 1903, día en que desapareció junto con Sarah, todos pensaron que se habían fugado. El padre de Lloyd, William Lloyd, cabeza de la distinguida familia de Richmond, lo había repudiado y desheredado. El coronel Carrington había ofrecido una recompensa a quien diera con él, pero en 1910 se marcharon del condado. Thomas descubrió además que el primo Waring no se había casado con Charlotte, y que había emigrado a Australia. Luego los propios padres de Lloyd habían muerto, nadie había conseguido averiguar el paradero de la hermana de Thomas, y la mansión familiar había sido vendida y demolida.
(El día que leyó los archivos del periódico local, lo pasó junto a Sarah, abrumado de tristeza.)
¿Y el futuro? Era un futuro intruso, invasor. Existía en un plano que sólo quienes habían sido congelados y liberados alcanzaban luego a percibir. Existía en la forma de esos hombres que venían, con algún secreto propósito, a congelar imágenes del pasado.
(El día que comprendió por primera vez quiénes podían ser esos hombres fantasmales que él llamaba los congeladores, permaneció junto a Sarah, vigilando celosamente las cercanías. Ese día, como adivinando lo que Lloyd sospechaba, uno de los congeladores se había paseado por la orilla del río, observando al joven y a la joven prisionera del tiempo.)
¿Y el presente? A Lloyd no le interesaba el presente ni lo compartía con las personas que vivían en él. Era un presente extraño, violento, aterrador... aunque él no se sintiera amenazado. Para Thomas era una presencia tan vaga como las otras dos dimensiones. Sólo el pasado y aquellas imágenes congeladas le parecían reales.
(El día que vio por primera vez la erosión de una escena, corrió sin detenerse hasta los prados, y allí se quedó hasta muy entrada la noche, mirando a Sarah, tratando de percibir el primer indicio de sustancia en la mano extendida.)
Agosto de 1940
SÓLO ALLÍ, EN LOS PRADOS DE LA ribera del río, con la ciudad a lo lejos y las casas invisibles detrás de los árboles, Thomas se sentía alguna vez parte del presente. Allí el pasado y el presente se unían, porque pocas cosas habían cambiado desde la época de Lloyd. Allí podía permanecer largas horas frente a la imagen de Sarah y llegar a creer que aún estaban en aquel día del verano de 1903 y que él era aún el joven que alzaba el sombrero de paja y doblaba la rodilla. Allí, además, casi nunca encontraba a los congeladores, y las escasas escenas visibles podían pertenecer al mundo que había abandonado (un poco más allá, en el sendero, había un viejo pescador detenido en el momento en que sacaba una trucha del agua; un niño vestido de marinero que caminaba enfurruñado junto a la niñera; una joven criada ataviada con ropas de domingo, y que reía mientras un galán le cosquilleaba la barbilla).
Hoy, sin embargo, el presente había irrumpido con violencia. El bombardero había estallado esparciendo fragmentos de escombros por los prados. El humo negro que brotaba de los despojos se dispersaba sobre el río en una nube oleosa, y un humo blanquecino flotaba a la deriva en los rescoldos de los pastos. El fuego ya había ennegrecido el terreno de alrededor.
Sarah era invisible para él, perdida allá en la humareda.
Thomas se detuvo y sacó un pañuelo del bolsillo. Se inclinó a la orilla del agua y lo mojó, y luego de exprimirlo, lo sostuvo sobre la nariz y la boca.
Miró por encima del hombro y vio que ahora ocho de los congeladores estaban allí, con él. No parecían prestarle atención, y mientras Thomas preparaba el pañuelo, pasaron de largo, insensibles al humo. Atravesaron los pastos en llamas, y se acercaron a los despojos del bombardero. Uno de los congeladores ya ajustaba algo en el aparato.
El humo, llevado por una brisa que soplaba desde hacía unos minutos, se alejaba rápidamente de las llamas, manteniéndose casi al nivel del suelo. Mientras esto ocurría, Thomas llegó a ver por encima de la humareda la imagen de Sarah. Alarmado por la proximidad del avión en llamas, corrió hacia ella, aunque sabía que ni el fuego ni la explosión ni el humo podían hacerle daño.
Levantando con los pies los rescoldos humeantes de los pastos, avanzó hacia ella. Por momentos, las rachas de viento arremolinaban el humo alrededor de la cabeza de Thomas. Los ojos le lagrimeaban, y aunque el pañuelo mojado lo protegía del humo de los pastos, las emanaciones oleosas del avión lo envolvían en ráfagas, y los vapores acres lo ahogaban y sofocaban.
Al fin se decidió a esperar; Sarah estaba a salvo dentro del capullo de tiempo congelado, y no había razón para que él se asfixiara sólo por acompañarla, ya que en pocos minutos más el fuego se extinguiría.
Retrocedió hasta la orilla de la zona en llamas, enjuagó el pañuelo en el río y se sentó a esperar.
Los congeladores estaban explorando con mucho interés los despojos del bombardero incendiado, flotando al parecer en medio de las llamas y el humo para internarse en el centro de la conflagración.
Un poco más lejos, a la derecha de Thomas, sonó una campana, y un momento después un coche de bomberos se detuvo en el callejón que corría a lo largo del linde distante de los prados. Unos bomberos saltaron del coche y se quedaron mirando el avión en llamas. A Thomas se le encogió el corazón, adivinando lo que ocurriría. Había visto en los periódicos fotografías de aviones alemanes estrellados; invariablemente los ponían bajo vigilancia militar hasta que retiraban los despojos para examinarlos. Si eso iba a ocurrir allí, no podría acercarse a Sarah durante varios días.
Sin embargo, aún tenía por el momento una oportunidad de estar con ella. Estaba demasiado lejos de los bomberos para oír lo que decían, pero al parecer no iban a apagar el incendio. El fuselaje seguía humeando, aunque las llamas se habían extinguido y el humo venía sobre todo de las hierbas. No había casas en las inmediaciones, y con un viento que soplaba hacia el río, era poco probable que el fuego se extendiera más.
Se puso otra vez de pie y echó a andar con paso vivo hacia Sarah.
Pronto llegó hasta ella. Sarah estaba allí, delante de él: los ojos brillantes a la luz del sol, la sombrilla en alto, el brazo extendido, envuelta en una esfera de seguridad. Aunque el humo se arremolinaba atravesándola, las hierbas que ella pisaba eran verdes y húmedas y tiernas. Como venía haciendo día tras día desde cinco años atrás, Thomas se detuvo ante ella y esperó alguna señal de erosión en el cuadro. Entró, como tantas veces antes, en el área de tiempo congelado. Allí, aunque creía estar pisando los pastos de 1903, una llama se le enroscó alrededor de la pierna y Thomas dio un paso atrás.
Vio entonces que algunos de los congeladores venían hacia él. Al parecer habían examinado con atención los restos del avión, y decidieron que no valía la pena perpetuarlo en tiempo congelado. Thomas trató de ignorarlos, pero el silencio siniestro de aquellos hombres no era fácil de olvidar.
El humo se acumulaba, espeso y penetrante con los olores del pasto chamuscado, y Thomas miró otra vez a Sarah. Así como el tiempo se había congelado alrededor de ella en aquel instante, había congelado también el amor de él. El tiempo no lo había debilitado, lo había preservado.
Los congeladores los observaban. Thomas advirtió que las ocho borrosas figuras, de pie a menos de tres metros, lo miraban con interés. De pronto, desde el linde más distante del prado, uno de los bomberos le gritó algo a Thomas. Tenían sin duda la impresión de que estaba solo allí; ninguno de ellos podía ver las escenas, ninguno conocía la existencia de los congeladores. El bombero avanzaba hacia él, agitando un brazo, diciéndole que se alejase. Tardaría un minuto o más en llegar, y para Thomas ese tiempo era suficiente.
Uno de los congeladores se adelantó, y en el corazón del humo Thomas vio que el estío aprisionado comenzaba a enturbiarse. El humo trepaba en volutas alrededor de los pies de Sarah, y la llama lamía las hierbas húmedas de tiempo congelado que le tocaban los tobillos. Thomas vio que la orla de encaje de la falda estaba chamuscándose.
Y la mano de Sarah, extendida siempre hacia él, descendió.
La sombrilla rodó por el suelo.
La cabeza de Sarah cayó hacia adelante... pero en seguida pareció que despertaba, y el paso hacia Thomas, comenzado treinta y siete años antes, fue concluido.
— ¿Thomas? —La voz era clara, intacta.
Thomas se precipitó hacia ella.
— ¡Thomas! ¡El humo! ¿Qué sucede?
— ¡Sarah... amor mío!
En el momento en que Sarah llegaba a él, Thomas vio que las llamas habían alcanzado la falda; no obstante abrazó a la joven, íntima, tiernamente. Sintió contra las mejillas la mejilla de Sarah, todavía encendida por aquel rubor remoto. Los cabellos, sueltos bajo la cofia, le rozaban la cara y la presión de los brazos que rodeaban la cintura de Thomas no era menor que la de él.
Thomas notó, oscuramente, un movimiento gris más allá de ellos, y al cabo de un momento los ruidos cesaron y el humo dejó de arremolinarse. Las llamas se apagaron en el encaje de la falda, y el sol tibio del verano resplandeció en la escena. El pasado y el futuro se unieron, el presente se desvaneció, la vida se detuvo, vida para siempre.
Fin