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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Cherish Youre Day - Instrumental - Einarmk - 3:33
  • 10. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 11. España - Mantovani - 3:22
  • 12. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 13. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Drons - An Jon - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 25. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 26. Travel The World - Del - 3:56
  • 27. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 28. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 29. Afternoon Stream - 30:12
  • 30. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 31. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 32. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 33. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 34. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 35. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 36. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 37. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 38. Evening Thunder - 30:01
  • 39. Exotische Reise - 30:30
  • 40. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 41. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 42. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 43. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 44. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 45. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 46. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 47. Morning Rain - 30:11
  • 48. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 49. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 50. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 51. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 52. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 53. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 54. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 55. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 56. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 57. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 58. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 59. Vertraumter Bach - 30:29
  • 60. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 61. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 62. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 63. Concerning Hobbits - 2:55
  • 64. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 65. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 66. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 67. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 68. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 69. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 70. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 71. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 72. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 73. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 74. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 75. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 76. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 77. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 78. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 79. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 80. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 81. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 82. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 83. Acecho - 4:34
  • 84. Alone With The Darkness - 5:06
  • 85. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 86. Awoke - 0:54
  • 87. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 88. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 89. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 90. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 91. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 92. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 93. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 94. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 95. Darkest Hour - 4:00
  • 96. Dead Home - 0:36
  • 97. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 98. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 99. Geisterstimmen - 1:39
  • 100. Halloween Background Music - 1:01
  • 101. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 102. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 103. Halloween Time - 0:57
  • 104. Horrible - 1:36
  • 105. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 106. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 107. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 108. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 109. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 110. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 111. Long Thriller Theme - 8:00
  • 112. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 113. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 114. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 115. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 116. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 117. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 118. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 119. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 120. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 121. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 122. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 123. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 124. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 125. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 126. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 127. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 128. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 129. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 130. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 131. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 132. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 133. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 134. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 135. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 136. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 137. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 138. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 139. Mysterious Celesta - 1:04
  • 140. Nightmare - 2:32
  • 141. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 142. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 143. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 144. Pandoras Music Box - 3:07
  • 145. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 146. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 147. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 148. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 149. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 150. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 151. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 152. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 153. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
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  • 165. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 166. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 168. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 169. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 170. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 171. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 172. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 173. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 174. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 175. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 176. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 177. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 178. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 179. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 180. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 181. Tense Cinematic - 3:14
  • 182. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 183. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 184. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 185. Trailer Agresivo - 0:49
  • 186. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 187. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 188. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 189. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 190. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 191. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 192. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 193. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 194. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 195. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 196. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 197. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 198. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 199. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 200. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 201. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 202. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 203. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 204. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 205. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 206. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 207. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 208. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 209. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 210. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 211. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 212. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 213. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 214. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 215. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 216. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 217. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 218. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 219. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 220. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 221. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 222. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 224. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 225. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 227. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 228. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 229. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 231. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 232. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 233. Noche De Paz - 3:40
  • 234. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 235. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 236. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 237. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 240. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 241. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 242. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 243. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    T 15 (90 seg)


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    CATACLISMO EN IRIS (Arkadi y Boris Strugatski)

    Publicado en agosto 25, 2017

    Iris es un planeta en el que se experimenta con el «transporte cero», con el cual se traslada materia a grandes distancias instantáneamente. Cada vez que se produce un transporte cero desde su ecuador, en los polos de Iris se generan monstruosas erupciones y nace una amenazante Ola negra que debe ser contenida y anulada antes de que arrase el planeta. En uno de los transportes, la Ola que se genera es anormal, convirtiéndose en algo que ninguna de las medidas previstas es capaz de parar, quedando Iris a su merced enfrentando una catástrofe planetaria de magnitudes inimaginables.


    Capítulo I


    La mano de Tania, tibia y algo áspera, cubría sus ojos y todo lo demás le tenía sin cuidado. Sentía el olor amargo y salado del polvo, el trinar soñoliento de los pájaros esteparios y cómo la hierba seca le pinchaba y cosquilleaba la nuca. El sitio donde estaba tendido era duro e incómodo, el cuello le picaba inaguantablemente, pero él, sin moverse, escuchaba la acompasado y suave respiración de Tania. Se sonreía y se alegraba de la obscuridad, porque esta sonrisa debía ser absurda, de puro tonta y engreída.

    Después, fuera de lugar y de tiempo, empezó a sonar el zumbido de llamada en la torre del laboratorio. «Que suene —pensó él—. No es la primera vez. Esta noche todas las llamadas están fuera de lugar y de tiempo.»

    —Robik —susurró Tania—. ¿Oyes?
    —No oigo nada en absoluto —gruñó Robert.

    Parpadeó para que sus pestañas hicieran cosquillas a Tania en la palma de la mano. Todo lo demás estaba lejos, muy lejos y maldita la falta que hacía. Estaba lejos Patrick, eternamente aturdido por el insomnio. Estaba lejos Maliaev, con sus modales de Esfinge de Hielo. Estaba lejos todo este mundo de constante prisa, de constantes discusiones incomprensibles, de eterna insatisfacción y preocupación, todo este mundo sin sentimientos, donde se desprecia lo que está claro y se celebra lo incomprensible, donde todos se han olvidado hasta de que son hombres y mujeres. Todo está muy lejos. Aquí sólo existe una estepa nocturna, una estepa solitaria en centenares de kilómetros, que después de tragarse un día caluroso, está caliente y plena de olores templados y excitantes.

    Volvió a zumbar la señal.

    —Otra vez —dijo Tania.
    —Que suene. Yo no estoy. Me he muerto. Me han comido las musarañas. ¡Estoy tan bien! Te amo. No quiero ir a ninguna parte. ¿Por qué he de ir? ¿Tú irías?
    —No sé.
    —Dices eso porque me quieres poco. Cuando una persona ama de verdad, no se va a ninguna parte.
    —Teórico —dijo Tania.
    —¿Yo teórico? Soy práctico. Y como práctico te pregunto: ¿Por qué razón me tengo que ir, de buenas a primeras, a ninguna parte? Hay que saber amar, que es lo que vosotros no sabéis, en lugar de discutir tanto sobre el amor. Bueno, me parece que estoy charlando mucho.
    —Sí, demasiado.

    Robert retiró la mano que tenía sobre los ojos y la posó sobre sus labios. Ahora veía el cielo cubierto de nubes y las luces de posición de las vigas armadas de la torre que se alzaban a veinte metros de altura.

    La señal sonaba continuamente y Robert se figuraba a Patrick enojado, apretando la tecla de llamada y sacando a disgusto sus gruesos y bonachones labios.

    —Ahora verás como te desconecto —murmuró Robert—, Tania, ¿quieres que le haga callar para siempre, y que todo sea eterno? ¿Que sea eterno nuestro amor y que él se calle eternamente?

    En la obscuridad veía el rostro de ella, claro, con sus ojos enormes y brillantes. Ella le apartó la mano y dijo:

    —Si quieres yo hablo con él. Le diré que soy una alucinación. Por las noches suelen producirse alucinaciones.
    —¡Con alucinaciones a él! No sabes qué clase de persona es, Tanechka. Ese no es de los que se engañan a si mismo.
    —¿Quieres que te diga cómo es? Me gusta adivinar el carácter de las personas por las señales del videófono. Es terco, malo e indiscreto, y por nada del mundo se iría de noche a la estepa con una mujer. Así es. Lo veo como si lo tuviera en la palma de la mano. Lo único que ése sabe de la noche es que es obscura.
    —No —dijo Robert—. En eso de que por nada del mundo, tienes razón. Pero es bueno, blando y algo apático.
    —No lo creo —respondió Tania—. Escucha. —Escucharon juntos—. ¿Te parece que eso es ser apático? Es claramente un tenasem propositi virum.


    [Hombre pertinaz en sus propósitos (Horacio). En el original figura en latín. (N. del T.)]


    —¿De verdad? Pues, se lo diré.
    —Díselo. Ve y díselo.
    —¿Ahora mismo?
    —Cuanto antes.

    Robert se levantó y ella se quedó sentada abrazándose las rodillas.

    —Pero antes dame un beso —suplicó ella.

    Ya en la cabina del ascensor, Robert apoyó la frente en la fría pared y permaneció así un rato, con los ojos cerrados, sonriéndose y pasándose la lengua por los labios. Su cabeza no pensaba en nada. Sólo un eco triunfal inarticulado se repetía constantemente: «¡Me ama! ¡A mí solamente! Para que lo sepáis, ¡a mi!» Cuando se dio cuenta, la cabina hacía ya tiempo que estaba parada. Quiso abrir la puerta, pero tardó en encontrarla. Le pareció que había demasiados muebles en el laboratorio. Tropezó y tiró una silla, empujó varias mesas y se dio con los estantes, hasta que por fin se acordó de encender la luz. Muerto de risa, buscó a tientas el interruptor, encendió, levantó un sillón y se sentó junto al videófono.

    Cuando el soñoliento rostro de Patrick apareció en la pantalla, Robert lo saludó amigablemente:

    —Buenas noches, lechón. ¿Qué te pasa que no duermes?

    Patrick lo miraba perplejo con sus ojos irritados y parpadeantes.

    —¿Qué miras, cachorrito? Llamaste, me arrancaste de mis importantísimas ocupaciones y ahora callas.

    Patrick, por fin, abrió la boca:

    —Tú tienes... Tú... —Se dio con el puño en la frente y su cara, tomó una expresión interrogante—. ¿Ah?
    —¡Y de qué manera! —exclamó Robert—. ¡La soledad! ¡El aburrimiento! Más aún, ¡las alucinaciones! Por poco se me olvidan.
    —¿Bromeas? —preguntó Patrick seriamente.
    —No. En el trabajo no se pueden gastar bromas. Pero no me hagas caso y empieza.
    —No entiendo —reconoció.
    —¿Qué vas a entender? —replicó Robert maliciosamente—. ¡Esto son emociones, Patrick! ¿Cómo explicártelo para que lo entiendas? Verás, se trata de una alteración no totalmente algorítmica de expresiones lógicas ultracomplejas, ¿comprendes?
    —¡Ah! —dijo Patrick y se rascó la barbilla mientras se concentraba en si mismo—. ¿Por qué te llamaba, Rob? Parece que hay fugas otra vez. Es posible que no sean fugas, pero también puede que lo sean. Por si acaso, comprueba los ulmotrones. La Ola se comporta hoy de una forma muy rara.

    Robert miró desconcertado hacia la ventana abierta. Se había olvidado por completo de la erupción. Y no obstante, su presencia aquí se debla, no a Tania, sino a la erupción, a la Ola.

    —¿Por qué callas? —preguntó pacientemente Patrick.
    —Miro cómo anda por allá la Ola —respondió Robert disgustado.

    A Patrick se le desencajaron los ojos.

    —¿Pero tú ves la Ola?
    —¿Yo? ¿De dónde sacas eso?
    —Tú mismo acabas de decir que la estás mirando.
    —Sí, efectivamente.
    —¿Entonces?
    —Acabemos, ¿qué es lo que quieres de mi?

    Los ojos de Patrick volvieron a nublarse.

    —No te entiendo —dijo—. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, comprueba sin falta los ulmotrones.
    —¿Sabes lo que dices? ¿Cómo voy a comprobar los ulmotrones?
    —Como puedas —dijo Patrick—. Aunque sea conectando... No sabemos qué es lo que pasa. Ahora te explicaré... Hoy, desde el Instituto, lanzaron una masa a la Tierra... Bueno, tú ya sabes todo eso. —Patrick hizo un gesto de duda con la mano—. Esperábamos una Ola muy potente, pero se registra una fuente muy débil. ¿Comprendes? Se trata de una fuente de ésas, debilísima... De una fuente... —Se acercó al videófono hasta rozar con él, de forma que en la pantalla sólo se veía un ojo enorme, empañado por el insomnio. Un ojo que parpadeaba con frecuencia—. ¿Comprendes? —tronó ensordecedor el altavoz—. Nuestros aparatos registran un campo casi nulo. El contador de Joung da un mínimo... Se puede despreciar... Los campos de los ulmotrones se cubren entre sí de tal forma, que la superficie resonante está en el hiperplano focal, ¿te lo figuras? Casi nulo un campo de doce componentes que el receptor reduce a seis pares... Así que, un foco de seis componentes...

    Robert pensó en Tania, en la paciencia con que estaba sentada abajo esperándole. Patrick seguía refunfuñando, acercándose y alejándose, y su voz, unas veces tronaba y otras apenas si se oía. Robert, como de costumbre, acabó perdiendo el hilo de sus razonamientos. Asentía con la cabeza, fruncía el ceño con cierta teatralidad, subía y bajaba las cejas, pero no comprendía absolutamente nada. Se avergonzaba de pensar que Tania seguiría sentada allí, con su mentón hundido entre las rodillas y esperando a que él terminase esta conversación, tan importante para los físicos del cero más destacados del planeta, como incomprensible para los profanos, esperando a que él diese su original opinión sobre el problema que ha hecho que le molesten a tan altas horas de la noche, esperando, en fin, a que estos célebres físicos del cero, sorprendidos y moviendo la cabeza, acabasen de apuntar en sus respectivos cuadernos este punto de vista.

    Patrick calló y comenzó a mirarlo con una expresión rara. Robert conocía bien esta expresión. Era una expresión que lo perseguía durante toda su vida. Muchas personas, tanto hombres como mujeres, lo miraban así. Al principio lo miraban con indiferencia, después con curiosidad, pero tarde o temprano acababan mirándolo así. Y cada vez que esto ocurría no sabía qué hacer ni qué decir, ni cómo comportarse, ni como vivir en adelante.

    Decidió intentar.

    —Me parece que tienes razón —dijo con gesto preocupado—. No obstante, hay que pensar minuciosamente todo esto.

    Patrick bajó los ojos.

    —Piénsalo —dijo sonriendo artificialmente—. Y haz el favor de no olvidarte de comprobar los ulmotrones.

    Se apagó la pantalla y cesó el ruido. Robert siguió sentado, encorvado hacia adelante y con las manos aferradas a los brazos fríos y rugosos del sillón. Alguien dijo en cierta ocasión que cuando un tonto comprende que lo es, deja de ser tonto. Quizá fuera así alguna vez. Pero una tontería es siempre una tontería, y a mi me es imposible ser de otra manera. Soy una persona muy interesante: todo lo que digo es viejo, todo lo que pienso son vulgaridades, todo lo que he conseguido hacer, lo habían hecho hace ya dos siglos. No soy un alcornoque vulgar, soy un alcornoque raro, digno de figurar en un museo, lo mismo que la bulava [Maza de mando. (N. del T.)] de Hetman. Recordó como una vez le miró a los ojos el viejo Nechiporenko y murmuró meditabundo: «Querido Skliarov, usted tiene figura de dios griego y como todo dios, no lo tome a mal, es usted incompatible con la ciencia».

    Crujió algo. Robert tomó aliento y posó sus ojos asombrados en el trozo roto del sillón que tenía en la mano.

    —Sí —dijo en alta voz—. Esto es lo que yo puedo hacer. Patrick no puede. Nechiporenko, tampoco. Yo soy el único que puede.

    Dejó el brazo roto sobre la mesa, se puso en pie, y se acercó a la ventana. Fuera estaba obscuro y hacía calor. ¿No será mejor que me vaya antes de que me echen? Pero cómo voy a vivir sin ellos y sin esta esperanza que siento cada mañana, de que quizá hoy se rompa por fin esta membrana invisible e impenetrable que envuelve mi cerebro y, por cuya culpa soy como soy y no como ellos, y que, de repente, empezaré a comprenderlos a la media palabra y a descubrir en esta mescolanza de símbolos matemáticos lógicos, algo completamente nuevo, Patrick me dará entonces unas palmaditas en el hombro y me dirá: «¡Esto es magnífico! ¿Es posible que tú...?» Maliaev, aunque no quiera, reconocerá: «Ingenioso, muy ingenioso... Esto no es cosa que flota en la superficie...» y yo comenzaré a sentir respeto por mi mismo.

    —Un engendro —murmuró.

    Hay que comprobar los ulmotrones. Tania que se entretenga mientras tanto en ver cómo se hace esto. Afortunadamente no ha visto mi fisonomía cuando se apagó la pantalla.

    —Taniuschka —llamó desde la ventana.
    —¿Que?
    —Tania, ¿sabes que el año pasado le serví a Rodjer de modelo para su «juventud del Mundo»?

    Tania calló un instante y luego dijo quedamente:

    —Espérame, ahora subo.


    Robert sabía que los ulmotrones estaban en perfecto estado. Pero, a pesar de esto, decidió comprobar todo aquello que las condiciones del laboratorio permitían, en primer lugar, para poder respirar después de su conversación con Patrick, y en segundo, porque él sabía trabajar con las manos y le gustaba hacerlo. Esto le servía siempre de distracción, y además, durante algún tiempo le infundía esa sensación de alegría que da el sentirse útil e importante, sin la cual es totalmente imposible vivir en nuestro tiempo.

    Tania, delicada y graciosa, se sentó primero calladamente a cierta distancia, pero luego, comenzó a ayudarle en silencio. A las tres de la madrugada volvió a llamar Patrick y Robert le informó de que no había ninguna fuga. Patrick se desconcertó. Durante algún tiempo estuvo resoplando ante la pantalla, mientras hacia unos cálculos en un trozo de papel. Después enrolló el papel e hizo, como de costumbre, la pregunta retórica: ¿Y qué debemos pensar respecto a esto, Rob?

    Robert miró de reojo a Tania, la cual acababa de salir de la ducha y fue a sentarse a un lado del videófono, y respondió con cautela que no veía nada de particular. «Una fuente ordinaria —dijo—. Lo mismo que la que se produjo después del transporte cero de ayer. La semana pasada ocurrió exactamente igual». Después recapacitó un poco y añadió que la potencia de la fuente correspondía aproximadamente a cien gramos de masa transportada. Patrick continuaba callado y a Robert le pareció que dudaba. «Todo consiste en la masa —dijo Robert. Miró el contador de Joung y repitió resueltamente— Sí, cien o ciento cincuenta gramos. ¿Qué cantidad se lanzó hoy?»

    —Veinte kilogramos —respondió Patrick.
    —¡Ah, veinte kilos!... Entonces no resulta. —En este momento se le ocurrió una idea a Robert—. ¿Por qué fórmula calcularon ustedes la potencia? —preguntó.
    —Por la de Drambe —respondió Patrick indiferente.

    Esto era lo que pensaba Robert. La fórmula de Drambe valoraba la potencia con exactitud hasta cierto grado, pero él tenía preparada desde hacía tiempo una fórmula propia, verificada meticulosamente, copiada en limpio e incluso remarcada con lápiz rojo. Esta era una fórmula universal para determinar la potencia de la erupción de la materia regenerada. Al parecer se presentaba el momento oportuno para demostrarle a Patrick todas sus ventajas.

    Robert ya había cogido su lapicero, pero Patrick desapareció inesperadamente de la pantalla. Robert esperó mordiéndose los labios. Alguien preguntó: «¿Piensas desconectar?» Pero Patrick no contestó. Se acercó a la pantalla Karl Hoffman, saludó con una distraída inclinación de cabeza a Robert y dijo dirigiéndose hacia un lado: «Patrick, ¿vas a seguir hablando?» La voz de Patrick refunfuñó desde lejos: «No entiendo nada. Hay que ocuparse de esto a fondo». «Te pregunto que si vas a seguir hablando», repitió Hoffman. «No, claro que no...», replicó Patrick malhumorado. Entonces Hoffman, se sonrió como disculpándose y dijo: «Perdona, Rob, nos vamos a acostar. Si no te molesta, desconecto».

    Robert apretó los dientes hasta que sintió que alguno le crujía detrás de los oídos y con movimiento intencionadamente pausado puso ante sí una hoja de papel, escribió varias veces seguidas su inapreciada fórmula, se encogió de hombros y dijo resueltamente:

    —Era lo que yo pensaba. Todo está claro. Ahora tomaremos café.

    Sentía una repugnancia superlativa de sí mismo y estuvo sentado delante del pequeño armario de la vajilla hasta que no recobró el control de su fisonomía. Tania le pidió:

    —Haz tú el café, ¿quieres?
    —¿Por qué?
    —Tú hazlo y yo te miro.
    —¿Qué te pasa?
    —Que me gusta ver cómo trabajas. Cuando haces algo eres perfecto. No haces ni un solo movimiento superfluo.
    —Como un autómata cibernético —dijo él, pero le gustó el halago.
    —No. No como un «ciber». Tú trabajas perfectamente y todo lo que es perfecto deleita.
    —La «juventud del Mundo» —susurró Robert. Estaba rojo de satisfacción.

    Colocó las tazas y empujó la mesita hacia la ventana. Se sentaron y él sirvió el café. Tania estaba sentada de lado junto a él, con las piernas cruzadas. Estaba verdaderamente hermosa y Robert volvió a sentir una admiración y un aturdimiento propios de chiquillo.

    —Tania —dijo—. Esto no es posible. Eres una alucinación.

    Ella se sonrió.

    —Puedes reír cuanto quieras. Sin que me lo digas sé que tengo un aspecto lamentable. Pero no puedo contenerme. Me gustaría ser un cachorro y meter mi cabeza debajo de tu brazo y menear el rabo. Y que tú me dieras palmaditas en el lomo y dijeras: «Fu, tonto, fu».
    —¡Fu, tonto, Fu! —dijo Tania.
    —Y ¿por qué no me das en el lomo?
    —Eso después. Y lo de la cabeza debajo del brazo, también después.
    —Bueno, pues que sea después. Pero ahora qué ¿quieres que me haga un collar o un bozal?
    —No. Bozal no necesitas —dijo Tania—. ¿Para qué me vas a servir con un bozal?
    —Y sin bozal, ¿para qué te voy a servir?
    —Sin bozal me gustas.
    —Esto debe ser una alucinación auditiva —dijo Robert—.¿Qué es lo que puede gustarte de mí?
    —Tus piernas.

    Las piernas eran el sitio débil de Robert. Las tenía fuertes, pero demasiado gruesas. Las piernas de la «Juventud del Mundo» fueron copiadas de las de Karl Hoffman.

    —Era lo que yo pensaba —dijo Robert y se bebió de un sorbo el café, que ya estaba frío—. Ahora te diré por qué te amo. Soy egoísta. Posiblemente el último egoísta de la Tierra. Y te amo, porque eres la única persona capaz de ponerme de buen humor.
    —Esa es mi especialidad —replicó Tania.
    —Magnífica especialidad. El único inconveniente es que contigo se ponen de buen humor tanto los viejos como los niños. Sobre todo los niños.
    —Gracias, Rob.
    —La última vez que estuve en la Cuidad Infantil me fijé en un crío. Me parece que se llama Valia... o Vairia. Rubio, con pecas y ojos verdes.
    —El pequeño Varia... —comenzó Tania.
    —No me interrumpas. Yo, acuso. Este Varia osó mirarte con sus ojos verdes de tal forma, que me empezaron a picar las manos.
    —Celos, ¡egoísta desenfrenado!
    —Naturalmente que celos.
    —Pues, figúrate ahora los celos que tendrá él.
    —¿Cómo?
    —Sí, figúrate con qué ojos te mirarla a ti. A una «Juventud del Mundo» de dos metros de altura. A un atleta, buen mozo, físico del cero, que se lleva a su educadora en el hombro, mientras que ella se derrite de amor.

    Robert rió feliz.

    —Tania, ¿cómo es posible? Entonces estábamos solos.
    —Eso, tú estabas solo. Pero nosotras no estamos nunca solas en la Ciudad Infantil.
    —Siií —prolongó Robert—. Me acuerdo muy bien de cuando yo tenía esa edad. Las educadoras eran lindas y nosotros bobos de quince años. Yo llegué a tal punto, que tiraba flores a su ventana. Escucha, ¿se dan con frecuencia estos casos?
    —SI, con mucha —respondió pensativa Tania—. Sobre todo con las niñas. Ellas se desarrollan antes. Y como los educadores que tenemos son nada menos que astronautas, héroes... Esto, por ahora, es el callejón sin salida de nuestra profesión.

    «Un callejón sin salida —pensó Robert—. Y ella está seguramente muy satisfecha con semejante callejón. Todos se alegran de los callejones sin salida. Para ellos no son más que un pretexto para tirar paredes. Por eso andan toda la vida derribando una pared tras otra».

    —Tania, ¿qué quiere decir tonto? —preguntó él.
    —Tonto es una palabra ofensiva —respondió Tania.
    —¿Nada más?
    —También puede ser un enfermo al que no alivia ninguna medicina.
    —Eso no es ser tonto, eso es ser simulador.
    —Yo no tengo la culpa. Sé que hay un refrán japonés que dice que «no hay medicina capaz de curar a un tonto».
    —¡Ah! —dijo Robert—. Entonces los enamorados también son tontos. «Un enamorado es un enfermo incurable». Me has dado un consuelo.
    —¿Pero acaso estás enamorado?
    —Incurablemente.

    Se disiparon las nubes y dejaron al descubierto el cielo estrellado. Se aproximaba el alba.

    —Mira, el Sol —dijo Tania.
    —¿Dónde? —preguntó Robert sin gran entusiasmo.

    Tania apagó la luz, se sentó en sus rodillas y apretando su cara contra la de él, empezó a señalar, recordando sus niñas.

    —¿Ves aquellas cuatro estrellas? Son la Trenza de la Beldad. A la izquierda de la más alta hay una estrellita muy chiquitina. Allí nací yo y nacisteis vosotras, niñas. Yo antes y vosotras después. Y ese es nuestro Sol. Olenka nació aquí, en Iris, pero su mamá y su papá también nacieron allí. Dentro de un año, cuando lleguen las vacaciones, todo nuestro grupo irá volando hasta allí.
    —¡Ay, Tatiana Alexandroyna! —falseó Robert fingiéndose niña—. ¿De verdad que volaremos? ¡Oy! ¡Ay! —le dio un beso en la mejilla—. ¡Oy, cómo volaremos todas! ¡En una astronave D-sigma! ¿Todas volaremos? Y, ¿podré llevarme mi muñeca? ¡Ay! ¿Y el pequeño Varia, sabe besar? —y la volvió a besar.

    Ella lo abrazó por el cuello.

    —Mis niñas no juegan a las muñecas.

    Robert la cogió en brazos, se levantó, rodeó con cuidado la mesita y sólo entonces, a la verdosa luz opaca de los aparatos, vio una larga figura humana sentada en el sillón de la mesa de trabajo. Sintió un estremecimiento y se detuvo.

    —Creo que ya podemos encender la luz —dijo el hombre del sillón y Robert comprendió en el acto de quién se trataba.
    —Y se presentó un tercero —dijo Tania—. Déjame Rob.

    Se soltó y agachóse a buscar un zapato que se le había caído.

    —¿Sabe usted una cosa, Camilo? —exclamó Robert irritado.
    —La sé —dijo Camilo.
    —Es maravilloso —dejó escapar Tania poniéndose su zapato—. Parece mentira que la densidad de población de nuestro planeta sea de un habitante por millón de kilómetros cuadrados. ¿Quiere usted café?
    —No, muchas gracias —dijo Camilo.

    Robert encendió la luz. Camilo, como siempre, estaba sentado en una postura muy incómoda y desagradable a la vista. Como de costumbre, llevaba un casco blanco de plástico que le tapaba la frente y los oídos. Su cara, como de costumbre también, expresaba un aburrimiento condescendiente y sus ojos, redondos y fijos, no reflejaban ni curiosidad, ni turbación. Robert, cuyos ojos no se habían acostumbrado aún a la luz, le preguntó:

    —¿Lleva usted mucho tiempo aquí?
    —No, poco. Pero ni les he mirado, ni he escuchado lo que decían.
    —Gracias Camilo —dijo alegremente Tania, que se estaba peinando—. Es usted muy fino.
    —Sólo los holgazanes no lo son —contestó Camilo.

    Robert se irritó.

    —Entre nosotros, Camilo, ¿qué diablos necesita usted aquí y qué manera es esa de presentarse como un fantasma?
    —Le contestaré por orden —empezó tranquilamente Camilo. Esto de contestar por orden también era manera suya—. He venido aquí, porque comienza una erupción. Usted, Robi, sabe perfectamente —prosiguió e incluso cerró los ojos de aburrimiento— que yo vengo aquí cada vez que ante el frente que vigila vuestro puesto comienza una erupción. Además... —abrió los ojos y miró en silencio a los aparatos—. Además, usted me es simpático, Robi.

    Robert miró de reojo a Tania. Esta escuchaba con gran atención, pasmada, con el peine en alto.

    —En cuanto a mis modales —continuó Camilo monótonamente—, son extraños. Cualquier persona tiene modales extraños. Sólo los modales propios parecen naturales.
    —Camilo —dijo inopinadamente Tania—. ¿Cuánto son seiscientos ochenta y cinco multiplicados por tres millones ochocientos mil cincuenta y tres?

    Robert vio con gran asombro cómo en el semblante de Camilo apareció algo parecido a una sonrisa. Fue una visión horrible. Así podría sonreírse el contador de Joung.

    —Mucho —contestó Camilo—. Cerca de tres millares de millones.
    —Es extraño —suspiró Tania.
    —¿Qué es extraño? —preguntó Robert.
    —La poca precisión —explicó Tania—. Camilo, ¿por qué no toma una tacita de café?
    —Muchas gracias, no me gusta el café.
    —Entonces adiós. Hasta la Ciudad Infantil hay cuatro horas de vuelo. Robick, ¿me acompañas hasta abajo?

    Robert asintió, mientras contemplaba con enojo a Camilo. Este examinaba el contador de Joung lo mismo que si se estuviera mirando a un espejo.


    El sol salió, como de ordinario en Iris, sobre un cielo completamente despejado. Era un sol blanco y pequeñito, rodeado de un triple halo. El viento nocturno se había calmado y la temperatura era más sofocante. La estepa amarillo pardusca, con sus calvas salinas, parecía muerta. Sobre estas salinas aparecían una especie de lomas movedizas de niebla, formadas por emanaciones de sales volátiles.

    Robert cerró la ventana y conectó el acondicionador. Después, sin apresurarse y con gusto, reparó el brazo del sillón. Camilo se paseaba por el laboratorio suave y silenciosamente, y miraba, de vez en cuando, por la ventana que daba al norte. Por lo visto no sentía calor. Robert por el contrario, sudaba tan sólo de verlo con su gruesa cazadora blanca, sus largos pantalones del mismo color y su casco redondo y brillante. Estos cascos se los solían poner los físicos del cero durante los experimentos, para protegerse de las radiaciones.

    Tenían en perspectiva todo un día de guardia, con doce horas de sol abrasador sobre el tejado, hasta que no se reabsorbiese la erupción y no desapareciesen todos los efectos del experimento de ayer. Robert se quitó la cazadora y los pantalones y se quedó en calzoncillos. El acondicionador funcionaba a plena potencia y no se podía conseguir nada más.

    No estaría mal regar el suelo con aire líquido. Aire líquido hay, pero poco, y hace falta para el generador. «No hay más remedio que aguantar», pensó Robert conformándose. Volvió a sentarse ante los aparatos. Es una delicia sentir que el sillón está fresco y que el material que lo reviste no se pega al cuerpo.

    Al fin y al cabo, dicen que lo principal es estar en su puesto. Mi sitio es éste y yo cumplo con mis pequeñas obligaciones tan bien como los demás. En fin de cuentas, si no sirvo para más, no es mía la culpa. Y dicho sea de paso, la cuestión no está en que mi sitio sea o no sea éste, sino simplemente en que no me puedo ir de aquí aunque quiera, porque me siento como encadenado a estas gentes, aunque me irriten tanto, y a esta grandiosa empresa, aunque tan poco entienda de ella.

    Recordó cómo en la escuela le admiraba ya este problema: el transporte instantáneo de cuerpos materiales a través del abismo espacial. Este problema estaba planteado contra todo y a pesar de todas las concepciones existentes sobre el espacio absoluto, sobre el espacio-tiempo y sobre el espacio-kappa. En aquella época esto se llamaba «el agujero del pliegue de Rimanov». Después se denominó «hiperinfiltración», «infiltración sigma», «reducción cero» y finalmente, transporte cero o abreviadamente «T cero». Aparecieron las «instalaciones de T cero», la «problemática de T cero», los «experimentadores T cero», los «físicos del cero», etc.

    «¿Dónde trabaja usted?» «Soy físico del cero». A esta respuesta seguía una mirada de sorpresa y admiración: «Oiga usted, ¿no podría explicarme qué es eso de físico del cero? Porque yo no lo comprendo, ¿sabe?» «Ni yo tampoco» «¡Ah, ya!»

    En general, de algo se podía hablar. Se podía hablar de la metamorfosis extraordinaria de las leyes elementales de la conservación, la cual da lugar a que el transporte cero de un pequeño cubo de platino, efectuado desde el ecuador de Iris, produzca en sus polos (¡precisamente en sus polos!) unas fuentes gigantescas de materia regenerada, es decir, unos géiseres de fuego que ciegan y una horrible Ola negra que amenaza de muerte a todo lo viviente.

    Se podía hablar de las violentas disputas, temibles por su intransigencia, surgidas entre los propios físicos del cero, de esta inconcebible escisión entre hombres célebres, los cuales, lógicamente, deberían trabajar y trabajar codo con codo, y sin embargo, están divididos (aunque son pocos los que conocen este hecho) y de que mientras Etienne Lamondois conduce a los físicos por el cauce del transporte cero, la escuela de los jóvenes considera que lo más importante del problema del cero es la Ola, este nuevo «jinn» de la ciencia que se escapa de su botella.

    También se podía hablar de que, por razones aun no esclarecidas, no se había conseguido realizar el transporte cero de materia viva, y de que los pobres perros, eternos mártires de la ciencia, llegaban a la meta convertidos en terrones de escoria orgánica. Se podía hablar finalmente de los emisarios cero, de esta «decena rugiente» encabezada por el magnífico Gabo y formada por muchachos fuertes y super entrenados, que llevan ya tres años paseándose por Iris, dispuestos continuamente a entrar en la cámara de lanzamiento en lugar de los perros.

    —Pronto nos separaremos, Robi —dijo inesperadamente Camilo.

    Robert, que estaba medio adormilado, se animó. Camilo estaba junto a la ventana norte y vuelto de espaldas. Robert se enderezó y se pasó la mano por la cara. El sudor le humedeció la palma.

    —¿Por qué? —preguntó.
    —La ciencia. ¡Qué desesperante es esto Robi!
    —SI, hace ya tiempo que lo sé —refunfuñó Robert.
    —Para usted la ciencia es lo mismo que un laberinto. Callejones sin salida, rincones obscuros y virajes inesperados. Usted ni ve más que las paredes, ni sabe nada del objetivo final. En una ocasión dijo usted que su objetivo era llegar hasta el fin del infinito, es decir, usted reconocía simplemente que no tenía objetivo. Sus éxitos hay que medirlos, no por la distancia hasta la meta, sino por la que hay desde el punto de partida. Usted tiene la suerte de ser incapaz de realizar una abstracción. El objetivo, la eternidad, el infinito, son para usted simples palabras. Conceptos filosóficos abstractos que no significan nada en su vida cotidiana. Pero si usted viera todo este laberinto desde arriba...

    Camilo se calló. Robert esperó un poco y luego le preguntó:

    —¿Usted lo ha visto?

    Camilo no contestó y Robert no quiso insistir. Suspiró, apoyó la barbilla sobre sus puños y cerró los ojos. «El hombre habla y obra», pensó. Todo esto no son mas que manifestaciones exteriores de procesos que se desarrollan en lo más profundo de su naturaleza. La mayoría de los hombres tienen una naturaleza mezquina y por esto, cualquiera de sus movimientos se exterioriza inmediatamente, por regla general, en forma de charlatanería y de movimientos estúpidos de manos. Pero en las personas como Camilo, estos procesos tienen que ser muy poderosos, de lo contrario no se abren paso hasta la superficie. ¡Si se pudiera mirar dentro de este hombre, aunque sólo fuera con un ojo! Robert se figuraba que vería un abismo resplandeciente, en cuyas entrañas se mueven vertiginosamente unas sombras fosforescentes y deformes.

    A Camilo no lo quiere nadie. Todos lo conocen; en Iris no hay una sola persona que no sepa quién es Camilo, pero no lo quieren. Si yo me sintiera tan solo como él, me volverla loco. Pero a Camilo, por lo visto, le tiene sin cuidado. Siempre está solo. Nadie sabe dónde vive. Aparece de improviso y de improviso desaparece. Su casco blanco lo ven unas veces en la Capital, otras en alta mar y no faltan quienes aseguran que en más de una ocasión lo han visto en uno y otro sitio al mismo tiempo. Esto, naturalmente, forma parte del folklore local, pero, no obstante, todo lo que se dice de Camilo parece una extraña anécdota. La forma en que Camilo dice «yo» y «usted» es muy extraña. Nadie le ha visto trabajar, pero de vez en cuando se presenta en el Soviet (consejo) y expone cosas incomprensibles para los demás. Y si consiguen comprender algo, no hay quien pueda rebatirle nada. Lamondois dijo una vez, que al lado de Camilo uno se siente lo mismo que un nieto tonto junto a su abuelo listo. En general, da la impresión de que todos los demás físicos del planeta, empezando por Etienne Lamondois y terminando por Robert Skliarov, están a un mismo nivel...

    Robert tenía la sensación de que dentro de poco acabaría cociéndose en su propio sudor. Se levantó y fue a ducharse. Estuvo bajo los hilos helados del agua hasta que se le puso carne de gallina y se le quitaran las ganas de meterse en la refrigeradora y quedarse allí a dormir.

    Cuando volvió al laboratorio, Camilo estaba hablando con Patrick. Este arrugaba la frente, movía distraídamente los labios y miraba a Camilo lastimera y servicialmente. Camilo hablaba de forma aburrida y pacienzuda.

    —Procuren tener en cuenta estos tres factores. Los tres simultáneamente. Aquí no hace falta ninguna teoría; sólo un poco de imaginación espacial. Se trata de un actor cero en el espacio, con sus dos coordenadas temporales. ¿No comprenden?

    Patrick movió despacio la cabeza. Tenía un aspecto triste. Camilo esperó un minuto y después se encogió de hombros y desconectó el videófono. Robert, sin dejar de frotarse con su áspera toalla, le increpó resueltamente:

    —¿Por qué hace usted eso, Camilo? Eso es una desconsideración. Es una ofensa.

    Camilo se encogió otra vez de hombros. Al hacerlo, parecía que su cabeza, aplastada por el casco, se hundía en su pecho y luego volvía a emerger.

    —¡Que es una ofensa! —dijo—. ¿Y por qué no puede ser?

    ¿Qué podía Robert responder a esto? Comprendió instintivamente que discutir con Camilo sobre temas morales era inútil. Camilo no entendía de estas cosas.

    Robert colgó la toalla y empezó a preparar el desayuno. Luego comieron en silencio. Camilo se contentó con un pedacito de pan con mermelada y un vaso de leche. Solía comer muy poco. Cuando terminó dijo:

    —Robi, ¿usted no sabe si han enviado «La Flecha»?
    —Sí, anteayer —dijo Robert.
    —¿Anteayer? Malo.
    —¿Para qué necesita usted «La Flecha» Camilo?

    Camilo respondió indiferente:

    —No, yo no necesito «La Flecha».


    Capítulo II


    Cuando llegaron a las afueras de la Capital, Gorbovski pidió que hicieran una parada. Se bajó del vehículo y dijo:

    —Tengo ganas de pasear.
    —Pues vamos —dijo Mark Walkenstein y se bajó también.

    La carretera, recta y brillante, estaba desierta. Alrededor amarilleaba y verdecía la estepa y a lo lejos, entre el verdor de las jugosas plantas terrestres, se divisaban las manchas policromas de los edificios de la ciudad.

    —Hace demasiado calor —se quejó Persi Dikson—. Se recarga el corazón:

    Gorbovski cortó una florecilla al lado de la cuneta y se la acercó a la cara.

    —A mi me gusta cuando hace calor —dijo—. Venga con nosotros, Persi. Está usted muy fláccido.

    Persi cerró la puerta.

    —Como ustedes quieran. Hablando honradamente, durante estos últimos veinte años me he cansado mucho de ustedes dos. Y soy viejo y tengo ganas de descansar de vuestras paradojas. Y hagan el favor de no acercarse a mí en la playa.
    —Persi —dijo Gorbovski—. Mejor seria que se fuera a la Ciudad Infantil. Yo no sé dónde está eso, pero allí hay niños, risas inocentes, costumbres sencillas... «¡Tío! —le dirán—. Venga usted a jugar al mastodonte».
    —Pero tenga cuidado con la barba —añadió Mark—, si no, se colgarán de ella.

    Persi refunfuñó algo para si y se marchó. Mark y Gorbovski saltaron a la vereda y se fueron paseando a lo largo de la carretera.

    —Se está haciendo vicio el barbudo —dijo Mark—. Hasta nosotros le hemos hartado.
    —¡No, qué va! —dijo Gorbovski al mismo tiempo que sacaba del bolsillo un magnetófono—. No le hemos hartado, ni mucho menos. Simplemente está cansado. Además, está decepcionado. ¿Le parece poco? Ha perdido veinte años con nosotros para saber cómo influiría el Cosmos en nuestro organismo. Y como ve, por lo que sea, no influye de ninguna manera. Quiero oír África. ¿Dónde está mi África? ¿Por qué estarán siempre revueltas mis grabaciones?

    Iba por la vereda siguiendo a Mark, con su florecilla entre los dientes, regulando el magnetófono y tropezando a cada paso. Por fin dio con África, y la estepa amarillo-verdosa repitió el son del tam-tam. Mark lo miró por encima del hombro.

    —Escupa usted esa porquería —dijo.
    —¿Qué porquería? Es una flor. —El tam-tam retumbaba.
    —Reduzca usted ese ruido.

    Gorbovski redujo el volumen.

    —Más bajito, haga usted el favor.

    Gorbovski simuló que reducía más el sonido.

    —¿Así? —preguntó.
    —No comprendo, ¿Cómo hasta ahora no se lo he estropeado? —dijo Mark dirigiéndose al espacio.

    Gorbovski se apresuró a regular el magnetófono lo más bajito posible y se lo guardó en el bolsillo exterior.

    Pasaban junto a unas casitas multicolores muy alegres, rodeadas de lilas, en cuyos tejados destacaban iguales los conos de celosía de los receptores de energía. Por una vereda pasó agazapándose un gato atigrado. «Mini-mini-mini», —lo llamó alegremente Gorbovski. El gato se metió a toda prisa en lo más tupido de la hierba y miró desde allí con ojos salvajes. Las abejas zumbaban perezosamente en el aire tórrido. Se oía cómo alguien roncaba profunda y estrepitosamente.

    —¡Vaya un pueblo! —dijo Mark—. ¡La Capital! Y duermen hasta las nueve.
    —No se ponga usted así, Mark —replicó Gorbovski—. A mí me parece que todo esto es muy agradable. Abejas... Un gatito que acaba de salir corriendo... ¿Qué más quiere usted? ¿Elevo un poco el sonido?
    —No hace falta —dijo Mark—. No me gustan estos pueblos insolentes. En ellos no viven más que vagos.
    —Si, claro... Usted lo que quiere es que todo sea lucha, que nadie esté conforme con nadie. Con tal que brillen las ideas, hasta las riñas son buenas. Pero esto es ya idealizar. ¡Espere, espere! Aquí hay algo parecido a las ortigas... Son bonitas y pican.

    Dicho esto, se sentó delante de un matorral de hojas grandes con listas obscuras. Mark le dijo enfadado:

    —¿Cómo se le ha ocurrido sentarse aquí, Leonid Andreevich? ¿Es que no ha visto usted ortigas en su vida?
    —En la vida las he visto. Pero he leído algo sobre ellas. ¿Y sabe usted una cosa, Mark? Le voy a despedir de la nave... Se ha estropeado usted, se mima demasiado. Se ha olvidado ya de la alegría que representa la vida sencilla.
    —Yo no sé a qué llama usted vida sencilla —dijo Mark—, pero todas estas florecitas y ortiguitas, todos estos caminitos y vereditas, me parece que no hacen más que desmoralizar, Leonid Andreevich. En el mundo quedan aún bastantes cosas por hacer, para que nos entretengamos admirando toda esta bucólica.
    —Cosas por hacer quedan —asintió Gorbovski—. Siempre las hubo y las seguirá habiendo. ¿Se puede acaso concebir una vida donde todo esté hecho? Y no obstante, todo esto es magnífico. ¿Oye usted? Alguien canta... A pesar de las cosas que hay por hacer.

    Por la carretera venia a su encuentro un enorme camión atómico. Sobre los cajones que llevaba en la caja iban sentados varios muchachos corpulentos y medio desnudos. Uno de ellos, encorvado sobre un banjo, rascaba sus cuerdas frenéticamente, mientras que los otros cantaban a una:

    Necesito compañera,
    Rubia o morena, da igual,
    Me importa que sea formal,
    Mujer, hermosa y soltera.


    El camión pasó junto a ellos y una ráfaga de aire caliente cimbró la hierba durante un momento. Gorbovski no pudo contenerse:

    —Esto le gustará a usted, Mark. Son las nueve y estos muchachos ya están en pie y trabajando. Y la copla ¿le gusta?
    —Tampoco es eso lo que hace falta —respondió Mark testarudamente.

    La senda torcía hacia un lado, rodeando un enorme estanque con fondo de cemento que estaba lleno de agua obscura. Pasaron por entre unos altos matorrales, cuya hierba amarillenta les llegaba hasta el pecho. Sintieron frescor. Las tupidas ramas de las acacias negras colgaban sobre sus cabezas.

    —Mark —advirtió Gorbovski quedamente—. Ahí viene una muchacha.

    Mark se detuvo sorprendido. De entre la hierba salió una joven alta, robusta y morena, con pantalón blanco y cazadora corta del mismo color, en la cual se notaban algunos botones arrancados. Iba tirando de un pesado cable.

    —¡Buenos días! —dijeron a coro Gorbovski y Mark.

    La morenita se estremeció un poco y se detuvo. Su cara parecía asustada.

    Gorbovski y Mark se miraron mutuamente.

    —¡Buenos días, muchacha! —repitió Mark. La morena dejó caer el cable y bajó la cabeza.
    —¡Buenos días! —susurró al fin.
    —Mark, tengo la impresión de que estamos molestando —dijo Gorbovski.
    —¿Quiere que le ayudemos? —preguntó Mark con galantería.
    —Serpientes —dijo ella de improviso.
    —¿Donde? —exclamó Gorbovski espantado y levantando un pie.
    —En general —explicó la chica. Después miró a Gorbovski y le preguntó—: ¿Han visto ustedes la aurora?
    —Hoy hemos visto cuatro auroras —dijo Mark distraídamente.

    La joven entornó los ojos y se arregló los cabellos. Mark aprovechó la ocasión para presentarse:

    —Walkenstein, Mark.
    —Astronauta D —añadió Gorbovski.
    —¡Ah, astronauta D! —pronunció la chica con una entonación rara. Acto seguido, levantó el cable, hizo un guiño a Mark y se perdió entre la hierba. El cable susurró por la senda. Gorbovski miró a Mark. Este siguió a la chica con la vista.
    —Sígala, Mark, sígala —dijo Gorbovski—. Es lógico. El cable es pesado; la chica, débil y guapa y usted, un corpulento astronauta.

    Mark se quedó pensativo y pisó el cable. Casi al instante sintió unos tironazos y oyó como decían entre la hierba:

    —¡Suelta, Semion, suelta!

    Mark se apresuró a levantar el pie y los dos amigos siguieron adelante.

    —Es una muchacha rara —dijo Gorbovski—. Pero agradable. A propósito, Mark, ¿por qué no se casó usted?
    —¿Con quién?
    —Vamos, Mark! No sea usted así. Todo el mundo lo sabe. Era una mujer simpática y agradable. Muy fina y delicada. Yo siempre pensé que usted era un poco basto para ella. Sin embargo, parece ser que ella tenía otra opinión...
    —Pues, sencillamente, no me casé —dijo Mark de mala gana—. No salió.

    La senda volvió a salir a la carretera. Ahora, a la izquierda se alineaban unas cisternas largas y blancas, y enfrente brillaba al sol el chapitel plateado del edificio del Soviet. En los alrededores no se veía nadie.

    —A ella le gustaba demasiado la música —siguió diciendo Mark—. No era cosa de llevarse en cada vuelo la coriola. Ya tenemos bastante con su magnetófono. Persi no puede aguantar la música. En cada vuelo —repitió Gorbovski—. La cuestión está en que somos demasiado viejos, Mark. Hace veinte años no se nos hubiera ocurrido pensar qué valía más, el amor o la amistad. Ahora ya es tarde. Ya no tiene remedio. No obstante, no pierda usted la esperanza, Mark. ¿Quién sabe? Todavía es posible que nos encontremos cada uno con una mujer, capaz de ser lo que más queramos en el mundo.
    —Menos Persi —añadió Mark—, exceptuando a nosotros, no tiene ni amigos. Un Persi enamorado...

    Gorbovski se figuró a Persi enamorado.

    —Persi sería un padre magnífico —supuso, aunque no muy convencido.

    Mark hizo una mueca.

    —Eso sería absurdo. Pero además, a los hijos no les hace falta un buen padre. Lo que ellos necesitan es un buen maestro. De la misma manera que cada persona necesita un buen amigo y cada mujer una persona a quien querer. No obstante, hablemos de otra cosa.

    La plaza que había delante del Soviet estaba desierta. En ella sólo se veía un destartalado aerobús delante de la puerta.

    —Quisiera ver a Matvey —dijo Gorbovski— ¡Venga conmigo, Mark!
    —¿Quién es Matvey?
    —Ahora se lo presentaré, Matvey Sergueevich Viazanitsin es el director de todo esto, viejo amigo mío y astronauta de los de desembarco. Creo que usted debe acordarse de él, Mark. Aunque, quizá no, porque esto fue antes.
    —Bueno —dijo Mark—. Vamos. Haremos una visita de cumplido. Pero quite usted su musiquita. No es cosa de entrar con ella en el Soviet.


    El director se alegró mucho de verlos.

    —¡Magnífico! —decía con voz de bajo, al mismo tiempo que los invitaba a sentarse en unos sillones—. ¡Estupendo! Han hecho muy bien en venir. ¡Bravo, Leonid! ¡Ah, qué buen mozo estás hecho! ¿Walkenstein? ¿Mark? ¡Claro que sí! Pero, ¿usted no era calvo? Estoy seguro de que Leonid me dijo que usted era calvo... ¡Ah, no! Ya recuerdo, el calvo es Dikson. ¡Sí, sí! Dikson es célebre por su barba, pero esto no quiere decir nada. Yo conozco muchos barbudos calvos. ¡Absurdo, absurdo? ¿Se han dado cuenta del calor que hace aquí? Leonid, te alimentas mal, estás depauperado. Hoy comeremos juntos. Por ahora les invitaré a unas bebidas. Tomen jugo de naranjas, de tomate, de granada... ¡Están hechos aquí! ¡Sí, señor! ¿Qué te parece, Leonid, vino hecho en Iris? ¿Qué tal? A mi me gusta mucho. ¿Y a usted, Mark? ¡Cómo es posible que usted no beba vino! ¡Ah, lo que usted no bebe son vinos locales! Leonid, tengo que hacerte mil preguntas. No sé ni por dónde empezar, pero dentro de cinco minutos dejaré de ser persona para convertirme en administrador rabioso. ¿No han visto nunca un administrador rabioso? Ahora lo verán. ¡Voy a administrar justicia, a sancionar, a repartir bienes! Ahora me hago cargo de lo mal que lo pasaban los reyes y demás emperadores y dictadores. Me voy a consumir en el trabajo. Ustedes, mientras tanto, quédense aquí sentados y compadézcanme. Aquí nadie me compadece. ¿Están bien así, verdad? Abriré la ventana para que corra un poco de aire. Leonid, no te lo podrás figurar... Mark, córrase un poco hacia la sombra. Así, Leonid, ¿tú comprendes lo que pasa aquí? Iris se ha vuelto loco. Llevamos así más de un año.

    Se dejó caer en el sillón que había delante del intervideófono de despacho. Matvey era enorme, velloso, estaba tan moreno que parecía negro y tenía unos bigotes que apuntaban hacia adelante, lo mismo que los gatos. Se desabrochó la camisa hasta la barriga y satisfecho, miró por encima del hombro a los astronautas, los cuales sorbían celosamente por unas pajitas los jugos helados. Se le movieron los bigotes, y ya se disponía a abrir la boca, cuando en una de las seis pantallas del cuadro apareció una mujer delgadita y graciosa, aunque con ojos disgustados.

    —Camarada director —dijo muy seria—. Soy Haggerton, es muy posible que no me recuerde. Me dirigí a usted con motivo de la barrera radiante de la montaña Alabastro. Los físicos se niegan a quitar esta barrera.
    —¿Qué quiere decir que se niegan?
    —Yo hablé con Rodríguez, el cual, según tengo entendido, es el principal de los físicos del cero en ese lugar. Me contestó que usted no tiene ningún derecho a inmiscuirse en su trabajo.
    —¡Le están tomando el pelo, Elen! —dijo Matvey—. Ese Rodríguez tiene de físico principal del cero lo que yo de manzanilla o de diente de león. Es simplemente mecánico auxiliar y entiende de física del cero menos que usted. Ahora mismo me ocuparé de él.
    —Haga usted el favor, se lo ruego.

    El director movió la cabeza y apretó el conmutador.

    —¡Alabastro! —gritó—. ¡Pónganme con Pagava!
    —¡Al habla, Matvey!
    —¿Shota? ¡Buenos días, querido! ¿Por qué no quitas la barrera?
    —¿Como que no la quito? La hemos quitado ya.
    —Bueno, pues dile a Rodríguez que no le tome el pelo a la gente, si no, tendrá que vérselas conmigo. Dile que me acuerdo bien de él. ¿Cómo va vuestra Ola?
    —¿Sabes...? —Shota hizo una pausa—. Es una Ola interesante. Hay mucho que contar. Después te lo diré.
    —Está bien. ¡Que tengáis éxito! —Dicho esto, Matvey, echándose sobre el brazo del sillón, se volvió hacia los astronautas—. ¡A propósito, Leonid! —dijo—. ¿Qué se dice entre vosotros de la Ola?
    —¿Dónde entre nosotros? —preguntó a su vez Gorbovski con indiferencia y siguió sorbiendo su jugo—. ¿En la «Tariel»?
    —Concretamente, ¿qué piensas de la Ola?

    Gorbovski meditó un poco.

    —Yo no pienso nada. Mark es posible que piense algo —Al decir esto, Gorbovski miró incrédulamente a su observador.

    Mark estaba sentado muy derecho, como en visita oficial, y tenía una copa en la mano.

    —Si no me equivoco —dijo—, la Ola es un proceso relacionado con el transporte cero. Aunque casi profano en este asunto, me interesa el transporte cero como a todos los astronautas —al decir esto hizo una pequeña inclinación hacia el director—, sin embargo, en la Tierra no se concede gran importancia a la problemática del cero. Me parece que para los discretos de la Tierra este es un problema demasiado particular, cuyo carácter es evidentemente práctico.

    El director soltó una agria carcajada.

    —¿Qué te parece, Leonid? —dijo—. ¡Un problema particular! Si, por lo visto, nuestro Iris está demasiado lejos de la Tierra, y por eso, todo lo que ocurre aquí os parece allí demasiado pequeño. Querido Mark, este problema particular llena completamente mi vida, a pesar de que yo no soy físico del cero. ¡Me estoy consumiendo, amigos! Anteayer, en este mismo despacho, tuve que separar con mis propias manos a Lamondois y Aristóteles. Ahora me miro estas manos, —y al decir esto estiró hacia adelante sus fuertes y morenas manos— y, palabra de honor, me admiro de que no tengan mordidas y arañazos. Y junto a estas ventanas rugían dos muchedumbres. Una de ellas gritaba: «¡La Ola! ¡La Ola!» Mientras que la otra repetía: «¡El T cero! ¡El T cero!» Y, ¿cree usted acaso que esto era una simple disputa científica? ¡No! Era una intriga medieval entre vecinos por culpa de la energía eléctrica! ¿Se acuerda usted de aquel libro tan gracioso, aunque no del todo comprensible, donde le pegan a un pobre hombre porque se olvidó de apagar la luz en el excusado? «El chivo de oro» o «El burro de oro» [Se hace alusión a la obra de I.Ilf y E. Petrov «El becerro de oro». (N. del T.)] Pues bien, Aristóteles y su banda querían darle una paliza a Lamondois y la suya, porque éstos se apropiaron todas las reservas de energía... ¡Vaya un Iris! ¡Hace un año Aristóteles y Lamondois iban del brazo! Cada físico del cero era amigo, camarada y hermano de los demás físicos del cero y nadie podía pensar que el entusiasmo de Forster por la Ola escindirla el planeta. ¡En qué mundo vivimos! Falta de todo: falta energía, faltan aparatos, ¡se lucha por cualquier asistente novato! La gente de Lamondois roba energía, la de Aristóteles pesca y procura reclutar «extraños», es decir, pobres turistas de los que vienen a descansar o a escribir algo interesante sobre Iris. ¡El Soviet! El Soviet se ha convertido en una institución para resolver conflictos. Ya he pedido que me envíen el Derecho Romano... últimamente lo único que leo son novelas históricas. ¡Vaya un Iris! Dentro de poco tendré que organizar aquí una policía y un tribunal. Me estoy acostumbrando a una nueva terminología completamente salvaje. ¡Anteayer le llamé «demandado» a Lamondois y «demandante» a Aristóteles! ¡Ya ni se me traba la lengua cuando pronuncio palabras como «jurisprudencia»!

    Una de las pantallas se iluminó. En ella aparecieron dos niñas de unos diez años, con caritas redondas. Una llevaba un vestido rosa y la otra uno celeste.

    —Habla tú —dijo quedamente la de rosa.
    —¿Por qué yo? Quedamos en que hablarías tú.
    —No quedamos en nada.
    —¡Mentirosa!... ¡Buenos días, Matvey Semionovich!
    —No Semionovich sino Sergueevich.
    —¡Matvey Sergueevich, buenos días!
    —¡Buenos días, niñas! —dijo el director y, por la cara que puso, se notó que se había olvidado de algo y que acababa de recordarlo—. ¡Buenos días, pollitas!

    La de rosa y la de celeste se sonrojaron.

    —Matvey Sergueevich, invitamos a usted a la fiesta de verano que celebramos en la Ciudad Infantil.
    —¡Hoy a las doce!
    —¡A las once!
    —¡No, a las doce!
    —¡Iré! —gritó el director alegremente—. ¡Iré sin falta! ¡Estaré ahí a las once y a las doce!

    Gorbovski apuró su copa y la llenó de nuevo. Después se recostó en el sillón, estiró las piernas hacia el centro de la habitación y se puso la copa en el pecho. Se sentía muy bien y muy cómodo.

    —Yo también quiero ir a la Ciudad Infantil —dijo—. No tengo otra cosa que hacer. Aprovecharé la ocasión para pronunciar un discurso. En mi vida he hablado en público, por eso tengo ganas de probar.
    —¡La Ciudad Infantil! —se interesó el director volviendo a echarse sobre el brazo del sillón—. La Ciudad Infantil es el único sitio donde aún se conserva el orden. ¡Los niños son gente magnífica! Comprenden perfectamente lo que quiere decir «no se puede»... ¡Lástima que no se pueda decir lo mismo de nuestros físicos del cero! ¡El año pasado se tragaron dos millones de megavatios hora! Este llevan ya quince y tienen pedidos sesenta más. La desgracia está en que no quieren reconocer en absoluto lo que quiere decir «no se puede».
    —Nosotros también desconocíamos su significado —indicó Mark.
    —¡Querido Mark! Aquellos tiempos eran otros. Aquel era el período de crisis de la física. Nosotros teníamos bastante con lo que nos daban. ¿Para qué queríamos más? Teníamos procesos D, estructura electrónica... Eran pocos los que estudiaban los espacios conjugados y solamente en el papel. ¿Y ahora? Ahora es la época loca de la física discreta, de la teoría de la infiltración, del subespacio! ¡Vaya un Iris! ¡Cuántos problemas del cero! Cualquier asistente de laboratorio, barbilampiño o pernituerto, necesita para un simple experimento miles de megavatios y un equipo único, imposible de crear en Iris y que, por añadidura, queda inservible después de dicho experimento. Ustedes, por ejemplo, han traído cien ulmotrones. ¡Muchas gracias! Pero necesitamos ¡seiscientos! ¿Y energía? ¿De dónde voy yo a sacar la energía? ¿Ustedes, nos traen energía? No, al contrario, les hace falta. Kaneko y yo nos dirigimos a la Máquina: ¡danos la estrategia óptima! Pero la pobre se encoge de hombros, ¿qué va a hacer?

    En este momento se abrió la puerta y entró impetuosamente un hombre de estatura mediana, esbelto y elegante. De sus cabellos, lisamente peinados, salían unos cardos raros. Su rostro inmóvil expresaba rabia contenida.

    —Nombrando a Roma... —empezó a decir el director mientras le daba la mano.
    —Vengo a presentar mi dimisión —dijo con voz sonora y metálica el recién llegado—. Considero que soy incapaz de seguir trabajando así y, por lo tanto, dimito. Perdónenme, hagan el favor —saludó con una inclinación a los astronautas y se presentó a ellos—: Kaneko, energético planificador de Iris. Mejor dicho, el ex energético planificador.

    Gorbovski intentó levantarse para saludar a Kaneko, pero sus pies resbalaron precipitadamente por el lustroso suelo. Al ocurrir esto, levantó su copa por encima de la cabeza y quedó en una postura semejante a la del huésped borracho en el triclinio de la casa de Luculo.

    —¡Vaya un Iris! —dijo el director preocupado—. ¿Qué pasa ahora?
    —Hace treinta minutos, Semion Galkin y Alexandra Postisheva han hecho una acometida secreta a la estación energética zonal y se han apropiado toda la energía de los próximos dos días —un estremecimiento recorrió el rostro de Kaneko—. La Máquina está calculada para personas honradas. Yo desconozco el subprograma que permita contar con la existencia de Galkin y Postisheva. Este es un hecho intolerable aunque, desgraciadamente, no es nuevo para nosotros, Quizá me las hubiera podido arreglar con ellos. Pero yo no soy ni yudoka ni acróbata, ni trabajo en ningún jardín infantil. Yo no puedo consentir que se hagan trampas. Esa acometida la disimularon en un tupido matorral, más allá del barranco, y tendieron un alambre atravesado en la vereda. Ellos sabían perfectamente que yo iría corriendo a evitar una fuga tan considerable...

    Kaneko se calló de repente y empezó a quitarse los cardos de la cabeza.

    —¿Dónde está Postisheva? —preguntó el director enrojeciendo de ira. Gorbovski se Puso derecho y juntó las piernas con cierta preocupación. La cara de Mark reflejaba un vivo interés por lo que estaba ocurriendo.
    —Postisheva viene ahora —contestó Kaneko—. Yo también estoy convencido de que ha sido ella la iniciadora de este escándalo. Le he dicho que usted la llama.

    Matvey se acercó al micrófono de información general y habló con su voz de bajo:

    —¡Atención, Iris! Habla el director. Estoy informado del incidente de la fuga de energía. Está en vías de esclarecimiento.

    Dicho esto, se puso de pie, se aproximó de costado a Kaneko, le puso una mano en el hombro y comenzó a decir con acento condolido:

    —¿Qué le vamos a hacer? Ya te lo decía, Iris se ha vuelto loco. ¡Hay que aguantar, amigo! Yo también aguanto. En cuanto a Postisheva, ahora le arreglaré las cuentas. Verás como no se alegra de verme.
    —Comprendo —dijo Kaneko—. Perdone usted, pero estaba tan rabioso... Con su permiso me marcho al cosmódromo. Allí es donde hay que resolver el asunto más desagradable de hoy, el reparto de los ulmotrones. ¿Sabe usted que ha llegado una cosmonave de desembarco cargada de ulmotrones?
    —Sí —dijo el director satisfecho—. Lo sé. —Y dirigiendo su cuadrado mentón hacia los astronautas añadió—: Tengo el gusto de presentarle a mis amigos. El jefe de la cosmonave «Tariel», Leonid Andreevich Gorbovski y su observador, Mark Walkenstein.
    —Mucho gusto —dijo Kaneko, inclinando su cabeza con los cardos.

    Mark y Gorbovski correspondieron a su saludo.

    —Haré todo lo posible para que los desperfectos que sufra la nave sean mínimos —dijo Kaneko seriamente y dando media vuelta se dirigió a la salida.

    Gorbovski lo siguió con los ojos sobresaltados.

    La puerta se abrió de improviso ante Kaneko y él se apartó a un lado, cediendo cortésmente el paso. En la puerta apareció la morena con cazadora blanca sin botones que nuestros amigos se encontraron por el camino. Gorbovski se dio cuenta de que sus pantalones estaban quemados por un lado y de que tenía tiznado el brazo izquierdo. junto a ella, el estirado y elegante Kaneko parecía un representante del lejano futuro.

    —Perdone —dijo la morena con voz aterciopelada—. ¿Puedo pasar? ¿Me ha llamado usted, Matvey Sergueevich?

    Kaneko volvió la cabeza, dio un rodeo y desapareció por la puerta. Matvey volvió a sentarse en el sillón y apoyó sus manos en los brazos del mismo. Su rostro se azuló otra vez.

    —¿Qué piensas tú, Postisheva? —comenzó a decir con voz casi imperceptible—, ¿crees que no sé de quién partió esa idea?

    Le interrumpió la aparición en la pantalla de la imagen de un joven, de mejillas sonrosadas y boina echada coquetamente a un lado.

    —Perdone, Matvey Sergueevich —dijo el de la pantalla sonriendo alegremente—. Quería recordarle que dos juegos de ulmotrones son nuestros.
    —Los ulmotrones se darán por cola, Karl —refunfuñó Matvey.
    —Nosotros somos los primeros de la cola —dijo el joven.
    —Pues entonces seréis los primeros en recibirlos —confirmó Matvey sin dejar de mirar a Postisheva y conservando el aspecto fiero e inexpugnable.
    —Perdone usted otra vez, Matvey Sergueevich, pero estamos muy preocupados por el comportamiento del grupo de Forster. Ya he visto cómo han mandado su camión al cosmódromo.
    —No se preocupe usted, Karl —dijo Matvey. No pudo contenerse y soltó una sonrisa—. ¡Fíjate, Leonid! Vino a quejarse. ¿Quién? ¡Hoffman! ¿De quién? ¡De su maestro, de Forster! ¡Váyase, Karl! ¡Sin cola no recibirá nadie!
    —¡Gracias, Matvey Sergueevich! —dijo Hoffman—. Tanto Maliaev como yo confiamos en usted.
    —¡Maliaev y él! —declamó el director elevando sus ojos al techo.

    La pantalla se apagó, pero acto seguido volvió a encenderse. Un hombre de edad, sombrío, con gafas obscuras provistas de unos dispositivos en la armadura, prorrumpió descontento:

    —Matvey, quería precisar respecto a los ulmotrones...
    —Los ulmotrones se darán por cola —dijo Matvey.

    La morena suspiró lánguidamente, se fijó en Mark y con aspecto resignado se sentó en el borde de un sillón.

    —Nosotros tenemos derecho a recibirlos sin cola —dijo el hombre de las gafas.
    —Entonces, los recibiréis sin cola —contestó Matvey—. Existe una cola para los sin cola. Tú eres el octavo en ella.

    La morena se cimbró graciosamente y empezó a examinar el agujero que tenía en los pantalones. Después se humedeció un dedo en saliva y se frotó el tiznón que tenía en el codo.

    —Espere un momento, Postisheva —dijo Matvey y se inclinó hacia el micrófono—. ¡Atención, Iris! Habla el director. La distribución de los ulmotrones que han llegado en la astronave «Tariel» se hará de acuerdo con las listas aprobadas por el Soviet, sin ninguna clase de excepciones. —Después se dirigió a ella—: Bueno, Postisheva... Te he llamado para decirte que estoy harto de tí. Fui blando... Sí, si, fui demasiado condescendiente. Aguanté todo. Tú no puedes reprocharme que he sido severo. Pero, ¡por Iris querido! ¡Todo tiene su limite! En una palabra, dile a Galkin que te he despedido y que te mandaré a la Tierra en la primera astronave.

    Los grandes y preciosos ojos de Postisheva se inundaron de lágrimas. Mark movió la cabeza condolido. Gorbovski se entristeció. El director, con la mandíbula saliente seguía mirando a Postisheva.

    —Ya es tarde para llorar, Alexandra —dijo—. Tenías que haber llorado antes. Cuando nosotros llorábamos.

    En este momento, en el despacho entró una linda mujer con falda plisada y blusa azul. Iba pelada a lo muchacho y un mechón pelirrojo le caía sobre los ojos.

    —¡Hallo! —saludó sonriendo amablemente—. Matvey, ¿no le molesto? ¡Oh! —exclamó al ver a Postisheva—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —La abrazó por los hombros y la estrechó contra su pecho—. Matvey, ¿usted le ha hecho, llorar? ¡Cómo no le da vergüenza! Seguramente estuvo usted grosero. Hay veces que se pone usted inaguantable.

    El director movió los bigotes.

    —¡Buenos días, Jane! —dijo—. Deje a Postisheva. Está castigada. Ha ofendido gravemente a Kaneko y ha robado energía.
    —¡Qué absurdo! —exclamó Jane—. ¡Cálmate chica! ¿Qué palabras son esas? ¡«Ha robado», «ha ofendido»! ¿A quién le ha robado la energía? ¿A la Ciudad Infantil? ¡No! Pues entonces, ¿qué más da quién de los físicos gasta la energía, la Postisheva o el terrible Lamondois?

    El director se levantó majestuoso.

    —Leonid, Mark —dijo—. Os presento a Jane Pikbridge, el biólogo jefe de Iris. Jane, éstos son Leonid Gorbovski y Mark Walkenstein, astronautas.

    Los astronautas se pusieron de pie.

    —Hallo —dijo Jane—. No, no quiero saludarles. ¿Cómo es posible que dos hombres fuertes y guapos, como ustedes, sean tan indiferentes? ¿Cómo pueden estarse sentados mientras una joven llora?
    —Usted perdone —protestó Mark—, nosotros no permanecimos indiferentes. —Gorbovski lo miró con asombro—. Precisamente nos disponíamos a intervenir.
    —Pues, intervengan —dijo Jane.
    —¡Basta, camaradas! —rugió el director—. ¿Qué es esto? Postisheva, puedes marcharte. Si, sí, ¡márchate! ¿Qué es lo que desea, Jane? Deje usted a Postisheva y diga lo que desea. Lo ve, ya le ha empapado la blusa con su llanto. ¡Postisheva, márchate, ya te lo he dicho!

    Postisheva se levantó y salió tapándose el rostro con las manos. Los ojos de Mark miraron interrogantes a Jane.

    —Está claro —dijo ella.

    Mark se dio un tironazo de la cazadora, miró severamente a Matvey, hizo una discreta reverencia a Jane y se marchó. Matvey sacudió la mano con desgana.

    —Tendré que dimitir —dijo—. No hay ninguna disciplina. ¿Usted se da cuenta de lo que hace, Jane?
    —Sí, me doy cuenta perfectamente —dijo Jane acercándose a la mesa—. Y ni toda vuestra física ni toda vuestra energía valen lo que una lágrima de Ala.
    —Dígale eso a Lamondois. O a Pagava. O a Forster. O a Kaneko. En cuanto a las lagrimitas..., cada cual tiene sus armas. Y, si le parece bien, dejemos esto. ¿Qué es lo que desea?
    —Sí, dejémoslo —dijo Jane—. Ya sé que usted es tan testarudo como bueno. Por lo tanto, su tozudez debe ser infinita. Matvey, he venido porque me hace falta gente. No, no... —se apresuró a decir al mismo tiempo que levantaba su pequeña mano—. Se trata de un asunto arriesgado e interesante. Me bastaría hacer una seña con el dedo para que la mitad de los físicos dejasen a sus siniestros dirigentes.
    —Si la que hace la seña es usted. —dijo Matvey—, se van hasta los mismos dirigentes.
    —Muchas gracias, pero me refiero a la caza de calamares. Necesito doce personas dispuestas a echar los calamares de la costa de Pushkin.

    Matvey suspiró.

    —¿Qué le han hecho los calamares? —dijo—. Lo siento, pero no tengo personal disponible.
    —Aunque no sean más que diez personas. Los calamares saquean sistemáticamente las fábricas de conservas. ¿A qué se dedican ahora los experimentadores?

    Matvey se animó.

    —¡Es verdad! —dijo—. ¡Gaba! ¿Dónde estará ahora Gaba? Ah, ya recuerdo... De acuerdo, Jane, tendrá usted sus diez hombres.
    —Perfectamente. Ya decía yo que era usted buena persona. Bueno, me voy a desayunar. Dígales que me busquen. Que usted lo pase bien, querido Leonid. Si quiere tomar parte en la caza nos alegraremos mucho.
    —¡Uf! —dijo Matvey cuando se cerró la puerta—. Magnífica mujer, pero prefiero trabajar con Lamondois. Y, ¿qué me dices de tu amigo Mark?

    Gorbovski sonrió satisfecho y se sirvió más jugo. Volvió a estirarse en su sillón plácidamente y después de preguntar quedamente: ¿se puede? conectó el magnetófono. El director también se recostó en su sillón.

    —¡Si! —pronunció pensativo—. Leonid, ¿te acuerdas de la Mancha Ciega? ¡Cómo gritaba Stanislav Pishta!... A propósito, ¿tú sabes...?
    —Matvey Sergueevich —dijo el altavoz—. Un comunicado de la «Flecha».
    —Léelo —ordenó Matvey inclinándose hacia adelante.
    —«Salgo a la deritrinitación. Volveré a comunicar dentro de cuarenta horas. Todo marcha bien. Antón». La comunicación es bastante mala, Matvey Sergueevich, la tormenta magnética...
    —Gracias —dijo Matvey y se volvió hacia Gorbovski con aspecto preocupado—. Entre nosotros, Leonid, ¿qué sabes de Camilo?
    —Que nunca se quita el casco —contestó Gorbovski—. En una ocasión le pregunté a él mismo sobre esto, cuando nos estábamos bañando, y me lo dijo claramente.
    —Y, ¿qué piensas de él?

    Gorbovski reflexionó.

    —Yo pienso que está en su perfecto derecho.

    Gorbovski no quería hablar de este tema. Escuchó durante cierto tiempo el tam-tam y luego añadió:

    —Comprendes, Matiusha, no sé por qué se me considera casi amigo de Camilo. Seguramente por esto todos me vienen a preguntar por qué y cómo. Pero este tema no es de mi agrado. Si tienes alguna pregunta concreta, te la contestaré con gusto.
    —SI, tengo una pregunta —dijo Matvey—. Camilo, ¿no está loco?
    —Noo, ¡qué dices! Es simplemente un genio como otro cualquiera.
    —Te lo pregunto, porque tiene la manía de predecir. Algunas veces pienso: ¿por qué estará siempre profetizando?
    —Y, ¿qué es lo que predice?
    —Tonterías —dijo Matvey—. El fin del mundo. Lo peor del caso es que nadie lo comprende. Bueno, dejemos esto. ¿Sobre qué estábamos hablando?

    La pantalla se iluminó de nuevo. Apareció Kaneko. Tenía la corbata torcida.

    —Matvey Sergueevich —dijo casi ahogándose—. Permítame comprobar la lista. Usted debe tener una copia.
    —¡Oh, estoy harto de todo esto! —dijo Matvey—. Leonid, haz el favor de perdonarme. Tengo que marcharme.
    —No faltaba más, márchate —dijo Gorbovski—. Yo mientras tanto iré al cosmódromo a ver cómo anda mi «Tariel».
    —Ven a comer conmigo a las dos —le invitó Matvey.

    Gorbovski apuró lo que le quedaba en la copa y aumentó hasta el límite el volumen del tam-tam.


    Capítulo III


    A las diez de la mañana el calor se hizo insoportable. Los amargos vapores de las sales volátiles de la caldeada estepa se filtraban por los intersticios de las ventanas cerradas. Sobre la estepa danzaban espejismos. Robert había colocado junto a su sillón dos potentes ventiladores y estaba medio tumbado abanicándose con una revista vieja. Se consolaba pensando que a eso de las tres de la tarde aún sería peor, y que después, cuando quisiera darse cuenta, sería ya de noche. Camilo seguía ensimismado junto a la ventana del norte. No habían vuelto a hablarse.

    Del aparato registrador iba saliendo una cinta celeste sin fin, en la que se veían los trazos dentados de la inscripción automática. El contador de Joung iba tomando, de manera paulatina y casi imperceptible, un color lila intenso. Los ulmotrones runruneaban débilmente y por sus mirillas espejadas podía verse cómo se movían los reflejos de la llama atómica. La Ola se desarrollaba. Más allá del horizonte boreal, sobre las inmensas extensiones desérticas de tierra quemada, subían hasta la estratosfera fuentes gigantescas de un caliente polvo venenoso.

    Se oyó la señal de videófono y Robert se apresuró a adoptar la postura de hombre ocupado. Pensó que seria Patrick o Maliaev, aunque este último no solía llamar cuando hacía tanto calor. Pero resultó ser Tania, alegre y fresca. Era evidente que donde ella estaba no hacia cuarenta grados de calor ni había emanaciones pestilentes como las de la estepa muerta, sino que el aire era dulce y fresco y que el viento traía del cercano mar el limpio aroma de los parterres despejados por el reflujo.

    —¿Cómo te sientes ahí sin mí, Robert? —le preguntó ella.
    —Mal —se quejó él—. Huele mal, hace calor y no estás tú. Tengo unas ganas irresistibles de dormir, pero no logro dormirme.
    —Pobrecito. Yo dormí perfectamente en el helicóptero. Sin embargo, hoy también será para mi un día de mucho trabajo. La fiesta estival; algo así como una torre de Babel. Los niños andan como locos. ¿Estás solo?
    —No. Aquí está Camilo, pero ni nos ve, ni nos oye. Taniok, ¿dónde quieres que te espere hoy?
    —¿Termina acaso tu turno? Pues, si es así, ¡vámonos al sur!
    —¡Magnífico! ¿Recuerdas el café de la Aldea de Pescadores? Iremos allí. Comeremos lampreas y beberemos vino nuevo... ¡helado! —Robert suspiró y puso los ojos en blanco—. Ahora esperaré a que llegue la tarde. ¡Oh, cómo voy a esperar!
    —Yo también —dijo ella y miró a su alrededor—. Te mando un beso, Robi. Espera mi llamada.
    —La esperaré impaciente —aseguró Robert. Camilo seguía mirando por la ventana con las manos atrás. Tenía los dedos en continuo movimiento. Sus dedos eran extraordinariamente largos, flexibles y blancos y tenían las uñas recortadas. La forma en que se cruzaban y descruzaban entre sí era extravagante. Robert se dio cuenta de que, sin quererlo, intentaba imitar estas manipulaciones.
    —Comenzó —dijo de repente Camilo—. Mire usted.
    —¿Qué ha comenzado? —preguntó Robert sin deseos de levantarse.
    —El movimiento de la estepa —dijo Camilo.

    Robert se levantó sin ganas y se acercó a Camilo. Al principio no se dio cuenta de nada. Después le pareció que veía un espejismo. Pero cuando se fijó, echó el cuerpo hacia adelante con tal violencia, que dio con la frente en el cristal. La estepa se movía. La estepa cambiaba de color. Una horrible masa rojiza parecía deslizarse por el espacio amarillo. Abajo, junto a la base de la torre, se veía cómo unos puntos rojos y amarillos hormigueaban entre los altos tallos.

    —¡Mi madre! —exclamó Robert—. ¡Son granívoros bermejos! ¡Qué hace usted? —Se lanzó al videófono y gritó—: ¡Pastores! ¿Quién está de guardia?
    —El pastor de guardia escucha.
    —¡Habla el puesto de observación Estepario! ¡Del norte vienen granívoros bermejos! ¡Toda la estepa está cubierta de granívoros!
    —¿Qué ha dicho? Repita. ¿Quién habla?
    —¡Habla el puesto de observación Estepario! ¡Soy el observador Skliarov! ¡Del norte vienen granívoros bermejos! Peor que hace dos años! ¿Ha comprendido? ¡Toda la estepa es un hervidero de granívoros!
    —¡Entendido! Gracias, Skliarov, ¡Qué desgracia! Todos los nuestros están en el sur. ¡Qué desdicha! Bueno, ¡qué le vamos a hacer!
    —¡Oiga! —gritó Robert—. Póngase en comunicación con Alabastro o con Greenfield, allí hay muchos físicos del cero que pueden ayudarle.
    —¡Entendido! Gracias, Skliarov. Cuando termine el paso de los granívoros, haga el favor de avisarnos en seguida.

    Robert volvió a la ventana. Los granívoros venían en oleadas. Ya no se veía la hierba.

    —¡Qué desgracia! —murmuró Robert apretando su cara contra el cristal—. ¡Vaya una desgracia!
    —No se haga ilusiones, Robi —dijo Camilo—. Esto no es aún la desgracia. Esto es simplemente interesante.
    —Sí, cuando arrasen los sembrados —dijo Robert de mal humor—, nos quedaremos sin pan, sin ganado...
    —No nos quedaremos, Robi. No les dará tiempo.
    —Así lo espero. Esa es la única esperanza. Pero mire usted cómo van. Toda la estepa está roja.
    —Esto es un cataclismo —dijo Camilo.

    Inesperadamente obscureció. Una sombra enorme cayó sobre la estepa. Robert miró alrededor y corrió a la ventana oriental. Una nube ancha y palpitante tapó el sol. Robert no comprendió en el acto de que se trataba. Primero se extrañó, ya que durante el día, no solían formarse nubes en Iris. Después se dio cuenta de que eran pájaros. Millares y millares de pájaros venían volando del norte y hasta a través de las cerradas ventanas se oía su ininterrumpido aletear y su fino y penetrante griterío. Robert retrocedió hacia la mesa.

    —¿De dónde vienen estos pájaros? —pensó en alta voz.
    —Todos buscan la salvación —dijo Camilo—. Todos corren. Si yo fuera usted, Robi, también correría. Viene la Ola.
    —¿Qué Ola? —Robert se agachó y miró los aparatos—. No hay ninguna Ola, Camilo.
    —¿No? —dijo Camilo serenamente—. Pues tanto mejor. Quedémonos y veremos lo que ocurre.
    —Yo no pensaba correr. Simplemente me llama la atención todo esto. Hay que comunicarlo a Greenfield. Y lo que más me extraña es de dónde vienen estos pájaros. Por ese lado no hay más que desiertos.
    —Por ahí hay muchos pájaros —contestó Camilo con tranquilidad—. Hay grandes lagos azules, cañaverales...

    Camilo se calló. Robert lo miró incrédulamente. Llevaba diez años trabajando en Iris y estaba completamente seguro de que al norte del paralelo Tórrido no había nada, ni agua, ni hierba, ni vida. «No estaría mal tomar un flaer y volar hacia allá con Taniushka», pensó repentinamente. Veríamos qué lagos y qué cañaverales son ésos.

    Sonó la señal de llamada. Robert miró la pantalla. Era Maliaev.

    —Skliarov —dijo Maliaev en el tono hostil que le caracterizaba. Robert, como de costumbre, se sintió culpable, culpable de todo, hasta de los granívoros y de los pájaros— Skliarov, escuche una orden. Evacue el puesto inmediatamente. Tráigase los dos ulmotrones.
    —Fiodor Anatolievich —dijo Robert—. Están pasando granívoros, vuelan los pájaros, en este momento quería comunicárselo.
    —No se entretenga. Repito. Tráigase los dos ulmotrones. Tome el helicóptero y salga inmediatamente para Greenfield. ¿Ha comprendido?
    —Si.
    —Ahora... —Maliaev miró hacia abajo—. Ahora son las diez y cuarenta y cinco. A las once en punto debe usted estar en el aire. Tenga en cuenta que voy a poner en movimiento los «caribdis». En todo caso procure volar alto. Si no tiene tiempo de desmontar los ulmotrones, abandónelos.
    —Pero, ¿qué ocurre?
    —Que viene la Ola —dijo Maliaev mirando a Robert a los ojos por primera vez—. Ha rebasado ya el paralelo Tórrido. Dése prisa.

    Robert quedó pensativo un segundo. Después volvió a mirar los aparatos. A juzgar por las indicaciones de éstos, la erupción iba en descenso.

    —Bueno, esto no es cosa mía —dijo Robert en alta voz—. Camilo, ¿me ayuda usted?
    —Ahora ya no puedo ayudar a nadie —replicó Camilo—. Por lo demás, tampoco es cosa mía. ¿Que hace falta, llevar los ulmotrones?
    —Sí, pero antes hay que desmontarlos.
    —¿Quiere que le dé un buen consejo? —dijo Camilo—. El buen consejo número siete mil ochocientos treinta y dos.

    Robert ya había desconectado la corriente y destornillaba las juntas quemándose los dedos.

    —Venga su consejo —dijo.
    —Deje usted estos ulmotrones, métase en el helicóptero y váyase con Tania.
    —Buen consejo —dijo Robert, que se daba prisa al desacoplar las juntas—. Muy agradable. Ayúdeme a sacar esto.

    El ulmotron pesaba cerca de un quintal y tenía la forma de un cilindro grueso y liso, de metro y medio de longitud. Lo sacaron de su asiento y lo metieron en la cabina del ascensor. Se oyó bramar el viento y la torre comenzó a vibrar.

    —Basta —dijo Camilo—. Bajemos juntos.
    —Hay que coger el segundo.
    —Robi, ni éste ni aquél le van a servir más. Siga usted mi consejo.

    Robert miró el reloj.

    —Aún hay tiempo —dijo resueltamente—. Bájelo usted y ruédelo hasta que llegue a tierra.

    Camilo cerró la puerta. Robert regresó a la instalación. Fuera, todo estaba envuelto en una penumbra roja. Ya no se veían pájaros, pero el cielo estaba encapotado por un manto turbio, a través del cual apenas si se distinguía el pequeño disco del sol. La torre se estremecía y balanceaba bajo los embates del viento.

    —Si tuviéramos tiempo... —pensó Robert en alta voz.

    Haciendo un gran esfuerzo extrajo el segundo ulmotron, se lo echó al hombro y lo llevó al ascensor. En este momento, a su espalda, saltaron hechos añicos los marcos de las ventanas y una nube de polvo hiriente y de viento abrasador irrumpió en el laboratorio. Algo le dio a Robert un fuerte golpe en un pie. El se agachó presuroso, apoyó el ulmotron contra la pared y apretó el botón de llamada. El motor del ascensor rugió en vacío y se paró al instante.

    —¡Cami... lo! —gritó Robert apretando su cara contra la puerta de celosía.

    Nadie contestó. El viento seguía aullando y silbando en las rotas ventanas. La torre se balanceaba y Robert se mantenía de pie a duras penas. Volvió a apretar el botón. El ascensor no funcionaba. Entonces, Robert, venciendo al viento, llegó a la ventana y miró hacia afuera. La estepa estaba invadida por nubes de polvo que avanzaban con extraordinaria furia. Junto a la base de la torre centelleó algo brillante. Robert sintió un escalofrío al darse cuenta de que aquello que estaba allí rodando y dándose golpes a merced del viento, era un ala destrozada arrancada de su pterocar. Cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios. Sentía un sabor acre en la boca. «¡Vaya una trampa! —pensó Robert—. Aquí quisiera ver a Patrick.»

    —¡Cami... lo! —gritó con todas sus fuerzas.

    Pero apenas si pudo oír su propia voz. Por la ventana... Por la ventana es imposible, me arrastraría. ¡Vale la pena intentar? El pterocar está destrozado... De todas maneras me aniquilará. No, hay que bajar. ¡Qué hará Camilo allí? Yo, en su lugar, ya habría arreglado el ascensor... ¡El ascensor!

    Avanzando por encima de todos los destrozos volvió a la puerta de celosía del ascensor y se cogió a ella con ambas manos. Ahora veremos a la «Juventud del Mundo», pensó. La puerta era sólida. Si las vigas armadas de la torre hubieran tenido una solidez semejante, el ascensor no se habría averiado. Robert se echó de espaldas sobre la puerta y apoyó sus pies en la pared de enfrente. ¡Vamos, a la u... na! Los ojos se le obscurecieron. Algo crujió, o la puerta o sus músculos. ¡O... tra vez! La puerta cedió. «Ahora se abrirá de golpe y yo caeré al pozo», pensó Robert. Veinte metros de cabeza y encima el ulmotron. Se volvió de manera que apoyaba la espalda en la pared y los pies en la puerta. ¡Crac! La parte inferior de la puerta saltó y Robert cayó de espaldas y se dio un golpe en la cabeza. Quedó inmóvil varios segundos. Estaba bañado en sudor. Después miró por el hueco. Allá lejos, en el fondo, se veía el techo de la cabina. Daba miedo entrar en el pozo, pero en este momento comenzó a inclinarse la torre y arrastró a Robert hacia abajo. No intentó resistirse, porque la inclinación era cada vez mayor y parecía no tener fin.

    Iba descendiendo, agarrándose a las vigas y a las riostras y un viento denso, punzante por el polvo que arrastraba, lo oprimía contra el metal caliente. Se dio cuenta de que el polvo había disminuido y de que el sol volvía a inundar la estepa. La torre seguía inclinándose. Era tanto el deseo de Robert de saber cuanto antes qué había sido del pterocar y de Camilo, que, cuando le faltaban aún cuatro metros para llegar al suelo, saltó. Al caer se hizo daño en los pies y en las manos. Y lo primero que vio fueron los dedos de Camilo hundidos en la tierra seca.

    El pterocar estaba volcado y debajo de él yacía Camilo, con sus ojos redondos desmesuradamente abiertos y vidriosos y con sus largos dedos hincados en la tierra, como si quisiera sacarse a si mismo de debajo de la máquina destrozada. Seguramente sufrió mucho antes de morir. El polvo cubría su cazadora blanca, sus mejillas y sus ojos abiertos.

    —¡Camilo! —llamó Robert.

    Sobre su cabeza, el viento desgarraba y retorcía los restos del ala rota. El viento arrastraba ráfagas de polvo amarillento. El viento silbaba y gemía en las vigas armadas de la torre inclinada. En el turbio cielo ardía ferozmente el pequeño sol. Parecía tener los pelos de punta.

    Robert se puso de pie y, dejándose caer sobre el pterocar, intentó retirarlo. Consiguió levantar el aparato, pero sólo por un momento. Robert miró de nuevo a Camilo. Vio que tenía toda la cara llena de polvo, que la cazadora se le había puesto amarilla y que sólo su absurdo casco seguía intacto, sin que ni una sola partícula de polvo se adhiriese al plástico opaco de que estaba hecho y que alegremente reflejaba los rayos del sol.

    A Robert le temblaban las piernas y fue a sentarse junto al muerto. Quería llorar. Adiós, Camilo. Yo le quería a usted, palabra de honor.

    Nadie le quería, pero yo si. Es verdad que nunca le hacia caso, lo mismo que los demás, pero, palabra de honor, no le hacia caso porque no tenía ni siquiera la esperanza de comprenderle. Usted destacaba sobre los demás toda una cabeza y, sobre mi, tanto más. Ahora no tengo fuerzas para separar de su pecho este montón de chatarra. Mi deber sería quedarme aquí, junto a usted. Pero me espera Tania. Es posible que también Maliaev me espere, pero lo principal es que tengo unos grandes deseos de vivir. Yo sé que no podré irme de aquí. Pero de todas formas lo intentaré. Correré, caminaré, si es preciso me arrastraré, pero seguiré adelante hasta lo último. Soy un tonto, debía haber escuchado su consejo siete mil, pero, como siempre, no lo comprendí, aunque, ¿qué era lo que había que comprender?

    Robert se sentía tan rendido y cansado, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para ponerse de pie y echar a andar. Pero cuando se volvió para dar el postrer adiós a Camilo, vio la Ola.

    Allá lejos, muy lejos, sobre el horizonte boreal, tras la niebla rojiza de polvo, fulguraba en el cielo blanquecino una franja cegadora, tan brillante como el sol.

    Aquí está el fin, pensó lánguidamente Robert. No podré llegar lejos. Dentro de media hora estará aquí y seguirá adelante. Todo esto quedará convertido en un desierto negro. A la torre no le ocurrirá nada, claro está, a los ulmotrones y al pterocar tampoco, y hasta es posible que siga colgando, en esa calma caliente, el ala arrancada. De Camilo quizá quede el casco. ¿De mí? De mi no quedará nada. Robert se contempló como si se estuviera despidiendo de sí mismo, se golpeó su desnudo pecho y se tocó sus músculos. «¡Qué. lástima!», pensó. Pero en este momento divisó un flaer.

    El flaer estaba detrás de la torre. Era un flaer pequeño, de dos plazas, parecido a una tortuga policroma. Era rápido, económico y extraordinariamente cómodo y fácil de manejar. Era el flaer de Camilo. ¡Claro está que era el flaer de Camilo!

    Robert dio varios pasos inseguros y después se lanzó en desenfrenada carrera, rodeando la torre, sin quitar sus ojos del flaer, como temiendo que pudiera desaparecer. De repente tropezó y cayó deslizándose sobre la punzante hierba. Se desolló el pecho y el vientre. Cuando se levantó, vio cómo el pesado cilindro del ulmotron todavía se balanceaba un poco a causa del empujón.

    Robert dirigió su vista hacia el norte. El horizonte parecía ya una muralla negra. Robert llegó por fin al flaer, saltó al asiento y, en cuanto cogió la palanca de mando, arrancó a todo gas.

    La zona esteparia se extendía hasta Greenfield y Robert la cruzó a una velocidad media de quinientos kilómetros por hora. El flaer corría por la estepa como una pulga, dando saltos enormes. La franja cegadora pronto volvió a ocultarse tras el horizonte. En la estepa todo tenía su aspecto ordinario: la hierba seca como cerdas, los temblorosos espejismos sobre las salinas y las escasas zonas de matorrales enanos. El sol quemaba implacablemente. No se veían huellas ni de los granívoros, ni de los pájaros, ni del huracán. Probablemente, el huracán había barrido todo signo de vida y se había perdido después en estas estériles llanuras del norte de Iris, que las propia naturaleza parecía haber destinado para los locos experimentos de los físicos del cero. En una ocasión, cuando Robert era aún novato, cuando la capital se llamaba simplemente estación y Greenfield no existía, la Ola cruzó ya estos sitios, provocada por un experimento grandioso del difunto Liu Fin-chen. Entonces, todo esto quedó negro. Pero pasaron siete años y esta hierba tenaz volvió a hacer que el desierto retrocediera muy lejos hacia el norte, hasta reducirlo a las mismas zonas en que tenían lugar las erupciones.

    «Todo volverá», pensó Robert. Todo seguirá siendo como antes. Solamente Camilo no volverá a existir. Y si alguna vez aparece inesperadamente alguien en el sillón que hay a mi espalda en el laboratorio, estaré seguro de que se trata de un simple fantasma. Ahora iré a ver a Maliaev y le diré en la cara: «Sus ulmotrones los he tirado...» El replicará entre dientes: «¿Cómo se ha atrevido usted, Skliarov?» Entonces le contestaré: «¿Qué me importan a mí sus ulmotrones cuando por ellos ha perdido la vida Camilo?» El dirá: «Sí, eso es una desgracia, pero usted debía haberse traído los ulmotrones». Entonces, yo me enfureceré por fin y le diré todo: «Eres un carámbano, un monigote de nieve con mando electrónico. ¿Cómo te atreves a pensar en los ulmotrones cuando ha caído Camilo? ¡Eres un ser indolente, una lagartija!»

    A doscientos kilómetros de Greenfield, Robert se encontró con los «caribdis» una especie de gigantescos tanques telemecánicos, que transportaban unas fauces energoaspiradoras. Los «caribdis» avanzaban en línea, de horizonte a horizonte, guardando entre si intervalos de medio kilómetro y atronando el espacio con el rugido de sus potentísimos motores. A su paso, en la estepa amarillenta iban dejando franjas anchurosas de tierra obscura, removida hasta la base basáltica del continente. Las zapatas de las orugas centelleaban al sol. Allá en lo alto, en la parte derecha del descolorido cielo, maniobraba a lo lejos un punto apenas perceptible. Era el helicóptero orientador que dirigía los movimientos de estos monstruos metálicos. Los «caribdis» iban al encuentro de la Ola.

    Los energoaspiradores, al parecer, no funcionaban todavía, pero Robert, por si acaso, tomó altura rápidamente y no comenzó a descender hasta que vio cómo entre la niebla aparecía Greenfield. Este estaba formado por unas cuantas casitas blancas y una torre cuadrada para el control de largo alcance, y rodeado de una frondosa vegetación terrenal. En el extremo norte de Greenfield se destacaba un sombrío «caribdis» que había aplastado un bosquecillo de palmeras y cuya insondable trompa aspiradora apuntaba ahora hacia Robert. Otros dos «caribdis» se encontraban, respectivamente, a derecha e izquierda del poblado. Dos helicópteros se elevaron sobre la torre y se dirigieron hacia el sur. En la plaza, entre el verde césped, brillaban al sol las alas membranosas de los pterocares. Entre ellos corría y hormigueaba la gente.

    Robert arrimó su flaer a la misma entrada de la torre y saltó a la marquesina. Alguien se echó hacia atrás y una voz de mujer gritó: «¿Quién es éste?» Robert cogió el tirador de la puerta de cristal y se quedó pensando un instante, mientras contemplada su reflejo en ella: estaba casi desnudo, cubierto de costras de polvo, un gran arañazo negro le cruzaba el pecho y el vientre y tenía los ojos irritados. «¿Qué más da?», pensó y empujó la puerta. «¡Pero, si es Robert!», dijeron a sus espaldas. Iba subiendo muy despacio por las escaleras, cuando se topó con Patrick. Este se quedó mirándole con la boca abierta. «Patrick —dijo Robert—. Amigo Patrick, Camilo ha muerto...». Patrick parpadeó y, de repente, se apretó la boca con la mano. Robert continuó subiendo. La puerta del despacho estaba abierta. En él se encontraban: Maliaev; el jefe de los físicos del cero del norte, Shota Petrovich Pagava; Karl Hoffman y otras personas, al parecer, biólogos. Robert se detuvo apoyándose en el marco de la puerta. Detrás de él alguien taconeaba por las escaleras y oyó decir: «¿Como lo sabe él?»

    —Camilo... —comenzó a decir Robert, pero le dio un golpe de tos.

    Todos se quedaron mirándole sorprendidos.

    —¿Qué pasa? —preguntó Maliaev bruscamente—. ¿Qué le ocurre, Skliarov, por que tiene ese aspecto?

    Robert se acercó a la mesa, apoyó sus sucios puños sobre unos papeles y le dijo en la cara:

    —Camilo ha muerto. Murió aplastado.

    Se hizo un profundo silencio. Los ojos de Maliaev se contrajeron.

    —¿Qué lo ha aplastado? ¿Dónde?
    —Lo aplastó el pterocar —dijo Robert—. Por culpa de sus inapreciables ulmotrones. Se podía haber salvado tranquilamente, pero me ayudó a sacar esas joyas de ulmotrones y resultó aplastado. Y yo he abandonado allá sus ulmotrones. Ya los recogerá cuando pase la Ola. ¿Entiende? Los he abandonado. Allá los tiene tirados.

    Le dieron un vaso de agua. Robert lo tomó y bebió ansiosamente. Maliaev permaneció callado. Su pálido rostro se puso completamente blanco. Karl Hoffman, sin levantar la cabeza, buscaba inútilmente unos esquemas. Pagava se levantó y se quedó en pie con la cabeza gacha.

    —Esto es muy doloroso —dijo por fin Maliaev—. Camilo era un gran hombre. —Se limpió el sudor de la frente—. Un gran hombre. —Volvió a mirar a Robert—. Está usted muy cansado Skliarov...
    —No. Yo no estoy cansado.
    —Vaya a arreglarse y descanse un poco.
    —¿Y esto es todo? —preguntó Robert apenado.

    La cara de Maliaev recobró su aspecto normal, indiferente y duro.

    —Un momento. ¿Ha visto usted la Ola?
    —Si, también he visto la Ola.
    —¿Qué tipo de Ola es?

    En el cerebro de Robert se produjo un corrimiento y todo vino a quedar en el sitio de costumbre. Maliaev quedó como dirigente autoritario e inteligente, y Robert Skliarov, como eterno observador y «Juventud del Mundo».

    —Me parece que de tercer orden —dijo sumiso—. Una Ola Liu.

    Pagava levantó la cabeza.

    —¡Eso es bueno! —dijo con impensado brío y luego volvió a languidecer. Se apoyó en la mesa y se sentó—. ¡Ah, Camilo, Camilo! —murmuró— ¡Pobrecito! —Se cogió sus grandes y salientes orejas y comenzó a mover la cabeza sobre los papeles.

    Uno de los presuntos biólogos miró receloso a Robert y tocó a Maliaev en el codo.

    —Perdone —dijo tímidamente—. ¿Qué tiene de bueno la Ola Liu?

    Maliaev retiró por fin de Robert su mirada dura y penetrante.

    —Quiere decir —dijo—, que solamente se perderán los sembrados de la zona norte. Pero aun no estamos seguros de que sea una Ola Liu. El observador pudo equivocarse.
    —¿Como puede ser eso? —protestó el biólogo—. Quedamos en que... Usted dispone de estos... de los «caribdis». ¿Es imposible acaso detenerla? ¿Qué físicos son ustedes?

    Karl Hoffman respondió:

    —Posiblemente consigamos amortiguar la energía de la Ola en la línea de caída discreta.
    —¿Qué quiere decir posiblemente? —replicó una mujer desconocida que estaba al lado del biólogo—. ¿Usted comprende que esto es un escándalo? ¿Dónde están sus garantías? ¿Dónde sus magníficas palabras? Esto es dejar el planeta sin pan y sin carne.
    —No admito semejantes reclamaciones —dijo Maliaev fríamente—. Lo siento mucho, pero sus quejas deben dirigirlas a Etienne Lamondois. Nosotros no hacemos experimentos de cero. Nos limitamos a estudiar la Ola.

    Robert dio media vuelta y se dirigió despacito a la salida. «A éstos no les importa nada Camilo», pensó. La Ola, los sembrados, la carne... ¿Por qué no le querían? ¿Porque era más inteligente que todos ellos juntos o porque no quieren a nadie? Junto a la puerta estaban los jovénes. Sus caras eran conocidas, pero reflejaban alarma, tristeza y preocupación. Alguien cogió a Robert del brazo. El miró de abajo a arriba, hasta que se encontró con los ojos, pequeños y pesarosos, de Patrick.

    —Vamos, Rob, te ayudaré a lavarte.
    —Patrick —dijo Robert, poniéndole la mano en el hombro—. Patrick, vete de aquí. Deja a éstos si quieres seguir siendo persona.

    El rostro de Patrick reflejó una mueca dolorosa.

    —¡Qué dices, Rob! —susurró—. No te pongas así. Esto pasará.
    —Pasará —repitió Robert—. Todo pasa. Pasa la Ola. Pasa la vida... y todo se olvida. ¿Qué más da cuando se olvida? En el acto o después...

    Detrás de él, los biólogos seguían regañando abiertamente. Maliaev exigía: «¡El parte!» Shota gritaba: «No interrumpan las mediciones ni un sólo instante. Empleen todos los sistemas automáticos. Cuando se estropeen, tiradlos».

    —Vamos, Rob —suplicó Patrick.

    En este instante, superando los rumores y los gritos, retumbó en el despacho una monótona voz, muy conocida:

    —¡Atención!

    Robert se volvió en el acto. Le temblaban las rodillas. En la pantalla grande del videófono de despacho se veía un ridículo casco mate y los ojos redondos y fijos de Camilo.

    —Tengo poco tiempo —dijo Camilo. Era Camilo vivo, de verdad. Su cabeza se estremecía y sus finos labios y la punta de su larga nariz se movían al compás de sus palabras—. No puedo ponerme en comunicación con el director. Llamen inmediatamente a la «Flecha». Evacuen inmediatamente todo el norte. ¡Inmediatamente! Volvió la cabeza para mirar hacia un lado y se vio su mejilla manchada de polvo—. Detrás de la Ola Liu va otra de tipo desconocido. No podréis...

    Un relámpago cegador recorrió la pantalla, se oyó un crujido y se apagó. En el despacho se hizo un silencio sepulcral y Robert sintió de repente cómo se fijaban en él los entornados y temibles ojos de Maliaev.


    Capítulo IV


    En Iris sólo había un cosmódromo y en él una sola astronave, la astronave de desembarco D-sigma «Tariel segunda». Esta se divisaba desde lejos. Su cúpula blancoceleste se alzaba, como una nube resplandeciente, a setenta metros de altura sobre los planos tejados de color verde obscuro de las estaciones de aprovisionamiento. Gorbovski, indeciso, dio dos vueltas en torno a la astronave. Tomar tierra junto a ella era difícil, ya que una serie de máquinas de diversos tipos la cercaban por completo. Arriba se veían los ridículos autómatas repostadores, adheridos a los seis salientes de los depósitos, los diligentes «cíberes» reparadores de averías, que sondeaban cada centímetro del revestimiento y un autómata madre, de color gris, director de una docena de máquinas analizadoras pequeñas y ágiles. Este era un espectáculo, que aunque corriente, alegraba la vista de todo buen administrador.

    Pero junto a la escotilla de carga ocurría algo que contravenía todas las disposiciones. Una multitud de vehículos de todas clases se agolpaba aquí en lugar de los indefensos «cíberes» del cosmódromo. Entre ellos había «bindiugues» ordinarios de carga, «diligencias» de turismo, «testudos» y «guepardos» ligeros y hasta un «topo» (gran máquina excavadora para minas). Todos estos vehículos evolucionaban de una forma extraña junto a la escotilla, empujándose y apretándose unos a otros. Aparte, en un sitio donde el sol daba de lleno, había varios helicópteros y estaban tirados unos cajones vacíos, los cuales, como Gorbovski pudo reconocer fácilmente, eran los que habían servido de embalaje a los ulmotrones. En estos cajones estaban sentadas varias personas de aspecto triste.

    Gorbovski, que buscaba un sitio a propósito para aterrizar, empezó a dar una tercera vuelta, pero se dio cuenta de que su flaer era seguido de cerca por un pesado pterocar, cuyo conductor, que asomaba hasta la cintura por la abierta puertecilla de la cabina, le hacía unas señas incomprensibles. Gorbovski tomó tierra entre los helicópteros y los cajones y junto a él se posó con dificultad el pterocar.

    —Voy detrás de usted —gritó resueltamente el conductor del pterocar en cuanto salió de su cabina.
    —No se lo aconsejo —dijo Gorbovski—. Yo no tengo nada que ver con la cola. Soy el capitán de esta astronave.

    La cara del conductor resplandeció.

    —¡Magnífico! —dijo a media voz, mientras miraba de reojo hacia los lados—. Vamos a dejar a los del cero con un palmo de narices. ¿Cómo se llama el capitán de esta nave?
    —Gorbovski —respondió Gorbovski inclinándose levemente.
    —¿Y el observador?
    —Walkenstein.
    —¡Espléndido! —exclamó diligente el conductor del pterocar—. Usted será Gorbovski y yo Walkenstein. ¡Vamos!

    Dicho esto, el conductor cogió del brazo a Gorbovski. Este lo detuvo.

    —Escuche, Gorbovski, nosotros no perdemos nada. Yo conozco perfectamente esta nave. Cuando vine aquí volé en una de desembarco. Entraremos en el almacén, cogeremos un ulmotron cada uno y nos encerraremos en la sala de la tripulación. Cuando se acabe esto —dijo, mirando con gesto despectivo hacia los vehículos—, saldremos tranquilamente.
    —¿Y si llega el observador verdadero?
    —Trabajo le va a costar convencer a éstos de que es el verdadero observador —replicó categóricamente el impostor.

    Gorbovski se rió disimuladamente y dijo:

    —Vamos.

    El seudoobservador se alisó los cabellos, hizo una profunda aspiración y avanzó resueltamente. Iba colándose por entre los vehículos sin dejar de hablar. De repente comenzó a hacerlo con voz de bajo profundo e imponente.

    —Creo —discurría de forma que le oyesen todos— que la limpieza de los difusores nos va a retrasar. Propongo cambiar la mitad de los juegos y concentrar la atención principalmente en inspeccionar el revestimiento. ¡Camarada, retire un poco su vehículo! Está usted estorbando. De esta forma, Valentín Petrovich, cuando salgamos a la deritrinitación... ¡Retire su camión, camarada! No comprendo, ¿para qué os apiñáis? Existe un orden, una cola, una lista, una ley, en fin... Manden sus representantes... Valentín Petrovich, no sé cómo piensa usted, pero a mi me admira el salvajismo de estos aborígenes. Ni usted ni yo hemos visto nada semejante ni en Pandora, entre los tahorgos...
    —Tiene usted razón, Mark —dijo Gorbovski divertido.
    —¿Cómo? Claro que sí... Tienen unas costumbres horribles.

    Una joven con pañuelo de seda a la cabeza, se asomó por la ventanilla de un «bindiug» y preguntó:

    —¿Ustedes son el observador y el capitán, si no me equivoco?
    —Efectivamente —respondió, desafiante el observador—. Y como observador le recomiendo que lea una vez más las instrucciones sobre el orden de descarga.
    —¿Cree usted que es necesario?
    —Indudablemente. Ha metido usted su camión inútilmente en la zona de los veinte metros.
    —¿Sabéis una cosa, amigos? —saltó una voz joven y alegre—. Este observador fantasea peor que los otros dos que han llegado antes.
    —¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó ofendido el seudoobservador. Su rostro se asemejaba en este momento al de un falso Nerón.
    —Quiero decir —replicó irónicamente la joven del pañuelo de seda— que allí, en aquellos cajones vacíos, hay sentados ya dos observadores y un capitán, y que los cajones son el embalaje de unos ulmotrones que se llevó un ingeniero de a bordo, una joven muy discreta de cuya captura se encarga ahora un delegado del Soviet...
    —¿Qué le parece a usted, Valentín Petrovich? —gritó el falso observador—. ¡Impostores!
    —Me parece —dijo Gorbovski pensativo— que yo tampoco voy a poder entrar en mi propia nave.
    —Discurre usted bien —dijo la del pañuelo. Pero lo que dice no es nuevo.

    El seudoobservador se disponía ya a seguir resueltamente hacia adelante, cuando un «bindiug» que había a su derecha se desplazó un poco a la izquierda, mientras que una «diligencia» negro-amarilla que tenía a su izquierda hizo lo propio hacia la derecha, y, enfrente, en medio del camino que conducía a la codiciada escotilla, los desnudos dientes del «topo» comenzaron a girar rabiosamente y a lanzar terrones.

    —¡Valentín Petrovich! —exclamó con indignación el seudoobservador—. En estas condiciones yo no puedo garantizar la preparación de la nave.
    —¡Otro cuento viejo! —dijo tristemente el conductor de la «diligencia».

    La voz alegre comenzó a decir:

    —¡Qué clase de observador es éste! ¡Aburridísimo! ¿Os acordáis del segundo? ¡Aquél si que nos divirtió! ¡Cómo se quitó la camiseta para enseñarnos las cicatrices de los meteoritos!
    —No, el mejor fue el primero —dijo el conductor del «topo».
    —Sí, estuvo bien —dijo la chica del pañuelo—. Cuando pasaba entre los vehículos iba mirando una fotografía y diciendo quejumbrosamente: «¡Galia, Galia mía! ¡Galia querida! ¡Qué lejos estás de la tierra natal, Galia!».

    El falso observador, con la cabeza gacha, se entretenía en arrancar la tierra de los pulidos dientes del «topo».

    —Y usted ¿qué dice? —dijo el conductor de la diligencia dirigiéndose a Gorbovski—. ¿Por qué está tan callado? Hay que decir algo... Algo convincente.

    Todos esperaron con curiosidad.

    —Verdaderamente, yo podía haber entrado por la escotilla para el pasaje —dijo Gorbovski pensativo.

    El seudoobservador levantó la cabeza y le miró con esperanza.

    —No hubiera podido —dijo el conductor moviendo la cabeza—. Está cerrada por dentro.

    Siguió una pausa, en la cual pudo oírse claramente la voz de Kaneko:

    —No le puedo dar los diez equipos, compréndalo, camarada Prozorovski.
    —Y usted compréndame a mí, camarada Kaneko. Nuestra demanda es de diez equipos, ¿cómo quiere que vuelva con seis?

    Alguien intervino:

    —Cójalos usted, Prozorovski, cójalos... Coja estos seis por ahora. Dentro de una semana nos quedarán a nosotros cuatro equipos libres. Cuente usted con ellos, se los mandaré.
    —¿Me lo promete?

    La joven del pañuelo de seda dijo:

    —Me da lástima Prozorovski. Tienen dieciséis esquemas con ulmotrones. —suspiró el conductor de la «diligencia».
    —Sí, esto es una miseria.
    —Nosotros tenemos cinco —reconoció el seudoobservador—. Cinco esquemas y un solo ulmotron. ¿Qué les hubiera costado traer doscientos?
    —Hubiéramos podido traer doscientos o trescientos, —dijo Gorbovski—. Pero, ahora, los ulmotrones hacen falta en todas partes. En la Tierra se han inaugurado seis nuevas cadenas de U.
    —¡Cadenas de U! —exclamó la chica del pañuelo—. ¡Se dice pronto! ¿Os figuráis la tecnología del ulmotron?
    —En términos muy generales, si.
    —Sesenta kilos de ultramicroelementos. Montaje dirigido a mano: tolerancias de media micra... Y, ¿quién que se precie a si mismo va a ir a trabajar de ajustador? Usted, por ejemplo, ¿iría?
    —Reclutan voluntarios —dijo Gorbovski.
    —¡Ah! —dijo con desprecio el conductor del «topo»—. ¡La semana de ayuda a los físicos!
    —¡La semana de ayuda a los físicos!
    —¿Qué le vamos a hacer, Valentín Petrovich? —dijo el seudoobservador sonriendo vergonzosamente—. Está visto que no nos dejan entrar.
    —Me llamo Leonid Andreevich —respondió Gorbovski.
    —Y yo Hans —respondió desanimado el falso observador—. Vamos a sentarnos en los cajones. A lo mejor ocurre algo...

    La chica del pañuelo les dijo adiós con la mano. Ellos salieron del tropel de vehículos y se sentaron en los cajones, al lado de los otros seudoastronautas, los cuales los recibieron con un mutismo que lo mismo podía expresar compasión que duda.

    Gorbovski palpó un cajón. El plástico de que estaba hecho era duro y basto. Hacia mucho calor al sol. Gorbovski no tenía nada que hacer aquí, pero, como de ordinario, sentía grandes deseos de conocer a esta gente, de saber quiénes eran y cómo llegaron a ser lo que eran y, en general, de saber cómo andaban las cosas, juntó varios cajones y les preguntó: «¿Me puedo tumbar aquí?» Acto seguido se tendió cuan largo era y sujetó junto a su cabeza el microacondicionador. Después conectó el magnetófono.

    —Me llamo Gorbovski —dijo presentándose a los demás—. Leonid. Era el capitán de esta astronave.
    —Yo también fui capitán de ella —exclamó tristemente un hombre de rostro moreno que estaba sentado a su derecha—. Me llamo Alpa.
    —Y yo Banin —dijo un muchacho joven y delgado que estaba desnudo hasta la cintura y llevaba un sombrero panameño—. Yo fui y sigo siendo el observador. Por lo menos hasta que consiga el ulmotron.
    —Hans —se limitó a decir el falso Walkenstein, el cual se había sentado en la hierba muy cerca del microacondicionador.

    El tercer seudoobservador, por lo visto, no los oyó. Estaba sentado de espaldas a ellos y escribía algo en una libreta de notas que tenía apoyada en las piernas.

    Del tropel de vehículos salió un «guepardo» largo. Se abrió una de sus puertecillas y de ella salieron despedidas las vacías cajas de los ulmotrones. El «guepardo» se alejó por la estepa.

    —Prozorovski —dijo Banin con envidia.
    —Sí —respondió Alpa amargamente—. A Prozorovski no le hace falta mentir. Es la mano derecha de Lamondois. —Suspiró profundamente y añadió—: Yo no había mentido nunca. Ahora tampoco puedo mentir. Les aseguro que me duele el alma.

    Banin razonó seriamente:

    —Cuando una persona empieza a mentir en contra de su voluntad, es señal de que en alguna parte se ha estropeado algo. Es una consecuencia compleja.
    —Todo depende del sistema —dijo Hans—. Todo depende de la directiva que sirve de punto de partida y según la cual recibe más el que mejor lo hace.
    —Proponga usted otra directiva mejor —dijo Gorbovski—. Por ejemplo, si lo haces mal, toma un ulmotron.

    Si lo haces bien, sigue sentado en estos cañones —dijo Alpa—. ¡Qué desproporción tan terrible! ¿Cuándo se ha visto que haya colas para recibir maquinaria?; ¿o para recibir energía? Hacías un pedido y lo recibías. Ni siquiera te interesabas por saber de dónde venía. Sabías por instinto, claro está, que existía un gran número de personas que trabajaban gustosamente en la esfera del abastecimiento material de la ciencia. Y hay que reconocer que este trabajo es realmente interesante. Recuerdo cómo yo mismo, después de terminar la escuela, me dediqué con mucho interés a la racionalización del montaje de los esquemas neutrónicos. Ahora, ya no se acuerda nadie de ellos, pero, en su tiempo, fue muy popular el método de análisis neutrónico. —Sacó del bolsillo su negra pipa y la llenó, despacio, pero con movimientos seguros. Los demás lo miraban con curiosidad—. Todos sabemos perfectamente que la correlación entre el número de los que emplean la maquinaria y el de los que la producen, no ha cambiado sensiblemente desde entonces. Pero evidentemente se ha producido un salto monstruoso en la demanda. A juzgar por lo que estamos viendo a nuestro alrededor, cada investigador mediano necesita actualmente veinte veces más energía y maquinaria que en mi tiempo. —Dio una profunda chupada a la pipa y se oyó cómo ésta resollaba—. Esta circunstancia es comprensible, ya que desde los tiempos más remotos se viene considerando que el problema que más interés despierta es aquel que proporciona la máxima corriente de ideas nuevas. Esto es natural. Pero si el problema primario se encuentra a un nivel subelectrónico y exige, supongamos, una unidad de maquinaria, cada decena de problemas filiales profundiza en la materia, por lo menos, un grado más que aquel y necesita ya diez unidades de maquinaria. Es decir, la corriente de ideas provoca una corriente de necesidades. Además, hay que tener en cuenta que los intereses de los productores de maquinaria no siempre coinciden con los intereses de los que la utilizan.

    —Efectivamente, se trata de un circulo vicioso —dijo Banin—. Nuestros economistas se han descuidado.
    —Los economistas también son investigadores —replicó Alpa—. Ellos también tienen que habérselas con grandes corrientes de problemas. Y, ya que hemos empezado a hablar de esto, he aquí una curiosa paradoja que me preocupa este último tiempo: la del T cero. Un problema nuevo, fructuoso y de grandes perspectivas. Por ser fructuoso, Lamondois tiene derecho a un enorme abastecimiento de material y de energía. Pero Lamondois, a su vez, se ve obligado a avanzar cada vez más de prisa, más profundamente y... en un frente más estrecho. Cuanto más rápido y profundo es su avance, mayores son sus necesidades y más palpables las insuficiencias, hasta que llega un momento en que él mismo comienza a frenar. Miren ustedes esa cola. En ella hay cuarenta personas esperando y perdiendo un tiempo precioso. ¡Una tercera parte de los investigadores de Iris pierde su tiempo, su energía nerviosa y el ritmo de su pensamiento! Mientras tanto, las otras dos terceras partes están esperando con los brazos cruzados, en sus laboratorios, sin poder pensar más que «¿los traerán o no los traerán?» ¿No es esto acaso frenarse a sí mismo? El deseo de mantener la afluencia de recursos materiales origina una carrera: ésta provoca a su vez un aumento desproporcionado de las necesidades y en definitiva se produce automáticamente el frenazo.

    Alpa se calló y empezó a vaciar la pipa. Del tropel de vehículos, empujando a derecha e izquierda, salió el «topo». Por la ventanilla de su desmesuradamente alta cabina salía la tapa de un flamante ulmotron. Al pasar el «topo» junto a los seudoastronautas, su conductor los saludó con la mano.

    —Quisiera yo saber para qué necesitan ese ulmotron los Exploradores —murmuró Hans.

    Nadie le contestó. Todos siguieron con la vista al «topo», en cuya parte trasera se destacaba el emblema de los Exploradores: un heptágono negro sobre un escudo rojo.

    —A mí me parece que, a pesar de todo —dijo Banin—, tienen la culpa los economistas. Tenían que haber previsto lo que iba a ocurrir. Hace veinte años tenían que haberse orientado las escuelas de tal forma, que ahora hubiese los cuadros suficientes para abastecer a la ciencia.
    —No sé, no sé —dijo Alpa—. ¿Cómo es posible planificar un proceso como este? Nosotros entendemos poco de esto, pero bien puede ocurrir que, en general, sea imposible conseguir un equilibrio entre el potencial espiritual de los investigadores y las posibilidades materiales de la humanidad. Porque, hablando llanamente, siempre habrá más ideas que ulmotrones.
    —Eso habría que demostrarlo —dijo Banin. —Yo no he dicho que esté ya demostrado. He dado simplemente mi opinión.
    —Pues, es una opinión equivocada —repuso Banin, el cual empezaba a acalorarse—. ¡Una opinión que asegura una crisis eterna! Eso sería un callejón sin salida.
    —¿Por qué tiene que ser un callejón sin salida? —dijo quedamente Gorbovski—. Al contrario.

    Banin no le escuchó.

    —¡Hay que salir de la crisis! —dijo—. ¡Hay que buscar una solución! Y esa solución no puede encontrarse con suposiciones sombrías.
    —¿Por qué sombrías? —dijo Gorbovski. Pero continuaron sin hacerle caso.
    —Renunciar al principio fundamental de la distribución es imposible —decía Banin—. Eso sería engañar a los que trabajan con mayor entusiasmo. Usted, supongamos, se va a pasar veinte años rumiando un problema particular y va a recibir la misma cantidad de energía qué Lamondois, por ejemplo. ¡Eso es absurdo! ¿Quiere decir que la solución no está aquí? Efectivamente, no está aquí. Ustedes mismos, ¿ven la solución o se limitan a registrar fríamente los hechos?
    —Yo soy ya viejo y veterano en el trabajo científico —dijo Alpa—. Toda mi vida la dediqué a la Física. Es verdad que he hecho poco, porque soy un simple investigador, pero ahí está la cuestión. A pesar de todas estas nuevas teorías, estoy convencido de que el verdadero sentido de la vida humana se encierra en los conocimientos científicos. Y, sinceramente, me amarga ver cómo en nuestro tiempo millares de personas se apartan de la ciencia y buscan su vocación en ese contacto sentimental con la naturaleza que han dado en llamar arte y se conforman con ese resbalar por la superficie de los fenómenos que ellos denominan percepción estética. Y me parece que es la misma historia la que ha predeterminado la división de la humanidad en tres grupos: el de los soldados de la ciencia, el de los educadores y el de los médicos. En la actualidad, la ciencia atraviesa por un periodo de insuficiencia material, pero al mismo tiempo, millares de personas se dedican a pintar cuadros, a rimar palabras, etc., etc., es decir, a impresionar. Y lo más lamentable es que entre ellas hay muchas que son, en potencia, magníficos investigadores. Son enérgicos, ingeniosos, y tienen, además una extraordinaria capacidad de trabajo.
    —¡Bueno, bueno! —dijo Banin.

    Alpa guardó silencio y comenzó a llenar la pipa.

    —Si usted me lo permite, yo continuaré sus razonamientos —dijo Gorbovski—. Porque me estoy dando cuenta de qué usted no se atreve.
    —Pruebe usted —dijo Alpa.
    —Lo mejor sería mandar a todos los pintores y poetas a campos de estudio. Arrancarles los pinceles y las plumas, hacerles estudiar unos breves cursillos y obligarles después a construir nuevas cadenas U, a montar tau-tactores, a fundir prismas hertocrómicos, etc., para los soldados de la ciencia.
    —¡Qué necedad! —dijo Banin desilusionado.
    —Sí, eso es una necedad —asintió Alpa—, pero nuestras ideas son independientes de las simpatías o antipatías que tengamos. Esta es una idea que no me agrada en absoluto y que incluso me da miedo, pero ha surgido... no sólo en mi mente.
    —Esa es una idea inútil —dijo Gorbovski con calma, mientras miraba al cielo—. Es un intento de resolver la contradicción que existe entre el potencial espiritual en general y el potencial material de toda la humanidad. Esto conducirla a una nueva contradicción, antigua y banal, entre la lógica maquinal y el sistema moral y de educación. Pero siempre que se produce este choque, la lógica maquinal sale perdiendo.

    Alpa asintió con la cabeza y quedó envuelto en el humo su pipa. Hans musitó pensativo:

    —Esa es una idea pavorosa. ¿Recordáis el «proyecto de los diez»? En aquella ocasión le propusieron al Soviet transferir a la ciencia parte de la energía correspondiente al fondo de la abundancia. En aras de la ciencia pura, restringir el área de las necesidades más perentorias de la humanidad. ¿Se acuerdan de la consigna: «Los científicos están dispuestos a pasar hambre»?

    Banin se apresuró a añadir:

    —Entonces, Yamakaba se levantó y dijo: «Pero seis millares de niños no lo están. Lo mismo que vosotros tampoco estáis dispuestos a ocuparse de los proyectos sociales».
    —A mi tampoco me gustan los fanáticos —dijo Gorbovski.
    —Hace poco leí un libro de Lorenz —dijo Hans—, se titula «Hombres y Problemas». ¿Lo conocen?
    —Sí, lo he leído —dijo Gorbovski.

    Alpa negó con la cabeza.

    —Es buen libro, ¿verdad? En él se expresa una idea que me llamó mucho la atención. Aunque Lorenz la toca solamente de pasada, sin detenerse en ella.
    —Dígala, pues —dijo Banin.
    —Me acuerdo de que pasé toda la noche pensando en ella. Estábamos esperando a que nos trajeran unos aparatos que nos hacían falta. La historia de siempre. Fue entonces cuando me dediqué a reflexionar sobre lo siguiente: Lorenz hace alusión en su libro a la selección natural dentro de la ciencia. Plantea el problema de cuáles son los factores que, hoy día, cuando la influencia de la ciencia sobre el bienestar material es ya prácticamente nula o casi nula, determinan las direcciones principales de la investigación científica.
    —Siga, siga —dijo Banin.
    —Y llegué a la conclusión de que, pasado cierto tiempo, aquellas investigaciones científicas que resultan más eficaces, absorben todo el aprovisionamiento material y comienzan a profundizar desmesuradamente, mientras que las demás acaban anulándose a sí mismas. De esta forma, toda la ciencia se desarrollará únicamente en dos o tres direcciones, sin que nadie, a excepción de los corifeos, pueda comprender nada. ¿Me entienden?
    —Eso también es absurdo —dijo Banin.
    —¿Por qué? —preguntó Hans malhumorado—. Ahí están los hechos. En la ciencia existen centenas de millares de direcciones. En cada una de ellas trabajan millares de personas. Pues bien, yo conozco personalmente cuatro grupos de investigadores que, debido a sus continuos fracasos, han abandonado los trabajos a que se dedicaban y se han incorporado a otros grupos más afortunados. A mí me ha ocurrido dos veces esto mismo.

    Alpa dijo:

    —Las bromas son bromas, pero vean lo que le ocurre al propio Lamondois. Se ha lanzado ciegamente a realizar el transporte cero. El T cero, como era de esperar, abre toda una serie de ramificaciones. Pero Lamondois se ve obligado a cortar casi todas estas ramificaciones o a olvidarlas simplemente, ya que carece de posibilidades para estudiar detenidamente cada una de ellas desde el punto de vista de las perspectivas que ofrece. Es más, se ve obligado a ignorar conscientemente algunas cuestiones que son, a ciencia cierta, asombrosas e interesantísimas. Así le ocurrió, por ejemplo, con la Ola: un fenómeno inesperado, sorprendente y, a mi entender, amenazador. No obstante, Lamondois, para conseguir su objetivo, ha tenido que transigir hasta con la escisión de su campo. Se enemistó con Aristóteles y se niega terminantemente a abastecer a los investigadores de la Ola. Mientras tanto, él sigue profundizando cada vez más, y su problema se va haciendo cada vez más estrecho. Se ha dejado la Ola muy rezagada en la retaguardia. La Ola no es más que un estorbo para él, del que no quiere ni oír hablar. Y sin embargo, la Ola sigue quemando sembrados.

    En el cosmódromo se oyó tronar el altavoz de información general.

    —¡Atención, Iris! Habla el director. Ruego al jefe de la brigada de experimentadores, Gaba, que, junto con su brigada, se presente inmediatamente en mi despacho.
    —Esos sí que son felices —dijo Hans—. No necesitan ningún ulmotron.
    —Ya tienen bastante con sus preocupaciones —respondió Banin—. Los vi entrenarse en una ocasión y me convencí de que es preferible ser seudoobservador. Además, llevan ya dos años esperando a que llegue su hora y oyendo cada día: «Tengan paciencia. Ya falta poco. Es posible que mañana...»
    —Me alegro de que hayan comenzado a hablar de lo que pasa en la retaguardia —dijo Gorbovski—, es decir, de las manchas blancas de la ciencia. También a mí me preocupa este asunto y creo que nuestra retaguardia no marcha bien. Ahí está, por ejemplo, la máquina de Massachusetts. —Alpa asintió con la cabeza. Gorbovski se dirigió a él—: Usted se acordará seguramente. Ahora se habla poco de ella, porque ya pasó la embriaguez de la cibernética.
    —No recuerdo nada de la máquina de Massachusetts —dijo Banin—. Pero continúe usted.
    —Se trata de una de las preocupaciones más antiguas: la de que la máquina llegue a ser más inteligente que el hombre y acabe aplastándolo. Hace medio siglo, en Massachusetts, se puso en marcha la instalación cibernética más compleja de cuantas han existido. Funcionaba con una rapidez fenomenal, tenía una memoria insuperable, etc., etc. Esta máquina funcionó exactamente cuatro minutos. Después la desconectaron, cerraron con muros de cemento todas las entradas y salidas del local en que estaba instalada, cortaron la toma de energía, minaron el territorio y lo rodearon de alambre espinoso del más ordinario y mohoso. Pueden creerlo o no, pero así fue como ocurrió.
    —¿Por qué tomaron tantas medidas de precaución? —preguntó Banin.
    —Pues porque la máquina empezó a conducirse a sí misma —dijo Gorbovski.
    —No lo comprendo.
    —Yo tampoco lo comprendo, pero sé que apenas tuvieron tiempo de desconectarla.
    —Pero, ¿hay alguien que comprenda eso?
    —Yo hablé con uno de los creadores de la máquina, el cual me cogió por los hombros y, mirándome fijamente a los ojos, me dijo: «Leonid, aquello fue algo horroroso».
    —¡Qué bien está eso! —dijo Hans.
    —¡Bah! —exclamó Banin—, tonterías. Esas cosas, a mi, no me interesan.
    —Pues, a mi si —dijo Gorbovski—, porque podrían volverla a conectar. Es verdad que está prohibida por el Soviet, pero, ¿qué impide levantar la prohibición?

    Alpa murmuró:

    Cada época tiene sus brujos y sus fantasmas...

    —A propósito de brujos —le interrumpió Gorbovski—. Ahora mismo acabo de acordarme de la Docena del Fraile.

    A Hans le ardían los ojos.

    —¿El caso de la Docena del Fraile? —dijo Banin—. ¿De aquellos trece fanáticos...? ¿Por dónde andarán ahora?
    —Perdonen —dijo Alpa—. ¿No son aquellos científicos que se unieron orgánicamente a las máquinas? Tengo entendido que murieron.
    —Sí, eso dicen —dijo Gorbovski—, pero esto no es lo principal. Se trata de que ya hay un precedente.
    —¿Y qué? —dijo Banin—. Les llaman fanáticos, pero para mi tienen algo atrayente. La posibilidad de librarse de todas las debilidades, pasiones, arrebatos emocionales, etc. La perspectiva de tener un raciocinio puro y unas posibilidades ilimitadas de perfeccionar su propio organismo. La creación de un investigador que no necesita aparatos, ya que él, de por si, es un aparato y se transporta a sí mismo. De esa forma desaparecerían, por inútiles, las colas para recibir ulmotrones... Yo me imagino perfectamente todo esto. El hombre flaer, el hombre reactor, el hombre laboratorio. invulnerable, inmortal...
    —Usted perdone, pero eso no es un hombre —murmuró Alpa—. Eso es algo semejante a la máquina de Massachusetts.
    —Y, ¿cómo pudieron morirse, si eran inmortales? —preguntó Hans.
    —Se destruyeron a si mismos —respondió Gorbovski—. Por lo visto no es muy agradable ser hombre laboratorio.

    Por detrás de los vehículos salió un hombre, amoratado por el esfuerzo que hacia llevando un ulmotron al hombro. Banin saltó del cajón y corrió a ayudarle. Gorbovski contempló pensativo cómo cargaban el ulmotron en un helicóptero. El hombre amoratado se quejaba:

    —En lugar de tres, me dan uno, me hacen perder medio día y, por si fuera poco, me hacen que les demuestre que tengo derecho a recibirlo. ¡No le creen a uno! Se imagina usted, ¡no le creen a uno! ¡¡No le creen!!

    Cuando Banin regresó, Alpa dijo:

    —Todo esto es bastante fantástico. Si les interesa la retaguardia, presten mayor atención a la Ola. Cada semana se realiza un transporte cero. Cada uno de estos transportes cero provoca una Ola, es decir, una erupción más o menos grande. Pero, a pesar de esto, los que se ocupan de la Ola son simples aficionados. Me temo que de esto resulte una segunda máquina de Massachusetts, pero sir interruptor. Camilo, ¿conocen a Camilo?, la considera como un fenómeno de escala planetaria, pero sus argumentos son incomprensibles. Con él es muy difícil trabajar.
    —A propósito —dijo Hans—, ¿saben qué piensa Camilo sobre el porvenir? Pues, considera que el actual interés por la ciencia es una especie de agradecimiento a la abundancia, de inercia de aquellos tiempos, en los cuales la capacidad para comprender lógicamente el mundo era la única esperanza de la humanidad. Camilo decía así: «La humanidad se encuentra en vísperas de una escisión. Los emocionistas y los lógicos (por lo visto debe referirse a los hombres que se dedican a las artes y a las ciencias), acabarán siendo extraños los unos a los otros y dejarán de comprenderse y de necesitarse mutuamente. El hombre puede nacer emocionista o lógico. Esta es una cuestión que radica en la propia naturaleza del hombre. Llegará un día en que la humanidad se divida en dos sociedades, tan distintas entres sí, como nosotros de los leónidos».
    —¡Bah! —dijo Banin—. ¿Qué tontería es esa? ¿Qué escisión puede haber? ¿Dónde va a meterse el hombre medio? Pagava es posible que contemple un cuadro de Surd, lo mismo que un borrego mira a una puerta nueva, mientras Surd, probablemente, no podrá comprender para qué vive Pagava en este mundo. En este caso todo está claro: tenemos un lógico y un emocionista. Ahora bien, ¿qué soy yo? Soy un trabajador científico. Las tres cuartas partes de mi tiempo y de mis nervios pertenecen a la ciencia. ¡Pero sin arte no puedo vivir! Aquí, alguien ha puesto un magnetófono y yo me siento muy a gusto. Sin magnetófono podría pasar pero con él estoy mejor. Entonces, me pregunto, ¿qué tengo que hacer, escindirme?
    —También yo pensaba así —dijo Hans—. Pero Camilo afirmaba que, en primer lugar, lo que hoy es un genio, en el futuro será un hombre de tipo medio, y, en segundo lugar, que, al parecer, no existe un tipo de hombre medio, sino dos, uno de los cuales es emocionista y otro lógico. Por lo menos, esto es lo que yo le entendí.
    —Eres admirable —dijo Banin—, porque a mi me parece que cuando se escucha a Camilo no es posible entender nada.
    —¿Quién sabe si ésta fue la última paradoja de Camilo? —dijo Gorbovski pensativo—. A él le gustaban las paradojas. Aunque este razonamiento me parece demasiado claro para que sea paradoja.
    —Tenga usted en cuenta, Leonid Andrevich —dijo Hans—, que estos razonamientos son míos y no de Camilo. Ayer estaba yo tomando el sol en la playa, cuando, de repente, apareció Camilo en una roca. ¿Conoce usted esa costumbre suya? Pues bien, comenzó a razonar en voz alta, dirigiéndose principalmente hacia las olas del mar. Yo, mientras tanto, segura tumbado y escuchándolo, hasta que por fin, me quedé dormido.

    Todos se rieron.

    —Camilo se ejercita —dijo Gorbovski—. Yo me figuro, poco más o menos, para qué necesita él esta escisión. Por lo visto, se interesa por el problema de la evolución del hombre y está construyendo su modelo. El, seguramente, se representa la síntesis de los lógicos y los emocionistas como el nuevo hombre, el cual, por otra parte, ya no será hombre.

    Alpa suspiró y se guardó su pipa.

    —Problemas —dijo—. Contradicciones síntesis, retaguardia, frente... ¿Pero se han dado acaso cuenta de qué somos los que estamos aquí sentados? Usted, Usted... él... yo. ¡Fracasados! Réprobos de la ciencia. La verdadera ciencia está ahí, recibiendo los ulmotrones.

    Iba a seguir hablando, pero en este momento volvió a gritar el altavoz:

    —¡Atención, Iris! Habla el director. Ruego al capitán de la astronave «Tariel segunda», Leonid Andreevich Gorbovski, y al energético planificador del planeta, camarada Kaneko, que se presenten en mi despacho.

    Los conductores de todos los vehículos se apresuraron a asomarse a sus ventanillas. Sus rostros reflejaban una gran satisfacción. Todos ellos miraban a los seudoastronautas. Banin se encogió de hombros y se abrió de brazos. Hans gritó alegremente: «Esto no va conmigo, yo soy el observador». Alpa gimió y se tapó la cara con las manos. Gorbovski se levantó apresuradamente.

    —Tengo que irme —dijo—, aunque me gustaría seguir aquí. No he tenido tiempo de decir lo que pienso. Sin embargo, en pocas palabras, les diré mi opinión. No vale la pena afligirse ni retorcerse las manos. La vida es hermosa. Y su hermosura se debe precisamente a que ni las contradicciones ni los nuevos virajes tienen fin. A veces acarrea disgustos inevitables, pero en estos casos me gusta acordarme de uno de los héroes de Kuprin, un pobre hombre, alcoholizado por completo y terriblemente desgraciado. Sus palabras me las sé de memoria. —Carraspeó y siguió diciendo—: «Si me atropellara un tren y me cortase por el vientre y viese yo mismo mis entrañas mezcladas con la tierra y arrolladas a las ruedas y alguien me preguntara en ese, postrer momento: «Qué, ¿Sigue siendo hermosa la vida...?» yo le respondería con verdadero entusiasmo: «¡Ah, qué hermosa!»» —Gorbovski se sonrió turbado y se guardó el magnetófono en el bolsillo—. Esto fue escrito hace tres siglos, cuando la humanidad andaba aún a gatas. ¿De qué podemos quejarnos nosotros? Bueno, quédense con el acondicionador, porque aquí hace mucho calor.


    Capítulo V


    Matvey no estaba solo. Sobre su mesa estaba sentado un hombrecillo moreno, de ojos negros, vivaracho, con aspecto de escolar de último grado y que movía acompasadamente las piernas. Este era Etienne Lamondois, cabeza visible de la moderna física del cero, «el físico rápido», como le llamaban sus colegas.

    —¿Se puede? —preguntó Gorbovski.
    —Aquí lo tiene —dijo Matvey—. ¿Se conocen?

    Lamondois saltó como impulsado por la mesa y fue a estrechar fuertemente la mano de Gorbovski.

    —Me alegro de verle, capitán —dijo, sonriendo amablemente—. Estábamos hablando de usted.

    Gorbovski retrocedió unos pasos y fue a sentarse en un sillón.

    —Y nosotros, de usted —dijo Gorbovski.

    Etienne hizo una rápida inclinación y se sentó a la mesa junto al director.

    —Bueno, continúo —dijo—. Los «caribdis» resisten hasta la muerte. Hay que reconocer que Maliaev ha creado unas máquinas estupendas. Un hecho interesante es que la Ola del norte es de un tipo absolutamente nuevo. Estos chiquillos ya le han puesto el nombre de «Ola P», en honor del narigudo Shota Pagava. Reconozco que estoy que me arranco los cabellos. ¿Cómo no se me ocurrió antes prestar atención a este fenómeno tan magnífico? Tendré que disculparme ante Aristóteles. Él era quien tenía la razón. Él y Camilo. Yo me inclino ante Camilo. Antes también me inclinaba ante él, pero ahora empiezo a comprender lo que quería decir. A propósito, ¿saben ustedes que Camilo ha muerto?

    Matvey irguió la cabeza.

    —¿Otra vez?
    —¡Ah, lo saben! ¡Qué historia tan extraña! Pereció y luego resucitó. No obstante, en este mundo no hay nada nuevo. Yo he oído hablar de casos parecidos. A Cristo le pasó lo mismo. ¿Usted cree que Skliarov abandonó a Camilo a que la Ola lo consumiera? Yo, no. Pero volvamos a nuestro tema. La Ola del norte ha alcanzado la zona de las estaciones de control. La primera, la Ola Liu, ha sido dispersada; la segunda, la Ola P, está haciendo retroceder a los «caribdis» con una velocidad de veinte kilómetros por hora. De esta forma, lo más probable es que los sembrados del norte queden arrasados. Los biólogos fueron obligados a evacuar en helicópteros...
    —Lo sé —dijo el director—. Se han quejado.
    —¡Qué le vamos a hacer! Su comportamiento, aunque comprensible, era impropio de las circunstancias. En el océano se ha detenido el avance de la Ola. En este sitio se observa un fenómeno, por cuya contemplación hubiera dado Liu media vida: una deformación de la Ola anular. Esta deformación cumple las condiciones de la ecuación kappa y, por consiguiente, si la Ola es un campo kappa, queda completamente claro todo aquello en que el pobre Maliaev se devanaba los sesos, es decir: la infiltración D, la telegénesis de las fuentes y los «espectros secundarios». ¡Diablos!, en estas tres horas hemos aprendido de la Ola más que durante diez años. Matvey, tenga en cuenta que, en cuanto esto termine, necesitaremos un registrador U, o quizá dos. Considere que le he hecho el pedido. Los calculadores ordinarios no sirven para esto. Hay que operar exclusivamente con algoritmos Liu y con lógica Liu.
    —Bien, bien —dijo Matvey—. Pero, ¿cómo van las cosas en el sur?
    —En el sur está el océano. Por el sur puede usted estar tranquilo. Por esta parte la Ola llegó hasta la Costa de Pushkin, quemó el Archipiélago del Sur y se detuvo. Tengo la impresión de que no avanzará más, aunque lo siento, ya que los observadores salieron de allí tan precipitadamente que dejaron abandonados todos los aparatos automáticos, por cuya razón, de la Ola del sur no sabemos casi nada. —Al decir esto, hizo chasquear sus dedos con enojo—. Yo comprendo que a usted le interesan otras cosas. Pero, ¿qué le vamos a hacer, Matvey? Miremos las cosas como son. Iris es un planeta de los físicos. Es nuestro laboratorio. Las centrales energéticas se han perdido y no habrá manera de recuperarlas.
    —Cuando termine este experimento, las reconstruiremos. ¡Vamos a necesitar mucha energía! En cuanto a viveros de pescado y las fábricas de conservas, ¡qué diablos!... ¡Los físicos del cero estamos moralmente dispuestos a no comer sopa de calamares! No se disguste usted, Matvey.
    —Yo no me disgusto —dijo el director suspirando profundamente—. Pero tiene usted algo de niño, Etienne. Lo mismo que cualquier niño, destroza usted aquello que tan caro cuesta a los mayores. —Volvió a suspirar—. Procure usted conservar por lo menos los sembrados del sur. No quiero que perdamos nuestra autonomía.

    Lamondois miró su reloj, hizo una inclinación de cabeza y se marchó sin añadir palabra. El director fijó sus ojos en Gorbovski.

    —¿Qué te parece todo esto, Leonid? —le preguntó y se sonrió amargamente—. Sí querido. La pobre Postisheva es un ángel comparada con estos vándalos. Cuando pienso que a todas mis dolencias se van a añadir las preocupaciones de la reconstrucción de los sistemas de abastecimiento y saneamiento, se me erizan los pelos. —Al llegar a este punto, Matvey se tiró de sus bigotes—. Y, no obstante, Lamondois tiene razón. Iris es en realidad el planeta de los físicos. Pero, ¿que dirá Kaneko?; ¿qué dirá Jane...? —Movió la cabeza y se encogió de hombros—. ¡Sí, Kaneko! ¿Dónde estará Kaneko?
    —Matvey —dijo Gorbovski—. ¿Se puede saber para qué me has llamado?

    El director se volvió de espaldas a él y comenzó a trastear las teclas del selector.

    —¿Estás cómodo? —preguntó Matvey.
    —Si —respondió Gorbovski que se había tendido en su sillón.
    —¿No quieres beber algo?
    —Si.
    —Pues, abre la refrigeradora y toma lo que quieras. ¿Tienes ganas de comer?
    —Aún no, pero las tendré pronto.
    —Bueno, cuando las tengas hablaremos. Mientras tanto, déjame que trabaje tranquilo.

    Gorbovski sacó de la refrigeradora unos jugos y un vaso, se hizo un cóctel y se volvió a echar en el sillón después de bajarle el espaldar. El sillón era blando y estaba fresquito y el cóctel, helado y sabroso. Así tumbado, mientras sorbía por una pajita el contenido del vaso con los ojos entornados de satisfacción, escuchó la siguiente conversación entre Kaneko y el director. Kaneko dijo que no podía salir de allí, porque no le dejaban. El director le preguntó quién no le dejaba y le dijo: «Ahora te mando a Gaba.» Pero Kaneko se opuso diciendo que sin Gaba ya había bastante ruido. Entonces, Matvey le habló de la Ola y le recordó, en tono de disculpa, que Kaneko, además de todo, era el jefe del SSP de Iris. A lo que Kaneko respondió que ya no se acordaba de que lo era. Gorbovski se compadeció de él.

    Los jefes del Servicio de Seguridad Personal (SSP) siempre despertaron en él sentimientos de lástima y compasión. A los planetas adaptados para la vida y, a veces, también a los no adaptados por completo, tarde o temprano comenzaban a llegar «extraños», es decir, turistas, veraneantes (con toda su familia), artistas libres, buscadores de nuevas sensaciones, fracasados, deseosos de soledad o de trabajos difíciles, diletantes de toda clase, deportistas cazadores y demás gente por el estilo, cuyos nombres no figuran en ninguna lista, a quienes nadie conoce en el planeta y que, por lo general, ni tienen, ni quieren tener relaciones con nadie. El jefe del SSP tiene la obligación de conocer personalmente a cada uno de estos «extraños», darle las instrucciones necesarias y procurar que diariamente señalice su presencia en la máquina registradora. En los planetas más funestos, del tipo de Yaila o Pandora, donde peligros de todo género acechan a los novatos, los destacamentos del SSP han salvado la vida a más de una persona. Pero en un planeta como Iris, llano como la palma de la mano, con clima regular, fauna escasa y un mar siempre tranquilo y apacible, el SSP acababa convirtiéndose en un organismo hueco y formalista.

    Y un hombre tan fino y correcto como Kaneko, en cuanto sintió la ambigüedad de su situación, se dedicó, no a instruir a los escritores que venían a trabajar en la soledad, ni a seguir los escabrosos itinerarios de los enamorados y recién casados, sino a su planificación y a otros trabajos más necesarios.

    —¿Cuántos «extraños» hay en Iris? —preguntó Matvey.
    —Unos sesenta. Es posible que sean más.
    —Kaneko, querido, hay que localizar inmediatamente a todos los «extraños» y mandarlos a la Capital.
    —No comprendo el objeto de semejante medida —dijo Kaneko cortésmente—. Los «extraños» no suelen visitar los sitios peligrosos. Allí no hay más que la estepa abierta, calurosa y maloliente.
    —Kaneko, por favor, no discutamos —rogó Matvey—. La Ola es la Ola y es preferible que tengamos a mano a todas las personas que nada tienen que ver con ella. Ahora vendrá Gaba con sus desocupados y te lo mandaré. Organiza todo como es debido.

    Gorbovski dejó la pajita y bebió directamente del vaso. «Camilo murió —pensó—, y después resucitó. También he oído yo casos de éstos. Parece ser que esta célebre Ola ha infundido un pánico más que regular. Durante los pánicos siempre hay alguien que dice que otro ha perecido. Pero luego te encuentras a este otro sentado en un café, a millones de kilómetros del sitio en que pereció. Es posible que tenga arañada la fisonomía y ronca la voz, pero esto no le impedirá escuchar con gusto las anécdotas que cuenten, mientras se engulle la sexta porción de langostinos marinados con repollos de Szechwan».

    —Matvey —llamó Gorbovski—. ¿Dónde está ahora Camilo?
    —Ah, todavía no lo sabes —dijo el director, a la vez que se acercaba a la mesita y se puso a agitar un cóctel de jugo de granada y jarabe de piñas—. Maliaev habló conmigo desde Greenfield. Camilo, no sabemos cómo, se encontraba en un puesto avanzado, se entretuvo allí y lo alcanzó la Ola. Es una historia muy confusa. El observador Skliarov llegó en el flaer de Camilo, sufrió un ataque de nervios y contó que Camilo había muerto aplastado. No obstante, a los cinco minutos, Camilo se puso en comunicación con Greenfield, profetizó, como de ordinario, y volvió a desaparecer. ¿Quieres que tomemos en serio a Camilo después de estas cosas?
    —Sí, Camilo es un hombre muy original. Pero, ¿quién es ese Skliarov?
    —Te lo he dicho. Es uno de los observadores que tiene Maliaev. Es un muchacho muy diligente y simpático, aunque de cortos alcances. Suponer que traicionó a Camilo es un absurdo. Sólo Maliaev puede concebir ideas tan feroces.
    —No ofendas a Maliaev —dijo Gorbovski—. Maliaev es simplemente lógico. Pero dejemos esto. Hablemos de la Ola.
    —Está bien —accedió distraído el director.
    —¿Es muy peligrosa?
    —¿Qué?
    —¿Qué si es peligrosa la Ola?

    Matvey resopló.

    —En general, es un peligro mortal —dijo—. Lo peor es que los físicos no pueden decir de antemano cómo se va a comportar. La Ola se puede dispersar en cualquier momento.. pero puede no dispersarse.
    —¿Y no puede uno resguardarse de esta Ola?
    —A nadie se le ha ocurrido hacer la prueba. Dicen que es un fenómeno bastante horripilante.
    —¿Es posible que tú no la hayas visto?

    Los bigotes de Matvey se irguieron amenazadores.

    —Supongo que habrás visto —dijo— que dispongo de poco tiempo para deambular por el planeta. Constantemente tengo que esperar o pacificar a alguien, o me esperan a mi. Te aseguro, que si tuviera tiempo libre...

    Gorbovski le preguntó con cautela:

    —Matvey, tú, seguramente, me necesitabas para buscar a los «extraños», ¿no es así?

    El director lo miró con disgusto.

    —¿Quieres comer?
    —No.

    Matvey empezó a pasear por el despacho.

    —¿Quieres saber por qué estoy preocupado? Pues, en primer lugar, porque Camilo predijo que este experimento terminarla mal. Nadie le hizo caso, ni yo tampoco. Pero ahora, Lamondois reconoce que Camilo llevaba razón...

    Se abrió la puerta y en el despacho entró un moreno joven, enorme, de dientes blanquísimos, vestido con un pantalón corto, blanco, y cazadora y zapatos del mismo color.

    —Aquí estoy —dijo presentándose, al mismo tiempo que abría sus enormes brazos—. ¿Qué quieres de mi, oh director nuestro?; ¿quieres que destruya la ciudad o que construya un palacio? Adivinando tus deseos, hubiera querido traerte la más hermosa de las mujeres, Tane Pikbridge, pero sus hechizos han sido más fuertes que yo y se ha quedado en la Aldea de Pescadores, desde donde te envía recuerdos poco halagüeños.
    —No tengo nada que ver con ella —dijo el director—. Que le mande sus recuerdos a Lamondois.
    —¡Así sea! —exclamó el joven moreno.
    —Gaba —dijo el director—, ¿sabes lo que pasa con la Ola?
    —¿Pero esto es una Ola? —respondió el moreno despreciativamente—. Cuando yo entré en la cámara de lanzamiento y Lamondois apriete la palanca de arranque, ¡entonces si que se formará una Ola de verdad! Lo de ahora es una tontería, una marejada, un simple rizo. A pesar de todo, te escucho y estoy pronto a someterme.
    —¿Has venido con tu brigada? —le preguntó el director con calma. Gaba señaló hacia la ventana sin pronunciar palabra—. Márchate con ellos al cosmódromo y ponte a disposición de Kaneko.
    —Con la cabeza y los ojos —dijo Gaba. Y en este mismo instante, unas gargantas poderosas estallaron al son de un banjo, entonando una copla, cuya música recordaba el salmo «junto a las murallas de Jericó»:

    En el alegre Iris,
    Iris, Iris...


    Gaba dio un paso, se asomó a la ventana y gritó:

    —¡Silencio!

    Cesó lo copla y se dejó oír una voz clara, fina y quejumbroso que cantaba:

    Dig my grave both long and narrow,
    Make my coffin neat and stro-o-ong...

    Cávame una sepultura larga y estrecha.
    Hazme una caja limpia y fuerte...


    [Canción popular norteamericana. En el original ruso, están en inglés. (N. del T.)]


    —Voy —dijo Gaba, y saltó la ventana a la calle. Fuera se oyeron gritos.
    —Holgazanes —murmuró el director sonriendo, y cerró la ventana—. Se estancaron los chicos. No sé qué voy a hacer sin ellos.

    Matvey siguió en pie junto a la ventana, y Gorbovski, entornando los ojos, miraba su espalda. Esta era anchísima, pero parecía encorvada y rendida por algo, hasta tal punto que Gorbovski se sobresaltó. Matvey, un astronauta de desembarco, no podía tener semejante espalda.

    —Matvey —dijo Gorbovski—. Di la verdad, ¿te hago falta?
    —Sí —dijo el director—. Mucha falta. —Y siguió mirando por la ventana.
    —Matvey —insistió Gorbovski—. Dime qué te pasa.
    —Añoro, presiento, estoy preocupado— recitó Matvey y se calló.

    Gorbovski se acomodó en su asiento, conectó el magnetófono quedamente y dijo en voz baja:

    —Bueno, querido. Me quedaré aquí contigo.
    —Sí. Quédate, haz el favor.

    Una guitarra sonaba triste y perezosamente. Por la ventana se veía un cielo ardiente y vacío. El despacho estaba fresco y a media luz.

    —Hay que esperar —dijo el director en voz alta y volvió a ocupar su sillón. Gorbovski siguió callado un rato y después exclamó:
    —¡Qué descuidado soy! Me olvidé por completo. ¿Cómo está Zhenia?
    —Gracias, está bien.
    —¿No ha vuelto?
    —No. No ha vuelto. Me parece que ahora no quiere ni pensar en eso.
    —¿Por Alioshka?
    —Naturalmente. Es asombroso cómo se hizo tan importante para ella.
    —¿Te acuerdas, Matvey, cómo nos aseguraba: «en cuanto nazca...»?
    —Me acuerdo de todo, hasta de lo que tú no sabes. Al principio sufría mucho la pobre. Se quejaba. «No, decía, no tengo sentimientos maternos. Soy un monstruo, un palo». Después, no sé qué le ocurrió. Ni siquiera me di cuenta. Es verdad que el chico es monisimo. Es muy cariñoso y muy listo. En una ocasión estábamos paseando con él por el parque y me preguntó de repente: «Papá, ¿qué es eso que se agacha?» Al principio no lo entendí. Pero después... ¿figúrate! El viento balanceaba un farol y su sombra en la pared se «agachaba». Es una imagen muy exacta, ¿verdad?
    —Efectivamente —dijo Gorbovski—. Será escritor. Deberías meterlo en un internado.

    Matvey sacudió una mano.

    —Ni hablar de eso —dijo—. Ella no lo consentirá nunca. Antes discutía con ella. Después pensé, ¿para qué?; ¿para qué quitarle lo que es el sentido de su vida? Su vida sin él no tendría sentido. Para mi, esto es incomprensible —reconoció Matvey— pero lo creo, porque lo he visto. Posiblemente se deba a que yo soy mucho mayor que ella, y a que Aliosha se ha presentado demasiado tarde para mi. A veces pienso en lo solo que me sentiría si no supiera que puedo verle cada día. Zhenia dice que yo no le quiero como padre, sino como abuelo. Puede ser. ¿Me entiendes?
    —Claro que te entiendo. Aunque me parece extraño, porque, Matvey, yo nunca me he sentido solo.
    —Sí —asintió Matvey—. Desde que te conozco, a tu alrededor siempre ha habido mucha gente que te necesitaba. Tú tienes un carácter magnífico y por eso, todo el mundo te quiere.
    —No —dijo Gorbovski—. Lo que pasa es que yo quiero a todo el mundo. Llevo vividos cerca de cien años y, figúrate, Matvey, no he encontrado ni una persona desagradable.
    —Tú eres un hombre magnífico —musitó Matvey.
    —Sabes —recordó Gorbovski—, en Moscú ha salido un libro de Serguey Volkovoy, que se titula «Nada es tan amargo como tu alegría». Es la bomba de turno de los emocionistas. Guenkin la ha criticado en un artículo que echa bilis. Es un articulo muy ingenioso, pero que no convence. Defiende que la literatura debe tener la cualidad de poderse preparar agradablemente. Los emocionistas se han reído de él mordazmente. Es probable que todo esto continúe hasta ahora. Sin embargo, no puedo comprender por qué no son más tolerantes en sus relaciones.
    —Pues es bien sencillo —dijo Matvey—. Cada uno piensa que es él quien hace la historia.
    —¡Y efectivamente lo es! —replicó seriamente Gorbovski—. ¡Cada uno de ellos hace realmente la historia! Nosotros, los hombres dedicados a la ciencia y a la producción, estamos siempre influenciados por ellos de una u otra forma.
    —No quiero discutir esto —dijo Matvey—, porque no tengo tiempo para pensar en ello, pero te aseguro, que no me encuentro bajo su influencia.
    —Está bien, no discutamos —dijo Gorbovski—. Vamos a tomarnos unas copas de jugo. Si quieres, me puedo tomar hasta un vaso de vino de aquí, con tal de que te tranquilices.
    —Ahora sólo puede tranquilizarme una cosa: que llegue Lamondois decepcionado y que me diga que se ha disipado la Ola.

    Los dos amigos permanecieron callados cierto tiempo, bebiendo jugo y mirándose mutuamente por encima de sus copas.

    —¿Qué extraño? Hace mucho tiempo que nadie te llama —dijo por fin Gorbovski.
    —Es la Ola —dijo Matvey—. Todos están ocupados. Se han olvidado de las discordias y huyen.

    Se abrió la puerta que había en el fondo del despacho y apareció Etienne Lamondois. Estaba pensativo y sus movimientos eran más lentos y mesurados que de ordinario. El director y Gorbovski lo miraron en silencio. Gorbovski sintió algo desagradable y angustioso dentro del pecho. Aún no podía figurarse lo que estaba ocurriendo, o había ocurrido ya, pero estaba seguro de que se había acabado su cómodo descanso. Cogió su magnetófono y lo desconectó.

    Lamondois se acercó a la mesa y se detuvo.

    —Me parece que voy a darle un disgusto —dijo despacio y monótonamente—. Los «caribdis» no han resistido. —A Matvey se le hundió la cabeza entre los hombros—. El frente se ha roto tanto en el norte como en el sur. La Ola se extiende con una aceleración de diez metros por segundo cada segundo. No tenemos comunicación con las estaciones de control. Solamente he tenido tiempo de dar la orden de evacuación de los archivos y de la maquinaria más valiosa. —Dicho esto, se dirigió a Gorbovski—: Capitán, usted es nuestra única esperanza. Dígame, por favor, ¿qué capacidad de carga tiene su astronave?

    Gorbovski, en vez de contestar, miró a Matvey. El director tenía los ojos cerrados y acariciaba inútilmente la mesa con su enorme mano.

    —¿Qué capacidad de carga? —repitió Gorbovski, poniéndose de pie. Después se acercó al cuadro de despacho del director, tomó el micrófono de información general y dijo—: ¡Atención, Iris! El observador Walkenstein y el ingeniero de a bordo Dikson, que se presenten urgentemente en la astronave.

    Después, se volvió hacia Matvey y le puso una mano en el hombro.

    —No te apures, querido —dijo—. Cabremos. Da la orden de evacuar la Ciudad Infantil. Yo me ocuparé de las casas cuna. —Miró a Lamondois y añadió—: La capacidad de carga es pequeña, Etienne.

    Etienne tenía los ojos negros y serenos, como las personas que saben que siempre llevan la razón.


    Capítulo VI


    Robert pudo ver cómo ocurrió todo.

    Estaba en cuclillas sobre el tejado de la torre de control de largo alcance, quitando, con toda precaución, las antenas receptoras. Estas antenas eran cuarenta y ocho, tenían la forma de varillas delgadas, pero pesadas y estaban montadas en un bastidor parabólico, resbaladizo. Había que quitarlas, una a una, e irlas colocando en unos estuches especiales. Robert se daba prisa y, de vez en cuando, miraba hacia el norte por encima del hombro.

    Sobre el horizonte boreal se alzaba una alta muralla negra. Su cresta, en el sitio en que parecía apoyarse en la tropopausa, estaba bordeada por una cenefa deslumbrante y, más arriba aún, en el cielo, relampagueaban unas descargas de color lila. La Ola avanzaba inevitablemente, pero muy despacio. Era increíble que aquella pobre cadena de máquinas raras, que desde allí parecían tan pequeñas, pudiera contenerla. Todo estaba en calma y hacía mucho calor. El sol parecía más brillante que de ordinario, lo mismo que en la Tierra antes de una tormenta, cuando todo se calma y el sol resplandece plenamente, pero medio cielo está ya cubierto de pesadas nubes oscuras. En este silencio había algo siniestro, insólito, casi de ultratumba, porque, generalmente, cuando avanzaba una Ola, iba precedida de huracanes terribles y de infinidad de relámpagos y truenos. Ahora, en cambio, reinaba una calma casi absoluta. Robert oía perfectamente las apresuradas voces de los que abajo, en la plaza, estaban cargando en un gran helicóptero la maquinaria más preciada, los diarios de las observaciones y las inscripciones de los aparatos automáticos registradores.

    Se oía cómo Pagava reñía a alguien por haber desmontado antes de tiempo los analizadores, mientras que Maliaev deliberaba tranquilamente con Patrick, un problema netamente teórico, relacionado con la posible distribución de las cargas en la barrera energética que se forma sobre la Ola. Toda la población de Greenfield se hallaba reunida en la torre que tenía Robert bajo sus pies y en la plaza. Los amotinados biólogos y dos grupos de turistas que llegaron a la víspera y se quedaron a dormir en el poblado, habían sido enviados al otro lado de la zona cultivada. Los biólogos habían salido en un pterocar, acompañados de unos auxiliares de laboratorio, a los cuales Pagava les había dado órdenes de instalar un nuevo punto de observación más allá de la zona sembrada. Los turistas fueron recogidos por un aerobús especial que enviaron de la Capital. Tanto los biólogos como los turistas estaban muy disgustados, su partida alegró a todos los que se quedaron en Greenfield.

    Robert trabajaba casi maquinalmente y, como siempre que realizaba algún trabajo manual, pensaba en otra cosa. Me duele mucho el hombro.

    Es extraño, porque no me he dado ningún golpe en él. El vientre me escuece, y es natural, me lo desollé al tropezar con el ulmotron. ¿Qué aspecto tendrán ahora aquel ulmotron y mi pterocar? ¿Qué habrá quedado de ellos? Y aquí, ¿qué pasará aquí dentro de tres horas? ¡Lástima de jardín! ¡Tanto como trabajaron e idearon los chicos durante el verano para conseguir las combinaciones más fantásticas de flores! Entonces fue cuando conocí a Tania. «Tania —susurró— ¿qué haces ahora?». Después calculó la distancia que habría desde el frente de la Ola hasta la Ciudad Infantil. No hay peligro, pensó satisfecho. Allí, seguramente, no saben nada de la Ola, ni de los biólogos amotinados, ni de que me faltó poco para perecer, ni de que Camilo...

    Robert se puso en pie, se limpió la cara con el dorso de la mano y miró hacia el sur, hacia los inmensos campos de trigo verde. Se figuró las gigantescas manadas de vacas para carne que en este momento, se estarían trasladando al interior del continente, y lo mucho que habría que trabajar para reconstruir Greenfield después que se disipase la Ola. Pensó en lo desagradable que sería, después de dos años de abundancia, volver a la alimentación sintética, a los bistés artificiales, a las peras con sabor a pasta de los dientes, a las sopas campesinas de clorolio, a las albóndigas de cordero cuasibiótico y a las demás maravillas de la síntesis, mal rayo las parta. Pensaba en todo, pero no podía hacer nada.

    Era imposible huir de los asombrados ojos de Pagava, del tono glacial de Maliaev o del trato exageradamente compasivo de Patrick. Y lo peor era que no podía hacer nada. Para los demás, esto tenía que parecer, por lo menos, extraño. O, mejor dicho, sospechoso. Ahí estaban los hechos. Un observador asustado y maltrecho llegaba en un flaer ajeno y declaraba que su compañero había muerto. Después resultó que este compañero vivía y que murió cuando el asustado observador ya había huido con su flaer. Pero, a pesar de todo, Camilo estaba mortalmente aplastado, repetía por décima vez Robert para sí. ¿Es posible que sólo fuera un desvarío? ¿Es posible que yo me asustara hasta el delirio? No, nunca he oído nada semejante. Aunque, también es verdad que no he oído tampoco nada semejante a lo que ha ocurrido, si es que ha ocurrido. «¡Qué le vamos a hacer!», pensó desesperado. Si no lo creen, allá ellos. Tania me creerá. ¡Lo que hace falta es que ella me crea! A ellos les da lo mismo. Ellos se olvidaron de Camilo en el acto. Sólo se acordarán de él cuando me vean. Entonces me mirarán con sus ojos de teóricos y analizarán, contrastarán, sopesarán y construirán las hipótesis menos contradictorias. Pero nunca podrán saber la verdad, ni yo tampoco la sabré.

    Robert destornilló la última antena y la colocó en su estuche. Después puso todos los estuches en una caja de cartón. En este momento, por el norte se oyó una explosión parecida a la de un globo de goma en una sala grande y vacía. Robert se volvió y pudo ver cómo, sobre el fondo de pizarra negra de la Ola, se distinguía una larga antorcha blanca. Era un «caribdis» que se había incendiado. Al instante cesaron las voces abajo y se paró el motor del helicóptero. Probablemente, todos los que allí estaban prestaron oído y dirigieron sus miradas hacia el norte. No había terminado Robert de comprender lo sucedido, cuando sintió sacudidas y ruido de cristales, y de debajo de la torre, aplastando las palmeras que aún quedaban en pie, salió un «caribdis» de los que había de reserva. Iba levantando en marcha la trompa del energoaspirador. Cuando llegó a sitio despejado, lanzó un rugido ensordecedor y, envuelto en una nube de polvo rojizo, se dirigió hacia el norte a cerrar la brecha.

    Lo que acababa de ocurrir era natural: uno de los «caribdis» no tuvo tiempo de transmitir al basalto el excedente de energía de sus depósitos y explotó. Robert se había agachado ya, para coger la caja de cartón, cuando en la misma base de la muralla negra se produjo un relámpago brillantísimo, el cual se abrió luego formando un abanico de llamas multicolores y se vio una nueva columna de humo blanco que, ensanchándose y haciéndose cada vez más densa, fue subiendo hacia el cielo. Se oyó otra explosión. Abajo se generalizaron los gritos y Robert vio en seguida que, allá a lo lejos, hacia oriente, había varias antorchas más. Los «caribdis» estallaban uno tras otro y, al cabo de unos minutos, la larguísima muralla negra de la Ola, que parecía ahora una pizarra escolar con trazos de tiza, se balanceó y comenzó a avanzar, lanzando a la estepa, que delante tenía, negros borrones que se iban ensanchando. Robert notó que su garganta estaba completamente seca. Tragó saliva con dificultad, cogió la caja y salió corriendo escaleras abajo.

    Todos los pasillos estaban llenos de gente agitada. Zinochka corrió asustada, apretando contra su pecho un paquete de cajas de películas. Hasán Alí-Zadé, con su nariz aguileña, y Karl Hoffman arrastraban hacia la salida, con rapidez extraordinaria, el voluminoso «sarcófago» del hemostrazer de laboratorio. Parecía que los llevaba el viento. Alguien llamó: «¡Vengan aquí! ¡Solo no puedo! ¡Hasán!»... En el vestíbulo se oyó ruido de cristales rotos. En la plaza resoplaron unos motores. En el despacho, Pagava daba saltos delante de la pantalla, pisoteando los mapas y papeles que había en el suelo, y gritaba impaciente: «¿Por qué no me oyes? ¡Los «caribdis» están ardiendo! ¡Digo, que están ardiendo los «caribdis»! ¡La Ola ha comenzado a avanzar! ¡No oigo! ¿entiendes? ¡No oigo!... ¡Etienne, si me has entendido, afirma con la cabeza!...»

    Robert hizo una mueca dolorosa, se echó a cuestas la caja y comenzó a bajar hacia el vestíbulo. Detrás de él se oía una respiración fatigada y el golpear de algo al deslizarse por los peldaños. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de papeles y de restos de un aparato roto. La puerta de cristal inastillable estaba partida a lo largo. Robert se abrió camino hasta la marquesina y, una vez allí, se detuvo. Vio cómo los pterocares, cargados hasta más no poder, se elevaban uno tras otro. Vio cómo Maliaev, silencioso y con cara de piedra, obligaba a montarse en el último pterocar a las muchachas ayudantes de laboratorio. Vio cómo Hasan y Karl se esforzaban inútilmente por meter su «sarcófago» en el helicóptero y cómo alguien intentaba ayudarles desde dentro y se cogía los dedos con él. Vio también al soñoliento Patrick, completamente tranquilo, recostado sobre la linterna de cola del helicóptero. Parecía distraído y pensativo. Cuando Robert volvió la cabeza, se dio cuenta de que, casi encima de él, la Ola cubría ya el cielo como un inmenso telón de terciopelo, negro como el carbón.

    —¡Alto la carga! —gritó Pagava junto al oído de Robert—. ¡Despabílense! ¡Tiren ese ataúd ahora mismo!

    El hemostazer cayó pesadamente contra el cemento.

    —¡Tiren todo! —volvió a gritar Pagava saliendo de la marquesina—. ¡Todos al helicóptero! ¿No veis? ¿quién estoy hablando? ¡Skliarov! ¡Patrick! ¿Te has dormido?

    Robert no se movió de su sitio ni Patrick tampoco. Entre tanto, Maliaev consiguió cerrar la puerta del pterocar, dejándose caer sobre ella, y dio la señal de salida agitando los brazos. El pterocar abrió sus alas, saltó pesadamente, se ladeó un poco y desapareció sobre los tejados. Desde el helicóptero empezaron a tirar cajones. Alguien chillaba con voz llorosa: «¡No, esto, no, Shota Petrovich! ¡No se lo doy!» «¡Me lo darás, querido! —rugía Pagava—. ¡Vaya si me lo darás!» Maliaev corrió hacia allá, gritando y señalando al cielo. Robert levantó sus ojos. Era el pequeño helicóptero orientador, que, cubierto de antenas como si fuera un erizo, pasaba sobre la plaza, envolviéndola en el ruido infernal de su motor recalentado, y que, haciéndose cada vez más pequeño, tomó rumbo al sur. Pagava levantó sus puños crispados.

    —¿Adónde vas? —gritó—. ¡Atrás! ¡Atrás gallina! ¡Basta de pánico!

    Mientras ocurría todo esto, Robert continuó de pie en la marquesina, sosteniendo la caja de cartón con el hombro dolorido. Sentía la misma impresión que si estuviera en el cine. Allí están descargando un helicóptero. O, mejor dicho, están tirando fuera de él todo lo que encuentran a mano. Realmente, el helicóptero está muy recargado, cosa que puede apreciarse por lo hundido que está el chasis, junto al helicóptero se agolpa la gente. Al principio gritaban, pero ahora se han callado. Hasán se está chupando los nudillos, por lo visto, se los ha desollado. Patrick, al parecer, se ha quedado dormido. ¡A buena hora! y sobre todo... en buen sitio. Karl Hoffman es un pedante (lo que se suele llamar «un científico circunspecto y penetrante»), coge los cajones que tiran del helicóptero y procura apilarlos en orden, probablemente para tranquilizarse a si mismo.

    Pagava salta de un lado para otro junto al helicóptero y mira continuamente a la Ola y a la torre de control. Se nota que no quiere marcharse y que siente ser el jefe. Maliaev está un poco apartado y también mira incesantemente a la Ola con expresión de fría enemistad. Mi flaer está a la sombra del chalé donde vivía Patrick. ¿Quién lo habrá puesto allí? Nadie se fija en él, ni a nadie le hace falta. Quedan, por lo menos, diez personas. El helicóptero es bueno, potente, tipo «grifo», pero con lo cargado que está, volará a media velocidad. Robert puso el cajón sobre un peldaño.

    —No tenemos tiempo —dijo Maliaev. En su voz se notó tristeza y amargura. Pero Robert sabía ya que todos tendrían tiempo de salvarse. Se acercó a Maliaev y le dijo:
    —Aún queda un «caribdis» de reserva, ¿tienen bastante con un cuarto de hora?

    Maliaev lo miró sin entenderlo.

    —Hay dos «caribdis» de reserva —dijo fríamente y en el acto comprendió todo.
    —Bueno —dijo Robert—. No se olviden de Patrick. Se encuentra al otro lado del helicóptero.

    Dicho esto, dio media vuelta y echó a correr.

    Oyó voces pero no hizo caso. Corría con todas sus fuerzas, saltando por encima de los aparatos abandonados, de los bancales de plantas decorativas y de los arbustos de aromáticas flores blancas cuidadosamente recortados. Corría hacia el extremo occidental del poblado. A su derecha, sobre los tejados, se ve a la terrible muralla aterciopelada que se apoyaba en el cenit. A su izquierda quemaba un sol blanco y deslumbrante. Robert rodeó la última casa y se encontró ante la colosal popa del «caribdis». Vio los terrones que había entre las articulaciones de sus gigantescas orugas, los pétalos de flores desgarradas que estaban pegados a las zapatas, el tronco desollado de una palmera joven que asomaba por entre las ruedas y, sin levantar los ojos, trepó por la estrecha escala. Los travesaños recalentados al sol le quemaban las manos. Cuando llegó a lo alto, se deslizó sobre la espalda hasta la cabina del mando a mano. Se sentó, levantó la tapa de acero de la ventanilla frontal y sintió, como siempre, que sus manos comenzaban a operar mecánicamente. La derecha se extendió hacia adelante y conectó la corriente, mientras que la izquierda desacoplaba el embrague y conectaba el mando a mano. Simultáneamente, la derecha se volvió hacia atrás y buscó el botón del arrancador. Cuando todo comenzó a rugir, temblar y tronar a su alrededor, la mano izquierda, sin saber por qué, conectó el acondicionador de aire. Fue entonces cuando Robert tomó por fin conciencia de sus actos y empujando la palanca de mando del aspirador, tiró de ella hasta el tope. Hecho esto, se decidió a mirar por la ventanilla hacia adelante.

    Delante de él estaba la Ola. Después de Liu, nadie había estado tan cerca de ella. La Ola era completamente negra, sin la menor veta, y toda la estepa, inundada de sol, se dibujaba fantásticamente sobre su fondo. Se veía cada hierba, cada mata. Robert veía hasta las musarañas, las cuales, asustadas, parecían pequeñas columnitas doradas delante de sus madrigueras.

    Sobre su cabeza comenzó a oírse un zumbido penetrante y cada vez más fuerte. Era el aspirador que empezaba a funcionar. El «caribdis» se balanceaba suavemente al avanzar. En el espejo retrovisor se veían las casas del poblado, las cuales parecían saltar o flotar en el espacio. El helicóptero no se divisaba. «Cien metros más, no, cincuenta —pensó Robert—, y basta». Miró de reojo a la izquierda y le pareció que la muralla de la Ola se había combado un poco. «¿Es posible que no me dé tiempo?», pensó. Sus ojos no se apartaban de las blancas columnas de humo que se alzaban más allá del horizonte. El humo se iba disipando con rapidez y apenas se divisaba ya. «¿Qué podrá arder en los «caribdis»?

    «Basta» pensó Robert, y apretó el freno. De lo contrario no tendré tiempo de llegar. Volvió a mirar el espejo retrovisor. «¡Cuánto tardan!» pensó. Delante del «caribdis» se iba formando un triángulo obscuro en la estepa, cuyo vértice se encontraba en el aspirador. De improviso, comenzaron a saltar las musarañas. Una de ellas, que se encontraba a unos veinte pasos, cayó de espaldas y sacudió las patas convulsivamente.

    —¡Corred, tontas, corred! —dijo Robert—. Vosotras podéis hacerlo.

    En este momento vio el segundo «caribdis». Se encontraba a medio kilómetro de él, hacia el este, y llevaba muy levantada la negra trompa aspiradora. La hierba que tenía delante también había obscurecido, helada por un frío intensísimo.

    Robert se alegró extraordinariamente. ¡Bravo!, pensó. ¡Bien pensado! ¡Valiente! ¿Será Maliaev? Y, ¿por qué no?; ¿no es persona acaso? Tampoco a él le es extraña la humanidad. También puede ser Pagava. No, a Pagava no le dejan. Antes lo atan, lo meten debajo de un asiento y le aguantan los pies para que no patee. ¡Bravo! ¡Bravo! Robert abrió la puertecilla lateral, se asomó por ella y gritó:

    —¡Eh! ¡Resiste, amigo! ¡Juntos podemos aguantar un año si hace falta!

    Después miró los aparatos de control y se olvidó de todo. Los depósitos estaban casi repletos: debajo del polvoriento cristal, el índice luminoso se apoyaba en el tope. Robert se apresuró a mirar el espejo retrovisor y su corazón se tranquilizó un poco.

    Sobre las casitas del poblado, en el cielo, pendía una manchita obscura que disminuía a ojos vistas. «Hay que aguantar diez minutos más», pensó. Ahora se veía ya con toda claridad que el frente de la Ola se había doblado delante del pueblo. La Ola rebasaba la zona de acción de los «caribdis» por el este y por el oeste.

    Robert siguió todavía sentado, apretando los dientes. Toda su energía la empleaba en desvanecer la visión de un cadáver en el asiento del conductor. ¡Si pudiera uno desconectar su imaginación cuando quisiera! Volvió en si y comenzó a abrir cuantas escotillas y puertas pudo recordar: la pesada tapa de la escotilla superior; la puerta de la izquierda, ¡de par en par!; la de la derecha, que ya estaba entreabierta, ¡también de par en par!; la que tenía a su espalda, que conducía a la sala de máquinas... no, ésa no, porque la explosión, probablemente, se producirá ahí, en los depósitos de energía, ésa hay que cerrarla con el pestillo. En este mismo instante vio un relámpago... era el otro «caribdis».

    Robert oyó un trueno corto, pero ensordecedor, y un golpe de aire caliente. Se asomó por la escotilla y vio que, en el lugar de su vecino, había surgido una nube enorme, de polvo amarillento, que tapaba la estepa, el cielo y hasta la Ola, y que dentro de ella ardía algo con luz brillante y temblona. Se oyó un silbido y algo chocó con el blindaje del «caribdis». Robert miró otra vez los aparatos, dio un salto y salió por la puerta izquierda.

    Cayó de bruces sobre la hierba seca y caliente. Se levantó en el acto y corrió hacia el poblado. Nunca en la vida había corrido así. Su «caribdis» estalló cuando él llegaba a la empalizada de la primera casa. Pero ni se volvió a mirarlo. Hundió más la cabeza entre los hombros, se encorvó y aceleró su carrera. Gloria a ti, pensó. Gloria eterna. Después se dio cuenta de que estaba repitiendo estas palabras desde que vio la horrorosa columna de polvo que se formó al explotar el segundo «caribdis».

    La plaza estaba desierta y sembrada de aparatos valiosos y de cajas, con registros de tipo único, abandonadas. El aire hojeaba suavemente diarios únicos, sobre observaciones también únicas. Los jardines habían sido pisoteados. Robert, casi desfallecido, cruzó la plaza y se dirigió al flaer. El motor estaba funcionando y en el sitio del conductor se encontraba Patrick, soñoliento como siempre.

    —Por fin llegaste —dijo Patrick cariñosamente, mientras Robert lo miraba sorprendido—. Creía que te habías quedado allí. ¡Móntate de prisa! La Ola tiene ahora una velocidad formidable.

    Robert se desplomó en el asiento junto a Patrick.

    —Espera —dijo medio ahogándose—. A lo mejor se ha salvado el otro. ¿Quién era? ¿Maliaev, Hoffman?
    —El otro era yo —dijo Patrick vergonzosamente.
    —¿Tú?
    —SI, yo —repitió Patrick y comenzó a reírse nerviosamente. Después condujo el flaer hasta la pista y despegó—. Cuando sentí que iba a estallar, salté y salí corriendo. La explosión fue enorme, ¿verdad? Llegué rodando hasta el mismo pueblo.

    El poblado giró despacito debajo de ellos y se deslizó hacia atrás. ¡Vaya con Patrick! —pensó Robert perplejo.

    —La explosión de mi «caribdis» fue mayor —insistió Patrick—. ¿No te parece, Rob?
    —¿A dónde quieres ir? —preguntó Robert.
    —A Ríos Fríos —dijo Patrick—. Allí estará la nueva base.


    Capítulo VII


    Robert miró por encima del hombro. Aparte del cielo blanquecino y de los verdes campos, ya no se veía nada. Hoy me he escapado dos veces de la Ola, pensó. Dicen que no hay dos sin tres.

    —¿Qué pasará ahora? —preguntó.

    Patrick sacó un poco sus carnosos labios y dijo:

    —Algo malo. Tiene unas reservas de energía enormes.
    —¿Has intentado calcularlas?
    —Sí.
    —Y, ¿qué?

    Patrick lanzó un suspiro profundo y no contestó. Robert juntó las cejas y miró hacia adelante. Luego conectó la radio del flaer y la sintonizó con la Ciudad Infantil. Apretó varias veces el botón de llamada, pero no recibió respuesta. «No hay por qué impacientarse —pensó—. Hoy es la fiesta estival y estarán ocupados. Parece mentira, allí no saben nada todavía. Es mejor que no lo sepan. Con que lo sepa yo, basta».

    Robert volvió a preguntar:

    —¿Adónde vamos?
    —Ya te lo he dicho antes.
    —Ah, si... Patrick, querido, ¿a ti te hacen mucha falta esos Ríos Fríos?
    —Pues, claro, ¿a qué otra parte podemos ir?

    Robert se recostó en el asiento.

    —Sí —dijo—. Te quedaste inútilmente.
    —¿En qué sentido, inútilmente?
    —¿Puedes ir más rápido?
    —Puedo...
    —Más todavía.

    Patrick parpadeó. El motor borbollaba atragantándose con el aire.

    —Siempre tenemos prisa —murmuró Patrick—. Siempre hay algo o alguien que nos obliga a apresurarnos. De prisa, más de prisa... ¿No puedes ir más de prisa? Puedo, contestamos siempre, ¡con mucho gusto! Nunca tenemos tiempo ni de mirar a nuestro alrededor. Nunca tenemos tiempo de pensar. Nunca tenemos tiempo de aclarar, para qué apresurarse y si vale la pena hacerlo. Pero después, sobreviene la Ola y otra vez volvemos a apresurarnos.
    —Inyecta más combustible —dijo Robert, cuyos pensamientos eran muy diferentes—. Y toma rumbo más a la derecha.

    Patrick se calló. Por debajo seguían pasando apresuradamente los campos de trigo, próximos a madurar, y las casitas blancas de las estaciones sinópticas. Se divisaba perfectamente cómo el ganado que evacuaban hacia el sur iba por medio de los campos de trigo. Los pastores cibernéticos parecían desde arriba diminutas estrellas brillantes. Todo esto era ya inútil.

    —¿Has oído algo de la «Flecha»? —preguntó Robert.
    —No, pero la «Flecha» está lejos. No llegaría a tiempo. Olvídate de eso, Rob.
    —Entonces, ¿en qué voy a pensar? —murmuró Robert.
    —En nada. Siéntate lo más cómodo que puedas y mira a tu alrededor. Creo que nunca he visto estas olas verdes que forma el viento en los campos de trigo. ¡La Ola! ¡Fu! ¿Sabes cuándo me di cuenta de esto Por primera vez? Cuando miré a la estepa por la puertecilla del «caribdis». Estaba mirando aquella negrura y, de repente, me fijé en la estepa y comprendí que había llegado el fin. Y me dio mucha lástima de todo esto. Las pobres musarañas miraban a la Ola y no podían comprender nada. Y, ¿sabes qué conclusión saqué, Rob? Que nos habíamos equivocado en algo.

    Robert no dijo nada, pero pensó para si: «Demasiado tarde. Antes había que haber mirado las cosas, aunque sólo fuera por la ventana».

    Abajo comenzaron a verse unos edificios rectangulares, unas plazoletas asfaltadas y unas torres de antenas energéticas. Era una de las numerosas centrales energéticas de la zona norte.

    —Aterriza —dijo Robert.
    —¿Dónde?
    —En aquella plaza, ¿la ves? Donde están los pterocares.

    Patrick se asomó por la borda.

    —Sí, la veo —dijo—. ¿Para qué quieres que tome tierra?
    —Para que cojas un pterocar y me dejes a mí el flaer.
    —¿Qué has pensado? —preguntó Patrick.
    —Que tú seguirás adelante solo. A mí no se me ha perdido nada en Ríos Fríos. ¡Aterriza!

    Patrick le hizo caso y maniobró para tomar tierra. Manejaba el flaer bastante mal. Robert contempló atentamente la plaza.

    —¡La organización es magnífica! —murmuró bromeando—. Mientras nosotros nos estrujamos y abandonamos todo, aquí hay tres pterocares para los dos funcionarios que están de guardia.

    El flaer tomó tierra pesadamente entre los pterocares. Robert se mordió la lengua.

    —¡Ay! —dijo—. Anda, apéate, apéate.

    Patrick, lentamente y sin ganas, abandonó su asiento.

    —Rob —dijo indeciso—, puede que esto sea meterme en lo que no me importa, pero dime, ¿qué piensas hacer?

    Robert cambió diligentemente de asiento y Ie respondió:

    —No te preocupes, no haré nada extraordinario. ¿Sabes manejar el pterocar?

    Patrick seguía en pie, con las manos caídas y con cara de lástima.

    —Rob —dijo por último—. Mira las cosas fríamente. Sobre la Ola hay una barrera plásmica de cien kilómetros. No intentes saltarla.

    Robert lo miró sorprendido.

    —Camilo ya no existe —dijo Patrick—. La primera vez te pudiste equivocar, pero ahora ha pasado la Ola por allí.
    —¿Qué estás diciendo? —le preguntó Robert—. No pienso saltarme ninguna Ola. Tengo otra cosa más importante que hacer. Bueno, adiós. Dile a Maliaev que no volveré. Adiós Patrick.
    —Adiós —respondió Patrick.
    —No me has dicho si sabes manejar el pterocar.
    —No te preocupes —respondió Patrick tristemente—. Conozco bien el pterocar. ¡Eh, Rob!...

    Robert tiró de la palanca de mando y cuando al cabo de cinco minutos volvió a mirar, la central energética se había perdido ya tras el horizonte. Hasta la Ciudad Infantil había dos horas de vuelo. Robert comprobó las reservas de combustible, presos atención a la marcha del motor, lo puso al régimen de funcionamiento más económico y conectó el piloto automático. Hecho esto, intentó otra vez hablar con la Ciudad Infantil. Seguía callada. Robert quería desconectar la radio pero después lo pensó y la conectó para que funcionase con el sintonizador automático:

    —...de la novena clase, Asmodey Barro, ha encontrado durante una excursión unos fósiles parecidos a los erizos de mar. El lugar del hallazgo está lejos de la costa...
    —...reunión en el despacho del director. Circulan rumores raros. Dicen que la Ola ha llegado hasta Greenfield. ¿No sería mejor que regresase a la base? Me parece que ahora no están las cosas para ulmotrones. «No, hombre, ¿qué dices? Sé buena persona y aguanta hasta el fin. De todas maneras se ha perdido el día...»
    —...ponerla con nuestros medios no es posible. No tenemos Otelo. Hablando con franqueza, me parece absurda la idea de poner obras de Shakespeare. Dudo de que seamos capaces de crear una interpretación nueva, pero esperar hasta...
    —...Vitia, ¿me oyes bien? Vitia, ¡una noticia bomba! Bullit ha descifrado este gen. Coge un papel y escribe: Seis... Once... Once digo...
    —¡Atención, Iris! A los jefes de todas las expediciones de prospección. Comiencen la evacuación. Presten especial atención a que todos los medios de transporte aéreo, de clase no inferior al tipo «medusa», sean enviados a la Capital.
    —...en una villa azul, pequeñita, que hay en la misma orilla. El aire es purísimo y el sol magnífico. A mí no me gustó nunca la Capital y nunca llegué a comprender por qué la construyeron en el ecuador. ¿Qué? Claro, hace un calor horrible...
    —...¡Sawyer! ¡Sawyer! Soy Kaneko. Cambia de curso inmediatamente. Ya han encontrado a los pintores. Vete hacia el sur. Busca el tercer helicóptero. El tercer helicóptero no ha llegado aún...
    —¡Atención, experimentadores Hoy, a las 14, se efectuará, fuera de programa, el lanzamiento cero de una persona a la Tierra. Los interesados deben presentarse en el Instituto antes de las 13...
    —...no entiendo una palabra. No hay manera de ponerse en comunicación con el director. Todos los canales están ocupados. ¿Qué pasa...?
    —...¡Adolfo! ¡Adolfo! ¡Haz el favor de contestar! ¡Regresa inmediatamente! ¡Aún hay posibilidades de tomar la astronave!... (La voz comenzó a apagarse, pero Robert detuvo el vernier). ¡Una catástrofe horrible! Oficialmente no se ha comunicado nada, pero me han dicho que Iris no tiene salvación. ¡Regresa inmediatamente! Quiero que estés conmigo ahora.

    Robert soltó el vernier.

    —...como siempre. Con Veselovski. No, Sinitsa está leyendo unas poesías nuevas. Creo que son interesantes y que te gustarán. No, no son ninguna maravilla, indudablemente, sin embargo...
    —...¿por qué? Para mí todo está clarísimo, juzga tú mismo: la «Tariel segunda» es una astronave de desembarco. ¿Tú has calculado cuántas personas pueden caber en ella? No, yo me quedo aquí. Vera también piensa quedarse. ¿Qué más da? De todas formas...
    —...¡Exploradores! ¡Exploradores! La concentración será en la Capital. ¡Todos a la Capital! Tráiganse los «topos». Vamos a hacer refugios. Quizá tengamos tiempo...
    —...¿del «Tariel» ? Claro que lo conozco, Gorbovski. Sí, desgraciadamente tiene poca capacidad de carga. Bueno, pues... Propongo aproximadamente la siguiente lista: de los físicos discretos, a Pagava; de los físicos especialistas en la Ola, a Aristóteles y si es posible a Maliaev; de los físicos barreristas recomendaría a Forster... ¿Qué tiene que ver que sea viejo? ¡Es un gran científico! Usted, querido, tiene cuarenta años y, por lo que veo, conoce poco la psicología del viejo. «En total me quedan por vivir cinco o diez años y ni eso me dejan...»
    —...¡Gaba! ¡Gaba! ¿Has oído lo del lanzamiento cero? ¿Qué? ¿Que estás ocupado? ¡Vaya una persona rara! Yo salgo en vuelo para el Instituto.
    —...¿Por qué estoy loco? Sí, sé todo eso, lo sí... ¡Precisamente ahora! Pero, ¿y si sale bien? Bueno, adiós. Busca lo que quede de mi...
    —...Los físicos han hecho explotar algo en el Polo Norte. Había que haber ido a verlo, pero se ha presentado un helicóptero y nos invitan a todos a salir para la Capital. ¿A vosotros también? Es raro... Bueno, allí nos veremos.

    Robert desconectó la radio. La «Tariel Segunda» es una astronave de desembarco... Le quitó los mandos al piloto cibernética y puso el motor al máximo de revoluciones. Abajo se habían terminado los campos de trigo. Comenzó la zona de los bosques tropicales. A través del vivo follaje verde-amarillento no se veía nada pero Robert sabía que por debajo de aquellos corpulentos árboles pasaban unas carreteras rectas y suponía que por ellas iban ahora camiones cargados de evacuados. Varios helicópteros grandes, de transporte, pasaron hacia el suroeste, cerca del horizonte. Pronto se perdieron de vista y Robert volvió a quedarse solo. Sacó el radiáfono y marcó el número de Patrick. Este tardó en contestar. Por fin se oyó su voz:

    —¿Aló?
    —Patrick, soy yo, Skliarov. ¿Qué sabes de la Ola?
    —Lo mismo, Rob. La costa de Pushkin está inundada. Aodzora ha ardido. La Aldea de Pescadores está ardiendo en este momento. Algunos «caribdis» se han salvado. Los llevan a remolque hacia la Capital. ¿Dónde estás?
    —¿Qué más da —dijo Robert—. ¿Qué distancia hay entre la Ola y la Cuidad Infantil?
    —¿Para qué necesitas llegar a la Ciudad Infantil, está aún lejos. ¡Oye, Rob! Si te salvas, vuela urgentemente hacia la Capital. Nosotros estaremos allí dentro de media hora. —Se oyó cómo se reía Patrick—. Intentaron meter a Maliaev en la astronave. ¡Qué lástima que no estuvieras allí! Le rompió las narices a Hasan. Pagava se escondió, no sé dónde.
    —Y a ti, ¿no intentaron montarte?
    —¿Por qué hablas así, Rob?
    —Perdona. Entonces, ¿la Ciudad Infantil está lejos por ahora?
    —No mucho, pero... por lo menos, hora y media.
    —Gracias, Patrick. Hasta la vista.

    Robert hizo otro intento de ponerse en comunicación con Tania por medio del radiófono. Espero cinco minutos. Tania no respondió...

    La Ciudad Infantil estaba vacía. El silencio reinaba en los dormitorios de cristal, en los jardines y en los policromos chalés. Aquí estaban huellas de pánico como las que dejaron en Greenfield los físicos del cero. Las veredas de arena estaban barridas, los pupitres, correctamente alineados en el jardín, y las camas, bien hechas. En la vereda que iba al chalé de Tania, había una muñeca olvidada, junto a ella estaba sentado un perrillo faldero de ojos grandes y pelo largo. El perro olfateaba atentamente la muñeca y miraba a Robert con apacible curiosidad.

    Robert entró en la habitación de Tania. La encontró como siempre, limpia, clara y fragante. Sobre la mesa había un cuaderno abierto y en el espaldar de una silla, una toalla de felpa. La tocó y notó que aún estaba húmeda.

    Robert se detuvo un momento en el umbral.

    Después se acerco a la mesa y pasó distraídamente la vista por el cuaderno. Leyó en él dos veces su nombre antes de darse cuenta de lo que decía. El nombre estaba escrito con grandes letras de imprenta.

    «¡Robik! Nos han evacuado apresuradamente a la Capital. Búscame allí. Encuéntrame a toda costa. No nos han dicho nada, pero me parece que se aproxima algo terrible. Te necesito, Robik. Búscame. Tú.»

    Robert arrancó la hoja del cuaderno, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Miró por última vez la habitación de Tania, abrió el armario empotrado, acarició sus vestidos, volvió a cerrarlo y salió del chalé.

    Desde el chalé de Tania se veía muy bien el mar. Estaba tan tranquilo que parecía de aceite verde. Decenas de veredas conducían, a través de la hierba, hasta una dorada playa, en la que había multitud de hamacas y tarimas. Junto al agua se veían varias barcas quilla arriba. Por la parte norte, el horizonte parecía arder en fulgurantes reflejos solares. Robert se dirigió apresuradamente hacia el flaer. Se montó en él saltando sobre la borda y se detuvo un momento a mirar otra vez el mar. Al hacerlo, comprendió de repente que lo que brillaba no era el sol, sino la cresta de la Ola.

    Se dejó caer pesadamente en el asiento y puso en marcha el flaer. «En el sur ocurre lo mismo —pensó—. Avanza por el norte y por el sur. Esto es una ratonera, un corredor entre dos muertes». El flaer volaba de nuevo sobre los bosques tropicales. «¿Cuánto quedará aún —pensaba Robert—. Una hora, dos...? ¿Cuántos sitios habrá en la astronave, dos, diez...?»

    El bosque acabó de improviso, y Robert divisó desde el flaer una amplia pradera en la que había un gran aerobús de pasajeros rodeado de un tropel de gente. Frenó maquinalmente y comenzó a descender. Parecía que el aerobús estaba averiado y que toda la gente que junto a él había era extrañamente pequeña y esperaba a que el piloto subsanara el desperfecto. El piloto estaba arreglando el motor. Robert se dio cuenta de que éste era el aerobús de los niños y poco después localizó a Tania. Estaba al lado del piloto y sostenía las piezas que éste le daba.

    El flaer se posó a unos diez pasos del aerobús y todos se volvieron a mirarlo. Pero Robert sólo se fijó en Tania, en su rostro cansado, en sus finas manos, que apretaban contra su pecho las grasientas piezas, y en sus ojos agrandados por la sorpresa.

    —Soy yo —dijo Robert—. ¿Qué ha ocurrido, Tania?

    Tania se quedó mirándole en silencio.

    El piloto, que resultó ser Gaba, sonrió y dijo:

    —¡Hola, Robert! ¡Ven a ayudarme! Tania es una chica magnífica, pero no sabe nada de aerobuses. Yo tampoco los entiendo. Pero el motor se cala a cada momento.

    Los niños, chicos y chicas de siete años, observaban a Robert con interés. Este, se acercó al aerobús y, después de rozar cariñosamente los cabellos de Tania con su mejilla, se asomó al motor. Gaba le dio una palmada en la espalda. Robert se llevaba bien con los diez intrépidos experimentadores del cero, los cuales, después del fallido experimento con el perro Fimka, hacía ya dos años que se aburrían sin tener que hacer.

    En cuanto Robert examinó el motor comprendió que Gaba, en efecto, nunca había manejado aerobuses. No se podía hacer nada. Se había agotado el combustible. El piloto había desarmado el motor inútilmente. Claro que esto podía ocurrirle a cualquier experto, ya que a los aerobuses casi nunca se les acaba el combustible. Robert miró de reojo a Tania. Ella tenía sujetos contra su pecho los grasientos cilindros detonadores y esperaba tranquilamente.

    —¿Qué te parece? —le preguntó Gaba—. ¿Teníamos razón al sospechar de esta palanca?
    —Puede ser —dijo Robert, y cogió la palanca y tiró de ella—. ¿Habéis comunicado a alguien que estáis aquí?
    —Sí, lo hemos comunicado —respondió Gaba—. Pero no tienen aparatos disponibles. ¿No sabes la historia que ha ocurrido con la embrioproducción?
    —No, no he oído nada —dijo Robert, el cual, aunque sabía que era inútil, estaba limpiando la ranura de la palanca de avance. Seguía agachado y no se le veía la cara.
    —Pues, como hacían falta medios de transporte, Kaneko comenzó a cultivar «medusas». Pero resultaron cocinas cibernéticas en vez de «medusas». ¡Vaya lapso del aprovisionamiento, —Gaba se echó a reír a carcajadas—. ¿Qué te parece?
    —Muy gracioso —dijo Robert entre dientes, y acto seguido levantó la cabeza. El cielo tenía un color celeste blancuzco y estaba desierto. Por el lado norte, sobre las cimas de los lejanos árboles, se divisaba la cresta deslumbrante de la Ola. Robert cerró suavemente el capó, susurró: «Bueno, ¡veremos qué pasa!», y, rodeando el aerobús, pasó a la otra parte. Allí no había nadie. Robert se puso en cuclillas y apoyó su frente en el revestimiento pulimentado del aparato. Al otro lado del aerobús, Gaba, con voz suave y potente, entonó una canción infantil. Robert solamente podía ver su sombra, o mejor dicho, la sombra de sus brazos levantados, que temblaba sobre la hierba. Gaba distraía a los niños. Robert se puso en pie, abrió la puertecilla y entró en el aerobús. En el asiento del piloto había un chico. Tenía las palancas de mando fuertemente empuñadas y hacia con ellas figuras raras, al mismo tiempo que silbaba y runruneaba.
    —Ten cuidado, no las arranques —dijo Robert. El chico no le hizo caso. Robert quería conectar el emisor SOS automático, pero ya estaba conectado. Entonces volvió a mirar al cielo. A través del fanal espectrolitico, el cielo parecía tener un suave color celeste y seguía desierto. Hay que decidirse, pensó. Miró de reojo al niño. Este imitaba apasionadamente el bramido del viento.

    Gaba, que se había acercado a la puerta, dijo:

    —Ven aquí, Rob —Robert salió.
    —Cierra la puerta —añadió Gaba. Se oía cómo, al otro lado del aerobús, Tania contaba algo a los niños y cómo silbaba y runruneaba el chico que hacia de piloto.
    —¿Cuándo llegará aquí? —preguntó Gaba.
    —Dentro de media hora.
    —¿Qué le ocurre al motor?
    —Nada. Se ha agotado el combustible.

    El rostro de Gaba se puso gris.

    —¿Por qué? —preguntó inútilmente. Robert guardó silencio—. Y tu flaer, ¿tiene?
    —El que tiene el flaer lo consumiría este armatoste en cinco minutos.

    Gaba se dio con el puño en la frente y se sentó en la hierba.

    —Tú eres mecánico —dijo con voz ronca—. Idea algo.

    Robert se recostó en el aerobús.

    —¿Te acuerdas del cuento del lobo, la cabra y la col? Pues, aquí somos una docena de criaturas, una mujer y nosotros dos. Ella es la mujer que amo más que a nadie en el mundo. Yo estoy dispuesto a salvar a esa mujer cueste lo que cueste. Ya lo sabes. El flaer es de dos plazas...

    Gaba iba asintiendo con la cabeza.

    —Te comprendo. No hay más que hablar. Que se monte Tania en el flaer y que se lleve todos los niños que pueda.
    —No —dijo Robert.
    —¿Por qué no? Dentro de dos horas estarán en la Capital.
    —No —repitió Robert—. Así no se salvaría. La Ola llegará a la Capital dentro de tres horas. Allí hay una astronave. Tania tiene que marcharse en ella. ¡No discutas! —murmuró Robert enfadado—. Sólo puede haber dos variantes: o llevo yo a Tania, o la llevas tú, pero en este caso me tendrás que jurar por todo lo más sagrado, que Tania saldrá en esa astronave. ¡Elige!
    —¿Te has vuelto loco? —dijo Gaba, y comenzó a ponerse en pie—. ¿Y los niños?
    —Y los que se queden aquí, ¿no son niños? ¿Quién va a elegir los tres que pueden volar desde aquí a la Capital y desde allí a la Tierra? ¿Tu? Pues, ¡elígelos!

    Gaba movía los labios sin articular palabra. Robert miró hacia el norte. La Ola se veía ya perfectamente. La franja fulgurante se elevaba cada vez más y arrastraba tras si el telón negro.

    —¿Qué? —dijo Robert—, ¿me lo juras?

    Gaba, lentamente, dijo que no con la cabeza.

    —Entonces, adiós —dijo Robert.

    Dio un paso adelante, pero Gaba le cerró el paso.

    —¡Los mitos! —dijo, sin que apenas se le oyese.

    Robert lo cogió por las solapas de la cazadora, lo atrajo hacia si y le dijo cara a cara:

    —¡Tania!

    Se estuvieron mirando mutuamente a los ojos durante varios segundos. Después Gaba dijo quedamente:

    —Ella te odiará.

    Robert lo soltó y se echó a reír.

    —Dentro de tres horas voy a morir —dijo—. Entonces todo me dará igual. Adiós, Gaba.

    Cuando se separaban, Gaba le dijo.

    —No se irá contigo.

    Robert no le contestó. Eso ya lo sabía yo, pensó para si. Rodeó el aerobús y a grandes saltos se dirigió al flaer. Vio el rostro de Tania mirándole y las caritas sonrientes de los niños que la rodeaban. Les dijo adiós alegremente con la mano, y fue tal el esfuerzo que esto le costó, que sintió cómo le dolían los músculos de la cara. Llegó al flaer, miró hacia dentro y, después, gritó:

    —Tania, ¡ven aquí!

    En este mismo instante salía Gaba de detrás del aerobús. Iba corriendo a cuatro patas.

    —¿Quién se aburre aquí? —gritó—. ¿Quién va a cazar a Sher-jan, el gran tigre de la selva?

    Lanzó un largo rugido, saltó sobre las piernas y salió corriendo a cuatro patas en dirección al bosque. Los chiquillos lo miraron boquiabiertos durante unos segundos. Luego, uno de ellos silbó, otro lanzó un grito guerrero, y todos corrieron en persecución de Gaba, el cual ya rugía y los miraba desde detrás de los árboles.

    Tania miró a su alrededor y, sorprendida y sonriente, se acercó a Robert.

    —¡Qué raro! —dijo—. Como si no hubiera ocurrido ninguna catástrofe.

    Robert siguió a Gaba con la vista. Ya no se divisaba a nadie, pero las risas, los chillidos, los chasquidos de las ramas y el terrible rugido de Sher-jan, se oían perfectamente.

    —¡Qué sonrisa más extraña tienes, Robik! —dijo Tania.
    —¡Qué excéntrico es este Gaba! —exclamó Robert y, en el acto, se arrepintió de haberlo dicho.

    Mejor hubiera sido callar. Pero la voz no le hizo caso.

    —¿Qué ocurre, Rob? —le preguntó Tania.

    Robert miró instintivamente por encima de la cabeza de Tania. Ella también se volvió a mirar, y se apretó a él asustada.

    —¿Qué es eso? —le preguntó.

    La Ola llegaba ya hasta el sol.

    —Hay que darse prisa —dijo Robert—. Entra en la cabina y levanta el asiento.

    Tania saltó ágilmente a la cabina y él, sin aguardar más, dio un brinco, se coló tras ella, la abarcó por los hombros con su brazo derecho, y la apretó de tal manera que no pudo moverse. Acto seguido, el flaer se remontó hasta el cielo.

    —¡Robi! —musitó Tania—. ¿Qué haces, Robi?

    El no la miraba. Su única preocupación era sacarle al flaer la máxima velocidad. Sin embargo, con el rabillo del ojo se fijó en la pradera que quedaba abajo, en el solitario aerobús y en una carita que asomaba por la ventanilla del piloto y que lo miraba con curiosidad.


    Capítulo VIII


    El calor diurno comenzaba ya a disminuir, cuando los últimos pterocares, repletos y recargados, tomaron tierra, quebrando sus chasis, en las calles adyacentes a la plaza del Soviet. En esta ancha plaza se encontraba ahora congregada casi toda la población del planeta.

    Tanto del norte como del sur se arrastraron lentamente hacia la ciudad las columnas de cavadoras tipo «topo», con el emblema de los Explotadores y con los rayos amarillos de los constructores energéticos. Todas ellas acamparon en el centro de la plaza y, después de una rapidísima reunión de consejo, en la que sólo hubo dos intervenciones a media voz, de tres minutos cada una, comenzaron a cavar un profundo pozo refugio. Los «topos» haciendo un ruido ensordecedor, rompieron la capa de cemento y, uno tras otro, comenzaron a encorvarse de una manera extraña y a introducirse en la tierra. Alrededor de la bocamina empezó a crecer rápidamente una montaña circular de tierra triturada y la plaza se fue inundando del olor ácido y sofocante del basalto desnaturalizado.

    Los físicos del cero se establecieron en los locales vacíos del teatro situado enfrente del Soviet. Estos hombres habían ido replegándose durante todo el día, defendiendo, con los destacamentos de «caribdis» de reserva, cada puesto de observación y cada estación de control de largo alcance, salvando todos los equipos y la documentación científica que daba tiempo a salvar, exponiendo sus vidas cada segundo, hasta que la orden terminante de Lamondois y del director les hizo venir a la Capital. Se distinguían por su aspecto excitado y de culpabilidad provocativa, por sus voces exageradamente animadas, por sus bromas sin gracia alusivas a las circunstancias especiales y por sus carcajadas nerviosas. Ahora, bajo la dirección de Aristóteles, se dedicaban a elegir y microfilmar los materiales más valiosos, para poderlos evacuar del planeta.

    Un grupo numeroso de mecánicos y meteorólogos salió a las afueras de la ciudad y comenzó a organizar unos talleres de producción de cohetes pequeños. En estos cohetes se pensaba cargar la documentación más importante y lanzarlos fuera de la atmósfera, como satélites artificiales, para que más tarde pudiera ser recogida esta documentación y llevada a la Tierra. A estos constructores de cohetes se unió una parte de los «extraños», es decir aquellos que instintivamente comprendieron que no podían esperar con las manos cruzadas, aquellos que efectivamente podían y querían ayudar y los que creían de verdad en la necesidad de salvar una documentación tan valiosa.

    No obstante, en la plaza, atestada de «guepardos», «medusas», «bindiugues», «diligencias», «topos» y «grifos», quedaba aún mucha gente.

    Estaban allí los biólogos y los planetólogos, para los que la vida había perdido su sentido en las horas que quedaban, los «extraños», pintores y artistas, atónitos ante lo imprevisto, que no sabían qué hacer, ni adónde ir, ni a quién protestar. No faltaban grupitos de personas comedidas y tranquilas que charlaban plácidamente de temas diversos junto a sus vehículos. Había también algunas personas que estaban sentadas silenciosamente en las cabinas o arrimadas a las paredes de las casas.

    El resto del planeta se había quedado desierto. Toda la población, habitante por habitante, fue llamada, buscada y traída a la Capital desde los lugares más distantes y perdidos. La Capital se encontraba en el ecuador. En todas las demás latitudes, del norte y del sur del planeta, no quedaba nadie. Es decir, quedaron algunos que habían dicho que les daba igual y, allá en los bosques tropicales, seguía perdido un aerobús con un grupo de niños y una educadora y un «grifo» pesado que había salido a buscarlos.

    Bajo la aguja plateada de la torre, llevaba ya varias horas reunido el Soviet de Iris (Consejo de Iris). De vez en cuando, por el altavoz de información general, la voz del director o de Kaneko llamaba por sus nombres, a las personas que menos se lo esperaban, las cuales llegaban corriendo al edificio del Soviet, se perdían por su puerta y después de allí, tomaban un pterocar o un flaer y volaban hacia fuera de la ciudad. Muchos de los desocupados les seguían con miradas envidiosas. No se sabía qué problemas eran los que se estaban tratando en el Soviet, pero los altavoces de información general ya habían anunciado lo principal: el peligro de una catástrofe era real; el Soviet sólo contaba con una astronave de pequeña capacidad de carga; la Ciudad Infantil había sido evacuada y los niños se encontraban en el parque de la ciudad, bajo la vigilancia de sus educadores y médicos; la astronave de línea «Flecha», mantiene constante comunicación con Iris y se dirige hacia el planeta, pero no llegará antes de diez horas. Cada veinte minutos, el miembro del Soviet que estaba de guardia, daba a conocer a los que estaban en la plaza la situación de los frentes de la Ola. El altavoz atronaba la plaza con su: «¡Atención, Iris! Transmitimos una información...», y se hacia el silencio y todos escuchaban con ansiedad, mirando con enojo hacia el pozo, por el bramido que desde él lanzaban los «topos». La Ola avanzaba de una forma rara. Su aceleración aumentaba unas veces, en cuyo caso la gente se ponía seria y bajaba los ojos, y en otras disminuía, con lo que las caras se iluminaban y aparecían sonrisas de duda. Pero la Ola seguía avanzando, los campos ardían, los bosques se incendiaban y los poblados abandonados se convertían en hogueras.

    La información oficial era muy escasa, probablemente, porque no había ni tiempo, ni quién pudiera ocuparse de ella, por cuya razón como siempre suele ocurrir en estos casos, la principal fuente de información eran los rumores.

    Los exploradores y los constructores iban profundizando cada vez más en la tierra y los que salían del pozo, sucios y cansados, gritaban, mostrando sus blancos dientes, que dentro de dos o tres horas terminarían un refugio suficientemente profundo y capaz para albergar a todos. La gente los miraba con cierta esperanza, la cual era fortalecida por los insistentes rumores basados en unos presuntos cálculos hechos por Etienne Lamondois, Pagava y un tal Patrick. Según estos cálculos, las Olas procedentes del norte y del sur, al chocar en el ecuador, tendrían que «arrollarse energéticamente entre sí y deritrinitizarse» absorbiendo una gran cantidad de energía. Aseguraban que después de esto, caería sobre Iris una capa de nieve seca de metro y medio de espesor.

    También se hablaba de que, hacia media hora, en el Instituto del Espacio Discreto, cuya ciega y blanca fachada podía distinguir desde la plaza todo el que quisiera, se había conseguido por fin realizar con éxito el lanzamiento cero de un hombre con dirección al sistema solar, e incluso se mencionaba el nombre del piloto que por primera vez en el mundo había efectuado esta hazaña y que, por lo visto, en este momento se encontraba ya en Plutón, sano y salvo.

    Se decía que se habían recibido unas señales de más allá de la Ola del sur. Estas señales estaban muy deformadas por las interferencias, a pesar de todo, se habían logrado descifrar, con lo que se supo que varias personas que se habían quedado voluntariamente en una de las centrales energéticas alcanzadas por la Ola, seguían vivas, y en estado satisfactorio, lo que demostraba que la Ola P, a diferencia de los demás tipos de Olas conocidos, no representaba un peligro real para la vida. Se daban hasta los nombres de estos afortunados y resultó que había gente que los conocía personalmente. En corroboración a esto, contaban lo referido por un testigo, el cual aseguraba que Camilo salió de la Ola en un pterocar incendiado y pasó como un cometa monstruoso, gritando y moviendo los brazos.

    Se difundió mucho el rumor, según el cual un viejo astronauta, que ahora trabajaba en el pozo, había dicho poco más o menos lo siguiente: «Yo conozco desde hace cien años al comandante de la «Flecha», y si ha dicho que no llegará antes de diez horas, quiere decir que estará aquí antes de tres. Y no hay que hacer caso a la opinión del Soviet. Ahí no hay más que diletantes que no tienen ni idea de lo que es una astronave moderna, ni de lo que pueden hacer con ella unas manos experimentadas».

    Todo era confusión. No había manera de distinguir la verdad de la mentira. El hombre más honrado, el amigo de la infancia, podía engañar a uno de buena fe, con un solo propósito de tranquilizarle y darle ánimos, lo cual no impedía que al cabo de veinte minutos pudiera vérsele a él cabizbajo y meditabundo, influido por un bulo absurdo, que afirmaba que la Ola, aunque en realidad no era peligrosa para la vida, producía efectos irreversibles sobre la mentalidad, haciéndola retroceder hasta un nivel semejante al de la época de las cavernas.

    La gente que estaba en la plaza, pudo ver como una mujer alta, con rostro lloroso y que llevaba de la mano a un niño de unos cinco años, con unos pantaloncitos encarnados, entraba en el edificio del Soviet. Muchos la reconocieron. Era Zhenia Viazanitsina, la esposa del director. No transcurrió mucho tiempo, cuando volvió a salir de allí acompañada por Kaneko, el cual, de forma correcta, pero enérgicamente, la llevaba del brazo. Ya no lloraba, pero en su cara se leía una resolución tan feroz, que la gente asustada, se apartaba para cederle el paso. El chico se iba comiendo un melindre tranquilamente.

    Los que estaban ocupados lo pasaban mejor.

    Por eso, un grupo numeroso de pintores, escritores y artistas, después de discutir entre sí hasta quedarse afónicos, resolvió marcharse a las afueras de la ciudad y unirse a los constructores de cohetes. Lo más probable es que no pudieran ayudar en nada serio, pero estaban seguros de que les darían algo que hacer. Otros bajaban al pozo, donde habían comenzado los trabajos de avance horizontal. Varios pilotos veteranos se montaron en sus pterocares y se dirigieron, unos hacia el norte y otros hacia el sur, a incorporarse a los observadores enviados por el Soviet, los cuales llevaban ya varias horas jugando al escondite con la muerte.

    Los que quedaron en la plaza presenciaron como delante del Soviet tomó tierra un flaer abollado y lleno de manchas y quemaduras. De él salieron con dificultad dos personas, que, después de esperar un momento a que se repusieran sus temblorosas piernas, se dirigieron a la puerta ayudándose mutuamente. Sus rostros estaban tan amarillos e hinchados, que fue difícil reconocer en ellos al joven físico Karl Hoffman y al experimentador del cero Timoteo Sawyer, célebre como tocador de banjo. Sawyer no hacía más que mover la cabeza y mugir, mientras que Hoffman, carraspeo y luego, con palabras inarticuladas dijo que acababan de intentar dar el salto sobre la Ola; llegaron hasta veinte kilómetros de ella, pero Tim comenzó a quejarse de los ojos y tuvieron que volverse. Se aclaró que en el Soviet se había sugerido la idea de transportar a la población al otro lado de la Ola. Sawyer y Hoffman fueron enviados como exploradores. Alguien dijo que otros dos exploradores habían intentado pasar la Ola sumergiéndose en alta mar en un batiscafo experimental, pero que aún no habían regresado, ni se sabía nada de ellos.

    Por entonces, en la plaza habían quedado unas doscientas personas, es decir, menos de la mitad de la población adulta de Iris. Todas ellas se mantenían formando grupos. Hablaban entre sí, pero no apartaban la vista del Soviet. El ruido era menor, porque los «topos» habían profundizado mucho y sus bramidos apenas si se oían. Las conversaciones eran desanimadas.

    —Me han vuelto a estropear las vacaciones... y ahora parece que por mucho tiempo.
    —Refugios, subterráneos, catacumbas. Otra vez avanza la muralla negra y otra vez tendremos que bajar a las catacumbas.
    —Lástima que no tenga humor para pintar. Mire usted qué lindo está el edificio del Soviet. ¡Qué profundidad de colorido! Yo lo pintaría con verdadero placer... y le infundiría este espíritu de tensión y de esperanza, pero... no puedo. Me repugnaría.
    —A pesar de todo es una arbitrariedad. Yo creo que no los elegimos como Consejo Secreto. No obstante, se comportan como si fueran típicos sacerdotes. Para discutir la suerte del planeta, se encierran en el despacho. A mí me importa poco lo que puedan decir allí, pero considero esto incorrecto.
    —No me gusta nada Anaiev. Miradlo, lleva dos horas allí sentado, solo, sin hablar con nadie y afilando la navajita... Voy a ver si hablo con él. Si queréis, vamos juntos.
    —Aodzora ha ardido... ¡Mi Aodzora! Yo la construí. Ahora tendré que hacerla de nuevo... Después, éstos la volverán a quemar.
    —A mí me dan lástima. Nosotros estamos aquí sentados los dos y a mí no me asusta nada, palabra de honor. En cambio, Matvey Sergueevich ni siquiera estas últimas horas puede estar al lado de su esposa. Todo esto es absurdo. ¿Para qué hace falta todo esto?
    —Yo estoy aquí sentado charlando, porque considero que la única posibilidad de salvarse es la astronave. Todo lo demás son tonterías y ganas de hacer por hacer.
    —¿Por qué vendría yo aquí? ¿Estaba acaso mal en la Tierra? ¡Iris, Iris, cómo nos has engañado!

    En este momento sonó el altavoz de información general:

    —¡Atención, Iris! ¡Habla el Soviet! Se convoca asamblea general de los habitantes del planeta, en la plaza del Soviet, dentro de veinte minutos. Repito...

    Al atravesar el gentío para llegar al edificio del Soviet, Gorbovski se dio cuenta de lo popular que era. Le abrían paso, lo señalaban con los ojos, y algunos hasta con el dedo, lo saludaban, le preguntaban: «¿Cómo van las cosas, Leonid Andreevich?» y a su espalda, pronunciaban a media voz su apellido, los nombres de las estrellas y planetas que él conocía y el de las naves que habían estado a su mando.

    Gorbovski, que había perdido la costumbre de ser tan popular, saludaba con la cabeza y con la mano, se sonreía y contestaba: «Por ahora todo va bien» y pensaba para sus adentros: «Que vengan ahora y me digan que las masas no se interesan ya por la cosmonáutica». Simultáneamente sentía, casi físicamente, la terrible tensión nerviosa que reinaba en la plaza. Era semejante a la de los momentos que preceden a un examen difícil e importante. Esta tensión le contagiaba. Con sonrisas y bromas, Gorbovski procuraba conocer el estado moral y el sentimiento colectivo de este gentío y hacía conjeturas sobre lo que dirían cuando él diese a conocer su decisión. Tengo fe en vosotros, pensaba insistentemente. Tengo fe, a pesar de todo, tengo fe. Tengo fe en vosotros aunque estéis asustados, predispuestos y desilusionados y aunque seáis fanáticos. Tengo fe, porque sois hombres.

    Cuando ya estaba en la misma puerta, le alcanzó un desconocido con traje de minero.

    —Leonid Andreevich —le dijo, sonriendo preocupadamente—. Perdone un momento. Sólo un momento.
    —Con mucho gusto —respondió Gorbovski.

    El desconocido se apresuró a buscar algo en sus bolsillos.

    —Cuando llegue usted a la Tierra —dijo mientras seguía su búsqueda—, haga el favor... ¿dónde se habrá metido...? No creo que le cause gran molestia... Ah, aquí está... —Sacó un sobre doblado—. Aquí tiene usted la dirección en letra de imprenta. Haga usted el favor de enviar esta carta.

    Gorbovski asintió con la cabeza.

    —Aunque la dirección hubiera estado en letra de mano lo hubiera podido hacer —dijo cariñosamente y cogió la carta.
    —La letra es pésima. Yo mismo no la podría leer, pero ahora no hay tiempo de escribir... —Se calló y luego le tendió la mano—. Buen viaje. Gracias por todo.
    —¿Cómo va vuestro refugio? —le preguntó Gorbovski.
    —Magníficamente —respondió el desconocido—. No se preocupe por nosotros.

    Gorbovski entró en el edificio del Soviet y conforme iba subiendo las escaleras pensaba la primera frase que diría ante el Soviet. La dichosa frase no le salía. Cuando llegó al segundo piso, vio que los miembros del Soviet bajaban a su encuentro. Delante iba Lamondois, deslizando sus dedos por el pasamanos, completamente tranquilo y distraído hasta cierto punto. Cuando vio a Gorbovski se sonrió, con sonrisa de extraña perplejidad, y acto seguido apartó de él sus ojos. Gorbovski le dejó pasar. Detrás bajaba el director, amoratado y furioso. Al ver a Gorbovski refunfuñó: «¿Estás preparado?», y siguió adelante sin aguardar respuesta. Le seguían los demás miembros del Soviet, a los cuales Gorbovski no conocía. Iban discutiendo animadamente y en alta voz el problema de la construcción de la puerta del refugio.

    Pero esta misma animación y el tono de voz, revelaban falsedad y denotaban que sus preocupaciones eran otras. A cierta distancia de los demás, bajaba el último, Stanislav Pishta, tan ancho de pecho, moreno y cabelludo como hacia veinticinco años, cuando mandaba la «Girasol» y junto con Gorbovski tomaba parte en el asalto a la Mancha Ciega.

    —¡Bah! —exclamó Gorbovski.
    —¡Oh! —profirió Stanislav Pishta.
    —¿Qué haces aquí, Stanislav?
    —Regañando con los físicos...
    —Magnífico —dijo Gorbovski—. Yo también voy a reñir con ellos. Pero, mientras tanto, dime, ¿quién es aquí el responsable de la colonia infantil?
    —Yo —respondió Pishta.

    Gorbovski lo miró con incredulidad.

    —Si, hombre, yo —afirmó Pishta sonriéndose—. Qué ¿no lo parezco? Pues ahora te convencerás. Aquí en la plaza. Cuando empiece el escándalo. Te aseguro que va a ser un espectáculo totalmente antipedagógico.

    Siguieron bajando juntos hacia la puerta.

    —Si hay altercado, que lo haya —dijo Gorbovski—. No te preocupes. Pero, dime, ¿dónde están los niños?
    —En el parque.
    —Muy bien. Pues, márchate allá inmediatamente, ¿me oyes?, ¡inmediatamente! y comienza a montar a los chicos en la «Tariel». Allí te esperan Mark y Persi. La casa cuna ya está embarcada. Hazlo pronto.
    —Eres admirable —dijo Pishta.
    —Está bien —añadió Gorbovski—. Date prisa.

    Pishta le dio una palmada en el hombro y, balanceándose, corrió hacia abajo. Gorbovski salió detrás de él. Al llegar a la plaza notó que centenares de ojos lo miraban y oyó la potente voz de Matvey hablando por el megáfono.

    —...y en realidad, nosotros tenemos que resolver ahora qué es lo más valioso para la humanidad y para nosotros como parte de ella. En primer lugar va a hacer uso de la palabra el responsable de la colonia infantil, el camarada Stanislav Pishta.
    —Se ha marchado —dijo Gorbovski.

    El director miró a su alrededor.

    —¿Cómo es posible? —preguntó en voz baja—. ¿A dónde?

    En la plaza reinaba el silencio.

    —Entonces, permítame que hable yo —dijo Lamondois.

    Dicho esto, quiso coger el megáfono. Sus finos y blancos dedos se aferraron a la manaza de Matvey y éste se resistió a dárselo. Lamondois logró por fin su intento.

    —Todos sabemos lo que es Iris —comenzó diciendo—. Iris es un planeta colonizado por la ciencia y destinado a poner en práctica experimentos físicos. Toda la humanidad espera el resultado de estos experimentos. Cada uno de los que vienen a Iris y de los que viven aquí, saben, perfectamente adónde ha venido y dónde vive. —Lamondois hablaba con dureza y seguridad en sí mismo: en este momento tenía un aspecto magnifico, estaba pálido, recto, tenso como una cuerda de guitarra—. Todos nosotros somos soldados de la ciencia. Hemos entregado a la ciencia toda nuestra vida. Le hemos ofrendado todo nuestro amor y dado lo mejor que tenemos. Lo que hemos creado no nos pertenece, pertenece a la ciencia y a los veinte mil millones de hijos de la Tierra que pueblan el Universo. Las conversaciones sobre temas morales son siempre escabrosas y desagradables. Con frecuencia, el raciocinio y la lógica se ven dificultados por nuestros «quiero» y «no quiero» o «me gusta» y «no me gusta», puramente emocionales. Pero existe una ley objetiva que impulsa a la sociedad humana. Esta ley, que no depende de nuestras emociones, dice: la humanidad debe saber cada vez más. Esto es lo más trascendental para nosotros, la lucha del saber contra la ignorancia. Y si queremos que nuestros actos no parezcan absurdos a la luz de esta ley, tenemos que seguirla, aunque para ello nos veamos obligados a renunciar a ciertas ideas innatas o inculcadas por la educación. —Lamondois hizo una pausa y se desabrochó el cuello de la camisa—. Lo más valioso que existe en Iris es nuestro trabajo. Durante treinta años nos hemos dedicado a estudiar el espacio discreto. Hemos reunido aquí a los mejores físicos del cero que había en la Tierra. Las ideas, producto de nuestro trabajo, se encuentran hasta ahora en estado de asimilación, porque son muy profundas, ofrecen grandes perspectivas y por regla general son paradójicas. No creo equivocarme si digo, que solamente aquí, en Iris, existen hombres verdaderos portadores del nuevo concepto del espacio, y que, únicamente en Iris, existe el material experimental que puede servir de base para la elaboración teórica de este concepto. Y, no obstante, ni siquiera nosotros, los especialistas, podemos precisar en este momento la grandiosidad del poder sobre el mundo que brindará a la humanidad nuestra nueva teoría. El salto de la ciencia hacia el futuro no será de treinta, sino de cien, doscientos o trescientos años.

    Lamondois se detuvo. Su tez se maculó de rojo y sus hombros se inclinaron. Un silencio de muerte envolvió la ciudad.

    —Grandes son mis deseos de vivir —dijo de improviso Lamondois—. Y los hijos... Yo tengo dos, un hijo y una hija. Allí están, en el parque... No sé. Decidid vosotros.

    Cuando terminó de pronunciar estas palabras, bajó el megáfono y se quedó de pie, encorvado, envejecido y lastimoso, ante aquel gentío.

    Todos callaron. Callaron los físicos del cero, aquellos desdichados portadores del nuevo concepto del espacio, únicos en el Universo. Callaron los pintores, escritores y artistas, sabedores de lo que representa un trabajo de treinta años y de que toda obra maestra es única. Callaron los constructores, que estaban sentados en los montones de tierra y que llevaban treinta años trabajando, codo con codo, con los físicos del cero y para los físicos del cero. Callaron también los miembros del Soviet, aquellos a quienes todos consideraban como los más inteligentes, capacitados y bondadosos y de los que dependía en primer lugar lo que tenía que ocurrir.

    Gorbovski vio ante sí, centenares de rostros, de jóvenes y de viejos, de hombres y de mujeres, y todos le parecieron iguales y extraordinariamente parecidos al de Lamondois. Gorbovski se figuró claramente lo que pensaban. Los jóvenes tenían grandes deseos de vivir, porque habían vivido poco, mientras que los viejos, porque les quedaba poca vida. Con estos pensamientos se puede luchar: basta un esfuerzo de voluntad para arrinconarlos en lo más recóndito y apartarlos de nuestro camino. Quien no es capaz de hacer este esfuerzo, no puede pensar más en nada. Toda su energía se consume en disimular su pánico mortal. En cuanto a los demás... Da pena el trabajo realizado. Dan pena, una pena insoportable, los chiquillos, o tal vez no sea propiamente pena, porque hay muchas personas que sienten indiferencia por los pequeños, pero que considerarían una infamia pensar ahora en otra cosa. Y, hay que decidir. ¡Oh, qué difícil es decidir! Hay que decidir y decir en alta voz lo que se ha decidido. Esto equivale a cargar ante sí mismo con una responsabilidad gigantesca, con una responsabilidad desacostumbrada, tanto por su peso como por sus consecuencias, ante si mismo, para poder sentirse persona las tres horas que quedan de vida y no tener que retorcerse de vergüenza ni tener que gastar el último aliento en gritarse a sí mismo: «¡He sido un insensato! ¡He sido un infame!» Es la misericordia, pensó Gorbovski.

    Se acercó a Lamondois y le cogió el megáfono. Lamondois ni se dio cuenta.

    —Me parece —dijo Gorbovski sentidamente— que ha tenido lugar una confusión. El camarada Lamondois os ha dicho que decidáis. Pero, en realidad, no hay nada que decidir. Todo está ya resuelto. La casa cuna y las madres con hijos de pecho ya están en la astronave. (Los presentes lanzaron un suspiro de alivio.) Los demás pequeñuelos se están embarcando en este momento. Creo que cabrán todos. Mejor dicho, no lo creo, sino que estoy seguro. Perdonadme, pero esto lo he resuelto yo. Tengo derecho a ello. Es más, tengo derecho a cortar enérgicamente cualquier intento de impedir que se lleve a cabo esta resolución. Pero no creo que tenga que recurrir a este derecho. Las ideas expuestas por el camarada Lamondois son interesantes. Yo tendría mucho gusto en discutir con él, pero tengo que marcharme. Los padres tienen entrada libre en el cosmódromo. No obstante, hagan el favor de no subir a bordo de la nave.
    —Y nada más —dijo alguien entre la gente—. Bien hecho. ¡Mineros, seguidme!

    El gentío rumoreó y se puso en movimiento. Varios pterocares se elevaron en el aire.

    —¿De qué hay que partir? —preguntó Gorbovski—. De que lo más importante y valioso que tenemos, es el futuro.
    —Para nosotros no existe el futuro —dijo una voz ronca entre la gente.
    —Al contrario, ¡existe! Nuestro futuro es la infancia. Es verdad que esta idea no es nueva. Pero hay que ser justos. La vida es hermosa, todos nosotros lo sabemos. En cambio, los chicos aún no lo saben. Y sin embargo, ¡cuánto amor les espera! Y, no digamos nada de los problemas del cero. (La gente comenzó a aplaudir.) Bueno, ahora me tengo que marchar.

    Gorbovski le entregó el megáfono a uno de los miembros del Soviet y se acercó a Matvey. Este le dio varias fuertes palmadas en la espalda. Ambos se pararon a contemplar cómo la gente se dispersaba y cómo los semblantes se animaron y perdieron su uniformidad. Gorbovski murmuró suspirando:

    —Es asombroso. Vamos perfeccionándonos, haciéndonos mejores, más inteligentes, más bondadosos y, sin embargo, nos agrada cuando alguien resuelve las cosas por nosotros.


    Capítulo IX


    La astronave de desembarco sigma D «Tariel segunda», fue construida para transportar a grandes distancias pequeños grupos de investigadores con un equipo mínimo de aparatos de laboratorio. Era muy apropiada para desembarcas en planetas de atmósfera «furiosa» y para recorrer distancias enormes; era resistente y su estructura estaba constituida en un noventa y cinco por ciento por depósitos de energía. Como es natural, en la nave había un compartimiento habitable que constaba de cinco minúsculos camarotes, un saloncito, una cocinilla y una espaciosa cabina totalmente ocupada por los cuadros de mando de los aparatos de gobierno y comprobación. Había también un compartimiento de carga, bastante grande, con las paredes lisas y el techo bajo, desprovisto de condicionamiento a presión, el cual podía servir, en el mejor de los casos, para instalar un laboratorio de campaña. En condiciones normales, la «Tariel segunda» admitía a bordo hasta diez personas, incluida la tripulación.

    El embarque de los niños se efectuaba por las dos escotillas: los pequeños entraban por la de pasajeros y los mayores por la de carga. Junto a las escotillas se agolpaba la gente, en número mucho mayor del que esperaba Gorbovski. A primera vasta se distinguía que no se trataba solamente de educadores y familiares. No lejos de la nave había un montón de cajones con los ulmotrones que no se habían repartido y con maquinaria para los Exploradores de Lalanda. Las personas mayores estaban calladas, pero en la nave reinaba un griterío constante: gemidos, risas, canciones entonadas por finas pero desacordadas voces y todo ese alboroto que caracterizó en todo tiempo a los internados, jardines y ambulatorios infantiles. Había pocas caras conocidas. Gorbovski sólo vio a Ala Postisheva. Parecía otra: lánguida, triste y vestida con elegancia y buen gusto. Estaba sentada en un cajón vacío, con las manos sobre las rodillas, y miraba hacia la nave. Debía estar esperando a alguien.

    Gorbovski salió del pterocar y se dirigió a la astronave. Al pasar junto a Ala, ella le sonrió amablemente y le dijo: «Estoy esperando a Mark». «sí, sí, saldrá pronto», le contestó cariñosamente Gorbovski y siguió su camino. Pero al instante le detuvieron y comprendió que no le seria fácil llegar hasta la escotilla.

    Un hombre corpulento y con barba, tocado con un panamá, le cerró el paso.

    —Camarada Gorbovski —le dijo, al mismo tiempo que le entregaba un envoltorio largo y pesado—. Le ruego que tome esto.
    —¿De qué se trata? —le preguntó Gorbovski.
    —Es mi último cuadro. Soy Johann Surd.
    —¡Johann Surd! —repitió Gorbovski—. No sabía que estaba usted aquí.
    —Tómelo. Pesa muy poco. Es lo mejor que he hecho en la vida. Lo había traído a una exposición. Es «El viento».

    A Gorbovski comenzó a remorderle la conciencia.

    —Está bien —dijo, y cogió cuidadosamente el envoltorio.

    Surd hizo una inclinación. Le dio las gracias y desapareció entre la gente.

    Alguien sujetó a Gorbovski tan fuertemente por un brazo, que hasta le hizo daño. Al volverse vio que era una mujer muy joven. Le temblaban los labios y tenía el rostro bañado en lágrimas.

    —¿Es usted el capitán? —le preguntó con voz entrecortado.
    —Sí, yo soy el capitán.

    Ella le apretó más aún el brazo.

    —Mi hijo está ahí... en la nave. —Sus labios comenzaron a torcerse—. Tengo miedo...

    Gorbovski puso cara de admiración.

    —¿De qué? Ahí no le amenaza ningún peligro.
    —¿Está usted seguro? ¿Me lo promete...?
    —No hay ningún peligro —repitió Gorbovski categóricamente—. Esta es una nave magnífica.
    —¡Cuántos niños! —dijo ella sollozando—. ¡Cuántos niños!

    Por fin, le soltó el brazo y se volvió. Gorboski, tras un momento de indecisión, siguió adelante, protegiendo con manos y codos la obra maestra de Surd. No había dado dos pasos, cuando sintió que lo agarraban por debajo de los dos brazos.

    —Esto pesa solamente tres kilos —le dijo un hombre pálido y anguloso—. Yo nunca le he pedido nada a nadie...
    —Lo creo —dijo Gorbovski.
    —Esto es el balance de las observaciones que se han hecho de la Ola durante diez años. Seis millones de reproducciones fotográficas.
    —¡Esto es muy importante! —aseguró el desconocido que sujetaba a Gorbovski por el otro brazo. Este tenía labios carnosos, que revelaban bondad, ojos pequeños con expresión de ruego, y no estaba afeitado—. Sabe usted, éste es Maliaev... —dijo señalando al primero—. Tiene usted que coger esta carpeta...
    —Calle usted, Patrick —dijo Maliaev—. Leonid Andreevich, comprenda usted... para que esto no vuelva a repetirse... Para que nunca más... —Le faltó el aliento—, para que nadie más tenga que volver a proponemos nunca una elección tan deshonrosa...
    —Síganme —dijo Gorbovski—. Tengo ya las manos ocupadas.

    Ellos le soltaron y él dio un paso adelante y tropezó con un gran bulto, envuelto en una lona, el cual, haciendo un esfuerzo, sujetaban en alto dos jóvenes con boinas azules idénticas.

    —¿Le será posible llevarse esto? —susurró uno.
    —Si puede... —dijo el otro.
    —Hemos tardado dos años en construirlo.
    —Haga usted el favor.

    Gorbovski negó con la cabeza y procuró darles de lado.

    —Leonid Andreevich —profirió lastimeramente el primero—. Se lo rogamos.

    Gorbovski volvió a negar con la cabeza.

    —No te humilles —dijo el segundo enfadado, a la vez que soltaba su extremo y el objeto envuelto caía ruidosamente al suelo—. ¿Para qué sigues sujetándolos?

    Este mismo joven, en un inesperado arranque de furor, le dio un puntapié a su aparato y se marchó cojeando.

    —¡Volodka! —le gritó su amigo alarmado—. ¡No te vuelvas loco!

    Gorbovski se volvió.

    —Los escultores pueden perder las esperanzas —dijo a su oído una voz disimulada. Gorbovski no hizo más que mover la cabeza. No podía hablar. A su espalda, pisándole los talones, Maliaev respiraba con dificultad.

    Todo un grupo de gente con rollos, envolturas y paquetes, los seguía de cerca.

    —Qué le parece si hacemos lo siguiente —comenzó a decir nerviosa y entrecortadamente uno del grupo—. Podemos reunir todo junto a la escotilla de carga... Comprendemos que hay pocas posibilidades, pero si por casualidad queda sitio... En fin de cuentas no se trata de personas, sino de cosas, las cuales pueden meterse en cualquier sitio.
    —Sí, sí —dijo Gorbovski—. Organícelo usted mismo. —Se detuvo y cambió de hombro la obra de arte—. Dígaselo a todos. Que coloquen sus cosas junto a la escotilla de carga. A unos veinte pasos de distancia. ¿De acuerdo?

    La gente comenzó a moverse y fue más fácil avanzar. Todos los que llevaban rollos y paquetes se fueron marchando y Gorbovski pudo llegar por fin al espacio libre que había al lado de la escotilla para el pasaje, donde los pequeños, formados de dos en dos, esperaban su turno para caer en manos de Persi Dikson.

    Los pequeños, con sus blusas, pantaloncitos y gorros de diversos colores, estaban alegremente excitados por la perspectiva de un viaje en cosmonave. Estaban tan entretenidos unos con otros y con la mole azulina de la nave. que apenas si tenían tiempo de dirigir una mirada a sus padres. A ellos no les preocupaba la presencia de sus padres. En la puerta redonda de la escotilla estaba Persi Dikson, vestido con el antiquísimo y ya olvidado uniforme de gala de los pilotos astronautas, pesado y sofocante, pero con botones plateados, emblemas y deslumbrantes entorchados. El sudor le caía a chorros por su peluda faz. De vez en cuando gritaba como lobo de mar: «¡Por los cuernos de la Luna! ¡Todos a sus puestos! ¡Levar anclas!» Todo lo cual resultaba muy divertido y los extasiados chiquillos no apartaban de él sus fascinados ojos. Acompañaban a los pequeños un educador, que iba haciendo anotaciones en una lista, y una educadora, la cual cantaba con ellos la alegre canción del valiente rinoceronte. Cada cual cantaba lo suyo, pero ninguno dejaba de mirar a Dikson.

    Gorbovski pensó, que estando así de espaldas a la gente, podía suponerse que el buen tío Persi había organizado, para los párvulos preescolares, un divertido vuelo alrededor de Iris, en una astronave de verdad. Pero cuando Dikson levantó en vilo al chico de turno y se lo entregó al que los recibía en la plataforma de entrada, Gorbovski oyó detrás una voz de mujer, que gritaba desesperadamente: «¡Mí Tolik! ¡Tolik!» y al mirar en torno suyo vio el pálido rostro de Maliaev y los semblantes alarmados de los padres y las caras de las madres, con sonrisas que parecían muecas de dolor, con lágrimas en los ojos y mordiéndose los labios. Una pobre mujer se debatía en un ataque de nervios, mientras que un hombre, con el traje de faena manchado de tierra, la abrazaba por los hombros y procuraba llevársela. Unos se volvían, otros, encorvados, se apartaban presurosos e iban a toparse con los que venían a su encuentro y otros, en fin, se desplomaban en el suelo con las manos en la cabeza.

    Gorbovski vio a Zhenia Viazanitsina. Estaba más gruesa y más guapa. Sus enormes ojos estaban secos y su boca apretada con gesto decidido. Llevaba de la mano a un chico hermoso y tranquilo, con unos pantaloncitos encarnados. El niño iba comiéndose una manzana y miraba afanosamente al flamante Persi Dikson.

    —Hola, Leonid —dijo ella.
    —Muy buenas, Zhenichka —respondió Gorbovski.

    Maliaev y Patrick se apartaron a un lado.

    —Qué delgado estás —comentó ella—. Tan delgado como antes o quizá más seco.
    —Pues, tú estás más guapa.
    —¿No te molesto?
    —No, todo marcha como es debido. Lo único que tengo que hacer es inspeccionar la nave. Me temo que no quepan todos.
    —Qué malo es estar sola. Matvey siempre está ocupado, ocupado, ocupado... Hay veces que creo que a él todo le importa muy poco.
    —Te equivocas. A él todo le importa mucho —dijo Gorbovski—. He hablado con él y lo sé. Pero no puede hacer nada. Para él, todos los niños de Iris son como sus hijos. El es así y no puede ser de otra forma.

    Ella hizo un gesto de incredulidad con la mano libre.

    —No sé qué hacer con Alioshka —dijo—. Está acostumbrado a vivir en casa. No estuvo nunca ni en el jardín infantil.
    —Se acostumbrará. Los niños se acostumbran pronto a todo, Zhenichka. No tengas miedo. El estará bien.
    —Ni siquiera sé a quién encomendárselo.
    —Todos los educadores son buenos. Tú lo sabes perfectamente. Todos son iguales. Alioshka estará bien.
    —Tú no me comprendes. Mi hijo no figura en ninguna lista.
    —¿Qué importa? Esté o no en las listas, ni un solo niño se quedará en Iris. Las listas sirven únicamente para que no se pierdan los chicos. Si quieres, iré a decir que lo inscriban en una de ellas.
    —Sí —dijo ella—. No... Espera. ¿No podría yo entrar con él en la nave?

    Gorbovski movió la cabeza tristemente.

    —Zhenichka —dijo cariñosamente—. No hace falta. ¿Para qué inquietar a los chicos?
    —No voy a inquietar a nadie. Quiero ver solamente cómo y con quién va a estar.
    —Con otros niños iguales que él. Alegres y buenos.
    —Déjame que suba con él.
    —No hace falta, Zhenichka.
    —Sí, hace falta. Me hace mucha falta. El no puede quedarse solo. ¿Cómo va a vivir sin mi? Tú no comprendes nada de esto. Ninguno de vosotros entiende nada. Yo haré lo que haga. Cualquier trabajo. Tú sabes que sé trabajar. Pero no seas tan indiferente...
    —Zhenichka, mira a tu alrededor. Todas éstas son madres.
    —Pero mi hijo no es como los demás. Es más débil. Es caprichoso. Está acostumbrado a que lo cuiden constantemente. No puede vivir sin mi. ¡No puede! Yo lo sé mejor que nadie. ¿Te vas a aprovechar de que no tengo a quién quejarme?
    —¿Es que quieres ocupar el sitio de un niño que se tenga que quedar aquí?
    —No se quedará nadie —dijo apasionadamente—. ¡Estoy segura de que no se quedará! ¡Todos caben! Yo no necesito sitio. Iré en cualquier sala de máquinas, en cualquier cámara... Pero, ¡tengo que ir con él!
    —Nada puedo hacer por ti. Perdóname.
    —¡Puedes! Tú eres el capitán. Tú todo lo puedes. ¡Tú siempre fuiste bueno, Lionia!
    —Ahora también lo soy. Tú no te puedes figurar lo bueno que soy ahora.
    —No me separaré de ti —dijo ella y se calló.
    —Muy bien —dijo Gorbovski—. Pero antes, llevaré a Aliosha a la nave, inspeccionaré los locales y luego volveré a buscarte. ¿De acuerdo?
    —¿No me engañas? No, yo sé que no. Tú nunca has engañado a nadie.
    —Y ahora tampoco te engaño. Cuando la nave despegue, tú estarás a mi lado. Dame el pequeño.

    Ella, sin dejar de mirarlo, como si estuviera soñando, empujó a Aliosha hacia él.

    —Ve, Alik —dijo—. Ve con el tío Lionia.
    —¿Adónde? —preguntó el chico.
    —A la nave —dijo Gorbovski, cogiéndolo de la mano—. Adónde va a ser. A esta nave. Con el tío aquel, ¿quieres?
    —Sí, quiero con aquel tío —exclamó el chiquillo, y no volvió a mirar a la madre. Llegaron juntos hasta la escala. Por ella subían ya los últimos niños. Gorbovski le dijo al educador:
    —Incluya usted en la lista a este niño: Alexey Matveevich Viazanitsin.

    El educador se quedó mirando al pequeño, después a Gorbovski y luego asintió con la cabeza y lo inscribió. Gorbovski subió despacio por la escala y pasó a Alexey Matveevich por encima de la alta defensa de la escotilla.

    —Esto se llama plataforma —le dijo.

    El chico se soltó de su mano, se acercó a Persi Dikson y se quedó contemplándolo. Gorbovski se quitó del hombro el cuadro de Surd y lo puso en un rincón. «¿Qué más? —se preguntó—. ¡Ah, sí!» Volvió a la escotilla se asomó por ella y tomó de manos de Maliaev su carpeta.

    —Gracias —dijo Maliaev sonriente—. No se ha olvidado... Que tenga un plasma tranquilo.

    Patrick también sonrió y moviendo la cabeza en señal de despedida se perdió entre la gente. Zhenia estaba debajo mismo de la escotilla. Gorbovski le hizo señas con la mano. Después se volvió hacia Dikson.

    —¿Hace calor? —le preguntó.
    —Muchísimo. Me ducharía con mucho gusto. Pero el cuarto de ducha está lleno de niños.
    —Desalójelo usted —dijo Gorbovski.
    —¡Si fuera tan fácil hacerlo como decirlo! —dijo Dikson, suspirando profundamente. Luego se estiró el cuello del uniforme—. La barba se me mete por debajo del cuello —murmuró—. Me pincha hasta no poder más. Parece que me pica todo el cuerpo.
    —Tío —dijo el pequeño Aliosha—. ¿Tu barba es de verdad?
    —Tírame de ella, si quieres —dijo Persi y se agachó suspirando.

    El chico le tiró de la barba.

    —De todas maneras no es de verdad —dijo.

    Gorbovski lo cogió por un hombro, pero Aliosha se le escapó.

    —No quiero ir contigo —refunfuñó—. Quiero quedarme con el capitán.
    —Bueno, hombre —dijo Gorbovski—. Persi, lléveselo a la educadora.

    Dicho esto, se agachó y entró por la puerta del corredor.

    —No se desmaye usted —dijo Dikson a su espalda.

    Gorbovski corrió la puerta. Efectivamente, en la nave nunca se había visto nada igual. Chillidos, risas, silbidos, gorjeos, arrullos, gritos belicosos, golpes, tañidos, pataleo, chirridos metálicos, gemidos de niños pequeños, etc., etc. Olía a leche, a miel, a medicinas, a cuerpos infantiles recalentados, a jabón, y todo esto a pesar del acondicionamiento del aire y del funcionamiento de los ventiladores de reserva. Gorbovski, para avanzar por el corredor, tenía que ir buscando el sitio donde poner el pie. Al pasar por delante de las puertas abiertas, se veía cómo hasta cuatro decenas de niños y niñas de dos a seis años saltaban, bailaban, mecían muñecas, apuntaban con escopetas, echaban el lazo o se empujaban, estaban sentados o se arrastraban por las cama, por las mesas y por debajo de ellas. Los educadores corrían preocupados de un camarote a otro. En la sala de la tripulación, de la cual habían sido sacados casi todos los muebles, las madres jóvenes amamantaban y envolvían en pañales a sus recién nacidos. En este mismo aposento se encontraba la casa cuna. En un rincón cercado, cinco pequeños andaban a gatas y se entendían entre si en el lenguaje de los pájaros. Gorbovski se figuró todo esto en estado de ingravidez, entornó los ojos y entró en la cabina.

    La cabina estaba desconocida. La habían vaciado por completo. El enorme aparato de control combinado, que ocupaba la tercera parte del local, había desaparecido. El cuadro de mando, el asiento del segundo piloto y el cuadro de la pantalla panorámica, habían seguido la misma suerte. Tampoco se veía el sillón de la máquina calculadora. La propia calculadora estaba medio desarmada y sus bloques de montaje estaban descubiertos. La nave había dejado de ser interestelar para convertirse en una especie de barcaza cósmica autopropulsada que conservaba sus buenas cualidades de marcha, pero que solamente podía servir para vuelos por trayectorias de inercia.

    Gorbovski se metió las manos en los bolsillos. Dikson resoplaba junto a su oído.

    —Bien, bien —dijo Gorbovski—. ¿Dónde está Walkenstein?
    —Aquí —se oyó decir, y Walkenstein surgió de dentro de la calculadora. Tenía aspecto sombrío y decidido.
    —Ha hecho usted muy bien, Mark —dijo Gorbovski—. Y usted también, Persi. Muchas gracias.
    —Pishta ha preguntado por usted tres veces —dijo Mark y volvió a ocultarse dentro de la calculadora—. Está en el compartimiento de carga.

    Gorbovski cruzó la cabina y entró en el compartimiento de carga. El cuadro que se ofreció a su vista era desolador. En este largo y estrecho local, apenas iluminado por dos lámparas gasolumínicas se encontraban de pie y apretujados los chicos y chicas de edad escolar. Estaban callados y quietos. De vez en cuando cambiaban de postura, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y miraban por la abierta escotilla, a cuyo través se veía un trozo de cielo celeste y el tejado, blanco y liso, de un lejano almacén. Gorbovski estuvo mirando a los muchachos durante varios segundos, mordiéndose los labios.

    —Los chicos de la primera clase que pasen al corredor —dijo—. Los de la segunda y tercera, a la cabina. Ahora mismo.
    —Esto no es todo —le dijo quedamente Dikson—. Diez personas se han perdido por el camino cuando venían de la Ciudad Infantil hacia aquí... Parece ser que han perecido. Un grupo de los escolares mayores se niega a embarcar. Otro grupo, formado por los hijos de los «extraños», acaba de llegar. Lo demás usted mismo lo ve.
    —Haga usted lo que he dicho —insistió Gorbovski—. Traslade las tres primeras clases al corredor y a la cabina. Pongan aquí luz y una pantalla y proyecten películas. Si es posible, películas históricas. Que vean lo que ocurría antes. Hágalo, Persi. Organice, además, una cadena de chicos hasta Walkenstein, para que se vayan pasando de unos a otros las piezas que él desmonta: con esto se distraerán un poco.

    Gorbovski salió con dificultad por la escotilla y corrió hacia abajo. Al pie de la escala había un numeroso grupo de niños de distintas edades. A la izquierda, formando un montón desordenado, se encontraban los objetos más valiosos de la cultura de Iris: paquetes de documentos, carpetas, máquinas y modelos, lienzos arrollados y esculturas envueltas en telas. A la derecha, a unos veinte pasos de distancia, se hallaban unos cuantos muchachos y muchachas muy serios, de quince a dieciséis años de edad. Por delante de ellos se paseaba, con las manos atrás, la cabeza gacha y también muy serio, Stanislav Pishta, el cual, sin elevar la voz, pero enérgicamente decía:

    —...consideren que esto es un examen. Piensen menos en sí mismos y más en los demás. ¿De qué os da vergüenza? ¡Tranquilícense y venzan esos sentimientos!

    El grupo de escolares mayores seguía callado. También guardaban silencio los descorazonados adultos que rodeaban la escotilla de carga. Algunos muchachos miraban disimuladamente a su alrededor y se notaba que querían huir, pero esto era imposible, porque detrás estaban sus padres. Gorbovski miró hacia la escotilla. Desde aquí se veía que la nave estaba atestada, junto a la ancha escotilla, los niños formaban una fila compacta. Sus caras no tenían nada de infantiles. Estaban demasiado serias y demasiado tristes.

    Un joven corpulento y guapo, cuyos ojos tristes y suplicantes no guardaban relación con su aspecto general, se acercó de lado a Gorbovski.

    —Capitán, tengo que decirle dos palabras —le dijo con voz temblorosa—. Sólo dos palabras.
    —Perdone un momento —dijo Gorbovski.

    Este se dirigió a Pishta lo abrazó por los hombros.

    —Hay sitio para todos —decía Pishta—. No os preocupéis por esto...
    —Stanislav —le dijo Gorbovski—, da la orden de que embarquen los demás.
    —Pero si no hay sitio —respondió Pishta contradiciéndose a sí mismo—. Te estábamos esperando. Hay que desocupar la cámara D de reserva.
    —La «Tariel» no tiene cámaras D de reserva. No obstante, habrá sitio. Da la orden.

    Gorbovski se enfrentó con los escolares mayores.

    —Nosotros no queremos embarcar —exclamó uno de ellos, un muchacho rubio y alto, con ojos verdes claros—. Deben embarcar los educadores.
    —¡Así debe ser! —dijo una chica bajita con pantalones sport.

    Detrás se oyó la voz de Persi Dikson que gritaba:

    —¡Tiradlas en el suelo!

    Por la escotilla empezaron a salir las sonoras láminas de los bloques de montaje. La cadena había empezado a funcionar.

    —Muchachos y muchachas —dijo Gorbovski—. En primer lugar, vosotros no tenéis voto aún, porque todavía no habéis terminado la escuela. Y, en segundo lugar, hay que tener conciencia. Yo comprendo que sois jóvenes y queréis hacer algo heroico. Pero el caso es que aquí no hacéis falta, mientras que en la nave sí que la hacéis. A mí me horroriza pensar lo que va a ocurrir ahí cuando empiece el vuelo por inercia. Hace falta que en cada camarote de preescolares haya, por lo menos, dos mayores. Dos o tres muchachas ágiles tienen que atender a los niños de la casa cuna y ayudar a las madres que van con sus recién nacidos. Es decir, vuestro heroísmo hace falta ahí.
    —Perdone, capitán —dijo sonriendo el de los ojos verdes—. Todas esas funciones pueden desempeñarlas perfectamente los educadores.
    —Perdone, joven —dijo Gorbovski—. Supongo que conocerá usted los derechos que tiene el capitán. Pues, como capitán, le aseguro que sólo volarán dos educadores. Y, lo que es más importante, haga usted un esfuerzo y procure imaginarse cuál sería la vida de los educadores si ocupasen sus sitios en la nave. Basta de juegos, muchachos y muchachas. Esto que tienen ante ustedes es la vida, tal como suele presentarse algunas veces, aunque pocas afortunadamente. Y, ahora, perdónenme, porque estoy muy ocupado. Para que estén tranquilos puedo decirles una sola cosa: ustedes serán los últimos en entrar a la nave. Es todo.

    Gorbovski dio media vuelta y vino a darse de manos a boca con el joven de ojos tristes.

    —¡Oh, perdone! —dijo—. Me había olvidado de usted.
    —Acaba usted de decir que volarían dos educadores —dijo el joven con voz ronca—. ¿Quiénes son?
    —Y usted, ¿quién es? —le preguntó Gorbovski.
    —Soy Robert Skliarov. Físico del cero. Eso no viene al caso. Ahora se lo contaré todo. Pero antes, dígame, ¿quiénes son los educadores que van a volar?
    —Skliarov... Skliarov... Me suena ese nombre. ¿Dónde lo habré oído?
    —Camilo —dijo Skliarov con una sonrisa forzada.
    —¡Ah! —dijo Gorbovski—. A usted le interesa saber quién va a volar. Está bien, se lo diré. Pero solamente a usted. Volará el responsable y el médico mayor. Ellos todavía no lo saben.
    —No —exclamó Skliarov cogiéndose al brazo de Gorbovski—. Tiene que volar una más... Una más. Tatiana Turchina. También educadora. A ella la quieren mucho. Es una educadora de mucha experiencia...

    Gorbovski retiró el brazo.

    —Imposible —dijo—. ¡Imposible, querido Robert! Volarán solamente los niños y las madres con recién nacidos, ¿entendido? Solamente los niños y las madres con hijos de pecho.
    —¡También ella lo es! —se apresuró a decir Skliarov—. ¡ella también es madre! Va a tener un hijo... ¡Un hijo mío! Pregúnteselo... ¡También ella es madre!

    En este instante, Gorbovski sintió un empujón en el hombro. Dio un traspié y vio cómo Skliarov retrocedía asustado y cómo iba hacia él una mujer pequeñita, fina, esbelta, muy elegante, con cabellos dorados entrecanos y con un rostro lindo, aunque petrificado. Gorbovski se pasó la mano por la frente y se acercó de nuevo a la escala.

    Allí sólo quedaban los escolares mayores y los educadores. Los demás, los padres, los que vinieron a traer sus obras y los que lo hicieron, quizá, animados por una vaga e inconsciente esperanza de salvación, se fueron retirando poco a poco, dejando sitio libre y dividiéndose en grupos. En la escotilla estaba Stanislav Pishta, con los brazos en cruz y gritando:

    —¡Apretaos un poco, chicos! ¡Mark, diles a los que están en la cabina que se aprieten un poco! ¡Un poquito más!

    Le contestaban serias voces infantiles:

    —¡No se puede más! ¡Ya estamos muy apretados!

    Entonces resonó la profunda voz de Persi Dikson:

    —¿Quién ha dicho que no hay sitio? ¿Y aquí, detrás del cuadro? No tengas miedo, querida, aquí no dan calambres, entra, y tú también... y tú, chatín... ¡Más vivos! y tú. Así. Así. Y la fría y metálica voz de Walkenstein repetía:
    —Apartarse, muchachos... Dejadme pasar... Córrete un poco, niña... Deja paso, niño...

    Pishta se echó a un lado, y junto a él apareció Walkenstein con la cazadora al hombro.

    —Yo me quedo en Iris —manifestó—. Usted puede arreglárselas sin mi, Leonid Andreevich. —Y sus ojos recorrieron el gentío buscando a alguien.

    Gorbovski asintió con la cabeza y preguntó.

    —¿El médico, está a bordo?
    —Si —respondió Mark—. Dentro no hay más adultos que el médico y Dikson.

    Inesperadamente se oyeron risas por la escotilla.

    —¡Eh! —decía penosamente la voz de Dikson—. Mirad cómo hay que hacer... Uno, dos... Uno, dos...

    En la escotilla, sobre la cabeza de Pishta apareció la de Dikson. Su cara invertida estaba sudorosa y muy encarnada.

    —Sujéteme, Leonid —susurró—. ¡Me caigo ahora mismo!

    Los chicos se reían a carcajadas y no era para menos. El grueso ingeniero de a bordo pendía del techo como una mosca, sujetándose con manos y pies a los mosquetones de asegurar la carga. Cuando Pishta y Gorbovski lo sacaron fuera lo pusieron en el suelo, dijo respirando entrecortadamente:

    —Soy viejo. Me he hecho viejo.

    Miró a Gorbovski con aspecto Pesaroso y dijo:

    —No puedo seguir ahí, Leonid. Se está muy estrecho, no se puede respirar y hace demasiado calor. Con este maldito traje... Yo me quedo aquí. Usted puede volar con Mark. Además, francamente, estoy harto de ustedes.
    —Adiós, Persi —dijo Gorbovski.
    —Adiós, querido —contestó Dikson.

    Gorbovski se echó a reír y le dio unas palmadas en los entorchados.

    —¡Qué le vamos a hacer, Stanislav! —dijo Gorbovski—. Tendrás que prescindir del ingeniero de a bordo. Creo que podrás. Lo único que tienes que hacer es entrar en la órbita de satélite ecuatorial y esperar allí a que llegue la «Flecha». De lo demás se encargará el jefe de dicha astronave.

    Pishta se quedó aturdido unos segundos. Después reaccionó.

    —¿Qué quiere decir esto, ah? —dijo muy bajito, mirando fijamente a Gorbovski—. ¿Qué es esto? ¿Tú eres de los de desembarco o no? ¿Qué alardes son ésos?
    —¡Alardes! —dijo Gorbovski—. Yo no hago ningún alarde. Y tú irás y responderás por todos hasta última hora. —Se volvió a los escolares mayores y ordenó—: ¡Embarquen, march...! —Después se dirigió a Pishta—: Ve delante, sino, no podrás pasar.

    Pishta miró a los cabizbajos escolares que se acercaban parsimoniosos a la escala, miró a la escotilla, por la cual asomaban caras infantiles, besó torpemente a Gorbovski en la mejilla, se despidió con la cabeza de Mark y Dikson y elevándose sobre la punta de los pies se cogió a los mosquetones. Gorbovski te empujó. Los escolares mayores, uno tras otro, dándose importancia, y sin apresurarse, comenzaron a entrar en la nave y de cuando en cuando se les oía gritar hombría:

    «¡Venga, muévete!» Guarda esos morros, no te los vayan a pisar! ¿Quién gime ahí? ¡En alto la frente!» La última en entrar fue la chica de los pantalones sport. Se quedó unos segundos parada y miró esperanzada a Gorbovski. Pero éste puso cara de piedra.

    —No hay sitio —dijo ella bajito—. ¿Ve usted? No quepo.
    —Pues, adelgaza —respondió Gorbovski y cogiéndola por los hombros le empujó hacia dentro con precaución. Después le preguntó a Dikson—. ¿Dónde está el cine?
    —Todo está organizado —respondió Persi solemnemente—. La sesión de cine comenzará en cuanto despegue la nave. A los niños les gustan las sorpresas.
    —Pishta —gritó Gorbovski—. ¿Listo?
    —¡Listo! —contestó en voz fuerte Pishia.
    —¡Despega, Pishta! ¡Cierren las escotillas! ¡Muchachos y muchachas, buen plasma!

    La pesada plancha de la escotilla comenzó a salir de la ranura del revestimiento. Gorbovski agitó su mano despidiéndose y se separó de la defensa de la escotilla. De repente se acordó de algo.

    —¡Ah! —gritó—. ¿Y la carta?

    En el bolsillo del pecho no estaba, en el del costado, tampoco. La escotilla seguía cerrándose.

    La carta apareció en el bolsillo interior. Gorbovski se la entregó a la muchacha de los pantalones sport y retiró la mano al instante. La escotilla se cerró. Gorbovski acarició inconscientemente el azulino metal y sin mirar a nadie bajó a tierra. Dikson y Mark retiraron la escala. En torno a la nave quedaban muy pocas personas, pero sobre ella maniobraban decenas de helicópteros y flaeres.

    Gorbovski pasó por el lado del montón de obras maestras, y tropezó con un bulto. Fue dándole la vuelta a la nave hasta llegar a la escotilla para el pasaje, donde debía esperarlo Zhenia Viazanitsina: «¡Ojalá venga Matvey!», pensó con tristeza. Se sentía igual que si lo hubieran estrujado y puesto a secar. Cuando divisó a Matvey se alegró mucho. Matvey venía hacia él, pero venía solo.

    —¿Dónde está Zhenia? —le preguntó Gorbovski.

    Matvey se detuvo y miró a su alrededor.

    —Estaba aquí —dijo—. He hablado con ella por radio. ¿Ya están cerradas las escotillas? —preguntó y siguió buscando en turno suyo.
    —Sí, ahora va a despegar —dijo Gorbovski, ojeando también los alrededores. «Es posible que esté en algún helicóptero», pensó. Pero estaba seguro de que no era así.
    —Es raro que no esté Zhenia —murmuró Matvey.
    —A lo mejor está en algún helicóptero —insinuó.

    Gorbovski. No obstante, se figuró en el acto donde se encontraba. «¡Vaya mujer!», pensó para sí.

    —No he podido ver a Alioshka —dijo Matvey.

    Un ruido extraño, semejante a un inmenso suspiro espasmódico, recorrió el cosmódromo. La enorme mole azul de la nave despegó silenciosamente del suelo y comenzó a elevarse paulatinamente. «Por primera vez en mi vida veo cómo despega mi nave», pensó Gorbovski.

    Matvey seguía con los ojos el ascenso, cuando inesperadamente, como picado por una avispa, se volvió hacia Gorbovski y lo miró asombrado.

    —Oye... —murmuró—. ¿Qué pasa? ¿Cómo estás tú aquí? ¿Quién gobierna la nave?
    —Pishta —dijo Gorbovski.

    Los ojos de Matvey se fijaron en un punto.

    —Mírala —susurró.

    Gorbovski miró en aquella dirección. Una franja deslumbrante se alzaba sobre el horizonte.


    Capítulo X


    Al llegar a las afueras de la Capital, Gorbovski pidió que hicieran una parada. Dikson frenó y se quedó mirándole.

    —Quiero seguir a pie —dijo Gorbovski y se apeó.

    Acto seguido salió Mark y tendió su mano a Ala Postisheva para ayudarle a bajar. Esta pareja había venido calladita, en el asiento trasero, desde que salieron del cosmódromo. Iban cogidos fuertemente de la mano, como niños pequeños y Ala, con los ojos cerrados, apoyaba su rostro en el hombro de Mark.

    —Véngase con nosotros, Persi —dijo Gorbovski—. Cogeremos flores; ya no hace calor. Esto le sentará muy bien a su corazón.

    Dikson movió su peluda cabeza.

    —No, Leonid —dijo—. Es mejor que nos despidamos aquí. Yo sigo.

    Hacía fresco. El sol parecía que estaba colgado sobre la línea del horizonte y que iluminaba un corredor de paredes negras, formado por las Olas del norte y del sur, las cuales se alzaban ya muy alto sobre el horizonte.

    —Por este corredor —dijo Dikson—. A donde me lleven los pies. Adiós, Leonid. Adiós, Mark. Oye, chica, adiós. Váyanse... Pero antes quiero adivinar vuestros actos por última vez. Ahora no es difícil hacerlo.
    —Sí, ahora es muy sencillo —dijo Mark—. Adiós, Persi. Vamos, pequeña.

    Y, sonriendo, miró a Gorbovski, echó su brazo sobre los hombros de Ala y se adentró con ella en la estepa. Gorbovski y Dikson los siguieron con la vista.

    —Algo tarde —dijo Dikson.
    —Sí —asintió Gorbovski—. Y, a pesar de todo, los envidio.
    —A usted le gusta envidiar. Y envidia usted de una manera muy apetitosa, Leonid. Yo también lo envidio. Lo envidio, porque tendrá quien piense en él hasta el último instante, mientras que en mi... y en usted, Leonid, nadie pensará.
    —Si quiere, puedo pensar en usted —dijo seriamente Gorbovski.
    —No, no vale la pena —contestó Dikson, a la vez que entornaba los ojos y miraba al sol—. Si —dijo—. Ahora me parece que no nos libramos. Adiós, Leonid.

    Movió la cabeza y se marchó. Gorbovski siguió andando por la carretera junto a otras personas, las cuales, igual que él, iban hacia la ciudad sin apresurarse. Por primera vez se sentía tranquilo después de un día tan embrollado, tan tenso y tan horroroso. Ya no tenía que preocuparse por nadie, ni resolver nada. Todos los que había a su alrededor eran personas independientes y él acababa de independizarse también. Nunca en su vida fue tan independiente.

    Hacía una buena tarde y, si no fuera por las murallas negras que se iban elevando paulatinamente en el cielo azul, a derecha e izquierda, hubiera sido una tarde magnífica: clara, serena y agradablemente fresca, traspasada por los oblicuos y rosados rayos de sol. En la carretera cada vez quedaba menos gente. Muchos se fueron a la estepa, lo mismo que Ala y Walkenstein, y otros se quedaron junto a las cunetas.

    En la ciudad, a lo largo de la calle principal, lucían sus colores los cuadros que los pintores expusieron por última vez. Estaban colgados de los árboles, en las fachadas de las casas, en las guías de ondas que atravesaban la calle, en los postes de las transmisiones energéticas, etc. Delante de los cuadros se congregaba la gente; unos recordaban, otros se alegraban íntimamente, algunos, como de costumbre, entablaban discusiones, mientras que una mujer guapa y finita, lloraba amargamente repitiendo en alta voz: «Qué lástima... ¡Ay, qué lástima!» Gorbovski pensó que la había visto antes en alguna parte, pero no pudo recordar dónde.

    Se oía una música desconocida. En un café que había junto al Soviet un hombre, pequeño y delgaducho, tocaba con extraordinario apasionamiento y brío una coriola de concierto. La gente, que ocupaba los veladores del café, la escalinata de entrada y hasta los jardincillos próximos, escuchaba extasiado. En la coriola había apoyado un cartel de cartón que decía: «El lejano Iris. Canción sin fin.»

    Alrededor de la boca del refugio se veía mucha gente ocupada. La enorme cúpula del cajón de entrada resaltaba por su brillo mate, aunque todavía estaba sin terminar. Desde el teatro hasta ella, se extendía una cadena de físicos del cero, los cuales trasladaban carpetas, paquetes y montones de cajas. Gorbovski recordó inmediatamente la carpeta que le entregó Maliaev. Intentó acordarse del sitio en que la había puesto. «Me parece que la dejé en la cabina o quizá en la plataforma. ¿Para qué recordarlo? Ya es lo mismo. No hay que preocuparse por nada. Es extraño, ¿será posible que los físicos tengan esperanzas? Tenemos la seguridad de que a las personas no las salva ningún refugio. Pero hay esperanza de que en este refugio se pueda salvar el fruto de nuestro trabajo. Siempre cabe esperar un prodigio. Sin embargo, es sorprendente que los hombres más escépticos y lógicos del planeta tengan esperanza en un prodigio...»

    junto a la puerta del Soviet estaba sentado un hombre, ciego, con la cara vendada. Llevaba un desgarrado traje de vuelo y tenía sobre sus rodillas un flamante banjo niquelado. El ciego tenía la cabeza echada hacia atrás y escuchaba la canción «El lejano Iris».

    De detrás de la cúpula salió el seudoobservador Hans con un enorme bulto al hombro. Cuando vio a Gorbovski se sonrió y dijo sin detenerse: «¡Ah, capitán! ¿Cómo andan los ulmotrones? ¿Los consiguió? Nosotros, como ve, estamos enterrando los archivos. Esto es agotador. Ha sido un día de locos...» Seguramente, éste fue el único hombre de Iris que se quedó sin saber que el verdadero capitán de la «Tariel» era Gorbovski.

    Desde una ventana del Soviet, Matvey llamó a Gorbovski:

    —La «Tariel» ya está en la órbita —le gritó—. Acaban de despedirse. Todo va bien.
    —Baja —lo invitó Gorbovski—. Vámonos juntos...

    Matvey movió la cabeza.

    —No, querido —dijo—. Tengo aún muchas cosas que hacer y queda poco tiempo. —Después de una pausa, añadió confuso—: Zhenia ha aparecido, ¿sabes dónde?
    —Me lo figuro —dijo Gorbovski.
    —¿Por qué has hecho eso?
    —Yo no he hecho nada, palabra de honor.

    Matvey hizo con la cabeza un movimiento de reproche y desapareció dentro de la habitación, mientras Gorbovski seguía su camino.

    Paseando llegó hasta la orilla del mar, a una magnífica playa de dorada arena, con toldos multicolores, cómodas hamacas y barquillas. Se tumbó en una hamaca, estiró las piernas, cruzó las manos sobre el vientre y se puso a mirar hacia occidente, hacia el purpúreo sol que se ponía. A derecha e izquierda pendían los aterciopelados telones negros, de los que él procuraba no darse cuenta.

    Ahora teníamos que despegar en dirección a Lalanda, pensaba Gorbovski entre sueños. Estaríamos los tres en la cabina y yo les contarla lo magnífico que es el planeta Iris y cómo lo recorrí todo en un solo día. Persi Dikson estaría callado y se entretendría enrollándose la barba en el dedo, mientras que Mark refunfuñaría que todo esto es viejo y aburrido y que en todas partes pasa lo mismo. Mañana a estas horas saldríamos de la deritrinitación... junto a él pasó, con la cabeza gacha, aquella magnífica muchacha de cabellos dorados entrecanos que en el cosmódromo interrumpió, tan oportunamente, su desagradable conversación con Skliarov. Iba por el mismo borde del agua y su rostro ya no parecía pétreo, sino simplemente muy cansado. Se detuvo a unos cincuenta pasos de él, miró hacia el mar, se sentó en la arena y hundió el mentón entre sus rodillas. Casi al mismo tiempo alguien suspiró amargamente cerca de Gorbovski. El capitán miró de reojo y vio a Skliarov, el cual no apartaba los ojos de la muchacha.

    —Todo es absurdo —dijo Skliarov quedamente—. Toda mi vida fue aburrida e inútil. Y lo peor vino a ocurrirme el último día...
    —Querido —dijo Gorbovski—. ¿Qué puede ocurrir bueno el último día?
    —Usted aún no sabe nada...
    —Lo sé —dijo Gorbovski—. Lo sé todo...
    —No es posible que lo sepa todo. Lo noto por la forma en que habla conmigo.
    —¿En qué forma?
    —Como con una persona cualquiera y no como con un cobarde o un delincuente.
    —¿Qué dice usted, Robert? —dijo Gorbovski—. ¿Qué habla usted de cobardía ni delincuencia?
    —Yo soy un cobarde y un delincuente —repitió machaconamente Robert—. Creo que soy algo peor, porque estoy convencido de que obré bien.
    —Ni cobardes ni delincuentes existen ya —dijo Gorbovski—. A mí me es más fácil creer que un hombre puede resucitar, que pensar que alguien pueda cometer un delito.
    —No me consuele. Yo le digo que usted no lo sabe todo.

    Gorbovski volvió desganadamente la cabeza hacia él y le dijo:

    —Robert, no pierda usted el tiempo inútilmente. Váyase con su chica. Siéntese a su lado. Yo estoy aquí muy a gusto, pero si lo desea le puedo ayudar.
    —Las cosas no acaban como uno quiere —dijo Robert apenado—. Yo estaba seguro de que la salvaría. Me creía capaz de todo. Pero ha resultado que no es así. Me voy —dijo de repente.

    Gorbovski observó sus pasos, al principio largos y decididos y luego cada vez más lentos y medrosos, y cómo al fin se acercó a ella y se sentó a su lado, y cómo ella no se apartó de él.

    Gorbovski siguió mirándolos durante cierto tiempo, intentando esclarecer si los envidiaba o no. Después se quedó dormido.

    Lo despertó una cosa fría. Abrió los ojos y vio a Camilo con su eterno y absurdo casco, su cara agria y triste y sus ojos redondos y fijos.

    —Sabía que estaba aquí, Leonid —le dijo Camilo—. Le buscaba.
    —Hola, Camilo —murmuró Gorbovski—. Debe ser muy aburrido saberlo todo.

    Camilo acercó una hamaca y se sentó al lado de Gorbovski, en postura de hombre con el espinazo roto.

    —Hay otras cosas más aburridas —dijo—. Ya estoy harto de todo. Aquello fue un error terrible.
    —¿Cómo van las cosas en la otra vida? —le preguntó Gorbovski.
    —Allí todo es obscuro —dijo Camilo, y después de meditar un poco añadió—. Hoy he muerto tres veces y resucitado otras tantas. Cada vez me fue muy doloroso.
    —¡Tres veces! —repitió Gorbovski—. Pues, ha batido el récord. —Al decir esto miró a Camilo—. Camilo, dígame la verdad. Yo no llego a comprender, ¿es usted un hombre o no? No tema usted. Ya no tengo tiempo de decírselo a nadie.

    Camilo lo pensó.

    —No lo sé —dijo—. Yo soy el último de la «Docena del Fraile». Aquel experimento fracasó, Leonid. De la situación de «quiero, pero no puedo», pasamos a la de «puedo, pero no quiero». Poder y no querer es algo tan triste, que no se puede aguantar.

    Gorbovski lo escuchaba con los ojos cerrados.

    —Si, ya comprendo —susurró—. El poder y no querer le viene de la máquina, mientras que la tristeza, del hombre.
    —No, usted sigue sin entender nada —dijo Camilo—. A usted le gusta soñar a veces con la sabiduría de los patriarcas, exentos de deseos, de sentimientos y hasta de sensaciones. Eso es un raciocinio estéril. El cerebro es daltoniano. Es el Gran Lógico. Los métodos lógicos exigen una concentración absoluta. Para conseguir algo en la ciencia, hay que pensar día y noche en una misma cosa, leer sobre una misma cosa, hablar de una misma cosa. Pero, ¿cómo te desprendes de tu prisma psíquico y de tu innata capacidad perceptiva? Porque necesitamos amar, necesitamos leer libros de amor, necesitamos ver lomas verdes y cuadros, oír música, sentir miedo, envidia, insatisfacción... En cuanto intentes aislarte de todo esto, pierdes una gran parte de tu felicidad. Y te das cuenta perfecta de que la pierdes. Para desarraigar dentro de ti esta sensación y terminar con esta angustiosa dualidad, tienes que castrarte a ti mismo. Arrancar de ti tu mitad emocional humana y quedarte solamente con una reacción ante el mundo que te rodea: la duda. «¡Duda de todo!» —Camilo hizo una pausa— Entonces te espera la soledad. —Miró con una pena terrible al mar crepuscular, a la fría playa, a las vacías hamacas con sus extrañas sombras triples—. La soledad... —volvió a decir—. Las gentes siempre huyeron de mí. Para vosotros fui siempre un excéntrico, incomprensible y pesado, que estaba de más. Ahora también os marcharéis y yo me quedaré solo. Esta noche resucitaré por cuarta vez y me encontraré solo en este planeta sin vida, cubierto de cenizas y de nieve.

    La playa se alegró de improviso. Hundiendo los pies en la arena, avanzaban hacia el mar los experimentadores. Los ocho experimentadores que quedaban. Los ocho frustrados pilotos del cero. Siete de ellos llevaban en hombros al octavo, ciego, con la cara vendada. Este, con la cabeza echada hacia atrás, tocaba el banjo. Iban cantando:

    Cuando la aciaga desgracia,
    Cual agua turbia, obscura,
    Te llegó hasta el pecho,
    Miraste al corte azul,
    Con la cabeza erguida,
    Y seguiste adelante...


    Llegaron al agua, sin mirar a nadie, y entraron en ella cantando. Se fueron hundiendo hasta la cintura, luego hasta el pecho, y después, con su camarada a cuestas, siguieron adelante tras el sol que se ponía. A su derecha se levantaba una muralla negra, que casi llegaba al cenit, y a su izquierda otra igual. Entre ellas sólo quedaba un corte estrecho de cielo azul, un sol purpúreo y la senda de oro fundido por la que ellos iban. Pronto desaparecieron en la lejanía, pero siguió oyéndose el banjo y la copla:

    Miraste al corte azul,
    Con la cabeza erguida,
    Y seguiste adelante...


    FIN



    Título original: Daliekaya Raduga
    Traducción: Antonio Molina García
    © 1970 Arkadi y Boris Strugatsky
    © 1973 Editorial Mir

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